- El eje del Mundo -
Axis Mondi El Eje del Mundo
JesĂşs Bodas Herrero
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- Jesús Bodas Herrero -
Agencia literaria Palmira Márquez Balsera palmira@dospassos.es
c/ Arlabán, 7, 7º. Oficina 72-73. 28014 Madrid. T. 91 5215812.
Título: Axis Mondi – El eje del mundo Autor: Jesús Bodas Herrero jesusbodas@gmail.com 345.000 caracteres
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Prólogo
Cuando oigo decir que un hombre tiene el hábito de la lectura, estoy predispuesto a pensar bien de él. Nicolás Avellaneda
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- Debes saber que perderás ambos ojos y nadie podrá saber nunca el motivo de tu existencia........ ¿Eres consciente de las responsabilidades que intentas aceptar? - Sí, señor - contestó sin dudar, con voz firme, arrodillado mientras mantenía el rostro oculto por el amplio capuchón de su hábito. - Ante todos vosotros.... - levantó las manos hacia la penumbra de la espaciosa sala, donde la escasa luz permitía vislumbrar la silueta de catorce monjes- ...con el permiso del Altísimo y con el poder cedido por la Santa Inquisición....... declaro a nuestro respetado compañero..... Monje Superior de la Cofradía Blanca. El extraño ritual tocaba a su fin. Tres grandes cirios rodeaban un tétrico altar adornado con una simple cruz. Catorce monjes, ocultos entre la penumbra de unas antiguas catacumbas, contemplaban el momento supremo de la proclamación de su máximo representante. Con el nerviosismo propio de un principiante, las manos del recién proclamado Monje Superior temblaban ocultas dentro de su hábito. Su mentor, encargado de dirigir la ceremonia, le miraba con orgullo. Lentamente le ayudó a levantarse colocándose frente a él, con suma cautela, levantó el capuchón de su hábito mostrando su cráneo pelado y su pálido rostro. El nuevo Monje Superior sintió su cara iluminada por la única luz que entraba en la subterránea habitación, proveniente de una gigantesca 6
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vidriera situada en el techo. Pronunció dos palabras, como dos alaridos: ¡¡AXIS MONDI!! y abrió los ojos mirando la intensa luz. Sus ojos estaban blancos, perdidos, muertos, ciegos... bajó su perdida vista. Miró a su mentor sonriendo, levantó los brazos hacia el altar. Un libro reposaba sobre un extraño atril, el libro se levantó suspendido en el aire, rodeó la sala flotando ante los catorce monjes presentes, lentamente se posó sobre las manos del Monje Superior. Sobre el altar, en un charco de sangre, yacía sin vida el cuerpo inerte de su mentor, el anterior Monje Superior de la Cofradía Blanca.
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CapĂtulo I
En la lectura debe cuidarse dos cosas: escoger bien los libros y leerlos bien. Jaime Balmes
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Alejandría
La brisa marina del Mediterráneo golpeaba el rostro de Eros. La costa de Alejandría abría una puerta a la fantasía con el suave ronroneo de las frías aguas del mar. Desde el punto más alto del barrio del Bruquión, entre el Hepsastadion y el Puerto de Ciboto, la visión de la silueta de la Isla de Faro, recortando el horizonte del mar, mantenía a Eros ensimismado durante los primeros albores de la mañana. Todos los días, desde hacía una semana, invertía quince o veinte minutos contemplando la inmensidad de la marina naturaleza, mientras relajaba su espíritu ante el nuevo día. Tras estos breves momentos de paz, se volvía para contemplar el fastuoso paisaje que formaban el Racotis, la Neápolis y el Barrio Judío. Ante sus ojos se mostraba, en todo su esplendor, la espectacular Alejandría. El Museo junto con la extensa Biblioteca, se encontraban en el Barrio de Bruquión, formando parte del complejo palaciego junto con el observatorio astronómico y el jardín botánico. Los miembros del Museo vivían liberados de toda preocupación cotidiana, pues contaban con un generoso estipendio y sus necesidades diarias quedaban a cargo del erario real. Eros se consideraba afortunado de estar en la cuna de la cultura occidental, en el mayor y mejor santuario del saber de toda la humanidad. En poco tiempo, su vida había cambiado. No tuvo una infancia fácil, su padre no era amigo de la cultura, de hecho, pensaba más con sus musculados brazos que con su desentrenado cerebro. Trabajó durante años en el taller de carpintería de su padre, escapando por las noches, recorriendo 9
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su Atenas natal, empapándose de la grandiosa mezcla de culturas. Las calles se convertían en improvisados debates, las esquinas en escenarios de teatro, cientos de personas actuaban, cantaban, narraban historias...., Eros disfrutaba de sus perseguidas incursiones nocturnas. Con dieciocho años decidió escapar de la férrea disciplina de su padre, abandonó su casa sin mirar atrás, intentando olvidar y aferrado a un viejo saco. Con la mirada perdida en el horizonte contempló la majestuosidad de Atenas mientras su tesoro, dos viejos libros de matemáticas, golpeaba su espalda encerrado en su raído saco. Durante meses desarrolló los más peculiares y variados oficios, acudía a todas las reuniones públicas de los grandes pensadores, se empapó del modernismo cosmopolita de la capital de la cultura mundial. Leía, escribía, pintaba....pensaba, vivía obsesionado por aprender. Todos los días, al caer la noche, paseaba por las enrevesadas calles de la más grande polis griega. Una noche observó un grupo de peregrinos que le llamó la atención, caminaban en fila india, uno tras otro, con la cabeza cubierta por un extraño hábito blanco. Nadie se cubría en Atenas, todo el mundo vestía la toga blanca, ropas cómodas y prácticas. Eros, lleno de curiosidad, recorrió los estrechos callejones del Barrio Akrón, entre las sombras de la noche ateniense, siguiendo a la extraña comitiva. No podía evitar mirar hacia atrás cada tres pasos. No conocía muy bien Atenas, pero sabía que este no era uno de los mejores lugares para perderse. Los extraños individuos caminaban pausadamente, pero con un ritmo continuo todos mantenían el mismo paso como si de un peculiar baile se tratara. La singular procesión cruzó la Plaza de Impala, atravesó la calle Ráculo, dirigiéndose hacia un estrecho callejón paralelo, sin variar el lento caminar, se acercaron a la única puerta iluminada por una insuficiente antorcha. El primero de los extraños personajes golpeó tres 10
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veces un grueso aldabón, tras unos instantes golpeó dos veces más. La puerta se abrió, de entre las sombras del umbral surgió la poderosa figura de un hombre negro. Debía medir más de dos metros, tenía el cráneo rapado, la musculatura más desarrollada que Eros había podido ver en su vida, parecía desnudo, salvo por un escueto taparrabos de piel que cubría sus partes pudendas. Pero todo su cuerpo parecía cubierto de algo que Eros no podía precisar con tan poca luz desde su incómodo escondite, en un lateral del oscuro callejón. El poderoso negro cogió la antorcha que estaba sobre la puerta. Al acercarla hacia su torso, Eros pudo observar lo que parecía cubrir su cuerpo, toda su piel había sido marcada con extraños símbolos y dibujos, incluso su cráneo era un extraño boceto de algo que Eros no acertaba a resolver. El enorme negro gritó dos palabras en un idioma desconocido para el joven griego. La extraña comitiva se alineó junto a la pared, uno a uno, atravesaron la puerta descubriendo su rostro ante la antorcha que sostenía el musculoso portero. Eros no conseguía ver nada tapado por aquella inmensa mole de músculos, con la agilidad que le caracterizaba trepó al tejado de la casa cuya esquina le había servido de improvisado escondite, caminó sobre las frágiles tejas de barro hasta situarse lo más cerca posible de la puerta que atravesaban los misteriosos peregrinos. Sólo quedaban dos hábitos por cruzar el umbral cuando el penúltimo llegó a la altura del tatuado negro, descubrió su rostro. La luz de la antorcha iluminó una cara pálida y delgada, Eros forzó su vista escrutando cada arruga de un rostro añejo y cansado. Una cara triste y lánguida. La intermitente luz de la antorcha recorrió sus delgados labios, su amplia nariz. El siniestro personaje abrió sus párpados mostrando unos ojos muertos, blancos, ciegos. Eros retrocedió sorprendido, olvidando su inestable escondite. Las débiles tejas cedieron bajo sus pies, Eros resbaló cayendo sobre el tejado. Varias 11
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tejas, las más cercanas al alero de la cubierta, temblaron suspendidas hasta que cayeron al vacío. El ruido del barro cocido al golpear el empedrado suelo sonó como un tremendo bramido en el silencio de la noche. Eros se incorporó dolorido. La puerta estaba cerrada, no había nadie delante de ella. La oscuridad había vuelto al angosto callejón. Eros bajó sigilosamente, agarrado a las piedras que sobresalían de la fachada. Llegó al frío suelo. Esquivando los trozos de teja se dirigió hacia la enigmática puerta. El característico ruido de un trozo de cerámica pisado, hizo a Eros volverse, adivinó entre la penumbra la imponente silueta del negro guardián. Instantes antes de notar un tremendo impacto sobre su cabeza, en un último momento de lucidez creyó ver un hábito junto a la puerta. Notó cómo era levantado por unos fuertes brazos, aturdido levantó la cabeza viendo que había cruzado la escondida puerta, que se cerró con un tremendo ruido. Otro fuerte golpe en la cabeza sumió a Eros en un instantáneo sueño. El frío impacto del agua sobre su rostro despertó a Eros de su profundo sueño. Miró a su alrededor asustado, se encontraba en una pequeña habitación, tumbado sobre el suelo. Un insoportable olor inundó su nariz, intentó levantarse pero no pudo, un violento mareo le sacudió haciéndole perder el equilibrio. Respirando fatigado, sentado en el centro de la habitación, observó un par de ratas atravesar la sala bajo la luz de las antorchas. - ¿Has terminado de despertar o necesitas mas tiempo?- preguntó una voz grave desde el punto más oscuro de la habitación. Eros intentó alejarse de donde provenía la voz, para caer agotado y sudoroso.
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- No te esfuerces, hemos preferido drogarte, nos ha parecido lo más seguro....para todos - dijo la voz- Tuviste la oportunidad de marcharte cuando bajaste del tejado, pero no lo hiciste. Te dirigiste hacia la puerta... y eso me llamó la atención. Hay algo en ti que te hace especial, no sé si es simple curiosidad o quizás algo más importante. Necesito saber si estás dispuesto a realizar el viaje más impresionante y peligroso que pudieras imaginar ¿puedo contar contigo... Eros? Tirado en el suelo, Eros asintió con la cabeza lentamente......para de inmediato pensar cómo podían saber su nombre aquellos extraños personajes. A la mañana siguiente los cálidos rayos del sol mediterráneo inundaban la amplia habitación en la que Eros acababa de despertar. Sobre una pequeña silla sus ropas estaban perfectamente colocadas y limpias. Se vistió mirando la cuidada decoración, cuadros con imágenes de fieros dragones, paisajes con playas pobladas de extraños árboles alargados. La cama en la que había dormido estaba tallada en una madera oscura con estrambóticos relieves, con un cierto aire oriental. Eros recorrió con sus dedos los peculiares símbolos que formaban el cabecero de su lecho. El ruido de un cerrojo al moverse acompañó la apertura de la puerta. El hábito de la figura que le acompañó la noche anterior atravesó el umbral de la puerta. Eros se plantó firme en el centro de la habitación, asustado, pero firme. - No voy a explicarte nada, tú tendrás que aprender, tendrás que determinar si eres capaz de superar el reto que te plantearemos. Probaremos tu valor, probaremos tu decisión, tu fidelidad... todo lo que necesitemos probar. Y ya no tienes posibilidad de abandonar. Si no superases alguna de las pruebas a las que serás sometido deberás morir, por nuestro bien y el tuyo propio - la voz del siniestro personaje sonaba autoritaria pero no amenazante- ¿Me has entendido? 13
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Eros asintió con la cabeza. Su inesperado mentor retiró la capucha de su hábito mostrando su blanco rostro y sus perdidos ojos. Una siniestra sonrisa se dibujó en su cara. Eros notó que su vida daba un giro inesperado. Tres años después, contemplando la inmensidad de Alejandría, Eros sabía que no había sido un cambio, sólo había sido el destino tomando las riendas de su vida. Los monjes que habían dotado a su vida de un sentido que nunca hubiera podido imaginar le pedían ahora una prueba de fidelidad y estaba dispuesto a cumplirla. La mañana avanzaba en Alejandría, cada calle regaba de los más variados personajes las distintas estancias. El museo y la biblioteca acaparaban la mayor afluencia de personas. Todo aquél que acudía a Alejandría no podía evitar caminar por el espacioso rellano que rodeaba la más fabulosa biblioteca del mundo. No todos conseguían acceder al interior, cada vez era más complicado, además de un permiso especial, visado por algún cónsul o importante cargo político, ahora era necesario aportar una autorización firmada por algún célebre personaje de la vida cultural griega. De tal forma, la mayor parte de los viandantes continuaban su paseo hacia el Teatro de Minerva, el Santuario de Pan, la Columna de Pompeyo o el Templo de Mercurio. Eros paseaba entre las columnas del pórtico que rodeaba la biblioteca, el intenso sol se reflejaba en los altos muros. Con decisión se acercó a la entrada principal, cruzo el amplio pórtico, una espaciosa recepción se abrió ante sus ojos. Varias mesas, con sus respectivos funcionarios, se encontraban frente a las puertas de acceso a los estantes repletos de libros, papiros.... y demás documentos. Sin mirar hacia los altos techos decorados o fijar su vista en los impresionantes cuadros de las paredes se dirigió hacia la mesa que estaba situada en línea recta con la puerta principal. Un anciano escribía con una larga pluma de oca en un grueso libro de registro. Eros se situó 14
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frente a él y dejó sobre la mesa dos cartas lacradas. El anciano levantó su vista observando a Eros, dejó la pluma en el tintero y rompió el lacre de las cartas con un pequeño cuchillo. Leyó la primera carta rápidamente, abrió sus ojos sorprendido y volvió a mirar a Eros, leyó la segunda carta sin disimular su nerviosismo e incluso levantándose de su asiento. Tras unos instantes concluyó la rápida lectura. - Sién... siéntese por favor... ¿en qué puede ayudarle, este humilde servidor...? - dijo el anciano con temblorosa voz. Eros no medió palabra, colocó sobre la mesa un pequeño papel doblado y se lo acercó lentamente al funcionario. El anciano leyó. El sudor afloró en su mente súbitamente. - Disculpe un momento, esto escapa a mis competencias.... un momento por favor... - se disculpó mientras se levantaba y avanzaba con paso acelerado hacia la puerta de entrada a la sala central de la biblioteca. Eros mantuvo su postura erguida sobre su silla, miró a su alrededor, detuvo su vista en un busto de mármol del gran Pítaco de Milene, el realismo del rostro que parecía mirarle hizo que un escalofrío recorriera su espalda. Eros desvió su atención hacia la puerta, se abrió empujada por el anciano, tras él, un hombre con porte altivo, le seguía. El hombre tenía también una avanzada edad, se sentó frente a Eros. Colocó sobre la mesa las dos cartas y el trozo de papel. - En sus cartas de presentación me instan a no preguntar su nombre, y no lo haré. Pero me veo obligado a presentarme, soy Eratóstenes, el bibliotecario. He de confesar que es la primera vez que veo unas recomendaciones como las suyas, una carta del gran Estratón de Lampsaco, profesor personal de la casa real y la otra de Ptolomeo III, 15
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nuestro actual monarca. Y aunque este hecho ya es sorprendente, aún lo es más que ambos reflejan en su carta haber seguido las instrucciones marcadas por otros ilustres personajes...¡¡ el gran Aristóteles y el mismísimo Alejandro Magno!! - el bibliotecario había enfatizado estas últimas palabras sin por ello levantar la voz en desmesura- He de confesar que después de leerlas no he podido ocultar mi sorpresa. Aunque la verdadera sorpresa me aguardaba al final- dijo mientras mostraba el trozo de papel doblado. Eros miró el papel. Clavó su mirada en los ojos del bibliotecario. - ¿Es usted quién está autorizado para darme lo que necesito o buscamos a su superior?- exclamó con voz potente, haciendo que los presentes en otra mesa girasen su rostro hacia ellos. - Sí, soy yo quién debe ayudarle - dijo Eratóstenes reprimiendo su enfado- acompáñeme, por favor. El bibliotecario se levantó abriendo la puerta principal de la biblioteca. Mientras se levantaba, Eros volvió a sentir un escalofrío recorriendo su espalda. Entró en la inmensa sala. Intentó calcular mentalmente la cantidad de estantes llenos de libros, códices, papiros... el saber, la cultura de todo Occidente reposaba ante sus ojos. Eros sintió que entraba en el Paraíso, por primera vez en su vida sentía que había nacido para vivir ese momento. - Acompáñeme..... - la voz del bibliotecario sacó a Eros de sus pensamientos. Recorrieron varias salas atestadas de todo tipo de documentos, en todas ellas un regimiento de escribas, funcionarios y traductores repasaban y registraban cada documento. Bajaron varias plantas, cruzando más 16
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estancias. Eros intentaba situarse en la compleja distribución de la biblioteca, pero no lo conseguía. Su mente se detenía en cada pequeño detalle de los libros que veía pasar en su frenético descenso. En cada piso que descendían había menos, cada vez se veían menos textos, aunque el orden era más estricto y los cuidados mayores. Finalmente entraron en una estancia vacía. Eratóstenes se acercó a una gruesa puerta de madera, de la manga derecha de su toga extrajo una extraña llave. Abrió la puerta. El aire se inundó de humedad, Eros percibió un olor añejo, antiguo. Eratóstenes encendió una pequeña vela y le indicó con la cabeza que le acompañara. La habitación estaba completamente a oscuras, entre las briznas de luz que escapaban de la pequeña llama de la vela Eros intentó vislumbrar los escasos volúmenes que habitaban en las tres únicas estanterías de toda la habitación. El bibliotecario apoyó la vela sobre una pequeña mesa. - Espere aquí - su voz había recuperado su autoridad inicial. Se dirigió hacia una pared desnuda al fondo de la sala, presionó tres piedras que sobresalían del grueso muro, una pequeña abertura se abrió mostrando un pequeño saco de tela negra. Eratóstenes lo cogió, se acercó a la mesa y lo dejó sobre ella. - Ya conoce el camino de salida - dijo a Eros secamente. Eros recogió el saco, se dirigió hacia la salida oculta entre la oscuridad de la habitación, aceleró el paso subiendo cada peldaño de las distintas escaleras, cruzó las salas sin prestar atención a los libros ni a los sorprendidos trabajadores. Cuando llegó a la planta superior notó que su pulso se había acelerado casi tanto como sus pasos. Cruzó la antesala de la biblioteca ante la asombrada mirada del viejo secretario. En el exterior Eros corrió abrazado a su saco hasta el Puerto de Ciboto, el día 17
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había seguido su curso y el lecho del atardecer cubría los barcos amarrados en el muelle. Eros subió a un barco mercante bajo bandera griega, pagó al contramaestre la cantidad acordada. Bajó hacia un pequeño y disimulado camarote en el fondo de la bodega. El barco se hizo a la mar y cuando Eros vio cómo se alejaba en el horizonte la iluminada Torre del Faro abrió el saco negro. Con sumo cuidado apoyó sobre un triste jergón la gruesa tela que envolvía su misterioso contenido. Apartó lentamente cada pliegue de tela hasta que pudo contemplar un grueso libro con cubierta de cuero marrón y hojas amarillentas por el paso del tiempo. Con su mano temblorosa Eros acarició la cubierta notando el relieve marcado de su título grabado en el cuero con letras doradas. Plegó la tela y guardó el libro en su saco original. Mientras contemplaba el oscuro mar Mediterráneo su mente reflexionaba.... - Axis Mondi...el Eje del Mundo...extraño título... El viento sopló con fuerza llenando las velas del barco que cruzaba vertiginoso las frías aguas rumbo a Atenas.
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Capitulo II
La lectura es una conversación con los hombres más ilustres de los siglos pasados. Descartes
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Wittenberg – Mayo de 1555
La bruma de la mañana acaricia la atmósfera, el frío ambiente congela los primeros rayos de un sol temeroso. Una gélida brisa mima una flora robusta, nacida libre y criada salvaje, en un páramo inhóspito abandonado de la mano de un Dios tembloroso del frío. El rocío perfuma el aire, un aire que corta al que lo respira para abrirle a nuevas sensaciones, una hierba alta, ondeada por el viento, difumina y define un camino empedrado, tosco y húmedo. Serpenteando desde el valle hasta la cumbre, rodea una gigantesca montaña, que altiva, desafía al que la observa desde su grandeza, mientras parece lamentarse de seguir anclada a lo terrestre. Donde no alcanza la vista del más perspicaz de los curiosos, se vislumbra la silueta de un impresionante conjunto de almenas y murallas. Visible gracias al reflejo de la alborada en un instante determinado de la mañana, para después, como una pincelada de fantasía, desaparecer entre brumas durante el resto del día. Sus elevadas almenas y su robusta muralla parecen inaccesibles después de caminar durante horas por senderos escarpados, una gruesa puerta de madera con adornos forjados por manos y artes ya desaparecidas, bloquea el acceso a un interior misterioso. Cuando el aldabón golpeó contra aquella enorme masa de madera, un gran estruendo quebró el reposo existente, pareciendo expandirse en todas las direcciones, inundándolo todo. Un roce de metal, precede al bramido de la puerta al 20
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abrirse. No sé el tiempo que ha pasado desde que comenzó nuestro viaje desde Austria, pero dudo que tenga importancia ante lo que presiento va a ser la experiencia más señalada de mi vida. Me llamo Biser Draco, soy ayudante del diácono de mi pueblo, un pequeño pueblo austriaco cercano a Viena. Mi guía espiritual y maestro, Roy McGlure, en su deseo de ampliar sus conocimientos religiosos y eclesiásticos, comenzó hace siete años un peregrinaje por las distintas culturas centro europeas bañadas de la cristiandad acumulada a lo largo de la historia. Su carácter sobrio y meticuloso, le hizo destacar en su abadía hasta el punto de ser nombrado investigador oficial de la Iglesia Católica en Europa. Desde ese momento, su vida cambió, se consagró al estudio y desarrollo de la evolución de la religión, hasta el punto de enfermar de conocimientos: las nuevas corrientes religiosas, las tesis luteranas, la ruptura de la unidad cristiana, los cambios políticos... una amalgama de ideas, de posiciones, de verdades y mentiras; asaltaba su conciencia, tambaleaba su fe, mancillaba la base de su alma, carcomiendo su vida como un cáncer espiritual. Los giros sufridos en la religión nos habían cambiado la existencia, desde mi corto entendimiento asimilaba las nuevas vertientes, me consolaba creer que el pueblo era capaz de desarrollar la cristiandad desde su propia fe, sin necesidad de condenar su vida al ostracismo recompensado de una vida de oración y sacrificios, como predicaba Lutero; pero podía sentir lo dramático de un golpe tan directo a la base de una religión elitista que a lo largo de los años ha favorecido el trabajo de aquél que dedicaba su vida a las obras religiosas. Mi madre murió al traerme a este mundo y mi padre bebió para olvidarse de perdonarme por ello. Mi infancia no fue más que una grotesca muestra de malos tratos y aberraciones, el único refugio a mi atormentada existencia lo encontraba en la iglesia, con mi diácono. Su presencia me daba tranquilidad y esperanza, su manera de hablar 21
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relajaba mis inquietudes, sabía proporcionarme paz y sosiego. No me costó mucho decidir cuando McGlure me ofreció ayudarle en los oficios semanales y en el aprendizaje de los creyentes. Realmente lo mejor era que, por fin, formaba parte de algo que, tarde o temprano, podría ser importante. Poco a poco fui aprendiendo a leer, a escribir, imaginaba todo lo que leía como si fuera el protagonista de mil aventuras diferentes. Notaba cómo mi mente estaba ávida de saber, sentía la necesidad de crecer, de desarrollar mi intelecto. McGlure creía que poseía una gran vocación religiosa, estaba seguro de que mi interés por la lectura venía condicionado por mi ansia de seguir la carrera sacerdotal. Aún lo sigue creyendo. Recogimos las inquietudes y pensamientos de las gentes más variopintas de los fértiles campos irlandeses, de los idealistas franceses, los ásperos austriacos. Toda Europa era un hervidero de tensiones y disputas, la religión era uno de los pocos valores que no habían sido mancillados a lo largo de la historia, y en los últimos años las nuevas corrientes nacidas de la reforma luterana habían socavado la inquebrantable esperanza de toda una creencia. La religión generaba poder, los devotos profesionales debían mantener su puesto de privilegio, llevaban siglos manteniendo la idea de una completa dedicación a la oración y a la vida en monasterios, abadías. Habían logrado transmitir la necesidad de su existencia, la necesidad del estudio de la religión para la formación de líderes de la plebe. La importancia de tener guías que interpreten los sagrados escritos que desde tiempos remotos recompensaban las buenas obras realizadas por el individuo. Ahora crecía el pensamiento de no necesitar la condescendencia de los líderes para relajar la conciencia. El poder de la fe individual era suficiente, no era necesario justificar nada ante los humanos, ¿por qué habría que hacerlo ante Dios? Todo el sistema estaba siendo debilitado, los mismos órganos de la iglesia adoptaban 22
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nuevas posturas, los más jóvenes se sumaban a la nueva era. Los más veteranos temían al futuro. McGlure, a medio camino entre unos y otros se sentía perdido, no podía traicionarse negando las creencias de su pasado, pero entendía el deseo y la necesidad de una profunda renovación. Durante todo el viaje le veía, sobre la cubierta del barco, pasear meditabundo cuando el sol comenzaba a desaparecer en el horizonte. Parecía perdido, demasiado lejos para intentar alcanzarle. Una vez me sorprendió siguiéndole, su rostro inalterable se volvió hacia mí, sus ojos absorbieron los míos, noté como si me estuvieran despojando de lo más íntimo que pudiera tener, una mirada fría congeló mis palabras sin haber pensado en pronunciarlas. En ese momento entendí que le había decepcionado, era su momento, su paz, su consuelo, él me lo daba a mí siempre que lo necesitaba y yo se lo estaba negando. Regresé cabizbajo a mi camarote, no podía quitarme su imagen de mi cabeza, pero me di cuenta de que hasta ese momento McGlure era lo más parecido a lo divino que había conocido, ahora conocía su lado más humano. Me acosté más tranquilo, pensando que al día siguiente llegaríamos a ese lugar tan especial, que había conseguido sacar lo peor de McGlure. La pesada puerta terminó de crujir cuando permitió ver la oronda barriga de un viejo fraile, aunque fue su voz la que me devolvió a la realidad: - Buenos días, pasen les están esperando. McGlure se volvió hacia mí, sin cambiar el gesto de su tez, me miró fijamente durante unos segundos, sin decir nada se volvió y entramos en el convento. Tuve la sensación de que se despedía de mí, como si lo que fuera a suceder, cambiaría tanto nuestras vidas que seríamos personas diferentes. Al entrar en el patio central pude asombrarme de todo lo que me rodeaba. Las altas y amenazantes almenas, parecían minúsculas, 23
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podía ver los establos, llenos de forraje y grano. Dos grandes pozos y una inmensa fuente entre ambos, con grandes saltos de agua en sus más de 20 metros de longitud. Dos edificios unidos parecían el comedor y los dormitorios, las puertas y ventanas abiertas no permitían ver su interior, pero debajo de las ventanas había leña, restos de frutas y huesos… Dos edificios más, separados y al otro lado del recinto, poseían un aire completamente diferente, sus ventanas cerradas parecían preservar su interior a cualquier curioso. Entendí que sería la biblioteca o algún lugar de estudio o reflexión, me giré y al levantar la vista pude ver algo que me sobrecogió, podía ver todos los senderos por los que habíamos subido hasta llegar aquí. Las murallas parecían muy bajas ante la visión del valle, podía verlo todo, montañas, campos, caminos…. El interior del convento estaba inclinado de manera que podían lograr una perspectiva total del exterior, mientras que el interior quedaba totalmente preservado. Una maravilla de la arquitectura, no había terminado de sorprenderme cuando volviendo la vista hacia McGlure y su acompañante, vi un edificio inmenso, grotesco y burdo en sus formas, pero extraordinariamente poderoso. Doce pisos de alto y filas de veintiocho ventanas, determinaban su ancho, mientras que su profundidad se fundía con la roca de la montaña en un acuerdo perfecto entre naturaleza e ingeniería. Todas las ventanas estaban cerradas, pero además unas gruesas rejas impedían el acceso o salida de cada habitación. La puerta, tan gruesa y amplia como la principal del monasterio, poseía tres cerraduras diferentes, su decoración, forjada en hierro, no pretendía ser ornamental, quizás demasiado funcional. El alero de la planta mansarda poseía unos labrados canecillos de hormigón, rematados con gárgolas simiescas propias de otra cultura y demasiado antiguas para aparecer en libros escritos en lenguajes conocidos. La cubierta abuhardillada escondía lo que parecía un desván 24
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bajo una gruesa capa de pizarras negras plagadas de musgo de la montaña a la que se encontraba unida. Toda la composición denotaba una gran solidez en su estructura así como una preferencia por lo práctico frente a lo decorativo, lejos de alardes arquitectónicos o idealizados. Más no podía evitar que un escalofrío recorriera mi cuerpo ante la visión de este monumento a lo lúgubre y lo tenebroso. El monje nos dejó en la puerta de la pequeña iglesia del monasterio, y se retiró sin mediar palabra tras hacernos una ligera indicación para que empujáramos la puerta. Al entrar notamos el frío propio de los lugares santos, el enrarecido aire transmitía humedad al interior de nuestros pulmones. Cuando nuestros ojos se acostumbraron al cambio de intensidad de la luz, pudimos observar unas amplias salas independientes. Miles de estatuas se amontonaban, semicubiertas con sábanas y telas, en cada una de ellas, con distintas formas y estilos mostraban su pertenencia a distintas épocas. Siglos de arte nos contemplaban desde sus pétreas miradas. Al fondo, entre la temblorosa luz de dos grandes candelabros de tres velas, acertamos a vislumbrar la figura encorvada de un monje que leía un pesado libro soportado por un sólido atril. Cuando llegamos a su altura, nos miró con atención, no podíamos ver su cara oculta entre sombras, pero notábamos la firmeza de su mirada. - Bienvenidos al monasterio de Wittenberg, espero que hayan tenido un buen viaje – dijo con una voz vigorosa y grave, nada acorde con su poco saludable aspecto físico - Tengo entendido que el motivo de su estancia aquí es el de desarrollar un exhaustivo estudio sobre los cambios religiosos y su repercusión en el pueblo, ¿no es así señor …eh … McGlure?
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- Así es. Con las nuevas corrientes religiosas presentes hoy en día, creemos necesario el estudio de sus causas para una mayor comprensión de sus orígenes. - ¿Creemos? ¿Quiénes creemos? - La Santa Madre Iglesia, por supuesto firmeza.
- respondió McGlure con
- A esos... Mi maestro se volvió hacia mí con una expresión de incrédula sorpresa, yo me encogí de hombros mientras le mostraba la palma de las manos, no podía explicar esa respuesta. - Como iba diciendo – prosiguió McGlure – las ideas Luteranas han creado un cambio en el pensamiento contemporáneo, ha crecido el descrédito de los órdenes clásicos y en algunos países centroeuropeos se ha instaurado la nueva religión. - ¿Y usted qué opina de ello, señor McGlure? – preguntó lentamente el monje mientras inclinaba la cabeza cediéndole la palabra. - Me parece una aberración, la religión es un sistema muy complejo, me niego a pensar que una persona sin estudios, sin consagrarse con su entrega y sacrificios, sin poner de su parte más que su fe, pueda desarrollar una idea concreta de los ideales del sagrado catolicismo. ¡¡No es justo!! ¡¡No se puede dejar en manos de cada individuo la interpretación de la palabra de Dios!!
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El tono de voz de mi maestro había ido subiendo en consonancia con el desarrollo de su opinión. El monje, desde las sombras, parecía escucharle sin inmutarse. - La religión debe estar por encima del individuo, no puede corromperse con la vulgaridad del pueblo llano. - espetó a modo de conclusión. El monje nos observaba desde la oscuridad, su postura encogida parecía inalterable, el aire se volvió denso, el silencio tenso. Cerró el libro, que leía cuando entramos, y extendió su huesuda mano señalándonos una pequeña puerta aparecida súbitamente. Nos dirigimos hacia la salida con la sensación de faltarnos algo, sentíamos que habíamos revelado algo íntimo y debía ser compensado con alguna pequeña confesión, alguna crítica, algo… No un gesto impasivo, hierático, carente de cualquier sensación. Bajamos el picaporte y abrimos la puerta, McGlure salió malhumorado. No sé por qué, sentí la necesidad de mirar de nuevo al monje. Observé el atril, el pesado libro reposaba en él como si siempre hubiera estado ahí, no pude evitar entrar. Me acerqué hasta que pude notar su poder, una fuerte atracción me empujaba a tocarlo, de repente sentía la necesidad de tenerlo, de saber que contenía. Una gruesa cubierta de piel oscura, áspera, raída, protegía una multitud de hojas amarillentas, llenas de polvo y desgastadas. Un grueso cordel de cáñamo anudaba todo; mal cosido, parecía haber sido atado deprisa. En letras doradas, marcadas a modo de muesca en su cubierta, podía leerse: AXIS MONDI. No esperaba un título así, me sentía desconcertado. Temeroso, agarré la cubierta con mi mano izquierda, lentamente abrí el libro, pasé páginas y páginas, pero no había nada escrito, hojas y hojas en blanco. Decepcionado cerré el libro, volvería con mi maestro. Al girarme el monje estaba detrás de mí. A escasos centímetros de mi cara, pude ver la suya con toda claridad, su cara pálida y arrugada, su boca 27
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oscura, su cabeza alargada, nada de pelo, pero no podía evitar mirar sus ojos. Perdidos, vacíos, completamente en blanco… era ciego, salí corriendo hacia la puerta. Cuanto más corría más parecía alejarse, abrí y corrí por el pasillo hacia mi maestro. Me abracé a su cintura, temblaba nervioso, él se dio cuenta y sorprendido se volvió hacia el pasillo no había nadie. Me protegió con su brazo. En ese instante aprecié el silencio, desde que entramos en el convento, no habíamos oído ningún ruido, ni animales, ni personas, nada. Un silencio continuo, perpetuo, sepulcral. Me despertó la gélida brisa de las mañanas montañesas, el duro jergón de la cama parecía más cómodo ahora que debía abandonarlo. Aún en mi mente prevalecía la imagen del rostro pétreo del monje. Mientras me vestía, volví a estremecerme, y pese al frío, sabía que era mi mente la que conseguía mantener viva la sensación de miedo. Salí al pasillo del ala norte del edificio donde nos habían hospedado. A través de un húmedo pasadizo, el monje que nos recibió en la puerta principal nos había aposentado en el gigantesco edificio central. Subimos varios tramos de escaleras, creo que hasta un segundo piso. Las habitaciones eran celdas, con sus robustas puertas y rejas en las ventanas. Las paredes, gruesas y fuertes, estaban construidas completamente en piedra, a simple vista parecía granito tosco, dudo que alguien quisiera entrar en las celdas, pero es seguro que nadie podría salir si estuviera preso. Mi celda estaba situada en el lado izquierdo de un largo pasillo, enfrente de la habitación de Mcglure. A ambos lados del pasillo podía ver celdas con puertas entreabiertas, toda la planta estaba vacía. El canto de una campana anunció la primera jornada de oración del día. McGlure abrió su puerta, un escueto buenos días me indicó que estaba absolutamente concentrado. Seguí su apresurado paso bajando escaleras hasta el arenoso patio central. El helado aire golpeaba nuestra piel como 28
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pequeñas piedras cortantes, poco a poco fueron apareciendo monjes en silencio, con la cabeza cubierta por la capucha de su hábito, todos parecían el mismo. Se dirigieron hacia la iglesia. El grupo de aproximadamente cincuenta hermanos había pasado junto a nosotros en perfecto orden, en fila india y sin levantar la vista del suelo. Cuando nos dirigíamos hacia la entrada de la iglesia, se abrió el portalón del edificio central, el oscuro umbral no permitía ver quién la había abierto. Esforzando la vista logramos vislumbrar el contorno de un monje, no salía nadie. McGlure me miró extrañado, unos minutos después un monje salió al patio, no debía tener más de quince años, su cara estaba descubierta y su hábito raído, caminaba descalzo, estaba demasiado delgado para alguien que come tres veces al día. Su cara pálida, su mirada ojerosa y triste, parecía enfermo. Me miró fijamente a los ojos, parecía pedirme ayuda con su mirada. Tras él fueron saliendo, aproximadamente, otros veinte jóvenes monjes, todos tenían el mismo destartalado aspecto, incluso alguno entornaba sus apesadumbrados ojos cuando la luz de la mañana alcanzaba su rostro. Todos ellos se dirigieron hacia la iglesia en silencio, tras ellos entramos nosotros, nos dirigimos a las últimas filas del lado izquierdo. Un pasillo central de aproximadamente cuarenta metros terminaba en un modesto altar donde sólo destacaba un atril de madera y una mesa de mármol gigantesca. El ábside situado detrás estaba sumido en una espesa oscuridad que contrastaba con la gran cantidad de luz proporcionada por las amplias cristaleras labradas que poblaban las paredes del edificio. El ciego monje emergió de la oscuridad del ábside, tras él un fornido ayudante cargaba con el pesado libro que tan amargos recuerdos traía a mi mente, lo apoyó sobre el atril, de su muñeca izquierda una gruesa cadena le unía a una sólida estructura metálica que rodeaba el libro. Sacó una llave de su hábito y abrió el grueso candado que cerraba la cubierta, 29
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después se retiró, sentándose contra la pared. El monje se dirigió hacia el libro, lo abrió y pasó páginas y páginas, buscando la oración correspondiente. Pausadamente empezó a hablar, todos los monjes se sentaron y escuchaban con atención. - No hemos sido bendecidos con la mejor de las obligaciones divinas, sabéis que el cometido de nuestra abadía, el papel que desempeñamos en la magnífica obra de nuestro Señor, no es fácil, es duro, con prejuicios y resignaciones, con partes demasiado amargas para la condición humana… Pero somos básicos, vitales en el desarrollo y equilibrio de la vida. Las palabras brotaban de su garganta con una poderosa voz que dotaba a su mensaje de un enérgico y penetrante poder de convicción, todos los presentes asintieron con la cabeza en silencio cuando el monje hizo una ligera pausa para tomar aliento. - No lo hemos elegido, pero tenemos un deber que cumplir. El mismo que durante siglos se ha realizado entre las paredes de esta tierra sagrada. Dentro de dos o tres años un nuevo rey, símbolo de cristiandad y fe, verá la luz. Su reino, la calurosa España, alcanzará las mayores cotas de religiosidad cristiana de su historia, sabéis lo que esto supone, cada uno conoce lo que ha de hacer y lo que debemos conseguir. Sois conscientes de lo necesario de nuestra obra… El rostro de McGlure estaba desencajado, no podía apartar la vista del anciano monje, ni podía creer lo que sus oídos percibían. ¿Qué oración predicaba este sacerdote? La curiosidad se abría paso en su mirada como las palabras del monje resonaban al chocar contra los gruesos muros de la iglesia, con ímpetu y fuerza desmedida. Fue al volver la cabeza cuando observé el rostro de un chico que debía tener mi edad, 30
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era el único que estaba de pie, miraba fijamente al sacerdote. Observando con atención pude ver que el monje, desde que empezó su narración, había estado mirando con su vacía vista a este joven de rostro rosado y aspecto desaliñado. Mi mente no podía salir del asombro que el monje había creado con sus frases, la religión prohibía todo tipo de hechicerías, vaticinios o brujerías y este hombre santo, máxima figura en este recóndito pero sagrado paraje, buscaba el aliento y apoyo de sus subordinados basándose en el augurio de un futuro próximo. Durante cincuenta minutos el monje continuó profiriendo su mensaje, resaltando la importancia de la misión de su abadía, hacía tiempo que no le escuchaba, me había vuelto hacia el joven que permanecía de pie. Sus ojos no pestañeaban, sus cejas fruncidas manifestaban una profunda concentración. Su gesto hierático contagiaba la tensión que podíamos observar en cualquiera de sus miembros. Gotas de sudor corrían por su frente hasta su nariz, sin conseguir sacarlo del paralizante canto del monje. Con mi mano izquierda busqué el brazo de McGlure y lo apreté varias veces, quería llamar su atención sobre aquel joven, pero no respondió. Me volví hacia él, inquiriéndole con una enérgica mirada un poco de atención, pero sus ojos estaban perdidos, sus oídos y su mente colmados de palabras. Atónito por el discurso del monje, perdido y asombrado ante una nueva perspectiva de una realidad atrayente, sugerente, provocadora. ¿Qué labor desempeñaría este monasterio perdido dentro del austero engranaje de la iglesia, que podía permitirse el uso de cualquier método para colmar sus objetivos? ¿Qué o quién podía haber dotado del conocimiento de los años venideros a un monje ciego, orador de las doctrinas de un libro en blanco?
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Capitulo III
En cierta manera, debe hacerse la lectura con la finalidad de tomar notas. Guyot-Daubes
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Viena (Austria) 16 de Marzo de 1929
La vieja puerta de la librería Nexus crujió al abrirse permitiendo pasar la brillante luz de la soleada mañana. Tras el austero mostrador de vieja madera, Otto Kans, heredero de la más antigua reserva de libros de Austria, revisaba el registro de entrada de publicaciones. Un hombre elegantemente vestido se acercó a él. - Buenos días, Otto. Vengo a recoger algo que tu padre dejó para mí dijo con voz cálida y firme. Hacía dos meses, Karl Kans, padre de Otto, murió por culpa de la tuberculosis. Al día siguiente del solitario entierro en el cementerio Ardarag, asignado por el ayuntamiento, Otto abrió la vieja puerta de la librería. Miró hacia los elevados estantes atiborrados de libros, manuscritos y fardos de papel, caminó hacia el mostrador, abrió un pequeño cajón y sacó el raído chaleco de pana negra que su padre había usado durante los últimos cincuenta años. Lentamente se lo puso, notó cómo la tristeza embargaba su corazón humilde, agachó la cabeza observando las ahuecadas tablas del suelo, tras unos minutos de reflexión caminó hacia la parte trasera del local. Recorrió los serpenteantes pasillos de estanterías plagadas de libros, esquivó las 33
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cajas apiladas, apartó con cuidado sacos llenos de papeles sin clasificar... Abrió la puerta de un pequeño despacho. Encendió una temblorosa luz colgando del techo que apenas iluminaba un metro a su alrededor, se agachó, levantó una baldosa, sacó de un viejo arcón de madera un libro envuelto en una sucia tela. Volvió a colocar la baldosa, apagó la luz y cerrando la puerta se dirigió hacia el mostrador. Había cumplido la última orden recibida por su padre. Cuando reconoció la voz del Sr. Stein, Otto recordó ese momento como si hubiese ocurrido ayer. Abrió el pequeño cajón, oculto bajo el mostrador, y sacó el libro envuelto en tela. - Aquí tiene Sr. Stein - contestó Otto. Stein se quitó lentamente los guantes de cuero negro, sus ojos no retiraban su mirada del sucio paquete que reposaba ante Otto. Se notaba en su rostro que estaba disfrutando de este ansiado y esperado momento. Abrió con sumo cuidado la tela, respiró hondo cuando levantaba la última capa que dejó a la vista las gruesas tapas de un libro antiguo. - ¿Conoces la historia de este libro, Otto? - preguntó. Otto negó con un gesto de su cabeza, mientras permanecía absorto observando el libro. - Hace unos seis meses un desaliñado vendedor de acuarelas, un vagabundo realmente, vino en varias ocasiones a esta librería. Acudió durante una semana entera, casi a todas horas. Buscó en todas las estanterías, en todas las cajas, en todas partes. Tu padre le preguntó varias veces si podía ayudarle en su búsqueda, pero el vagabundo, cortésmente, siempre le rechazaba. Una mañana, a primera hora del día, 34
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se presentó ante tu padre con este libro y una oferta. Cambió este ejemplar por una vieja caja de libros que tu padre guardaba al fondo de una alacena. Libros antiguos, pero sin ningún valor económico, con muy diversos temas, medicina, astronomía, teatro....... nada en especial. Tu padre reconoció inmediatamente este libro que me entregas, es el primer ejemplar de Parsival de Wolfram Von Eschenbach, un libro de un valor económico e histórico incalculable, aunque tu padre supo valorarlo cuando me lo vendió. Aquí tienes diez mil marcos, es el precio acordado con tu padre – dijo mientras sacaba un grueso sobre de su abrigo- supongo que es parte de tu herencia. Gracias por todo Otto. Stein recogió el libro dejando sobre el mostrador la tela que lo había protegido. Otto abrió el sobre y empezó a contar billetes mientras la puerta se cerraba. Por un instante la luz entró de nuevo en la librería, iluminando cada estante. Stein caminó por la amplia Avenida Görg, dobló la esquina con la calle Trader y en el número 11 abrió la puerta de una pequeña casa baja con el típico aspecto vienés. Mientras colocaba una vieja tetera sobre el fogón de una destartalada cocina, notó que se encontraba inquieto y nervioso como un adolescente. Llevaba varios meses esperando el momento de poseer la primera edición de Parsival y ahora el libro reposaba en el fondo del bolsillo del abrigo que había dejado sobre su sillón de lectura. Se había prometido a sí mismo que cuando tuviera el libro en su poder haría una enorme tetera llena de una mezcla especial de té indio y té árabe, que encendería un grueso habano y, tranquilamente, disfrutaría de la lectura en su viejo sillón, pero ahora no veía el momento de empezar a leer. El agudo sonido del agua hirviendo en la tetera le sacó de sus pensamientos. Diez minutos después y tras un breve sorbo de té caliente, encendía un grueso puro con el libro en su regazo. Las viejas tapas de cuero negro dotaban al libro de un aire sobrio y elegante. El encordado, el papel estucado... 35
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todos los detalles resaltaban su enorme calidad. Stein abrió el libro y comenzó a leer, sus ojos se abrieron sorprendidos, inmediatamente su rostro se contrajo en un claro síntoma de consternación, pasó hojas y hojas, hasta casi finalizar el libro. Todas las páginas estaban subrayadas, existían anotaciones y comentarios en los márgenes, dibujos.... todo el libro había sido mancillado. Se cubrió el rostro con las manos preso de desesperación, maldijo su mala suerte y al autor de tamaña blasfemia contra la literatura. Sentado en su sillón, miró al techo desconchado buscando cierto consuelo, tras unos minutos logró tranquilizarse. Se dijo a sí mismo que aún en estas circunstancias seguía teniendo en su poder una primera edición. Sabía que era un consuelo menor, pero prefirió aferrarse a esa idea. Conocía cada rincón de la obra de tal manera decidió leer los comentarios anotados a mano por el vagabundo, el anterior propietario. La lectura de cada uno de los apuntes se tornó cada vez más interesante. Cada uno de ellos reflejaba una personalidad controvertida y aquejada de múltiples traumas por parte del autor. El racismo enfermizo y un claro enfrentamiento con el catolicismo predominaban en cada comentario. La exposición de ideas tan radicales chocaba con una grandilocuencia en sus razonamientos y una gran capacidad para convencer al receptor del mensaje. Stein leyó durante horas, mientras leía forjaba en su mente una imagen de la compleja personalidad del vagabundo, incluso se atrevió a asignarle un aspecto físico. Lo imaginaba alto, fuerte, quizás con un gran atractivo... La contraportada del libro era un resumen de ideas ensalzadoras de un nacionalismo radical basado en la xenofobia y el totalitarismo político de una dictadura absoluta. Al final de la última página podía leerse: .... 14 de Julio de 1926.... Firmado: Adolf Hitler.
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Capitulo IV
La lectura de un buen libro es un diálogo incesante en que el libro habla, y el alma contesta. André Maurois
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Monasterio de Wittenberg - Alemania
El silencio de mi habitación me parecía acogedor después de la incesante amalgama de palabras proferidas por el monje hacía tan solo unas horas. En mi mente buscaba una explicación lógica a tan insólita situación. Abstraído en mis pensamientos no me percaté de la visita de McGlure. Sus ojos habían recobrado la viveza habitual de una persona perspicaz y curiosa, sus movimientos parecían más rápidos y ágiles, nada que ver con el abatido acompañante de mi travesía marítima. - Le veo de mejor humor, maestro. - Increíble, impresionante, espectacular, grandioso…- exclamaba mientras daba vueltas y vueltas sobre sí mismo.- Qué asombrosa perspectiva, qué envidiable misión, qué poder contenido entre palabras, ¿lo notaste, pudiste sentirlo? - ¿A qué se refiere, maestro?, todo esto es muy extraño, no alcanzo a entender lo sucedido. Su rostro se desdibujó en un absurdo intento de mueca de seriedad para ocultar el enorme regocijo en el que se encontraba sumido. Se sentó y me miró pausada y fijamente a los ojos.
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- La religión es una virtud, un bien muy preciado, un sueño, un amasijo de deseos y esperanzas, pero hoy, hablando con el monje después de la ceremonia, he logrado entender el poder que realmente esconde, la magnitud real de su jerarquía. Tenemos la obligación de preservar la estabilidad de los órdenes establecidos, no hablo de la supremacía de la iglesia católica o del cristianismo sobre otras religiones. Lo realmente importante es la necesidad de controlar el equilibrio entre lo justo y lo injusto, lo necesario y lo trivial, el perfecto reparto entre el bien y el mal,- el tono de su voz había crecido según avanzaba su monólogo, el sudor afloraba en su frente. – Alguien debe establecer un principio, un final y marcar un tempo para que todo ocurra y suceda dentro de lo, cuando menos, previsible. - No le entiendo, intenta explicarme que podemos controlar lo que va suceder, que podemos controlar, predecir lo que puede acontecer en un futuro cercano. - No, intento explicarte que el futuro de pueblos, naciones, países enteros siempre está en manos de determinados personajes, de individuos maleables, seres humanos cuyo comportamiento está marcado por unas pautas de aprendizaje, por lo que se les ha enseñado, para lo que han sido preparados. Controlando esa base, ese peldaño de la espiral, podríamos establecer lo más beneficioso para un común interés. Su mirada se había endurecido, el tono de su voz hería la sensibilidad, no tenía la menor duda, McGlure había encontrado un nuevo sentido a su visita, un nuevo foco de investigación o quizás… una nueva vida. No sé cuánto tiempo permanecí inmerso en mis pensamientos, tampoco sé cuándo McGlure salió de mi habitación, sólo recuerdo una sensación
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de ahogo, la necesidad de aire puro. Salí al patio central, el aire de la montaña llenó mis pulmones de fresca vida, tras unos minutos de sosiego, empecé a caminar por el patio, sin tener la menor intención llegué al poderoso edificio central. Su grandiosa puerta entreabierta era una tentadora invitación, demasiado provocadora para dejarla pasar. El aire del interior pesaba en los pulmones, la humedad del ambiente calaba los huesos, la oscuridad envolvía todo el umbral de entrada. Al fondo del pasillo se atisbaba un parpadeante foco de luz proveniente de una escalera que daba acceso a la siguiente planta. Lentamente me encaminé hacia los primeros escalones, quizás buscando la seguridad de la única luz de la estancia o, seguramente, movido por la curiosidad. El último peldaño marcaba el comienzo de un largo pasillo rodeado de antorchas encendidas como única luz, entre ellas una cadena de puertas enfrentadas a otras puertas del lado contrario del pasillo. El tiempo pareció detenerse, no se podía escuchar nada, la vida del exterior, las rutinarias labores diarias que en los últimos días habíamos observado, la marea humana reunida en oración… nada. Las puertas tremendamente gruesas no poseían, salvo la cerradura, ningún tipo de abertura, de sólida madera, lo más destacable eran toscas formas de hierro diferentes en cada puerta. Sin duda eran celdas. Cuando mis ojos se acostumbraron a la escasa luz de las antorchas observé con más detalle las paredes del pasillo. Junto a cada puerta pude vislumbrar unas pequeñas placas de metal, cubiertas de musgo y telarañas. Me acerqué a la primera celda del lado izquierdo, sin saber por qué mi mano izquierda comenzó a temblar, no podía parar el temblor, una agitación nerviosa comenzó a apoderarse de mi cuerpo, mis ojos se abrieron intentando ver más de lo que la escasa luz permitía. Raspando con los dedos el musgo y la suciedad pegada a la placa empezaron a aparecer una serie de muescas toscas y profundas. J…D…CARIO…, cuanto más frotaba, 40
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más tranquilo me sentía. Mis nervios iniciales habían dado paso a una curiosidad implacable, frotaba sin cesar, mis dedos comenzaron a sangrar, las uñas, raídas y rotas, se clavaban en el metal oxidado de la placa revelando a cada zarpazo una pista más del morador de la celda anexa. Tras varios minutos de lucha con la indefensa suciedad casi toda la placa estaba al descubierto, bajé la mirada al suelo recuperando la respiración tras el esfuerzo, mientras con la manga de mi hábito limpiaba los últimos restos de sedimentos. Respiré profundamente y levanté la mirada hacia la placa. Mi estómago se encogió dentro de mi cuerpo, mi corazón palpitó con todas sus fuerzas hasta presionar mis costillas, mi boca abierta buscaba más oxígeno para mis pulmones henchidos de húmedo aire, volvió el temblor a mis manos, mis piernas no sostenían el resto de mi cuerpo, no podía articular palabra, mis ojos leían y releían la placa sin que mi cerebro pudiera asimilar lo que llegaba a él. Presa del pánico corrí sin rumbo adentrándome en el pasillo, pasé junto a celdas y celdas, demasiadas para poder contarlas, corrí como si el diablo me persiguiera, no podía mirar atrás, sólo veía unos escasos metros delante de mí. El pasillo acabó súbitamente, choqué con una alta barandilla de hierro. El violento golpe me empujó hacia atrás y caí. Tras varios minutos semi-inconsciente conseguí levantarme, me agarré a la barandilla, ante mis ojos se abría el interior de la montaña, la barandilla rodeaba toda la sala, rodeada de puertas, miré hacia abajo viendo distintos pisos hasta donde alcanzaba mi vista, miré hacia arriba y conté otras cinco plantas hasta un potente foco de luz proveniente del exterior. Un nombre se repetía incesantemente en mi memoria, corrí agarrado a la barandilla alrededor de la gran sala central, sin rumbo, sin ver, llegué al lado enfrentado con el pasillo por el cual había llegado, una gran puerta conducía a otro pasillo, que se adentraba aún más en la montaña, volví la vista hacía el primer pasillo. 41
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Dos figuras me observaban, la más baja me señaló, una ráfaga de luz iluminó su rostro, sus vacíos ojos me miraban fijamente,¡¡ el monje del templo!! la otra persona oculta entre sombras salió corriendo hacia mí. Empujé la puerta sabiendo que mi vida dependía de abrirla rápidamente, empujé y empujé, no conseguí abrirla, corrí de nuevo por el pasillo rodeado de barandilla, a mi derecha aparecía el abismo de plantas de la montaña, a mi izquierda las puertas se abrían, salieron monjes de distintas edades, se abalanzaron sobre mí, les empujé con todas mis fuerzas y seguí corriendo. Llegué a unas escaleras que subían a la siguiente planta y subí, los peldaños parecían ceder ante mi peso, mis piernas comenzaron a agarrotarse. Los monjes que me perseguían balanceaban la frágil escalinata bajo mis pies, pero seguí corriendo, no miraba atrás, no pensaba, sólo corría. Cuando llegué a la cuarta planta un gran estrépito detuvo mi carrera, los tramos anteriores de escalera se derrumbaron bajo el peso de un gran número de monjes, que se retorcían entre un amasijo de hierros, madera y sangre. Respiré aliviado y continué mi ascensión hacia la luz, sin saber qué haría al llegar a la superficie. No pude evitar mirar hacía abajo, el anciano monje permanecía impasible en el mismo sitio donde le descubrí minutos antes. Miré su cara, él me miró, una extraña sonrisa se dibujó en su rostro, sacó su mano izquierda de su hábito, su huesuda mano me señalaba, cerró su mano…y se golpeó con fuerza el pecho. Mi corazón volvió a latir con fuerza inusitada, el monje volcó su cabeza hacia atrás y comenzó a reír en una carcajada sobrenatural, terrorífica, que inundó toda la sala y golpeó mis oídos. Giré hacia la escalinata y volví a correr, su risa golpeaba mi mente en su parte más profunda, los latidos de mi corazón se entremezclaban con el timbre de su lúgubre carcajada. Llegué a la quinta planta, la luz inundaba cada parte del pasillo que terminaba en una gruesa puerta de 42
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madera, de repente un miedo me atenazó, tenía que abrir esa puerta, todo dependía de poder abrirla. Corrí hacia la puerta mientras un sudor frío recorría mi espalda, bajé el pestillo…cerrada, empujé, apreté y golpeé la puerta con todas mis fuerzas, pero era imposible. La puerta, imperturbable, me contemplaba burlándose de mí desde la seguridad de su sólida estructura. Abatido me dejé caer de rodillas sobre el duro suelo, una amalgama de ideas y situaciones se agolpaba en mi cabeza, tenía miedo, debía salir de ahí, pero ya no tenía fuerzas. La risa del monje volvió a sonar en mi cabeza, golpeé con mis manos mi cabeza en un intento de extraerla de mi mente y la risa calló, un murmullo fue creciendo en mi mente, un murmullo que se repetía, una y otra vez, y otra.... mientras subía su tono hasta llegar a ser un espantoso alarido, el nombre de la celda volvía para atormentarme. Una poderosa mano se apoyó en mi hombro para sacarme de mi letargo, me giré, era la alta figura que estaba con el monje en el corredor de cuatro plantas más abajo, me arrastré por el suelo intentando alejarme de él, mientras miraba su hábito. Una gran capucha ocultaba sus facciones, sus grandes manos sobresalían de unas amplias mangas que podían esconder cualquier tipo de arma. Una gruesa cuerda anudaba su cintura, de la que colgaba un círculo de metal con una extraña llave, una llave que trajo a mi memoria la extraña misa que vaticinó el nacimiento del próximo rey de España, esa llave abría el libro, el eje del mundo (AXIS MONDI). Aterrado recordé la inmensa mole de músculos que custodiaba el libro, sentí que mi hora había llegado, con un suave movimiento la enorme figura levantó su mano derecha hacia su capucha, dejando al descubierto su rostro…¡¡¡McGlure!!! mi corazón volvió a golpear mis maltrechas costillas. - No temas, no es tu momento, tu destino y el mío están unidos hasta un punto que nunca llegarás a entender – su voz, suave y armoniosa, me 43
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tranquilizaba, pese a tener algo de artificial – Espero que nunca me olvides, pero ten muy presente, - su voz se volvió amenazadora – si hablas con alguien de lo que en este lugar ha sucedido, no podré protegerte, estarás solo y deberás enfrentarte a tus decisiones. Ahora vete, ten cuidado y que la fortuna te proteja de todo mal que te persiga. Señaló la gruesa puerta que me había mantenido retenido. Sin saber qué pensar me levanté hacia ella, la empujé y se abrió. Un pequeño sendero se abría paso a través de la montaña dirigido hacia el valle, la salvación estaba en mi mano. Salí al exterior y mis pulmones se llenaron de aire puro, realmente el tiempo parecía detenerse en este lugar. Súbitamente giré hacia McGlure, no podía dejarle ahí, no había duda de que algo le había ocurrido. Su alta figura me contemplaba desde el umbral de la puerta, me dirigí hacia él, levantó su mano hacia mí, indicando que me detuviera, cerró el puño y se golpeó el pecho con fuerza. Inmediatamente la puerta se cerró de golpe, la empujé y golpeé con todas mis fuerzas pero nada pude hacer. Desolado, abatido y cansado miré el sendero que conducía al valle, al llegar abajo tendría más fuerzas para pensar y asimilar todo. Mientras caminaba me propuse relajarme, mañana sería otro día, el primero de una nueva etapa de mi vida. Me sentí relajado y en paz, pero un murmullo creció de nuevo en mi cabeza, un nombre se repetía continuamente, sólo un nombre: JUDAS ISCARIOTE.
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Capitulo V
Cuando era joven leĂa casi siempre para aprender; hoy, a veces leo para olvidar. Giovanni Papini
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Viena (Austria)
tormentado por las pesadillas, Stein no logró dormir más de un par de horas seguidas en toda la noche. Con la claridad de la mañana entrando por la ventana, decidió regresar a la vieja librería e investigar algo más sobre la peculiar y peligrosa personalidad del autor de las notas escritas en la primera edición de Parsival. Caminó paseando y disfrutando de la mañana vienesa, incluso dio un pequeño rodeo al barrio mientras ordenaba sus pensamientos y emociones. Se jactaba de ser una persona seria y cabal, no era amigo de supersticiones o creencias, pero, debía reconocer que al leer las teorías del vagabundo, había sentido una sensación extraña. Estando frente a la librería le extrañó que sólo la puerta pareciera abierta, mientras los dos grandes ventanales de la fachada permanecían tapados por cortinas. Se acercó a la puerta y al empujarla se abrió lentamente, Stein entró preguntando por Otto, mientras intentaba vislumbrarle entre las sombras de la entrada. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra del interior. Otto no estaba tras el mostrador, Stein esperó varios minutos, llamándole sin cesar. Armándose de valor saltó el mostrador, recorrió los pasillos repletos de libros. Tras varios minutos se dio cuenta de que caminaba sigilosamente, no había vuelto a llamar a Otto, parecía como si, subconscientemente, se preparase para una situación desagradable. Al final de los pasillos llegó a un pequeño rellano, donde todos los estantes A
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desembocaban, miró a su alrededor la gran masa de libros apilados sin un orden aparente. Tras unos instantes se giró para dirigirse a la salida, culpando a su imaginación por ser tan estúpida, cuando vio un pequeño resquicio junto a un muro, se acercó y empujó lo que parecía una puerta muy bien disimulada. La puerta se abrió mostrando una habitación sumida en la más absoluta oscuridad. Stein dudó, no se atrevía a entrar, desde pequeño su temor a la oscuridad era un tema famoso de conversación entre sus amigos y familiares. Su miedo era atroz, pero mayor era su curiosidad. Tremendamente asustado, entró en la estancia, notó un fuerte olor que no acertó a catalogar, caminó a tientas entre sombras. De repente notó un ligero roce metálico sobre su frente, instintivamente gritó y se agachó temiendo recibir un golpe. Tras unos instantes inmóvil y aterrorizado se incorporó, tanteó la oscuridad ante él, levantó las manos lentamente hasta encontrar lo que parecía una fina cadena. La aferró firmemente y tiró con suavidad, un sonoro clic precedió a la débil luz de una bombilla que alumbró la habitación. Stein se frotó los ojos con fuerza, la habitación era pequeña y repleta de cajas y papeles. Observó varias cajas, moviendo algunas al centro de la habitación, descubrió una gruesa lona llena de manchas, tiró de ella y gritó asustado mientras daba dos pasos hacia atrás. Entre las cajas estaba el cadáver de Otto, lleno de sangre y heridas, sus manos aferraban el sobre que le había dado el día antes, y podían verse gran cantidad de billetes saliendo de él. Tenía la misma ropa que el día anterior, Stein se sentó sobre una caja de madera observando el cuerpo inerte de Otto. Intentaba mantener la calma, desesperado se tapó el rostro con las manos. Respiró hondo repetidas veces, cuando consiguió dominarse se levantó. Al hacerlo sus pies empujaron una pequeña caja situada en la base de una endeble pila de libros. Los libros se movieron, las cajas se cayeron y el cadáver de Otto 47
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rodó sobre libros y cajas colocándose bajo la insuficiente luz de la bombilla, que se movía de un lado a otro porque Stein la había golpeado al levantarse. Miró su rostro contraído por una muerte violenta, gritó al ver las cuencas vacías tras haberle sido arrancados los ojos, en el preciso instante en que la bombilla chocaba contra una pared y devolvía la habitación a su oscuridad inicial. Stein corrió hacia la puerta perseguido por la imagen del rostro de Otto con su aterradora y ciega mirada. Atravesó los pasillos chocando contra cajas y libros, apartó varios estantes a empujones, sin mirar atrás. En su carrera, Stein no calculó la posición exacta del mostrador. Chocó violentamente contra él, salió despedido un par de metros cayendo sobre varias cajas de libros, golpeándose la cabeza con un duro estante de nogal. Se sintió aturdido y se desvaneció. Un par de horas después y con un gran dolor de cabeza, Stein empezó a despertar. Tocó con su mano la parte trasera de su cabeza, notó un gran bulto pero no sangre. Al cabo de unos breves instantes recordó con toda claridad lo que había sucedido. Se giró hacia la puerta, necesitaba aire puro, apretó un pequeño resorte tras el mostrador y éste se abrió permitiéndole el paso hacia la salida. Stein vio un pequeño cajón situado bajo el mostrador y apenas visible salvo que se abriera el mostrador. Metió la mano y extrajo un pequeño archivador, entre manchas de tinta y otras suciedades, podía leerse el escueto título: Registro NEXUS. Stein guardó el libro bajo su abrigo y se dirigió hacia la puerta. Caminando hacia su casa le pareció que la mañana se había vuelto oscura y sombría repentinamente. Abrió la pequeña puerta, arrojó su abrigo sobre el sillón, y sobre una destartalada mesa comenzó a revisar el registro de la librería sin saber qué buscaba exactamente. Pasaron las horas entre aburridas anotaciones y apuntes de entradas y salidas de libros. El viejo Karl había sido un hombre tremendamente metódico con su trabajo. Registró todas las entradas y salidas de libros 48
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como es lógico, pero además apuntaba dónde estaban situados, quién había entregado el ejemplar y cualquier dato que pudiera haber considerado interesante. El desorden de la librería era el resultado de un metódico trabajo de documentación y respondía a un estricto sistema de organización y estudio. Stein detuvo su concienzudo trabajo para dirigirse a la cocina y recoger varias piezas de fruta. Mientras las comía llegó al final del registro. No observó nada peculiar, nada ajeno al rutinario movimiento de un depósito de libros. Mordió con desidia una naranja, el zumo brotó salpicando la contraportada interior del libro de registro, sacó un pañuelo de su bolsillo y comenzó a limpiarlo. Al frotar notó que bajo la gruesa capa de papel había algo, algo duro y rectangular. Se levantó hacia la cocina, cogió una pequeña navaja. Rajó la contraportada en su unión con el grueso del libro, después volvió a cortar horizontalmente, levantó la gruesa capa de papel. Vio una pequeña caja metálica, muy delgada, como un sobre de metal. La extrajo con sumo cuidado, estaba sucia, la limpió cuidadosamente, en un lateral tenía una pequeña cerradura, muy simple. Con la punta de la hoja de la navaja forzó y consiguió abrirla sin apenas esfuerzo. Dentro había un pequeño retazo de papel amarillento que decía así: 11 de Noviembre de 1928
Hoy es un día triste, mi hijo no está preparado para salvaguardar el tesoro que mi familia ha mantenido en su poder durante generaciones, soy viejo para empezar de nuevo..... ya no tengo fuerzas... voy a morir. He escondido nuestro preciado bien entre los libros de mi librería durante décadas. Pero ya no creo que sea un sitio seguro.
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En los últimos años he notado presiones y me siento vigilado, creo que se están acercando a la verdad, no puedo permitir que descubran nuestro secreto. He decidido sacar el libro de su casa, esta mañana se lo he entregado a un vagabundo junto a una importante cantidad de libros de arte, historia ..... a cambio de otro libro. No creo que nunca vea la luz, ni creo que el vagabundo, pintor de acuarelas, sea capaz de entender el significado del libro, pero sí puedo asegurar que estará más seguro que en manos de mi hijo Otto. Como es costumbre anoto la entrada y salida del libro de mi depósito: -
Libro: Axis Mondi (El Eje del Mundo)
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Entregado a: Adolf Hitler
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Recibido de: El Monasterio de Wittenberg
Si he cometido un error ruego que mi alma sea perdonada, por nada de este mundo desafiaría el poder de la cofradía después de tantos años a su servicio.
Firmado: Karl Kans Stein dobló el papel guardándolo en su bolsillo, pensó que realmente merecía la pena conocer a ese misterioso vagabundo, pintor de acuarelas o lo que fuese.
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Capitulo VI
Cuando uno se hace viejo le gusta más releer que leer. Pío Baroja
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Wittenberg – Alemania
El aire gélido de la noche cayó sobre la ladera de la montaña cuando Biser comenzó a ver las primeras casas del pueblo. Se sentía enfermo, la cabeza le latía con un ritmo nervioso y sus manos temblaban, notaba frío y a veces calor, siguió caminando contra el frío viento que cortaba su cara, su vista se nublaba. Entre brumas pudo distinguir la luz del fuego de una chimenea dentro de una pequeña casa. Golpeó con sus heladas manos una débil puerta de madera, pudo oír el sonido de una silla al arrastrar sobre el duro suelo, unos pesados pasos se encaminaron hacia Biser, siendo más sonoros hasta detenerse al otro lado de la puerta. El ruido de un cerrojo al deslizarse por su embocadura acompañó a un escalofrío recorriendo su columna vertebral. La puerta comenzó ha abrirse acompañada de una cálida brisa proveniente de un poderoso fuego. Un penetrante olor a carne asada inundó la nariz de Biser, mientras su estómago intentaba acercarse a la comida retorciéndose en su interior. Cuando la puerta se abrió, una corpulenta sombra se acercó a él. Con la frágil luz de una vela pudo ver su cara tosca y seca, mil surcos cruzaban un rostro moreno y curtido por el sol, su nariz era ancha, sus ojos, de un azul intenso, resaltaban frente a la oscura piel. Tenían un brillo especial, respiraban vida, debía medir metro ochenta o noventa, anchas espaldas y poderosa musculatura. Miró a Biser de arriba abajo, su expresión mezclaba recelo y curiosidad, 52
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no soltó la puerta ni la abrió del todo. Biser notaba su frente húmeda de sudor, su corazón palpitaba violentamente en su pecho, la figura de la puerta fijó sus ojos en los de Biser y habló: - ¿Quién es?, ¿qué le ocurre? - su voz sonaba grave y profunda. - Necesito ayuda,… por favor, ayúdeme… por favor. - Dígame quien es – su voz sonaba amenazadora - ¿Es usted un monje del castillo?. ¡¡¡Conteste!!! – su mano derecha había soltado la puerta pero ahora estaba ocupada con una gruesa tranca de madera rematada en pico asemejando una lanza. Sus alegres ojos se habían vuelto amenazantes y peligrosos. El miedo paralizaba a Biser, retrocedió bajando dos escalones de la entrada, en el último escalón tropezó y cayó de espaldas. Notó un fuerte golpe en la cabeza, los oídos taponados no le permitían oír las voces que profería su desconocido atacante. Le vio gesticular, amenazarle con su improvisada arma, se acercó hacia él. Biser intentaba arrastrarse sobre su espalda, todo empezó a mostrarse difuso, notó un calor húmedo en la parte posterior de su cabeza, las pocas fuerzas que le acompañaban desaparecieron. El dolor se estaba mitigando, pero su vista empezó a oscurecerse, ya no sentía dolor, no veía nada. Biser no sentía nada. A la mañana siguiente, el pueblo cobró vida rodeado de una calma y tranquilidad completamente enfrentada a la intensidad de la tormenta de la noche anterior. Las casas abrían sus puertas y ventanas, las mujeres salían a la única calle del pueblo, una ancha avenida. Dos tiendas mostraban alimentos medio podridos como si de su especialidad se tratara, mientras dos talleres, uno de hierro y otro de madera, comenzaban su jornada organizando un gran estrépito al mover sus 53
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útiles de trabajo. El día comenzó, los hombres montaron en carros hacia tierras de labranza, mientras las mujeres barren y limpiaban las casas, los pucheros comenzaron a hervir esperando que los hombres volvieran con algún animal que añadir a las hierbas y verduras recogidas en días anteriores. La claridad de la mañana entró por la ventana mal cerrada de la habitación comunal de la casa de Eric Storg y su familia. Eric marchó a recoger el grano de un campo situado a tres kilómetros del pueblo, su mujer Ingrid y su hija Krissa se quedaron plácidamente dormidas. Eric caminó entre los últimos estertores de la tormenta nocturna apaciguada por las primeras luces del día, por los mismos senderos que había recorrido los últimos doce años, pero hoy no podía evitar mirar atrás cada cien pasos, preguntándose si no había sido el hombre más estúpido del lugar al consentir meter en su casa a un extraño en medio de la noche. Y lo peor, dejarle en su casa estando su hija y su mujer solas. Biser se despertó con el metálico golpear de un martillo sobre un yunque, rítmico y constante. Miró a su alrededor, sin moverse. Agazapado entre mantas se sentía seguro. Estaba en el centro de una amplia habitación, veía varios montones de paja similares al que ocupaba, contó tres. El centro de la habitación tenía una gran chimenea, donde aún permanecían calientes las brasas de la noche anterior. Apenas había muebles, un par de desvencijadas banquetas y una mesa en estado medio ruinoso. La luz que entraba por la pequeña ventana entre abierta, no permitía vislumbrar más detalles, Biser no sabía dónde estaba pero era fácil adivinar que los habitantes de la casa no eran gente rica. Al levantarse escuchó ruido en la sala contigua, a través de las grietas de una estropeada puerta observó una amplia sala con una voluminosa mujer cocinando en un gran caldero. De repente sintió miedo, el recuerdo del monasterio y la figura de McGlure, acudió a su mente, Biser sabía que tenía que ayudarle a escapar. La ventana parecía 54
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una buena salida, la abrió con sumo cuidado pero no puedo evitar el crujido oxidado de las bisagras, sin pensarlo saltó al exterior. Segundos más tarde Biser se encontraba inmerso en un montón de lodo y excrementos, mientras un cerdo con cara de pocos amigos le olisqueaba nervioso. - ¿Quizás no deberíais estar ahí? Bruno es muy receloso con los extraños que entran en su casa, y no digamos los que se tiran sobre su lugar preferido . - ¡¡Mierda!! - Eso parece, .... ja, ja, ja…!!! – su risa alegre hacía más ridícula su situación- No era necesario que salieras por la ventana, la puerta es vieja pero abre y cierra perfectamente. Si vuelves a entrar podrás lavarte y comer algo, no tienes pinta de pasar hambre, pero algo me dice que no has comido desde hace un par de días. - Gracias.- Biser notó cómo su rostro enrojecía mientras intentaba limpiarse la cara y las ropas –Me llamo Biser Draco, ¿y tú? - Krissa, Krissa Storg. - No sé como explicar… podrías decirme… ¿cómo he llegado aquí? - Anoche, en medio de la tormenta, oímos cómo alguien golpeaba la puerta, mi padre nos mandó escondernos, mientras él abría. No le hice caso y me quedé escuchando, te vi entre sombras y relámpagos, la lluvia arreciaba contra la casa, parecías cansado, agotado, pero sobre todo temeroso. Noté a mi padre asustado, y tú te asustaste más, preso del miedo te golpeaste la cabeza, perdiendo el conocimiento. Mi padre se volvió hacia la casa, te dejaba en la calle, pero conseguí que me 55
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escuchara y te recogió. Te acostamos junto a nosotros, aunque mi padre no ha dormido en toda la noche vigilándote… - Ni tú tampoco has dormido – la interrumpió – por ello sabes que él me vigilaba. La mirada de Krissa se endureció, era fácil deducir lo poco afortunado del comentario, quizás Biser había pecado de prepotente pensando en impresionarla. Porque según hablaba Biser miraba sus ojos, su boca, su tez pálida y juvenil, su alegre sonrisa. La había conocido hace unos instantes y notó algo especial, algo que no había sentido antes, o al menos no de esta forma. - Disculpa - dijo Biser bajando la mirada. - …sea como fuere, terminaste en nuestra habitación, has estado toda la noche sudando y retorciéndote, soñando pesadillas, dando voces, despertándote entre sobresaltos….ha sido muy angustioso verte dormir. Hablando llegaron a la puerta delantera de la vivienda, su madre salió a gritar a Biser cuando le vio, no hablaba una lengua que pudiera entender, parecía algún tipo de dialecto mezcla de alemán y griego. Gritaba y vociferaba sin parar, señalando su ropa y haciendo gestos sobre lo mal que olía. Krissa habló con ella pausadamente, sin levantar la voz, con extrema suavidad; su madre terminó tranquilizándose. Krissa hizo gestos a Biser para que entrasen juntos. Atravesaron la casa dirigiéndose a una pequeña puerta trasera, salieron a un patio posterior donde un enorme depósito de agua proveía a diversos toneles y cubos. Con una asombrosa destreza Krissa subió a lo alto de unos toneles y desvió la canaleta del depósito hacia un árbol cercano.
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- Tirando de esta cuerda sale agua y volviendo a tirar se para, deberías lavarte porque hueles a cerdo. No hizo ningún comentario más, se colocó la falda y se dirige al interior de la vivienda. En ese momento Biser se dio cuenta, durante una hora no había pensado en McGlure, el monje, el monasterio y todas las circunstancias que en los últimos dos días habían cambiado su vida por completo. Se sentía relajado y dispuesto a quitarse este desagradable hedor. Se desnudó, el agua fría cayó por la canaleta, haciendo que su cuerpo se endureciera con el primer brote de agua de lluvia. Frotó y frotó con sus manos, estremeciéndose con cada oleada que manaba del depósito, de improviso unas cálidas manos abrazaron su pecho, amarrándole por la espalda, su cuerpo reaccionó tensando sus músculos, pero la tranquila voz de Krissa le susurró al oído. - Tranquilo, no pasa nada. Biser se giró para ver esos ojos que habían logrado enamorarle, el cuerpo desnudo de Krissa pegado al suyo era la más maravillosa obra de arte jamás contemplada. Su pelo suelto correteaba por su espalda, agitado por el viento hasta que un manantial de agua brotó de la canaleta empapándola, su cara llena de gotas irradiaba belleza. Como un ángel mojado se pegó a Biser, sus pechos húmedos se clavaron contra el de él, mientras sus manos acariciaban su nuca. Súbitamente tiró de su pelo hacia atrás con fuerza y comenzó a besarle el cuello, el pecho… Biser y Krissa se dejaron caer sobre el suelo embarrado rodando el uno sobre el otro, presos de pasión y lujuria. La mente de Biser daba vueltas mientras miraba sus ojos. Su placer se entremezclaba, su pasión les unía. Se miraron, sus ojos seguían teniendo el embrujo de su belleza joven y salvaje, le besa con furia.
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Sintió sus brazos alrededor de su cuerpo, acercándose a su pecho, le empujó, le separó de ella… tras unos minutos se levantó dirigiéndose hacia la puerta, tiró de la cuerda del depósito y una tromba de agua la limpió y devolvió su entereza y elegancia. Krissa miró a Biser tirado en el suelo, su mirada cortó el aire, giró sobre sus desnudos pies y entró en la casa. Biser se quedó sentado sobre el fango, perplejo pero satisfecho. Cuando tiró de la cuerda, mientras esperaba que el agua helada golpease su cuerpo, tuvo una sensación nueva y emocionante, en ese momento se dio cuenta, el daño había sido mutuo. A ambos les duele por igual. Los dos se habían hecho el mismo daño.
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Capitulo VII
El que sabe leer sabe ya la más difícil de las artes. Duclós
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Berlín (Alemania) 2 de Enero de 1.943
El Reichstag se había convertido en una locura en los últimos meses. El, en otro tiempo, ordenado centro de operaciones y núcleo de la administración nazi era hoy un verdadero caos. Las últimas ofensivas habían sido un absoluto fracaso, el 6º Ejército Alemán estaba sitiado en Stalingrado, la situación en el Norte de África no era nada satisfactoria, la incompetencia de los italianos hacía que se convirtieran en una pesada carga en lugar de ser aliados... Todo parecía desmoronarse y el tercer Reich se tambaleaba desde su pedestal. Las SS, la GESTAPO, las Juventudes Hitlerianas, los representantes de todos los cuerpos oficiales, y no tan oficiales, corrían de un pasillo a otro reclamando dinero, materiales, hombres, combustible... de todo. En el despacho principal, el Fhürer, reunido con su consejo de estado, intentaba lograr un golpe de efecto que cambiara el rumbo de la guerra. - Debemos retomar el control de la batalla. Las últimas alianzas no han funcionado como debieran. Estamos perdiendo el temor de nuestros enemigos, debemos reafirmarnos en nuestros ideales y principios. Me he preguntado a mí mismo si he podido equivocarme, y sé que no, no me he equivocado en nada - gritó pleno de ira.- El pueblo alemán debe situarse a la altura de las circunstancias, no puede mostrarse débil ante 60
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pequeños contratiempos, debemos pelear. Quizás soy demasiado optimista y no merecéis que sacrifique mi vida por el orgullo del Tercer Reich. - Intentaremos no decepcionarle, main Fhürer, pero el enemigo avanza implacable y no sé cuánto podremos resistir esta presión - dijo el Coronel Von Below de la Luftwaffe. - ¡¡Aguantarán el tiempo que sea necesario, coronel. No le permito que dude del poderío de nuestro ejército y mucho menos de nuestra voluntad y deseo de ganar!! Además tenemos en nuestro poder el arma más mortífera y segura de todas las empleadas en la historia de la humanidad, ¿o acaso duda del poder de la única arma que ha conseguido matar a un Dios? - gritó Hitler, mientras golpeaba con sus puños la mesa acompañando el énfasis de su respuesta. El Coronel Von Below conocía la respuesta que debía dar, pero en su lugar respondió: - ¡¡Creo en usted, en el Tercer Reich y en la Lanza de Longinos, main Fhürer!! - exclamó levantándose y saludando con respeto. - Márchense, ¡¡márchense todos!!- gritó Hitler- Usted no Himmler. La puerta se cerró tras el último de los altos mandos de Hitler. El Fhürer cayó abatido sobre el sillón de cuero negro que presidía la amplia mesa de mármol blanco. Himmler y Göering se acercaron y tomaron asiento. Göering no había abandonado la sala, su relación con Hitler era tan estrecha que en ningún momento abandonaba la estancia en la que se encontraba el Fhürer.
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- ¿Qué haremos a partir de ahora? - preguntó Hitler, con aspecto cansado y mirada débil. Su tremendo poderío mediático y sus aires de superioridad en público daban paso a una tremenda timidez e inseguridad cuando se encontraban a solas. - Lo que debemos, sigamos los pasos que nos marca el libro, como hasta ahora - dijo Himmler, mientras encendía un grueso habano. - ¡¡No seas estúpido!!- espetó Hitler. Göering se levantó dirigiéndose hacia los amplios ventanales. Miró al exterior. - ¡¡Si el libro fuese la respuesta, tú no me harías ninguna falta!!, el libro no nos sirve desde hace uno o dos meses...- exclamó Hitler mientras rodeaba la mesa haciendo gestos nerviosos con sus manos-....está incompleto. - ¡¡Imposible!!- dijo Himmler, sobresaltado y haciendo que el puro cayese al suelo. El silencio se extendió por la habitación, los tres dirigentes más altos de la inteligencia militar alemana estaban abstraídos en sus pensamientos. - La iglesia..... - dijo Göering al cabo de unos minutos. - ¿Qué...? - preguntó Hitler volviéndose hacia él. - La Iglesia Católica tiene la parte que completa el libro, seguro. El libro fue propiedad de la iglesia durante siglos, seguramente ellos mismos lo crearon, ¿por qué no pensar que dividieran el libro con el fin de no acumular todo el poder en un mismo medio? - respondió Göering.
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- Sería lógico, yo haría lo mismo - comentó Hitler, retomando su asiento. - En los últimos meses, nuestros servicios de inteligencia han aumentado los rumores que rodean el supuesto fetichismo nazi hacia los objetos de culto y religiosos. Llevamos años buscando objetos como la Lanza de Longinos, el Arca de la Alianza o el Santo Grial. Todos los servicios de espionaje mundial coinciden en nuestra debilidad por obtener figuras de culto católico, como fuente de poder moral. Lo que desconocen es que buscamos la continuación del libro que usted consiguió hace años, main Fhürer - dijo Göering. - ¿Y donde nos llevan nuestras investigaciones? - preguntó Himmler. - Directamente a la Ciudad del Vaticano - contestó Göering. - ¿Tenemos contactos de confianza dentro? - preguntó el Fhürer. - Por supuesto, pero tenemos un problema - replicó Göering mientras caminaba frente a los ventanales con la mirada perdida. - ¿Cuál? – preguntó Himmler. - El Papa Pío XII está absolutamente en contra de nuestro sistema y no podemos contar con su colaboración. Es seguro que moriría antes de ayudarnos. - explicó Göering. - ¿Morir?, siempre es una posibilidad... - dijo Hitler pensativo mientras giraba su sillón hacia los amplios ventanales.
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Capitulo VIII
Leemos mal el mundo, y despuĂŠs decimos que nos engaĂąa. Rabindranath Tagore.
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Wittenberg - Alemania
Durante toda una semana sus duchas fueron apoteósicas muestras de pasión y sexo desenfrenado. Krissa reunía todas las condiciones deseadas en una mujer. Trabajadora y disciplinada, joven, educada y culta, pero sobre todo, bella y apasionada. Durante días Biser acompañó al padre de Krissa, el señor Storg, en sus labores cotidianas. Le ayudó a arar, a sembrar, a retirar el grano, cargar el carro, días duros de trabajo para una persona poco entrenada en el trabajo físico. Se conocieron muy bien, en cierto modo se admiraban, el uno aportaba al otro sus carencias. Storg ponía el ímpetu físico, la abnegación en el trabajo y la experiencia de la edad, mientras Biser ofrecía la juventud, el dinamismo y sobre todo la cultura y la inteligencia. Formaban un gran equipo. Cuando días después Biser le pidió la mano de su única hija, Storg no pudo negarse. El pueblo entero se unió para tan grandioso acontecimiento, pocos eran los jóvenes que permanecían en el pueblo, y aún menos los que se casaban y formaban una familia en tan apartado lugar. Biser miraba a Krissa como si fuera una estrella entre sus manos mientras lo más parecido a un cura que pudieron encontrar oficiaba una estupenda ceremonia entre flores y vino. La casa de los Storg estuvo abierta tres días y tres noches a cualquier vecino que quisiera felicitar y disfrutar de la alegría de los recién casados. Biser y Krissa vivieron una época feliz y plena pero un mes 65
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después de su enlace, Biser volvió a sufrir pesadillas, su mente enfermaba en sueños donde el monje y el monasterio manejaban su vida. Se despertaba bañado en sudor y lágrimas. Una noche paseó durante horas, recordó su infancia, recordó a McGlure. Él le había dado una vida, le había sacado de un destino condenado al fracaso. Le echaba de menos, miró al cielo, la noche oscura y sin nubes brillaba bajo la luz de un millón de brillantes estrellas. Respiró hondo, el aire purificó sus pulmones, su vista se centró en la oscura silueta del monasterio en lo alto de la cima de la montaña. El monasterio absorbía toda la luz del lugar haciendo que sus oscuras formas parecieran un inmenso agujero negro. El viento, frío en el valle, se congelaba en la cima, el aire pesaba en los pulmones de Biser. La ansiedad le desbordaba, su mente hervía llena de pensamientos violentos, quizás como defensa contra posibles miedos. La noche antes había exprimido sus recuerdos, escudriñando cada rincón de un monasterio imaginario con el fin de lograr descubrir la manera de entrar y salir sin ser visto. Toda la noche despierto parecía haber dado sus frutos, ahora Biser se disponía a entrar en el monasterio. Recordaba una pequeña puerta que llegaba a las caballerizas y ahí se encontraba. Como había supuesto con un ligero golpe la trampilla se abrió. No era un sencillo pasaje, estrecho y húmedo, el repugnante olor a orín y excrementos parecía el menor de los problemas cuando Biser comprobó que el angosto pasadizo es más largo de lo que él había previsto. Arrastrándose sobre piedras afiladas no sintió miedo ni frío, sus esfuerzos se concentraron en salir de la ratonera en la que se encontraba. Maldiciéndose por ser tan estúpido y no tener la buena memoria que tenía McGlure. Unos minutos peleándose con las alcantarillas le permitieron vislumbrar una tenue luz, reflejada a través del techo de una oxidada rejilla de hierro. Al llegar bajo ella vio que podía ponerse de pie y alcanzarla. Tras varios esfuerzos consiguió 66
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abrirla, ya estaba dentro, son las letrinas del edificio central. Asustado se arrastró hasta una esquina, se encogió protegiéndose instintivamente. Estaba solo, no esperaba entrar por esta zona, lentamente se puso en pie, miró a su alrededor sin saber qué buscar. Tras varios minutos desorientado se dirigió hacia la puerta. Un largo corredor débilmente iluminado le invitó a cruzar las sombras de la noche como un ladrón sigiloso. Recorrió, pegado a la pared, un largo pasillo hacia una luz más intensa en lo que parecía ser una estancia mayor. Al final del pasillo se abrió una amplia sala llena de antorchas encendidas. Tres grandes columnas situadas en el centro de la sala eran toda su decoración. Biser se acercó a una de ellas, acariciándola notó sobre las yemas de sus dedos un cuidado bajorrelieve, cada columna contaba una pequeña historia. La primera narraba las arriesgadas epopeyas de un joven emperador, contaba cómo creció matando invasores y conquistando tierras. Cada paso de Biser rodeando la columna le obligaba a ascender en la espiral de la historia. Llegó un momento en que Biser necesitó un pequeño taburete, que había permanecido oculto entre las sombras que permitían las antorchas, para poder seguir leyendo. En el final de la primera columna, junto a la triste noticia de la muerte del joven emperador, habían grabado con una excelente caligrafía su nombre: Alejandro Magno. Biser leyó la segunda columna. Comenzaba en la antigua Grecia, contaba la vida de un particular personaje precursor de todo tipo de ciencias. Narraba la creación de las escuelas y foros, recreaba todo el saber y cultura del mundo Heleno. En la mitad de la columna la historia se volvía más oscura y enigmática, el protagonista agrupaba a los principales sabios de su tiempo, reunidos en un extraño templo. A partir de ese punto el relieve se volvía confuso. Biser frotó sus sienes buscando en sus recuerdos el latín más antiguo, pero no reconocía 67
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ninguna palabra o símbolo. No tenía sentido, no era lógico poder leer casi toda la columna menos esa parte, a menos que estuviera encriptada y fuera necesario un código para descifrarla. Con ayuda de su viejo taburete Biser limpió la última palabra de la columna: Aristóteles. Sorprendido, bajó del taburete y caminó hacia la tercera columna. Acariciando el bajorrelieve Biser descubrió enseguida el tema principal de la misma, hablaba de la fastuosa Alejandría, situada en el Delta del Nilo en el Norte de Egipto. Toda la columna era una perfecta descripción de la vida en tan mágica ciudad, con especial detalle describía el gigantesco Museo y la famosísima Biblioteca. Biser subió al taburete esperando descubrir el nombre del Rey Ptolomeo II, o el gran Teofrasto sucesor de Aristóteles al frente del Liceo Ateniense, o algún otro insigne personaje de la época, pero en su lugar observó un sorprendente y simple nombre: Eros. Con el viejo taburete en la mano se sentó en el centro de la sala, miró cada columna, las observó detenidamente. Tras unos minutos se acercó a cada una de ellas, repasó los detalles. En las tres columnas se apreciaba un símbolo a la misma altura y en el mismo sentido de la espiral: un libro. Una ráfaga de inesperado viento apagó una de las antorchas. Biser caminó hacia un arco que conducía a un estrecho y oscuro pasillo. Se apoyó contra la húmeda pared, miró hacia la oscuridad, sus ojos se aclimataron a la falta de luz, reconoció de inmediato el sórdido paisaje de sus pesadillas. Recordó el lúgubre pasillo de celdas que desde su primera incursión en la parte secreta del monasterio le perseguía cada noche al intentar conciliar el sueño. Tras unos momentos de duda pudo apreciar la hilera de puertas que comenzaron a emerger de la oscuridad. Su felina vista se adaptó perfectamente a la escasa luz existente. Sin saber por qué se dirigió a la puerta más cercana, sus recuerdos volvieron 68
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como alaridos estridentes: Judas Iscariote… Judas Iscariote… En una celda como esta, estuvo preso el traidor a Cristo. Levantó la vista mirando la placa junto a la celda, con sus sucias ropas limpió la gruesa capa de polvo que cubría el nombre del recluso del interior: Bruto, hijo de Julio César. - Imposible – acertó a musitar entre dientes. Colérico corrió a la siguiente celda, limpió con frenesí la placa, el nombre: Cipión. La siguiente: Sejano. El pasillo serpenteaba por la planta llena de celdas, volvió sobre sus pasos a la primera celda, la de Bruto Hijo de Julio César. Apoyó su espalda sobre la puerta y miró al techo intentando ordenar sus febriles pensamientos. Súbitamente recayó en la presencia de las celdas del lado contrario, todas poseen su placa. Miró el pasillo, cada celda del lado izquierdo tiene una enfrentada en el lado derecho. Por primera vez observó con detenimiento las diferencias de las placas. Las que se encuentran limpias de suciedad son de un color cobrizo apagado, mientras las del lado derecho parecen plateadas. Tranquilo, pero con gran curiosidad, Biser limpió con cuidado la celda enfrentada a la de Bruto. Tras varios minutos peleando con moho y suciedad pudo observar el nombre: Julio Cayo César. Corrió y limpió la siguiente celda: Viriato, la siguiente: Tiberio. Las piernas de Biser cedieron bajo su peso, se sentó en el suelo. Se frotó los ojos con sus sucios dedos, intentó pensar, pensar rápido. Se levantó y corrió por el pasillo, si sus pensamientos eran correctos, las celdas estaban ordenadas por orden cronológico. Llegó al final del pasillo, junto a la entrada principal, revivió mentalmente la primera vez que se encontró en este lugar. Reconoció la celda de Judas Iscariote y un gélido escalofrío recorrió su espalda. El miedo le impedía mirar fijamente la celda, pero su curiosidad era mayor, se colocó delante de la celda enfrentada a la de 69
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Judas. La placa estaba llena de suciedad, además parecía más grande de lo normal. Frotando no conseguía eliminar suciedad arraigada durante muchos años, buscó en el pequeño zurrón que preparó la noche anterior. Tras unos segundos sacó un pequeño martillo y un escoplo. Golpeó cuidadosamente, había recordado donde se encontraba, no quisiera ser apresado estando tan cerca. Golpeó y golpeó, el sudor corría por su frente, los nervios atenazaban sus brazos. Tras varios minutos limpió la última capa de suciedad, el nombre de la celda hizo que sus ojos se abrieran asombrados, esperaba verlo, pero había algo que no esperaba. En letras grabadas con sumo cuidado podía leerse: JESUCRISTO y tras un breve espacio y grabado de manera más tosca, seguramente en un tiempo posterior, la palabra: PRIMERO. JESUCRISTO PRIMERO, la respiración de Biser chocaba contra las paredes del pasillo volviendo a sus oídos como golpes de tambor. Su respiración descontrolada se unía a un ritmo cardiaco frenético y peligroso. Oyó ruido al final del corredor, cerca de las letrinas, varias antorchas alumbraban con su vacilante luz el oscuro pasillo. Un poco más sólo un poco más. Con su brazo derecho limpió la placa, la observaba asombrado, en sus ojos se acrecentaba el miedo. Su corazón y sus pulmones se acercaban al límite de su propia capacidad. Corrió hacia la entrada y salió al patio central, pegado a la pared, caminó encorvado hacia la pequeña iglesia. Dentro, la placa permanecía solemne y resplandeciente, brillando bajo la luz de las antorchas de varios monjes que buscaban al autor de los ruidos que hubiesen jurado oír. Entre reflejos y sombras de una llama discontinua, sobre un fondo plateado podía leerse: JESUCRISTO PRIMERO JESUCRISTO SEGUNDO.
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CapĂtulo IX
La lengua es lo mejor y lo peor que poseen los hombres. Anacarsis.
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Cementerio de Florencia - Italia
El cementerio de Florencia es uno de los lugares más bellos del mundo, a su manera. El esplendor de las distintas corrientes artísticas creadas y desarrolladas en esta ciudad, a lo largo de la historia, habían influido claramente en el arte funerario. Lápidas, estatuas, mausoleos, cada elemento arquitectónico o decorativo era claro ejemplo de un estilo determinado. El cementerio era un pequeño museo de arte arquitectónico. Durante el día era un habitual lugar de encuentro de estudiantes de arte antiguo, familiares de difuntos y curiosos que encontraban especial este lugar. De madrugada recobraba el tétrico aspecto de un cementerio convencional, pero con un mayor impacto para el visitante nocturno. Las estatuas amenazaban desde sus pedestales a todo aquel que deambulara por sus enrevesados pasillos repletos de tumbas. Una débil luz iluminaba la magna puerta de uno de los mausoleos más grandes del cementerio, era la única luz en todo el sacro lugar. La puerta se abrió con un leve crujido, un hábito viejo cubría al individuo que atravesó el polvoriento umbral, se acercó a un lateral de la sala, acciono un interruptor, toda la habitación se iluminó bajo la potente luz de varias lámparas. Cuando se volvió hacia el centro de la sala, otro monje cubierto con un hábito igual que el suyo, estaba de pie frente a él. Su aspecto confesaba una avanzada edad, encorvado y apoyado sobre un grueso bastón.
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- ¡¡Has tardado demasiado!! - dijo el monje, mientras golpeaba el bastón contra el suelo de mármol. - No es fácil salir de donde vengo... al menos sin que te sigan - replicó el monje más joven- Los alemanes se acercan, quieren el libro... Y creo que el Papa se lo va a entregar - Era cuestión de tiempo y lo sabíamos. Aunque no ha de servirles de nada - replicó el anciano. - ¿Qué debo hacer ahora? - Vuelve a tu puesto y mantén informado a tu superior, él me informará a mí. El monje cerró la puerta lentamente al abandonar el mausoleo. El viejo monje en el interior apoyó el cayado contra la pared. Se retiró el capuchón de su hábito mostrando su cráneo pelado. Miraba fijamente al suelo mientras daba vueltas en círculo; súbitamente se detuvo, movió la cabeza hacia los lados. Negaba sus propios pensamientos. Se paró en el centro de la habitación y mientras profería un extraordinario alarido su rostro se ilumino mostrando sus ojos blancos ausentes de vida. La luz se apagó.
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Capítulo X
Los que más se lamentan son los que sufren menos. Tacito.
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Wittenberg – Alemania
La luz de la luna iluminaba el patio central. El sudor corría por todo el rostro de Biser. Dobló una esquina sumido en la oscuridad de la noche, se dejó caer en el frío suelo. Sus pensamientos cobraban voz en su mente: Es imposible, celdas en las que han habitado personajes influyentes en la historia, y... ¿por qué? ¿Cómo se puede encerrar a Jesucristo? ¿Qué es eso de Jesucristo Primero y Jesucristo Segundo? Sus manos temblaban cuando se acercaron a su rostro. No tiene sentido, ¿cómo puede existir un lugar donde convivieran Judas Iscariote y Jesucristo, Bruto y Julio César...? Son enemigos enfrentados, los unos mataron a los otros. No tiene ningún sentido. Un seco golpe sacó a Biser de sus meditaciones. La puerta de la iglesia permanecía entreabierta, golpeando el marco con cada ráfaga de viento. Lenta y cuidadosamente se acercó a ella cerrándola nada más entrar en el interior. Dentro de la iglesia volvió a notar el frío aire recorriendo sus pulmones, aunque notaba la seguridad que le proporcionaba conocer donde estaba. Las estatuas en sus pedestales parecían mirarle, inquisitivas, curiosas. Biser miraba a un lado y a otro, todas las estatuas parecían observarle. Aunque avanzaba entre ellas seguía sintiendo sus 76
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miradas. Caminó entre vírgenes y santos, apóstoles y arcángeles, en madera, mármol, oro... de diversas épocas y lugares. El cerebro de Biser, acostumbrado a engullir diversas ideas se saturaba de datos. Al fondo, junto a un gigantesco cirio encendido, sobre su atril, estaba el libro: Axis Mondi, el eje del mundo, imperturbable. Biser se acercó al altar, subió dos peldaños de frío mármol. Volvió a sentir el miedo de la primera vez que se vio en esta situación. Su mano derecha tembló al acercarse a la gruesa tapa del libro. Apoyó su mano sobre él, por un momento creyó notar calor, un ligero pulso, como si el libro tuviera vida. Instintivamente retiró la mano del libro. Se frotó la cara con sus sucias manos. Cerró los ojos mientras seguía caminando intentando relajarse. Respiró profundamente. Cuando notó su respiración controlada, abrió los ojos. Vio un inmenso Cristo ante él, crucificado y colgado en la pared, a la derecha del libro. Giró sobre sus pies, observó otro Cristo igual que el anterior colgado en la pared contraria. Miró a uno y a otro, observó cada detalle de sus formas, la corona de espinas, las heridas, la expresión. Biser observó una y otra vez las figuras, sus ojos recorrieron cada centímetro y desesperó. No sabía qué buscar, sus ojos se posaron en el libro. Se dirigió hacia él. Delante del libro miró las imágenes crucificadas. Algo llamó su atención…¡¡ahí estaba!! los pies estaban dispuestos de diferente forma. El izquierdo sobre el derecho en la cruz de la derecha y a la inversa en la de la izquierda. Son diferentes figuras, se acercó a la imagen de la derecha, en el clavo que atravesaba los pies observó el número romano: I, corrió hacia la cruz opuesta. En el clavo aparecía el número: II. Raudo volvió al libro. Biser estaba dispuesto a encontrar un sentido a todo esto, algo le decía que el libro era la llave de todo este misterio. Sus manos volvieron a temblar cuando abrió el libro, el miedo dio paso a una total seguridad cimentada en su voraz curiosidad. Las ajadas páginas del libro parecían frágiles, 77
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delicadas. Cuando Biser pasó una tras otra, esta vez pudo adivinar trazos de escritura sobre cada una de ellas, pero nada legible. Incluso pudo vislumbrar retratos y dibujos en varias páginas, pero nada definido. Desesperado cerró el libro violentamente, el ruido seco de la pesada cubierta al cerrarse resonó en toda la iglesia. Biser creyó sentir que las estatuas le miraban de nuevo, como si este último ruido las hubiera despertado de un letargo de siglos. Respiró hondo, había llegado el momento de marcharse, estaba desolado y confundido. - No deberías maltratar el Eje del Mundo. Esa voz lúgubre y grave devolvió a Biser a su máxima tensión. Sacó de su zurrón el martillo mientras dio dos pasos separándose del libro y observando el rostro pálido e inexpresivo del ciego y viejo monje. - No te tengo miedo, ya no. - No espero que me temas. Deja el martillo, no voy ha hacerte daño y tú nunca podrías hacérmelo a mí. – la voz del monje sonaba segura y tranquilizadora. Sus vacíos ojos, amenazantes, le dotaban de un aire siniestro y peligroso. - Te he estado esperando pacientemente. Desde el momento en que te vi supe que poseías algo especial. Algo en ti desprende fuerza y voluntad. - No vas a conseguir doblegar mi voluntad como has hecho con McGlure. - Ni lo intento, tampoco. McGlure ha abierto los ojos a un horizonte nuevo. Pero tu papel es distinto y más importante. Te estás acercando al camino correcto. Tu mente comienza a abrirse y a asimilar lo que
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sucede, por ello empiezas a ver el libro. Pero aún estás lejos, verás más cuando quieras comprender más. - Necesito respuestas y las quiero ahora – dijo Biser. -¿Qué puedes ofrecer a cambio de las respuestas que ansías? O mejor aún ¿hasta dónde estas dispuesto a arriesgarte? – preguntó el monje. - Ponme a prueba – respondió Biser. - De acuerdo. Juguemos. Es una expresión, pero en este caso vamos a convertirlo en algo real. ¿Te parece bien que juguemos una partida de ajedrez? Las reglas son muy sencillas: cada vez que uno capture una pieza del rival tendrá derecho a formular una pregunta. La que él quiera, y su contrincante tendrá que responder con absoluta sinceridad. ¿Estás dispuesto a jugar? - Sí – la respuesta de Biser fue rotunda y enérgica. - Yo también. Ven conmigo. El monje caminó hacia el altar. Biser le siguió mirando expectante a los lados, tenía varias preguntas sin respuesta, pero lo realmente misterioso era lo que el monje querría preguntarle a él.
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Capítulo XI
Las heridas de la lengua son más peligrosas que las del sable. Proverbio árabe.
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Berlín - Alemania
El mariscal Goering atravesó con paso raudo los amplios pasillos de la cancillería, dirigiéndose hacia el despacho del Fhürer. En la puerta dos soldados de las SS le saludaron permitiéndole el paso al interior. Tras una amplia mesa de caoba llena de documentos y planos estaba Hitler. Sentado en un sillón de cuero negro que resaltaba aún más su extrema palidez. -Main Fhürer- exclamó Goering, mientras realizaba el saludo nazi. - He recibido noticias de Rommel sobre la operación Origen Sagrado. Hitler levantó la vista del documento que tenía en las manos y miró fijamente a Goering. - En una tumba escondida cerca de Jerusalén, Rommel y sus hombres de mayor confianza han encontrado una cámara secreta. Han escrutado cada rincón de la misma durante una semana, encontraron varios papiros interesantes y diversos objetos lo bastante curiosos como para pertenecer a nuestros museos, pero no lograron encontrar el planoGoering respiró profundamente mientras Hitler le miraba de manera firme.- Ayer descubrieron en un muro una piedra que mostraba una grieta peculiar. Golpearon la piedra y al romperse les mostró un pequeño acceso a una sala contigua. Dos soldados murieron al entrar en el angosto pasadizo víctimas de sendas trampas. Rommel fue el tercero en entrar. Recorrió diez metros a través de la oscuridad hasta llegar a 81
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una pequeña sala que contenía un ataúd de piedra. Nuestro Mariscal confiesa que necesitó unos minutos para recobrar el aliento y que en ese instante no pudo evitar que su mente viajara en el tiempo y pensara por un momento que el morador del sarcófago no era otro si no el hijo de Dios: Jesús de Nazareth. Empujó la lápida sin conseguir desplazarla. Tuvo que esperar la ayuda de dos hombres de las SS. Entre los tres consiguieron abrir el sarcófago- Goering calló y miró fijamente al Fhürer. - ¿y? - respondió Hitler. - En el interior sólo había una extraña piedra con un diagrama dibujado en el contorno y un texto escrito en el interior en una lengua que no hemos sabido identificar aún. En el contorno de la piedra hay grabados unos… digamos figuras… - ¿Figuras? ¿A qué se refiere exactamente? - Según Rommel una parecía una cruz, otra una copa, pero todavía no hay nada concreto. - ¡¡Sabía que lo encontraríamos!!- gritó Hitler exultante con un brillo de furia en sus ojos. - Así es. Rommel y los soldados que entraron en la sala secreta vienen hacia aquí. Llegarán mañana. ¿Qué desea que hagamos main fhürer? - Quiero ver a Rommel en cuanto llegue. - ¿Y los soldados? - Es mejor que no haya demasiados testigos – respondió Hitler mientras miraba por la ventana de su despacho. 82
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El Mariscal de Campo Edwin Rommel esperaba contemplando la sobria decoración de la puerta del despacho de Hitler. Como siempre había madrugado. Pese al largo viaje no se encontraba cansado sino más bien emocionado. Sabía que las fotos que portaba en su maletín satisfarían a Hitler. Rommel era un hombre curtido en muchas situaciones de riesgo, pero hacía tiempo que no sentía nada tan intenso como cuando descubrió aquel ataúd tras recorrer el estrecho túnel. Durante unos segundos acarició la suave superficie de la piedra. Notaba cada relieve bajo la yema de sus dedos. Imaginó por un instante las manos del artesano rematando cada arista y retocando cada figura con sumo cuidado. El crujido de la puerta al abrirse abstrajo a Rommel de sus pensamientos. -Pase Mariscal, por favor – dijo con voz suave Traud Junge, la secretaria personal de Hitler – El Fhürer le está esperando. Rommel se levantó agarrando su maletín. Pasó junto a Traud Junge saludándola con un ligero movimiento de cabeza. Dentro del despacho Hitler le esperaba de pie junto a su mesa. -Hail Hitler – saludó Rommel cuadrándose frente a su superior. -Enséñemelo Mariscal – repuso Hitler, devolviéndole el saludo con desidia. Rommel apoyó el maletín sobre la mesa y sacó más de una docena de fotografías. -Aquí lo tiene Fhürer – dijo mientras extendía las fotos complacido y orgulloso.
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Hitler observaba las fotos, ensimismado, sus eléctricos ojos recorrían cada centímetro sin apenas pestañear. Miraba una foto tras otra y regresaba a las primeras, y otra vez vuelta a empezar. Pasaron más de veinte minutos sin mediar palabra. Finalmente miró a Rommel. -Buen trabajo, buen trabajo. ¿Cree usted que era la tumba de Jesucristo? – la pregunta tan directa cogió desprevenido a Rommel, que dudó durante unos segundos su respuesta. -Un oficial de las SS experimentado y docto está trabajando en ello. Su nombre es Andreas Berguen. Es uno de los más eruditos arqueólogos del Reich, domina varias lenguas y dialectos, también posee amplios conocimientos de paleontología. Dentro de su currículo destaca el haber formado parte de las expediciones del mítico Otto Rahn, hasta que éste falleció. Dentro de las SS aseguran que el mismo Rahn le había formado como su futuro sucesor. Aun así los primeros informes son inconclusos – dijo mientras colocaba una carpeta llena de documentos sobre la mesa – los relieves del exterior son extremadamente complejos y precisamos de más tiempo para su traducción, además en el interior del ataúd no había nada. De todos modos esa no era mi misión, mi objetivo era concluir la operación Origen Sagrado y creo haberlo cumplido. -Parece ser así – respondió Hitler - ¿Qué es este objeto? – preguntó señalando una de las fotos. -Según Berguen – respondió Rommel mirando la imagen – es una losa de piedra caliza con forma circular, muy cercana en su forma al círculo perfecto. Mide cincuenta y dos centímetros de diámetro y siete de grosor, tiene los bordes bastante erosionados, pero la parte frontal y posterior está bien conservada. Berguen piensa que es una especie de 84
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juego o quizás un jeroglífico, lo describió como un ardid que pretende ocultar un secreto. En un principio cada uno de los símbolos situados en los bordes representa a un objeto. Estos objetos colocados en un orden concreto revelará el secreto que oculta la losa. -¿Cuál es ese secreto? – interrumpió Hitler. -Berguen está confuso, el texto está grabado en copto, una lengua descendiente del idioma hablado en el Antiguo Egipto, por ello no puede asegurar la traducción exacta ni tampoco el objetivo de tanto misterio. Pero sí puede afirmar que es el jeroglífico de estas características más complejo de todos los que conoce, por lo que su secreto ha de ser muy importante. Actualmente trabaja en su traducción. -Quiero que Berguen cuente con todos los medios que pueda necesitar, no debe dedicarse a ningún otro trabajo. El estudio de esa losa es de máxima prioridad – ordenó Hitler. -Entendido main Fhürer – respondió Rommel. Sabía que la entrevista había terminado, recogió su maletín y giró sobre sus botas dirigiendo sus pasos hacia la puerta. Cuando agarró el pomo, oyó la voz de Hitler. -Mariscal – Rommel se volvió –Buen trabajo – dijo Hitler mostrando una ligera sonrisa. Rommel cruzó el pasillo lleno de orgullo sabía que el fhurer no acostumbraba a felicitar a sus subordinados. Se dirigió hacia la sala de comunicaciones, debía hablar con Berguen. Caminó hacia el segundo piso por la escalera situada al Oeste del edificio. La actividad era frenética en ese departamento. Los oficiales entraban y salían sin cesar; al pasar junto al Mariscal le saludaban precipitadamente y continuaban con sus mensajes recorriendo los despachos anexos y el resto del 85
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Reichstag. Observó la sala llena de la más avanzada tecnología. Había receptores de larga y corta distancia, encriptadores, traductores simultáneos e incluso un sistema de barrido multifrecuencia experimental cuyo objeto era detener cualquier intento de acceso a la red de comunicación nazi. Rommel caminó hacia un pequeño despacho anexo a la sala principal. Entró sin encender la luz y se dirigió hacia una caja que reposaba sobre una mesa. Conectó varios cables en la parte posterior y abrió la caja. Se sorprendió al observar el diseño del último modelo de la serie Enigma, la más poderosa arma de encriptación del Reich. Disponía de dos teclados sobrepuestos y seis cilindros con todo el alfabeto, cada tecla que pulsara Rommel en sus comunicados presionaba otra distinta en el teclado superior y a su vez accionaba uno de los cilindros superiores marcando en el otro lado de la comunicación una letra completamente distinta, formando palabras sin sentido aparente. Aunque el receptor del mensaje conociendo la posición inicial de los cilindros podía transcribir el mensaje con facilidad. Rommel tardó un par de minutos en escribir una breve nota a Berguen reclamándole un informe actualizado de la situación. Encendió un cigarrillo mientras revivía en su memoria el momento de descubrir la tumba. Le sorprendió gratamente no encontrar un esqueleto en el interior, en lo más profundo de su ser sabía que encontrar un cuerpo le hubiera relegado a una posición incómoda ante Hitler. Ya era famosa su manera de tratar a los testigos presentes en sus secretos de Estado. La mecánica maquinaria de Enigma comenzó a teclear grabando en un papel la respuesta de Berguen. Durante diez minutos una amalgama de letras y palabras inconexas brotaban de los cilindros plasmándose en el papel. Al coger el texto entre sus manos sintió la necesidad de llamar a un técnico de la sala contigua, pero se detuvo. De hacerlo tendría que matarlo y él era un soldado, no un asesino. Tardó más de una hora en 86
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descifrar el texto, pese a conocer el sistema y la alineación de los cilindros. Fatigado leyó el mensaje de Berguen. Mariscal Rommel: Con el presente documento le informo de los avances obtenidos por mí y por mi ayudante: Arnold Gabo. Tras tres días estudiando el objeto encontrado hemos determinado que definitivamente es una roca caliza, grabada a mano con simbología hebrea o judía. Hemos podido datarla aproximadamente entre el treinta y el año cincuenta d.C., es decir una época cercana o inmediatamente posterior a la muerte de Cristo. El texto grabado en el centro del anverso de la piedra está escrito en copto. Logré la colaboración de varios traductores de la zona, los cuales, por separado, han logrado traducciones similares. En palabras textuales de ellos el texto nos cuenta el secreto del Eje del Mundo . Parecer ser un manual para generar una lectura exacta del futuro a través de un código cifrado. Para ello nos obliga a disponer de una serie de objetos considerados sagrados y llenos de misticismo, estos objetos en un orden determinado y en un lugar pleno de influencias esotéricas abrirá el camino hacia el conocimiento puro. Con ello me afirman que lograríamos conocer la naturaleza de todo ser y objeto del mundo, su desarrollo, su esencia, seríamos capaces de controlar el siguiente paso de su evolución. Aunque lo más sorprendente es la parte posterior de la piedra. En esta zona, cubierta de musgo, hemos descubierto un manual que nos permite establecer un código gramatical. Establece un método que permite escribir un futuro concreto a partir del conocimiento puro. Parece ser que el futuro está escrito. Cuando logramos estos datos las SS eliminaron a los traductores, aunque intenté impedirlo. Conseguí salvar a uno de ellos. En su agonía, antes de morir, logró mostrarme los objetos que los 87
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símbolos del borde representaban. No se sorprenda, yo lo hice y le advierto Mariscal que es la relación de objetos más extraña y excitante que he leído nunca. Un clavo de la Cruz de Cristo, una espina de la Corona de Cristo, un trozo de la Vera Cruz, la Lanza Sagrada que hirió a Cristo, el Santo Grial, la Sábana Santa y el Arca de la Alianza. Le juro que tuve que sentarme al leer lo que el moribundo traductor escribía con mano temblorosa. Pero entonces me di cuenta: estamos ante el mayor descubrimiento de la historia, podemos dominar el futuro, crear una nueva humanidad… un nuevo Reich. Todos son símbolos claves del cristianismo, va a ser un trabajo duro y difícil, pero estoy dispuesto a lograr mi objetivo. He informado a Himmler sobre nuestro hallazgo y nuestros avances. De nada serviría encontrar todas las reliquias sin tener el lugar adecuado para mostrar su secreto. De todos es sabido el extenso conocimiento de las artes esotéricas de Himmler. Le ruego que hable con él y nos informe sobre sus avances en la localización del lugar previsto para la vigilancia de las reliquias. Espero conseguir todas y cada una de ellas, las enviaré donde me indiquen a través de la Orden Negra, la guardia más fiel de las SS. Mañana comienza nuestra aventura, viajaremos a la Catedral de Monza, en Italia. Tengo la absoluta seguridad de encontrar allí uno de los Clavos empleados en la crucifixión de Cristo. Le mantendré informado, Mariscal. Hail Hitler. Rommel notaba un temblor nervioso en sus manos mientras sostenía el papel incrédulo. La puerta se abrió tras él y la luz se encendió. El rostro pálido y los fríos ojos de Himmler le miraban fijamente.
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-Nuestro fiel Berguen ha comunicado sus avances… ¿supongo? – preguntó con ironía. -Así es – respondió Rommel escuetamente cediéndole las hojas escritas. -Supongo también que usted iba a informarme de todo lo relativo a este fabuloso descubrimiento, ¿verdad? -Mi deber era avisar al Fhürer – replicó Rommel. -¿Y quién cree que me ha enviado a controlar esta situación? Sepa usted que Hitler confía plenamente en mí y es consciente de mi profundo conocimiento de la quiromancia, las artes esotéricas y el ocultismo. Nadie en todo el Reich tiene más poder sobre este asunto, llevo toda mi vida preparándome para este momento – una gota de sudor cruzó el rostro de Himmler – He de comunicarle que ha sido usted relevado de esta misión. Gracias a su descubrimiento el Reich podrá controlar el futuro del mundo. -Aún queda por descubrir el santuario donde las reliquias serán preparadas. Siempre y cuando Berguen consiga reunirlas, lo cual es bastante improbable… - intervino Rommel. Himmler se acercó al rostro de Rommel y le clavó su mirada en los ojos. El Mariscal notó un escalofrío recorriendo su espalda. -La raza aria encontrará cada reliquia oculta. Berguen logrará culminar con éxito su misión, mostraremos al mundo la supremacía del pueblo germano. Encontraremos los secretos cristianos y una vez reunidas las siete reliquias caminaremos hacia el futuro desde la cuna de las SS: el Castillo de Welwelsburg.
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-¿Welwelsburg? – exclamó Rommel sorprendido. -Sí, así es. ¿O piensa que la restauración del castillo fue un capricho? En 1934 recomendé al Fhürer la compra del Castillo de Welwelsburg en una colina de la provincia de Westfalia, su estado era penoso. Las SS han destinado más de diez millones de marcos a su restauración, la cual está casi finalizada. Es el centro de mando de las SS, aunque moralmente es mucho más que eso. Toda su estructura en conjunto, y los elementos interiores en particular, representan un ideal y una simbología que va más allá inclusive de las ideas nacional socialistas. La forma de Welwelsburg representa una flecha perpendicular al eje este-oeste, y se encuentra orientada en sentido sur-norte. De tal forma que la torre norte representa la punta de una flecha que apunta al origen, a la cuna de la raza aria. Nuestra arquitecta e historiadora, Kirsten JohnStucke opina que todo el proyecto tiene una elevada carga esotérica… ¡¡por supuesto que la tiene!! – Himmler levantó los brazos mientras recorría la habitación, encantado con su exposición – El meridiano surnorte del castillo indica el retorno desde el origen ario. He intentado que sea la representación gráfica del regressus ad uterum, una lanza fálica que penetra en el vientre de la madre tierra, la cual representa al elemento femenino del universo y engendró a la raza aria. Determinando así un ciclo, una renovación y un nuevo orden biológico para el mundo – Himmler miró el rostro sorprendido de Rommel. -Se ha tomado muchas molestias – replicó el Mariscal. -Eso no es nada. Escuche y aprenda, esta situación le sobrepasa, Mariscal – Himmler se volvió, hablando a las paredes como si de un mudo público se tratara – La torre norte de Welwelsburg ha sido diseñada para alinearse con la constelación Odín, a nivel de la tierra se
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encuentra la GruppenführerSaal, una sala circular con siete columnas y una rueda solar en el centro de la misma, de la que parten siete rayos formados cada uno por dos runas Sieg (Victoria), símbolo emblemático de las SS. Justo debajo de la GruppenführerSaal, está la cripta Walhalla… -¡Walhalla! – interrumpió Rommel – la cueva de Odín… -¡No! – gritó Himmler – No era una cueva, era su morada, donde los guerreros muertos en la batalla acudían para prepararse para el rangarok, el destino de los dioses. Era la última batalla entre las fuerzas del bien y las del mal. Como le decía, en esta cripta, exactamente debajo de la GruppenführerSaal, se encuentran siete asientos de piedra y un círculo central rodeado por un muro. En el techo hemos colocado una svástica que genera un efecto eco a todo aquel que se encuentra en el interior del círculo sagrado. Cuando el ocupante de uno de los asientos muere, quemamos su escudo de armas, veneramos sus cenizas en la GruppenführerSaal durante siete días y posteriormente le enterramos en la Cripta Walhalla, cerrando el círculo de la vida, cediéndoles la vida eterna – Himmler se apoyó en la mesa, parecía cansado – Mariscal, pese a su ignorancia, sabrá que la ariosofía y las doctrinas teosóficas pregonan que existe en el mundo un núcleo de iniciados que, desde un centro esotérico, dirigen el mundo espiritualmente. Pues bien, Welwelsburg es el centro espiritual del mundo moderno, allí las ceremonias del calendario sagrado germánico renuevan el pacto entre el hombre y el ser superior cada fin de ciclo. Pronto, muy pronto, la raza aria volverá, recuperando su lugar en la vida, su lugar en el mundo. Volverán los hijos de los Dioses – los ojos de Himmler parecían salirse de sus órbitas, su rostro parecía contraído y su voz se había convertido en un agudo alarido. 91
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-Creo que tendré que visitar Welwelsburg… - dijo Rommel con cierto sarcasmo. -Mariscal, le aseguro que no sería bien recibido allí. Su lugar es otro, este asunto le queda muy grande. Olvide este tema lo antes posible. Adiós. Himmler giró sobre sus botas, abrió la puerta y salió de la habitación. Al cerrarse la puerta Rommel no pudo evitar sentir que la humanidad había sido condenada.
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Capítulo XII
Las lenguas, como las religiones, viven de herejías. Miguel de Unamuno.
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Monasterio de Wittenberg
El monje le indicó a Biser con un gesto que se dirigiera a una sala junto al altar. Biser entró seguido del monje ciego. En la sala sólo había dos sillas a ambos lados de una mesa y un gran mueble que cubría una pared. El monje le señaló una silla. Mientras Biser se sentaba, él se dirigió hacia el mueble. De las puertas superiores sacó dos bolsas de terciopelo. Una roja y otra verde. Las puso sobre la mesa. - Elige – dijo mostrándole las bolsas. Biser cogió la verde. La abrió. En su interior estaban las fichas blancas. La mesa era un tablero de ajedrez con cuadros de granito blanco y negro. Comenzaron a colocar las fichas. En un par de minutos colocaron cada pieza en su casilla y los dos ejércitos se contemplaban tras su línea de peones. Biser tenía en su mano derecha el rey blanco. Acarició su pulida superficie notando bajo la yema de sus dedos cada cuidado relieve de su labrado. Todos los pliegues de la túnica, los adornos de la espada… Una obra de arte. El más mínimo detalle había sido recreado hasta casi dotar de vida a la inerte ficha. Por un momento, incluso creyó reconocer su propio rostro en el pétreo monarca. - Tú mueves – ordenó el monje.
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Biser movió el peón de Dama en un acto reflejo al centro del tablero. El monje pareció sonreír. Biser notó como el nerviosismo se apoderaba de él. Su mente se abstrajo de la partida y revivió sus temores más íntimos. - Sólo he hecho un movimiento – pensó - ¿Porqué sonríe? ¿Acaso sabe el desenlace de esta partida antes de empezar? Es imposible. ¿Qué me pasa? Debo ser fuerte. Tengo que ganar, es la única manera de avanzar en este misterio.¿Qué significan las celdas? ¿Cómo pudieron existir dos Jesucristo? ¿Qué amenaza se cierne sobre el Rey de España si aún no ha nacido? - Tu turno – la voz del monje devolvió a Biser al tablero de ajedrez donde un caballo negro había saltado la línea de peones.
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CapĂtulo XIII
Letras sin virtud son perlas en el muladar. Miguel de Cervantes Saavedra
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Milán - Italia
El avión aterrizó con suavidad en la pista central del aeropuerto Internacional Malpensa en Milán. Andreas Berguen fue el primer pasajero en abandonar el avión seguido de su ayudante, Arnold Gabo. Se sentía inquieto, uno de sus sueños más íntimos se estaba cumpliendo. Desde muy joven había soñado con la posibilidad de viajar por el mundo encontrando rastros de civilizaciones antiguas, templos, culturas. Le hacía feliz participar en la historia reviviendo en su mente situaciones gloriosas del pasado. Había repetido mil veces en sus pensamientos que no era nazi, no creía en la política de sus dirigentes y no justificaba la guerra en la cual se veía inmerso, pero reconocía que el nuevo régimen le había permitido lograr los medios económicos y logísticos que todo arqueólogo desea tener a su alcance. Sabía que estaba empezando a formar parte de la historia y se sentía orgulloso. Arnold recogió el equipaje mientras Berguen esperaba en la puerta de la terminal, un Mercedes Benz negro con dos banderas rojas adornadas con la esvástica, aparcó junto a ellos. Un oficial de las SS bajó nada más detenerse el vehículo. - Hail Hitler. Buenos días. ¿Ese es todo su equipaje?- preguntó. - Así es – respondió Berguen. El conductor recogió las maletas colocándolas en el maletero. Berguen y el oficial alemán subieron en los asientos traseros, mientras el chofer 97
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y Arnold subieron en los delanteros. El motor del Mercedes rugió mientras aceleraban hacia Monza situada unos veinte kilómetros al Norte. - Mi nombre es Bruno Lech- dijo el oficial alemán mirando a BerguenMis órdenes me indican que he de ayudarle en todo lo que precise, aunque no me han dicho qué puede necesitar. He de llevarle a usted y su ayudante a la Catedral de Monza, les hemos conseguido alojamiento en una casa situada frente a la misma. La dueña es una anciana italiana llamada Lucía Passo. Estará a su servicio las veinticuatro horas del día. Mis superiores me han indicado que usted me diría el siguiente paso a seguir- dijo de manera mecánica. Desde luego se notaba que era un oficial acostumbrado a dar órdenes, no ha recibirlas. Debía sentirse incómodo sin conocer las razones de su misión y estando al servicio de un académico. Berguen decidió darle alguna información para intentar ganarse el favor de Bruno. - Perfecto. Le agradezco su consideración, mi nombre es Andreas Berguen, como ya sabrá. Todo lo que creo necesitar lo tengo en mi maletín y en la cabeza de mi ayudante, Arnold Gabo. He recibido órdenes directas de Himmler para trabajar en una misión muy determinada para la cual me han dado prioridad absoluta. En la Catedral de Monza hay un objeto que necesitamos, no sé dónde está exactamente, pero estoy seguro de lograr encontrarlo. Medirá aproximadamente unos ocho o diez centímetros de largo y seguro que está oxidado – Berguen sonrió ligeramente. - Un hierro, algo metálico… ¿Eso es lo que busca?
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- Concretamente un clavo. Un clavo muy especial, uno de los clavos que fueron usados en la crucifixión de Jesucristo por los romanos – Berguen miró el sorprendido rostro de Bruno. - ¡¡Sorprendente!! – exclamó Bruno – Había oído hablar de la obsesión del Fhürer por ese tipo de objetos pero nunca pensé que fuera real. - Así es, aunque en este caso el objetivo de la misión es más importante que una simple obsesión o el ansia de coleccionismo del Fhurer. Detrás de todo hay una causa más importante. - ¿Y cómo está tan seguro de que el clavo de Cristo se encuentra en la catedral de Monza? – preguntó el oficial de las SS. - Esa es una historia curiosa propia de las fábulas de la Edad Media. Antes de existir la Catedral existía en ese mismo lugar un templo. Dice la tradición que fue la reina de los longobardos, Teodolinda, la que decidió construir ese edificio. De hecho, había prometido erigir un templo a San Juan y esperaba la inspiración divina que le indicase el lugar más apropiado. Mientras cabalgaba un día con su séquito a través de un paraje plagado de olmos y bañado por el Lambro, la reina se paró a dormir junto a la ribera del río. En el sueño vio una paloma que se paró cerca de ella y le dijo Modo (aquí) la reina respondió Etiam (sí) y la basílica surge en el lugar que la paloma había indicado y de las dos palabras pronunciadas por la reina y la paloma viene el primer nombre de la ciudad Modoetia. Teodolinda hizo erigir en el 595 un oratorio de planta de cruz griega. Hoy, de esta primera construcción, sólo quedan los muros del siglo VI. A la muerte de la reina, si bien el edificio no estaba todavía terminado, su cuerpo fue enterrado allí, en el centro de la nave izquierda. Sobre los restos del oráculo, en el siglo XII, fue primero edificado un nuevo templo y luego alargado hacia Occidente. La 99
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basílica fue completamente reconstruida a partir del año 1300 sobre las ruinas de la iglesia longobarda. Se realiza entonces una iglesia de planta de cruz latina y cimborrio octogonal. En la segunda mitad del siglo se añaden las capillas laterales y se amplía, con proyecto de Matteo da Campione, con la fachada en mármoles policromos blancos y verdes bajo el influjo del gótico pisano. Del 1500 en adelante, en el interior fue reestructurado el coro y el techo que constaba de vigas y era cubierto de volutas impostatas en arcos redondos. Pronto, las paredes y las volutas fueron pintadas al fresco y ornadas de estuco. El campanario fue erigido en el 1606 por obra de Pellegrini y en el siglo XVIII fue anexado en el lado izquierdo un cementerio. Lo realmente interesante viene al estudiar varias crónicas de la época, elaboradas por antiguos y respetados estudiosos, las cuales aseguran que en la Catedral se custodiaba la corona de hierro de Lombardía. Afirmando la propia reina que fue elaborada con un clavo utilizado en la crucifixión de Jesucristo. - Y usted necesita esa corona… - Así es – afirmó Berguen. - Pero le había entendido que necesitaba un clavo de la cruz, no la corona de Lombardía… - Entiendo que al haber sido elaborada desde uno de los clavos es la pieza que buscamos. Además desde aproximadamente el año 1600 no se conoce el paradero exacto de la Corona. Lo cual me parece bastante misterioso dado el valor de esa reliquia. Sí – Berguen asintió con la cabeza – creo que es el objeto que necesitamos.
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- En ese caso va a tener la oportunidad perfecta de demostrarlo. Ya hemos llegado – dijo Bruno mientras señalaba la majestuosa Catedral a través de la ventanilla del coche. El vehículo se detuvo frente a la entrada principal, mientras el chofer y Arnold descargaban el equipaje, Berguen contemplaba la fachada de la Catedral. Era colosal, cuidado cada detalle y perfectamente conservada. La puerta se abrió ligeramente, el rostro de una anciana les observó desde el umbral. Berguen subió los tres peldaños hacia ella. -Buenos días. -Buon Giorno – respondió la anciana bajando la vista – Mi chiamo Lucia Passo. -Io sono Andreas Berguen – respondió en correcto italiano. La anciana se dirigió hacia el altar, Berguen la siguió mientras Arnold subía las maletas y contemplaba las estatuas que decoraban la entrada. Desde el altar la visión de la catedral le sobrecogió, sintió cómo parecía encogerse ante la altura de los techos decorados y la imponente presencia de cuadros y estatuas. Miró la gran cruz con la figura de Jesucristo colgada sobre una estructura de madera de casi diez metros de altura, decorada con diversos cuadros que recreaban los estadios de la Pasión de Cristo. No pudo evitar fijarse en los clavos que sujetaban el cuerpo hierático de Jesucristo, hubiera sido demasiado obvio, pero era una posibilidad. ¿Qué mejor escondite para un clavo que la propia cruz, frente a todo el mundo? Pero no tuvo suerte. Los clavos no eran más que un adorno en resina pintados en negro. -¡Arnold! – exclamó, girando sobre sus botas - ¿Por dónde empezamos, joven amigo? 101
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- Yo ya he empezado, las estatuas de la entrada no tienen nada de especial, ningún escondite y nada metálico – respondió Arnold mientras agitaba en su mano un detector de metales. - Los detectores de metales… bien pensado Arnold. Continúa tu búsqueda por la sala central y los ábsides, yo miraré el altar y la capilla. Arnold asintió con la cabeza y siguió olfateando con su aparato. Berguen comenzó a escrutar cada palmo del altar. Acarició con sumo cuidado el labrado mármol de la mesa ceremonial. Dos candelabros de plata antigua reposaban sobre un mantel de lino blanco. Golpeó con cuidado los pilares de mármol que sujetaban la mesa esperando que alguno de ellos estuviera hueco, pero una vez más no tuvo suerte. Continuó su aventura recorriendo el mural de madera que presidía el altar. La madera parecía de nogal y sin duda había sido tallada a mano, con mucha paciencia y conocimiento. Pero no parecía haber nada de metal en la composición. Se acercó a la maleta que Arnold había dispuesto en los primeros bancos de la Catedral y en unos minutos montó su detector de metales. Ya había pensado que iba a ser una ardua labor, pero empezaba a notar una cierta impaciencia. Estaba deseoso de encontrar el clavo y seguir su particular cruzada logrando reunir el resto de las reliquias. Se encaminó hacia la capilla con el detector de metales a modo de lanza templaria, abrió la puerta para observar un modesto cuarto. Una mesa, una silla y una simple taquilla en apenas doce metros cuadrados. Las paredes estaban desconchadas y había manchas de humedad antiguas, el suelo estaba agrietado y sucio. El detector de metales de Berguen comenzó a emitir un estridente sonido cuando lo acercó a una de las manchas de la pared. Rebuscó en su inseparable mochila un punzón y un pequeño martillo. Con firmeza golpeó la mancha de la pared. El yeso se desmoronó con suma facilidad, a los 102
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pocos segundos podía observar una pequeña caja. Berguen introdujo sus manos en el agujero colocando sobre la mesa el curioso objeto. -No he encontrado nada. He conectado el detector a un amplificador de señal, han aparecido muchos objetos metálicos, pero los que podían encajar por tamaño no tenían la forma de un clavo, eran soportes de anclaje y tacos de refuerzo de estructura… nada similar a un clavo- dijo Arnold mientras entraba en la capilla - ¡Lo has encontrado! – exclamó al ver sobre la mesa el objeto dejado por Berguen. - No puedo asegurarlo – respondió Berguen – pero desde luego estaba muy escondido. Veamos qué contiene nuestro hallazgo – Berguen abrió la pequeña caja – Desde luego aquí estuvo el clavo de Cristo – dijo mientras mostraba el interior a Arnold. Dentro de la caja había un forro de terciopelo rojo en el cual estaba grabado la forma del objeto que, seguramente, había permanecido mucho tiempo en su interior: un clavo de unos diez centímetros de largo con una gruesa cabeza con forma redondeada. – ¿Está seguro de que aquí estuvo el clavo de Cristo, señor? – preguntó Arnold. – Sí, alguien ocultó el clavo hace tiempo pensando que podría ser robado o siguiendo algún plan de emergencia. Arnold observaba la caja con detenimiento mientras Berguen recorría la habitación mirando con atención las paredes. Arnold dio la vuelta a la caja para observar la parte de abajo. El terciopelo rojo se desprendió cayendo al suelo. Arnold se agachó a recogerlo mientras se disculpaba por su falta de prudencia. Intentó volver a colocarlo en su sitio, pero algo llamó su atención. 103
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– ¡¡Señor, mire esto!! – exclamó mientras le mostraba la caja. – ¿Qué ocurre? – dijo Berguen mirando el fondo de la caja de madera – Vaya, esto sí que es una sorpresa. Hay una imagen grabada en el fondo de la caja. Parece un caballo… ¿no? – ¿Un caballo? – respondió Arnold recuperándose de la impresión de descubrir el grabado – Es posible, recuerdo haber estudiado la historia de unas reliquias cristianas muy curiosas. Santa Elena, la madre de Constantino, reunió varias reliquias en Tierra Santa, incluido un clavo de la Cruz de Cristo. Lo ocultó en el freno de un caballo. Las reliquias se veneraron en la Catedral de Milán, llamada el Duomo di Milano. Es una catedral gótica emplazada en la ciudad de Milán. Es la segunda catedral católica romana más grande del mundo: únicamente la catedral de Sevilla es mayor. Y lo más importante para nuestra investigación es que en el centro de la plaza hay una estatua. – ¿Qué estatua? – preguntó Berguen. – Una estatua del Rey Víctor Manuel III… – ¿Y qué tiene de especial? Vamos Arnold, ¡¡suéltelo!! – Es una estatua ecuestre, señor. Es posible que en ese caballo escondieran el clavo. – Es posible, además no tenemos una opción mejor. Vamos. Recogieron su equipo y salieron de la Iglesia. En la puerta le dieron a Bruno Lech el nuevo destino. El oficial de las SS ni se inmutó, estaba acostumbrado a recibir todo tipo de órdenes y acatarlas sin discusión. En cinco minutos guardaron el equipo y partieron hacia Milán. 104
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El Duomo de Milán estaba presidido por la fastuosa estatua de granito de Victor Manuel III. Bajo su enorme pedestal Berguen y Arnold se sentían minúsculos. Arnold subió junto a la sedente figura. - Maestro, suba. Desde aquí no puedo acceder al freno del caballo. Entre los dos podremos cogerlo. Berguen subió por el lado contrario, observó los clavos de la brida de la estatua. En el clavo situado en el lado derecho podía observar una marca casi borrada. - ¡Lo tenemos! – exclamó. Arnold avanzó hasta llegar junto a su mentor. En la cabeza del clavo había una tosca cruz grabada y cuatro letras: I.N.R.I. - ¡Lech! – gritó Berguen mientras sonreía – Alcánceme el martillo y un puntero de mi equipo… y arranque el coche. En unos minutos no vamos de aquí – dijo Berguen mirando a varios curiosos que se arremolinaban a su alrededor.
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Cap铆tulo XIV
Ninguna ley es igualmente c贸moda para todos. Cat贸n.
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Monasterio de Wittenberg
Habían pasado más de treinta minutos. Más de treinta movimientos. La partida estaba abierta en muchos frentes. Biser mantenía una sólida defensa y evitaba el enfrentamiento directo. Sabía que llegaría el momento de perder una ficha, pero quería empezar ganando una. Desplazó el alfil al centro del tablero dominando las cuatro diagonales principales y esbozó una ligera sonrisa. El monje hizo ademán de coger un peón, pero en el último instante cogió su alfil y tomó un caballo blanco de Biser, sacándole de la partida. Biser notó cómo abría los ojos alarmado, no esperaba ese movimiento. Decepcionado miró el rostro del monje. Sus vacíos ojos blancos parecían mirar el interior de su mente y le lanzó una pregunta. - ¿Cómo es tu relación con tu padre? La pregunta cogió desprevenido a Biser, confundiéndolo aún más. Titubeó su respuesta. - Pues… mala…supongo – respondió aturdido. - ¡Has de ser sincero! – exclamó el monje. - No tengo relación con él. Desde pequeño me convirtió en el blanco de sus frustraciones. Al morir mi madre para traerme a este mundo me culpó de su desdichada vida, incluso de su pasado. Sólo con la ayuda de McGlure conseguí encontrar cierta paz. Un año después de aprender y 107
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ayudar a McGlure abandoné mi pueblo y con ello a mi padre. No me importa lo que le haya podido ocurrir, no merece mi interés – Biser concluyó esperando haber satisfecho al monje. - Tú mueves – respondió éste sin mostrar ninguna emoción.
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Capítulo XV
Inicua es la ley que a todos igual no es. Rojas.
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París - Francia
Andreas Berguen tenía las manos doloridas. El desgaste sufrido para extraer el clavo de Cristo de la brida del caballo de la estatua de Víctor Manuel I, en el Duomo de Milán, pasaba factura a su cuerpo poco habituado a realizar esfuerzos físicos. El sol de mediodía penetraba por la ventana del avión que iba a llevarles aeropuerto Charles DeGaulle en París. De madrugada había entregado a un oficial de la Orden Negra el clavo de la Cruz de Cristo junto a un detallado informe. En breve ocuparía su lugar en el castillo de Welswerburg. Berguen sintió la aceleración del despegue, un ligero sobresalto cuando las ruedas se separaron del suelo. Cerró los ojos cuando el avión rozaba los 40 grados de inclinación y aceleraba hasta llegar a los 10000 pies de altura. Al estabilizarse el avión abrió los ojos para observar una luz que le permitía quitarse el cinturón de seguridad. No lo hizo. Se recostó en su asiento y volvió a cerrar los ojos, necesitaba pensar aunque sabía que se quedaría dormido. El reparador sueño terminó con el chirrido frenético de las ruedas del avión al tomar tierra en el aeropuerto francés. Berguen se levantó como un resorte cuando el avión se detuvo finalmente, dirigió una mirada cómplice a su ayudante, Arnold, que asintió con la cabeza. Estaban preparados para encontrar los restos de la Corona de Espinas de Cristo. El camino desde el aeropuerto hasta la Saint Chapelle se convirtió en un extraordinario paseo recorriendo la ribera del Sena. Sólo en Francia 110
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podía respirarse el aire húmedo y fresco incluso en tiempos de guerra. A los quince minutos de viaje, mientras Arnold y Berguen permanecían absortos contemplando el paisaje, el coche se detuvo. Bajaron frente a la fachada gótica de la Saint Chapelle era difícil mantenerse indiferente. Berguen permaneció inmóvil contemplándola sobre la acera, mientras Arnold descargaba su equipo del coche. -¿Quién diseñó esta capilla, Arnold? – preguntó Berguen sin apartar la vista de la fachada. -No se sabe con absoluta certeza, señor – respondió Arnold acercándose. -Hay algo en ella que me resulta familiar – añadió Berguen. -Ningún documento deja constancia del autor del proyecto, pero se reconoce el estilo de Pierre de Montreuil, el cual trabajó en la Abadía de Saint Denis y la catedral de Notre Dame. La Saint Chapelle fue construida entre 1241 y 1248, un tiempo record para la época. - Entremos mientras me instruyes – dijo Berguen. Arnold sonrió mientras subían la escalinata de entrada. Su mentor conocía la historia de la Saint Chapelle pero quería probar los conocimientos de su ayudante. Así Arnold se planteó la conversación como un examen. - La iglesia fue concebida como un relicario precioso, además de como capilla real. Su misión era la de albergar un trozo de la Vera Cruz y los restos de la Corona de Espinas de Cristo. El rey Luis IX, que posteriormente se convertiría en San Luis de Francia. En 1239, tras dos años de negociaciones, Luis IX logró comprar al emperador de 111
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Constantinopla la Corona de Espinas de Cristo por una suma considerable. A su vez en 1241 logró un trozo de la Vera Cruz proveniente de Bizancio. Para ello construyó la Saint Chapelle para albergar estas reliquias. Está compuesta por dos capillas superpuestas. La inferior destinada a la gente común de palacio y la capilla superior a la familia Real. La capilla baja está dedicada a la Virgen María y sirve de base a la capilla alta. Su altura, relativamente baja, y los macizos pilares que soportan toda la estructura del edificio, dan al visitante la sensación de entrar en una cripta. Por medio de una escalera de caracol se accede a la capilla alta, concebida como un relicario monumental. Los muros fueron totalmente evitados, instalando en su lugar más de seiscientos metros cuadrados de enormes vitrales, representando escenas religiosas. La luz que penetra a través de las vidrieras, en las cuales predominan los colores rojo y azul, conceden a la estancia un aire de magnificencia. La Saint Chapelle sufrió las vicisitudes del tiempo y los vaivenes de la historia. Fue afectada por dos incendios, en 1630 y en 1776. Los vitrales de la capilla baja fueron destruidos en una crecida del Sena en 1690. Durante la Revolución fue despojada de sus tesoros e incluso algunas estatuas fueron desfiguradas, el mobiliario de la capilla alta desapareció. La Corona de Espinas fue salvada y enviada a Notre Dame. La Saint Chapelle perdió su misión de preservar las reliquias y en 1803 pasó a convertirse en un lugar de archivo del Censo Histórico Nacional. - Entonces, si la corona de espinas está en Notre Dame… ¿qué hacemos aquí? – preguntó Berguen sonriendo. - La versión oficial asegura que la corona se guardó en Notre Dame, pero como usted sabe – Arnold miró a Berguen devolviéndole la sonrisa – la realidad es que fue escondida en la Saint Chapelle por la 112
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Hermandad Sajona, un grupo de religiosos escogidos por Luis IX para consagrar su vida a la protección de las reliquias. El último de los monjes, el padre Florencio, murió en este mismo lugar en circunstancias poco claras tras una visita de los Guardianes del Corazón Púrpura, una de las más despiadadas secciones del espionaje Vaticano. - Muy bien, veo que tu mente responde a tu currículum. Empecemos a trabajar. Yo me encargaré de la planta alta, tú de la baja. Berguen subió la escalera mientras Arnold se dirigía hacia el pasillo central de la Iglesia. Berguen llegó a la planta superior para observar una amplia sala rodeada de labradas cristaleras. Extendió sobre la única mesa de la estancia unos planos de la Saint Chapelle que sacó de su mochila. Tras media hora de concienzudo estudio no logró encontrar nada peculiar en ellos y comenzó a escrutar cada rincón de la sala. Ciertamente había poco que investigar, apenas los pilares que sostenían la estructura de los enormes ventanales decorados con las famosas vidrieras de escenas religiosas. Los pilares eran de hormigón macizo, pintados de color amarillo intenso. Comprobó golpeando con la mano la posibilidad de encontrar algún espacio hueco a modo de escondite, pero no encontró nada. Se sentó frente a los planos. Intentó pensar. ¿Qué habría hecho él si fuera el padre Florencio y estuviera siendo perseguido por el Corazón Púrpura y supiera que iba a morir? ¿Dónde esconder un tesoro en una sala llena de cristaleras sin ningún escondite lógico y con poco tiempo? No encontraba ninguna posibilidad. Mesó sus cabellos. Debía pensar, abstraerse del mundo y reaccionar por instintos. Utilizar el instinto de supervivencia que permitió al padre Florencio actuar y lograr esconder la corona. Berguen se concentró contemplando los decorados vitrales. En la planta de abajo, Arnold había recorrido la mayor parte de los estantes del archivo en que habían 113
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convertido la Saint Chapelle sin encontrar ninguna pista sobre la reliquia buscada. Comprobó cada cuadro y cada pared sin encontrar nada. Cuando el sudor cubría su rostro, fruto más del nerviosismo que del cansancio, comenzó a comprobar una por una las baldosas del suelo de la iglesia. La rutina de golpear cada placa, lejos de lograr tranquilizarle, acrecentó su ansiedad. Tras una hora golpeando con un pequeño martillo sus manos temblaban casi sin control. - ¡¡Arnold!! – gritó Berguen desde la escalera - ¡Sube! ¡Deprisa! – éste se volvió hacia su maestro que le hizo gestos apremiándole. - ¡¡Creo que la he encontrado!! – exclamó alterado. Arnold subió las escaleras, miró la amplia sala pero no veía ningún agujero, ningún escondite y mucho menos la corona. -¿Dónde está? – preguntó. - Aún no la tengo. No es la hora. - respondió Berguen, ante el rostro sorprendido de Arnold. - ¿Cómo? No le entiendo maestro. - Sí, no es el momento. Te explico – Berguen se acercó a las vidrieras – Dime qué ves, por favor. Desde su posición Arnold centró la vista en los vitrales. - Son distintas escenas claves del Cristianismo. Muy variadas, están los pasos de la Pasión de Cristo, la Anunciación a la Virgen, la Traición de Judas, la Crucifixión de Jesús…
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- Sí, sí… - interrumpió Berguen – eso ya lo veo. Pero, ¿qué te llama la atención? - No sé… quizás… - Arnold centró la vista en la vidriera junto a la que Berguen estaba de pie esperando una respuesta - ¡Eso no debería estar ahí! – exclamó señalando la esquina inferior derecha del cristal – Parece una copa o un cáliz, mientras que el vitral nos muestra una imagen de la anunciación de su embarazo a la Virgen. El cáliz está fuera de contexto. No debiera estar ahí. - A menos que sea una pista – dijo Berguen. - Una pista, ¿de qué? - Sabemos que la Saint Chapelle se creó para albergar las reliquias reunidas por San Luis. Custodiadas por los monjes de la Hermandad Sajona. Pero resulta extraño pensar que tesoros tan valiosos se custodiaran aquí. En un lugar sin apenas vigilancia y que son presa fácil de ladrones y saqueadores. - Es lógico su razonamiento, maestro - asintió Arnold impaciente. - Por ello cabe la posibilidad de que aquí no se guardaran las reliquias, pero sí la clave para encontrar sus auténticos escondites - dijo Berguen. - Brillante. Pero, ¿dónde está esa clave? - Eso es lo más sorprendente. Lo peculiar de esta iglesia es la enorme cantidad de vidrieras que componen su estructura y su decoración. ¿Qué sentido tienen? Ningún otro edificio posee tantos vitrales – Berguen miró inquisitivo a Arnold. - ¿Quizás una devoción absoluta o un capricho? 115
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- No. Las vidrieras esconden la clave. Observa con atención – Berguen se giró hacia la vidriera – Podemos ver en este vitral cómo el Ángel anuncia a la Virgen que en unos meses dará a luz al Hijo de Dios. En la esquina inferior derecha hemos encontrado un pequeño cáliz disimulado entre las ropas de la Virgen. Pero en la esquina superior derecha – Berguen señaló ese punto y Arnold siguió la imaginaria línea hasta el sitio señalado – está ese símbolo. - Parece un sol – dijo Arnold. - Sí, así es. Hay uno en cada vitral. Seguro que siete de ellos nos mostrarán los escondites de sus respectivas reliquias – Berguen se apoyó en la vidriera contemplando el rostro sorprendido de su ayudante – Pero aún hay algo más. Dentro de cada sol hay un número grabado. El símbolo X, el número romano diez, con un minúsculo agujero en el centro del aspa formado. - ¿Qué sentido tiene? – preguntó Arnold. - Creo que nos indica la hora en que la luz del sol incidirá en ese punto y nos mostrará el siguiente paso para hallar las reliquias. - ¡¡Entonces las reliquias están aquí. Donde la luz marque su escondite!! – exclamó Arnold mirando a su alrededor nervioso. - No. Te equivocas – repuso Berguen con gesto contrariado – La luz mostrara el escondite sobre un plano. - ¿Plano? ¿Qué plano? - El que oculta aquella pared – respondió Berguen señalando la única pared sin vidrieras de toda la sala. 116
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- Pero ahí no hay nada – dijo Arnold abriendo los brazos. - No a la vista. Pero he mojado la pintura con un poco de agua y alcohol y he retirado la primera capa en aquella esquina – dijo señalando un pequeño trozo de pared – Bajo esa capa hay algo grabado. Un mapa. - ¡¡Sensacional, es usted un genio!! - Arnold no podía contener su emoción. - Ahora trabajemos. Tenemos que descubrir el plano aproximadamente media hora – dijo Berguen con gesto serio.
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- ¿Por qué tanta prisa? Son las once y media, ya han pasado las diez y hasta mañana no podremos comprobar si su teoría es cierta. - Vuelves a equivocarte. La hora la fija el reloj solar, no nuestra arbitrariedad sobre el tiempo. He realizado los cálculos y aproximadamente a las doce horas podremos comprobar si mi suposición es cierta. Así pues, manos a la obra. Durante los siguientes treinta minutos Berguen y Arnold frotaron sin parar la pintura de la pared, con sumo cuidado, pero presos de una emoción que crecía a cada centímetro que descubrían. Cuando el reloj de Berguen marcaba las doce, un gigantesco plano de Europa y gran parte de África les contemplaba desde el muro. Cada país aparecía representado de manera algo tosca, pero eran perfectamente reconocibles. - Son las doce – dijo Berguen. Dejaron los trapos en el suelo y se giraron hacia las vidrieras. Miraron la pared y vuelta a las vidrieras. No ocurría nada. Los minutos 117
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avanzaban impertérritos mientras un brote de angustia anidaba en Berguen y su ayudante. Súbitamente el sol cubrió las vidrieras situadas en el extremo derecho de la sala y un fino haz de luz la recorrió, a través del sol grabado en la esquina del cristal, hasta posarse en un punto del mapa de la pared. Arnold abrió los ojos de forma desorbitada. Berguen sonrió complacido. - ¡Rápido! Anota el punto exacto y el objeto que esconde la vidriera – ordenó Berguen. Arnold marcó con un pequeño punzón el lugar donde la luz se había posado y una señal mostrándole la vidriera que había marcado ese punto. Un minuto después la luz desapareció. Pasaron los minutos y el sol recorría los vitrales sin marcar nada en el mapa. Hasta que la luz inundó el cuarto vitral. Un nuevo haz de luz marcó su objetivo en el mapa. Arnold volvió a registrarlo con su punzón. El sol recorrió la fachada mostrando sus secretos. Al cabo de una hora tenían seis maracas sobre el mapa. - Queda una reliquia – dijo Arnold. - La Corona de Espinas. Y dos vidrieras – respondió Berguen. El sol avanzó cubriendo el primer vitral. No sucedió nada. Los investigadores se miraron convencidos de que la última vidriera les mostraría el escondite de la Corona de Espinas de Cristo. El tiempo avanzaba aumentado el nerviosismo de ambos. El sudor cubría sus frentes mientras intentaban empujar el sol hacia la vidriera. El lado derecho del vitral comenzó a iluminarse bajo la luz del sol. Berguen notó como su cuerpo se tensaba intentando adelantar el tiempo unos minutos. El haz de luz recorrió la vidriera lentamente. Tras unos 118
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minutos la cubrió por completo sin mostrar ningún punto en el mapa. Berguen golpeó la mesa mientras soltaba una maldición. - ¿Qué ha ocurrido? – preguntó Arnold. - No lo sé… no lo sé – respondió Berguen moviendo la cabeza nervioso – No tiene sentido. Falta una reliquia – el rostro de Berguen mostraba una profunda desesperación – Apunta lo que tenemos y sigamos buscando. La clave está aquí y no nos iremos sin encontrarla. Arnold recorrió la pared y anotó los lugares señalados en el mapa junto a las reliquias que ocultaban. Unos minutos después se acercó a Berguen que contemplaba absorto la última vidriera. - Maestro, esto es sorprendente – dijo mientras le ofrecía su libreta con mano temblorosa. Berguen siguió mirando el vitral. - Lee lo que has anotado – dijo sin mirar a Arnold. - Según la clave se forma la siguiente relación. La Vera Cruz en Hattin, la Lanza Sagrada en Polonia, el Arca de la Alianza y Santo Grial en el Monte Moriah y la Sábana Santa en Turín. Es más, podemos confirmar que es precisa porque la última reliquia marcada es un clavo de la cruz y lo ubica en Milán, donde nosotros lo hemos encontrado. - Pero nos sigue faltando la Corona de Espinas. Sé que aquí se oculta su escondite – Arnold calló. Sabía que Berguen necesitaba unos minutos para centrarse. Era el mejor del mundo. Famoso por sus descubrimientos, pero sobre todo por sus ansias de perfección. Y la séptima reliquia rompía su magnífica teoría. Arnold comenzó a recoger el equipo. La ansiedad y la emoción le inundaban y necesitaba mantenerse ocupado mientras su mentor pensaba qué hacer. 119
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- No puedo pensar con claridad – dijo Berguen tras unos minutos – Volveremos mañana. Debo relajarme y analizar la situación fríamente, con la mente en blanco. Arnold, nos vamos. Arnold cargó el equipo y se dirigió hacia la barandilla. Berguen le siguió. Agarrado a la madera del pasamano, dirigió un último vistazo hacia la sala en el momento justo en que el sol se situaba vertical sobre el tejado de la Saint Chapelle. Un rayo de luz atravesó el techo de la iglesia por un agujero invisible en apariencia concentrando su fuerza sobre una baldosa en el centro de la sala. - ¡Arnold! - gritó Berguen mientras corría hacia la baldosa. Su ayudante le siguió. Un instante después la luz desapareció – ¡Aquí la escondió! El padre Lorenzo, perseguido por los miembros del Corazón Púrpura, tenía preparado este escondite. Las vidrieras no podían señalarlo porque el ángulo del sol no podía marcar el suelo al atravesar el cristal. Pero al llegar al tejado, cuando el sol está sobre la iglesia, su luz apunta al suelo. Señala hacia la Corona de Espinas de Cristo – Berguen y Arnold cruzaron sus miradas mientras sonreían satisfechos. Arnold golpeó la baldosa con fuerza. Con el tercer golpe se agrietó. Introdujo un puntero en la fisura y apretó levantando la baldosa. Apartaron la tierra con una pequeña pala y mucha suavidad. Un cofre de metal surgió ante ellos. Levantaron la tapa. Berguen introdujo sus manos para extraer una tela oscurecida por el tiempo que cubría un objeto ligero. Apoyaron su tesoro sobre la mesa. Se miraron durante un instante antes de abrir la tela. Arnold notó como Berguen sonreía satisfecho y lleno de confianza. Sobre la mesa les contemplaba la segunda reliquia: la Corona de Espinas de Cristo.
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CapĂtulo XVI
Las leyes, como las casas, repoyan las unas en las otras. Burke.
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Monasterio de Wittenerg
La mente de Biser viajaba sobre el tablero, recorriendo cada casilla buscando la manera de contraatacar y preguntar al monje. En todas las posibles jugadas salía claramente perjudicado. No conseguía crear una jugada ganadora. Mesó sus cabellos e intentó recomponer la situación. Hacía ocho movimientos que había perdido su caballo y aún se sentía extrañado por la pregunta del monje sobre su padre. Decidió mover la torre de enroque una casilla a la derecha, no suponía ningún riesgo y debía mover. Hacia dos minutos que intentaba lograr una jugada y no lo conseguía, notaba como sus dudas alimentaban la seguridad del monje. Movió la torre. Inmediatamente el monje desplazó su alfil de diagonal negra hacia la derecha dos casillas. Biser observó que el alfil no amenazaba sus fichas pero dejaba descubierto un peón del monje. Un peón negro en el punto de mira del reluciente alfil blanco. Biser no dudó. Desplazó su alfil y tomó el peón negro. Respiró aliviado y miró fijamente al monje. - ¿Qué sentido tiene la existencia de este monasterio? – preguntó sin preámbulos. - Protege el Eje del Mundo. El libro más importante de la historia de la humanidad. - El libro es la llave de este misterio.
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- No, el libro es el medio, el camino. -Esto es una locura, un monasterio perdido, un monje adivino, un libro en blanco… y cientos de celdas que encierran a personajes que no debieran haber estado aquí nunca. -Más adelante podrás entenderlo. -¿Acaso es posible entender que en un mismo lugar convivan personajes tan enfrentados, enemigos acérrimos, e incluso asesinos y víctimas? ¿Realmente piensa que voy a creer algo tan absurdo? -¿Por qué no? -Es imposible, Julio César no pudo vivir aquí, y mucho menos coincidir con su hijastro y asesino Bruto. Son de distintos lugares y edades. No pudieron vivir en un mismo espacio. -Es complicado, pero existe una posibilidad. -Imposible. -¿Y si ambos hubieran nacido entre estos muros? ¿Y si hubieran sido educados en nuestras aulas? ¿Y si hubieran forjado su personalidad en nuestras celdas? ¿Qué pensarías si entre estos viejos muros se formara y educara a los personajes más influyentes de la historia y por supuesto a sus contrarios más directos? -Nadie puede hacer eso- exclamó Biser, incrédulo ante lo que escuchaba. - Yo sí. El Eje del Mundo nos muestra el camino, pero yo debo formar ese camino, crearlo de la nada. Ese es el significado del monasterio de 123
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Wittenberg. Aquí cumplimos las órdenes, seguimos el camino que nos muestra el Eje del Mundo. ¿Satisfecho? – preguntó el monje con ironía. - Tú mueves – respondió Biser.
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Capítulo XVII
Nunca pienso en el futuro, ya llegará Albert Einstein.
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Hattin – Oeste del Mar de Galilea Jerusalén
La visión del acantilado impresiono al joven Arnold Gabo que retrocedió un par de metros dejando a su mentor, Andreas Berguen, contemplando el paisaje desde el borde del precipicio. El calor era sofocante y las ropas, empapadas de sudor, se pegaban a sus cuerpos aumentando la sensación de ahogo. - Aquí sucedió – dijo Berguen en un susurro. - Una de las batallas que cambiaron la historia – apostilló Arnold. - ¿Aquí? ¿En medio del desierto? – exclamó Bruno Lech sorprendido¿Y por qué pelearon? ¿Por un metro de arena?- añadió con tono sarcástico. - No. Pelearon por su fe, por sus tierras, por un modo de vida. Aquí, en la batalla de Hattin se forjó el espíritu de valor y coraje que desembocaría en la Tercera Cruzada y permitió a los cristianos recuperar la Tierra Santa – respondió Berguen con gesto serio. - No lo entiendo. No hay nada que conquistar, nada por lo que merezca la pena luchar. Sólo hay esa pequeña aldea que tenemos detrás.
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- Vamos hacia ella – ordenó Berguen – Ahí está nuestro objetivo. Arnold, explica al capitán Lech la importancia real de este lugar en la historia. Arnold suspiró hondo y se enjugó el sudor del rostro. - Para entender el alcance de la batalla de Hattin, hay que retroceder a los años 80 del siglo XII. Siendo Rey de Jerusalén, Balduino IV, hijo de Inés de Courtenay y Amalarico I de Jerusalén. Llamado el leproso por padecer esta enfermedad desde niño. Balduino IV fue un monarca muy notable, justo, dedicado a su reino, hábil diplomático y astuto general, admirado incluso por su más poderoso enemigo, el sultán kurdo Salah al-Dinn. Tenía el rey Balduino una hermana, Sibila, a la que casó con el noble Guido de Lusignan, hermano del condestable Amalarico. Por su parte, al enviudar su madre, Inés de Courtenay se casó con Bailan de Ibelin. De manera que la familia Ibelin pasó a emparentar con la Cara Real de Jerusalén e inició sus contactos diplomáticos para conseguir el divorcio de Sibila y Guido de Lusignan – Arnold bebió un sorbo de agua. - Realmente es necesario… - dijo Lech aburrido. - Sin embargo – prosiguió Arnold sin hacer caso a las quejas de Lech – el Rey Balduino estableció una alianza con Reinaldo de Châtillon, uno de los muchos caballeros franceses que habían llegado a Tierra Santa siguiendo el espíritu religioso y aventurero de las Cruzadas. Y que había sido capturado por los sarracenos en 1160, liberado por Balduino y recibido las tenencias de los castillos de Kerak y Montreal, los cuales controlaban las rutas de caravanas entre Egipto y Siria. Pronto se hizo famoso Reinaldo por su crueldad, pues a menudo despeñaba a sus enemigos desde las torres del Castillo de Kerak. Sea como fuere – 127
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Arnold pausó su narración para observar el atento rostro de Lech – Balduino y Reinaldo de Châtillon lograron derrotar a Salah al-Dinn en la batalla de Montgisard (1177), lo cual supuso el triunfo de las tropas cristianas y su entrada triunfal en Jerusalén. Es en este momento cuando el Rey Balduino estableció un pacto con Salah al-Dinn para mantener una duradera tregua entre los Estado Latinos de Oriente y el Reino de Saladito. Sin embargo, Reinaldo de Châtillon, se dedicó a asaltar las caravanas árabes que pasaban por las cercanías de Kerak. Aunque Salah al-Dinn exigió al Rey de Jerusalén que castigase a su Reinaldo, Balduino se confesó impotente para controlar a su vasallo. El resultado fue el reinicio de las hostilidades entre cruzados y musulmanes, afirmando Châtillon que él era señor de sus tierras y que no había firmado ninguna tregua con los musulmanes. Salah al-Dinn juró que acabaría con Reinaldo con sus propias manos – Arnold calló mientras seguían a Berguen a través de la pequeña aldea. - Continúe – instó Lech impaciente. - A las pocas semanas murió el Rey Balduino y accedió al trono su cuñado, Guido de Lusignan. Reinaldo de Châtillon continuó sus tropelías contra las caravanas musulmanas hasta que Salah al-Dinn invadió el Reino de Jerusalén y puso sitio a la ciudad de Tiberíades. Reinaldo aconsejó al Rey que atacase a Salah al-Dinn sin más demora, auque la opinión del Conde Raimundo III de Trípoli era contraria. Atravesaron el desierto con un contingente de 48000 soldados para encontrarse con el sultán kurdo. Pero Salah al-Dinn tenía todos sus movimientos perfectamente previstos. Las tropas se encontraron en Hattin el 4 de Julio del año 1187, en ese desfiladero – Arnold señaló el precipicio que habían dejado hacía unos minutos – comenzó la batalla entre el ejercito cruzado, formado por contingentes Templarios y 128
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Hospitalarios a las órdenes de Guido de Lusignan, Rey de Jerusalén, y Reinaldo de Châtillon, contra las tropas del Sultán de Egipto, Salah alDinn. Ambos ejércitos contaban con los mismos efectivos. Previamente, el 1 de Mayo de 1187, Salah al-Dinn había despedazado, en la Batalla de Seforia, a las tropas de Gerardo de Ridefort, Gran Maestre de la Orden del Temple. Había seguido después su ruta para sitiar Tibiérades, a fin de atraer a las tropas cristianas y así afrontarlas en un terreno que le fuera favorable – Arnold respiró hondo mientras observaba a Berguen que abría una valla metálica y entraba en un pequeño recinto amurallado. - Prosiga, ¿qué ocurrió entonces? – dijo Lech recuperando la atención de Arnold. - Una dama, Echive, la esposa de Raimundo de Trípoli, estaba parapetada en la ciudadela de Tibiérades y mandó un emisario en su socorro al Rey de Jerusalén y su esposo, que se encontraban en Seforia. El mensajero no tuvo ninguna dificultad en sortear las líneas enemigas, porque Salah al-Dinn no deseaba más que una cosa: que los francos estuvieran al corriente de lo que se preparaba. Durante el consejo cristiano, reunido por orden del Rey, Raimundo de Trípoli, se inclinó por dejar caer Tibiérades, a pesar de que su mujer estuviera allí refugiada. Había adivinado perfectamente el juego de Salah al-Dinn. El Rey y los barones estuvieron de acuerdo con él. Esperaría a que Salah al-Dinn fuera hacia ellos. Pero Gerardo de Ridefort quería borrar el fracaso de Seforia y se aprovechó de la debilidad del Rey para convencerlo de atacar. El día 3 Julio, al alba, el Rey hizo levantar el campamento y, a pesar de la intervención de los barones, el ejército se dirigió hacia Tibiérades. El calor era sofocante y la retaguardia se veía continuamente acosada por los arqueros montados de Salah al-Dinn; los 129
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caballeros iban a pie, ya que sus caballos habían muerto. Guy de Lusignan se dio cuenta de su error y estuvo de acuerdo con Raimundo de Trípoli para dar un rodeo por el pueblo de Hattin, donde se encontraba un pozo de agua. Pero Salah al-Dinn no se dejó embaucar por la maniobra y mandó a sus tropas para que les cortaran el camino. El Rey cristiano decidió entonces establecer un campamento para pasar la noche en la meseta. Ya no tenían agua. Los hombres intentaron dormir ataviados, temerosos de verse sorprendidos por el enemigo mientras dormían. A algunos cientos de metros oían las risas y los cantos de los musulmanes, a los que no les faltaba de nada. A la mañana siguiente, el ejército reanudó la marcha, tenían que alcanzar el pozo de agua. Las tres columnas se desplegaron entre dos colinas volcánicas: los Cuernos de Hattin. Los musulmanes los seguían acosando y los cuerpos de batalla se separaron. El Rey tomó entonces una decisión estratégica, pero las tropas de Salah al-Dinn prendieron fuego a hierbas secas asfixiando al ejército con el humo. Salah al-Dinn se tomó su tiempo. Prosiguió los ataques de acoso y no parecía tener prisa por lanzar el ataque final. Para el Rey latino no había más que una salida para abrir la vía hacia Hattin. Había que romper la barrera enemiga. Ordenó a Raimundo de Trípoli cargar con sus caballeros. Taqi al-Din, sobrino de Salah al-Dinn, al mando de esa barrera, dividió sus tropas para abrir paso… pero lo cerró inmediatamente después. Las tropas cristianas no habían podido seguir y Raimundo de Trípoli se encontró solo. Al verse incapaces de ayudar a su camarada, los cristianos se dirigieron a Tiro. Pero también fueron detenidos en su avance – Arnold volvió a refrescar su garganta. - Impresionante – admitió Lech embelesado por la narración.
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- Los infantes habían escalado la colina Norte de los Cuernos de Hattin – prosiguió Arnold con una ligera sonrisa – pero se encontraron entre un precipicio y las tropas musulmanas. Muchos de ellos murieron arrojados al vacío y otros se rindieron. Mientras la caballería de Salah al-Dinn, había cargado contra los cristianos, que se refugiaban en el Cuerno Sur. Salah al-Dinn escogió ese momento para lanzar el ataque final. Los caballeros consiguieron esporádicamente arrollar las líneas musulmanas, pero se vieron rechazados. Salah al-Dinn lanzó el último asalto para apoderarse la tienda roja del Rey, donde encontró un trozo de la Vera Cruz. La noche del 4 de Julio todo había acabado. Guy de Lusignan fue hecho prisionero, al igual que Reinaldo de Châtillon, el peor enemigo de Salah al-Dinn. Como éste había prometido, le cortó la cabeza con sus propias manos. A continuación, Salah al-Dinn se dirigió con su ejército, más de 70.000 hombres, a asediar Jerusalén, defendida por Balian de Ibelin. Meses después, llegaron a un acuerdo y los cristianos pudieron abandonar la ciudad con la promesa de no ser atacados por los musulmanes. La Batalla de Hattin fue el detonante de la pérdida de Jerusalén y, por este motivo, la causa de que al año siguiente se convocase en Occidente la Tercera Cruzada, que estaría encabezada por el Rey Ricardo Corazón de León de Inglaterra. ¿Entiende la importancia de este lugar y aquella batalla en la historia que conocemos? – preguntó Arnold contemplando el impresionado rostro del oficial alemán. - Sí, sí, claro – admitió reconociendo parte de su ignorancia. Arnold se dirigió hacia la valla abierta que había cruzado Berguen. Al entrar observó decenas de túmulos de tierra, sobre alguno de ellos aparecían toscas cruces de madera, aunque la mayoría se encontraban desiertas. 131
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- ¡Tumbas! – exclamó llamando la atención de Berguen que se giró hacia él – Esto es un cementerio. - Más importante aún. Este es el cementerio donde enterraron a parte del ejército cristiano que resultó vencido en la batalla. - ¿Cómo lo sabe, maestro? - El cronista musulmán Amin Maalouf lo cuenta en sus crónicas árabes de las Cruzadas. Los árabes creían que enterrando a parte de sus enemigos sus espíritus no les perseguirían y podrían vencer las siguientes batallas. Ahora debemos buscar la Vera Cruz, debe ser una de las que nombran las tumbas de estos caballeros – dijo Berguen mirando a su alrededor. - Sí, pero ¿cuál? Debe haber decenas… - Por ello debemos empezar cuanto antes – admitió Berguen dirigiéndose hacia las tumbas del lado derecho. Durante las dos horas siguientes el sol logró arrancar hasta la última gota de líquido de los cuerpos de los investigadores. Sedientos y desesperados recorrían las tumbas una y otra vez sin lograr ningún resultado. Lech había regresado a Jerusalén en busca de agua y provisiones preparándose para pasar la noche en la inhóspita aldea. Arnold desesperaba sentado junto a la entrada cobijándose bajo la sombra del muro, Berguen le hizo señas para que se acercara a una tumba situada junto al muro norte. - ¿Lo ha encontrado, maestro?
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- Creo que es posible. Mira la inscripción de esta tumba – dijo Berguen, señalando un trozo de madera clavado a una pequeña cruz. - No lo entiendo bien. Parece que han escrito… Ar… ¡Arnat! – exclamó Arnold cuando consiguió leer la inscripción. - Así es. ¿No te resulta sorprendente? – dijo Berguen. - No le entiendo, maestro. - Arnat es como los cronistas árabes, entre ellos Amin Maalouf, nombraban a Reinaldo de Châtillon en sus crónicas. Arnold… ¡hemos encontrado la tumba del mayor enemigo de Salah al-Dinn! - Entonces… - dijo Arnold pensando. - Sí. Lo que estás pensando es posible. Los árabes eran supersticiosos, no deseaban reunir símbolos religiosos de otras culturas. Creían que les perseguiría la ira de los dioses. Seguro que dejaron aquí la Vera Cruz… y qué mejor sitio que la tumba del mayor enemigo. Berguen arrancó la tablilla con el nombre de Arnat e inspeccionó su parte trasera. Bajo la yema de sus dedos notó un grabado cubierto por el moho y el paso del tiempo. Se agachó y comenzó a frotar con su navaja con sumo cuidado. Arnold le contemplaba impaciente. A los pocos minutos una inscripción aparecía ante sus ojos. - ¿Qué pone maestro? – preguntó Arnold ansioso. - Hay tres líneas escritas, pero incompletas. Está escrito en tres lenguas diferentes: griego, latín y hebreo. ¡Dios mío! – exclamó Berguen cuando releyó lo grabado – Arnold aquí pone: “Jesús de Nazareth. Rey de los Judíos”. 133
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- Es un trozo de la tablilla de la Cruz de Cristo. La tablilla que Pilatos mandó colocar sobre la cruz. - Cierto. Pilatos ordenó “coronar” a Jesucristo como Rey de los Judíos a modo de mofa y escarnio. Sin saber que se convertiría en un símbolo religioso y divino. Arnold, no cabe duda, este pedazo de madera proviene directamente de la Cruz donde Cristo murió. Hemos encontrado la tercera reliquia. Los investigadores se abrazaron en el mismo instante en que el coche de las SS aparcaba frente al cementerio y Bruno Lech se acercaba raudo con dos cantimploras de agua.
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CapĂtulo XVIII
Una dulce y triunfante libertad se apodera de aquellos que saben que van a morir pronto. Vicki Braum
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Monasterio de Wittenberg
El monje pensaba su jugada. Biser presentía que algo no iba bien. Acababa de capturar un peón negro y, salvo un breve momento de euforia, no podía evitar sentir que algo amenazante se cernía sobre sus fichas. El monje cogió uno de sus alfiles y Biser se dio cuenta en ese momento de sus temores. Al mover su alfil para capturar al peón negro, una de sus torres blancas había quedado a merced del alfil negro del monje. Casilla a casilla recorrió la fatídica diagonal que eliminaba una torre blanca de la partida. El tiempo pareció ralentizarse cuando la huesuda mano del monje sacó del tablero la torre de Biser. - ¿Teme usted a la muerte? – preguntó el monje sin dotar a sus palabras de ninguna emoción. - Como cualquier otra persona – respondió Biser, una vez más sorprendido por la pregunta. - Insisto. ¿Teme usted a la muerte? – repitió el monje, esta vez con un tono más enérgico en su pregunta. - Sí. Temo a la muerte. Aunque no me asusta realmente morir. Temo que llegue mi momento y no haber conseguido tener una vida plena y satisfecha. Creo que tengo una misión en la vida y sé que aún no la he completado. Tengo que encontrar el objeto de mi existencia, cumplir mis objetivos y mostrarme conforme conmigo mismo. Hasta que llegue 136
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ese momento seguiré temiendo a la muerte. Después ya nada podrá asustarme. ¿Conforme? – gritó Biser. - Tú mueves – respondió el monje.
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Capítulo XIX
No podemos evitar las pasiones, pero sí vencerlas. Séneca.
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Goskov - Polonia
El tren se detuvo en la estación de Goskov. La espesa niebla concedía un halo de misterio a los pocos pasajeros que esperaban su tren junto al andén. Hacía cinco años que Andreas Berguen no visitaba Polonia y se sintió triste. Recordaba haberse encontrado un país alegre y vivo, mientras que ahora el aire estaba cargado de tristeza y melancolía. Berguen suspiró profundamente en el mismo momento que unos faros destellearon entre la niebla. Bruno Lech era muy puntual, Berguen y Arnold caminaron hacia el vehículo. - Buenos días, señor – saludó Lech. - Buenos días – contestó Berguen mientras Arnold cargaba el equipo en el maletero y montaba en el coche. Parecía no sentir gran aprecio por el oficial alemán. Montaron todos en el coche. - ¿Dónde vamos?- pregunto Lech. - Al Castillo de Atanás – respondió Arnold. - Instrúyeme Arnold – dijo Berguen. - La historia de la Lanza Sagrada se narra en el Nuevo Testamento. Un centurión romano atravesó el costado de Jesucristo con su lanza para asegurarse de que estaba muerto. La leyenda bautiza a este soldado con el nombre de Longino y el arma pasa a ser venerada como la Lanza 139
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Sagrada. Existen tradiciones distintas sobre los avatares de la pica que se pierden en los orígenes del Cristianismo, además llegaron a existir tantas lanzas como para armar a una legión entera. - Sabemos algo de manera irrefutable – interrumpió Berguen. - No, ciertamente no – respondió Arnold – se cree que la auténtica lanza se moldeó de nuevo en el año 800 y la blandió Carlo Magno, el cual la recibió en Roma de manos del Papa que le aseguró entregarle la auténtica y única Lanza Sagrada. Es a finales del siglo XIII cuando, ya en posesión de la casa austriaca de los Habsburgo comienza a ser identificada con Longino e incluso relacionada con el Santo Grial. En el año 1227 el Papa Gregorio IX aseguró al Emperador Federico II que era la lanza que había atravesado el costado de Cristo. Sin duda es la leyenda más documentada sobre la Lanza Sagrada. Esta pieza, la lanza de los Habsburgo, se encuentra actualmente en Nuremberg, donde el Fhürer ordenó guardarla tras la anexión de Austria al III Reich. - Entonces… ¿qué hacemos aquí si ya tenemos la lanza en nuestro poder? – preguntó Lech con ademanes burlescos mientras Berguen no ocultó una amplia sonrisa. - Según el plano… - repuso Arnold. - Tenemos serias razones – interrumpió Berguen - para creer que la lanza que posee el Fhürer no es auténtica mientras que la verdadera se encuentra oculta en Atanás. ¿Verdad Arnold? Arnold asintió moviendo la cabeza haciendo ver a su mentor que había entendido el mensaje. Por alguna razón Berguen no quería que el ejército tuviera conocimiento del mapa encontrado en las vidrieras de la Saint Chapelle. 140
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- Otras leyendas orales y escritas, – prosiguió Arnold - que comenzaron con los primeros cristianos y continuaron en la Edad Media, aseguran que el judío José de Arimetea se preocupó de preservar varias reliquias de los últimos días de Cristo. Reliquias tales como la corona de espinas, la vera cruz, la lanza sagrada. Por medio de las claves que dejó José, la reina Helena, madre del Emperador Constantino, pudo descubrir alguna de estas reliquias – Arnold miró a Berguen que aprobó su relato con una ligera inclinación de cabeza. - Pero según esas mismas leyendas – intervino Berguen – José de Arimetea había comenzado su colección de reliquias mucho antes de la muerte de Cristo. Cuentan que después de la última cena habría guardado la copa en que Jesús consagró el pan y el vino. Tras la resurrección de Cristo, José guardo la copa junto a la Lanza citada en los Evangelios. A partir de ese momento serían llamados el Santo Grial y la Lanza Sagrada, respectivamente. - El Evangelio que nos habla de la Lanza – prosiguió Arnold – está escrito por San Juan. … pero llegando a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado. Al instante brotó de la herida sangre y agua. El que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero; él sabe que dice verdad para que vosotros creáis; porque esto sucedió para que se cumpliera la escritura: <<No romperéis ni uno solo de sus huesos>> – recitó Arnold, haciendo gala de su excepcional memoria – El versículo siguiente cuenta cómo José de Arimetea obtuvo permiso para llevarse el cuerpo de Jesús y ayudado por Nicodemo lo colocó en una tumba en la noche de Viernes Santo.
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El coche tomó una curva muy cerrada haciendo que sus pasajeros se desplazaran hacia la izquierda con cierta violencia. - ¡¡Soldado!! – exclamó Lech. Arnold prosiguió su relato. - Escritores medievales como el poeta francés Chrétien de Troyes, alrededor de 1180, vincularon la Santa Lanza con la aventura del Rey Arturo y los Caballeros de la Tabla Redonda, sobre todo con Lanzarote, Gwain y Perceval. Paralelamente a estas historias, basadas en tradiciones celtas y en fragmentos de hechos reales, subsistía la historia de que la Lanza había sobrevivido al paso de los siglos. Pasando de buenas manos a veces a otras manos menos dignas. Lo cierto es que quien la poseía adquiría un poder que podía ser usado para el bien o para el mal. A principios de este siglo existían por lo menos cuatro lanzas. Una conservada en el Vaticano, aunque la propia Iglesia Católica la considera sólo una curiosidad. Una segunda lanza estaba en París, dónde fue guardada por San Luis de Francia cuando regresó de la cruzada palestina, pero pronto se demostró que era una falsificación de mediados del siglo VIII. La tercera lanza es la que el Fhürer conserva en Nuremberg, pero es la cuarta lanza la que nos interesa. Aunque creo – Arnold clavó su mirada en Lech – que ya no es una lanza, sino más bien una daga o una espada corta. - ¿Por qué piensas eso, Arnold? – preguntó Berguen. - Varios textos muestran que la lanza fue moldeada para facilitar su transporte y también para ocultarla mientras otras falsas lanzas recorrían Europa.
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- ¿Y qué le hace pensar que la cuarta lanza y no otra es la verdadera? – preguntó Lech con curiosidad. - La lanza que buscamos – Arnold miró con gesto cómplice a Berguen – fue descubierta en Antioquia en 1098, durante la primera cruzada, pero el misterio oscureció las circunstancias de su hallazgo. Los caballeros de la Orden del Temple habían sitiado con éxito la ciudad y tras una semana de combate la habían ocupado. En ese momento una legión de sarracenos, fuertemente armada, llegó a Antioquia e invirtió la situación. De esa manera los caballeros cristianos quedaron encerrados en las murallas de la ciudad. Tres semanas después la comida y el agua escaseaban y la rendición parecía ser el único camino posible. Entonces un sacerdote dijo haber tenido una visión milagrosa de la Santa Lanza enterrada bajo el suelo de la pequeña iglesia de la ciudad, iglesia dedicada a San Pedro. Cuando las excavaciones en ese lugar revelaron la presencia de una lanza de hierro, los caballeros Templarios se sintieron llenos de renovado ardor y lograron romper el cerco de sus enemigos – Arnold dirigió una mirada a Bruno Lech. El oficial alemán estaba deseando hablar. - Bonita historia… como las otras. ¿Qué hace que ésta sea diferente y con ello ésta sea la auténtica lanza? – preguntó intentando ser mordaz. - El sacerdote que soñó la visión de la Lanza - intervino Berguen – se llamaba Juan de Arimetea y era descendiente directo de José de Arimetea. - Entiendo – respondió Lech apesadumbrado. Mientras una sonrisa de satisfacción brillaba en el rostro de Arnold Gabo y el silencio acompañó los siguientes dos kilómetros de viaje.
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El coche se detuvo frente al Castillo de Atanás. La visión de la fortaleza sobrecogió al capitán Bruno Lech. Aunque el pórtico de entrada y las almenas eran convencionales, un enorme torreón situado en el patio central captaba toda la atención empequeñeciendo al visitante. El chófer comenzó a descargar el equipo de los investigadores. Pero Berguen le detuvo. - No es necesario esta vez, sólo necesitaremos las linternas. Sé donde tenemos que buscar exactamente – dijo señalando el torreón. - ¿La torre? – exclamó Arnold. - Así es. Si observas con detenimiento verás que la torre no se corresponde con el resto del castillo. Parece que ya estaba en el momento de construir la fortaleza. De hecho seguramente el castillo protege a la torre de amenazas exteriores – dijo Berguen. - Es cierto – afirmó Arnold – la piedra es diferente, incluso la colocación varía. - Veamos qué encierra la torre – dijo Berguen dirigiéndose al interior del castillo. Desde el interior de la fortaleza las murallas parecían minúsculas comparadas con la enorme torre. Berguen empujó la puerta sin conseguir abrirla. Arnold se acercó con ganzúa y centró su atención en la cerradura. Cinco minutos después de pelear con el oxidado cierre empujó la puerta que al abrirse emitió un estridente chirrido. Encendieron las linternas al afrentarse en la oscuridad de la torre. La amplia base era ocupada completamente por una escalera que subía hasta donde no alcanzaba el haz de luz de sus linternas. Comenzaron la ascensión iluminando los laterales, buscando alguna sala, puerta o 144
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escondite. No lograron descubrir nada. Tras quince minutos subiendo escalones, cuando el cansancio comenzaba a hacer mella en su ánimo, llegaron a un rellano con una tosca puerta de madera y con una placa de hierro grabada. Berguen se acercó a leer la inscripción mientras Arnold recuperaba el aliento. - Es latín – dijo a los pocos segundos – veamos… Elige. Tendrás una única oportunidad. Siempre serás un ángel caído – tradujo. - Qué extraño. ¿Qué significa? – preguntó Arnold. - No estoy seguro. Creo que este lugar está protegido por algún tipo de trampa, pero de todas maneras hemos de entrar. No hemos llegado hasta aquí para asustarnos y escapar. - Por supuesto. Vamos – repuso Arnold. La puerta se abrió con facilidad y entraron en la sala. A través del techo la luz del sol iluminaba las cuatro esquinas. Bajo cada haz de luz una armadura reposaba sobre un pedestal de piedra. No había nada más en la sala. Berguen y Arnold escrutaron en silencio cada centímetro de las armaduras. Arnold acercó su mano hacia el yelmo de la armadura situada en la esquina Norte. - ¡¡No!! – gritó Berguen - ¡No la toques! Recuerda la inscripción, sólo tendrás una oportunidad. No podemos equivocarnos, cuando toquemos algo de esta sala ha de ser la lanza de Longinos. - De acuerdo – respondió Arnold – Las cuatro armaduras poseen un escudo y una daga.
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- Sí, una de estas dagas ha de ser la Lanza Sagrada. Recuerda que la vidriera de Saint Chapelle mostraba el dibujo de un cuchillo y no el de una lanza. - Así es, pero ¿cuál es la daga correcta? – mirando las cuatro armaduras. Contemplaron una y otra vez cada detalle de los yelmos, corazas, mallas… Sin encontrar nada peculiar. - Nada – exclamó con desaliento Arnold. - No desesperes – repuso Berguen – algo se nos escapa, un detalle, una pequeña pista que es la llave de este enigma. Y creo saber cuál es – Berguen se acercó con ímpetu renovado a la armadura de la esquina sur. Una idea había cruzado su mente - ¡Aquí está! – exclamó con júbilo. - ¿La daga? – preguntó Arnold. - No amigo, no. La pista que nos faltaba. – respondió Berguen – Mira aquí – dijo señalando la parte interior del escudo de la armadura. En el borde Arnold pudo leer grabado un nombre: Perceval. - Perceval – repitió Arnold – uno de los caballeros del Rey Arturo. Comprobemos las otras. En la esquina oeste el escudo contenía el nombre de Lanzarote. Berguen comprobó que en la esquina este estaba el escudo de Gwain. Pero Arnold tenía un problema en la esquina Norte. Leyó varias veces la inscripción del escudo. - Maestro necesito su ayuda. No creo que sea un nombre lo que hay grabado en este escudo, parece otra pista, pero no sé qué significa esta 146
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palabra: Crurifragium – dijo Arnold leyendo con cuidado la palabra grabada. Berguen se acercó sonriendo. - Perfecto Arnold. Lo has encontrado. Crurifragium es una palabra latina que daba nombre a un método empleado por los romanos para acelerar la muerte durante la crucifixión de los condenados. Consistía en romper las piernas de los ajusticiados o provocarles heridas con una lanza o espada. - Entonces… esa daga es la punta de la Lanza Sagrada. ¡No cabe duda! - Creo que sí – respondió Berguen acercando su mano hacia ella. Dentro de su vaina no tenía nada de particular. Con sumo cuidado Berguen comenzó a extraerla. Notó cómo detuvo la respiración sin quererlo. Volvió a respirar profundamente cuando extrajo una hoja de unos veinte centímetros reluciente y afilada. - La lanza que mató a Cristo – dijo Arnold con tono solemne. Un ruido sordo distrajo su atención de la contemplación de la daga. El pedestal comenzó a resquebrajarse y la armadura se tambaleaba. Berguen intentó sujetarla, pero el pedestal cedió. Berguen se apartó ante el peso de la armadura que cayó al suelo entre un enorme estrépito metálico. Las demás armaduras comenzaron a tambalearse. - ¡Van a caer todas! – gritó Arnold - ¿qué ocurre? - Es una trampa – respondió Berguen. Las armaduras cayeron y el suelo comenzó a resquebrajarse. 147
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- ¡Los pilares! – exclamó Berguen – Las armaduras son un mecanismo de defensa, al caer han tirado los pilares que sostienen la estructura de la torre. El edificio entero va a caer. - Siempre serás un ángel caído… - repitió Arnold recordando la inscripción de la puerta. - Tenemos que salir de aquí – dijo Berguen mientras miraba a su alrededor. - ¿Por dónde? – Arnold buscaba una salida desesperadamente. - Por ahí – Berguen señaló una de las aberturas situadas sobre las armaduras. Arnold cruzó las manos frente a él a modo de trampolín. Berguen apoyó el pie en las manos de su ayudante, se agarró con fuerza al pequeño borde y comenzó a izarse hacia el exterior. Cuando la pared norte comenzó a derrumbarse Berguen introdujo medio cuerpo por el agujero y alargó sus brazos hacia Arnold. - Deprisa. Agárrate con fuerza. Arnold saltó cogiendo la mano de su mentor. En ese instante vio como la daga caía del bolsillo de la chaqueta de Berguen. El suelo se derrumbó bajo sus pies, miró hacia abajo. Un abismo oscuro de más de veinte metros surgió amenazante. La luz del sol iluminó el filo de la daga cuando salió del bolsillo de Berguen precipitándose hacia el vacío. Arnold extendió su mano derecha cogiéndola en su vertiginosa caída mientras Berguen tiraba con fuerza de su ayudante sacándole por el agujero. Se pusieron de pie mirando desesperados a su alrededor. Buscando la manera de escapar mientras la torre entera se tambaleaba. 148
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El suelo comenzó a partirse en dos, en unos minutos el torreón se convertiría en un montón de escombros y ellos morirían en la caída. - ¡No hay salida! – gritó Arnold. - ¡Allí! – gritó Berguen señalando una almena de la fortaleza que estaba relativamente cerca de la torre. - Habrá cuatro o cinco metros – dijo Arnold con cierta dosis de miedo. - Es nuestra única oportunidad – respondió Berguen – ¡Vamos! Corriendo, mientras el suelo se hundía bajo sus pies, se acercaron al borde de la torre y saltaron al vacío mientras gritaban al unísono. La torre se tambaleó durante unos instantes para precipitarse contra el suelo levantando una gran columna de polvo. - ¡Berguen!, ¡Berguen! – gritó Bruno Lech entre el polvo. - Aquí arriba – respondió Berguen moviendo el brazo - ¿Te encuentras bien? – preguntó a Arnold que tosía de forma compulsiva. - Sí, estoy bien. Ha sido un buen salto maestro. - Sí, lo ha sido, pero no esperes que lo repita – respondió Berguen estallando en una sonora carcajada. Arnold se acercó con la daga en la mano para cedérsela a su maestro. - No Arnold. Tú la has descubierto. Tuya es la gloria. Arnold sonrió emocionado. Bajaron al patio central por una escalinata lateral de la muralla. Bruno Lech contemplaba los restos de la torre derrumbada. 149
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- De buena se han librado – dijo acercándose a los investigadores. - Aquí tiene la Lanza Sagrada convertida en daga. Ya sabe lo que ha de hacer – dijo Arnold con tono firme. - Sí, señor – contestó Lech cogiendo la daga de manos de Arnold y dirigiéndose presuroso hacia el coche para contactar por la radio con la Orden Negra. Mientras caminaban hacia el coche, Arnold se regocijaba en una nueva sensación, era una persona importante, incluso Lech le había llamado señor reconociendo sus méritos. Montaron en el coche. El capitán alemán se volvió hacia los investigadores. - He de entregar la Lanza a la Orden Negra para su traslado a Welswerburg. Pero antes, díganme, ¿dónde hemos de ir? Arnold estaba exultante e inquiría con la mirada a Berguen que le permitiera marcar el siguiente paso de la búsqueda. Berguen accedió con una inclinación de cabeza. - Llévenos al aeropuerto más cercano. Nuestro próximo destino es el Monte Moriah, en la Ciudad Santa de Jerusalén.
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Capítulo XX
Los sabios son los que buscan la sabiduría; los necios piensan ya haberla encontrado. Napoleón.
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Monasterio de Wittenberg
El siguiente movimiento estaba claro. El alfil negro del monje podía ser comido por la torre de enroque de Biser. Aunque esto suponía amenazar momentáneamente al Rey Blanco. Hacía unos minutos Biser no tenía una opción clara y ahora disponía de varias. Dudaba. Finalmente cogió la torre y la desplazó por el tablero tomando el alfil negro y sacándole de la partida. - ¿Qué significado tienen las celdas del monasterio? – preguntó al monje. - En determinados momentos de la historia una persona, y sólo una, acumula un poder excesivo, demasiado para un único individuo. Nada podría detenerlo. Crearía y destruiría a su antojo imperios, sociedades, culturas... Podría hacer cualquier cosa. Lógicamente precisa de un control, pero por otra parte si no tuviera un carácter tan extremadamente egocéntrico nunca hubiera adquirido tanto poder. Ese liderazgo deshumanizado está basado en no mostrar ninguna debilidad. Nuestros héroes deben sentirse inmortales y omnipotentes, únicos. Sin un ápice de duda sobre su especial carácter. Si prefieres ponerle un nombre, no deben tener conciencia, únicamente avaricia. Esos héroes han sido educados y creados para ser lo que son en nuestras celdas, para asumir el mando, tomar el control. No hacen nada para lo que no hayan sido preparados. Han sido moldeados en nuestro Monasterio, pero por esa razón, es necesario crear otro individuo que le frene, lo controle. 152
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Alguien enfrentado a él, que si es preciso haya sido entrenado para matarlo. Es una manera de garantizar un equilibrio entre las partes. - El bien y el mal - dijo Biser. - No seas estúpido, el bien y el mal son fruto de miedos, envidias o simples puntos de vista. Te hablo de dos partes sin adjetivo, sin causa y sin efecto. Te hablo de dos caminos que hagan de la vida algo variable, algo que posea la capacidad inherente de cambiar. Las celdas muestran a cada héroe enfrentado a su adversario y a la vez son sus compañeros de viaje a lo largo de la historia. Las celdas se convierten en el lugar perfecto donde moldear su carácter y con ello su futuro. Biser había escuchado al monje, no podía creerlo, pero lo que decía encajaba y daba sentido a esta situación. ¿Qué otra explicación cabría imaginar? - No puedo creerle, su explicación no me sirve, algo tan increíble no es posible. El individuo posee una conciencia propia, inherente al ser humano que le devuelve a la realidad cuando asume responsabilidades y obligaciones. Por muy elevado que sea su ego reconoce valores superiores a sí mismo como la familia, la amistad, el amor... - Todos ellos son valores inculcados a través de la educación y las relaciones sociales. Si se anula todo tipo de relación y se educa de la manera adecuada es posible crear un individuo cuyo único objetivo sea superarse y no vea fin a su poder. - ¿Puede confirmar lo que dice? - Tengo 157 pares de celdas que lo demuestran.
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Biser se mostró resignado. - Tú mueves – acertó a pronunciar.
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Capítulo XXI
Quien vive temeroso, no será nunca libre. Horacio.
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Monte Moriah - Jerusalén
Berguen y Arnold se habían acostumbrado a dormir en los aviones que les llevaban de país en país buscando reliquias. El capitán Bruno Lech les había recogido en la puerta del aeropuerto con un todo terreno, coche más preparado para los páramos que rodeaban Jerusalén. El camino hasta el Monte Moriah se había convertido en un sufrimiento para el dolorido cuerpo de los investigadores que intentaban recuperarse del salto que les había salvado de morir en el Castillo de Atanás. Tras dos horas de viaje llegaron al emplazamiento que Arnold había marcado a Bruno Lech, y una vez más comprobaron la eficacia del oficial alemán. Ante ellos se mostraba la ladera este del Monte Moriah y a sus pies el capitán había organizado un campamento dotado de todo lo necesario para una prospección arqueológica. Berguen se dirigió hacia la tienda de campaña que Lech le indicó al detener el coche. Era amplia y cómoda. Vio dos camas, supuso que la otra era para Arnold. Disponía de su propio puesto de radio y sobre la mesa había platos y cubiertos. Cuando dejó su inseparable mochila sobre la cama un soldado entró acompañado de un ayudante. - Buenas tardes, señor. Berguen miró su reloj. No había contemplado el cambio horario y en Jerusalén eran las cuatro de la tarde.
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- Nos hemos permitido prepararles la comida. Hoy será la misma que el resto de la guarnición, dado que no nos habían confirmado su llegada hasta hace unos minutos. Pero mañana prepararemos lo que usted prefiera. - No se preocupe soldado, comeremos lo que el resto de la guarnición todos los días. ¿Ha visto usted a mi ayudante? Pensé que me seguía pero no ha sido así. - Le he visto subiendo la ladera del monte y observando con sus prismáticos la zona. ¿Quiere que le busque y le traiga aquí? – preguntó el soldado alemán. - No, no es necesario. Le esperaré. - Necesita algo más, señor. - No gracias. El soldado saludó marcialmente y abandonó la tienda seguido del ayudante de cocina que había colocado un caldero sobre la mesa. Berguen se tumbó en una de las camas, no era muy cómoda, pero estaba cansado. Durmió unas horas y el descanso aclaró sus pensamientos. Al despertar comprobó que Arnold había regresado y estaba sentado a la mesa. - Buenas tardes – dijo Arnold. - Buenas tardes – contestó Berguen sentándose frente a él y llenando su plato de patatas con carne - ¿Qué has descubierto? - He recorrido esta cara del monte y he subido a la cumbre. El punto marcado en el mapa de la Saint Chappelle corresponde con una gruta 157
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situada a doscientos metros de aquí. Pero no he podido acceder dado que ha oscurecido enseguida. He subido a la cumbre y me ha sorprendido lo que he visto. Hay una especie de plataforma, no hay ningún vestigio que nos indique quién pudo realizarla. Es casi una circunferencia perfecta, con intervalos de cinco metros de distancia hay unos agujeros en el suelo de unos veinte por veinte centímetros, que no guardan ningún orden. Parece como si hubiera habido insertado en ellos algún tipo de estructura, pero no he sabido determinar que edificio podría tener una forma tan compleja o quién construiría algo en este punto del monte tan apartado de la ciudad. - ¿Sólo hay una caverna? - No, hay varias, siete u ocho al menos, pero en las otras caras del monte. En este lado sólo la que marcaban las vidrieras de la Saint Chapelle. Lo raro es que dos vidrieras marcasen el mismo punto… dijo Arnold mirando con gesto incrédulo a Berguen. - Es posible que las dos reliquias: el Santo Grial y el Arca de la Alianza se encuentren en el mismo sitio. Aunque es extraño. Después de tanta molestia para esconder las reliquias no parece tener sentido el esconder dos en el mismo lugar. Y quizás las dos reliquias más importantes. - Es posible que no pudieran llevarse una de ellas – dijo Arnold. - Eso no tiene ningún sentido. El Arca ha sido trasladada por distintos pueblos durante siglos y el Santo Grial es la copa de la última cena, no cabe la posibilidad de no poder moverlos. No, hay algo extraño en esta coincidencia – dijo Berguen mientras su mente buscaba datos relacionados con las reliquias en sus recuerdos y lecturas.
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- Es posible que el Santo Grial esté en el interior del Arca… - pensó en voz alta Arnold - … y en ese caso tendríamos que abrirla… - el joven ayudante no pudo disimular un gesto de pánico. - Eso sí es posible. Y entiendo tu miedo. Todas las leyendas nos cuentan, que todo aquél que abrió el Arca murió al instante. Pero tendríamos que hacerlo. Ahora cena y duerme, mañana será un largo día. Arnold se tumbó en su cama mientras Berguen repasaba sus notas. Unas horas después se tumbo a dormir un rato. Sobre el jergón de campaña una idea recorría su cabeza, no le gustaba la opción, pero si tenía que abrir el Arca. Lo abriría sin dudar. El rugido del motor de un todo terreno despertó a los investigadores. Sobre la mesa habías dos tazas de café caliente. Se las bebieron mientras se vestían y preparaban su equipo. Diez minutos después se dirigían hacia la ladera este del Monte Moriah, comenzando su ascensión. Tras una hora de subida por la escarpada ladera llegaron a la cima y decidieron descansar unos instantes. - Me duelen las piernas – dijo Arnold. -A mí también. ¿Has observado la forma tan peculiar que tiene este lado del monte? - No, no observo nada raro – contestó Arnold mirando a su alrededor. - El relieve de esta ladera asemeja a una calavera. - ¿Qué puede significar?
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- Parece una clara alusión al Gólgota donde Jesús fue crucificado Berguen detuvo su conversación al observar los extraños agujeros excavados en el suelo que Arnold le había descrito el día anterior. - ¿Qué pueden ser, maestro? – preguntó el joven. - La verdad es que no lo sé. No parecen tener ninguna relación uno con otro. Anota la posición exacta de cada uno de ellos y luego los investigaremos. Ahora debemos descender a la cueva. Arnold comenzó a anotar las coordenadas de cada agujero dibujando un pequeño mapa de la plataforma en su cuaderno. Mientras, Berguen aseguró varias cuerdas en las rocas para comenzar el descenso. - Ya está – dijo Arnold guardando su cuaderno. - Aquí también estamos preparados. Bajemos. Berguen fue el primero en descender, Arnold le seguía a cierta distancia. En un par de minutos alcanzaron la entrada de la gruta. Encendieron sus linternas y caminaron hacia el interior. A medida que avanzaban observaron varios pasadizos que surgían a derecha e izquierda. Entraron en varios de ellos. En unos regresaban al pasillo central tras una corta travesía por recovecos escavados en la piedra y en otros no encontraban salida posible. Parecían habitaciones o estancias individuales colocadas alrededor del pasillo central. - Estamos dando vueltas sin sentido – afirmó Berguen. - Sí. Parece que el pasillo central es el adecuado, todos los demás nos devuelven a este punto. - Cierto. Recorramos el pasillo. Veamos dónde nos lleva. 160
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Apuntaron sus linternas hacia la oscuridad de la sima y caminaron hacia ella. Tras andar más de cien metros observaron que se desplazaban paralelos a la entrada de la gruta. El pasadizo había ido mermando sus proporciones. En este punto del túnel los investigadores avanzaban gateando sobre las rocas. - ¡Maldición! – exclamó Berguen. - ¿Qué pasa? – preguntó Arnold, que no podía ver nada con el cuerpo de su maestro. - El camino acaba aquí. Está bloqueado por una piedra. - No es posible. No hay otro camino. - Espera – repuso Berguen – aquí hay algo – dijo iluminando la piedra que bloqueaba el camino – hay un símbolo grabado. ¡Es una cruz templaria! - ¿Qué hace aquí una cruz de la Orden del Temple? - Eso no importa ahora. Lo más importante es que esta piedra no es el fin del camino. Esta piedra la colocaron aquí para tapar la entrada de algo. Estoy seguro. Berguen golpeó con su martillo la piedra que comenzó a desmenuzarse. Resultó ser una argamasa de barro y tierra rompiéndose con suma facilidad. Berguen se arrastró por la abertura y Arnold le siguió raudo. Accedieron al interior de una sala de unos cinco por cinco metros y donde la altura era superior a los dos metros. Iluminaron con sus linternas a su alrededor. Arnold encontró un canal con un líquido oleoso y un olor penetrante. Sacó su mechero del bolsillo y lo acercó al 161
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líquido. Al instante las llamas recorrían el canal e iluminaban la sala. En el centro de la estancia observaron una caja de piedra con la tapa partida en dos, se acercaron con gran curiosidad. - ¿Cree usted que es el Arca? – preguntó Arnold con gesto de duda. - No lo creo – Berguen observaba una inscripción grabada en el lateral de la de la caja de granito – Veamos… El Arca de la Alianza Eterna reposaba en este Santo lugar… hay más grabado pero está cubierto por este fluido – dijo mostrando una mancha oscura que cubría la caja de granito. - Viene de ahí arriba – Arnold señaló el techo de la caverna. A través de una grieta goteaba una sustancia oscura y densa cayendo sobre la tapa partida. - Recoge parte de ese líquido – dijo Berguen mientras limpiaba el lateral manchado para continuar con la traducción del texto grabado. Unos minutos después Arnold había llenado una botella del extraño líquido oscuro y Berguen había traducido la inscripción. - Nos vamos – dijo Berguen con gesto serio. - ¿Ahora? Pero… no le entiendo… aún no hemos encontrado el Arca… - Ni lo vamos a encontrar aquí. La inscripción cuenta que los Caballeros Templarios encontraron este lugar y temiendo que fuera descubierto requisaron el Arca y la escondieron de nuevo. No está aquí, aunque estuvo durante siglos. Regresemos al campamento. He de hablar con Himmler – Berguen miró la caja de granito y una sombra triste cruzó su rostro. 162
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Arnold contuvo su lengua que tenía preparada varias hipótesis. Si Berguen consideraba oportuno regresar al campamento lo harían. No era el momento de discutir. Recorrieron el camino hacia la salida de la cueva en absoluto silencio, ascendieron a la cima y comenzaron el descenso hacia el campamento manteniendo el silencio y evitando mirarse a los ojos. Arnold sabía que su maestro estaba decepcionado, podía entenderlo, pero esta vez estaba dispuesto a ser escuchado.
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Cap铆tulo XXII
Un cura debe ser un juez de paz natural; el jefe moral de un pueblo. Napole贸n
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Monasterio de Wittenberg
El monje y Biser habían realizado doce movimientos desde el intercambio de piezas, todos ellos habían sido defensivos y la partida volvió a caer en un ritmo pesado y lento. La mente de Biser fue asaltada de nuevo por el nerviosismo y la imprudencia. Dudaba cada movimiento, se sentía inseguro, sin confiar plenamente en sus posibilidades. El monje movió el peón de Rey desde su posición de enroque y Biser vio una buena jugada. Desplazó su reina al centro del tablero notó cómo su mano temblaba al colocar la estilizada Dama blanca. - ¡Jaque! – exclamó con tono enérgico. El monje no alteró su postura ni mostró ninguna emoción. Pasaron unos interminables segundos hasta que el monje habló. - ¿Sería capaz de arriesgar su vida por algo? – preguntó a Biser. - ¿Qué? – respondió sorprendido. El monje cogió su caballo escondido tras dos peones y saltó la barrera hacia la dama de Biser apartándola de batalla. Biser mesó sus cabellos en un claro gesto de desesperación. - ¡Conteste! – exigió el monje.
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El sudor cubría el rostro de Biser. - Sí… supongo que sí – respondió aturdido – Soy tenaz y constante, si mi vida, mi existencia me impidiera lograr un objetivo mayor, no tendría reparo en ofrecerla para lograrlo. Sí – afirmó con aplomo – moriría sin dudarlo por mis creencias y objetivos. ¿Era esa la respuesta que buscaba? - Tú mueves – respondió el monje con cierta desidia.
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Capítulo XXIII
Donde acaba el deseo comienza el temor. Gracián.
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Monte Moriah - Jerusalén
Sentado frente al puesto de radio, Andreas Berguen, sabía que iba a realizar una de las llamadas más difíciles y comprometidas de toda su vida. Tenía que informar a su superior de su infructuosa búsqueda en el Monte Moriah. Y el receptor de su negativo informe no era otro sino Einrich Himmler. Uno de los hombres más poderosos y crueles del Tercer Reich. Berguen recordó que fue el mismo Otto Rahn, su mentor, quien le contó la vida de Himmler, el cual le había acogido bajo su protección convirtiéndole en el arqueólogo más famoso de su época hasta su misterioso fallecimiento. Himmler había estudiado la carrera de Ingeniero Agrónomo, su padre le ubicó en la granja familiar para acumular experiencia. De joven era débil y sin carácter, pero todo cambió cuando Strasser, miembro activo del Partido Nazi le acogió como secretario personal. Se convirtió en una persona recelosa e introvertida, abusaba del secreto, hacía de él una regla cuya violación sería causa de muerte. Poco a poco acumuló poder, mientras era absorbido por la ideología nazi. La devoción hacia el Fhürer se convirtió en el motivo de su existencia, incluso Rahn le había observado hablando con una fotografía de Hitler que presidía su despacho. Ascendió hasta llegar a ser la tercera persona más importante del Reich junto a Hitler y Goering. Su apoyo para el Fhürer era fundamental, Himmler tenía respeto y absoluta fe por las artes ocultas y el esoterismo que tanto fascinaban a Hitler. Inspirado por las leyendas ancestrales de los caballeros teutones, Himmler creó las SS como una fuerza de 168
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monjes guerreros que renunciaban a sus privilegios y elegían una vida de sacrificio para seguir sus ideales, los principios de las leyendas germánicas. Sólo los más altos cargos de las SS, la cúpula de poder, los miembros de la Orden Negra, conocían el verdadero significado de las SS. Habían consagrado su vida a establecer la supremacía de la raza aria en el mundo y no descansarían hasta extinguir cualquier raza que entorpeciera su labor y fuera considerada prescindible. Una voz metálica sacó a Berguen de sus recuerdos. - Reichstag. 4973 - Soy Andreas Berguen. Quiero hablar con Einrich Himmler. Orden de preferencia número: 8580 CGM. - Sí, señor. Espere un momento, por favor – un chirrido de frecuencias inundó la línea. Berguen esperó un par de minutos hasta oír la aguda voz de Himmler a través de los auriculares. - Informe Berguen. - Buenos días, señor – Berguen tragó saliva y respiró hondo – He de darles malas noticias. La expedición realizada en el Monte Moriah ha resultado infructuosa – el investigador cerró los ojos esperando la cólera de Himmler. - Continúe – respondió el otro lado de la emisora. Berguen comenzó a narrar sus peripecias hasta entrar en la sala bloqueada por los Templarios y encontrar la caja de granito partida. - … pero el Arca no se hallaba en su interior. Traduje una inscripción grabada en un lateral. Era un mensaje de los Caballeros de la Orden del 169
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Temple. Dejaron constancia del temor que sentían por la posibilidad de que el Arca fuese encontrada y robada. Por ello decidieron esconderla en otro lugar. Debo retomar mi investigación analizando las incursiones de los Templarios en la Tierra Santa. Esto puede suponer meses de investigación, pero estamos bien documentados y estoy seguro de encontrar la pista que nos conduzca al hallazgo del Arca y del Santo Grial – Berguen calló esperando haber sido convincente con su informe. - No se preocupe – contestó Himmler con tono tranquilo tras esperar unos segundos – Tenemos el Arca de la Alianza en nuestro poder. Otto Rhan descubrió el Arca en Carcasota, al sur de los Pirineos. - Pero… entonces… ¿para qué hemos venido hasta aquí? – preguntó Berguen sorprendido. - Había que comprobar que nuestro Arca fuera el verdadero, ya sabe que existen numerosas copias. Cuando usted me informó de la localización del Arca en el Monte Moriah temí que nuestro Arca no fuera auténtico. Pero al no encontrarla allí, unido a la aparición de los Templarios en esta ecuación, no hace sino reforzar la autenticidad de nuestra reliquia. Siguiendo los indicios marcados por un manuscrito templario, Rahn logró encontrar el Arca. Los datos que usted ha encontrado corroboran el valor de nuestro hallazgo. - Tenemos otro problema – interrumpió Berguen. - ¿Cuál? – preguntó Himmler recuperando el tono marcial y autoritario en una sola palabra. - Teníamos la esperanza fundada de encontrar el Santo Grial junto con el Arca de la Alianza, pero no hemos encontrado ni uno ni otro – respondió Berguen. 170
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- ¿Cree que el Arca contiene el Santo Grial? - Cabe esa posibilidad, pero no puedo asegurarlo. Hay numerosas leyendas asegurando que todo aquél que contempla el interior del Arca falleció entre insufribles dolores. Lo cual no tiene sentido si el Grial se encuentra en su interior. El Grial es fuente de vida y no de muerte, no sería lógico pensar que causara tal dolor. Pero por otra parte puede ser que las leyendas surgieran para proteger el Arca y su contenido. Ahora mismo no podría asegurar nada, me encuentro aturdido por la situación, esperaba encontrar dos reliquias y me marcho sin encontrar nada – Berguen se arrepintió de esta última frase nada más pronunciarla. El silencio inundó la línea radiofónica. La mano derecha de Berguen temblaba sosteniendo el transmisor. - Demuéstreme que no me he equivocado con usted – respondió secamente Himmler – espero su llamada. El crepitar metálico del vacío llenó la línea. Berguen apagó la radio. Mesó sus cabellos con gesto desesperado en el momento en que Arnold entraba en la tienda. Tenía el rostro desencajado por la emoción y la camisa llena de sudor. - ¿Qué ha ocurrido? – preguntó Berguen - ¿Dónde estabas? - No podía quitar de mi cabeza una idea descabellada, no podía abandonar, maestro. Decidí examinar la zona y el líquido que encontramos en la cueva. He encontrado algo que quiero que examine y me confirme que no me he equivocado. He regresado a la plataforma sobre la entrada de la cueva. Los extraños huecos que encontramos contienen en su interior, mezclados con la tierra, restos de madera muy antiguos. ¡No es sorprendente! He revisado varios textos y puedo 171
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asegurarle que en esa plataforma los romanos crucificaban a los condenados en una época cercana a la muerte de Jesucristo. ¡Creo haber localizado el hueco en la tierra que sostuvo la cruz de Cristo! – gritó Arnold con el rostro desencajado. - Siéntate, Arnold. Tranquilo, cuéntame qué has descubierto – dijo Berguen intentando que su ayudante bajara la voz. - A unos metros de este agujero – Arnold mostró el plano que había dibujado de la plataforma – tras varias intentos, he encontrado enterrado…¡un pequeño trozo de tablilla, que nos faltaba en el cementerio de Hattin! ¡La tablilla que Pilatos mandó colocar sobre la Cruz de Cristo! “Jesús de Nazareth. Rey de los Judíos”. Maestro – Arnold miró fijamente a Berguen – he encontrado el lugar exacto donde Cristo fue crucificado y en ese agujero había restos del líquido oscuro que recogimos en la gruta que contuvo el Arca de la Alianza – Arnold pausó su conversación observando el rostro atento de Berguen – He medido la plataforma y el interior de la cueva. La cámara que encontramos está perfectamente alineada con la vertical en el punto exacto dónde estuvo la cruz en la que Cristo murió. - Lo cual significa que… - dijo Berguen. - Sí – interrumpió Arnold – la sangre de Cristo recorrió la cruz, atravesó el suelo hasta llegar a la cámara que contenía el Arca. He analizado el líquido de la botella. Con los medios que dispongo puedo asegurarle que es… ¡Sangre! – exclamó Arnold – Aunque no he podido datarla en el tiempo. - Eso es sorprendente – respondió Berguen claramente aturdido.
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- Maestro – Arnold dotó a sus palabras de un tono grave – creo que el Santo Grial es realmente la Sangre que Cristo derramó en la Cruz antes de morir. Berguen no sabía qué responder. La emoción le embriagaba, se sentía orgulloso de Arnold. Se levantó y abrazó a su ayudante con fuerza. - Arnold. Eres grande – dijo con absoluta sinceridad – Tenemos que recoger e irnos. El Arca lo encontró Rahn en los Pirineos y ya está en Welwersburg. Ahora, tú has encontrado la reliquia más importante: el Santo Grial. Sólo nos queda la última etapa de esta aventura. La Sábana Santa. Prepárate, nos vamos a Turín. Arnold sonreía emocionado y nervioso mientras Berguen encendía la radio. Solicitó volver a hablar con Himmler. Un minuto después recibió respuesta. - Diga Berguen. - Buenas noticias, señor. Muy buenas noticias – el rostro de Berguen estaba iluminado con una gran sonrisa.
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CapĂtulo XXIV
El temor y la esperanza nacen juntos y juntos mueren. Metastasio.
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Monasterio de Wittenberg
Sólo una idea crecía en los pensamientos de Biser: había perdido la dama. No conseguía apartar de su cabeza esa circunstancia. Se frotó los ojos intentando concentrarse en la partida y volvió a mirar el tablero. El pérfido caballo había mermado su ejército blanco arrebatándole la pieza más importante. Centró su mirada en la ficha negra que había desequilibrado la partida. ¿Cómo podía haberse descuidado de esa manera? En ese instante se dio cuenta. Ese caballo no debía haberle atacado. La misión del pétreo equino era la de proteger su propia dama negra, que ahora estaba a merced de la torre blanca de Biser. Tomó la torre y trazó con paso lento la recta que compensaba la partida eliminando la dama negra. - Bien – respiró aliviado - ¿Qué significado tiene la existencia de dos Jesucristo? - Ese fue un caso especial. Jesucristo asumió demasiado poder, su doctrina se extendió con mucha rapidez, sus adeptos crecían por todas partes. Pero él no era la fuente de su propio poder, el héroe en este caso eran sus ideas, sus creencias, su mensaje era lo que contenía el poder de mover masas. Cuando Judas actuó, le vendió a los romanos y murió en la cruz. Su imagen, su poder seguían creciendo, todo el mundo negaba su muerte, su aura era tan poderosa y grande que muerto aumentaba sin control. Nos dimos cuenta que ese poder podíamos controlarlo desde la distancia, sin héroes ni villanos, debíamos crear 175
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una nueva religión. Sin ella se desestabilizaba el equilibrio entre las partes. - Entonces…¿Por qué otro Jesucristo? Ya habíais generado el cambio con sus doctrinas. - Necesitábamos salir a la luz, un Dios y su hijo nos darían una vía para entrar en la vida y mentes de miles de personas. Marcarles una forma de vivir y pensar. Tuvimos que crear un nuevo Jesucristo, Jesucristo II, resucitando al fallecido y dándole la muerte que se merece el hijo de un Dios: una vida eterna. Jesucristo II no tenía que desaparecer, debía mantenerse vivo a lo largo de la historia. - Sigamos – dijo Biser asombrado, pero con fuerzas renovadas.
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Capítulo XXV
Veni, Vidi, Vici Julio César
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Turín - Italia
Estamos llegando, Arnold. En unos minutos estaremos en la catedral de Turín y haremos historia. Habremos logrado reunir las siete reliquias de Cristo – Berguen se mostraba dichoso. - Hay quién dice que es una falsificación realizada en la Edad Media… – dijo Bruno Lech. - Eso es imposible. Los últimos estudios demuestran que no hay un solo resto de pintura en la sábana. La imagen que aparece ha sido grabada, marcada sobre la tela de una manera que desconocemos… - repuso Arnold - Lo cual no quiere decir que no sea una falsificación, sólo no sabemos aún cómo pudo hacerse – contestó Lech. - Querido Arnold nos encontramos ante la última reliquia, el último paso para descifrar el código que nos permitirá poder ver el futuro y adelantarnos a él – respondió Berguen fingiendo no haber oído la discusión entre su ayudante y el capitán alemán - La Sábana Santa, el sudario de Cristo. ¿Recuerdas lo que estudiaste sobre la sindoné? - Sí, maestro. Recuerdo que tuve un profesor francés obsesionado con el misterio que envolvía a la Sábana. De hecho lo sentía como una 178
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cuestión de orgullo patrio, desde principios de siglo, cuando la Academia de Ciencias rechazó los hallazgos del doctor francés Yves Delage, quien estaba convencido de que la sábana de Turín era el auténtico sudario de Cristo. El tema quedó en suspenso durante 30 años. En 1932, otro francés, esta vez un patólogo forense llamado Pierre Barbet, comenzó a estudiar la imagen desde el punto de vista médico, aprovechando un conjunto de fotografías mucho más claras que las que habían sido tomadas en ocasiones anteriores. El primer punto que intrigó al doctor Barbet fue la posición de las heridas causadas por los clavos en las muñecas y no en las palmas de las manos, como se representaba tradicionalmente. Experimentando con cadáveres, descubrió que la carne de las manos no puede soportar el peso de un cuerpo muerto, y menos el de un cuerpo vivo que se contorsiona; la carne se desgarra rápidamente. Como desde el siglo IV de nuestra era no se habían practicado crucifixiones, era lógico que los pintores tradicionales ignorasen el procedimiento; ¿cómo podía, entonces, haberlo sabido un falsificador medieval? – dijo Arnold mirando a Bruno Lech - Barbet descubrió que la única forma de crucificar un cuerpo era atravesando el radio con los clavos a la altura de la muñeca, como sucedía en el sudario. Además, un clavo colocado así dañaría el nervio mediano, provocando la retracción involuntaria de los pulgares hacia la palma de la mano: otro hecho evidente y poco conocido que aparece en el sudario. Dotando de autenticidad la Sábana que reposa en Turín. - Además en ella aparecen unas peculiares marcas, entre la huella de sangre encontrada en la parte posterior, son marcas alargadas y con pequeños intervalos aparecen otras redondeadas y más intensas que coinciden exactamente con las marcas que dejaría un flagrumm. Que,
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como sabes, era el látigo usado por los romanos en los castigos infringidos a los condenados por crucifixión – intervino Berguen. - Así es. Todo son pruebas que hacen muy improbable el hecho de encontrarnos ante una falsificación. En la Edad Media no podían tener conocimiento de estos datos. Lo cual haría imposible el imitarlos con tanto detalle – dijo Arnold mirando de nuevo a Lech – Además, las manchas de sangre que hay alrededor de la herida del costado muestran restos de un líquido raro, lo cual coincide con la representación bíblica de “la sangre y el agua” que brotaron del flanco de Cristo. Pero la muerte por crucifixión no sobreviene por la pérdida de sangre, sucede por asfixia. Debido a la posición estirada del cuerpo, los pulmones quedan comprimidos; la víctima se levanta apoyándose en los clavos que sujetan sus pies y sus muñecas para conseguir respirar, aún a costa de un dolor intensísimo. Cada movimiento va debilitando al condenado, hasta que no puede levantarse y se ahoga. La sofocación provoca un depósito de mucosidad en la base de los pulmones, el doctor Barbet pudo demostrar que una herida de lanza en el costado de un cuerpo crucificado atravesaría el extremo del pulmón izquierdo, dejando salir dicho líquido – Arnold arqueó las cejas mientras Berguen aprobaba su relato asintiendo en silencio. - Hemos llegado – dijo Berguen con gesto contrariado. Frente a la Catedral de Turín un grupo de las SS con el distintivo de la Orden Negra custodiaban la entrada. Los investigadores bajaron del coche y el oficial al mando se acercó a ellos. - Buenos días, señores – dijo mientras realizaba el saludo militar.
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- Buenos días – contestó Berguen. - Hemos recibido órdenes directas de Himmler para escoltarles en la búsqueda de la última reliquia y acompañarles a Welswerburg en el momento en que sea hallada – dijo el oficial. - Demasiada prisa. Eso nunca es bueno – dijo Arnold. El oficial se giró hacia el con un gesto de odio en la mirada. - Ni bueno, ni malo. Son órdenes – exclamó con aire marcial. - Por supuesto. Y serán cumplidas – dijo Berguen con tono mediador – Ahora permitan que cojamos nuestro equipo y empecemos nuestro trabajo. El oficial se apartó del camino permitiendo a los investigadores subir la escalinata de entrada. Berguen estaba encantado. - Querido Arnold, nos encontramos en el único ejemplo de arte renacentista en Turín. Esta Catedral es una obra maestra dentro de su estilo, recuerdo haber realizado una tesis sobre ella mientras estudiaba. He de reconocer que me fascinó cada detalle de su estructura y decoración. Es simplemente magnifica. Además de intrigante… - ¿Por qué maestro? – respondió Arnold mirando a su alrededor. - Esta catedral está dedicada a San Juan Bautista pero se levanta sobre el mismo terreno donde antes estaba la basílica del Salvador y posteriormente dos iglesias medievales, la de Santa María de Dopno y
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la de San Juan. El Cardenal Domenico de la Rovere encargó al arquitecto toscano, Meo del Caprina, la construcción de la actual Catedral sobre la estructura de la iglesia de Santa María. - Entonces este lugar tiene una marcada tradición religiosa. - Así es. A lo largo de los siglos los distintos gobernantes han considerado necesario establecer un templo en este lugar. Mira la fachada – dijo señalando hacia arriba – mármol blanco. Hoy en día hay varias catedrales con esta decoración, pero la de Turín fue pionera en el empleo de este material en su fachada. Observa el fino detalle de las dos volutas laterales. Mira los bajorrelieves de los tres portales de entrada, observa la artesanía de las puertas talladas por Carlo Maria Ugliengo. Es una obra de arte hasta en el menor de sus detalles. - Desde luego – admitió Arnold mientras observaba el entusiasmo de Berguen. - Entremos – dijo mientras abría la puerta. En el interior observaron la típica planta de cruz latina del arte renacentista. Ante ellos se mostraban tres naves separadas por pilares sosteniendo sus respectivos arcos ojivales. En el cruce con el transepto observaron la cúpula octogonal de proporciones modestas. En la contrafachada, Berguen mostró a Arnold varias placas de tumbas, el monumento fúnebre de Anna de Créqui y el cuadro con ángeles y santos patrones de Turín. El tiempo pasaba mientras Arnold se sentía como un turista realizando una visita informativa impartida por el más docto de los guías.
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A lo largo de las paredes se abrían las capillas, ya existentes durante el patronato de las familias de Turín más nobles, en la primera de ellas, observaron la estatua de barro cocido de la Madona Grande. - Esta estatua proviene de la demolida iglesia de Santa María de Dopno – dijo Berguen mientras caminaban hacia la segunda capilla – Esta capilla perteneció al Patronato de la Compañía de Zapateros, que encargaron a Giovanni Martino Spanzotti y Defendente Ferrari el grandioso políptico que contemplamos. Pero la mejor capilla es esta – exclamó mientras tomaba el brazo de Arnold y recorrían el ala derecha del transepto hasta llegar a una pequeña capilla – Es la capilla del Crucifijo. Fue fundada por el propio Domenico de la Rovere y posee las más valiosas esculturas de toda la Catedral datadas en el siglo dieciocho. No hay otra igual en el mundo. - Magnífica – admitió Arnold mientras miraba a su alrededor embelesado. - Ven – dijo Berguen, caminando hacia el centro de la Catedral y dirigiéndose a una pequeña sala junto al altar – Esta es la sacristía – dijo abriendo una pequeña puerta. Fue construida en el siglo dieciséis y conserva en su interior la tumba del Arzobispo Claudio de Seyssel, realizada por Matteo Sanmicheli. Arnold contemplaba las sensacionales escenas pintadas en las paredes. Berguen se acercó a su ayudante. - Esa de ahí – señaló a la derecha – es “El Bautismo de Cristo” de Defenderte Ferrari. En ese lado – dijo mientras se volvía hacia el lado contrario – hay retablos de Bartolomeo Caravoglia, Giovanni Comandù, 183
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Rodolfo Morgari, Charles-Claude Dauphin…Podríamos estar varios días contemplando estas obras y no nos cansaríamos de sentirnos maravillados, pero tenemos que trabajar. Vamos a ver la obra maestra de Guarino Guarini… - La capilla de la Sábana Santa – respondió Arnold. - Así es. Subamos. Los investigadores se dirigieron hacia la capilla más famosa de toda la Catedral. En el centro de ella, iluminada por cuatro focos y sobre una tela de terciopelo rojo se mostraba el sudario de Cristo. Arnold se acercó hipnotizado por la visión de la tela. - Es sorprendente. La imagen del rostro es sobrecogedora – admitió Arnold – Maestro tenemos ante nosotros uno de los tesoros de la Iglesia Católica. - Cierto. Y eso es preocupante – repuso Berguen con cierto tono de suspicacia en sus palabras. - ¿Qué ocurre? - No te resulta extraño que una de las piezas más sensacionales y únicas del Cristianismo sea tan fácil de investigar. No me refiero a este momento concreto. Seguro que Himmler ha presionado al Vaticano de mil maneras y le han cedido la Sábana sin mediar discusión, pero me remito a décadas anteriores. La Iglesia ha sido muy permisiva con el estudio de la Sábana, mientras con otro tipo de reliquias, textos o manuscritos no ha permitido su revisión conservándolos con extremo 184
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recelo. Eso en cuanto a la documentación que conocemos, pues estoy seguro que los Archivos del Vaticano conservan en su interior misterios que cambiarían la historia de ser conocidos y no permiten su sola visión, menos una investigación seria sobre ellos – dijo Berguen con la mirada fija en la Sábana Santa. - Es posible. ¿Qué piensa? – preguntó Arnold. - Creo que esta no es la Sábana auténtica. Creo que es una copia realizada por la Iglesia con el fin de poder cederla para su estudio. - ¿Con qué motivo? – preguntó Arnold con gesto de escepticismo. - La Sábana contiene datos que permiten pensar que es la auténtica, no cabe duda que los detalles que refleja no podrían haber sido inventados. ¡Pero sí pudieron ser “copiados” de la Sábana original! – Berguen notaba cómo una absurda idea se convertía en una sólida teoría – Piensa por un momento en esa posibilidad. En la Edad Media la Iglesia encarga una copia de la Sábana para ahuyentar a posibles ladrones. La copia se realiza a partir de la Sábana auténtica, con ello logran tener una pieza que reúne datos reales, pero que no es la original… - Pero el mapa de Saint Chappelle marca que este es el lugar donde se oculta la Sábana… - dijo Arnold. - Lo cual no confirma que sea ésta que tenemos ante nosotros la auténtica, sólo demuestra que ambas, copia y original están en el mismo sitio. - Pero… - comenzó a decir Arnold. 185
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- Confía en mí. Tengo un sexto sentido para este trabajo. Siempre he confiado en mi intuición y hasta hoy no ha fallado. Dime… ¿estás conmigo? – preguntó Berguen. - Siempre, maestro – respondió Arnold con una sonrisa. - No perdemos nada por buscar y admirar este fabuloso lugar. Comencemos. Dispusieron el equipo y recorrieron la catedral con sus más avanzados instrumentos. Escrutaron cada rincón sin encontrar nada interesante. La mente de Arnold recorría el camino que les había traído hasta la Catedral de Turín. “Realmente emocionante, siete reliquias cristianas, el castillo de Welswerburg, la Orden Negra… ¡qué aventura!”. Pasó el tiempo, baldosas, cuadros, bancos, nada parecía ocultar ninguna pista. Ningún dato que demostrara la teoría de Berguen y mientras perdían el tiempo buscando un improbable, la Sábana Santa permanecía extendida sobre el altar. Arnold se acercó a ella, su sola visión le transmitía respeto y cierto miedo. La imagen que contemplaba no era un cuadro, no era una representación del cuerpo de Cristo. ¡Era el cuerpo del Hijo de Dios! Por algún misterio que no alcanzaban a entender la imagen de su cuerpo había quedado marcada en la tela en el momento de la resurrección, el cambio de estado de su cuerpo había logrado dejar una marca indeleble sobre una tela tejida a mano. Parecía un postrero mensaje dejado para perpetuar su existencia. Diciendo: “Así soy, he estado aquí”. Absorto en sus cavilaciones, Arnold no advirtió que Berguen se había acercado al altar con unos rollos de papiro en la mano. Arnold se giró hacia él al notar su presencia. - ¡Maestro! ¿Qué es eso? 186
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- Una buena pista, espero. Creo que son los planos originales de la Catedral, los he encontrado en un agujero hecho en la pared detrás de un cuadro de la sacristía – respondió Berguen sonriendo – Trae los planos que tenemos en nuestro equipaje – dijo mientras extendía el rollo de papiro que portaba. Arnold se acercó al primer banco del pasillo central donde habían depositado sus enseres. Regresó al altar con el plano de la Catedral y lo extendió junto al mostrado por Berguen. Durante unos minutos compararon varios planos. - ¡Aquí está! – exclamó Berguen señalando la zona del altar en su plano antiguo – Mira – sobrepuso el plano moderno al original - ¿Lo ves? - Sí maestro – respondió Arnold con gesto sorprendido – En el plano original puede verse un ábside más que en el moderno, ¡existe una sala más situada detrás del altar! - ¡Vamos! – gritó Berguen mientras rodeaba el fabuloso mural de madera que coronaba el altar. En la oscuridad de la trasera del altar no podían apreciar nada. Encendieron sus linternas para encontrar un muro de piedra cortándoles el paso. Instintivamente comenzaron a recorrer el muro con sus manos buscando algún mecanismo que abriera una puerta o accionará algún resorte. Tras media hora de infructuosa búsqueda Arnold presionó una piedra situada en la parte inferior del muro, aparentemente era normal, pero al acercar su mano a ella, la piedra se desplazó suavemente hacia el interior del muro. Se apartaron al percibir un crujido mecánico proveniente de las piedras inertes. Parecieron resquebrajarse ante un 187
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tremendo peso, pero lo que hicieron fue desplazarse ligeramente mostrando una abertura en el lateral izquierdo. Todo el muro se movió un metro a la derecha, embutiéndose en la estructura de la catedral en un perfecto movimiento de ingeniería. Arnold miró asustado a Berguen que con su mirada supo transmitirle seguridad mientras entraban en la sala oculta. En el interior la oscuridad era absoluta, la humedad hacía pesado el aire y costaba respirar con serenidad. Berguen vio una antorcha y la encendió. La habitación se iluminó bajo la intermitente luz de la llama. Los investigadores recorrieron el minúsculo espacio para observar un ataúd colocado en el centro de la estancia. El miedo y el nerviosismo inundaron su espíritu. Sus pulmones, henchidos de aire húmedo, se contrajeron en su interior agarrotando sus movimientos. Titubeantes se acercaron a la tapa del sarcófago. Estaba sobrepuesta, los cierres no estaban sellados. Agarraron los laterales de la tapa y la abrieron. Un olor dulce llenó su olfato. Por un momento la presión del aire denso desapareció y sintieron una sensación de paz. En el interior del ataúd una tela exactamente igual que la que yacía sobre el altar cubría la base de madera del sarcófago. - ¡La Sábana Santa! – exclamó Berguen – ¡Arnold! Esta es la verdadera imagen del cuerpo de Cristo. Arnold asintió moviendo la cabeza nervioso y sin poder articular palabra. La emoción le dominaba. - Mire aquí, maestro – inquirió Arnold cuando pudo hablar, mientras iluminaba con su linterna el extremo izquierdo de la Sábana – Hay algo escrito en este trozo. Sólo una palabra: JAvhé.
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- “Jesús” – dijo Berguen - ¡Santo Dios! – gritó Berguen mientras iluminaba el extremo derecho de su lado - ¡Mira aquí! Arnold se acercó iluminando con su linterna. El haz de luz mostró otro rostro junto al de Jesucristo. Un rostro marcado por la tristeza y el llanto. El rostro de la última persona que acompañó al cuerpo del Hijo de Dios. Arnold temblaba. - Ese rostro… esa cara… - tartamudeaba – no puedo evitar pensar que me resulta familiar – acertó a decir. - ¿Familiar? – dijo Berguen con cierto sarcasmo – Este rostro es uno de los más famosos del mundo – Berguen se mostraba sorprendido pero sensato – Arnold hemos hecho uno de los descubrimientos más importantes de la historia de la humanidad. Sabemos quién estuvo junto a Jesucristo en el momento de su resurrección. Somos testigos de un momento de la historia irrepetible. - ¿Quién es? No lo recuerdo, ayúdeme, maestro – imploró Arnold. - El rostro que contemplamos es el que Leonardo da Vinci representó en su más famosa obra. “La última cena”. El rostro que está junto al cuerpo de Cristo es el que se ha determinado que pertenece a San Juan… Berguen pausó su respuesta - …aunque hay quien piensa que Leonardo no representó a Juan, sino a la esposa de Jesús. Arnold – Berguen cogió por los hombros a su ayudante y le miró fijamente a los ojos – esta cara pertenece a la mujer de Jesucristo. Es la tristeza y el llanto de su viuda: María Magdalena.
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El silencio creó un muro invisible entre los intrépidos arqueólogos mientras se reponían de la situación vivida. Doblaron con sumo cuidado la Sábana y salieron de la habitación. El muro regresó a su posición original convirtiéndose en testigo mudo de su hallazgo. Sobre el altar se mostraba la copia de la Sábana. Arnold la miró mientras recogía el equipo y Berguen entregaba a la Orden Negra la auténtica síndone. Arnold permanecía absorto mirando el altar y la falsa Sábana. - ¿Qué piensas? – preguntó Berguen que se había acercado a su ayudante. - Maestro… ¿cuántas mentiras hemos creído firmemente durante casi dos siglos? – preguntó con lágrimas en los ojos. - Demasiadas, compañero. Pero hoy hemos destruido varias – respondió Berguen mientras salían de la Catedral de Turín.
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Capítulo XXVI
La templanza es el vigor del alma. Demófilo.
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Monasterio de Wittenberg
Biser se encontraba eufórico. La partida se había equilibrado. Las dos damas contemplaban la batalla desde las trincheras. Por primera vez en toda la partida Biser pensaba que podía ganar. El monje alargó su mano hacia el caballo negro y lo colocó junto a un peón blanco. Biser abrió los ojos desesperado. El monje mostró su más tétrica sonrisa. - Jaque… mate – dijo con extrema lentitud. Biser se levantó enfadado y dio una vuelta a la habitación. Sus manos temblaban compulsivamente y su rostro, desencajado, mostraba un dolor más profundo. - ¡Pregunte! – dijo apoyando sus manos en el tablero frente al monje. - ¿Quieres saber como terminará tu vida? Biser se sorprendió una vez más con las preguntas del monje. Se sentó mirando su pálido rostro. No conseguía entender el sentido de unas preguntas tan extrañas. ¿Por qué estaba tan interesado en su padre? ¿Por qué la vida y la muerte habían marcado sus preguntas? Biser pensó su respuesta durante unos segundos. Caminaron hacia la iglesia saliendo de la pequeña sala. La visión del altar concedió a Biser una fuerza renovada.
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- No, no quiero saber como acabará mi existencia. Sé que soy dueño de mi destino, aunque tú no lo creas. De nada sirven tus argucias y tu alquimia contra mi voluntad y determinación. ¡No estoy dispuesto a dejar que controles mi vida! – gritó desafiante. - El futuro está escrito Biser… ¡y soy yo quien lo escribe! – el monje levantó la voz – Yo controlo el futuro. - ¿Podría jurarlo? – dijo Biser. - ¿Jurar? ¿Por quién? ¿Por Dios? ¿Por Jesucristo? ¿Primero o segundo? – respondió el monje sonriendo. - Júrelo por el Eje del Mundo. El monje calló, su rostro volvió a ensombrecerse, su mirada se volvió fría y hostil, sus blancos ojos se clavaron en los de Biser. - El Eje del Mundo no tiene nada que demostrar. Es posible que me equivocara con usted. Le agradecería que se marchara. Adiós. Una antorcha se iluminó tras el altar mostrando una puerta oculta hasta entonces. Biser caminó hacia ella, se detuvo unos instantes mientras la abría, giró su vista hacia el monje, esperaba no verle, pero seguía allí, junto al Axis Mondi. El monje hablaba con otro monje más joven sumido entre sombras, que había llegado sin hacer ningún ruido. Biser no podía escuchar desde el umbral de la pequeña puerta. El monje gesticulaba y apoyaba sus manos sobre el libro. Protegido por la oscuridad del altar asentía con cierta vehemencia. Biser agudizó su oído intentando escuchar sin éxito, súbitamente la puerta comenzó a cerrarse sin tocarla. Biser la empujó pero no podía detenerla. Mientras entraba en un oscuro pasadizo volvió su vista hacia el altar, una débil ráfaga de 193
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luz, proveniente de la luna escapando de las nubes, hizo que Biser pudiera ver el rostro del joven monje. Aunque habían pasado varias semanas y su aspecto había cambiado, Biser reconoció al endeble muchacho que quedó completamente embelesado por la extraña oración que el ciego monje profetizó el día que McGlure fue retenido por el monasterio. La misma profecía que amenazaba el reinado del rey Carlos I de España y V de Alemania. Mientras corría por el pasadizo hacia una débil luz en el final del túnel, Biser se prometió a sí mismo acabar con los planes del monasterio. Pero… ¿qué plan habían creado para el Rey más poderoso de Europa?
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CapĂtulo XXVII
Perdonar siempre a tus enemigos, Pero no olvides nunca sus nombres. Robert Kennedy.
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Welwelsburg - Alemania
Dentro del castillo de Welwelsburg la humedad penetraba en los huesos y la oscuridad rodeaba al visitante. Las altas almenas y la sólida construcción de la muralla resultaban intimidantes. Himmler les esperaba en su despacho. Arnold Gabo y Andreas Berguen eran acompañados por el capitán Bruno Lech. - Buenas tardes, señores – dijo Himmler mirando a los arqueólogos sentado tras una amplia mesa de nogal. - Buenos tardes – respondieron ambos. - Han realizado ustedes un gran trabajo reuniendo las siete reliquias que encierran el secreto de la tumba que halló Rommel. ¿Han “sabido” descubrir el misterio que tenemos ante nosotros? - Creo que sí, señor – respondió Berguen con seguridad – Las siete reliquias nos ayudarán a descubrir el modo de escribir el futuro. - ¿Está seguro? – preguntó Himmler con una mínima sonrisa en su rostro. - Sí – afirmó Berguen sin poder evitar pensar que Himmler le ocultaba algo.
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- Bueno, yo no estoy tan convencido. Y por ello he realizado mi propia investigación. Berguen y Arnold se sentaron mientras se miraban sorprendidos. - Durante los últimos meses he estudiado de manera intensa distintas leyendas germánicas y helenas llegando a la conclusión de que el hecho de intentar adivinar el futuro se convirtió en el gran desafío de ambas culturas en un momento de su historia. Los grandes pensadores intentaron con mayor o menor éxito establecer las condiciones necesarias para poder marcar el futuro. Pero yo he ido más lejos. ¿Han oído hablar de lo que los teólogos han denominado: los años perdidos de Jesucristo?- preguntó Himmler. - Sí – respondió Arnold, adelantándose a Berguen – Hay un intervalo en la vida de Jesús sobre el que no hay datos certeros. Comprende desde que cumplió doce años hasta aproximadamente los treinta, momento en que su vida pública le llevará a ser el centro de una revolución religiosa sin igual. - Así es – asintió Himmler – Pero, ¿qué ocurrió durante esos años? Realmente es un misterio aunque en los últimos años, una teoría ha cobrado una inusitada fuerza. Varios teólogos consideran que Jesús pasó esa época de su vida en Egipto, absorbiendo su cultura y forjándose una fama, digamos, inmerecida. - ¿A qué se refiere exactamente? – preguntó Berguen. - Varias crónicas egipcias de la época muestran a Jesús como un tipo de “mago”, capaz de realizar distintos actos o hechos que demostraban su singularidad. Lejos de parecer una alabanza, el término mago, o cualquiera similar, en el Egipto de la época era considerado una 197
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característica peyorativa y reprobable en la conducta de cualquier persona. Lo cierto es que cuando Jesús regresa de su “vida” en Egipto, pasa a ser figura trascendental pública y socialmente, hasta el punto de cambiar la historia, lo cual es, cuando menos, extraño. Pasando por alto la biografía de Jesús, hemos de detenernos en lo que realmente nos ocupa. Nadie duda ya de la existencia de un código oculto en los textos que conforman la Biblia. Gracias a los investigadores americanos, el sistema más empleado para la extracción de los mensajes cifrados dentro del texto es el denominado ELS, o Sistema de Letras Equidistantes. Básicamente, se establece una cuadrícula dentro de cualquiera de los pasajes de la Biblia, con las mismas proporciones horizontales y verticales. Dentro de este cuadro se marca una condición, que es la distancia entre letras. Por ejemplo, se determina señalar una letra cada cinco, marcando las letras que resultarían de esta simple ecuación. Dentro de la cuadrícula aparecen palabras y mensajes bastante claros, que hacen referencia a hechos que han sucedido en la historia. De esta manera hemos logrado algunos ejemplos sorprendentes, en el Génesis encontramos una cuadrícula que mostraba las palabras: América, descubrir y Colón. Una prueba definitiva, el Evangelio de San Mateo nos mostró Adolf, Alemania y Tercer Reich... - Conozco esos estudios y ninguno hace referencia a hechos futuros… – interrumpió Berguen. - Quizás por que no conocemos la manera de buscarlos y mostrarlos. Sólo podemos comprobar los sucesos que conocemos, es seguro que podríamos extraer palabras inconexas que forman parte del futuro, pero sin una referencia de lo que buscamos nos resultan inútiles. - ¿Dónde nos llevan estos avances? – preguntó Arnold.
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- A una seria afirmación – respondió Himmler, con una ligera sonrisa – Estoy convencido de que Jesús, en Egipto, aprendió a ver el futuro, supo codificarlo y enseñarlo al mundo. Para ello adoctrinó a sus apóstoles, les guió y les mostró la manera de ocultarlo en el libro que es el centro de su doctrina: la Biblia. - Una afirmación arriesgada… - dijo Berguen con cierta prudencia. - No a la luz de los últimos descubrimientos – respondió Himmler de manera autoritaria. - ¿Qué descubrimientos? – preguntó Arnold Gabo. - Tengo en mi poder un papiro egipcio, encontrado por el Gran Napoleón Bonaparte tras pasar una noche entera encerrado en la Gran Pirámide. En él aparece una extraña relación de objetos, asociados al culto cristiano, que no tenía por qué existir y menos aparecer grabados en un documento tan antiguo. Objetos como una cruz, un clavo, una copa, un arca, una lanza y una especie de sábana. ¿Qué les muestra este dato? – pregunto Himmler poniendo a prueba a los arqueólogos. - La única solución que se me ocurre – respondió Berguen tras pensar unos instantes – es que los objetos mostrados en el papiro sean realmente egipcios y no cristianos. -¡Efectivamente! – exclamó Himmler – Los objetos mostrados en el papiro eran objetos de culto de la Secta de Kyra, una poderosa sacerdotisa, famosa por su dominio de las artes ocultas. Pero, ¿por qué esos objetos han marcado de manera tan importante la fe cristiana hasta lograr convertirse en reliquias y objetos de culto por millones de católicos? – dijo Himmler mirando a sus invitados que encogieron los
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hombros esperando su respuesta – ¡Única y exclusivamente porque Jesucristo los hizo divinos! Berguen y Arnold se miraron sorprendidos. - No se sorprendan. La cultura egipcia logró desarrollarse a un nivel impropio de su época histórica. Consiguió hitos tecnológicos, sociales y políticos los cuales, aún hoy, siguen sorprendiéndonos. ¿Por qué no pensar que poseían el poder de conocer el futuro? Esa opción justificaría gran parte de sus logros. Hemos descubierto que los objetos representados en la piedra hallada por Rommel, en el papiro de Napoleón y en varios documentos de la Secta de Kyra, alineados de manera concreta y en un momento determinado del día, dentro de una hora y media para ser exactos, obrarán el milagro. ¡Conseguiremos tener conocimiento de lo que nos depara el porvenir! - Eso es impo… - Berguen controló sus palabras – eso es increíble – dijo más tranquilo. - No lo crea profesor. La vida esconde secretos que no conocemos y por ello no son imposibles – respondió Himmler – Ahora vengan conmigo – ordenó levantándose hacia la puerta. Recorrieron los pasillos del castillo, descendiendo varias plantas hasta llegar a la Cripta Walhalla. Observaron ante ellos las criptas de los miembros más destacados de la Orden Negra de las SS. En varias de ellas rezaban epitafios referidos a sus moradores, mientras otras esperaban a sus futuros inquilinos mostrando sus nombres grabados en una pequeña tablilla de madera. Arnold observó el nombre de Einrich Himmler grabado en el lugar reservado para el Gran Maestro de la Orden Negra. Un escalofrío recorrió su espalda ante la sobrecogedora 200
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visión de las siete reliquias reunidas en el centro de la sala rodeadas por las runas germánicas grabadas en el suelo. - Observen – les instó Himmler – Según los papiros de Kyra la Vera Cruz, el Clavo de la Cruz de Cristo, la Corona de Espinas y la Lanza Sagrada han de ser alineados perfectamente con los cuatro puntos cardinales, situando en el centro el Arca de la Alianza. En el interior de la misma, que por cierto – dijo Himmler mirando a Berguen – estaba vacía, hemos de introducir la Sábana Santa envolviendo un libro muy peculiar… - ¡Un libro! – exclamó sorprendido Berguen. - Así es profesor – dijo Himmler mostrando cierto enfado por ser interrumpido – he de recordarle que el motivo final de este experimento es el de lograr tener el futuro escrito. - ¿Y que tiene ese libro de particular que le hace tan excepcional? – preguntó Arnold. - Hace años, nuestro Fhürer, logró hacerse con un libro que le mostraba todos los hechos significativos que iban a suceder en los próximos años e incluso alguno anterior que confirmaba la veracidad de lo escrito. Desafortunadamente el libro está incompleto y el último dato referido es de hace varios meses. Ese libro, llamado Axis Mondi, es el libro que hemos introducido en el Arca rodeado de la Sábana Santa. Según los papiros de Kyra en él aparecerá escrito el nuevo futuro. - Pero… ¿cómo? – preguntó Berguen mostrándose sobrepasado por la situación.
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- Dentro de unos minutos – respondió Himmler mirando su reloj – la constelación de Atenea se alineará con una antigua estrella egipcia que representaba al Dios Osiris, ocurre una vez al mes, en ese momento verteremos una gota de la Sangre de Cristo en una abertura del Arca de la Alianza señalada por la Lanza Sagrada. La Sangre de Cristo, el Santo Grial, grabará en el libro el futuro que nos aguarda. - ¡Sorprendente! – exclamó Berguen recorriendo la sala nervioso. - Ahora debemos esperar – dijo Himmler mientras abría la puerta y varios miembros de la Orden Negra ocupaban sus asientos. Arnold Gabo y Andreas Berguen se apartaron, situándose en una esquina. - Maestro – susurró Arnold – realmente cree posible lo que dice Himmler… - ¿Por qué no? – respondió Berguen mirando a Arnold fijamente – acaso no hemos vivido situaciones increíbles en estos últimos meses. Creo en lo que no conozco, Arnold, siempre lo he hecho. Pero no puedo evitar sentir temor ante la posibilidad de que Himmler tenga razón. - ¿Por qué? - No creo que sea una buena opción que Himmler y el partido Nazi controle el futuro de la Humanidad. Arnold notó cómo un nuevo escalofrío recorría su espalda. En ese momento Himmler se acercó al Arca vestido con una túnica negra y llevando en sus manos una copa que sin duda contenía la Sangre de Cristo. 202
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- ¡Hermanos! – exclamó dirigiéndose a los demás miembros de la Orden Negra – Hagamos historia. Himmler vertió una gota de la Sangre en las manos de uno de los querubines situados en la tapa del Arca. Pasaron unos segundos expectantes, antes de que el Arca se iluminara con un resplandor intenso de luz blanca que llenó la sala como si no hubiera paredes y el sol entrase por el techo. Todos los presentes tensaron sus músculos y no pudieron evitar dar un paso atrás pese a no perder de vista el Arca y su contenido. Súbitamente la luz desapareció. Un murmullo recorrió la sala. Himmler se acercó al Arca, levantó la tapa e introdujo sus manos en el interior. Sacó la Sábana Santa empapada en sangre. Un ahogado grito se oyó entre las paredes de la Cripta. Abrió la Sábana y contempló el libro, no tenía manchas de sangre, abrió las tapas contemplando la primera hoja… - ¡Maldición! – gritó con voz estridente. Comprobó varias páginas hasta cerrar el libro y mirar a su alrededor. Buscó con su mirada la de Berguen - ¡Berguen! ¡Venga aquí! - ¿Qué ocurre? – preguntó Berguen con voz temblorosa. - Observe – dijo Himmler mostrándole el libro. Berguen abrió las tapas de cuero marrón y recorrió varias páginas del libro. Todas estaban teñidas de rojo, no había nada legible, sólo páginas y páginas completamente cubiertas de sangre, pero secas. - No lo entiendo – dijo Himmler aturdido – no lo entiendo, hemos seguido al pie de la letra las indicaciones de Kyra. Esto no es posible que suceda.
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- Quizás… - Berguen se arrepintió una vez más de no controlar su lengua cuando una idea descabellada cruzaba su mente. - ¡Dígalo! – ordenó Himmler recobrando su helada mirada. - Quizás – prosiguió Berguen – este no sea el libro adecuado. Parece lógico pensar que el nuevo futuro sea grabado en un nuevo libro. Un libro en blanco que permita la correcta grabación de lo que nos espera… - Exacto. Es lógico lo que dice. Explica perfectamente lo que acaba de suceder. Perfecto Berguen, perfecto. Sé donde encontrar ese libro. Berguen, Gabo – dijo Himmler mirándolos fijamente – su trabajo ha terminado. A partir de este momento la Orden Negra continuará su trabajo. - Pero no… - Berguen sintió un nuevo miedo – No creo que deba prescindir de nosotros, podemos encontrar el libro y ayudarles. Sin duda somos útiles. - Como le he dicho, sé donde encontrar el nuevo libro y ¡no necesito sus servicios! – la voz de Himmler se convirtió en un alarido – El capitán Lech les acompañará a su nuevo destino. La puerta de la cripta se abrió, en el umbral apareció la silueta de Lech recortada de las sombras. Arnold y Berguen se dirigieron hacia la puerta, algo en su interior les decía que no todo era tan sencillo. Subieron las escaleras hacia el exterior del castillo. En la puerta un destacamento de las SS les esperaba junto a un vehículo. El capitán Lech se acercó a un soldado y le ordenó bajarse del coche, él mismo llevaría a los investigadores hacia su destino. Los arqueólogos 204
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subieron al coche empezando a ser conscientes de la última orden de Himmler. Arnold miraba a través de la ventanilla buscando la manera de escapar mientras Berguen parecía resignado a su suerte. El coche recorrió durante varios minutos la carretera que penetraba en el bosque que rodeaba el castillo de Welwelsburg. Se detuvo en el arcén cuando el castillo era un pequeño punto entre los árboles. Lech bajó del vehículo y abrió la puerta. Arnold y Berguen bajaron, Arnold miraba a Lech con los ojos inyectados de odio, Berguen miraba al suelo. - Señores – dijo Lech con voz pausada – he recibido órdenes directas de mis superiores… - miró a los arqueólogos – en las últimas semanas me han mostrado que hay cosas que no entendemos, misterios preparados para ser descubiertos y hechos que no son lo que parecen. Creo en ustedes y no en las órdenes que he recibido. Por primera vez en mi vida he de desobedecer lo que me han ordenado. No creo que su esfuerzo merezca una ejecución militar absurda en un bosque perdido. Arnold y Berguen miraron a Lech sorprendidos e intentando controlar las lágrimas en sus ojos. - Si recorren ese sendero – Lech señaló un estrecho camino que se adentraba en el bosque – llegarán a una línea férrea, a partir de aquí están solos. Diré a mis superiores que están enterrados en el bosque, no creo que nadie pregunte, intentaré ganar el mayor tiempo posible si es necesario, pero no puedo asegurarles nada. Berguen y Arnold corrieron hacia el camino. Desde el pequeño refugio de un árbol Arnold se volvió hacia Lech. - ¡Gracias! – gritó.
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- Gracias a ustedes – contestó entre dientes Lech mientras saludaba con el brazo a los investigadores que corrían colina arriba.
En el Castillo de Welwelsburg comunicaciones.
Himmler llamó al oficial de
- Dígame señor. ¿Cuáles son sus órdenes? - Mande este telegrama al oficial de la GESTAPO en Ciudad del Vaticano. Necesito un libro que esconden allí.
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Capítulo XXVIII
Comed en casa como si comiérais en la del Rey. Confucio.
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Wittenberg - Alemania
Después de toda la noche caminando, el amoroso abrazo de su mujer se le antojaba a Biser lo más parecido a la entrada al paraíso. Durmió durante horas, asimilando lo vivido y peleando con sus sueños tornados en pesadillas. Se despertó con el cálido sol del mediodía, su estómago rugía mientras se vestía y su nariz acaparaba el aroma de un jugoso asado. Se sentó en la mesa, callado y pensativo, mientras su mujer le ofrecía un plato lleno de humeante y sabrosa carne de cerdo con verduras. - Delicioso - exclamó Biser al probar el primer bocado - Realmente delicioso. No dijo nada más, su hambre era feroz. Comió en silencio y sin pausa. Acabó su plato, una hogaza de pan y casi una jarra de vino. Saciado estiró sus brazos hacia el techo mientras su espalda crujía en su silla. - Tenías bastante hambre - dijo Krissa. - Sí, demasiada. - ¿Dónde fuiste anoche?- reprochó sin ocultar su enfado. - Tenía cosas que hacer - respondió Biser secamente.
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- Has vuelto al monasterio - concluyó Krissa mirándole fijamente a los ojos. - Tenía que hacerlo. Conozco de sobra tu opinión y me da igual lo que pienses. Sé que nunca podrás entenderlo. - ¡¡Quizás no lo entienda!! ¡¡Quizás tampoco quiera entenderlo!! - gritó Krissa – Hace un mes que nos casamos y me paso los días buscándote en los campos, en el bosque, en el granero… Siempre te encuentro distante, perdido, ensimismado en unos pensamientos que nunca me cuentas. ¿Es eso lo que merezco? ¿Es lo mejor que puedes darme? - Es mejor así. - ¿No crees que yo, tu esposa, puedo decidir si es mejor o no? - No, no sabes nada de mí. No sabes por qué estoy aquí. Por qué me encierro en mí mismo. Busco una solución a un dilema que me está consumiendo y sólo busco protegerte de él. - Quiero saber y tú no me dejas. Quiero compartir y no me lo permites Krissa se dirigió enfadada hacia la puerta –…la próxima vez que pongas tu vida en peligro, cuando vuelvas al monasterio de esos malditos monjes, piensa que vas a ser padre. Y que tu hijo tiene derecho a conocerte El golpe de la puerta al cerrarse no sacó a Biser de su sorpresa. Su rostro quedó petrificado y su mirada perdida en el vacío de la habitación. Tras unos minutos, sonrió mientras levantaba su copa frente a él, Un hijo, brindo por ti, hijo mío, pensó. Bebió su copa de un trago, se levantó y cogió su zurrón, todavía con la sonrisa en los labios se giró
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en el umbral de la puerta. Miró la amplia sala de la casa de los Storg, respiró profundamente y cerró despacio. La parte baja del pueblo no era el lugar más idílico de la zona. Los viejos y los enfermos eran repudiados a este lugar. Ello atraía a ladrones y malhechores. Cada una de sus estrechas calles olía a muerte y putrefacción. Biser no hubiera bajado nunca a esta zona. Pero charlando con su suegro sobre el monasterio le comentó que su padre en cierta ocasión le contó que encontraron un monje medio ahogado cerca del río. Le cuidaron y cuando se encontró mejor, escapó. El monje no consiguió huir demasiado lejos, las gentes del pueblo lograron apresarle y le hubieran ahorcado, pero empezó a hablar, a contar la historia de cada uno de los habitantes del pueblo. Le tomaron a medias por loco y a medias por brujo, ahorcarlo traería la mala suerte a la aldea. Se decidió expulsarle a la parte baja del pueblo. Desde entonces vivía allí, ya hacía más de cincuenta años. Aunque quien le había podido ver en este tiempo contaba que seguía teniendo el mismo aspecto que cuando lo apartaron a los suburbios. Biser empujó la puerta de la taberna El Tuerto Dentro un “selecto” grupo de mercenarios bebían, jugaban, e incluso dormían junto a prostitutas y ladrones. Varias mesas servían de cama a quien había gastado su dinero en agria cerveza; en otras, prostitutas medio desnudas fornicaban con hombres vestidos con andrajosos uniformes de soldado. Biser se acercó a la barra, un fornido posadero le miró con su único ojo sano, no pudo evitar sonreír al recordar el letrero de la entrada. - Es posible que tú también pierdas un ojo en este lugar… o quizás los dos si sigues riéndote, ¡imbécil!
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- No creo - contestó Biser – No veo nadie capaz de hacerlo, este tugurio está lleno de despojos humanos que no asustan a nadie. - ¿Quieres probar tu suerte, estúpido? Muy bien, te complaceré - el tuerto tabernero se giró cogiendo de un estante un grueso garrote. - ¿Así que tienes el valor de enfrentarte a alguien que ha entrado dos veces en el monasterio y vive para contarlo? - espetó Biser. El tabernero dudó, sus piernas temblaban, dejó el garrote en el estante. - He oído hablar de ti. Dicen que apareces y desapareces, que por eso has podido entrar y salir del monasterio, ¿es verdad? - Es posible – dijo Biser sonriendo nuevamente – Estoy buscando al viejo monje. -¿Por qué? - ¿Quieres que me enfade? Dime dónde encontrarlo, dímelo ahora mismo. - Está ahí, detrás de las columnas, en la última mesa. Siempre está ahí. Biser miró al fondo de la taberna, entre dos columnas se abría una pequeña sala con varias mesas y sillas. Con cierta precaución caminó hacia la sala. En la última mesa, como dijo el tabernero, aparecía entre sombras la silueta de un hábito. Lentamente Biser se acercó a la mesa del monje, se paró frente a la mesa, miró fijamente la amplia capucha que cubría el busto del individuo. - Creo que usted y yo tenemos algo en común - dijo Biser.
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La figura sentada frente a él ni se inmutó, ni le miró, ni hizo ningún movimiento. - Creo que usted y yo tenemos algo en común - dijo de nuevo Biser – Deberíamos hablar de ello, ambos hemos estado en el monasterio. La figura sentada frente a él no se inmutó, no le miró, ni hizo ningún movimiento. El monje permanecía inmutable en su asiento, el miedo hacia el monasterio le había abierto distintas puertas entre los habitantes del pueblo. En varias ocasiones había utilizado el temor y la superstición para lograr información y datos. Pensó que el monje se sentiría intrigado por él y las situaciones que había vivido, pero ahora no estaba tan convencido de ello. - Creo que me he equivocado de persona, a quien busco le interesaría conocer el secreto del monasterio… - exclamó Biser, mientras se daba la vuelta caminando hacia la entrada. Los segundos se hicieron interminables en su último intento de conversar con el monje. - Yo creé ese secreto - susurró el monje con voz cavernosa y grave. Biser se dio la vuelta, se sentó rápidamente frente al monje. Este levantó la vista y se retiró el hábito que cubría su rostro. Biser se retiró asustado hasta caerse de la silla. Al levantarse observó el cráneo sin pelo, la piel albina, la oscura boca, la aplastada nariz y aquellos inquietantes y vacíos ojos, que fijamente le observaban.
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- Tú, otra vez nos vemos - acertó a tartamudear mientras volvía a sentarse. - ¡¡Qué estúpido eres!!, no te he visto en mi mísera vida. Me confundes con Felipe, el monje superior del Monasterio, mi predecesor. Biser había abierto los ojos y la boca como nunca antes. Movió la cabeza de un lado a otro recopilando fuerzas para volver a preguntar: - ¿Quién es usted? - No soy nadie. Antes era el monje superior del Monasterio de Wittenberg, máxima autoridad de Los Guardianes del Eje del Mundo, pero ahora no soy nada – el tono de voz del monje pasó de un grito de orgullo a un débil susurro timorato y miedoso. - ¿Usted estuvo al mando del Monasterio? El monje asintió lentamente con la cabeza. - Ayúdeme, necesito saber qué debo hacer. Mi mentor, McGlure, ha caído en las redes del monje superior, Felipe. Estoy convencido que en contra de su voluntad y quiero ayudarle a escapar. - No te has dado cuenta de nada - se lamentó el monje, con una actitud condescendiente y aparentemente sincera – Eres demasiado estúpido o demasiado ingenuo. No es McGlure el importante, lo eres tú. Tu futuro está escrito en Axis Mondi y no puedes hacer nada para cambiarlo. En determinados momentos de la historia los actos, la vida de un personaje, se sitúa en el centro de la vida de otras personas más poderosas e influyentes. Esa persona está en el centro, en el punto de inflexión del Eje del Mundo. En ese momento con sus actos y consejos esa persona 213
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es la llave de la historia. Tú eres el punto de inflexión del eje en esta época, lo que tú hagas, lo que suceda, las decisiones que tomes marcarán el futuro durante siglos. Tú eres el más importante y ni siquiera lo sabes. - ¿Qué debo hacer? No sé por dónde empezar, pensé que el libro podría mostrarme el camino, pero no sirvió de nada. - Quizás no era el libro adecuado. - ¿A qué te refieres? - Para poder aprender una lección, nadie empieza por el final. El libro que viste nos habla del futuro próximo basado en un pasado anterior, quizás no fuera el más apropiado. - Quieres decir, ¿que existe un libro sobre el pasado?. - Obviamente, sería estúpido pensar que todo el conocimiento y circunstancias de la humanidad estuvieran escritos en un solo libro. Además solo el pasado unido al futuro genera un equilibrio, es lógica la existencia de ambos. - ¿Dónde está ese libro? – inquirió Biser. - Lejos de aquí. - ¿Dónde? Debo encontrarlo. - ¿Por qué razón debería revelarlo? - preguntó el monje con una siniestra y burlona sonrisa en su pálido rostro. - Por la misma razón que te obligó a huir del monasterio.
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El rostro del monje se paralizó, sus ciegos ojos vigilaban cualquier movimiento de Biser. Tras unos segundos lentamente susurró: - Dos calles más debajo de la Plaza del Triunfo, en Roma, hay una pequeña casa con puertas rojas. Dile a Abraham que Axis Mondi ha sido abierto. Lentamente se puso la capucha cubriendo su rostro y volvió a su inicial postura de meditación. Biser se levantó dirigiéndose hacia la puerta en silencio. Un brillo curioso iluminaba sus ojos. Mientras caminaba por las oscuras calles junto a la taberna, vino a su memoria el recuerdo de su mujer, Krissa. La imaginó engordando, gestando a su hijo en su interior. Sonrió, le reconfortaba la idea de ser padre, cuando solucionara esta situación pasaría el resto de su vida cuidando de su familia y del campo. Un carro con el fruto de la cosecha pasó junto a él, los campesinos viajaban con sus fardos de grano hasta mercados en ciudades más populosas con el fin de vender su mercancía y regresar con herramientas y útiles que no podían conseguir en su pueblo. Biser dejó pasar tres carros más y en el quinto se subió con disimulo, aunque los campesinos solían transportar a cualquiera que pudiera hacerles más agradable el viaje. Tras varias semanas saltando de carro en carro, durmiendo bajo la lluvia, caminando por calurosos valles, pasando hambre, viviendo de la caridad de campesinos. Biser miró a su alrededor apreciando la grandeza de Roma y en concreto de la Plaza del Triunfo. Embelesado por la magnificencia y majestuosidad de los edificios recorrió la plaza, tomó la salida Norte, recorrió dos calles, no encontró ninguna puerta roja. Regresó a la Plaza, salió por la puerta Sur, dos calles más abajo, escondida entre muros y sombras vio dos pequeñas puertas rojas. Golpeó dos veces la teñida madera, esperó,
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Biser volvió a golpear más enérgicamente. Nada. Cuando preparaba nuevos golpes, un leve crujido acompañó la puerta al abrirse. Biser entró con recelo en la estancia, sin más claridad que la que penetraba por la estrecha puerta abierta. La habitación quedaba sumida en un manto de sombras y siluetas. - ¿Qué quieres? - una vez más una voz grave y tenebrosa sobresaltaba a Biser. Biser volvió su cara hacia la voz, entre sombras, en un enorme sillón, acertó a vislumbrar la silueta recostada de un monje. - ¿Eres Abraham? - preguntó. - Podría serlo - respondió la enigmática silueta desde las sombras. El monje retiró la capucha de su hábito. Su blanca piel le dotaba de luz propia, su rostro agrietado y sus ojos ciegos eran ya familiares para Biser, aunque en este monje advirtió un aspecto más cansado y viejo. Sus movimientos eran torpes y lentos, su voz no era tan firme como la de los anteriores monjes. - Mi mensaje sólo puede ser oído por Abraham. Vengo del Monasterio de Wittenberg . El rostro del monje cobró vida, sus ojos se abrieron e intentó sin conseguirlo incorporarse en el sillón. - Yo soy Abraham – dijo. Biser le miró con aplomo y seguridad. - Axis Mondi ha sido abierto – exclamó. 216
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El rostro del monje volvió a contraerse, su débil cuerpo se estremeció. - ¿Qué necesitas? - Necesito el Axis Mondi del pasado. El monje le miraba, sus vacíos ojos parecían valorar el alma de Biser buscando algún defecto o virtud, tras varios minutos exclamó: - En el armario del fondo, en el tercer cajón lo encontrarás. Llévalo contigo, ese libro ha condenado mi vida, pero tu alma es más pura y fuerte. Tú sabrás usarlo. Cuídalo, pero no le temas. Y sobre todo, aprende de él. Sólo quien conoce su pasado puede enfrentarse a su futuro. Biser no contestó, había algo en la voz del monje que le tranquilizaba, se acercó al mueble señalado, en el tercer cajón encontró el libro. Respiró profundamente, lo miró con detalle, era similar al del monasterio de Wittenberg, quizás más viejo y raído. Lo cogió, notó su fuerza mientras lo guardaba en su zurrón. Se volvió hacia el monje Abraham, pero el sillón estaba vacío. Lentamente cerró la pequeña puerta roja, no volvió a mirar la estancia, algo en su interior le hacia mirar hacia delante, sólo hacia el futuro. Caminando hacia la Plaza del Triunfo, notó un tremendo peso sobre sus hombros. Quizás el cansancio pasaba factura o quizás el libro empezaba a formar parte de él. Al final de la Vía Armensaro una pequeña iglesia ofrecía refugio al viajero. Biser entró, la paz de un lugar santo calmaba su espíritu. Un clérigo salió a su encuentro: - Bienaventurado seas y bienvenido a la casa de Dios.
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- Gracias, padre. Me llamo Draco, Biser Draco, ayudante del diácono McGlure, quisiera saber si puedo recuperar fuerzas unos días para proseguir mi viaje. - Por supuesto, hermano. Mi nombre es Paolo Belloni soy el párroco de esta iglesia. ¿Hacia dónde viajas, si no es imprudencia preguntar? - Aún no lo he decidido, he de meditarlo unos días. - Los caminos del Señor son inescrutables e infinitos. - Así es, padre. - Disponed del tiempo que precise, tras el altar hay una pequeña habitación donde podrá descansar y rezar. Tengo que abandonarle, reclaman mis servicios cerca de la Plaza del Triunfo, parece ser que un viejo monje ha muerto y debo concederle un entierro digno. Biser notó el pánico en su propio rostro mientras se volvía para observar al párroco corriendo hacia la puerta. Caminó hacia el altar. Atravesó la puerta y una habitación con una cama, un escritorio y una elevada ventana le dieron una gélida bienvenida. Dejó el zurrón sobre la cama. Su cabeza daba vueltas pensando en el viejo Abraham, ¿sería casualidad?, ¿era la hora del viejo monje, o al retirar el libro de su custodia le había arrebatado el sentido de su existencia? Aturdido se puso en pie, caminó en círculos por la habitación intentando pensar. Salió de la estancia, el pequeño altar permitía ver cada metro de la iglesia. Su cabeza hervía entre febriles ideas. Si realmente era el centro del Eje del Mundo podía haber matado al monje al retirarle el libro, recordó las palabras del viejo monje loco asegurándole que todos sus actos tendrían consecuencias. Pero su objetivo era proteger el futuro del Rey de España, debía ayudarle aunque no supiese por donde continuar. 218
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Biser caminaba por el altar, se detuvo frente a un crucifijo sobre una blanca mesa de mármol. Le miró fijamente rogando con su mirada una solución a sus pesares, respuesta que no obtuvo. Un fuerte y agudo dolor atravesó su cabeza como un rayo. Extendió sus brazos hacia el cielo mientras sus vértebras crujían al encajar unas con otras. Apoyó las manos sobre la mesa y fijó sus ojos en los pies de Cristo crucificado. Sobre el pequeño clavo aparecía un número romano, I. Mientras Biser regresaba hacia su habitación pensaba: - Jesucristo primero. Primero, que pensaría el cura de esta iglesia si supiera que existió un Jesucristo segundo. Una vez más Biser sonrió, pero ahora no estaba pensando en su hijo. Se dirigió hacia una modesta habitación junto a la sacristía. Estaba agotado y un reparador sueño le aclararía sus ideas. El sol despertó pleno e inmenso sobre la capital italiana. La pequeña ventana de la habitación de Biser absorbía la luz de la calle llenando la diminuta estancia. Biser se despertó sudoroso tras una noche de pesadillas y miedos. Sobre el escritorio, encontró una fuente con frutas y vino, y en una esquina, una silla con ropa limpia y un barreño con agua. Instintivamente, Biser buscó en su lado derecho, el zurrón no estaba, se levantó impulsado por un resorte, a los pies de la cama estaba su preciado equipaje. Primero se lavó y vistió, después, mientras desayunaba, abrió el libro sobre el escritorio. El tacto de sus viejas hojas devolvió a su memoria el amplio altar de Wittenberg, en esta ocasión podía ver páginas y páginas escritas en una excelente caligrafía, ordenadas cronológicamente. Un cuidado y detallado informe de cada hecho relevante y destacado de los últimos cincuenta años en todo el mundo. Ideales políticos, religiosos, alzamientos, derrotas, cambios 219
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sociales, enlaces reales, acuerdos, cualquier detalle que pudiera modificar de alguna manera un relativo orden. Incluso existían varios apartados para cada intervalo temporal, con el fin de localizar cualquier fecha con la máxima facilidad. Hojeó el libro, la cuantiosa acumulación de datos se le hacía monótona y engorrosa, pasó y pasó cientos de páginas. Llegó al final del libro, fechado dos años antes de la fecha actual, leyó un llamativo vaticinio: …Del centro de Europa acudirán ante el Eje del Mundo dos religiosos, uno curioso e inteligente y otro joven y voluntarioso. Este último posee el don, su destino marcará el camino hacia el centro del Eje. Debemos continuar, sin apartarnos de nuestro objetivo: Felipe II, Rey de España… Biser se identificó claramente en estas líneas, la amenaza contra el reinado de Felipe II volvía a aparecer en escena. Al final de la página, escrito con posterioridad y con distinta caligrafía, podía leerse: …debemos cuidarnos del joven, por sus venas corre sangre de los Guardianes del Eje. Debemos evitar que encuentre el mapa que señala el lugar del nacimiento del nuevo Jesucristo... Visiblemente desconcertado con estas anotaciones, Biser recorrió la habitación sudando y alarmado, se remojó la cara en el agua del barreño. Sangre de los Guardianes del Eje. Nuevo Jesucristo. Biser buscó en el libro años atrás, buscando la época de su nacimiento, leyó: ... en Austria nacerá la llave de la cristiandad, el porvenir del cristianismo puro, matando a su madre al nacer, verá la luz el hijo engendrado por el próximo Gran Maestre de los Guardianes del Eje: el maestro Felipe... Biser sintió cómo se desvanecía, por inercia se dirigió hacia el camastro del rincón. El monje que destrozaba su vida era su verdadero padre. 220
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Recogió el libro y su zurrón, cruzó el altar y el pasillo central de la iglesia, atravesó el umbral de la puerta y corrió calle arriba como alma que lleva el diablo. A toda velocidad cruzó la Plaza del Triunfo y sin recordar cómo, se vio abriendo las puertas rojas de la casa del monje Abraham. Agotado se sentó sobre el viejo sillón de la habitación, el sudor empapaba su cuerpo y sus ropas. Dejó caer su cabeza hacia atrás mirando el techo, intentando asimilar que su peor enemigo era su propio padre. Pasaron los minutos mientras se sentía superado por la situación, no lograba controlar sus nervios. -¿Qué le ocurre hermano?- La voz del padre me Paolo Belloni, devolvió a Biser a la realidad. - No lo sé, me siento superado por la situación. ¿Qué le ha ocurrido el padre Abraham? - Ha muerto. He pasado toda la noche velando su cuerpo hasta que esta mañana, a primera hora, se lo han llevado para enterrarlo en el cementerio que está junto a la Vía Espartana. Una muerte dolorosa. Tenía una herida muy profunda junto al pulmón derecho, provocada con un cuchillo. Cuando llegué aquí, la vecina que había mandado llamarme salió asustada, histérica. El padre Abraham estaba tumbado en el suelo de la estancia rodeado por un charco de su propia sangre. Agonizaba. Mientras la vida se escapaba de su marchito cuerpo, me miró con ojos suplicantes. Me pidió que le acogiera en confesión. Con voz entrecortada, le pidió al Altísimo el perdón que acoge su infinita misericordia. Pero algo martirizaba a nuestro noble amigo, cuando la vida abandonaba su cuerpo, entre estertores y borbotones de sangre, fue capaz de balbucear tres palabras: Pablo, Magno, Emperadores. Soy consciente de que no debería contarle nada de esto. Pero fue el propio
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padre Abraham quien me indicó que así lo hiciera. No sé muy bien qué es lo que ocurre, pero prometí al hermano moribundo que cumpliría su último deseo. Debo acompañarle en su camino. Abraham me dijo que yo podría ayudarle, debo saber el motivo de su visita. Le aseguro que estaré a su lado, le ayudaré en todo lo que precise. Nadie merece morir como murió el padre Abraham…- las lágrimas inundaron los ojos del padre Paolo Belloni. Biser se sentía apesadumbrado por la horrible muerte del anciano, notaba el dolor de Belloni como suyo propio. Durante la siguiente hora le narró a su nuevo compañero los avatares de su aventura que le habían llevado a esta situación. El rostro del padre Belloni mostró una sorpresa tras otra, ante el sorprendente relato del joven. Mesaba sus cabellos de manera insistente intentando asimilar lo que escuchaba. - El padre Abraham me entregó el Axis Mondi del pasado – dijo Biser mientras sacaba el libro de su zurrón y se lo cedía a Belloni – He encontrado varias pistas que me hacen protagonista de esta aventura sin quererlo. Por desgracia – Biser entornó los ojos – mi vida fue concebida por Felipe, el Monje Superior de los Guardianes del Eje. Desde que nací he sido utilizado para preparar un plan funesto sobre el futuro Rey de España: Felipe II. ¡¡No van a utilizarme!! – exclamó golpeando con su puño la mesa. - No les dejaremos, compañero – respondió Belloni mientras cerraba el libro – Además disponemos de una pista importante para intentar resolver este enigma. Creo que podremos adelantarnos a sus movimientos, pues ha sucedido algo que no han sabido prever. - No te entiendo – admitió Biser.
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- Han asesinado al padre Abraham pero no saben que ha hablado conmigo. No saben que estamos juntos y que nos ha dado una pista importantísima… - Las tres palabras – interrumpió Biser. - Así es – prosiguió Belloni – Pablo, Magno y Emperadores. El padre Abraham era consciente de con quién estaba hablando, tres palabras perdidas en los oídos de cualquier persona, pero no en los de un párroco que presta servicio en Roma. En el momento de escucharlas una imagen acudió nítida a mi mente. El padre Abraham nos mandaba investigar una de las Basílicas más famosas de Roma. La Iglesia Católica considera que las cinco iglesias más antiguas de Roma son la Basílica de San Juan de Letrán, la Basílica de San Lorenzo, la Basílica de Santa María la Mayor, la Basílica de San Pedro y por supuesto la Basílica de San Pablo de Extramuros. Es la segunda Basílica más grande de Roma, después de San Pedro, se encuentra a once kilómetros de ésta y según la tradición es el lugar donde el apóstol Pablo fue enterrado. La Gran Basílica de San Pablo de Extramuros básicamente es un conjunto arquitectónico que engloba varias construcciones, entre ellas se encuentra: la tumba de San Pablo, la Basílica de los Tres Emperadores y la Basílica de Gregorio Magno. Estoy completamente seguro de que el padre Abraham se refería a ese lugar concreto. - Perfecto. ¿Pero, qué hemos de buscar? – preguntó Biser. - No lo sé, aunque nadie nos molestará, esa zona está siendo remodelada y las obras impiden la entrada a curiosos. Hoy y mañana nadie trabaja en el recinto, tenemos cuarenta y ocho horas para encontrar lo que ocultan – admitió Belloni – dejemos que el destino guíe nuestros pasos – afirmó tendiendo su mano hacia Biser que aceptó 223
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el saludo, sellando su alianza incondicional – Ahora vamos, la Basílica de Pablo Extramuros está un poco alejada de aquí.
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CapĂtulo XXIX
La herida no cicatriza sobre una espina. Proverbio Africano
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Berlín – Alemania
Göering caminaba apresurado hacia el pabellón Xenón de la Chancillería. Abrió la puerta del pequeño despacho del fondo del primer pasillo del ala Oeste. Una vieja mesa y una pequeña estantería era la pobre decoración de la sala. Se dirigió hacia la pared del fondo, accionó un pequeño resorte semioculto junto a la estantería. Un trozo de pared de unos cincuenta centímetros cuadrados se desplazó hacia delante suavemente, Göering lo abrió con su mano izquierda mientras con la derecha levantaba el auricular de un teléfono. Marcó un número de cinco cifras y colgó. A los pocos instantes el teléfono sonó con un ligero zumbido, Göering descolgó. - La Operación Rabat ha vuelto a ser activada - dijo con tono enérgicoEsta tarde me reúno con el Cardenal, espero lograr mi objetivo sin tener que recurrir a ti. Recibirás nuevas instrucciones, no debes permitir que nadie te descubra, necesito un informe diario de las actividades dentro del Vaticano......- Göering calló escuchando atentamente la interrupción de su interlocutor- .....¡¡no me interrumpas!! Y no pongas excusas, harás lo que tengas que hacer, si debemos acometer la última fase de la operación tú serás el encargado de ejecutarla. Göering colgó con violencia, cerró la oculta portezuela y accionó el resorte. Caminando por el pasillo de vuelta a la Sala Principal junto al 226
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Fhürer, Göering sonrió. Un teléfono sonando en el Vaticano era una de las situaciones más normales y cotidianas, pero no cuando sonó el teléfono personal del Cardenal Cressi, mano derecha del Papa Pío XII. - Dígame - dijo fríamente. - Soy Adolf Hitler, quiero hablar con el Papa - dijo una voz estridente y aguda al otro lado del teléfono. El Cardenal logró controlar su voz mientras el resto de su cuerpo temblaba nervioso, se sentó frenético en su cómodo sillón de cuero negro. Encendió una pequeña lámpara y cogió un papel blanco y su pluma estilográfica. Respiró hondo. - En estos momentos está reunido, tengo orden de no molestarle, pero en aproximadamente una hora podrá hablar con usted ¿Puedo servirle de ayuda?- preguntó mientras entornaba los ojos temeroso de la respuesta. - Mi ejército tiene rodeada su ciudad, siguen vivos porque nosotros lo hemos decidido ¡¡¡y me dice que tengo que esperar una hora!!!- el tono de voz se había convertido en un alarido- Un enviado mío estará ahí dentro de cinco minutos, por su bien y el de su comunidad espero que sea recibido por el Papa personalmente. El ruido del teléfono al colgar le produjo un nuevo estremecimiento nervioso al Cardenal Cressi. Colgó su auricular. Frotó sus manos compulsivamente, pensó durante unos breves instantes, se levantó con suma rapidez, dirigiéndose hacia la estancia privada del Papa. No debía haber cogido el maldito teléfono. El joven sacerdote Sergio Constanzo corrió hacia la puerta principal de la residencia privada del Papa dentro del Vaticano. Al otro lado de la puerta golpeaban insistentemente 227
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apremiando para que abrieran rápidamente. Abrió la puerta, una cuadrilla uniformada y armada de las SS entró en el amplio vestíbulo. En último lugar entró el militar al mando. - Dile al Papa que el General Alemán Karl Friedrich Otto Wolf ya está aquí en representación del Fhürer, Adolf Hitler ¡¡rápido!! - ordenó gritando. - Acompáñeme señor, por favor - dijo el párroco mientras les guiaba hacia una habitación contigua al vestíbulo. El general entró en la estancia, sus soldados se colocaron fuera a ambos lados del dintel. Pío XII estaba sentado tras su escritorio. - Le traigo esta carta del Fhürer- dijo extendiendo un sobre blanco hacia el pontífice- Tiene doce horas para respondernos. Otto Wolf dio media vuelta, se dirigió hacia la puerta, agrupó a sus hombres y salieron del recinto. El Papa tardó unos minutos en abrir el sobre lacrado, leyó concienzudamente la escueta carta de Hitler. Sin adornos ni protocolo, la carta era clara y directa. El pontífice caminó por la sala en círculos, su mente hervía y su rostro reflejaba una gran tensión. Tras más de una hora cavilando, se acercó a su escritorio, pulsó el botón de un pequeño interfono. - Dígame, su Santidad - respondió el Cardenal Cressi. - Necesito que venga enseguida, es urgente - dijo Pío XII, con voz triste y cansada. Mientras el Cardenal recorría los iluminados pasillos de la residencia Papal, su mente se preparaba para responder ante su superior. Desde 228
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hacía ya cinco años tenía instalado un circuito cerrado de cámaras que le permitía conocer todo lo que ocurría en las salas principales de la casa. La reacción en el rostro de Pío XII le había alarmado. Llamó con firmeza a la puerta de su superior, no esperó su contestación y entró. Tras un escritorio de madera de nogal y adornos en marfil, se encontraba apesadumbrado el Santo Pontífice. - Quieren el libro - dijo secamente. El Cardenal Cressi abrió los ojos asustado. Miró fijamente al Papa, no encontró en sus ojos la respuesta que esperaba. Giró sobre sus zapatos negros y salió de la habitación dando un sonoro portazo.
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Cap铆tulo XXX
La hermosura es una tiran铆a de corta duraci贸n. S贸crates
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Wittenberg
El señor Storg cerró violentamente la puerta de su casa, mientras recorría nervioso la cocina y la habitación principal. Su hija Krissa entró, todo lo rápido que le permitía su voluminosa barriga, al oír la puerta y preguntó nerviosa: - ¿Qué ocurre, padre?, ¿sabes algo sobre Biser? - No, no es Biser al menos, no directamente. Es el viejo monje loco, ha aparecido muerto en un callejón tras la taberna El Tuerto, alguien le ha clavado un puñal en el corazón y después le ha arrancado los ojos. - ¡¡Dios mío!! menos mal que no era Biser, ¿por qué estás tan nervioso, siempre dijimos que el viejo monje era una amenaza para todos nosotros? - Hay algo más. Unas horas antes de aparecer muerto, estuvo hablando con un joven, con ropas de campesino y un pequeño zurrón, que afirmaba haber estado en dos ocasiones dentro del monasterio. - ¡¡Biser, Santo Dios, era Biser!! – exclamó Krissa, tapando con temblorosas manos su cara marcada por el miedo.
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CapĂtulo XXXI
La lectura es el viaje de los que no pueden tomar el tren. F. de Croisset
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Monasterio de Wittenberg
El Cardenal Cressi recorrió los pasillos del Monasterio de Wittenberg. Había mentido diciéndole al Abad Piero que su visita formaba parte de un viaje personal y turístico por los distintos lugares santos alemanes en estos tiempos belicosos y duros para el Cristianismo. Supo aguantar el pequeño interrogatorio del sacerdote Benjamín que le había acompañado hasta el claustro interior por orden del abad. Era una ventaja de ser la mano derecha del Papa, aunque los métodos no fueran los adecuados, nadie ponía en duda su autoridad ni cuestionaba sus deseos. Se detuvo frente a la gruesa puerta de madera que cerraba la biblioteca, respiró hondo, y la abrió acompañado por el chirrido de las oxidadas bisagras. El aire olía a antiguo, los estantes llenos de libros bajo la débil luz de escasas lámparas, la madera crujiendo en leves quejidos bajo sus pasos. Estaba en una de las bibliotecas más antiguas de Europa Central y le encantaban las sensaciones que estaba viviendo. Sentía que el conocimiento de siglos le esperaba suspendido de gruesos tablones anclados a las paredes. Miró a su alrededor, se dirigió hacia el pasillo situado más a la izquierda de la sala. En el primer estante cogió el tercer libro que encontró, en el pasillo central cogió el cuarto libro de la tercera estantería y en el pasillo de la derecha el segundo libro de la quinta repisa. Un breve sonido metálico precedió al desplazamiento de un tramo de la pared del fondo. Unas oscuras escaleras se mostraron ante los ojos del Cardenal. Encendió la linterna que llevaba en su cazadora y bajó los primeros peldaños. El reflejo de la luz entre telarañas le fue acompañando mientras bajaba varias decenas de
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peldaños. Notaba una fuerte presión en el pecho por el aire cargado de humedad, comenzó a ponerse nervioso al no vislumbrar el final de la escalera. En el último peldaño la luz de su linterna tembló, avisando de la corta vida de su batería. Mientras el Cardenal maldecía su falta de previsión, observó un pequeño altar entre sombras, y frente a este último, una gran mesa de mármol con un ataúd sobre ella. Se acercó lentamente al ataúd, presionó el pequeño cierre y abrió la pesada tapa de madera. Apartó la cara mirando hacia el altar, respiró profundamente en varias ocasiones y tras unos instantes alumbró con la frágil luz de la linterna el interior del féretro. Un esqueleto amarilleado por el tiempo, vestido con un andrajoso hábito, le miraba desde sus cuencas vacías con la tétrica sonrisa que dibuja una calavera. El Cardenal tragó saliva buscando remojar su seca garganta, el aire húmedo pesaba en sus pulmones y el nerviosismo crecía en su interior. Removió los viejos ropajes del fallecido, bajo ellos encontró un grueso libro. Lo agarró con fuerza notando el frío de la cubierta de piel, recorrió su contorno con las manos. Notaba cada pliegue de la curtida piel, cada tramo de cáñamo del encordado de las costuras. Lo agarró con firmeza tirando hacia fuera del ataúd. Cuando logró sacarlo, el esqueleto se giró hacia él, el Cardenal retrocedió gritando. Resbaló, cayendo hacia atrás, el esqueleto se abalanzó sobre él. Cressi gritaba preso del pánico, agarró con sus manos el cráneo y lo empujó con fuerza separándolo del tronco. Con rabia lo lanzó sobre el altar, empujó el resto de huesos contra la pared y se levantó respirando con dificultad. Tardó unos minutos en recuperar un ritmo normal de respiración, sin dejar de mirar la amalgama de huesos en que se había convertido su siniestro atacante. Lentamente recogió la linterna caída en el suelo y se aproximó hacia el libro, medio abierto junto al defenestrado esqueleto. Lo levantó lentamente del suelo, cuando lo acercó hacia su cuerpo el brazo del esqueleto se levantó hacia 234
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él. En ese momento observó una oxidada cadena que unía el grueso libro con la huesuda mano de su anterior propietario. El Cardenal comenzó a sonreír, todo el miedo pasado era motivado por una simple cadena que dotaba de una vida ilusoria a un monje muerto cientos de años antes. Más relajado dirigió sus pasos hacia la larga escalera que le devolvería a la claridad de las montañas alemanas, aunque sonreía pensado en la situación vivida, no pudo evitar volverse en el primer escalón y observar la calavera sobre el altar que parecía seguirle con su vacía mirada. Tras unos días de azaroso viaje en tren y coche, el Cardenal Cressi regresaba a su despacho en el Vaticano. Se sentía agotado, los últimos días habían supuesto un tremendo desgaste físico. Pensó que cuando hubiera terminado su misión se sentiría reconfortado, pero no era así. No podía evitar sentirse culpable por engañar a su superior y amigo Pío XII. - ¡¡Hola, eminencia!! - exclamó el padre Sergio Constanzo al ver al Cardenal, sin poder disimular su alegría- Pregunté por usted, pero no supieron darme respuesta, espero que haya tenido un buen viaje. - Sí, amigo. Ha sido un gratificante trayecto - respondió Cressi con un mal fingido optimismo- ¿Qué tal por aquí? ¿Cómo se encuentra su Santidad? - Bien, me encuentro bien, dadas las circunstancias - exclamó Pío XII, situado tras el Cardenal. Cressi se volvió impulsado por un resorte. Miró los fríos ojos de su Santidad, no pudo encontrar ninguna muestra de afecto o alegría, tampoco de odio en su mirada. Sí apreció una cierta debilidad, ojeras 235
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pronunciadas. Debían haber sido varias noches sin descansar plácidamente. - Disculpe Santidad, no me había percatado de su presencia. Regreso en este mismo instante de un pequeño viaje. Si me permite un par de horas redactaré el pertinente informe que pondré a su disposición con la mayor brevedad posible -dijo el Cardenal, su voz no tembló, llevaba varios días ensayando esta pequeña frase. - Eso espero, Cardenal - dijo secamente el Papa - Acompáñeme padre Constanzo. Ambos se dirigieron hacia la habitación particular de su Santidad, a medio camino del largo pasillo, Pío XII se apoyó sobre el joven sacerdote, giró la vista hacia el Cardenal con una mirada cansada y triste. Cressi desvió la mirada hacia el suelo, cerró los ojos con fuerza intentando contener las lágrimas, se dio la vuelta caminando hacia su despacho. Tenía que redactar un informe, tenía que volver a mentir.
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Capitulo XXXII
Quien lee sabe mucho; pero quien observa sabe todavía más. Alejandro Dumas (Hijo)
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Roma - Italia
Biser y el padre Belloni recorrieron los once kilómetros que separaban la casa del padre Abraham de la Basílica de San Pablo de Extramuros, montados en un carro de heno propiedad de uno de los parroquianos de Belloni. Mientras el carro regresaba al centro de la ciudad, Biser contemplaba el grandioso coliseo, el Arco del Triunfo… La colina que elevaba la Basílica permitía observar toda la ciudad. El sol recortaba las siluetas de piedra de cada edificio sumiéndolos en la sombra, restándoles su identidad y magnificando su presencia. La ciudad eterna parecía congelada en el tiempo, como siempre. Biser se volvió contemplando la Basílica de San Pablo de Extramuros. - Impresionante edificio – afirmó mirando a Belloni – es inmenso. - Es la segunda Basílica más grande de Roma, sólo superada en tamaño por la Basílica de San Pedro. El emperador Constantino, que reinó desde el 306 al 332, puso fin a las persecuciones contra los cristianos con el Edicto de Milán del 313, que estableció la libertad de culto. Asimismo favoreció la construcción de lugares de culto cristianos, sobre todo el vinculado a la memoria del Apóstol Pablo. Hizo construir sobre la tumba un lugar de culto de pequeñas dimensiones, lo que induce a pensar que en el lugar existía antes una domus ecclesiae, una iglesia doméstica. El papa Silvestre I consagró la Basílica el 18 de noviembre del 324. Con el fin de poder ampliar la Basílica, que se había 238
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quedado pequeña ante el gran flujo de peregrinos, fue necesario cambiar su orientación, de este a oeste. Su estructura es bizantina, tiene 131 metros de largo, 65 metros de ancho y una altura de 30 metros. Fue consagrada en el 395 por el papa Siricio. Con sus cinco naves, una gran nave central de 29 metros y cuatro naves laterales, sus 80 columnas monolíticas de granito y su cuadripórtico fue la basílica romana más grande de la época, hasta la reedificación de San Pedro. Los Papas han dado testimonio del amor de la Iglesia por este lugar reformando y embelleciendo la Basílica con adiciones en los siglos venideros de frescos, mosaicos, pinturas, capillas – respondió Belloni – Incluso la Santa Inquisición ha investigado este lugar a lo largo de varias décadas, algo interesante ha de haber entre sus muros. La basílica fue construida en el sepulcro del apóstol, en la denominada Vía Ostiense, donde a finales del siglo II el presbítero romano Gayo, indicaba la existencia del «tropaion», erigido para testimoniar el martirio de Pablo. En el lugar se sucedieron, a lo largo del siglo IV, dos edificios, el «constantiniano» y el de «los Tres Emperadores», ligados a la peregrinación devocional a la tumba del apóstol y utilizados como cementerios y con objetivos litúrgicos. La única documentación que hace referencia a la situación arqueológica del monumento se encuentra en unos pocos dibujos y bocetos con medidas cuya interpretación en ocasiones es enigmática. Tras un incendio que casi la destruye, durante las excavaciones realizadas con motivo de la nueva construcción, los vestigios arqueológicos que se encontraron entonces dejaron de ser visibles después, pues en parte fueron destruidos y en parte precintados por la actual Confesión – Belloni detuvo su narración para abrir la puerta trasera de la Basílica, con una llave que había cogido de debajo de una piedra.
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- ¿Realmente enterraron aquí al Apóstol San Pablo? – preguntó Biser mirando la grandiosa sala central de la Basílica – Desde luego es un lugar digno de un Santo… - El hecho de que la Basílica de San Pablo surgiera sobre la tumba del apóstol es un dato indiscutible en la tradición histórica, mientras que la identificación del sepulcro originario es una cuestión que ha quedado abierta. El lugar en el que se encuentra la basílica de san Pablo Extramuros, a dos millas de la Via Ostiensis, estaba ocupada por un vasto cementerio sub divos (sobre la tierra), que fue usado constantemente desde el siglo I adC hasta el siglo III dC, y esporádicamente reutilizado con posterioridad, sobre todo en los mausoleos, hasta finales de la antigüedad tardía. Era una amplia necrópolis y comprendía diversa tipología de tumbas, desde los columbarios de familia a las pequeñas capillas funerarias a menudo decoradas con frescos y estuco. Casi la totalidad de esta área sepulcral está ahora sepultada, en gran parte bajo el nivel del vecino río Tíber, y se estima que se extiende bajo toda el área de la basílica y de la zona que la rodea. Una mínima, pero significativa parte de ella puede verse a lo largo de la Via Ostiense, justo fuera del transepto norte de la basílica. De tal forma siendo este uno de los mayores cementerios de la época es más que probable qué el apóstol fuera enterrado aquí. - ¿Supongo que habrá registro de ello? - Los datos que confirman que en esta necrópolis fue enterrado san Pablo después de haber sido ejecutado en tiempos de la persecución neroniana que siguió al incendio de Roma del 64, vienen aseverados por dos teorias. La principal afirma que, tanto él como San Pedro habrían sufrido martirio ese mismo año y Pablo fue enterrado aquí. Eusebio de 240
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Cesarea, en cambio, sostiene que ambos murieron en el 67. Según la tradición, una matrona, llamada Lucina, aunque el nombre probablemente, es fruto de las leyendas posteriores, dispuso una tumba para sepultar los restos del apóstol. Hay que imaginarse una tumba pobre, un sarcófago junto a otras sepulturas de todo tipo y extracción social, más o menos como la de Pedro en la necrópolis vaticana. Antes del Edicto de Milán, ya hubo un culto secreto alrededor de su tumba. Sobre su tumba se construyó un edículo, cella memoriae, como sobre la tumba de San Pedro. En su Historia Eclesiástica Eusebio de Cesarea menciona una carta de Gayo, presbítero bajo el papa Ceferino, en la que se citan los dos monumentos puestos sobre la tumba de los apóstoles, uno sobre la colina vaticana y el otro a lo largo de la Via Ostiense. Más tarde, sobre ese lugar, objeto de continua peregrinación desde el siglo I, el Emperador romano Constantino creó una pequeña basílica, a dos kilómetros de la muralla Aureliana que circundaba Roma, saliendo por la puerta de san Pablo, de lo que resulta su nombre: fuori le mura, fuera de los muros, extramuros. Este edificio ha de incluirse en la serie de basílicas construidas por el emperador dentro, pero sobre todo fuera de la ciudad, y fue la segunda fundación constantiniana en el tiempo, después de la catedral dedicada al Santo Salvador, la actual Basílica de San Juan de Letrán. - Hay muchos datos sobre la época – afirmó Biser gratamente sorprendido. - Realmente no es así, pero el tener acceso a las mejores bibliotecas de la Santa Sede ayuda mucho en el momento de documentarse. De hecho, la crónica del Monasterio habla de un gran sarcófago de mármol, encontrado durante las obras de reconstrucción de la basílica, después del incendio. En el área de la Confesión, bajo las dos lápidas en las que 241
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está escrito «PAVLO APOSTOLO MART[YRI]», del que sin embargo no queda huella en la documentación de excavaciones, a diferencia de los otros sarcófagos descubiertos en aquella ocasión, entre los que se encuentra el famoso «dogmático», que hoy es conservado en los Museos Vaticanos. Las investigaciones arqueológicas en la zona, considerada tradicionalmente como el lugar de sepultura del apóstol han sacado a la luz diferentes estratos, formados por el ábside de la basílica constantiniana, englobada en el transepto del edificio de los Tres Emperadores: en el suelo de este último, bajo el altar papal, ha aparecido ese gran sarcófago del que se habían perdido las huellas y que se consideraba desde la época teodosiana como la Tumba de San Pablo adornada por una cruz dorada. - Entonces, ¿la Santa Inquisición habrá detenido sus investigaciones al encontrar la tumba original? - Esas investigaciones tenían por objetivo verificar la consistencia y el estado de conservación de los vestigios de la basílica constantiniana y teodosiona, sobrevividos a la reconstrucción que tuvo lugar después del incendio y de valorizarla por razones de devoción. Pero al descubrir la existencia del sarcófago original todo cambió. Decidieron abrir un acceso a la Tumba de San Pablo. Después de haber desmontado el Altar de San Timoteo, se excavó en la zona inferior para volver a sacarla a la luz, en toda su superficie de unos 5 metros cuadrados, el ábside de la basílica constaniniana. Para llegar hasta los vestigios del siglo IV se excavó dentro de los muros de la moderna base para los cimientos que se adapta perfectamente a las estructuras antiguas, tanto en su base como en su altura, hasta llegar hasta el punto de diferencia entre la parte antigua y la nueva, que se puede constatar por el color diferente de la argamasa. Hace unas semanas llegaron a una sala oculta tras un muro de 242
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adobe. Ante ellos apareció el sarcófago de San Pablo. Dos días después abandonaron el lugar precintándolo con el sello de la Santa Orden y prohibiendo la entrada a cualquier persona hasta su regreso. - Y en ese caso, ¿cómo conoces toda la historia y hemos podido entrar aquí? – preguntó Biser. - Además de mi vida sacerdotal siempre he sido un entusiasta de la arqueología y la arquitectura de los lugares santos. Cuando tuve la oportunidad de servir al Señor en Roma, no lo dudé, para mí era una oportunidad única de sentir la vida a través de la contemplación y estudio de la obra de los mejores arquitectos de la historia. Tras varias visitas a la Basílica de San Pablo trabé cierta amistad con Virginio Vespignani, uno de los religiosos que cuidaban la Basílica. Él me ha mantenido informado de todos los avances realizados por los equipos investigadores de la Inquisición, incluso en cierta ocasión comentó donde guardaba una llave de la puerta de servicio – una ligera sonrisa se dibujó en el rostro de Belloni. El interior de la Basílica era grandioso. Biser contemplaba las excelsas bóvedas decoradas con frescos de la pasión de Cristo. Cada relieve de las columnas era una auténtica obra de arte. Recorrieron el transepto dirigiéndose hacia el ábside principal. Belloni caminaba delante con paso decidido. Cruzaron varias salas hasta llegar a un pasadizo que les condujo a una abertura en un muro de ladrillos y adobe. Belloni encendió una antorcha y entró a través del hueco, Biser le siguió. En el interior de la pequeña sala un sarcófago ocupaba el centro de la misma. Observaron las paredes que mostraban manchas de humedad y musgo. No había nada. Sólo el ataúd sin nombre. Las miradas de Biser y Belloni se cruzaron y sus mentes conjugaron la misma idea. Se 243
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acercaron al sarcófago y empujaron la tapa. Tras varios esfuerzos consiguieron desplazarla unos centímetros. El sudor corría por sus frentes pero continuaron empujando. Tras varios intentos y más de una hora consiguieron desplazar la tapa del ataúd lo suficiente para observar su interior bajo la luz intermitente de la antorcha. - Santo Dios – exclamó Belloni observando el interior. Semi envuelto en una raída tela observaban un esqueleto amarilleado por el tiempo. - ¿Será el Apóstol Pablo? – preguntó Biser. - No hay manera de saberlo, no hay nada que indique la procedencia de este cuerpo… - Desde luego era alguien peculiar – dijo Biser señalando con la antorcha los pies del esqueleto. - Santa Virgen – exclamó sorprendido Belloni. Biser introdujo sus manos en el sarcófago y extrajo un objeto entre sus manos, mostrándoselo a Belloni. - Debemos irnos – afirmó Biser – Esta es la pista que estamos buscando. Estoy seguro. Recorrieron el camino de regreso hasta la entrada de servicio con paso acelerado. Bajo el brazo de Biser, envuelto en un trozo de tela del propio ataúd, viajaba hacia el exterior una nueva pista en su aventura.
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Bajo la luz del sol la imagen de Roma volvía a ser cautivadora y la ansiedad de la angosta sala del sarcófago se atenuaba. - Dejame observarla de nuevo – dijo Belloni. Biser abrió la tela y cedió su descubrimiento al párroco - ¡Una calavera! - Así es. No creo que San Pablo tuviera dos cabezas… - dijo Biser con tono irónico – Es nuestra primera pista. Sigamos esto no ha hecho nada más que comenzar. Vamos a la Basílica de los Tres Emperadores. Biser caminó hacia la vía Ostense mientras Belloni contemplaba las cuencas vacías de la calavera e intentaba pensar como encajaba tan siniestra pista en todo este enigma. - Vamos – gritó Biser – El tiempo no se detiene. Belloni guardó la calavera e indicó a Biser que girase hacia la derecha. Hacia la Basílica de los Tres Emperadores.
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Capítulo XXXIII
La victoria es del más perseverante. Napoleón
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Ciudad del Vaticano
Cuando las manillas del viejo reloj del despacho del Cardenal Cressi señalaron las tres menos cuarto de la mañana, consideró que había logrado adelantar bastante el trabajo atrasado. Su mente no mantenía la necesaria fluidez para continuar y decidió retirarse a sus aposentos en el edificio anexo. Apagó la luz y cerró la puerta, sujetó con fuerza el manojo de llaves para evitar cualquier ruido que pudiera despertar a sus compañeros. Aunque dudaba que alguno permaneciera en su puesto de trabajo. Caminó a lo largo del pasillo, recorriendo con las puntas de los dedos la pared derecha, dobló la esquina hacia la puerta principal. Súbitamente, notó una fuerte presión sobre su cuello, levantó los brazos e intentó girarse, pero se encontraba muy débil, sus párpados pesaban demasiado, se desvaneció. Lentamente abrió los ojos, estaba en su despacho, aunque su visión, aún borrosa, no le permitía distinguir con nitidez, reconoció su escritorio, sus muebles, miró el viejo reloj que marcaba las cinco y media de la mañana. - Está despierto, señor - dijo una voz con marcado acento alemán. El Cardenal Cressi intentó girar su sillón hacia su espalda de donde provenía la voz, pero se dio cuenta de que se encontraba atado de pies y manos. Alguien giró el sillón por él. Una fuerte luz iluminó sus ojos impidiéndole ver nada. 247
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- Buenas noches, Cardenal. Sólo lo voy a preguntar una vez: ¿Dónde está? - dijo otra voz, también con acento germano. - No sé, no sé a que se refiere - contestó Cressi entornando los ojos ante la luz. - No sea estúpido. No tengo tiempo, ni paciencia, tampoco piedad ¡¡ Conteste!! ¿Dónde está el libro? - dijo gritando el misterioso personaje. - Siento no poder ayudarle - concluyó el Cardenal. - No, eso no es cierto. A partir de este momento, ¡¡es cuando va a sentirlo!!...... adiós - añadió una escueta orden en alemán y se dirigió hacia la puerta. El Cardenal, asustado, pudo ver, con la claridad de la puerta abierta la inconfundible gabardina negra que usaban los investigadores de la GESTAPO. El Vaticano se despertó con el sonido de las campanas de alarma accionadas por la Guardia Vaticana. El padre Sergio Constanzo corrió por los largos pasillos del edificio de administración siguiendo a una pareja de guardias. - ¿Qué ha ocurrido?¿Qué pasa? - preguntó alarmado. Los guardias continuaron su carrera sin prestar atención al joven sacerdote. Cruzaron el pasillo del fichero central, la recepción, los aseos y los despachos de los cargos administrativos más bajos. Se dirigieron hacia la zona de despachos de los Encargados de Zona, atravesándola hacia las oficinas de la Administración General. Los despachos de este ala del edificio pertenecían a la cúpula más alta de la curia Vaticana, 248
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incluido el Papa. En la puerta del despacho del Cardenal Cressi se detuvo la frenética carrera. El padre Constanzo, intentando recuperar el resuello, respiraba con dificultad cuando apoyó su mano derecha sobre el cerco de la puerta abierta. Levantó la vista, dentro del despacho varios guardias vaticanos, la policía italiana y el propio Santo Pontífice rodeaban el escritorio del Cardenal. Desde la puerta el sacerdote sólo veía sus espaldas. Se acercó hacia la mesa, miró por encima del hombro de su Santidad su corazón se paró por un momento. Sintió que se mareaba y dio dos pasos hacia atrás cayendo sobre un antiguo sillón. El Cardenal Cressi estaba atado en su sillón, con la cabeza reclinada hacia atrás. Tenía los ojos y la boca abiertos, un tono azulado en su rostro y una gruesa cinta de cuero negro oprimiendo su cuello hasta asfixiarle. Sus manos contraídas de manera antinatural, retorcidas, en un intento desesperado por liberarse del fatídico abrazo de la muerte. Pío XII mantenía una expresión seria y distante, junto a la mesa no apartaba la vista del cadáver de su compañero, subordinado y quizás el único amigo que había tenido realmente.
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CAPITULO XXXIV
El que recibe lo que no puede pagar, engaña. Séneca
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Roma - Italia Ante la visión de la Basílica de los Tres Emperadores, Biser volvió a sentirse empequeñecido, mientras Belloni disfrutaba de la magnificencia arqueológica que los rodeaba y se deleitaba en amplias exposiciones de sus conocimientos. - La pequeña construcción constantiniana, que hemos visto antes, debió parecer inadecuada a los emperadores que le sucedieron, sobre todo desde la óptica de una revitalización de la figura de Pablo, durante el período de la tetrarquía. Resultaba minúscula, sobre todo si se la comparaba con la Basílica de san Pedro. Por ello fue destruida para dar lugar a una gran basílica con cinco naves, más parecida a la basílica vaticana. Bajo el reinado conjunto de los emperadores Teodosio I, Graciano y Valentiniano II fue erigida la basílica. Tenía al Este la Via Ostiense por lo que hubo que extenderla hacia el Oeste, hacia el río Tíber, cambiando diametralmente la orientación. La entrada se colocó hacia el río Tíber, en lugar de hacia la via Ostiense, y esta es la orientación actual, utilizando la actual basílica parte de las estructuras murales antiguas. - ¿Tres Emperadores? ¿Realmente este lugar es tan importante como para que los emperadores romanos se interesen por él? – preguntó Biser. - Ha habido gente muy poderosa interesada en la construcción de este lugar. En 384, Valentiniano II decidió el inicio de los trabajos, como da 251
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prueba una carta dirigida por el emperador al prefecto de la ciudad de Roma, Salustio, que se encargaba del estudio de los trabajos. Este edificio se llama “Teodosiano”, aunque fue terminado bajo Honorio. Fue construido por Cirade, llamado "Profesor Mechanicus" que proyectó un plan de cinco naves y un pórtico con cuatro cuatro arcos. El papa Siricio consagró el edificio. Adiciones posteriores, como el arco triunfal sobre columnas monumentales y el espléndido mosaico que lo decoraba, se atribuyen respectivamente a las restauraciones efectuadas por Gala Placidia y otras intervenciones del papa León I el Magno. Gala Placidia, hija de Teodosio y esposa de Honorio, añadió el mosaico del arco de triunfo, que se rehará entre los siglos VIII y IX. Por su parte, el papa León I ordenó la realización de los tondos con retratos papales que recorrían todas las arcadas de la nave central; algunos de ellos, se conservan en la Raccolta de Rossi, en el antiguo monasterio, junto a otros restaurados a lo largo de los siglos. Hoy en día pueden verse estos retratos, en un friso que se extiende sobre las columnas que separan las cuatro naves y pasillos. A León el Grande se atribuye también la elevación del transepto, para lo cual fue necesario subir el lugar devocional correspondiente a la tumba del apóstol. - La verdad es que resulta un edificio colosal e impresionante. No tengo palabras para describirlo… - dijo Biser. - El poeta cristiano Prudencio, ya lo hizo en su tiempo describiendo los esplendores del monumento en unas pocas pero expresivas líneas. La Basílica se dedicó también a los santos Taurino y Herculano, mártires de Ostia en el siglo V, se le llamó la basilica trium Dominorum 'basílica de los tres señores'. De la antigua basílica sólo queda la porción interior del ábside con el arco triunfal y los mosaicos de este último...
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- Lugar en el cual comenzará nuestra búsqueda de la siguiente pista – dijo Biser interrumpiendo a Belloni. - Así es. Creo que es el lugar más adecuado para esconder un secreto. No fue restaurado y todas las construcciones posteriores parten de ese punto. De alguna manera han conseguido ocultarlo dentro de la estructura del resto del complejo. Entremos. Belloni abrió la puerta de la basílica. En el interior la temperatura bajaba ostensiblemente haciendo estremecerse a Biser. Recorrieron varias salas observando la cuidada decoración de cada ambiente. Pasaron frente a varios ábsides pero Belloni indicó a Biser que no eran el buscado. Finalmente llegaron a un ábside más pequeño que los anteriores. - Según los libros este es el lugar donde estaba el ábside original de la basílica – dijo Belloni mirando a su alrededor. - Tenemos que encontrar la siguiente pista – respondió Biser. Escrutaron cada centímetro de las paredes y el suelo. Tras un par de horas de afanosa búsqueda se rindieron en el centro del ábside sin encontrar nada que pareciera oculto. - ¿Es posible que lo escondieran en otro lugar? – preguntó Biser. - Por supuesto – respondió Belloni levantando los brazos – cada sala que hemos recorrido, cada ábside, cada columna… hay cientos de lugares para esconder algo, ¡¡que además no sabemos que podría ser!! – Belloni gritó estas últimas palabras.
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- No te pongas nervioso. Lo encontraremos – dijo Biser con tono relajado. - Tengo algunas respuestas, pero no todas – afirmó Belloni. Se sentaron sobre el mármol del suelo y apoyaron sus espaldas en la pared norte. - Es más pequeño… - dijo Biser tras unos instantes. - ¿A qué te refieres? – preguntó Belloni. - Este ábside es más pequeño que los demás. No tiene sentido. Si fue el ábside principal debería ser el más grande – dijo Biser levantando y observando la pared en la que se apoyaban. - Cierto – afirmó Belloni – en las antiguas construcciones cristianas el ábside era la zona principal, presidía todo el edificio y contenía el altar. - Esta pared fue construida posteriormente. Mira – dijo Biser mientras señalaba a Belloni un pequeño resorte oculto en la unión de las paredes. - ¿Qué es? – preguntó Belloni fijando la vista en el pequeño utensilio. - Parece un resorte, veamos que hace – dijo Biser mientras accionaba la pequeña palanca. Tras unos instantes de absoluto silencio, se oyó un fuerte ruido al otro lado del muro. Una grieta se dibujó en la pared y varias piedras cayeron arrastrando a otras consigo. Una abertura se abrió frente al sorprendido rostro de Belloni y Biser. Biser entró seguido de Belloni para contemplar el resto del ábside oculto tras la falsa pared. Frente a ellos se mostraba un amplio altar de mármol blanco y sobre él reposaba una 254
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corona de laurel. Biser se acercó al altar recogiendo la corona. Belloni repasó las paredes. - Nada, no hay nada más. Ni cuadros, ni estatuas… nada salvo el altar – dijo Belloni. - Y esta corona de laurel – añadió Biser – Nuestra segunda pista. Ya sólo queda la que se oculta en la Basílica de Gregorio Magno. Un paso más y descubriremos lo que el padre Abraham guardó con su vida. Mientras se dirigían hacia la puerta de salida un recuerdo hacia el desafortunado monje Abraham cruzó sus mentes. Con la marca de la tristeza en su rostro Belloni no podía evitar pensar que una calavera y una corona de laurel no le resultaban completamente desconocidos. En alguna de sus lecturas, en algún viaje, en una clase… en su vida ya se había cruzado con esos objetos. ¿Pero dónde?
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Cap铆tulo XXXV
S贸lo falta el tiempo a quien no sabe aprovecharlo. Jovellanos
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Ciudad del Vaticano
Las lentas investigaciones no avanzaban en absoluto. Quien había matado al Cardenal Cressi cuidó muy bien de no mostrar ningún dato sobre su identidad. El despacho se había convertido en un vertedero de libros, papeles y muebles. El asesino o asesinos habían registrado hasta el más mínimo ápice de la habitación. El padre Constanzo caminaba entre los restos del despacho, buscando con su mirada cualquier pista que explicara lo que había ocurrido dos días antes. Abrió los pocos cajones que quedaban cerrados, estaban vacíos, rebuscó sobre la mesa y en el suelo, miró en las estanterías. Nada. Comenzó a desesperar, dio varias vueltas en círculo alrededor de la habitación, pensando, buscando en su memoria algún recuerdo de alguna conversación o detalle que pudiera ayudarle a saber qué buscaba realmente. Nada. No se le ocurría nada. Nada en absoluto. Se recostó sobre el sillón donde encontraron el cadáver del Cardenal, miró a su alrededor, no vio nada que le llamara la atención. Golpeó la mesa furioso, maldiciendo en voz baja, al instante oyó un ruido sordo contra el suelo y notó que algo le golpeaba su pie derecho. Se levantó como accionado por un resorte. Miró bajo la mesa, sobre un montón de papeles había una Biblia antigua, hace un momento no estaba. Revisó la parte baja de la mesa, un pequeño soporte de madera había mantenido la Biblia oculta hasta que su puñetazo la había desprendido de su escondite. La colocó sobre la mesa, respiró hondo, abrió la cubierta de cuero marrón. Las primeras páginas habían sido arrancadas, dejando pequeños restos de un corte realizado, sin duda, con 257
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las manos. Hojeó el Sagrado Libro buscando alguna anotación o nota, pero no había nada. Súbitamente recordó una costumbre que tenía el Cardenal Cressi. Los documentos que consideraba de extrema importancia, los considerados como alto secreto, solía ocultarlos entre sus libros y documentos de menor valor sumarial. Y siempre los copiaba en el principio del libro y al final del mismo. El padre Constanzo cerró la Biblia y volteándola, abrió la cubierta posterior, la inconfundible caligrafía del Cardenal Cressi le miraba desde la última página. El joven sacerdote había descubierto el último mensaje de su superior y sin duda la clave del motivo de su muerte. Mentalmente leyó el insólito enredo: Donde habita un ángel. Señor de su mundo con infinita vida. En el templo de su poder, hallarás el Futuro Escrito. Bajo su cruz adorada por miles de siervos sumisos. El cura volvió a leer extrañado la enigmática nota. No encontró sentido a aquellas palabras. Aún ensimismado con su apasionante lectura escuchó la voz del Papa en el pasillo. Su Santidad mantenía una conversación con otra persona. Por sus palabras se entendía que era un visitante al que mostraba el interior del edificio. ¿Quién sería tan importante visita que el mismo Pontífice actuaba como un simple guía 258
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turístico? Sometido por la curiosidad el sacerdote se dirigió hacia la puerta, en ese mismo momento su Santidad y el visitante entraron en el despacho. - Como le iba diciendo hermano, éste era el despacho de... - Pío XII calló al ver al padre Constanzo- ¿Qué hace usted aquí? - preguntó sorprendido. - Nada señor, nada en particular... - contestó el cura claramente turbado. - ¿Nada? Buen sitio ha elegido usted para no hacer nada - el tono de voz del pontífice se había endurecido- No entiendo qué puede interesarle de este lugar. - Seguramente nuestro buen hermano quiso despedirse del Cardenal Cressi, incluso, me atrevo a pensar que ha querido bendecir el lugar donde halló la muerte de manera tan dramática - dijo el monje que acompañaba al Papa, señalando la Biblia que Constanzo llevaba en su mano derecha. Su voz sonaba tranquila y pausada, vestía un gastado hábito, en la cintura anudaba un grueso cordón de cuerda y calzaba unas simples sandalias. Un enorme capuchón cubría su rostro. - Así será -concluyó Pío- Padre Constanzo, aprovecho la ocasión para presentarle a un viejo amigo mío y del Cardenal Cressi. El monje levantó su blanquecina mano derecha retirándose el gran capuchón que cubría su rostro, mostró su cráneo pelado y con un extraño tono pálido. El padre Constanzo dio un paso atrás sorprendido, el viejo monje levantó la cabeza, Constanzo le miró asustado, la mirada
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penetrante del monje le cort贸 la respiraci贸n. Sus ojos blancos y ciegos le escrutaban con su muerta mirada. - Amigo desde hace muchos a帽os, - continu贸 diciendo el Papa- el Monje Felipe, la mayor autoridad del Monasterio de Wittenberg en Alemania.
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Capitulo XXXVI
El alma triste en los gustos llora. Mateo AlemĂĄn
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Italia
Biser y Belloni tardaron una hora en llegar a la entrada de la Basílica del Gregorio Magno. Los últimos rayos del sol anunciaban la proximidad de la noche. Una noche llena de estrellas dado que ninguna nube cubría el cielo. - Es más pequeña que las anteriores – dijo Biser mientras abría la portezuela de hierro del patio principal. - Bajo el pontificado de Gregorio I Magno, de ahí su nombre – respondió Belloni haciendo gala de sus amplios conocimientos - la basílica fue modificada drásticamente. El nivel del pavimento se subió, sobre todo en el sector presbiterial, para realizar el altar directamente sobre donde se creía antiguamente que estaba la tumba de Pablo. Una operación similar se hizo en la Basílica de San Pedro. De este modo se pudo realizar también una confesión, esto es, un pequeño acceso puesto bajo el nivel del transepto, desde donde podía accederse a la tumba del apóstol. - Pero la tumba no está aquí – respondió Biser. - Así es, aunque durante varios siglos se pensó que podía encontrarse en este lugar, basándose en una leyenda que posteriormente fue demostrada como erronea. - ¿Qué son esos edificios? – preguntó Biser señalando a su derecha. 262
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- En aquella época había dos monasterios cerca de la basílica: San Aristo para hombres y San Esteban para mujeres – respondió Belloni Los servicios eran atendidos por un cuerpo especial de clérigos que había sido instituido por el Papa Simplicio. Con el tiempo, los monasterios y los clérigos de la basílica decayeron; el papa Gregorio II restauró el primero y confió a los monjes el cuidado de la basílica. La basílica fue saqueada por los lombardos en 739. Las papas continuaron siendo generosos con el monasterio; la basílica resultó nuevamente dañada durante las invasiones sarracenas del siglo IX, siendo saqueada en 847. Por este motivo, el papa Juan VIII fortificó la basílica, el monasterio, y los alojamientos de los campesinos, formando la ciudad de Joannispolis, que aún era recordada en el siglo XIII. - Debían guardar algo extremadamente valioso en su interior – dijo Biser. - No consta que existiera un tesoro o algo similar, aunque era un próspero mercado y a lo largo de los siglos fue colmada de detalles artísticos. Fue en 937, cuando san Odón de Cluny fue a Roma, Alberico II de Spoleto, patricio romano, confió el monasterio y la basílica a su congregación y Odón nombró a Balduino administrador del Monte Cassino. El papa Gregorio VII fue abad del monasterio y en su época Pantaleone de Amalfi presentó las puertas de bronce de la basílica mayor, que fueron ejecutadas por artistas de Constantinopla. El claustro del monasterio se erigió entre 1220 y 1241. La basílica se enriqueció con un baldaquino realizado en 1285 por Arnolfo di Cambio. A este siglo pertenecen también los mosaicos del ábside. La sacristía contiene una bella estatua del papa Bonifacio IX. El papa Martín V lo confió a los monjes de la Congregación de Monte Cassino. Entonces se convirtió en una abadía territorial o abadía nullius. La jurisdicción de abad se 263
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extendió sobre los distritos de Civitella San Paolo, Leprignano y Nazzano, todos los cuales formaban parroquias; la parroquia de San Pablo en Roma, sin embargo, queda bajo la jurisdicción del cardenal vicario. - Separados de la Iglesia Católica… - espetó Biser. - De alguna manera. Desde luego no obedecían directamente al Vaticano, aunque tampoco causaron problemas a la Santa Sede – respondió Belloni continuando con su relato - La estructura de la basílica no sufrió ulteriores cambios hasta el papado de Sixto V, el cual, aparte de desmantelar algunas estructuras en torno al altar, hizo descubrir la confesión gregoriana creando una confesión descubierta, que permaneció así hasta un incendio que casi destruye toda la basílica. Esta confesión estaba orientada hacia el ábside, al contrario de la actual, que está orientada hacia las naves. - Cada cambio que se ha realizado en la arquitectura de estas basílicas nos ha mostrado una nueva pista. ¿Crees que esa confesión orientada hacia el ábside original esconde la última pista para resolver el misterio del padre Abraham? – preguntó Biser. - Sí. Estoy completamente seguro. Las pistas anteriores, la calavera y la corona de laurel, estaban ocultas entre las modificaciones estructurales de las basílicas. En esta ha habido sucesivas modificaciones y cambios siendo la de esa confesión la única que se aparta del estilo concedido al resto de la Basílica. ¡Ahí se esconde la última pista! – exclamó mientras entraban en la basílica.
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Atravesaron las dos naves con paso acelerado. El interior de la basílica comenzaba a oscurecerse. Belloni recogió unas antorchas y las encendió cuando se acercaban a escasos metros de la confesión, cedió una a Biser. Realmente se observaba claramente el cambio de orientación, para entrar en su interior había que girar casi ciento ochenta grados. La pequeña confesión estaba decorada de manera sobria y meticulosa. Biser y Belloni comenzaron su particular búsqueda de pistas. Intentando encontrar algo fuera de sitio, algo extraño entre todo lo que había en la confesión, y sin saber que buscaban exactamente. Pasaban los minutos y no encontraban nada que llamara su atención. - Fue más fácil en las otras basílicas – dijo Belloni, rascándose la cabeza. - Sí – afirmó Biser – allí las salas se crearon para ocultar las pruebas, y éstas eran lo único que ocupaba las salas. En este caso es justo al revés, la sala existe y es la prueba la que permanece oculta entre sus muros – razonó mientras contemplaban la confesión situados ambos en la entrada. - Presta atención – dijo Belloni señalando el eje de la confesión que quedaba entre ellos – Si partiésemos la habitación en dos por esa línea, ambos lados sería simétricos. Biser observó ambos lados de la habitación a partir del eje imaginario que marcaba Belloni. - Es cierto. Mantienen la misma decoración, los mismos cuadros, la misma distribución a ambos lados de la línea – concluyó Biser tras observar unos instantes.
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- No exactamente – Belloni señaló un pequeño cuadro que mostraba a Cristo en la cruz – Este cuadro no tiene a su contrario en el otro lado de la confesión. Biser contó los cuadros mentalmente. - Ese cuadro no debería estar ahí – afirmó dirigiéndose hacia él. Con sumo cuidado lo retiró de la pared. Observó el marco y la trasera – No hay nada de particular. - Mira – dijo Belloni señalando la pared. Al retirar el cuadro una marca había quedado expuesta. Un círculo de pintura roja con una gran letra T escrita en su interior. - Una letra, la letra T – dijo Biser. - No – repuso Belloni – No es la letra T, es la letra griega TAU. Biser – Belloni miró fijamente a su compañero – Ya he resuelto el enigma, sólo hay un lugar en el mundo donde una calavera, una corona de laurel y la letra Tau tengan algún sentido… - ¿Dónde? – preguntó nervioso Biser. - En la Iglesia de la Asunción de la Virgen, en Krtiny. - ¿Krtiny? – preguntó sorprendido Biser - ¿dónde está eso? - En el Reino de Bohemia, dentro del Imperio Germano. Es una de las Iglesias más temidas de toda Europa. - ¿Has dicho temidas? – preguntó sorprendido Biser mientras se dirigían hacia la salida.
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- Sí, temidas. Existe una leyenda sobre lo que pudo ocurrir en Krtiny – Belloni miró el rostro sorprendido de Biser - Ahora vamos, creo que estamos llegando al final de esta aventura.
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CapĂtulo XXXVII
Tened el valor de equivocaros Hegel
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Ciudad del Vaticano
El estridente sonido de la sirena detuvo en seco la tranquila tarde. Las luces de las farolas se apagaron, casas y negocios cerraron sus puertas y ventanas. El toque de queda. La tristeza invadía los hogares y la ciudad se hundía en un profundo letargo. Las calles desiertas y oscuras. El silencio, pesado lastre sólo desafiado por el paso de las patrullas nazis, amenazantes y peligrosas. Entre los tenebrosos pasillos de los suburbios, las sombras cobran vida moviéndose clandestina y sigilosamente. La vida vuelve lenta y pausada, sobre todo silenciosa, no está permitido ningún tipo de reunión o asociación, no está permitido porque podría ser peligroso. Entre las oscuras calles del antiguo Barrio Judío, las tétricas fachadas de edificios desnudos y destruidos se tornan amenazantes para los escasos viandantes. Una frágil luz ilumina la estrecha entrada de un pequeño local, la puerta se abre, acompañando un denso humo hacia el exterior. El padre Constanzo entró entornando los ojos ante el viciado ambiente. Se encontraba asustado, le había resultado muy extraño que el monje Felipe le acompañase gran parte del día en lugar de intercambiar impresiones con su Santidad. El viejo monje le había preguntado sobre el malogrado cardenal Cressi durante horas, habían hablado sobre sus últimos días, sobre su inesperado y enigmático viaje, incluso le preguntó sobre sus discusiones con el Santo Pontífice. Realmente el joven sacerdote se sintió 269
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intimidado por la presencia del monje. Pero pronto notó la fuerte amistad que le unía al fallecido cardenal. Era obvio que intentaba ayudar a resolver la misteriosa y cruel muerte de su amigo. Sergio quiso ser prudente y no le comentó el inesperado hallazgo que había hecho. Sergio cruzó el umbral de la puerta, mientras en su bolsillo apretaba un trozo de papel con las últimas palabras escritas por su amigo y superior. El local era una vieja herrería reformada. La tenue luz de las velas iluminaba improvisadas mesas hechas con baúles, bidones y cajas. Reducidos grupos de dos o tres personas susurraban sus conversaciones, mientras cubrían con sus manos sus labios para que nadie pudiera leer en su rostro lo que hablaban. Sergio miró a su alrededor, notó las indiscretas miradas centrándose sobre él, notó una fuerte presión sobre el pecho, sus manos sudorosas se abrían y cerraban dentro de los bolsillos de su oscuro abrigo, súbitamente una mano sobre su hombro le sobresaltó haciéndole girarse violentamente. - Tranquilo. Ven – el monje Felipe le habló con voz pausada. - Perdone, me he asustado - confesó Sergio – No estoy acostumbrado a estos ambientes. - Desde la represión nazi estos lugares son los únicos reductos que tienen permitidos los intelectuales que, de alguna manera, desafían al régimen de Hitler. Además se han convertido en uno de los lugares más seguros de toda Alemania - dijo el monje. - Aún así, no me parece un sitio apropiado para hablar del Cardenal Cressi - dijo Sergio mientras miraba a su alrededor vigilante.
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Se sentaron sobre unas viejas cajas apoyando las manos sobre un viejo tonel de madera. El monje encendió una desgastada vela que apenas iluminaba su ajado rostro. - No quiero hablar sobre el cardenal- dijo Felipe secamente- el viaje que realizó días antes de morir le llevó a mi monasterio. Recogió algo de inestimable valor para toda la humanidad que sería muy peligroso en manos inadecuadas. Un libro, un libro muy poderoso..... Sé que tú sabes donde encontrarlo y quiero que me digas dónde está. Quiero que me lo digas ahora. El rostro del monje se contrajo en una siniestra mueca y sus vacíos ojos se clavaron en los asustados ojos de Sergio. El joven sacerdote miró a su alrededor, el resto de las mesas se habían girado hacia él observándolo fijamente. Sergio metió su mano en el bolsillo, respiró hondo mientras apretaba con fuerza un trozo de papel perdido en su bolsillo.
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Capitulo XXXVIII
El castigo que incita al crimen, lo justifica. An贸nimo
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Krtiny - Alemania - Veía sólo ataúdes y un laberinto de galerías. En algunos pasillos los féretros estaban alineados en una fila, en otros formaban dos filas. Levanté las tapas de algunos. Los cadáveres vestían sudarios que se deshacían en polvo al menor toque y los esqueletos quedaban al descubierto – antes de entrar en el seminario trabajé con mi padre en las reparaciones de la fachada del templo, entré por curiosidad en la cripta, donde mis vivencias fueron tétricas - Me olvidé completamente del trabajo. Tenía miedo de que se acabase la última vela y en la oscuridad no lograse encontrar la salida. El miedo me provocó pánico. Tropezaba con los féretros que crujían como si pisase la nieve, y el polvo me cubría desde los pies hasta la cabeza. En el paroxismo de la desesperación y del pavor pude oír el apito del capataz y guiándome por ese sonido llegué a la escalera que conducía a la superficie – Belloni se limpió una lágrima que amenazaba con recorrer su rostro. El recuerdo de lo ocurrido la última vez que estuvo en la Iglesia de Krtiny, aún hoy, le producía escalofríos de terror. - No es la mejor experiencia para un niño de doce años – dijo Biser con cierta tristeza en su voz. - Esa visión marcó mi vida. Creo que al salir decidí que investigaría la naturaleza humana. Tenía que encontrar la razón por la que actuamos como lo hacemos. El deseo de saber me empujó hacia la Iglesia. Me acercó a Dios a través de la sabiduría encerrada entre los libros de las bibliotecas de los monasterios. Mi fe llegó después. Cuando comprobé 273
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que la diversidad humana tenía que ser fruto de un ente superior. De un ser divino – Belloni recuperaba poco a poco su fortaleza habitual – Durante años fui el último hombre que visitó la cripta del templo de la Asunción de la Virgen. Años más tarde la iglesia recibió un nuevo pavimento debajo del cual quedó tapada la entrada a los subterráneos. Krtiny, uno de los lugares de peregrinación más antiguos y más conocidos de Moravia, está situado en el Karst Moravo, en el profundo valle del riachuelo de Krtiny. Su historia es antiquísima ya que se remonta a los albores del cristianismo cuando se dejaban bautizar en el lugar los primeros cristianos. De hecho, el nombre Krtiny significa "bautizo". - Entonces ¿aquí se convirtieron los primeros cristianos? – preguntó Biser. - Más o menos. Aunque fue más famosa como lugar de peregrinación que como pila bautismal. La tradición de las peregrinaciones a Krtiny se creó en torno a una estatuilla gótica de la Virgen, esculpida en piedra hacia el año 1340. No se sabe cómo la milagrosa estatuilla llegó a Krtiny. Una leyenda narra que la habría descubierto un campesino entre la maleza. Es más probable que la estatuilla hubiera sido donada a la iglesia local por el destacado noble Jindrich de Lipá que pasó los últimos años de la vida en la cercana ciudad de Brno en compañía de su gran amor: la reina viuda Elisa Reychenza. Una vez fue concluida la construcción de la iglesia de peregrinación de la Asunción de la Virgen se convirtió en el principal templo de peregrinación del este del Imperio Germano. El edificio era un monumental templo con la planta en forma de la cruz griega, con 55 metros de largo y 37 metros de ancho. La iglesia barroca de Krtiny suele ser llamada "la perla de Moravia" y los especialistas la consideran como una de las más bellas construcciones 274
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eclesiásticas. El templo de la Asunción de la Virgen de Krtiny pertenecía al monasterio premonstratense de Brno-Zábrdovice, el más rico y productivo de la época. - Aunque guarde cadáveres en su interior… - interrumpió Biser. - Nunca podré olvidar lo que vi. En la cripta de la iglesia fueron sepultados muchos monjes de esta orden. En su interior se guardaban también los huesos procedentes de los enterramientos en el cementerio adyacente a las iglesias medievales, demolidas antes de iniciarse la construcción del magnífico templo barroco. El momento de redescubrir el secreto de los subterráneos del templo de Krtiny llegó cuando dos encontré en los subterráneos un hueco oculto tras un muro. Iluminé el interior y quedé asombrado. Avisté montones de huesos humanos. Más tarde los contamos. En el recinto descubierto estaban depositados los huesos de por lo menos 975 personas. El volumen de los huesos alcanzaba casi veinte metros cúbicos – Belloni volvió a mostrar el miedo en su mirada - Lo más curioso del hallazgo fueron los doce cráneos que llevaban dibujada a carbón una corona de laurel y en medio de la frente ostentan una gran letra, la letra griega Tau. - Calavera, corona de laurel y letra Tau – enumeró Biser – las tres pistas del monje Abraham. - Los investigadores de la Iglesia Católica concluyeron que los cráneos eran muy antiguos y que los símbolos dibujados encierran un significado espiritual. Según una hipótesis, la letra T podría representar la letra griega tau que alude a un texto de la Biblia. En éste se narra que el profeta Ezequiel escuchó la orden de Dios de que recorriera Jerusalén y trazara la letra tau en la frente de los varones que se lamentaban de todas las atrocidades perpetradas en la ciudad. La colección de los doce 275
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cráneos decorados con hojas de laurel y con la letra T es la única en su género en territorio germano. Los difuntos a los que pertenecían los cráneos, debían de tener algún rasgo de carácter común o un destino parecido. - Quizás fueran criminales o asesinos… - especuló Biser. - Ha llegado a barajarse la hipótesis de que los enigmáticos cráneos habrían pertenecido a doce hidalgos protestantes ejecutados en la Plaza de la Ciudad Vieja de Baviera. Las cabezas de los nobles decapitados fueron después exhibidas en la torre que guarda el acceso al Puente de Carlos. Sólo la cabeza del conde Slik fue entregada a la viuda. La ciudad fue tomada por las tropas protestantes de Sajonia años después. Las cabezas de los hidalgos protestantes ajusticiados fueron retiradas de la torre y sepultadas en el templo de Týn, en la Plaza de la Ciudad Vieja, pero no se sabe dónde. Cuando el bando católico recuperó Praga, los protestantes que habían sepultado las cabezas de los rebeldes ejecutados, se marcharon al exilio, llevándose el secreto. - Casi mil cadáveres y doce hidalgos decapitados. Quiero ver esos cráneos. ¿Crees que podrá acompañarme al interior? – preguntó Biser empujando una portezuela que tapaba la entrada a la fosa que, según Belloni, contenía los cráneos. - Hace tiempo que superé mis miedos de juventud – mintió Belloni mientras entraba al interior de sus recuerdos. Entraron a una pequeña cripta. En el suelo se amontonaban huesos humanos de varios esqueletos. Caminaron sobre ellos. Bajo sus pies se deshacían y algunos crujían al partirse. La luz de la antorcha oscilaba con el viento que entraba por la entrada principal. Belloni dirigió la luz 276
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hacia una repisa situada al fondo. Sobre ella, contemplando el paso de los siglos desde sus cuencas vacías, doce cráneos parecían observar los temblorosos movimientos de Biser y Belloni. - Desde luego asustan – dijo Biser acercándose a las calaveras. - No puedo… No puedo acercarme a ellos – dijo Belloni con voz temblorosa y agachando la cabeza. - Lo entiendo. No te preocupes – respondió Biser. Se acercó a los cráneos y los observó con detenimiento. Los levantó y volvió a colocar con sumo cuidado. Belloni salió al exterior. Respiró hondo durante varios minutos. El aire fresco golpeó su rostro apartando los fantasmas de sus recuerdos. Un ruido sordo le hizo volverse hacia la puerta. Biser se limpiaba el polvo del pelo y mostraba un trozo de tela en la mano. - ¿Ya? ¿Tan rápido? ¿Qué has descubierto? – Belloni encadenaba las preguntas. - Creo que es un nombre. En la base de las calaveras había grabadas unas letras. No soy un experto pero creo que son recientes. Las calaveras marcaban el orden de las letras, todas unidas creo que forman un nombre: CATALINA BORA – dijo Biser mirando a Belloni. - ¡Catalina de Bora! ¡La esposa de Lutero! – exclamó Belloni. - ¿Esposa de Lutero? – ahora era Biser el sorprendido. - Sí. Murió hace unos años, no sé que relación puede tener con el padre Abraham. Estoy confuso, necesito estudiar su vida y revisar los datos que existan sobre ella. Debemos ir a Eisleben. Cuando Catalina de Bora 277
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murió le rindieron homenaje en la Abadía de la ciudad, en agradecimiento a sus continuas ayudas pero realmente era un tributo oculto a la figura de Martin Lutero. - Creo que esto te resultará interesante – dijo Biser mostrando el trozo de tela entre sus dedos. Lo abrió mostrándoselo a Belloni. - ¡Un mapa! - rexclamó Belloni – Pero… no hay casi nada escrito. - Ya lo he visto. Se reconoce el imperio germano, pero no señala nada en particular. Si este mapa esconde algo, lo hace bien pues apenas hay datos que seguir. Sólo esos dos puntos marcados. Belloni observaba el mapa. Lo levantó haciendo que la luz del sol atravesará la tela envejecida. - ¡Aquí hay algo escrito! – exclamó Belloni señalando los dos puntos – ¡Wittenberg! – el punto señalado a la izquierda - ¡Torgau! – el de la derecha, leyó mirando a Biser. - En Wittenberg está el monasterio… - a la mente de Biser regresó la imagen de una hilera de celdas entre la oscuridad de un largo pasadizo. - Biser – Belloni pausó su voz – las marcas en el mapa… - la voz de Belloni temblaba – ¡es sangre! – exclamó mirando a su compañero. Belloni notó el miedo en el rostro de Biser. Se acercó y apoyó su mano sobre su hombro. - Vamos a Eisleben. Estudiaré la vida de Catalina de Bora. Creo que el padre Abraham escondió con sumo cuidado esta pista por que protege un secreto mayor. Necesitamos descansar. Tengo amigos en Eisleben. Descansaremos y continuaremos nuestro camino. 278
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La voz tranquila de Belloni relajó a Biser que asintió moviendo la cabeza. Una ráfaga de viento empujó a sus caballos hacia la siguiente parada en su odisea. La abadía de Eisleben. Detrás de ellos los cráneos de los hidalgos Krtiny permanecían hieráticos contemplando el galope de los extraños caballeros que habían alterado su descanso.
Capítulo XXXIX
El mejor gobierno es el que se nota menos. A. de Vigny
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Berlín - Alemania
- Estamos perdiendo la guerra- gritó Hitler golpeando la mesa. Los últimos meses se habían convertido en un completo descalabro. El ejército nazi se desmoronaba en todos los frentes. Un cúmulo de circunstancias había empujado al desastre, comenzando con un nefasto plan de alianzas. El reino de terror instaurado por el régimen absolutista y xenófobo de Hitler había tocado fondo. Su poder basado en el miedo había dado paso a la sed de venganza que alimenta al ser humano cuando siente que lo ha perdido todo. El ejército alemán conquistaba territorios a fuerza de opresión y miedo, e intentaba mantener e imponer su orden social con asesinatos y torturas. Las resistencias civiles y la presión social alimentaban la rebelión contra el ejército opresor. Hitler paseaba nervioso por la estrecha sala de juntas habilitada en el bunker que se había convertido en su hogar los últimos días. Miraba las paredes como si no existieran, como si pudiera ver a través del grueso muro de hormigón. Miraba al frente del mismo modo que lo había hecho meses antes, cuando contemplaba a su poderoso ejército formando ante él. En la cima del mundo. En la cumbre de su mundo. - Debemos encontrar el libro. Entramos en la última fase de la Operación Rabat. – dijo Hitler. Instantes después desapareció tras la puerta, camino de su despacho.
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La eternidad descansa en la Ciudad del Vaticano, pese a la tremenda presión del ejército alemán y sus aliados italianos, el asesinato del Cardenal Cressi. Todos los días las labores eclesiásticas y administrativas eran cumplidas con escrupulosa eficiencia. Nadie abandonaba su puesto, y menos el Santo Pontífice. Encerrado en su despacho, Pío XII revisaba varios informes urgentes sobre su mesa. Llevaba semanas sin dormir, cada noche, al acostarse, su mente revivía la imagen del Cardenal Cressi atado a su silla, muerto. El Santo Padre se reclinó sobre su acolchada silla mientras dejaba sus gafas sobre la mesa y con la otra mano frotaba sus doloridos ojos. - ¿Está cansado, padre? – dijo una lúgubre voz. Pío se sobresaltó al levantar la vista y ver al Monje Felipe junto a la puerta de su despacho personal. - Sí, viejo amigo, bastante cansado, agotado para ser exacto - contestó el Papa mientras con un gesto le invitaba a sentarse- ¿A qué debo su visita? - Realmente quería ver al padre Constanzo, es un joven inquieto y curioso, contagia vitalidad, disfruto mucho de su compañía y quería despedirme de él. - ¿Se marcha? Pensé que se quedaría con nosotros durante más tiempo. - No, no es posible, mis responsabilidades me reclaman. - No le culpo, la situación en esta ciudad cada día es más inestable.
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- Por cierto, sé por fuentes de absoluta confianza que el régimen nazi planea algo contra la iglesia. Debería tener cuidado, se comenta que planean secuestrarle..... - dijo el monje. - No lo dude amigo, no lo dude. Pero no tema, llevan años intentándolo, esta vez no será diferente. El oscuro poder nazi tiene los días contados, es una bestia agónica. - Esas son las más peligrosas.... - exclamó el monje mientras se dirigía hacia la puerta. - Adiós, Felipe. Siento que no pueda despedirse del padre Constanzo, hace un par de días que nadie sabe nada de él, es posible que esté recuperándose de la impresión de ver al Cardenal asesinado. Estaban muy unidos. Es posible que esté asustado. - Asustado, asustado es la palabra... - susurró el viejo monje mientras cerraba lentamente la puerta del despacho Papal.
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Capitulo XL
Entender lo bello significa poseerlo. W. LĂźbke
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Abadía de Eisleben Sentado ante una gran mesa repleta de carne, vino y pan, Biser disfrutaba de una cena relajada. En la amplia sala del comedor de la abadía el crepitar del fuego de la chimenea resonaba entre los muros de piedra. Belloni abrió la puerta y se sentó frente a Biser. - Catalina de Bora – dijo mientras llenaba su plato de carne asada – Menudo secreto escondían las calaveras de Krtiny. - ¿Realmente nos ayudará a seguir adelante? – Biser se mostraba decepcionado – Hemos perdido el tiempo en lograr una pista que carece de sentido. - ¿Porqué piensas eso? – pregunto Belloni bebiendo un sorbo de vino. - ¿De qué nos puede servir el nombre de Catalina de Bora? - Ahora mismo, no sirve para nada – respondió Belloni tras pensar unos instantes – pero es un dato más. Abraham consideraba importante que lográramos esta pista. Sus últimas palabras nos remitieron allí… - ¡Entiendo que debas cumplir tu promesa ante un moribundo! – interrumpió Biser golpeando la mesa – pero ¿qué debo hacer ahora? - No lo sé. Lo siento, no puedo ayudarte – respondió Belloni apesadumbrado. - Es igual. Te agradezco tu ayuda.
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- Es mi deber. Sé que hoy nos despediremos. Creo que sientes que tu camino sigue en solitario. Debes enfrentarte a tu destino. Pero quiero que sepas que no estarás solo. Quizás no sirva de nada, pero he estudiado un poco la vida de Catalina de Bora. - Seguro que me será de utilidad – asintió Biser con gesto más tranquilo. - La vida de Catalina de Bora ha sido un verdadero ejemplo de lucha en estos turbulentos tiempos que vivimos hasta su fallecimiento hace apenas unos años – Belloni sacó de entre los pliegues de su hábito unos pergaminos donde había anotado sus avances - Catalina de Bora fue hija de Hans von Bora y Catalina von Bora – dijo mirando a Biser Nació el 29 de Enero de 1499 en Lippendorf al sur de Leizpig. Salió adelante en una familia de nobles empobrecidos de Sajonia, con tres hermanos y una hermana. Su madre murió cuando ella tenía cinco años y su padre volvió a casarse, enviando a Catalina a un convento benedictino en Brehna. En 1508, su padre la llevó otro convento, esta vez de la Orden del Cister en Nimbschen, cerca de Grimma. Una de sus tías paternas, Magadalena von Bora, era monja en el convento, y una tía materna, Margarete von Haubitz, era la madre superiora. El 8 de Octubre de 1515, con 16 años de edad, tomó los votos como monja. En el convento aprendió a leer, escribir y algunas nociones de latín. - Una monja. No sé porque me sorprendo – dijo Biser y mordió una jugosa manzana. - Después de varios años de vida religiosa – prosiguió Belloni Catalina se interesó cada vez más por el movimiento de reforma y creció su descontento con su vida en el convento, conspirando con 285
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otras monjas para huir de él. Sin embargo, esto era muy difícil, ya que dejar la vida religiosa era una ofensa castigable con la muerte. Por esta razón, las monjas decidieron contactar con Martín Lutero para que las ayudase. La víspera de Pacua de 1523, Lutero envió a Leonhard Köppe, un comerciante, a Torgau. Las monjas se escaparon con éxito ocultas en el carro cubierto de Köppe entre los barriles de pescado, huyendo a Wittenberg. - ¡Vaya con la hermana! – exclamó Biser – Y de nuevo Wittenberg se convierte en el centro de esta historia. - Así es amigo. Después de todo quizás no hemos perdido el tiempo logrando esta pista -respondió Belloni con una mirada cómplice, para regresar de inmediato a la lectura de sus notas - Lutero consiguió casar y encontrarle empleo a todas las monjas, excepto a Catalina que vivió con la familia de Philipp Reichebach, un vendedor de la ciudad de Wittenberg, y luego en casa de Lucas Cranach y su esposa, Barbara Brengebier. Catalina tenía un buen número de pretendientes, pero ella solamente estaba dispuesta a casarse con Lutero. Lutero finalmente se enamoró de Catalina y el 27 de Junio de 1525 fueron casados por Johannes Bugenhagen. El matrimonio tomó como casa un antiguo monasterio agustino de Wittenberg, que Juan Federico I de Sajonia, hijo del protector de Lucero, Federico III de Sajonia, había cedido al matrimonio como regalo de boda. Catalina adquirió inmediatamente la tarea de administrar y de manejar las tenencias extensas del monasterio, de la crianza y de la venta de ganado y del funcionamiento de la cervecería, para mantener a su familia y a los estudiantes y visitantes que buscaban audiencias con Lutero.
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- Desde luego esa mujer fue emprendedora y única – admitió Biser – Más de uno estaría dispuesto a acabar con su ímpetu. - Sí. Se granjeó la enemistad de gran parte de sus vecinos, además refutados miembros de la Iglesia y de la clase política la incluyeron en su lista de personas non-gratas – respondió Belloni – En este momento de su vida, tiempos de enfermedades muy extendidas, Catalina utilizaba el monasterio como hospital, cuidando a los enfermos junto a otras enfermeras. Catalina y Martín tuvieron seis hijos: Johannes, Elizabeth que murió con ocho meses, Magdalena, Martín, Paul y Margarete. Además, los Lutero criaron a cuatro niños huérfanos y a Fabian, sobrino de Catalina. - Todo un clan – dijo Biser. - Cuando ha muerto Martín Lutero en 1546, comenzaron los problemas financieros para Catalina, ahora sin el sueldo de Lutero como profesor y pastor. Le ofrecieron la posibilidad de mudarse de la vieja abadía, pero la propuesta fue rechazada inicialmente- añadió Belloni. Al poco tiempo, Catalina tuvo que huir a Magdeburgo debido a la guerra de Esmalcalda. El acercamiento de la guerra forzó otra huida en 1547, esta vez a Brunswick. En julio de ese año, se acabó la guerra y volvió a Wittenberg. Los edificios y las tierras del monasterio habían sido destruidos y estaban llenos de basura. Económicamente, no podían permanecer allí. Gracias a la generosidad de Juan Federico I de Sajonia y a los príncipes de Anhalt, permaneció en Wittenberg hasta 1552, cuando un brote de peste negra la forzó a salir de la ciudad una vez más. Huyó a Torgau donde su carro estuvo implicado en un accidente cerca de las puertas de la ciudad, que le causó una rotura de pelvis entre otras heridas. Catalina murió en Torgau tres meses después, el 20 de 287
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Diciembre de 1552, a los 53 años de edad. Fue enterrada en la iglesia de Torgau, lejos del sepulcro de su marido en Wittenberg. - ¡Wittenberg y Torgau! – exclamó Biser – Son las ciudades marcadas con sangre en el mapa encontrado en Krtiny. - Realmente el difunto Abraham sabía lo que hacía. ¿Verdad? – respondió Belloni con una sonrisa. - Sí, amigo. En una de esas ciudades se resolverá, de una vez por todas, este misterio. Presiento que estamos llegando al final de este enigma – Biser se levantó y se acercó a la chimenea. La discontinua luz del fuego iluminaba sus brillantes ojos. - Hay otra cosa que deberías saber – el tono de voz de Belloni cambió, volviéndose más grave. Biser se volvió hacia el párroco notando la seriedad reflejada en su rostro – Siento decirte que no he sido completamente sincero contigo. Hace años que presto mis servicios a la Cofradía del Sagrado Corazón - Belloni pausó su voz y observó la reacción de Biser, que tensó su rostro y dio un paso hacia atrás – Sí, compañero. Trabajo como espía de una facción de la Iglesia Católica en clara oposición con la Santa Inquisición. Desde hace años conocemos qué algo siniestro se gestaba en el Monasterio de Wittenberg, pero ninguno de nuestros intentos para conocer qué ocurría había logrado resultados. Hasta que tú apareciste en mi iglesia – Biser se acercó a la mesa y se sentó frente al párroco. - Entonces… ¿me has utilizado? – preguntó mostrando tristeza en su mirada. - No, al contrario. Has sido de gran ayuda y me has mostrado el camino – respondió Belloni con una amplia sonrisa – hemos avanzado más en 288
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estos días que en los últimos cinco años. Y todo gracias a ti. Recibo órdenes directas del Obispo Luís Herrero, mano derecha del Rey Carlos I de España. Al día siguiente de morir Abraham envié un emisario a la corte española con nuestro descubrimiento y les he mantenido informados de cada uno de nuestros avances. Quiero presentarte a unas personas – la puerta de la sala se abrió. Dos siluetas cruzaron el umbral hasta que la luz del fuego iluminó el rostro de la que se acercó en primer lugar al llegar junto a la mesa. - ¡Majestad! – gritó Biser al reconocer el rostro del Rey Carlos I. Se levantó aturdido y se arrodilló frente al monarca. - No, Biser. No te arrodilles - respondió el monarca con voz pausada – Hemos de agradecerte tu valor y tu nobleza. Este es el capitán Salgado, mi hombre de mayor confianza de todo mi ejército – dijo señalando a su acompañante, que permaneció impasible junto al Rey. Biser y el capitán Salgado cruzaron sus miradas y realizaron un mecánico saludo. - He de salir necesito aire – dijo Biser mientras se levantaba nervioso y se dirigía al patio de la Abadía. La sala permaneció en silencio durante unos instantes hasta que Belloni se atrevió a hablar. - Debe disculparle majestad. Han sido demasiadas sorpresas en los últimos meses. Su ánimo está muy débil. Tenga paciencia. Él mismo le explicara su historia. El Rey asintió con un ligero movimiento de cabeza y caminó hacia la puerta por donde Biser había salido. En el patio la brisa de la noche 289
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portaba el frío de las montañas que rodeaban la abadía. Biser contemplaba el cielo estrellado. La puerta de uno de los edificios que rodeaban el patio central se abrió. A través del umbral Biser pudo observar a dos damas de compañía que ayudaban a la Reina de España a sentarse dado su embarazo. - Dentro de poco parirá al futuro Rey de España - oyó con voz grave a su espalda. Biser se volvió para ver, a un paso de distancia, el porte altivo y noble del Rey Carlos I de España y V de Alemania. Su piel morena destacaba sobre el blanco uniforme militar que vestía y resaltaba en la oscuridad de la noche - No debe preocuparse Biser. Si sus avances son los que el padre Belloni afirma, será usted de gran ayuda. En el caso de no ser así, ¿qué motivo le impulsa a hacerme perder mi valioso tiempo, el tiempo de un Rey? - No perderá el tiempo, señor – respondió Biser claramente angustiado, intentando dotar a sus palabras de misterio e intriga- soy el más cualificado para informarle sobre el peligro que se cierne sobre su corona y su reino. Existe cierto monasterio en Wittenberg, dirigido por un monje tremendamente peligroso, cuya existencia se justifica por la creación y formación de personas con el único objetivo de situarlas en puestos políticos, culturales y sociales claves en los desarrollos de la humanidad, a lo largo de su historia. El fin de este trabajo es el de controlar el futuro de la humanidad desde su base: las personas, los cambios sociales que éstas promueven. Hace unos meses estuve presente en una especie de misa en la que su reino y usted mismo eran protagonistas. Desconozco los detalles del plan del monje, pero sí sé que será ejecutado en breve plazo de tiempo.
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- Lo que dice no tiene ningún sentido, ¿cómo pueden saber qué individuo formar y con qué objetivo? - preguntó el monarca intrigado. - Poseen un libro, señor. El Eje del Mundo. Un libro que el monje interpreta y les muestra el futuro más cercano. Ese libro es la fuente de su poder. Majestad permitidme acompañarle en un breve paseo mientras le narro el último año de mi vida y todas las circunstancias que me han conducido a este momento. El rey asintió dubitativo y receloso. Biser y el monarca pasearon por el patio de la modesta abadía. El rey no dejaba de sorprenderse y alarmarse con los increíbles sucesos que rodeaban la vida del joven que tenía junto a él. El cansancio hacía mella en Biser cuándo concluyó su relato. Le contó al rey todos los detalles de su viaje a Wittenberg, aunque omitió cualquier comentario sobre McGlure. Biser tenía la certeza de volver a recuperar a su mentor y maestro, tantos años junto a él le habían convencido de que merecía la pena agotar hasta la última esperanza para salvarlo. Con la firme promesa del monarca de considerar la situación y comunicarle su decisión al día siguiente, Biser se dirigió hacia su habitación, en la parte Norte de la abadía. Tumbado en su cama sacó el libro de su viejo zurrón, el frío manto de la noche acompañó su lectura hasta que los encantos del sueño nublaron su vista y cayó profundamente dormido. A la mañana siguiente clarines y trompetas despertaron a Biser. Apresuradamente recogió sus cosas y se vistió. Salió corriendo al pasillo que conducía a la salida. El capitán Salgado y un batallón de soldados de la Guardia Real formaban en la entrada principal. A su lado, el Rey montaba un formidable caballo junto a otro preparado y ensillado.
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- Monte su caballo, señor Draco, tenemos que asaltar un monasterio. La sonrisa volvió al rostro de Biser mientras montaba el caballo. El grupo de soldados galopó rodeando la villa hacia las montañas. Hacia el este, hacia Wittenberg. El rey Carlos mantenía su majestuosa presencia trotando entre serpenteantes caminos montañeses, sus aguerridos y fieles soldados le seguían y contemplaban llenos de admiración y orgullo. Biser espoleó su caballo situándose a la derecha del monarca. - Buenos días, majestad. - Buenos días, Biser. - Finalmente decidió seguir mi consejo... - Entre usted y yo, amigo, sólo en parte. Obviamente deseo evitar y acabar con cualquier tipo de amenaza que pueda quebrantar la paz de mi reino. Pero también he de reconocer que me mueve una gran curiosidad por conocer los entresijos de una organización que pueda controlar el desenlace de la historia de la humanidad. - Yo también comparto esa curiosidad, señor - respondió Biser. - Pero me atrevería a asegurar que con distintos intereses - añadió el Rey. - No le entiendo, señor. - ¿Realmente no ha pensado, siquiera un momento, en la importancia que tendría para mí, un libro de tales características? - Su corazón es justo, señor, no veo mejores manos para sujetar ese poder. 292
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- Sí, sabría manejarlo, aunque le puedo asegurar que lo utilizaría para el bien de mi imperio. - Pero no en el suyo propio, lo cual me reconforta. - No veo la diferencia Biser. - Para mí, sí existe. Todo lo que haga prosperar su imperio, le hará un monarca más justo y respetado. Sus súbditos y aliados le apreciarán más. Mejorará la calidad de vida y las expectativas de sus conciudadanos. Por otra parte, sus enemigos le temerán y envidiarán. Por supuesto intentarán frenar sus avances y logros, pero no podrán conseguirlo. - ¿Por qué razón no podrían lograrlo? - preguntó curioso el monarca. - Por dos simples razones, primera el miedo les atenazará, no pelearán contra un Rey y su ejército, sino contra un reino y su estilo de vida. - ¿Y la segunda razón? - Usted tendrá en su poder el libro que habla del futuro, conocerá los planes del enemigo y la forma de derrotarlos. Una sonora carcajada hizo que el monarca casi perdiera el equilibrio sobre su montura. El capitán Salgado permanecía serio a dos metros de distancia, atento a la conversación. - Desde luego es usted todo un personaje - dijo el Rey mientras recuperaba su compostura- Sería capaz de convencer a cualquiera. Tiene usted un don, Biser, un don.
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Las últimas palabras del Rey sumieron a Biser entre los amargos cánticos de un recuerdo reciente. El libro del pasado, que le había revelado que su padre era el monje Felipe, también le confesaba que poseía el don. Aunque ese don era desconocido para Biser. Un escudero se acercó al Rey. - La Reina está bien – dijo y regresó a su puesto en la retaguardia. En el viaje desde España hasta la abadía de Eisleben, varias damas enfermaron, e incluso la propia Reina no tenía buen aspecto. El médico real no aconsejaba que, en su avanzado estado de embarazo, realizase un viaje tan arriesgado. Pero la Reina había insistido en acompañar a su esposo, y este último deseaba estar presente cuando su vástago viese su primera luz del día. El viaje se endureció llegando a la zona con montañas más escarpadas. El sol no calentaba una atmósfera helada. Las ventiscas cargadas de hielo cortaban el rostro, al chocar como cuchillas contra pieles acostumbradas a temperaturas mucho más cálidas. Al cabo de unas horas Biser se había acostumbrado a la disciplina militar, todo el mundo en el batallón tenía una misión que cumplir. Unos vigilaban y abrían nuevos caminos, otros cocinaban, otros preparaban armas y cuidaban de los caballos. Todo el mundo tenía su importancia dentro del engranaje del ejército español. Con las últimas horas del día la noche extendió su manto sobre la ladera de la montaña que tendrían que sobrepasar para llegar a Wittenberg. En ese punto el Rey mandó montar el campamento. Sentado junto a un cuidado fuego, Biser acariciaba el lomo del Axis Mondi pasado, buscando en su cubierta respuestas ante la batalla que iban a librar al día siguiente. Estando concentrado no advirtió la llegada del Capitán Salgado. - Estará contento, monje - dijo de forma seca y rotunda. 294
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- No soy monje, sólo soy aprendiz, capitán - respondió Biser- ¿Por qué debería estar contento? - Ha conseguido lo que se proponía. - ¿A qué se refiere? - El Rey está fascinado con su idea, ha sido muy hábil al convencerle. No sé cómo lo ha conseguido, pero ha funcionado. Lo que no entiendo es ¿qué quiere un Rey, que lo tiene todo, de ese monasterio? Son lugares ricos en grano y animales, pero no suelen tener oro o riquezas, es absurdo desplazar un batallón para este cometido. Y mucho menos con el Rey a la cabeza del mismo. Lo único favorable es que no tendremos lucha, los monjes son poco hábiles con las armas. - Se equivoca conmigo, capitán. Los motivos que me mueven son más importantes que el egoísmo personal, afectan a toda la humanidad. Pero en concreto a su majestad, de esta cruzada saldrá más reforzado su imperio. El capitán Salgado no ocultaba su desconfianza hacia Biser, le miraba con recelo. Biser pensó que no le escuchaba, parecía tener una idea clara sobre él, y que por mucho que insistiera no iba a cambiar de opinión. - Me da igual lo que diga, debe tener cuidado, si en algún momento considero que el rey corre peligro, le haré responsable a usted. Y no creo que le guste lo que sería capaz de hacer. Se levantó y caminó hacia su tienda. Biser acarició su zurrón, en otros momentos la amenaza del capitán Salgado le hubiera hecho estremecerse durante una semana. Pero ahora, después de lo vivido en 295
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los últimos meses, le resultaba, incluso, un poco gracioso. Se tumbó en el suelo de su tienda. Tenía que intentar dormir, por la mañana asaltarían el Monasterio de Wittenberg. Con las primeras luces del día el campamento cobró vida. El ambiente reflejaba un inusual estado de relajación, salvo Biser, su cara era la más pura expresión de odio y miedo. Los soldados bromeaban y reían, acostumbrados a batallas infernales, el asalto a un monasterio se les antojaba un juego de niños. En poco más de una hora todo estaba listo. El Rey, al frente de los soldados, levantó su mano derecha. El silencio se hizo unánime, lentamente bajó la mano hacia las riendas de su montura. Con el ligero trote del caballo, comenzó un rítmico sonido mezcla de tambores y metal. La marcha hacia el monasterio se aceleró paulatinamente, Biser miraba delante y detrás, perdido en el engranaje de una máquina de guerra. Estando a cien metros de la amplia entrada, el batallón se detuvo. Un grupo de veinte soldados, portando un grueso tronco de árbol se adelantó al resto. Golpearon la gruesa puerta que se abrió con suma facilidad con el primer golpe. Los sorprendidos soldados dejaron el tronco junto a la puerta y desenvainaron sus espadas. Cruzaron el umbral, a los pocos segundos, uno de ellos hizo señas para que el batallón avanzara. El capitán Salgado sujetó las riendas del corcel del Rey. - Con su permiso, majestad - exclamó mientras espoleaba su montura hacia el interior del monasterio. El batallón avanzó rápidamente y en pocos minutos ocupó el patio central del monasterio y los aledaños laterales. El movimiento de monjes que habían confirmado los vigías era inexistente. No podía verse ningún hombre o animal en el monasterio. No había nadie. El
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Rey, Biser y los oficiales desmontaron, uniéndose al capitán Salgado, Biser les hizo señas para que le siguieran al interior del edificio central. En la puerta el rey detuvo a sus capitanes y se volvió hacia el capitán Salgado. - Con su permiso, amigo. Debo hacer esto solo - dijo pausadamente. Visiblemente contrariado Salgado asintió con la cabeza y se giró vociferando órdenes de agrupación y defensa a sus soldados. El Rey apoyó su mano sobre el hombro de Biser. - Muéstreme el camino, hijo. Si es cierto lo que cuenta, mejor será que sólo lo veamos usted y yo - susurró el monarca. Biser empujó la puerta y entraron. En el oscuro rellano tanteó las paredes hasta encontrar una antorcha. Al encender la intermitente llama recordó su última visita. Caminaron entre pasillos, el Rey pudo comprobar cada una de las celdas que Biser le había contado, pero no vieron a nadie. Avanzaron hacia nuevos pasillos mientras desde el exterior se podían oír a los soldados, que con sus gritos confirmaban el abandono total del monasterio. Las placas de las celdas relucían en los nuevos corredores. Las puertas y losas no tenían óxido ni musgo. Incluso varias celdas no poseían cama ni enseres. Observaron varias placas con nombres que no podían reconocer: Napoleón Bonaparte, Marqués de Sade, Carlos III, Felipe V, Isabel II… personajes que alarmaron al hasta entonces, aparentemente, tranquilo monarca. - Son reyes y reinas, seguro, ¿pero, de dónde? Están generando una nueva monarquía, intentan controlar los reyes, para controlar los países - exclamó el Rey corriendo de una placa a otra. - A lo mejor por eso es usted tan importante, señor - comentó Biser. 297
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- ¿A qué te refieres? - Es posible que todo este ciclo de vida dé comienzo a partir de usted o su reinado. - Esa posibilidad asusta - contestó el Rey. - ¿Por qué debería hacerlo? Ser el primero de una nueva generación de monarcas debiera ser motivo de orgullo en su paso por la historia. - Sí, pero cabe la posibilidad de que yo sea el último de una caduca monarquía condenada al fracaso por unas fuerzas que desconozco y no controlo. Biser calló, tan convencido se encontraba de poseer un futuro que no había contemplado como posible el ser el bando perdedor de esta peculiar cruzada. Continuaron caminando hasta nuevos pasillos con celdas en construcción y sin puertas o placas. Los pasillos penetraban en la montaña hasta no poder asegurar cuantas celdas existían. Pensativos, regresaron a la puerta principal. Al salir al patio central se cubrieron los ojos con las manos al sentir la intensa luz del mediodía. El capitán Salgado corrió a su encuentro. - ¿Cómo se encuentra, majestad? - preguntó visiblemente nervioso. - Bien, gracias - respondió. - Yo también estoy bien - dijo Biser aunque nadie le había preguntado. Salgado ni tan siquiera le miró. Colocándose junto al rey, se acercó a su oído susurrando algo que nadie más pudo escuchar. El rey se volvió hacia Biser.
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- Señor Draco - dijo con gesto serio – hemos encontrado alguien que dice conocerle y asegura estar esperándole, acompáñenos, por favor. Biser caminó sorprendido junto al Rey y varios oficiales, hacia la pequeña iglesia del monasterio. Al cruzar la puerta se sintió sobrecogido ante el vacío absoluto de las distintas cámaras donde antes se encontraban miles de estatuas. El altar emergía del fondo de la iglesia como un pedestal desértico, huérfano de estatua que soportar. Caminaron hacia el estrecho pasillo situado detrás del altar, varios soldados custodiaban la puerta de entrada. Se retiraron permitiendo el paso del Rey, Biser y Salgado. Al fondo del pasillo varios soldados retenían con sus espadas a un individuo tirado en el suelo. - Por lo visto este hombre ha intentado huir de mis soldados, incluso ha intentado agredir a uno de ellos. Lo más sorprendente es que lo único que ha dicho constantemente es tu nombre, Biser. Una y otra vez tu nombre, espero que tengas una buena explicación para esta circunstancia - advirtió el capitán con gesto desafiante. Biser anonadado por las circunstancias no acertó a esgrimir su habitual grandilocuencia argumentando algo en su defensa. Caminó temeroso hacia el grupo de soldados, entre las sombras del pasadizo, las siluetas de los soldados aparecían imponentes y amenazantes. Tumbado en el suelo un hombre repetía sin cesar. - Biser... Biser... Biser. El Rey y Biser se acercaron al individuo, Biser se agachó cogiendo los hombros del sujeto y le giró hacia sí. - ¡¡Señor Storg!! - gritó sorprendido.
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- Biser, Biser - dijo Storg mirándole con ojos cansados y agonizantesEres tú, amigo - su boca dibujó una sincera sonrisa. - Sí, estoy aquí - dijo Biser mientras observaba una sangrante herida en el costado derecho de su suegro- ¿Qué ha ocurrido, señor? ¿Quién le ha herido? - Dios, hijo mío, me ha herido Dios. El Rey se acercó furioso y gritando. - ¡¿Cómo se atreve a proferir esas palabras?! Nunca antes había escuchado tan tremendas y absurdas falacias. Storg no apartó la vista de los ojos de Biser, su rostro reflejaba tranquilidad y paz. Tanteó buscando la mano de su yerno y la agarró con fuerza. - Hace unos días oímos que el monasterio iba a ser abandonado, los monjes entraban y salían sin cesar. Carros y carros con muebles, estatuas y todo tipo de enseres comenzaron su exilio hacia las montañas del Sur - dijo Storg con voz pausada- El pueblo celebró una gran fiesta pensando que sus plegarias habían sido escuchadas. Mi mujer, Krissa y yo íbamos a reunir a toda la familia en casa para celebrarlo. Una tarde cuando volví a casa de trabajar en el campo, mi mujer estaba tirada en el suelo de la sala, de su pecho brotaba sangre con cada uno de sus últimos latidos. La abracé contra mi pecho mientras me susurraba sus últimas palabras: Krissa...monasterio...cuidado. Después me miró, sus ojos se despidieron de mí, tras unos instantes murió. Mi mundo se desmoronó, mis manos temblaban manchadas con la sangre de mi única compañera. Grité, lloré y sangré mientras excavaba su tumba con mis propias manos. Exhausto y agotado caí rendido sobre la tierra removida 300
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que cubría el cuerpo inerte de mi único amor. En ese momento recordé su última mirada, en un principio había observado miedo en sus ojos, pero, pensándolo más detenidamente, me di cuenta. Mi mujer me pedía venganza con su postrero suspiro. Regresé a casa, cogí mi daga y caminé toda la noche hasta el monasterio. Entré en esta iglesia, todo estaba vacío, menos el altar. Un monje enjuto y viejo agarraba el brazo de Krissa, ciego de ira levanté mi daga corriendo hacia ellos... y... - la entereza de Storg se desvanecía, su cuerpo comenzó a temblar compulsivamente. Copiosas gotas de sudor cruzaron su rostro mientras sus manos se convertían en gélidos apéndices. - Store, Storg resiste amigo -gritó Biser. Storg abrió los ojos, soltó la mano de Biser y le agarró con fuerza la camisa, atrayéndole hacia él. - Ayer a mediodía partieron hacia el Este, dándome por muerto. El monje llevaba a tu mujer. Tu hijo está a punto de nacer. Tienes que vengarnos... Dios nos ha matado a todos... Sus ojos se perdieron en la oscuridad del pasadizo, sus manos se tensaron mientras su espalda se contraía en un gesto antinatural. Biser apoyó el cuerpo inerte de Storg sobre el húmedo suelo. Sus ojos, por un momento, se nublaron llenos de lágrimas, pero enseguida su mirada se endureció. Colocó su antorcha junto a su amigo y comenzó a abrirle la camisa empapada en sangre y sudor. Biser acercó una antorcha a la herida y se apartó, se levantó abriéndose paso entre los soldados y se encaminó hacia la salida. El Rey recogió la antorcha y se acercó al cadáver de Storg. En el costado derecho, debajo de las costillas, tenía clavada una cruz de madera con una imagen de Jesucristo en bronce. El
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Rey levantó la vista aterrado, buscando a Biser, gritó su nombre sin obtener respuesta. El aire golpeó las mejillas de Biser secando las lágrimas derramadas por su amigo y suegro. Caminó ladera abajo hasta un serpenteante sendero, las marcas del camino eran muy diversas, varios carros y animales habían marcado el terreno haciendo imposible encontrar un rastro certero. Recorrió el sendero durante varias millas sin tener seguridad de que fuese el camino correcto, el sol comenzaba a calentar la atmósfera y Biser notó cómo el sudor recorría su cuerpo mientras sus piernas se agarrotaban doloridas. Se sentó junto a un frondoso árbol, su sombra le protegía de los ardientes rayos del sol. Tumbado sobre la hierba observó el cielo despejado y con un azul intenso, observando la inmensidad del cielo, Biser sintió que sus problemas disminuían, la tranquilidad que sentía le invadía, sumiéndole en un tremendo sopor. Notó demasiado calor. Comenzó a sudar copiosamente. Notó una fuerte presión en el pecho y le pareció que su corazón iba a estallar. Se abrió la camisa. Junto a su torso tenía el mapa encontrado en Krtiny. En el viejo trozo de tela comenzaron a vislumbrarse varios letras y dibujos aparecidos por la humedad del sudor. Reconoció varios de los lugares señalados en el mapa, corriendo pasó junto al gran roble que aparecía grotescamente dibujado, atravesó las cuevas, cruzó el río y tras una ladera pudo ver una pequeña ermita. En la puerta, un carro permanecía parado mientras su amontonada carga parecía estar a punto de desmoronarse. Con gran cautela Biser abrió la desvencijada puerta, el interior abandonado estaba cubierto de polvo y suciedad, varias ratas correteaban entre los bancos y grupos de cuervos volaban de una viga a otra entre los agujeros de un desvencijado tejado. Lentamente se acercó hacia el altar donde un pequeño crucifijo habitaba sobre una pequeña hornacina de viejo y partido mármol. Instintivamente, abrió su zurrón y sacó un pequeño 302
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cuchillo. De repente un estruendoso grito hizo que los cuervos volaran despavoridos hacia el exterior de la ermita. Los gritos se sucedieron, provenían de la parte trasera del altar, Biser creyó reconocer la voz de su mujer quejándose de un dolor insufrible. Golpeó con sus manos las paredes, hasta encontrar una piedra que al moverse bajo el peso de su puño abrió una sección del muro. Biser entró sin pensar con el cuchillo en su mano derecha y los ojos inyectados de sangre. En la pequeña sala, el viejo monje estaba de pie observándole con gesto de sorpresa. Entre sus manos lloraba un niño recién nacido aún cubierto de sangre y líquido. Sobre una vieja mesa, entre un mar de sangre, yacía Krissa. Biser se acercó a su esposa mientras el monje se apartaba, dejando al niño sobre un canasto en una esquina de la habitación. Con el rostro húmedo de sudor y los ojos entornados Krissa le miró en lo más profundo de sus ojos. - Hola Biser, has llegado a tiempo, tu hijo ha nacido. No, no debes contradecir a tu padre. Llevamos mucho tiempo esperando este momento. Aprende de él, aprende como yo lo hice hace años cuándo me recogió de la calle y me crió... - sus ojos se cerraron lentamente, mientras miraba con ternura a su marido. - No te sorprendas, Biser- dijo el monje - Krissa se crió entre los muros del monasterio, como te dije en cierta ocasión, tu destino está escrito y no puedes hacer nada por cambiarlo. Yo puedo leer el futuro, puedo adelantarme a él, puedo utilizarlo, como te he utilizado a ti. Hace años recogimos a Krissa, la educamos y formamos para que pudiera realizar la misión más importante de nuestro monasterio. Debía engendrar al nuevo Jesucristo. Ha llegado el momento de renovar toda una religión. Krissa siempre fue una niña fuerte e inteligente, desde el primer momento asumió su papel en la vida que le había tocado vivir. Los 303
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Storg acogieron de buen grado a esa muchacha que había perdido a sus padres y apareció una noche de invierno reclamando ayuda para no morir congelada. Fue fácil ganarse su cariño y que la aceptaran como la hija que nunca pudieron tener. - No te quedarás con mi hijo - amenazó Biser. - ¿Por qué no? Acaso no has entendido nada todavía. Este niño será un espejo donde se mire la cristiandad de los años venideros. Será un icono del Cristianismo más puro desde los primeros albores de una religión que hoy se encuentra decadente y censurada. Entre obispos glotones y cardenales avariciosos. El pueblo no cree, no tiene fe. La nueva burguesía construye sus propias religiones alrededor de sus montañas de dinero y sus ostentosas vidas. Este niño recuperará los valores más simples y espirituales, no te das cuenta Biser, su futuro está escrito, su futuro ha sido leído, no hay nada que puedas hacer. Incluso no creo que realmente quieras hacer algo. Te das cuenta de que en tus manos está la posibilidad de redimir una religión. Tu hijo es la fuente de energía que regenerará un nuevo orden en el Cristianismo, será un nuevo Jesucristo. Biser dudó, su mano se aferraba al afilado cuchillo, sus ojos recorrían la habitación. Miró a Krissa, luego al niño, el monje, Krissa, el niño, el monje. La cabeza le daba vueltas, sintió como una tremenda fuerza le oprimía el pecho. Sintió nauseas mientras secaba el sudor de su frente. Krissa, el niño y la vacía mirada del monje sonriendo desde el centro de la habitación. - ¡¡Nunca!!-gritó Biser mientras corría hacia el monje apretando el cuchillo entre sus dos manos- No leerás mi futuro en tus malvados escritos mientras yo decida cuándo acabará todo -exclamó, preso de ira, mientras clavaba su cuchillo en el corazón del monje. 304
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El ímpetu de la embestida de Biser hizo que el monje cayera dos metros hacia atrás, mientras él salía rechazado otros tantos. El niño rompió a llorar intensamente. El monje acercó sus manos hacia el cuchillo mientras una oscura sangre brotaba de su pecho herido. Biser se arrastró hasta el monje, se agarró a su viejo hábito mientras le quitaba la capucha. - A partir de ahora decido yo. El monje abrió su oscura boca, pero su vida escapó de su cuerpo sin pronunciar una palabra. Sólo un fino hilo de sangre cruzó su mejilla mientras exhalaba su último suspiro. Biser observó sus vacíos ojos perdidos en el techo de la ermita, su pálida piel y su boca contraída en una grotesca y estúpida sonrisa. Le tapó la cabeza con la capucha, dolorido se levantó acercándose a la cesta donde su hijo no paraba de llorar. Dándole la mano, le miró, tenía los mismos ojos que su madre. - Tranquilo hijo, tranquilo, todo ha acabado. Todo ha acabado. El traqueteo del carro calmó el llanto del niño mientras regresaban hacia el monasterio. Biser recreaba su memoria. Se maldijo por haberse dejado utilizar por el monje del monasterio, por su mujer… estaba seguro. Todos habían participado en este complot. Pero, se regocijaba pensando en que ninguno de ellos pensó por un momento que encontraría el valor suficiente para matar a su padre y liberarse del yugo de su futuro. No tenía familia, había creído firmemente en crear una junto a Krissa y los Storg, pero ahora sólo le quedaba su hijo. Volvió a mirarle, apaciblemente dormido no era consciente de lo importante que era. Su nacimiento había costado varias vidas, la paz de su sueño no reflejaba el sufrimiento que había creado. Por un momento Biser pensó si había merecido la pena, detuvo los caballos, miró de nuevo la cesta. 305
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Una sincera sonrisa se dibuj贸 en su rostro mientras miraba los muros del monasterio y hostigaba los caballos para entrar en su interior. Por supuesto hab铆a merecido la pena.
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Capítulo XLI
Únicamente queda vencido quien capitula en la adversidad. O.S. Marden.
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Un lugar entre Italia y Alemania El traqueteo continuo del tren había conseguido dormir a los pocos pasajeros del vagón número once, menos al austero y misterioso monje. El viejo Felipe, mantenía la cabeza baja, concentrado en la lectura de un libro abierto. Entre las páginas, amarillentas por el paso del tiempo, sobresalía un pequeño trozo de papel: Donde habita un ángel. Señor de su mundo con infinita vida. En el templo de su poder hallarás el Futuro Escrito. Bajo su cruz adorada por miles de siervos sumisos . Leía y volvía a leer el cifrado mensaje del Cardenal Cressi. Desde que el padre Constanzo cedió a la presión de sus propios miedos y le entregó el escueto mensaje, el sabio monje lo había estudiado desde cualquier punto de vista. Se consideraba a sí mismo una persona inteligente y práctica, el paso del tiempo le había dotado de paciencia y serenidad, pero comenzaba a desesperarse. Donde habita un ángel..., ¿una iglesia, una catedral, el cielo, el paraíso?.....no sabría por dónde
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empezar. Señor de su mundo con infinita vida..., era la parte más clara, lógicamente se refería a una creencia eterna, quizás una religión. En el templo de su poder hallarás el Futuro Escrito..., ahí está el libro, en el centro de todo, en el origen de todo. Bajo su cruz adorada por miles de siervos sumisos..., no cabe duda, cerca de la Cruz, a los pies de Cristo. El problema seguía siendo el mismo, no conseguía encontrar el principio de todo, la base que unía y daba sentido a todo el enigma. Gotas de sudor comenzaron a recorrer su pelada calva, sus manos se aferraron a la gruesa cubierta del libro que fingía leer. La desesperación le consumía. Bajó la vista hacia el pequeño espacio que le separaba del dormido pasajero que se apoyaba sobre el cristal de la ventana del vagón. Un ejemplar de “IL Correo de la Sera” reposaba sobre el desgastado terciopelo marrón del sillón, en primera página podía leerse: “Cae el Duce. Mussolini ha caído, arrancado de su templo...” Los muertos ojos del monje se abrieron sorprendidos, su mente comenzó a reaccionar, abrió el libro, volvió a leer el manoseado trozo de papel. Una siniestra sonrisa se dibujó en su rostro. Mientras, el tren comenzaba a detenerse, era su parada, cien kilómetros más y llegaría a Berlín, primera línea de batalla.
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Capitulo XLII
Nadie sabe lo que pesa la carga ajena An贸nimo
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Monasterio de Wittenberg Al entrar en el monasterio Biser no pudo evitar levantar el rostro con gesto altivo y desafiante, ante la asombrada mirada de los soldados que trabajaban en el patio central. Se encontraba pletórico y rebosante, paró el carro en el centro del patio, cogió a su hijo y se dirigió hacia la puerta de la pequeña iglesia. Entró en su interior, abriendo las puertas de par en par y dejando correr la luz por sus oscuros rincones, no vio a nadie pese a que esperaba encontrar al Rey y a sus oficiales. Se dirigió hacia la gran mesa de mármol que presidía el altar, depositando sobre ella la cesta con su hijo. Un ligero ruido hizo volverse a Biser hacia la puerta que cerraba el oscuro pasadizo donde murió Storg. - ¿Quién anda ahí? -preguntó con voz firme. De entre las sombras comenzó a surgir la forma de un hábito, a los pocos segundos un encapuchado monje se encontraba frente a él. Biser se interpuso entre el monje y la cesta, sacó de su zurrón su cuchillo, amenazante. - No temas –dijo el monje con una voz pausada y tranquila- No tienes nada que temer, tu trabajo ha terminado. El monje levantó sus manos hacia su capucha descubriendo su juvenil rostro y su cándida mirada. Biser reconoció inmediatamente al joven monje, pupilo del malvado monje ciego. Bajo su cuchillo confiado. - Tu maestro ha muerto - dijo secamente. 311
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- Lo sé - respondió el monje. Biser notó como su rostro no podía ocultar la sorpresa que sentía. - Debes saber que controlo mi vida, no existe ningún libro, ni ningún falso profeta que pueda determinar mi futuro -exclamó dotando a sus palabras de una seguridad que no poseía. - En estos momentos, mientras hablamos, en el segundo piso de aquel edificio - dijo el monje señalando por la ventana al oscuro edificio lleno de celdas- la reina está pariendo al futuro Rey. Pero no les servirá de nada. El niño nacerá muerto. Esa era tu misión, estaba escrito, tenías que traer al Rey hasta aquí. Sabíamos que la reina no le dejaría venir solo y le acompañaría. El largo viaje y la falta de un cuidado adecuado harían que perdiera al niño que esperaban con tanto anhelo. - Eso es... impo...sible - tartamudeó Biser, preso del pánico. - ¿De veras?, ese era el plan desde el principio, sin un heredero directo, el trono español estará a merced de una nueva clase real, de una nueva dinastía, una creada para un fin muy concreto. Seguro que algún Marqués o Conde te agradecerá siempre todo lo que has hecho. El rey perderá la fe en sí mismo y en la religión, hundiéndose sin remisión en la más absoluta de las locuras. No desesperes, debes saber que todo estaba escrito. Aunque han sido tus decisiones las que han marcado el camino a seguir - una sonora carcajada acompañó al joven monje hasta la puerta del oscuro pasadizo. Biser cogió la cesta y corrió al exterior mientras la puerta del pasadizo golpeaba contra el marco y el fuerte estruendo resonaba en el interior de su cabeza. Subió los desgastados peldaños hasta la segunda planta y recorrió varias habitaciones hasta entrar en una de ellas y contemplar 312
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una dantesca escena. Sobre un viejo jergón varias damas y el médico real cuidaban a la reina que lloraba desconsolada entre valiosas telas manchadas de sangre. En una vieja silla un abatido monarca sostenía entre sus brazos el pequeño cadáver de un niño que no había tenido la oportunidad de vivir. Sin ningún rastro de su distinguida nobleza, Biser observaba la desesperación de un hombre sufriendo el mayor dolor que puede padecer un ser humano. Su corazón se encogió paralizándose por un momento en su interior. Lentamente se acercó al hombre que reinaba en España y medio mundo, pasando entre el capitán Salgado y varios de sus oficiales. - Lo siento, majestad, lo siento muchísimo. El Rey levantó lentamente la vista mirando los ojos de Biser, después miró la cesta en su mano. El niño comenzó a llorar, su llanto sonó estridente entre las paredes de la habitación. Rebotando en los oídos de los presentes y golpeando sin piedad el corazón de un padre que hubiera dado su vida por oír llorar a su hijo, nacido muerto por un cruel capricho de la vida. Biser regresó a su habitación. La noche alargó su más gélido brazo sobre el monasterio, los soldados aguardaban noticias sobre el parto de la reina mientras varios rumores corrían entre ellos. Varios decían que había tenido una niña y por ello temían anunciarlo, otros contaban que eran varios los niños nacidos y tenían que decidir el orden de sucesión. De cualquier manera ningún soldado abandonaba su posición esperando noticias de sus superiores. Biser cruzó los largos pasadizos que separaban la celda, donde se había recluido las últimas horas, de las habitaciones que utilizaban los reyes y su séquito. Su mirada perdida en el horizonte irradiaba seguridad y
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confianza. En la puerta de la habitación el capitán Salgado mantenía una marcial postura. - Vengo a ver al Rey - dijo Biser. - Ha ordenado que no se le moleste. ¡¡Vete!! - en sus ojos Biser pudo leer que le hacía responsable de todo lo sucedido. - No. Debo hablar con el Rey. Usted sabe que yo no he deseado nunca esta situación. El leal soldado miró fijamente los tristes ojos de Biser, tras unos segundos se apartó de la puerta dejando el paso libre. - Gracias - dijo Biser. El rey estaba apoyado junto a la ventana mientras la reina dormía, agotada, en la cama. - Señor, majestad. Quisiera hablar con usted -dijo Biser tembloroso. - No es el momento Biser, no es el momento - respondió el Rey. - No existe otro momento, señor - añadió Biser con algo más de confianza. - Hace unos días pensaba en lo afortunado que era - dijo el Rey con voz triste- Mi país crece, señor Draco, estamos madurando. Podría asegurar que somos la primera potencia del mundo. Nuestros vastos territorios y nuestros aliados nos proporcionan un gran poder económico y militar. Por otra parte mi mujer me concedería la inmortalidad, alargando mi vida a través de mi hijo. Haciendo que mi sangre circulase llena de vida y juventud en otro cuerpo. Me consideraba feliz, dichoso. He 314
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condenado mi vida al sacrificio de mi corona y a Dios. Cumplo con sumo rigor cada una de las directrices marcadas por la iglesia y la religión. Nunca he pedido nada al Altísimo, me he mostrado agradecido y ahora me siento traicionado. Sólo Dios puede conceder la vida y a mi hijo se la ha arrebatado sin darle oportunidad de defenderla. No es justo, y no puedo creer en un Dios cruel con aquél que le sirve fielmente. - No diga eso, majestad. Entiendo su dolor, comparto su dolor, pero tenga fe. Es exactamente lo que ellos desean, que deje de creer. Que abandone la religión y a usted mismo. Como le he dicho comprendo su dolor pero no debe precipitarse - suplicó Biser, claramente asustado. - ¿Cómo puedes pensar que sabes lo que siento? ¿Quién te da derecho a ponerte por un momento en mi lugar? Ah, entiendo, es fácil, es muy sencillo ponerse en mi lugar, consolar al dolido desde la tranquilidad que concede el no sufrir su dolor. ¡Apartate de mi vista! ¡No quiero compasión ni falsos consuelos! - Señor, no soy quién para juzgarlo, pero si es duro perder a un hijo, más lo es renunciar a otro porque tu deber te obligue a hacerlo. - No te entiendo. - Señor, quiero pedirle que críe y cuide de mi hijo como suyo. Toda esta situación es culpa mía. Me he dado cuenta de que sólo yo puedo detener esta espiral de terror y muerte. Soy el centro de un terremoto de maldad que sacude nuestras vidas. Ayer descubrí que mi mujer pertenecía a la secta que ha condenado mi vida, maté a mi verdadero padre pensando que así acabaría con este dolor. Pero no es así. Yo, y sólo yo, soy responsable, mientras continúe con vida...-Biser agachó la cabeza ...seguiré siendo un problema, pero se acabó. 315
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- No puedo aceptar a tu hijo como mío, no podría cargar con ese acto en mi conciencia. Sé lo que se siente al perder a un hijo y nunca podré causarte ese daño - replicó el monarca. - Majestad, no me causareis daño. Debo darle a mi hijo lo mejor. Sé que si sigo vivo, le ocasionaré un mal mayor, además he descubierto que el plan contra su corona consistía en hacerle venir hasta aquí y con ello provocar que la reina tuviera un mal parto y dejarle sin descendencia. El Rey hizo un gesto de sorpresa seguido de un ademán de rabia contenida. - Me he dado cuenta de un detalle, ellos no han considerado que pueda rebelarme y dar al traste con sus planes, y lo he hecho. Hace unos minutos he tomado un veneno que hará su efecto en unas horas- su rostro se ensombreció- Señor, no me debe nada, soy yo el que le ruega que cuide de mi hijo, que haga de él un hombre de bien. Yo no sabría hacerlo. El Rey respiró hondo conteniendo las lágrimas en sus ojos. Volvió a respirar intentando recuperar su compostura. - No temas amigo, tu hijo será un gran Rey, digno de un gran Imperio. - ... y espero que un buen cristiano... - dijo Biser sonriendo, mientras abrazaba al Rey. - Cuente con ello, señor Draco, cuente con ello, por cierto ¿ha pensado algún nombre para el niño? Biser con los ojos llenos de lágrimas caminaba hacia la puerta, se detuvo en el umbral. 316
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- Felipe, llamarle Felipe, majestad. - Felipe. Pasará a la historia como Felipe II - respondió el Rey tras pensar unos segundos. - Así es, majestad. Adiós. Biser cerró la puerta. El Rey despertó a la Reina para contarle las nuevas noticias. Mientras caminaba por el pasillo Biser repetía en su mente: Felipe... Felipe, hijo mío, Felipe como tu abuelo…
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Cap铆tulo XLIII
Muchos para cubrir sus faltas emplean la caridad. An贸nimo
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El 30 de Abril del año 1945
Hitler no acostumbraba a levantarse tarde, pero esa mañana sí lo hizo. Hacía años que no conseguía dormir más de cuatro horas seguidas aunque esta noche disfrutó del dulce letargo del abrazo de Morfeo. Durante horas Hitler paseó como un fantasma errante entre los gruesos muros del bunker, su hogar los últimos meses. El fin se acercaba, se había resistido a admitirlo, en el fondo de su espíritu mantenía una débil esperanza, pero su razón le mostraba la cruda realidad. El Tercer Reich se hundía, moría como un fiero animal herido. Como un león moribundo, su naturaleza salvaje le obligaba a luchar hasta el definitivo aliento, hasta el postrero estertor, agotando la última esencia de su indómita existencia. pero Hitler sabía que eran los últimos momentos. Saludó a los Himmler y a sus hijos, miró con ojos tiernos el rostro, marcado por la ansiedad pero pleno de belleza y distinción, de Magda Himmler. Hitler recordó las intensas sensaciones que Magda había provocado en él, cuando la vio por primera vez. Siempre la conservaría en su memoria como su amor platónico, su felicidad inalcanzable. Saludó con aire marcial a todos los operadores, camareros, secretarias que se encontraban en el bunker. Dotó a su despedida de un tono militar, mientras les arengaba con frases de ánimo y esperanza, frases vacías.
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- Ves, lo ves. Te dije que no teníamos por qué preocuparnos. El Fhürer tiene controlada la situación, lo tiene todo previsto - las palabras brotaban de la garganta de Erna Flegel, secretaria, plenas de seguridad. - Sí, eso espero - respondió Traud Junge, secretaria personal de Hitler. Aunque en su voz se notaba un cierto grado de inseguridad y miedo. Hitler caminó entre los angostos pasillos del bunker acompañado por el fiel Himmler y el perverso Martin Bormann. Bormann mantenía su egoísmo ciego intacto, intentando convertirse en el hombre de confianza del Fhürer. Hitler fingía escuchar la disputa entre sus compañeros de paseo, Himmler solicitaba un periodo de tranquilidad, esperar la confirmación veraz de las últimas noticias recibidas. Bormann bramaba ensalzando la traición de Goering y Himmler, exigía el uso de la mayor dureza posible contra los que él consideraba los verdaderos enemigos del Reich. Hitler no escuchaba, viajaba entre los recuerdos que afloraban en su mente. Reconfortándose en los momentos más felices. Volvía a verse saludando a divisiones completas de soldados, presidiendo reuniones de Estado, decidiendo el futuro de pueblos y ciudades con el despotismo de un Dios ebrio de poder. - Main Fhürer, - una enérgica voz sustrajo a Hitler de sus pensamientosaún estamos a tiempo de escapar, necesitamos reorganizar nuestras tropas y lideradas de nuevo por usted, retomar nuestro sitio en la historia. El piloto personal de Hitler, Hans Baur, era un hombre terco y obstinado. Y tremendamente fiel, por enésima vez intentaba que Hitler abandonase el bunker bajo la cancillería. Hitler le miró fijamente, buscó en su interior la férrea autoridad que le había caracterizado. 320
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- No voy a ir a ninguna parte, tengo trabajo aquí - replicó con voz firme, aunque sus ojos agradecieron al joven piloto su preocupación. Pausadamente se dirigió hacia el comedor, comió pasta y tras agradecer a las cocineras sus servicios, se dirigió hacia sus aposentos, contemplando con tristeza el caos que reinaba en el interior del bunker. El asedio a Berlín estrangulaba lentamente los últimos días del Tercer Reich. Durante las últimas semanas la ofensiva aliada había reforzado el cerco alrededor de la capital alemana. La situación del ejército nazi era agónica. Veteranos de la Primera Gran Guerra y los infantes más tiernos de las Juventudes Hitlerianas se lanzaban a una derrota segura, envalentonados por unos oficiales sólo un poco más jóvenes que ellos mismos. La situación en el bunker, que servía de refugio a Hitler y su cúpula de oficiales más fiel, era desoladora. La fuerte personalidad del Fhürer, y la incondicional fidelidad de sus oficiales, no permitía la anarquía, pero todos eran conscientes de la desesperada situación. El fin se acercaba, unos y otros se preparaban para afrontarlo a su manera. El bloque más conservador y cruel ultimaba los preparativos para un suicidio general, mientras los más esperanzados planeaban desesperados la huida. Los jóvenes soldados, administrativos, secretarias… dudaban. Durante tantos años habían recibido órdenes precisas y sin posibilidad de evitarlas que no poseían una capacidad de decisión propia que les facilitara la determinación suficiente para salvaguardar su propia vida. Los despachos incendiados, los planos quemados, cajas fuertes desvencijadas y correo destruido. El caos se apoderaba de cada una de las secciones del bunker. Hitler escribía su testamento político en su despacho, su mente fría recorría mentalmente sus sueños de grandeza y poder. Buscaba en su cerebro el impulso suficiente para mantener su sueño. Sus ojos, en otros tiempos gélidos e 321
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implacables, mostraban agotamiento y tristeza. Su mano tembló cuando una débil firma selló su destino. Abatido, se levantó colocando el sobre en el cajón derecho de su escritorio, giró la llave de la cerradura y respiró profundamente. Eva Braun, su compañera de la vida, su esposa en las últimas horas, leía en la habitación contigua, la miró desde el umbral de la puerta, un halo de luz relucía en su rostro. La vida se abría paso a través de sus ojos, Eva giró el rostro hacia su marido. Le miró complaciente, serena, sabía que la muerte le acechaba entre los bombardeados muros del nicho de hormigón donde se encontraba, pero su mirada no transmitía ningún reproche, ninguna crítica. Sólo amor en estado puro. Hitler se sentó en su escritorio mesando sus cabellos con gesto desesperado. - Se acerca el ocaso - exclamó una voz desde un sillón junto a la chimenea. Hitler se volvió sorprendido, poniéndose en pie como un resorte. - ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? - Soy Felipe, monje Superior del Monasterio de Wittenberg, siéntate desdichado, siéntate y calla. Hitler no recordaba la última vez que había recibido una orden o crítica, confundido, sobrepasado por la situación, se sentó como haría un niño asustado.
- Tus sueños de grandeza se vienen abajo – continuó el ciego monje – el imperio se derrumba. Utilizaste nuestro libro para crear una locura 322
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egoísta y xenófoba que reforzaba tus miedos y aplacaba tus prejuicios. Eres una basura que no merece vivir. Cuando vagabundeabas por Austria creíste la leyenda que hablaba de la Cofradía Blanca. Investigaste, llegaste a conocer su secreto. Conseguiste saber que existió un libro, un libro escrito, desde hace siglos, por monjes ciegos. Un libro que narraba el futuro del mundo. En la Antigua Grecia, el más grande sabio que ha cedido la humanidad, Aristóteles, descubrió que uniendo la esencia de todo el conocimiento, la raíz, la base de todas las ciencias y artes, podía determinar lo que el destino escondía en años venideros. Reunió a los más grandes pensadores y artistas, filósofos, pintores, médicos, escultores, orfebres, políticos... la más selecta muestra de inteligencia que pudo conseguir. Trabajaron durante años, estudiaron procesos históricos, ciclos de tiempo, complejos algoritmos matemáticos, la posición de las estrellas... todo, todo lo que pudiera marcar una pauta a seguir. Y, tras años de estudio, lo consiguieron. Encontraron el método, desarrollaron los primeros vaticinios acertados, pudieron prever diversos acontecimientos importantes que se desarrollarían en un futuro no muy lejano; adivinaron el futuro. O mejor dicho, lo descubrieron. Pero algo limitaba sus descubrimientos, sus hallazgos eran acertados en gran medida, pero cada vez cometían más errores. Había un tremendo fallo en su sistema. Durante décadas investigaron buscando el error que condicionaba su trabajo. Fue Teofrasto, sucesor de Aristóteles al frente del Liceo Ateniense, quien acertó a descubrir que era el sentido de la vista el que confundía a los sabios. Lo que vemos nos confunde, no se puede mirar al futuro con los ojos humanos, sino con los ojos del alma. Teofrasto formó la Cofradía Blanca, adoctrinó a un grupo de alumnos, les enseñó todo lo necesario para estudiar el futuro y les convenció para ser mutilados. Perdieron sus ojos, y a partir de ese momento, comenzaron a desarrollar libros y 323
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libros, con el sistema desarrollado por sus mentores. En poco tiempo fue ampliado y mejorado, mutando a lo largo de los siglos hasta hoy, momento en el que es casi perfecto. La Cofradía Blanca fue creciendo y extendiéndose, cada vez surgían más miembros deseando perder su vista para contemplar el destino que aguardaba a la humanidad. Durante décadas y siglos se han escrito gruesos volúmenes que han actuado como sabias crónicas para mantener un orden, un control sobre el egoísmo y el absurdo deseo de autodestrucción inherente al ser humano. En cada uno de ellos se mostraba cada cambio, cada hecho concreto necesario para el desarrollo social, incluso las personas que generarían esos cambios. Nosotros hemos creado y modificado a esos seres, nosotros controlábamos el futuro hasta que tú, cerdo miserable, tú, conseguiste el libro, lo usaste para tu propio interés, para conquistar el poder en Alemania, para eliminar tus competidores, para subyugar bajo tu mano criminal a media Europa, pero el libro terminó, necesitabas el siguiente libro. Necesitabas saber cómo finalizaba tu arriesgada aventura. La Lanza de Longinos, el Santo Grial, el Arca de la Alianza… eran meras excusas para continuar la búsqueda del libro, del Axis Mondi (El Eje del Mundo). Querías saber cómo crearlo, cómo escribir el futuro. Pero te faltó una pieza en tu rompecabezas, un simple libro. Para poder escribir el futuro hace falta un libro especial, único en su especie. Un libro que sólo los monjes de la Cofradía Blanca eran capaces de crear. Esos libros se forjan una vez cada cincuenta años y se guardan con extremo recelo y cuidado. Te acercaste mucho, el libro se encontraba en mi monasterio, pero el Cardenal Cressi lo arrancó de su refugio, ocultándolo… y no supiste encontrarlo. Tus esbirros le torturaron hasta matarle y no conseguiste nada, el pobre Cardenal escribió un breve enigma donde contaba el lugar en el que había escondido el más preciado tesoro de la historia. Y no fuisteis capaces de 324
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resolverlo. Míralo, lo tengo aquí - dijo mientras arrojaba un trozo de papel sobre la mesa. Hitler cogió el papel leyendo con mirada rabiosa. Leyó ansioso. Donde habita un ángel. Señor de su mundo con infinita vida. En el templo de su poder hallarás el Futuro Escrito. Bajo su cruz, adorada por miles de siervos sumisos. Confundido, se dejó caer sobre el respaldo del sillón mientras frotaba su rostro con manos sudorosas. Felipe continuó. - El ángel, es un ángel caído, un demonio... tú. Infinita vida, como la que promulgabas sobre tu régimen antisemita. La cruz adorada por miles de siervos no es otra que tu cruz gamada. Piensa, piensa cuál es el templo de poder de todo el mal que alberga tu alma. El Cardenal Cressi escondió el libro en... Nuremberg, en el Museo del Ejército, centro neurálgico de toda la doctrina nazi que infectó la mente de millones de personas. Durante todo este tiempo has tenido el libro sin saberlo, la solución estaba ante ti. El Cardenal fue el hombre más inteligente que he conocido, puso la presa en la casa del cazador y después se colocó en el punto de mira. Estás acabado...- el monje se dirigió hacia la puerta, mientras salía hacia el oscuro pasillo, le dijo a la desvencijada marioneta en que se había convertido Hitler - está escrito que tu sueño
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de grandeza, tu doctrina ególatra, tu superioridad aria serán destruidos y condenados al olvido. Ese será tu legado a la historia. Cerró la puerta con violencia y caminó hacia la oscuridad del largo pasillo. Media hora después, un sordo disparo sonó dentro del bunker. Unos pocos segundos antes, un viejo trozo de papel se quemaba en la intensa hoguera de la chimenea del despacho de Hitler.
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Capitulo XLIV
La magnificencia prestada es miseria Chatebriand
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Monasterio de Wittenberg La noche pasó lentamente, la luna oculta entre nubes no quiso ser testigo de la muerte de Biser. Pasada la medianoche el capitán Salgado caminó por los pasillos desiertos de la segunda planta. Cuando el Rey le llamó a su habitación no esperaba que le presentaran al Príncipe de España, se alegró, sinceramente, se alegró. Un poco después Carlos I le comunicó la decisión tomada por Biser, ahora se dirigía hacia su celda, tenía que enterrarlo. Abrió la puerta, la escasa luz le obligó a esperar unos minutos antes de poder ver el interior. Sobre la cama el cuerpo de Biser yacía con apariencia tranquila, relajada... Salgado le miró, agarró su mano con fuerza, estaba fría, muy fría... sintió un fuerte dolor en el pecho, su garganta se secó haciendo tremendamente difícil tragar, cerró los ojos y una lágrima perdida recorrió su mejilla. Salgado no recordaba la última vez que lloró. Los soldados gritaron y cantaron durante toda la mañana, desde que el Rey salió al balcón presentando a su hijo, hasta que el cocinero avisó anunciando el gran banquete, preparado con motivo del nacimiento del Príncipe Felipe. El monasterio rebosaba vida y alegría en todos sus rincones, en la parte trasera de la iglesia, un pequeño jardín, lleno de coloridas flores era visitado por el Rey y el Capitán Salgado. - Lo has encontrado - preguntó el Rey.
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- Sí, señor. Aquí está - respondió el soldado mientras mostraba el libro Axis Mondi del pasado, que Biser guardaba en su zurrón. El Rey abrió con sus manos un agujero en el suelo donde la tierra había sido removida para enterrar a su amigo, colocó el libro con sumo cuidado. Lentamente cubrió con tierra el lugar de reposo del cuerpo de su amigo y su más preciado tesoro. - Este hombre ha conseguido burlar al destino. Se topó con la mala suerte. En el monasterio de Wittenberg un grupo de monjes controlaba el futuro de la humanidad formando líderes que cumplirían sus órdenes – explicó el monarca a su capitán – Un libro llamado Axis Mondi le mostraba el futuro próximo generado a través de la alquimia y la brujería. De algún modo que no acertamos a comprender Biser Draco se vio envuelto en una espiral de muerte. Él era el centro de todo este misterio. De una manera u otra, todo volvía a su vida, cada decisión que tomaba causaba dolor y muerte. Cada uno de sus actos parecía preconcebido y controlado por los monjes del monasterio. Pero cuando parecía que no había salida posible, ha tomado la decisión más dura e imprevisible. Demostrando más valor que cualquier soldado de los que he conocido, ha entregado su vida por una causa mayor. Ha muerto para acabar con el sórdido plan establecido por los monjes de Wittenberg. Capitán Salgado, recuerde este momento, en esta tumba sin nombre yace el mayor héroe que ha visto el Reino de España – el monarca no apartaba la vista del túmulo de tierra. Rezaron en silencio durante unos minutos - Adiós - se atrevió a pronunciar.
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Capitulo XLV
Huye de los elogios pero trata de merecerlos. Fenel贸n
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Argentina - 1962 El tiempo en Argentina era extremadamente caluroso. Un coche negro con los cristales tintados se detuvo frente al número once de la Calle Vista Alegre en el barrio de los Mártires. Un lugar deprimente y alejado del ritmo populoso de Buenos Aires. Perdido entre la naturaleza y atrapado por la monotonía. En el porche de una pequeña casa, un anciano se balanceaba en su mecedora de mimbre, mientras leía las noticias en un periódico fechado hacía una semana. Del coche bajaron dos hombres con traje negro y gafas de sol. Miraron a su alrededor y unos instantes después hicieron una seña al conductor del vehículo, éste se bajó y abrió la puerta trasera. Un hombre elegantemente vestido llenó sus zapatos marrones del polvo de la calle sin asfaltar y se dirigió hacia el anciano del porche. - ¿Profesor Berguen? – preguntó con cierta duda. El anciano miró el rostro de su interlocutor por encima de sus gafas mientras plegaba el periódico sobre sus rodillas. - Hace mucho tiempo que nadie me llama así – respondió pausadamente. - Hace mucho tiempo que le buscamos. Y he de reconocer que ha sido casi imposible encontrarle. ¿Puedo sentarme? – preguntó el joven señalando una silla. - Por supuesto. Dígame, ¿cuál es el motivo de buscarme tan ansiosamente? – preguntó Berguen reclinándose en su mecedora.
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- Sé que estuvo usted en una “extraña” reunión con Himmler en el Castillo de Welswerburg al final de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, es usted el único superviviente de aquella reunión – dijo el invitado de Berguen de manera ensayada. - Eso no es cierto. Mi ayudante también estuvo allí. Seguro que lo conocen. - Así es, el señor Arnold Gabo. Siento comunicarle que Gabo falleció hace una semana en Nueva York. Un infarto acabó con su vida mientras preparaba su nueva exposición sobre el periodo medio del Antiguo Egipto. Berguen se incorporó sobre su asiento. Se quitó las gafas enjugándose una triste lágrima con su pañuelo. - Hasta ese fatal desenlace – prosiguió el joven – el señor Gabo trabajó con nosotros, de hecho gracias a un mensaje que recibimos del despacho de abogados que gestiona su testamento, hemos logrado llegar hasta usted. Me gusta ser directo profesor, hemos reunido seis reliquias, las mismas que usted y Gabo reunieron para el Tercer Reich. Sólo nos falta una: el Santo Grial, la sangre de Cristo. Durante el asalto al Castillo de Welswerburg las tropas de la Orden Negra escaparon repartiendo las reliquias por todo el mundo. Gracias a Gabo hemos logrado reunirlas. El mensaje que nos envió nos indicaba que usted conocía el paradero de la última reliquia y queremos que nos ayude a encontrarla. Debemos encontrar el medio de descifrar el mensaje oculto en la Torah y en la Biblia. Podemos adelantarnos al tiempo y marcar el futuro en nuevos textos. Desde el momento que conocemos este fabuloso secreto quizás sea, incluso, nuestra obligación.
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- Soy muy viejo para revivir aventuras, soy muy viejo para todo. No he tenido familia. Espero a la muerte sentado en mi porche. No puedo ayudarles, Gabo siempre creyó que yo podría solucionar cada escollo en el camino, pero no puedo hacerlo. El poder que encierran las reliquias es tremendo, no está concebido para la mente humana, deberíamos ser seres superiores para comprender el alcance de nuestros actos en el contexto de la historia. ¿Realmente conocer el futuro garantizaría que la humanidad estaría dispuesta a asumirlo? – preguntó Berguen mirando directamente los ojos de su interrogador. - Vivimos tiempos convulsos, la amenaza comunista, la guerra fría, tensión internacional, racismo, podríamos resolver muchos males si supiéramos a qué hemos de enfrentarnos, si conociéramos el futuro que nos aguarda. - Pero ese no es el uso final de las reliquias. Son capaces de mostrar el futuro más próximo, pero a partir de ese momento, las decisiones, los actos de los involucrados en él, determinan el siguiente paso. ¿Está usted seguro de poder garantizar que futuras generaciones mantendrán un espíritu noble que permita ganar su apuesta? - ¿Apuesta? ¿Qué apuesta? - Aún no se ha dado cuenta de que está en juego la existencia de la humanidad. ¡No la que conocemos, sino la que no podemos ni siquiera imaginar! – exclamó Berguen levantando la voz. Los dos hombres se miraron durante unos interminables segundos en los que el silencio se tornó pesado. - Tiene usted razón, pero desde pequeño, noto en mi interior que estoy marcado por el destino - admitió con resignación, pareciendo asumir 333
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una tremenda carga con sus palabras - Creo que el futuro me depara un papel importante en la historia y no quisiera equivocarme. Tomar decisiones erróneas y no poder soportar la culpa de las mismas. - Eso es vivir, señor. Ese es el verdadero misterio de la vida para personas como usted, Gabo y yo mismo. Sabemos que el futuro nos espera, sabemos que somos importantes desde que nacemos, que tenemos un papel en la vida que interfiere en los demás. Son nuestras decisiones las que marcan ese futuro y no lo escrito en un libro, aunque quien le ayude a escribirlo sea un poder supremo y sobrenatural – respondió Berguen con tono dulce y mirada paternal. - Profesor Berguen, ha sido un placer conocerle. No volveré a molestarle, aunque prometo visitarle cuando necesite consejo – dijo tendiéndole su mano. - Aquí estaré mientras la vida me deje – dijo Berguen mientras estrechaba su mano – Por cierto, ¿cuál es su nombre, joven? - Kennedy, profesor. John Fitzgerald Kennedy. Soy el Presidente de los Estados Unidos de América. - Lo sé, presidente. Era una broma de un viejo solitario. Mientras el coche recorría el camino de regreso, levantando una densa nube de polvo a su paso, el viejo Berguen acariciaba un colgante oculto tras su camisa. Siguen buscándote - musitó entre dientes mientras guardaba un pequeño frasco de cristal con un líquido denso y oscuro junto a su pecho.
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Capítulo LXVI
¿Qué tal están los niños? Esperanza Dupuy López
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España – Palacio Real 1534 La corte del Rey era un hervidero de ministros y consejeros. El país se encontraba inmerso en diversas guerras en distintos frentes. El comercio interior y exterior crecía y con ello la economía de todas las clases sociales. El Rey Carlos I había creado una nación tremendamente poderosa que estaba situada en su momento más esplendoroso y fructífero. En una sala del Palacio Real el primer Consejero del Rey, Don Juan Martinez Siliceo mantenía una crucial reunión. - Como ya sabrá, hemos considerado que usted es la persona más preparada para educar y formar al Príncipe Felipe hasta que sea coronado Rey - dijo el consejero con voz autoritaria y firme – El príncipe tiene ya seis años y la propia Reina ha quedado gratamente sorprendida al comprobar sus referencias y su educación. Debe saber que tiene usted la responsabilidad de forjar la personalidad de un niño que, casi con toda seguridad, algún día será el Rey más poderoso del mundo, pasará a la historia como Felipe II y estamos convencidos de que poseerá el mayor imperio jamás soñado. Es muy importante mantener una férrea disciplina y una educación cristiana intensa. Está usted seguro de poder cumplir con su misión... señor, señor... – Juan Martinez Siliceo removió varios papeles buscando el nombre del próximo tutor real - disculpe he olvidado su nombre... - admitió finalmente el fiel Consejero. - McGlure, señor. Mi nombre es Roy McGlure. Estoy seguro de poder hacerlo. De hecho, así está escrito - dijo con absoluta tranquilidad, 337
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mientras acariciaba suavemente el lomo de un extra帽o libro, con tapas de inmaculado cuero marr贸n.
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Fin
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