Cambio de guardia novela jrr versión intervenida

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Cambio de guardia Julio Ram贸n Ribeyro


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I 1. Como todo hombre bajito y por lo mismo presuntuoso, el doctor Carlos Almenara consideraba la presencia de un hombre alto a su lado como una injuria personal, una celada que le tendía la vida para humillarlo y reducirlo a su verdadera dimensión. Pero si esa tarde de primavera se atrevía a exhibirse junto al corpulento Jesús Barreola nada menos que delante del Palacio de Justicia es porque se trataba no solo de un superior jerárquico sino porque tenía prisa por comunicarle un asunto importante. Ello no le impedía de vez en cuando dar rienda suelta a sus reflejos de enano, empinándose, dando pequeños saltitos e imprimiéndole a sus palabras una elocuencia que hacían de su voz algo vistoso y ornamental que se añadía a su estatura. A las quejas del señor Barreola, que se limitaba a repetir «Mi hermano está furioso, mi hermano va a estallar», el doctor Almenara invocaba argumentos jurídicos, razonamientos de tinterillo o simplemente metáforas con las que trataba de amenizar el carácter más bien árido de su disertación. –La solución ya la encontré –dijo al fin–, y esto me hace acordar la vez que estuve en Sevilla, en el barrio de Santa Cruz, y que me extravié por sus endiabladas callejuelas. Erraba yo bajo un calor tórrido sin saber cómo salir de ese laberinto cuando me encontré con un andaluz que venía en mi dirección. Al preguntarle cómo haría para salir de ese barrio me respondió sin más: siempre hay salida. No añadió otra cosa, pero yo tomé su respuesta como una lección de gran alcance moral. Siempre hay salida, estimado señor Barreola. Y puede decirle a su hermano Napoleón que la salida del embrollo ya la he encontrado, como encontré esa vez, luego de infinitas vueltas, la salida del barrio de Santa Cruz. Como el señor Barreola interrumpió su paseo para interrogarlo, el doctor Almenara dio esta vez un verdadero brinco y le susurró algo al oído. Después de un momento de estupor, el señor Barreola prorrumpió en tal carcajada que el sacerdote Sebastián Narro, que pasaba en ese momento por el lugar comiendo una empanada, volvió la cabeza para mirarlos reprobatoriamente. La pareja dejó de reír y sus componentes se separaron después de estrecharse la mano y encomendarse saludos recíprocos para sus esposas, madres e hijos. 2. El sacerdote, al terminar su empanada, se sacude la sotana con la mano y se dirige hacia la plaza San Martín. Su andar arrogante recuerda al de un torero de mala muerte haciendo el paseíllo por algún coso de provincia. Cruza en diagonal la plaza y al pasar junto a la estatua ecuestre del libertador es asaltado por una pandilla de muchachos que le ofrecen la lotería. El sacerdote los considera con atención y hurgando en sus amplios bolsillos extrae varias estampas de la Inmaculada y las distribuye entre los suerteros: «La lotería está en Dios. Hace tiempo que la he ganado». Luego acelera su andar, pasa delante de la cola del tranvía y después de lanzar una mirada iracunda a una muchacha que lleva una falda roja ceñida se introduce por el portal de una casona del jirón Camaná. Cruzado el zaguán y el patio de azulejos, desaparecen todos los ruidos y trajines de la ciudad y se goza de una paz sobrenatural. Los arquitectos de la colonia tenían un sentido arábigo del sosiego y hacían de cada mansión un pequeño alcázar, fresco, ajardinado y silencioso. En el gran salón lo recibe la señora Agostini. Narro se siente siempre cortado por esa matrona que alía extrañamente a la majestad de su porte la vulgaridad de sus ademanes. Antes que Narro abra la boca la señora Agostini dice:


3 –Ya está con su maleta lista. El cura distingue en el salón contiguo, al pie de una tapicería donde un guerrero levanta en peso a una mujer opulenta, una muchacha que lloriquea. –No puedo guardarla más tiempo –añade la señora Agostini–, usted sabe que tengo muchos compromisos y no puedo dejar a mi ahijada sola todo el día. Que aprenda algún oficio, pues no quiero tampoco que trabaje de sirvienta. Tal vez usted... El sacerdote alega que en el albergue tiene poco sitio, pero en fin, por tratarse de ella, viuda del almirante, piedad tan conocida, hará una excepción. –Publicaremos algo en los diarios. Soy vieja amiga de Cardinal. Ya es tiempo de que su labor se conozca. El sacerdote protesta: –Es mi deber –y baja los ojos para contemplar su pecho robusto donde, inmóvil, al lado del reluciente crucifijo, cuelga un pedazo de cebolla. 3. El tranvía desciende por el paseo de la República, cruza la plaza Grau y avanza hacia el Estadio Nacional. La muchacha de la falda roja se apea y se incorpora a otra cola que espera el ómnibus que va a La Victoria. Mientras atardece ve los ficus del parque de la Exposición que sueltan palomas, semillas, gusanos negros y peludos. A esa hora de tráfico intenso los ómnibus tardan. Tomar un taxi, al menos un colectivo. Pero Linda ha hecho ya sus cálculos –esto para pasajes, esto para ropa, esto para la casa– y sabe que no habrá taxi ni colectivo sino las frotaciones, el olor a fritanga, el viaje interminable en la cabina caldeada. Detrás de ella, en la cola, hay un señor que lee un periódico. Lo que Linda presiente se produce al poco rato. El señor, sin que nada parezca justificarlo, se pega a ella. Linda pone el puño en la cadera y con el codo lo aleja discretamente. ¿Desde cuándo la miran los hombres? Desde hace algún tiempo comienza a sentirse extraña en su cuerpo, casi avergonzada de lo que en él sucede. Sus blusas estallan, sus faldas la aprietan, sus ligas le dejan en los muslos anillos violeta que tardan horas en desvanecerse. Ahora, de un automóvil detenido entre dos camiones un señor le sonríe y le hace un gesto invitador con la mano. Linda opta por darse la vuelta para mirar hacia la fachada de las casas. Por la puerta batiente de un bar distingue a tres muchachos que beben cerveza. Pero ya el ómnibus viene, al fin, desvencijado, humeante. En el pequeño tumulto que se forma el hombre del periódico vuelve a pegarse a ella y esta vez sí, empujándola a fondo con su cuerpo, la sube casi en peso hasta la plataforma. 4. –Creo que era tu hermana –dice Carlos en el momento en que se cierra la mampara. Héctor, que está de espaldas a la calle, dice en ese momento que el hombre desciende del mono, el mono de la serpiente y la serpiente del pez, mientras que Aquiles protesta, él no puede descender de otra cosa que de la estatua de alguna divinidad griega, su perfil ¿no le recuerda a Apolo? Héctor acomete contra la pretensión y, exaltándose, contra la belleza, ¿no son los hombres guapos tontos que la naturaleza halaga en lo más efímero que puede existir como es la forma? Carlos renuncia a intervenir en esa discusión, sabe que no conduce a nada o que conduce a lo más prosaico, de proseguirla horas más tarde estarán polemizando a gritos sobre motores de automóviles. –Volvamos al tema –propone–, tengo un, amigo que tal vez sabe, ustedes lo conocen, Montani. Héctor dice que alguien le explicó una vez el asunto, pero que ya se olvidó. –Bueno, pero una vez que tengamos todo, ¿qué hacemos? –pregunta Aquiles. Carlos sonríe:


4 –Empecemos por lo primero. Después ya se verá. Los tres convienen en que es necesario antes explorar el terreno. Pero Aquiles vuelve a poner objeciones: –Yo creo que no hay proporción entre una cosa y otra. Además no soy partidario de esas medidas. Carlos alega que el gesto tiene un carácter simbólico, debe ser interpretado como una advertencia: –Se trata de una sanción de carácter general. Tenemos que aprovechar el pretexto. La mampara vuelve a abrirse y en la cola del ómnibus se ve a un hombre trajeado con modestia que lleva en la mano un paquete envuelto en papel celeste, amarrado con una pita de colores. –Debería comprarme un pantalón cuya boca tenga solo dieciocho centímetros – suspira Aquiles. Héctor, que está pensativo, conviene en que hay cierto peligro, pero de todos modos... Carlos aparta de sus labios el vaso de cerveza: –Vámonos. Está caliente. Ahora me acuerdo que tengo que preparar un examen. Como de costumbre, paga la cuenta. Los tres salen cuando cae la noche. Y se van discutiendo de modas masculinas hacia el paradero del tranvía. 5. Dentro del paquete hay media docena de empanadas de pollo, compradas en la Bodega Romano. Están calientes y echan un poco de aceite. Narciso Puertas llega a su casa, en plena avenida Iquitos, y abre la puerta para escapar de la circulación ruidosa, de las ferreterías. Pero allá adentro lo espera una mujer agotada, en zapatillas viejas, de la cual ha huido para siempre la alegría y que ya está preguntándole por qué se ha demorado. Narciso le dice que el ómnibus, que un amigo que llegó de Trujillo y le entrega el paquete. Luego pasa a la cocina distraído, husmea en las cacerolas. En la gran olla se cuecen los frejoles, plato de miércoles. En esa casa todo está organizado de acuerdo con un presupuesto mediocre: lunes trigo, martes lentejas, miércoles frejoles, jueves quinua, viernes garbanzos, sábado ajiaco y domingo tallarines con salsa de carne. Sus cuatro hijos invaden la cocina para preguntarle si les ha traído algo, una revista de chistes, una golosina. –Empanadas –dice Narciso y regresa a la sala. Su mujer se ha sentado, teje una chompa. –Creo que voy a dejar la municipalidad –dice Narciso. Su mujer sigue tejiendo. –Lozano me ha mandado llamar. Yo no quería ir, pero mandó a Leone en persona, ¿te imaginas? Al diputado. Después de todo, somos de la vieja guardia. Su mujer interrumpe su tejido: –No te metas en esas cosas, Narciso, acuérdate de lo que te digo, no te metas. Ya sabes lo que vas a recoger, sólo penas y sufrimientos. Narciso balbucea, él es sensible a la amistad, no puede renunciar a sus convicciones y como su mujer parece impermeable a esos argumentos, añade: –Además, estoy harto de viajar en ómnibus, de ver esta olla llena de menestras. –– Como su mujer no dice nada se dirige a la puerta de calle–. Voy a comprar cigarrillos. ¿No quieres que te traiga nada? ¿Una limonada? ¿Una Coca-Cola? Su mujer sigue tejiendo. Narciso sale a la vereda y cuando va a cruzar la pista siente el claxon y la frenada de un automóvil que está a punto de atropellarlo. «Imbécil», le grita el piloto por la ventanilla y Narciso tiene apenas tiempo de levantar el puño cerrado hacia el automóvil que parte.


5 6. El hombre acelera, dobla antes del hospital Dos de Mayo buscando un desvío que lleva hacia la carretera a Chosica, se encuentra con una acequia, retrocede y se da cuenta de que se ha extraviado. Todo ello por tratar de cortar camino. En vano escruta las calles de tierra buscando un transeúnte. En la esquina divisa un carretillero ambulante que conversa con un cliente. Pone nuevamente el carro en marcha y se detiene ante la pareja. –Vea –dice el carretillero–, salga por la segunda de la izquierda y se encontrará con la espalda de la Escuela de Medicina. El hombre termina por encontrar su camino y un cuarto de hora más tarde está fuera de la ciudad viajando velozmente con los faros encendidos. Después de pasar ante una fábrica en construcción, donde lee WATSON S.A., disminuye la velocidad y saliendo de la pista se interna por una huella de tierra que parece no llevar a ninguna parte, sino es a una chacra de girasoles. Una verja se avista a la distancia. Un portero con bufanda y una linterna en la mano le hace alto. El hombre habla un momento con él, la verja se abre y el automóvil penetra en un patio de tierra donde se ven otros carros estacionados bajo una emparrada. Después de parquear el suyo, el hombre baja y toca la aldaba de una puerta. Una señora con traje negro cerrado austeramente en el cuello lo recibe con familiaridad y lo conduce hasta una salita reservada: –No tiene usted suerte, señor Bremer, Lilí no está libre, ¿no quiere que le envíe a Nancy? –No –responde Bremer–, quiero hablar con el general. –Me parece que está ocupado. –Tenemos una cita. –Le paso la voz, entonces. ¿Le sirvo un whisky? –Y uno doble para el general. 7. –Los choclos están fresquitos –dice el vendedor ambulante–, llévese unos, don Fernando. Este elige dos de granos grandes y amarillos y añade: –Envuélveme también unas papas cocidas. El carretillero hace una bolsa triangular con una hoja de periódico, en la cual se ve la foto de unos indios con poncho y montera bajo esta leyenda: «Expulsados. Quisieron visitar el club sin ser socios». Don Fernando coge el paquete y queda un momento indeciso: –Te lo pago mañana. –Cuando pueda, don Fernando, ¿qué?, ¿todavía no se arregla el asunto? Don Fernando dice que hace ya dos semanas que la fábrica ha cerrado: –Parece que están en quiebra, no tienen plata. Mañana habrá una reunión en el sindicato. Luego pasa por la pulpería, donde Alejo Saldívar toma un anisado. –Conseguí para la comida –le dice mostrándole el paquete–, el cholo Peña me fió. Saldívar responde que el cholo es buena gente, pero que su paciencia puede terminarse: –Me he enterado que los patrones han importado material para abrir una fábrica más moderna. Parece que está apilado en un depósito del Callao. Quieren eliminarnos de las planillas para contratar nuevo personal a salarios mínimos. Don Fernando lo mira incrédulo: –Entonces, son unos cerdos, ¿eso es lo que quieres decir? –No he hablado de cerdos –responde Saldívar–, te digo lo que sé.


6 –Pero yo soy capataz de turno, a mí no me pueden reemplazar así no más. –Pero eres de los viejos, tienes primas de antigüedad y otras gangas, te das cuenta. Bueno, tengo que ver a unos compañeros. No te olvides de la reunión de mañana. Y otra cosa: no creas que siempre vas a comer de fiado. Don Fernando regresa a su casa, un ranchito ruinoso, milagrosamente sobreviviente entre grises edificios de cemento sin enlucir. Encuentra a su mujer doblada sobre la máquina de coser. –Un día más, Fernando, y no acabo el traje de la señora Adelaida. Qué va a ser de nosotros, santo Dios. 8. Samuel Montani termina de leer en alta voz su artículo sobre los obreros de la ladrillera, suprime algunas cacofonías, adosa en los márgenes mediante largas flechas dos o tres adjetivos detonantes y al cabo de una última y rápida lectura se da cuenta de que la palabra «oligarquía» está repetida siete veces. De inmediato emprende la tarea de reemplazar ese vocablo por alguno equivalente, pero solo encuentra perífrasis del género «lacayos de Wall Street», «clases dirigentes», «altos medios financieros», que alteran el ritmo de su prosa y dan lugar a nuevos e irreductibles vicios de escritura. «Qué tanto», dice, «oligarquía es un término claro, llamemos a las cosas por su nombre». Sin hacer más correcciones engrampa sus tres páginas y se pone el saco. A fin de no aburrirse en el ómnibus coge al azar un periódico del día. Lo primero que ve en él es la fotografía de un hombre apuesto, con un grueso vaso en la mano, rodeado de muchachas sonrientes, bajo el rótulo: «Una distinguida reunión de sociedad». Como no tiene testigos desgarra la página y hace con ella una bola, vacila entre llevársela a la boca, tirarla por la ventana y finalmente la arroja a la papelera. –Al hoyo el culpable de la expulsión –exclama. Su propia voz lo perturba. Acercándose al espejo se acomoda el nudo de la corbata. Carlos le avisó por teléfono que quería verlo esa noche después de la comida por un asunto importante. Después de hacer diez inspiraciones profundas se guarda el artículo en el bolsillo y sale a la calle, rumbo a la revista. 9. Manuel Delmonte llega a su casa y toma una ducha fría. La visión de esa chica en el paradero del ómnibus lo ha dejado intranquilo. «A las seis y diez minutos», anota en su memoria, «parque de la Exposición», mientras contempla sus recios muslos adiestrados en el tenis y el amor. Es curioso: el placer no reside para él en la belleza de la mujer, sobre todo cuando se tiene cincuenta años, sino en su juventud. «Mi reino por una adolescente.» Desnudo sale del baño y llega a su dormitorio, sin importarle que las cortinas de las amplias ventanas estén descorridas. A la altura de su pent-house no llegan ni los más altivos árboles de Orrantia. En su armario hay setenta y cinco trajes de todas las estaciones. Mientras vacila cuál ponerse suena el teléfono. Escucha la voz del doctor Marel: –Fíjate, Mañuco, esta mañana en el club no tuvimos ocasión de hablar. ¿Puedes venir esta noche al Crillón? Comeremos juntos. Mañuco trata de evadirse. Al salir de la ducha tomó la resolución de ver esa noche en el Copacabana a la Venus de Ébano después del primer show, pero termina por ceder. –De acuerdo. ¿Puede saberse de qué se trata? La voz del doctor Marel se hace más lejana: –Misterio, Mañuco. Estas cosas se hablan en voz baja. Mañuco se extiende un momento desnudo en la cama y se contempla en un espejo adosado en la pared. Nota en su espalda una zona blanquecina y cogiendo una crema para


7 broncear se frota casi con indignación. 10. Linda no habla de la espera del tranvía, ni de la cola del ómnibus, ni del hombre del periódico que la siguió con obstinación entre los pasajeros y la aplastó contra el fondo del vehículo, sino de su llegada esa mañana ala oficina. Era apenas una habitación con puerta sobre el jirón Carabaya. En una repisa había tocadiscos y aparatos de radio. Solo dos escritorios, uno para ella y otro para su jefe. Su mamá le pregunta quién es. –Un señor todavía joven, un muchacho más bien, hijo de un militar, creo. Medio gordo y feo como un sapo. –Seguramente que es un pituco o un aprendiz de estafador –interviene Héctor–. A ver, ¿cuánto te van a pagar? Linda dice que quinientos soles. –¿No ves? Un sueldo de hambre. Lo que quieren es tener una vendedora como tú para que sirva de cebo a los clientes. Ya te habrán dicho cómo tienes que sentarte, cómo tienes que cruzar las piernas. –Cállate –lo interrumpe don Fernando–, tú lo que debes hacer es también conseguir un trabajo. Aprende de Linda, menor que tú y ya va a dar para la casa. Con solo diecisiete años. –Yo no me dejo explotar –protesta Héctor–, además yo voy a la universidad. –Pero no pasas de año. En silencio desgranan sus choclos con los dientes. –Parece que la fábrica ya no reabre –dice don Fernando–, Saldívar me lo dijo hace un rato. Luque estuvo donde el escribano. Dice que nos quieren liquidar a todos de la planilla. Si es así voy a tener que conseguir otro trabajo. –Yo que tú –dice Héctor–, iría donde el patrón y le rompería la cara. Después, aunque me metan preso. Don Fernando no responde. Estirando la mano coge una papa sancochada, la examina con atención y la engulle después de embadurnarla en una salsa de cebolla y ají. 11. El doctor Carlos Almenara no se priva nunca de su media hora musical nocturna, hábito digestivo y cultural que le permite al mismo tiempo asimilar bien la comida, educar su sensibilidad y proporcionar un paisaje sonoro a sus disertaciones de sobremesa, que tienen como auditor único y magnánimo a su mujer. Arrellanado en su sofá escucha en el tocadiscos una sinfonía de Mozart y continúa la exposición que comenzó a la hora del café: –En resumen, el consejo que le di al señor Barreola es excelente: abrir la nueva fábrica como está previsto, pero bajo una nueva razón social. Para ello será necesario liquidar a los doscientos y pico obreros. Era el mejor partido que podía tornarse. En la fábrica había jefes de cuadrilla que ganaban hasta ochenta soles diarios. Así el negocio no podía sostenerse. Barreola quedó encantado y hoy mismo se envió la notificación al escribano. Si los obreros quieren pueden trabajar en la nueva planta, pero en otras condiciones. La aparición de Carlos en la sala lo interrumpe: –En una noche como ésta no se puede estudiar. Hablabas de liquidar a alguien, ¿de quién se trata? –Tú cállate y ocúpate de tus asuntos. Cuando te recibas de abogado podrás entender estas cosas. –Creo que nunca las entenderé. ¿Me das las llaves del carro?


8 El doctor Almenara consulta con su esposa. –Tengo que ir donde un amigo –insiste Carlos–, es para estudiar, acompañado se hace mejor. El doctor Almenara se mete la mano al bolsillo. –Tú aprendes derecho, ¿no es verdad? En la tarde fui a tu escritorio a buscar un secante y he visto pilas de revistas, de panfletos como Frente y cosas que nada tienen que ver con la universidad. –Es posible –dice Carlos dirigiéndose a la puerta–, pero tienen que ver con la vida. Queda un rato contemplando el Lincoln verde bajo la clara noche de Miraflores. Dos años atrás era un Chevrolet, antes un Ford de segunda mano. Se ha progresado. Sentándose ante el volante pone rumbo al malecón. Al llegar al parque sobrepasa el automóvil para observar la fachada de un edificio de departamentos, el único que se ha atrevido a desafiar con su arquitectura laica las altas torres de la parroquia. En el sexto piso hay dos ventanas iluminadas. Luego continúa el viaje por la avenida Larco. 12. Teresa queda un momento callada y luego pregunta: –¿Así que la empleada es guapa? Erasmo Chaparro contempla desde el sexto piso los árboles del parque: –Qué preciosa vista. Desde aquí se ve hasta la isla de San Lorenzo. Más allá hay unas lucecitas. Debe ser El Frontón. Teresa le pide que no disimule y que le cuente cómo es la empleada. –Una chica que acaba de terminar el colegio. Tiene un nombre huachafo, algo así como Linda. En fin, la tengo solamente a prueba. Si no da fuego, a la calle. Teresa abre el periódico, pasa sobre los campesinos con montera, sobre el guapetón del vaso en la mano y encuentra la página de los cines: –¿Por qué no vamos a ver esta con Tyrone Power? La dan en el Leuro, cerca de aquí. Erasmo se acerca al sofá. –Tu mamá ya debería estar de vuelta. Exactamente, ¿qué hace tu mamá? ¿Está divorciada o separada de tu papá? –No es mi papá, es mi padrastro. Están divorciándose. –Agrega que su mamá consigue avisos para varias revistas y que por ello pasa la mayor parte del tiempo en la calle–. A veces tiene que ir a reuniones, a fiestas. Es algo así como agente de relaciones públicas. Erasmo se ha sentado en el sofá y hojea junto con Teresa el periódico. –Mejor es que nos quedemos aquí –dice, pero ya Teresa señala una fotografía. –Fíjate, ¿este gordo no es tu papá? –A continuación lee–: «El general Alejandro Chaparro ha sido nombrado jefe de la Región Militar del Sur». Erasmo se acerca un poco a Teresa: –Claro, es él, no podrás negar que tiene buena pinta el viejo. ¿Qué dices?, ¿nos quedamos? Teresa vuelve a examinar la foto: frente estrecha, cuello corto. –No, prefiero ir al cine. 13. –Eh tú, Carellanta, vamos saliendo, te llaman en la dirección. En la celda norte de El Frontón hay una veintena de presos durmiendo en el suelo. Uno de ellos se pone de pie y se acerca a la reja. –Oye bien, Caballazo, no me gustan las bromas. Si me has hecho levantar en vano... La llave gira en la cerradura y la puerta se abre.


9 –Es de a de veras, cholo, ponte tus chuzos y vamos. Atraviesan un pedazo de playa. Carellanta contempla el mar, donde se reflejan las luces del Callao y, hacia el sur, las luces de la Costanera. –Miraflores, Magdalena, La Perla –suspira bajo el cielo estrellado–, si tuviera un revólver, Caballazo, te metería un tiro en el mondongo. Caballazo sonríe: –Y después te ibas nadando hasta el Callao, ¿no? Con esa huata que te ha salido aquí te ibas a pique. –Dentro de un año y cinco meses –murmura Carellanta. –¿Qué harás cuando salgas? –¿Quieres que te lo diga? Me voy de frente al número cuatrocientos diez del jirón Huatica y la abro de arriba abajo a una china que conozco. –¿Y después? –¿Crees que la vida me importa? Después otra vez a la cana. –Mete la panza, ponte derecho, que ya llegamos. Carellanta pasa a la oficina del director. Caballazo lo deja solo y se reúne en la puerta con otros guardianes. –Una buena noticia, Huamán –dice el director–, hay orden de Lima para que dejes la cárcel. Se ha tenido en cuenta tu buena conducta. –No lo creo –responde Carellanta. El director le muestra un papel sellado. –¿No te llamas Huamán Torres Avendaño Evaristo? Pues aquí está escrito. –¿Y cuándo puedo salir? –Eso se verá. Quizá mañana mismo. 14. –Ahora sí que estoy convencido: no hay como las chinas, Bremer. Es algo de ver. Las chinas, uf, uf, uf. –Tome asiento, mi general. El general se deja caer en un sillón y distingue el whisky doble. –¿Me quiere usted matar, Bremer? Un poco de agua mineral, por favor. El señor Bremer oprime el timbre y cuando aparece el empleado pide que traigan una botella de San Mateo. –Sí –añade Bremer–, ha mejorado el material. Y dicen que en la próxima casa será todavía mejor. De todos modos, francamente, a mí esto me aburre un poco. ¿Y qué piensa de su nombramiento? El general Chaparro espera que el mozo cierre la puerta y luego corre el cerrojo. –Vea, el puesto es bueno, tengo mando sobre cinco departamentos, pero en confianza le diré que no me hace muy feliz, un oficial de mi graduación... –Ya sé, lo quieren alejar, ¿no es eso? –Precisamente. –¿No sabe la razón? –Clarísima. Mi influencia, mi competencia. Hago demasiada sombra, ¿entiende? Celos, envidia. Bremer saca su paquete de cigarrillos. –Tengo un encargo para usted, mi general. Su patriotismo es muy apreciado. Hay muchas personas que le tienen una profunda admiración, como militar y como hombre. El general Chaparro coge un cigarrillo. –Vea, yo sé lo que es la profesión. He hecho la escuela de guerra. En el conflicto con Ecuador estuve en primera línea. Para mí, la patria antes que nada. La llevo aquí –con


10 el dedo regordete se señala el esternón–. ¿Cuál es su encargo? –Tomemos este trago, mi general. Luego iremos a conversar a otro sitio. El general coge su vaso: –Pues sí, la patria, los momentos álgidos... –Eso es –lo interrumpe Bremer al sentir que el mozo toca la puerta. 15. Mientras se termina de arreglar frente al espejo, Olga observa por el cristal a la señora Constanza, que cambia rápidamente la ropa de cama. Lleva el cabello recogido con una redecilla y se cubre el vestido negro con un mandil celeste de nailon. Sus manos son finas, sus tobillos delicados. –Usted no es muy habladora, señora Constanza. La empleada, reemplazando las toallas sucias, se limita a responder: –En esta casa lo que ven tus ojos, lo guarda tu lengua. Así dice doña Aurelia. Antes de mí, a dos chicas las botaron por boconas. Olga saca de su cartera un billete de diez soles y se lo entrega: –Para que regrese en taxi a su casa. Doña Constanza se guarda el dinero. –Gracias, pero no será para taxi. A las cinco de la mañana que salgo puedo coger un colectivo o un ómnibus en la carretera. Olga se echa perfume a las axilas afeitadas. –Yo soy una mujer decente –añade doña Constanza–, que trabaje aquí no quiere decir nada. Tengo un hijo estudiante. Sépalo usted bien. –Sí, señora –responde Olga–, hasta mañana. En el bar se encuentra con Lilí. –¿Qué tal te fue con tu general? Olga hace un gesto con la mano: –La barriga le llega hasta aquí. –Por eso es que no quiero nada con él –dice Lilí–, una puede elegir, ¿no es verdad? Además se demora, quiere que le hagan cositas. –Olga nota que su compañera está celosa–. No veo las horas de que doña Aurelia abra la nueva casa, allí sí que irá gente decente. –Hasta luego, doña Aurelia –grita Olga–, voy a dar una vuelta por é1 Crillón... Lilí la sigue hasta la puerta: –¿Te dijo algo para mí el general? –No –dice Olga–, me preguntó si quería viajar a Arequipa. Me pone casa y todo. –No le creas ni palabra –dice Lilí–, a mí hace un año que me dice lo mismo. Además, qué me importa. Guárdate tu general. Ahora tengo un juez. Olga abre la puerta: –Podrás tener lo que quieras. Pero no tienes veinte años. 16. El doctor Marel lo espera en el bar del hotel Crillón, delante de un vaso de agua mineral. Mañuco Delmonte aparece en el vano de la puerta, abraza con la mirada las mesitas, el mostrador, los taburetes y después de abotonarse bien el saco avanza hacia el doctor desplegando lo que él llama su sonrisa de página social. –Bonito terno –dice el doctor Marel palpando el casimir de Mañuco. –Solo hay tres hombres en Lima que se mandan hacer su ropa en Londres –dice Mañuco–, pero solo uno en Barrow’s, diecisiete, Oxford Street. De inmediato encarga un Dry Martini: –Me he dado un baño agotador. Necesito un reconstituyente. Y conste que he


11 sacrificado una cita importante, con una morena de fuego, para no fallarte. Tu llamada me intrigó. Podemos hablar aquí, me imagino. –Con toda confianza. Vamos al grano... Apenas pronuncia esta última palabra, el doctor Marel se echa a reír: –Qué buena, vas a creer que la he tenido preparada, que te he querido sorprender con un juego de palabras. Mañuco no entiende y como cada vez que no entiende una cosa se pone serio y se hace el distraído. –Lo que pasa es que se trata de un asunto de granos –aclara Marel–, fíjate, respóndeme con toda franqueza, ¿es cierto que tienes una red de panaderías al sur de Lima? Mañuco bate los párpados, se recuesta en el respaldar de su butaca: –Veo que estás bien informado. El doctor Marel le recuerda que es abogado del Banco del Porvenir: –Nuestras fichas están al día. Pero dejemos eso de lado. Se trata de un negocio donde puede pasar un millón de mano a mano. La palabra negocio pone en marcha en Mañuco todos los circuitos de su talento. –Veamos de qué se trata. El doctor Marel aleja su vaso: –Esta bestia me ha traído agua mineral con gas. Para las úlceras es mortal. Bueno, ¿es cierto o no? Mañuco medita un momento: –La red no es solo mía. Son veinticinco panaderías y tres molinos. Soy el accionista más importante, eso es todo. –Perfecto –dice Marel–, mozo, cámbieme esta agua. 17. La Venus de Ébano, mientras retumba el tamboril y el bongó, menea las caderas y escudriña la sala en penumbra. Caras pastosas, ojos desorbitados que parecen fascinados por su ombligo. No distingue a ese señor deportista que dos veces la ha llevado a un departamento de lujo, un hombre fino, limpio, que pagó siempre sin regatear y añadió pañuelos, pulseritas de fantasía. Ve en cambio en las primeras mesitas a dos muchachos, uno de ellos moreno, de rostro agresivo, que la mira a los ojos con desdén. Los músicos aceleran el ritmo y la Venus se dirige hacia las bambalinas a pasitos cortos, quebrando la cintura, parando la grupa, una mano en la cadera y la otra en el aire, despidiéndose del público. –Carne de primera para el mejor postor –dice Samuel Montani. Carlos le cuenta que una vez la invitó a bailar y le preguntó cuánto cobraba y ella dijo que mil soles. Samuel mira a su alrededor: –¡Qué caras! ¿De dónde sale esta gente? Es bueno venir de vez en cuando a estos sitios para conocer el fondo de la podredumbre, la crisis del sistema. Como es el entreacto algunas parejas salen a bailar a media luz. –Antes de buscarte fui a dar una vuelta por el malecón –dice Carlos–, desde la baranda vi las instalaciones, al fondo del barranco, pegaditas al mar. –Y seguro que bailaban, seguro que se divertían –añade Samuel–, son unos verdaderos sátrapas, unos oligarcas. En los periódicos vi la foto de la expulsión. Los echaron como a perros. Mañuquito dijo: «Me van a llenar de piojos el local». –Tengo una idea –dice Carlos–, he hablado ya con Héctor... –Estamos pisados, estamos acogotados –lo interrumpe Samuel–, tienen la sartén por el mango y no hay forma de agarrarlos. Solo cabe la organización, el trabajo en las bases. ¿Has visto lo que pasa en Puno? Una sequía terrible, la gente se muere de hambre. Y


12 Estados Unidos nos manda alimentos, limosnas mejor dicho, ¿no piensas tú? Carlos no piensa nada, solo quiere que le dejen exponer su proyecto, que le permitan insistir acerca del carácter simbólico de ciertos gestos, pero ya Samuel continúa: –¿Y sabes lo que pasa con la fábrica El Vencedor? Cuando viniste a buscarme yo acababa de pasar por la revista y después asistí a una reunión sindical. A estos les dije lo que tienen que hacer. Por allí la cosa anda bien. Carlos se impacienta: –Caramba, ¿me vas a oír o no? 18. En su despacho de la revista Frente, César Alva corrige los editoriales. Los muchachos escriben bien, a no ser el abuso de los adjetivos y una debilidad por la expresión retorcida. Alguien ha dicho, por ejemplo, que la sequía del sur tiene un carácter «bíblico». Probablemente el epíteto es elegante, incluso culto, pero está fuera de lugar en un artículo informativo. En suma se dejan ganar por cierta tendencia al barroquismo, que inunda su prosa de elementos decorativos y espurios. En la página siguiente Samuel Montani habla de «genocidio» al referirse a la situación de los obreros de la ladrillera. «¿Genocidio?», se pregunta Alva y remplaza la palabra por «abuso». Luego viene el artículo de fondo, redactado por él mismo: se trata de una denuncia contra el diputado Pedro Primo, de la Unión Socialista, acusado de haber recibido dinero de una empresa extranjera para imponer un producto en una licitación pública. Alva relee varias veces el artículo, suprime algunas ambigüedades para hacerlo más detonante y toca el timbre para llamar a su secretario. –Esto puede pasar –dice entregándole las hojas a Demetrio Ríos–, dime, ¿qué pasa con la publicidad? En este número faltan algunos avisos. Demetrio le explica que hay varias firmas importantes que ese mes se han negado a seguir publicando avisos sin dar ninguna explicación. –Deben de estar un poco asustados –agrega–, el último número fue de pelea. Alva se limita a responder que con la denuncia a Primo la venta puede aumentar. Cuando Demetrio sale, echa una mirada a los diarios del día. En el de David Lozano lanzan un ataque pérfido contra su persona: «Pagado por agentes extranjeros». Lo de Primo le va a caer como una bomba. En ese momento suena el teléfono. Al levantar el receptor nadie le responde. Un rato mantiene el auricular pegado al oído pero no escucha nada. Luego cuelga el teléfono. 19. –¿Me disculpas? Esa negra no se me escapa –dice Pedro Primo, abandonando su mesita del Copacabana. Sandro Leone sonríe resignadamente mientras su amigo se pierde por una puerta lateral que da a los camerinos de los artistas. Con la mirada recorre el interior del cabaret. Se aburre, tiene la certeza de estar perdiendo el tiempo, es imposible hablar con Primo de cosas graves. Cerca de la entrada se pasea un portero en uniforme. En el mostrador hay acodadas algunas copetineras. En la penumbra el local parece impecable, pero si se encendieran todas las luces, ¿qué se vería? Leone mismo se responde: colillas en el suelo, cortinas con huecos, polvo, mesas guiñadas. Recuerda que su mujer le ha dicho que le consiga algo, aunque sea de limpiador, al esposo de la señora que le cose, un pobre tipo que se ha quedado sin trabajo. Para eso le pagan a los diputados, para que le consigan puestos a los protegidos de sus mujeres. ¿Y en el club? Sabe que el guardián del Club Hawai ha sido echado porque se robó al parecer unas toallas. Tres veces por semana Leone va allí para hacer un poco de pesas y defender una reputación de orador fornido que un periódico consagró una vez llamándolo el parlamentario atleta. Pero ya reaparece Primo


13 con la Venus de Ébano. Empiezan a bailar. Primo se ha vuelto un sensual. ¿O siempre lo había sido? Muchos lo disimulan y lo dejan ver solo en circunstancias apropiadas, por ejemplo los tragos, la prosperidad. En una palabra, es un hombre con el que no se puede contar. Narciso Puertas, en cambio, le ha dado a entender esa tarde que está decidido a todo. Primo se acerca a la mesa con la negra y la sienta para invitarle un trago. Leone se da cuenta de que sobra. –Tengo un poco de sueño –dice poniéndose de pie. Primo también se levanta: –Qué dirás tú, pero comprendes, ¿no? Parece que aquí hay porvenir. Leone sale del cabaret y se acerca a un automóvil negro. –Donde don David –le dice al chofer.

II Corroída por la humedad, desmoronada, vencida, rodeada de un jardín enmarañado y demente, en lo alto del promontorio se yergue la casa. En el pórtico enrejado, que da sobre el malecón que cayó al mar, aún puede leerse VILLA DOLORES. Las ventanas de la fachada están desfondadas, sin cristales, en sus balcones las enredaderas –buganvillas, madreselvas, campanillas, jazmines– han trenzado un bosque aéreo que se extiende hacia la baranda de la azotea, poblado de arañas, alacranes y avispas. Construida a principios de siglo por un ricachón extravagante que añoraba las villas de la Costa Azul, la casa fue siempre un acto contra natura. Su dueño olvidó que la edificaba en un paisaje baldío, al borde de un barranco de arenilla y pedregullo, junto a un mar inmemorialmente embravecido, en un clima que todo lo lastima y enmohece. Las rejas se oxidaban apenas las acababan de repintar. Era en vano volver a encalar las paredes, pues del fondo del adobe y del yeso resurgían a cada momento manchas pardas, verduscas, que cubrían con su lepra todo el edificio. La madera de las ventanas se hinchaba y se pudría. El agua de una acequia lejana acarreaba al jardín una fauna de insectos e infusorios. En época de migración llovían sobre la huerta patillos enfermos, gaviotas y pelícanos. De los basurales cercanos formaciones de gallinazos venían a posarse en los salientes y cornisas. Y el mar se fue comiendo el malecón. Primero se cayó la baranda, luego la acera, después la mitad de la carretera que pasaba frente al portón. El barranco seguía avanzando hacia los cimientos de la casa. Los automóviles que aún se aventuraban a pasar por ese camino para ir de San Miguel a La Punta se encontraron un día con que toda la pista había desaparecido y que solo quedaba Villa Dolores, con su pórtico y su verja al filo del abismo. Desde entonces se hizo un desvío para el tráfico. Antes de llegar al malecón roto los vehículos daban un largo rodeo lejos del mar para retornar al camino costanero un kilómetro más lejos. Entre el camino nuevo y el mar, quedó solo ese terreno barrancoso lleno de sal, lagartijas y matorrales y al fondo, envuelta en la neblina, la casa. 20. –Cuidado, hay un policía en la esquina –grita Lucho. Pipo recibe la pelota de fútbol, se la pone detrás del cuerpo y mira hacia la avenida Pardo. –Pero si es Felipe. Lucho se queja porque ya no se puede jugar en la calle, siempre hay un cachaco mirando. –Vamos a hablar con él para que veas que lo conozco –sugiere Pipo.


14 Los dos niños van a la esquina. –Eh, Felipe –dice Pipo–, ¿no es cierto que eres mi amigo? El policía sonríe y le coge la cabeza. –Claro, estoy de nuevo en este barrio. Pipo mira a Lucho: –¿No te decía? Lo conozco desde hace tiempo, desde que nos mudamos a esta casa. Felipe dice que lo mandaron un tiempo a Surquillo, después por el malecón y que ahora está otra vez de guardia en la calle República. –Pueden seguir jugando, pero pateen despacio, no vaya a ser que me rompan una luna. Pipo se ha puesto shorts blancos y zapatos de fútbol. –Yo me estoy asando –dice Lucho quitándose la camisa. –¿Quién es la sirvienta que trabaja en esa casa? –pregunta Felipe. –Es Flora –responde Lucho–, allí vivo yo, la tenemos solo desde hace un mes. Felipe se desabotona el último botón de su polaca: –Yo sí que estoy sudando. Y bueno, ¿qué tal la Flora?, ¿es riquita? Lucho se pone colorado. –No sé. Pásame la pelota. Pipo pregunta si pueden jugar por alto. –Claro, pero solo en la pista. Cuando venga un carro, eso sí, se paran. –Nosotros ya empezamos a bañarnos –dice Pipo–, en la Pampilla, los sábados vamos allí con otros amigos. Felipe se quita la gorra y se pasa por la frente un pañuelo sucio, mientras los dos muchachos empiezan a correr por la pista haciéndose pases. 21. Dorita llora todo el día, no se acostumbra a esa casa extraña, mezcla de albergue para huérfanas, centro de reeducación y taller modelo de costura y artes manuales. El paisaje es feo, además, rodeado de arenales y cerros pelados. Los domingos hacen un paseo hasta Ancón, que está a pocos kilómetros. Van en fila, con sus guardapolvos celestes. Pero todavía no las dejan bañarse. Se pasean por el malecón, delante de los altos edificios de departamentos, en esa época deshabitados. Yates solitarios se mecen en la rada. Sus compañeras, todas huérfanas, son feas, malas. Las mayores, que vigilan o se ocupan de la cocina, son antipáticas, sabe Dios de dónde han venido. El padre Sebastián Narro la ha puesto en un dormitorio de dos camas, gracias a la recomendación de la señora Agostini, pero las demás duermen como reclusas, en galpones de diez o veinte camas. Todos los días hay misa. En la mañana reciben clases. Por la tarde van a los talleres. Se hace de todo: manteles, sillas de paja, chompas de lana, lámparas de cartulina. Al anochecer rezan el rosario. Los sábados algunas tienen permiso y se van hasta Lima, de donde regresan a la hora de dormir o más tarde. Una vez a la semana viene la asistenta social. Es muy buena. Les pregunta por todo, les da consejos. A veces les trae revistas con historias de chicas pobres que se casan con muchachos honestos que heredan y se vuelven ricos. El padre Sebastián tiene una camioneta. Las cosas que ellas hacen en los talleres las lleva los domingos a las parroquias o las rifa en tómbolas para otros huerfanitos. Ella se porta bien, se confiesa, tiene miedo que la castiguen. Hay un cuarto de castigados, donde las que cometen faltas se quedan horas rezando, sin almorzar. Dorita aprende bien la costura. Porque algún día, así pasen cinco o diez años, tendrá que salir de allí. 22. Linda cambia de postura ante su mesita y abre los prospectos de los aparatos Philips


15 porque no tiene nada que hacer. Lee por décima vez la publicidad. Los aparatos de radio tienen frecuencia modulada y los tocadiscos funcionan con todos los voltajes y a tres velocidades diferentes. Todo eso se lo sabe ella de memoria, más precios, condiciones, garantías. Pero clientes no vienen. El señor Erasmo Chaparro le ha ofrecido, además de su sueldo, el diez por ciento de cada aparato que se venda. Pero no hace nada por venderlos. Se pasa el día hablando por teléfono o parado en la puerta de la tienda, fumando, echando piropos a las mujeres que pasan por el jirón o esperando a algún amigo, como ese que pasa esa mañana y que Erasmo retiene casi a la fuerza para hablarle de cosas que aparentemente no interesan a nadie. –Estábamos solos en la casa, pero no quiso quedarse. La idiota prefirió ir al cine. Fuimos a ver un budín. Una película donde no había tiros ni pachamanca. –Pero ¿de quién hablas? –pregunta su amigo. –De Teresa Paz, la chilenita. –No la conozco. A su mamá, sí creo. Es un lomo. Hablando de ambas Teresas se van a la plaza San Martín a tomar un café. Linda mira pasar a los transeúntes. Los cuenta, tantos vienen de este lado, tantos del otro. Unos miran de reojo, otros descaradamente, otros pasan desolados como si huyeran o corrieran, angustiados, buscándose algo en los bolsillos, una dirección, dinero. Si por lo menos entrara un cliente. Su hermano Héctor no lo dice, por orgullo, pero cada mañana se viste con melancolía, se pone trajes de malmirado y corbatas de vergüenza. Si vendiera un radio podría regalarle, ¿un pantalón?, ¿una camisa? Al fin un hombre al que ya ha visto pasar regresa, mira, sigue de largo, vuelve a pasar y finalmente entra. Linda recita su lección mientras el hombre examina sin mucho interés los aparatos. Imposible saber qué edad tiene, treinta o cincuenta, no puede decirlo. –¿Hace mucho que trabaja aquí? Linda dice que hace solo diez días. El señor se decide por un tocadiscos con parlantes, le hace un cheque y le dice que se lo envíen a Miraflores, al Club Hawai. 23. Cuando terminan de cenar, la señora Teresa Paz dice que sí. Entonces Sandro Leone paga la cuenta y la invita a salir a la calle. El automóvil negro los conduce fuera del centro. –Pero, en fin de cuentas, ¿qué tengo que hacer? –Ya se lo dirá don David –responde Leone–, pero le adelantaré algo. Alva sabe unas cosas que, a su vez, nos interesa saber, algo sobre negocios, algo también sobre la organización de su revista. Creemos que es más fácil que usted... –Entiendo –dice la señora Teresa–, es cuestión de... además no creo que me sea difícil. En tantos años de trabajo conozco un poco a la gente. Leone le pregunta por su hija, tal vez se le pueda conseguir un puesto. –Ya se ha recibido de asistenta social y está haciendo sus prácticas. Está media de novia además. Sale con un chico Chaparro, hijo del general. Leone queda callado un momento: –No me gustan los militares. Ese gordo es ambicioso, un hombre de cuidarse. El automóvil sigue dando vueltas. –Estoy un poco perdida –dice doña Teresa–, ¿no estamos en los Barrios Altos? –Claro, por allí. El carro se detiene ante una casa discreta, de planta baja, con verja de madera y jardincillo con geranios. Leone se adelanta, da unos golpes en la puerta y dice algo a través del postigo. Un joven en mangas de camisa los hace pasar. Cuando Teresa atraviesa el vestíbulo ve un salón al fondo donde tres o cuatro personas conversan animadamente, a media luz, sentadas en sofás, delante de tazas de café. Un hombre corpulento se pone de


16 pie y avanza con agilidad hacia ella. –Mis respetos, señora. Y le besa la mano. 24. La lancha se acerca a la rada del Callao, penetra en el dique del Resguardo y por último se pega al embarcadero. –Ya está usted libre –dice uno de los policías. Carellanta pone pie en tierra firme, coge su maleta con una mano y empieza a caminar desconcertado hacia la salida del puerto. Eso es estar libre: poder detenerse un rato frente a los veleros que se mecen en el agua turbia, mirar un camión que arranca lleno de anchovetas, saber que esa noche podrá pasear por La Colmena, entrar a un café, meterse a un cine, seguir a una mujer. Sí, pero ¿por cuánto tiempo? En la zapatería de El Frontón ha ganado un poco de plata que el director le entregó esa mañana. ¿Adónde vivir, después de esos cinco años? ¿Y cómo? Lo mejor es buscarse un carro viejo, ser otra vez chofer de taxi o de algún ricachón. O también ayudante de zapatero, algo ha aprendido en el encierro. Carellanta respira el aire pestilente del puerto y sigue caminando. A la salida del muelle hay dos policías. Carellanta se sobrepara y está a punto de dar marcha atrás. Un reflejo, sin duda. Pero los policías ni siquiera lo miran. ¿Existirán todavía los tranvías? Mientras continúa se acuerda de lo que le dijo a Caballazo: «Iré de frente al jirón Huatica y la abriré...». Tal vez ni vale la pena. Antes de salir el director le entregó además sus utensilios, entre ellos un punzón con mango de madera que él mismo talló, añadiéndole cada día un punto, una rayita. Sí, allá están los rieles, nada ha cambiado en el puerto. Carellanta llega al paradero y como no hay bancas se sienta en su maleta. Los tranvías tardan. Un hombre, en el jardincillo con palmeras, no le quita el ojo de encima. Carellanta busca un cigarrillo. Cuando lo está encendiendo el hombre se acerca decididamente a él: –¿No te acuerdas de mí, Huamán? Soy Narciso Puertas. Carellanta deja escapar un grito: –Pero claro, pero cuánto tiempo, pero qué coincidencia, pero vengo de visitar a mi madrecita. –Sí –dice Puertas–, en El Frontón, ¿no? Vamos, no vengas con cuentos. ¿Vas a Lima? Te llevo, tengo un carro que me espera a la vuelta. 25. Saldívar, el negro Luque y dos amigos más observan el corralón de la avenida Progreso, en el Callao. Por su portón abierto han entrado ya dos camiones. En el umbral se ve un letrero: DEPÓSITO DE MATERIAL SANITARIO. WATSON Y CÍA. S.A. Saldívar propone que lo mejor es entrar y averiguar. Pero el negro Luque afirma que está seguro, que por algo ha tenido que ver durante siete años con esa maquinaria. –He reconocido el tambor de una mezcladora. Está desarmado, pero es un tambor. Sus compañeros lo convencen que es necesario cerciorarse y los cuatro entran al corralón. –Eh, despacito no más, ¿qué cosa quieren? Un hombre se les interpone: –No necesitamos peones. –Somos obreros de la fábrica El Vencedor –dice Saldívar–, venimos a ver si por casualidad... –Aquí no hay nada que ver, esto es una empresa privada. El negro Luque interviene: –Tú sabes lo que pasa con nuestra fábrica, ¿no? Hace más de veinte días que la han


17 cerrado. Dicen que están en dificultades, que no hay plata, pero a escondidas compran material para montar otra fábrica. –¿De quién es el depósito? –pregunta Saldívar. –Vean, yo no sé nada, yo cuido aquí no más, allí en la oficina está el encargado. Luque pregunta si pueden verlo. –Voy a averiguar –dice el hombre. –¿Qué cosa descargan esos camiones? –insiste Saldívar. –Ah, yo no sé, eso sí que no sé –y se aleja. Los cuatro quedan esperando. Al poco rato el hombre reaparece: –No puede recibir a nadie, está muy ocupado. –Cuando se están retirando el hombre les da alcance, mira hacia atrás y se cubre la boca con la mano–: Esto entre nosotros no más. El terreno de este corralón es de un señor Barreola. Los camiones traen maquinaria para fabricar ladrillos. 26. El señor Bremer atraviesa el jardín de la embajada, en cuyo pórtico flamea la bandera estrellada y pide a una recepcionista hablar con el señor McLear. –¿Tiene cita? Bremer muestra su tarjeta. Mientras la secretaria llama por teléfono, Bremer observa por las amplias ventanas los jardines donde pinos y palmeras crecen con más brío que en el resto de la ciudad, han adquirido casi un aire de extranjeros. El calor urbano no se siente en ese local climatizado. –Lo están esperando –dice la empleada. El señor Bremer se dirige a la escalera y en ella se cruza con don David Lozano, que baja ceñudo, sofocado y aparenta no reconocerlo. McLear lo espera en su despacho. –Tiene usted la mejor vista de Lima –dice Bremer en inglés observando más allá del cerco los ficus del parque de la Exposición. McLear lo hace tomar asiento. –Es una lástima lo que hacen con esta ciudad –dice–, la están dejando sin árboles, sin jardines. Ustedes copian de nosotros solo lo malo: rascacielos, hamburguesas, anuncios luminosos. Luego abre una caja de cigarrillos y otra de habanos. Bremer coge un puro y luego lo abandona: –Muy temprano, solo después de la comida o en los toros. –¿Le gusta a usted esa barbaridad? –pregunta McLear–. Nosotros los sajones no soportamos esa fiesta sanguinaria. Nosotros respetamos mucho a los animales. Bremer sonríe discretamente. –Ya entré en contacto con él –dice al fin. McLear mira a su alrededor, como si tratara de descubrir la presencia de algún intruso. –Acepta, me imagino. –El asunto no es tan simple. En principio acepta, pero pone condiciones. McLear cruza las manos, medita, observa fijamente a Bremer que, a su vez, cruza las manos y observa fijamente a McLear. –Vea, yo tengo carta blanca en el asunto. Me imagino cuáles serán sus condiciones. Acéptelas. Bremer se sobresalta: –¿No será demasiado? McLear sonríe:


18 –Nada es demasiado, señor Bremer. Nada. 27. Flora se acerca donde la esposa del doctor Marel, que está en el sofá de la sala leyendo un periódico. –Acá está la carta –dice alcanzándole un sobre. La señora lo coge con la punta de los dedos y extrae un papelito doblado en cuatro, escrito con lápiz. –Ya deberías aprender tú, hasta cuándo voy a estarte leyendo tus cartas. –Durante un rato trata de descifrar la escritura y luego comienza–: «Querida hijita, espero que cuando recibas ésta te encuentres gozando de buena salud en compañía de tus patrones. Aquí estamos muy mal, hijita, que todo está seco, no hay nubes ni lluvia. Da pena ver las chacras amarillas. No se encuentra nada en el mercado ni en los comercios. La plaza está llena de hombres que han bajado de los campos. Doña Edelviges, que me escribe esta carta, dice que el ganado se muere, que las yerbas se mueren. Pan tampoco hay, hijita. Salustio y Manco han ido para el Cuzco, para ver si por allí hay trabajo y mandan algo. Dicen que por Juliaca han muerto muchas criaturitas de Dios. Yo estoy aquí con la Rosa y la Domitila. Les doy agüita de maíz, mazamorra de chuño. No sé hasta cuándo durará esto. Dice el alcalde que los americanos ya mandan comida, leche, medicinas, todo mandan los americanos. Nosotros esperando no más, hijita, rogando no más todo el día...». –La señora Marel interrumpe la lectura–: Bueno, se despide, te manda saludos. Si quieres responder, dile a Lucho que te escriba. Toma. Flora coge la carta y mira la escritura, incrédula. –No llores –dice la señora–, ¿no has oído bien acaso? Dicen que ya les van a mandar comida. 28. En la calle República están construyendo un cinema. Se ven altos muros de ladrillo desnudo y un techo de cemento sostenido con pilotes de madera. Como es domingo no hay nadie en la construcción. Lo que será la puerta del cine está tapada con unos tablones. En la acera hay montones de arena y hormigón. Según Lucho, ese es un lugar formidable para jugar a las coboyadas. –Metámonos por acá –dice señalando un tablón que está flojo. Al empujarlo, el tablón se cae. Lucho se mete mientras Pipo lo espera en la acera. –¿No hay guardián? –pregunta. Lucho le indica que no, entonces Pipo también se introduce. El cine, aún sin asientos ni escenario, parece una iglesia vacía. Todo está húmedo. Hay altos andamios que suben casi hasta el techo. Lucho se lanza por una rampa de madera, mientras Pipo lo espera, recogiendo cascajos de cemento. Al poco rato siente pisadas a su lado. Al volver la cabeza ve al policía Felipe. –Esto sí que no me gusta, ¿para qué te metes aquí? Fíjate, allí hay unos sacos de cemento. Se puede perder algo y después te echan la culpa. –Estaba jugando –dice Pipo. Felipe mira hacia la entrada. –No está bien que hagas esto, otro que yo te puede meter preso. Pipo nota que Felipe está molesto. –Pero somos amigos, ¿no? –Claro –dice Felipe–, pero tienes que respetar el orden. ¿Quieres un caramelo? De su casaca extrae una bolsa: –Cada media hora me chupo uno para matar el hambre. Pipo coge uno de menta:


19 –Apenas baje Lucho nos vamos –dice–, aquí hace mucho frío. –¿Estás con tu amigo? –pregunta Felipe. Pipo señala los andamios: –Se ha trepado por allí arriba. Felipe saca su silbato y da una pitada: –Eh, bajando de una vez. Lucho aparece en lo alto del encofrado. –¡Es bestial aquí arriba! –grita–. Está lleno de escondites. –Está prohibido –interviene Felipe–, vamos bajando de allí. Lucho se descuelga por los maderos, toca el suelo, pasa corriendo delante de Felipe y haciéndole pum con el dedo sale a la calle. Mientras Pipo avanza hacia la salida, Felipe le da alcance: –Si tú quieres venir a jugar aquí puedes hacerlo. –¿De veras? –Bueno, sí, pero no traigas a tu pandilla. Pipo arroja al suelo sus cascajos. –No me gusta el sitio. Me puedo romper una pata. 29. En el Club Hawai solo hay una veintena de muchachos que se anticipan al verano, tendidos en la playa, para estar bronceados cuando llegue la temporada. Unos pocos se ejercitan en el surf con miras a los torneos estivales. Como todas las mañanas, Mañuco Delmonte viene para hacer un poco de pesas y gimnasia, asunto de quemar la grasa y bajar el vientre. Cuando termina de ducharse el portero viene a buscarlo. –Hay un tipo que pregunta por usted, don Mañuco. Dice que viene de parte del diputado Leone. Delmonte se frota enérgicamente con una toalla. –¿Leone? No conozco ningún Leone. Algún socio nuevo, tal vez. Dígale que me espere en el bar. Después de echarse una crema a la cara y de quitársela con un papel higiénico se pone una bata y se dirige al bar. Un hombre con terno y corbata y el sombrero en la mano lo espera cerca de un taburete, de pie. Delmonte, que de lejos ya ensayaba una sonrisa, gira y pasa por detrás del mostrador al percatarse de que los pantalones de ese hombre están m4 planchados y le quedan evidentemente largos. Se sirve un vaso de jugo de tomate. –Pues sí –dice al fin–, qué me cuenta usted. El hombre dice que se llama Fernando Manizales y que viene por el puesto de guardián nocturno. Pero si todavía no hemos puesto el aviso –responde Mañuco. El hombre le dice que ya lo sabía, pero que la esposa del diputado Leone, doña Adelaida, le dijo a su mujer que faltaba un guardián, a él no le importa velar, pues sufre de insomnios. –Acá hace un poco de humedad en la noche –afirma Mañuco–, además solo pagamos ochocientos soles y el desayuno. El señor se excusa: –Yo pensé que era un poco más. En mi antiguo trabajo era capataz y ganaba dos mil. Era la fábrica El Vencedor, usted debe saber. Mañuco le responde que tiene otros recomendados, que lo va a pensar, que se dé una vuelta la próxima semana. –Por mil doscientos lo hago –dice el señor, sonrojándose. Mañuco termina de tomar su jugo de tomate:


20 –Ya le digo, regrese usted. ¿Me disculpa? Tengo que irme a vestir. 30. De Mollendo a Lima, mil trescientos kilómetros en doce horas, ni Juan Manuel Fangio. César Vaca mira su reloj satisfecho. Su automóvil, enarenado y rugiente, entra por Chorrillos cuando atardece. El asunto debe de andar bien, cuando el propio Marel lo telefoneó para que viniera lo más rápido posible. Media hora después está en casa de su amigo. El doctor Marel lo lleva a su despacho, hablando vagamente de la necesidad de tomarse un agua mineral. –Por supuesto, pero prefiero una cerveza, tengo la boca llena de tierra –dice Vaca. En las estanterías, que llegan hasta el cielo raso, relucen gruesos manuales de derecho, enciclopedias, anales jurídicos, expedientes y legajos empastados. Como Vaca mira atónito tanto saber archivado, el doctor Marel lo tranquiliza: –Cada vez que miro mi biblioteca repito lo que decía un gran poeta: cuánto ignoramos. Sin transición dice que lo que quiere saber Delmonte es cuántas toneladas de trigo hay en el depósito. Vaca precisa que han llegado doce mil toneladas, pero que se espera un envío similar que ya está en viaje. –Además hay veinte toneladas de leche en polvo, doscientos cincuenta cajones con frazadas y ropa de lana y varias cajas de medicinas que no he revisado bien. El doctor Marel averigua quiénes están implicados en la cosa. –Solo el jefe de la Comisión de Reparto, que es el prefecto Sancho, y un síndico de la municipalidad de Mollendo. –Bueno –dice el doctor Marel sacando su estilográfica–, Delmonte puede comprar seis mil toneladas a mil doscientos soles. No quiere aumentar ni un céntimo. Es un negocio de toma y daca. Vaca pregunta si no hay otro postor. –Tal vez, pero yo no lo conozco. Además, el tiempo nos gana. Vaca extrae a su vez una libreta para trazar cifras. Un rato queda pensativo. –En fin, es menos de lo que suponía. ¿Tú crees que con la ropa? Marel le dice que eso es ya más complicado. –Averigua más bien qué hay de medicinas. Conozco a varios farmacéuticos. Vaca afirma que los remedios llevan un sello que dice: «Muestra gratuita. Prohibida la venta». Marel se impacienta: –¿Tú no mandas en la aduana? Abre las cajas y quita el sello. En fin, arréglatelas como puedas. Pero avísame antes de una semana. ¿Qué le digo a Delmonte? –Que sí –suspira Vaca. 31. Héctor Manizales cruza el zaguán de la universidad, se dirige al patio de Letras y distingue a Carlos cerca de la pila, escuchando conversar a un grupo de alumnos. –¿Algún descubrimiento? Carlos se vuelve, reconoce a Héctor y se va con él hacia las arcadas: –Nada de particular. Un ser especialmente primitivo que dijo algo así como el carácter abismático de la existencia, otro que habló del sustrato humanista de la cultura occidental mientras comía una papa rellena comprada en la esquina, otro en fin que citó dos veces a Nietzsche, pero cada vez que pronunció este nombre separó desmesuradamente los labios y apretó los dientes como si fuera a darle un mordisco a la entelequia de su rival. Héctor le indica una banca y toman asiento. –Bueno, después te diré yo. Dime tú antes qué tal te fue con Montani.


21 –No me dejó casi abrir la boca. Cuando al fin pude decirle de qué se trataba se echó a reír. Dice que no, que hay otras cosas por hacer, que tendría que consultar con su partido, etcétera. Además, no entiende nada del asunto. Me ha quedado en averiguar. Héctor espera que pase un grupo de estudiantes. –Yo tuve más suerte. He encontrado a un tipo que me ha explicado, tiene todo lo necesario. Cualquier noche podemos ir a su casa. Carlos pregunta si es de confianza. –Es tío mío, un tipo ya retirado de toda actividad, un amargado, tiene una tienda de repuestos, ya lo conocerás. Carlos dice que por su parte ha hecho dos inspecciones más: –El asunto es fácil. Solo hay que escoger la hora y el día. ¿Le pasamos la voz a Aquiles? Ambos convienen en que Aquiles no está muy decidido. –No sé qué problemas tiene –añade Carlos–, últimamente lo veo un poco huidizo. Héctor opina que debe ser por la cuestión de la chica que enamora en San Isidro: –Es hija de un aviador, tiene un poco de plata. Lo que quiere Aquiles, creo, es dar un braguetazo. –Sí –suspira Carlos–, después de todo un braguetazo es también una forma de venganza, ¿no crees tú? Y más entretenida. 32. Pedro Primo empieza a temblar. Solo por la forma particular como don David Lozano proyecta la mandíbula hacia adelante sabe que se avecina una memorable reprimenda, de aquellas que sacuden los cristales del local y quedan en los anales del partido. Don David agita el número de Frente con una mano y con la otra golpea una página abierta. –Nosotros, que nos cuidamos, nosotros, que hacemos lo posible para no ofrecer ningún flanco descubierto y de pronto uno de los míos cae como un pelele, se deja coger infraganti y queda para siempre marcado, tarado por la infamia. Primo lo deja aún hablar un rato: –Mi consigna ha sido siempre la siguiente: en los asuntos delicados, guantes de seda. No ensuciarse nunca las manos, si es que por anticipado no se cuenta con una garantía total de impunidad. El partido no otorga patentes de corso a piratas de pacotilla. Este asunto puede ser llevado al comité de disciplina. –De allí don David pasa a la entrevista que celebró con el embajador–: ¿Cómo crees que vamos a conseguir plata para renovar la rotativa del periódico? Yo puedo convencer a cualquiera de cualquier cosa. Para mí no hay diferencia entre un embajador y un estudiante de primero de Letras. ¡Zas!, los hago leña. Incluso llegué a convencerlo el asunto de los créditos, me dijo que presentaría los mejores informes. ¡Pero con esté escándalo! Primo no tiene más remedio que confesar su entuerto. La cosa fue tan simple que parecía casi legal: un agente de las máquinas de escribir Olimpo vino a proponerle que la Cámara adquiriera sus artículos de escritorio en lugar de los de la concurrencia. –Usted sabe que es por licitación, pero yo tengo un amigo en el Ministerio de Fomento. Una noche abrimos los sobres sellados y nos enteramos de todas las ofertas. Olimpo presentó entonces una más baja y la orden de compra salió. –¿Y cómo se ha enterado Alva? –No sé, debe tener agentes por todo sitio. Cada vez que uno hace algo, se entera. –Es un comunista –exclama don David–, recibe plata de Moscú. Mi periódico hace años que lo dice. Pero nadie lo cree. Además... Primo espera la continuación de la frase. Don David se dirige pensativo hacia la


22 estantería donde se apolillan unos tomos de El capital. Con el índice levanta una capa de polvo. –Que llamen a Sandro Leone –ordena–, después de todo, creo que él tiene razón.

III Tardaron varias semanas en encontrarla. Los tres estudiaban todos los días los anuncios de los diarios y visitaron decenas de casas solariegas. Pero siempre eran los mismos inconvenientes: muy caras o muy lejos de Lima o bajo el punto de mira de alguna residencia cercana. Camilo el Hermoso vino al fin un día con un aviso recortado diciendo que esta vez no podía fallar y los tres fueron esa misma tarde a visitar Villa Dolores. El pingón Huapaya fue el único que encontró el lugar siniestro, pero Camilo y el doctor Caproni quedaron fascinados por esa aura de nobleza y de vencimiento. –Es como yo –no se cansaba de repetir Caproni–, la imagen del gentilhombre arruinado. Como no se podía entrar por la puerta principal sin riesgo de caerse a los barrancos dieron un rodeo y encontraron una puerta cochera. En una caseta reservada antaño al jardinero los recibió una vieja: –Quiera Dios que la alquilen, he visto pasar tanta gente que he perdido ya toda esperanza. El doctor Caproni dijo que el precio era interesante, pero que en reparaciones podía irse una fortuna. La vieja les entregó una llave: –Yo hace meses que no acompaño a los visitantes. Vayan ustedes no más. En la planta alta tengan cuidado, que el piso está apolillado. Al atravesar la huerta pusieron en fuga a una manada de gatos atigrados, luego pasaron por una alamedilla de palmeras tristes y polvorientas y llegaron a las escalinatas que comunicaban, por atrás, con la planta baja de la casa. Descorriendo cortinas y abriendo ventanas expulsaron el aire rancio y dejaron al descubierto tres salones, un comedor, un gran vestíbulo y un escritorio. Cada mueble era un objeto decadente y podrido, el tapiz de los sillones se rasgaba como papel reseco. –Llevaremos todas estas vejeces al desván, porque en esta casa debe haber un desván, y pondremos solo cojines por el suelo y una alfombra de paja –dijo Caproni–, vi eso en una película. El pingón Huapaya había tentado una excursión a los altos, pero renunció al recibir el aletazo de un murciélago. –Chupan la sangre –gritó–, habrá que matarlos a palazos. Caproni era de opinión que los altos no interesaban. Con las seis grandes habitaciones de los bajos era suficiente. –Condenaremos la escalera y dejaremos los altos a los murciélagos. Allá ellos. Camilo el Hermoso miraba un enorme reloj de péndulo cuyo horario marcaba las tres horas. Cuando quiso darle cuerda crujió su mecanismo y saltó un resorte quebrando el cristal de su nicho. –Perfecto –dijo Caproni–, aquí siempre serán las tres de la mañana. –¿La vamos a tomar, entonces? –preguntó Huapaya. –Eso ya está decidido –respondió Caproni–, habrá que ponerse manos a la obra. Si


23 somos diligentes, la semana próxima la estrenamos. 33. Debido al carácter elevado de su rango el obispo ya no fornica, pero en cambio adora asistir a las reuniones de las damas de sociedad, donde se fuman tan exquisitos cigarrillos rubios y en cuyas pláticas de alta moralidad se puede de vez en cuando deslizar alguna frase picante. Sobre todo ama con un amor casi profano el salón de la señora Agostini, en esa vieja casa del jirón Camaná. Esa tarde se habla de la reciente pastoral del obispo contra el desorden social. Las señoras seguramente no la han leído, pero han escuchado hablar de ella a sus maridos, que han elogiado sin reservas la valiente actitud del prelado. –¿De modo que usted está por la pena de muerte? –pregunta una señora. El obispo responde que está en contra por principio, pero que en ciertos casos graves puede aplicarse. –En especial contra los elementos subversivos, contra los ateos que quieren destruir el orden social. En ese caso no se trata de hombres sino de fieras, que no respetan ninguno de los valores cristianos. Pero ya la señora Agostini lleva la conversación hacia un tema especialmente pío: la basílica. Es increíble que hasta ahora no se haya erigido en Lima una basílica a su patrona. –Y es además la patrona de América. ¡Qué vergüenza para nosotros! Yo estoy dispuesta a organizar una colecta. Usted, monseñor Cáceres, tendrá que inaugurar el templo con una misa cantada. Le juro que de aquí a fin de año le consigo un millón de soles. El obispo sorbe su copita de anís y conviene, aprueba, asiente, un honor para él, un presente para la ciudad. –Entonces, ¿hacemos la colecta? –pregunta la señora Agostini. El obispo dice que cuente con su apoyo. –Dicho y hecho –prosigue la anfitriona–, tengo visto hasta el terreno. Es de don Federico Bremer, usted debe saber, el que trabaja con los Barreola. Ya se lo digo: de aquí a fin de año un millón. –¿Qué hacer por usted? –pregunta el obispo–. Ya le he dado tantas indulgencias. 34. Alva despacha rápidamente sus asuntos. Su artículo contra el diputado Primo ha sido comentado y glosado por varios periódicos. Fue Aquiles Dávila quien le consiguió las informaciones para redactarlo. Ese muchacho trabaja bien, pero es imposible contratarlo en forma permanente, debido a la situación de la revista, y tiene que pagarle tarde, poco y a puchos. Su secretario entra para despedirse. –No olvide la comisión que le dieron por teléfono –dice guiñándole un ojo. Alva permanece insensible a ese signo de familiaridad, pero al anochecer, abandona todo lo pendiente, atraviesa en su automóvil el bosque de Matamula, se interna por Pueblo Libre y se detiene en una calle modesta. A pie avanza una cuadra y se acerca a un rancho de un piso. Herminia lo está esperando detrás del visillo de la ventana. –¿Te dieron mi encargo? –pregunta abriéndole la puerta–. Mi marido está de guardia en la prefectura hasta medianoche. Alva, antes de entrar, mira hacia uno y otro lado de la calle. En la habitación oscura la besa. Disponen de tan poco tiempo. Herminia lo conduce al dormitorio. Las ventanas están cerradas. Dan a un patio insignificante donde crecen geranios en macetas. –Ayer llegó borracho –dice Herminia–, le han asegurado que este año tampoco le aumentan.


24 Luego comienza a gimotear. Alva se siente incómodo. Siempre es lo mismo: tener que convertirse en esos momentos en un paño de lágrimas. Vuelve a besarla, pero esta vez con frialdad. Herminia ya ha comenzado a desvestirse. Alva la imita, pero se interrumpe al sentir un ruido de pisadas en la calle. En calzoncillos va hasta la salita y aguaita por el visillo. –Ya te he dicho que no viene hasta medianoche, si es que no se queda en una cantina. –No es por eso –responde Alva volviendo al dormitorio. Herminia se ha extendido en la cama, tiene un brazo pasado detrás de la cabeza, quiere mostrarse cálida. Ha engordado últimamente, un rollo de grasa separa su ombligo de su monte de Venus. –Apaga la luz –dice Alva, esperando encontrar en la sombra un poco de ilusión. 35. Su mujer no parece mujer de militar, dice la gente. Es delgada, fina, elegante, lee libros difíciles y tiene su casa como un grano de anís. Una casa pequeña, es verdad, en el tercer piso de un edificio de departamentos, barrio de Chacra Colorada, pero amoblada con gusto. Toda la mañana se la pasa encerando los pisos, sacando lustre a las perillas de las puertas. Pero hay algo contra lo cual la señora del comandante Taboada no puede: el ruido de la vecindad. Como las paredes son medianeras se escuchan todo el día discusiones, radios puestos a todo volumen, ruidos de caños que se abren o gotean. Amelia no desea otra cosa que irse de allí. Pero las casas han subido, todo ha subido y hay cuatro chicos en edad de colegio. Todos bien vestiditos y pulcros como mamá. «No tendremos carro, pero mis hijos están bien educados», dice Amelia cuando se entera de que un subalterno de su marido maneja ya su Ford de segunda mano. Con una herencia que recibió poco después de casarse, ella y su marido compraron un terreno en Miraflores, cerca del mar. Hace ya diez años de eso. «El próximo año nos construimos nuestra casa», dicen en cada Navidad. Pero las Navidades pasan y la casa no se construye. Una vez, el comandante Taboada ganó cinco mil soles en las carreras de caballos y se dijo: «Ahora levantamos los cimientos». Eso solo alcanzó para comprar tres camionadas de ladrillos, cuarenta sacos de cemento y algunos fierros para los umbrales. Allí quedaron amontonados en el terreno. El cemento se endureció, la mitad de los ladrillos se los robaron, el fierro se llenó de moho. Total que los chicos crecen, que la casa sigue como un grano de anís, pero Amelia y su marido continúan en el departamento del edificio, rodeados de gente vulgar, de ruidos, de olor a cocina encebollada. –Espera diez años y seré general –dice Sergio Taboada–, ya llegará mi turno. Su mujer lo mira con ternura y piensa que sí, que seguramente harán la casa ladrillo sobre ladrillo, pero ella estará entonces vieja, amargada y de nada le valdrá un jardincito, un árbol, cuando toda su juventud se la ha pasado enterrada en ese lustroso cuchitril. 36. Felipe ha conseguido que le den permiso los sábados. Ese día su hermana Lilí viene a visitarlo por la tarde y ambos se van a tomar un café con leche a un bar de Surquillo. Lilí a veces le regala cigarrillos americanos. Felipe sabe bien en qué trabaja, pero nunca le hace preguntas. Solo a veces ella le cuenta cosas, le dice que ha conocido a tal o cual persona. –Si alguna vez conoces a un coronel de policía –la sondea. Lilí dice que por supuesto, pero que solo conoce a coroneles del ejército y hasta a un general. –Ahora está saliendo con Olga. Yo en cambio me he hecho amiga de un juez. Un señorón, parece.


25 Felipe está de civil. –Fíjate –dice–, hoy día no podemos ir a tomar lonche. Tengo unas cosas que hacer. A Lilí no le importa, aprovechará para cruzar los rieles e irse al parque de Miraflores, a mirar las vidrieras de las tiendas. Durante esos paseos sin rumbo a veces ha hecho buenos encuentros. Felipe se despide de ella en la esquina y toma el urbanito que va a la Costanera. Se baja cerca del malecón y camina bordeando la baranda. Cerca de la Pampilla hay una abertura en el parapeto. Felipe pasa por ella y se interna por los muladares que infestan el barranco. Hay una bajada de piedras que lleva hacia el mar. Desde la mitad de la pendiente se distingue la playa. Se detiene un momento para sacar un cigarrillo. Sí, desde allí los ve. Hay tres niños soleándose. Pero no es el único que mira. Al borde del barranco distingue un hombre con mandil blanco, que lleva colgada del brazo una canasta, quizá con pasteles. El hombre se desabrocha la bragueta y mea al parecer sobre el abismo. Los chicos se han quitado la ropa de baño para vestirse. Ya debe de ser tarde. Antes de que empiecen a subir la cuesta, Felipe se retira hacia el malecón. 37. En el Ministerio de Trabajo, el doctor Carlos Almenara, representante de los propietarios de la fábrica El Vencedor espera la llegada de los delegados sindicales. El doctor Caproni, juez de trabajo, echa una mirada al expediente. En las primeras páginas hay un poder otorgado por el directorio de la empresa al doctor Almenara para que la represente en ese comparendo. –Todo esto es un poco oscuro –dice–, solo ahora me doy cuenta. Usted sabe, tengo que ver veinte o treinta casos por día. ¿Quién es este Barreola que firma el poder? ¿No es el banquero? El doctor Almenara dice que es su hermano, Jesús Barreola, pero el mayor accionista es Napoleón Barreola, el banquero. El juez acota que le llama la atención que una empresa que pertenece a un banquero se encuentre en quiebra. –Se trata de una sociedad anónima, doctor Caproni, no hay que confundir a las personas con las empresas. Saldívar y Luque aparecen. Mientras el amanuense toma nota, el doctor Almenara lee un informe sobre la situación financiera de la fábrica, presenta balances firmados por peritos y declara que la empresa se encuentra no solo en estado de falencia económica sino embargada por uno de sus acreedores, la sociedad de productos sanitarios Watson S.A. El negro Luque interviene para pedir que se haga un contraperitaje de las cuentas. Alega, además, que la fábrica aparte de haber cerrado sus puertas y no pagarles desde hace tres semanas se ha quedado con sus libretas de seguro social. –Lo que pedimos es que defina su situación: o reabre para que podamos trabajar o nos despide pagándonos jornales atrasados y la indemnización que nos corresponde. Una cosa o la otra. El doctor Almenara reinicia con calma su argumentación e insiste en que es absurdo reabrir una empresa que solo deja pérdidas. En cuanto a las indemnizaciones, la firma propone pagar solo el tercio de ellas. Saldívar protesta y alega que los dueños van a abrir una nueva fábrica con otro nombre. –Eso es una calumnia –exclama el doctor Almenara–, pido que presente pruebas. Finalmente Luque toma la palabra: –No aceptamos ese arreglo. O dan lo que pedimos o hacemos una huelga de hambre. –No tengo nada que añadir –declara Almenara–, que hagan lo que quieran.


26 38. Linda deja la tienda a las seis en punto. Erasmo Chaparro discute con el señor Delmonte, que ha regresado para protestar porque todavía no le envían su tocadiscos. Cuando camina unos cincuenta metros hacia el paradero del tranvía, el señor Delmonte le da alcance. –¿No le molesta que la lleve a su casa? Tengo el carro en la plaza San Martín. Luego le dice que en la tienda son un poco incumplidos, que el club podría ser un buen cliente. –Dígaselo usted a los dueños, pero con discreción. Vea, aquí está mi carro. – Delmonte señala un auto sport rojo con capota negra. Linda vacila un momento, pero el señor abre la portezuela con tanto aplomo y le hace un gesto tan amable con la mano que le parece una descortesía rehusar. –A esta hora hay un tráfico horrible –dice el señor Delmonte–, cada día se puede manejar menos por el centro. ¿Por dónde la llevo? Linda se da cuenta de que no puede darle la dirección de su casa de ese barrio lleno de borrachines, vendedores ambulantes, muchachos que andan vagando, escupiendo por las esquinas y terrenos baldíos donde viven y defecan los pordioseros. De inmediato le da una dirección al azar, en la avenida Arequipa, por donde vive una antigua compañera de colegio. Delmonte le habla del club del que es presidente, de lo saludable que es tomarse un baño a mediodía, saliendo del trabajo, antes de ir a almorzar. –¿Quiere conocerlo? Cualquier tarde de estas la puedo llevar. Linda no abre la boca. Cuando el carro pasa por La Colmena, echa una mirada casi nostálgica al paradero donde acostumbra a hacer la cola. –¿Le gusta su trabajo? –pregunta el señor Delmonte, cambiando de tema. Linda dice que no mucho, que preferiría ir a la universidad, le interesa la literatura. –Ah, eso es una cosa muy seria –responde Delmonte, tratando de acordarse vanamente de algún libro que ha leído en su vida. 39. Las chicas esperan haciendo cola ante la capillita. Cuando la que ha terminado de confesarse sale, la próxima entra. Dorita se arrodilla ante el confesionario. A través de la tela metálica siente el aliento de don Sebastián. –¿Qué me tienes que decir, hijita? Dorita recuerda lo que le dijo su compañera de cuarto: que ellas no ven al cura, pero que el cura las distingue claramente a través de la rejilla. A pesar de ello dice que ha estado con cólera, que ha regañado contra la empleada que vigila la costura. –Eso no es grave –dice don Sebastián–, todos tenemos momentos de mal humor. Dorita añade que le ha dado envidia la pluma fuente de Raquel, que una vez en clase estuvo a punto de robársela. –Pero no pasó de una intención. ¿Qué más, hijita? Dorita reflexiona. No sabes si decirle que con la asistenta social envió una carta a la señora Agostini quejándose de la comida. –¿Quieres que te ayude? –pregunta el sacerdote. Dorita dice que sí. –¿Has tenido malos pensamientos?, ¿has dicho mentiras? Ahora vacila; lo de la carta, ¿será una mentira? –¿Has faltado a tus deberes religiosos?, ¿has tomado el nombre de Dios en vano? Como Dorita no responde, don Sebastián prosigue: –¿Has cometido actos indecentes? Siente, presiente el rostro de don Sebastián pegado a la rejilla. –Actos indecentes, solita, en el momento de acostarte o en el baño.


27 Nuevamente le llega el aliento de don Sebastián, olor a tabaco, a comida. –Cuéntame, hijita, eso no se debe hacer, uno se puede volver loco, hay revistas que dicen que hasta se puede volver paralítico. Sin poderse contener, Dorita empieza a sollozar. De buena gana se levantaría, pero teme quedarse sin absolución. Don Sebastián sigue hablando: –Yo sé muy bien, hijita, a la edad de ustedes siempre ocurre eso, ¿cuántas veces?, ¿todos los días? –Nunca –responde al fin Dorita. Don Sebastián queda un momento callado. –Estás mintiendo, una alumna me ha dicho que te ha visto, dice que cuando vas a la ducha en las mañanas... –No es verdad –exclama Dorita poniéndose de pie. Desde allí ve el pequeño altar con su llama eterna, su custodia que reluce y su Cristo retorcido. Don Sebastián asoma la cabeza por la puerta del confesionario: –Ponte de rodillas. Pero Dorita se aleja rápidamente y abandona la capilla. 40. McLear observa por los ventanales del salón el muro blanco de la casa-hacienda y más allá las plantaciones de caña de azúcar que se pierden de vista en el horizonte, confundiéndose con la línea del mar. –Esto es falta de seriedad –dice mirando su reloj. Don Claudio Berrocal lo tranquiliza, diciéndole que a lo mejor hubo un derrumbe de arena en Pasamayo y no ha podido pasar. Añade que esa hacienda la compró su abuelo cuando apenas era un viejo cañal piojoso, rodeado de dunas, cabañas y negros. –Así es –interviene José Augusto Cardinal–, de chico vine algunas veces hasta acá. De eso hace cuarenta años. Qué esfuerzo han tenido que hacer los propietarios para volver productivas estas tierras. Agapito del Solar acota que el trabajo de la tierra es cuestión de generaciones: –Mi abuelo, por ejemplo, murió de insolación en pleno sembrío, allá en Piura, pues se pasaba los días a caballo al lado de sus peones. Berrocal dice que menos mal que en su hacienda no hace mucho calor, pero el aire es demasiado seco. –Por eso mi padre siempre decía: este aire no es bueno para los bronquios de Lima. Yo me regreso a mi chasca aunque me vuelva rana. Y cuando consiguió un buen administrador que pudiera manejar a los cinco mil peones, se instaló en la calle Amargura. Allí nacimos y allí murió el pobre viejo, de bronquitis, por añadidura. –Espero que el derrumbe –dice McLear– no se lo haya llevado con carro y todo hasta el mar. Cardinal vuelve a intervenir: a Bremer no lo aplasta ni el derrumbamiento del sistema solar. –Además, hemos almorzado bien –agrega–, no podemos decir que ha sido una reunión perdida. McLear sonríe, enciende un cigarrillo, pregunta si en esas tierras se pueden sembrar papas. –Pregúntele a Jacinto Buendía –responde Cardinal–, de papas él sabe mejor que nadie. Los años en que se pone esquizofrénico, todo el país se queda sin papas. –Los años en que se ponen esquizofrénicos mis cholos –aclara Buendía. McLear encuentra inteligente la observación. Buendía agrega que en efecto


28 últimamente, a causa de las mentadas reformas, la cosa no anda muy bien, pero Berrocal lo interrumpe: –Ya siento el ruido del motor. Allá viene. Por detrás del muro ven acercarse un automóvil azul. Poco después Bremer entra al salón excusándose, se le bajó una llanta en Huacho, tuvo que pedir ayuda a unos camioneros. –Dos negros muy simpáticos. Nada de propina, patrón, me dijeron. Eso se lo arreglamos, patrón. Ese es el verdadero pueblo, caramba. Cardinal sugiere que regresen al comedor. –Te has perdido un arroz con pato soberbio, un plato verdaderamente papal –dice–. ¿Qué le parece a usted la comida peruana, McLear? –Exquisita, la mejor del mundo, los anticuchos, el cebiche, los camarones, exquisita. Este pueblo sabe lo que es comer. Mejor que nosotros. Berrocal invita a todos a tomar asiento en torno a la mesa, de la cual un mozo diligente ha retirado el servicio para dejar solo una cafetera y ocho tacitas. –Imagino que estarás con hambre, Bremer, pero te la reservarás para más tarde – dice Cardinal–, nuestra hambre de noticias es inaplazable. Bremer empieza diciendo que ya algunos comensales saben el resultado de sus sondeos. –Sí, sabemos que ha aceptado –dice Del Solar–, pero queremos más detalles. –¿Es una cuestión puramente cuantitativa? –pregunta Cardinal. –Sí –dice Bremer–, unos ceros más unos ceros menos. Del Solar sorbe su café. –Pura esencia –afirma–, estoy seguro, Cardinal, de que este café viene de tus tierras de Chanchamayo. –Yo estoy pensando en los ceros de Bremer –opina Buendía–, los ceros a la derecha me ponen los pelos de punta. –Bueno –interviene McLear–, yo estoy autorizado a sufragar parte de la operación. ¿Qué dice el general? –Es un poco goloso –responde Bremer. Cardinal pide que le alcancen un papel y sacando su pluma fuente escribe una cifra. –Este es mi umbral –dice pasándole el papel a su vecino. Claudio Berrocal estampa sus números: –Deberíamos estar autorizados a deducir estas sumas de nuestra declaración de impuestos. Buendía lo imita. El papel sigue circulando de mano en mano hasta que llega donde McLear. Este lo observa un momento sin pestañear. –OK –dice y doblándolo se lo guarda en el bolsillo. 41.

–Tu bicicleta no tiene placa –dice Felipe. Pipo, que da vueltas en redondo sobre la pista de la calle República, frena y se apea. –Nunca ha tenido –responde. El policía le hace notar que otro guardia puede llevarse la bicicleta al depósito: –Y una multa encima. Pipo vuelve a montar: –Mi papá es diputado. ¿Tú puedes manejar sin coger el timón? Mira. Pipo se aleja hasta la esquina opuesta, da la vuelta y regresa con los brazos en el aire, apretando con fuerza el asiento con sus muslos a fin de maniobrar la bicicleta sin


29 recurrir al timón. –Muy bien –dice Felipe–, pero debes tener cuidado, te puedes romper la ñata. Pipo da aún unas vueltas. –Lucho está enfermo –dice–, no puede jugar a pelota. Me aburro. Felipe sujeta la bicicleta por el timón. –¿Conoces el Desfiladero de la Muerte? Pipo dice que no. –¿No conoces?, ¿cómo puede ser eso? Pipo pregunta dónde queda. –Es un desfiladero cerca de la Pampilla, una bajadita a la playa, pero angosta, entre dos murallones. –Añade que es el mejor escondite, que para jugar a los ladrones y celadores no hay igual. Pipo se interesa: –¿Y queda cerca de la Pampilla? –¿Quieres conocerlo? Fíjate, te lo enseñaré, pero eso sí, a ti no más. Solo para que tú lo conozcas. Si quieres después se lo enseñarás a tus amigos. Pipo se apea otra vez: –Enséñamelo, pues. Felipe se arrepiente: –Mejor no, es un poco peligroso. Es un secreto además. Allí jugaba yo de chico. El próximo año, cuando seas más grande. Pero Pipo insiste: –Palabra que no le digo a nadie. Felipe se hace aún un poco de rogar. –Está bien, el sábado te lo enseño. Pero ya te digo: a ti no más, no hables a nadie de esto. Pipo jura que nadie lo sabrá. –Nos vemos entonces a las tres, en la bajada de la Pampilla, el sábado. –La mano de Felipe avanza extendida. –Palabra de hombre –dice Pipo estrechándosela. 42. Sandro Leone está reunido en su casa con Narciso Puertas y con Anacleto Rivas, un hombre de confianza del Comité de Defensa. –¿Estás seguro de que Alva no ha vuelto a regresar a esa casa de Pueblo Libre? – pregunta Leone. Puertas dice que en toda la semana. –Lo hemos vigilado bien. A lo mejor era una cosa pasajera, un plancito, algo que le salió por allí. –De todos modos creo que sería bueno prevenir al marido –afirma Leone–, uno nunca sabe lo que puede pasar. De inmediato, opina que sería necesario también publicar un suelto en el periódico de don David, pero en forma vaga, algo así como «El director de un conocido pasquín extremista efectúa frecuentes visitas a una dama de Pueblo Libre, aprovechando que el marido, retenido por sus labores en la prefectura, se encuentra fuera de casa». Puertas agrega que Carellanta está un poco impaciente, a cada rato pide plata, ronda mucho por los burdeles, se echa sus tragos, la libertad le ha caído como una patada en los huevos. –Pero comprende bien que hay gente que quiere hacerle daño a don David. Eso lo


30 saca de quicio. Leone opina que ya es el momento de que actúe la señora Teresa Paz. Puertas se encargará de avisarle. –Estamos demorando mucho –se queja Anacleto Rivas–, qué tanta cosa, sacar a Carellanta de El Frontón, buscar a la señora, dar vueltas en carro por aquí y por allá, a veces me parece que hasta los semáforos me conocen. Además, Carellanta... –Necesitamos gente íntegra –lo interrumpe Leone–, Carellanta ha sido cuatro años mi chofer. Lo conozco así –y se golpea la palma de la mano. Rivas se contenta con acariciarse la cicatriz que tiene en el mentón. 43. El postigo de la puerta metálica se abre y un hombre escuálido y despeinado asoma la cabeza. –Ah, muchachos, ya están acá, así que metidos en cosas de grandes, ¿no?, con nodriza deberían andar. Carlos y Héctor penetran agachando la cabeza. El tío Luis los hace sentar en unos bancos de madera, delante del mostrador. La habitación está llena de repisas donde se ven toda clase de repuestos de automóviles. –Trabajar, ganar plata, eso es lo que vale. Siete años aquí, sin moverme, hasta los domingos me encontrarán en la tienda. Por eso ahora me estoy construyendo una casita en Lince. Con mi plata, centavo sobre centavo. Héctor dice en broma que no han venido a escuchar sermones. –Yo me he jodido durante diez años –añade el tío–, diez años pegando carteles, dándome de trompadas con la policía, escondido, perseguido, ¿y qué? Para nada. Los jefes siempre arriba y uno abajo. Ellos sí, muy bien, siempre. Y además se han vuelto gordos, ya no se diferencian de la cremita. Fíjate en mi brazo, ¿has visto un codo igual? En una manifestación me lo rompieron de un cachiporrazo. ¿Quién crees que pagó el hospital? ¿Ellos? No, muchachos, ni hablar, este caballero. Héctor le dice que están un poco apurados. –Sí, les voy a explicar, pero eso sí, ándense con cuidado, yo, en los tiempos heroicos, hacía por docenas, de esto, claro, chitón, a mí ustedes no me conocen ni en pintura. Espérense. –El tío va a la trastienda y regresa al poco rato con dos botellas descorchadas–. Pero antes un traguito, ¿no es verdad? 44. Elisa Arboleda está tocando el piano cuando suena el timbre de la calle. Alguna visita, sin duda. Probablemente Aquiles Dávila que se viene a pie desde Lima y se pasa horas arrellanado en el sofá mirando la consola, los floreros y mirándola también a ella inclinada ante su piano. Pero esta vez la sirvienta le dice que una amiga la espera en el vestíbulo. Elisa va a ver quién es y deja escapar un grito: –Linda. Ambas se abrazan, se besan en la mejilla, hablan al mismo tiempo, una sorpresa, un gusto. –Vamos mejor a los altos –dice Elisa–, mi papá puede llegar con amigos, ¿sabes que ya es general? Linda dice que no lo sabía, pero no deja de advertir que en esa casa se respira cierta prosperidad, la alfombra nueva, el piano de cola. En su dormitorio Elisa abre su ropero para mostrarle sus últimos trajes, se prueba uno de coctel, escotado, para que Linda lo admire. –Te queda regio –opina Linda.


31 Elisa le pregunta que cómo se le ha ocurrido hacerle esa visita. –Hace por lo menos un año que no nos vemos, desde que terminamos el colegio. Linda le cuenta que está trabajando en un negocio de importaciones, una tienda es decir, y que un amigo que la va a veces a recoger la trajo en su carro. –Saliendo con amigos –bromea Elisa–, tienes que decirme quién es. Cuando Linda responde que Manuel Delmonte, Elisa queda perpleja: –¿Mañuco Delmonte? –Sí –dice Linda–, ¿por qué? Elisa afirma que es un churro, que las chicas se mueren por salir con él. –Pero si es un viejo –aclara Linda. –Qué va a ser viejo. ¿Lo has visto alguna vez en ropa de baño? Tiene un cuerpazo. Y además, ¿qué importa? Es presidente del Club Hawai, tiene montones de plata, con mi papá pensaba hace años poner no sé qué negocio. ¿Te está enamorando? –No –dice Linda–, hemos salido algunas veces, es muy educado, me ha dicho para ir a su club o si quiero al club de Ancón. –Ni zonza que fueras –prosigue Elisa–, no pierdas la oportunidad. Cómo se van a morir de envidia algunas personas cuando lo sepan. –Y a ti, ¿cómo te va? –pregunta Linda. Elisa se queja, se siente antigua, tan blanca, con esa nariz. –No tengo un tipo a la moda, me doy cuenta, y además soy de caderas altas y la ropa me queda mal. –¿Tienes enamorado? –Tanto como eso no, pero hay un chico que me hace la corte, no tiene un cobre pero es inteligente, un churro además. –¿Cómo es? –Tiene unos dientes así, unos ojos así y unas piernotas así. 45. –Esto es un complot –exclama Alva cuando su secretario le dice que no han conseguido esa semana el aviso del Banco del Porvenir. Demetrio le recuerda que el director de ese banco es Napoleón Barreola y, según informes que tiene, Barreola es accionista de la fábrica El Vencedor. –El artículo de Montani contra esa fábrica fue muy dur9- –añade Demetrio–, creo que se le pasó la mano. En ese momento avisan por teléfono que la serio Teresa Paz espera en el recibo. –Hazla pasar –dice Alva–, veremos qué cosa quiere esta señora. Doña Teresa pasa al despacho, observa los muros donde cuelgan calendarios y recortes de periódico. –Tome asiento –le indica Alva, señalándole la única butaca decente de la oficina. Doña Teresa se sienta y cruza la piernas con desenfado, de su cartera saca una cigarrera. Alva se apresura a darle fuego. –Se acordará de la propuesta que le hice por teléfono –dice la señora–, a usted le pareció que las comisiones que pedía eran muy elevadas. Alva ha vuelto a instalarse en su escritorio. –Creo que exageré un poco –prosigue doña Teresa y a continuación le explica que tiene un plan para conseguir avisos de firmas nacionales que están en plena expansión–. Todo depende naturalmente de las relaciones que uno tenga. Yo le aseguro que con este programa puedo aumentar en poco tiempo el treinta por ciento de su avisaje. Alva parece poco convencido. A través de las volutas de su cigarrillo observa,


32 inexplicablemente irritado, el aplomo con que se expresa su interlocutora. Su acento chileno, eso lo reconoce, le da cierto encanto. –Además –añade–, le propongo trabajar un mes a prueba. ¿Qué le parece? Así tendrá usted tiempo de apreciar mi labor y de decidir. Alva le dice que en esas condiciones es interesante y le solicita detalles sobre su plan de trabajo. La señora lo mira fijamente a los ojos con malicia, pero no responde. –No crea que le voy a robar su idea –añade Alva para tranquilizarla. –Es algo largo de explicar –dice al fin doña Teresa–, no puedo así en un dos por tres decirle de qué se trata. Desgraciadamente hoy no dispongo de mucho tiempo. Tengo que ir a almorzar con unos clientes. Alva le propone ir a comer juntos otro día. –Convenido, yo pasaré por su oficina una de estas noches. Le avisaré antes por teléfono. Alva la acompaña hasta la puerta de su despacho y cuando doña Teresa se retira por el vestíbulo queda en el umbral, observando con interés sus pantorrillas. 46. De la sala de castigo han ido saliendo todas, una por una, menos Dorita y la Pejesapo. Don Sebastián no ha dado todavía orden de que las saquen. La Pejesapo la acosa a preguntas para saber por qué está recluida, pero Dorita prefiere no darle relleno. –Yo sí te voy a decir, entonces. Porque el sábado, mi día de permiso, llegué a las mil y quinientas. Me fui a un cine del centro y allí conocí a un tipo que me enamoró. Guapísimo, con bigote, igualito a Jorge Negrete, con un terno a cuadros. Después fuimos a pasearnos por el parque de la Exposición y allí conversando se nos pasó la hora. Dorita mira la ventanilla enrejada que da a los arenales relucientes bajo la canícula. Sus compañeras deben de estar a esa hora almorzando. Al poco rato entra don Sebastián y despacha a la Pejesapo. Dorita lo observa de soslayo: es mestizo, de alguna provincia, tiene un poco de caspa en su pelo corto y se echa talco a la cara para disimular su piel cobriza. –Has hecho mal en escribirle a la señora Agostini –empieza–, me he enterado de que le has mandado una carta con la asistenta. Dorita queda silenciosa. –Si alguna vez tienes una queja que formular sobre el albergue, debes dirigirte a mí. Yo soy aquí la autoridad. Como Dorita sigue callada añade: –La última vez te has quedado sin absolución. Para que veas que soy humano te la voy a dar. –De inmediato pronuncia una sentencia en latín mientras traza una cruz en el aire con la diestra. Dorita se persigna. –Eres una niña muy sensible –continúa don Sebastián–, comprendo que reacciones de manera diferente. La señora Agostini te ha contestado. –¿Tiene allí la carta? –Está en mi oficina. Luego don Sebastián le dice que tiene mucho trabajo, que está fatigado, que debe comprenderlo si a veces está de mal humor. Son las preocupaciones. –Tengo que vigilar a ochenta mujeres. Y tú sabes que no todas son como tú. Las hay envidiosas, malas, desobedientes. La Pérez Saco, por ejemplo, que su día de permiso llegó al orfelinato pasada la medianoche. Enseguida le confiesa que ha venido para rezar juntos un rosario. –Debes tener fe en Dios. La señora Agostini dice en su carta que es posible que te


33 consiga un trabajo, si te muestras dócil y aprovechada. Dorita se pone de rodillas, imitando a don Sebastián. –Lleva tú las cuentas –dice el padre entregándole su rosario de gruesas avemarías y empieza con recogimiento los misterios dolorosos. 47. El general Chaparro se frota con satisfacción sus pesados testículos con una esponja untada con jabón, mientras el agua de la ducha desciende alegremente por su pecho y al llegar a su vientre, presa al parecer de pánico, describe una parábola y va a estrellarse contra la pared de mayólica rosa. El general Chaparro se felicita de que a los cincuenta y cinco años sus órganos genitales, con los cuales mantiene un comercio asiduo, le permitan aún realizar ciertas proezas. Lo grave sin embargo es que Olga le cueste tanto por sesión y que el método húngaro, infalible, que sigue para robustecer su virilidad le cueste otro tanto. El general Chaparro vuelve la cabeza para observarse el trasero y ver si no queda por allí una burbuja de jabón, cuando la puerta del baño se abre y penetra su mujer. –Te llaman por teléfono, es algo urgente. El general se cubre púdicamente con la cortinilla de nailon. Desde hace algunos años su mujer no tiene el privilegio de participar en su vida sexual, ni siquiera un derecho de mirada sobre su desnudez. Ella observa con cierta conmiseración la forma envuelta en la tela transparente: –Estás gordo, Alejandro. –Corre, rápido, di que ya voy. Cuando su mujer sale, abandona la ducha, pasa ágilmente sin atreverse a mirarse delante del espejo de cuerpo entero y poniéndose su bata va hacia el teléfono. Escucha la voz de Bremer. –Asunto arreglado, general. ¿Puedo pasar por su casa? Chaparro recuerda que debe expresarse en clave: –En el acto. ¿No hubo ningún problema con el carburador? –Ninguno. Se practicó una revisión general. En el taller están de acuerdo en que no tendrá usted contratiempos. Salvo quizá con el contacto. Es una cosa en la que usted debe pensar. –De acuerdo, lo espero entonces. El general Chaparro cuelga. Con la bata de toalla a rayas verticales se le ve bien, casi imponente. El espejo del salón no es naturalista como el del baño, sino más bien benévolo, cortesano. El general se anuda bien el cordón hasta hacerse doler el vientre. Su mujer lo está observando. –Viene Bremer a buscarme, me voy a comer a la calle. Su mujer se limita a bambolear la cabeza resignada y se retira pesadamente hacia el interior, mientras él la sigue con la mirada. «Cuando me casé», piensa el general, «no creí que se iba a convertir en una verdadera vaca». 48. Carellanta entra al número 410 del jirón Huatica. El local es el mismo, pero los rostros de las mujeres no le son familiares. Acercándose a una de ellas le pregunta por doña Perla. –No conozco, hace solo dos meses que trabajo aquí. Ninguna de las mujeres conoce. –La patrona se llama Estrella –dice una de ellas y le señala el mostrador, detrás del cual una mujer corpulenta ordena unos vasos. –Sí –dice la patrona–, doña Perla me traspasó esto hace tres años. No sé dónde se habrá ido, creo que para Chimbote. Por allí ahora hay mucha clientela, dicen que la plata vuela.


34 Carellanta se anima a preguntarle por Olga. –La pequeñita, la que tenía quince años. –Aquí no tenemos menores –se apresura a responder la patrona–, todas mayores de edad y con sus libretas electorales al día. ¿Será un policía disfrazado? Para no despertar sospechas, para recordar, para respirar ese aire de permanganato, para encanallarse un poco, Carellanta pide una cerveza. Todo sigue igual, es verdad, salvo un cuadro, un sillón nuevo que remplaza al desfondado. Es aún temprano, las mujeres se aburren, a veces ponen un disco o entreabren la puerta para espiar el paso de los transeúntes. De pronto del interior sale un muchacho con un estropajo en la mano: –¡Carellanta! Este no lo reconoce: es escuálido, de brazos largos. Al reír muestra sus dientes en desorden. Solo ahora recuerda. –Has crecido –dice Carellanta–, sigues acá, cómo aguantas, pendejo. –Soy ahora el veterano –responde el muchacho. Carellanta le pregunta de inmediato por Olga. El muchacho queda un momento callado. –No sé. –Vamos –prosigue Carellanta–, no te eches para atrás. Yo ya estoy libre, hace días que estoy libre. ¿Quieres que te enseñe mis papeles? No me voy a meter a la boca del lobo. –Lo despachaste tranquilo –dice el muchacho en voz baja–, yo vi todo, pero no quise declarar. No me gusta meterme en líos. –Era mi derecho, ¿no? Me estaba puenteando con la china. Tenía que hacerme respetar. Y luego alguien por atrás me metió un botellazo. El muchacho señala un rincón de la pieza: –Allí se quedó tieso, con las tripas en la mano. Olga casi se priva. Apenas te vio sacar la chaveta se escondió en el baño, se trancó, no quería salir por nada. Ya se llevaron a Carellanta, china, le dijimos, pero no quería ver al finado. Carellanta suspira: –Cinco años en El Frontón haciendo zapatos. En fin, ya todo está purgado. Sobre el pasado, tierra. La patrona se acerca: –Pepín, tráete dos docenas de Cristal. Carellanta paga sus cervezas y sale junto con el muchacho. –¿Y no sabes dónde está? –le pregunta en la calle. –No sé, palabra que no sé. Se fue de aquí al año, creo. Era demasiado lote para este bulín. Estaba hecha un lomo, la china. Además, así lo supiera no te lo diría. Tú tienes mala sangre, Carellanta, y tienes además una mano jodida. Carellanta se ríe: –En esa época estaba templado. Ahora ya la cosa pasó. Ya no hay sentimiento, solo la imagen queda. Pero se va borrando. Por eso quiero verla, no porque se dejaba cabronear por el finado, sino para recordarla bien, para que su cara no se me vaya más. –Me estás palabreando, viejo. Pero yo, ni h ar. Así me dieras plata, Carellanta. 49. Aquiles Dávila, en pijama, semidormido, prepara el desayuno para sus hermanos menores, que ya han terminado de alistarse para ir al colegio. –Si mamá no llega todavía es seguramente porque tiene mucho trabajo en el hospital –grita, llamándolos al orden. El menor le pide tres soles, pues el domingo su clase tiene un paseo a Chosica.


35 –No tengo ni para cigarros, uso una corbata horrible –responde Aquiles. En ese momento llega doña Constanza de la cama con sus gritos –y va a su dormitorio para seguir durmiendo. Al poco rato, cuando los chicos parten, doña Constanza entra al cuarto de su hijo. –Y todavía en la cama. Si tu padre te viera, el pobre, él sí sabía lo que era madrugar. Cuando me despertaba, él siempre estaba lavadito, afeitadito, listo para ir a hacer sus cobranzas. –¿Y todo eso para qué?, ¿dejó plata acaso? –Era honrado, un verdadero santo. –Sí –dice Aquiles–, déjame dormir un rato más. Doña Constanza se sienta al borde de la cama, suspira: –No pude salir temprano. Ha sido una noche agitadísima. Aquiles trata de no oír, hunde la cabeza en la almohada. –La patrona tuvo que telefonear de aquí para allá, para conseguir más señoritas. Qué afanes se ha dado doña Aurelia. –Solo cuando su mamá empieza a nombrar a las personas que estuvieron, Aquiles pone un poco más de atención–. Venían de un almuerzo que tuvieron en el norte, donde un señor Berrocal, un hacendado, creo. Estaban mareaditos. Es la segunda vez que vienen de un almuerzo, así, en grupo. Más tarde llegó el general Chaparro, el gordo ese de que te he hablado, cliente desde hace tiempo. Si vieras cómo corrió el champán. –¿Quiénes más estaban? –pregunta Aquiles. –Señorones todos, unos americanos también. –¿De qué hablaban? La señora Constanza dice que ella no sabe bien, pero que la china Olga, una de las chicas, le dio cincuenta soles de propina y le dijo: «Guárdelo bien, doña Constanza, y acuérdese de mí, que voy a ser presidenta». 50. En su despacho del cuartel Mariscal Castilla el general Chaparro le dice a su ordenanza que le llame al coronel Arboleda. Mientras tanto arma el tablero de ajedrez con el que acostumbra a matar sus tiempos libres. Cuando Arboleda llega el general lo invita a tomar asiento para jugar una partida. –Soy un hueso en esto, nunca he podido aprender. ¿Alguna novedad? El coronel Arboleda estudia la posición de las fichas y entrega un peón con la intención de comerse un caballo. El general Chaparro, que ha caído en la celada, cavila un momento y luego aparta el tablero con la mano. –Dejemos esto –dice–, vamos a hablar de cosas serias. –A sus órdenes, mi general. Chaparro empieza un monólogo oscuro, en el cual habla de la patria, de la misión sagrada del ejército, del caos. –¿Estamos o no en el caos? –Sí, mi general. –Huelgas por un lado, escándalos por otro, los civiles con sus manejos sucios, su incapacidad para dirigir la marcha de la nación, el presidente que, como dicen algunas personas informadas, rodeado de una pandilla de reformistas y oportunistas, lleva el país a la bancarrota. –Es verdad –conviene Arboleda–, desde hace meses las cosas andan mal. Y la vida sube, la pimienta, por ejemplo. –Olvídese de la pimienta, piense usted con más altura, –dice Chaparro y añade que dentro de unos días viajará a Arequipa para hacerse cargo de la tercera región militar, con


36 esta medida sus enemigos han querido alejarlo, pues su prestigio es peligroso. –Eso lo sabemos, mi general. –Le voy a hacer una pregunta –agrega Chaparro–, ¿usted me tiene confianza? ¿Usted quiere al país como hombre y como soldado? –Claro, mi general. –Pues bien, esto se acabó. Yo estoy decidido a terminar de una vez. Es mi deber, coronel Arboleda. Siento en mí un llamado, algo superior, como una especie de voz... –Especifique, mi general. Chaparro queda un momento silencioso. –Vea, Arboleda, no se lo voy a ocultar. La suerte del país nuestras manos. Desde Arequipa voy a dar un golpe de cargo Ese Estado. Quiero saber si usted, que en estos momentos está a de los rangers... –Todos me respetan, mi general, le puedo dar mi palabra de militar que lo que ordeno se hace. –Pues entonces, ¿me secundará? Arboleda se pone de pie. –No, siéntese, no hace falta. Hablemos como amigos. Lo he escogido a usted porque aprecio sus virtudes patrióticas y además porque su hermano, que es general de aviación... –Le hablaré, cuente conmigo –lo interrumpe Arboleda. –Bien –suspira Chaparro–, ¿comprometido entonces? –De cuerpo entero, mi general. 51. Emiliano Rosales, en su oficina de la prefectura de policía, fuma mirando el cielo raso, donde el yeso se descasara: Sus dos colegas, para no aburrirse, se dedican a tareas menudas, insípidas y aparentemente sin utilidad. Uno de ellos copia con letra minúscula en una libretita las direcciones que tiene apuntadas en un grueso cuaderno. El otro examina con obstinación, tratando de encontrarle alguna gracia, un dibujo cómico sin palabras que figura en un vespertino. Al fin Rosales coge el teléfono y marca el número de un periódico. –Aquí la prefectura dé policía. Las informaciones para la sección policial. Mirando un papel empieza a dictar los últimos incidentes criminales. Eloy Chávez, diecisiete años, atropellado por un camión manejado por un borracho que se dio a la fuga, pero que fue capturado. –Borracho no, un hombre en estado de ebriedad –acota su colega que lee el vespertino. Una residencia de Orrantia donde los ladrones se introdujeron violentando una ventana para llevarse la vajilla de plata. –No se dice ladrones, se dice los hijos de lo ajeno –vuelve a indicar su colega. Emiliano prosigue: –Rosa María Serpa Logroño, de dieciséis años, fue asaltada cerca del mercado Mayorista por una banda de maleantes, quienes después de golpearla la violaron. Su colega interviene aún: –¿Y dónde está el estilo? No se dice violaron, se dice que fue víctima de odiosas violencias. Emiliano pone la mano en el fono: –Yo no soy un hombre de letras –protesta y continúa su dictado. –Si quieres ascender, apréndete bien las fórmulas –responde su colega. Emiliano termina su informe y cuelga el teléfono.


37 –Me olvidaba, tienes una carta por allí –dice el otro de sus colegas. Emiliano revuelve una canastilla llena de papeles y encuentra un sobre con una estampilla sellada en el correo central. Adentro solo hay un papelito escrito a máquina: «Haría usted bien en llegar a su casa temprano y vigilar a las personas que vienen en automóvil. Aguce bien la vista, cornudo». 52. El general Chaparro lo recibe en uniforme, en el salón de su casa. –Así que de parte de la revista Frente, ¿no? Aquiles Dávila dice que van a empezar a hacer una serie de entrevistas a los altos jefes de las Fuerzas Armadas y que el director del semanario ha resuelto empezar por él. –Tome asiento –lo invita el general–, puede usted comenzar, pero eso sí, nada de política, las tradiciones castrenses nos impiden hacer declaraciones políticas. Aquiles lo tranquiliza, diciéndole que se trata más bien de temas generales y de un poco de biografía. –Eso está muy bien, la biografía es muy importante. Yo soy de Huancayo, yo quiero mucho a mi pueblo, usted sabe, la tierra natal, eso nunca se olvida, se lleva en la sangre. –El general divaga un momento sobre su infancia, sus estudios, su provincia–. Praderas verdes, manadas de carneros. Aquiles, que lo ve embarcarse en el bucolismo, lo interrumpe: –¿Qué opina usted del matrimonio? El general lo observa desconcertado. –Quiero decir del matrimonio como institución. –Santa –responde Chaparro–, cuando dos personas se unen con lazos sagrados, unidos hasta la muerte. Y algo más: la familia es uno de los pilares de la patria. Aquiles le pregunta de inmediato cuál es a su parecer la misión del ejército. El general se endereza en su butaca: –Vea, joven, se lo voy a decir en dos palabras. El ejército es patria, orden y moralidad. Las tres cosas van juntas, ¿entiende? La una no va sin la otra. –¿Y qué piensa del comunismo? –Le digo que no acepto preguntas políticas. Aquiles precisa que es una pregunta general, de concepto. Chaparro se relaja: –Ah, bueno, si es de concepto. Pero óigame bien, anote bien lo que le voy a decir: el comunismo carece de bases filosóficas serias y es además una doctrina disolvente. Pero sobre todo está reñido con la tradición occidental y cristiana del país. –Y acerca de la OTAN, ¿qué me puede usted decir? El general queda callado, su mirada vaga por las paredes. –Especifique –dice al fin. –Quiero decir acerca de la NATO, como también se le llama, la Organización del Tratado del Atlántico Norte. –Acabáramos, bueno, eso es formidable, usted sabe, los tratados, los pactos, siempre tiene que haber uno, porque si un país no hace pactos otro los hace y es mejor tener pactos que no tenerlos, es mejor la unión que la desunión. Usted puede romper una varilla de madera, pero no puede romper diez varillas de madera juntas. ¿Se da cuenta? La unión hace la fuerza. –Una última pregunta –dice Aquiles–, puede usted responderla o no, ya que es directamente política. ¿Qué opina de la actual situación en el país?


38 Chaparro sonríe para sí y mira a Aquiles con malicia: –¿Quiere que se lo diga claramente? Le voy a responder también con un concepto. Pero preste bien atención. –Adelantando el torso añade con misterio–: Aquí en el país hay dos grupos bien diferentes, ya con la experiencia aprenderá usted a darse cuenta: unos son así –dobla el pulgar hacia adelante– y otros son asá –dobla el pulgar hacia atrás–. ¿Está claro? –Como el agua –dice Aquiles. 53. Linda nota que su mamá está contenta. Pequeños detalles: se ha sujetado el pelo con una cinta y arregla un traje sin quejarse como otras veces, canturreando débilmente mientras pedalea en la vieja máquina Singer. Aprovecha entonces para decirle si le puede dar permiso esa tarde. –¿Para qué? –Voy a la casa de Elisa. ¿Te acuerdas de que el otro día pasé por allí? Hemos quedado en ir juntas al cine. Su mamá le dice que bueno y cuando Linda se dirige a su dormitorio para arreglarse, la llama. –Tengo una buena noticia. Parece que tu papá ya consiguió trabajo. –¿Cómo así? –No es una cosa segura, tiene solo la promesa. Además no creas que es un gran puesto, pero para el momento está bien. Es de guardián nocturno de un club. –Él no quiere que diga nada todavía. Sobre todo no quiere que Héctor se entere de estas cosas. Tú sabes cómo es este chico. Es un club elegante. –¿De qué club? –pregunta Linda. –Es uno que queda en Miraflores, se llama Hawai. –Ah –dice Linda. –Tengo que rogarle a Dios que resulte –prosigue su mamá–, el lunes empezaré una segunda novena. –Bueno, me voy a vestir –responde Linda. En su dormitorio se pone un traje que le ha regalado Elisa. Le ajusta un poco en las caderas, de modo que se le nota el borde del calzón. Media hora después está en la puerta del cine Azul, esperando. El automóvil de Mañuco Delmonte se detiene. –Disculpa el retraso, tenía una reunión. ¿Entramos? Linda lo observa con mayor atención esta vez: el nudo de su corbata es impecable, está peinado con tanto arte que apenas se nota su comienzo de calvicie. Pero es en su mirada, por lo general tan segura, donde advierte una lucecita de ansiedad, casi de súplica. –No, esta vez sí prefiero dar una vuelta –dice Linda y sentándose a su lado cruza tranquilamente las piernas.

IV –A ver, cuenta, cómo fue eso –insistió el pingón Huapaya. Camilo el Hermoso dijo entonces que al entrar al cine la luqueó de inmediato. –Me senté a su lado y le comencé a meter la pierna, pero con cuidado, para ver si había respuesta. Caproni detuvo el automóvil:


39 –Es el colmo que todavía no conozca bien el camino. ¿Es a la derecha, Huapaya? Y tú, Camilo, anda pensando de dónde vamos a sacar un par de buenos sillones. Eso de los cojines está bien, pero a mí me jode un poco. Me siento una odalisca. –Vamos, ¿y qué más? –preguntó Huapaya. Camilo el Hermoso dijo que la respuesta tardó en venir, pero que a mitad de la película sintió una mano que le cogía la rodilla. –La mía no tardó en funcionar y fue a donde tenía que ir. –Lo importante –dijo Caproni– es saber si la conseguiste o no. Camilo el Hermoso dijo que fue trabajo fino. La chupeteó, la pachamanqueó, a la salida le invitó un café con leche con sánguche de mortadela, total doce soles cincuenta. –Pero no te dio su dirección, claro, y tiempo perdido. –Déjalo que cuente, pues –dijo Huapaya–, no metas a cada rato tu cuchara. ¿La acompañaste a su casa? Camilo el Hermoso dijo que se fueron caminando hasta el parque de la Reserva, hacia las bancas oscuras que están al lado del museo de Arte Italiano. –Allí empezó lo bueno. Había otras parejas en las bancas que nos luqueaban. Pero yo me la trabajé bien, con cancha me la fui preparando, me la senté en las rodillas. –Despacio, despacio, uf –dijo Huapaya–, esto se pone bueno, ¿y qué más? –Nada más. Pasó un policía. –Eres un jodido, Camilo, yo ya estaba arrechándome. –Bah –dijo Caproni–, ¿no les conté lo que hice en una matiné del cine Metro? Hace dos años. Hay que saber a qué cine va uno, a qué horas y a ver qué películas. Si es una buena película te has fregado porque hay mucha gente. Tiene que ser uno de esos budines que no llevan sino cuatro gatos y a una hora en que los maridos, los enamorados, los novios, toda la machería está trabajando. –Mucho preámbulo –dijo Huapaya–, ¿y qué pasó? Caproni dijo que se sentó en la última fila detrás de una muchacha y le pidió fuego. –No fumaba, así que le pregunté la hora. No tenía reloj, de modo que me senté a su lado, cuestión de que me explicara la película, le dije que era un poco sordo. –No alargues tanto la historia –se quejó Huapaya–, ¿no ves cómo me estás poniendo? –Bueno, en dos palabras, me la comencé a acariciar y ella respondió, me dio un chupete que casi me ahoga, me desabotonó el pantalón... –No siga, doctor, por favor, aguántese un momento, por favor. –Me lo sacó, se agachó y allí en la oscuridad, mientras Sara García, me acuerdo muy bien, lloraba a moco tendido por la muerte de un hijo, me sacó el líquido del bulbo raquídeo. –Uf, doctor, siga contando, ¿y qué más? –Yo entonces, para no quedarme atrás, también me bajé, estábamos tirados por el suelo... –Basta, doctor, basta, ¿me puedo hacer una pajita? ¿Y qué más? –Cuidado con ensuciarme el asiento, saca tu pañuelo, bueno, me la acomodé bien, allí entre puchos y papeles, y la hice gritar, lo que la gente no oyó, pues Sara García estaba también gritando, seguramente que se le había muerto otro hijo. –Pare, doctor, que no tengo pañuelo. Caproni frenó. Estaban en plena Costanera, cerca del cuartel San Martín. Huapaya bajó del carro y se fue corriendo detrás de un árbol. –Tiene razón –dijo Camilo el Hermoso–, habrá que conseguir un par de buenos


40 sillones. Huapaya regresaba riéndose, abotonándose. –Si los árboles hablaran –dijo–, a este lo cagué. –Sube –dice Caproni–, toda la historia ha sido mentira, era para probarte. No tienes remedio, pingón. 54. Exactamente a las tres semanas de abstinencia, Adrián abre el armario y saca una botella de pisco. Todo el pueblo sabrá más tarde que el dueño de San José ha empezado una de sus borracheras. Porque beber para él no es un acto furtivo y solitario sino una ceremonia sometida a normas rígidas y plagada de figurantes. Su casa, por lo general sombrías, se ilumina. Luego se ve al mayordomo o cualquier otro de sus sirvientes que atraviesa a la carrera la plaza para comprar algún licor extranjero en las tiendas. Más tarde ya no van por bebidas, sino a buscar a los amigos de don Adrián: el subprefecto, el gerente de la sucursal del Banco del Porvenir, el ingeniero del Ministerio de Agricultura, hacendados vecinos, un guitarrista. A medianoche sale un carro en busca de mujeres. Para el pueblo es un día de fiesta. Las borracheras de don Adrián son la lluvia sobre ese desierto. Los comercios permanecen abiertos. Los curiosos se agolpan en la plaza. Saben que don Adrián hará una brusca salida, abandonando a sus invitados, para mear en los troncos de las palmeras, hacer zigzags hasta la cantina más próxima e invitar tragos a todo el mundo. Sus amigos tienen que venir a buscarlo y llevárselo por la fuerza, cuando ya está condonando una deuda o a punto de concertar un negocio ruinoso. Rara vez la reunión termina en la madrugada, pues generalmente se prolonga, uno, dos, tres días, para regocijo de los lugareños. Don Adrián se vuelve pródigo entonces. La caja parroquial vive de esas liberalidades ocasionales y los comercios se alimentan de los desechos de la embriaguez. Solo temen que don Adrián se vaya. Porque también eso ocurre. En camionetas y automóviles deciden continuar la juerga en otro pueblo y entonces parten en caravana hacia el sur, se van a Ica, a veces hasta Nazca, un vez terminaron presos en Arequipa, mil kilómetros al sur. Y cuando regresa, ojeroso, con la ropa arrugada y las manos sucias de tanto frotarlas en las mesas de las cantinas, es para encerrarse en su casa, sin recibir a nadie, para pasearse a caballo por sus cañaverales insultando a sus negros, hasta que un día, aburrido o triste o colérico, vuelve a abrir el armario. 55. Cuando Dorita entra a su dormitorio se da cuenta de que la cama de su compañera está lada. Con razón no la vio en el comedor durante la cena. Ángela es buena, pero tiene la costumbre de apagar la luz tarde y de pasarse horas desnuda, mirándose en el espejo. En su velador distingue una tarjetita: «Don Sebastián me ha dado permiso para ir a dormir a Lima donde unos parientes. Regreso mañana a mediodía. Besos de Ángela». Dorita se desviste. Su ropa la va colocando encima de la silla. El camisón que usan en el albergue es horrible, áspero, acampanado, un verdadero traje de penitencia. Cuando va a apagar la luz tocan la puerta. A veces una que otra chica viene a conversar con Ángela. –Adelante –dice Dorita. Aparece don Sebastián. Dorita mira la cama, la silla, indecisa. –Te traigo una carta de la señora Agostini. Pensé que te interesaba leerla. Dorita va rápidamente hacia su cama y se cubre con la frazada. –Si vieras qué noche hace en el patio –añade el sacerdote–, hay luna, estrellas, todo.


41 En noches así, me gusta dar una vuelta por el claustro y ver que todos duermen, que mis ovejitas, como se dice en el Evangelio, están en el redil. Su mirada se detiene en la silla, donde un sostén cuelga del espaldar. –Si en la semana hace un buen día de calor iremos otra vez a Ancón, pero esta vez para bañarnos. Dorita le ruega que le entregue la carta. Don Sebastián se acerca a la cama. –Si quieres responderle puedes ir a mi oficina. Allí tengo sobres, papel blanco y celeste, estampillas también y una pluma fuente Parker. Dorita coge la carta. –No hay aquí ninguna imagen –añade don Sebastián mirando los muros desnudos–, les voy a regalar un Sagrado Corazón con su marco y todo para que lo pringan allí. Dorita le pide permiso para leer su carta. –Por supuesto. Pero en lugar de retirarse queda en el centro del cuarto, embarazado, mirando la punta de uno de sus zapatos. –Prefiero leerla sola –agrega Dorita. –Claro –dice don Sebastián dirigiéndose a la puerta–, ¿no te gustaría tener permiso una vez a la semana, como tu compañera Ángela? Dorita observa al padre. –Es una chica muy buena. Es la única que me conversa, que me ayuda hacer mis cuentas. Yo necesito a veces un poco de calor humano, de amistad. Que sea a veces severo no quiere decir que no tenga un corazón. Bueno, que duermas bien. 56.

El general de aviación Delfor Arboleda se rasca reflexivamente la cabeza: –Lo malo es que soy amigo del presidente. En varias ocasiones me ha invitado a Palacio y me ha testimoniado su confianza. Su hermano, el coronel Arboleda, se expresa con parsimonia. –Ya sé, a mí también me ha dado dos veces la mano. Pero tienes que darte cuenta de la situación. No podemos dejar que el país se siga hundiendo, es como un barco al que se le ha abierto un boquete en el casco o, mejor, como un avión con un motor... –Deja a un lado las comparaciones –lo interrumpe el general. –Bueno, lo cierto es que sin la Aviación la cosa puede fallar –prosigue su hermano–. Chaparro no quiere problemas, desde ahora necesita estar seguro. Además, todo el sur lo apoya. Ha hecho ya sondeos y todo marcha bien por allí. El general se pone de pie: –¿Y la escolta?, ¿y la división blindada? También habrá que ver eso. Y la Marina. –Por los marinos no te preocupes, seguirán la corriente. Y en cuanto a la blindada, se está moviendo el asunto. Como tú, sabemos que sin tanques no se hace nada. –Tendría que hablar con algunos compañeros de arma –responde el general Arboleda–, yo estaré por encima de todos gracias a mi antigüedad y la gente me obedece, pero de todos modos hay que punzar a la gente, tender sebos por aquí y por allá. El coronel le asegura que tiene ofertas firmes del general Chaparro: el Ministerio de Aviación y dos jefaturas importantes. –El Ministerio será para ti. Busca quién puede merecer los otros cargos. El general medita un momento. –Habrá que hilar fino, claro, el Ministerio no está mal, ¿y tú?, ¿qué vas a hacer tú? El coronel Arboleda dice que actúa desinteresadamente, que su deber de soldado... –Déjate de cojudeces –lo interrumpe su hermano–, no me vas a venir a mí con esas


42 historias. Chaparro debe haberte ofrecido algo grande. ¿Algún ascenso? –A general –responde el coronel. –¿Eso es todo? –Y una embajada –añade, bajando las pestañas. 57. –Ayúdame a hacer mi cama. Estoy cansada –dice Ángela. Dorita se acerca donde su compañera y ambas airean un poco las frazadas. Cuando empiezan a tender las sábanas, Ángela se interrumpe, se coge la frente. –Ay Dios, me da vueltas la cabeza. Dorita la agarra del brazo, justo cuando Ángela está a punto de caerse. –¿Quieres un poco de agua? Ángela se recuesta en la cama. –No, ya va a pasar. –Al poco rato abre los ojos, mira el techo desnudo, las paredes con la imagen del Sagrado Corazón–. No puedo más, no puedo más –se queja. Dorita se sienta a su lado. –¿Qué cosa tienes? Ángela está llorando. –Don Sebastián me manda todas las mañanas hasta Piedra Liza a comprar pan, todo el tiempo quiere que haga ejercicio. Dorita le acaricia el cabello, Ángela está transpirando. –No puedo más –repite. –¿Te sientes mal? Ángela mira a su compañera: –A Carmela le pasó lo mismo, a Luisa también. Ya sé. Las mandaba a trepar cerros. A Carmela le fue bien, pero Luisa casi se muere, tuvo que venir una señora, la operaron creo en el comedor. Que se meta con las vigilantes, ellas sí saben, pero yo no sé defenderme. Dorita no entiende. –¿Qué?, ¿todavía no te ha hecho nada? No te hagas la zonza. Dorita se pone de pie. –Espera no más, ya lo hará, una estampita, un rosario, permisos o castigos, como sea, y el día menos pensado, sus manazas sucias. Al ver que Dorita la observa incrédulas Ángela se repone: –No me creas. Todo es pura mentira. Lo que pasa es que este cura me cae gordo, no me gustan las cerdas que tiene en la cabeza, quiero fregarlo y para eso invento cosas. Pero mejor no hables a nadie de esto. Fíjate, ya estoy bien, sigamos haciendo la cama. 58. Un escarabajo gigante lo observa desde el cielo raso y después de agitar con aparente apetito sus mandíbulas se deja caer sobre él. El general Chaparro se despierta sobresaltado. Está inundado de sudor. Para dormir la siesta apenas se ha desabrochado la correa de la polaca. El general busca algo con la mano, encuentra un pantalón de pijama, se limpia el sudor de la cara y trata nuevamente de dormir. Pero esta vez el escarabajo, que se ha visiblemente trasformado en una especie de langosta o de araña de mar, le da una punzada en el vientre con una lanza que lleva en sus pinzas. El general se sienta en la cama. Ha tenido un almuerzo muy pesado. Se levanta para abrir las cortinas. Dos gallinazos trazan círculos en el cielo azul. El general Chaparro los sigue con la mirada y los ve descender velozmente hasta perderse tras el follaje de un ficus. La cabeza le estalla. Hay algo que no anda bien. Ahora, pensando en su sueño, recuerda que el escarabajo llevaba una especie de insignia militar entre los dos ojos. Olfatea en el aire una traición. ¿Querrán devorarlo como


43 a una carroña? Los gallinazos son los aviones, la lanza puede ser una espada. La realidad se puebla de símbolos. Es necesario aclarar todo eso. Solo una persona puede hacerlo. Ni mover un dedo antes de tener su respuesta. Primero que nada decide llamar a Bremer por teléfono. –El carburador no funciona –le dice–, ¿puede mandar a alguien para una revisión? El propio Bremer, alarmado, se hace presente. –Estoy con surmenage –se queja el general–, necesito un plazo, recuperación de fuerzas. Tengo pesadillas. Además... –Pero ¿qué le sucede, mi general? –Además, creo que debo consultar con una persona que nunca me ha fallado, con un verdadero guía espiritual. –¿Qué persona? –Ya lo sabrá. Antes que nada hay que conseguir un médium. 59. La casa del doctor Amadeo Rubio es durante el día un jardín socrático y avanzada la noche el recinto de un erudito desengañado. Es un caserón republicano, uno de los pocos que se libró del incendio de Chorrillos, durante la guerra con Chile. Desde que murió su madre, es decir, desde comienzos de siglo, ninguna mujer ha cruzado el dintel de esa mansión, a no ser la vieja Agripina centenaria que le lava la ropa y le prepara dulcecitos de la Colonia con una mano primorosa. El dintel solo lo atraviesan sus secretarios. El doctor los escoge no por su competencia sino por la línea de su perfil, pues para él un secretario es, aparte de un compilador o un documentalista, un objeto de contemplación. Camilo, el último, lo deleita por el carácter animal de su hermosura. Cada uno de sus movimientos es natural y fresco, como los de un caballo. Es el único que a veces lo acompaña hasta entrada la noche y sirve el té a los raros visitantes, demostrando así, como en la sociedad ateniense, que la domesticidad va asociada al ejercicio de ciertos privilegios. Uno de ellos ha sido el acceso tercer piso de la casa, donde ya no se ven esas rumas de libros polvorientos ni pilas de discos de música sacra, sino manuscritos, bustos de dioses paganos, utensilios de alquimia, disfraces, objetos de curiosidades secretas que el doctor ha ido desechando pero que gusta de vez en cuando mostrar y co templar. Pero Camilo ni nadie ha accedido al cuarto piso, e la gran azotea, donde hay solo una habitación con una escultura de Antinoo. Es allí donde el doctor, de noche, sube leer a Platón en el original o a componer versos latinos licenciosos que destruye una vez concluidos. Esa pieza la visita crepúsculo, que aviva o aplaca, según las temporadas, sus tristezas sexuales de solterón caduco. En los bajos, en cambio, aparte de discurrir con sus secretarios, vive solo de lo cotidiano y de trabajos prosaicos: investigaciones genealógicas biografías de próceres oscuros que algún descendiente quiere realzar y consultas que a veces, gracias a su gran saber, viene de las altas esferas. El doctor se aboca a estos trabajos si ninguna ilusión pues, como sus discípulos le han oído repetir la cultura a falta de ser un sucedáneo de la felicidad o un forma de perfección es un pacto que se concluye con la vid y sus servidumbres más banales, un pacto desde la posición del vencido. 60.

Bremer entra de buena hora al despacho del señor Cardinal. –Creo que el plan se va al agua: el general Chaparro está con surmenage. Cardinal lo mira incrédulo: –¿Surmenage? Yo creía que esa era una enfermedad que solo padecían las personas que pensaban. Bremer ríe por cortesía, pero hay demasiados intereses embarcados en el asunto para irse con bromas.


44 –En realidad, se trata de otra cosa. Creo que le ha entrado un poco de miedo. Caramba, también los generales pueden sentirlo. Ayer me telefoneó para que fuera a verlo. Tiene que partir dentro de tres días a Arequipa y le ha comenzado la tembladera. Dice además que tiene que consultar con un médium. Cardinal se echa a reír. –El mundo está lleno de cosas absurdas, Bremer. Nunca hubiera pensado que el general Chaparro era un espiritualista. Sea como fuere, opina Bremer, habrá que conseguirle uno, pues se corre el peligro de que el general consulte a otro que le dé malos presagios. –La verdad es que yo no conozco –dice Cardinal–, nunca me he ocupado de esas cosas. Tal vez mi mujer. En una época se dedicaba al espiritismo. Bremer afirma que hay que proceder con celeridad, pues McLear está un poco impaciente. –Incluso decepcionado. Dice que a lo mejor hemos puesto mal la puntería, que tal vez convenía otro general, Santa María, por ejemplo, o Collazos. –Ni hablar –dice Cardinal–, Chaparro es un verdadero regalo de Dios. Nada ni nadie puede reemplazarlo. Santa María en cambio es de desconfiar, está en mi lista negra, es de los intelectuales, de los que pueden darte una patada en el culo y se acabó. Chaparro es justo lo que necesitamos: un ambicioso bruto. –Otra cosa –dice Bremer–, estamos olvidando la proclama. Cardinal lo tranquiliza, él ha hecho ya un borrador, pero habrá que dárselo luego a alguien que maneje bien la pluma. –Yo sé a quién –agrega Bremer–, cobra un poco caro, pero será de la buena oratoria. 61. En doble fila van caminando hacia Ancón. Sus mandiles celestes ondean con el viento. Don Sebastián anda a la cabeza, con anteojos ahumados para protegerse de las reverberaciones del desierto y un guardapolvo negro encima de su sotana. Ese día llevan merienda, pues van a quedarse a almorzar en la playa. Dorita se retrasa hasta llegar a la cola, donde la señorita Teresa, que ha querido participar en el paseo, lleva de la mano a dos menores. –Quiero hablar con usted –dice Dorita. Teresa suelta a las huérfanas y se retrasa aún más. –Hay una chica que está mal –dice Dorita–: mi compañera de cuarto. Se ha quedado en el albergue. Está encinta. Teresa pregunta qué edad tiene. –Diecisiete años, como yo. –¿Tiene enamorado? ¿Sale mucho de permiso? –No –dice Dorita–, es de don Sebastián. Un carro rojo con capota negra, que pasa como un celaje tocando claxon, obliga a toda la fila a meterse en el arenal. Su escape abierto aún resuena cuando Teresa pregunta: –¿Cómo lo sabes?, ¿quién te ha dicho eso? Dorita dice que la misma chica. –Después me dijo que no, que era mentira, pero ya se ha desmayado dos veces. Además, la he visto cuando se desviste. Don Sebastián la castiga, la hace trapear los pisos. –Eh, en orden –grita don Sebastián, volviendo la cabeza–, ¿qué hacen ustedes allí atrás? Señorita Dora, ¡a su sitio! –Hablaremos en la playa –dice Teresa.


45 –Dos veces ha entrado a mi cuarto –añade Dorita antes de adelantarse. Don Sebastián espera en medio de la carretera. –Orden, orden –dice quitándose los anteojos para mirar fijamente a Dorita, mientras activa la circulación del cortejo con un rápido movimiento de brazo. 62. Cuando termina de cenar, Alva se interroga si los trescientos soles de la cuenta los pondrá en gastos generales o en publicidad. Este problema le debe dar una expresión grave, pues doña Teresa Paz lo observa con curiosidad. Al percatarse de ello Alva sonríe y se olvida del asunto. –Creo que no se va a arrepentir de trabajar conmigo –dice doña Teresa. Alva conviene en que es sumamente excitante y no solo por las ventajas que le ofrece a la revista. –Debe ser una proeza mantenerse soltero a los cuarenta y cinco años –prosigue la señora, pero Alva, por bromear, alega que en su caso es una verdadera tragedia, pues siempre ha tenido una vocación matrimonial. –Habrá estado de novio. Alva queda pensativo. No se puede decir que sea un hombre guapo, más bien sus facciones son toscas, a causa de un lejano origen negroide. –La puedo llevar a su casa –dice al fin. Doña Teresa acepta y pronto están viajando hacia Miraflores por la avenida Arequipa. El automóvil se detiene en el parque, frente a un edificio de seis pisos. Alva conversa un rato, sin ningún objetivo preciso, tal vez por alargar un poco esa compañía. –La luz está prendida –dice doña Teresa mirando el edificio–, mi hija debe estar ya en casa. Alva le pregunta por su esposo. –Estamos separándonos, es un hacendado de Ica, una bestia, tenemos un juicio pendiente. Yo no quiero ni verlo, a pesar de que a veces viene a Lima. Me casé con él cuando llegué de Chile. Teresita tenía entonces diez años, ella es hija de mi primer matrimonio, pero por comodidad usa el apellido Paz. –Doña Teresa añade sin motivo aparente que va a alquilar una casa en Lima, pues le es más cómodo para su trabajo–. Además mi hija ya cumplió veintidós años, tiene sus amigas, hay una edad en que las mujeres necesitan vivir solas. Alva cree entender en estas explicaciones una vaga promesa. –Regreso a la oficina –dice alargando la mano–, tengo que ver todavía unos asuntos. Pase la semana próxima para arreglar los detalles. Doña Teresa le estrecha la mano. Alva tiene la impresión de que se la retiene más de lo conveniente. 63. La interpretación de la ley y la jardinería, lejos de excluirse, se complementan de una manera clásica, latina, y contribuyen a la formación armoniosa del hombre. Es por ese motivo por lo que el doctor Carlos Almenara, los días feriados, después de oír misa en el parque con su esposa, se pone un overol y ronda por su jardín sacando la mala yerba, podando los tacones y poniendo en la destrucción de un hormiguero o de una plaga de garrapatas la misma astucia y la misma aspereza que para hacer trizas un sindicato. Su hijo Carlos aprovecha entonces para coger el automóvil y dar un paseo. Esta vez se dirige a la casa de Teresita, que lo ha llamado por teléfono. La encuentra en bata, fumando, algo inquieta. –Me imagino que se trata de algo importante, cuando te has acordado de llamarme. –Y acto seguido le pregunta por Erasmo Chaparro.


46 –Los hombres me dan asco –responde Teresa y queda callada. –Hace tiempo que me he dado cuenta de eso –dice Carlos brutalmente. Teresa prefiere no darse por aludida y le comunica que lo ha llamado para que la aconseje, él que es medio abogado. Su mamá le ha dicho que mejor no se meta en nada, pero claro, su mamá es una mujer práctica y realista, en cambio ella cree que es imperioso hacer algo. Carlos no entiende una palabra. Al fin Teresa le explica: –Últimamente estoy visitando el albergue San Martín de Porres, cerca de Ancón. Está dirigido por un cura, Sebastián Narro. Está encargado de ochenta mujeres, en su mayoría huérfanas, pero también hay eso que se llama arrepentidas. Ahora bien, hay una chica encinta. Dice que el cura es el culpable. Carlos opina que el asunto le parece absolutamente normal. –Si quieres hacerte el cínico lo mejor es que te vayas. –No, no me voy a ir –responde Carlos y poniéndose de pie camina hasta la ventana. Luego de echar una mirada a la copa de los ficus (al fondo el mar, las islas), empieza un discurso cuyas palabras parecen provenir íntegramente de un discurso anterior, pero en el cual se ha intervertido el orden de algunos términos. Trata de la sociedad, de las injusticias, de la necesidad de atacar el mal de raíz y si es posible por medios expeditivos–. Lo de tu cura es un accidente –dice al fin enlazando–, el mal está en otro lado, tiene causas más profundas. Teresa lo interrumpe para decirle que no quiere una clase sino un consejo. Carlos medita un momento. –Tal vez tengas razón. Montani me está contagiando su estilo de predicador. Fíjate, haz una denuncia ante el obispado, anónima si es posible. Eso por el momento. Yo haré una visita al orfelinato ese, con un amigo periodista. Veremos qué se cocina por allí. –¿Qué digo en la denuncia? –Todo. Teresa está a un paso de él, reflexionando. Carlos la coge del puño, la atrae hacia sí y trata de besarla, pero al ver que Teresa se resiste, abandona la tentativa sin darle ninguna importancia. –En esta casa solo hay fotos de mujeres –dice mirando los muros–, una mía quedaría allí muy bien. –Y se va sin decir más. 64. Monseñor Cáceres lo recibe en su despacho. Don Sebastián, que ha sido introducido por un sacristán melancólico y luego por un canónigo de pie plano, queda deslumbrado por esa alcoba acolchada y rococó, donde predominan los motivos púrpura y oro, como en el tocador de una coqueta. El obispo lo aguarda de pie, con un brazo ligeramente extendido, en cuyo extremo se distingue una carta. Al terminar de leerla don Sebastián está a punto de sufrir un colapso y da rienda suelta a una indignación tan sincera que el obispo le ruega que se tranquilice, pidiéndole casi excusas. –Todas son puras habladurías –dice don Sebastián–, la culpa es de esa asistenta social que tenemos en el orfelinato. ¿Sabe usted que es una, cómo decirlo, una mujer de costumbres corrompidas, si monseñor me permite esa expresión? Extranjera, además chilena. El obispo se permite insistir en que los cargos que contiene la carta son sumamente graves. –Todo ha sido fraguado por la chilena, monseñor. Yo le puedo traer tres y hasta cuatro muchachas del albergue que pueden testimoniar a mi favor. Hasta con las vigilantes se mete esa asistenta. Les ha hecho proposiciones indecentes. Es un peligro para nuestra


47 casa. El obispo lo deja aún hablar, mientras observa la sotana de lanilla negra de su subalterno, sus mangas bien cortadas y su cabello rapado a lo prusiano. –Confío en su honradez y aprecio la sacrificada labor que usted realiza, pero de todos modos, hay que poner las cosas en claro. ¿De modo que todo es mentira? Don Sebastián responde que todo y que la señora Agostini puede darle mejores informes sobre su moralidad. –Usted debe conocerla, la que da óbolos para nuestro orfelinato y auspicia, me parece, la construcción de una nueva basílica para nuestra patrona. –Es una señora muy caritativa –concede el obispo–, hablaré con ella, lo volveré a llamar. Don Sebastián, antes de retirarse, insiste una vez más: –No le dé crédito a esa extranjera. Su mamá es separada o divorciada, no lo sé bien. Lleva una vida dudosa. Es todo una conjura. Quieren echar tierra sobre nuestra misión. 65. Si se lograra colocar una bombilla eléctrica en el interior de una lata de conserva vacía se tendría un calentador excelente y a precio módico. Máximo Aquino se aplica en poner en práctica su nuevo invento en el pequeño taller de su casa. El anterior, una pistola de agua, constituyó no solo un fracaso técnico sino un anacronismo, pues hacía años que existían en el mercado. –Quita, quita –dice sacudiéndose el regazo. Su mujer le pregunta desde la cocina qué le sucede. –Los espíritus –contesta Máximo–, se me trepan por las piernas. Ella le recomienda que descanse un rato, que ya va a estar listo el almuerzo. –Tenemos tallarines –añade cuando suena el timbre de la calle. Máximo abandona el taller a regañadientes y va a abrir la puerta. Un chofer en uniforme dice que trae una carta para el señor Máximo Aquino. Máximo mira fijamente al chofer a los ojos y lo ve pestañear con una desusada celeridad: –¿Usted no siente a veces un ligero cosquilleo en las manos? El chofer deja de pestañear y lo mira atónito. –Es urgente –dice al fin alargándole la carta. –Gracias –responde Máximo tirándole la puerta. Abre el sobre y lee antes que nada la firma: Laura de Cardinal. Después de enterarse del contenido se echa a correr hacia la cocina, espantando de paso a un ectoplasma socarrón que trata de acosarlo por la espalda. –Deja eso –exclama–, bota esa porquería, vamos a comer a la calle. Su mujer ruega que no se exalte. –Mira –prosigue Máximo mostrándole la carta–, me llaman para una sesión. De parte de la señora Laura. ¡Cuánto tiempo hacía! Vamos a un restaurancito. Esta mañana vi que te quedaban cien soles en la mesa de noche. 66. Esa mañana ha salido un artículo sobre el almirante Agostini, alabando sus servicios prestados a la patria y su discreta muerte en el hospital Naval de una fluxión al pecho. El artículo termina con un vibrante homenaje a la Marina que, como dice el articulista, «ha sabido siempre dejar bien el nombre del Perú, a pesar de que el gobierno no se ha preocupado por renovar sus unidades vetustas». La señora Agostini relee el artículo, firmado por el propio Cardinal con motivo del décimo aniversario de ese fallecimiento, cuando la sirvienta le anuncia a don Sebastián. El sacerdote empieza un largo exordio


48 acerca de la solidaridad y servicios recíprocos. –En fin de cuentas, creo que puedo hablar con usted con confianza. Soy sacerdote, pero también soy hombre. –Comprendo –dice la señora Agostini. Don Sebastián agrega que en el albergue tiene una pupila que es un verdadero demonio, una chica incorregible, indecente a pesar de su juventud, que lo hostiga con sus provocaciones y ha llegado a extremos de mostrarle las piernas durante la clase de religión. –Una noche, después de haber rezado el ángelus en la capilla, fue a buscarme a mi despacho con pretextos fútiles, luego a mi dormitorio y usted sabe... –Lo sé –dice la señora Agostini. –Perdón, no lo sabe. Mejor dicho, no es lo que usted imagina. Está encinta la chica, pero no tengo nada que ver en el asunto. Yo me limité a aconsejarla, a tratarla como el padre que nunca ha tenido. Como se sentía un poco encerrada, un poco cautiva, le di permiso los sábados y ahora me sale con estas. Pero hay algo peor, se ha hecho una denuncia anónima ante el obispado, en la cual se pone en grave entredicho mi honorabilidad. Yo sé de dónde viene la cosa. Además, monseñor Cáceres me ha convocado, me ha interrogado y dice que la llamará para pedirle referencias. La señora Agostini se abanica el cuello magro surcado de venas y tendones. –¿Qué cosa quiere usted? –Servicio por servicio –añade Narro–, somos buenos amigos y usted debe interceder por mí. En cuanto a su ahijada, Dorita, la trato muy bien y si no le escribe es seguramente por dejadez. Otra cosa: los cursos de costura andan perfectos, le garantizo que esta vez tendrá en su tienda... –De eso hablaremos otra vez –lo interrumpe la señora Agostini–, sé muy bien lo que tengo que decirle al obispo. 67. Máximo Aquino escucha atentamente las recomendaciones del señor Cardinal. –Se trata de reconfortarlo, de darle un poco de ánimo. En resumen, que se sienta seguro de sí mismo. ¿Entiende lo que quiero decir? Máximo entiende, pero alega que él no puede responder de su conducta cuando cae en trance. –Evítelo –dice secamente Cardinal–, tápese los oídos, piense en otra cosa. ¿Tiene todo lo que necesita? –Sí, ya puede hacerlos pasar. Máximo se extiende en el sofá del escritorio y cierra los ojos. El general Chaparro, de civil, entra en la habitación seguido del coronel Arboleda, a quien ha querido hacer testigo de ese diálogo de ultratumba. La señora Laura de Cardinal y Bremer entran a continuación. –¿Usted no se queda? –pregunta Bremer al señor Cardinal que se sobrepara en el umbral–. Chaparro está hecho un saco de nervios. –Ni pensarlo –responde Cardinal–, yo no tengo nada que hacer con los espíritus –y cerrando la puerta los deja solos. Los cuatro se instalan en torno a la mesa redonda. –Pero tiene cuatro patas –objeta Chaparro. –No importa que tenga cinco o diez –dice Máximo desde su sofá–. Por los espíritus yo respondo. Apaguen la luz, por favor, y concéntrense. Los cuatro ponen los dedos sobre la superficie de la mesa, tocándose con el meñique.


49 –¿A quién vamos a invocar? –pregunta doña Laura, que dirige la sesión. –¿A quién va a ser? –responde Chaparro–, al mariscal Castilla, nuestro guía, nuestra luz. Todos cierran los ojos y se concentran. –Pedimos humildemente al espíritu del mariscal Castilla que se manifieste – comienza doña Laura. Máximo abre los ojos y observa el cielo raso de un extremo a otro, buscando una distracción. Como no ve otra cosa que la penumbra, cierra otra vez los ojos y trata de recordar en orden los ternos que ha tenido en los últimos veinte años de su vida. Lo único que consigue es caer en una especie de somnolencia, las imágenes que busca vacan de su mente, un frío tenaz se apodera de sus pies, luego siente un cosquilleo en las venas de las piernas. Finalmente la mandíbula se le endurece, le aumenta la salivación y cuando doña Laura repite por décima vez la fórmula invocatoria, lo escuchan gemir y comprenden que lo que hay en el sofá ya no es Máximo Aquino sino una entidad trasparente, boreal, a través de la cual vislumbran, con cierto terror, el más allá. El gemido se precisa y al fin una voz que se vale de la voz de Máximo pero una octava más alto dice nítidamente: –Aquí estoy. –Bremer nota que el índice obeso del general Chaparro sufre una crispación–. Aquí estoy, ¿quién me llama? El general levanta la cabeza: –Ilustre mariscal, le pedimos humildemente... –¿Quién eres tú? –lo interrumpe la voz. –El general Alejandro Chaparro, jefe de la Región Militar del Sur. –Chaparro cojudo. Bremer está a punto de soltar un pujido, pero se contiene. –El general Chaparro quiere hacerle una pregunta –interviene doña Laura. –Chaparro pelotudo. Los circunstantes se miran. Doña Laura le hace un signo a Chaparro para que prosiga. –Una pregunta, mariscal, en estos momentos graves, en estas horas cruciales, su consejo me es precioso: ¿debo o no viajar a Arequipa? Del sofá solo llega un quejido. Máximo parece debatirse, luchar con una presencia que lo sofoca. Bremer, otra vez serio, comienza a inquietarse. –Sí, sí, sí –exclama al fin Máximo–, ¡espada en mano, mirada serena, viaje, voluntad, victoria! De inmediato se sienta en el sofá. –Perdón, tenemos que interrumpir, la cabeza me duele, ¿me pueden dar un vaso de agua? Chaparro respira con alivio y se limpia el sudor. –Despidamos al espíritu –propone doña Laura. Pero ya Chaparro se ha puesto de pie. –¿Qué le decía, Bremer? El mariscal nunca me falla. Vamos a ver a Cardinal. Ahora sí le acepto un trago con gusto. –Una cosa, coronel Arboleda –dice Bremer cogiéndolo del brazo–, no se olvide de sondear al jefe de la blindada. Todos salen conversando animadamente hacia la sala. Máximo, olvidado en la penumbra, se palpa el cuerpo. –Ya me fregué –dice–, ahora tengo al mariscal Castilla en el cuerpo para todo el año. 68. Don Sebastián examina el carné de Aquiles Dávila con desconfianza. –Revista Frente, no conozco, no sé en qué puedo servirlos.


50 Carlos dice que vienen a entrevistarlo, que su labor frente a ese orfelinato merece la atención nacional. –¿Vienen de parte de la señora Agostini? –pregunta. Ante la negativa, queda indeciso. –Pasen de todos modos, voy a mostrarles el local. Cuando se ponen en camino dice que ha sido construido mediante donaciones, que el terreno lo regaló el señor Barreola. Aquiles y Carlos recorren un claustro con arcadas que contornea un patio rectangular. Don Sebastián abre una puerta y una docena de muchachas que están cosiendo se ponen de pie. –Ese es el taller de costura. Las muchachas aprenden corte y confección. Preparamos muy buenas profesionales. De inmediato los lleva a otro taller, donde un grupo de mujeres trabajan en cestería. –¿Y qué hacen con tantas cosas? –pregunta Aquiles al ver apiladas canastas y lámparas de paja. –Las rifamos en beneficio de los otros huerfanitos. Cada mes se organiza una tómbola. Vengan por aquí. Pasan a un salón de clase a esa hora vacío. –Tenemos cuatro co o este. Aquí reciben educación. Nuestra enseñanza no tiene valor oficial, pero les aseguro que es excelente. –¿Cómo se sostiene el local? –pregunta Carlos. –A base de donaciones –responde rápidamente don Sebastián. Antes de completar la vuelta al claustro pasan delante de una puerta con una ventanilla enrejada. –¿Y eso? –pregunta Aquiles. Don Sebastián vacila. –Es la sala de castigo. Créanme, pero es necesario aquí. Ustedes no saben qué clase de gente nos viene a veces. Yo practico la caridad, pero también creo en la disciplina. Carlos se acerca a la ventanilla y observa. Hay una muchacha sentada en una banca, con las manos en el regazo, mirando al vacío. –Ya les contaré –dice el padre–, vamos a mi oficina. Carlos y Aquiles lo siguen hasta su despacho. –Esta chica no está ahí por mi gusto. Se trata de un caso grave. Se portaba muy bien y yo le daba permiso los sábados para ir donde unos parientes. Total que se puso encinta. Luego añade que hay una asistenta social extranjera a la cual la muchacha le ha contado una serie de mentiras. Entre las dos se han puesto de acuerdo para difamar la casa. –Además esa asistenta es una viciosa, ha hecho proposiciones deshonestas a las alumnas. ¿Quieren la prueba? Puedo llamar a cuatro o cinco de mis pupilas. –No hace falta –dice Carlos–, creo que usted hace una buena labor. Todo nos parece correcto. El padre les agradece y los acompaña hasta la verja. –Digan la verdad –les pide–, no queremos escándalos en esta casa, solo que se sepa la verdad. Carlos y Aquiles caminan por el arenal hasta la carretera. –No le creo una palabra – dice Aquiles. Carlos no responde. 69. El general Chaparro piensa de inmediato: el espíritu del mariscal Castilla me ha engañado. Bremer lo ha citado nuevamente en el local de la carretera a Chosica para


51 decirle que ha surgido un problema grave. Y él que pensaba conjugar esa noche, sin ninguna preocupación, los preceptos de un manual de erotismo, ilustrado a pluma por un artista hindú. –Veamos qué pasa –dice sorbiendo el primer whisky de la tarde. –El coronel Arboleda ha hecho un sondeo ante el general Santa María, el que está encargado de la división blindada. Resultado negativo. Chaparro protesta, ¿por qué no le encargaron a él el asunto? –Santa María es amigo mío y tiene un firme respeto por mis méritos. Bremer alega que no querían comprometerlo en caso de que, como fatalmente sucedió, se negara. –Es un tipo raro –agrega Bremer–, usted lo debe conocer bien, de esos pegados a la letra. El dice: hay un gobierno constitucional, nosotros defendemos la Constitución, luego no podemos estar contra el gobierno. No hemos querido insistir. Todo, claro, ha sido dicho en forma muy velada. –La Constitución la defendemos nosotros –responde Chaparro–, es decir, los que tienen como norte el bien de la patria. El derecho nos asiste y los intereses de la nación también. Bremer se apresura a aprobar ese argumento y añade que ha pensado otra cosa: hablar con el subalterno inmediato del general Santa María, un tal comandante Taboada. –También lo conozco –dice Chaparro–, fue alumno mío en la escuela de guerra. Bremer le explica que se ha informado en el Banco del Porvenir que ese Taboada ha presentado varias veces solicitudes de préstamos para construir luna casa, con la garantía de un terreno, pero que nunca se han aprobado. El terreno está en una zona donde no hay proyectos de urbanización. –¿Y qué? –pregunta Chaparro. –Es el momento de que ese préstamo se apruebe –agrega Bremer. Chaparro sonríe con un aire malicioso. –Ustedes son de campeonato, caramba, se las saben todas, ¿no? Bueno, en ese caso les dejo el campo libre para que disparen. 70. Linda observa con desconfianza la esbelta copita donde una cereza se ahoga en un líquido opalino. –¿Cómo dices que se llama? –pregunta. –Un Manhattan –responde Mañuco Delmonte. Desde la terraza del Club Náutico de Ancón ven el malecón, por donde desfilan las huérfanas con sus mandiles celestes. –Creo que podríamos bañarnos –sugiere Mañuco. Linda dice que no ha traído ropa de baño y sorbe su coctel. –Lo de ropa de baño es lo de menos –opina Mañuco. –¿Cómo? –pregunta Linda intrigada. Pero Mañuco le explica que en ese edificio que hay en la esquina su familia tiene un departamento, desocupado fuera de estación, y que en el ropero de sus hermanas deben haber trajes de baño. Linda reflexiona un momento, siente un poco de cortedad. –Anímate –añade Mañuco pasándole su dedo velludo por la nuca. Linda se decide y poco después está encerrada con pestillo en un dormitorio con balcón al mar, mirando las seis ropas de baño que ha puesto sobre la cama. Desnudándose se pone una de dos piezas y se observa en el espejo, de perfil y de frente. Se prueba aún dos ropas más y se decide por la primera. Cuando aparece en el salón, Mañuco ya está en


52 shorts y sandalias, con una camisa abierta sobre el pecho bronceado. Mientras camina hacia el bar para servirse un coctel, la observa con atención. –Bravo, para un concurso. ¿Te sirvo algo? Linda se ha puesto roja y como no sabe qué hacer se sienta en un sofá. Bajando la vista distingue su ombligo descubierto, indefenso y se lo cubre con los antebrazos, cruzando las piernas. –Oímos un poco de música y luego bajamos a la playa –dice Mañuco, caminando hacia el tocadiscos–. ¿Prefieres un clásico o algo más ligero? Linda dice que ponga cualquier cosa. Mañuco elige un blues y se sienta en el sofá. Durante un rato escuchan una trompeta que gime, mientras por el muro de vidrio se distingue la playa, las huérfanas que meriendan en la orilla. Mañuco ha empezado a hablar: se siente solo, le gustan las puestas de sol, está fatigado de la vida social, no hay nada más reposante para él que estar así, al lado de una muchacha simpática, escuchando un disco, conversando. Después de una pausa interpola con indiferencia esta observación: –Un señor ha venido al Club Hawai por un puesto, un señor Manizales, ¿no es nada tuyo? Linda se pone otra vez colorada. Siente ganas de echarse a llorar. –No tienes por qué avergonzarte –prosigue Mañuco–, el trabajo dignifica al hombre. ¿No quieres que te cuente una cosa? Linda dice que sí con la cabeza. –Pues fíjate, mi abuelo era ebanista, tenía una carpintería... –Mañuco se interrumpe, pensando qué desenlace le dará a su historia. 71. Desde hace días la señora del comandante Taboada nota a su esposo un poco raro. Das o tres veces ha llegado tarde sin preocuparse, como en otras ocasiones, de dar una excusa. Apenas se quita la gorra, se sienta en su butaca, enciende el radio y empieza a fumar cigarrillo tras cigarrillo. Si sus hijos vienen a mostrarle sus cuadernos de colegio no los acaricia como de costumbre sino que se impacienta y termina por echarlos de la sala. La batahola de los vecinos, a la que se había inmunizado, lo saca ahora de quicio. En una oportunidad se acercó a la pared para darle de puñetazos y lanzar injurias contra el habitante sin rostro que cantaba al otro lado del muro. Por toda respuesta escuchó: «Esta es una casa de vecindad. Cómprese su chalet en Miraflores». Al fin una noche llega un poco mareado, de «una reunión en el Círculo Militar». Está contento. Como los chicos ya se han acostado va a buscarlos a su dormitorio, los despierta. Los saca de sus camas-camarote, los arroja por el aire y los empara, hasta hacerlos gritar. A la mesa se sienta lleno de apetito. –Creo que al fin podemos irnos de aquí –dice cuando empieza a comer. Amelia no sabe si está bromeando. –Sí, señora Taboada, aunque usted no lo crea –y como en la casa de los altos estalla una discusión, grita alegremente–: Más fuerte, por favor, más fuerte que no oímos bien. Amelia se ríe, pero de nervios. –Pues sí –prosigue Taboada–, ¿te acuerdas de las solicitudes que habíamos presentado al banco hace dos años, para un préstamo? Parece que la última la habían aprobado. Pero los papeles se refundieron. –¿Cómo lo sabes? Taboada se pone serio: –Me lo dijo un señor que trabaja allí. –Entonces, ¿crees que al fin...? –Claro, nos iremos de aquí, pero eso sí, la casa no será como pensamos al principio,


53 la haremos con un nuevo plano que se me ha ocurrido, lo tengo aquí en la cabeza, el será así, el comedor quedará al lado, espera... Sacando un papel de su cartera va trazando líneas con aplicación. Amelia ve surgir los trazos cuadriculados e idealmente los amuebla, los decora, con tal vehemencia que pierde el apetito y ni siquiera escucha en el radio vecino los presagios de un locutor chillón, que vaticina tornados en el Caribe y golpes de Estado en el Medio Oriente. 72. Samuel Montani entreabre la puerta de calle con sigilo y escudriña por la ranura. En la oscuridad distingue a Carlos, que exclama: –Viejo, ya lo tengo. Samuel lo exhorta a bajar la voz y lo introduce en puntas de pie. –Estoy esperando a un delegado sindical, nada de ruidos. Siéntate por acá. Bueno, lo tienes, ¿qué cosa es lo que tienes? Carlos se siente cortado. –¡Cómo! Lo que hablamos hace varios días. Un tío de Héctor nos ha explicado, nos ha dado el material. Samuel se rasca la cabeza: –¿Un tío de Héctor? Carlos va a proseguir cuando suenan tres golpecitos en la puerta. Aparece el negro Luque. –Puedes hablar con confianza –dice Samuel aludiendo a la presencia de Carlos. El negro Luque lo observa: –Ese Lincoln que hay en la puerta es de usted, ¿me permite la pregunta? Carlos dice que sí y ante esa respuesta el negro frunce el ceño y adopta una expresión hosca. –Pero vamos, ¿qué hubo en la reunión? –insiste Samuel. Luque vacila un momento y al fin dice que los están enredando, que no quieren pagarles más que un tercio de la indemnización. –He consultado con el sindicato, pero hay muchos que se echan para atrás. Manizales, por ejemplo, que ya consiguió otro trabajo, creo. He propuesto que hagamos la huelga de hambre. Está por aprobarse. Samuel se acalora: –No hay que dejar que se achiquen, negro. Nada de componendas. Hay que hacer la huelga. ¿Cuándo es la próxima reunión del sindicato? Luque dice que esa misma noche hay una cita. –Entonces vamos al tiro, hay que coger de frente a los blandos, ¿sabes?, apretarlos contra el muro. Luque está de acuerdo. –Espera que me ponga el saco –dice Samuel y se pierde por un pasillo. Luque y Carlos quedan solos, observándose. –Buen tiempo –dice Carlos. Luque tarda en dar su acuerdo, busca una fórmula que no sea completamente aprobatoria. –Eso –responde al fin. Como Samuel se demora, es Luque el que lo interroga: –¿Universitario? –Sí, ¿y usted? –Obrero. Carlos no sabe ahora qué decir, se siente inexplicablemente embarazado. Samuel


54 reaparece anudándose la corbata: –¿Nos vamos? –Bueno, ¿y nuestro asunto? –lo interpela Carlos. –Ya hablaremos, dame tu teléfono, te llamo uno de estos días. –Cinco siete tres cuatro nueve –dice Carlos. –Correcto –responde Samuel, sin darse el trabajo de retenerlo–. ¿Listo, Luque? 73. El señor obispo se sorprende de encontrar desierto el salón de la señora Agostini. –Tome asiento, padre –le dice la sirvienta, mientras el prelado observa por primera vez con atención el gobelino, que cubre uno de los muros: sus hilos desvaídos reproducen el rapto de las Sabinas. –Hoy he anulado una velada porque quería hablar a solas con usted, monseñor – dice la señora Agostini entrando al salón. Monseñor Cáceres pregunta si puede coger un cigarrillo. La habitación está casi en la penumbra y no hay trazas de otras visitas. ¿Le habrán tendido una celada? Dios mío, hace tantos años que no se ve en una situación parecida. Involuntariamente echa una mirada en busca de un sillón apropiado en el cual puede hacer el sacrificio de su virtud. Todos son antiguos e incómodos. –Es por el asunto del padre Narro –precisa la señora Agostini–, ¿está usted enterado de lo que le sucede? Monseñor respira con alivio. Pero de inmediato reflexiona sobre la pregunta que le ha hecho la viuda del almirante y vacila, sin saber a qué atenerse. Como la señora lo observa con seriedad, interpreta ésta como un indicio de sorpresa, de indignación ante la conducta de su subalterno y decide a su vez mostrarse severo, pero utilizando siempre los circunloquios. –Ese Narro hace una obra digna de elogio, eso lo sabemos, pero nadie está libre de las tentaciones, más aún en su caso, en un ambiente donde, según tengo entendido, alternan las criaturas inocentes con las réprobas... –Es un santo varón –lo interrumpe la viuda–, un sacerdote verdaderamente ejemplar. Monseñor Cáceres se felicita por no haber sido más tajante y retomando la palabra le imprime una nueva dirección: –Precisamente, de lo que me congratulo es de que, gracias a la solidez de sus principios morales, se haya mantenido incólume ante las amenazas que sobre él se ciernen y haya, como diría el almirante Agostini, capeado muy bien el temporal. –No podemos tolerar que se le calumnie. Es necesario que usted intervenga, que lo defienda llegado el caso. Monseñor aspira su cigarrillo. Recuerda en ese momento ciertos rumores que corren acerca de la señora Agostini, rumores de corrillos, cábalas y confesionarios, pero en la ciudad circulan tantos... –Otra cosa –agrega la señora Agostini–, la próxima semana comenzará oficialmente la colecta para la basílica. La gente se pelea por figurar en el patronato de honor que usted preside. Los óbolos van a llover. Monseñor, obispal, sonríe, asiente. –Si es así, la erección comenzará pronto, unas semanas, un mes. –Lo mismo pienso yo, ¿no se lo había prometido?... Bueno, y en cuanto al padre Narro, ¿qué piensa usted hacer? –Todo –responde el obispo echando una mirada profana a la nalga de una sabina.


55 74. El negro Luque camina por el malecón de Miraflores rumbo a su casa. Vive en uno de los pocos corralones que se han librado del crecimiento de la ciudad y que subsisten arrinconados, chancrosos, al lado de residencias señoriales. Ellos son los que, como una provincia pobre, proveen de sirvientas, lavanderas, choferes, mano de obra en suma a la opulencia que los circunda. Estar desocupado le produce malestar. No sabe qué hacer con esas inmensas tardes vacías, ni tiene medios para usarlas. Le hacen recordar además la época en que vivía con Isabel, que lo abandonó llevándose a su hijo la primera vez que se quedó sin trabajo. Mulata robusta, culona, pretenciosa y un poco puta. Luque se detiene un rato junto al parapeto y mira los basurales que infestan el barranco. Solo perros y gallinazos. Extraña es esa tarde de sábado, tarde vacante, soleada, con el mar al fondo y más allá El Frontón, la isla de San Lorenzo. Lo mejor es llegar a su cuarto y echarse a dormir. Tal vez venga Saldívar para discutir la preparación de la huelga. Luque prosigue su camino y distingue a un niño que anda solitario por los barrancos. ¿Qué hará por allí? Cuando se detiene para observarlo, el niño desaparece tras un montículo de desmonte. En el malecón hay un pastelero con guardapolvo blanco, inexplicable, absurdo en ese paseo desierto, que mira ensimismado hacia el mar. Como tiene un poco de hambre le compra una empanada de carne. –Más tarde pasan algunas parejas que me compran –dice el pastelero–, también chicos que vienen a bañarse. Luque hace años que no pasa un sábado a esa hora por allí. –Mal sitio para vender –dice por decir algo. La empanada está fría. Cuando se lo hace notar, el pastelero refunfuña. Luque se retira masticando pedazos de cebolla agria, de aceituna, de grasa. Ni asomo de carne. A los cien pasos siente dolor de estómago. Menos mal que allí están los muladares. 75. Se trata de un pequeño departamento, en la planta baja de un edificio nuevo, en Pueblo Libre. Lo alquilan amoblado por dos mil soles. Una verdadera ganga, según opina Sandro Leone. En la sala-comedor hay unos confortables de serie y una mesa con cuatro sillas. La luz es indirecta. El dormitorio no está mal: cama de dos plazas, ropero con espejo de cuerpo entero y bañito con ducha pero sin tina. –Claro que falta un poco de coquetería –dice Leone–, hay que poner unos cuadros por allí, unos libros por acá. Doña Teresa conviene en que se ocupará de eso. Leone añade que le puede conseguir un barcito movible para que lo ponga en un rincón. –Eso da un ambiente íntimo. Además no hay como el trago para tirar la lengua. Yo le enviaré las bebidas. Teresa dice que esa semana lo invitará: –¿Y si no quiere hablar? –No tenemos apuro –responde Leone–; don David dice que proceda usted con paciencia, con cautela. Además, usted es inteligente, en fin, es usted una mujer seductora, quiero decir... –Entiendo –lo interrumpe doña Teresa. Leone le da aún algunas indicaciones generales, pero nota que la señora Paz está distraída. –¿Algún problema? –Sí, es por mi marido. No me quiere aún dar el divorcio. Es un bruto... –Lo conocí en una época –dice Leone–, tomaba mucho, decían que estaba con cirrosis.


56 –Lo que me preocupa es que venga a Lima –prosigue doña Teresa–, me puede ver con Alva, pensar lo peor, es muy celoso, una nunca sabe. Leone queda un momento cavilando. –¿Quiere que la lleve a algún sitio o se queda aquí? Teresa mira los muebles: –Me quedo un rato. Quiero hacerme a la idea de que esta casa es mía. 76. Después de atravesar los muladares, entre perros y gallinazos, Felipe se detiene y señala una grieta disimulada entre montículos de desmontes: –Allí está el desfiladero. Pipo avanza unos pasos y queda observando la abertura, que parece un tajo en el hormigón. –Nunca lo había visto y he pasado miles de veces por aquí. ¿Da a la playa? Felipe se adelanta: –Claro, sígueme. Es un verdadero callejón de apenas un metro de ancho, una fisura más bien en el acantilado, que serpentea y acentúa su declive a medida que avanza hacia el mar. Felipe va a la cabecera, con cuidado, pues cualquier movimiento brusco puede hacer desprenderse piedras. A la mitad se detiene: –¿Y qué tal? Firme, ¿no? –Aquí nunca me van a encontrar mis amigos –dice Pipo–; el próximo sábado que venga con ellos me esconderé aquí y verás cómo no me chapan. Felipe da unos pasos más y se vuelve a detener para sacar un cigarrillo. –¿Quieres seguir bajando? Pipo dice que sí. –Mejor descansamos un rato –añade Felipe–, este calor me corta la respiración. Poniéndose de cuclillas empieza a fumar. Pipo observa los paredones pedrosos: –¿Y por qué se llama el Desfiladero de la Muerte? Felipe no responde. De una pitada consume casi la mitad de su cigarrillo. –Qué raro eres de civil –añade Pipo–, cuando nos encontramos en la bajada no sabía quién eras. Felipe sigue callado. Pipo lo mira: –Es verdad, tienes otra cara. Felipe apaga su cigarrillo contra el suelo: –¿Por qué no te sientas un rato? Fíjate, acá. –No –dice Pipo–, quiero llegar al mar. –Ponte entonces tu ropa de baño si tanto quieres el mar. Así, apenas llegues, te bañas. –No –dice Pipo–, me la pongo en la playa. ¿Por qué me miras así? Felipe se ha puesto de pie: –¿Jugamos a los ladrones y celadores? A ver, pasa, pasa hacia la playa. –Abriendo sus brazos le cierra el camino. –Claro que paso –exclama Pipo tratando de escabullirse por un lado. Felipe lo atrapa de la camisa: –No pasas. Al sentirse capturado Pipo se echa a reír. –Déjame, comenzamos otra vez. Felipe está serio, mirándolo, pero como pensando en otra cosa. Sus ojos le dan miedo.


57 –¡Otra vez! Suéltame y empezamos otra vez! –suplica Pipo. Pero la mano de Felipe no suelta: No, ya no hay otra vez.

Para el doctor Amadeo Rubio el libertinaje era cosa mentale y cobraba la forma de misas onánicas, a las que su cultura clásica dotaba de toda la utilería del caso. Así tan pronto era la cortesana del bajo Imperio Romano entregada a la voracidad de un esclavo invisible, como el ser alado y bisexo que se solazaba en el prado indiscriminadamente con ninfas y elfos. Estas fantasías sexuales lo dejaban insatisfecho y exangüe. Tumbado sobre el diván de la alcoba solitaria, pasada la fiebre, redescubría el ropaje más prosaico de la realidad, sus anchos calzoncillos zurcidos por Agripina, sus ligas y sus pantalones. Se vestía entonces sin remordimiento, pero sin alegría, envidiando goces más directos y corpóreos, como los que seguramente se procuraba Camilo Trejo, el más bruto de sus secretarios. Su ojo avizor le revelaba en Camilo a un ser elemental, para quien el placer era un mero ejercicio que practicaba con la naturalidad de un can, sin el socorro de su fantasía. Por ello, idos los otros discípulos, lo retenía para sondearlo, le preguntaba por sus relaciones, lo escudriñaba y cuando Camilo le pidió ese par de sillones usados pero intactos y tan muelles que guardaba en el piso de los relicarios, sospechó que los destinaba a una garçonnière, donde no podían servir sino de accesorio a la impudicia. Esto avivó su envidia, su curiosidad y prosiguió interrogándolo entre invitaciones al cine y paseos por el malecón crepuscular. Camilo, que como todo fanfarrón era indiscreto, le habló un día de Villa Dolores, otro del doctor Caproni y así poco a poco el doctor estuvo al tanto de que, paralelamente a sus bacanales imaginarias, había otras reales que se vivían. Ser admitido a una de ellas fue entonces su propósito. No tenía nada que perder, se dijo, y añadiría un galardón más a su sabiduría. 77. Faltando poco para medianoche, don Fernando Manizales llega al Club Hawai. –Soy el nuevo guardián –le dice al portero mostrándole una credencial. Al bajar las escaleras que llevan al edificio nota que aún hay luz en el bar y el salón de baile. Una docena de socios conversan y beben acodados en el mostrador. Don Fernando trata de ubicar al señor Delmonte, pero no está presente. Uno de los socios se pasea por el salón señalando el cielo raso. –Habrá que poner bombillas de colores como otros años. Don Fernando nota que hay tres o cuatro obreros armando un estrado y manipulando cables eléctricos. –¿Qué desea? –le pregunta el socio que se pasea. Don Fernando se quita el sombrero y repite lo que dijo al portero. –Ah, bueno, su cuarto queda por allí –contesta el socio señalando vagamente hacia un extremo del bar. Don Fernando se dirige hacia ese lugar y se encuentra con una puerta. Al abrirla ve un urinario para hombres revestido de mayólica blanca. –Por allá –vuelve a gritar el socio alargando más el brazo. Don Fernando distingue un pasillo que conduce a una habitación pequeña, donde apenas hay una cama sin colchas. Como no tiene ganas de recostarse regresa al bar. –La fiesta del sábado será de rompe y raja –dice uno de los presentes–, con las tres orquestas hasta los delfines van a bailar.


58 –Y el torneo de natación lo ganamos nosotros –dice otro. Todos se van caminando hacia la terraza donde hay una piscina. Don Fernando los sigue. Uno de los socios oprime un botón y la terraza se ilumina. El que parece ser el capataz de los obreros se acerca. –Bueno, mañana seguimos, los muchachos están molidos. Para el sábado todo está listo. –Ah, no –interviene uno de los socios–, esta noche me dejan listas las instalaciones eléctricas, por lo menos. Don Fernando se aleja hacia otra terraza que está a oscuras. En las perezosas desplegadas frente al mar le parece que hay personas descansando. Siente ruido de copas. Por discreción se aleja hacia la baranda. Respira hondamente el aire del mar. Las olas revientan lejos de la orilla, su espuma blanca es lo único que se distingue en la negrura. Volviendo la cabeza ve la mole del acantilado y arriba el malecón bordeado de faroles. Todo eso tiene que cuidarlo. Todo pertenece al club, hasta las olas. 78. –No, señora Primo, su hijo Pipo no ha venido hoy día por acá. Lucho está en cama con la gripe. La señora Primo llama aún a las mamás de otros amigos de su hijo con el mismo resultado. A las ocho de la noche comienza a ponerse nerviosa. Su marido anda siempre metido en reuniones políticas o de negocios y no viene hasta tarde. Además, desde que la revista esa lo denunció por el asunto de las máquinas de escribir está con un humor de los mil diablos y, según dice, tiene que meterse a los cines a ver alguna coboyada para que se le pase la rabieta. Cuando llega la hora de la comida la señora no puede más y telefonea donde David Lozano. Don David le manda decir que su marido hace días que no asoma la nariz por el local del partido. A las once de la noche aparece finalmente oliendo a brillantina barata. –Estuve donde don David –se excusa. Su esposa no trata de contradecirlo y le dice que Pipo no llega, que a las cuatro de la tarde salió con un aire medio misterioso, sin decir adónde iba. –¿No llevaba su ropa de baño? –pregunta Primo. Su mujer dice que no se fijó. Primo mira su reloj. –Esto es raro, voy inmediatamente a la comisaría. Como el chofer ya partió, Primo sube al volante de su automóvil y en cinco minutos está en el parque. Al mostrar su tarjeta de diputado lo dejan pasar hasta la oficina del oficial de guardia. En dos palabras explica lo que le pasa. –¿A qué playa va su hijo a bañarse? Primo dice que a una playa solitaria, la Pampilla, generalmente con amigos, pero que hoy salió solo, según le dijo su mujer. –Puede haberse ahogado –responde brutalmente el oficial. Como Primo abre la boca dejando caer su cigarrillo, agrega: –Eso habrá que verlo mañana. Primo insiste para que se haga algo en ese momento, se envíe un patrullero a la playa, pero el oficial le hace comprender que sin luz no vale la pena dar un paso. –Lo único que puedo hacer por el momento es llamar a las asistencias públicas, allí recalan la mayoría de los accidentados, o también llamar a la morgue. Al escuchar esta última palabra Primo siente un mareo y tiene que sentarse en una banqueta. –Llame usted, yo espero –responde.


59

79. –El juez Caproni nos está jugando una mala pasada en el Ministerio de Trabajo. Está decididamente de parte de los obreros. Barreola sigue escuchando el informe de Bremer y cuelga al fin el teléfono. De inmediato manda llamar al doctor Almenara. –¿Qué pasa con ese Caproni? Parece que se las da de hombre justo. No me había dicho usted nada. El doctor Almenara se excusa, había estado haciendo algunas indagaciones: –Fue condiscípulo del doctor Marel en la facultad de derecho, Sé además que ha alquilado el caserón ese que se cae en la Perla, Villa Dolores, que pertenece a la testamentaría de los Domínguez, unos clientes míos. –No creo que vaya a fundar allí una secta de amigos de la meditación. ¿No se sabe nada más? Almenara opina que debe consultarse con el doctor. –Porque si acepta el contraperitaje que pidió el sindicato –agrega Barreola–, si comienzan a estudiar los libros de la fábrica, tenemos para largo rato, por no decir que nos pueden poner K.O. Marel se presenta: –Recuerdo que cantaba muy bien, óperas, zarzuelas, tenía una bella voz de barítono, nos encerrábamos a veces en un aula con él para oírlo cantar. –Vea, doctor Marel, anécdotas aparte. Queremos saber cosas más concretas. Marel reflexiona. –Después se dio a la bohemia, a la putería más bien, para decirlo crudamente. Me acuerdo que donde Nanette era algo así como el mandamás. Cuando yo frecuentaba esos lugares, como creo que todo el mundo lo ha hecho, lo vi una vez roncando en el bar, en plan de dueño de casa, medio calato. Después lo perdí de vista. Es juez de trabajo desde hace varios años. –¿Para solo o en banda? Marel dice que se le ha visto con ese guapetón que es algo así como secretario del doctor Rubio, un tal Camilo Trejo, al que dicen el Hermoso. –Es una buena pista –dice garreola–, que alguien busque a ese guapetón y le tire la lengua. No nos vamos a última hora dejar pisar por un Caproni. Carta blanca, doctor Almenara. 80. Esta vez se han dado cita en los olivares de San Isidro, sembrados hace cuatrocientos años por los peninsulares españoles. Carlos llega primero, después de haber volteado repetidamente la cabeza para cerciorarse si alguien lo sigue. ¿Quién lo va a seguir, además? Nadie, lo hace quizá por juego o influido por Montani, que ve debajo de cada guijarro un soplón y detrás de cada corbata un oligarca. Héctor Manizales aparece al poco rato. –Hacía años que no venía, por acá –dice mirando los troncos retorcidos–. Se diría que estamos en un jardín privado. Palabra que cuando entré al olivar esperaba que a cada momento apareciera un guardián para expulsarme. Carlos se sienta en una banca y le comunica que Aquiles Dávila no puede venir: –Se ha echado para atrás. Elisa lo debe estar ablandando, Vamos a tener que trabajar solos. Otra cosa: ¿sabes que el sábado hay una fiesta? Héctor ha leído la información en los periódicos: el club celebra los diez años de su fundación. –Eso nos obligará a cambiar la fecha.


60 –Al contrario –opina Carlos–, la fiesta les caerá de perilla, causará más impacto. –Pero habrá que esperar que la gente se vaya. –No toda –responde Carlos–, además he decidido ir a la fiesta. Es mejor que me vean por allí. Mi papá me presta su tarjeta de socio. Durante un rato quedan callados, escuchando cantar a las cuculíes. A lo lejos juegan niños en el césped vigilados por sus amas. –¿Qué esperan para echarnos? –insiste Héctor–. Se está demasiado bien aquí, no hay derecho. –Es mejor ponerse de una vez de acuerdo –dice Carlos–: Yo estaré en la fiesta hasta las dos o tres de la mañana. Después subiré hasta el malecón. Nos vemos en el parque Salazar delante de esa estatua, de esa especie de pájaro de piedra. –De acuerdo –dice Héctor, observando un tronco de olivo que parece un ser alado, desgarrado y vencido. Y vuelven a quedar callados. 81. Vaca y el prefecto Sánchez recorren al atardecer los depósitos de la aduana, en Moliendo. El trigo está amontonado en un hangar, en sacos de sesenta kilos. Un segundo barco empezará a descargar mañana ocho mil toneladas más. –Ya envié el oficio a mi colega del Cuzco –dice Sánchez–. Le anuncio los primeros envíos para los damnificados. El sábado habrá una ceremonia por allá. Me han invitado. Vaca pasa a otro depósito donde están los cajones con ropa y medicinas. –Qué vaina –dice–, solo he encontrado una persona en Lima que se interesa por los remedios. Pero no puede recibir todo el lote. Habrá que despachar casi todo al Cuzco. Y fijo que allá le meten mano. El prefecto Sánchez inquiere qué se puede hacer con la ropa, hay buenos abrigos, frazadas de lana y chaquetas forradas en piel, cosas usadas, es verdad, pero en buen estado, los gringos cuidan muy bien sus trapos y, según dicen, los echan a la basura después de unas cuantas puestas. Vaca es de opinión que eso también debe despacharse al Cuzco: –No seamos angurrientos. Ya con el trigo hemos tenido bastantes problemas. Un empleado se acerca corriendo: –Han llegado tres camiones. Vaca y el prefecto salen al patio. Mañuco Delmonte ha cumplido su palabra de no enviar los camiones de su molinera, uno nunca sabe: camiones anónimos alquilados para el caso, de ocho toneladas cada uno. –Hay seis más, ya no tardan en llegar –dice un chofer acercándose–. ¿El señor Vaca? Hay una carta para usted. Vaca rompe el sobre y lee: –«Es gente de confianza. No sobrecarguen los camiones. Creo que sesenta viajes serán suficientes. Delmonte dice que los gastos de transporte van a medias. Marel». Vaca se guarda la carta en el bolsillo. –Quiere que corramos con los gastos de transporte. ¡Qué tal pendejo este Marel! ¿Aceptamos? Después de todo siempre es negocio. –Adelante –responde el prefecto. –¿Podemos empezar a cargar? –pregunta el chofer. –Sí –dice Vaca–, solamente el trigo, lo que está en los costales. Esas cajas demedicinas también, pero sin romperme los pomos. El resto va para el Cuzco. 82. Lucho y sus amigos han decidido buscar a Pipo. Por la tarde, después del colegio, van hacia los barrancos, descienden a la playa y caminan entre guijarros y patillos muertos, observando el mar, los recovecos del acantilado. El primer día hacen todo el trayecto entre


61 La Pampilla y Magdalena y cuando anochece solo han encontrado un enorme pelícano enfermo, que se arrastra como un borracho por la orilla, sin equilibrio ni memoria. Al día siguiente vuelven a explorar, pero no la playa, en cuyas aguas una barca policial sigue dragando, sino la parte alta del barranco, llena de grietas, de acequias áridas donde solo crece la ortiga, de cerros de desmonte y de frágiles montículos de hormigón donde, solitarios, se expulgan los gallinazos. Es solo al regreso, al pasar nuevamente por el muladar, que Lucho descubre el Desfiladero de la Muerte. Su acceso está disimulado tras un hacinamiento de basura en combustión. –Vengan por acá –grita–, he encontrado un escondite. Es el primero en avanzar, seguido en fila india por sus amigos. El callejón se va estrechando cada vez más, se vuelve sinuoso. De vez en cuando se desprende una piedra de sus muros. Lucho empieza a sentir una pestilencia y se detiene cuando una mariposa velluda le pica en el cuello. Pero ya han avanzado demasiado para retroceder. Más vale seguir caminando y salir al mar. Al fin, al doblar un recodo, Lucho se vuelve a sobreparar tapándose la nariz con su pañuelo. Reconoce su camisa a cuadros, su cabello. El resto del cuerpo está desnudo. Largas filas de hormigas viajan hacia sus nalgas carcomidas. Un ojo vacío lo mira. –¿Qué pasa? –preguntan los otros al ver que Lucho, lívido, se vuelve cogiéndose el estómago. Y tienen que sujetarlo de los brazos antes de que empiece a vomitar. 83. –Compañeros, malas noticias, atención. Saldívar les explica que el juez Caproni se les ha volteado. Al principio parecía que quería ayudarlos, le dijo incluso que el asunto estaba ganado, pero después había rechazado el contraperitaje de las cuentas que había pedido el sindicato. –Dice que está fuera de plazo. Esto quiere decir que se pone del lado de los patrones. En una palabra, nos quedamos solos. Luque a su vez toma la palabra: –Eso era de prever, nunca tuve confianza en los tribunales, lo que hay que hacer es pasar a la acción. Para empezar, la huelga de hambre, por ejemplo. Ya después veremos. Yo soy el primero en iniciarla. Sus compañeros protestan, otros pueden hacer la huelga en su lugar, que Luque se encargue más bien de organizar un comité de socorro, de ir a los otros sindicatos, de agitar la opinión. Samuel Montani a su vez reclama silencio: –Todo eso está muy bien, huelga de hambre, buscar la solidaridad de los trabajadores. Pero no basta. Lo que hay que hacer es una manifestación. Hay que lanzarse a las calles, gritar, explicar, pelear, sacudir a la gente, caramba, no todos son cameros. Yo veré en la universidad, les prometo que llevo estudiantes para llenar media plaza San Martín. Tenemos que estar unidos, estudiantes y obreros luchan por la misma causa. –Un momento –interviene Saldívar–, si hacemos manifestación tiene que estar bien organizada. Lo peor sería que falle, que vayan cuatro gatos. Así nos barre la policía y además quedamos en ridículo. Luque dice que irá a convencer a la gente de la Confederación General de Trabajadores. –Toda la mesa directiva está copada por lacayos de Lozano –dice Samuel–, no irán, se echarán para atrás. Hay que ir a las bases, a las fábricas, tocar de puerta en puerta, llevar la agitación a domicilio. Mañana mismo comienzo. –El banco no es de Barreola –dice Saldívar–. Dicen que hay un gringo que pone la plata, Barreola pone solo la cara.


62 –Que sea o no de Barreola, para el caso es lo mismo –responde Samuel–, a él y a toda su banda los haremos papilla. –Pero hay que pasar por la Confederación, tenemos que respetar las formas –grita Saldívar. –Ya hay seis compañeros que están dispuestos a hacer huelga de hambre –dice Luque–, aquí está la lista. –¿Quiénes son? Seis hombres levantan la mano al fondo del local. Por su aspecto pareciera que hubieran preguntado más bien quién quería un plato de sopa. 84.

El comisario Salas lo recibe. –No se asuste, lo hemos convocado solo por unas aclaraciones. Sabemos que usted frecuenta el malecón donde se cometió el crimen. El viejo no dice nada, mira los muros de la oficina, un héroe barbudo y calvo, un boxeador blanco sacudiendo la quijada de un negro. –¿Sabe de qué crimen se trata? –Sí –dice el viejo. –Pues entonces, empezamos. Coja esa silla y siéntese. ¿Su nombre completo? –Damián Robles Canchuca... –¿Profesión? –Pastelero. –¿Domicilio? –Ayacucho diez, interior L, Miraflores. –¿Soltero o casado? –Viudo. –¿Edad? –Cincuenta y ocho años. –Bueno, suficiente con eso. Ahora dígame lo que hizo usted la tarde del crimen, ¿se acuerda? Fue el sábado pasado. ¿Estaba usted en el malecón como otras veces? El pastelero reflexiona: –El sábado estaba en el malecón como otras veces, con mi canasta. No había mucha clientela. –¿Por qué va al malecón si no hay mucha clientela? –Los demás días voy a la salida de los colegios, pero los sábados no hay colegio en las tardes. Entonces voy al malecón. –¿Por qué? –Pasan a veces sirvientas de permiso, soldados también a veces, parejas cuando se va poniendo oscuro. –Siga usted. –Estaba yo en el malecón con mi canasta, cerca de la baranda que tiene una rotura. –Especifique. –Bueno, en el malecón de la Marina pues, al final de la avenida Pardo. Pasó alguna gente. Luego un niño que iba al mar. –¿Puede describirlo? –No, señor, lo vi de pasadita no más. –¿Alguien más pasó? El pastelero mira los muros: –Sí, señor, pasó un negro.


63 El comisario inquiere si está seguro de lo que dice. –Sí, señor, un negro, ¿acaso no sé lo que es un negro? Me Compró una empanada. –¿Y luego? –Dijo que estaba fría, discutió conmigo, después se fue. –¿Para dónde? –Para donde está rota la baranda. –¿Y bajó al mar o se quedó en los muladares? –No sé, eso no vi bien, creo que se quedó por allí. Como no pasaba gente, me dije que no valía la pena perder el tiempo, cogí mi canasta y me fui para la avenida Pardo. –¿Vendió algo allí? ¿A quién? –No vendí, fui hasta la calle Grau, regrese al óvalo y luego me fui a mi casa. –Muy bien, ¿ha visto usted otra vez a ese negro? –Sí, antes de ayer pasó otra vez por el malecón. –¿Y qué hacía usted en el malecón si no era sábado? –En la tarde fue feriado. Los feriados también voy. –Siga usted. –Pasó el negro, digo, pero no me miró. Iba por la acera del frente, estaba preocupado. –¿Cómo lo sabe? –Miraba para el suelo. –¿No sabe dónde vive? El viejo dice que no, pero que debe ser por el lugar. –Muy bien, ahora me va a repetir las cosas pero en orden. Lo vamos a escribir a máquina para que me lo firme. ¿Sabe usted firmar? –No. 85. Aquiles Dávila espera fumando en la esquina del conservatorio. Los alumnos empiezan a salir. Elisa Arboleda se encuentra en un grupo que va hacia la plaza San Martín. Aquiles los sigue a una distancia prudente y cuando Elisa se despide del grupo apura el paso. Al cruzar frente a la vidriera de una tienda se sobrepara para echarse una mirada y alisarse el cabello con las manos. Cerca del bar Zela le da caza a Elisa. –Iba a la redacción de Frente para llevar un artículo. –¿Contra quién es el artículo? –Contra un cura –responde Aquiles. Al llegar a la altura del Cream-Rica ofrece invitarle un café. –Para celebrar el rencuentro –conviene Elisa, y se sientan en la terraza. –Vamos –prosigue Elisa–, cuéntame cómo te va. Pero antes te voy a hacer una observación: tienes una corbata horrible. Si fuera solamente el color, pero fíjate esas hilachas. Aquiles se mira la corbata, le arranca unas pelusas, trata de acomodarla. –Qué quieres que haga, soy un muerto de hambre, pues –y agrega que no está contento con Frente. Alva le paga poco y a veces no le paga–. Claro, yo no puedo exigirle más, si colaboro es por las ideas. Elisa se echa a reír: –Tú eres de esos tipos que a los cuarenta años siguen viajando en ómnibus, con paquetes, con parches en el fondillo. Aquiles se da cuenta de que se avecina una discusión y prefiere cambiar de tema: –Ahora que venías en grupo te distinguías de todos por tu perfil. Tienes una nariz


64 de águila real, de pájaro de presa, qué sé yo, eso te da personalidad. Elisa se pone colorada. –Quieres desviar la conversación, idiota. ¿Por qué sigues trabajando allí? Yo que tú me iba a una buena revista, a un buen periódico. ¿Has probado con el de Cardinal? Dicen que allí pagan bien. Es amigo de mi papá. Aquiles dice que por nada del mundo trabajaría donde un hombre que publica todos los días dos páginas de crónicas de sociedad y que, además, es sabido, explota a los peones de sus tierras. –¿Tú lo conoces? –pregunta Elisa. No, gracias a Dios, no quiere conocerlo, debe tener una mano blanda y pegajosa. Elisa vuelve a reír. Aquiles la imita y descubre momentáneamente su dentición carnívora, deslumbrante. –Cualquier día te lo presentó. Últimamente ha venido por casa. ¿Me acompañas a tomar el colectivo? Aquiles sigue sonriendo, pero aparentemente sin motivo, con la mirada en la estatua ecuestre del libertador, al pie de la cual dormitan los mendigos. 86. En el local del sindicato los seis huelguistas de hambre están tendidos en sus colchones de paja. Saldívar recibe en la entrada a los periodistas y curiosos. Un grupo de estudiantes traídos por Samuel Montani ha empezado una colecta para los familiares de los obreros. El negro Luque abandona el local a mediodía para ir a la Confederación General de Trabajadores. El secretario Hugo Meza lo recibe fríamente. –Sé que te estás dejando manejar por los rojos –le dice–, estamos conformes con la huelga de hambre, pero no aprobamos la manifestación. Pero las bases están de acuerdo, alega Luque, ha conversado con obreros de varios sindicatos. –La que manda es la dirección –responde Meza. Como Luque insiste, el secretario le dice que regrese otro día, que tiene que consultar. Luque va enseguida a los periódicos para dejar la lista de los huelguistas. Luego tiene un último comparendo en el Ministerio de Trabajo con el apoderado Carlos Almenara, en el cual anuncia que no aceptan ningún compromiso y que preparan una manifestación. A las tres de la tarde se cae de sueño. No ha dormido hace dos días. El sindicato le ha dado un viático para movilidad. Tomando un taxi va a su casa a descansar un rato. Al entrar al corralón un vecino de cuarto le dice que han venido a buscarlo dos tipos. –De los que llevan chapa –añade. Luque no le da importancia y se echa a dormir. Pero no puede hacerlo. El techo de calamina recalentada le pesa como una frazada de plomo. Al fin, después de pensar un rato en Isabel la culona, en su hijo culoncito también y juguetón, que exploraba barrancos y andaba por los basurales, se queda aletargado. Cuando anochece abre los ojos. La puerta del cuarto está abierta y en el umbral hay dos siluetas. –Enciendan la luz –dice alguien. Luque saca un fósforo y prende el farol de gasolina. Un mestizo se acerca y le enseña un disco redondo de metal. –Vamos, levantándose, no es hora de estar durmiendo. –¿De qué se trata? –pregunta Luque. –Anacleto Luque, ¿no es verdad? –pregunta el otro–, tiene que prestar unas declaraciones. –No le des relleno, Rosales –interviene su colega–, ya lo sabrá en la comisaría.


65 Vamos, póngase la camisa. 87. Don Adrián Paz se despierta tirado en medio del arenal. «Esta ha sido de concurso», piensa mientras trata de reconocer dónde se encuentra. Está en una playa, semejante a tantas otras playas. Semioculto tras una mata dé sacuaras, cerca de un grifo de gasolina, se ve una especie de parador o restorán rutero, como los que abundan en toda la carretera Panamericana. Lo primero que hace es palparse la cara: su barba tiene dos o tres días de crecida. En el mar se remoja la cabeza y luego camina hacia el parador. El dueño lo recibe sorprendido. –¿Qué hace usted aquí, don Adrián? Yo creí que había partido anoche con sus amigos. El rostro del patrón no le dice nada. Solo cuando lee la enseña del lugar, LOS MACHOS DEL VOLANTE, cree darse cuenta de que está cerca de Chala. –Una cerveza bien fría –ordena con la intención de cortar la mala noche. Cuando se la traen bebe un sorbo agradecido. –¿Qué día es hoy? –pregunta. El patrón le dice que es sábado y don Adrián se da cuenta de que ha acertado: hace tres días que abrió el armario de su hacienda. De inmediato pregunta si vino en automóvil. –No, esta vez vinieron en dos camionetas. Fíjese, allí en la arena están las huellas. Partieron de madrugada. ¿Dónde habrá dejado tirado su automóvil? Tal vez en Chincha o en San Andrés, como otras veces, o atascado en el desierto. Don Adrián pide carrillos y al encender el primero tiene que arrojarlo al suelo de inmediato. Su garganta está irritada, llena de nicotina y de arena. –Búsqueme un carro –ordena–, no voy a quedarme varado aquí. El patrón envía a un mozo a la carretera para que detenga un colectivo. –Si no pasan llama por teléfono del grifo a una estación de Chala y di que es para el señor Paz. Don Adrián bebe otro sorbo. –Y qué, ¿buena la juerga? Había dos mulatitas. Don Adrián extiende la mano para observársela. Ni se acuerda, mulatas o rubias, qué le importa. Nota que sus dedos tiemblan y que sus uñas están sucias. ¡Cuántas horas de cantina hay en esas uñas negras y en esas manos temblorosas! Metiéndose la mano al bolsillo de su pantalón saca su cartera. Una chequera arrugada, billetes y unas fotografías. Las observa largo rato. –¿No pasan carros? –pregunta. –Habrá que esperar un rato –dice el patrón–, tenemos choros fresquitos, corvinas recién sacadas. ¿Va usted a su hacienda? Adrián sigue mirando las fotos. –Irse de juerga, cuando se tiene una mujer así. Hay que ser animal. ¿Ha visto? El patrón mira una foto. –Guapa la dama. –No voy a la hacienda –dice Adrián guardando su cartera–, esta vez voy hasta Lima. 88. Anacleto Luque Chumpitaz, obrero, treinta y cuatro años, Malecón de la Aviación, interior B, casado pero viviendo solo, muy interesante, católico pero no va a misa, más interesante aún.


66 –¿Lugar de trabajo? –prosigue el comisario Salas. –Sin trabajo, la fábrica cerró, es el lock-out, usted sabe, estamos en huelga de hambre. –Perfecto, en huelga, ¿y desde cuándo? Luque le explica al comisario que los dueños han cerrado la fábrica alegando que están en quiebra, pero que van a abrir otra en la carretera a Chosica, ya tienen toda la maquinaria en el Callao. –Debe ser la fábrica El Vencedor –dice uno de los investigadores–, hace tiempo que están en líos. Algo oí en la prefectura. –Perfecto –dice el comisario–, vamos a ver, ¿qué hacía el 18 de noviembre en la tarde? Luque queda pensativo. –La verdad es que no me acuerdo. El comisario dice que le va a refrescar la memoria. –El 18 fue sábado. Usted pasó por el malecón hacia las cuatro y veinte de la tarde. Es posible, conviene Luque, desde que cerró la fábrica tiene los días libres y puede a veces dar un paseo, debe haber pasado alguna vez por el malecón. –¿Conoce usted a este muchacho? El comisario le muestra una fotografia. –No –responde Luque. –Fíjese bien, ¿está usted seguro? Luque vacila: –Creo que es algo de un crimen, un muchacho que fue asesinado en los barrancos. Ahora caigo, lo he visto en los periódicos. –Volvamos a lo mismo. No me ha dicho usted qué hizo el 18 de noviembre en el malecón. –Ya le he dicho, no me acuerdo. Desde que cerraron la fábrica he pasado tres o cuatro veces por allí. –Deje la fábrica de lado. Haga memoria. Compró usted un pastel de carne. Dijo que estaba malo. –Es verdad. Ese día no había almorzado. Había estado con los compañeros. En el malecón encontré a un pastelero, compré una empanada de carne. –¿Y después qué hizo? –Me fui a descansar. –No, miente usted. Atravesó la baranda y bajó a los muladares. Luque se da cuenta de que el comisario tiene los dedos velludos y tan gordos que no puede cerrar la mano. –Es verdad. –¿Y por qué dice usted que no? –No me acordaba. –¿Y qué hizo en los muladares? –Sí, ya sé, fui a... –Luque se interrumpe, buscando una expresión elegante–. Fui a hacer mis necesidades. La empanada estaba mala, ya le digo. Me dio dolor de estómago. El comisario queda callado y cambia una mirada con los investigadores. –¿Y en su casa no hay baño? –Hay un baño común, pero yo no podía aguantarme. –Muy bien, vamos a confrontarlo con el pastelero Robles. Rosales, traiga un momento al viejo. Y usted, señor Luque Anacleto, habría hecho


67 bien en traer su escobilla de dientes. Queda en estado de prevención. Luque protesta, todo eso le parece una historia sin pies ni cabeza. –Si fuera por mí no me importaría tanto, pero tengo que pensar en los compañeros. Tengo que organizar la manifestación. Puedo regresar otro día. –¿Manifestación? Perfecto. Que me anoten eso en el acta. Con manifestación además; negro, creo que te has jodido. 89. Héctor Manizales sale de su casa justo unos minutos antes de que su hermana Linda llegue de la calle con sus compras. Una falda de paja, una blusa de hawaiana, aretes de fantasía y un collar de coral. Para los pies nada, pues Elisa ha dicho que una vez en el club estarán descalzas, en eso está la gracia. –He tenido que pedir un adelanto en la oficina –explica a su madre que observa sorprendida ese atuendo, haciendo cálculos, hipótesis, sufriendo, a punto de gemir. Don Fernando duerme desde mediodía y ha dado orden de que no lo despierten hasta las diez de la noche. Después de ducharse Linda se maquilla como Elisa le ha enseñado, alargándose mucho los ojos y sombreándose los párpados. En los labios no se pone nada, los malograría. Para el cabello conseguirá una flor, Mañuco habló de una orquídea, pero ella prefiere algo más simple, un capullito de rosa, algo fresco, que perfume. Cuando se prueba el disfraz y se mira en el espejo queda atónita. Por entre la paja del faldellín, a cada movimiento que hace, fulguran sus muslos. Su madre entra al cuarto para verla y otra vez la queja, la congoja: que cuánto habrá gastado, qué dirá su papá. –No le digas nada –le recomienda Linda–, es mejor que no sepa que voy al club. No creo que me vea entre tanta gente. Su madre la sigue observando y termina por ceder: –Te haría falta algo, una pulserita, algo para los brazos, no sé. Linda dice que Elisa le va a prestar. –Voy a su casa en taxi y de allí nos lleva un amigo. Se quita el disfraz y lo va guardando en un bolso, mientras de reojo se observa desnuda en el espejo. Fija un momento su atención en sus senos, levantados, rematados por dos filudos pezones que surgen como afiebrados forúnculos en el centro geométrico de una aureola rosa. 90. En su hacienda hace apenas un alto para bañarse, afeitarse y ponerse ropa decente. Luego prosigue el camino hacia el norte, a pesar de las protestas de un mayordomo que quiere retenerlo para consultarle algunos asuntos. Al llegar a Chilca ordena al taxi que se pare y bebe un refresco en una cantina. Pero cuando el carro atraviesa los arenales de Conchán y se va acercando a Lima, sus manos vuelven a temblar, sus gestos vacantes reclaman un vaso, un cigarrillo. En Chorrillos vuelve a detenerse e invita al chofer un whisky doble con hielo. Luego ordena que lo lleve al parque de Miraflores. En la avenida Larco se apea, paga la cuenta y despide al taxista. Comienza a atardecer. Sentándose en una banca contempla el edificio de seis pisos. Al fin se decide y atraviesa la pista. La casa parece vacía, pero al tercer timbrazo siente pasos en el interior y luego una voz que pregunta quién es. Es él, Adrián, viene a ver a doña Teresa. –Mi mamá no está. No viene hasta la noche –responde la voz. No importa, no tengo necesidad de hablar con ella, es para dejar solo unos papeles, por lo del juicio. –Déjalos donde el portero. Los pasos de Teresita se alejan.


68 –Mira –prosigue Adrián–, lo de los papeles es mentira, he venido desde Cañete expresamente para hablar con tu mamá. ¿Dónde puede encontrarla? 1 –No sé, ella no quiere verte. En el interior se cierra una puerta. Don Adrián espera un rato: Teresita tampoco quiere verlo. Teresita a los quince años se soleaba casi desnuda en el patio de la hacienda, acosada por unos ojos, cercada por una sombra sin apetito ni paz ni sueño. Adrián desciende las escaleras, hundiéndose en un pozo de olvido. Camina un rato por el parque, sin saber adónde ir. Las tiendas ya han encendido sus avisos luminosos. Pasan bandas de muchachos rumbo al malecón hablando de una fiesta en el club, esa noche. Adrián recuerda que hay un bar enorme, solitario, donde en otras ocasiones se han amanecido: El Violín Gitano. Al cabo de unas vueltas logra ubicarlo. Solo una mesita al fondo está ocupada. Tres hombres y el patrón juegan a los dados. Adrián se acerca al mostrador. Apenas son las siete de la noche. –Lo importante es tener fe en su mano –dice uno de los jugadores. –Eso es, caballerazo –responde el que maneja el cubilete. «Lo importante es no emborracharse», piensa Adrián. Y pide un whisky. 91. Felipe y su hermana Lilí toman lonche en el bar El Triunfo de Surquillo. En los otros apartados se bebe desde mediodía y los borrachos empiezan a subir el tono de su intrincado parloteo. El crescendo seguirá y a medianoche será como un bramido universal que se escuchará hasta en los rieles del tranvía. Felipe apenas ha abierto la boca. Lilí está ya por despedirse. –Espera –dice Felipe–, quería hablarte de una cosa. Es por lo del crimen ese. –¿Qué crimen? –El del barranco, tienes que haber leído, pues. –Sí, ya sé, un niño. Todo el mundo ha hablado de eso. Debe; haber sido un loco, hacerle eso a una criatura. –Yo quería decirte que vi a ese niño. Vivía en el barrio donde hago guardia. –¿Lo viste? ¿Dónde? –Poco antes de que lo mataran. Yo voy a pasearme por el malecón a veces. Allí nos encontramos. Lilí queda mirando a su hermano, que sigue moviendo el azúcar de su café con leche. –Quería que le enseñara un escondite, un lugar que se llama el Desfiladero de la Muerte. –¿Y se lo enseñaste? –Claro, si es bestial para los chicos, pueden jugar allí horas. –¿Qué más? –Yo estaba un poco cansado, hacía calor. Le dije te lo enseño, pero avanzamos solo un poco, ni llegamos siquiera a la mitad. El chico quería seguir hasta el mar y yo quería descansar un rato o regresar de una vez. Entonces quise agarrarlo pero se me zafó. –¿Y adónde se fue? –Siguió bajando por el desfiladero, no sé hasta dónde. Yo me regresé. –¿Nadie te ha visto? –Creo que no. Yo me dije: que siga bajando si quiere, se encontrará con la playa y subirá por otro lado. Yo me voy. –¿Y el asesino? –Tal vez estaba en el desfiladero, en la parte de abajo. O tal vez nos había estado


69 siguiendo. No sé. Una vez he visto rondando por allí... –¿A quién? –A un pastelero. Lilí le invita un cigarrillo. –De todos modos, creo que de esto no deberías hablarle a nadie. –¿Por qué? Si ya te he dicho: él quería seguir bajando y yo me fui. –Ya sé, pero es mejor, la gente es muy habladora, por hacerte daño dicen no más cosas. Es mejor que te calles. Yo, como si nada supiera. –Como quieras –dice Felipe encendiendo a la segunda tentativa su cigarrillo. 92. Manco ha conseguido trabajo en una tintorería del Cuzco, pero Salustio vaga por la plaza de Armas o por las inmediaciones del hotel de Turistas para ver si alguien le pide por lo menos que cargue una maleta. Ambos están alojados en casa de un pariente que tiene un puesto de colchas por el mercado. Salustio se aburre y envidia un poco a los suerteros, a los limpiabotas de su edad que corren de un lado a otro, afanados o que forman grupos ruidosos en los portales, donde terminan por darse de golpes. Hacia el atardecer se sienta bajo una arcada mirando los arbustos de la plaza, el atrio de la catedral donde dormitan los mendigos. Un hombre sale de la municipalidad, echa una mirada al claustro y finalmente se le acerca. –Eh, tú, muchacho, ¿quieres ganarte unos cobres? Salustio se pone de pie. El hombre le dice que se busque a tres o cuatro chicos y que se venga a eso de las siete para hacer un trabajo de unas horas. Salustio sale a la carrera y va hacia la explanada del hotel de Turistas, donde ha visto a otros muchachos que en vano han querido trabajar de cargadores. Algunos de ellos han venido de Puno, como él, de Juliaca o de Pucará, expulsados por la sequía. Por la carretera que viene de Arequipa ve pasar una fila de camiones. Salustio llega al hotel y se acerca a un grupo de desocupados, que por toda herramienta llevan una correa de cuero o una soga, lo necesario para echarse un bulto a la espalda. –¿Cuánto pagan? –pregunta uno de ellos. Salustio dice que no sabe y retorna a la municipalidad seguido por una veintena de muchachos. El hombre los está esperando en el zaguán. –Te he dicho solamente tres o cuatro –exclama al verlo llegar con toda su pandilla–, a ver tú, tú y tú, vengan por acá. Los demás se van corriendo ahorita. Como el resto de los muchachos no se mueve, el hombre arremete contra ellos: –Rápido, rápido, sarta de vagos –y alcanza a darle un puntapié al último en escaparse. 93. Carlos desciende las escaleras del club, vestido con un pantalón de franela blanco y una camisa roja de palmeritas azules. A medida que se acerca a las instalaciones, iluminadas con luces de colores, el ruido de la música se acrecienta. Los hombres llevan blusas de colores chillones y las mujeres están disfrazadas de hawaianas. A través de sus faldellines de paja se ven sus muslos amorosamente cuidados, cultivados, perfumados, friccionados, dorados, modelados para alojarse en la memoria de un hombre y dejarlo desvelado o idiota durante toda su vida. No se puede negar que Mañuco Delmonte es un hombre de gusto que sabe elegir a sus invitadas. Carlos entra al gran salón de baile, donde las primeras parejas se contorsionan al son de una orquesta tahitiana. Delmonte, invocando sus prerrogativas de presidente del club, lleva un collar de flores naturales sobre la camisa abierta y el pecho fornido. Carlos coge un trago en el bar y va hacia la terraza, donde otros


70 grupos conversan. En la piscina iluminada jóvenes tritones se ejercitan nadando vigorosamente, dejando largas estelas de agua turbia. Como hay una perezosa libre se sienta y enciende un cigarrillo. Las olas llegan hasta el borde de la terraza y depositan en la playa de piedras montones de espuma efímera que el calor deshace. Carlos no puede negar que se está bien allí, que se está mejor, por ejemplo, que en el fondo de una escribanía o que en un ómnibus grasiento o que en una casa con la vajilla astillada o que en un cuartel lleno de estiércol o que en una de esas fondas donde todo huele a cebolla. 94. –No, ese camión no –dice el empleado de la municipalidad–, vengan por acá. Les señala otro vehículo que está repleto de cajones de diferente tamaño y no de costales como los primeros. Salustio y sus compañeros, ayudados por algunos cargadores que han venido en los camiones, empiezan a bajar la mercadería. Las cajas son grandes, pero no muy pesadas. Tienen que subirlas por las escaleras hasta el primer piso, donde está el gran salón de recepciones. Allí las van amontonando. En el salón hay varias personas, señoras con sombreros, un cura que hace venias, fotógrafos que merodean. Un mozo sirve champán en un azafate. A medida que siguen subiendo las cajas llega más gente, bien vestida, educada, que saluda, que sonríe. –Apúrense –dice el empleado–, no nos va a dar aquí la medianoche. Luego les dice que esperen, que ya no suban nada más hasta más tarde. Los cargadores llegados de Arequipa ya se han ido. Solo queda Salustio con los tres muchachos. Se sientan en las escaleras del municipio. A veces suben hasta el corredor y observan lo que sucede en el salón. Un hombre de negro lee en voz alta un papel que tiene en una mano, mientras con la otra repite hacia la concurrencia el mismo gesto de ofrenda. Salustio se ríe de esta gente emperifollada que escucha el discurso de pie, rodeada de cajas. –¿Qué habrá adentro? –pregunta uno de los muchachos. Nadie sabe. Dicen que los paquetes vienen de Arequipa. De Moliendo, dicen otros. Un nuevo orador ha tomado la palabra. Al final todos aplauden y se vuelve a servir champán. El empleado aparece otra vez y les dice que suban las últimas cajas. Salustio y sus amigos empiezan a cargarlas cuando los invitados bajan por las escaleras y se pierden en grupos por la plaza desierta. Al subir la última caja se dan cuenta de que solo quedan en el salón unas cuantas personas. El empleado vuelve a salir: –¿Pueden esperar todavía un rato? Otra vez se sientan en las escaleras. Como Salustio se aburre sube a ver qué pasa. La puerta del salón la han cerrado. Por una puerta lateral de cristales echa una mirada. La gente está abriendo las cajas. –Usted ya cogió dos abrigos, señor Sánchez –dice un hombre–, este es para mí. Las señoras se pasan de mano en mano unas pieles. Un hombre palpa una frazada y otro se prueba ante un espejo una chaqueta de paño. Salustio regresa donde sus compañeros. –Es ropa –dice. Al poco rato surge el empleado. –Ya pueden entrar. Van a descargar las cajas esta vez. Pero ahora por la puerta de atrás. Y con cuidado, además. Cada caja al auto que yo les diga. Esta grande a la camioneta del alcalde. 95. Hacia medianoche, como de costumbre, falta sitio en el salón. Los concurrentes bailan formando un magma donde apenas se destacan las cabezas de los hombres altos o el absurdo peinado adornado con flores de alguna espigada, danaide. En la terraza sucede lo


71 mismo: hombres y mujeres sin lugar donde sentarse, terminan por hacerlo en el suelo, con sus vasos al alcance de la mano. Carlos, al caminar, da un puntapié distraído a uno de ellos que se hace trizas y vierte su contenido en el pie de una asiática. –Perdón –dice, sacando su pañuelo. La muchacha, que está sola, le dice que no es nada. Carlos la observa, creyendo reconocerla. Pero claro, es Linda Manizales, quién iba a pensarlo, vestida de esa manera además, pero le queda muy bien el disfraz, la blusa sin mangas bordada en el escote. Imitando a los demás se sienta en el suelo. Mientras conversan se pregunta cómo habrá llegado al club, quién la habrá invitado. Pero al percatarse de la perfecta proporción que hay entre su cintura y sus caderas y de la línea preciosa que traza su muslo bajo el faldellín, renuncia a toda interrogación. Además en ese momento se acerca Mañuco Delmonte trayendo dos tragos. Carlos se despide y llega al extremo de la terraza. Debe ser ya medianoche pasada. La orquesta tahitiana ha sido remplazada por una de música criolla. Carlos encuentra incongruente esa confusión de estilos, falsas polinesias embarcadas en un vals degradado y saltarín. Levantando la cabeza observa el acantilado y en lo alto el malecón, los faroles y cabezas de mirones que se extasían con tanto fasto. –¿Me puede invitar a un cigarrillo? –dice alguien a su lado. Al volver la cabeza ve a un señor vestido de calle, con sombrero. –Soy el guardián, disculpe usted. Carlos saca su cigarrera y le ofrece un pitillo. –Gracias –dice el hombre–, parece que esta noche la gente se divierte. ¿Hasta qué hora durará esto? –Todo tiene su fin –responde Carlos y se aleja hacia el bar. 96. Alva maneja pensativo, fumando sin interrupción, pasada la medianoche. Ya se ha convertido en un hábito llevar a la señora Teresa Paz a su casa de Miraflores, después de una reunión de trabajo y de la cena. –Cualquiera diría que usted es muy comunicativo –prosigue doña Teresa–, pero conforme uno lo conoce se da cuenta de que es de los huraños, de los herméticos. Alva sonríe: –Fíjese, hace por lo menos seis años que no tomo vacaciones. Usted no sabe la cantidad de problemas que me trae la revista. Y no solo económicos. Eso de querer guardar una línea. A veces no sé qué hacer. Ahora estoy a punto de meterme en un lío con un cura, con todos los curas es decir, qué sé yo, con el mismo Papa. Su hija le debe haber contado lo del albergue. Doña Teresa reflexiona: ¿cómo se ha enterado?, ¿quién le ha dicho esas cosas? Alva responde que un muchacho que trabaja en la revista ha escrito un artículo sobre el asunto. –Yo le he dicho a Teresa que no se meta en esas cosas. Ella tiene su puesto de asistenta social y no quiero verla enredada en líos. Por favor, no vaya a publicar nada en su revista. Alva frena bruscamente: –Ya nos pasábamos. El carro se cuadra en el parque. –La acompaño hasta la puerta –dice Alva. Doña Teresa le recuerda que al día siguiente se mudará a un departamento que ha alquilado en Lima: –Ya no tendrá que hacer un viaje tan largo.


72 Al llegar frente al edificio ambos se sobreparan: en medio de la vereda solitaria hay un hombre alto que está meando hacia la pista, con todo su miembro afuera. –Esto es lo que quería –exclama agitando su sexo con la mano–, verte así, encontrarte. –Es Adrián –dice doña Teresa. El hombre avanza hacia Alva, abrochándose la bragueta. Su paso es inseguro. –Y a usted, ¿sabe?, ahorita, ahorita no más le rompo la cara. Estirando el brazo trata de coger a Alva del cuello, pero este se escabulle y el hombre se va contra la pared. –Está borracho –dice doña Teresa. Pero el hombre se precipita nuevamente hacia Alva. Los dos se tienen cogidos por las solapas. –Suélteme –dice Alva–, no tiene usted derecho a insultar a una señora. –Mi señora –responde Adrián tratando de conectarle un puñetazo, pero Alva bloquea el golpe y acto seguido le da un cabezazo en el mentón. Don Adrián se desploma en seco, trata de levantarse, pero vuelve a caer. –Creo que le hice daño –dice Alva, agachándose. –Está dormido –responde doña Teresa–, allí tiene para rato. Lo mejor es que se vaya. Yo me encerraré en casa. Cuando se despierte ya se le habrá pasado la borrachera. 97. –Me has hecho esperar mucho –se queja Héctor, avanzando hacia el automóvil. –Sube –dice Carlos–, estos bailarines son infatigables, bailan en un pie, en dos pies, en cuatro pies, toda la noche. El automóvil deja el parque Salazar y avanza por el malecón hacia el Club Hawai. En lo alto del acantilado se estaciona. El lugar está desierto. Los curiosos que observan la fiesta desde la baranda ya se han retirado. Solo en la quebradita que lleva al club se ven automóviles parqueados, gente que empieza a salir antes que amanezca. Carlos se despoja de un collar florido que alguien le colgó en el club y abre la guantera para coger una botella. –Vamos bajando. Escoltado por Héctor avanza parsimoniosamente hasta el lugar donde el malecón forma un ángulo, justamente a plomada sobre el club. Sentados en la baranda observan la fiesta, cien metros más abajo. Han vuelto a cambiar de orquesta, hasta ellos se alarga el gemido de una trompeta, mientras el tam tam de los bongós permanece al fondo, anclado junto al fragor del mar. Parejas se desplazan por la terraza. La piscina iluminada es apenas un dedal de agua verde, los bailarines insectos. En su borde han hecho una especie de ronda y una pareja baila al centro. –¿Saco el encendedor? –pregunta Héctor. –Espera –responde Carlos mirando siempre hacia la ronda, donde distingue un faldellín, una blusa. –Hagámoslo de una vez –insiste Héctor–, dentro de un rato me va a dar la tembladera. Alguien puede pasar. Carlos espera que cese el baile. La ronda se deshace en medio de aplausos. –Otra, otra –grita alguien. La muchacha que estaba al centro avanza hacia la salida, seguida por una pareja. Ya empieza la desbandada. –Mira, Carlos, ahora me voy, palabra que te dejo solo. Carlos observa a Héctor: no solo su voz ha temblado, sino sus manos, su alma.


73 –Dame el encendedor –dice. Héctor se lo alcanza y Carlos alarga el brazo en el que tiene la botella y enciende su larga mecha. Héctor se aleja en el momento en que Carlos lanza el brazo con energía, haciéndole describir a la botella una amplia parábola luminosa. Apenas se ha dado la vuelta para alcanzar a Héctor se escucha la explosión. –Arranquemos –grita Héctor desde el interior del vehículo. Carlos se acomoda frente al volante y abre la llave del contacto: –Cálmate, no me creas tan idiota. No la he tirado al centro, la he tirado para un ladito.

VI –Eres un cabrón, Hermoso. –No, caproncito. –Sí, eres un cabrón. ¿A quién diablos le has ido con el soplo? Yo seré una mierda, pero tengo mis ideas. Y me cuesta trabajo cambiarlas. Pero en realidad me metieron el dedo hasta el fondo. –Así no... Yo solo dije que te gustaba hacer esas sesiones, que te gustaba... –Y dijiste también lo de Villa Dolores, ¿no? –Eso ya lo sabían, pero no, así no, dije solo que estabas arreglando la casa. –Ponte derecho. Y por qué diablos me han ofrecido cosas, hasta mujeres me han ofrecido. –Así... ¿te han dicho eso? –No, no me lo han dicho, pero me lo dieron a entender. Yo soy un zorro viejo, Hermoso, me doy cuenta de todo. Yo sé adónde quería ir ese Bremer... derecho, caramba. –Caproncito, todo lo he hecho por el grupo, por ti, por Huapaya. –Pero me cagaste. Ahora me tienen agarrado por el cogote. Bueno, esto me harta, no puedo, siempre lo mismo. –Sigue, quería decirte que lo hice por el bien. Ya verás, podremos hacer la sesión. –Sí podremos hacerla. Tienes razón. Pero al negro y a su gente, los jodí. Tenían confianza en mí, los proletarios. –Qué importa, Caproncito, un proletario más, un proletario menos. –Tal vez sea verdad, pero eso me jode. Tú sabes mis ideas. ¿Soy justo o no soy justo? –Eres justo, eres juez. –Eso está bien, eres una bestia, Hermoso, pero a veces dices cosas inteligentes. Bueno, estoy cansado. Cuéntame algo, dime algo del doctor Rubio, quiero distraerme un poco. –Es papel quemado, quiere conocer la casa el viejo. Es una loquita. Se puede confiar en él. –Una vieja calata, ¿qué puede hacer? –Puede contribuir también, sus ojitos le brillaban. –Estoy jodido, Hermoso, no sé cuándo esto empezó. Creo que fue al año de casarme. Tenía cita con mi mujer y en el camino me encontré con una mulata. Dejé a mi mujer plantada. ¿Por qué? La mulata era fea. Pero no pude. Y después siguió la bola. –Así sucede. Lo que pasa es que hay gente diferente. Así también le pasó al doctor.


74 –Entonces, ¿lo llevamos? –Pero no la primera vez. Luego, cuando todo marche bien. –Ya no sé qué hacer, Hermoso, me aburro. Será mejor en la casa, la próxima vez. Pásame un cigarro. 98. El oficial de investigaciones Eloy Zapata lee el parte policial redactado por su adjunto Rosales, que vino la noche anterior de la comisaría de Miraflores trayendo al negro Anacleto Luque en un patrullero. –El detenido no ha podido justificar el empleo de su tiempo entre las cuatro de la tarde y las siete de la noche del 18 de noviembre. El pastelero Damián Robles lo ha reconocido formalmente como el hombre que pasó por el malecón el citado día. No se le conoce mujer desde que su esposa lo abandonó hace dos años. El detenido niega los cargos que se le imputan, pero vaciló cuando se le mostró la fotografía de la víctima. No tiene antecedentes penales. El inspector Zapata interrumpe su lectura cuando su adjunto Rosales entra para decirle que lo llaman por teléfono a la sala de investigaciones. Zapata pide que le trasladen la comunicación a su despacho. Una, voz engolada se escucha en el auricular. –Tengo el gusto de presentarme, señor inspector. Soy Jesús Barreola, apoderado del Banco del Porvenir, administrador de El Vencedor, Materiales Peruanos y gerente de la casa Watson y Cía, S.A. Nos hemos enterado por los periódicos que un tal Anacleto Luque ha sido detenido, acusado del asesinato del menor Pedro Primo. –Acusado no, principal sospechoso –corrige Zapata. –Tenemos algunos cargos contra él –prosigue Barreola sin tomar en cuenta esa aclaración–, trabajó en una de nuestras compañías y su conducta fue muy equívoca. Queremos prestar nuestro concurso a la justicia. ¿Puede pasar mañana por mi oficina? Tome nota: avenida Wilson ciento cinco, séptimo piso. Zapata cuelga. Roles está pensativo. Desde hace días lo nota esquivo, hosco, irritable, pronto a tirar las puertas o a dejar caer a propósito los objetos al suelo. –¿Lo han vuelto a interrogar? Rosales dice no con la cabeza y añade que lo han puesto en la celda de los preventivos. –Pásenlo a una individual –ordena Zapata–, creo que estamos en el buen camino. Otra cosa: lo espero a las diez, pero tráigame a Toro y a Lagarreta. Esta noche tenemos trabajo. 99. El teléfono suena normalmente pero a Bremer, que está a punto de meterse a la cama, le parece que adopta la estridencia particular del destino a punto de jugarnos una mala pasada. Sofocado corre hasta el aparato, levanta el fono y escucha la voz de Cardinal: –¿Y la proclama? Diablos, se había olvidado completamente de la proclama. El proyecto, ya revisado, hace una semana que duermo en su portafolio. Cardinal empieza a gritar: –Aquí no se puede hacer nada, todos son iguales, vivimos en un país subdesarrollado, el incumplimiento... –En el acto me ocupo de eso –lo tranquiliza Bremer. –¿Qué significa en el acto? –Que mañana la tendrá en su oficina. Cardinal sigue bramando: –Taboada ya está de acuerdo. Chaparro anda, sobre ruedas. Solo falta la proclama.


75 Y pasado mañana el espiritualista tiene que tomar el avión para Arequipa. Finalmente Bremer se deshace de Cardinal, se viste, sale a la calle y subiendo a su automóvil parte rumbo a Chorrillos. La casa del profesar. Amadeo Rubio está a oscuras. Pero cuando toca el timbre asoma la vieja Agripina. –Un momento, voy ver si está. Bremer se da cuenta que debe olvidarse de los buenos modales y empujándola entra al vestíbulo. –Dígale que es un asunto urgente, de parte de Federico Bremer. La vieja regresa al minuto para conducirlo hasta la biblioteca donde el doctor Rubio, hundido en su sillón, corrige un manuscrito sobre sus rodillas. –No me dirá que ha estallado una revolución –dice sin abandonar su trabajo–, en ese caso volvemos a la normalidad. Bremer ríe por cortesía, pues ese chiste lo ha escuchado varias veces y precisamente de labios del mismo Rubio, pero ya el profesor se levanta para indicarle que se siente en una butaca. –Agripina, ¿nos sirves dos tes? Bremer se acomoda en el borde del sillón y saca un cigarrillo: –Sigue usted tan sagaz como siempre, pero en este caso se ha anticipado un poco. El doctor Rubio le dice que está corrigiendo los originales de un artículo sobre el arte tibetano: –Como de costumbre nadie lo leerá, pero a mí me habrá proporcionado un placer intelectual infinito. ¿Sabe usted que los tibetanos evitan la simetría en sus construcciones porque creen que atrae a los demonios? Bremer, que piensa solo en los papeles que lleva en su cartera, se limita a hacer una mueca que puede interpretarse como sorpresa, ignorancia o admiración. –Bueno, veo que no está usted con ánimo de seguirme –dice el doctor tomando otra vez asiento–, veamos de qué se trata. Bremer saca de su cartera el proyecto de manifiesto, espera a que Agripina, que ha entrado con el té, se retire. –Disculpe que no entre en antecedentes, pero tenemos una prisa horrible. Se trata de una proclama. Hay que darle forma a estas ideas principales. Algo para leer a la nación, de las frases que usted sabe, en fin, una cosa vibrante. –¿Civil o militar? –Militar. –Menos mal –dice el profesor, tiene allí guardadas las proclamas que redactó años atrás para otros militares–. Y además –añade después de echarle una ojeada al proyecto–, veo que son las mismas ideas. Habrá solamente que poner un poco al día el vocabulario. Bremer insiste en que es urgentísimo y que tiene que estar para el día siguiente. –Así la cosa cambia –responde el profesor abandonando el documento en el borde de la mesa–, no soy un obrero que trabaja al destajo. A trabajo sobre medida, plazo largo. Bremer vuelve a la carga: Cardinal no quiere en este caso reparar en pequeñeces y no escatimará ningún sacrificio. –Todo sea por la patria –suspira el profesor–, regrese usted a las nueve de la mañana. 100. Toro se quita el saco, la corbata, mientras Lagarreta avanza para esposarle a Luque las manos a la espalda. Zapata observa la escena sentado en una banca, mientras Rosales hace círculos y triángulos en su libreta con un bolígrafo. –¿Sabes lo que es un recto a la quijada? –pregunta Toro.


76 Luque mira al oficial Zapata: –Fíjese, señor, esto no lo comprendo. Aquí hay un error. Como ya le dije, ese día me fui a dormir a mi cuarto, después de salir de los muladares. Algo más quiere decir, pero ya el puño cerrado de Toro le cae en los labios y de inmediato salta un chorro de sangre. Luque siente una cosa dura en la boca y escupe un pedazo de diente. Lagarreta se acerca a su vez y lo coge del cuello. –Vamos cantando, negro, así que te gustan los chicos, ¿no? ¿Cómo fue la cosa? Sus dedos le atenazan la garganta y le bloquean la laringe. Luque no puede respirar. Mientras tanto Toro avanza y le envía una patada a los testículos. –Canta, canta –le grita al oído. Luque cierra los ojos, se dobla hacia adelante y cuando va a caer Lagarreta lo sostiene. –Muy temprano, hermanito, ¿lo sujetamos? Zapata, que ha encendido un cigarrillo, asiente. Toro coge una correa de cuero, se la pasa por las esposas y lo amarra a una tubería que desciende del techo. Luque, sin reaccionar, se mantiene vacilante, con la cabeza caída, sujeto a la cañería. –Vamos, ¿así que lo conoces? –pregunta Toro–. No te hagas el pendejo, negro, di de una vez que sí, aquí se sabe todo, hay gente que te ha visto. Luque hace un esfuerzo. En un momento ha olvidado dónde está. –¿Conozco a quién? –Al niño Pedro Primo. Luque mueve negativamente la cabeza. –Al chico que perseguiste en el malecón y que te meneaste en el muladar – interviene Zapata. Luque hace un movimiento para zafarse de la correa y aventarse contra el inspector, pero Lagarreta lo contiene. Pasándole el antebrazo por la garganta comienza a apretar. Toro a su vez se aproxima y le da un puñetazo en el hígado y al poco rato otro más fuerte y un tercero y un cuarto, espaciados todos, pero en el mismo sitio, sin apartarse un centímetro. Luque levanta una rodilla para protegerse. Lagarreta se la baja golpeándole el muslo con el canto de la mano. Como Luque insiste en levantar la otra pierna, Toro deja de castigarle el flanco y le envía el puño cerrado contra el esternón. Luque dobla las rodillas, afloja los brazos y queda inerte, colgado de la correa. –Paciencia –ordena Zapata–, échenle un poco de agua. Rosales dice que va un momento al baño. –No, quédate –dice Zapata–, esto acaba de comenzar. Tienes que tomar sus declaraciones. 101. El señor Jesús Barreola lo recibe en las oficinas de Watson y Cía. S.A. El inspector Eloy Zapata, acostumbrado a los pisos de madera carcomida de la prefectura, tiene dificultad para deslizarse por la alfombra gris acolchada. No sabe además qué hacer con su sombrero y como no hay ninguna percha visible termina por estrujarlo en la mano. Ignora en realidad que los caballeros han prescindido desde hace tiempo de esa prenda, dejándola para el uso de policías y maleantes. –Tome asiento –dice Barreola–, espero que ya haya confesado. ¿Qué tal el negro? ¿Sabe usted que es un extremistas Y encima de todo nos está fregando con lo de la fábrica Bueno, ¿qué me dice? Zapata le comunica que aún no hay nada positivo, pero que hay serias probabilidades de que sea el culpable.


77 –Anoche lo interrogamos. Dice que conocía al chico, pero solo de foto, en los periódicos. Vive sin mujer desde hace años. Fuma cigarrillos Inca, como la colilla que se encontró en el desfiladero. Otra cosa: usa pañuelos de Prisunic. El que se encontró en la boca del chico lo venden en esas tiendas. Barreola le muestra un cartón celeste. –Esta es la ficha de nuestro servicio de personal, correspondiente a Luque Anacleto. Los datos generales ya los sabe usted seguramente, pero aquí hay otras indicaciones. Por ejemplo, se le amonestó una vez por masturbarse públicamente en los baños de la fábrica. El jefe del personal lo vio. Aquí hay otra: tuvo un asunto con un portero afeminado al que llamaban Sarasa. Sarasa lo arañó porque, según dijo, el negro le había metido la mano. Hace dos años de eso. El inspector pregunta de dónde vienen exactamente esos datos. –Espero que no dude de nuestro servicio de personal –se limita a responder Barreola y le invita un cigarrillo. Eloy Zapata lo acepta en silencio. –Comprendo que estas investigaciones acarrean muchos gastos –añade Barreola–, y que los sueldos de la prefectura no son muy altos. Mi compañía me ha pedido que le dé una prima a fin de que pueda resolver sus problemas materiales, usted y sus ayudantes. Lo hacemos por el bien público. De su escritorio saca un sobre y se lo entrega. Zapata vacila un momento y termina por recibirlo. De inmediato se pone de pie. –Regreso a ocuparme del caso –dice–, ya tendrá noticias mías. Encantado, señor Barreola. Al mirarse en el espejo del ascensor nota que está colorado. Solo al salir a la calle, después de abanicarse con su sombrero, recobra la calma y echa una mirada con disimulo al contenido del sobre. «Esto se llama comer a dos cachetes», piensa, «todavía podemos sacar una lonja de la recompensa del padre». 102. Saldívar está lanzando insultos contra el negro Luque, que desde hace dos días ha desaparecido sin dar cuenta de su persona, cuando Samuel Montani llega corriendo al local del sindicato con un periódico en la mano. Está tan sofocado que apenas puede abrir la boca. Después de tartamudear, de agitar el brazo, logra entregarle el periódico abierto en la página policial. Saldívar reconoce la fotografía del negro Luque. –Es una maniobra de la oligarquía –articula al fin Samuel. Saldívar lee el titular: –«Fue capturado el presunto asesino del hijo del diputado Primo». –Más abajo lee–: «Se trata del personero sindical de una fábrica de ladrillos». Mientras vuelve a leer lacia, Samuel añade: –De la oligarquía y de la policía política. Saldívar le devuelve el periódico: –No hace falta seguir leyendo. Hay que sacarlo inmediatamente de allí. La manifestación se va al agua. Nos desacreditamos, nos llenamos de mierda. Samuel afirma que habrá que sacarlo, naturalmente, pero que la manifestación se hará de todos modos, él mismo se encargará de organizarla. –¿Qué pasa? –pregunta desde su colchón uno de los obreros en huelga de hambre. –Han metido preso al negro –responde Saldívar–, lo han enredado en un escándalo. –Si no viene nadie por allí, aviéntame una mandarina –agrega el huelguista. Saldívar saca una de su bolsillo y la arroja hacia el colchón. Samuel lo mira


78 indignado: –¿Y eso? Saldívar lo palmea en el hombro: –¿Quieres que los deje morir de hambre? Pero ya Samuel está nuevamente indicando lo que debe hacerse: un documento de protesta, conseguir firmas, buscar un abogado y en cuanto a la manifestación, visitar los sindicatos, convocar por los diarios a la ciudadanía, distribuir volantes mimeografiados. Saldívar coge cincuenta soles de la colecta para los familiares de los obreros: –Para tu movilidad –dice, pero Samuel protesta: –Que les des mandarinas a los hambrientos, pasa. Pero de la plata de la colecta no toco nada. Para eso tengo dos patas. 103. Como Ángela está enferma, a Dorita la han trasladado a un dormitorio común. Tiene once compañeras, todas mayores que ella. A las ocho de la noche se van a acostar, pero en realidad la única que se acuesta de inmediato es Dorita. Las otras quedan dando vueltas por el cuarto, discuten, hacen escapadas hasta la despensa para ver si pueden robarse una fruta. un pan, fuman cigarrillos o colillas que se pasan de boca en boca. –¿Tú de dónde has salido? –le pregunta la gorda Raquel, que ese año termina el curso de costura. –Soy huérfana –responde Dorita. –Aquí no hay huérfanas –alega la gorda–, todo el mundo tiene papá y mamá. Yo sé por ejemplo que mi papá es un abogado que se llama Cabieses. Una vez me lo señalaron en la calle cuando era chiquita. –Yo he oído decir que eres hija de un marino –dice la Pejesapo–, te tuvo con una sirvienta, que era zamba además y por eso su esposa no quiso reconocerte. –Es mentira –dice Dorita–, la señora Agostini siempre me ha tratado bien. –Pero eres hija de su marido de su sirvienta, tienes el pelo zambo además –agrega la Pejesapo. –¿Por qué no vamos a verá o cela? –propone la gorda Raquel–. Debe sentirse sola. –Claro, antes estaba acompañada. ¿No le vieron la barriga? Todas se echan a reír. La Pejesapo se mete un almohadón debajo de la camisa de dormir y mima a una mujer encinta. –Antes de anoche vino una señora con una maleta –dice otra de las muchachas–, la vi cuando iba al baño. Seguro que se llevó al angelito. Las chicas siguen riendo. –Ustedes no tienen alma –exclama Dorita. Todas quedan calladas, sorprendidas, mirándola. –Tú sí la tienes y bien blanquita, ¿no? –dice al fin la gorda Raquel–. Conocemos bien a las inocentonas. Esas son las peores. ¿Y qué es de tu asistenta social? ¿No has visto cómo te mira? –Fíjate el hociquito que pone –añade la Pejesapo–, rabadilla de pato. –Una cosa –propone Raquel–, acuérdense de lo que hicimos con Carmen, que se quería hacer la detallosa. –Vamos a ver si tiene o no tiene –dice otra de las muchachas. –Tú, Pérez Saco, vamos, comienza. La Pejesapo tira su colilla al suelo, la aplasta con su pantufla y avanza hacia la cama de Dorita secundada por sus compañeras. Dorita aprieta las piernas y se cubre con la ropa de cama, enterrando su cabeza entre sus brazos. Siente que tiran de la colcha, de las


79 sábanas. De nada le sirve gritar, aferrarse al colchón. Entre todas la levantan en vilo y le jalan el camisón. Pronto se ve en el suelo, con el monillo colgando de un hombro y el calzón en las rodillas. Ovillada gimotea, cubriéndose los senos con las manos. La puerta se abre bruscamente y aparece una vigilante. Dorita se pone de pie. –¿Qué escándalo es este? ¿Qué hace usted desnuda? –Está haciendo strip-tease –dice la gorda Raquel. –A sus camas, todo el mundo a dormir –grita la vigilante–, mañana verán con don Sebastián –y sale apagando la luz. 104. Al fin, después de hacer antesala en el local del partido, don David Lozano lo recibe. Macizo, grave, detrás de su bufete, tiene el aspecto de un venerable prelado, pero un prelado capaz de lanzar, a la menor herejía, los más devastadores anatemas. El secretario de la Confederación General de Trabajadores le explica lo que sucede: el sindicato de la fábrica El Vencedor, encabezado por Alejo Saldívar, pide el apoyo de la Confederación para un mitin que preparan en la plaza San Martín. Don David pregunta por la orientación de ese sindicato. –Son medio rojillos –responde Meza–, ya hemos tenido varias discusiones otras veces. Sin embargo, mucha gente de nuestras bases está con ellos, dicen que es cuestión de solidaridad. Para empezar les he dicho que no. Además, hay allí un tal Luque, un personero que está preso por un asunto sucio, de violación de menores. Don David resume su estrategia. –Fíjate, Meza, no hay que mezclarnos con los rojos, de cualquier matiz que sean. Dile que la Confederación no entra en el juego, pero manda un poco de gente a la manifestación. Nos conviene que haya un poco de desorden. Que hagan un poco de bulla, que muevan la cosa un poco. Siempre se puede ganar algo. Si la policía no interviene, el gobierno fomenta el desorden. Si interviene, se puede criticar la represión. El secretario entiende perfectamente. –Manda a gente que no sea conocida. Lo mejor es que hables con Narciso Puertas. El puede darte una lista. Cuando Meza parte, don David recibe a una delegación de campesinos. Vienen a explicarle un problema que tienen con un hacendado. –Sí, nosotros somos partidarios de que la tierra debe pertenecer al que la trabaja – dice don David–, la tierra es de ustedes, de los hombres que han encallecido sus manos con el arado y han dejado su sudor y sus pulmones en ella. Cualquier socialista lo sabe. Pero vayamos con cuidado. Hay que pensar en la producción. Todo se hace por etapas. Buena política es prudencia. No hay que dejarse arrastrar por los extremistas. Nos ocuparemos de eso. Los delegados se retiran agradecidos mientras don David les hace un saludo vago con la mano, que se asemeja a un bendición arzobispal. 105. Flora va a buscar a Lucho a su cuarto, pues la señor Marel ha tenido que salir y no le ha podido leer su carta. –Tú siempre vienes a fastidiar cuando estoy estudiando –se queja Lucho. Flora le muestra la carta. –Además te escriben con una letra horrible. Lo que ni entienda me lo voy a saltar. Cogiendo la carta le echa una ojeada. –Bueno, para la oreja: querida hijita, etcétera, en el Cuzco, no sé qué más etcétera, que todavía no ha llegado el trigo, pero Salustio dice que los camiones no sé qué cosa en


80 Cuzco, aquí las panaderías siguen sin pan, no más de do kilos de pan de cebada, otra palabra que no entiendo, la Domitila tiene etcétera médico. –¿Qué dice de la Domitila? –lo interrumpe Flora. –No entiendo, bueno, sigue así: consulta para pobres, no le ha bajado la fiebre, hemos ido a la asistencia, Salustio dice que se robó una caja en el Cuzco con tres frazadas y una caja de leche. Manco mandó veinte soles en un sobre. Todo sigue seno, no, todo sigue seco, ayer murió la señora Dolores, la de los sombreros, de vieja dicen pero es algo peor, no entiendo la letra, los hombres están buscando trabajo, dicen que señor presidente hará gira para visitar a los pobrecitos, aquí seguimos esperando la ropa, que como no hay lluvias el frío sigue, hay un pozo helado arriba y las velas han subido, o chuño ha subido, el azúcar ha subido... Lucho se interrumpe. –¿Qué te pasa? ¿Por qué pones esa cara? Flora dice que Domitila está enferma. –¿Quién es Domitila? –Mi hermana, la pequeñita –responde Flora echándose a llorar. Lucho se pone de pie. –Yo soy macho, yo no lloro. Los hombres no lloran. Ni siquiera cuando mataron a Pipo lloré. Si sigues llorando te vas de mi cuarto. ¿Quieres que siga leyendo? –Sí –dice Flora–, vuelve a leer lo de Domitila, niño. Lucho coge otra vez la carta. –Salustio dice que en el Cuzco se robó, no, esto no es, todavía no ha llegado el trigo, esto tampoco, aquí está, consulta para pobres, no le ha bajado la fiebre, hemos ido a la asistencia, límpiate los mocos pues. Salustio dice que se robó una caja... 106. Alva se anima a invitarle un coñac, pero doña Teresa afirma que después del café no toma nada... –Yo sí pido uno –dice Alva–, he trabajado mucho esta tarde. Necesito un reconstituyente. Luego le explica que ha escrito un artículo muy importante: una autopsia de David Lozano y su grupo. –Esta vez si creo haber dado en el clavo, pero necesito aún documentarme. Gran parte del artículo está dedicado al estudio de la retórica de sus discursos, de sus programas y a demostrar cómo esta retórica ha pasado a convertirse de elemento ornamental de su lenguaje en elemento principal de su ideología. –Usted lo detesta –lo interrumpe doña Teresa. Qué ocurrencia, al contrario, le parece una figura pintoresca y hasta simpática, pero no por eso deja de reconocer que es una persona rencorosa y frustrada, a quien el pueblo le interesa un pito, lo único que le importa es fregar a sus adversarios, por cualquier medio, aliándose con quien sea, las querellas personales remplazan en su caso a los planteamientos de principio, desee ardientemente llegar al poder por fatuidad o por codicia o por desquite, nada lo separa en el fondo del gobierno de Cardinal o de otros potentados sino el hecho que se n ellos los que han administrado tradicionalmente el presupuesto del país. Como doña Teresa parece no estar de acuerdo, Alva se contiene: –¿Lo conoce? No, dice doña Teresa, es decir, sí, lo vio una vez en el hall de un banco, otra vez en la calle, pero no tiene una opinión sobre él y además ella no entiende nada de política. Alva paga la cuenta y ambos salen del restorán. –Una buena noticia –dice doña Teresa–, ya me mudé. Como le dije la última vez,


81 no tendrá que llevarme hasta Miraflores. Abra le pregunta si ha vuelto a ver a su marido. –No, seguramente ha regresado a Cañete. –No me gustaría encontrarme otra vez con esa bestia en una calle oscura –comenta Alva–, ¿por dónde vamos? Teresa dice que su nueva casa está en Pueblo Libre, cerca del bosque de Matamula. –Es curioso –dice Alva–, conozco bien ese barrio. El automóvil se interna por las calles de casas bajas, tristes, sin estilo ni gracia de ese barrio mediocre. Alva vuelve el rostro hacia la derecha y distingue una casa de una planta, con las luces apagadas. Una mujer debe estar tenaz, esperanzada, aguaitando detrás de una cortina. Herminia le ha dicho varias veces por teléfono que su marido tiene mucho trabajo en la Prefectura y no llega hasta medianoche. Dos cuadras más abajo Teresa le dice: –Allí es. El carro se detiene ante un edificio de departamentos de tres pisos, mal acabado, seguramente con ladrillos colocados de canto. –Baje –dice doña Teresa–, voy a enseñarle la casa. 107. El general Chaparro le echa una mirada a la proclama Y, de acuerdo con las recomendaciones de Cardinal, empieza a familiarizarse con su contenido. En realidad debe aprendérsela de memoria. Para estimular su intelecto enciende un cigarrillo, se sirve un trago y ordena a su mujer que nadie lo moleste. Las primeras frases las saborea, las tornea en su boca con delicia, pero al llegar al párrafo que dice «estoy dispuesto a ofrendar mi vida por los ideales de la nación», empieza a toser y aplasta el cigarrillo en el cenicero. ¿Y si es verdad lo que está allí escrito? ¿Será un mal presagio? El mariscal Castilla lo respalda desde ultratumba, es cierto, pero nadie en política está al abrigo de maquinaciones. Y solo le quedan dos días antes de su viaje a Arequipa. Por momentos tiene la impresión de que es un hombre condenado a muerte. Dos días, ¿qué hacer? Ya muchas veces ha pensado en ello en el Círculo Militar, cuando sus amigos le proponen ese viejo juego: si mañana se acabara el mundo, ¿qué haría usted, mi general? Unos dicen que se prenderían del pico de una botella, otros que matarían a hachazos a su mujer, pero él es de esos que responden: eso, la cama, una buena mujer, que me coja la catástrofe apretadito, calientito. De inmediato traza su plan: me voy donde Olga, pasamos la noche en Paracas, regresamos mañana a Lima, nos vamos donde doña Aurelia, nos quedamos allí metidos hasta la víspera de la partida, así me iré bien pertrechado, rellenito de goce y después venga lo que venga. Sí, más vale eso que estar metiéndose en la cabeza ti tantas palabras juntas, patrias amenazadas y rescatadas, hombres epónimos, medidas de salud pública y otras baboserías por el estilo. Como su mujer se ha ido a dormir la siesta, coge el teléfono y se comunica con el local de doña Aurelia. Olga lo llama su gordito, dice que, por supuesto, no quiere otra cosa que verlo. El general se quita el uniforme para ponerse un traje de civil, refunde la proclama en su escritorio y clandestinamente, como hombre anónimo, coge la noche que llega y se embarca en ella hacia las sombras, el olvido y el placer. 108. La vigilante que le abre la verja del albergue la examina de los pies a la cabeza y cuando Teresita se apresta a dirigirse al patio de recreo la intercepta para decirle que don Sebastián quiere hablar con ella. Teresita cambia de rumbo y se encamina a la dirección. Don Sebastián se está sacudiendo la sotana con una escobilla. Al verla entrar la saluda secamente y se pone unas gafas ahumadas. –Señorita Paz –dice al fin–, el orfelinato no necesita de sus servicios. –Antes de que


82 Teresa responda, don Sebastián prosigue–: Esta es una casa decente. Han corrido ciertas calumnias que atentan contra la reputación de nuestro albergue. Tenemos razones para pensar que la encargada de hacerlas correr ha sido usted. Como su moralidad es muy dudosa... Teresa se pone colorada: –No sé con qué derecho habla usted de moralidad. Yo me he limitado a decir lo que he visto. –¿Reconoce entonces que es usted la autora de las calumnias? Teresa no sabe qué responder. –Reconozco que hice lo que debía. –Perfectamente, no tenemos nada más que hablar. No vuelva a poner los pies en esta casa. Pero le advierto una cosa: si insiste en hacer correr esas voces la denunciaré ante la justicia. –¿De qué me va a denunciar? Don Sebastián parece buscar una razón contundente, pero se limita a responder: –Ese es asunto mío. Buenas tardes. Teresa se dirige hacia la puerta de la oficina, mientras don Sebastián se pone de pie detrás de su pupitre. –¿Puedo despedirme de las muchachas? Don Sebastián vacila: –Tiene usted diez minutos. Teresa atraviesa el patio e ingresa a uno de los salones. Una decena de muchachas están conversando. Cuando Teresa asoma quedan calladas. –¿Han visto a Dorita? –pregunta. –Debe estar en el dormitorio C –responde la gorda Raquel. Teresa recorre parte del claustro y entra al dormitorio. Dorita está recostada en su cama. Apenas la ve entrar se reincorpora. –Quiero irme de aquí –dice echándose a llorar. Teresa se sienta al borde de la cama, la consuela, la acaricia, mientras Dorita se queja de las vigilantes, del padre Narro, de sus compañeras que una noche metieron entre sus sábanas un objeto horrible, indecente. –A mí don Sebastián me ha despedido –dice Teresa–, no puedo volver más al albergue. Fíjate, tenemos poco tiempo. ¿Cuándo vuelven a ir a la playa? Dorita dice que irán el sábado en la tarde. –En el malecón hay una heladería –dice Teresa–. Cuando estés en la playa pide permiso para ir a tomar un refresco. Yo te esperaré allí. . En ese momento aparece la Pérez Saco. –Don Sebastián dice que ya pasaron los diez minutos. –¿Y eso qué? –pregunta Teresa. La Pérez Saco se recuesta en el marco de la puerta: –Eso quiere decir que de aquí no me muevo. 109. Héctor Manizales se extravía en los enormes pasillos del Hospital Obrero, como cada vez que ha venido de visita esa semana. Entre convalecientes que se deslizan en pijama, valiéndose de un bastón, y enfermeras que empujan mesitas con medicinas, alimentos o muertos, vaga por ese palacio sórdido que huele a cloroformo. Al fin ubica el dormitorio común donde su padre se encuentra extendido en una cama con los ojos vendados, acompañado por su mamá y Linda. Héctor se contenta con quedarse un rato de


83 pie al lado de la cama, mirando distraídamente a los otros enfermos que tosen o se quejan o yacen inmóviles, transparentes, con una jeringa de glucosa inyectada en la vena del brazo. Al fin se retira, después de murmurar algunas banalidades vuelve a perderse por los pasillos, cae en pabellones prohibidos de donde lo expulsan los barchilones y se encuentra en plena tarde en la calle, delante del hospital. Linda debe haber seguido el buen camino, pues ya está en la vereda, buscando un taxi. –Estoy apurada. Te llevo a casa. Héctor se niega, tiene que hacer, ver a unos amigos. Lo que quiere es estar solo, caminar, llenarse de fatiga y de polvo. Carlos Almenara, después de la acción y de sus efectos, se contentó con presentarle sus excusas y desapareció de Lima, sabe Dios hacia dónde, dejándolo a solas con su confusión y su odio. En esos días se ha interrogado y ha interrogado las cosas sin encontrar paz ni respuesta, como ahora interroga una construcción donde lee SE NECESITAN PEONES, y mira al obrero cobijado bajo un andamio, su sombrero de papel de periódico, el portaviandas de donde come con la mano unos tallarines y le hace o le parece a él que le hace un signo de invitación con una mano. Como otras veces no recoge de esa escena ninguna enseñanza, se ve en la incapacidad de interpretarla y sigue su camino, extraviado por las calles de La Victoria, ahora está cerca de los burdeles, ve largas filas de civiles y soldados que esperan, algunos leyendo periódicos, ante la casa de alguna ventanera, sábado sabadete repite para sí, recordando algo que oyó decir una vez, hasta que se da cuenta de que ya no está en los burdeles, sino por el paseo de la República, ve pasar un tranvía hacia el Estadio Nacional, la gente cuelga del estribo, pasan dos jóvenes repartiendo volantes. Héctor tiene uno en la mano y lo lee varias veces tratando de desentrañar su sentido. –«Gran mitin de apoyo a los trabajadores de la fábrica El Vencedor... Los obreros, estudiantes y ciudadanos quedan invitados esta tarde a las siete...» Haciendo con él una bola lo tira al suelo y sigue su camino. Al cabo de un rato, cuando está a punto de tomar un tranvía rumbo a su casa, se contiene, gira y se va de prisa hacia el parque Universitario. 110. –Debíamos bajar y tomarnos algo. Un helado si quieres –dice Erasmo Chaparro, que se aburre en el volante de su automóvil. Teresita, sin responder, observa por la ventana la baranda del paseo de Ancón y las huérfanas que juegan en la playa. Hace media hora que están allí esperando y Erasmo no ha logrado ni siquiera cogerle la mano. –Dime de una vez, ¿para qué diablos me has traído aquí? A mí no me gusta perder el tiempo. Y un sábado todavía. Teresa, para disimular, le pregunta si su papá ya partió para Arequipa. –Dos veces ha aplazado el viaje –responde Erasmo–, el viejo creo que está un poco malo. Se ha ido por un par de días al campo. Al menos, así me lo dijo el chofer. Teresa sigue observando la playa, los mandiles celestes que ondean con la brisa. Algunos veraneantes prematuros recorren el malecón aburridos, en sandalias y camisa abierta, mirando las fachadas de los altos edificios, que siguen aún con sus persianas cerradas. Erasmo se decide y cogiendo bruscamente el vuelo de la falda de Teresa lo levanta, pero sin mirar sus piernas: mira el parabrisas de su automóvil, que le sirve en este caso de espejo. Teresa le da un manotazo indignada. –Es una broma –dice Erasmo sin darle importancia al incidente–, déjame que me entretenga en algo. Teresa lo observa, quizá por primera vez con curiosidad. Es cuadrado, cabezudo, un


84 verdadero animal. Sus pantalones por anchos que sean le forman arrugas en las rodillas, en las ingles. Tiene un grueso anillo de oro en el anular, con un escudo de una universidad norteamericana en la cual tentó sin éxito vagos estudios. –Ah –suspira Erasmo–, varados acá. Y pensar que podríamos conocer el paraíso. Teresa lo ve suspirar y siente un poco de compasión por él, por esa corte tan tenaz como inútil. –Mi papá llegará lejos –añade–, nosotros somos de la raza de los toros, bajamos la cabeza, embestimos y adelante. Pero Teresa ya no lo escucha, ha distinguido a Dorita y otra huérfana que avanzan hacia la heladería. –Enciende el motor –le dice a Erasmo. –¿Ya regresamos? Dorita llega en ese momento a la calzada, mira inquieta a su alrededor y camina hacia la tienda. Teresa abre la puerta trasera del automóvil y la llama. Cuando la ve, Dorita se precipita hacia el carro, abandonando a su compañera en la vereda. –Entra –dice Teresa–, y tú, rápido, ¿vas a partir o no? Erasmo, desconcertado, enciende el contacto, pone en primera y arranca acelerando a fondo hacia la carretera de Lima.

VII Por la escalera de los murciélagos descendió el doctor Caproni, desnudo, majestuoso, con un miembro largo y fláccido que se le bamboleaba entre los muslos rollizos. Una cadenita de oro con una imagen de la Inmaculada se le enredaba en los vellos del pecho. Era el último vestigio de una época ya caduca de devoción, de la que no conservaba otra cosa que cierto gusto por la ceremonia y la pasión por la puesta en escena. Al llegar al rellano lanzó un «Patrem omnipotentem» que resonó en la vasta sala casi vacía, giró sobre sus talones para mostrar su gigantesco trasero por donde expulsó un aire particularmente sonoro y prosiguió su descenso hasta llegar a la sala. Camilo el Hermoso, también desnudo, pero conservando un calzoncillo biquini, se miraba en el espejo magistral de Villa Dolores templando los pectorales y haciendo ejercicios de tensión dinámica, estilo Charles Atlas, del que lleva siempre una pequeña-foto en la cartera. El único que estaba vestido era el pingón Huapaya que fumaba y se paseaba a trotecitos mirando hacía la puerta del escritorio. –Pásame un copetín –dijo Caproni hundiendo las nalgas en un sillón de resortes–, ¿dónde está la reina? –La reina se está vistiendo –dijo Camilo dando un ágil salto ante el espejo, acompañado de una pirueta de ballet tan fallida que cayó doblándose un tobillo–. Me cagué la pata –exclamó–, vamos, pingón, ayúdame a levantarme. Huapaya le alcanzó al doctor un vaso de oscuro contenido y luego tiró del brazo de Camilo que se levantó cual Atlas y siguió ejercitándose ante el espejo. Se abrió la puerta del escritorio y apareció la reina descalza, envuelta en un visillo blanco que le cubría hasta la cabeza como una mantilla. –Voy a pescar un resfriado, ¿por qué no cierran esa ventana? –No hay ventana –dijo Caproni–, el morbo se la llevó. A ver, quítate ese trapo, adorada Lilí. –Taparse, destaparse, ustedes están locos –dijo la reina.


85 Describió varios círculos sobre la alfombra de paja, pellizcó al pasar la nalga de Camilo el Hermoso y dejó caer su visillo. Su carne lechosa resplandeció a la luz del foco. –¿Has visto alguna vez una película de María Antonieta Pons? –preguntó Caproni–. Dejemos a la reina de lado o mejor sé la reina de las rumberas. Mueve el culo como ella. Pero atención, sin vulgaridad. –No hay música –protestó la reina. Caproni le dijo a Camilo que cantara y al pingón que silbara. Camilo empezó a berrear y Huapaya a zapatear, mientras Lilí juntando las rodillas, sin mover los pies de su sitio, ondeó las caderas. –Uf –dijo el pingón–, esto se pone bueno, ya me viene la sofocada. Cuando Camilo el Hermoso dejó de cantar la reina siguió meneándose, pero sin arte ni entusiasmo ni ganas y al fin se interrumpió. –Por lo menos denme algo de tomar, así en frío no me provoca. El pingón se apresuró a servirle en un vaso una medida de pisco y otra de CocaCola. –Esto me aburre –gritó Caproni–, siempre lo mismo. ¿Es que no tienen imaginación? –Calla –rezongó Lilí–, tú ordenas, ordenas y todo el tiempo allí, repantigado en tu sillón. –Vamos, pingón –prosiguió Caproni–, inventa algo o si no éntrale de una vez. Huapaya no necesitó que le dieran más instrucciones. En un instante su saco, su camisa, su pantalón estuvieron por el suelo. Honrando a su apodo exhibió un miembro ya erecto cuya longitud solo admitía comparación con su grosor. –¿Adónde? –preguntó la reina. –Sobre la alfombra, idiota, ¿quieres un lecho de rosas? Agradece que tienes un Huapaya. La reina dejó su vaso en el suelo y se extendió de espaldas en la alfombra de paja, cubriéndose los ojos con el antebrazo. El pingón se quitó los zapatos y conservando sus calcetines se arrodilló entre las piernas de la reina. –Bájate primero –dijo Caproni–, haz de las tuyas, pedazo de cacanusa. El pingón avanzó su quijada sobre el vientre de la reina, mientras Camilo el Hermoso dejó de mirarse en el espejo para acercarse al sillón. Caproni estiró hacia él su brazo velludo, con la mano extendida. 111. Media hora antes de la manifestación la guardia de asalto llega en varios camiones y forma al lado del hotel Bolívar. Todos llevan cascos, metralletas y gases lacrimógenos. Un grupo se dirige hacia el jirón de la Unión y bloquea esta calle que lleva al palacio de Gobierno. Otro grupo hace lo mismo con el jirón Carabaya mientras un tercero cierra la entrada al parque Universitario. Los empleados que salen de las oficinas y la gente que regresa de compras observan asombrados este despliegue de fuerzas. La mayoría no lee los periódicos o solo la página deportiva o policial y no sabe de qué se trata. Los primeros manifestantes empiezan a llegar del parque Universitario. Llevan dos cartelones donde se lee LOS ESTUDIANTES ESTAN CON EL PROLETARIADO y ABAJO LOS EXPLOTADORES. La guardia de asalto les cierra el paso, pero un oficial ordena que no los intercepten. Las consignas que ha recibido del Ministerio de Gobierno son claras: permitir la manifestación, pero impedir que ésta desborde el marco de la plaza. Por la calle Belén llega un grupo de obreros llevando también cartelones: SINDICATO DE LA FÁBRICA EL VENCEDOR, PEDIMOS JUSTICIA, QUE SE REABRA LA FÁBRICA.


86 La policía también los deja pasar. Saldívar, Samuel Montani y dirigentes están en el centro de la plaza, estableciendo el orden de los discursos y recibiendo a las delegaciones que han enviado unos cuantos sindicatos adictos. A las siete de la noche, cuando se encienden los avisos luminosos de la plaza, los manifestantes forman un compacto anillo en torno a la estatua ecuestre del libertador. Desde el pórtico del Club Nacional, Bremer, Cardinal y Jesús Barreola observan la plaza. Manuel Delmonte llega para tomar un aperitivo. –¿Qué quiere esa gentuza? –le pregunta a Cardinal. –Probablemente tirarnos una bomba –responde Barreola. –Yo sé lo que es eso –agrega Delmonte–, me han arruinado los baños del Club Hawai. La mayólica inglesa se hizo trizas. Y encima le reventaron un ojo al tipo que cuida. Menos mal que esos guanacos en uniforme están en pie de guerra. Que se saquen el alma entre ellos. 112. Al llegar a la universidad le dicen que estaba en un aula del patio de Letras. Pero allí no encuentra a Samuel sino a un grupo de estudiantes que terminan de pintar un cartelón. El patio está animado. Hay proclamas pintadas en las paredes, sopla un aire de insurrección. Cerca de la pila discuten dos facciones. –Aquí no queremos política. Venimos a estudiar –farfulla un mozo bien vestido, con una cartera de cuero de cocodrilo debajo del brazo. Dos estudiantes con boina, venidos desde el fondo de alguna provincia, lo miran admirativamente y secundan sus palabras con un movimiento de cabeza. La otra facción lo amenaza, lo pifea. Héctor Manizales vaga aún un rato por los patios de la universidad buscando a Samuel. Alguien le dice que se ha ido a La Colmena. Sale al parque Universitario cuando atardece. Un ardor, un ímpetu, algo que había sentido nacer en él, muere con el crepúsculo. Pero al pasar por la plaza San Martín y ver los primeros camiones descargando guardias y cuando el negrito suertero lo acosa con sus ojos ávidos y él tiene que mandarlo al diablo, se recobra, acelera su paso, escruta los rostros. Un estudiante le dice que Samuel ha regresado a la universidad. Héctor rehace a la inversa su camino, ve pasar más camiones, se cruza con gente un poco alarmada pero, en el fondo, solo dispuesta a cobijar ese sábado en alguna cantina y demorarlo, bebiendo, hasta el domingo. A veces se detiene para observar un edificio, preguntándose cómo, cuándo, para qué, por quién ha sido construido. Al lado del edificio hay casas sombrías, seculares y sucias. Si Carlos estuviera presente diría alguna cosa ingeniosa, aguda, sobre esos contrastes, cemento armado, adobe de la Colonia. Pero Carlos no está y Linda regresó a casa en taxi y su padre duerme en el hospital al lado de los moribundos y los transeúntes lo cruzan sin mirarlo y él mismo se siente extraño, asfixiado, desembarcado entre salvajes, exiliado en una ciudad demente. 113. El primero en tomar la palabra, encaramado en la estatua ecuestre del libertador, es Saldívar, en nombre de los obreros de la fábrica El Vencedor. Samuel y su grupo de universitarios lo escuchan en primera fila y dirigen el coro de aplausos al término de cada frase. Por la calle Belén ha llegado un pequeño grupo de civiles que se disuelve rápidamente entre la muchedumbre. La policía observa desde lejos el espectáculo. Los oficiales fuman y comienzan a encontrar la ceremonia un poco larga. Samuel ha tomado ahora la palabra. Cuando dice «pedimos que se nos haga justicia, pero somos lo bastante poderosos para conquistarla por la fuerza si nos la niegan», las exclamaciones estallan en toda la plaza. –Que los poderes públicos escuchen nuestra voz –agrega–, ésta es solo una advertencia. –Y dejándose ganar por la retórica, concluye–: Que tiemblen los obispos bajo


87 sus mitras, los banqueros en sus bufetes, los generales en sus cuarteles. No nos dejaremos arredrar por esta triple alianza. El proletariado no los dejará tranquilos. ¡Viva la unión, viva la democracia! Al descender del zócalo, Saldívar lo abraza. –Formidable, Montani, ¿quién tiene que hablar ahora? –Mira la lista –responde Samuel. Pero antes de que consulten el programa un desconocido trepa al zócalo. –Camaradas –grita–, no estamos aquí solo para escuchar discursos. Nuestros hermanos que han tomado la palabra tienen razón en pedir justicia y en dejar sentado que podemos ser una amenaza. Pero eso no basta en luchas de esta naturaleza. Si somos fuertes, probémoslo. Si estamos unidos, hagamos la demostración. Nuestro camino es el Palacio de Gobierno. ¡Todos a la plaza de Armas como un solo hombre! Que nos reciba el presidente. ¡Adelante! Antes de que Saldívar pueda controlar a su gente, los manifestantes repiten en coro: –¡A Palacio! El mismo Samuel, desbordado por el orador anónimo, repite: –Sí, a Palacio –y busca apoyo entre los estudiantes. Saldívar trata de hacerlo entrar en razón, pero el entusiasmo que reina a su alrededor lo sumerge. Ya un grupo de manifestantes se ha lanzado hacia el jirón de la Unión que está custodiado por la guardia de asalto. –Por allí no –grita un hombre–, demos un rodeo –y conduce al grueso de la gente hacia el jirón Carabaya, donde apenas hay una decena de policías. 114. Desde el balcón de su departamento en el hotel Bolívar, Adrián Paz observa la manifestación. Nunca ha visto tanta gente reunida, salvo en su hacienda, en la época de la fiesta de la vendimia. El mozo ya le ha subido tres whiskies Cuando se apresta a tocar el timbre para que le suba un cuarto trago suena el teléfono. –¿Señor Paz? –dice la telefonista–, un momento, por favor. Escucha una voz desconocida: –¿Usted no llamó para comprar un automóvil? Le habla el representante de la casa Ford. Adrián dice que sí, que suba un momento, por favor. Vaya, al fin volverá a ser un hombre motorizado, él, que desde los quince años se ha desplazado siempre, incluso para ir a la esquina a comprar cigarrillos, en vehículos de cuatro ruedas. En esos días que lleva en Lima, viajando en taxi, se ha sentido inútil, mutilado. Sus reflejos de piloto arrogante se impacientaban en el fondo de los carros de alquiler, delante de cada semáforo. Desde el balcón ve que el grueso de los manifestantes corre hacia una calle. Los policías que guardan la Colmena avanzan a la carga hacia el centro de la plaza. ¿Será una revolución? En la acera, delante del hotel Bolívar, distingue a un hombre alto, moreno, que conversa con un fotógrafo. De inmediato lo reconoce. Estaría esa noche borracho, pero no importa, el cabezazo le dolió y esa cara se le quedó grabada para toda la vida. El hombre hace una indicación y el fotógrafo avanza entre los policías que siguen copando la plaza. En ese momento tocan la puerta. Adrián se pone el saco y se tropieza al salir con un hombre que trae unos prospectos. –Disculpe –dice atropellándolo y se precipita hacia el pasillo. Como el ascensor tarda en subir, desciende a trancos por las escaleras. 115. –Bueno, esto se acabó –dice Jesús Barreola cuando los manifestantes empiezan a


88 dispersarse en todas direcciones ante la carga policial. –Y los han dejado hablar demasiado –opina Delmonte–, ¿no oyeron a ese energúmeno? No sé qué disparates dijo sobre los obispos y los banqueros. Todos esos son comunistas. Yo que el gobierno hubiera ordenado que les metan bala desde el comienzo. Berrocal coge del brazo a Cardinal y lo conduce al hall del Club Nacional: –¿Y cómo va la proclama? –No sé –dice Cardinal–, hace dos días se la entregamos a Chaparro. Bremer dice que nuestro general se ha perdido. Yo no entiendo, ¿dónde se puede meter un hombre gordo en uniforme? No creo que se haya ido a hacer un retiro espiritual. Ya hemos dado orden de que lo busquen. Berrocal está un poco alarmado. Esos gritos, esos hombres desaforados que se agrupan en la vía pública y desafían a las fuerzas del orden lo sacan de quicio, le parece algo obsceno, inaceptable. El general debería estar ya en Arequipa para poner las cosas en su sitio. Delmonte se acerca: –¿No creen que el presidente es, como se dice vulgarmente, un pelotudo? –Sí –conviene Barreola–, a mala hora lo llevamos a Palacio. Y pensar que solo lo hicimos para que no salga el candidato de Lozano. Total, que resultó peor. Las fuerzas vivas están decepcionadas. –Habría que sacarlo a paso de polca –opina Delmonte. Barreola tose, no es para tanto, la Constitución. Cardinal invita una rueda. –Habrá un muerto y una docena de contusos, como dicen los periodistas, y nos echarán a la cara esas víctimas. Siempre que pasan estas cosas nosotros somos los culpables. –Por mi parte tengo la conciencia tranquila –dice Barreola. La fábrica había ganado el pleito en el terreno judicial. Y además el ministro de Gobierno había prohibido a los manifestantes salir de la plaza. El doctor Marel aparece frotándose un ojo. –Estos cachacos son unas bestias. Ven que estoy cuadrando el carro y me tiran una bomba lacrimógena. No saben distinguir. Que se las tiren a los peatones. –Al ver a Delmonte lo coge del brazo y lo lleva a un rincón–. Tengo carta de Vaca. Todo salió a pedir de boca. Incluso tenemos unos dividendos en el Cuzco. Se encontró allá postores para las medicinas. –Chut –dice Delmonte palmeándole la espalda y agrega en voz baja–: La vida es dura, doctor, pero tiene sus compensaciones. 116. Héctor se abre paso entre los manifestantes. En medio de centenares de cabezas agitadas distingue la frente bombeada de Samuel Montani. Al apartar a un sujeto del hombro para continuar su camino reconoce a Aquiles Dávila. –¿Tú también vas a Palacio? –pregunta Aquiles. Héctor queda un momento indeciso. –A propósito –agrega Aquiles–, sentí mucho lo de tu papá. Espero que no sea nada grave. Héctor balbucea algunas palabras de agradecimiento y prosigue su camino. Samuel está discutiendo con Saldívar. –Tenemos a los guardias encima –grita Samuel–, tenemos que avanzar como sea. Héctor lo coge del brazo: –Te he estado buscando toda la tarde. ¿Necesitas algo? ¿Qué quieres que haga? Los manifestantes los arrollan.


89 –Están cargando –grita alguien. Varios jóvenes se acercan a Samuel: –¿Qué hacemos, Montani? ¿Nos quedamos?, ¿nos vamos? –A Palacio –dice Samuel–, cojan el cartelón que está al lado de la estatua. Creo que podemos pasar por el jirón Carabaya. Protegidos de la carga de la policía por los manifestantes retrasados, se echan a correr hacia el jirón Carabaya. Héctor ha ido a buscar el cartelón y lo coge de uno de sus soportes, ayudado por un estudiante y ambos siguen a Samuel que corre levantando un brazo. Los primeros manifestantes han roto ya el cerco armado del jirón Carabaya y avanzan a paso ligero por la estrecha calle. Los policías que guardan la entrada al parque Universitario han reaccionado y los persiguen lanzando bombas lacrimógenas. –Oí el final de tu discurso –dice Héctor mientras corre. –Me ajusta el cuello de la camisa –dice Samuel–, no se adelanten mucho, cerrando filas, si hay obstáculos tomar por el jirón Cuzco. A los doscientos metros los manifestantes se detienen. Algunos han logrado seguir hacia la plaza de Armas, pero el grueso ha sido contenido antes del jirón Arequipa por un grupo de guardias de asalto. Por detrás carga la policía precedida por el estallido de las bombas. Samuel insiste en que es necesario avanzar. Los portones de las casas están cerrados, las tiendas han corrido sus puertas metálicas. No hay un lugar donde refugiarse. Solo en los balcones algunas cabezas asustadas espían lo que sucede. Samuel persiste: si logran avanzar una veintena de metros pueden llegar hasta una calle transversal y doblar hacia la derecha. Los manifestantes que están a la cabeza retroceden, arrollados por la guardia de asalto. Por detrás solo se ve la humareda de las granadas. Muchos estornudan, lagrimean. –Hay que pasar –grita una vez más Samuel. El estudiante que acompaña a Héctor deja caer uno de los soportes del cartel para frotarse los ojos. Héctor coge ambos maderos y enrolla en ellos la tela pintada para formar un ariete. Al abrirse camino algunos lo siguen. El desorden crece. Entre los mismos manifestantes forcejean, se empujan. Al rebasar a su gente Héctor se encuentra solo ante un cordón de policías que avanzan, sus cachiporras en la mano. 117. Cuando Adrián Paz sale del hotel ya los policías han empezado a repartir varillazos. Los curiosos que había en la vereda se dispersan y algunos se refugian en el hall del hotel. Adrián distingue al hombre moreno a una veintena de pasos, debajo de un farol. De inmediato se abalanza sobre él, pero un grupo de manifestantes expelidos de la plaza le obstruye el paso. –Parece que van a disparar –grita uno de ellos. Adrián lo aparta de un empujón y avanza hacia el poste. El hombre alto ha desaparecido en el tumulto. Los policías siguen ocupando la plaza. Adrián ve a un fotógrafo que se dispone a imprimir una instantánea de la carga. Corriendo hacia él lo coge del brazo: –¿Quién estaba con usted hace un rato? El fotógrafo lo rechaza después de imprimir su placa. –Libertad de prensa –dice–, aquí está mi carnet. –Dígame –repite Adrián cogiéndolo de las solapas–, ¿quién era el señor que estaba con usted? El fotógrafo vuelve a zafarse. –¿Me va a dejar? Si me lleva preso hago un escándalo. Soy periodista afiliado.


90 Revista Frente. Algunos manifestantes que han perdido contacto con el pelotón se desplazan desorientados, frustrados, por las veredas. Al ver a los dos hombres que discuten se acercan a ver qué pasa. –Un soplón –dice el fotógrafo–, no me quiere dejar tomar fotos. Adrián se da cuenta de que está cercado por rostros desconocidos, hostiles. –¿Así que de la secreta? –pregunta un mulato avanzando hacia él–. ¿No le da vergüenza ser un tira? Adrián trata de defenderse, de alegar que no tiene nada que ver con la policía, pero ya el mulato le ha enviado un puntapié a los riñones. Adrián le devuelve un puñetazo. Mientras tanto el fotógrafo ha desaparecido. –Basta –grita Adrián al verse enredado en una pelea que no le concierne–, yo soy un turista, estoy alojado en el hotel. –En el hotel, ¿no? –lo increpa el mulato–, y nosotros, ¿adónde? En una choza, ¿no? Adrián lo ve aprestarse a enviarle otra patada, pero un reflujo de policías irrumpe en la vereda repartiendo cachiporrazos sin discreción. No le queda más remedio que correr hasta la puerta del hotel. «Revista Frente», –repite para sí cuando siente que alguien lo atrapa del brazo. Adrián está a punto de rechazarlo de un puñetazo pero reconoce al representante de la casa Ford. –A sus órdenes, señor Paz. Parece que el ambiente está caldeado. Pero toda ocasión es buena para hablar de negocios. ¿Me acepta un aperitivo? 118. «Aquí hay que jugárselas todas», piensa Héctor y blandiendo los soportes del letrero arremete contra l4 Ante su carga caen al suelo tres o cuatro guardias. Samuel, que lo sigue de cerca, arenga a su gente y pronto un compacto grupo de manifestantes pasa por encima de los caídos. Más policías llegan por las calles laterales y vuelven a estrangular al grueso de los manifestantes. Pero ya Héctor, Samuel y un centenar de personas siguen avanzando por la calle libre hacia la plaza de Armas. –Les están dando duro –dice Héctor volteando la cabeza. –Lo importante es llegar –responde Samuel, que sigue corriendo hacia Palacio. Antes de avistar la plaza de Armas se encuentra con una avanzada de manifestantes que no se atreve a proseguir su camino. –Está cerrada la entrada –dicen señalando hacia el final de la calle, donde se ve un camión repleto de guardias. –¿Cuántos somos? –pregunta Samuel. Rápidamente hacen un recuento: entre los que pasaron el cerco y los que refluyen de la plaza han quedado apenas unos cien sobrevivientes, un grupo heterogéneo formado por manifestantes, curiosos, transeúntes sorprendidos por el mitin y que no saben aún bien de qué se trata. –¿Hay algún obrero de la fábrica El Vencedor? –pregunta Samuel. Dos hombres se adelantan. Samuel les pide que cojan los soportes del cartelón. –Vamos a cantar el himno nacional. Formemos un batallón y avancemos. De inmediato se agrupan en filas armando una falange. Samuel y Héctor, bajo el letrero, empiezan a cantar mientras inician el desfile. Los policías que avanzan hacia ellos desde la plaza de Armas quedan inmóviles. Héctor se da cuenta de que tiene una manga desgarrada y que el antebrazo le arde como si lo hubieran golpeado con una tenaza al rojo. Pero ya el grupo se aproxima cantando al camión que cierra la entrada a la plaza de Armas.


91 Un oficial con casco y un cinturón de granadas desciende del vehículo y les hace un signo con la mano enguantada para que se detengan. –A callarse –grita–, basta de teatro. Ahorita se dan la vuelta y se dispersan. Tienen cinco minutos para hacerlo. Si no, olvídense del himno y todo. Tengo órdenes de disparar. Héctor, Samuel y sus compañeros quedan callados. El oficial mira el reloj que tiene en la muñeca y empieza la cuenta. Por atrás sienten llegar a los policías que contuvieron el grueso de la manifestación y que ahora pretenden cogerlos por la retaguardia. El oficial envía a uno de sus ayudantes para que contenga la arremetida. –¿Qué hacemos? –pregunta Héctor. Los obreros que llevan el cartelón miran a Samuel. –Estamos encerrados –dice este–, sea como sea nos van a chancar. Aguantemos. Cuando se van a cumplir los cinco minutos llega un capitán de la plaza de Armas y le habla al oficial al oído. Durante un momento discuten. Al fin el oficial se vuelve hacia los manifestantes: –Tienen suerte, carajo. El presidente dice que pase una delegación a Palacio. Pero solamente diez. Contaditos. 119. Puertas llega al local del partido donde David Lozano está reunido con algunos miembros de la directiva. –Misión cumplida, jefe –dice Puertas–, nos lanzamos por el jirón Carabaya y todos nos siguieron como carneritos. Nosotros nos escapamos por la primera bocacalle, pero el grueso se estrelló contra la guardia de asalto. Por lo que pude ver le dieron duro a los manifestantes. Hasta les tiraron lacrimógenas. Don David le pregunta si se dio cuenta de la reacción de la gente de la calle. –Estaban con los manifestantes –responde Puertas sin vacilar–, al menos yo oí que rajaban de la policía. Pero a media voz, sin comprometerse. Don David lo felicita y dice que él mismo va a escribir el editorial. Solo espera que llegue la gente de su periódico con fotografías y detalles. –Nos hace falta una cincuentena de cabezas rotas –agrega–, ya tengo el título: «Sanguinaria represión». ¡Zas! Vamos a sacudir al gobierno. Sandro Leone interviene: –¿Pero la manifestación no era roja? Pueden decir que estamos apoyando a esa gente. –Oiga usted, Leone, cuando hay sangre derramada, un demócrata debe protestar, sin distinción de credo político. Además está usted creyendo en cuentos de niños. ¡Rojos, como si en el país hubieran rojos! En este país solo hay cucarachas. Para ciertos efectos podemos llamar rojo a alguien, a Alva por ejemplo, pero no pasa de ser un distingo cómodo. Pero en fin, lo que ahora importa es desprestigiar al gobierno ante las masas y la represión nos cae de perilla. –A propósito de Alva –le dice Leone en voz baja–, tengo informes de la señora Teresa. La cosa marcha bien. Parece que el zambo se ha embalado. 120. En la explanada de la plaza San Martín desierta solo se ve un pedazo de cartelón roto, algunos zapatos perdidos por los manifestantes y el humillo de las granadas que repta tercamente por el cemento y parece incensar a la estatua del libertador. Grupos de la guardia de asalto regresan por el jirón de la Unión para subir a sus camiones estacionados en la Colmena. En el bar del Club Nacional, Cardinal, Barreola, Bremer y Berrocal siguen comentando la forma violenta y, como dice Delmonte, vulgar como esa gente manifiesta su


92 descontento. –Menos mal que no han tirado piedras al club –afirma Cardinal–, yo admiro mucho a los mártires cristianos, pero no me gustaría morir lapidado. Delmonte se pone de pie: –Lapidado, eso es muy elegante. Aquí se diría apedreado. Hay que ver la diferencia. Después de todo los guardias se han batido como unos leones. Mis respetos. Apenas se retira aparece McLear: –¿Saben ustedes que el presidente ha recibido a una delegación de manifestantes? Acaba de decírmelo el ministro de Gobierno. –¿Entonces los han dejado pasar? –se queja Jesús Barreola–. Yo creí que los habían acogotado al llegar a la plaza de Armas. –En estos momentos deben estar parlamentando –agrega McLear. –Pero eso es avalar el desorden –protesta Cardinal–, si ese monigote que hay en Palacio cede ante mil o dos mil tipos que gritan en una plaza, ¿qué pasaría si fueran diez mil o cien mil? –Justamente –interviene Berrocal–, no puede perderse más tiempo, es necesario que Chaparro viaje esta misma noche a Arequipa, el asunto se retrasa, el ambiente se caldea, la situación se deteriora, la coyuntura se ensombrece. Cardinal, apabullado por tantos sinónimos, se vuelve hacia Bremer: –Pero ¿qué hace usted aquí? bebería estar buscando al general. A este paso a Berrocal le va a dar un ataque de elocuencia. Y si Chaparro no se ha aprendido todavía la proclama, qué importa, que mueva los labios, se la grabaremos en una cinta. Bremer dice que ha llamado por teléfono a su casa y que no está. –Ingéniese usted –prosigue Cardinal–, tráigalo usted aunque sea calato. Bremer se retira, pero Barreola sigue aún alarmado. –Lo que a mí me interesa saber es qué se resuelve ahora en Palacio. Ya nos ha costado mucho trabajo liquidar a esa gente de la fábrica para que ahora se nos trepen a la cabeza. ¿Ese ministro de Gobierno no puede darnos algún dato? –Sí –dice McLear–, me dijo que pasaría por aquí apenas termine la reunión. 121. Cuando se encuentra frente al presidente, un hombre con aspecto de notario de provincia que le sonríe con atención, Samuel Montani queda cortado. Héctor y el resto de la comitiva, encuadrados por la guardia del palacio, parpadean bajo la cruda luz de las lámparas de cristal de roca. Al fin Samuel se recupera y hace un resumen de la situación de la fábrica y de las reclamaciones de los obreros. Un hombre con anteojos que está al lado del presidente y al que este trata de señor ministro, le pregunta si trabaja en la fábrica. –No –responde Samuel–, soy estudiante, pero he asistido a la manifestación por solidaridad. El hombre de anteojos protesta para decir que el presidente quiere dialogar con los obreros pero no con desconocidos. El presidente lo interrumpe: –Permítame, señor ministro, voy a hacerle una pregunta: ¿este asunto no se había ya resuelto en la vía judicial? Solo en ese momento Héctor interviene en nombre, según dice, de «una víctima indirecta» de ese abuso. –Me refiero a mi padre, un trabajador como tantos, que fue liquidado de la fábrica y que ahora yace en el hospital a raíz de un accidente. Nuevamente el hombre de anteojos toma la palabra: –Todo esto es muy patético, pero esta audiencia es para hablar de cosas concretas.


93 –Pero, en suma, ¿qué cosa es lo que quieren? –pregunta el presidente–, ustedes comprenderán, yo no estoy al tanto de todo lo que sucede en el país. Para muchas cosas, me fío de los informes de mis ministros. Sé que hay una huelga de hambre, pero veo que no contentos con eso los obreros alteran el orden público, a pesar de las prohibiciones expresas de la prefectura. Uno de los obreros se anima a hablar: –Queremos solo una cosa, señor presidente: trabajar. Que la fábrica abra sus puertas y nos dejen entrar. No somos mendigos ni perros para que nos traten así. El presidente medita un momento. –Vean, vamos a nombrar una comisión para que estudie de cerca el asunto. Quedan sin efecto las decisiones que haya tomado el Ministerio de Trabajo. Trataremos de que el asunto se arregle de acuerdo a la equidad. Por ahora reabrirá la fábrica. El hombre de anteojos se acerca al presidente y le habla al oído. –¿Es de los Barreola? Qué le vamos a hacer –responde el presidente y acercándose a la comitiva la despide con un democrático apretón de manos.

VIII Para Villa Dolores, luego de su decadencia y de su olvido, empezó un nuevo período de esplendor. Pero un esplendor macabro y sin testigos. Los únicos, el mar embravecido y los matorrales. Los que irían allí eran todos actores, ningún observador. Tan solo de noche, algún desaprensivo automovilista al cruzar por detrás de los terrenos baldíos que aislaban la casa, creía distinguir en esa mansión alguna luz o, rebotando en la oscuridad, algún quejido. El doctor Caproni, gran chambelán del palacio, y Camilo el Hermoso, intendente de su placer, lograron en poco tiempo convertir la planta baja en un gabinete cursi y acolchado, poblado de baratijas. Con dos lámparas y un biombo lacado comprados en el barrio del Capón, el doctor Caproni se dio el lujo de acondicionar en lo que fue el escritorio una cámara china, que pensaba vagamente destinar a la alcoba de la flagelación. –Esta casa terminará por llamarse la Casa de Drácula –decía Caproni. Pero donde puso lo mejor de su talento para la decoración fúnebre fue en el gran salón. Huapaya arrancó el desvaído empapelado para tapizarlo con un paño negro. Aparte de sillones, espejos y taburetes, se colocó en el centro una alta mesa, que parecía más un tálamo nupcial o un altar de sacrificios. Ese era quizás el salón de los holocaustos. En los altos, luego de una enérgica batida contra arañas y murciélagos, lograron conquistar una sala de baño y un dormitorio, en el que se colocó un lecho con baldaquín. Cuando quedaron listos estos detalles, Caproni tuvo una sensación de plenitud pero de descorazonamiento. El espacio estaba domesticado, había cobijado incluso ya algunos ensayos, pero le parecía demasiado grande y ambicioso para la pequeñez de sus recursos. –Habrá que hacer un baile –repetía–, lástima que no sea millonario, pues haría una fiesta de disfraces, estilo renacentista. Huapaya sugirió contratar un día a todas las amigas de –Cojudeces –dijo Caproni–, lo que yo quiero ver es a un equipo de fútbol tendiéndole una celada a las alumnas de un colegio de monjas. 122. Carellanta se detiene frente al hotel Crillón y se coge las sienes. No, no puede ser. Pero sus ojos no lo engañan: la mujer que acaba de entrar es Olga. La puerta vidriada se


94 abrió sin que ella la tocara. Detrás entraron dos o tres personas. Después de pasar varias veces ante la fachada decide imitarla. Se encuentra en un amplio hall, lleno de sillones donde hay gente leyendo revistas, de pequeños quioscos donde venden objetos de arte, periódicos y licores. Por un altoparlante invisible se escucha una voz en inglés. Carellanta no sabe por cuál de las cuatro puertas que dan al hall ha desaparecido Olga. Al fin elige una al azar y se pone en movimiento, pero un portero en uniforme, surgido aparentemente del aire, lo intercepta. –¿A quién busca el señor? Carellanta se ofusca, balbucea que tiene una cita, que espera a un amigo. –¿Está seguro de que es en el Crillón? –Tal vez en el Bolívar –responde Carellanta. –Mejor es que se asegure –agrega el portero, sin dejar de examinarlo. Carellanta sabe que sus zapatos están bien lustrados, que está bien vestido, hasta con corbata, pero a pesar de ello seda cuenta de que es objeto de una sutilísima discriminación. No se está impunemente cinco años en la cárcel. Se da media vuelta entonces y sale a la calle. Queda en la calzada, fumando. A veces camina hasta el extremo del hotel y trata de mirar por las ventanas, pero las persianas están cerradas. Anselmo Rivas lo espera en el hotelito del Rímac. Que siga esperando, qué tanto. Entre la puerta del Crillón y los taxis que aguardan en la pista hay un tráfico constante de ujieres que corren con maletas, de gente que se desplaza. Al fin ve salir a Olga, pero no está sola. Un hombre bajo y ligeramente obeso la acompaña. Un botones los lleva hasta el taxi. Carellanta se lanza sobre el taxi que está detrás. –Tarifa especial. Son carros de lujo –le dice el chofer. –No importa –responde Carellanta–, siga a ese carro. 123. –Ya le he dicho, señor Bremer, hace dos días que Alejandro no viene a casa. Me dijo que había unas maniobras. Usted debe saber, los militares siempre tienen maniobras. La señora Chaparro cuelga el fono. Bremer se traslada a la escuela militar de Chorrillos, luego al cuartel de aviación de Las Palmas, enseguida al parque de la división blindada. ¿Chaparro? Nadie lo ha visto. En el Círculo Militar no le pueden dar razón. Prueba sin éxito en el cuartel San Martín de Miraflores. Finalmente llama a Cardinal: –Imposible encontrarlo. Se lo debe haber tragado la tierra. –Fíjese, Bremer, usted me lo saca de donde sea. Los pasajes para Arequipa están reservados para esta madrugada. Haga un rastreo por donde doña Aurelia. Bremer dice que ha llamado tres veces por teléfono, pero que doña Aurelia no está y que las chicas no han visto al general. –Insista –dice Cardinal–, todos sus caminos convergen tarde o temprano a ese punto. ¿No ha leído la vida de los rinocerontes? Pueden irse al prado a comer flores, pero en la noche no pueden resistir el llamado del légamo. Bremer vuelve a llamar donde doña Aurelia. ¡Al fin! El cantinero le dice que la patrona no ha venido, pero que el general llegó hace unos minutos y se ha encerrado en un cuarto con órdenes estrictas de que no lo molesten. –Reténgalo, no lo deje salir –le recomienda Bremer y enfila cuando anochece hacia las afueras de Lima. Antes de tomar la carretera a Chosica, al final de la avenida 28 de Julio, un carro surge por una transversal y Bremer lo evita con las justas, trepándose a la vereda, felizmente sin peatones. El carro se detiene a pocos metros y de él desciende un gigante. Bremer nota que está un poco bebido. Trata entonces de darle la razón, no ha pasado nada,


95 ha sido solo un susto. El hombre vocifera, quiere buscar testigos entre los transeúntes, lo enreda en una discusión. Bremer ve pasar los minutos sin poder zafarse. –Quedamos como amigos, vamos a tomarnos un trago –dice el hombre–, lo que pasa es que estoy probando el Ford, me lo entregaron esta tarde. Bremer rehúsa, se excusa y por fin logra seguir su camino, abandonando al gigante que recomienza sus bramidos, sus amenazas. Cuando llega al local el cantinero lo está esperando en la puerta. –Disculpe, señor Bremer, pero no pude agarrarlo. Acaba de irse. Estaba un poco embalado, usted sabe. Salió con la china Olga, se iban a comer. Doña Aurelia no ha venido. Bremer pasa al bar, agotado, y se sirve un whisky. Otro día más perdido. Una de las muchachas se acerca: –Qué, señor Bremer, ¿las cosas no andan bien? Bremer suspira, le dice que se sirva un trago si quiere, pero que esa noche no tiene tiempo para cháchara. –Yo sé dónde está, señor Bremer –añade Lilí. Bremer la mira incrédulo. –No es por nada, pero esa china Olga lo tiene embobado –sigue Lilí–, se lo debe haber llevado a su departamento. –¿Tú sabes dónde es? –En la calle Quilca, ciento veinte, cuarto piso. Bremer seca su trago y sale a la carrera. 124. Rivas espera hasta las once de la noche y como Carellanta no aparece, sale del hotel del Rímac para llamar por teléfono de una chingana. En el local del partido no hay nadie de confianza. Al fin ubica a Leone en su casa. –El cholo no regresa. En la tarde me pidió cien soles y se ha hecho polvo. Leone dice que no se inquiete, que Carellanta tiene a veces sus caprichos pero que cumple. –Es aguantador –agrega–, debe estar chupando por algún sitio, pero seguro que regresa a dormir. –A mí no me gusta trabajar así –responde Rivas–, las cosas serias, don Sandro. Si esta noche no viene a dormir yo renuncio. No quiero correr riesgos. Después de colgar el fono queda un instante en el bar, mirando a los bebedores. Un hombre alto que ha dejado en la puerta un Ford reluciente perora al lado del mostrador rodeado de parroquianos. –Ochocientas hectáreas de viñas –dice–, cuatrocientas de caña de azúcar. –Y el pisco, ¿cómo se hace? –le preguntan. –Yo de uva, los tramposos de caña. Rivas nota que el hombre pide un whisky, lo prueba, exige que le muestren la botella. «Estas son las sanguijuelas», piensa, «estos son los que sangran al país. Habría que colgarlos a todos.» –Yo no ando con tonterías –prosigue el hombre–, ustedes zambitos son de cuchillo, yo de revólver. Para mí no hay criolladas ni contrasuelazos. Si alguien levanta la mano, pum pum, dos balazos en la barriga y se acabó. –Cuando Rivas va a salir el hombre agrega–: Al que esa noche me pegó me lo cargo, palabra de caballero. «Mequetrefe», se dice Rivas, «haciendo bravatas, yo me lo cargaría a él, con pistola, hacienda, carro y todo.»


96 125. «Menos mal que a esta hora hay poco tráfico», piensa Carellanta, que no desprende la vista del taxi en que va Olga, apenas a una cuadra de distancia. Además, el lugar adonde va está más cerca de lo que creía. En una transversal de la avenida Wilson se detiene. –Acá no más –ordena Carellanta al chofer. Cuando desciende, ya Olga y su acompañante se dirigen hacia la entrada del edificio. Carellanta palpa en su bolsillo el punzón de mango tallado y apresura el paso. Salvo algunos vehículos solitarios que pasan por las bocacalles, el lugar está desierto. Le faltan veinte pasos para llegar a la pareja cuando esta desaparece por la entrada del edificio. Carellanta se encuentra con una puerta de cristal cerrada. La manija no obedece. Hay un timbre en el umbral que oprime en vano pues no suena o debe sonar en una habitación vacía o en los oídos de un portero sordo o poco diligente. Carellanta se pasa a la acera del frente y observa la fachada del edificio. Las ventanas están apagadas. En el cuarto piso se enciende una de ellas. Carellanta distingue la silueta de una mujer, sin duda Olga, que se acerca, abre los brazos, los junta y desaparece tras una cortina corrida. En el cuarto piso. ¿Qué hacer? Tranquilamente pueden quedarse allí hasta el día siguiente. Rivas debe estar furioso. Además Leone puede ordenar que le suspendan su paga. A pesar de ello sigue esperando. A medida que su mirada se fija en la ventana, su mano se endurece en el bolsillo, sobre el mango del punzón. –A él puedo despachármelo –dice–, pero a ella solo un susto, para que sepa que estoy aquí, como un verdadero hombre, sin olvidar. 126. Alva y la plana mayor de sus redactores observan las fotografías de la manifestación para escoger las que deben acompañar a los artículos de la revista. En una instantánea distingue el rostro de un hombre que avanza haciendo una mueca de cólera hacia el objetivo de la cámara. –A este lo conozco –dice Alva–, es Adrián Paz, un energúmeno al que tuve que darle su corrección una noche. –A mí me estuvo fregando –dice su fotógrafo–, yo creí que era de investigaciones. Samuel Montani ha escrito un relato pintoresco de su entrada a Palacio, contando cómo el presidente era interrumpido a cada rato por su ministro de Gobierno. –He averiguado que el ministro fue abogado de varias empresas de Barreola – agrega. Aquiles Dávila ha relatado la carga de policía y las reacciones de los manifestantes. Alva dice que el reportaje es explosivo y decide publicarlo en la página central. –A propósito, quería hablar con usted –dice Aquiles. Alva lo invita a salir al vestíbulo. –He visto que no ha publicado mi crónica sobre el albergue Martín de Porres. Alva alega que ha sido por falta de sitio. –Otra cosa –añade Dávila–, me está usted debiendo parte de mis dos últimos artículos. –Como Alva queda callado, Aquiles prosigue–: Eso lo vamos a dejar, no importa. Pero por mi reportaje sobre la manifestación quisiera que hagamos un trato sobre otras bases. –¿Cuánto? –pregunta Alva. –Quinientos soles. Alva protesta, dice que ni los diarios de los potentados pagan esos honorarios. –Entonces me lo llevo –responde Dávila–, prefiero no publicarlo. –Me parece muy bien –dice Alva–, lamento solo decirle que mi revista no es una empresa comercial. Las condiciones en las que trabajamos, y usted lo sabe bien, son


97 terriblemente difíciles. Todos mis colaboradores tienen que hacer sacrificios. Dávila va al bufete de Alva y recoge su artículo sobre el mitin. –Es una lástima lo que sucede –dice–, tengo casi terminado algo muy interesante. Conjeturas sobre un posible golpe de Estado. Alva sonríe: Como de costumbre, algún generalote. –Tengo indicios –responde Aquiles. –De golpes de Estado se habla siempre. ¿Cuánto quiere por su artículo? –Ya le he dicho: en adelante no acepto menos de cincuenta billetes. Alva se limita a emitir un silbido y sin responder regresa a su escritorio. 127. Carellanta espera. La luz del cuarto piso continúa encendida, tamizada por una cortina rojiza. Tal vez sus oídos crean sus propias alucinaciones, pero juraría que ha escuchado gemir a la china. La puerta del edificio sigue cerrada. ¿Qué hacer? Para no aburrirse trata de recordar algo. Ve el cuerpo extendido en la sala de doña Perla y ve, alojado en el mismo tabique de su memoria, pero en una galería más antigua, otro cuerpo con el vientre abierto como un odre podrido. Pero eso nadie lo supo, salvo Leone y quizá ni Leone se acuerda. Las catacumbas del olvido. Al fin Carellanta distingue a un hombre que se acerca al edificio en el mismo momento en que un automóvil se detiene ante la fachada. El hombre, seguramente un inquilino, saca una llave del bolsillo y abre la puerta. Carellanta avanza rápidamente y llega en el momento en que el inquilino va a cerrar la puerta y cuando un señor bien vestido que ha bajado del automóvil se acerca. –Gracias, tengo que ver a un amigo –dice el hombre elegante, atravesando el vano. Carellanta no da ningún pretexto y penetra al vestíbulo del edificio junto con los otros dos. El inquilino, después de observarlos, cierra la puerta y tomando un pasadizo desaparece. Carellanta se retrasa, para dejar que el señor del automóvil elija un camino. Lo ve introducirse en un ascensor. Entonces se lanza por las escaleras. Llega sofocado al cuarto piso y recorre un pasillo, deteniéndose para escuchar delante de cada puerta. Al doblar el ángulo del corredor ve al hombre que subió en el ascensor que mira pensativamente el cielo raso mientras se acaricia la garganta. Carellanta retrocede un paso y queda observándolo. El hombre no tiene trazas de irse. Al fin lo ve acercarse con resolución a una puerta y golpear con los nudillos. –Mi general, ¿está usted allí? Nadie responde. El hombre insiste en golpear. –Disculpe, es Bremer, mi general. Es algo urgente, el viaje. La puerta se abre y Carellanta tiene apenas tiempo de percibir una sombra, un brazo desnudo que sobrepasa el umbral, unas risas, antes de que la puerta se cierre y el pasillo quede desierto. En ese momento siente unos pasos por las escaleras. Un sujeto en pijama se le acerca, enfocándolo con su linterna. –¿Quién es usted? Hace rato que están fregando la paciencia. Carellanta se excusa, dice que sale de donde una amiga. El hombre en pijama refunfuña: –Gente, bulla, basta que una de estas mujeres se instale para convertir una casa decente en un burdel. ¿Lo acompaño a la puerta? Carellanta echa una última mirada al corredor en penumbra y empieza a bajar resignado las escaleras seguido por el guardián. 128.

Adrián Paz sale del bar del Rímac y trata de abrir la puerta de su automóvil.


98 –Me lo cargo –dice–, a trompada limpia. Pero una vez que está sentado frente al volante y ha encendido el motor no sabe cómo seguir. Sus manos viajan inútilmente por el tablero del vehículo en busca del botón de los faros. Aprieta un botón y al poco rato le salta a las faldas un encendedor de cigarrillos con la punta al rojo. Otro botón pone en marcha el limpiaparabrisas. Sus pies se remueven en la oscuridad. Desde hace algún tiempo su memoria falla. ¿En qué carro está? Al fin apaga el contacto, saca la llave, sale del carro tirando la puerta y se pone a mear al lado del guardafango. –Le achato la nariz de un cabezazo y después lo pateo en el suelo. Sus piernas inseguras lo ponen en movimiento. Camina tambaleándose al lado de la baranda que da al río seco. Al llegar bajo un poste saca un papelito de su bolsillo y lee: «Revista Frente». Queda un rato inmóvil, tratando de encontrar un taxi. Las calles están desiertas. Lo que debe acordarse es dónde dejó su carro. No le vaya a suceder lo mismo que con el que perdió cerca de Chala. Ahora se trata de un Ford azul, de último modelo, pagado con un cheque, dejado ¿en qué calle? Una mujer viene en su dirección. Adrián la aborda para preguntarle en qué calle está. La mujer lo observa asustada y se aleja rápidamente sin responderle. Adrián la pierde de vista, pero retiene de ella la imagen, dos cejas bien trazadas sobre los ojos muy abiertos, aterrados, como ante una visión asesina. Como los ojos de Teresita en el sillón de la hacienda, aquella tarde calurosa en la que, al cabo de semanas de espionaje, sin memoria ni paz ni sueño, no pudo contenerse. «Por eso las dos me odian», se dice y sigue su camino. Solo un taxi para llegar a la revista. Lo único que encuentra es una cantina, cerca del puente de piedra. Bastaría atravesar el puente para llegar a barrios serenos, dormidos, sin bares ni noctámbulos. Pero su sangre bulle, sobre todo después de haber mirado esos ojos de espanto y saber que un error basta para malograr una vida. «La última», piensa empujando la mampara de la cantina. Bar de borrachines. Adrián los observa con indulgencia, casi con reconocimiento, recostados en el mostrador, monologando. –Whisky para todos, Adrián Paz paga la ronda –exclama. Mientras espera que lo atiendan, apoya los codos en el mostrador, la cabeza en las manos y se queda dormido.

IX No se sabía si era argentino o si se hacía pasar por argentino, pero todos lo conocían con el nombre de Che Malone. Paraba siempre en un café de la calle Mogollón dispuesto a todo. Desde que apareció en Lima demostró tener carisma para cualquier oficio, profesión o arte. Tomaba fotos a los transeúntes, daba clases de baile, hacía de figurante teatro, escribía articulillos, decía haberse graduado en filosofía, intentó ser locutor de radio, logró una vez participar en una carrera de motos, pero en realidad su verdadera pasión era el café, la cocaína y la joda. Andaba con una mujer sin nacionalidad, un producto cosmopolita y casi abstracto, Pelota Marín, que prestaba, canjeaba, alquilaba, vendía según el caso y las circunstancias. Huapaya, que andaba a la caza de un futbolista (Caproni había renunciado al equipo para limitarse a uno de sus integrantes) lo vio tomando una cerveza y lo abordó. –Tú que has trabajado en la radio debes conocer a jugadores de fútbol, Che. Necesito que me presentes a uno. –Préstame antes cincuenta soles.


99 –Te pago la cerveza si quieres. Ando arrancado. –Pero ¿para qué querés un futbolista? Huapaya le explicó que un amigo estaba escribiendo una historia de deporte y quería documentarse. –Dejate de macanas, pingón. Te conozco bien. Si tu amigo quiere un futbolista será para amasarle las piernas. Huapaya convino en que era para una reunión, en fin, una fiesta, algo especial. –Si querés un futbolista aquí lo tenés. Yo de pibe he jugado por la reserva del Boca. Te puedo mostrar las fotos. –Levantándose el pantalón mostró una pantorrilla peluda–. Mirá, no me dirás que con ésta no le he dado duro al cuero. ¿Y dónde es la encerrona? –Eres un jodido, Che, me quieres meter el dedo. –Te hablo como un amigo, pingón. Vamos, contame dónde es la fiesta. ¿Sabés que Pelota ha preguntado por ti? Ahora anda haciendo títeres, para con artistas, se la da de intelectual. –Pelota es una mujer de bandera, Che, de dónde te la habrás sacado. –Te gusta Pelota, ¿no? Es una joyita, Pingón, no sabés cómo nos queremos. Huapaya dice que es donde el doctor Caproni, que van a ir solo ocho o diez personas, algo muy escogido. –Llevame, entonces. Le diré también a la Pelota. –¿A la Pelota? –Pero claro, la Pelota entra con todo. Arriba, abajo, adelante, atrás, ¿pero vos tenés prejuicios, pingón? –Que me traigan una cerveza. A ver, cuenta. ¿Cómo es eso de la Pelota? –Pero si vos la conocés. –Sí, pero quiero saber, Malone. ¿Cómo es en la cama? –Divina, viejo, no tenés una idea, es el non plus ultra. –Espera, ya me estoy animando, ¿cómo dijiste? –El non plus ultra. Pero vos sos un ignorante, pingón. Tenés que leer a Virgilio. 129. Desde hace algunas horas el general Alejandro Chaparro vive en un mundo opaco, empañado, del cual puede sacar muy pocas cosas en limpio, por ejemplo, que Bremer fue a buscarlo esa madrugada a un departamento del jirón Quilca, que dormitó un par de horas probablemente en su cuartel, pues se acostó de civil y amaneció con uniforme, que tomó un avión rumbo al sur y que ahora se encuentra en el ayuntamiento de Arequipa presidiendo un banquete. Y los comensales parecen esperar algo de él, pues en lugar de conversar guardan silencio y lo miran con insistencia, tosen, siguen con la mirada sus gestos más insignificantes, el viaje del tenedor a su boca, el vuelo de su servilleta. Bremer está sentado a su derecha y al frente distingue al coronel Arboleda y al señor Berrocal. ¿Qué pueden hacer allí Arboleda y Berrocal? Sobre todo Berrocal, con quien ha almorzado varias veces y en grupo en su hacienda del norte. Desde hace rato Bremer le da discretos codazos y al fin le dice al oído: –Pero mi general, ¿sabe para qué hemos venido? Chaparro dice que sí y agrega en voz baja que «ha llegado la hora en que la ciudadanía harta de las tropelías del gobierno civil y de su burda entrega a las dictaduras foráneas juzga que es imperioso poner coto a los desmanes». Pero Bremer lo interrumpe: –La proclama es para el cuartel. Ahora basta solo un preámbulo, una declaración para crear el ambiente. Pero está usted pálido, ¿no quiere que lo acompañe al baño? Chaparro consiente y ambos se ponen de pie para dirigirse al water-closet. En el


100 camino Chaparro se recupera, comienza a entrar en posesión de su memoria y más aún cuando se echa un poco de agua fría a la cabeza. Mientras tanto Bremer dice que se comporte con un poco más de prestancia, que los notables de Arequipa esperan con impaciencia sus palabras. –Entendido. Ya verá usted –responde Chaparro y pide que lo reconduzca al comedor. Cuando reaparece, arreglándose la polaca y sacando pecho estallan espontáneamente aplausos en la mesa. Chaparro, sin tomar asiento, apoya una mano en el mantel y lanza una mirada un poco incierta al cielo raso. –Señores –empieza–, tengo algo importante que decirles. La oligarquía, es decir, los que tienen la sartén por el mango, nos están engañando. Nada de progreso, nada de educación, nada de nada. Somos las víctimas inocentes de sistemas de vida injustos y periclitados. Bremer, que se mantiene de pie a sus espaldas, acerca otra vez su cabeza: –Deje a la oligarquía en paz. Está usted confundiendo. Chaparro reacciona y descubre que sus dos manos están ligeramente separadas, en un gesto de ofrenda. Con una de ellas se apodera de una copa de champán. –Bebamos esta copa por la patria –dice y después de un brindis ruidoso, como se vuelve a hacer silencio, prosigue–: Debemos ser desconfiados. En cada ciudadano se oculta un traidor. Pero también en cada traidor hay un ciudadano engañado. Yo quiero decir: el rojo lobo detrás de la blanca oveja, señores, defendamos la espiritualidad y combatamos la pornografía. Los aventureros ignoran el sustrato místico que está anidado en el corazón de todos los peruanos. Bremer nota con asombro que esta última frase despierta una nutrida ovación. Aprovecha entonces para recomendarle que precise un poco más, que ataque al gobierno. Un comensal se pone de pie para proponer un brindis por la asociación de comerciantes minoristas del departamento. Chaparro acepta y prosigue su discurso: –Señores, hijos de la Ciudad Blanca y del Misti invencible. Aquí estoy, aquí he venido para informarles lo que pasa en la capital, en esa cueva lúgubre de lobos y animales diversos, en esa selva de asfalto, como diría apelando a una imagen. Hay un presidente, es verdad, pero que ha traicionado los ideales de la ciudadanía. Rodeado de una camarilla de hórridos intelectuales, está entregando el país a las fuerzas más heterodoxas y ortodoxas del extremismo internacional. Nada está seguro en el altar de la nación, ni la familia, ni la propiedad, ni la moralidad. Allí está la falla: rojos por aquí, rojos por allá, unos son así, otros son asá. Nuevamente estallan los aplausos. Bremer, desorientado, cambia una mirada con Berrocal. Pero ya Chaparro está embalado: –Por eso yo, ínclito, hijo de la patria, siguiendo la vía trazada con su espada de fuego por el mariscal Castilla, pido cuentas, exijo explicaciones, moralmente me siento autorizado a que las cosas se aclaren, a que se pongan las cartas sobre la mesa. No queremos dictaduras, pero tampoco deseamos vivir en el caos. Rechazamos ser gobernados por hombres blandos, por hombres de cuello blanco y manos sucias, que ignoran lo que es la honradez y la disciplina. Yo estoy dispuesto a ofrendar mi vida por la nación y secundado por los hijos del volcán invicto iré hasta el fondo de las reivindicaciones populares. Señores, yo propongo la acción, pero ustedes son los que tienen la palabra. Los comensales, de pie, aplauden. Chaparro en cambio se ha dejado caer en la silla. Alguien le alcanza una copa de champán. Chaparro la coge, trata de ponerse de pie, pero no puede incorporar su masa. El esfuerzo ha sido demasiado grande y ya el coronel


101 Quijano, jefe del regimiento de infantería de Arequipa, se acerca para decirle: –¿Nos vamos, mi general? La oficialidad nos espera en el cuartel. 130. Luque ve entrar a la celda a los dos hombres, los mismos de siempre, y presiente de qué se trata. Lo curioso es que tienen un aspecto más bien tutelar, bonachón. El más alto se quita el saco y lo cuelga en el cerrojo de la puerta. El otro se contenta con sacarse el sombrero para colocarlo cuidadosamente, empinándose, en el alféizar de un alto tragaluz. –Vamos, negrito, el otro día dijiste que sí –dice uno de ellos–, pero las manos te temblaban, compadre, no podías coger la pluma. Ahora nos firmas este papel. Agachándose le entrega dos hojas escritas a máquina. –No veo bien –dice Luque tratando de leer la primera página. En lo alto distingue un sello con el escudo peruano–. ¿Dije sí a qué cosa? –pregunta. –Que fuiste el culpable, negro, lo gritaste, se te oyó hasta en el patio. Luque lee el encabezamiento: –«Anacleto Luque, obrero, treinta y cuatro años, casado, con domicilio en Miraflores, Malecón de la Aviación, interrogado sobre el asesinato del menor Pedro Primo, confesó...» –De inmediato tira el documento a un rincón de la celda–: Yo no he confesado nada. Uno de los hombres recoge los papeles: –Con cuidado, con cuidado, no hay que manchar esto, ahora tienes que firmar. Vamos, toma. De su saco extrae una pluma fuente y se la alcanza. –Todo esto es mentira –protesta Luque–, ustedes están pagados para joderme. A ustedes los explotan, ¿no se dan cuenta? Ustedes son los sirvientes de los inspectores y los inspectores de los comisarios y así sigue la rueda. –Claro, ¿y hasta dónde? –dice uno de los hombres–, dime, ¿hasta dónde? Prefiero estar tranquilo aquí abajo y segurola, que cayéndome por lo alto. Vamos, ¿firmas o no? Luque dice que lo dejen salir, que su gente lo necesita: –Debe haberse hecho la manifestación. En la fábrica nos tenían pisados. –¿En qué fábrica? –pregunta el hombre que se ha quitado el saco. –Déjate de preguntas –interviene el otro–, sé que el otro día se reunieron en la plaza San Martín, les cayeron los tombos y rompieron cabezas como contratados. –¿Hay muertos? –pregunta Luque. El hombre con saco le vuelve a entregar los papeles: –Fíjate, nosotros también tenemos nuestra conciencia social. ¿Crees que somos unos brutos? Tú firma y después pregunta lo que quieras. Luque sigue leyendo: –«Confesó que el sábado 18 de noviembre, a las cuatro de la tarde, se encontró en la bajada de la Pampilla con un menor que respondía al nombre de Pedro Primo...» Pero es pura mentira –exclama. El hombre que está aún con saco se lo quita. –Comienza, Toro –dice colgando su chaqueta sobre la de su colega. Luque tiene apenas tiempo de protegerse la cara, antes que un puño surja, crezca, cubra toda la luz y le borre el mundo al estrellarse contra su nariz. 131. En el viejo hotel de la Estación, en Chosica, a cincuenta kilómetros de Lima, rumbo a los Andes, Carlos reposa. Es el único cliente de ese local vetusto, amenazado hace años de demolición, famoso en la época en que la única vía hacia la sierra era el ferrocarril. Ahora


102 que hay carretera el tráfico se hace en automóvil, al otro lado del río, donde prosperan las tiendas y los albergues. Precisamente por eso Carlos ha escogido ese hotel: no tiene otro contacto con el mundo que el mozo que le sirve las comidas y la criada que le hace la habitación. De vez en cuando baja al bar donde se reúne algunos viejos chosicanos y, de noche, jugadores de póquer que vienen de Lima. Tal vez de eso vive el establecimiento, de su vocación de garito nocturno. Todos los días desciende al jardín para contemplar a la enorme y centenaria tortuga con la concha rajada. A fuerza de durar ha adquirido la apariencia de lo inerte, sus extremidades parecen ramas desgajadas y resecas, su concha la piedra errática arrastrada por algún aluvión. El mozo dice que un día se escapó del jardín, se fue a la vía férrea, un tren chocó con ella y se descarriló. Salones polvorientos, donde antaño se celebraban bailes y banquetes políticos. Ahora los devoran las polillas y sirven de refugio a los perros ambulantes. Carlos ni siquiera ha querido conversar con Héctor. Cuando se enteró de que la única víctima del club fue el nuevo guardián tomó el tren en Desamparados y se instaló en el hotel de la Estación. Pero la soledad lo corrompe, se da cuenta de que no se puede ser prófugo de sí mismo. Su gesto –la mano extendida sobre la baranda del malecón– para herir a quien no se proponía. Pero ¿qué se proponía? Le echa la culpa al azar, a ese viejo demonio tan presente y tan menospreciado por los racionalistas como él. Precisamente porque se trata del azar no cabe en su caso el remordimiento. Tal vez se equivocó de objetivo. El blanco, ¿no sería más bien su propio padre, el doctor Almenara? ¿O un templo, por ejemplo?, ¿o un cuartel? Elegir lugares donde no haya inocentes. Pero ¿quiénes son los culpables en estado puro? Todo acto de justicia, se dice, posee un coeficiente de iniquidad. Repite su frase, dispuesto ya a examinarla, a rebatirla si es necesario cuando el mozo sube a buscarlo. –La señorita que esperaba está abajo, en la dirección. Carlos pregunta si el salón está listo y como el mozo asiente, baja después de peinarse y frotarse las manos con agua de colonia. 132. Aquiles Dávila encuentra a Elisa sentada al piano, estudiando una lección. Cuando Elisa estudia es insoportable, no se le puede ni hablar. Pero esta vez cierra la tapa y se sienta a su lado en el sofá. –Tenía ganas de recibir una visita, estaba aburrida, deprimida. ¿Qué cuenta el periodista? ¿El periodista? El periodista se limita a mostrar su dentadura reluciente, se arrellana en el sofá y saca un paquete de una decena de cigarrillos negros sujeto en un extremo con papel de envolver. –Creo que tenías razón –dice al cabo de un rato–, esa revista es un ensarte. He tenido una discusión con Alva. Yo necesito plata, ¿sabes? No puedo estar trabajando de balde. Entonces, ¿no está muy contento? Qué va a estarlo, ¿acaso es un idiota? –Lo mandé al diablo, me llevé mis artículos y encima le tiré la puerta al salir. Eso está muy bien, pero ¿por qué se queda callado el periodista? Aquiles está escuchando el silencio de la casa, no se oye un respiro, un trajín. –Salió mi papá, salió mi mamá, salió la sirvienta, salió todo el mundo. Pero en fin, ¿qué proyectos tiene el periodista? –¿Me estás tomando el pelo? –pregunta Aquiles–, déjate de periodistas. Si pudiera vender yucas, máquinas de escribir, lo que sea, lo haría, en lugar de estar escribiendo artículos. Si los escribo es porque es lo único que sé hacer bien y porque además es el camino más corto.


103 ¿Para qué, se lo puede explicar? Esta vez Aquiles no responde: sigue escuchando el silencio y al encender su cigarrillo descubre una mirada clandestina de Elisa, relampagueante, pero amplia, que abarca sus muslos, su vientre. –No te invito porque son comprados en la pulpería, al por menor. Elisa deja de hacer preguntas y suspirando recuesta su cabeza en el espaldar, pensativa. Aquiles observa su perfil. Sí, un águila real. –Tú me dijiste una vez que tu papá conocía a Cardinal. –¿Quieres una carta para él? –pregunta Elisa–. Podrías trabajar en su periódico. Aquiles echa una bocanada de humo. Sí, un pájaro de presa. Observa además sus piernas. Es la primera vez que lo hace con interés, están mejor formadas de lo que podía presagiar su busto, su talle. –Es estúpido lo que te voy a decir –continúa–, pero creo que estoy enamorado de ti. Elisa se echa descaradamente a reír, pero de súbito se interrumpe. –Dame un cigarrillo, no importa que sean negros. Aquiles se lo alcanza y se lo enciende. –No te creo –añade–, tú buscas otra cosa, lo sé, estoy completamente segura. –¿Qué cosa? Elisa vuelve a entrecerrar los ojos, recostada en el respaldar: ve entre brumas el piano, la chimenea, el brazo grueso y aguerrido de un candelabro de plata. De inmediato se endereza. –Cambiemos de tema. ¿Así que quieres una carta para Cardinal? –Dejemos eso por ahora –insiste Aquiles–, a ver, dime, ¿por qué no crees que estoy enamorado de ti? Elisa apaga su cigarro. Sus manos vacantes acarician el forro del sofá, vacilan, tiemblan. Tal vez Aquiles lo ha advertido porque las coge entre las suyas con fuerza. –Me casaría contigo –agrega. Elisa respira sofocadamente, sabe que todo eso es mentira, palabras como cheques sin fondos, nada las respalda, dichas para salir del paso. A pesar de ello, no pone en discusión su crédito, atenta solo a la boca que las dice. Aquiles echa una mirada a la alfombra tupida, otra al sofá y sin elegir, pensando que en estos casos el lugar lo determina el curso de las circunstancias, entierra bruscamente su cabeza en las faldas de Elisa, buscando con su mandíbula ávida lo oculto. 133. Toro y Lagarreta abandonan la celda con sus sacos bajo el brazo y abanicándose con sendos pañuelos atraviesan el patio de la prefectura. Toro lleva con la punta de los dedos las hojas escritas a máquina. –Hace calor –dice Lagarreta, mirando el cielo despejado donde brilla la luna–, ¿tú crees que haya habitantes allá arriba? –He leído que hay –responde Toro–, pero son enanos, dicen que no miden sino diez centímetros y que además tienen un ojo en la nuca. –A mí que me los traigan en canasta –opina Lagarreta–, he corrido mucho mundo para que me vengan con cuentos. Cuando llegan al despacho del inspector Zapata, Toro lanza los papeles sobre la mesa: –Firmado, jefe. Zapata echa una mirada a la confesión y lee la firma indecisa de Anacleto Juque. –Hay que mandarle al enfermero –añade Toro–, tiene la nariz como una betarraga y además algo en las costillas.


104 Zapata es de opinión que ha sido un buen trabajo. –Informaré en este momento al padre del chico. Veremos si algo nos cae por allí. Lagarreta dice que hay que festejar el asunto, unas cervecitas caerían bien, ¿no es cierto, jefe? Zapata abre generosamente su cartera y les entrega veinte soles. –Tómense una a mi nombre. Yo tengo que hacer todavía. Su adjunto Rosales está sentado en un rincón, sin abrir la boca. –Acompáñalos si quieres –dice Zapata. Rosales se pone de pie y se dirige hacia la puerta con sus colegas. –No se olviden del negro –grita Zapata antes de que salgan–, si está muy mal que el enfermero venga a verme. Hay presos que a cada rato quieren suicidarse. Cuando la puerta se cierra, Zapata da rápidos arpegios sobre el borde del escritorio, como si se tratara de un piano y finalmente estira la mano hacia el teléfono y marca el número del diputado Primo. –Aquí la prefectura. Ya lo tenemos –dice cuando la señora Primo se identifica. –¿A quién? –¿Cómo a quién? Al negro, al asesino de su hijo. Ya confesó. Zapata escucha por el auricular un gimoteo y al poco rato le cortan la comunicación. Perplejo observa el fono y vuelve a marcar, no lo vayan a dejar colgado, caramba, habiendo una gratificación de por medio. 134.

–Mi reino por una adolescente. Mañuco Delmonte acelera para aprovechar la luz verde, dobla en la primera bocacalle, continúa como un bólido en línea recta, vuelve a doblar en la próxima transversal y finalmente el auto encarnado se detiene rugiendo en una esquina. Allí espera. La muchacha está a veinte pasos. Mañuco la deja atravesar la pista y enseguida arranca. Pegándose a la vereda avanza suavemente. ¿Por qué está tan seriecita?, ¿no quiere dar una vuelta?, ¿no quiere comerse un helado? La muchacha continúa su camino aparentemente impasible, pero observándolo de soslayo. Al fin se detiene ante la verja de una quinta, se echa el cabello hacia atrás con la mano, sonríe y avanza por el corredor, oronda, contoneando un poco las caderas. Mañuco la ve llegar hasta la tercera casa y tocar el timbre. Entonces observa su reloj, ve que son las seis de la tarde pasadas y parte como una flecha hacia su departamento de Orrantia, pensando que las reuniones de directorio son una vaina, que hubo un asunto muy importante. Linda está esperándolo en la vereda. Mañuco recita su lección y mientras suben en el ascensor se pregunta cómo hará: ¿ir directamente a su casa con algún pretexto?, ¿volver a esperarla en la esquina? Por lo menos ya sonrió. Lo importante es que se produzca, como él dice, la comunicación. –Ya sabes que no me gusta esperar en la calle. La gente me mira –dice Linda. Mañuco abre la puerta de su departamento y luego la mampara que da sobre los árboles del distrito. –Hace un poco de calor. ¿Cómo sigue tu papá? Linda dice que al día siguiente le dan de alta y se dirige al balcón. Mañuco va a buscar tragos al bar. Desde allí la observa a contraluz, recortada contra el crepúsculo. ¿Tiene las caderas un poco caídas?, ¿las piernas un poco flacas? De inmediato se echa un Dry Martini y vuelve a servirse otro y uno para Linda. –Siéntate acá –dice avanzando hacia el sofá–, no pongas esa cara. Linda se obstina en seguir mirando el poniente, esta vez ligeramente de perfil. ¿Tiene la nariz un poco aplastada?, ¿los ojos un poco salidos? –Vamos, ya sabes que estuve muy ocupado, tú sabes lo que son esas reuniones de


105 negocios. Como Linda no se mueve, Mañuco se pone de pie y va hacia el balcón. –Toma, lo he hecho bien seco, como te gusta. No, no tiene nada caído, ni flaco, ni aplastado. ¿Parado? Mañuco vuelve a examinarla. ¿Y si ensayara? Deja las copas en la mesita de la terraza y acercándose a Linda la coge de los hombros, por detrás, se recuesta en su espalda, la besa en la nuca, la aprieta, mientras avizora que se abre para él un territorio nuevo, réprobo, de placer. 135. El general Delfor Arboleda llega al cuartel de la división blindada con otros altos jefes del aeropuerto militar de Las Palmas. El comandante Taboada los recibe. Se trata, como piensa la tropa, de una de esas visitas de cortesía, de esas reuniones de camaradería que a veces se celebran entre las diferentes ramas de las Fuerzas Armadas. El comandante Taboada los pasea por el parque de los tanques y autoametralladoras, por las instalaciones deportivas y luego se dirigen al bar de los oficiales. Allí conversan un momento, beben unos tragos y luego Taboada lleva al general Arboleda a su despacho. –Todo tiene que hacerse con precisión, mi general. El jefe de la división blindada, el general Santa María, tiene hoy permiso. Pero es muy posible que venga antes de medianoche. A veces viene a dormir al cuartel, cuando puede hacerlo en su casa. Le gusta la vida en compañía. Es de los que se levantan a las seis de la mañana y va a conversar con la tropa, con los oficiales jóvenes. –¿Y finalmente no quiso plegarse? –lo interroga el general Arboleda. No es eso, no se le presentó la cosa así directamente, pero se le sondeó, se le trabajó un poquito, lo que pasa es que no quiere al general Chaparro, lo considera un imbécil, un creído. –En eso estamos de acuerdo –responde Arboleda. –Y dice además –prosigue Taboada– que si algún día hay un golpe lo dirigirá él mismo, para acabar con la corrupción, para limpiar el país. Tiene sus ideas: colgar a unos, fusilar a otros. No quiere curas, ni políticos, ni millonarios. Arboleda sonríe: –Por mi parte tengo buenas noticias. Toda mi gente me apoya. Solo esperamos el pronunciamiento de Chaparro para adherirnos. En principio tiene que ser esta noche. Taboada quiere saber qué noticias tiene de Arequipa. –Mi hermano viajó con el grupo –dice Arboleda–, me telefoneó a Las Palmas hace un rato. Habían tenido un banquete en la municipalidad. Dice que Chaparro habló muy bien. La gente de Arequipa responde, el ambiente bulle. Se iban al cuartel para arreglar los detalles. Esta noche a las diez se hará la proclama. Yo voy a casa un rato y después a Las Palmas para telefonear a mi hermano. Allí me puede llamar si hay algún problema. Taboada suspira: –Esperemos que todo salga bien. En el fondo, la patria está en juego. El general Arboleda se pone de pie: –Cojudeces aparte, lo que está en juego somos nosotros. 136. Carlos se ha dado el lujo de elegir un salón para recibir a Teresita, el único salón habitable del viejo local, con mamparas de vidrios policromos y maceteros cargados de geranios y ha encargado hasta una botella de whisky y un balde plateado con hielo. Dos mozos aburridos, que probablemente hace meses que no tienen ocasión de ejercitar su laborioso y casi olvidado aprendizaje, merodean por la puerta. –Pueden irse –ordena Carlos al entrar al salón.


106 –Esto es la molicie –exclama Teresa al ver el balde desbordante de hielo y cogiendo un adoquín comienza a chuparlo. Carlos opina que antes que nada deben hacer un brindis, sentarse en ese canapé con el forro desteñido, sobre esas adorables pastoras y luego le podrá decir lo que quiera. –Pues bien –empieza Teresa–, sabrás que saqué a Dorita del albergue. No te voy a dar los detalles, pero lo cierto es que ahora está en mi casa. Allí empieza la tragedia. Carlos se limita a servirse un trago y sorberlo en silencio. Teresa continúa: el cura Narro fue con una carta al obispo y otra de no sabe quién donde la directora de la escuela de servicio social y dijo que ella, Teresa, era una mujer corrompida, ¿se imagina?, una mujer que busca a las mujeres, que se había raptado a una inocente ovejita y que tenía que devolverla al redil si no quería verse metida en un proceso. –Una mujer que busca a las mujeres –repite Carlos–, ¿y qué dijo la directora? A la vieja le entró miedo, naturalmente, la citó a la oficina, le tembló el bigote, agitó la papada y la amenazó con quitarle su diploma si no restituía a la chica. –Total, que no sé si debo devolverla. Me da pena que regrese. Ya te he contado, ese orfelinato no me inspira ninguna confianza. –Y esa Dorita, ¿quién es por fin? –pregunta Carlos–. No la conozco, pero sé que ha dicho cosas terribles del albergue, pero ¿no las habrá inventado?, ¿quién tiene pruebas?, ¿no será una histérica cualquiera? Teresita dice que puede poner su mano al fuego por ella. –Demasiada confianza –responde Carlos sirviéndose otro whisky. Teresa queda callada. Carlos examina sus rasgos decididos, dibujados con tanta nitidez que excluyen toda vacilación y expresan más bien energía e incluso, según se da cuenta ahora, virilidad. Pero esta impresión se disipa cuando Teresa sonríe: –Y bueno, ¿qué piensas? Carlos bebe su trago, observa el atardecer chosicano que irrumpe a través de los vidrios coloreados y propone subir con botellas, vasos y balde a los altos. –Vas a ver qué vista tengo: los rieles, el río, más allá los hoteles nuevos, la carretera y al fondo los cerros pelados, pedrosos, cerros agotados, tristes, sufriendo por una lluvia que nunca llega. De acuerdo, pero antes debe decirle qué debe hacer, ¿la devuelve o no? –Mira este salón –prosigue Carlos–, está lleno de polvo, la escoba de los mozos no puede contra la decadencia. En época del presidente Leguía, lo he leído en revistas viejas, aquí se bailaba, hace treinta años de eso. Ahora, solo nosotros. Una mesa, dos sillas, el canapé de las pastoras, aparte de esos espejos empañados que nos devuelven no la imagen que tenemos sino la imagen que tendremos. ¿Qué caras se habrán mirado allí, caras ahora desdentadas, enterradas? Teresa lo interrumpe: ¿la quiere impresionar con ese discurso? –No –responde Carlos–, pero me gustan las cosas viejas, lo que se agrieta, lo que se derrumba. En consecuencia, estoy perdido. Como Teresa lo examina con curiosidad, Carlos se sirve otro trago. –No solo tú tienes problemas, Teresa. Hay cosas de las que nunca hemos hablado. Últimamente, por ejemplo, un brazo mío, ese brazo que yo limo el justiciero y que aborrece lo que hace mi otro brazo, se estiró y pum, se le voló el ojo a un tipo, sin quererlo. –No entiendo. –Yo tampoco –dice Carlos poniéndose de pie. Al hacerlo se tambalea un poco–: Vamos a los altos, vamos a mirar el río, los cerros. Estira la mano hacia Teresa y ella la aferra esta vez con un movimiento seguro,


107 pleno, como quien ofrece un bastón a un inválido. 137. Con un pañito Elisa se limpia la sangre que corre por sus muslos. Sus manos tiemblan. Todo ha ocurrido en una forma tan rápida, tan inesperada. Luego se acerca al espejo y se mira para ver si algo ha cambiado en su rostro: solo sus ojeras se han acentuado y sus ojos parecen más luminosos, el brillo ha desertado de sus pupilas para repartirse sobre todo el globo. Como si algo se hubiera quebrado para dar acceso a una nueva región de luz. En su dormitorio se cambia de ropa, se peina, se polvea, se perfuma y baja a la sala. Aquiles sigue sentado, fumando, con el saco cuidadosamente doblado sobre el brazo del sofá. Al verlo Elisa se pone roja. Aquiles le muestra su dentadura, ampliamente, y le hace un signo para que se acerque. Elisa mira el piano, con su tapa cerrada y sus teclas mudas. Tal vez todo ese largo aprendizaje era solo una disimulación o una penitencia que se imponía a la espera de ese momento. –Tenemos que casarnos –dice. Aquiles contesta que por supuesto, siempre lo había pensado, ¿no se lo dijo enantes?; al ver en un marco plateado de la chimenea su retrato de primera comunión, Elisa siente una opresión, que se acrecienta al desviar la mirada hacia la alfombra, ligeramente arrugada. Sin querer se echa a llorar. Aquiles se decide a ponerse de pie y la coge de los brazos. En ese momento escuchan el ruido de un automóvil que se detiene en la puerta. –Mi papá –dice Elisa y de inmediato da una vuelta por la sala, ordena un florero, enciende el radio, lo apaga, levanta la tapa del piano y se sienta en el taburete. Aquiles, por su parte, se pone rápidamente el saco. El general Delfor Arboleda abre la puerta con su llave y aparece en la sala. Sin dedicar otra cosa que una mirada distraída a Elisa y a su amigo murmura un saludo y pasa a su escritorio. Elisa empieza el Claro de Luna de Beethoven. Sus dedos se traban, se equivocan, vuelve a comenzar. Su nariz encorvada se enrojece más. –Tranquilízate –dice Aquiles–, toca bien. No te olvides de que tienes que pedirle la carta. 138. En varios automóviles se dirigen al cuartel de infantería de Arequipa. En uno de ellos, conducido por un oficial, viajan Bremer y el general Chaparro. El general entrecierra los párpados y se recuesta en el hombro de Bremer. Este lo sacude suavemente y como el general no reacciona le echa aire en la cara con su pañuelo. Al fin abre las ventanillas para que entre el aire fresco de la sierra. –Basta, basta –exclama el general extendiendo las manos. Después de parpadear un rato observa a Bremer y sacude la cabeza–: Otra vez, caramba ese maldito escarabajo. ¿Por qué, dígame Bremer, por qué tiene que perseguirme esta alimaña? He soñado varias veces con ella. Bremer le dice que por favor se serene, que ya están llegando al cuartel. Tiene que explicarle a la oficialidad el motivo del pronunciamiento. –Tengo una piedra en la cabeza –responde Chaparro–, y no es la comida, la bebida, sino el viaje, la falta de sueño. ¿Es que alguien puede aguantar eso? Al llegar al cuartel Chaparro y Bremer descienden del automóvil. Un grupo de soldados están reunidos en el patio. Chaparro avanza llevándose la mano a la visera de su gorra y todos se cuadran. En compañía de los oficiales que lo reciben se dirige a la cantina. El coronel Arboleda se acerca a Bremer: –He hablado por teléfono con mi hermano. En Las Palmas todo marcha bien. En la blindada lo mismo. Pero tiene que ser hoy día. Hay que aprovechar que el general Santa


108 María está de asueto hasta mañana. Cuando llegan a la cantina ven varias mesas con botellas ¡de cerveza, vino y pisco. Bremer requinta, nada se puede hacer sin tragos en este país. El comandante Quijano se acerca a Chaparro. –Mi general, siéntese usted allí, presida usted la mesa. Arequipa es tierra de valientes, ya se lo habrán dicho. Bremer pide que le sirvan mejor un café. –Está cansado –le dice a Quijano–, estos últimos días han sido muy agitados. –¿Y si le damos un coñacito, algo que lo sacuda? –Ni hablar –protesta Bremer, pero ya Chaparro, por instinto, ha cogido un vaso, que un oficial se apresura a servirle de cerveza hasta el borde. –Páseme un cigarrillo –le dice a Bremer después de echarse el primer sorbo. –Señores oficiales –comienza, imponiendo silencio con un gesto–, nosotros, el Perú, quiero decir la patria, ustedes, en fin, los ciudadanos, los hombres dignos, los probos, todos los que tienen el corazón grande, los ciudadanos, la patria... Los oficiales con sus copas en la mano observan, están pendientes de esa boca que se mantiene abierta, muda, moldeando una palabra que no llega, que parece subir pesadamente desde alguna galería profunda y cegada, tanto que la boca se cierra sin añadir nada más y que Chaparro se sienta y que todos se miran entre sí, frustrados por esa revelación inconclusa. –Haga usted algo Bremer –susurra el general–, no quiero quedar mal, tengo un lapsus, me caigo de cansancio, quiero un sitio para dormir. Bremer se siente perdido entre tantos militares que lo observan. Poniéndose de pie se acerca a Quijano. –El general no se encuentra bien. ¿Hay algún sitio donde pueda reposar un momento? Tendré que llamar a Lima además. Si no se recupera habrá que aplazar el pronunciamiento hasta mañana. 139. Las oficinas del periódico de Cardinal funcionan en un local viejo, anárquico, formado por la yuxtaposición de varias antiguas casonas del centro. De este modo Aquiles Dávila se pierde en una sucesión de vestíbulos, salas de redacción, pasadizos, escaleras construidas para conectar pisos cuyo nivel no coincidía hasta que llega a una sala alfombrada donde hay un portero sin uniforme. Aquiles entrega la carta y el portero, después de hacerlo esperar, regresa para decirle que pase. Cardinal está sentado en un bufete asombrosamente ascético, donde apenas hay un teléfono y un gran secante verde manchado con tinta. En un sofá hay dos personas sentadas. –¿Así que de parte del general Arboleda? –pregunta Cardinal–, tome usted asiento. Aquiles dice que prefiere permanecer de pie y sin preámbulos le informa que desea trabajar en su periódico. Cardinal vuelve a leer la carta: –Aquí no me dan ningún detalle. ¿De qué Dávila es su familia? Aquiles vacila, no puede citar en ese momento a ningún pariente en su apoyo y termina por decir que su familia viene de Trujillo. –¿Usted tiene experiencia en el periodismo? Aquiles confiesa que ha trabajado en Frente. Cardinal le clava una mirada que Aquiles clasifica de inmediato en la categoría de miradas que se saben penetrantes y que están adiestradas en el mando y la doblegación. A pesar de ello la resiste. –Perfectamente –dice Cardinal–, es una buena revista, dirigida por un hombre hábil, pero no está dentro de nuestra línea. En realidad, como usted sabrá, nuestro periódico está fundamentalmente al servicio del país. Tenemos pocas ideas, pero son claras y sanas, fruto


109 de una larga experiencia y de una larga reflexión: orden, progreso, nacionalismo, moralidad, en una palabra, democracia bien entendida. Si usted está de acuerdo con estos principios generales tendríamos ya un terreno común de discusión. –Estoy de acuerdo –responde Aquiles. –Naturalmente que tenemos que poner a prueba su capacidad. Aquiles añade que ha traído justamente de muestra un artículo. Abriendo su maletín se lo entrega: –Es sobre un posible golpe de Estado. Cardinal, sin inmutarse, echa una mirada al artículo. –Excelente –dice–, muy perspicaz, pero un poco ingenuo. ¿De dónde ha sacado estas informaciones? De un lado y otro, responde Dávila, el resto es pura intuición. –Muy bien –dice Cardinal guardando el artículo–, lo mostraré al consejo de redacción. Pase mañana por el servicio de personal. Ya se enterará usted de nuestras condiciones. Cuando Dávila se va, Cardinal se vuelve hacia las personas que hay en el sofá: –Estos militares son formidables. No ha pasado aún nada y ya nos están enviando a sus recomendados. Pero este muchacho no está mal, parece indagador, impetuoso. Habrá que domarlo un poco. –Bueno, ¿y qué hubo de la conversación con Bremer? –pregunta uno de los presentes. –Nada grave, en realidad. Chaparro está medio intoxicado, con una resaca de los mil diablos. En una palabra, aplazamiento. 140. –Abre, no seas así. Te prometo que ya no. Mañuco golpea con los nudillos la puerta del baño. Pero por toda respuesta escucha abrirse el grifo de la ducha. Todavía se pregunta Mañuco cómo pudo zafarse Linda, saltar de la cama y tener tiempo en su huida de recoger al vuelo su ropa amontonada en una silla. Algo olvidó sin embargo y Mañuco se percata que es una enagua. Recogiéndola se acerca nuevamente a la puerta del baño. –Si no abres no te entrego una cosa. –Me das asco –grita Linda. Mañuco está dispuesto a insistir, pero divisa su figura en el gran espejo adosado a la pared. ¿Qué hace ese señor desnudo, bronceado, excepto las nalgas, con una enagua en la mano y el ceño adusto y afligido? Mañuco hace un rollo con la enagua y la tira a un rincón. Va a la sala a buscar un cigarrillo y durante un momento se pasea fumando en torno a la mesita de centro, siguiendo la guardilla de la alfombra. Las mamparas abiertas dan sobre el anochecer. Mañuco aspira el aire que viene del mar y que se aroma al pasar sobre el follaje del distrito. Apagando su cigarrillo regresa al dormitorio y se viste rápidamente. Ese señor está hasta la coronilla. Noches tempranas, dadivosas y cálidas y perdiendo el tiempo de esa manera, discutiendo como un bellaco, cuando hay tantas cosas que hacer, tantas adolescentes que languidecen en las quintas soñando con una cartera, con una sortijita y tal vez, ¿por qué no?, con un señor bronceado, de nalgas blancas y un poco fatigadas. Cuando Linda sale del baño lo encuentra vestido, sentado en el sofá de la sala, bebiendo un agua mineral. –¿Dónde está mi enagua? Mañuco se limita a señalar el dormitorio. Linda va a buscarla y reaparece con su cartera en la mano: –Podemos irnos cuando quieras.


110 Mañuco termina de beber su agua. –Tenía que decirte una cosa. Es un poco fastidioso, ¿sabes?, pero el directorio del club ya no quiere tener guardián de noche. Ahora han puesto un policía en permanencia en el malecón y con eso basta. Yo lo siento por tu papá, pero como sabrás, todo se hace allí por votación. Sin decir nada Linda se dirige hacia la puerta. –Espera, te llevo –dice Mañuco poniéndose de pie. –No hace falta –responde Linda saliendo. Mañuco no insiste. Va hacia el balcón y se apoya en la baranda. Con una amplia mirada abarca el cielo estrellado, que anuncia un verano tórrido, y luego mira hacia abajo donde Linda, en la calzada, pequeñita, se aleja cabizbaja, balanceando su cartera en la mano. 141. –Por si no lo sabes, respóndeme, ¿nosotros somos sólidos o líquidos? –pregunta Lagarreta. Toro queda asombrado, parpadeando ante su vaso vacío. –¿Cómo? –Te pregunto si somos sólidos o líquidos –repite Lagarreta, buscando rápidamente la respuesta en el diario de la tarde que plantea ese problema y anuncia su solución en la última página. –Claro que somos sólidos, si no estaríamos en baldes –contesta Toro. Pero ya Lagarreta ha encontrado la respuesta: –Eres una bestia, ni sólidos ni líquidos, somos coloidales. –¿Y eso qué es? Ahora Lagarreta es el que parpadea, mira su vaso y encarga tres cervezas más. Rosales se levanta: –Yo ya no quiero. Voy a casa un rato. Los encuentro aquí dentro de media hora. –Ya me acuerdo –dice Lagarreta–, un huevo por ejemplo, eso es coloidal. –¿Y acaso tenemos cáscara? –pregunta Toro. Rosales los abandona en plena discusión: llegar a su casa a las nueve, tal vez pueda sorprenderla, Herminia ni se lo sueña, echada en la cama, un hombre aterrado que busca una ventana, un disparo, ¿dos? En la avenida España toma un taxi que se interna rápidamente por la avenida Salaverry. Rosales repasa sus indicios: una carta anónima refiriéndose a alguien que viene en automóvil, un suelto en el diario de Lozano relativo a un hombre que dirige una revista. Pero esos indicios lo remiten a un rostro sin rasgos ni nombre. –Aquí –dice Rosales y el taxi se detiene. Sin ruido, como un ratero en su propia casa. A cierta distancia del chalecito hay dos, tres automóviles. Las luces de la sala están apagadas. Rosales introduce suavemente la llave en la cerradura, empuja la puerta, empieza a caminar hacia el dormitorio, por debajo de cuya puerta cerrada se filtra la luz. De pronto se da cuenta de que hay alguien sentado en un sillón, alguien que lo observa, que lo aguarda. –¿Por qué entras así? –pregunta Herminia–. Vamos, enciende la lámpara. Rosales obedece: su mujer está sentada, en pantuflas, caída más bien en el sillón, sin arreglar, con el pelo desgreñado, las manos inertes sobre el regazo. –Has venido temprano –agrega. Rosales dice que se tiró una escapada, que tenía que decirle una cosa, ¿sabe que el negro ya confesó?, ¿que a lo mejor lo ascienden?


111 –No es verdad, Emiliano –dice Herminia–, vienes por otra cosa. Rosales la observa, es su mujer, la desdeñosa, pero indefensa ahora, vencida. –He venido para que me digas si es verdad. Herminia se pasa las manos por los ojos, se acomoda el cabello. –Hay muchas calumnias –dice–, me pretendía, quería aprovecharse. ¿Sabes, tú lo que es un donjuán? Pues eso. Pero ahora tiene una amante, a un paso de aquí, en el edificio nuevo de la calle Merino. El otro día lo vi pasar. Rosales avanza un paso: –¿Quién es? –Ven, te lo voy a decir, acércate, ven. Rosales se hinca. –¿Qué le harás? –pregunta Herminia. Rosales no responde, le falta el aire al sentir que le acaricia el cuello, que le roza las mejillas, su mujer. –Tengo algo helado aquí adentro –añade Herminia–, algo podrido, muerto. No te quiero, Emiliano, pero ayúdame.

X Camilo el Hermoso rondó por las salidas de los colegios haciéndoles guiños y ojitos a las muchachas. Caproni había sido formal: quería una colegiala. Pero el arte de Camilo resultó vano esta vez. Había algo en su pelo ondulado y engominado, en su bigote tan finamente cortado y hasta en la manera de hacerse con la corbata un nudo minúsculo que recordaba a los actores de cine de hacía veinte años, aquellos que gustaron tanto a las mamás de las colegialas. Pero para las niñas, ese señor con chaleco y zapatos puntiagudos que se pavoneaba con tanta prosa era una especie de maniquí barato y anticuado, papel quemado en suma. Pero la Pérez Saco ¿no era casi una niña? ¿No residía en un internado? Camilo la vio colegiala cuando la distinguió esperándolo bajo un ficus, en el parque de la Exposición. Había sido puntual. –¿Me llevas al cine? Camilo dijo que más tarde, cuando anocheciera. –Tengo permiso solo hasta medianoche. –Vamos hasta el parque Sucre, hablemos un poco. Se fueron caminando por la alamedilla frondosa evitando pisar a los gusanos negros y peludos. La Pérez Saco hablaba de sus compañeras. –Pero en fin –la interrumpió Camilo–, ¿qué diablos es eso del albergue? –Casa de huérfanas. La veía fea, un poco flaca. ¿Y si le ponían mediecitas cortas y una faldita azul? Que se hiciera trenzas, tal vez. –¿En qué trabajas? Camilo se desabotonó el saco para ponerse los pulgares en la sisa del chaleco. –Soy secretario de un gran profesor. Andaban por las glorietas, que a esa hora empezaban a poblarse de parejas. –¿Y si nos sentamos en una banca como la otra vez? –Claro –dijo Camilo–, eso mismo estaba pensando. Apenas se sentaron, la Pérez Saco le pasó los brazos por el cuello y lo estrechó, buscando sus labios. Camilo no se hizo de rogar. Era una mujercita voraz.


112 –Yo vivo cerca –dijo Camilo. La Pérez Saco se alejó un poco. –¿Quieres decir que no vamos al cine? –Si tú quieres. –Entonces no perdamos el tiempo. Camilo se sorprendió al verla ponerse de pie y cogerlo de la mano. Por ufanarse se dejó tirar del brazo. –Ya me había dado cuenta. Tú eres de las viciosas. Mosquita muerta, ¿no? La Pérez Saco, al caminar, lo enlazó de la cintura. –No digas cosas feas. Lo que pasa es que me gustan los hombres guapos, con esos bigotes como tú. En el orfelinato el único hombre es un cura, medio cholo además. Cuando llegaron al lindero del parque Camilo detuvo un taxi. –En realidad, no es tan cerca. Así llegamos más rápido. Dime, ¿te gustan a ti las fiestas? Las fiestas con baile y todo. –Pero, claro, si no pensamos en otra cosa. ¿Me vas a llevar a una? Camilo la observó. –Ya veremos. Tendrías que arreglarte un poco. 142. Alva lleva a su casa a la señora Teresa Paz, que vino a la oficina como de costumbre tarde, cuando todos sus colaboradores han partido. En el camino le da la noticia: –¿Sabe que su marido sigue en Lima? El día de la manifestación le quiso pegar a uno de mis fotógrafos. ¿Está seguro de que todavía no se ha ido? Aunque en realidad no le extraña, él es así, puede olvidarse de la hacienda durante semanas y pasarla en la capital, borracho, metido en escándalos, tratando de verla. Bueno, y por fin, ¿va a publicar el artículo sobre el albergue? –No –responde Alva–, he resuelto que no y lo siento. Estaba bien escrito, pero ese redactor ya no trabaja conmigo. La señora Teresa dice que el asunto se ha complicado, resulta que Teresita ha sacado a una de las chicas del albergue y la tiene ahora en la casa de Miraflores. –Dice que estaba amenazada. Yo me pregunto qué habrá de verdad en todo esto. Teresita es un poco vehemente. Rara, diría yo. Alva no responde: han llegado a Pueblo Libre y como de costumbre mira hacia la casita de una sola planta, con sus luces apagadas. Tal vez Herminia aguaita detrás de los visillos. Hace días que no lo llama por teléfono. ¿Resentida? Tal vez. Y su gordura galopante, sus quejas. –Aquí es –dice doña Teresa, al llegar ante su departamento. Alva sigue aún un par de cuadras. –Es mejor no dejar el carro en la puerta –dice–, detesto los chismes. Mientras la acompaña a pie al edificio se pregunta si entrará, si no entrará, al par que doña Teresa habla de beber algo, ¿un café?, ¿un whisky?, y él recuerda que la primera vez que entró se sintió un poco oprimido entre esos muebles nuevos, impersonales, aún no usados, sin enfermedades, ni amores, ni muertes, y que ella le hacía preguntas, indagaba y terminó por entregarle una mano un poco seca, mano de mujer de negocios. –Solo un momento –responde. Y le dice que prepara el próximo editorial sobre un tal Anacleto Luque, que ya confesó haber asesinado al muchacho. –Me parece una patraña –agrega–, no me han dejado verlo en la prefectura. Dicen


113 que está en el hospital. Doña Teresa opina que una confesión es una confesión y enciende la llave general de la luz, luego una lámpara y por último encalla con cartera y guantes en el sofá. –Sírvase algo si quiere –añade señalándole el barcito movible. Alva nota que la botella de whisky que abrió la primera vez está casi intacta. Sirviéndose un trago puro regresa al sofá y se sienta al lado de doña Teresa, que se quita los guantes. –Sí –dice–, este barrio es tranquilo, soy muy sensible al ruido, en Miraflores había mucho tráfico por la avenida Larco y mi hija además recibía visitas, llevaba amigas. Alva sorbe en silencio su trago. –Vamos –comienza doña Teresa–, dígame algo, ¿es verdad lo que dicen por allí? Alva finge sorpresa: ¿qué pueden decir? –Que usted es un hombre peligroso, que tiene ciertos contactos, en fin, que es una especie de conspirador a sueldo. Todo eso me parece muy excitante. Alva se limita a reír: –Esas cosas siempre se dicen. Doña Teresa se excusa, después de todo ella es extranjera, no le interesa la política, se limita a decir lo que ha oído. –Le voy a ser sincero –responde Alva–, yo soy desconfiado. En mi caso, uno tiene que serlo. Y además, últimamente me siento intranquilo, no sé por qué. Doña Teresa suspira y su mano seca, mal emisario de su opulencia, pero astuto, tenaz, se abandona sobre el sofá, a la espera. 143. Carellanta está fascinado: el propio don David lo ha recibido en su casa. Durante media hora lo escucha hablar, rodeado de Rivas, Leone y otros dos miembros del comité de defensa. Don David habla de una y mil cosas. La mayoría Carellanta no las entiende. A veces emplea expresiones en otra lengua. Pero los demás ríen y Carellanta lo hace por embrujo, por exaltación. Al fin Leone hace una seña y Rivas le extiende la mano a don David: –Como siempre, jefe. Don David avanza entonces hacia Carellanta y le pasa el brazo por los hombros, llevándolo a un rincón. –Los que han sufrido por mí están siempre acá –dice señalándose el pecho. Carellanta piensa que él en realidad ha sufrido por tantas cosas, pero don David lo palmea en la espalda y le extiende la mano: –Quiero saludar a un hombre. Carellanta se la estrecha y Leone dice que ya es hora de salir, que el jefe está fatigado. En la acera está esperando un automóvil. Carellanta abre la portezuela y se acomoda frente al volante, mientras Rivas conversa junto a la verja con Leone. Ambos parecen discutir. –Puertas me ha llamado por teléfono y dice que lo ha visto entrar –dice Leone. Al fin Rivas se despide y se acerca al carro: –Yo manejo, ponte tú a mi lado. El auto arranca y se dirige a las calles del centro. Rivas conduce en silencio, mirando a cada rato su reloj pulsera. –Podríamos hacer una estación –sugiere Carellanta cuando pasan frente a un bar. –Ya has oído –responde Rivas–, don David dice nada de tragos, nada de planes, la salud antes que nada, mente sana en cuerpo sano, hay que tener disciplina, caramba.


114 Más allá vuelve a abrir la boca: –Pero tú ni chistas. ¿Crees que es fácil verlo, que recibe así, no más a cualquiera? ¿Qué te pareció? Carellanta alarga el brazo: –Mira esta mano, esta mano yo no me la lavo ni más, palabra, me la apretó fuerte, hasta ahora siento allí su calor. Al cabo de un rato prosigue: –Pero también estoy con la mente en otra cosa. Es por una mujer. ¿Nunca te, he hablado de eso? El otro día que llegué tarde al hotel la vi, la vi así de milagro. Rivas frena: –Eso no me lo habías dicho. ¿Qué mujer? Yo creía que te habías ido de tragos. Carellanta habla de su piel, de su cuerpecito, de que la conoció cuando ella tenía quince años y ya era lisa y corrida, pero que ahora ha progresado, para por los grandes hoteles. –Tienes que contarme bien eso –responde Rivas volviendo a arrancar–, estamos con retraso. Carellanta suspira y lanza una mirada romántica a los árboles sobrevivientes, agusanados, del antiguo bosque de Matamula. 144. El inspector Eloy Zapata espera a que sus subalternos se vayan y retiene solo a Rosales. –Quería hablar contigo –le dice–, ya cobré la gratificación. El diputado del diablo me ha dado solo cinco mil tacos. ¡Como si no nos hubiera costado trabajo! Si lo hubiera sabido, palabra que lo dejaba sin culpable. Pero seso sí, a Toro y Lagarreta habrá que decirles que pagó mil solamente. Rosales aprueba. –Le daré doscientos soles a cada uno y chitón. El resto entre nosotros. Zapata comienza a distribuir los billetes en dos montones, como si estuviera repartiendo una baraja de naipes. –Ya son las nueve y media –dice–, nos iremos al frente a tomar un trago y después si quieres te llevo a tu casa. Al salir de la prefectura se dirigen al bar. –Te veo con la moral baja –prosigue Zapata–, ¿las cosas no andan bien? Rosales dice que tiene insomnios, que siente punzadas en el estómago. –Pide una semana de descanso. Yo te firmo el papel. En realidad, por ahora no hay nada urgente. Después de beberse un pisco en el mostrador salen del bar. –Te puedo dejar en tu casa –insiste Zapata–, tengo el sarro a la vuelta. Rosales vacila un momento y dice que prefiere regresar a pie, la casa no está lejos y la caminata lo desentumece, le hace bien a la circulación. Al despedirse, Rosales toma la avenida Alfonso ligarte y va hacia el Campo de Marte. En la vitrina de una sastrería distingue un terno y se detiene a contemplarlo. Es cruzado, azul, con chaleco. Rosales el más elegante de la prefectura, Rosales parece un inspector, un señor, un dandi, Rosales se tira a todas las empleadas, Rosales ha cambiado, ¿lo han visto con su terno azul? La tienda está cerrada y Rosales abandona tras el cristal esa opción y sigue por la calle donde solo están abiertos los garajes, las chinganas. De paso se echa un pisco doble y continúa su camino. ¿Herminia dirá la verdad? ¿Habrá sido todo una corte sin resultados? Esa mañana buscó en la prefectura la ficha de Alva. Hace tres años estuvo preso unos días acusado de haber intervenido en un conato de subversión. Pero salió por falta de pruebas. Su nombre figura además entre las personas que es necesario vigilar en caso de desórdenes. Tal vez se


115 trata de un vulgar delincuente. Mucha gente debe tenerle ganas. Rosales bebe un último trago antes de recorrer la larga y ondulante avenida Salaverry, rumbo a su casa. No, mejor no se compra el terno, ¿cómo podría habitarlo con su corto sueldo, su pobre contextura y su expresión ulcerosa? Llegar y entregarle así, en un compacto bollo, el dinero a Herminia. Espiar en su rostro el agradecimiento y tal vez, Dios que estás en los cielos, el renacimiento del amor. 145. Esta vez le abren, pero no es Teresa ni Teresita sino una muchacha desconocida que frunce las cejas, lanza un pequeño ay y se disimula un poco tras la puerta. Adrián Paz penetra y da unos pasos arrogantes por la sala, mirando las paredes. –Pues sí, esta es mi casa, aquí vive mi mujer, yo soy Adrián Paz, el esposo de la señora Teresa Paz. Dorita no sabe qué hacer, nunca le habían hablado de ese señor. –Yo no sé nada –dice al fin, yo soy una amiga de Teresita. Estoy alojada aquí desde hace unos días. Adrián la examina y se da cuenta de que se trata de casi una niña. –¿Cómo te llamas? Dorita Morales, es huérfana, antes estaba en un albergue, está aprendiendo costura, sabe, además, hacer canastas de mimbre, pantallitas. Adrián se sienta y mira su reloj justo cuando el campanario del parque da las diez horas. –Así que huérfana, ¿no? Bueno, dime, ¿a qué horas viene Teresa, la mamá? Dorita dice que ya no vive allí, que hace días se mudó. –De todos modos tú debes saber dónde se ha mudado. Teresita te habrá dicho. No, no le han dicho nada, pero su número telefónico debe estar por algún sitio, pues Teresita la ha llamado algunas veces. –Búscalo –dice Adrián–, pero, dime, ¿no hay nada que tomar acá, un vermut, cualquier cosa? Dorita dice que solo limonada y hurgando en la mesita del teléfono encuentra una libreta con direcciones. Adrián la hojea, apunta un número, quejándose porque han anotado el teléfono pero no la calle y se pone de pie. –Perfecto. Y Teresita, ¿no viene a dormir? Ya debería estar acá. Sí viene a dormir, pero a veces llega tarde. Adrián observa nuevamente a Dorita. –¿Cuántos años tienes? Pero que espere, que no le conteste, va a adivinar: ¿quince? Dorita sonríe: diecisiete. –¿Y estabas en una casa de huérfanas, dices? Dorita le explica que antes del albergue vivió en casa de la señora Agostini, la viuda del almirante. Adrián se echa a reír. –A esa viuda la conocen hasta en mi tierra, Ica, donde se hace el mejor pisco. ¿Cómo así la conoces? Dorita no sabe qué decir, pero ya Adrián mira nuevamente su reloj. –Bueno, me voy. La próxima vez traeré mi botella. Una casa sin bar es horrible. Dorita lo acompaña hasta la puerta. –Eres una chica simpática, ¿no necesitas algo? Dorita dice que no. –De todos modos te voy a regalar algo, para tus cositas, para lo que quieras. Tan pronto me lo gasto, qué tanto. En la consola que hay al lado de la puerta deja un puñado de billetes que saca


116 negligentemente del bolsillo de su pantalón. Apenas parte, Dorita observa, toca el dinero y cuenta los billetes de diez y de cincuenta soles, pero apenas pasa de mil los vuelve a dejar en la mesa, abochornada. 146. Al tercer whisky Alva pierde un poco sus aprensiones. El editorial sobre Anacleto Luque le parece remoto, vano, digno de interesar a un Alva diminuto y preterido, que pugna vanamente por hacerse presente en momentos en que otro Alva lo suplanta y hasta cierto punto lo desdeña. ¿Por qué sospechar además de Teresa? Madura, apetecible, tal vez se interesa realmente por él. Dos veces ha estirado la mano para rozar sus sienes y luego abandonarla con indolencia, pero quizá con algún secreto propósito, sobre el sillón. –Usted es un hombre interesante –dice doña Teresa–, de los sombríos, de los preocupados, pero que tienen en el interior, ¿se puede decir?, un volcán. Tengo cierta experiencia en esto, quiero decir que conozco un poco de mundo. Alva reflexiona, se estudia, se envanece un poco, pero sabe que los primeros momentos son los más difíciles, que un ademán desmedido, una palabra de más puede echar por tierra semanas de progresos. Pero la mano sigue allí. ¿Por qué la mano? ¿Porque es una parte desnuda del cuerpo?, ¿el extremo de un territorio, su frontera?, ¿la miniatura de un ser?, ¿un pórtico?, ¿un emblema? Alva la coge resueltamente y se la lleva no a los labios, sino al mentón, donde su barba mal afeitada le imprime su aspereza. Doña Teresa admite eso y aún más, cuando Alva la atrae hacia él deja caer su torso y súbitamente la ve doblada sobre sus muslos, con los labios entreabiertos, a su merced, de lo que se aprovecha sin medida, a la aventura. Pero después del primer beso, doña Teresa se desprende de él, se endereza. –Se trata de una seducción en regla –dice sonriendo–, ya pasó mi edad para estos juegos, Alva. No tenemos quince años, ¿verdad? Dejemos estas cosas para los muchachos. Alva nota cierto desajuste entre las palabras de Teresa y el tono de su voz, un poco didáctico, forzado, y la vuelve a coger, pero esta vez de los brazos, con violencia, y la fuerza, besándola en el cuello, en la nuca. Doña Teresa se sofoca, esboza con los brazos gestos de ahogado, se defiende, cede, se queja y al mismo tiempo lo atenaza, hasta que en su rostro aparecen manchitas rojas, como una especie de sarpullido, tal vez un banderín de rendición, de vencimiento, que su naturaleza enarbola. Pero en ese momento suena el teléfono. Estáticos, lo escuchan chillar, con tanta terquedad que Teresa se pone de pie para levantar el fono. Durante un rato lo mantiene pegado a su oreja, responde con monosílabos y al fin cuelga. –Es Adrián –dice. Alva no lo cree. –Sí, me lo ha dicho. Además, conozco bien su voz. ¿Cómo habrá averiguado mi teléfono? Quiere saber dónde está la casa, le dije que no se lo decía y me contestó que llamaría a la Compañía de Teléfonos. Alva mira pensativo el piso. Debajo de la alfombra hay una ligera protuberancia. Teresa se sienta a su lado otra vez. –Pero no lo conseguirá. Está prohibido dar la dirección de los abonados. –¿Podría tomar un vaso de agua? –dice Alva. Teresa va a la cocina. Alva levanta un extremo de la alfombra y ve un cordón que repta, sinuoso, hasta perderse debajo del sofá. Teresa aparece con el vaso de agua. –Son las diez y media, tengo que regresar a la revista –dice Alva. Teresa lo mira sorprendida, mientras Alva bebe. –El deber es el deber –añade entregándole el vaso y poniéndose de pie se encamina


117 hacia la puerta. 147. –¿Así que no sabes dónde trabaja Olga? –pregunta Rivas. Carellanta responde que no, que ha tratado varias veces de averiguarlo pero sin resultados, caramba, solo sabe que frecuenta el Crillón, la última vez la vio allí con un gordito de civil, un pobre tipo seguramente al que dicen «el General». Cuando Rivas se apresta a pedirle más datos el carro se planta. –Esto es falta de gasolina –dice Carellanta abriendo la portezuela–, ya había sentido un ronquidito. Rivas le pregunta si no le patina la cabeza, ¿acaso no llenaron el tanque en la tarde? Ambos levantan la tapa del motor y echan una ojeada. –Nos hace falta una linterna, habrá que revisar las bujías. Carellanta enciende un fósforo pero a los pocos segundos se le apaga. –Esto se llama leche –maldice Rivas pateando el suelo–, y Puertas que nos espera. Su mirada, bajo el ala del sombrero, zigzaguea de una acera a otra de la avenida Salaverry. Cerca no hay ninguna estación de servicio. Carellanta se sienta frente al volante y trata de arrancar. El motor zumba, da un quejidito, suelta una chispa y se apaga. –Hay que llamar a Leone –dice Rivas–, esto no puede quedar así. De pronto el carro se nos incendia. –Espera –propone Carellanta–, vamos a ver si arranca en primera. Rivas protesta, ¿no se da cuenta de que debe haber algún cruce? –¿Y si lo empujo? –insiste Carellanta–, puede ser la batería. Un hombre los mira desde la calzada: –¿Pasa algo, maestro? –Nada –responde Rivas. El hombre queda mirando. –Ya nos jodimos –murmura Rivas–, carro parado, gente que mira, solo falta que pasen catorce cachacos marchando. –Yo he sido mecánico –añade el hombre–, sé de motores como nadie. Hasta he inventado motores. Carellanta lo considera. –Máximo Aquino, para servirlos –dice el tipo acercándose–, déjenme echar una mirada. Rivas le hace sitio de mala gana. El hombre mete las manos en el motor, pide que le enciendan el contacto, empieza a llenarse de grasa, requinta porque le tapan la luz de un farol lejano y al fin saca un alambre negruzco: –Un chicote quemado. Hay que llevarlo a un taller. Pero por aquí no hay ninguno. A menos que... –¿Qué cosa? –pregunta Rivas. –¿No tienen por allí un pedazo de alambre? Esto se lo arreglo, pero solo de emergencia, para que salgan del susto. –¿De qué susto? –pregunta Carellanta. Rivas le da un codazo y va a mirar a la guantera. Allí hay un pedazo de cordón eléctrico. El hombre saca una navaja y le quita al cordón su capa aisladora: –Alúmbrenme. Carellanta enciende fósforo tras fósforo. A los cinco minutos el hombre se endereza: –Pueden probar. Cuando Rivas enciende el contacto y aprieta el arrancador el motor funciona.


118 –Un favor se le hace a cualquiera –dice el hombre limpiándose las manos con su pañuelo y se retira haciéndoles una reverencia. El automóvil se pone otra vez en marcha y se detiene cerca de un bar en la calle Lloque Yupanqui. –Cuida que no se apague el motor –dice Rivas y desciende. Poco después regresa en compañía de Puertas, discutiendo. 148. Antes de llegar a su barrio, Rosales se detiene por tercera vez en un bar. Esta vez no pide un vulgar pisco, sino una menta. Ha oído decir que este licor produce extraños efectos. Sus colegas cuentan tantas historias: como un palo, como un fierro, hasta siete veces al hilo. Rosales sonríe y mira el reloj del bar que marca las diez y cuarto. A sorbitos bebe su trago, encontrándolo empalagoso, dulcete. En la mesa vecina hay un negro, aislado en medio del barullo, que medita, sí, no puede hacer otra cosa que meditar, delante de un vaso de cerveza vacío. Tal vez porque se parece a Luque, voltea la cara y mira para otro lado. El enfermero de la prefectura le dijo que tenía tres costillas rotas, la punta de una de ellas incrustada en la pleura. Zapata feliz, naturalmente, pensando en el ascenso y Toro y Lagarreta, los pobres, engañados con lo de la recompensa. Pero a su vez Zapata ¿no lo habrá engañado a él? Tendría que buscar pruebas, llamar al diputado, indagar, qué lío. Además, no tiene por qué quejarse, esos dos mil quinientos soles le han caído como la garúa, como las crisálidas de los ficus, así, sin buscarlos, del cielo. ¿Y el terno azul con chaleco? No habrá tal, nadie lo envidiará, no le preguntarán por su sastre, nada le será codiciado. El fajo se lo entregará a Herminia, las mujeres siempre tienen algo en qué gastar y lo hacen con tanto goce y con tanto aturdimiento. Pagando su menta sale del bar. Cuando da unos pasos por la calle un carro moderno, enorme, se detiene a su lado: –¿Una pregunta, por favor? –Desde el volante un hombre macizo lo saluda. Rosales se acerca, tapándose los labios con la mano para que no le sientan el tufo. –¿La calle Merino? Rosales reflexiona: –De frente hasta el semáforo y luego la tercera a la izquierda. El automóvil arranca y se aleja. Rosales reanuda su caminata. Herminia debe estar acostada, ¿durmiendo? Tal vez esperándolo, ¿por qué no?, tal vez aguardando de él una palabra, un anuncio, tal vez volviendo a decirle que Alva era un canalla, un enamorador, tal vez rogándole que la ayude, tal vez prometiéndole que puede volver a quererlo. Se detiene ante la fachada, mira la planta baja, sus ventanas apagadas y en lugar de abrir la puerta sigue su camino, observando los automóviles estacionados. 149. Alva queda un momento en la calzada, con las manos en los bolsillos del pantalón. Antes de dirigirse hacia su carro, que dejó a dos cuadras de distancia, mira apesadumbrado esa calle por la cual quizá nunca vuelva a pasar. En realidad se trata de un barrio tranquilo, casas bajas, modestas, de gente que no trasnocha y algunos edificios recién construidos, pero a la diabla, de los que se cuartean con el primer temblor y tienen que recurrir a cada rato al gasfitero. Echándose a caminar respira la noche templada con avidez, con un ardor que él no sabe a qué deseo, a qué motivo atribuir. Cerca de allí vive Herminia. La coincidencia lo ha sorprendido. Aunque después de haber visto ese cordón debajo de la alfombra, esa tirita que viajaba oculta hasta el sofá y que estaba conectada ¿a un Magnetófono?, nada debe sorprenderlo. Mientras avanza hacia su auto cae la piel de un Alva alcobero, iluso juvenil y renace la de otro Alva diferente del primero pero unido a él como el revés de la trama al dibujo del tapiz, un Alva profesional que vuelve a pensar en


119 Anacleto Luque y que se entretiene en inventar titulares, cortas frases que cruzar su mente y que abate como pájaros en vuelo. «Corrupción en la prefectura», «La justicia y el racismo», «El trasfondo de problema», surgen y desaparecen. «¿Un culpable cómodo?» tal vez, pero tendría que pedirle más datos a Samuel Montani que lo acosa todo el día para ver si ya se ocupó del caso. UI automóvil pasa velozmente por su lado y dobla en la esquina Alva se sobresalta, voltea la cabeza preguntándose de dónde ha venido, por qué va tan rápido. Al fondo solo el edificio, a cual nunca regresará. ¿Y si lo que había debajo del sillón en solo una plancha eléctrica, un secador de cabello, alguna de esas cosas que las mujeres usan, pero que prefieren no dejar la vista, esconder rápidamente, de un manotazo, de un puntapié, para borrar los vestigios de sus trajines, de sus servidumbres? Su automóvil está en su lugar. Alva vuelve a respirar aire nocturno, esta vez golosamente, sintiendo que las noches se aclaran, que el verano se acerca, y abre la portezuela. Si no hubiera roto con Herminia tal vez iría a buscarla, qué importan sus quejas, su vientre con bolitas de grasa, gozar rabiosamente el esplendor de ese cuerpo que declina y que por es mismo se prodiga, se encanallece y se amansa. Pero la hora, marido, las paces, las promesas. Sentándose frente al volante enciende el motor. Cuando va a tomar el centro de la pista distingue una sombra que avanza hacia los faros, haciendo un signo con la mano. Alva frena, pero de inmediato, por instinto, vuelve a acelerar. La sombra se desplaza por la pis a la velocidad de su aceleración y Alva ya no ve otra cosa que una luz que fulge junto a su sien izquierda, confundida con un estallido, mientras sus manos abandonan el timón y el au sube a la acera y se estrella contra la verja de una casa.

XI Enfrentado a su desnudez, a su desbordante apetencia, el doctor Caproni acariciaba inútilmente su sexo. Sostenía con él, desde hacía rato, un enigmático coloquio. –Como san Policarpo o no sé qué santo, debía cortarme esto y arrojarlo para siempre al fondo de una cisterna. –¿Cómo? –preguntó Huapaya, enredado entre los cables del tocadiscos. –Tú no sabes nada de esto, cholo pingón. Hablo para los entendidos. ¿De modo que ya está todo listo? –Sí –dijo Huapaya–, viene Che Malone, un futbolista argentino, la Pelota Marín, una mujer de bandera. –Yo hubiera preferido un back del Alianza Lima, uno de esos mulatones que cuando yo era chico, recuerdo, sacaban pasto de la cancha al darle a la redonda. Pero en fin, un argentino es un argentino. Por lo menos tenemos garantizadas piernas peludas, como las mías. ¿Te gustan mis piernas, Huapaya? –Usted sabe, doctor, yo de piernas solo las peladas, como las de Pelota. Malone dice que son como el capulí, algo de ver, de tocar. –De comer, dilo de una vez, cholo pendejo. Estás fregado, no tienes fantasía. ¿Y qué dice el Hermoso? ¿Es cierto lo de la colegiala? Huapaya dijo que por supuesto, que no será de colegio de paga pero sí de un buen fiscal, un colegio de ladrillo y cemento y patio de recreo. –Parece que el viejo Rubio también quiere venir. Yo he puesto una condición: que se disfrace de cura. Diablos, hay que divertirse. Huapaya logró al fin conectar el tocadiscos. –¿Ponemos algo para ver?


120 –Allí hay algunos álbumes de ópera. Yo debo descender de algún barítono italiano. Me gusta el bel canto. ¿Sabes lo que es el bel canto, pingón? –Yo no entiendo de eso, para mí una guaracha, un mambo, algo que haga sacudir la cadera. Pero lo otro lo acepto. Valen todos los gustos, ¿no? –Tú, Huapaya, no tienes precio, eres como el Hermoso, el esclavo perfecto. Yo en cambio soy un aristócrata sin poder, un millonario sin crédito, soy como esta casa, agrietado, me desmorono, terminaré por hundirme en el mar. Vamos, pon ese disco rojo, Rigoletto, y alcánzame mi ropa. El disco empezó a girar dejando escuchar la voz de Beniamino Gigli. Después de ponerse el pantalón, el doctor Caproni avanzó hacia la ventana haciendo con su poderosa voz trío al cantante y al mar. 150. El doctor Carlos Almenara pasa por la oficina de Jesús Barreola. La creación de una comisión conciliadora a raíz del mitin ha echado por tierra todo tinglado. –Tanto esfuerzo para nada –se queja–, resulta que ahora tenemos tal vez que reabrir la fábrica, volver a enganchar a la gente y encima pagarles los días de huelga. Agrega que en la comisión no conoce a nadie: en ella hay un oscuro profesor de derecho, un miembro de la Acción Católica y un sujeto con el nombre absolutamente inédito de Atahualpa Tito Wallace. –¿Se imagina usted lo que puede esperarse de alguien que se llame así? Barreola lo tranquiliza: ¿ignora que en todo proceso hay una instancia legal y una instancia política? El caso puede estar perdido en la primera, pero no en la segunda. Almenara solicita aclaraciones, pero Barreola se mantiene reservado. –Vaya usted a la reunión y ceda en todo. Incluso prometa reabrir la fábrica mañana mismo. Almenara queda perplejo: –¿Eso quiere decir que nos declaramos vencidos? –Siga usted estrictamente mis instrucciones –se limita a responderle Barreola. A pesar de que el doctor considera aquello como un fracaso desde el punto de vista profesional acata sus órdenes. Lo que no puede sufrir es el aire de triunfo con que Saldívar y los delegados sindicales lo reciben. Le parece incluso que hasta los miembros de la comisión se regocijan de ver al abogado patronal dispuesto a hacer concesiones. Cuando uno de ellos dice que los problemas laborales son casos sui géneris, en los que el concepto de equidad prima sobre el de juridicidad, Almenara lo interrumpe: –Guárdese sus lecciones. Usted no me va a dar a mí clases de derecho. Estamos ante un caso típico de intromisión del Ejecutivo en el terreno judicial. Lo único que tengo que decir es que mi representado se plegará a las decisiones que vengan de arriba y acepta por anticipado el veredicto de la comisión conciliadora. Otro de los miembros de la comisión interviene: –¿Pretende usted decirnos que estamos confabulados contra usted? Almenara cree adivinar de quién se trata. –No he mencionado para nada la palabra confabulación, señor Atahualpa Tito Wallace. Ese término no forma parte de mi vocabulario ni de mis costumbres. La fábrica El Vencedor está dispuesta a reabrir sus puertas desde mañana. El personal puede ir a trabajar. Queremos estar preparados para cuando se conozca el fallo. Sin decir más se retira del despacho. Cuando va a cruzar la puerta Saldívar le da alcance. –Un minuto, doctor. Con todo respeto quería decirle una cosa. Ha sido una lucha


121 larga, ¿verdad? Si hemos ganado nosotros es porque la razón estaba de nuestro lado. Pero no somos rencorosos y para demostrarlo lo saludo a lo hombre. Saldívar estira la mano abierta. El doctor Almenara la observa un momento, saca un pañuelo inmaculado del bolsillo y después de sonarse la nariz se retira dejándolo plantado. 151. A las diez de la mañana doña Teresa Paz escucha una timbrada en la puerta de calle. Como la llamada persiste se pone su bata y va a ver quién es. Al entreabrir la puerta ve al señor Leone desencajado, pálido, los ojos enrojecidos del insomne, pero correctamente vestido. –Lo han matado. Haciéndole una seña insiste para que lo deje pasar. Doña Teresa se encuentra aún semidormida, no entiende. –Anoche, a tres cuadras de aquí –prosigue Leone al entrar en la sala. De inmediato le dice que se trata de Alva. Doña Teresa busca un punto de apoyo y termina por sentarse en el sofá. –No lo puedo creer, estuvo aquí hasta eso de las diez, había dejado su carro cerca. Leone afirma que el crimen ocurrió cuando estaba ya en su automóvil. –Ha sido un golpe terrible para todos –agrega–, Alva era nuestro adversario político, pero caramba, era un buen periodista y además eso quiere decir que ya no hay garantías, que nadie que escriba, que disienta, que discuta puede estar seguro de su piel. Por otra parte, estaba al tanto de una serie de cosas que nos interesaba saber. Don David está furioso. Doña Teresa se frota los ojos, ve la alfombra ligeramente desplazada. –¿Quiere decir usted entonces que se trata de un crimen político? –Es una hipótesis que no se puede formular a la ligera –la interrumpe Leone–, nos hemos enterado más bien de que Alva tenía una querida cerca de aquí, la esposa de un investigador. El hombre estaba al tanto de lo que ocurría. –Mi marido está en Lima –responde doña Teresa–, anoche llamó por teléfono, quería averiguar la dirección de la casa. Todo esto es muy extraño. Leone se limita a responder que un hombre mujeriego como Alva está expuesto a una serie de peligros. –Yo no creo que fuera un mujeriego –opina doña Teresa. –Vea –prosigue Leone–, he venido a verla porque conviene que no se meta usted en líos. Ahora veo mejor. Con toda seguridad este ha sido un asunto de faldas. ¿Nadie sabe que estuvo anoche con usted? Entonces, chitón. Más vale mantenerse al margen de los escándalos, de las pesquisas de la Policía. Donde esta mete las manos, embarra para siempre una reputación. Doña Teresa dice que comprende, que naturalmente no dirá nada. –Don David quiere verla –agrega Leone antes de irse. Teresa queda sentada un rato. Luego se da cuenta de que no sabe ni siquiera cómo ha ocurrido el crimen, que Leone ni le ha preguntado qué cosa pudo conversar con Alva. Corre a vestirse para ir a comprar un periódico. En el momento en que va a salir se acuerda que Alva le dijo que era desconfiado, que se sentía intranquilo. ¿Un presagio? Doña Teresa siente por primera vez miedo. No solo porque esa muerte comienza a parecerle turbia sino porque la muerte, al segar la vida de alguien que estuvo poco antes con ella, debía haber tomado nota de su presencia. 152. El comandante Taboada observa desde la ventana de su despacho al general Santa


122 María que, después de su día de asueto, ha venido temprano al cuartel y se desplaza preocupado por el patio. A veces se detiene para cambiar algunas palabras con un subalterno. Otras se acerca y examina con atención un tanque, un camión blindado. La certidumbre de que sospecha algo se acrecienta cuando lo ve coger del brazo del capitán Ramírez y pasearse con él largo rato por la cancha de básquet. Entonces se pone la polaca, toma su automóvil y se dirige hacia el aeropuerto militar de Las Palmas. El general Delfor Arboleda lo recibe. –La cosa no anda muy bien –dice Taboada–, no solo el general Santa María estará hoy en el cuartel hasta medianoche, sino que se huele algo. Lo he visto en secreteos con el capitán Ramírez, otro de los oficiales de su logia, de su grupo, quiero decir de los seriotes. Habrá que aplazar una vez más el asunto, esperar quizá su próximo día de permiso. Arboleda dice que ya se aplazó una vez, que su gente cree que se trata de una broma. –De todos modos, espera –añade cogiendo el teléfono. Taboada enciende un cigarrillo y camina hacia los ventanales, observa en la pista una docena de aviones a reacción cerca de sus hangares. Arboleda se expresa mediante palabras oscuras, probablemente alguna clave convenida. Al fin cuelga el auricular. –Esperemos todavía un momento –dice–, ¿viste que mataron al director de Frente? Taboada responde que algo leyó en los periódicos: –Parece que fue por una historia de cuernos. El teléfono suena y Arboleda levanta el fono. Después de repetir varias veces sí, cubre el parlante con la mano y se vuelve hacia Taboada. –Fíjate, viejo, se puede hacer algo, ¿no? El pronunciamiento es a las nueve de la noche. Puedes llevarte poco antes a Santa María a tu despacho y detenerlo. Lo dejas allí guardado con gente de confianza hasta que se tome Palacio. Taboada protesta: –Santa María es un hombre que no se deja agarrar así no más. Es de armas tomar. Además si logro dejarlo encerrado es capaz de convencer a sus guardianes para que lo suelten. La gente lo respeta. El general Arboleda descubre el fono. –Parece difícil, no se puede. Al cabo de un rato vuelve a cortar. –Quédate a almorzar aquí –dice–, vamos a pensar bien las cosas. Imposible dar contraorden por segunda vez. Esta noche o nunca, es la consigna. Taboada acepta: –Pero después del almuerzo regreso al cuartel. Prefiero estar allí desde temprano. No vaya a ser que el pastel se destape y Santa María termine por tenderme la trampa a mí. 153. Jesús Barreola está furioso. Un cura ha venido a verlo con una carta de recomendación de la señora Agostini. –Yo ya no entiendo estas cosas –le dice a Cardinal–, los asuntos se me escapan de las manos. ¿Quién diablos es este cura?, ¿qué cosa quiere? No veo qué relación hay entre una huérfana, una fuga, una asistenta social, un taller de costura. En fin, le he dado una carta para el prefecto. Cardinal afirma que esas son pequeñeces. –Lo sé perfectamente, Cardinal. No son los grandes problemas lo que me arredra, sino las pequeñas dificultades. Usted sabe tan bien como yo que es fácil burlar la ley, pero que a veces es imposible pasar por encima de un reglamento.


123 –Sea como fuere –dice Cardinal–, lo grave en este momento es el problema que plantea la división blindada. –Ya le he dicho –protesta Barreola–, si el jefe de esa división se opone, que lo metan preso, caramba, que lo neutralicen. ¿No teníamos allí un hombre de confianza? Hay que ver además la cara de McLear. Falta poco para que diga que somos unos imbéciles. Cardinal le explica que la cosa no es tan fácil: –Usted no conoce bien a los militares. Es un mundo aparte, con sus reglas, sus compromisos, su caballerosidad incluso. Nuestro hombre de confianza, el comandante Taboada, no quiere poner la mano sobre Santa María. Se niega rotundamente. Me lo ha dicho el general Arboleda. –Entonces, que metan preso a Taboada –exclama Barreola–, ya habrá por allí otro que lo reemplace. Cardinal responde que posiblemente, pero que el tiempo los gana. –Debemos tener presente solo una cosa: que a las nueve es el pronunciamiento. Barreola conviene en que es cierto, que no caben ya más aplazamientos. –La verdad es que estoy, como pretendía nuestro amigo Chaparro, al borde del surmenage. ¿Sabe que Almenara vino esta semana a recitarme una letanía? Dice que la comisión conciliadora lo trató de arriba para abajo y que al término de un comparendo uno de los obreros de la fábrica quiso darle la mano. Para eso es nuestro abogado, ¿no? Si cobra, que aguante. Bueno, volviendo a nuestro asunto, mi hermano Napoleón salió hoy para Miami, tiene que ver allí a una serie de gente. Me ha dicho que lo telefonee esta noche al hotel Hilton apenas cante Chaparro. Con Taboada o sin Taboada, con Santa María o sin él, no debe darse marcha atrás. Yo estaré en la oficina hasta las once. Vea usted cómo se las arregla. Cardinal se atreve a preguntar si doña Aurelia tiene aún la casa. –Tiene dos, me parece. Pero está por abrir una de lujo. Si quiere saber hable con ella de mi parte. O con el prefecto. De esto, usted sabe, se ocupan nuestros empleados. 154. Hace un cuarto de hora que Carlos ha llegado al edificio de Miraflores, cuando Teresa y Dorita terminan de almorzar. –He estado pensando en tu caso –dice Carlos–, tal vez sea peligroso porque nos vamos a echar una jauría encima, pero conviene denunciarlo en regla. Teresa está de acuerdo, pero teme a la directora de la escuela, es un poco beatona, anda metida en procesiones y tómbolas de caridad. –No entiendo por qué Dávila no publicó el artículo que había escrito sobre el albergue –dice Carlos–, hace tiempo me lo mostró. Ya que Dorita está allí podrían escribir otro más detallado, algo vivido, detonante, ¿por qué no les cuenta cómo era la vida en el orfelinato? Pero Dorita no abre la boca. –Está molesta porque ayer la resondré –explica Teresa–. Mi padrastro vino cuando yo no estaba en casa y Dorita lo atendió. Yo le he dicho que no tenía por qué haberle dado el teléfono de mi mamá. –Lo hice sin pensar –alega Dorita–, me pareció que era un señor de verdad. –Y encima le recibió su inmunda plata –prosigue Teresa–, habrá que mandársela por correo. Carlos insiste acerca de la denuncia, ¿pero ante quién hacerla? –La carta al arzobispado no dio resultados –dice Teresa–, Narro seguro se movió y echaron tierra sobre el asunto. –No quiero regresar al albergue –dice Dorita–, tampoco donde la señora Agostini.


124 ¿No pueden tenerme acá aunque sea un tiempo más? Ya sé algo de costura, puedo trabajar en eso o en lo que sea. Por supuesto, opina Teresa besándola en la mejilla, pero antes tiene que quedar bien en claro su situación, ¿dónde podría publicarse algo serio, neto, que no deje lugar a dudas? –El único que podía hacerlo era Alva, pero anoche lo liquidaron, no sé si te habrás enterado –dice Carlos–, le metieron dos tiros en la cabeza en una calle de Pueblo Libre. –¿Alva? –pregunta Teresa–, ese Alva algo tenía que ver con mi mamá. Carlos se apresta a interrogarla, cuando suena el timbre de la puerta. Al abrir distingue en el corredor a dos señores. El que está más cerca pregunta por la señorita Teresa Paz. –¿Qué desea? –inquiere Carlos. –Asunto personal –dice el hombre que lleva el pelo engominado y el bigote cultivado con pasión. Su acompañante se limita a gruñir y a quitarse el sombrero, dejando al descubierto una calva más bien reconfortante. –Teresa, te buscan –dice Carlos, sin abrir completamente la puerta. Cuando Teresa se acerca el hombre de bigotes saca un carnet: –Prefectura de policía. Tenga usted la bondad de acompañarnos. Como Carlos hace el ademán de cerrar la puerta, el calvo, con una pericia insospechada, coloca el pie entre el marco y el batiente. –No es nada grave, joven, asuntos de rutina. –Tenemos órdenes –gruñe el engominado–, aquí está –y muestra un papel sellado. Dorita se ha acercado para ver qué pasa. –Arréglate un poco, yo te acompaño –dice Carlos a Teresa. –La señorita viene sola –agrega el calvo volviendo a ponerse su sombrero–, ¿no es verdad, Toro? 155. –El sol de Arequipa es como los consejos de los viejos: alumbra pero no calienta – dice Bremer después de estornudar varias veces. En compañía del coronel Arboleda atraviesa el patio del cuartel de infantería en busca del general Chaparro. Acaba de telefonear por última vez a Lima y Cardinal ha dado el visto bueno. Encuentran a Chaparro levantado, afeitado, paseándose impaciente por el dormitorio. –Completamente recuperado –dice frotándose el tórax a través de su camisa verde–, he dormido como un tronco, eso era lo que me hacía falta. Disculpen por lo del día de mi llegada, pero me sentía morir. Bremer le dice que el aplazamiento creó en Lima ciertos problemas, pero que ya todo está solucionado. Chaparro los interroga y Arboleda le explica que la aviación, los rangers y la división blindada lo secundan ciegamente. –Yo preferiría que me secundaran con los ojos abiertos –responde Chaparro tentando un chiste que no produce ningún efecto, pues ya Arboleda le pregunta si no va a almorzar. –Ni pensar en eso –dice Chaparro–, ya es demasiado tarde. Tampoco pienso comer, hoy voy a ponerme a dieta. Cuando más un poco de agua mineral y alguna fruta. Por favor, Bremer, si me han preparado algún ágape para esta tarde, haga que lo anulen. Cuando Bremer sale para buscar al jefe del cuartel, Chaparro coge a Arboleda del brazo: –Así que estos civiles se lo creen, ¿no? Ahora que estoy despejado, descansado, he visto las cosas claras. Damos el golpe y después tomamos nuestra distancia. No hay que


125 dejarse manejar. Claro, habrá que esperar un poco y además no romper todo contacto. Nosotros somos la fuerza, no tenemos por qué estar a comisiones. Yo me doy cuenta, Arboleda, lo que pasa es que me hago el cojudo. Sigamos así hasta que llegue el momento. Arboleda no sabe si tomarlo en serio, carraspea, se rasca la mejilla, se pone colorado. Chaparro le palmea la espalda: –Tienes que aprender mucho todavía. No olvides que nosotros representamos además el orden, que somos la columna vertebral de la patria. Los civiles son un puñado de pillos sin ninguna ética, unos rapaces, los emisarios del caos, ¿comprendido? Arboleda asiente con un enérgico movimiento de mentón, cuando Bremer aparece seguido por el comandante Quijano. –Habíamos preparado una pequeña reunión en la cantina del cuartel –dice este último–, pero si usted quiere la aplazamos para después del pronunciamiento. Chaparro opina que nada de agasajos por el momento. –La nación espera de nosotros otra cosa que brindis –agrega–, yo por mi parte prefiero ocupar estas horas en la reflexión. Considerando este deseo como una orden los tres se retiran. Chaparro se pasea aburrido de un muro a otro, lamentando haberlos despedido. Al mirar hacia el ropero ve en el espejo su cuello corto y su cara fláccida, un poco hinchada. –Viva el Perú –dice haciendo un saludo militar. El tono de su voz le parece poco convincente. Se apresta a repetir el ejercicio cuando experimenta, por tercera vez desde esa mañana, el deseo irreprimible de ir al baño. 156. Samuel y Héctor llegan a la calle d rimen, en Pueblo Libre. En la madrugada ha venido la policía, el juez, y han retirado el automóvil y la víctima. En la acera se ve a un grupo de curiosos y de vecinos. Observan las huellas dejadas por el carro, que alguien ha acentuado con una tiza blanca, y los daños causados al muro contra el cual se estrelló. –Lo que me pregunto es qué diablos hacía Alva a estas horas por acá –dice Samuel Montani. Héctor propone interrogar a los vecinos. Pero estos, que desde la noche anterior han sido asediados por los periodistas, se muestran poco cooperativos. Los disparos se escucharon claramente, pero nadie vio nada. Creyeron que se trataba de petardos o del escape de un carro. Solo asomaron a la calle cuando sintieron el ruido del automóvil chocando contra el muro. Alguien llegó a distinguir un vehículo a la distancia, otro una silueta que doblaba la esquina. ¿Cómo era? ¿Alta?, ¿baja?, ¿ancha?, ¿delgada? Una silueta, sencillamente. –Ya estaba muerto –dice un señor–, le salía sangre por la nariz y hasta por una oreja. –Lo taparon con una sábana hasta que llegó el juez –añade otro vecino. Héctor y Samuel se retiran desalentados por la calle Merino. –Así son las cosas –dice Héctor–, lo que se gana en un terreno se pierde en otro. La fábrica El Vencedor ha ganado su pleito, pero a Alva lo han cosido a balazos. –Es la dialéctica –interviene Samuel–, el mundo marcha de ese modo, a base de triunfos y de derrotas, pero cada vez los triunfos son más importantes que las derrotas. Añade que no hay que olvidarse de Luque, otro punto perdido, cuando ve salir de un departamento nuevo a una mujer guapa, cuarentona, que detiene un taxi con un signo de la mano. Abre la portezuela de atrás, introduce primero sus nalgas en el asiento y luego eleva las piernas, mostrando por descuido sus muslos. Cuando el carro arranca, Héctor da un silbido y observa a Samuel que sigue con la mirada el taxi que se aleja.


126 –Qué raro –dice Samuel–, a esa mujer la conozco, la he visto no hace mucho, pero no me acuerdo dónde. –Yo solo le vi las piernas –responde Héctor. 157. El general Santa María fuma pensativo en su despacho, mientras se pregunta por qué el día que estuvo de permiso alinearon algunos carros blindados en el patio. El capitán Ramírez le dijo que fue orden del comandante Taboada. Ese día vinieron de visita unos colegas de Las Palmas y tal vez quisieron mostrarles algunos de los efectivos del parque. Justo en ese momento distingue el automóvil de Taboada que, con alguien más en su interior, penetra en la explanada del cuartel. En el que acompaña a Taboada reconoce al coronel Molinares. No solo vivieron en el mismo barrí estuvieron en el mismo colegio sino que de cadetes, él del Ejército y Molinares de la Aviación, enamoraron a dos hermanas en Barranco. Pero ya Taboada entra al despacho. –Buenas tardes, mi general. Estuve almorzando en Las Palmas y me traje a un viejo amigo suyo. Lo he invitado a tomar un trago en la cantina. ¿Sabe que hoy es su santo? Santa María estrecha la mano de Molinares y nota que lleva en la muñeca derecha una esclava de oro con sus iniciales. Cuando Molinares habla del tiempo que no se ven y empieza una evocación del colegio nacional, Santa María lo interrumpe: –Vea, Molinares, no tenemos ochenta años para estar haciendo ese tipo de recuerdos. Taboada le propone que los acompañe a la cantina, se trata solo de un brindis. –Tengo que terminar un informe, iré más tarde. Molinares y Taboada salen. –Todo depende de que se embale –dice Taboada–, es de esos tipos austeros que solo una vez al año sacan los pies del plato pero cuando eso sucede lo hace en regla. Molinares se queja, dice que lo ha recibido muy fríamente. –Acuérdate de que él es así –lo tranquiliza Taboada–, lo importante es que acepte ir al Círculo Militar. Una vez allí, ya nos arreglaremos. 158. El comisario de policía Jaime Sarmiento la deja hablar durante un rato, mientras se escarba los dientes con un palo de fósforo afilado con una gillette y echa miradas distraídas a un periódico doblado en la página de las palabras cruzadas. Cuando Teresita termina, el comisario coge el oficio que tiene en su carpeta y lee el encabezamiento. –Todo lo que cuenta es muy interesante –dice–, pero ya se lo contará al juez. Yo no tengo que atenerme más que a lo que obra en este oficio. Hay una denuncia en regla contra usted, presentada por Sebastián Narro, sacerdote, por secuestro de una menor. Usted reconoce que hubo secuestro. Luego, tenemos que ponerla a disposición de la justicia. Teresa insiste en que no hubo secuestro, que Dorita Morales huyó voluntariamente del albergue, ella no hizo más que ayudarla. El comisario la observa por primera vez con atención y con tanta insistencia que Teresa siente un poco de temor. –¿Qué tal Chile? –le pregunta–, tengo un colega que estuvo por allí. Me dijo que en Santiago las chilenas quieren mucho a los peruanos, que somos muy educados. Teresa responde que no se acuerda muy bien, salió de Chile cuando era una niña. –Nos quitaron Arica y Tarapacá –añade el comisario–, pero nosotros les hundimos una serie de barcos. Los peruanos son machos. El día que haya aquí un gobierno fuerte, acuérdese de lo que le digo, ese día Arica y Tarapacá regresan al Perú. Teresa le pregunta si puede hacer una llamada telefónica, pues hay una persona que puede declarar que todo lo que dice el sacerdote Narro es falso. El comisario medita. –Puede hacerlo –dice al fin, pero está prohibido. Se lo permito porque es usted


127 extranjera. Teresa llama a la escuela de servicio social y pide hablar con la directora. Cuando la señora Sánchez se entera de lo que le sucede comienza por excusarse: –Ya le había advertido, sepa usted que la escuela no quiere líos. Además el obispo Cáceres me ha llamado por teléfono para decirme que las quejas del padre Narro son serias. No puedo hacer nada por usted. Lo siento. Teresa cuelga y al ver las paredes sucias, con fotos de boxeadores y tamberas, se pone a llorar. El comisario la observa de reojo mientras anota rápidamente con satisfacción la palabra oro en la casilla de tres letras que corresponde a metal precioso. –Pero no es para tanto –dice al ver que Teresa sigue llorando–, fíjese, la verdad es que uno tiene que cuidarse, uno tiene que mantenerse firme, la vida es, como quien dice, un tango es decir, que uno recibe golpes por aquí, por allá, sin parar. Vamos, señorita Paz, yo sé que esto es un poco oscuro, hay grandes intereses de por medio, pero tenga confianza. ¿No tiene usted conocidos entre la gente de arriba? Una tarjetita al prefecto y todo arreglado. Vea, la vamos a mandar a la cárcel de mujeres ahora mismo. No es bueno que se quede usted por aquí. Teresa hace esfuerzos para contenerse. El comisario Sarmiento se pone de pie, se acerca y le pone una mano en la cabeza: –Esto es una vaina. Tengo dos hijos y tres hijas. En total cinco. Una de mis hijas tiene su edad. Está en el colegio nacional, este año termina y luego... ¿luego qué? Va a estudiar Contabilidad. Se parece a usted, tiene su mismo color de pelo. Yo quiero que tenga su diploma. Porque con un diploma todo está arreglado. Así me lo decía mi papá. 159. –Hace meses que no vengo por aquí –dice el general Santa María mirando el amplio bar del Círculo Militar, en cuya sala anexa algunos oficiales en camisa juegan encarnizadas partidas de billar. –Yo tampoco lo frecuento mucho –interviene Taboada–, pero hoy no es un día cualquiera. Se trata de Molinares. Este agradece e invita otra rueda de whisky. –El general Delfor Arboleda me dijo que tal vez venía. ¿Usted lo conoce, Santa María? Qué ocurrencia, él no puede ver a los aviadores, no son militares, son apenas señoritos con uniforme. Molinares protesta: –Esos serán los marinos. –Estamos de acuerdo. Los marinos –dice Santa María, cuando Taboada propone un brindis y sugiere que deben quedarse a comer en el Círculo, que allí se come el mejor churrasco encebollado de toda la ciudad. Santa María se opone, tiene que estar en el cuartel a las nueve. –Al menos nos jugaremos un cacho –insiste Taboada pidiendo un juego de cubiletes. –¿Se acuerda de las hermanas de Barranco? –pregunta Molinares. Santa María insiste en que la suya era la mejor, revela que una tarde la llevó por una bajadita hasta el mar y le bajó el calzón. –Lo hicimos de pie, arrullados por las olas. Taboada aprovecha para decir que conoce un lugar donde van verdaderas novicias. –Estuve allí la semana pasada y nunca he visto nada igual, parecen capullitos de rosa. Santa María, que está concentrado en el póquer, para la oreja. Molinares da más


128 detalles, él también ha ido, queda en las afueras de Lima: –Pero solo para los amigos. –La dirige doña Aurelia –agrega Taboada. Santa María gruñe, mientras bebe su trago y al acertar una escalera, sin demostrar mucho interés, pregunta si en ese lugar no los despluman. –Pero en qué mundo vive usted, mi general –exclama Molinares–, nosotros tenemos crédito. Tantos galones, tantas mujeres. –Otra vez hablándome de usted –protesta Santa María–, ¿no nos conocemos hace treinta años? Taboada juzga oportuno hacer un paréntesis y le pregunta cuál fue el último puesto al que estuvo destacado. Santa María, abandonando el cubilete, empieza a hacer una evocación de Pucará, cerca del Marañón, donde pasó dos años. Era en plena cabecera de selva. Un calor horrible. Apenas un campamento de madera. Tenían que dormir bajo mosquiteros. No solo por los insectos, sino por los murciélagos. Se aburrían. La veintena de oficiales pasaban el día jugando básquet en una cancha de tierra, yendo al pueblo a beber cerveza o dándole de trompadas a la tropa, cosa que no era muy estimulante, pero que al menos entretenía. –La vida de militar es dura –acota Taboada–, no es como los aviadores, que de Lima no se mueven. Molinares defiende su arma. El estuvo ocho meses en Talara, muriéndose de calor, el único lugar con aire acondicionado era el bar de los norteamericanos, pero no era fácil entrar. –Habría que lamerles el culo, me imagino –dice Santa María. Taboada encarga un trago más, pide el encebollado y dice que deben ir donde doña Aurelia. Santa María reacciona: –Yo regreso al cuartel, sin ti y sin mí el cuartel va a quedar sin mando. Molinares insiste en que es su cumpleaños, ¿por qué no una cana al aire?, y al ver los vasos vacíos exclama: –La ley de la ballena, el que la seca la llena. –En todo caso yo me sacrifico –interviene Taboada–, usted se queda, mi general, y yo regreso al cuartel. Si hay alguna novedad le pasaré la voz. Santa María discute, al mover la mano tumba su vaso, quiere jugarse el regreso al billar, pero termina por aceptar exigiendo que esa rueda la invita él. –Ustedes son unos degenerados. Hacerme esto a mí. Pero eso sí, Molinares, te quitas esa cadena de la muñeca. Nosotros somos hombres, ¿no? Eso está bien para los maricas. 160. Samuel Montani llega tarde al sindicato, cuando ya la reunión va a comenzar. Héctor, que no ha querido entrar, lo espera en la puerta. El primero en tomar la palabra es Saldívar. –Compañeros, atención. Vamos a comunicarles algo importante. Pero les anticipo una cosa: hoy ha sido un día de triunfo para nosotros. –De inmediato refiere su reunión con la comisión conciliadora y el abogado patronal–. Nuestro movimiento de masas dio resultados. El abogado se achicó, así se lo dije a la salida. La comisión se mantuvo en su línea, resolvió que teníamos razón y desde mañana podemos regresar al trabajo. Los presentes aplauden, lanzan vivas y estalla un tal barullo que Saldívar tiene que llamarlos al orden. –Nos pagarán los días que no hemos trabajado. Nos devolverán nuestras libretas de seguro social que nos habían requisado. En fin, hemos demostrado que unidos en la lucha


129 saldremos siempre adelante. Samuel lo releva para decir que aparte de ese triunfo en el terreno laboral hay que lamentar dos cosas. Primero, la situación de Anacleto Luque, actualmente hospitalizado en la cárcel, víctima de una neumonía según le han dicho. –Eso se debe –precisa– a los deplorables efectos de nuestro sistema penitenciario. Además, la confesión que han publicado los periódicos es una infamia, le debe haber sido arrancada por la fuerza o por el chantaje. Ya he hablado con un abogado que se encargará del caso apenas las condiciones físicas de nuestro compañero se lo permitan. Algunos protestan, dicen que deberían sacar a Luque del hospital por la fuerza. Saldívar los exhorta a la calma, vienen de salir de un embrollo y no deben caer en otro. –La justicia termina por imponerse –sentencia, cuando alguien grita al fondo de la sala: –Sí, cuando uno está ya bajo tierra. Pero Samuel ha tomado nuevamente la palabra para abordar el segundo punto de su exposición: el asesinato de César Alva. A pesar de que la mayoría no ha oído nunca ese nombre, escuchan con atención. –Fue un luchador infatigable, un hombre de gran inquietud social. Estuvo siempre a nuestro lado. Estoy seguro de que ha sido eliminado por los sectores más negros de la reacción. Justamente en su revista había atacado a los falsos revolucionarios, a los que se valen de nuestra lucha, de nuestro sudor y de nuestras lágrimas para obtener prebendas políticas y ganarse adeptos en la clientela electoral. Después de un breve referéndum se acuerda que una delegación asista al día siguiente al entierro de Alva en el Cementerio General. Cuando la reunión termina, Samuel se acerca a Saldívar: –Fíjate, hermano, soy muy amigo de Héctor Manizales, el hijo de don Fernando, el que trabajaba de capataz en la fábrica. ¿Sabes que perdió un ojo en un accidente, hace poco? Sería bueno que cuando se presente a la fábrica lo reciban bien, a pesar de que no ha participado en la lucha, y presionen a la dirección para que le den su antiguo puesto. Es una cuestión de humanidad. –Por supuesto –dice Saldívar–, aquí no tomamos represalias contra nadie. En un día como este, además, hay que mostrarse amplios. 161.

–Aquí solamente primerizas, nada de mujeres corridas –ha dicho doña Aurelia. El general Santa María admite que debe tener razón, pues la muchacha con la que baila, si bien tiene las caderas bastante gruesas y un meneo un poco puteril, lo hace con los ojos bajos, como si conservara un resto de pudor. Molinares baila con una mujer pequeña, ligeramente achinada. Ambos se encuentran en uno de los apartados del local, reservado a los clientes escogidos. Santa María le pregunta otra vez a la muchacha su nombre. Raquel, diecinueve años, trabaja en una casa de costura. Al local viene solo de vez en cuando, a pedido de doña Aurelia. Santa María no puede averiguar más, pues Molinares, poseído por el genio de la danza, hace cabriolas, inventa pasos, lo enreda en su propio baile, lo asimila al torbellino corporal que ha creado con sus contorsiones y termina por obligarlo a cambiar de pareja. De este modo, mientras Molinares vocifera «Sin polaca, mi general», Santa María se ve implicado en una situación que no le concierne, frente a una chica que vibra y se retuerce, siguiéndola torpemente, ebrio, los brazos caídos, las piernas desacompasadas. «Sin camisa, mi general», chilla Molinares, cuando Santa María advierte que su amigo está con el torso medio desnudo, convertido en el astro de una Raquel repentinamente movediza, que ha perdido toda continencia para girar con los brazos en alto, quebrando la


130 cintura. Como no sabe qué hacer con sus brazos, estira la mano y trata de atrapar a su pareja, pero la china se escabulle, entra en colisión con el sistema planetario de Molinares y es absorbida momentáneamente por él. –Yo bailo pegado, nada de esas cosas modernas –atina a decir Santa María, deteniéndose en seco. Pero le basta decir esto para que la china retorne a su órbita y al cabo de una endemoniada rotación caiga sobre él, con los brazos abiertos, enlazándolo del cuello. Y a partir de ese momento ya no siente otra cosa que ese cuerpo adherido al suyo, un cuerpo al que no ve, pero que empieza a conocer en sus repliegues más secretos, con la pericia del tacto, por la forma como se le entrega a través de frotaciones, escamoteos, retornos, al punto que cuando Molinares grita «Sin pantalón, mi general», Santa María se encuentra sofocado y ya no piensa en otra cosa que en irse a la cama, con esa mujer y con ninguna otra, en el acto además, sin que entre su deseo y su cumplimiento se interponga una sola distracción, la más leve sombra de un obstáculo. 162. Linda, recostada en su cama, se acaricia las rodillas, los muslos, entrecierra los párpados y se mira a veces en el espejo de la cómoda. Por la puerta mal cerrada de su dormitorio ve pasar y repasar a su padre, que aprende a caminar con un solo ojo: la mitad del mundo ha desaparecido para él. Como un automóvil con un faro averiado, anda inseguro por la pequeña pieza, dándose esquinazos contra los muebles, disgustado, aburrido, pensando tal vez en la hora de la comida, esperando una papa, una gran cebolla cortada en rodajas. Ve también a su madre, encorvada sobre la máquina de coser, pedalea que pedalea, dialogando con ese pedazo de tela negra, la señora Leone le ha encargado un nuevo traje, ¿saben?, hasta con bobos y perendengues. Linda los ve, pero no los mira y los olvida, pues o que no ve y mira en esa cámara negra que forman sus párpados al cerrarse es la imagen de Mañuco Delmonte, la última, la del pleito en el departamento de Orrantia. Desde entonces solo ha sabido de él una vez, cuando la llamó a la oficina y le dijo que debían hacer las paces y ella que no, que era un hombre sin corazón. Esta última palabra hizo reír a Mañuco, la tachó de sensiblera y le explicó que corazón era una palabra que solo utilizaban los cardiólogos y los boleros de Agustín Lara. Ella cortó –¿por qué lo hizo?– y desde entonces él ya no volvió a llamar y por eso mismo Linda espera, sigue esperando y se examina y se interroga. Una palabra, solo una, la ronda hace días. Es la palabra puta. Se pregunta qué es exactamente eso y si lo será acostarse con un hombre de quien no se recibe dinero, pero sí regalitos, servicios, invitaciones y, como decía Mañuco, standing. Y a pesar de que no sabe qué responder, sigue esperando. Por eso, cuando tocan la puerta de la calle a esa hora desusada siente en la piel una crispación y tiene que llevarse la mano al seno para calmarse. Tal vez un mensajero, algún encargo para ella, ¿por qué no? Al poco rato se desilusiona. Escucha voces varoniles, un poco toscas, ella que había comenzado a acostumbrarse a una voz como la de Mañuco, que no tenía otra particularidad que la de ser mesurada, un poco monocorde, incapaz de perder, sea a la hora de la disputa o del placer, su sosegada distinción. Es la voz de Saldívar la que escucha y pronto otra voz desconocida que domina el tumulto y se impone: –Don Fernando, venimos a darle la buena noticia. La fábrica El Vencedor ha vencido. Mañana reabre. Lamentamos lo ocurrido con usted. Pero de común acuerdo sus compañeros han decidido apoyarlo para que usted se reintegre al trabajo y vuelva a desempeñar su antiguo cargo. Héctor, que está entre los presentes, es el que habla ahora de luchas, de sacrificios, pero Linda ya no escucha: solo ve el gran departamento lleno de mamparas que ponían a su


131 disposición las arboledas de Orrantia y la imagen de un hombre bronceado, rico, extraño a esos avatares, inaccesible a toda forma de carencia y se siente atrozmente desdichada en ese cuarto estrecho, con su padre tuerto, su hermano transformado, su madre con la boca llena de alfileres y su mismo cuerpo sin uso, desterrado en esa cama fría, ávido, encallado después de su bautizo, hecho como estaba para tan hermosa navegación. 163. Lo único que ha conservado Santa María es su reloj pulsera. Desnudo, velludo, estirado de espaldas en la cama de esa habitación en penumbra, trata de reconocer dónde se encuentra. Por lo alto de la puerta se filtra un poco de luz. No está en el cuartel, tampoco en su casa. Taboada, claro, los tragos, Molinares, el Círculo, luego esa especie de burdel y la china que, ¿cuánto rato hace?, hendió como una pera, la hizo chillar, de eso estuvo seguro, y luego ¿qué?, ¿se quedó dormido? Estirando la mano palpa el colchón, nada de carnoso o ardiente, tan solo una prenda de vestir, camiseta o calzoncillo, y en el velador vasos vacíos, colillas que desbordan el cenicero. Poniéndose de pie va hacia la puerta, pero comprueba que está cerrada con llave. Lo han dejado encerrado y calato. ¿Su uniforme? La polaca y la camisa las dejó en el apartado, por imitar a ese imbécil de Molinares. Solo distingue su pantalón tirado sobre una silla y sus zapatos caídos al pie de la cama. Entonces aporrea la puerta. –¿Hay alguien allí? Eh, Molinares, ábranme. De los pasillos solo llega el sonido apagado de un tocadiscos. Angustiado contornea los muros de la habitación en busca de una ventana. La puerta se abre y aparece la china descalza y en batín. –¿Por qué me cierran con llave? –protesta Santa María–, ¿estoy castigado?, ¿estamos en una cárcel? –Para que no te escapes, amorcito, fui un ratito al baño. Santa María alega que ya tiene que irse, que por favor le traiga su camisa y su polaca, pero ya la china se ha quitado el batín, está desnuda y lo enlaza y besuqueándolo en el cuello lo lleva hacia la cama, su tarzán no puede irse de esa manera, ¿acaso ya está cansado? No se trata de cansancio, dice Santa María, pero sucede que el deber... «El deber», repite la china señalando la cama, riendo, haciéndole cosquillas, empujándolo hasta tenderlo de espaldas. Santa María se debate un momento, pero la china lo sujeta con tanta sapiencia, de cuclillas sobre él, atenazándole la cabeza con los muslos, que Santa María se sofoca y más aún cuando la china, en un cuarto de conversión, queda siempre sentada sobre él, pero con el busto sobre su vientre y pronto siente que se avecina una conjunción estéril, numeral, que se concretiza cuando la boca de la china comienza a devorarlo por su extensión más sensible, al mismo tiempo que la suya se abre dejando surgir una lengua voraz, alada, que busca a ciegas un refugio a su licencia. Al fin la china, después de un febril perneo, abandona toda presión y el mismo Santa María, su savia al fin extraviada, queda laxo, resollante, insatisfecho, la boca ácida, pastosa. La china, volviendo a su posición normal, hunde su cabecita en su cuello, le dice al oído cosas sentimentales, pegajosas, que Santa María escucha apenas, preguntándose ¿qué será de Molinares?, ¿dónde habrá un cigarrillo?, ¿quién correrá con todo este gasto? Rechazando a la china termina por sentarse en la cama. –Prende la luz –dice–, aquí debe haber una luz. Y dame un cigarrillo. La china alumbra la lámpara del velador. ¿Y qué?, ¿no está contento? Santa María va hacia el lavatorio. Contento sí, pero preocupado, no le quedan sino cien soles. –¿Dónde está Molinares? Tendré que pedirle prestado. La china dice que ya se fue, pero que ha dejado todo pagado. Santa María estalla:


132 –Yo tengo mi dignidad. Puedo permitir que me paguen todo, salvo las mujeres. Y menos un aviador. La china se rectifica, dice que Molinares no ha pagado, pero que ella no le cobrará, a su tarzán no puede hacerle esas cosas. –No me pasaba nada igual desde que tenía veinte años –suspira Santa María. La china insiste en que no ha conocido un militar como él y eso que conoce a tantos militares. Santa María se enfunda su pantalón, después se pone las medias. –¿Conoces a muchos militares? –A todos, pero de comandantes para arriba. –Bueno, tráeme la ropa que he dejado en el apartado. ¿A quiénes conoces, por ejemplo? La china responde que al coronel Arboleda, al general Chaparro. –Buenas piezas, mi ropa. La china se pone su batín y sale de la habitación. Santa María mira la hora: las once y cuarto. Todavía tiene tiempo de llegar al cuartel antes de medianoche. No debe dar mal ejemplo a sus subalternos. ¿Y los whiskies, el champán, también habrá sido gratis? La china regresa con sus prendas. –De este cuarto nadie se ha ido antes del amanecer –se queja. Santa María continúa vistiéndose y cuando se abotona el último botón de su polaca se siente en posesión de su grado, reintegrado a su jerarquía de jefe de cuartel. –Y el pobre Taboada debe haberse quedado al frente de toda la división –dice–, ¿tienen aquí un teléfono? –¿Para qué? –pregunta la china–, si quieres taxis, hay en la puerta. Santa María, sin dar explicaciones, se hace conducir al bar, a pesar de los esfuerzos de la china para retenerlo. Muy digno, saluda con un movimiento de cabeza a las mujeres que rondan por el mostrador y marca el número del cuartel. El timbre suena varias veces y nadie responde. Vuelve a marcar y al fin escucha una voz: –Dirección de la blindada, a sus órdenes el capitán Ramírez. Santa María se identifica y pide que lo comuniquen con el comandante Taboada. Se produce un largo silencio. –Con el comandante Taboada, caramba, quiero saber cómo anda el servicio. –Demasiado tarde, mi general –responde su interlocutor–, nos han jugado una mala pasada, mi general. –Pero dígame de una vez qué pasa. –Taboada ya salió hacia Palacio con los tanques, mi general.

XII Como ya hacía calor Caproni abrió de par en par las ventanas entró al gran salón el bramido de la resaca y un aire fresco que lía a todos los frutos del mar. Sobre la masa negra de 1a isla brillaban algunas estrellas. –¡Oh, plenitud! –gritó Caproni apoyado en el alféizar–, ¡oh, océano!, ¡oh, soberana tranquilidad! Luego se anudó bien su bata china con flores y pajaritos pintados y giró sobre sus pies descalzos. Che Malone había puesto en el tocadiscos un tango y solo, con una pareja imaginaria, cruzaba los pies sobre la alfombra, haciendo innumerables ochos. –Así se bailará en el barrio del Boca, bigotudo, pero aquí, entre los criollos,


133 hacemos ésta. Caproni buscó a quién agarrar y a la primera que vio fue a la colegiala sentada en un taburete, delante de Pelota Marín. Huapaya servía copas de vermut en un azafate. Impulsado por su masa, Caproni llegó hasta el taburete. –¡Oh, delicia, oh, virginal criatura. La Pérez Saco se dejó levantar y pegada al grueso vientre lo acompañó en una rápida, insensata e inconclusa evolución. –Detesto el tango –gritó Caproni–, Che, saca esa porquería. –¿Y dónde está Camilo? –preguntó la Pérez Saco. –Se ha ido a buscar al abate. Nos tiene que dar su bendición. Pelota Marín rio, reía, seguía riendo. Había apoyado los codos en la alta mesa central, que Huapaya había cubierto con una colcha. –Pues me dijeron que recitaba muy bien, que puedo dar una función. ¿No quieren oír? –Callate –gritó Che Malone–, no nos vas a venir ahora con literatura. Lilí había sacado ya el disco del porteño para poner un afro. –Gente inculta –gritó Caproni–, nos sacuden el seso con estas cosas, ¿y dónde está el buen gusto?, ¿y la educación? Malone se quitó la camiseta del River que llevaba y quedó solo en pantaloncillo y chimpunes. –No me dirás que no soy todo un Labruna –exclamó frotándose el pecho–. Hace calor en esta casa, Caproni, y ese vermut me ha dado sed. ¿No tenés nada helado?, ¿un champán? –Te conozco –dijo Caproni–, quieres bebida fina, pibe. El champán está al lado, en la cámara china. Pero por cada copa diez latigazos, ¿entendido? Huapaya se acercó a la Pelota. –Vamos a bailar. –Pero qué chiquito eres. ¿No serás un enano? –Enano, pero grandote. Apenas la apretó, Pelota Marín sintió que era levantada en peso por una palanca. –Dios mío. –Por algo me llaman el Aventajado. Pero ya empujaban la puerta mampara del jardín. Apareció el Hermoso seguido de un capuchino. –Salud a todos –gritó el Hermoso levantando el brazo. El capuchino, con el rostro cubierto, se detuvo en el dintel y solo avanzó cuando Caproni le daba el encuentro con los brazos abiertos. –Respetadísimo prior –exclamó hincando una rodilla para besarle la mano. Pelota Marín dejó de reír, y la Pérez Saco de acomodarse el lazo de su trenza–. No os asustéis– prosiguió Caproni–, es un monje renegado. Pero aún confiesa si alguien tiene la conciencia sucia. In artículo mortis. –Pero qué interesante –dijo Pelota acercándose al encapuchado. Huapaya también se llegó a él pero con un vaso servido. –¿Quién es usted? – preguntó Pelota. –No habla sino latín –dijo Caproni–, inútil preguntarle nada. –Maremágnum –dijo el encapuchado. –Pero qué simpático, che –exclamó Malone. –Grosso modo –prosiguió el encapuchado.


134 –¿En esta mesa se puede oficiar? –preguntó Caproni. –Manu militar. La Pérez Saco se acercó al Hermoso. –Pero aquí todos son unos viejos. Solo tú y el futbolista. El encapuchado, que la escuchó, se dejó oír nuevamente: –Fugaces labuntur anni. –Bueno –dijo Caproni–, que cada cual haga lo que quiera, para eso estamos. Un momento de anarquía no está mal, luego se instaura el orden, como lo enseña la historia. Huapaya, sirve algo. –Bebamus algus –añadió Malone. –A tempo –completó el encapuchado. Lilí había puesto en el tocadiscos otra guaracha y sacó a bailar al futbolista, mientras Huapaya, después de servir las copas, hacía lo mismo con la colegiala. Caproni se llevó al Hermoso cerca de la ventana. –Bueno, ¿y qué?, ¿qué te parece el ambiente? Está un poco tela, ¿no? –En fin, así es el comienzo. Ya después se verá. –¿Te dio algo el abate? –Un cajón de whisky. Lo he dejado en la terraza. –Escucha. Cuando la cosa arda, le echas la chiquita a Malone, la Pérez Saco. –Sí, y la Pelota con Lilí. Ya está hablada. –Irreemplazable Camilo. Deo gratias. 164. No han tenido tiempo de pasarle la voz a todo el mundo, pero por lo menos un centenar de los doscientos obreros de la fábrica El Vencedor llegan a su lugar de trabajo poco antes de las ocho de la mañana. La puerta está aún cerrada. Arremolinados ante el alto muro fuman, excitados por ese recinto, por ese espacio tan cercano donde han conocido la fatiga, la rutina y el deterioro, pero también la camaradería, la amistad y que para muchos es la casa odiada y añorada. –Fíjate en el portón –dice uno de ellos–, tiene los goznes oxidados. Habrá que echarle un poco de aceite. Don Fernando se pregunta cómo estarán los hornos, que él se encargaba de controlar durante su ronda. –Nos va a caer un mes y medio de paga –dice alguien–, esta noche habrá celebración. Pero la mayoría están endeudados y hacen cuentas para saber cuánto les sobrará una vez que cobren. Saldívar llega a las ocho en punto. Al ver la puerta cerrada y la gente que espera, deja su portaviandas en el suelo y se cruza de brazos. –Esto no me gusta. ¿No nos habrán jugado una perrada? ¿Han tocado la puerta? Luego pregunta si saben que en la noche hubo un cuartelazo en Arequipa. –Sí –le responden–, ha subido un milico, eso está bien, harán edificios, ministerios, necesitarán ladrillos, es decir, la fábrica tiene que marchar a todo tren. Saldívar está demasiado preocupado para contradecirlo y se limita a espiar por los intersticios del portón. El patio exterior está desierto, las puertas de las oficinas cerradas. No se ve a uno solo de los empleados del servicio administrativo, ni a los representantes patronales. Entre las lajas del pasillo ha crecido la yerba. Otros obreros retrasados van llegando y pronto, con excepción de los que no se pudo avisar o de los que han conseguido otro trabajo, todos están presentes. En vano Saldívar oprime el timbre y da de puñetazos en el portón.


135 –Cálmate –dice don Fernando–, no olvides que es el primer día. Las cosas deben andar de cabeza. Saldívar mira su reloj: –Esperemos media hora. Si no abren, veremos lo que se hace. 165. –Todo ha sido una kermés –suspira Cardinal, mientras su chofer lo conduce rápidamente al aeropuerto militar. En toda la noche no ha dormido. A cada rato lo llamaron de Arequipa para decirle que ya partía el avión con el general Chaparro y su comitiva, que todavía no partía, que el mal tiempo, que la neblina. En fin, a las cinco de la mañana, cuando ya Barreola se había ido a dormir, Bremer le anunció que en ese momento despegaban. De Palacio Taboada le informó que todo estaba en regla. El presidente se había negado a dimitir esperando la llegada de Chaparro, pero más tarde, fatigado, había pedido permiso para retirarse a sus habitaciones. «Permiso, puesto que está detenido», precisó Taboada. La escolta presidencial no había disparado un solo cartucho y alternaba más bien amigablemente con el destacamento de la blindada que ocupaba Palacio. –Fíjese, soldados –dice el chofer. Cardinal, bostezando, nota en efecto que las inmediaciones de Las Palmas están resguardadas por algunos rangers. Lo que lo asombra un poco es la indiferencia de los peatones, que por las calles sin asfaltar, polvorientas, de Surco, caminan desganadamente hacia los rieles del tranvía. Frente al enrejado del aeropuerto militar encuentra a una multitud de periodistas y fotógrafos que pugnan por entrar, exhibiendo carnets, vociferando, contenidos por una docena de aviadores armados con metralletas. Y ve algo más: un grupo fantasmal, demacrado, de civiles con sombrero, que fuman, discuten, espían por el alambrado, resignados a permanecer en el vestíbulo de ese hecho histórico y que al distinguirlo lo saludan con prontitud, mirándolo ansiosamente a los ojos. Son algunos diputados de la asamblea disuelta. Uno de ellos incluso intenta acercarse, pero ya Cardinal, rogando que dejen entrar solo a uno de los fotógrafos de su periódico, atraviesa el alambrado. Se dirige de frente hacia las oficinas de la comandancia. El general Arboleda lo espera en su despacho. Se sorprende de ver allí a Mañuco Delmonte, que debe haber utilizado algún artificio para entrar al aeropuerto. –Usted no me había dicho nada –le susurra al oído. –Yo soy el primer sorprendido –responde secamente Cardinal. Alguien anuncia que ya aterriza el avión y todos se precipitan a la explanada contigua a la pista. El aparato, ya en tierra, sin la gracia del vuelo, rueda pesadamente cortando la niebla matinal. Cuando se inmoviliza, un carro avanza hacia él jalando la escalera de descenso. La puerta se abre y Chaparro asoma con tanta torpeza y precipitación para hacer un saludo con el brazo, que Bremer tiene que sujetarlo del cinturón para que no se precipite al vacío. 166. Su padre le ha conseguido a regañadientes una recomendación del director de prisiones. Gracias a ello Carlos Almenara puede entrar fácilmente a la cárcel de mujeres, en Chorrillos. El lugar es moderno, limpio, pero el paisaje mustio, rodeado de arenales y de dunas, como el albergue de las huérfanas. No es la incomodidad lo que ensombrece esos lugares, sino su aislamiento, su carácter de edificio exiliado, rodeado de una naturaleza estéril, réproba. En una oficina pide ver a la señorita Teresa Paz. El empleado que lo recibe examina su tarjeta de recomendación y se dirige a un despacho. Al poco rato lo recibe el administrador de la cárcel.


136 –¿Así que de parte de nuestro director? Encantado, Luis Armando Lobo, para servirlo. Carlos dice que necesita ver con urgencia a la señorita Paz. –La trajeron ayer –responde el señor Lobo–, un rapto, ¿no? En un momento lo llevan donde ella. Mientras Carlos espera, el administrador ordena su escritorio con movimientos un poco subrepticios y lanza miradas a las cuatro esquinas de la pieza, con el temor de ver algún objeto roto, sucio, caído, rajado, desplazado, que testimonie contra la eficiencia de su gestión. Pero todo parece estar en su sitio, más que por un espíritu de orden por esa especie de ordenación espontánea que hace que en las oficinas las cosas terminen fatalmente por encontrar su lugar y para siempre. –Esta es una cárcel modelo –dice al fin, sépalo usted bien, señor Almenara. De la dirección de prisiones han llegado a veces algunas quejas, pero completamente infundadas. ¿Qué?, ¿se interesa usted por la recién llegada? Carlos no responde. –Para usted, visitas libres. La comida es buena, pero con un pequeño suplemento, autorizado además en nuestros estatutos, se pueden solicitar extras. Carlos dice al fin que no ha venido para hablar de eso. –Comprendo –dice Lobo–, pero no quiero que se lleve una mala impresión de esta casa. Un guardián aparece sin tocar la puerta. El administrador se pone rojo y le grita que a su oficina no se entra de esa manera. Carlos lo calma, le explica que tiene prisa. El guardián lo conduce por una serie de corredores, requintando en términos oscuros contra su jefe, hablando de una casa que se construye, del inmundo rancho de los presos. En una celda individual encuentra a Teresa. La nota arreglada, pulcra, como un cuadro acabado de restaurar: su esplendor revela su deterioro. –No se está mal aquí –dice–, hasta me han dado sábanas limpias. Pero basta que Carlos la coja de la mano para que rompa a llorar, sin transición, enrojeciéndose, hinchándose, despeinándose, hasta quedar al fin convertida en un torrente de polvos y coloretes. Para consolarla Carlos la sacude, la abraza, incluso la besa. Teresa lo rechaza y recuperándose le pregunta por Dorita. –Justamente, quería decirte que Dorita ha regresado al orfelinato. Anoche vino el cura Narro a la casa. Yo no quise dejarlo pasar, pero literalmente la invadió. Dijo que estaba dispuesto a retirar su denuncia si Dorita regresaba con él. Como supondrás, Dorita se fue, a pesar de mis protestas. Esta vez Teresa se ha puesto pálida, trata de decir algo, balbucea. –No te puedo creer, no se puede haber ido. Carlos insiste en que sí. –Pero irse así, después de lo que he hecho por ella, imposible. –¿No te das cuenta de que se ha sacrificado por ti? Se fue con Narro para que tú salieras. A mí siempre me ha parecido una tonta, pero de buen corazón. Carlos nota que Teresa ya no lo escucha: no llora ahora sino gime, pero con los labios apretados, sin articular una palabra, como se debe llorar, piensa, en las penas de amor. 167. El Cadillac negro atraviesa las calles con tal celeridad que los transeúntes tienen apenas tiempo de distinguir un celaje oscuro precedido por una docena de estridentes motociclistas encasquetados. El general Chaparro y su comitiva se apean a las nueve en punto


137 en el patio del Palacio de Gobierno. El comandante Taboada se encuentra en las escalinatas. Después de hacer una señal de mando se cuadra militarmente y la guardia que ocupa el recinto presenta armas. Disuelta la niebla matinal, el sol brilla en los cascos y en los sables. –Mi general, está usted en su casa –dice Taboada descendiendo los peldaños. La comitiva atraviesa los salones en armonioso cortejo hacia el despacho presidencial. Cardinal, Bremer, Berrocal y Barreola, que se han constituido de facto en casa civil de Chaparro, encuadran al general. El presidente, muy digno, acompañado de dos fieles edecanes, lo espera. Apenas se cambian los primeros saludos, el presidente exige que lo traten de su excelencia. Chaparro, que ha venido preparado para toda eventualidad, menos a esta reacción protocolaria, no sabe qué hacer y vuelve la mirada hacia sus consejeros. En los ojos de Cardinal flota la indiferencia, pero los de Bremer, atentos, le inculcan marcialidad, firmeza. Chaparro, envalentonado, declara que cuenta con el respaldo del Ejército, de la ciudadanía y de las fuerzas vivas y que viene a tomar posesión de la primera magistratura del Estado. –El país estaba en el caos –añade–, nuestro deber era intervenir y si estoy acá es porque el carro patrio se precipitaba al abismo. El presidente, después de cambiar una mirada con sus edecanes, sonríe modestamente. –La sensatez me recomienda ceder –dice–, porque no me gusta el derramamiento de sangre. Yo no soy lo que se llama un político, pues de otro modo me hubiera esforzado en mantenerme en el poder. Soy un ciudadano que, en los comicios, fue elegido presidente y que, desde su cargo, no olvidó nunca que era un ciudadano. Yo he querido hacer ambas cosas compatibles y es por eso que me inclino ante la fuerza y entrego la banda presidencial. Pero eso sí, dejo constancia de que me ha sido arrebatada por el engaño, la fuerza y la traición y que si consiento en despojarme de ella es porque es imposible vivir en la legalidad cuando se está rodeado de espadachines. El general Chaparro, que ha estado solo atento a los movimientos del presidente para desprenderse de la banda, se la recibe sin responder y la mantiene en sus manos, ligeramente en alto, como en un acto simbólico de adoración. Como nadie se atreve a moverse, Bremer se acerca para tomarla y ceñírsela desmañadamente, mientras estallan desacompasados aplausos como de gente, en fin, que quisiera calentarse las manos. 168. Saldívar persiste en llamar por teléfono desde la pulpería de la esquina al directorio de la fábrica. Le contesta nuevamente el secretario para decirle que no está presente ningún responsable. Ante tanta insistencia y cuando amenaza derribar el portón, el secretario le explica que el señor Barreola está en ese momento muy ocupado, pero que llame dentro de media hora. En fin, le recomienda que esperen, que ya llegará algún representante. Saldívar y sus compañeros se han sentado en la acera, al lado de la puerta, y siguen fumando y conversando. La mayoría confía en el nuevo gobierno, pero algunos se muestran escépticos. –Todo es puro teatro –dicen–, mientras las cosas no cambien de raíz, estamos jodidos. Saldívar, al margen de las discusiones, espía inquieto a su gente, que empieza ya a echar mano al almuerzo que han traído en sus portaviandas. Son cerca de las once de la mañana y ningún enviado aparece. Al fin ven doblar por la esquina dos camiones de color verde opaco. Se acercan lentamente haciendo rugir sus motores. Saldívar se pone de pie. –Esto no me gusta –dice al distinguir un casco pavonado en uno de los vehículos. En ese momento los camiones se cuadran frente a la fábrica y descienden una


138 cuarentena de soldados. Un oficial avanza al frente de ellos, levantando un brazo: –Nadie se mueva. Los obreros ven un cerco de uniformes que se estrecha y los comprime contra el muro de la fábrica. –¿Así que contraviniendo la ley? Saldívar dice que el día anterior los han autorizado a regresar al trabajo. –¿Usted sabe leer o no? –prosigue el oficial–, ¿no sabe lo que es suspensión de garantías? Prohibido reuniones, prohibido manifestaciones, prohibido todo. Don Fernando interviene: –¿Me permite? Esto no es una reunión ni una manifestación, mi capitán. Solamente que no abren la puerta y por eso formamos grupo en la calle. –¿Por qué me dice capitán? ¿No ve que tengo solo dos galones? Bromista el tuerto. Así que tomándome el pelo, ¿no? Un obrero dice que si abrieran la puerta no quedaría un solo hombre en la calle. –Eso no me interesa –prosigue el oficial, la Constitución antes que nada. Ustedes forman aquí un grupo y los grupos están prohibidos. De modo que ahora mismo todo el mundo se va a su casa y sin chistar. –Yo quisiera preguntarle a usted si sabe lo que son las luchas sociales. Hoy es un día de triunfo para nosotros, después de dos meses de huelga. –Prohibidas también las huelgas –responde el oficial. Como Saldívar insiste que la huelga ya terminó, que la comisión falló a su favor, el oficial se impacienta. –Ya nos contará eso en su debido lugar. A ese me lo agarran por respondón. Entre los obreros se produce un conato de protesta. El oficial se lleva la mano a la cartuchera. –Nada de bulla, carajo. Agradézcanme además, porque tenía órdenes de darles una buena corregida. Pero sépanlo bien, yo también soy del pueblo y respeto a la gente que trabaja. De modo que ahora se me van disolviendo. Y rápido; que el sol está quemando y estamos todavía con uniforme de invierno. 169. Linda, sentada ante su mesita de trabajo llena de prospectos, observa el jirón Carabaya y comprueba coma en las calles del centro de Lima, poco después de una de la tarde, se instaura un breve y frágil sosiego, como si la máquina de la vida citadina dejara de pronto de funcionar. Las tiendas se cierran. Los oficinistas retornan a sus casas son absorbidos por bares y chinganas, los peatones se esfuman, los tranvías disminuyen su circulación y no es raro que, por un azar, un jirón aparezca de pronto completamente desierto, como en plena madrugada. A esa hora debe llegar Erasmo Chaparro y quedarse al cuidado de la tienda para que ella pueda, ya que no regresar a su casa, dar al menos una vuelta viendo las vidrieras y comerse un sánduche en cualquier café. Pero la calma se interrumpe los transeúntes reaparecen, los tranvías chirrían nuevamente regando pasajeros y Linda, hambrienta, lee por centésima ve un folleto en colores donde dice PHILIPS, EL MEJOR. Al fin Erasmo Chaparro aparece. –Disculpe el retraso, pero he estado muy ocupado. Yendo a su escritorio abre sus cajones y comienza a reunir una serie de papeles, entre ellos varias novelas de espionaje. Linda le pide permiso para ir a comer algo. –No hace falta –dice Erasmo–, en cinco minutos cerramos. Como Linda lo mira sorprendida, su jefe agrega: –¡Y encima usted no me felicita! ¿No sabe que mi papá es presidente? Desde esta


139 mañana. Añade que va a tener que cerrar el negocio pues le van a dar un cargo en el extranjero. –Siempre me ha gustado España. Seguro que me voy a Madrid. Las castañuelas, los toros, olé. En realidad, yo no soy un comerciante. Esto lo tenía para ver cómo marchaba. Linda se atreve a preguntarle si está despedida. –Despedida no –dice Erasmo–, ¡qué palabras emplea usted! Todavía no tenía tres meses, es decir, que estaba a prueba, ¿no? Lo que pasa es que cerramos y eso es todo. Como Linda queda inmóvil en su silla, Erasmo se pone de pie. –Y cerramos ahorita. Todos esos aparatos están en consignación. Los devuelvo y se acabó. Menos mal que salgo de este lío. –Y los días que he trabajado este mes –pregunta Linda–, ¿me los van a pagar? Erasmo queda perplejo. –No había pensado en eso, ¿cuánto es? Linda dice que son trece días. –Mándeme una carta –dice Erasmo–, ponga quince días para redondear. Mándeme una carta a Palacio. ¿Sale usted? Linda coge su cartera, echa una mirada a las repisas con tocadiscos, radios, y avanza hacia la puerta. –Apúrese –dice Erasmo, que con una manizuela va bajando la puerta metálica. Linda queda un momento en la acera, aterrada por esa tarde inesperada que le cae entre las manos. –Ya sabe, a Palacio. Cuando Linda da unos pasos, Chaparro le pasa la voz. –Me había olvidado de decirle una cosa. Linda espera, mientras Erasmo la observa con impertinencia. –Yo me quedaré en Lima todavía unas semanas. Si quieres podríamos vernos. Tú no debes tener prejuicios. Linda se pone roja y dándole la espalda se retira rápidamente hacia la plaza San Martín. 170. La carroza con cuatro crespones, pagada con los fondos de la revista Frente, se detiene ante la tercera puerta del Cementerio General. El ataúd lo cargan Demetrio Ríos, secretario de la revista, Samuel Montani y algunos parientes del difunto, que esa muerte ha sacado del anonimato. Alva no era creyente pero por rutina se coloca el féretro en un soporte de fierro donde un cura, adjudicado al cementerio, balbucea rezos en latín y echa una bendición. Luego vienen los discursos. Samuel comprueba que a ese entierro ha venido más gente de lo que podía suponerse. No solo delegados de la asociación de periodistas, representantes de todos los diarios, incluso de los que Frente combatió, sino una población desconocida, tal vez deudos lejanos o curiosos o lectores que sienten la desaparición de un hombre al que admiraban. El discurso de Demetrio es puramente biográfico. El del encargado de la asociación de periodistas es un ditirambo profesional. Dos o tres oradores no previstos en el programa toman la palabra para exaltar las virtudes del difunto con frases cursis y a menudo patéticas. Samuel, que ha preparado una breve intervención, nota que los oradores han hecho solo alusiones veladas al crimen. Además, al igual que Héctor, cree reconocer en gran número de los presentes a gente sospechosa. A pesar de ello, cuando toma la palabra, empieza diciendo con un tono de voz que él sabe administrar en las circunstancias solemnes:


140 –No hemos venido solo para enterrar un muerto, estamos aquí para compadecer a la víctima de un asesinato. A medida que se prolonga, su discurso se va convirtiendo en una requisitoria. Algunos de los presentes, al ver el cariz que va tomando el asunto, se retiran pretextando la longitud de la ceremonia. –Es muy fácil sacar conclusiones –finaliza Samuel–, sabemos quiénes eran los enemigos de Alva. Su revista era una amenaza para la oligarquía, para la reacción y para los falsos profetas de la revolución. Entre ellos debe estar el culpable. Luego el ataúd es llevado hasta un cuartel donde la mayoría de los nichos están vacíos. El dinero de Frente no ha alcanzado para mandar hacer una lápida, de modo que el propio Samuel escribe con un palito sobre el cemento fresco CÉSAR ALVA. Como ignora la fecha de su nacimiento, un deudo se aproxima y completa la frágil inscripción. Algunos ramos de flores son depositados en la jardinera. Luego el cortejo se dirige hacia la salida. Cuando Samuel, conversando con Héctor, busca un taxi, dos de las personas que asistieron a las exequias se les acercan: –¿Nos siguen, por favor? 171. –Antes que nada, hay que eliminar a los elementos disolventes, a los agitadores, a los que quieren sembrar el desorden. El general Chaparro está de acuerdo con esta sugerencia de Barreola y añade: –También a los que atenten contra los valores sagrados de la nacionalidad. Hay varias listas. Una suministrada por la prefectura de Policía, otra por el servicio de inteligencia del Ejército y la tercera, más completa, por McLear. –Sin contemplaciones –dice Cardinal. Bremer declara que se ha permitido anticiparse a la dación de la Ley de Seguridad y que ha ordenado la captura de algunos elementos indeseables en una fábrica de ladrillos y en el Cementerio General intentaban subvertir el orden. –Muy bien hecho –arguye Chaparro–, usted es de los que sabe lo que se hace. Esto hay que cortarlo de raíz. Para usted he pensado una cartera, una cosita que le va a gustar. Cardinal alega que eso del gabinete es un asunto muy delicado. –No se debe dar la impresión de que es un atropello de los militares. Además, no lo es. Se trata de salvar la legalidad que estaba amenazada por la incuria del presidente y por la intemperancia del pueblo. Barreola sostiene que debe mantenerse en su cargo al ministro de Trabajo, que en ningún momento aprobó la política laboral del antiguo mandatario. –Lo que yo quiero –interviene Chaparro– es que me dejen los portafolios de las Fuerzas Armadas. Como ustedes saben, los tres están ofrecidos. Los presentes están de acuerdo. Cardinal pide que se abrogue de inmediato la ley que crea uña comisión para el estudio de la Reforma Agraria: –Está formada por rojos y agitadores, que llevan el agro a la hecatombe. Chaparro, sin reflexionar bien en lo que dice, promete que se van a derogar todas las leyes. –Daremos otras –agrega–, pero de las buenas, de esas que dan resultados y que benefician a la colectividad. Esta última palabra hace fruncir las cejas de Barreola. –Yo no creo en la colectividad, yo creo en las personas. Chaparro mantiene su afirmación y Barreola insiste en rebatirlo, pero antes que surja una controversia, Bremer intercede para declarar que ambas peticiones no son contradictorias pues, como salta a la


141 vista, la colectividad está formada por personas y las personas forman la colectividad. 172. –Parece que no somos los únicos –dice Saldívar, cuando de diferentes celdas los detenidos se van reuniendo al amanecer en el patio de la prefectura. En efecto, reconocen entre los presos a muchos dirigentes sindicales y a algunos estudiantes. –Han pisoteado las leyes –se queja Samuel Montani–, ni hábeas corpus, ni garantías. Solo falta que nos lleven al paredón. Saldívar, que ha hecho ya sus prisiones como otros su doctorado, lo tranquiliza: –Son épocas de reflujo. Ya todo pasará. En un rincón del patio distingue a Federico Meza, el secretario de la Confederación de Trabajadores, que está dominado por el partido de Lozano. –¿Qué haces tú acá? ¿Tu jefe no ha protestado? Meza levanta los hombros: –Conmigo se han confundido. Yo no soy de los rojos. Esto tiene que arreglarse. –Acá no hay rojos –interviene Héctor–, ¿acaso lo soy yo? Pregúntale a Montani. Un cabo se les acerca y los hace callar. –En fila de dos hasta la puerta, las manos fuera de los bolsillos. Tres camiones esperan cerca de la reja. Los detenidos suben. Como muchos han sido sorprendidos en la calle, no llevan ni siquiera una escobilla de dientes. Otros, más afortunados, fueron recogidos en sus casas y han tenido tiempo de preparar el maletín, donde no faltan ni los naipes ni el papel de carta. Samuel, Saldívar, Héctor y Meza suben al mismo camión. Hay un poco de neblina. La avenida Progreso tiene sus luces encendidas a pesar de la luz matinal. –Tenemos para unos buenos diez meses –asegura Saldívar–, yo conozco esto. Hay que irse haciendo a la idea. Samuel dice que la gente tiene que protestar, que seguramente harán correr un manifiesto pidiendo su libertad. –Yo no soy cualquiera –agrega–, soy periodista, hace dos años publiqué un libro de ensayos. –Yo sí soy cualquiera –farfulla Héctor. –Todos lo somos –dice Saldívar–, en estos momentos ya no tenemos ni nombre. Somos una unidad, paf, una cosa que se echa a un saco. Meza observa las fábricas que brotan en los bordes de la avenida. –No comprendo por qué el jefe no ha intervenido. Y él sabía que me habían agarrado. Fue al salir del local del partido. Todo estaba lleno de soplones. Saldívar dice que su jefe debe estar a esa hora pasando la mano por la bragueta del general Chaparro. –Te han sacrificado, viejo, tienes que darte cuenta. –¿Y la moral? –pregunta Meza–, ¿y los principios? Pero ya los camiones llegan al puerto, atraviesan los muelles de los pescadores, que a esa hora han descargado y se encaminan a tomar desayuno y llegan al espigón del resguardo. Dos lanchas de Policía esperan en el embarcadero. Vuelven a bajar en orden, vigilados por los guardias. La isla de San Lorenzo, azulada en la mañana, se recorta contra el cielo ya despejado y, contigua, la isla de El Frontón. –Por lo menos veremos a Luque –suspira Saldívar.


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XIII Habían bajado por los barrancos, al amanecer, casi despeñándose, y cuando el sol apuntó, ebrios, tambaleantes, saciados pero al mismo tiempo sedientos, deambulaban como Fantasmas por la playa de piedras o yacían extendidos entre plumas y huesos de patillos. El doctor Caproni se despojó de su bata y loando el mar, su paciencia, su fecundidad y demás tópicos, entró a sus aguas y hendió las olas con energía para dejarse flotar luego como una boya. –Mens sana in corpore sano –gritó invitando a la banda a imitarlo. Camilo fue el único que lo siguió, enarbolando en la diestra una botella de champán, que bebía al pico esquivando [os tumbos. Siempre anónimo en su hábito impenetrable, sentado en una piedra, el capuchino sostenía con Lilí una conversación neblinosa pero de la más profunda filosofía. –El carácter abismático de la existencia, el aspecto saturnal del ser. –Exactamente –dijo Lilí–, yo siempre he dicho, hombre inteligente vale más que hombre bruto. Por eso no me importó que la china se fuera con el general. –Eros es un diosecillo atolondrado, guiado por un niño ciego. De pie en la orilla, la colegiala y Huapaya vivían un idilio matinal que en la noche, debido a lo rígido del ceremonial, no tuvo tiempo de concretarse. –Así nací –decía Huapaya. La Pérez Saco, ante el enano desnudo, seguía fascinada por su anatomía y observando a Malone que buscaba a Pelota entre la bruma y al Hermoso que salía del mar resbalándose en el canto rodado, hacía cálculos, establecía comparaciones, trazaba coordenadas, adicionaba y sustraía, para concluir finalmente que Huapaya era Huapaya. Malone encontró a Pelota, que hacía gimnasia rítmica delante de un vaso de whisky que había logrado traer milagrosamente intacto hasta la playa y después de bebérselo le metió una zancadilla. Mientras se debatían, observados por una banda de intrigados gallinazos, el encapuchado pasó cerca de ellos dándole el brazo a Lilí, llamándola señora mía, mientras Caproni, inmenso, triunfal, reaparecía en la cresta de un tumbo que lo varó en la orilla. –Barcos –exclamó–, nos miran desde unos barcos. Saliendo del Callao se veían dos lanchas que viajaban hacia las islas, sacudidas por el mar picado. –Ojos turbios, voraces, observan nuestra licencia. ¿Es que no hay libertad?, ¿es que no se puede retornar a la vida sana de la naturaleza? –Natura naturata –dijo el encapuchado. –Dignísimo abate, un par de huevos fritos con jamón, a la inglesa, ¿no cree que nos caerían bien? –dijo Caproni–. No hay mejor aperitivo que el contacto matinal con el piélago. Dándole un brazo al Hermoso y otro a Huapaya, Caproni emprendió la ascensión del barranco, fatigosa, acompasadamente. Sus nalgas componían una caprichosa figura, que un pelícano porfiado siguió con interés hasta la mitad de la pendiente. 173. La niebla se ha disuelto. Los arenales de Ancón, inmaculados, renacen en la mañana. La campana suena y Dorita abre los ojos. Sí, esos muros enjalbegados, ese Cristo crucificado, esa silla donde cuelga su ropa, esa ventana sobre el árido descampado, todo lo que distingue en la penumbra no puede ser sino el orfelinato. En la cama vecina una mujer se despereza. –Qué fregados –dice–, no la dejan a una ni terminar el sueño.


143 Dorita ve a Raquel que se desliza de la cama y abre la ventana, dejando caer raudales de sol sobre sus anchas caderas, sus senos desnudos. –¿Y cómo así regresaste? –pregunta Raquel mientras busca su camisón. –Porque quise –responde Dorita. –Lo importante aquí es aguantar –prosigue Raquel–, y aprender bien un oficio. Yo ya estoy haciendo mis prácticas de costura. Una o dos veces por semana voy al taller de Lima. Por eso es que en estos últimos dos días no he aparecido por acá. Y se gana bien, ¿sabes? Poniéndose sus pantuflas abre la puerta que da al claustro. –Apúrate, después el baño está lleno. Dorita salta de la cama. –¿Y dónde está Ángela, mi compañera de cuarto? Raquel se despereza en el dintel. –Era una idiota. No sé qué historias tuvo en la calle. Le creció la barriga y se cortó una vena. Fue cuando tú te fuiste. Debe estar en el hospital o se habrá muerto. No sé. Pero de esto ni palabra. Son secretos. Dorita coge una bolsita con sus implementos de aseo y va al baño. Una quincena de huérfanas ya levantadas se arremolinan ante las tres duchas y los cuatro lavatorios. La Pejesapo a empellones se abre camino entre sus compañeras y se introduce en una ducha, tirando la puerta. Al poco rato la reabre. –El agua está tibiecita, el agua está requeterrica, ¿alguien quiere venir? Dorita recuerda que en el departamento de Teresa, cuando estaban con prisa, tomaban la ducha al mismo tiempo. «De paso economizamos agua», decía Teresa. –¿Vienes? –le pregunta la Pejesapo haciéndole una seña–. ¿Un bañito conmigo? Raquel pufa de risa con la cara metida en un lavatorio. –Estás haciendo sabotaje –exclama salpicando todo el cuarto con agua. –Solo quería jabonarla, al angelito –dice la Pejesapo–, pero conmigo nada. 174. Esa calle la conoce de memoria, podría cerrar los ojos y acordarse de todas las casas, con todas sus ventanas y con todas las plantas que hay en sus jardines, macizos de rosas, filas de dalias, guardillas de siemprevivas. Felipe está desde las seis de la mañana parado en la esquina de la calle República y deben ser cerca de las diez. A veces se aventura por alguna otra calle, ajena a su servicio, pero teme tropezarse con algún oficial de ronda o con algún otro celador que lo acuse de abandonar su zona. Entonces da media vuelta y vuelve a pasar ante la casa del señor Pérez, del señor Carranza, del señor García, del señor Primo, del señor Marel, de tantos señores, Dios mío, de tantas rosas, y uniformado, con la gruesa polaca grasienta y deshilachada, con su cara desencajada y hambrienta. Pero, cosa extraña, cosa inesperada para un día de colegio, ve salir a Lucho de su casa, con una pelota de fútbol en la mano cogida del pasador. Colocándola en medio de la pista, sobre un puntito dibujado con un pedazo de yeso, toma distancia y patea con fuerza, para hacerla pasar entre un poste de luz y una de las moreras. La pelota rebota contra la puerta del garaje de su casa. Felipe se va acercando con las manos cruzadas a la espalda. Ya no ve las magnolias ni los alhelíes. –¿De asueto? Lucho dice que no, que no va al colegio porque está un poco resfriado, pero que su mamá le ha dado permiso para que juegue un rato en la calle. –Solo diez minutos –añade. Felipe dice que lo deje hacer de arquero.


144 Pero pases bajos, que no quiero ensuciarme las manos. Lucho acepta y antes de mandar el primer tiro se da cuenta de que Felipe es enorme, que cubre casi todo el espacio que hay entre el poste y el árbol. –Así no vale –dice–, mejor el arco es entre poste y poste. Felipe consiente, a pesar de que tiene que cubrir un área muy extensa. Al primer puntapié la pelota pasa rozando un poste y se estrella contra el muro. –Gol –dice Felipe–, ahora pateo yo. Lucho se pone en el arco. –No des puntazos porque no vale y menos aún con las botas. Patea de cachetada. Felipe patea despacio, dirigiéndole la pelota al cuerpo. –Eres un maleta –protesta Lucho–, tira para un costado para que veas cómo vuelo. Felipe lo hace despacito y Lucho se luce atajando. –¿No extrañas a Pipo? –pregunta Felipe. –Claro –dice Lucho–, a veces me despierto los sábados y no me acuerdo de que se ha muerto y me digo: en la tarde nos vamos a los barrancos. Pero después me acuerdo de todo y sé que no podré ir. Felipe ensaya aún unos tiros, pero débilmente. –Yo a veces voy a los barrancos, a mí me gusta también bañarme. Ya se viene el verano. Lucho le pregunta si conoce una playa desierta que se llama la Pampilla. –Puede ser –responde Felipe–, no conozco los nombres. ¿No es una donde hay erizos? –No, es una que queda cerca del Desfiladero de la Muerte. –Creo que la conozco –dice Felipe–, uno de estos sábados voy a ir en la tarde. El mar debe estar tibio, mansito. 175. Adrián Paz rueda como un bólido en su enorme Ford por la Panamericana Sur, viendo detrás de los arenales crestas de olas que se enroscan y estallan. Los desvíos que cortan las dunas y llevan a las playas-se suceden. Uno que otro precoz veraneante se aventura por ellos en su carro. Por momentos la carretera se aleja del mar a fine de evitar alguna huaca de adobe o montículos de cerros pelados y verdosos. Más allá de Pucusana y de Chilca se detiene junto a un desvío. A pesar de tener las ventanillas abiertas está chorreando sudor. De la guantera saca una botellita de whisky y de un termo tres cubos de hielo. En un vaso de plástico se prepara un trago, pero como le sabe a jabón, a dentífrico, a cualquier porquería menos a whisky, tira el licor con vaso y todo por la ventana. Cada bebida tiene su recipiente. El whisky solo en vasos de cristal, gruesos y tallados, que venzan con su peso la mano. Adrián se quita la camisa y poniendo el carro en marcha toma el desvío que lleva al mar. Al pasar junto a una mata de sacuaras se acuerda de sus cañaverales y siente la añoranza de su casa solariega, de su hacienda. ¿Qué ha ido a hacer a Lima? ¿Cuánto tiempo ha estado allí? En vano trata de reconstruir una historia coherente, no ve sino fragmentos de una vida que le es difícil reconocer como la suya, escenas sin comienzo ni desenlace, gestos y palabras que derivan en un mar de olvido. A cien metros de la playa solitaria la huella de arena termina en una explanada circular. Adrián detiene el automóvil. El periódico está doblado en uno de los bolsones de cuero de la puerta. Distraídamente vuelve a leer el titular REDADA CONTRA ROJOS. Pasa a la tercera página, donde dan detalles del crimen. Encuentra el párrafo: «La policía carece aún de indicios, pero según informaciones de buena fuente, Alva tenía relaciones con varias mujeres casadas. No es improbable que alguno de los maridos decidiera hacer justicia». Adrián vuelve a refundir el


145 periódico en el bolsón y se desnuda por completo, conservando solo sus zapatos. Descendiendo del carro se dirige hacia el mar, muy erguido, abriendo regularmente los brazos para hacer inspiraciones profundas. Conforme se acerca a la orilla presiente que se avecina, que empieza casi, una temporada de reclusión y de ascetismo. Este baño será para él un verdadero baño lustral. 176. Para David Lozano se vislumbra una temporada tempestuosa. Las tentativas que ha hecho para entrar en contacto con algunas personas en el poder han fracasado. Si pudiera al menos colocar en el próximo gabinete un par de ministros. Si McLear quisiera interceder por él. Si anulara mediante algún conjuro algunos de los pronunciamientos de su pasado. Si alguien tuviera fe en su renovación. Pero nada de aquello es posible e incluso han apresado a varios hombres de sus bases, bajo el pretexto de que se dedican a la agitación. Leone le ha informado que los están vigilando y no sería raro que controlen hasta sus conversaciones por teléfono. Hay un tal Bremer que les tiene ojeriza y cuyo nombre se vocea como probable ministro de Gobierno. A mala hora desapareció Alva. Tal vez era el momento de buscar por ese lado un compromiso. Nada más difícil en ese momento que fijar la estrategia de su grupo. Si pasa radicalmente a la oposición, ¿en nombre de qué ideales lo hará si los que defienden el nuevo gobierno son precisamente los suyos? Además correría el riesgo de reunirse con sus elementos de base en El Frontón. Si apoya abiertamente al nuevo gobierno, perderá parte de su vieja clientela, que sigue considerándolo con fanatismo como un apóstol. Además, la gente del poder lo domesticará y terminará por hacer de él un cortesano más, con prestigio pero sin mandato. Como le aconseja Leone lo mejor es guardar una posición neutral. Viene tal vez una época de paciencia. La esperanza es que ese contubernio de civiles y de militares termine por estallar y entonces se necesitará de él para acentuar la fuerza de un grupo en detrimento del otro. Leone dice: –Tal vez convenga irse unos meses al extranjero. Lozano recibe la idea con agrado. ¿Por qué no? Hace años que no pasea por la Vía Veneto o por los Campos Elíseos. Lo mejor es subrayar su neutralidad alejándose del país. Y cuanto antes mejor. No vaya a ser que le jueguen una mala pasada, que a alguien se le ocurra escribir, como ya se rumorea, que su partido tiene algo que ver con un delito de derecho común o que está fraguando un levantamiento popular. –Tenemos mucho que aprender de esta gente –dice al fin Lozano–. Si queremos suplantarlos hay que estudiar sus métodos. Ellos tienen sobre nosotros una ventaja: la experiencia secular del poder. Pero ya llegará nuestro turno. Lea un poco de historia, Leone. Es una cuestión de dinastías. Unas caen, otras suben. Leone se atreve a decir: –Pero nada cambia. Lozano suspira: –Por lo menos que cambie el personal. 177. Don Fernando Manizales regresa tarde a su casa, luego de haber hecho cola en la carretera a Chosica, delante de una nueva fábrica de ladrillos donde necesitan personal. –Nos encontramos allí todos –dice don Fernando–, todos los compañeros de la fábrica El Vencedor. Y mucha otra gente más. Fue una pelotera terrible. La fábrica se llama El Tigre. Han tomado los nombres y nos han dicho que regresemos la próxima semana, pues todavía no empieza la producción. Según dicen, la nueva fábrica es también de Barreola, pero él ya no cree esas cosas, además qué le importa, lo que necesita es que lo reciban aunque sea a salario mínimo, más


146 aún ahora que le falta un ojo y que los patrones prefieren a tanto peón joven que baja de la sierra. Linda lo escucha apenas, leyendo el periódico, mientras su mamá sigue preguntándose qué juntas, qué malas compañías habrá tenido Héctor, el pobre, para que lo cojan en la redada y lo manden a las islas. Linda sigue repasando las ofertas de trabajo y en todos los buenos sitios piden saber inglés. El culpable está allí, que le costeó un colegio decente, es verdad, con tanto esfuerzo, pero imprevisor, donde le enseñaron tantas cosas inútiles, en español. Elisa le ha dicho que se matricule en un instituto de lenguas, a los seis mese, las despachan sabiendo inglés. Pero para eso necesita que le pague Erasmo Chaparro su quincena de trabajo. ¿Cómo irá vestida al instituto? El verano está en las puertas y tiene soplo dos trajes ligeros, aparte de tres faldas. Combinando estas últimas con algunas blusas puede inventar unos vestidos más. Sí, cada día podría ir con algo diferente. Pero de acuerdo con ciclos rigurosos, que se repetirían de semana en semana. –Este es el último traje que me encarga la señora Leone –dice su mamá–, ella paga al contado, pero ¿qué le vamos a hacer? Es el último. Su marido ya no es diputado, tan caballero como era, hasta el carro le han quitado. Linda se prepara un café. Si Erasmo Chaparro no le paga irá a buscarlo a Palacio, le volverá a escribir, ya verá qué cosa inventa. Al empinarse para coger de la repisa un azucarero, siente una punzada en los senos. Con ambas manos se los sostiene, se los palpa. Duros en el interior. Vagamente, sin quererlo, imagina una historia cursi, patética, en la cual le hace reproches a un hombre bronceado que se conmueve y le dice que no se preocupe, que habrá de por medio una pensión. 178. El general Santa María pone orden en los papeles de su despacho, archiva unos, desgarra otros, abre y cierra cajones, separa lo propio de lo ajeno y todo esto lo hace con la prisa de quien se va. El capitán Ramírez lo interrumpe cuadrándose marcialmente en el umbral. –Pasa y cierra la puerta –dice Santa María–, soy como el inquilino que quiere dejar limpia la casa. Quiero que cuando Taboada se instale aquí no encuentre nada de qué quejarse. Ramírez dice que ha venido a despedirse. –¿También tú? –Esta mañana llegó la orden de mi traslado. A Puno, mi general. –Conozco –dice Santa María–, estuve dos años en Juliaca. Frío, aire helado, rancho de papaseca. En fin, podrás pasear en bote por el lago Titicaca. Con un poco de buena voluntad, de todo puede sacarse partido. –No es para bromear, mi general. Yo que pensaba casarme a fin de año. No voy a llevar a mi mujer a la puna. Ella es costeña. –¿A quién más han trasladado? –A todos nuestros amigos. Y todos a lugares diferentes. –Es lo que se estila en estos casos. Todos separados y a puestos de castigo. ¿Crees tú que Iquitos, donde me mandan a mí, es una buena plaza? –Por lo menos tendrá sol, mi general, y árboles y fruta. –Y leprosos y caimanes y esas lluvias que duran días. No, Ramírez, si fuera teniente o capitán no me importaría, pero a mi edad es distinto. Esta vez los Chaparro, los Taboada, los Arboleda se han salido con la suya. –En una palabra, nos madrugaron, mi general. –Eso mismo. Pero no será por mucho tiempo. Les falta cabeza, Ramírez, y además no tienen, como ellos creen, la sartén por el mango. El mango lo tienen otros y ellos están


147 en la sartén. Cuando queme un poco, saldrán volando. Porque los que tienen verdaderamente la sartén por el mango son insaciables. Todo lo quieren para sí. Quieren no solamente la presa sino hasta la sombra. Su lema es: nada para los demás. –Es posible –dice Ramírez–, pero de todos modos se viene una mala época. –Habrá que esperar –suspira Santa María–, uno, dos, tres años y nos volveremos a juntar. Veremos entonces qué pasa. 179. Mañuco Delmonte puede ser brutal con las mujeres, pero es infinitamente cortés con los insectos. En el club social de Mollendo aparta a las moscas carnívoras que lo hostigan con movimientos impacientes pero medidos, como lo podría hacer con los suerteros, con los pordioseros. Ha hecho mil kilómetros en una jornada para escuchar la rendición de cuentas de sus amigos. –Hemos tenido un problema –dice el prefecto Sánchez–, resulta que a un chico, uno de esos cholitos cargadores, se le metió preso. No sé qué habrá contado, pero ahora un juez del Cuzco quiere hacer un escándalo. Anda diciendo que se están lucrando con las donaciones, que se especula con el hambre del pueblo. Y lo peor es que en estos días llega otro embargue de trigo. El jefe de aduanas de Moliendo añade que esperaban repetir la misma operación. Mañuco opina que hay que mover a alguien en Lima para que le envíe un oficio a ese juez insolente. –Si esto no lo tranquiliza, se verá la forma de acusarlo de fomentar la agitación. Se ha dado una Ley de Seguridad y aquí en el Cuzco hay muchos elementos disolventes, siempre los ha habido. Vaca le cuenta que todo habría resultado perfecto si a ese niño, que fue contratado para bajar la mercadería del municipio, no se le ocurre robarse una de las cajas de leche en polvo. Ella iba destinada a un concejal que tiene una tienda de abarrotes. –Como no sabía qué hacer con la leche en polvo, se puso a jugar con ella. Alguien lo vio y fue a parar preso. Mañuco pregunta cuándo llega el nuevo embarque. Sánchez dice que esta vez serán quince mil toneladas. –Los gringos se portan bien –interviene Vaca–, y después los critican. Si no fuera por ellos, ¿qué sería de nosotros? Mañuco encuentra la frase un poco cínica. Además, esos negocios, para él suplementarios, lo incomodan un poco. Tener que alternar en ellos siempre con gente tan vulgar. De buena gana se iría, cerrado el negocio, pero distingue entre las servidoras a una que le interesa, por nada en especial, quizá porque es joven o tiene el pelo largo o una manera de mirar o de estar de pie y entonces, a pesar de las moscas, dice que eso tiene que arreglarse, que le traigan otro trago, que les va a decir en dos palabras cómo se soluciona el problema. 180. Con una lata de leche en polvo en la mano Salustio regresa a pie, por los caminos que llevan a Puno. El juez ordenó que lo soltaran, alegando que era menor, pero amenazó con enviarlo a la correccional si reincidía. Como al Cuzco siguen llegando centenares de adultos sin trabajo, como el juez le ha recomendado que mejor regrese a su casa, Salustio se ha puesto en marcha, con su lata de leche en la mano. Su hermano Manco sigue trabajando en el mercado y puede mandar algo para la casa. Salustio quiere ver a su mamá, a sus hermanas. Pero después de caminar medio día, se da cuenta de que anda contra la corriente. Por todo sitio, hasta por los atajos que trepan a la puna, se cruza con gente que


148 baja a las ciudades del valle o que se afanan por llegar a la costa. Mujeres, muchas mujeres bajan con sus hijos a la espalda. Familias enteras caminan en procesión. A los viejos que se cansan los dejan a veces recostados contra una pirca y los olvidan. Al llegar al pueblo de Huari, que tiene pastizales en la altura, lo encuentra casi vacío. Los pastos están amarillos, la tierra resquebrajada. Solo en el cementerio ve a un cura rodeado de varios campesinos, oficiando algún entierro. En una zanja distingue los esqueletos de dos mulas. En las pampas, donde el pasto parece quemado, huyen bandas de perros escuálidos. Al pie de un cactus seco encuentra un cordero que lo mira con los ojos abiertos, indiferentes. Salustio lo toca y se da cuenta de que está helado. Con su navaja le corta el rabo y se lo lleva amarrado a la cintura, como un amuleto. Más allá se encuentra con un grupo de indios cargando alforjas. Hay una mujer tirada en el suelo. Salustio ve cómo la cogen de los brazos, tiran fuerte, tratan de p verla de pie y como ella no puede sostenerse la empiezan arrastrar. En el cielo azul, sin nubes, revuelan los gavilanes. Pasan nuevos grupos de campesinos hacia el Cuzco. Uno de ellos se le acerca y le pregunta qué hace allí, de dónde es, si va al Cuzco, si quiere sumarse al grupo. Salustio dice que viene del Cuzco y que va a Puno. El indio se ríe, le habla a su gente, ríen en coro y continúan su camino. Salustio duerme un rato y cuando se despierta siente hambre. El juez le ha explicado que lo que hay en esa lata es leche, leche como la de las vacas, pero que la han convertido en polvo para que no se pudra. Para tomarla hay que mezclarla con agua. Salustio abre un hueco en la lata con su navaja y camina hasta una acequia. Está seca. Al fondo de la quebrada divisa el cauce de un río. Baja la pendiente a la carrera cruzándose con grupos de muleros que suben cabizbajos, tirando del pescuezo de sus bestias. Cuando llega a la orilla ve solo un cauce cuarteado, pedregoso, plagado de lagartijas que se arrastran buscando un poco de humedad. Salustio camina por el cauce buscando un charco. Al fin se sienta en una piedra. Por allí no pasa nadie. Echándose un poco de leche en polvo en la palma de la mano la prueba y trata de masticarla. Se le atranca en la garganta. No tiene bastante saliva como para pasarla. Entonces vuelve a echar otro poco en su palma y lo sopla y ríe al ver cómo los impalpables copos son arrebatados por el aire. 181. El mozo se resbala en el piso encerado, recorre una distancia apreciable en un pie, retorcido, tratando de mantener a salvo su bandeja, pero finalmente encalla contra un sofá y se hacen añicos catorce copas de champán y un vaso de jugo de naranja. Doña Aurelia protesta, pero sus invitados la tranquilizan, eso trae suerte, ahora sí que es un bautizo. Doña Aurelia evalúa mentalmente los daños y ordenando al mozo que repita la ronda los incluye en gastos de inauguración. Se trata de un nuevo local en San Antonio. Ha sido necesario que cambien de alcalde, de concejales y hasta de comisario del distrito para obtener al fin la licencia. Esta vez sí es una casa lujosa. Vista de la calle se diría una mansión solariega. Ocupa cerca de una manzana. Una alta verja cubierta con enredaderas y un extenso jardín aíslan el edificio de la calle y lo ponen al abrigo de toda mirada curiosa. Se penetra en automóvil. Inútil venir a pie. Jesús Barreola ha rehusado la invitación, pero ha enviado a Bremer. También están el ministro de Aviación Delfor Arboleda y el nuevo jefe de la blindada comandante Taboada. Los muros están insonorizados y el gran bar, contiguo al hall, ha sido decorado con temas marinos. En las paredes se ven sextantes, ojos de buey, y de un rincón del cielo raso pende una red, detalle un poco inquietante, pues los presentes, al verla, se toman alternativamente por pescadores y por peces. La segunda ronda ya volvió y los invitados se impacientan porque todavía no aparecen las niñas. Doña Aurelia termina su vaso de jugo de naranja y se pierde por un pasillo. Para darles a los presentes una sorpresa ha hecho que sus pupilas se pongan traje largo. La primera en aparecer es Olga, a quien


149 doña Aurelia ha transferido a ese local, gracias a recomendaciones poderosas. Las niñas, aleccionadas por doña Aurelia, se acercan a los caballeros y hacen una reverencia. Bremer, dando el ejemplo, les besa la mano. Taboada lo imita a pesar de que, según dice, eso del traje argo le parece una idiotez, debían haber aparecido en biquini. Cuando piensan que las presentaciones han terminado, asoma una última pupila, vestida completamente de blanco. –Es la primicia –dice doña Aurelia. Todos la observan embobados, como a una novia virginal, inesperada, que les viniera a cada cual desde el fondo de sus sueños más licenciosos. –Acércate, Ángela –dice doña Aurelia. La muchacha avanza mirando el piso. El general Arboleda se precipita para hincar una rodilla y cogerle la mano. Alguien ha puesto ya música en algún lugar invisible, pues el danubio azul llega a través de parlantes disimulados en los muros. En vano Taboada pide una guaracha, el baile ya comenzó, las parejas derivan enlazadas en ese aire lento. Doña Aurelia contempla el decorado del bar, los trajes largos, los uniformes, los giros y volteretas y satisfecha de su puesta en escena se excusa ante sus invitados: –Monseñor Cáceres me espera esta noche en casa. Es por el asunto de la basílica, Bremer. Parece que su terreno se vende. Póngale una vela a Santa Rosa. Y repartiendo sonrisas, piropos, promesas y buenos augurios la señora Aurelia Agostini se retira hacia su austera residencia del jirón Camaná. 182. Sentada frente a su piano Elisa se resiste a tocar ese dulzón vals vienés, que es una de las pocas melodías que Aquiles Dávila reconoce y aprecia. Ataca en cambio un nocturno de Debussy. Aquiles se aburre y coge una revista. En la carátula ve al general Chaparro. Con motivo de su asunción al poder han proliferado una serie de revistas patrióticas y turiferaria La hojea distraídamente, recordando su artículo sobre un presunto golpe de Estado, que naturalmente Cardinal no publicó. Ufanándose de su perspicacia. Salta con cierta prisa las páginas referentes a la redada mientras Elisa, al ver que no le prestan atención, interrumpe su nocturno. Se apresta a hacerle un reproche, pero Aquiles, con su nuevo traje gris marengo y la corbata negra que ella misma ha escogido, aparece tan elegante, tan inteligente, tan simpático, sobre todo cuando al distinguirla entreabre los labios para sonreír, que ella termina por contenerse. –No me hables a mí de música –dice Aquiles–, yo no soy un exquisito. Háblame de economía, de historia, de política. Ese es mi terreno. ¿Y qué dice el ministro Arboleda? Elisa deja el piano y se sienta a su lado. –No te he felicitado todavía. Pero mi papá dice que estás entre los editorialistas del periódico de Cardinal. Aquiles vuelve a sonreír: –Le he caído simpático. En el fondo tenemos las mismas ideas. Tenías razón cuando una vez me dijiste que a esa gente hay que conocerla de cerca. Uno está lleno de prejuicios. Pero esa gente es fina, educada. Y además, profundamente nacionalista. Son caballeros, ¿sabes? No sé si me explico. Elisa aprueba, moviendo verticalmente su larga nariz. –Mi papá está de acuerdo en que nos casemos. Cardinal le ha hablado muy bien de ti. Aquiles respira hondamente, se arrellana bien en el sofá, acaricia el terciopelo de su forro. –¿Dónde vamos a vivir? –pregunta. Ella dice que su papá tiene dos departamentos en Miraflores, alquilados.


150 –Nos puede dar uno, con muebles y todo. Aquiles queda pensativo. –Además, nos va a regalar un carro. Aquiles sonríe nuevamente. Inmaculados, perfectos dientes blancos, pero labios gruesos, barbáricos, abiertos a la vida con apetencia. –Dame la mano –dice. Elisa se la entrega. Aquiles le da un beso en la palma, otro en el dorso y el tercero, elevando la cabeza y después de vacilar, en la punta de la nariz. 183. No solo el vientre, no solo la pezuña, hasta el alma le besaría a la china. Carellanta, que ha pasado hace ya rato al lado del cerro San Cosme, se da cuenta de que la ciudad queda atrás y que se encuentra ya en plena campiña. Los zapatos nuevos le ajustan y comienza a encontrar odiosa esa camisa de cuello tieso que lo sofoca. Le dijeron: es un desvío a la derecha, un poco más allá del cerro San Cosme. Como en esa carretera los peatones son unos intrusos y no se ha previsto nada para ellos, Carellanta anda por el borde de la pista, metiéndose a la tierra cada vez que escucha por detrás el claxon de un automóvil. Pasa por una fábrica nueva de ladrillos, por una de repuestos de tractores y se encuentra caminando al lado de un muro interminable que protege una chacra de girasoles. Desesperado trata de tomar un colectivo, pero todos pasan llenos. Solo un carro que se acerca a él silenciosamente por la espalda está a punto de parar pero, cuando él vuelve la cabeza, acelera. Al fin encuentra un desvío de tierra y se introduce por él. Una curva prometedora lo deposita delante de una acequia infranqueable, detrás de la cual bosteza en silencio un asno. Maldiciendo, con los zapatos llenos de polvo, regresa a la carretera y prosigue su camino mientras atardece. Por último, antes de que surjan los primeros cerros eriazos, distingue un pasaje de tierra apisonada. Al término hay una verja de madera. Cuando se apresta a cruzarla se le interpone un guardián. –Residencia particular, prohibido el paso. Carellanta balbucea que tiene allí una amiga. El portero lo examina detalladamente. –¿Su nombre? –Evaristo Huamán Avendaño. El portero vacila, ese nombre no le dice nada. –¿Ha dejado su carro afuera? Carellanta dice que ha venido a pie. El portero lo observa atónito. –Ya le he dicho, es una residencia particular. Carellanta, sin esperar, lo coge violentamente de las solapas: –Mira, a mí no me haces esas cosas. Yo sé muy bien lo que es esta casa. Vengo a buscar a la señorita Olga Lamas. El portero, que aprecia el vigor con que esas manos lo aferran, no trata ni siquiera de zafarse. –Ya no trabaja aquí. Carellanta lo suelta. –¿Cómo sé si es verdad? El portero se acomoda las solapas. –Hace unos días que se fue. Seguro a una nueva casa. Pero no sé más. Yo solo estoy aquí para abrir la verja a los carros. –Y de su departamento del jirón Quilca también se fue, ¿no? –Tal vez doña Aurelia lo sabe, pero ella no viene todos los días. Como ha oscurecido, Carellanta apenas distingue la silueta de ese portero, que


151 parece temblar en la penumbra. Metiéndose la mano al bolsillo saca un billete de diez soles y se lo entrega. –Ya vendré otro día. Acuérdate de mí: Evaristo Huamán Avendaño. En el desvío se cruza con un automóvil manejado por un hombre uniformado. En vano espera en la carretera un colectivo. Entonces regresa a pie por el borde de la pista, viendo al fondo las luces de Lima, pensando que la vida es una porquería, que de nada le ha valido estar años en la isla, que las mujeres se pierden de pronto en la ciudad, que más le valiera ser un ladrillo, un árbol, un burro, cualquier animal. 184. La vida de un mosquito es efímera, pero probablemente perfecta. Es capaz de colarse por las ranuras de las ventanas, por los ojos de las cerraduras. Se posa en la mejilla de las personas más vigilantes. El oficial de investigaciones Emiliano Rosales espanta al insecto que lo acosa y se pregunta: ¿será alguna vez posible conocer la verdad? Su jefe, el comisario Zapata, lee un periódico, se escarba la nariz con el índice, se aburre. Toro y Lagarreta han sido enviados a El Frontón con algún encargo. Rosales, sin hallar respuesta a su interrogante, se formula una segunda pregunta: ¿bastará desear algo para que se realice? –Qué curioso –dice Zapata–, lo mataron con una Browing 32, como las que usa la Policía. Aquí viene el peritaje. El periódico dice que un tiro le entró por la nuca y otro por el oído. Rosales, que ve regresar al mosquito, dice que no entiende, que le explique de qué se trata. –De la muerte del periodista ese. Todavía siguen hablando del asunto. Fue cerca de tu casa. ¿Tú no viste nada? Rosales dice que no, que a esa hora él estaba en un bar tomando unos tragos. –¿A qué hora? –pregunta Zapata, mirándolo de reojo. Como Rosales no responde, Zapata tira el periódico a un rincón: –Menos mal que del caso se ocupa nuestro jefe. Eso me huele a política. Rosales vuelve a pensar en el ágil mosquito que, invisible, inspecciona las oficinas, los dormitorios, y pica a veces desde el cielo raso sobre un cuerpo desnudo, dejando una gotita de sangre en la piel. –La verdad es que nos aburrimos –añade Zapata–, después del caso del negro ese, no pasa nada. Rosales conviene en que es verdad. Pero no es verdad, pues el teléfono está allí para desmentirlo. Zapata descuelga el auricular, bostezando. Varias veces dice sí con desgano, mientras toma notas en un papel. –En media hora estamos –agrega colgando–. Un caso oscuro –prosigue poniéndose de pie para descolgar su sombrero de la percha–, han atropellado a un hombre cerca del cerro San Cosme, en la carretera a Chosica, y parece que lo han hecho papilla. Rosales se encoge de hombros, eso no tiene nada de raro, a cada rato hay gente despanzurrada por tranvías o camiones. –Sí –conviene Zapata–, pero parece que esta vez fue a propósito. Al menos alguien dice que el carro se le tiró encima al peatón. Mientras salen, Rosales pregunta si sabe de quién se trata. Zapata mira su papel: –Aquí tengo el nombre. Se trata de un tal Huamán Avendaño. 185. Parece una paloma herida de muerte, lacerada o quebrada, cuando para pasar bailando bajo esa varilla, colocada apenas a cincuenta centímetros del suelo, la Venus de Ébano se contorsiona y progresa, imperceptiblemente, casi pegada al piso, sin que se sepa adónde


152 viene a parar su centro de gravedad. Primero pasan debajo de la varilla sus piernas, independientes, soberanas, desprendidas del resto del cuerpo que, a la zaga, mantiene con la vanguardia una relación fantasmagórica y contra natura, luego su pubis que, en esa postura, es la proa majestuosa de un galeón, su vientre, sus senos que esquivan la varilla a trotecitos, volviéndose inocentes, inocuos, sus brazos que ondulan con ritmo, cogiendo remos o riendas invisibles y finalmente su cabeza que pende vencida, absorta y bamboleante, como si un verdugo la llevara cogida de la trenza. –Bravo –exclama Pedro Primo aplaudiendo. La Venus de Ebano ya se ha enderezado para desaparecer entre bambalinas despidiendo de un caderazo final la rosa que llevaba en su biquini. Primo se apresura a recogerla y se dirige hacia los camerinos. Mientras la negra se limpia el sudor con papel higiénico y se desnuda para cambiarse de ropa, Primo la observa oliendo, mascando la rosa, asoma al pasillo para encomendarle dos tragos a un mozo y por último encalla en el ángulo de un sofá completamente sofocado. –Por fin, ¿qué ha pasado? –pregunta la negra–, votaron al presidente, he oído decir que ya no hay diputados, que ahora solo hay militares. Primo se felicita de que la negra no lea los periódicos, pues se habría enterado, además, de que lo van a enjuiciar por un turbio asunto de máquinas de escribir. –Son cosas de la política –dice–, pero no creas que me he quedado en el aire. Yo no soy un idiota. Cuando te dan la vaquilla tira de la soguilla. Como la Venus duda, Primo agrega: –La prueba está en que si quieres te invito a Chile, tengo cómo instalarme allá. Mi mujer, que me espere sentada. Ya estoy harto de ella. Nos vamos a separar. La negra enciende un cigarrillo. Primo observa sus muslos poderosos, pavonados y los imagina abiertos, dóciles, arrendados a su placer en camas de hoteles y paradores de Santiago, Buenos Aires, Río. La dejará tirada en algún cabaret cuando se canse. Lo importante es partir antes de que le inicien el proceso. Alguien toca la puerta para gritar: –A escena. La Venus da dos pitadas voraces a su cigarrillo, lo apaga, se mira en el espejo, aspira el olor de sus axilas. –Te respondo después del show, no creas que eres el único que me hace propuestas. –Tiene que ser antes del sábado –grita Primo cuando se cierra la puerta. Los tragos que trajo el mozo están aún intactos. Primo coge uno y lo bebe a medias. A pesar de haberse ido la negra, el camerino está impregnado de un olor a sudor, a cebolla. Entrecerrando los ojos, Primo lo absorbe intensamente, como si quisiera apropiarse de ese cuerpo ausente por inhalación. 186. Bajo los ficus coposos, en la tarde ya veraniega, se acerca al parque de Miraflores. Carlos Almenara hijo ha comprendido que la vida sentimental de una persona se compone de ciclos que se renuevan, pero no a manera de las estaciones, a plazos exactos y repetibles, sino como los períodos autónomos de una historia, que no duran lo mismo ni vuelven ni renacen. Así, mientras se acerca al edificio de la avenida Larco, piensa que tal vez en su caso un ciclo ha terminado. Y cuando Teresa Paz lo recibe y se da cuenta de que no es bonita, que nunca lo ha sido, que era su obsesión o su prestigio de extranjera lo que velaban en ella ese gesto duro, que solo ahora ve, pero que existía y se ha ido tal vez haciendo más frecuente, hasta opacar sus demás gestos y gobernarlos, comprende que nunca más volverá a esa casa, que esa es casi una visita de despedida. –Ya conseguí trabajo –dice Teresa mientras va a la cocina a poner agua para el


153 café–, mi mamá me ha presentado al gerente de una firma con seiscientos empleados. El lunes comienzo de asistenta. Carlos le muestra unas hojas que lleva en el bolsillo. –Es una cosa que he escrito para los amigos que están presos en El Frontón. Estoy recolectando firmas. Teresa lee el encabezamiento. –Pero yo no soy una intelectual. Carlos piensa que ya lo sabía, pero responde que no importa: ella es una profesional y eso basta. Teresa le devuelve los papeles sin leerlos: –No me metas a mí en estos líos. Y acto seguido le dice que su mamá tiene ahora la página social del periódico de Lozano. –Es algo así como una columna de chismes, pero de chismes que no hacen daño, que sirven más bien de propaganda. Ya sabes, si alguna vez quieres que se diga algo de ti. Carlos se acuerda de Dorita. –Podrías hacer que publiquen algo sobre el albergue –sugiere, adivinando que Teresa se hará la desentendida y remplazará por un ademán oportuno, alcanzándole un cenicero o abriendo la ventana, el vacío dejado por su silencio. En vista de ello Carlos le habla de temas que supone más a tono: de Erasmo Chaparro, por ejemplo. –Vino a buscarme –dice Teresa–, salí con él a dar una vuelta. Que sea hijo de presidente a mí ni me va ni me viene. Es un brutote. Lo mandan a Madrid con un puesto. Añade que le propuso llevarla. –Pero como imaginarás no acepté. Si antes nos casáramos, sería capaz de pensarlo, ¿no crees tú? Como dice mi mamá, las cosas por escrito. Carlos suspira. Por la ventana divisa el mar, las islas. Así son ellos, así están todos, contiguos pero separados y al mismo tiempo unidos por las aguas calmas o bravías de la vida. El Frontón parece derivar en el atardecer. Allí, en ese montículo arenoso recortado contra el poniente, allí hay una cárcel donde un grupo de hombres miran en ese momento crecer sus uñas, discuten, maldicen, escriben cartas con un lapicito y en la noche observan con rabia, con nostalgia, las luces del litoral. ¿Qué otra cosa puede hacer por ellos que escribir protestas? El manifiesto está doblado sobre la mesa. –Mi papá, que es un hombre sagaz, dice que se viene una época de estabilidad y que ya es tiempo de que entre a trabajar en su estudio. Mira el sofá donde, a pesar de todo, le provoca sentarse un momento. Teresa trata de estimularlo. –Ya es tiempo de que seas razonable. Yo he pensado mucho sobre esto, no creas. En fin de cuentas, debemos de ocuparnos en resolver nuestros propios problemas y olvidarnos de los ajenos. Hacer algo por uno mismo es ya bastante, es todo lo que podemos hacer. Carlos queda callado un momento. –La gente cambia –dice–, anda a ver tu agua, parece que ya está hirviendo. Teresa se dirige a la cocina. Carlos, renunciando a la invitación del sofá que pugna aún por retenerlo, ofreciéndole en el crepúsculo sosiego, paz de hogar, se dirige rápidamente hacia la puerta. Sale sin cerrarla y poco después se encuentra en el parque, caminando pensativo de retorno a su casa, bajo los ficus coposos. París, abril 1964- septiembre 1966


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