Gerardo Villegas editor
Salvador Elizondo y Miscast Juan José Gurrola
¿Agenokidze fram te draia martinia?, le dice el Secretario al Comisario de Policía al ofrecerle un Martini seco mientras esperan la llegada del Increíble, reo político al que le han lavado el cerebro poniendo en duda su identidad, para hacerle creer que llega a su home sweet home, con su esposa e hija (actrices, of course), pantuflas y desayuno en la cama. Todo falso. Pero él, poco a poco, al transcurrir el laberinto sin salida que parece teatro se va “dando color” y así, frente al espectador se va apareciendo un enjambre mayúsculo de intercambio de tiempos y falsas personalidades, incluyendo las de los actores mismos que constituye esta Torre de Babel de lo ignoto conocido, o más bien lo que está siendo que aparezca el teatro justo cuando se derrumba, o cuando llega el director de la obra y pide disculpas por haber llegado tarde aun cuando la obra ya lleva diez minutos de empezada. ¿Empezamos? ¿Me explico? ¡Qué placer fue dirigir esta obra! Imaginen que las escenas son cartas en la mano del público, secuenciando lo que está pasando, pero que al cabo de un tiempo hay que voltearlas porque así no era. Era maravilloso ver cómo fruncían el cejo a cada nueva estrategia. ¿Son o no son, o quiénes son? Y ¿qué hago yo aquí? Eran tantas las argucias contrapunteadas que al final decidían tirar las cartas y divertirse sin prejuicios intelectuales. Los conocedores gozaron desde el principio, los demás no la entendieron y salieron furiosos. Como Olga Harmony, quién hasta nos acusó de conservar el título en inglés. ¡Y se apellida Harmony! ¿Olga Armonía?
Miscast y Catálogo razonado, de J. G. Ponce, salieron después de yo proponerle a ¿Vasconcelos o a Flores Olea? financiar a escritores que saben escribir para entusiasmarlos y voltear hacia el teatro. Me entusiasmó tanto que le metí mano, confieso, haciendo una paráfrasis para hacer el juego más complicado con sabor a intellectual thriller. Por eso le pedí a Salvador que la viera hasta el estreno en el Festival Cervantino. Fue generoso y aceptó. La obra como está publicada es genial y perfecta. Elizondo pedía que el reparto fuera, para esta drawing-room comedy, con actores como Marilú Elizaga, o peor, Silvia Pinal o Robles. Subrayando el acartonamiento de este tipo de ham actors. Me parecía un deleite estético teatral espléndido, pero incómodo y pesado para mí y para el público universitario acostumbrado a la vanguardia. Así que le añadí de mi cosecha escenas, diálogos, hasta otro final. Hubo un revuelo en los medios, pero el daño estaba hecho. Un daño exitoso, ya que tanto Salvador, la crítica y el público inteligente la aplaudieron. La traduje al inglés y tanto Salvador como yo soñamos con ponerla en New York, someday. Fuimos amigos intermitentes pues era yo del clan de García Ponce y Michèlle Alban, su ex esposa y madre de Mariana y Pía. Recuerdo las juntas para la genial revista SNOB y su agudeza mental. Discutimos horas sobre nuestro conocimiento de los cómics. Desde Dick Tracy hasta Andy Panda. Es más, me cedió los derechos del Método Cerny para hacerlo un filme cuando yo pensaba ingenuamente que el cine era un arte. Indudablemente era el intelectual mejor vestido y el más agudo. En los últimos meses de su vida se acrecentó su manía por la moda masculina –me contaba Paulina Lavista–, pedía cuatro de todo: calcetines, bufandas, etcétera. La verdad, su erudición y malabarismo mental me quedaban grandes. Lo sigo admirando como admiro a Valéry, Berhard, Pirandello, Stoppard, por decir algunos. “Una especie de El hombre de la máscara de hielo, de Luigi Pirandello”, dijo Elizondo refiriéndose a Miscast. El Increíble lo protagonizó Mauricio Davison, y el que lo protagonice, buen protagonizador será hasta la tumba. Ahí debutaron impresionantes Chela Braniff y Gabriela Gurrola. También Pedro Gurrola (con Edwarda podemos poner un circo) y un servidor haciendo el papel del Director, del Comisario, del Doctor Watson (amigo íntimo del Doctor Moriarty) y el de Fu Manchú. “–¿Y viajaste mucho por India? –Hasta las fronteras de Kafiristán… en el Khyber Pass fuimos sorprendidos por salvajes”, contesta el Doctor Watson al Increíble. No puedo dejar de mencionar los personajes que llevaron el papel del Jardinero: Herbert Darién ya en las últimas, siendo sustituido por Alejandro Luna que tuvo un percance al caer del proscenio, quien por lo tanto fue sustituido por Ludwig Margules, quien se reveló como actor. Lo recuerdo entrando con la carretilla, cantando con acento de New Orleans “I want to be your man, I want to be your man.” Sublime. El diálogo es de una altura y elegancia insuperables en el teatro mexicano. Sólo Alfonso Reyes o Salvador Novo. Cualidad ausente en otros dramaturgos de rebozo que pululan todavía por ahí. El prólogo del propio Elizondo al libro de Miscast es un prodigio de teoría teatral, ya que demuestra su amplia vocación literaria y sus sospechas sobre el fenómeno teatral: En el teatro cobra una suerte de vida lo que para su autor solamente puede tenerla en la escritura, y es la diferencia entre las naturalezas propias de estas formas de vida la que aleja del teatro y horroriza a muchos escritores que temen volcar sobre el escenario esa forma sublimada del deseo que anida en el fondo de su idiosincrasia literaria, pues no es menor el horror que la fascinación que ejerce sobre nosotros el espectáculo de la resurrección de los muertos en el tablado.
¿Cómo podría realizarse el drama en el cerebro del pequeño daimon que lo concibe sobre el papel sin la intervención de las parcas y de las furias? Las inmensas fauces del foro nos proponen su abismo fantástico en el que la gravedad que rige sobre la física del telón –guillotina monumental– hace caer sobre las cabezas de los distraídos. Sin obtener respuesta a sus enigmas, la esfinge apunta con su guerra hacia la zona errática. La esperanza nace en la misma matriz que la incertidumbre; por la penetración en la nada vacía del escenario desierto nos disolvemos en ella; después de ser un instante la sustancia de la que están hechos los sueños los actores tornan al mismo olvido nocturno y secreto en el que se gestan las imágenes del drama futuro y medran las del sueño real de ahora. Lo que no es el drama es el silencio que lo ciñe como si fuera una isla de voces. Fuera del drama lo demás es silencio. La acción dramática reclama el silencio, el vacío y la oscuridad del templo para que el misterio se revele. Voz, forma y luz se condensan en un todo alegórico, en otra escritura por la que llegamos al conocimiento y a la emoción esencial de estas combinaciones de formas que han sido puestas en movimiento por los efectos mágicos que la representación produce en el interior del texto. La escenografía inconcebible de Luna fue un fondo que podía ser todo y nada. Un jardín o un lobby de hotel o una entrada a una mina o una estación de trenes, ¿who gives a damn? El vestuario nada menos que de Fiona Alexander, mi querida Fiona que vino a México por culpa de
Hugo Gutiérrez Vega. Música de Pepe Arellano y mía. Las complicaciones técnicas de la puesta, debo decir, fueron realizadas con toda precisión por los técnicos, tanto del Covarrubias como del Juan Ruiz y en el Cervantino. ¡Brindo por todos! Sobre todo por Salvador, aunque ya no esté entre nosotros. Para mí, sin duda el escritor de teatro con una visión vanguardista sin comparación. The best. Sinopsis de la paráfrasis de Juan José Gurrola a Miscast, de Salvador Elizondo Una organización clandestina secuestra a un hombre, conocido como el Increíble, para someterlo a una metamorfosis: lo obligan, mediante un violento proceso de lavado de cerebro, a tomar como suya la identidad del Doctor Moriarty. Los agentes secretos encargados de esta misión, puesto que son actores, representarán (siguiendo siempre el guión que ha dictado la Organización, o sea Salvador Elizondo) los personajes que el nuevo Doctor Moriarty deberá reconocer como “reales”; él, a pesar de todo, conserva aún vagas imágenes, recuerdos de identidades que alguna vez ha tenido: el hombre de Shangai quizás, o el camarada Orlacz, u otras tal vez. Conforme va adquiriendo conciencia de su increíble condición, va poniendo en entredicho las identidades de sus carceleros, identidades que, con un guión dudoso e incompleto, sólo dependen ya de la habilidad, talento e histrionismo de los actores.
El signo y el garabato Octavio Paz El título de un ensayo reciente de Carlos Fuentes podría servir como una definición, preliminar y provisional, de la actividad literaria de Salvador Elizondo: La palabra enemiga. Fuentes afirma, con razón, que la literatura no es ni puede ser sino adversaria del actual estado de cosas del mundo. (Y México, hay que repetirlo todos los días, no es sólo parte del mundo: es el mundo que nos tocó en el reparto de este mundo partido por fronteras, clases, castas y jefes.) Palabra enemiga, palabra crítica, la literatura se despliega como una interrogación que, en cierto momento extremo de su distensión, se vuelve sobre sí misma y se repliega: palabra crítica de la escritura, enemiga de sí misma. Dentro de esta perspectiva, que es la de la literatura contemporánea mundial, la tentativa de Salvador Elizondo se inscribe en una vía aún más arriesgada y solitaria. Su crítica de la realidad y del lenguaje no parte de la razón o de la justicia sino de una evidencia inmediata, directa y agresiva: el placer. Zona secreta, apenas frecuentada por los escritores de nuestra lengua. Si esta osadía es excepcional, más lo son el rigor con que construye sus tabulaciones novelescas y la penetración de su mirada. Puede parecer inusitada la mención de estas cualidades en una obra cuyo tema, mejor dicho: cuya obsesión, es el placer. No lo es. Cierto, el rigor es una virtud que pertenece más bien a la esfera de la moral; y la penetración es una facultad intelectual. Pero la naturaleza del placer es doble o triple: es la satisfacción imaginaria del instinto animal y la respuesta física a una necesidad psíquica, la irrupción brutal del cuerpo y sus humores en el convivio filosófico y el paulatino desvanecimiento del falo y la grupa en el lecho del libertino. El placer es riguroso, como los ejercicios del ascetismo; y es penetrante, como el pensamiento. Elizondo asume esa exigencia; sus obras son el relato de una incursión (una penetración) en esa región que es, por definición, el dominio de lo ininteligible: la “noche oscura del alma” y la noche, no menos oscura, del cuerpo.
La palabra placer es una de las más peligrosas del idioma. Las grandes explosiones populares, revoluciones o motines, son estallidos de placer. Cernuda lo dijo con claridad: Abajo, estatuas anónimas, Sombra de sombras, miseria, preceptos de niebla; Una chispa de aquellos placeres Brilla en la hora vengativa. Su fulgor puede destruir vuestro mundo. También las fiestas, los sacrificios y otras ceremonias públicas fueron (y son) erupciones del deseo. Pero estos excesos, incluso si son cíclicos como lo eran las bacanales y las orgías de los antiguos, no agotan la potencia trasgresora del placer. Por debajo de la superficie de la historia pública, el placer perpetuamente crea asociaciones clandestinas y cultos subterráneos. Ése es el mundo de las dos novelas que hasta ahora ha publicado Elizondo. En la primera (Farabeuf o la crónica de un instante, 1965), el joven escritor mexicano describe un ritual erótico que es, al mismo tiempo, una operación de cirugía, una conspiración político religiosa y una ceremonia de magia adivinatoria; la segunda (El hipogeo secreto, 1968) es el relato de un rito de iniciación en una secta místico filosófica, un rito que es, de nuevo, un sacrificio erótico, ahora aliado al acto de escribir una novela. Es la tradición de la novela filosófica de Sade: el castillo y la catacumba, en lugar de la Academia o el Pórtico. También es la tradición de la novela gótica y, más lejos en el tiempo, la renacentista y neoplatónica de los laberintos y las alegorías, como el famoso Hypnerotomachia Poliphili de Francesco Colonna. Elizondo recoge esa herencia y la de algunos escritores franceses modernos, en especial la de Georges Bataille. Pero su sentido de la construcción novelística es muy distinto al del autor de L’Expérience intérieure y sus tabulaciones están más cerca de la literatura fantástica que de otras corrientes. Aunque la estructura de las novelas de Elizondo es compleja, no lo son los elementos que las constituyen. Los personajes son signos y sus asociaciones y disociaciones, regidas por una suerte de lógica combinatoria que es también la de las afinidades corporales y mentales, producen un número limitado de situaciones que, a lo largo de cada novela, se repiten casi exactamente. Ese casi, coeficiente de incertidumbre, es el origen del sentimiento de angustia que experimenta el lector, Los personajes-signos son una cofradía al margen de la vida diaria, una comunidad clandestina. La sociedad secreta es una sociedad dentro de la sociedad. Por una parte, es la otra cara, la oculta, de la sociedad; por la otra, su negación. Por lo primero, es lo prohibido —y de ahí que las dos novelas de Elizondo sean la exploración de un enigma a un tiempo atroz e insignificante. Por lo segundo, la sociedad secreta encarna o prefigura, según el caso una inversión de los valores sociales, un poner arriba lo que está abajo y abajo lo que está arriba— y de ahí que esas obras de ficción sean también tentativas de subversión, no en el nivel político o social sino en una capa más profunda y que no sé si llamar religiosa. El nivel de las creencias: lo excelso y lo abyecto, lo venerable y lo inmundo. Las dos novelas suceden —y si es que la palabra suceder es aplicable a la descripción de un instante que recomienza sin cesar y que jamás acaba de pasar, un acontecimiento que nunca acontece del todo— en un espacio cerrado, lejos del mundo. Ese sitio apartado es el lugar de la operación, en los varios sentídos de la palabra: la operación de cirugía y la operación lógica, la alquímica y la literaria (la “obra magna” y la obra novelesca). Todas estas operaciones son metáforas de otra: la operación erótica que, a su vez, es una metáfora ¿de qué? Las novelas de Elizondo son el asedio a ese ¿de qué?
Como la muerte y como la risa, dice Bataille, el placer niega al trabajo y a la razón, a las jerarquías y a los valores. Su crítica no es intelectual sino pasional y está fundada en un relativismo radical; no hay más absoluto que el deseo ni más eternidad que la del instante. A diferencia de la risa —que es una suspensión del juicio, un negarse a decidir entre esto y aquello, porque los dos extremos nos parecen absurdos, risibles— el placer es una elección instantánea y, en este sentido, una afirmación. Asimismo, a diferencia de la muerte —que es la respuesta definitiva y universal, aunque indescifrable, a todos los afanes de los hombres— el placer es una pregunta que se repite sin cesar: ¿qué hay detrás del instante, qué hay detrás del cuerpo que enlazamos y nos enlaza? El placer está condenado a la dialéctica, por decirlo así. Cada uno de sus movimientos es una pregunta —y cada respuesta es una negación. Esta condenación filosófica es, quizá, el origen de la literatura erótica: su mundo es el de la imaginación. No hay una realidad erótica propiamente dicha porque el erotismo es, por su naturaleza misma, representación imaginaria. Así, en un extremo, colinda con la filosofía: es una crítica de la realidad; en el otro, colinda con la imaginación: puebla el espacio real y deshabitado con sus fantasmas. El erotismo es una fábula filosófica: alegoría del desengaño o danza de la muerte. Uno de los poquísimos poetas realmente eróticos de la literatura moderna en español, López Velarde, dice que el placer es una escritura: Voluptuosa melancolía: en tu talle mórbido enrosca el Placer su caligrafía y la Muerte su garabato. La escritura del placer se enrosca como una víbora o una liana —como una interrogación-. Es una pregunta que estrangula o que, al menos, inmoviliza a su objeto. Y la respuesta a esa pregunta, si es que efectivamente la muerte es una respuesta, es un garabato: un signo no sólo indescifrado sino indescifrable, y, portante, insignificante. Así pues, la traducción de ese signo (que es la marca de nuestra mortalidad) nunca puede ser literal. Por eso Elizondo no escribe ni ensayos de filosofía ni tratados de erotología. Escribe novelas: metáforas de una realidad que siempre se nos aparece, ella misma, como signo, como metáfora. (A estas alturas no ha de faltar un lector impaciente que me interrumpa: “Bueno, pero ¿cómo escribe Elizondo y qué le parece su estilo?” No me queda más remedio que contestarle: “No me lo pregunte. No soy catador de estilos. Si quiere enterarse, compre sus libros y léalos...” La verdad es que me rehuso a concebir a la crítica como tribunal; mi juicio es una complicidad: la aventura intelectual y verbal de Elizondo me apasiona y participo en ella. Eso es todo. De ahí que no me preocupe mucho su sintaxis, a veces incierta y errante, ni me incomoden demasiado sus frecuentes galicismos y anglicismos. Hay otros que no opinan como yo. Por ejemplo, uno de nuestros mejores novelistas jóvenes, Gustavo Sáinz, dice: “Elizondo escribe muy mal”. Quizá debería haber dicho: “es un escritor incorrecto”; y agregar inmediatamente: “pero casi siempre inteligente y no pocas veces brillante”. Sobre la corrección, me adhiero a lo que dice Cortázar en su ensayo acerca de Paradiso “las incorrecciones formales que abundan en la prosa de Lezama Lima, por contraste con la sutileza y la hondura del contenido, suscitan en el lector
superficialmente refinado un movimiento de escándalo e impaciencia que casi nunca es capaz de superar”. Sáinz no es superficial: la prueba es que admira, con justicia, a otro excelente escritor incorrecto: José Revueltas... La incorrección, por lo demás, es general en Hispanoamérica, especialmente entre los escritores jóvenes. En México no escapan a este defecto [si es realmente un defecto: ¿qué quiere decir corrección frente a invención verbal?] casi ninguno de los nuevos novelistas. Las excepciones serían Echeverría y Del Paso. [No olvido a José Emilio Pacheco; por sabido se calla.] Cortázar atribuye a dos circunstancias la falta de oído de muchos jóvenes: “La ignorancia de las Madres de la lengua” [o sea: la falta de trato con las obras de nuestros clásicos] y “la influencia neutralizadora y desvitalizadora de las traducciones en nuestro sentimiento del idioma: entre 1930 y 1950 ellector hispanoamericano leyó cuatro quintos de la literatura mundial en traducciones”. Cortázar no predica, por supuesto, un arcaico casticismo, un cinturón de castidad lingüística a la madrileña. Un ejemplo aclarará lo que entiendo por ese “sentimiento de la lengua”: los críticos de nuestros “suplementos literarios” acusan a Carlos Fuentes, con su tontería y mala leche acostumbradas, de ser un escritor cosmopolita; no obstante, cualquier lector puede advertir que el lenguaje de Fuentes revela, más que simple familiaridad, compenetración con algunos de los grandes españoles del xvi y el xvn... Pero he exagerado al hablar de la “falta de oído” de los novelistas jóvenes: son muy sensibles al lenguaje diario y si algo podría reprochárseles es, quizá que su obsesión por el habla viva culmina a ratos, paradójicamente, en un preciosismo verbal. Un hermetismo de signo contrario al culterano. Y aquí cierro el paréntesis, no sin agregar que prefiero un hermetismo vivo a una claridad muerta.) Farabeuf es una obra construida en torno a dos series paralelas de signos que se reflejan unos a otros y cuyas combinaciones producen imágenes y situaciones semejantes, aunque en cada ocasión ligeramente distintas. Una de las series está constituida (mi lista no es completa) por tres signos que pertenecen al mundo chino: una célebre y terrible fotografía tomada en Pekín, en 1905, en la que se ve al condenado a sufrir el atroz suplicio llamado Leng Tc/ie,’ el ideograma liú (muerte); y los hexagramas del Libro de las mutaciones (I Ching), antiguo tratado de adivinación. Hay una analogía sorprendente, sugiere Elizondo, entre la forma del ideograma liú, los hexagramas del / Ching y la forma hexagonal que el novelista advierte en la disposición de los verdugos en tomo al eje del ajusticiado. Estos signos son una suerte de espejo contradictorio en el que se reflejan los de la serie occidental. Por ejemplo, Elizondo insinúa que la víctima es una mujer y, así, que el suplicio es una analogía inversa del de Cristo. La contrapartida occidental es la siguiente: las operaciones quirúrgicas del doctor Farabeuf, un cuadro de Tiziano (El amor profano y el amor sagrado) y la adivinación por medio de la ouija. Estos signos se enlazan con otros subsidiarios, que producen varios textos y una sola situación: una historia de amor y