Número 209

Page 1

Gaceta de lengua y literatura

Facultad de Letras y Comunicación - Universidad de Colima No. 209 29 de octubre de 2019

Ilustración de Vanessa López l Estudiante de 5° semestre de Letras Hispanoamericanas

Aguafuertes: Homenaje a Roberto Arlt


2 UNIVERSIDAD DE COLIMA

Omar David Ávalos Alberto Llanes, Cecilia Caloca

M. A. José Eduardo Hernández Nava Rector

Morelia Trujillo Michel Melissa Aguilar Corrección

Dr. Cristian J. Torres Ortíz Zermeño Secretario General

Oscar Zúñiga Carrasco Coral Anahí Escalera López Diseño

Mtra. Vianey Amezcua Barajas Coordinadora General de Comunicación Social

Vanessa López, Alan Rolon Ilustraciones

FACULTAD DE LETRAS Y COMUNICACIÓN Ada Aurora Sánchez Peña Directora

José Ferruzca González Director

Abelina Landín Vargas Coordinación

Facebook Destellos Falcom

Consejo Editorial Víctor Gil Castañeda, Gloria Vergara Krishna Naranjo, Martha Reyes Carmen Zamora, Nelida Sánchez Gilberto Max Ceballos, Lucila Gutiérrez, Carlos Ramírez José Manuel González Freire

Colaboraciones gaceta.destellos@gmail.com

CONTENIDO Presentación

Parada Real Universidad

Sección: Letras Mágicas

Pág. 3

Pág. 6

Ada Aurora Sánchez

Ana Gómez Elena

El artístico Andador...

Desagrado que desagrada

Pág. 4

Pág. 7

Fátima Alejandra Vallejo Gaytán Karla Janith Carrizales Rodríguez

El heladero del centro Ofelia Jimenez Montes

Pág. 5

Pág. 9

Sopa de letras

Roberto Artl: Apuntes...

Pág. 9

Pág. 13

Sheidy M. Rodríguez Jiménez

Roberto Arlt, “vivió para... El taller de compostura de... Reyna Lizette Peña Munguía

Pág. 7

Aguasfuertes de...

Collage: ¿Qué virtud...

Pág. 5

Pág. 8

Alondra Isabel Alonso Aldaco

José Manuel González Freire

Vuelo 6497 Reyna Melissa Maldonado Pág. 12

Akatl

Roberto Arlt*

Pág. 10

Julio Cortázar*

Y esos trabajos Roberto Arlt

Pág. 14

El Picapiedra

Defiende el río, corre al...

Pág. 11

Pág. 15

Bertha Azucena Gutiérrez Landin

Akatl Guijarro


3

Presentación Equipo editorial del Destellos La vida del escritor argentino Roberto Arlt (1940-1942) fue breve, aunque intensa y deslumbrante en razón de su pasión por la literatura y el periodismo. Atraído por los personajes marginales y los barrios bajos donde la lucha por la sobrevivencia es despiadada, Roberto Arlt fue un atento observador de la sociedad rioplatense de la década de los treinta del siglo pasado, del mundo de la calle y su cotidianidad. Autor de novelas clave como El juguete rabioso y Los lanzallamas, Arlt dio forma, también, a sus famosos aguafuertes, textos periodístico-literarios, entre la crónica y el artículo, que recreaban personajes y detalles de la vida de distintas ciudades que él conoció: Buenos Aires, Madrid, Granada, Sevilla, Tánger, Ceuta, Tetuán…

En esta ocasión, el número 209 de nuestro suplemento Destellos rinde un sencillo homenaje al escritor Roberto Arlt a través de diversas colaboraciones estudiantiles que evocan, precisamente, los aguafuertes. Así, se comparten breves textos en que se perfilan, con humor o con nostalgia, personajes del estado de Colima que, por su tratamiento, nos recuerdan a su vez las conocidas Viñetas de provincia del periodista colimense Manuel Sánchez Silva. Aparte de estas colaboraciones, encontramos otros textos en torno a la obra de Arlt. Desde luego, no sobra la recomendación de leer y disfrutar la narrativa de uno de los autores fundamentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX: el imprescindible Roberto Arlt.

Ernesto Jolly

Imágenes tomadas del libro: Arl, Roberto (2012) Aguafuertes Porteñas de Roberto Arlt, 10 textos ilustrados por 250 artistas. 1° ed. Buenos Aires: Foro de ilustradores.

VR + MW

Marcelo Tomé


4

El artístico Andador Constitución Fátima Alejandra Vallejo Gaytán Estudiante de 3° semestre de Letras Hispanoamericanas Largo callejón entre calles Madero y 5 de Mayo, justo en el corazón de la ciudad. La gente viene y va; como dejando la esencia de distintos sentimientos impregnados en las paredes, porque la vibra se siente al estar sentado en una de esas bancas blancas con diseños interesantes; desde enamorados hasta turistas, y siempre con la misma alegría en la cara. Por las mañanas, el café Larábica gusta de recibir con cafés calientes y chocolates espumosos a las personas atraídas por el olor característico del café casero y rústico. Durante las tardes, es el punto perfecto de reunión con los amigos o familia. Digo artístico porque tiene arte hasta por debajo de las baldosas cuadradas que serán quizá de barro, porque del color del barro sí están. Desde pintores que te retratan un paisaje hermoso en una cucharita o en una piedra, hasta artesanos, bailarines, músicos y cantantes. ¿Cómo ignorar ese sonido de jazz que hace del día en el Andador algo aún más maravilloso? Las notas dulces que emanan del saxofón de Bindu Gross hacen juego con el olor y ambiente del café Larábica, que amablemente te deja seguir el día con una sonrisa que dura semanas. El aburrimiento no pasa por ese callejón, es simplemente imposible, tiene prohibida la entrada, pues con las diferentes tiendas de artesanías, paletas heladas, arte público y café ¿quién se irá a aburrir? Es algo que no cabe en mente. Qué mejor que aventar el estrés a un lado caminando por ahí, observando con

cuidado la textura de las baldosas y aquellas fuentes labradas en algún material que podría ser cantera con forma de cisnes que, aunque llevan el nombre de fuentes, están más secas que un desierto porque ni agua escupen aquellos cisnes desde hace tiempo. Toda la gente va con un propósito al Andador, o tal vez entra sin nada, pero sale con algo con tan solo recorrer el no tan largo callejón, quizá con algún sentimiento arraigado o una artesanía bastante bonita. Y vaya todas las cosas que gustan venderse, silbatos prehispánicos, ropa, mochilas, collares, pulseras y hasta llaveros curiosos que invaden con colores el alma de quien los manipula un poco, convenciéndolos de que se los lleven a casa para recordarte el Andador Constitución. Sólo falta que aquella gente ‹‹pudiente›› deje de regatearles a los artesanos como si lo que hacen fuera poco. Sólo compre si gusta, si son simples papeles junto con círculos metálicos que están hechos para gastar ¿qué más da?, en mi opinión, gastar en ese lugar no es pecado alguno (si ya de por sí no lo es). Es imposible salir de ese lugar con las manos vacías, es como un túnel que te traga y te atiborra de tantas cosas que ya ni siquiera sabes qué comprar. Eso sí, uno nunca podrá irse de ahí sin probar los deliciosos y humeantes churros rellenos, una ley para todo transeúnte que camine por el Andador Constitución.

Ilustración de Alan Rolon l Estudiante de 5° semestre de Lingüística


5

El heladero del centro

Aguasfuertes de Manzanillo

Ofelia Jimenez Montes Estudiante de 3° semestre de Letras Hispanoamericanas

Alondra Isabel Alonso Aldaco Estudiante de 3° semestre de Letras Hispanoamericanas

El heladero del centro, la típica imagen que todos pensamos cuando más hablan de un heladero que ha conocido generaciones: viejo, sonriente, con un puesto andante y con ambición de hacer feliz a las personas con los sabores que carga en su carrito, parece impresionante que aquellas manos han creado los distintos helados que me han acompañado en la vida. Es hasta poético pensar que cada vez que pruebo el helado de vainilla amarillo con un cono de galleta, soy capaz de recordar a la niña pequeña que, acompañada por sus padres, se emocionaba con los sabores, con los sonidos, con los olores y sobre todo con la gente. Me pregunto si algún día mis propios hijos alcanzarán a probar esos sabores tan cargados de viejas memorias, me pregunto si los nuevos niños entenderán lo añorado que se puede volver la compañía de un helado, algún día entenderán la tristeza que se siente en el alma cuando la bola de nieve se caía del cono o la felicidad cuando tus amigos te invitaban a probar de su propia nieve; a la hora de ir al centro siempre se piensa en tomarse una foto con el Pez Vela, pero pienso que nunca será lo mismo ver los barcos sin sentir el dulce sabor del helado y hasta tal vez sabe tan delicioso gracias a la combinación que se hace con la salada brisa del mar.

Consíguete unos huaraches, una gorra, vete en short y en blusa o camiseta, no importa, pero que sea fresca, en Manzanillo lo necesitarás. Vamos por unos cocos y caminemos por la playa de “las brisas”, esa misma que se llena de gringos viejos en traje de baño. ¿Sientes la brisa del mar? Pon atención y escucha cómo rompen las pequeñas olas que te invitan a sentir su espuma en tus pies. Déjate llevar por las diferentes sensaciones que pasan por todo tu cuerpo al llegar a la orilla del mar; el agua fría en tus dedos y plantas de los pies, el sol acariciando tu cuerpo, el viento jugueteando con tu pelo. Escucha el graznido de las distintas aves que sobrevuelan la costa, disfrútalo. Cuenta los barcos que están en esa bahía gemela, y trata de encontrar algo más allá, justo donde se esconde el sol. No te asustes si el silbato de uno de esos barcos suena, es una señal de despedida, se van, pero pronto regresarán. Súbete a las grandes piedras que están en el faro que ilumina el camino de los buques y marinos. Observarás desde ahí al hermoso monumento del Pez Vela que, aclarando, no es un gran camarón azul, como muchos dicen. Si es que quieres nadar, sonríele y pídele permiso a la madre tierra para entrar en sus aguas, eso puede sonar tonto, pero lo aprendí desde muy pequeña. Tenle siempre respeto, que ella puede ser traicionera. Hasta los pescadores más expertos han muerto en sus grandes corrientes. A la hora de la comida podemos ir a los camarones y al ceviche con mi mamá, ella con mucho gusto nos hace lo que se nos antoje, pero antes debemos ir al mercado del Valle, ahí con Nora podemos comprar los mejores mariscos, frescos y a buen precio, después vamos por tostadas y aprovechando compramos churritos salados para botanear. Luego vamos a la verdura con el Güero, todo bueno, bonito y barato. Ahora sí, ya cuando tengamos lo necesario del mercado, nos vamos directo a mi casita, pequeña, con muchas plantas, pero llenita de amor. A unas casas podemos ir por unas cervecitas bien frías y una CocaCola de con “Gama”, no por vicio, sino para acompañar al ceviche y los camarones. Se disfruta, ¿no? Por eso me gusta que vengan visitas, para que experimenten lo feliz que soy cuando les muestro mi hermoso Manzanillo. No es mucho, pero vale mucho. Al final del día siempre las visitas desean regresar para pasar un Ilustración de Vanessa López l Estudiante de 5° semestre de Letras Hispanoamericanas día costeño.


6

Parada Real Universidad Ana Gómez Elena Estudiante de 3° semestre de Letras Hispanoamericanas Sentados, parados, soñados, acostados. Ni uno, ni otro, ni ningún lado. Siempre tristes, rotos, constantes. Camino y huelo el combustible quemado, los olores de la noche. Las luces amarillas, rojas y a veces verdes que titilan en la noche, se hacen presentes sobre los rostros cansados, hastiados, compungidos como changos que se dirigen a sus casas, por fin, a retozar la enorme carga de estímulos que los alimentó el día entero. El joven de los pelos caramelo juega con un encendedor que se cae al suelo y suena el plástico al golpear contra el piso de cemento. Lo levanta y enciende un cigarro. Una mujer morena y muy pequeña en comparación al poste a su lado, tiene la mano derecha envuelta en plástico, recibe monedas y a cambio, entrega pedazos de pan horneado; una chica delgada recibe la empanada tibia: mastica agotada, con la quijada sin fuerza y los ojos perdidos en el bullicio de la avenida, aguarda. Al tiempo que sube al cielo el espeso humo que exhaló aquel joven de bigotes rojos, llegan los camiones. Y como hormigas a la miel se acercan todos los cuerpos encaparazonados a treparse en el monstruo metálico que escupe siempre toxicidad. Las moneditas se pasan entre manos conforme la parada se vacía de espíritus. Y el silencio ­—que ya existía— oprime los oídos de los otros que sobran. Los dueños de estos oídos se consumen, lento, dentro de sus cabezas y una de ellas es la del joven de cabello acaramelado. Le observo; no parece esperar nada ni nadie. Tampoco la otra chica con el rímel corrido que pinta gris sus ojeras, espera algo; ni la señora que triste observa su canasta con pan atufado de alientos y polvos callejeros; ni todos esos ratones lampiños que ya se comieron los

gatos de hierro con bocina. Todos en el fondo saben que algo les falta. Y no se queda ni en los camiones, ni en las moneditas tintineantes que los bolsillos cuidan a lo largo del día, ni en las bancas de metal vacías, ni en el olor penetrante a camino chamuscado o llantas quemadas que aplastan la rutina diaria. No sabemos qué es, ni qué quiere. O qué queremos. Nos han privado de la casa fresca, de las sábanas suaves, del baño tibio y vaporoso. Extrañamos el bocado caliente del plato que rebosa en cariño maternal, nos privan también del sabor explosivo que probamos todo sábado y domingo. Nos ha sido arrancada la palma cocotera que adorna el centro de la avenida, se nos despojó de los árboles de la avenida frente al portal de los soldados que se marcharon. Se nos llenó de cemento, de ese cemento que ya secó: gris e impenetrable erigido en la puerta de nuestra casa. Parece que nos abandonó ya el manto verde que nos abrazaba a diario, el manto de hogar que nos cobijaba cálido; el olor a detergente que inundaba nuestras fosas cuando la infancia saludaba. Ahora regresamos, a algún lado, pero no a nuestros recuerdos, no al pasado claro y brillante. Regresamos a esa esquina donde se detienen cacharros cada día, a toda hora, todos pies que pasan, pasan y la carretera no se inmuta, no reverdece el pavimento, ni crecen frutos en las paredes. Cíclicamente nuestros caminos suben y bajan, van y de repente vuelven, si no es que siempre: al mismo punto. Ahora se pinta el cielo de negro, se pierde lo efervescente del atardecer en lo alto del barullo, los cláxones dejan de pitar y chillar. Y al llegar a sus casas todos, todos arreglarán más moneditas sucias, para repetir el camino chirriante de la cotidianeidad.

Ilustración de Alan Rolon l Estudiante de 5° semestre de Lingüística


7

Desagrado que degrada

Roberto Arlt, “vivió para escribir y escribió para vivir”*

Karla Janith Carrizales Rodríguez Estudiante de 3° semestre de Letras Hispanoamericanas

Reyna Lizette Peña Munguia Estudiante de 5° semestre de Lingüística

Hace ya tiempo que la temporada de invierno se fue junto a la brumosa niebla; yo me alegro más que nada de que las aves ya hayan dejado de soltar los pescados del lago en esta parte del bosque que, malagradecidas, no terminan de comer, dejándolos pudrir hasta que su putrefacción casi infecta el aire. Pero me alegro más de ver que los tiernos capullos empiezan a brotar de entre las ramas, tapizando mi cielo de rosa, amarillo y verde, preparando los perfumes de la temprana primavera. Sin embargo, debía compartirlo con las personas; sinceramente me disgustan con desmedida los niños que arrancan los capullos como si no fueran sus iguales en la etapa del crecimiento, las mujeres quejosas del suelo empedrado o lodoso del que no son aptas, los hombres egocéntricos que creen saber todo de la naturaleza cuando apenas pueden entender el cómo funcionan sus almas. Me desagrada ver las narices de las mujeres sobre las flores, ver a los niños colgarse de los árboles, ver a los hombres extender sus profanos aparatos cuando deberían inmortalizar los eventos en sus espíritus. Pero curiosamente hubo una muchacha que parecía o debía pertenecer aquí, ella fruncía el ceño y parecía que la belleza que le rodeaba le era indiferente; hablaba con su familia de cosas ajenas del bien iluminado bosque y con el terrible muchacho (parecido a los niños) hablaba de las leyendas que le contaban de otros bosques con una mirada flamante de inspiración. A veces silbaba con sus corazonados labios, mientras dejaba que sus brazos se columpiaran sobre sus brillantes hombros descubiertos, a veces se limitaba a caminar con cierta gracia que sólo se le podría parecer al movimiento tranquilo del lago cuando le sopla el viento. Así, ella me parecía familiar con relación al bosque. Al final, ella le pidió al muchacho que se adelantara y pude contemplarla un momento, pero para mi sorpresa me volteó a ver con gesto de horror, yo me helé volteando mi rostro, pero cuando giré, ella continuó su camino. Ella era bella pero, ¿por qué habría de volver al bosque si no sabe valorar sus alrededores? Por otro lado, me alegra que no vuelva, de todos modos me disgustan profundamente las personas.

Roberto Arlt, “el escritor de aristas cambiantes”, nació el 26 de abril de 1900 en la capital de Argentina, de acuerdo con Sylvia Saítta en su libro, El escritor en un bosque de ladrillos. Una biografía de Roberto Arlt (2000). El autor tenía cierto sentido del humor en lo que respecta a algunos datos de su nacimiento y su nombre, ya que él mismo modificó el día de su nacimiento en determinadas autobiografías, sólo con el afán de mofarse de los demás. Proveniente de una familia inmigrante de escasos recursos económicos; fue educado en la escuela pública de Buenos Aires. Niño terrible y rebelde en el período de su infancia y durante su etapa escolar, revoltoso y mal alumno frente a sus maestros. Reprobó tercero de primaria, lo que ocasionó que terminara esta etapa escolar ya siendo un adolescente a la edad de 14 años. Las condiciones económicas que vivía su familia eran bastante preocupantes, pero a pesar de esto, su mamá lo impulsaba a seguir con sus estudios, al mismo tiempo que trabajaba para apoyar en los gastos familiares. Pese a esas ocupaciones laborares, el adolescente Arlt conoce las librerías de su barrio Flores. “Por estos años de adolescencia, sus lecturas iniciales son los diversos tomos del folletín de Pierre-Alexis Ponson du Terrail, Las hazañas de Rocambole. También Arlt ha señalado además de su fervor por Baudelaire, el de otros autores como Verlaine, Carrere y Murger. La influencia de esos autores y, especialmente, el de Las hazañas de Rocambole es reconocible entre los entusiasmos literarios del personaje Silvio Astier en su primera novela El juguete rabioso (1926)”. En su etapa inicial como escritor, Arlt hacía lecturas muy contradictorias a los demás escritores argentinos de su tiempo. “El lenguaje de sus relatos es una empresa apasionada por hacer confluir la influencia del italo-alemán familiar con la sintaxis y el tono del habla hispana rioplatense”. Su repertorio literario da indicios de la modernización cultural del Buenos Aires de los años 20’s y 30’s, así como del imaginario social que se estaba dando. “No tiene la formación europea de Borges ni mucho menos la de escritores de clase alta como Adolfo Bioy Casares o la más ilustrada de algunos de los intelectuales que pertenecerán al círculo de colaboradores de la revista Martín Fierro o Sur”. Arlt publica su primer cuento, titulado “Jehová” en la Revista Popular, en el n.º 26, del 24 de junio de 1918.

Ilustración de Karla Janith Carrizales Rodríguez Estudiante de 3° semestre de Letras Hispanoamericanas

Referencias bibliográficas: * Relato basado en: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (s.f). “Biografía de Roberto Artl”. En: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/portales/roberto_arlt/autor_ apunte/


8

“¿Qué virtud misteriosa revela dicha palabra?” l Elaborado por: Akatl


9

Sección: Letras mágicas

Sopa de letras

José Manuel González Freire Profesor investigador de la Facultad de Letras y Comunicación

Sheidy M. Rodríguez Jiménez Estudiante de 5° semestre de Letras Hispanoamericanas

La letra O / o “La eterna” La O /o, dentro de la mística y de la religión, algunas corrientes ha elegido la o como símbolo de eternidad o de la armonía absoluta, al ser un signo sin principio y sin fin. En jeroglíficos y emblemas se asocia a una corona, simbolizando el poder regio omnímodo, ya sea divino o terrenal. El lenguaje musical había elegido antiguamente la O mayúscula para representar el tiempo perfecto, o compás Ilustración de Vanessa López l de tres tiempos, mientras que el Estudiante de 5° semestre de Letras tiempo imperfecto se marcaba Hispanoamericanas con una c minúscula. En la lógica escolástica, letra que representa la proposición particular negativa. También O mayúscula representa el símbolo de la Tabla Periódica, uno de los no metales, de número atómico 8, representado por lo que se necesita para vivir en la tierra, el oxígeno. También una conjunción disyuntiva, denota diferencia, separación, alternativa entre dos o más personas, cosas o ideas como por ejemplo, Antonio o Luis, Vencer o Morir. La letra o se remonta a la escritura jeroglífica egipcia. En ella ofrece la forma de un ojo humano que mira de frente, los fenicios esquematizaron el jeroglífico dándole una sencilla forma circular, pero recordando el viejo origen en el nombre de la letra “ayin” que significa “ojo” y de aquí lo tomaron los griegos, y como tal círculo simple reaparece en el alfabeto latino. No es una letra que haya sufrido grandes variaciones a lo largo de su historia. La o en plural es “oes”, es la decimosexta letra del alfabeto español y decimoquinta del alfabeto latino. Representa en español una letra y vocal media posterior, transcripción fonética /o/. En español es una letra que no llama a engaño aunque puede haber ligeras variaciones fonéticas en su articulación; por ejemplo, si aparece junto al sonido “rr” (corro, Roma), ante una “j” (ojo), en el diptongo “oi” (boina), o en sílaba trabada (sordo, conde), se pronuncia más abierta que cuando aparece en el resto de ocasiones; la diferencia, sin embargo, no tiene relevancia fonológica alguna, es decir, en la lengua no afecta a los significados de las palabras porque se pronuncia más abierta o más cerrada. Los gramáticos antiguos puestos a enseñar la pronunciación de la O/o, subrayaban la singularidad de ser la única letra del alfabeto que se dibujaba redondeando los labios. Referencias bibliográficas: -Diccionario de Autoridades (1726). Madrid: Gredos [edición Facsímil]. -http://www.rae.es

Ilustración de Alan Rolon l Estudiante de 5° semestre de Lingüística


10

El taller de compostura de muñecas* Roberto Arlt Escritor y periodista argentino Hay oficios vagos, remotos, incomprensibles. Trabajos que no se conciben y que, sin embargo, existen y dan honra y provecho a quienes los ejercen. Una de estas menestralías es la de componedor de muñecas. Porque yo no sabía que las muñecas se compusieran. Creía que una vez rotas se tiraban o se regalaban, pero jamás me imaginé que hubiera cristianos que se dedicaran a tan levantada tarea. Esta mañana pasando por la calle Talcahuano, tras del polvoriento vidrio de una ventana, lúgubre y color de sebo, vi colgada de un alambre y por el pulso, una muñeca. Tenía pelo de barba de choclo, y ojos bizcos. Tan siniestra era la catadura de tal muñeca que me detuve unos instantes a contemplarla. Y me detuve a contemplarla, porque allí situada tras el vidrio, y colgada de esa mala manera, parecía la muestra de algún ladrón de niños o de una comadrona. Y lo primero que se me ocurrió fue que esa endiablada muñeca, polvorienta y descolorida, bien podría servir de tema para un poema de Rega Molina o para una fantasía coja de Nicolás Olivari o Raúl González Tuñón. Pero más detenido aún, por el atractivo que el ambiguo pelele ejercía sobre mi imaginación, llegué a levantar la vista, y entonces leí en el frente del ventanal, este letrero: “Se refaccionan muñecas. Precios módicos”. Estaba en presencia de uno de los oficios más raros que se puedan ejercer en nuestra ciudad. Tras de los vidrios se movían unos hombres polvorientos también, y con más cara de fantasmas que de seres humanos, y rellenaban con aserrín piernas de muñeca o estudiaban oblicuamente el vértice pupilar de un pelele. Indudablemente aquella era la casa de las bagatelas, y esos señores unos tíos raros, cuyo trabajo tenía más parecido con la brujería que con los menesteres de un oficio. Entre los codazos de las porteras, que iban a la compra, y los empujones de los transeúntes, me alejé pero estaba visto que no debía perder el tema, porque al llegar a la calle Uruguay, en otra vidriera más destartalada que la de la calle Talcahuano, vi otro pelele ahorcado, y abajo el consabido letrero: “Se componen muñecas”. Me quedé como quien ve visiones, y entonces llegué a darme cuenta de que el oficio de componedor de muñecas no era un mito ni un pretexto de trabajar, sino que debía ser un oficio lucrativo, ya que dos comercios semejantes prosperaban a tan poca distancia uno del otro. Y entones me pregunto: ¿qué gente será la que hace componer muñecas, y por qué en vez de gastar en la compostura, no comprar otras nuevas? Porque ustedes convendrán conmigo, que eso de hacer refaccionar una muñeca no es cosa que se le ocurra a uno todos los días. Y sin embargo, existen: sí existen esas personas que hacen componer muñecas. Son los que le agriaron la infancia a los pequeños. Los eternos conservadores. ¿Quién no recuerda haber entrado a una sala,

a una de esas salas de las casas en donde la miseria empieza en el comedor? Son recibimientos que parecen cambalaches. Marcos dorados, retratos de toda una generación, diplomas por los muros, chafalonía sobre la mesita; rulos de pelo de algún ser querido y finado, entre los medallones; y sentada en una poltrona, rodeada de moñitos, la muñeca, una muñeca grande como una nena de un año, una de esas muñecas que dicen papá y mamá y que cierran los ojos, y que sólo les falta andar para ser el perfecto homúnculo. Es la muñeca que le regalaron a una de las niñas de la casa. Se la regalaron en tiempos de prosperidad, en tiempos de Ñauquín. Y como la muñeca era tan linda y costaba sus buenos pesos, la nena nunca pudo jugar con ella. Vistieron a la muñeca de lujo, la encintaron como a una infanta, como a un perro faldero, y la colocaron en el sillón, para admiración de las visitas. Y la nena sólo podía jugar con la muñeca el día que llegaban las visitas. Entonces, bajo la mirada severa de las tías o de las parientas, la chiquitina con excelso de precauciones podía tomar la muñeca entre sus brazos y ver cómo cerraba los ojos o decía papá y mamá. Naturalmente, mientras estaban las visitas. Ahora bien; pasados los años, la compostura de una muñeca responde a un sentimiento de tacañería o de sentimentalismo. Porque yo no concibo que una muñeca se haga componer. No hay objeto. Si se rompe, se tira, y si no cumple sus funciones de juguete hasta que los que se divierten con ella la tiren un buen día para regocijo de los gatos caseros. Sin embargo, no sé por qué, se me figura que la gente que hace componer muñecas debe ser antipática. Y avara. Con esa avaricia sentimental de las solteronas, que no se resuelven a tirar un objeto antiguo por estas dos razones: 1ª Porque costó “sus buenos pesos”. 2ª Porque les recuerda sus viejos tiempos, quiero decir, sus tiempos de juventud. Ahora si el lector me pregunta, ¿cómo con tal lujo de precauciones y de sentimiento conservador, las muñecas se rompen?; le diré: El único culpable es el gato. El gato que un día se harta de ver el monigote intacto y a zarpazos lo tira de su trono churrigueresco. O la sirvienta: la sirvienta que se va de la casa por una discusión que ha tenido y desfoga su rabia a plumerazos en el cráneo de la loza engrutada de la muñeca. Y los talleres de refacción de muñecas, viven de estos dos sentimientos. Referencia bibliográfica: * Arlt, R. (2012). “El taller de compostura de muñecas”. En Aguafuertes porteñas. 10 textos ilustrados por 250 artistas. (p.70). Buenos Aires: Comisión Arlt-Foro de Ilustradores.


11

El Picapiedra Bertha Azucena Gutiérrez Landin Estudiante de 3º semestre de Letras Hispanoamericanas Por la calle Tlaxcala, en la casa número 54, en el techo, lloran los ladrillos tristes de un pequeño cuartito ya sin puerta; allí habitó, alguna vez, Juan, mejor conocido como “Picapiedra”, al menos ese fue el apodo que yo le conocí desde mi infancia. El Picapiendra era un señor que nunca usaba zapatos, tal dato explica el porqué de su apodo, tenía una panza de sandía (mis hermanos decían que estaba embarazado de cervezas, yo no entendí a qué se referían, sino hasta mi adolescencia), en su brazo izquierdo llevaba un tatuaje que parecía hecho por un niño de primaria, en todos los sentidos las líneas de tinta hacían referencia a Don Ramón, el del Chavo del ocho, aunque siempre decía que se trataba de él en sus tiempos de jovencito, no se le parecía en nada. El Picapiedra fue un caso épico en la colonia, les hablo de un hombre con oficio de todólogo, o al menos lo intentaba, pues cuando le apretaba el hambre, tocaba las puertas de los vecinos con una gran simpatía, siempre con tanta seguridad les hacía saber que él sabía: pintar casas, hacer banquetas, cortar árboles, barrer las calles y unos centenares de cosas más. Los vecinos aceptaban su trabajo, más que por creerle, lo hacían por el cariño inconsciente que se ganó de ellos por ser tan servicial. Cuando yo era pequeña, mi escaso razonamiento sólo me permitía pensar que el Picapiedra era un “robachicos” infiltrado en la cuadra, tal vez su aspecto alimentaba mis prejuicios, porque nunca se supo que atentara contra algún niño, sino al contrario, los niños eran los que lo molestaban a él y cuando lo sacaban de sus casillas, apurado se dirigía hacia su escondite, subía por sus escaleras desplegables que tenían como destino el techo de la casa número 54 donde se encontraba su cuartito. Una vez arriba, se apresuraba a recoger las escaleras para que los niños no se subieran a fastidiarlo, alguno que otro niño intrépido que alcanzaba a tomarse de las escaleras quedaba colgando, el Picapiedra sacudía sus escaleras para que el duendecillo se soltara, ya era habitual que los niños salieran volando, la ignorancia de ambas partes no les dejaba saber de riesgos, ahora mido la gravedad, que en ese entonces se disfrazaba en risas producidas por la adrenalina generada en los pequeños cuerpecitos de los traviesos. Cuando los niños no tenían ganas de molestar, hombres muy extraños visitaban al Picapiedra, tenían un estilo muy raro y flojo, caminaban con la espalda casi en el suelo, ahora sé que se trataba de “cholos”, yo los espiaba desde mi ventana. Pobre Picapiedra, esos hombres lo hacían beber como si lo hubieran rescatado del desierto, el indefenso terminaba hablando inglés, un inglés muy cortado combinado con el español de la cuadra, inglés que se convertía en quejidos que concluían en llantos. De niño uno se ríe de esas cosas, más tarde entendí los motivos del Picapiedra, su vida fue difícil, nunca conoció una escuela, menos un libro, su familia era numerosa, su padre un desempleado y su mamá era una mujer que tenía el dinero suficiente como para cargarlo

en sus piernas y no poder moverlas, tal vez por eso vivía postrada en una silla de ruedas. Sus hijos no conocieron un peso, una caricia, un alimento de ese sucio dinero que a la tumba se llevó la mujer. Lo que puedo recordar con mucha claridad es la sonrisa del Picapiedra, los pocos dientes que tenía eran amarillos, pero siempre estaban a la vista de todos, porque él a diario andaba alegre, intentando estar al día con las tendencias de los cholos más jóvenes, así que su estilo variaba mucho, a excepción de sus pies, esos siempre descalzos y agrietados. Ahora miro hacia la casa de en frente, ya fue vendida por las hermanas del Picapiedra y la veo distinta, ahora se ve decente, pero el cuartito del techo sigue allí, igual, aunque pasen los años. El Picapiedra la tuvo que abandonar, sus hermanas lo dejaron en la calle. Tal vez alguien le dio asilo, o eso quiero pensar. De vez en cuando lo veo y sigue descalzo y con la misma sonrisa. Ahora ya no es un personaje que evoque las mismas emociones en mí, como cuando era niña, ahora veo lo necesitado que siempre fue, un hombre que nunca poseyó nada, un hombre golpeado por la vida, pero de aquellos que se incluyen en la minoría de los que no se quejan de la vida, “no tengo nada y no me hace falta nada”. Hoy todos los que lo conocemos le decimos “el hombre eterno”, pues luce igualito que siempre, ha de ser porque nunca usa zapatos, porque sabe que es parte de la tierra, tal vez ahí se crea la felicidad, andar descalzo en contacto con el suelo, tal vez la vanidad comienza en los zapatos, el Picapiedra no fue víctima de esas ataduras. Tal vez la felicidad te la da la tierra, el pasto, las piedras que uno ignora por culpa de los zapatos que nos limitan a sentir la piel encerrada de su fondo.

Ilustración de Alan Rolon l Estudiante de 5° semestre de Lingüística


12

Vuelo 6497 Reyna Melissa Maldonado Vázquez Estudiante de 3º semestre de Letras Hispanoamericanas Ahora que lo pienso, los momentos más emocionantes de mi vida han sucedido en el Aeropuerto Internacional de Bogotá. La vida pareciera tan larga y complicada que resultaría incomprensible que yo tuviese claro cuáles momentos son los que me han provocado escalofríos; incluso cuáles más que otros. Hoy es una de esas mañanas en las que deseo hacer muchas cosas y nada a la vez; deseo seguir en cama y hacer como si nada más tuviese que ocurrir, pero después de tantos años, mi corazón ya presiente cuando está a punto de romperse de nuevo y, apaciguarlo, ya no es opción. Un viejo como yo, que hace como si los años no pasaran a través de sí, sino que lucha día con día para no convertirse en un adulto de la tercera edad con dolores musculares y sumando un humor tan desagradable que yo mismo me doy cuenta (aunque hiciera como si no) y me desagrada también, como si no fuese parte de mí; un viejo como yo intenta permanecer fuerte mientras está al cuidado del amor de su vida que, de pronto, ha dejado de recordarlo. Esta mañana me levanté de la cama y comprobé que mi mujer estuviese cómoda: despertarla tampoco era una opción, la situación en casa sólo lograría angustiarla y lo que mi corazón menos deseaba en cualquier momento, era que ella estuviese mal. Así que sonreí mientras acariciaba cuidadosamente su rostro y luego besé su frente. De aquí en más, no sé si por obra mía o es que ya mi subconsciente se estaba rindiendo también, recuerdo hasta el momento en que bajamos de mi camioneta vieja y los niños corrieron hacia la terminal T1. Ellos sabían perfectamente el camino y su corta edad no les permitía darse cuenta de cuánto me afectaba su emoción por regresar a su hogar a miles de kilómetros lejos de Bogotá.

Sonreí con tristeza al verlos tan alegres, luego ayudé a mi hijo con una de las tantas maletas, sólo para no sentirme inútil. Y en mi cabeza luchaba por comprender que cada uno tiene que vivir sus propias emociones. Sólo rogaba al cielo que mi hijo jamás se sintiera justo como me estaba sintiendo yo. Mi mujer estaba en casa siendo supervisada por una enfermera mientras yo permanecía en uno de los asientos en la sala de espera del aeropuerto. Los niños saltaban y corrían sin que yo pudiese decir una palabra al respecto, mi hijo y su esposa comprobaban que todo estuviese en orden con el vuelo y luego estaba yo, el corazón temblaba ligeramente dentro de mi pecho, y yo conocía perfectamente la sensación. Hace menos de una semana que me encontraba aquí mismo, pero la emoción era reconfortante porque mi familia recién estaba aterrizando para pasar apenas unos días con nosotros. Definitivamente el vuelo 6497 me ha hecho vivir las emociones más fuertes de toda mi existencia. A veces me consuela y me abraza, pero días como hoy pareciera que se burla de este viejo. Mi propia nietecita se burla de mí y me grita mientras se dirigen a la sala de abordaje: —Nos vemos las siguientes vacaciones, abuelo. El nudo en mi garganta sólo me permite apretar los labios y ya ni siquiera intento despejar las lágrimas. Observo el panel con los horarios de salidas y llegadas, el vuelo 6497 se ha reído de mí una vez más. Él puede burlarse de mí tanto como quiera, al fin y al cabo, sólo me afectará mientras olvido.

Ilustración de Vanessa López l Estudiante de 5° semestre de Letras Hispanoamericanas


13

Roberto Arlt: Apunte de relectura* Julio Cortázar Escritor argentino

Ilustración de Vanessa López Estudiante de 5° semestre de Letras Hispanoamericanas

Escribo lejos de toda referencia, Arlt y yo solos en un rincón perdido de la costa pacífica. De alguna manera siempre estuvimos solos uno y otro, uno con otro; en mi juventud lo leí apasionadamente pero sin interesarme por los trabajos críticos que buscaron explicarlo después de su muerte; incluso ignoro su biografía en detalle, salvo las síntesis en las solapas de los libros y en algunas páginas de Mirta Arlt y de Raúl Larra. No se busque aquí un «estudio» sino, como prefiero, el juego de vasos comunicantes entre autor y lector, un lector que también llegó a ser autor y que cuenta entre sus nostalgias la de no haber tenido la suerte de que Arlt lo leyera, incluso con el riesgo de que le repitiera su famoso y terrible «rajá, turrito, rajá». Cualquiera sabe de esas esperanzadas exhumaciones que llegado el día practicamos con ciertos libros, ciertas películas, ciertas músicas, y de sus resultados casi siempre decepcionantes; a veces la razón está en las obras, a veces en quienes buscan repetir lo irrepetible, recobrar por un momento la juventud que mordía a ojos cerrados los frutos del tiempo. De tanto en tanto, sin embargo, salimos de un cine, de un capítulo o de un concierto con la plenitud del reencuentro sin pérdidas, de la casi indecible abolición de la edad que nos devuelve a los primeros deslumbramientos, todavía más asombrosos ahora puesto que ya no tienen por apoyo la inocencia o la ignorancia. Me ocurre eso cuando vuelvo a ver Vampyr, Les enfànts du paradis o King Kong, cuando reescucho Le sacre du printemps o Mahogany Hall Stomp, y en estos días en que retorno a las novelas y a los cuentos de Roberto Arlt (conozco mal su teatro). Casi cuarenta años después de la primera lectura, descubro con ese asombro que tanto se parece a la maravilla hasta qué punto sigo siendo el mismo lector de la primera vez.

Sí, pero para eso es necesario que Arlt sea el mismo escritor, que en sus libros no se haya operado la casi inevitable degradación o desleimiento que este siglo vertiginoso ha impuesto a tantas de sus criaturas. Ahora que salgo de su relectura como de una máquina del tiempo que me hubiera devuelto a mi Buenos Aires de los años cuarenta, me doy cuenta de cómo muchos escritores argentinos que en ese entonces me parecían a la altura de Arlt, Güiraldes, Girondo, Borges y Macedonio Fernández (después vendría Leopoldo Marechal, pero ésa es otra historia) se me habían ido esfumando en la memoria como otros tantos cigarrillos. La esporádica relectura de algunos de ellos por nostálgicas razones de distancia y tiempo me dejó vacío y triste, sin ganas de reincidir, y tal vez por eso Arlt se me fue quedando también atrás sin que yo me animara a entrarle de nuevo, acordándome de flaquezas y de incapacidades que, vistas por este Viejo Marinero «más sabio y más triste», podían ahogar definitivamente lo que tanto me había conmovido y enseñado en mi mocedad de grumete porteño. Pero ocurre que a veces los editores son útiles, y cuando el que lanza esta reedición de Arlt me propuso un prefacio, sentí que ya no podía seguir siendo cobarde frente a un escritor tan querido, y que a riesgo de romperme los dientes que me quedan tenía que hincarlos de una vez por todas en estos ocho o nueve volúmenes polvorientos de mi biblioteca (las ediciones originales y horrendas de Claridad, y las subsiguientes y no menos horrendas de Futuro). Amigos argentinos me prestaron lo que faltaba, y me vine con todo a una playa mexicana; anteayer terminé la relectura y hoy empiezo estas páginas en caliente, un poco desolado porque Arlt se me fue de las manos con el último cuento de “El criador de gorilas” para dejarme solo frente a un bloc en blanco y un profundo mar azul que no me sirve de mucho. Como si de alguna manera le llegara su turno de leerme, de aprobar o desaprobar esto con el derecho de un amigo de cuarenta años. Hablando de edad, pienso que Arlt me precedió en la vida por catorce años, y que yo lo he sucedido a lo largo de treinta y ocho; su brusca muerte en 1942 es como un irreparable escándalo en un país que no puede jactarse de tantos escritores como a veces pretende, y en todo caso yo me siento injustamente afortunado por haber vivido todo ese tiempo que le faltó a Arlt, sin hablar de tantas otras cosas que también le faltaron. Él lo dice en el prólogo de Los lanzallamas: «Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada.» Como era típico en él, éste es un error que encubre una verdad, porque si no es cierto que «hacer» un estilo exige esas cosas, su carencia sumada a la brevedad injusta de la vida vuelve harto difícil la conquista de una gran escritura...

Referencia bibliográfica: * http://www.juliocortazar.com.ar * http://www.taringa.net/tliberarte/julio-cortazar-sobre-arlt95h6x


14

Y esos trabajos* Roberto Arlt Escritor y periodista argentino Usted, que se amarga en una oficina con un jefe que lo tiene de la cuarta al pértigo; usted que reniega sobre un libraco semejante al Sahara, usted que se embrutece día tras día construyendo columnas cifradas anonadantes y sumas piramidales como para desgastar el engranaje de una máquina de hacer las cuatro operaciones fundamentales; usted que está podrido del mostrador; usted que tiene ganas de emprenderla a patadas con los clientes de su patrón; usted que se siente que el hígado se le está poniendo amarillo a medida que se oxida su juventud entre las cuatro paredes del comercio rasposo donde revuelve furiosamente los ojos su amo abocado a una quiebra; usted, hombre de todos los días, cuidando de jeta avinagrada, soldado desconocido del “suma y sigue”, héroe ignorado de la cinta hilera y de la puntilla valenciana, “poilu” de las cifras, boche de los cálculos, vaya, vaya, una vez al puerto el día que esté abocado al suicidio, a la desesperación o a una tentativa de homicidio y mire. Nada más… vaya al puerto. Vaya que me agradecerá el consejo. En el puerto se respira. En el puerto se bebe paisaje. En el puerto se recobran los sueños de la niñez. En el puerto se purifica el alma, en el puerto se aprende a soñar. A esperar, como esperan los transatlánticos. Una mañana perdularia por los diques produce sobre la imaginación los efectos que una inyección de vitaminas. El vigor de la luz levanta la tapa de los cielos que parecen más altos y perfectos. El espacio se comba alegremente sobre la arboladura de los mástiles de acero y enrededor de las finas telarañas de las antenas de radio. Hasta el aire se diría entra burbujeando a los pulmones como una gaseosa; y se respira más libremente cual si terminara de librarse de una opresión maldita. Se comprende la poesía de los ukeleles y de las guitarras hawaianas y se lamenta no haber nacido indígena para divagar en cueros y dormir bajo tamarindos, mientras que los brujos se consultan el ombligo. De hecho, lo ataca a uno la inmensidad voluntad de tirarse a muerto y escuchar cómo crujen los cabrestantes y las cadenas de los guinches. ¡Y después! Esos hombres de los barcos más bonitos que una cara de mujer. ¡y después! Estos transatlánticos roñosos. Esos hombres fuertes y rubios, que trabajaban entre un muro de granito y un casco sobre un agua de color jabón amarillo, que lame con aceitoso vaivén los hierros mordidos por los salitres de todos los océanos. ¡Ah! ¡Es maravilloso! La otra mañana he visto un casco, la proa del “Hardanger” color borra de vino, en tono de malva suave. Tres muchachones azules, con cepillos de pelo largo y dócil como la melena de una mujer, pintaban de rosa el acero del casco, y este parecía chupar ávidamente la pintura como si el hierro estuviera sediento de ese “cold cream” emoliente que extendía sobre su superficie vastas manchas de rouge claro. ¡Ah, estos trabajadores marítimos! Livianos y semejantes a un juego. En el “Montferland” (paquebote holandés) un hombre entre agua y cielo, junto a la proa embetunada de bleque, repinta las cifras

blancas indicadoras de los pies del calado. Pinta sin prisa, como si estuviera decorando los frescos de una iglesia, tranquilamente, posiblemente pensando en las acuáticas tierras distantes, en canales y molinos y doncellas holandesas con cofia y pesados zuecos de madera. Más adelante tropiezo con el “Lima”. Lo envuelve una nube de polvo. Proviene del casco, donde repercuten los martillos de bolita, dejando el hierro moteado de viruela rojinegra. Enfrente, en el mismo dique, está el “Nimoda”, un paquebote de bandera inglesa, que parece destinado a un crucero pirático. Es todo negro, como las naves fantasmas o los barcos siniestros de las novelas impresionantes. Por la popa tiene un barril alquitranado suspendido sobre el agua semejante a un colador y es todo negro de la cala a los puentes. ¡Negro su casco, negro el entarimado de la cubierta, negros los rollos de soga gorda como el cuerpo de la boa constrictor, negros los ventiladores, negras las lonas que cubren el paramento que tapa la boca de las bodegas! Algunas virutas de madera amarillenta, caídas del barco del carpintero de a bordo ponen en el suelo con unas hachas de mando ondulado, las motas de una reparación primitiva. Junto a la cocina, un truhán con un tufo sobre la frente y camiseta color de hígado pela papas con la misma indiferencia de quien ve llover, mientras que el humo de su pipa se le tuerce al llegar al filo de la boina blanca aplastada como una torta. Y dan ganas de subir a bordo y trabajar de lavaplatos y morirse un poco de todos los puertos del mundo. Cae del espacio una luz de viaje. Se piensa en los trópicos erizados de palmeras y en las negras que bailan al son de un tambor que golpean con las palmas de las manos negros belfudos de cabeza emplumada. Se piensa en una hamaca paraguaya. En los cauchales de la Malasia, en las factorías a las del Hastinapura. Se piensa en el taparrabo, en una siesta eterna y en una noche iluminada por cocuyos, grandes como faroles de bicicleta. Se piensa en todo… en todo, menos en trabajar.

Imágenes tomadas del libro: Arl, Roberto (2012) Aguafuertes Porteñas de Roberto Arlt, 10 textos ilustrados por 250 artistas. 1° ed. Buenos Aires: Foro de ilustradores.

Referencia bibliográfica: * Arlt, R. (2012). “Y esos trabajos”. En Aguafuertes porteñas. 10 textos ilustrados por 250 artistas. (p. 62). Buenos Aires: Comisión Arlt-Foro de Ilustradores.


15

Defiende el río, corre al lado Akatl Guijarro Estudiante de 5° semestre de Letras Hispanoamericanas Vi un día los peces hacerse colores. Hoy lamento que no en todo hogar se enseñe del amor propio, es decir, del respeto natural. Dos cerros nos abrazaban el horizonte a las espaldas y una vía de tren (que no podíamos ver) nos llenaba puntual, de fierros veloces, los oídos. Cuando un río corre a pie de casa, incontenible y libre de sí, navegante de sus caminos queda lejos el hermético tiempo encapsulado en un reloj. Unas cuantas semanas después de comer nieve los domingos en el jardín principal de Hércules y, otras tantas, de admirar detenidamente los humildes epitafios en el panteón municipal de La cañada, conocí a Lucio. Sí, un día cualquiera en el caminito junto al río que lleva a casa. Me despertó de mi aciago andar su agresiva manera de aventar piedras al agua y le dije —Oye, ¿quieres hacer patitos?—. —¡No!— me respondió. Después regresó a su ardua labor, aparente guerra contra el río. Me quedé así, nada más viéndolo. Su acción se repetía, una y otra vez, indiferente de mis atenciones. Asomé con curiosidad el rostro al espejo cambiante que es el agua, entonces alcancé a ver un rastro de algo, semejante a un listón de varios colores, llevado por las corrientes medianas en profundidad. En casa yo sembraba una nueva flor. A mis espaldas la tarde caía con cualidad de un cielo que arde. Sobre la mesa, reposaba una pecera linda, llena de vida. Alcanzada por la luz, como cuando un sueño está por desvanecerse, y su reflejo destellaba las frutas olvidadas al amanecer. Afuera de la pecera, bajo las luces de otros días, sucedían (¡claro!) otras cosas. La casa de Lucio quedaba no tan lejos de donde yo. Ambos parecíamos no tener muchas preocupaciones y por eso fue fácil, con el tiempo, formar cierta amistad, hacer patitos de vez en cuando. Algunas veces Lucio miraba con odio al río. Otras tantas, prefería alejarse del agua y mirar al cielo. Un día simplemente no apareció más; sentencia de no volver. Con un poco de nostalgia, me presentaba puntual al río, y con baños de paciencia me detenía de ir a buscarlo a su casa. Una tarde, así como llegan las nubes cargadas de la sierra, llegó a su fin mi espera. El aburrimiento me lanzaba piedras de silencio y mejor apresuré mis pasos a la casa de Lucio. Al llegar, asomé la vista al patio. Lo que vi fue una numerosa familia y un punto de reunión en donde ninguna persona permanece quieta. Las personas de todas las edades se movían como habitando moldes. Entre otras cosas, se separaba por color la ropa y así, de a bonches, se le echaba a la nueva lavadora, incansable. Con una manguera se llenaban tinas simulando albercas para que se entretuviera la camada de los más pequeños, y por diversión se lanzaban, de vez en cuando, chorros a las adolescentes que, ya hartas y enfadadas, llenaban globos en la pila para defenderse, para luchar. Una joven cruzaba el patio gritando “apenas voy”, para llegar al baño que hacía ruidos de cascada, y el hermano mayor de Lucio, que sí reconocí, lavaba su carro compulsivamente con otra manguera. Estaba también la tía Clara que, angustiada por el pecado ajeno, enjuagaba todo cuanto podía a rezos y regaderazos. No

encontré a Lucio, dejé de mirar y me fui a casa. Esa tarde, el río andaba en dirección contraria a la mía. La metáfora que reposó en mi mente fue tan triste que permanecí en silencio hasta el día siguiente. Después, en domingo, fui al panteón, retomando así costumbres de soledad. Encontré un epitafio llamativo, que decía: Cada uno quiere llevar agua a su molino y dejar seco el de su vecino. Al principio me reí… un refrán de epitafio, cuánto folclor. Al releerlo, como chicotazo se configuró en la sala de mis pensamientos el recuerdo de la familia de Lucio, mal-usando agua como si poco fuera, como si nada. Al día siguiente encontré a Lucio en el camino a casa, estaba muy nervioso y solo repetía que el Chan lo andaba buscando, a él y a su familia. —¿Quién es el Chan?— le pregunté, y tras algunos segundos de suspenso me contestó: ­—El Chan cuida del agua a pie de río. Mi abuela lo conoció y me contó cómo era. El Chan, guardián del agua, de toditita el agua— dijo con la voz temblando, y siguió… —A ese pez es al que le tiro de piedras… Porque nos anda buscando, bueno… no sé si a mí, pero, bueno, vivo en la misma casa. Mira, es que me habló en un sueño. Dijo, dijo que… que lo que hacemos en la familia está mal, pero cuando les intento hacer frente, decirles algo pues, mi padre responde que agua hay mucha y ya no me deja salir, me regaña— contaba ahora denotando coraje… en unos segundos, su rostro se tornó melancólico y continúo diciendo, casi sin respirar: —Creo que mi abuela se murió de sed. Y, por mi parte, no hay día que no sienta que el Chan persigue mis pasos. Dejé de bañarme y yo mismo lavo mi ropa con poquitita agua, pero… no creo que sirva. Estoy seguro de que tenemos que hacerle una fiesta, para hacer las paces, mi abuela así me lo contó, pero triste y cierto que ya nadie en la casa sabe cómo tocar la huapanguera, se está pudriendo, te digo. Y no hay otra manera, claro que no, de contentar al Chan… La fiesta, la fiesta y sentirse realmente arrepentido. Mira, a mi familia no le veo ganas de eso, no ahorita que aún corre el agua a nuestra casa ¡No me escuchan! Que porque soy un niño todavía y de mucha imaginación. Ay, y yo quisiera evitar que el Chan salga del agua y descubra dónde vivo ¡No quiero morir de sed! Además, me gusta ver correr al río. Ya pensé en las ofrendas, pero sin el huapango de nada sirve. Uy, sin el arrepentimiento menos… Es que, El Chan cuando mata, es porque lo agreden… según las historias de mi abuela pronto pasará un remolino y todo se lo llevará— se detuvo y quedaron en silencio sus resecos labios. Miró al río unos segundos y se fue corriendo a casa. Por mi parte, recordé (como un eco reverberante de nuestra amistad) aquella triste metáfora. En casa yo siembro una nueva flor. A mis espaldas la noche cae como un cielo que llora. Sobre la mesa reposa una pecera quieta. Alcanzada por la luz inmanente de los relámpagos (como cuando un sueño está por invocarse) su reflejo destella voluntades de agua. Afuera de la pecera, bajo las luces de otros días, suceden (¡claro!) otras cosas.


16

Ilustración de Vanessa López l Estudiante de 5° semestre de Letras Hispanoamericanas


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.