LA EDUCACIÓN Y EL SIGNIFICADO DE LA VIDA
J. KRISHNAMURTI
LA EDUCACION Y EL SIGNIFICADO DE LA VIDA
TÍTULO DEL ORIGINAL INGLÉS : Education and Significance of Life 1953 KRISHNAMURTI FOUNDATION OF AMERICA Post Office Box 1560 OJAI, California 93024 USA Fotografía portada: 2007 Editorial EDAF, de la presente edición en lengua española. Traducción: Elsa Gómez Revisión: Ángel Herraiz La presente edición en lengua Española ha sido contratada – con la licencia de la Krishnamurti Foundation of América (KFA) www.kfa.org e-mail: kfa@kfa.org - con la Fundación Krishnamurti Latinoamericana (FKL), Apartado 5351, 08080 Barcelona, España. www.fkla.org e-mail: fkl@fkla.org Diseño: Número Edición, Mes y Año: ISBN Deposito Legal Impreso en: Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total ni parcial de este libro, ni la recopilación en un sistema informático, ni la transmisión por medios electrónicos, mecánicos, por fotocopias, por registro o por otros métodos posibles presente o futuros, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del Copyright. OBSERVACIONES: Tirada y número de ejemplares. El EDITOR, si así lo considera oportuno, podrá poner en esta página de créditos el número de ejemplares de la presente tirada.
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CAPÍTULO I
LA EDUCACIÓN Y EL SIGNIFICADO DE LA VIDA Cuando uno viaja alrededor del mundo, ve hasta qué punto la naturaleza humana es la misma, ya sea en la India o en América, en Europa o Australia,
y es un hecho que puede observarse especialmente en los colegios y universidades. Estamos produciendo, como con molde, un tipo de ser humano cuyo principal interés en la vida es encontrar estabilidad, llegar a ser alguien importante, o simplemente pasarlo bien y no tener que reflexionar más que lo imprescindible. La educación convencional hace sumamente difícil el pensamiento independiente, y la conformidad conduce a la mediocridad. Ser diferente del grupo o no dejarse influir por el entorno no es fácil, y es a menudo peligroso, cuando la tónica general es rendir culto al éxito. La imperiosa necesidad de tener éxito en la vida –que es la recompensa que esperamos por nuestro trabajo, ya sea en el plano material o en la llamada esfera espiritual– la búsqueda de seguridad, interna o externa, y el deseo de comodidad constituyen un proceso que sofoca el descontento, pone fin a la espontaneidad y engendra temor; y el temor impide comprender la vida con inteligencia. A medida que avanzamos en edad, la mente se embota y se insensibiliza el corazón. La búsqueda de bienestar y comodidad generalmente nos lleva a refugiarnos en un rincón de la vida donde los conflictos sean mínimos; y entonces tenemos miedo de salir de ese refugio. Este temor a la vida, este temor a la lucha y a las nuevas experiencias mata en nosotros el espíritu de aventura. Toda la educación que hemos recibido hace que nos dé miedo ser diferentes a los demás, o pensar de manera distinta a la establecida por la sociedad y basada en un falso respeto a la autoridad y a la tradición. Afortunadamente, hay algunas personas sinceras que están dispuestas a examinar los problemas humanos sin ninguna clase de prejuicios ideológicos; pero, en la gran mayoría de nosotros, no existe un verdadero espíritu de inconformidad, de rebeldía. Cuando, sin entenderlo, nos rendimos a los preceptos del medio en el que vivimos, cualquier espíritu de rebeldía que hubiera en nosotros hasta entonces se va apagando, y nuestras responsabilidades pronto le ponen fin.
Hay dos clases de rebeldía: la rebeldía violenta, que es una mera reacción, falta de entendimiento, contra el orden establecido, y la profunda rebeldía psicológica de la inteligencia. Son muchos los que se rebelan contra las ortodoxias establecidas sólo para acabar cayendo en otras ortodoxias, en otras ilusiones y veladas vías de autocomplacencia. Lo que generalmente sucede es que abandonamos un grupo o una serie de ideales y nos identificamos con otro grupo u otro ideal, creando así un nuevo patrón de pensamiento contra el cual tendremos que volver a rebelarnos. La reacción sólo engendra oposición, y la reforma necesita ulteriores reformas. Pero hay una rebeldía inteligente que no es reacción y que nace del conocimiento propio, del darnos cuenta de nuestros pensamientos y sentimientos. Sólo cuando afrontamos la experiencia tal como se presenta, sin tratar de evitar que nos perturbe, se mantiene nuestra inteligencia vivamente alerta; y una inteligencia vivamente alerta es intuición, que es la única verdadera guía en la vida. Ahora bien, ¿cuál es el significado de la vida? ¿Para qué vivimos y bregamos? Si se nos educa simplemente para lograr honores, alcanzar una buena posición, o ser más eficientes, o para poder tener mayor dominio sobre los demás, entonces nuestras vidas estarán vacías y carecerán de profundidad. Si se nos educa sólo para que seamos científicos, eruditos aferrados a los libros, o especialistas adictos al conocimiento, entonces estaremos contribuyendo a la destrucción y a la desdicha del mundo. Aunque la vida tiene un significado mucho más inmenso y sublime, ¿de qué nos sirve la educación si nunca llegamos a descubrirlo? Puede que seamos muy instruidos, pero si nuestro pensamiento y sentimiento no están íntimamente integrados, nuestras vidas resultan incompletas, contradictorias y atormentadas por incontables temores; y mientras la educación no cultive una visión integral de la vida, tendrá muy poca significación. En nuestra civilización actual, hemos dividido la vida en tantos compartimentos que la educación tiene muy poco sentido, excepto para
aprender una profesión o una técnica determinada. En vez de despertar la inteligencia integral del individuo, la educación le anima a ajustarse a un molde, y por lo tanto le impide la comprensión de sí mismo como un proceso total. Intentar resolver los innumerables problemas de la vida en sus respectivos niveles, separados como están en diversas categorías, indica una completa falta de comprensión. El individuo se compone de diferentes entidades, pero acentuar esas diferencias, y estimular el desarrollo de un tipo definido, conduce a muchas complejidades y contradicciones. La educación debería favorecer la integración de estas entidades separadas, pues, sin integración, la vida se convierte en una serie de conflictos y pesares. ¿De qué sirve que nos hagamos abogados, si perpetuamos los pleitos? ¿De qué sirve el conocimiento, si continuamos en la confusión? ¿De qué sirven los avances técnicos e industriales si los usamos para destruirnos? ¿Qué sentido tiene nuestra existencia si es fuente de violencia y desdicha absoluta? Aunque tengamos dinero, o capacidad para ganarlo, aunque tengamos todo aquello que nos reporta placer y tengamos organizaciones religiosas, vivimos en eterno conflicto. Es necesario que distingamos lo personal de lo individual. Lo personal es accidental; y por accidental me refiero a las circunstancias en las que nacimos, el ambiente en el que casualmente nos criamos, con su nacionalismo, sus supersticiones, sus diferencias de clase y sus prejuicios. Lo personal, o accidental, es solo momentáneo, aunque ese momento dure toda una vida; y como los sistemas educativos actuales están basados en lo personal, accidental o momentáneo, inevitablemente corrompen el pensamiento y nos inculcan temores que nos hacen vivir siempre a la defensiva. La educación y el entorno nos han adiestrado a todos para que nuestras metas sean la ganancia personal y la seguridad, y para que luchemos en beneficio propio. Por mucho que lo disimulemos con eufemismos, se nos ha
educado para que desempeñemos una diversidad de profesiones encuadradas en el marco de un sistema cuyas bases son la explotación, la ambición y el miedo que ésta genera. Semejante adiestramiento ineludiblemente ha de ser fuente de confusión e infelicidad para cada uno de nosotros y para el mundo, pues crea en cada individuo barreras psicológicas que lo separan y aíslan de los demás. La educación no consiste en adiestrar la mente. El adiestramiento nos hace personas eficientes, pero no seres humanos completos. Una mente a la que se ha adiestrado sin más es una continuación del pasado, y no está en condiciones de descubrir lo nuevo. Por eso, para averiguar en qué consiste la verdadera educación, tenemos que examinar el significado de la vida en su totalidad. Para la mayor parte de nosotros, el significado de la vida como un todo no es de primordial importancia; nuestra educación pone su énfasis en los valores secundarios, y hace así de nosotros eruditos, pero sólo de alguna rama concreta del saber. Aunque el saber y la eficiencia sean necesarios, el acentuar su importancia a expensas de todo lo demás sólo nos lleva al conflicto y a la confusión. Hay una eficacia inspirada por el amor, que va mucho más lejos y es mucho más fértil que la eficacia inspirada por la ambición; sin amor, que es lo que nos da una comprensión integral de la vida, la eficacia sólo engendra crueldad. ¿No es esto lo que está sucediendo actualmente en todas las partes del
mundo?
Nuestra
educación
actual
está
orientada
hacia
la
industrialización y la guerra, y tiene como principal objetivo desarrollar la eficiencia; y nosotros vivimos atrapados en esta maquinaria de competencia despiadada y destrucción mutua. Si la educación nos conduce a la guerra, si nos enseña a destruir o a dejarnos destruir, ¿no ha fracasado por completo? Para lograr una verdadera educación, debemos evidentemente comprender el significado de la vida como totalidad, y para ello debemos ser capaces de pensar, no de un modo consecuente, sino directo y veraz. Un
pensador consecuente es una persona irreflexiva, puesto que se ajusta a un patrón de pensamiento; repite frases, y su pensamiento está constreñido a un surco. No se puede comprender la existencia de un modo abstracto o teórico. Comprender la vida es comprendernos a nosotros mismos, y éste es a la vez el principio y el fin de la educación. La educación no es la simple adquisición de conocimientos, ni es coleccionar y correlacionar datos, sino ver el significado de la vida como un todo. Pero el todo no se puede abordar desde una –cualquiera– de sus partes, que es lo que intentan hacer los gobiernos, las religiones organizadas y los partidos autoritarios. El cometido de la educación es crear seres humanos integrados, y por lo tanto inteligentes. Puede que consigamos títulos y que seamos eficientes de una manera mecánica, pero no por ello somos inteligentes. La inteligencia no es mera información, no se obtiene de los libros, ni consiste en la capacidad de protegerse con ingeniosas respuestas o de hacer afirmaciones en tono agresivo. Una persona sin estudios puede ser más inteligente que todos los eruditos. Medimos la inteligencia basándonos en títulos y exámenes, y hemos desarrollado mentes astutas, hábiles en esquivar los problemas humanos vitales. Pero la inteligencia es la capacidad para percibir lo esencial, lo que “es”; y el despertar esta capacidad en nosotros mismos y en los demás es la educación. La educación debería ayudarnos a descubrir valores permanentes, a fin de que no nos conformemos con meras fórmulas y lemas; debería ayudarnos a demoler las barreras sociales y nacionales en lugar de reforzarlas, pues esas barreras son causantes del antagonismo entre los seres humanos. Desgraciadamente, el actual sistema de educación nos hace serviles, mecánicos y extremadamente irreflexivos; aunque nos aviva el intelecto, interiormente nos deja incompletos, anquilosados, incapacitados para crear. Sin una comprensión integral de la vida, nuestros problemas individuales y colectivos inevitablemente continuarán creciendo y agudizándose. El
propósito de la educación no es generar simples eruditos, técnicos y cazadores de empleos, sino hombres y mujeres integrados, libres de temor; porque sólo entre semejantes seres humanos puede haber paz duradera. Sólo cuando nos comprendemos a nosotros mismos, el temor se desvanece. Si el individuo ha de lidiar con la vida momento a momento, si ha de afrontar sus complejidades, sus infortunios y exigencias súbitas, tiene que ser infinitamente flexible y estar libre, por tanto, de teorías y patrones de pensamiento. La educación no debería alentar al individuo a que se ajuste a la sociedad, o a que viva en conformidad negativa con ella, sino ayudarle a descubrir los verdaderos valores que nacen de una investigación objetiva y del darse cuenta de uno mismo. Cuando uno no se conoce a sí mismo, la expresión se convierte en autoafirmación, y la agresividad y ambición implícitas son causa de conflicto. La educación debería despertar en el individuo la capacidad de darse cuenta de sí mismo, en lugar de la autocomplacencia ante su propia expresión. ¿De qué sirve ser instruido si en el proceso de vivir nos estamos destruyendo? A la vista de las devastadoras guerras que estallan una tras otra, resulta obvio que hay algo radicalmente erróneo en la educación que damos a nuestros hijos. Creo que la mayoría de nosotros nos damos cuenta de ello, pero no sabemos cómo afrontar el problema. Los sistemas educativos o políticos no cambian misteriosamente: se transforman cuando en nosotros se produce un cambio fundamental. Lo primordialmente importante es el individuo, no el sistema; y mientras el individuo no comprenda el proceso total de su propia existencia, no hay sistema, ni de derechas ni de izquierdas, que pueda traer orden y paz al mundo.
CAPÍTULO II
LA VERDADERA EDUCACIÓN El hombre ignorante no es el iletrado, sino el que no se conoce a sí mismo; y el hombre instruido es ignorante cuando pone toda su confianza en que los libros, el conocimiento y la autoridad externa le aportarán comprensión. La comprensión sólo adviene mediante el conocimiento propio, que es el darnos cuenta de nuestro proceso psicológico total. La educación, así pues, en su verdadero sentido, es la comprensión de uno mismo, ya que dentro de cada uno de nosotros está reunida la totalidad de la existencia. Actualmente llamamos educación a la mera acumulación de datos y conocimientos extraídos de los libros, lo cual está al alcance de cualquiera que sepa leer. Una educación de este tipo es una sutil evasión de la realidad de lo que somos, y, como toda huida, inevitablemente acrecienta nuestra desdicha. El conflicto y la confusión surgen como resultado de nuestra relación errónea con todo lo que nos rodea: personas, cosas, ideas; y mientras no comprendamos esa relación y la cambiemos, la mera instrucción, la adquisición de datos y técnicas, nos conducirá forzosamente al caos total y a la destrucción. Tal como está organizada actualmente la sociedad, enviamos a nuestros hijos a la escuela para que aprendan alguna técnica con la que un día puedan ganarse la vida. Queremos hacer de nuestros hijos, ante todo, especialistas, con la esperanza de que eso les reportará una buena posición económica. Pero ¿acaso la destreza técnica nos capacita para conocernos a nosotros mismos? Si bien es a todas luces necesario saber leer y escribir, y aprender ingeniería o cualquiera otra profesión, ¿nos dará la destreza técnica capacidad para comprender la vida? El saber técnico es, indudablemente,
secundario; luego si el saber técnico es lo único que nos interesa, como es obvio estamos negando la parte más importante de la vida. La vida es dolor, alegría, belleza, fealdad, amor, y cuando la comprendemos en su totalidad, en todos sus niveles, esa comprensión crea su propia técnica. Pero lo contrario es falso: la técnica jamás puede originar una comprensión creativa. La educación actual es un completo fracaso debido a que hemos sobrestimado la técnica; y al sobrestimar la técnica, destruimos al ser humano. Cultivar la habilidad y la eficiencia sin comprender la vida, sin tener una percepción completa de cómo funcionan el pensamiento y el deseo, sólo logrará aumentar nuestra crueldad, lo cual engendra las guerras y pone en peligro nuestra seguridad física. El desarrollo exclusivo de la técnica ha dado al mundo científicos, matemáticos, constructores de puentes, conquistadores del espacio; pero ¿comprenden esas personas el proceso total de la vida? ¿Puede un especialista sentir la vida como un todo? Podrá hacerlo sólo cuando deje de ser un especialista. El progreso tecnológico resuelve ciertas clases de problemas en un nivel determinado, pero también introduce problemas más extensos y profundos. Vivir en un solo nivel, sin tener en cuenta el proceso total de la existencia, es abrir la puerta a la miseria y a la destrucción. La mayor necesidad, la cuestión más urgente para todo individuo, es tener una comprensión integral de la vida que le permita afrontar sus crecientes complejidades. El conocimiento técnico, aunque necesario, no resolverá en modo alguno nuestras tensiones y conflictos psicológicos internos; y es precisamente por haber adquirido conocimientos técnicos sin comprender el proceso total de la vida por lo que la tecnología se ha convertido en el instrumento de nuestra propia destrucción. El hombre que sabe desintegrar el átomo pero no tiene amor en su corazón se convierte en un monstruo. Elegimos una profesión de acuerdo con nuestras capacidades; ahora bien, ¿nos ayudará el seguir una vocación a resolver nuestra confusión y
nuestros conflictos? Al parecer necesitamos de una preparación técnica; pero una vez que hemos llegado a ser ingenieros, médicos, o contables..., ¿qué pasa entonces? ¿Es el ejercicio de una profesión la plenitud de la vida? Se diría que para muchos de nosotros lo es, pues nuestras profesiones a menudo nos ocupan la mayor parte de nuestra existencia; sin embargo, las mismas cosas que producimos y que nos fascinan causan nuestra destrucción y nuestra infelicidad; nuestras actitudes y nuestros valores hacen de las cosas y de las ocupaciones instrumentos de envidia, amargura y odio. Sin comprendernos a nosotros mismos, la ocupación por sí sola nos conduce a la frustración, de la que inevitablemente intentamos escapar a través de toda clase de perversiones. La técnica sin una verdadera comprensión conduce a la enemistad y a la ambición despiadada, que luego tratamos de enmascarar con frases agradables al oído. ¿De qué nos vale sobrestimar la técnica y llegar a ser personas eficientes si el resultado es la destrucción mutua? El progreso técnico que hemos alcanzado es fantástico, pero sólo ha logrado aumentar nuestro poder para destruirnos unos a otros, y hay hambre y miseria en todas las regiones de la Tierra. No somos felices ni tenemos paz. Cuando el hecho de ejercer una profesión adquiere la importancia máxima, la vida se vuelve aburrida y oscura; se convierte en una rutina mecánica, de la que huimos por medio de distracciones de toda clase. La acumulación de hechos y el desarrollo de la capacidad intelectual, a lo cual llamamos educación, nos ha privado de la plenitud de una vida y acción integradas. Es el no comprender el proceso total de la vida lo que nos hace aferrarnos hasta tal punto a la capacidad intelectual y a la eficiencia, que por consiguiente asumen avasalladora importancia. Pero el todo no puede comprenderse a través de una parte; el todo sólo se puede comprender mediante la acción y el experimentar. Otro factor que nos induce a cultivar la técnica es el sentido de seguridad que ésta nos da; seguridad no sólo económica, sino psicológica
también. Resulta tranquilizador saber que somos competentes y eficientes: saber que somos capaces de tocar el piano o de construir una casa nos produce una sensación de vitalidad, de agresiva independencia; ahora bien, sobrestimar esas capacidades para satisfacer nuestro deseo de seguridad psicológica es negar la plenitud de la vida. El contenido total de la vida es imposible de prever; es siempre nuevo, y uno ha de experimentarlo a cada instante. Pero tememos a lo desconocido, y por eso establecemos zonas de seguridad psicológica, que adoptan la forma de sistemas, técnicas y creencias. Mientras busquemos la seguridad interna, el proceso total de la vida no se puede comprender. La verdadera educación, al mismo tiempo que estimula el aprendizaje de una técnica, debe realizar algo mucho más importante: debe ayudar al hombre a experimentar, a sentir el proceso integral de la vida. Es el experimentar la vida de esa manera lo que situará la capacidad y la técnica en el lugar que les corresponde. Si alguien tiene realmente algo que decir, el acto de decirlo crea su propio estilo; mientras que aprender un estilo sin esa vivencia interna sólo puede conducir al individuo a la superficialidad. En todos los rincones del mundo los ingenieros diseñan febrilmente nuevas máquinas que no requieran la presencia humana para operar. En una vida gobernada casi enteramente por la máquina, ¿qué haremos los seres humanos? Tendremos cada vez más tiempo de ocio, aunque sin saber emplearlo con cordura, y, para escapar de esa realidad, nos sumiremos en la adquisición de conocimientos, en extenuantes diversiones o en cualquier ideal. Se han escrito infinidad de volúmenes sobre ideales educativos; sin embargo, nuestra confusión es mayor que nunca. No existe método alguno por medio del cual se pueda educar a un niño para que sea un individuo libre e integrado. Mientras nuestro interés siga centrado en los principios, en los
ideales y los métodos, no estamos ayudando al individuo a liberarse de su actitud egocéntrica y de sus consiguientes temores y conflictos. Los ideales y los planes para una perfecta utopía jamás darán origen a la transformación radical del corazón que es esencial para poner fin a la guerra y a la destrucción universal. Los ideales no pueden cambiar nuestros valores actuales: sólo una educación genuina puede cambiarlos, una educación que fomente la comprensión de lo que “es”. Cuando trabajamos juntos por un ideal, por un futuro, formamos a los individuos de acuerdo con nuestro concepto de ese futuro; no son los seres humanos lo que de verdad nos importa, sino la idea que tenemos de lo que los individuos deben ser. Lo que “debe ser” nos importa mucho más que lo que “es”, o sea, que el individuo con sus complejidades. Sólo cuando empezamos por comprender al individuo directamente, en vez de contemplarlo a través de nuestra visión de lo que debería ser, sólo entonces afrontamos realmente lo que “es”: entonces ya no deseamos transformar al individuo en algo diferente, sino ayudarle a comprenderse a sí mismo; y sólo entonces está nuestra actuación libre de motivaciones y metas personales. Si estamos totalmente atentos a lo que “es”, lo comprenderemos y nos liberaremos de ello; pero para estar atentos a lo que somos, tenemos que dejar de luchar y de esforzarnos en pos de algo que no somos. Los ideales no tienen cabida en la educación, pues impiden la comprensión del presente. Está claro que sólo podemos darnos cuenta de lo que “es” cuando no escapamos hacia el futuro. Mirar al futuro con esperanza, luchar por un ideal, indica pereza mental y deseo de evitar el presente. ¿No es la búsqueda de una utopía teórica, concebida previamente, la negación de la libertad y plenitud del individuo? Cuando uno sigue un ideal, una norma, cuando uno tiene ya una formula de lo que debe ser, ¿no vive uno de un modo muy superficial y automático? Lo que necesitamos no son idealistas ni individuos con mentes mecanizadas, sino seres humanos
integrales que sean inteligentes y libres. Forjar un modelo de lo que debe ser una sociedad perfecta se traduce en luchas y derramamientos de sangre por lo que debe ser, mientras ignoramos lo que “es”. Si los seres humanos fuesen entes mecánicos o máquinas automáticas, se podría predecir su futuro, y se podrían además trazar planes para una utopía perfecta; entonces sí podríamos proyectar meticulosamente una sociedad futura y trabajar en pos de su realización. Pero los seres humanos no somos máquinas programables, aptas para ser ajustadas a un determinado patrón. Entre el instante presente y el futuro existe un inmenso intervalo en el que actúan sobre cada uno de nosotros innumerables influencias; y si sacrificamos el presente por el futuro, estaremos utilizando medios erróneos para conseguir un probable fin correcto. Pero los medios determinan el fin; y además, ¿quiénes somos nosotros para decidir lo que el individuo debe ser? ¿Con qué derecho pretendemos moldearlo de acuerdo con un determinado patrón derivado de algún libro, o forjado por nuestras propias ambiciones, esperanzas y temores? A la verdadera educación no le interesa ninguna ideología, por mucho que ésta prometa una utopía futura; no se basa en ningún sistema, por bien pensado que esté, ni constituye un medio para condicionar al individuo de la manera que fuere. La educación, en el verdadero sentido, capacita al individuo para ser maduro y libre, para florecer abundantemente en amor y bondad. Éste debería ser nuestro auténtico interés, y no el moldear al niño de acuerdo con una norma idealista. Cualquier método que clasifique a los niños atendiendo a su temperamento y aptitud no hace más que acentuar sus diferencias; crea antagonismos, estimula las divisiones sociales, y no ayuda a desarrollar seres humanos completos. Es evidente, pues, que ningún método ni sistema pueden proporcionar una verdadera educación, y la estricta adhesión a un método particular demuestra indolencia por parte del educador. Mientras la
educación se base en principios preparados de antemano, podrá tal vez producir hombres y mujeres eficientes, pero no seres humanos creativos. Sólo el amor puede ayudarnos a comprender a los demás. Cuando hay amor, hay comunión instantánea con el otro, al mismo tiempo y en el mismo nivel. Es nuestra aridez, nuestro vacío, nuestra falta de amor lo que nos ha llevado a permitir que los gobiernos y los sistemas se encarguen de la educación de nuestros hijos y dirijan nuestras vidas. Y los gobiernos quieren técnicos eficientes, y no seres humanos; porque los seres humanos son peligrosos para los gobiernos, y también para las religiones organizadas. Por eso los gobiernos y las organizaciones religiosas tratan de ejercer control sobre la educación. La vida no puede adecuarse a un sistema, no puede estar sujeta a una norma, por más noble que fuera la intención con que ésta se concibió; y, por lo tanto, una mente a la que sólo se ha instruido en el conocimiento de hechos ya formulados es incapaz de afrontar la vida en toda su diversidad y sutileza, de afrontar sus profundidades y altas cimas. Cuando educamos a nuestros hijos de acuerdo con un sistema de pensamiento o una disciplina particular, cuando les enseñamos a pensar de una forma compartimentada, les impedimos que lleguen a ser hombres y mujeres íntegros, y por consiguiente son incapaces de pensar con inteligencia, es decir, de afrontar la vida como un todo. Y formar individuos íntegros, capaces de hacer frente a la vida como un todo es precisamente la función suprema de la educación. Pero ni el idealista ni el especialista tienen interés en el todo: se interesan sólo en una parte. Mientras uno persiga un modelo ideal de acción, la integración es imposible; por eso, la mayoría de los profesores idealistas se han alejado del amor; sus mentes se han vuelto áridas y se han endurecido sus corazones. Para estudiar a un niño, uno tiene que estar alerta, observar con sensibilidad, darse cuenta de sí mismo; y esto requiere mucha mayor inteligencia y afecto que para animarle a seguir un ideal.
Otra función primordial de la educación es crear nuevos valores. Limitarse a implantar en la mente del niño valores ya existentes a fin de moldearlo conforme a ciertos ideales es condicionarlo sin despertar su inteligencia. La educación está íntimamente relacionada con la presente crisis del mundo, y el educador que ve las causas de este caos universal debería preguntarse cómo se puede despertar la inteligencia en el estudiante, para ayudar así a la futura generación a no ocasionar ulteriores conflictos y desastres. El educador debe poner todo su pensamiento, todo su cuidado y afecto en la creación del ambiente adecuado y en el desarrollo de la comprensión, de tal modo que cuando el niño haya crecido y madurado sea capaz de resolver con inteligencia los problemas humanos que se le presenten. Pero, para poder hacer esto, el educador debe comprenderse a sí mismo, en vez de apoyarse en ideologías, sistemas y creencias. Dejemos de considerar la educación en función de principios e ideas y prestemos atención a las cosas tal como son, pues es esto, reflexionar sobre lo que “es”, lo que despierta la inteligencia; y la inteligencia del educador es mucho más importante que su conocimiento de un nuevo método educativo. Cuando seguimos un método, aunque éste haya sido elaborado por una persona reflexiva e inteligente, es el método lo que adquiere enorme importancia, mientras que el niño importa sólo en la medida en que encaje dentro del método. Medimos y clasificamos al niño, y después procedernos a educarlo con arreglo a un plan. Quizá este procedimiento le resulte conveniente al maestro, pero ni la práctica de un sistema ni la tiranía de la opinión y del proceso de aprendizaje pueden hacer a un ser humano íntegro. La verdadera educación consiste en comprender al niño tal como es, sin imponerle un ideal de lo que opinamos que debería ser. Encuadrarle en el marco de un ideal es incitarlo a ajustarse a ese ideal, lo que engendra en él temores y le produce un conflicto constante entre lo que es y lo que debería ser; y todos los conflictos internos tienen sus manifestaciones externas en la
sociedad. Los ideales son un verdadero obstáculo para nuestra comprensión del niño y para que el niño se comprenda a sí mismo. Un padre o una madre que quiere comprender realmente a su hijo no lo mira a través del velo de un ideal. Si ama a su hijo, lo observa directamente, estudia sus tendencias, sus estados de ánimo, sus peculiaridades. Sólo cuando no sentimos amor por el niño le imponemos un ideal; en ese caso, son nuestras ambiciones las que tratan de realizarse en él y desean que llegue a ser esto o aquello. Si amamos al niño, y no el ideal, entonces hay una posibilidad de ayudarle a que se comprenda a sí mismo tal como es. Si un niño miente, por ejemplo, ¿de qué sirve ponerle delante el ideal de la verdad? Primero hay que averiguar por qué miente. Para ayudarle, uno ha de dedicar tiempo a estudiarlo y observarlo, lo cual requiere paciencia, amor y cuidado; pero cuando no sentimos amor ni tenemos comprensión, obligamos al niño a seguir un molde al que llamamos “ideal”. Los ideales son un cómodo escape, y el maestro que los sigue es incapaz de comprender a sus alumnos y de trabajar con ellos de un modo inteligente. Para ese maestro, el ideal futuro, lo que el niño debe ser, es mucho más importante que lo que el niño es en el presente. Cuando se persigue un ideal, queda excluido el amor, y, sin amor, no se puede resolver ningún problema humano. Si el maestro es un verdadero maestro, no dependerá de un método, sino que estudiará a cada alumno individualmente. En nuestra relación con los niños y los jóvenes, no estamos tratando con artefactos mecánicos, fáciles de reparar, sino con seres vivos, que son impresionables, volubles, miedosos, sensibles, afectuosos; y para relacionarnos con ellos tenemos que contar con una comprensión inmensa, con la fuerza de la paciencia y del amor. Cuando carecemos de estas cualidades, buscamos remedios fáciles y rápidos con la esperanza de obtener automáticamente resultados maravillosos. Si no estamos alerta, si nuestras actitudes y acciones son mecánicas, nos asustamos cada vez que se nos exige algo que nos resulta
perturbador y a lo que no podemos responder de un modo automático; y ésta es una de nuestras mayores dificultades en la educación. El niño es el resultado del pasado y del presente a la vez, y está, por tanto, condicionado desde el primer momento. Si le transmitimos nuestro pasado, perpetuaremos su condicionamiento y el nuestro. La transformación radical sólo es posible cuando comprendemos nuestro condicionamiento y nos liberamos de él. Discutir lo que debe ser la verdadera educación, cuando nosotros mismos estamos condicionados, es completamente inútil. Mientras los niños son pequeños, debemos por supuesto protegerlos de todo daño físico e impedir que se sientan físicamente inseguros. Pero desgraciadamente no nos detenemos ahí; queremos moldear su manera de pensar y de sentir; queremos amoldarlos a nuestros anhelos e intenciones. Intentamos alcanzar nuestra plenitud en ellos, de perpetuar en ellos nuestro ser. Levantamos muros a su alrededor, los condicionamos con nuestras creencias e ideologías, con nuestros temores y esperanzas; y, después, lloramos y oramos cuando los matan o mutilan en las guerras, o cuando sufren a causa de las experiencias de la vida. Dichas experiencias no son fuente de libertad, sino que, por el contrario, fortifican la voluntad del “yo”. El “yo” está compuesto de una serie de reacciones defensivas y expansivas, y encuentra siempre su plenitud en sus propias proyecciones y en las identificaciones gratificantes. Mientras lo que experimentamos sea traducido en función del “yo”, del “mí” y de “lo mío”, mientras el “yo”, el ego, se sustente de sus propias reacciones, lo que experimentamos nunca estará libre del conflicto, de la confusión y el dolor. La libertad sobreviene sólo cuando comprendemos el comportamiento del “yo”, del experimentador. Sólo cuando el “yo” con sus reacciones acumuladas deja de intervenir como experimentador, adquiere eso que se experimenta una significación completamente distinta y es entonces creación.
Si queremos ayudar al niño a liberarse de las motivaciones y actividades del “yo”, que tanto sufrimiento causan, debemos cada uno de nosotros cambiar radicalmente nuestra actitud y relación con el niño. Los padres y los educadores, mediante su propio pensamiento y conducta, pueden ayudar al niño a liberarse y a florecer en amor y bondad. La educación actual no fomenta en modo alguno la comprensión de las tendencias heredadas e influencias ambientales, que condicionan la mente y el corazón y sustentan el miedo, y por lo tanto no nos ayuda a romper con los condicionamientos y a crear seres humanos íntegros. Cualquier forma de educación que se ocupe sólo de una parte, y no de la totalidad del ser humano, inevitablemente acrecentará los conflictos y el sufrimiento. Sólo cuando hay libertad individual pueden el amor y la bondad florecer; y sólo una educación verdadera puede ofrecer esa libertad. Ni la conformidad con la sociedad del presente ni la promesa de una utopía futura podrán dar jamás al ser humano esa percepción directa de la vida sin la que el ser humano sólo es capaz de generar constantes problemas. El verdadero educador, viendo la naturaleza interna de la libertad, ayuda a cada alumno individualmente a observar y a comprender los valores e imposiciones que el alumno mismo proyecta; le ayuda a darse cuenta de las influencias condicionantes que le rodean y también de sus deseos, factores ambos que limitan su mente y engendran temor; le ayuda, al llegar a la adolescencia, a observarse y a comprenderse en relación con todas las cosas, puesto que el ansia de realización del “yo” es la causa de los interminables conflictos y tristezas. No hay duda de que es posible ayudar al individuo a percibir los valores imperecederos de la vida sin ningún condicionamiento. Habrá quienes piensen que este desarrollo total del individuo ha de conducir al caos, pero ¿será así? Ya existe la confusión en el mundo, y esta confusión ha surgido por no haber educado al individuo a comprenderse a sí mismo. Es cierto que
se le ha dado un poco de libertad superficial, pero también se le ha enseñado a amoldarse, a aceptar los valores existentes. Contra esta reglamentación, son muchos los que se rebelan; pero desgraciadamente su rebelión es una simple reacción egoísta, que confunde aún más nuestra existencia. El verdadero educador, dándose cuenta de la tendencia que la mente tiene a reaccionar, ayuda al alumno a alterar los valores del presente, no como reacción a ellos, sino como acción inherente a su comprensión del proceso total de la vida. No puede haber plena cooperación entre los seres humanos sin la integración que una educación correcta es capaz de despertar en el individuo. ¿Por qué estamos tan convencidos de que ni esta ni la próxima generación lograrán, si se les ofrece una verdadera educación, alterar de un modo fundamental las relaciones humanas? Nunca lo hemos intentado; pero, como la mayoría de nosotros, al parecer, tenemos miedo de la verdadera educación, no estamos dispuestos a hacer la prueba. Sin haber investigado realmente a fondo la cuestión, afirmamos que la naturaleza humana no puede cambiarse, aceptamos las cosas como están y alentamos al niño a que se ajuste a la sociedad actual; lo condicionamos a nuestros modos actuales de vida y confiamos en que todo vaya bien. Pero ¿puede esa conformidad con los valores dominantes, que desembocan en el hambre y la guerra, considerarse educación? No nos engañemos queriendo creer que este condicionamiento será fuente de inteligencia y felicidad. Si continuamos así, temerosos, faltos de afecto, fundamentalmente apáticos, es porque en realidad no tenemos interés en alentar al individuo a florecer plenamente en amor y bondad, sino que preferimos que siga cargando con sus miserias, las mismas con las que nosotros hemos cargado y de las que él también forma parte. Me parece obvio que condicionar al estudiante a fin de que se vea obligado a aceptar las circunstancias actuales es una estupidez. A menos que espontáneamente efectuemos un cambio radical en la educación, somos
responsables directos de la perpetuación del caos y la desdicha; y cuando finalmente sobrevenga alguna revolución monstruosa y brutal, lo único que hará es dar a un grupo distinto de personas la oportunidad de explotar con crueldad al ser humano. Cada grupo que llega al poder desarrolla sus propios métodos de opresión, ya sea mediante la persuasión psicológica o la fuerza bruta. Por razones políticas e industriales, la disciplina se ha convertido en un factor importante en la presente estructura social, y es nuestro deseo de seguridad psicológica lo que nos hace aceptar y practicar las diversas formas de disciplina. La disciplina garantiza un resultado, y para nosotros el fin es más importante que los medios; pero los medios determinan el fin. Uno de los peligros de la disciplina es que el sistema adquiere más importancia que los seres humanos que están dentro de él. La disciplina se convierte entonces en un sustituto del amor: porque están vacíos nuestros corazones, nos adherimos a la disciplina. La libertad no puede nacer jamás de la disciplina, de la resistencia; la libertad no es una meta ni un fin a conseguir. La libertad se encuentra en el principio, no en el fin; no es algo que pueda hallarse en un ideal remoto. La libertad no es una oportunidad de lograr la satisfacción propia o de ignorar la consideración hacia los demás. Un maestro que sea sincero protegerá a sus alumnos y les ayudará por todos los medios posibles a crecer hacia la verdadera libertad; pero le será imposible hacer esto si él mismo está aferrado a una ideología, si es en alguna forma dogmático o persigue sus propias metas. La sensibilidad no puede jamás despertarse por la fuerza. Podemos obligar a un niño a estarse quieto exteriormente, pero no nos hemos encontrado cara a cara con aquello que le hace ser obstinado, cínico, etcétera. La coacción provoca antagonismo y temor. El premio o el castigo, en cualquiera de sus formas, consiguen sólo embotar la mente y someterla;
claro que, si eso es lo que deseamos, entonces la educación por la fuerza es un medio excelente de proceder. Ahora bien, esa clase de educación no puede ayudarnos a comprender al niño, ni puede crear un ambiente social adecuado en el que desaparezcan para siempre el separatismo y el odio. En el amor al niño está implícita la verdadera educación. Pero la mayor parte de nosotros no amamos a nuestros hijos; somos ambiciosos en cuanto a su porvenir, lo cual significa que somos ambiciosos en cuanto a nuestras propias metas. Por desgracia, estamos tan ocupados con la actividad de nuestras mentes que tenemos poco tiempo para sentir los impulsos del corazón. Después de todo, la disciplina implica oposición, resistencia, y ¿es en modo alguno posible que de la resistencia nazca el amor? La disciplina sólo consigue levantar muros alrededor de nosotros; es siempre exclusiva, y siempre generadora de conflictos. La disciplina no conduce a la comprensión, pues a la comprensión se llega mediante la observación, mediante la investigación que ha desechado todos los prejuicios. La disciplina es una manera muy fácil de dominar a un niño, pero no le ayuda a comprender los problemas que entraña la vida. Quizá sea necesaria alguna forma de coacción, la disciplina de los premios y los castigos, para mantener el orden y la quietud aparente de un gran número de alumnos hacinados en un aula; pero, de contar con un buen educador y un número reducido de alumnos, ¿habría necesidad alguna de esa represión a la que eufemísticamente llamamos disciplina? Si las clases son pequeñas y el maestro puede dedicar toda su atención a cada uno de los alumnos, observándolo y ayudándole, entonces la coacción o la fuerza en cualquiera de sus formas es evidentemente innecesaria. Si en una clase como ésta algún alumno persiste en su actitud alborotadora o es injustificadamente molesto, el educador debe inquirir o investigar la causa de su conducta incorrecta, que podría ser una mala dieta, la falta de sueño, los disgustos familiares o algún temor oculto.
En la verdadera educación está implícito el cultivo de la libertad y de la inteligencia, lo cual no es posible cuando existe cualquier forma de coerción, con sus temores consiguientes. Al fin y al cabo, la misión del maestro es ayudar al alumno a entender las complejidades de la totalidad de su ser; exigirle que reprima una parte de su naturaleza en beneficio de otra es crear en él conflictos interminables que harán de él un antagonista social. Es la inteligencia la que crea orden, no la disciplina. La conformidad y la obediencia no tienen cabida en la verdadera educación. La cooperación entre el maestro y el alumno es imposible si no hay afecto y respeto mutuos. Cuando se les exige a los niños que muestren respeto hacia los mayores, la actitud se convierte en hábito, en mera actuación externa, y el temor adopta entonces la apariencia de veneración. Sin respeto y consideración no puede haber una relación significativa y auténtica, y menos aún si el maestro es un simple instrumento de sus conocimientos. Si el maestro exige respeto de sus alumnos, cuando él por su parte siente muy poco respeto hacia ellos, obviamente esto provocará en los alumnos la falta de respeto y la indiferencia. Sin respeto a la vida humana, el conocimiento sólo conduce a la destrucción y a la infelicidad. El cultivo del respeto hacia los demás es parte esencial de la verdadera educación; pero si el educador no posee él mismo esa cualidad, no puede ayudar a sus alumnos a vivir una vida íntegra. La inteligencia es el discernimiento de lo esencial, y para discernir lo esencial hay que estar libre de los impedimentos que la mente proyecta en su búsqueda de seguridad y comodidad. Mientras la mente busque seguridad, el miedo es inevitable; y, cuando a los seres humanos se les impone cualquier reglamentación, la agudeza del darse cuenta y la inteligencia quedan destruidas. El propósito de la educación es cultivar verdaderas relaciones, no sólo entre los individuos, sino también entre éstos y la sociedad; por eso es
esencial que la educación, ante todo, ayude al individuo a comprender sus propios procesos psicológicos. La inteligencia reside en comprenderse a uno mismo y en ir más allá de uno mismo, de sus propios límites; pero no puede haber inteligencia mientras haya miedo. El miedo pervierte la inteligencia y es una de las causas de la acción egocéntrica. Quizá la disciplina reprima el miedo, pero no lo erradica; y el conocimiento superficial que recibimos de la educación moderna sólo consigue ocultar aún más nuestros temores. Cuando somos niños, a la mayoría de nosotros se nos inculca miedo en la escuela y en casa. Ni los padres ni los maestros tienen la paciencia, el tiempo ni la sabiduría para disipar los temores instintivos propios de la niñez, y que, a medida que vamos creciendo, dominan nuestras actitudes y nuestros juicios y nos crean innumerables problemas. La verdadera educación debe tener en cuenta este problema del miedo, porque el miedo deforma completamente nuestra visión de la vida. No tener miedo es el principio de la sabiduría, y sólo la verdadera educación puede liberarnos del miedo; únicamente en ese estado libre de miedo existe profunda inteligencia creadora. El premio o el castigo por una acción no hacen sino fortalecer el egocentrismo. Actuar por deseo u orden de otra persona, en el nombre de Dios o de la patria, conduce al temor, y el temor no puede ser la base de la acción correcta. Si queremos ayudar al niño a ser considerado con los demás, no deberíamos usar el amor como soborno, sino dedicar el tiempo necesario y tener la paciencia de explicar en detalle lo que significa la consideración. No es respeto hacia otra persona la actitud motivada por una recompensa, pues el soborno o el castigo adquieren en ese caso mucha mayor importancia que el sentimiento de respeto. Si no sentimos respeto hacia niño, sino que sólo le ofrecemos una recompensa o le amenazamos con un castigo, estamos fomentando en él la codicia y el temor. Debido a
que nosotros mismos hemos sido educados para actuar con miras egoístas, no concebimos que pueda existir una acción libre del deseo de recompensa. La verdadera educación estimulará el respeto y la consideración hacia los demás sin valerse de incentivos ni amenazas de ninguna clase. Si dejamos de buscar resultados inmediatos, comenzaremos a ver cuánta importancia tiene que tanto el educador como el niño estén libres del miedo al castigo, de la esperanza de una recompensa, y de cualquier otra forma de coerción; pero la coerción continuará mientras la autoridad forme parte de las relaciones humanas. Someterse a la autoridad tiene muchas ventajas si uno evalúa su vida en función de las ganancias y metas personales; pero una educación basada en la prosperidad y el beneficio personales sólo puede edificar una estructura social caracterizada por la competencia, el antagonismo y la crueldad. Ésta es la clase de sociedad en la que se nos ha educado, y nuestra animosidad y confusión son muy evidentes. Se nos ha enseñado a doblegarnos ante la autoridad de un maestro, de un libro, de un partido, porque es provechoso hacerlo. Los especialistas en todas las esferas de la vida, desde el sacerdote hasta el burócrata, ejercen su autoridad y nos dominan; pero ningún maestro ni gobierno que hagan uso de la fuerza podrán crear jamás en las relaciones el espíritu de cooperación que es esencial para el bienestar de la sociedad. Si queremos que haya una verdadera relación entre los seres humanos, no tiene cabida la coacción, ni la persuasión siquiera. ¿Cómo puede haber afecto y cooperación genuinos entre aquellos que están sometidos al poder? Cuando reflexionamos objetivamente sobre esta cuestión de la autoridad y sus numerosas implicaciones, cuando vemos que el deseo mismo de poder es en sí destructivo, surge una comprensión espontánea de todo el proceso de la autoridad. En cuanto desechamos la autoridad, estamos asociados con los demás, y sólo entonces hay cooperación y afecto.
El auténtico problema de la educación es el educador. Incluso un pequeño grupo de alumnos se convierte en instrumento de importancia personal para el educador si éste utiliza la autoridad como medio de enaltecerse, si la enseñanza es para él un medio de expansiva autorrealización. Ahora bien, la mera conformidad intelectual o verbal en cuanto a los efectos nocivos de la autoridad es estúpida y vana. Debemos tener una profunda percepción directa de los motivos ocultos de la autoridad y la dominación. Si vemos que la inteligencia jamás podrá despertarse por la fuerza, el darnos cuenta de ese hecho disipará nuestros temores, y comenzaremos entonces a cultivar un nuevo entorno, que no sólo será esencialmente distinto sino que trascenderá con mucho al actual orden social. Para comprender el significado de la vida, con sus conflictos y su dolor, tenemos que pensar con independencia de toda autoridad, incluida la autoridad de la religión organizada; pero si en nuestro deseo de ayudar al niño ponemos ante él ejemplos autoritarios, estaremos estimulando el temor, la imitación y la superstición en sus diversas formas. Aquellos que tienen inclinaciones religiosas tratan de imponer al niño las creencias, esperanzas y temores que ellos a su vez adquirieron de sus padres; y quienes están en contra de la religión sienten el mismo deseo de ejercer su influencia sobre el niño para que éste acepte el modo de pensar particular que ellos tienen. Todos queremos que nuestros hijos adopten nuestra forma de culto, o que se tomen verdaderamente en serio la ideología que hemos elegido. Es muy fácil enredarse en imágenes y fórmulas, ya sean de invención propia o ajena, y por eso es necesario observar y estar alerta en todo momento. Lo que llamamos religión es una mera creencia organizada, con sus dogmas, ritos, misterios y supersticiones. Cada religión tiene su propio libro sagrado, su mediador, sus sacerdotes, y sus tácticas para amenazar y retener a la gente. A la mayoría, se nos ha condicionado a todo esto que se
considera educación religiosa. Pero ese condicionamiento enfrenta a los seres humanos entre sí; genera antagonismo, no sólo entre los creyentes de un grupo determinado, sino también hacia quienes profesan creencias distintas. Aunque todas las religiones afirman adorar a Dios y predican que debemos amarnos los unos a los otros, inculcan el miedo con sus doctrinas del premio y el castigo, y a través de sus dogmas competitivos perpetúan la suspicacia y el antagonismo. Los dogmas, los misterios y los ritos no favorecen la vida espiritual. La educación religiosa, en su verdadero sentido, consiste en alentar al niño a comprender su relación con las personas, las cosas y la naturaleza. No hay existencia sin relación; y, sin el conocimiento de uno mismo, toda relación, ya sea con un solo individuo o con la colectividad, acarrea conflicto y sufrimiento. Por supuesto que explicar a un niño toda la magnitud de esto es imposible; pero si el educador y los padres captan profundamente el pleno significado de la relación, seguro que podrán transmitir al niño, mediante su actitud, su conducta, su lenguaje, y sin necesidad de muchas palabras ni explicaciones, lo que significa una vida espiritual. Lo que llamamos formación religiosa pone freno a la indagación y a la duda; y, sin embargo, sólo cuando investigamos el significado de los valores que la sociedad y la religión han colocado ante nosotros comenzamos a averiguar lo que es verdad. Es función del educador examinar profundamente sus propios pensamientos y sentimientos y desechar los valores que le han proporcionado seguridad y satisfacción, pues sólo entonces puede ayudar a sus alumnos a darse cuenta de sí mismos y a comprender sus propios impulsos y temores. El momento de desarrollar nuestra claridad y rectitud es la niñez; y aquellos de nosotros que somos ya mayores, si tenemos comprensión, podemos ayudar a los niños a liberarse de los obstáculos que la sociedad les ha impuesto y también de los que ellos mismos empiezan a proyectar. Si la mente y el corazón del niño no están moldeados por conceptos y prejuicios
religiosos, entonces tendrá libertad para descubrir mediante el conocimiento de sí mismo lo que está más allá y por encima de su “yo”. La verdadera religión no es un conjunto de creencias y ritos, esperanzas y temores; y si somos capaces de permitir que el niño crezca sin esas influencias entorpecedoras, quizá entonces, a medida que vaya adquiriendo madurez, comience a investigar la naturaleza de la realidad, de Dios. Por eso, para educar a un niño, son necesarias una profunda intuición y comprensión. La mayor parte de las personas con inclinaciones religiosas, que hablan de Dios y de la inmortalidad, en el fondo no creen en la libertad individual ni en la integración. Sin embargo, la verdadera religión es el cultivo de la libertad en la búsqueda de la verdad. La libertad no admite términos medios: la libertad parcial del individuo no es libertad. Cualquier condicionamiento, ya sea político o religioso, no es libertad, y por lo tanto no podrá jamás traer paz. La religión no es una forma de condicionamiento; es un estado de tranquilidad en el que hay realidad, Dios. Pero ese estado creativo puede manifestarse sólo con el conocimiento propio y la libertad. La libertad es fuente de virtud, y sin virtud no puede haber tranquilidad. Una mente tranquila no es una mente condicionada; esa mente no ha sido disciplinada o adiestrada para estar quieta, sino que su quietud adviene una vez que ha comprendido sus modos de proceder, que son los modos de proceder del “yo”, del ego. La religión organizada es el pensamiento congelado del ser humano, en nombre del cual edifica templos e iglesias, y que se ha convertido en solaz para los temerosos y en opio para los afligidos. Pero Dios, o la verdad, está mucho más allá del pensamiento y de las demandas emocionales. Los padres y los maestros capaces de reconocer los procesos psicológicos que infunden miedo y tristeza deberían poder ayudar a los jóvenes a observar y entender sus propios conflictos y aflicciones.
Si nosotros los mayores podemos ayudar a los niños, según van creciendo, a pensar con claridad y desapasionadamente, a amar y a no albergar animosidades, ¿no es esto cuanto se necesita? Ahora bien, si vivimos en constante disputa con los demás, si somos incapaces de cambiar profundamente nuestra manera de ser –cuando sólo eso traerá paz y orden al mundo– ¿de qué valen los libros sagrados y los mitos de las diversas religiones? La verdadera educación religiosa consiste en ayudar al niño a darse cuenta con inteligencia, a discernir por sí mismo lo temporal de lo real, y a abordar desinteresadamente la vida. ¿No sería por tanto más significativo empezar el día, en casa y en la escuela, con algún pensamiento serio, o con alguna lectura que tenga profundidad y significación, en vez de mascullar a diario las mismas palabras o frases aprendidas de memoria? Las generaciones pasadas, con sus ambiciones, tradiciones e ideales, han traído al mundo miseria y destrucción. Tal vez las generaciones venideras, si cuentan con una verdadera educación, puedan poner fin a este caos y establecer un orden social más feliz. Si los jóvenes tienen espíritu investigador y buscan constantemente la verdad de todas las cosas, ya sean políticas o religiosas, personales o medioambientales, entonces el papel de la juventud será de la máxima importancia, y hay esperanza de un mundo mejor. La mayoría de los niños son curiosos, quieren saber; pero su entusiasta indagación queda embotada por nuestras aseveraciones pontificales, por nuestra extrema impaciencia y nuestra actitud indiferente, que siegan bruscamente su curiosidad. No alentamos a los niños a que pregunten, porque estamos recelosos de lo que puedan preguntarnos; y no estimulamos su descontento, debido a que nosotros mismos hemos dejado ya de cuestionar. La mayoría de los padres y de los maestros temen al descontento, pues supone una perturbación de la seguridad en todas sus formas, y por eso
estimulan a los jóvenes a superarlo mediante un empleo permanente, una herencia, el matrimonio o el consuelo de los dogmas religiosos. Las personas mayores, conociendo a la perfección las incontables maneras de insensibilizar la mente y el corazón, no dudan en embotar al niño tanto como se han embotado ellas mismas, imponiéndole las autoridades, tradiciones y creencias que ellas han aceptado. Sólo alentando al niño a que cuestione el libro que lee, cualquiera que sea, a que investigue la validez de los valores sociales existentes, de las tradiciones, de las formas de gobierno, de las creencias religiosas, etcétera, pueden los educadores y los padres tener la esperanza de despertar y mantener la comprensión crítica y la profunda perspicacia del niño. Los jóvenes, si es que están realmente vivos, se sienten llenos de esperanzas y descontento. Así debe ser, de lo contrario son ya viejos, están muertos. Y los viejos son aquellos que una vez fueron jóvenes descontentos, pero que han tenido éxito en apagar esa llama, porque han encontrado diversas formas de consuelo, de seguridad, y ahora anhelan sólo estabilidad para ellos y sus familias; ansían ardorosamente encontrar certeza en las ideas, en las relaciones, en las pertenencias y, en cuanto se sienten descontentos, se abstraen en sus responsabilidades, en sus ocupaciones o en cualquier otra cosa para así eludir ese perturbador sentimiento de descontento. Cuando somos jóvenes estamos en la época de sentir el descontento, no sólo con nosotros mismos, sino también con todo lo que nos rodea. Debemos aprender a pensar con claridad y sin prejuicios, a fin de no sentirnos interiormente esclavizados y temerosos. La independencia necesaria no es la de esa sección coloreada del mapa a la que llamamos nuestro país, sino la nuestra propia, como individuos; y, aunque exteriormente dependamos unos de otros, esta dependencia mutua no se vuelve cruel ni opresiva si internamente estamos libres del ansia de poder, de posición y autoridad.
Debemos entender el descontento, del cual la mayoría sentimos miedo. Puede que el descontento genere desorden aparente; pero si conduce, como debiera, al conocimiento propio, a la abnegación del “yo”, entonces creará un nuevo orden social y una paz duradera. De la abnegación del “yo” nace una dicha inconmensurable. El descontento es el medio que conduce a la libertad; pero además, para inquirir sin prejuicios, no debe interferir ninguna exacerbación emocional como la que a menudo toma forma de reuniones políticas, gritos de combate, búsqueda de un gurú o maestro espiritual, u orgías religiosas de todas clases, pues el exceso emocional embota la mente y el corazón, incapacitándolos para intuir y haciéndolos de ese modo fácilmente moldeables por las circunstancias y el miedo. Es el deseo vehemente de investigar, y no la fácil imitación de la multitud, lo que originará una nueva comprensión de las complejidades de la vida. Los jóvenes se dejan persuadir muy fácilmente, por el sacerdote o por el político, por el rico o por el pobre, a pensar de una manera determinada; y la verdadera clase de educación debe ayudarles a vigilar estas influencias para no acabar repitiendo como loros los estribillos partidistas ni caer en las astutas trampas de la ambición, propia o ajena. No deben permitir que la autoridad les sofoque el corazón y la mente. Seguir a otro, por muy sabio que sea, o adherirse a una ideología complaciente no creará un mundo de paz. Cuando salimos de la escuela o de la universidad, muchos de nosotros arrinconamos los libros, pues, al parecer, sentimos que hemos terminado definitivamente con todo lo que signifique aprendizaje; y hay también quienes sienten el estímulo de continuar pensando, de ampliar su información, de seguir leyendo y absorbiendo lo que otras personas han dicho, y se convierten así en adictos al conocimiento. Mientras exista el culto al conocimiento o a la técnica como medios de triunfar y conseguir
poder, serán inevitables la rivalidad despiadada, el antagonismo y la lucha incesante por sobrevivir. Mientras el éxito sea nuestra meta, no podemos liberarnos del miedo, pues el deseo de triunfar engendra invariablemente el temor al fracaso; por eso a los jóvenes no se les debe inculcar el culto al éxito. En general, la gente quiere triunfar de una forma u otra, ya sea en una cancha de tenis, en el mundo de los negocios o en la política. Todos queremos estar a la cabeza, y ese deseo crea constante conflicto, en nosotros y con nuestros vecinos; nos lleva a la rivalidad, la envidia, la animosidad y, finalmente, a la guerra. Al igual que las generaciones anteriores, los jóvenes ansían el éxito y la estabilidad; aunque al principio estén descontentos, pronto se vuelven respetables y tienen miedo de oponerse a la sociedad. Los muros de sus propios deseos empiezan a acorralarles, y finalmente se alinean con los demás y aceptan que la autoridad controle sus vidas. Su descontento, que es la llama misma de la indagación, de la búsqueda, de la comprensión, empieza a languidecer y se apaga; y, en su lugar, aparece el deseo de encontrar un puesto mejor, un matrimonio ventajoso o una carrera con porvenir, todo lo cual responde a su ansia de una seguridad mayor. No hay diferencia esencial entre el viejo y el joven, pues ambos son esclavos de sus propios deseos y placeres. La madurez no depende de la edad, sino que llega con la comprensión. Quizá sea más fácil encontrar un ardiente espíritu investigador en los jóvenes, pues los adultos han sufrido ya los vapuleos de la vida; están cansados de batallar, y sólo les espera la muerte en una u otra forma. Esto no significa que sean incapaces de investigar con un propósito, sino que es más difícil que lo hagan. Muchos adultos son inmaduros, más bien infantiles, y ésta es una de las causas fundamentales de la confusión y la desdicha del mundo. Ellos son los responsables de la crisis moral y económica imperante, pues una de nuestras más desgraciadas flaquezas es que siempre esperamos que alguien actúe por nosotros y cambie el rumbo de nuestras vidas; esperamos que sean otros los
que se rebelen y construyan de nuevo, mientras nosotros permanecemos inactivos hasta estar seguros de los resultados. Son la estabilidad y el éxito lo que a la mayor parte de nosotros nos importa; y una mente que busca seguridad, que ansía triunfar, no es inteligente, ni es por tanto capaz de una acción íntegra. Sólo puede haber acción íntegra si uno comprende su propio condicionamiento, sus prejuicios raciales, nacionales, políticos y religiosos, es decir, si uno se da cuenta de que las actividades del “yo” son siempre separativas. La vida es un pozo de aguas profundas. Podemos llegar a él con cubos pequeños y sacar sólo un poco de agua, o podemos acudir con recipientes enormes y sacar agua en abundancia, que nos nutrirá y fortalecerá. Cuando uno es joven, está en su mejor momento para investigar, para experimentar con todo. La escuela debe ayudar a los jóvenes a descubrir su vocación y sus responsabilidades, y no limitarse a atiborrar sus mentes con datos y conocimiento técnico; debe ser la tierra en la que puedan crecer sin miedo, de un modo integral y feliz. Educar a un niño es ayudarle a comprender la libertad y la integración. Para tener libertad, ha de haber orden, que sólo la virtud puede dar; y la integración sólo puede producirse en un clima de gran sencillez. Partiendo de las innumerables complejidades, debemos llegar a la sencillez: debemos ser sencillos en nuestra vida interna y en nuestras necesidades externas. La educación de hoy se ocupa tan sólo de la eficiencia externa y desatiende por completo, o pervierte deliberadamente, la naturaleza interior del ser humano; desarrolla sólo una parte de él, y deja que el resto se las arregle como pueda. El resultado es que nuestra confusión, nuestro antagonismo y nuestros temores internos acaban dominando siempre la estructura externa de la sociedad, no importa lo noble que fuera la idea que dio origen a esa sociedad ni la astucia con que luego se haya construido. Cuando no hay verdadera educación, nos destruimos mutuamente, y al individuo se le niega la seguridad física. Educar bien al alumno es ayudarle a
entender el proceso total de su ser; porque, sólo cuando están integrados el corazón y la mente en cada acción cotidiana, puede haber inteligencia y transformación interna. A la vez que ofrece información y formación técnica, la educación debe, sobre todo, estimular una visión integral de la vida; debe ayudar al alumno a reconocer y a destruir en sí mismo todos los prejuicios y distinciones sociales, y disuadirle de perseguir con codicia el poder y la autoridad. Debe alentarle a una verdadera observación de sí mismo y a experimentar la vida como un todo; en lugar de conceder importancia sólo a una parte, al “mí” y a “lo mío”, debe ayudar a la mente a ir mucho más allá de sí misma, a fin de descubrir lo real. La libertad se hace realidad únicamente mediante el conocimiento de uno mismo en el vivir cotidiano, es decir, en las relaciones con la gente, con las cosas, con las ideas y con la naturaleza, y si el educador quiere ayudar al estudiante a ser un individuo íntegro, no acentuará de un modo fanático o irracional ningún aspecto particular de la vida, ya que es la comprensión del proceso total de la existencia lo que produce la integración. Cuando existe ese conocimiento de uno mismo, la capacidad de crear ilusiones pierde su poderío, y sólo entonces es posible que la realidad, o Dios, sea. Los seres humanos necesitan integridad para poder salir de cualquier crisis, especialmente de la presente crisis mundial, sin sufrir ningún menoscabo; por lo tanto, para los padres y maestros que están realmente interesados en la educación, el principal problema es cómo desarrollar un individuo íntegro. Hacerlo, evidentemente exige que el educador sea íntegro él mismo; por eso la verdadera educación es de suprema importancia no sólo para los jóvenes, sino también para aquellos adultos que no estén excesivamente apegados a sus costumbres y quieran aprender. Lo que somos en nuestro interior es mucho más importante que la cuestión adicional de qué se le debe enseñar al niño; y, si amamos a nuestros hijos, nos aseguraremos de que tengan los educadores adecuados.
Enseñar no debe convertirse en la profesión de un especialista. Cuando ése es el caso –y así sucede con frecuencia– el amor se desvanece; y el amor es esencial en el proceso de la integración. Estar integrado significa estar libre de temor. Cuando el temor está ausente, existe una independencia sin crueldad, sin desprecio hacia el otro; y éste es el factor más esencial en la vida. Sin amor, no podemos resolver nuestros numerosos problemas antagónicos; sin amor, la adquisición de conocimientos sólo aumenta la confusión y nos lleva a destruirnos a nosotros mismos. El ser humano integrado llegará a la técnica a través de experimentar la vida, pues el impulso creativo origina su propia técnica. Y ése es el arte supremo. Cuando un niño tiene el impulso creativo de pintar, pinta; la técnica no le preocupa. De la misma manera, las personas que están “viviendo”, y por lo tanto enseñando, son los únicos verdaderos maestros; y ellos a su vez crearán su propia técnica. Esto parece muy sencillo, pero en realidad es una profunda revolución. Si lo pensamos bien, podemos ver el efecto extraordinario que tendría en la sociedad. Hoy por hoy, la mayor parte de nosotros estamos agotados a los cuarenta y cinco o cincuenta años debido a nuestra esclavitud de la rutina; a causa de la sumisión, del temor y la conformidad, estamos acabados, aunque con esfuerzo consigamos seguir adelante en una sociedad que tiene muy poco sentido, excepto para los que la dominan y están a salvo. Si el maestro ve esto y lo vive realmente, entonces, cualesquiera que sean su temperamento y sus habilidades, su enseñanza no será una mera rutina, sino un instrumento de ayuda. Para comprender a un niño tenemos que observarlo en sus juegos, estudiarlo en sus diferentes estados de ánimo; no podemos proyectar en él nuestros prejuicios, esperanzas y temores, ni moldearlo a fin de que encaje en el patrón de nuestros deseos. Si constantemente juzgamos al niño de acuerdo con nuestros gustos y antipatías, por fuerza crearemos barreras y obstáculos en nuestras relaciones con él y en las suyas con el mundo.
Desgraciadamente, la mayoría deseamos formar al niño de un modo que satisfaga nuestra vanidad e idiosincrasia, pues nos reporta diversos grados de comodidad y satisfacción el poseer y dominar en exclusiva. Este proceso, por supuesto, no es relación, sino imposición simplemente, y es por tanto esencial comprender el difícil y complejo deseo de dominar. Adopta formas muy sutiles, y, aplicado a la idea de rectitud, es muy obstinado. El deseo de “servir”, con el anhelo inconsciente de dominar, es difícil de comprender. ¿Puede haber amor cuando hay posesividad? ¿Puede haber comunión con aquellos sobre quienes deseamos tener control? Dominar es hacer uso de otro para satisfacción propia; y cuando se hace uso de otro, no hay amor. Cuando hay amor hay consideración, no sólo hacia los niños, sino hacia todo ser humano. A menos que estemos hondamente conmovidos por el problema, no hallaremos jamás el modo correcto de educación. El mero adiestramiento técnico inevitablemente genera crueldad, y, para educar a nuestros hijos, tenemos que ser sensibles al movimiento total de la vida. Lo que pensamos, lo que hacemos, lo que vivimos tiene importancia infinita, puesto que crea el ambiente, y ese ambiente ayuda u obstaculiza al niño. Es obvio, entonces, que aquellos de nosotros a quienes nos interesa profundamente esta cuestión tendremos que empezar por comprendernos a nosotros mismos, para así poder contribuir a la transformación de la sociedad; haremos responsabilidad nuestra el lograr un nuevo enfoque de la educación. Si amamos a nuestros hijos, ¿no buscaremos un medio para acabar con las guerras? Ahora bien, si usamos la palabra “amor” de un modo meramente insustancial, entonces perdurará sin duda el complicado problema de la desdicha humana. La solución del problema está en nosotros. Debemos empezar por comprender nuestras relaciones con nuestros semejantes, con la naturaleza, con las ideas y con las cosas, porque sin esta comprensión no hay esperanza, no hay solución al conflicto y al sufrimiento.
Educar a un niño requiere observación inteligente y cuidado. Los expertos y su conocimiento no pueden reemplazar el amor de los padres; sin embargo, la mayoría de los padres corrompe ese amor con sus propios temores y ambiciones, que condicionan y deforman la perspectiva del niño. A muy pocos de entre nosotros nos importa de verdad el amor, en cambio hablamos sin cesar de un amor que es sólo aparente. La actual estructura social y educativa no ayuda al individuo a ser libre e íntegro; y si los padres tienen realmente el sincero deseo de que sus hijos alcancen una plena capacidad integral, deben empezar por cambiar la influencia que los niños reciben en casa, y crear escuelas con los maestros adecuados. La influencia del hogar y la de la escuela no deben ser contradictorias en forma alguna, por lo que los padres y los maestros deben reeducarse. La contradicción que tan a menudo existe entre la vida privada del individuo y su vida como miembro de un grupo provoca una lucha interminable dentro de él y en sus relaciones con los demás. La educación errónea aviva y mantiene este conflicto, y tanto los gobiernos como las religiones organizadas aumentan la confusión con sus doctrinas contradictorias. El niño está interiormente dividido desde sus primeros años, lo cual ocasiona desastres personales y sociales. Si aquellos de nosotros que amamos a nuestros hijos y vemos la urgencia del problema ponemos nuestra mente y nuestro corazón al servicio de la causa, entonces, por pocos que seamos, a través de la educación correcta y de un ambiente familiar inteligente podemos ayudar a desarrollar seres humanos íntegros. Pero si, como tantos otros, llenamos nuestro corazón con las astucias de la mente, continuaremos viendo a nuestros hijos destruidos por la guerra, por el hambre y por sus propios conflictos psicológicos. La educación correcta nace de nuestra propia transformación. Tenemos que reeducarnos, tenemos que aprender que ninguna causa –por buena que
sea–, ninguna ideología –por más prometedora que parezca para la futura felicidad del mundo– justifica el que nos matemos unos a otros. Debemos aprender a ser misericordiosos, a contentarnos con poco, y a buscar lo Supremo, porque sólo así es posible la verdadera salvación de la humanidad.
CAPÍTULO III
INTELECTO, AUTORIDAD E INTELIGENCIA Muchos de nosotros creemos que enseñándole a cada ser humano a leer y a escribir resolveremos los problemas de la humanidad; pero ya se ha demostrado que esta idea es falsa. Los comúnmente llamados educadores no aman la paz, no son íntegros, y suya también es la responsabilidad de la confusión y miseria del mundo. La verdadera educación significa despertar la inteligencia, contribuir a una vida integral, y solamente esta clase de educación puede crear una nueva cultura y un mundo de paz; ahora bien, para hacer posible esta nueva clase de educación, debemos comenzar de nuevo sobre una base enteramente distinta. Mientras el mundo se desmorona a nuestro alrededor, discutimos teorías y vanas cuestiones políticas y jugamos a hacer reformas superficiales. ¿No indica todo esto una crasa irreflexión por nuestra parte? Algunos dirán que sí, pero seguirán haciendo exactamente lo mismo que siempre han hecho, y eso es lo triste de la existencia. Cuando nos percatamos de una verdad y no actuamos inmediatamente de acuerdo con ella, se convierte en veneno en nuestro interior, y el veneno se esparce y produce perturbaciones psicológicas, desequilibrio y enfermedad. Sólo cuando se despierta la inteligencia creativa en el individuo existe la posibilidad de que haya paz y felicidad en la vida. No podemos ser inteligentes sustituyendo simplemente un gobierno por otro, un partido o grupo por otro, un jefe por otro. Las revoluciones sangrientas jamás solucionarán nuestros problemas. Sólo una profunda revolución interna, que altere todos nuestros valores, puede crear un ambiente distinto, una estructura social inteligente; y esa revolución sólo podemos hacerla usted y yo. No surgirá un nuevo orden hasta que
individualmente hayamos destruido nuestras barreras psicológicas y seamos libres. Podemos proyectar sobre el papel una brillante utopía, un mundo feliz; pero, con toda certeza, sacrificar el presente por un futuro desconocido jamás resolverá ninguna de nuestras dificultades. Son tantos los elementos que operan entre ahora y el futuro que nadie puede saber lo que ese futuro será. Lo que podemos y debemos hacer, si es que somos en verdad serios, es encarar nuestros problemas ahora, y no posponerlos para el futuro. La eternidad no está en el futuro; la eternidad es ahora. Nuestros problemas existen en el presente, y sólo en el presente podemos resolverlos. Aquellos de nosotros que somos serios y sinceros debemos regenerarnos; pero, para que haya una regeneración, debemos romper completamente con los valores que hemos creado, basados en nuestros deseos agresivos y de autoprotección. El conocimiento propio es el principio de la libertad, y sólo cuando nos conozcamos a nosotros mismos habrá orden y paz verdaderos. Bien, algunos se preguntarán qué puede hacer un individuo solo para influir en la historia. ¿Puede tener algún efecto trascendente la forma en que vive? Por supuesto que sí. Es obvio que ni usted ni yo vamos a detener las guerras inminentes, o a crear un entendimiento inmediato entre las naciones; pero podemos al menos efectuar, en el mundo de nuestras relaciones cotidianas, un cambio fundamental que tendrá sin duda sus efectos. Es un hecho que la claridad individual influye en grandes grupos de personas, pero sólo si uno no está impaciente por conseguir resultados. Si uno contempla la vida en función de las ganancias y los resultados, no puede experimentar una verdadera transformación. Los problemas humanos no son simples, son muy complejos; el entenderlos exige paciencia y penetración, y es de la mayor importancia que nosotros, como individuos, los entendamos y resolvamos por nosotros mismos. No es posible comprenderlos por medio de fórmulas o lemas, ni
pueden resolverlos, aislados cada uno en su nivel, los especialistas que trabajan en un campo determinado, lo cual únicamente genera más confusión e infelicidad. Nuestros innumerables problemas podrán entenderse y resolverse sólo cuando los comprendamos como un proceso total, es decir, cuando comprendamos nuestra constitución psicológica total; y ningún líder político o religioso puede darnos la clave de esa comprensión. Para comprendernos a nosotros mismos, debemos darnos cuenta de cómo son nuestras relaciones, no sólo con la gente, sino con la propiedad, con las ideas y con la naturaleza. Si queremos que se produzca una verdadera revolución en las relaciones humanas, que son la base de toda sociedad, debe haber un cambio esencial en nuestros propios valores y en nuestra visión de la vida; pero evitamos transformarnos a nosotros mismos, esa transformación necesaria y fundamental, e intentamos provocar en cambio revoluciones políticas en el mundo, lo que sólo trae desastres y derramamiento de sangre. Las relaciones humanas basadas en la sensación no pueden ser un medio para liberarse del “yo”; sin embargo, la mayor parte de nuestras relaciones se basan en la sensación, y son consecuencia de nuestro deseo de medro personal, de comodidad, de seguridad psicológica. Aunque estas cosas nos ofrezcan un escape momentáneo del “yo”, son relaciones que sólo fortalecen al “yo” y sus actividades aisladoras y limitadoras. Las relaciones humanas son un espejo donde pueden verse el “yo” y todos sus movimientos; y, sólo cuando el comportamiento del “yo” se comprende a través de las reacciones que surgen en la relación, hay libertad creativa sin la carga del “yo”. Para transformar el mundo, ha de haber una regeneración en cada uno de nosotros. Mediante la violencia, mediante el exterminio mutuo, no se consigue nada. Puede que encontremos alivio temporal en unirnos a un grupo, en estudiar métodos de reformas sociales y económicas, en promulgar leyes o en elevar nuestras plegarias al cielo; pero, hagamos lo que hagamos, sin conocernos a nosotros mismos y sin el amor inherente a ello,
nuestros problemas crecerán y se multiplicarán sin fin. Mientras que, si aplicamos nuestras mentes y nuestros corazones a la tarea de conocernos tal como somos, indudablemente resolveremos nuestros numerosos conflictos y tribulaciones. La educación moderna nos está convirtiendo en seres irreflexivos; hace muy poco para ayudarnos a descubrir nuestra vocación individual. Aprobamos ciertos exámenes, y entonces, con suerte, conseguimos un empleo, lo cual a menudo significa someternos a una rutina interminable durante el resto de nuestra vida. Puede que nuestro trabajo nos disguste, pero estamos obligados a seguir en él porque no tenemos otro medio de ganarnos la vida; puede que deseemos hacer otra cosa enteramente distinta, pero los compromisos y las responsabilidades nos lo impiden, y estamos acorralados por nuestras ansiedades y temores. Y al vernos frustrados, buscamos una vía de escape, que puede ser el sexo, la bebida, la política, o cualquier religión fantástica. Cuando nuestras ambiciones se frustran, damos exagerada importancia a aquello que debería ser normal, y se produce en nosotros un giro psicológico. Hasta que tengamos una comprensión completa de nuestra vida y del amor, de nuestros deseos políticos, religiosos y sociales con sus exigencias
e
impedimentos,
los
problemas
se
incrementarán
interminablemente en nuestras relaciones, y nos llevarán a la desdicha y a la destrucción. La ignorancia es la falta de conocimiento de los mecanismos y tretas del “yo”, y esta ignorancia no puede disiparse con actividades y reformas superficiales; se disipará únicamente con una constante vigilancia de los movimientos y reacciones del “yo” en todas sus relaciones. Debemos darnos cuenta de que no sólo estamos condicionados por el ambiente, sino de que nosotros somos el ambiente, y no algo separado de él. Nuestros pensamientos y reacciones están condicionados por los valores que la sociedad, de la cual formamos parte, nos ha impuesto.
No vemos que somos el ambiente total debido a que hay en nosotros una diversidad de entidades que giran todas alrededor del “mí”, del “yo”. El “yo” se compone de estas entidades, que son simplemente deseos en diversas formas, y de este conglomerado de deseos surge la figura central, el pensador, la voluntad del “mí” y lo “mío”, que establece así una división entre el “yo” y el “no yo”, entre el “yo” y el ambiente o la sociedad. Esta separación es el principio del conflicto, tanto interno como externo. El darse cuenta de este proceso total, tanto consciente como oculto, es meditación; y, a través de la meditación, se trasciende el “yo”, con sus deseos y conflictos. Es necesario conocerse a uno mismo si uno quiere liberarse de las influencias y de los valores en los que se cobija el “yo”, pues sólo en esa libertad hay creación, virtud, Dios, o como uno prefiera llamarlo. La opinión y la tradición moldean nuestros pensamientos y sentimientos desde la más tierna edad. Las influencias e impresiones inmediatas producen un efecto, poderoso, duradero y que determina el curso entero de nuestra vida consciente e inconsciente. La conformidad comienza en la infancia, instigada por la educación y por el impacto de la sociedad. El deseo de imitar es un factor muy fuerte en nuestra vida, no sólo en los niveles superficiales, sino también en los más profundos. Apenas tenemos pensamientos y sentimientos independientes, y, cuando ocasionalmente se presentan, son meras reacciones, y no están por tanto libres del patrón establecido, puesto que en la reacción no hay libertad. La filosofía y la religión establecen ciertos métodos por medio de los cuales podemos llegar a la realización de la verdad o Dios; sin embargo, el hecho en sí de seguir un método significa mantenerse irreflexivo y desintegrado, por más beneficioso que el método pueda parecer desde la perspectiva de nuestra vida social cotidiana. La tendencia a la sumisión, que es el deseo de seguridad, engendra temor y les da preeminencia a las autoridades políticas o religiosas, a los héroes y líderes, que nos incitan al
sometimiento y por quienes estamos sutil o manifiestamente dominados; pero no someterse es sólo una reacción contra la autoridad, y no nos ayuda en modo alguno a convertirnos en seres humanos íntegros. La reacción no tiene fin, y sólo nos conduce a otra reacción posterior. La conformidad, con su miedo latente, es un obstáculo; pero el simple reconocimiento intelectual de este hecho no elimina el obstáculo. Sólo cuando nos damos cuenta de esos obstáculos con toda la fuerza de nuestro ser, podemos librarnos de ellos sin crear otras obstrucciones más profundas. Cuando vivimos subordinados interiormente, la tradición tiene un gran agarre en nosotros; y una mente que piensa de acuerdo con la tradición no puede descubrir lo que es nuevo. Al someternos, nos convertimos en imitadores mediocres, en engranajes de una cruel maquinaria social. Lo importante es lo que nosotros pensamos, no lo que otros quieren que pensemos; y cuando nos sometemos a la tradición, nos convertimos en simples copias de lo que debemos ser. Esta imitación de lo que debemos ser engendra miedo, y el miedo mata el pensamiento creador. El miedo embota la mente y el corazón y nos impide estar alertas al significado de la vida en su totalidad; nos volvemos insensibles a nuestras propias tristezas, al movimiento de las aves, a las sonrisas y al sufrimiento de los demás. El miedo, consciente e inconsciente, tiene muchas causas distintas, y es necesaria una intensa vigilancia para librarse de todas ellas. El miedo no se puede eliminar por medio de la disciplina, de la sublimación o de cualquier otro acto de la voluntad: se han de buscar y comprender sus causas, y esto requiere paciencia y un darse cuenta en el que no exista juicio de ninguna clase. Es relativamente fácil entender y resolver nuestros temores conscientes. Pero los temores inconscientes son algo que la mayoría de nosotros ni siquiera hemos descubierto, ya que no les permitimos salir a la superficie; y, cuando en alguna rara ocasión se manifiestan, nos apresuramos a encubrirlos
para escapar de ellos. Los temores ocultos a menudo se presentan en los sueños o se insinúan de otras maneras sutiles, y causan mayor deterioro y conflicto que los temores superficiales. Nuestras vidas no son solamente lo que transcurre en la superficie, sino que en su mayor parte quedan ocultas a una observación somera. Para que nuestros temores ocultos salgan a la luz y se disuelvan, la mente consciente debe tener cierto grado de tranquilidad, en vez de estar eternamente ocupada; entonces, a medida que los temores van aflorando, deben ser observados sin impedimento ni obstáculo, pues cualquier acto de condena o justificación sólo los afianzará aún más. Para liberarnos de todo temor, debemos estar atentos a su tenebrosa influencia, y sólo un estado de vigilancia constante puede revelar sus innumerables causas. Una de las consecuencias del miedo es la aceptación de la autoridad en los asuntos humanos. Creamos la autoridad con nuestro deseo de tener razón, de sentirnos cómodos y a salvo, de eludir los conflictos y confusiones conscientes; pero nada que sea resultado del miedo puede ayudarnos a entender nuestros problemas, aunque el miedo adopte la forma de respeto y sumisión a los llamados sabios. Los sabios no ejercen la autoridad, y quienes detentan autoridad no son sabios. El miedo, en cualquier forma, impide toda comprensión de nosotros mismos y de nuestras relaciones con lo que nos rodea. Acatar la autoridad es negar la inteligencia. Aceptar la autoridad es resignarnos a que alguien nos domine, es subyugarnos a un individuo, a un grupo o a una ideología, ya sea religiosa o política; y este sometimiento de uno mismo a la autoridad es la negación, no sólo de la inteligencia, sino también de la libertad individual. La sumisión a un credo o a un sistema de ideas es una reacción autoprotectora. La aceptación de una autoridad puede ayudarnos temporalmente a disimular nuestras dificultades y problemas, pero eludir un problema solamente lo intensifica; y, en el proceso de eludirlo, abandonamos el conocimiento de nosotros mismos y la libertad.
¿Cómo podría haber una transacción entre la libertad y la aceptación de la autoridad? Si hay transacción, entonces quienes dicen buscar el conocimiento de sí mismos y la libertad no son sinceros en su empresa. Parece que pensemos que la libertad es el fin último, una meta, y que, para llegar a ser libres, debemos primero someternos a diversas formas de represión e intimidación. Esperamos alcanzar la libertad por medio de la sumisión; pero ¿no son los medios tan importantes como el fin?, ¿no son los medios los que determinan el fin? Para tener paz, uno debe emplear medios pacíficos; porque, si los medios son violentos, ¿cómo es posible que sea pacífico el fin? Si el fin es la libertad, el principio debe ser libre, puesto que el fin y el principio son uno. Sólo puede haber conocimiento propio e inteligencia cuando hay libertad desde el primer momento; y la libertad queda excluida cuando se acepta la autoridad. Reverenciamos la autoridad en formas muy diversas: el conocimiento, el éxito, el poder, y otras muchas. Ejercemos nuestra autoridad sobre los jóvenes, y al mismo tiempo tememos a la autoridad superior. Cuando el ser humano carece de visión interior, el poder externo y la posición social adquieren enorme importancia, y entonces el individuo está cada vez más sujeto a la autoridad y a la coacción; se convierte en instrumento de otros. Uno ve que esto es lo que sucede a su alrededor: en momentos de crisis, las naciones democráticas actúan igual que las totalitarias, olvidándose de su democracia y obligando al individuo a someterse a sus designios. Si somos capaces de entender la compulsión que hay tras nuestros deseos de dominio o de sumisión, entonces tal vez podamos liberarnos de los anuladores efectos de la autoridad. Ansiamos tener certeza, razón, éxito, sabiduría; y este anhelo de seguridad y permanencia erige, en nosotros, la autoridad de la experiencia personal y, exteriormente, la autoridad de la sociedad, de la familia, de la religión, etcétera. Pero el limitarnos a ignorar la autoridad o el librarnos de sus símbolos externos significa muy poco.
Abandonar una tradición y aceptar otra o dejar a un líder para seguir a otro es sólo un gesto superficial. Para comprender profundamente el proceso entero de la autoridad, para ver su esencia, para comprender y trascender el ansia de certeza, debemos darnos cuenta de todo sin limitaciones y ser capaces de percibirlo de forma directa; debemos ser libres, no al final, sino al principio. El anhelo de certeza, de seguridad, es una de las primordiales actividades del “yo”, y es este impulso apremiante el que tenemos que vigilar constantemente, en lugar de desviarlo o forzarlo en otra dirección u obligarlo a ajustarse a un molde deseado. El “yo” –el “mí” y lo “mío”– es muy dominante en la mayor parte de nosotros; tanto durante el sueño como en la vigilia, está siempre al acecho, preparado para cobrar nuevos bríos. Pero cuando hay comprensión del “yo” y nos damos cuenta de que todas sus actividades, por sutiles que sean, inevitablemente conducen al conflicto y al dolor, entonces el ansia de seguridad, de continuidad del “yo”, termina. Uno tiene que estar en constante vigilancia para que el “yo” revele sus tendencias y ardides. Cuando empezamos a entenderlos y a comprender todo lo que la autoridad implica –y todo lo que está implicado en nuestra aceptación o negación de ella–, entonces hemos empezado ya a desembarazarnos de la autoridad. Mientras la mente se deje dominar y controlar por su deseo de seguridad, no podrá liberarse del “yo” y de sus problemas. Ésa es la razón de que uno jamás se libere del “yo” mediante el dogma y la creencia organizada, a la que llamamos religión, pues el dogma y la creencia son sólo proyecciones de nuestra propia mente. Los ritos, el puja, las formas estereotipadas de meditación, las palabras y frases repetidas sin descanso pueden producir, quizá, ciertos efectos agradables, pero no liberan a la mente del “yo” y sus actividades, puesto que el “yo” es esencialmente resultado de la sensación.
En momentos de tristeza, nos volvemos hacia lo que llamamos Dios, que no es sino una imagen de nuestra propia mente, o encontramos explicaciones satisfactorias, y esto nos da consuelo temporal. Las religiones que seguimos son creaciones de nuestras esperanzas y temores, de nuestro deseo de seguridad interna y de reafirmación; y con el culto de la autoridad, ya sea la de un salvador, un maestro o un sacerdote, vienen la sumisión, la aceptación y la imitación. Como consecuencia, se nos explota en el nombre de Dios, al igual que se nos explota en el nombre de los partidos y de las ideologías; y continuamos sufriendo. Todos somos seres humanos, sea cual fuere el nombre con el que nos identifiquemos, y nuestro signo es sufrir. El sufrimiento es común a todos nosotros, incluidos el idealista y el materialista. El idealismo es un escape de lo que “es”, y el materialismo es otra manera de negar las inconmensurables profundidades del presente. Tanto el idealista como el materialista tienen su modo de eludir el complejo problema del sufrimiento; a ambos les consumen sus propios anhelos, ambiciones y conflictos, y sus modos de vida no contribuyen a la tranquilidad. Ambos son responsables de la confusión y miseria del mundo. Es obvio que cuando nos encontramos en un estado de conflicto, de sufrimiento, no hay comprensión: en ese estado, por muy sagaces y estudiados que sean nuestros actos, sólo pueden llevarnos a una confusión y tristeza aún mayores. Para entender el conflicto, y de ese modo liberarnos de él, uno debe darse cuenta de los procesos de la mente, consciente e inconsciente. Ningún idealismo, sistema ni patrón de ninguna clase pueden ayudarnos a desenmarañar los profundos procesos de la mente; al contrario, cualquier fórmula o conclusión será un obstáculo para descubrirlos. El tratar de alcanzar lo que “debería ser”, así como el apego a los principios y a los ideales o el establecer una meta nos conducen, todos, a un sinfín de ilusiones. Si queremos conocernos a nosotros mismos, tiene que haber cierta
espontaneidad, libertad para observar, y esto no es posible cuando la mente está confinada a lo superficial, a los valores idealistas o materialistas. La existencia es relación; y, tanto si pertenecemos a una organización religiosa o no, tanto si somos mundanos o idealistas, nuestro sufrimiento sólo podrá resolverse mediante la comprensión de lo que somos, en el marco de la relación. Sólo el conocimiento de uno mismo puede traer tranquilidad y felicidad al ser humano, porque el conocimiento de uno mismo es el principio de la inteligencia y de la integración. La inteligencia no es un simple ajuste superficial; no es el cultivo de la mente ni la adquisición de conocimientos. La inteligencia es la capacidad de comprender los procesos de la vida; es la percepción de los verdaderos valores. La educación moderna, en su afán por desarrollar el intelecto, imparte cantidades ingentes de teorías y de datos, sin que eso signifique en ningún caso una ayuda para comprender el proceso total de la existencia humana. Somos intelectuales en grado sumo; hemos desarrollado mentes sagaces, y vivimos atrapados en explicaciones. Al intelecto le satisfacen las teorías y las explicaciones; pero a la inteligencia no. Para entender el proceso total de la existencia, el corazón y la mente deben estar integrados en la acción. La inteligencia no está separada del amor. Para la mayor parte de nosotros, hacer realidad esta revolución interna es extremadamente difícil. Sabemos meditar, tocar el piano, escribir; pero no sabemos nada del meditador, del pianista o del escritor. No somos creativos, pues hemos llenado nuestras mentes y nuestros corazones de conocimiento, información y arrogancia; estamos repletos de citas de lo que otros han pensado o han dicho. Pero lo primero es experimentar, sentir, y no la manera de sentir: ha de haber amor antes de que pueda haber una expresión del amor. Es, así pues, evidente que el mero cultivo del intelecto –o sea, el desarrollo del conocimiento o de la capacidad– no se traduce en inteligencia. Hay una diferencia entre intelecto e inteligencia: el intelecto es el
pensamiento, que funciona con independencia de la emoción, mientras que la inteligencia es la capacidad para sentir y para razonar; y hasta que no abordemos la vida con inteligencia, en vez de con el intelecto únicamente o sólo con la emoción, no habrá sistema educativo o político en el mundo que nos salve de las calamidades de la destrucción y el caos. El conocimiento no es comparable a la inteligencia. El conocimiento no es sabiduría. La sabiduría no está a la venta; no es una mercancía que pueda adquirirse al precio del aprendizaje o de la disciplina. La sabiduría no se puede extraer de los libros; no se puede acumular, memorizar ni almacenar. La sabiduría adviene cuando abnegamos del “yo”. Tener una mente abierta es más importante que lo que uno aprende; y el modo de tener una mente abierta, receptiva, no es atiborrándola de información, sino comprendiendo nuestros
propios
pensamientos
y
sentimientos,
observándonos
cuidadosamente a nosotros mismos y estudiando las influencias que nos rodean; escuchando a los demás, observando a los ricos y a los pobres, a los poderosos y a los humildes. La sabiduría no se logra haciendo uso del miedo ni de la opresión, sino de la observación y de la comprensión de todos los incidentes en las relaciones humanas. Sumidos en la búsqueda de conocimientos y en el afán de poseer, estamos perdiendo el amor, la capacidad de apreciar la belleza; la crueldad ha sustituido a la sensibilidad. Somos seres humanos cada vez más especializados, y cada vez menos integrados. El conocimiento no puede suplantar a la sabiduría, y ni todas las explicaciones posibles ni la máxima acumulación de datos librarán al ser humano del sufrimiento. El conocimiento es necesario, la ciencia tiene su importancia; pero, si la mente y el corazón están sofocados por el conocimiento, y si la causa del sufrimiento se razona con explicaciones, entonces la vida se vuelve vana y sin sentido. Y ¿no es esto lo que nos está sucediendo a la mayoría de nosotros? Nuestra educación nos hace cada vez más superficiales, no nos
ayuda a descubrir las capas más profundas de nuestro ser, y nuestras vidas se vuelven cada vez más inarmónicas y vacías. La información –los datos superficiales sobre los hechos–, aunque es cada vez mayor, está limitada por su propia naturaleza. La sabiduría es infinita: incluye el conocimiento y todo lo concerniente a la acción. Pero nosotros tomamos una rama y creemos poseer el árbol entero, cuando el conocimiento de una parte jamás hará realidad la alegría del todo. El intelecto no puede llegar al todo, porque es sólo una parte, un fragmento. Hemos separado el intelecto del sentimiento, y hemos desarrollado el intelecto a expensas del sentimiento. Somos como un objeto de tres patas con una pata más larga que las otras, y por lo tanto no tenemos equilibrio. Se nos ha formado para ser intelectuales: nuestra educación cultiva el intelecto hasta hacerlo perspicaz, astuto, ambicioso, y, como consecuencia, desempeña el papel más importante en nuestra vida. La inteligencia es mucho más grandiosa que el intelecto, porque es la integración de la razón y el amor; pero sólo puede haber inteligencia cuando hay conocimiento propio, la profunda comprensión del proceso total de uno mismo. Lo esencial para el hombre, ya sea joven o viejo, es vivir plenamente, integralmente. Por ello, lo más importante para el ser humano es cultivar esa inteligencia que nos hace íntegros. El conceder una importancia indebida a cualquier parte de nuestra naturaleza total nos da una visión parcial, y por consiguiente deformada, de la vida; y esa deformación es la causa de la mayoría de nuestros problemas. Cualquier desarrollo parcial de nuestro temperamento total será por fuerza desastroso para nosotros y para la sociedad; por eso es realmente tan crucial enfocar los problemas humanos desde un punto de vista integral. Ser un ente humano integrado es comprender el proceso completo de nuestra propia conciencia, tanto oculta como manifiesta, y esto no es posible si damos una indebida preponderancia al intelecto. Le atribuimos mucha importancia al cultivo de la mente, pero interiormente somos insuficientes,
pobres, y estamos llenos de confusión. Este vivir en el intelecto es el camino hacia la desintegración, porque las ideas, como las creencias, no podrán jamás reunir a los hombres, a no ser en grupos discordantes. Mientras dependamos del pensamiento como medio para la integración, habrá desintegración; y entender la acción desintegradora del pensamiento significa comprender los procesos del “yo”, los procesos de nuestros deseos. Debemos darnos cuenta de nuestro condicionamiento y de sus reacciones: colectivas y personales. Sólo cuando uno comprende totalmente las actividades del “yo”, con sus deseos y objetivos contradictorios, con sus esperanzas y temores, existe una posibilidad de ir más allá del “yo”. Solamente el amor y el pensar correcto originarán la verdadera revolución, nuestra revolución interior. Pero ¿qué hacer para que haya amor en nosotros? El amor no llegará mientras persigamos el ideal del amor, sino cuando no exista odio, cuando no haya avaricia, cuando el sentido del “yo”, que es la causa del antagonismo, toque a su fin. Un ser humano preso del afán de explotación, de la avaricia y de la envidia jamás podrá amar. Sin amor y correcto pensar, la opresión y la crueldad irán en constante aumento. Si queremos resolver el problema del antagonismo entre los seres humanos, no nos servirá de nada perseguir el ideal de la paz, sino comprender las causas de la guerra, que están contenidas en nuestra actitud hacia la vida, hacia nuestros semejantes; y ese entendimiento sólo puede llegar mediante la verdadera educación. Sin cambiar nuestra visión de la vida, sin buena voluntad, sin la transformación interna que nace del darse cuenta de uno mismo, no puede haber paz ni felicidad para el ser humano.
CAPÍTULO IV
LA EDUCACIÓN Y LA PAZ MUNDIAL Para descubrir qué papel puede desempeñar la educación en la presente crisis mundial, debemos entender cómo se ha generado esta crisis: obviamente, su origen está en los falsos valores que rigen nuestras relaciones con las personas, con la propiedad y con las ideas. Si nuestras relaciones con otros se basan en el engrandecimiento personal, y nuestra relación con la propiedad está marcada por la ambición, la estructura de la sociedad forzosamente ha de ser competitiva y aisladora; si en nuestra relación con las ideas justificamos una ideología en oposición a otra, los resultados inevitables son la desconfianza mutua y el rencor. Otra causa del presente caos es nuestra dependencia de la autoridad, de los líderes, tanto en los asuntos cotidianos como en una pequeña escuela o en la universidad. Los líderes y su autoridad son factores de deterioro en cualquier cultura. Cuando seguimos a otro, no hay comprensión, sino sólo temor y sometimiento, que en última instancia dan pie a la crueldad del Estado totalitario y al dogmatismo de la religión organizada. Depositar toda nuestra confianza en los gobiernos y confiar en que las organizaciones y autoridades nos traerán la paz, cuando está claro que la paz sólo puede empezar por la comprensión de quienes somos, es crear mayores y más complicados, conflictos. Y no puede haber felicidad duradera mientras aceptemos un orden social en el que hay lucha sin fin y antagonismo entre los seres humanos. Si queremos cambiar las condiciones existentes, tenemos que empezar por transformarnos nosotros mismos, lo cual significa que debemos comprender nuestras acciones, pensamientos y sentimientos en la vida diaria. Pero en realidad no queremos la paz, no queremos poner fin a la explotación, no estamos dispuestos a permitir que nadie interfiera en nuestra
avaricia, ni que se alteren los cimientos de la estructura social del presente. Queremos que las cosas continúen como están, que las modificaciones sean sólo superficiales; y, como consecuencia inevitable, los poderosos, los astutos, gobiernan nuestras vidas. La paz no se alcanza por medio de ninguna ideología ni depende de ninguna legislación; habrá paz sólo cuando nosotros, como individuos, empecemos a comprender nuestros propios procesos psicológicos. Si eludimos la responsabilidad de actuar como individuos y esperamos que algún nuevo sistema establezca la paz, nos convertiremos simplemente en esclavos de ese sistema. Cuando los gobiernos, los dictadores, las grandes empresas y el poder clerical comiencen a ver que este creciente antagonismo entre los seres humanos sólo conduce a la destrucción general, y no resulta ya por tanto provechoso, quizá nos obliguen entonces, mediante leyes u otros métodos de coerción, a reprimir nuestros anhelos y ambiciones personales y a cooperar para el bienestar de la humanidad. Así como ahora nos educan y estimulan para competir unos con otros sin misericordia, nos obligarán luego al respeto mutuo y a trabajar juntos por un mundo global. Y entonces, aunque lleguemos a estar todos bien nutridos, vestidos y alojados, no estaremos libres de nuestros conflictos y antagonismos, que únicamente habrán cambiado de plano, y que serán todavía más diabólicos y devastadores. La única acción moral o justa es la acción voluntaria, y sólo la comprensión puede traer paz y felicidad al ser humano. Las creencias, las ideologías y las religiones organizadas nos enfrentan a nuestros semejantes. Hay conflicto no sólo entre las distintas sociedades, sino también entre distintos grupos dentro de una misma sociedad. Debemos darnos cuenta de que mientras nos identifiquemos con un país, mientras nos aferremos a la seguridad, mientras estemos condicionados por los dogmas, habrá lucha y miseria dentro de nosotros y en el mundo.
Tenemos luego el inmenso problema del patriotismo. ¿Cuándo nos sentimos patriotas? Está claro que no se trata de una emoción cotidiana. Pero se nos alienta hábilmente a ser patriotas a través de los libros de texto, de los periódicos y de otros canales de propaganda, que estimulan el egoísmo racial mediante el elogio de los héroes nacionales y la noción exaltada de que nuestro país y nuestro modo de vida son mejores que los demás. Como consecuencia, este espíritu patriótico nutre nuestra vanidad desde la infancia hasta la vejez. La aseveración, constantemente repetida, de que pertenecemos a un determinado grupo político o religioso, de que somos de esta nación o de aquélla halaga a nuestro pequeño “yo”, lo hincha como a la vela de un barco, hasta que nos sentimos dispuestos a matar o morir por nuestro país, nuestra raza o nuestra ideología. ¡Es todo tan insensato y antinatural! Los seres humanos son, indiscutiblemente, más importantes que las fronteras nacionales o ideológicas. El espíritu separatista del nacionalismo corre ya como la pólvora por todo el mundo. El patriotismo se cultiva y se explota, astutamente alentado por quienes buscan mayor expansión y poderío, mayores riquezas; y cada uno de nosotros participa de este proceso, pues ésas son cosas que también nosotros deseamos. La conquista de otras tierras y de otros pueblos provee nuevos mercados para el comercio, así como para las ideologías políticas y religiosas. Uno debe ver todas estas expresiones de violencia y antagonismo con una mente libre de prejuicios, es decir, con una mente que no se identifica con ningún país, con ninguna raza o ideología, sino que intenta descubrir lo que es verdad. Ver algo con claridad, sin dejarse influir por las ideas o instrucciones de otros –ya se trate del gobierno, de los especialistas o de los grandes intelectuales– es una gran dicha. Cuando veamos realmente que el patriotismo es un obstáculo para la felicidad humana, no tendremos ya que
luchar contra esta falsa emoción que surge dentro de nosotros, pues nos habrá abandonado para siempre. El nacionalismo, el espíritu patriótico, la conciencia de clase y raza son meras expresiones del “yo”, y por lo tanto separativas. Al fin y al cabo, ¿qué es una nación, sino un grupo de individuos que viven juntos por razones económicas y de autoprotección? El miedo y la ambiciosa defensa de los propios intereses dan origen a la idea de «mi país», con sus fronteras y barreras arancelarias que hacen imposible la hermandad y la unidad de los seres humanos. El afán de lucro y de posesión y el anhelo de identificarnos con algo más grande que nosotros crean el espíritu del nacionalismo; y el nacionalismo engendra la guerra. En todos los países, el gobierno, estimulado por la religión organizada, sostiene el nacionalismo y el espíritu separatista. El nacionalismo es una enfermedad y jamás logrará la unidad mundial. No podemos alcanzar la salud mediante la enfermedad; tenemos que librarnos de la enfermedad primero. Es el hecho de ser nacionalistas, de estar siempre dispuestos a defender nuestros Estados soberanos, nuestras creencias y posesiones, lo que nos obliga a estar perpetuamente armados. La propiedad y las ideas se han vuelto para nosotros más importantes que la vida humana, y a ello se deben el antagonismo y la violencia constantes entre nosotros y el resto de la humanidad. Al mantener la soberanía de nuestro país, destruimos a nuestros hijos; al rendir culto al Estado –que es una mera proyección de nosotros mismos– sacrificamos a nuestros hijos a cambio de una satisfacción egoísta. El nacionalismo y los gobiernos soberanos son las causas y los instrumentos de la guerra. Nuestras actuales instituciones sociales no pueden evolucionar hacia una federación mundial, pues sus cimientos mismos son erróneos. Los parlamentos y los sistemas educativos que defienden la soberanía nacional y enfatizan la importancia del grupo jamás pondrán fin a la guerra. Cada grupo
separado de personas, con sus gobernantes y gobernados, es germen de guerra. A menos que alteremos fundamentalmente las presentes relaciones entre los individuos, la industria inevitablemente nos llevará a la confusión y será un instrumento de destrucción y sufrimiento; mientras haya violencia y tiranía, engaño y propaganda, la fraternidad del género humano no puede hacerse realidad. Educar a las personas simplemente para que lleguen a ser maravillosos ingenieros, brillantes científicos, hábiles ejecutivos o buenos trabajadores nunca unirá a opresores y oprimidos; y es obvio que nuestro actual sistema educativo, instigador de las innumerables causas que provocan enemistad y odio entre los seres humanos, no ha impedido el asesinato en masa en nombre de la patria o en nombre de Dios. Las religiones organizadas, con su autoridad temporal y espiritual, son asimismo incapaces de traer la paz al hombre, puesto que son también el resultado de nuestra ignorancia y nuestro miedo, de nuestras mentiras y nuestro egoísmo. Llevados por nuestro anhelo de seguridad –aquí o en el más allá– creamos instituciones e ideologías que garanticen esa seguridad; pero mientras más luchemos por la seguridad, menos la tendremos. El deseo de seguridad crea divisiones y aumenta el antagonismo. Si sentimos y comprendemos profundamente la verdad de esto –no sólo verbal o intelectualmente, sino con todo nuestro ser–, empezaremos a cambiar de un modo sustancial la relación con nuestros semejantes en el mundo inmediato que nos rodea; y sólo entonces habrá una posibilidad de lograr unidad y fraternidad. La mayoría de nosotros vivimos consumidos por toda clase de temores, y estamos terriblemente preocupados por nuestra propia seguridad. Esperamos que, por algún milagro, no haya más guerras; y, entre tanto, acusamos a otros grupos nacionales de ser los instigadores de las guerras, y ellos a su vez nos culpan del desastre a nosotros. Aunque la guerra es un
factor tan indiscutiblemente perjudicial para la sociedad, nos preparamos para la guerra, e imbuimos de espíritu militar a los jóvenes. Pero ¿acaso tiene cabida en la educación el entrenamiento militar? Todo depende de la clase de seres humanos que queramos que sean nuestros hijos. Si queremos que sean eficientes guerreros, entonces el entrenamiento militar es necesario; si queremos disciplinarlos y reglamentar sus mentes y nuestro propósito es hacerlos nacionalistas –y por lo tanto irresponsables con la sociedad como un todo– entonces el entrenamiento militar es un buen medio para conseguirlo; si nos complacen la muerte y la destrucción, el entrenamiento militar es sin ninguna duda importante. La función de los generales es planear y hacer la guerra; y si nuestra intención es estar en batalla constante con nuestros vecinos, entonces, por supuesto, tengamos más generales. Si vivimos sólo para entablar luchas interminables dentro de nosotros y con los demás, si nuestro deseo es perpetuar el derramamiento de sangre y la miseria, entonces debe haber más soldados, más políticos, más enemistad. Y eso es lo que está sucediendo actualmente: la civilización moderna tiene sus bases en la violencia, y está, así pues, cortejando a la muerte. Mientras veneremos la fuerza, la violencia será nuestro medio de vida. Pero si queremos paz, si queremos una verdadera relación entre los seres humanos, ya sean cristianos, hindúes, rusos o americanos, si queremos que nuestros hijos sean individuos integrados, entonces el entrenamiento militar es un absoluto impedimento; es el camino erróneo para lograr lo que queremos. Una de las principales causas de odio y lucha es la creencia de que una raza o clase particular es superior a otra. El niño no tiene conciencia de raza ni de clase; son el hogar o el ambiente escolar, o ambos, los que le hacen proclive al separatismo. Al niño no le importa que su compañero de juegos sea negro, judío, brahmán o no brahmán; pero la influencia de la estructura social entera ejerce una constante influencia en su mente, afectándola y modelándola.
El problema, una vez más, no está en el niño sino en los adultos, que han creado un ambiente absurdo de separación y falsos valores. ¿Existe algún verdadero fundamento para establecer diferencias entre los seres humanos? Puede que nuestros cuerpos sean diferentes en cuanto a estructura y color, que nuestros rostros sean distintos; sin embargo, bajo la piel, somos todos bastante parecidos: orgullosos, codiciosos, envidiosos, violentos, lujuriosos, ambiciosos de poder... Quitémonos el rótulo, y quedaremos bien desnudos. Pero no queremos afrontar nuestra desnudez, y por eso insistimos en la etiqueta, lo cual indica cuán inmaduros e infantiles somos en realidad. Para que el niño crezca libre de prejuicios, tenemos que destruir primero todo prejuicio dentro de nosotros, y luego en nuestro entorno, lo cual significa destruir completamente la estructura de esta sociedad insensata que hemos creado. Es posible que en casa expliquemos al niño lo absurdo que es tener conciencia de clase o de raza, y él probablemente esté de acuerdo con nosotros; pero cuando vaya a la escuela y juegue con otros niños, se contagiará del espíritu separatista. O puede suceder lo contrario: que viva en un hogar tradicional, estrecho de miras, y que la influencia de la escuela sea liberal. De cualquier manera, siempre hay una batalla en pie entre el ambiente del hogar y el de la escuela, y el niño se ve atrapado entre ambos. Para criar al niño con cordura, para ayudarle a ser perceptivo a fin de que no se deje engañar e influir por estos estúpidos prejuicios, tenemos que estar en íntimo contacto con él. Tenemos que hablar con él de estas cosas, y dejarle que escuche conversaciones inteligentes; tenemos que avivarle el espíritu de investigación y de rebeldía que ya existen en él, para así ayudarle a descubrir por sí mismo lo que es verdadero y lo que es falso. Es la investigación constante, la verdadera insatisfacción, lo que despierta la inteligencia creadora; pero mantener despierto el espíritu de investigación y descontento es extremadamente difícil, y la mayor parte de la gente no quiere que sus hijos tengan esa clase de inteligencia, pues es
terriblemente incómodo vivir con alguien que constantemente cuestiona los valores aceptados por la mayoría. Todos estamos descontentos cuando somos jóvenes; sin embargo, desgraciadamente ese descontento pronto se desvanece, asfixiado por nuestras tendencias imitativas y nuestro culto a la autoridad. A medida que nos hacemos mayores, nos vamos volviendo seres cristalizados, satisfechos y recelosos. Nos hacemos ejecutivos, sacerdotes, empleados de banco, directores de fábrica, técnicos, y empezamos poco a poco a deteriorarnos. Puesto que deseamos conservar nuestros puestos, defendemos la sociedad destructiva que nos ha colocado en ellos y nos ha dado seguridad en alguna medida. Que el control de la educación esté en manos del gobierno es una calamidad. No hay esperanza de paz ni de orden en el mundo mientras la educación sea la servidora del Estado o de las religiones organizadas. El caso es que son cada vez más los gobiernos que expresamente se hacen cargo del niño y su futuro; y si no es el gobierno, son las organizaciones religiosas las que intentan ejercer control sobre la educación. El condicionar así la mente del niño para que se ajuste a una particular ideología, política o religiosa, engendra enemistad entre los individuos. En una sociedad donde existe la competencia, no puede haber confraternidad; y ninguna reforma, ninguna dictadura ni método educativo podrá improvisarla. Mientras usted sea neozelandés y yo hindú, es absurdo hablar de una humanidad unida. ¿Cómo vamos a unirnos como seres humanos si, usted en su país y yo en el mío, conservamos cada uno nuestros respectivos prejuicios religiosos y modelos económicos? ¿Cómo puede haber fraternidad mientras el patriotismo separa a las personas entre sí, y millones de seres viven coartados por condiciones económicas deplorables mientras otros gozan de la abundancia? ¿Cómo puede haber unidad entre los seres humanos cuando las creencias nos dividen, cuando un grupo domina a otro, cuando los ricos son poderosos y los pobres tratan de alcanzar ese mismo
poder, cuando hay una desastrosa distribución de las tierras, cuando una minoría está bien alimentada mientras millones de personas se mueren de hambre? Uno de nuestros problemas es que no nos tomamos nada de esto en serio, porque no queremos que nada nos perturbe. Preferimos alterar las cosas sólo de un modo que nos resulte personalmente ventajoso; por eso no nos interesa tampoco reflexionar sobre nuestra propia vacuidad y crueldad. ¿Hay posibilidad alguna de alcanzar la paz por medios violentos? ¿Es la paz algo que pueda conseguirse gradualmente, a través de un lento proceso de tiempo? Con toda certeza, el amor no es cuestión de adiestramiento ni de tiempo. Las dos últimas guerras, según creo, se libraron para defender la democracia; y ahora nos preparamos para otra guerra aún mayor y más destructiva, y la gente es menos libre. ¿Qué sucedería si despejáramos nuestro camino de obstáculos para el entendimiento tan evidentes como son la autoridad, las creencias, el nacionalismo y toda clase de espíritu jerárquico? Seríamos individuos sin autoridad, seres humanos en relación directa unos con otros, y entonces, tal vez, habría amor y compasión. Lo esencial en la educación, como en cualquier otro campo, es contar con personas comprensivas y afectuosas, cuyos corazones no estén llenos de frases huecas, llenos de los intereses de la mente. Si queremos ser felices en esta vida, que tiene todos los ingredientes para ello, y vivir con consideración, con cuidado, con afecto, es muy importante que nos entendamos; y, si deseamos construir una sociedad de verdad inteligente, debemos tener educadores que entiendan los procesos de la integración y que sean por tanto capaces de impartir ese entendimiento a sus alumnos. Esta clase de educadores serían un peligro para la actual estructura social; porque en realidad no queremos construir una sociedad inteligente, y cualquier maestro que, percibiendo la plena significación de la paz, comenzara a señalar las auténticas implicaciones del nacionalismo y la
insensatez de la guerra perdería muy pronto su empleo. Sabiendo esto, la mayoría de los maestros transigen y, al hacerlo, ayudan a mantener el actual sistema de explotación y violencia. Evidentemente, para descubrir la verdad debemos estar libres de toda lucha con nosotros mismos y, por consiguiente, con nuestros semejantes. Cuando no estamos en conflicto con nosotros mismos, no estamos en conflicto con los demás. Es la lucha interna, proyectada en el exterior, la que se convierte en conflicto mundial. La guerra es una proyección espectacular y sangrienta de nuestro vivir cotidiano. Precipitamos la guerra con nuestra manera de vivir; luego, sin una transformación interna de cada uno de nosotros, forzosamente seguirán existiendo los antagonismos raciales y nacionales, las infantiles disputas a causa de nuestras ideologías, la multiplicación de soldados, los saludos a las banderas, y todas las numerosas brutalidades que contribuyen a crear el asesinato organizado. La educación ha fracasado en todos los ámbitos del mundo; ha aumentado la destrucción y la infelicidad. Los gobiernos adiestran a los jóvenes para que sean los soldados y técnicos eficientes que necesitan; se cultivan y se imponen la reglamentación y el prejuicio. Tomando estos hechos en consideración, tenemos que investigar el sentido de la existencia y el significado y la finalidad de nuestras vidas. Tenemos que descubrir formas benéficas de crear un nuevo entorno social, porque el entorno puede hacer de un niño un bruto, un especialista insensible, o ayudarle a convertirse en un ser humano sensible e inteligente. Tenemos que crear un gobierno mundial que sea radicalmente diferente, que no esté cimentado en la fuerza, en el nacionalismo ni en ninguna ideología. Todo esto implica comprender nuestra responsabilidad en las relaciones de unos con otros; ahora bien, para entender nuestra responsabilidad, debe haber amor en nuestros corazones, no solamente ciencia y conocimiento. Cuanto más intenso sea nuestro amor, más profunda será su influencia en la
sociedad. Pero nosotros somos todo cerebro; no hay corazón. Cultivamos el intelecto y despreciamos la humildad. Si amáramos realmente a nuestros hijos, querríamos que estuvieran a salvo, los protegeríamos, y no permitiríamos que fuesen sacrificados en las guerras. Creo que en realidad queremos que siga habiendo armas; nos gusta la ostentación del poder militar, los uniformes, los ritos, las francachelas, el ruido, la violencia. Nuestra vida diaria es un reflejo en miniatura de esa misma superficialidad brutal, y nos estamos destruyendo unos a otros con nuestra envidia y nuestra irreflexión. Queremos ser ricos; y cuanto más ricos somos, más crueles nos volvemos, por mucho que donemos grandes sumas a las entidades benéficas y a la educación. Después de haberle robado a la víctima, le devolvemos un poco de los despojos, y a esto lo llamemos filantropía. Creo que no nos damos cuenta de las catástrofes que estamos forjando. La mayor parte de nosotros vivimos cada día tan rápida e irreflexivamente como nos es posible, y dejamos en manos del gobierno y de astutos políticos la dirección de nuestras vidas. Todos los gobiernos soberanos necesitan estar preparados para la guerra, y el gobierno de nuestro propio país no es una excepción. Y para que los ciudadanos sean eficientes en la guerra, para que estén bien instruidos y sean capaces de cumplir eficazmente con sus deberes, es obvio que los gobiernos tienen que dirigirlos y dominarlos: tienen que entrenarlos para que actúen como máquinas, para que sean desalmadamente eficientes. Si el objetivo y el fin de la vida es destruir o ser destruido, entonces la educación debe estimular la crueldad; y no estoy del todo seguro de que en realidad no sea esto lo que en nuestro fuero interno deseamos, pues la crueldad corre pareja con el culto del éxito. El Estado soberano no quiere que sus ciudadanos sean libres ni que piensen por sí mismos, y los dirige, por medio de propaganda, de la interpretación errónea de la historia y otros medios. Por eso la educación ha
empezado a convertirse cada vez más en un procedimiento para enseñar qué pensar, y no cómo pensar. Si pensáramos con criterio independiente del sistema político imperante, seríamos peligrosos: las instituciones libres podrían resultar pacifistas, o contrarias al régimen existente. La verdadera educación es indiscutiblemente un peligro para los gobiernos soberanos, y por eso se emplean sutiles o severos medios para impedirla. La educación y la alimentación, en manos de una minoría, se han convertido en medios para dominar al individuo; y a los gobiernos, ya sean de izquierdas o de derechas, la educación les trae sin cuidado mientras sigamos siendo máquinas eficaces para producir mercancías y balas. Ahora bien, el hecho de que esto esté ocurriendo en todo el mundo significa que a nosotros, los ciudadanos y educadores que somos responsables de los gobiernos actuales, no nos importa de un modo fundamental si el ser humano tiene libertad o esclavitud, paz o guerra, bienestar o miseria. Aceptamos una pequeña reforma ocasional, pero la mayoría tememos destruir esta sociedad y edificar una estructura completamente nueva, ya que eso necesariamente conllevaría una transformación radical de cada uno de nosotros. Por otra parte, hay quienes ponen todo su empeño en provocar una revolución violenta. Tras haber contribuido a establecer el orden social del presente, con sus correspondientes conflictos, su confusión y su desdicha, quieren ahora organizar una sociedad perfecta. Pero ¿puede alguno de nosotros organizar una sociedad perfecta, cuando hemos sido nosotros los artífices de la sociedad existente? Creer que la paz puede alcanzarse por medios violentos es sacrificar el presente por un ideal futuro; y esta búsqueda del objetivo correcto por medios erróneos es una de las causas del desastre actual. La expansión y el predominio de los valores sensuales crean necesariamente el veneno del nacionalismo, de las fronteras económicas, de los gobiernos soberanos y del espíritu patriótico, todo lo cual excluye la
cooperación entre las personas y corrompe las relaciones humanas, que constituyen la sociedad. La sociedad es la relación que une a los seres humanos entre sí; y, sin entender profundamente esta relación, no en un determinado nivel, sino integralmente, como un proceso total, está claro que volveremos a crear la misma clase de estructura social, por mucho que superficialmente la modifiquemos. Si queremos cambiar radicalmente nuestras relaciones humanas actuales, que han traído indecible miseria al mundo, nuestra única e inmediata tarea es transformarnos nosotros mismos a través del conocimiento propio. Lo cual nos trae de vuelta a la cuestión central, que es uno mismo; pero éste es un punto que esquivamos hábilmente cediendo la responsabilidad a los gobiernos, a las religiones y a las ideologías. El gobierno es lo que nosotros somos; las religiones y las ideologías no son sino proyecciones de nosotros; y, a menos que cambiemos fundamentalmente, no puede haber ni verdadera educación ni un mundo de paz. La seguridad física de todos los seres humanos será una realidad cuando haya amor e inteligencia; y puesto que hemos creado un mundo de conflictos y de miseria, en el que la seguridad externa es cada vez más una imposibilidad para cualquier individuo, ¿no indica esto la completa inutilidad de la educación pasada y presente? Nuestra responsabilidad directa como padres y maestros es abandonar la forma de pensar tradicional, y no depender meramente de los expertos y sus descubrimientos. La eficiencia técnica nos ha dado cierto grado de comodidad y capacidad para ganar dinero, y por eso la mayoría estamos satisfechos con la estructura social del presente; pero al verdadero educador sólo le importan la forma correcta de vivir, la verdadera educación y los medios correctos de ganarse la vida. Cuanto más irresponsables seamos en estas cuestiones, más asumirá el Estado toda responsabilidad. Nos estamos enfrentando, no con una crisis
política o religiosa, sino con una crisis de deterioro humano que ningún partido político ni sistema económico puede impedir. Otro desastre aún mayor se aproxima peligrosamente, y la mayoría no hacemos nada por evitarlo. Seguimos adelante, día tras día, como lo hemos hecho hasta ahora: no queremos despojarnos de nuestros falsos valores y empezar de nuevo. Queremos hacer una reforma de retazos, que sólo nos conducirá a ulteriores problemas, y que a su vez requerirán sucesivas reformas. Pero el edificio se nos está desmoronando; las paredes han empezado a ceder, y el fuego lo consume. Debemos abandonar el edificio y comenzar a construir sobre un solar nuevo con diferentes cimientos y con diferentes valores. No podemos desechar el conocimiento técnico, pero podemos empezar a darnos cuenta de nuestra sordidez interior, de nuestra crueldad, de nuestros engaños e indignidades, de nuestra completa falta de amor. Sólo cuando utilicemos la inteligencia y nos liberemos del espíritu del nacionalismo, de la envidia y de la sed de poder, podremos establecer un nuevo orden social. La paz no se conseguirá jamás con reformas parciales ni con una mera reorganización de las viejas ideas y supersticiones. Sólo habrá paz cuando comprendamos lo que está más allá de la superficie y detengamos así esta ola de destrucción que se ha desatado a causa de nuestra agresividad y de nuestros temores; y sólo entonces habrá esperanza para nuestros hijos y salvación para el mundo.
CAPÍTULO V
LA ESCUELA Para la verdadera educación, la libertad del individuo es una prioridad, pues sólo ella puede lograr la auténtica cooperación con todos, con toda la humanidad; pero esta libertad no se alcanza mediante la búsqueda de éxito y engrandecimiento personal. La libertad es el resultado del conocimiento de uno mismo, en el que la mente se eleva por encima y más allá de los obstáculos que ella misma se ha creado en su búsqueda insaciable de seguridad. El cometido de la verdadera educación es ayudar a cada individuo a descubrir todos esos obstáculos psicológicos, y no simplemente imponerle nuevos patrones de conducta, nuevas maneras de pensar, pues semejantes imposiciones nunca despertarán la inteligencia, la comprensión creativa, sino que, por el contrario, condicionarán aún más al individuo. Evidentemente, esto es lo que está sucediendo en todas las partes del mundo, y por eso nuestros problemas continúan y se multiplican. Sólo cuando empezamos a comprender la profunda significación de la vida humana es posible una verdadera educación; pero, para comprender, la mente debe emplear la inteligencia y librarse del deseo de recompensa, que engendra temor y conformidad. Si consideramos a nuestros hijos propiedad nuestra, si los vemos como la continuación de nuestros pequeños egos y la realización de nuestras ambiciones, entonces crearemos un ambiente y una estructura social en los que no habrá amor, sino sólo un intento de satisfacer nuestros intereses egocéntricos. Una escuela que alcanza reputación en el sentido mundano es casi siempre un fracaso como centro educativo. Una institución grande y floreciente en la que se educa a cientos de niños, con el éxito y la ostentación que la acompañan, puede dar empleados de banca, eficaces
vendedores, empresarios o funcionarios, gente superficial y técnicamente eficiente; pero lo que la sociedad de verdad necesita es el individuo integrado, que únicamente las escuelas pequeñas pueden ayudar a hacer realidad. Por eso es mucho más importante tener escuelas con un número limitado de alumnos y verdaderos educadores que practicar los últimos y mejores métodos en grandes instituciones. Desgraciadamente, una de nuestras más desconcertantes dificultades es que pensamos que debemos operar a gran escala. La mayoría queremos grandes escuelas con imponentes edificios, aunque resulte obvio que no son buenos centros educativos, porque queremos transformar o afectar a lo que llamamos “las masas”. Pero ¿qué son las masas? Somos usted y yo. Intentemos no dejarnos confundir por la idea de que las masas también deben recibir una educación correcta; hablar así de las masas es una forma de escapar de la acción inmediata. La verdadera educación acabará siendo universal si empezamos por lo inmediato, si nos damos cuenta de nosotros mismos en nuestra relación con nuestros hijos, con nuestros amigos y vecinos. Nuestros actos en el mundo en el que vivimos, en el mundo de nuestra familia y de nuestros amigos, ejercerán una influencia y un efecto cada vez más amplios. Al darnos plena cuenta de nosotros mismos en todas nuestras relaciones, empezaremos a descubrir la confusión y las limitaciones que existen dentro de nuestro ser, y que ahora ignoramos; y al darnos cuenta de ellas, las comprenderemos y las eliminaremos. Sin esta comprensión y el conocimiento propio que la acompaña, cualquier reforma de la educación o de cualquier otro campo sólo conducirá a más antagonismo y dolor. Al establecer enormes instituciones y emplear a maestros que se limitan a poner en práctica un método o sistema en vez de comprender y observar sus relaciones con cada alumno individual, lo que hacemos es alentar la mera acumulación de datos, el desarrollo de la capacidad y del hábito de pensar mecánicamente, de acuerdo con un patrón; pero la verdad es que
nada de esto ayuda al alumno a madurar y a convertirse en un ser humano integrado. Puede que los sistemas tengan una función, aunque limitada, cuando están en manos de educadores alertas y reflexivos, pero no contribuyen a despertar la inteligencia. Sin embargo, es extraño que palabras como “sistema” e “institución” hayan adquirido tanta importancia para nosotros. Los símbolos han ocupado el lugar que corresponde a la realidad, y estamos satisfechos de que sea así, porque la realidad nos perturba, mientras que las sombras nos consuelan. No puede realizarse nada que tenga un valor fundamental por medio de la instrucción en masa. Esto únicamente se puede hacer mediante el estudio cuidadoso y la comprensión de las dificultades, tendencias y capacidades de cada niño; y quienes se dan cuenta de esto, y desean sinceramente comprenderse a sí mismos y ayudar a los jóvenes, deben unirse y fundar una escuela que tenga un significado esencial en la vida del niño y le ayude a ser un individuo inteligente e integrado. Para empezar una escuela semejante, no es preciso esperar a tener los medios necesarios; se puede ser un verdadero maestro en casa, y las oportunidades se presentan a quienes actúan con seriedad y sinceridad. Aquellos que aman a sus hijos y a los demás niños de su entorno inmediato, y que por lo tanto actúan con seriedad y sinceridad, se ocuparán de que se funde una buena escuela en un lugar próximo, o en su propia casa. Entonces llegará el dinero, que es la consideración menos importante. Para sostener una escuela pequeña, de verdadera calidad, hace falta, por supuesto, vencer ciertas dificultades financieras; pero el que la escuela prospere dependerá del sacrificio personal, no de una sustanciosa cuenta bancaria. El dinero invariablemente corrompe, a menos que haya amor y entendimiento. Y si es una escuela que realmente vale la pena, no hay duda de que se encontrará la ayuda necesaria. Cuando hay amor hacia la niñez, todo es posible.
Mientras la institución sea la consideración más importante, el niño no lo será. El verdadero educador se interesa por el individuo, y no por el número de alumnos que tiene; y ese educador descubrirá que puede crear una escuela llena de vitalidad, y que bastará la ayuda de las familias para sostenerla. Pero el maestro tiene que sentir la llama del interés; si carece de entusiasmo, la escuela que cree será una institución como otra cualquiera. Si los padres realmente aman a sus hijos, emplearán medios legislativos o de otra naturaleza para establecer pequeñas escuelas dirigidas por los maestros adecuados, y no se dejarán desanimar por el hecho de que las escuelas pequeñas sean costosas, y los buenos maestros difíciles de encontrar. Deberán darse cuenta, sin embargo, de que por fuerza habrán de toparse con la oposición de los intereses creados, de los gobiernos y de las religiones organizadas; y es que tales escuelas no pueden ser sino profundamente revolucionarias. La verdadera revolución no es la revolución violenta, sino la que surge del cultivo de la inteligencia y de la integración de los seres humanos, que, por su forma misma de vivir, crean cambios radicales en la sociedad. Pero es de la mayor importancia que todos los maestros, en una escuela de esta clase, hayan llegado a ella voluntariamente, sin ser persuadidos o escogidos; pues el liberarse voluntariamente de toda traba mundana constituye los únicos cimientos válidos de un centro propiamente educativo. Si los maestros han de ayudarse mutuamente y ayudar a los alumnos a comprender los verdaderos valores, será necesario un intenso y constante darse cuenta en sus relaciones diarias. En el recogimiento de una pequeña escuela, es fácil olvidar que hay un mundo externo lleno de conflictos, destrucción y miseria en continuo aumento. Ese mundo no está separado de nosotros. Al contrario, es parte de nosotros, puesto que nosotros hemos hecho de él lo que es; y por eso, si ha de haber un cambio fundamental en la estructura de la sociedad, la verdadera educación es el primer paso.
Sólo la educación correcta, y no las ideologías ni los líderes ni las revoluciones económicas, puede ofrecernos una solución duradera para nuestros problemas y desdichas; y comprender la verdad de este hecho no es fruto
de
la
persuasión
intelectual
o
emocional,
ni
de
hábiles
argumentaciones. Si el núcleo del personal de una verdadera escuela se compone de maestros dinámicos, entregados a su profesión, atraerá a otros maestros que tengan el mismo propósito, y aquellos que no estén interesados pronto se sentirán fuera de lugar en ella. Si el centro está alerta y tiene propósitos definidos, la periferia indiferente se desanimará y acabará por desaparecer del todo; pero si el centro es indiferente, entonces el grupo entero sufrirá de incertidumbre y debilidad. El núcleo de una institución educativa no puede estar constituido por el director únicamente. El entusiasmo, o el interés, que depende de una sola persona está abocado a decaer y morir: es un interés superficial, inconstante y sin valor, ya que puede desviarse y someterse a los caprichos y fantasías de otro. Si el director es una persona dominante, el espíritu de libertad y la cooperación obviamente no pueden existir. Un carácter fuerte puede organizar una escuela excepcional en el sentido académico, pero se infiltrarán el temor y el sometimiento, y, entonces, lo que generalmente sucede es que el resto del cuerpo docente está constituido por nulidades. Un grupo como éste no favorece la libertad individual ni la comprensión. El personal de una escuela no debe estar sometido al dominio del director, y el director no debe asumir toda la responsabilidad. Por el contrario, cada maestro debe sentirse responsable del todo. Si solamente unos pocos están interesados, la indiferencia o la oposición del resto impedirá o desacreditará el esfuerzo general. Habrá quien ponga en duda que una escuela pueda administrarse debidamente sin una autoridad central, pero en realidad esto nadie lo sabe, ya que nunca se ha probado. De lo que no cabe duda es que en un grupo de
verdaderos educadores nunca surgirá el problema de la autoridad. Cuando todos ponen su empeño en ser libres e inteligentes, la cooperación de unos con otros es posible en todos los casos. A quienes no se han entregado jamás con sinceridad y consistencia a la tarea de impartir una verdadera educación, la falta de autoridad central puede parecerles una teoría impracticable; pero si uno se dedica con todo su ser a educar de verdad, no necesita ni el estímulo ni la dirección ni el control de nadie. Los maestros inteligentes son flexibles en el ejercicio de sus facultades; al mismo tiempo que tratan de ser individualmente libres, se ajustan a los reglamentos y hacen lo necesario para el beneficio de toda la escuela. Un interés serio es el principio de la inteligencia, y ambos se fortalecen al ser aplicados a la realidad. Si uno no comprende las implicaciones psicológicas que tiene la obediencia, la simple decisión de no obedecer a la autoridad sólo provocará confusión. La confusión, por tanto, no será debida a la ausencia de autoridad, sino a la falta de profundo interés común en una verdadera educación. Si existe un interés real, entonces hay un ajuste constante y reflexivo por parte de todos los maestros a las exigencias que ineludiblemente conlleva la gestión de una escuela. En toda relación hay fricciones y malentendidos inevitables, pero éstos se magnifican cuando el afecto vinculador del interés común está ausente. En una verdadera escuela, no se deben escatimar esfuerzos para lograr la cooperación entre todos los miembros del profesorado. Todos ellos deben reunirse con frecuencia a fin de tratar los diversos problemas que surjan, y, una vez que hayan acordado el procedimiento a seguir, es obvio que no debería haber dificultad alguna en llevar a cabo lo decidido. Si alguna decisión adoptada por la mayoría no tiene la aprobación de un maestro en particular, el asunto puede discutirse en el siguiente claustro. Ningún maestro debe temer al director, ni el director debe sentirse intimidado por los maestros más antiguos de la plantilla. Sólo es posible
llegar a un feliz acuerdo cuando hay un sentido de igualdad absoluta entre todos. Es esencial que este sentido de igualdad prevalezca en una verdadera escuela, porque sólo puede haber cooperación real allá donde no exista ningún sentido de superioridad e inferioridad. Si hay confianza mutua, jamás se ignorará ninguna dificultad o malentendido, sino que se les hará frente, y así la confianza quedará restablecida. Si los maestros no están seguros de su propia vocación e interés, forzosamente habrá envidia y antagonismo entre ellos, y malgastarán todas sus energías en altercados por detalles insignificantes y en discusiones inútiles; mientras que si les mueve un ardiente interés por hacer realidad la educación correcta, todas las irritaciones y desavenencias superficiales rápidamente quedarán atrás. Entonces, nimiedades que habían sido causa de gran preocupación adoptan sus justas proporciones; los antagonismos y las fricciones personales se ven como lo que son: vanos y destructivos, y todas las conversaciones y discusiones ayudan a averiguar qué es lo razonable, y no quién tiene razón. Entre quienes trabajan juntos con una intención común, se deben discutir siempre las dificultades y los malentendidos, pues eso ayuda a aclarar cualquier confusión que pueda existir en nuestro pensar. Cuando hay interés en un objetivo común, hay también franqueza y camaradería entre los maestros, y jamás puede surgir el antagonismo entre ellos; pero si falta ese interés común, aunque superficialmente cooperen a fin de obtener el beneficio de todos, existirán siempre el conflicto y la enemistad. Puede haber, por supuesto, otros factores que causen fricción entre los miembros del profesorado. Es posible que un maestro tenga exceso de trabajo, que otro esté abrumado por preocupaciones personales o familiares, y que quizás a otros no les entusiasme la tarea que les ocupa. Pero, sin duda, todos estos problemas pueden resolverse en una reunión de profesores, ya que el interés común contribuye a la cooperación. Es obvio que no se puede
crear nada verdaderamente importante si son unos pocos los que lo hacen todo, mientras el resto se cruza de brazos. Una distribución equitativa del trabajo ofrecerá a cada uno ciertas horas de solaz, que es como a todas luces debe ser. Un maestro sobrecargado de trabajo se convierte en un problema para sí mismo y para los demás. Cuando uno se encuentra bajo una tensión muy fuerte, cabe la posibilidad de que se vuelva apático, indolente, especialmente si uno está haciendo algo que le disgusta; y no podrá restablecerse si está en constante actividad, física o mental. Pero la cuestión de las horas de esparcimiento se puede resolver de un modo que resulte beneficioso para todos. Ahora bien, varía mucho lo que para cada individuo constituye ese solaz. Para quienes tienen gran interés en su trabajo, el trabajo en sí es esparcimiento; la acción misma de su interés en el estudio, por ejemplo, es una forma de relajación. Para otros, puede que la soledad sea su descanso. Está claro que si el educador ha de disponer de cierto tiempo en el que dedicarse a sí mismo, su responsabilidad debe extenderse solamente a un número de alumnos de los que pueda hacerse cargo con facilidad. Es casi imposible que se establezca una relación directa y vital entre el maestro y sus alumnos si el maestro está agobiado por un número excesivo de alumnos, difícil de manejar. Existe una razón más por la que las escuelas deberían ser pequeñas. Es evidentemente importante que el número de alumnos de una clase sea muy limitado, para que el maestro pueda prestar plena atención a cada alumno. Cuando el grupo es demasiado grande, no se puede hacer esto, y entonces el sistema de castigos y recompensas es el medio más cómodo de imponer disciplina. Es imposible llevar a cabo una verdadera educación en masa. Para estudiar a cada niño, se necesita paciencia, inteligencia y comprensión. Para observar las tendencias del niño, sus aptitudes, su temperamento, para comprender sus dificultades y tener en cuenta su herencia y la influencia de
los padres, en vez de simplemente encasillarlo en una determinada categoría, se requiere una mente rápida y flexible, libre de prejuicios y de las trabas que supone cualquier sistema. Para esto se necesita habilidad, auténtico interés y, sobre todo, afecto; y el formar educadores dotados de estas cualidades es uno de los problemas esenciales de hoy día. El espíritu de libertad individual y la inteligencia deben permear la escuela entera a todas horas. Esto no es algo que pueda dejarse a la casualidad; y el mencionar ocasionalmente, de pasada, las palabras “libertad” e “inteligencia” tiene muy poca significación. Es particularmente importante que alumnos y maestros se reúnan con regularidad para discutir todos los asuntos relacionados con el bienestar del grupo. Debe, también, organizarse un consejo de estudiantes, con representación de los maestros, que pueda resolver todos los problemas de disciplina, limpieza, alimentación, etcétera, y que pueda también ayudar a orientar a cualquier alumno descuidado, indiferente u obstinado. Los estudiantes deben elegir de entre ellos a aquellos alumnos que vayan a asumir la responsabilidad de llevar a la práctica las decisiones y de ayudar en la supervisión general de la escuela. Después de todo, el autogobierno en la escuela es una preparación para el autogobierno más tarde en la vida. Si mientras está en la escuela el estudiante aprende a ser considerado con los demás, objetivo e inteligente en cualquier discusión relacionada con sus problemas cotidianos, cuando sea mayor podrá afrontar efectiva y desapasionadamente las más grandes y complejas pruebas de la vida. La escuela debe alentar a los niños a que comprendan recíprocamente sus dificultades y peculiaridades, su modo de ser y su temperamento; porque de ese modo, al hacerse mayores, serán más reflexivos y tolerantes en sus relaciones con los demás. Este mismo espíritu de libertad e inteligencia debe prevalecer en todos los estudios del niño. Si queremos que sea un individuo creativo, y no un mero autómata, no debemos animarle a que acepte fórmulas y conclusiones;
incluso en el estudio de la ciencia, el maestro debe razonar con el alumno, ayudándole a captar el problema en todos sus aspectos y a utilizar su propio criterio. Pero ¿qué podemos decir sobre el hecho en sí de orientar al niño? ¿Debería no ofrecérsele orientación de ninguna clase? La respuesta a esta pregunta depende de lo que entendamos por “orientación”. Si los maestros han desterrado de sus corazones todo temor y deseo de dominio, entonces pueden ayudar al alumno a tener libertad y comprensión creativa; ahora bien, si hay en ellos un deseo consciente o inconsciente de guiarlo hacia una meta determinada, en ese caso, como es obvio, sólo obstaculizarán su desarrollo. La orientación hacia un objetivo determinado, creado por uno mismo o impuesto por otro, echa a perder la creatividad. Si lo que al educador le importa es la libertad individual, y no sus propios conceptos preconcebidos, ayudará al niño a descubrir la libertad estimulándole a comprender su propio ambiente, su propio temperamento, sus antecedentes religiosos y familiares, y todas las influencias y efectos que éstos tienen sobre él. Si hay amor y libertad en los corazones de los maestros, se acercarán a cada alumno atentos a sus necesidades y problemas, y entonces no serán meros autómatas que actúan de acuerdo con métodos y fórmulas, sino seres humanos espontáneos, siempre alertas y vigilantes. La verdadera educación debe también ayudar al alumno a descubrir cuáles son sus auténticos intereses. Si el niño no descubre su verdadera vocación, su vida entera le parecerá un fracaso; se sentirá frustrado haciendo lo que no quiere hacer. Si quiere ser artista y, en vez de eso, acaba trabajando de escribiente en una oficina, se pasará la vida quejándose y padeciendo. Así pues, es muy importante que cada uno averigüe lo que quiere hacer, y que luego vea si vale la pena hacerlo. Puede que un muchacho quiera ser soldado, pero, antes de que se prepare para ello, debe
ayudársele a descubrir si la vocación militar es beneficiosa para la humanidad como un todo. La verdadera educación debe ayudar al alumno, no sólo a desarrollar sus capacidades, sino también a comprender su propio interés supremo. En un mundo devastado por las guerras, la destrucción y la miseria, uno debe ser capaz de crear un nuevo orden social y de hacer realidad una manera diferente de vivir. La responsabilidad de organizar una sociedad pacífica y culta reside principalmente en el educador; y es obvio –sin que éste sea motivo para la expansión emotiva– que el educador tiene la grandísima oportunidad de ayudar en el logro de esa transformación social. La verdadera educación no depende de los reglamentos del gobierno ni de los métodos de un sistema determinado, sino que está en nuestras propias manos, en las manos de los padres y de los maestros. Si los padres amaran de verdad a sus hijos, crearían una sociedad nueva; lo que ocurre es que a la mayoría de ellos no les importa esta cuestión de un modo vital, y por lo tanto no tienen tiempo para un problema tan urgente. Tienen tiempo para hacer dinero, para divertirse, para ritos y cultos, pero no para considerar cuál es la educación correcta para sus hijos. Éste es un hecho que la mayoría de ellos no quieren afrontar, pues afrontarlo significaría tener que abandonar sus diversiones y distracciones, y eso es precisamente lo que no están dispuestos a hacer. Por consiguiente, envían a sus hijos a escuelas donde el maestro no se interesa en esos hijos más de lo que ellos mismos se interesan. ¿Y por qué habría de interesarse el maestro? Para él, enseñar es simplemente un trabajo, un medio de ganar dinero. ¡Hemos construido un mundo tan superficial, tan artificial, tan disparatado, si uno mira detrás del telón! Pero nuestro empeño es decorar el telón, con la esperanza de que, milagrosamente, todo salga bien. Por desgracia, la mayor parte de la gente no se toma la vida en serio, excepto tal vez cuando se trata de hacer dinero, de alcanzar poder o de buscar
motivación sexual. La gente no quiere hacer frente a las demás complejidades de la vida; y por eso los hijos, al hacerse mayores, son igual de inmaduros y están igual de desintegrados que sus padres, y viven en constante lucha consigo mismos y con el mundo. ¡Con qué facilidad decimos que amamos a nuestros hijos! Pero ¿hay de verdad amor en nuestros corazones, cuando aceptamos las condiciones sociales existentes, y cuando no estamos dispuestos a provocar un cambio fundamental en esta sociedad destructiva? Mientras confiemos al especialista la educación de nuestros hijos, la confusión y la miseria continuarán, pues el especialista está desintegrado él mismo, ya que se ocupa sólo de la parte y no del todo. En vez de ser la más respetada y responsable de las ocupaciones, la educación se considera actualmente con menosprecio, y la mayoría de los educadores están establecidos en la rutina. En realidad no están interesados en la integración ni en la inteligencia, sino en impartir información; y una persona que sólo imparte información, sin considerar que a su alrededor el mundo se derrumba, no es un verdadero educador. El educador no es un simple informador; es alguien que señala el camino hacia la sabiduría y la verdad. La verdad es mucho más importante que el maestro. La búsqueda de la verdad es religión; y la verdad no es patrimonio de ningún país ni de ningún credo, ni se encuentra en ningún templo, en ninguna iglesia ni mezquita. Una sociedad que no busca la verdad está abocada a la decadencia. Para crear una sociedad nueva, cada uno de nosotros tiene que ser un verdadero maestro, lo cual significa que tenemos que ser alumno y maestro: tenemos que educarnos a nosotros mismos. Si ha de establecerse un nuevo orden social, aquellos que enseñan sólo para ganar un sueldo no pueden tener, obviamente, cabida como maestros; considerar la enseñanza como un medio de ganarse el sustento es explotar a los niños en beneficio propio. En una sociedad inteligente, los maestros no
tendrán que preocuparse por su propio bienestar, pues la comunidad atenderá a sus necesidades. El verdadero maestro no es el que ha instituido una impresionante organización educativa, el que es instrumento de los políticos, ni el que está sujeto a un ideal, a una creencia o a un país. El verdadero maestro es rico interiormente y, por lo tanto, no pide nada para él; no es ambicioso, ni busca el poder en forma alguna; no utiliza su profesión como medio de conseguir posición o autoridad, y está, así pues, libre de toda coacción de la sociedad y de todo control gubernamental. Tales maestros tienen lugar preferente en una sociedad culta, ya que la auténtica cultura tiene sus cimientos, no en los ingenieros y en los técnicos, sino en los verdaderos educadores.
CAPÍTULO VI
LOS PADRES Y LOS MAESTROS La verdadera educación comienza por el educador, que debe conocerse a sí mismo y estar libre de patrones de pensamiento ya establecidos; porque según sea él, así será su enseñanza. Si él no ha recibido una educación correcta, ¿qué puede enseñar, salvo el conocimiento mecánico en el que se le ha educado? El problema, por lo tanto, no es el niño, sino los padres y el maestro. El problema principal es educar al educador. Si nosotros, que somos los educadores, no nos comprendemos a nosotros mismos, si no comprendemos nuestras relaciones con el niño, sino que únicamente le atestamos de información y le preparamos para aprobar exámenes, ¿cómo podremos crear una clase de educación nueva? El alumno va a la escuela a recibir orientación y ayuda, pero si el guía, el tutor, está confuso y dominado por teorías, si es estrecho de miras y nacionalista, entonces, naturalmente, su alumno será lo que es el maestro; y la educación se convierte así en fuente de aún mayor confusión y lucha. Si vemos la verdad de esto, nos daremos cuenta de lo importante que es empezar por educarnos a nosotros mismos debidamente. Ocuparnos de nuestra propia reeducación es mucho más necesario que preocuparnos por el futuro bienestar y la seguridad del niño. Educar al educador –o sea, ayudar al educador a que se comprenda a sí mismo– es una de las empresas más difíciles, puesto que la mayoría estamos ya cristalizados dentro de un sistema de pensamiento o dentro de un molde de acción; nos hemos adherido ya a una ideología, a una religión, o a una norma determinada de conducta. Por eso enseñamos al niño qué pensar y no cómo pensar. Además, los padres y los maestros están en su mayoría ocupados con sus propios conflictos y penas. Ricos o pobres, la mayor parte de los padres
viven absortos en sus propias ansiedades y aflicciones; no están seriamente interesados en el actual deterioro moral y social, sino que sólo desean que sus hijos logren la debida preparación para abrirse camino en el mundo. Se angustian por el futuro de sus hijos, y aspiran a darles una educación que les permita acceder a un puesto de trabajo estable, o a un matrimonio ventajoso. Contrariamente a la creencia general, la mayoría de los padres no aman a sus hijos, por mucho que hablen de su amor hacia ellos. Si los amaran de verdad, no darían tanta importancia a la familia y a la nación en oposición a la totalidad del mundo, pues ese énfasis es causa de divisiones raciales y sociales cuyas consecuencias son la guerra y el hambre. Es realmente extraordinario que las personas se instruyan rigurosamente para ser abogados o médicos y que, a la vez, puedan convertirse en padres sin haber recibido instrucción alguna que les prepare para esta tarea de tan suma importancia. Con frecuencia, la familia, con sus tendencias segregacionistas, estimula el proceso general de aislamiento, convirtiéndose así en un factor destructivo de la sociedad. Sólo cuando hay amor y comprensión, los muros del aislamiento se derrumban, y entonces la familia deja de ser un círculo cerrado, no es ya ni una prisión ni un refugio, y los padres están en comunión, no solamente con sus hijos, sino también con el resto de sus semejantes. Absortos en sus propios problemas, muchos padres transfieren a los maestros la responsabilidad del bienestar de sus hijos, y en ese caso es importante que el educador se ocupe también de educar a los padres. El educador debe hablar con ellos y explicarles que el estado de confusión del mundo es reflejo de su propia confusión individual. Debe señalar que el progreso científico por sí solo no puede provocar cambio radical alguno en los valores existentes; que el adiestramiento técnico, que es a lo que hoy se llama educación, no le ha dado al ser humano libertad ni le ha hecho más feliz, y que condicionar al alumno a que acepte el estado
actual de la sociedad no contribuye a desarrollar su inteligencia. Debe explicar a los padres lo que está tratando de hacer en beneficio de su hijo, y cómo lo está haciendo. Es importante que despierte la confianza de los padres: no, obviamente, adoptando la actitud de un especialista que trabaja con profanos ignorantes, sino hablando con ellos del temperamento del niño, de sus dificultades, aptitudes y demás aspectos. Si el maestro tiene verdadero interés por el niño como individuo, los padres confiarán en él. En este proceso, el maestro educa a los padres y se educa a sí mismo, aprendiendo de ellos a su vez. La verdadera educación es una tarea compartida, que exige paciencia, consideración y afecto. En una comunidad inteligente, los maestros, guiados por esa inteligencia, podrían resolver este problema de cómo educar a los niños, y deberían efectuar, en colaboración con padres reflexivos, experimentos de este tipo a pequeña escala. ¿Se preguntan los padres alguna vez por qué tienen hijos? ¿Es acaso para mantener sus propiedades o perpetuar su nombre? ¿Quieren tener hijos meramente para su propio deleite, para satisfacer sus necesidades emocionales? Si es así, los hijos se convierten en meras proyecciones de los deseos y temores de sus padres. ¿Pueden los padres decir que aman a sus hijos cuando, al educarlos erróneamente, fomentan la envidia, la enemistad y la ambición? ¿Es acaso el amor lo que fomenta los antagonismos nacionales y raciales, que conducen a la guerra, a la destrucción y a la infelicidad, y lo que enfrenta a los seres humanos entre sí en nombre de la religión y de las ideologías? Muchos padres alientan a sus hijos a seguir el camino del conflicto y del sufrimiento, no sólo por permitir que se les someta a una clase de educación errónea, sino también con el ejemplo de su propio modo de conducirse en la vida; y luego, cuando los hijos se hacen mayores y sufren, los padres rezan por ellos o intentan justificar su comportamiento. El sufrimiento de los
padres por sus hijos es una forma de posesiva lástima de sí mismos que sólo existe cuando no hay amor. Si los padres aman a sus hijos, no serán nacionalistas ni se identificarán con ningún país, pues el culto al Estado provoca la guerra, que mata o mutila a sus hijos. Si los padres aman a sus hijos, descubrirán cuál es la relación correcta del ser humano con la propiedad, puesto que el instinto de posesión le ha dado a la propiedad una enorme y falsa significación que está destruyendo al mundo. Si los padres aman a sus hijos, no pertenecerán a ninguna religión organizada, porque el dogma y las creencias dividen a las personas en grupos opuestos, creando así antagonismos entre los seres humanos. Si los padres aman a sus hijos, acabarán con la envidia y con las luchas y comenzarán a cambiar de un modo radical la estructura de nuestra sociedad. Mientras queramos que nuestros hijos sean personas con poder, que tengan los más prestigiosos y mejor remunerados puestos de trabajo, que alcancen un imparable éxito en la vida, no habrá amor en nuestros corazones, pues el culto al éxito fomenta el conflicto y la miseria. Amar a los hijos significa estar en completa comunión con ellos, tratar de que reciban la clase de educación que les ayude a ser sensibles, inteligentes e íntegros. Lo primero que un profesor debe preguntarse cuando decide que quiere dedicarse a la enseñanza es qué entiende él exactamente por enseñar. ¿Va a impartir las asignaturas habituales de la manera acostumbrada? ¿Quiere programar al alumno para que se convierta en una pieza de la maquinaria social, o quiere ayudarle a convertirse en un ser humano integrado, creativo, una amenaza para los falsos valores? Y si el educador ha de ayudar al alumno a examinar y comprender los valores y las influencias que lo rodean, y de las cuales forma parte, ¿no debe el maestro comprenderlos también? Si uno es ciego, ¿podrá ayudar a los demás a cruzar a la otra orilla?
Indudablemente, el maestro es el primero que debe empezar a ver las cosas como son. Debe estar constantemente alerta, intensamente alerta a sus propios pensamientos y sentimientos, debe darse cuenta de la manera en que él mismo está condicionado, de sus acciones y reacciones, porque de esta actitud alerta nace la inteligencia y, con ella, una transformación radical de su relación con las personas y con las cosas. La inteligencia no tiene nada que ver con aprobar exámenes. La inteligencia es la percepción espontánea que hace al ser humano fuerte y libre. Para despertar la inteligencia de un niño, debemos comprender por nosotros mismos qué es la inteligencia; porque ¿cómo vamos a pedirle a un niño que sea inteligente si gran parte de nuestras actitudes no demuestran inteligencia alguna? El problema no consiste solamente en las dificultades del alumno, sino también en las nuestras: los temores acumulados, la infelicidad y las frustraciones, de los que no estamos libres. Para ayudar al niño a que sea inteligente, tenemos que demoler en nuestro interior los obstáculos que nos hacen torpes e irreflexivos. ¿Cómo podemos enseñarles a los niños a que no busquen seguridad personal si es eso lo que nosotros hacemos? ¿Qué esperanza puede tener el niño si nosotros, los padres y los maestros, no somos enteramente vulnerables a la vida sino que levantamos muros de protección a nuestro alrededor? Para descubrir el verdadero significado de esta lucha por la seguridad, que causa tal caos en el mundo, debemos empezar a despertar nuestra propia inteligencia, dándonos cuenta de nuestros propios procesos psicológicos; debemos empezar a cuestionar todos los valores que ahora nos aprisionan. No deberíamos continuar ajustándonos irreflexivamente a los patrones en los que da la casualidad de que hemos sido educados. ¿Cómo puede haber armonía en el individuo, y por lo tanto en la sociedad, si no nos comprendemos a nosotros mismos? A menos que el educador se comprenda a sí mismo, a menos que vea sus propias reacciones condicionadas y
comience a liberarse de los valores imperantes, ¿cómo es posible que despierte la inteligencia del niño? Y si no puede despertar la inteligencia del niño, ¿cuál es su función entonces? Sólo si comprendemos los mecanismos y el proceso de nuestro propio pensar y sentir podremos ayudar al niño a ser un individuo libre; y si para el educador ésta es una cuestión vital, no sólo prestará intensa atención al niño, sino también a sí mismo. Muy pocos observamos nuestros pensamientos y sentimientos. Cuando lo que vemos nos resulta a todas luces detestable, en vez de indagar su pleno significado nos limitamos a intentar refrenarlo, o lo rechazamos. No nos damos cuenta exacta de nosotros mismos; nuestros pensamientos y sentimientos son estereotipados, automáticos. Adquirimos conocimientos sobre algunas materias, reunimos algo de información, y después tratamos de transferir todo eso a los niños. Pero si nuestro interés es auténtico, vital, no nos contentaremos con averiguar qué experimentos educativos se están llevando a cabo en las diferentes partes del mundo, sino que procuraremos ser muy claros respecto a cómo abordamos nosotros mismos toda esta cuestión: nos preguntaremos por qué y con qué propósito nos educamos y educamos a nuestros hijos; investigaremos la significación de la existencia, las relaciones del individuo con la sociedad, etcétera. Indiscutiblemente, los educadores deben darse cuenta de estos problemas y tratar de ayudar al niño a descubrir la verdad acerca de ellos, sin proyectar en él sus propias peculiaridades y hábitos de pensamiento. El mero hecho de seguir un sistema, ya sea político o educativo, no resolverá jamás nuestros cuantiosos problemas sociales; y es mucho más importante entender nuestra manera de hacer frente a un problema que entender el problema en sí. Para que los niños estén libres de temor –ya sea del temor a sus padres, a su entorno o a Dios– el propio educador no debe tener temor. Pero eso es
lo difícil: encontrar maestros que no sean víctimas de alguna clase de miedo. El miedo coarta el pensamiento y limita la iniciativa; y un maestro que sea presa del miedo no podrá de ninguna manera transmitir la profunda significación de estar libre de todo temor. Como la bondad, el temor es contagioso, y si el educador vive secretamente atemorizado, traspasará ese temor a sus alumnos, aun cuando dicha contaminación quizá no sea visible de inmediato. Supongamos, por ejemplo, que un maestro teme a la opinión pública y, aunque ve lo absurdo de su miedo, no puede trascenderlo. ¿Qué ha de hacer? Al menos, puede reconocerlo ante sí mismo, y puede ayudar a sus alumnos a comprender el miedo explicándoles su reacción psicológica y hablando francamente con ellos sobre el particular. Esta manera franca y sincera de enfocar el asunto estimulará a los alumnos a ser igualmente francos y sinceros consigo mismos y con el maestro. Para darle libertad al niño, el propio maestro debe comprender las implicaciones y el pleno significado de la libertad. El ejemplo y la coerción, cualquiera que sea la forma que adopten, jamás ayudarán a crear un clima de libertad; y sólo en libertad puede el alumno descubrirse a sí mismo y tener una percepción esencial y directa. El niño está influido por la gente y las cosas que lo rodean, y el verdadero educador debe ayudarle a descubrir esas influencias y su auténtico valor. Los valores verdaderos no se descubren acatando la autoridad de la sociedad ni de la tradición; sólo la reflexión individual puede revelarlos. Si uno comprende todo esto a fondo, alentará al alumno desde el principio a que tenga una percepción inteligente de los valores sociales e individuales vigentes en la actualidad: le alentará a que busque, no una serie determinada de valores, sino el verdadero valor de todas las cosas; le ayudará a no tener miedo, es decir, a liberarse de toda dominación, ya sea por parte del maestro, de la familia o de la sociedad, de manera que pueda
florecer como individuo en amor y bondad; y, al orientar así al alumno hacia la libertad, también el educador estará cambiando sus propios valores, pues él también comenzará a sentirse libre del “mí” y de “lo mío”, y él también florecerá en amor y bondad. Este proceso de educación mutua crea una relación completamente diferente entre el maestro y el alumno. El dominio o la coerción de cualquier clase son un obstáculo directo para la libertad y la inteligencia, y, por eso, el verdadero educador no tiene autoridad ni poder en la sociedad: está más allá de los edictos y sanciones de la sociedad. Si queremos ayudar al alumno a liberarse de los obstáculos que él mismo y su entorno han creado, entonces cualquier forma de dominio o coerción debe comprenderse y desecharse, y esto es imposible si el educador no trabaja a su vez para liberarse de toda autoridad y de sus perjuicios. Seguir a otro, no importa lo sabio que sea, impide el descubrimiento de los procedimientos del “yo”; correr tras las promesas de una utopía preconcebida hace que la mente no se dé cuenta en absoluto del acorralamiento que supone su deseo de seguridad, de autoridad, de contar con la ayuda de otro. El sacerdote, el político, el abogado y el militar están todos a nuestra disposición para “ayudarnos”; pero la ayuda que nos brindan destruye la inteligencia y la libertad. La ayuda que necesitamos no está fuera de nosotros; no necesitamos implorar ayuda; la ayuda llega sin que la busquemos cuando somos humildes y trabajamos con entrega, cuando estamos abiertos a comprender nuestras aflicciones y reveses cotidianos. Debemos evitar el deseo consciente o inconsciente de apoyo y estímulo, porque tal deseo crea su propia respuesta, que es siempre gratificante: es un alivio tener a alguien que nos estimule, que nos guíe, que nos calme, pero este hábito de recurrir a otro para que nos sirva de guía, de autoridad, pronto se convierte en el veneno de nuestra vida. En el momento en que dependemos de la guía de otro, olvidamos nuestra intención original, que era despertar la libertad individual y la inteligencia.
Toda autoridad es un impedimento, y es esencial que el maestro no se convierta en autoridad para sus alumnos. La forma en que se constituye la autoridad es un proceso consciente e inconsciente a la vez: el alumno está inseguro, va buscando a tientas, mientras que el maestro se siente seguro de su conocimiento, fuerte, respaldado por su experiencia; el alumno, por tanto, encuentra seguridad en la fortaleza del maestro y tiende a dejarse alumbrar por su luz, pero esa seguridad no es real ni duradera. Un maestro que consciente o inconscientemente estimule la dependencia no podrá ser jamás de gran ayuda para sus alumnos; podrá apabullarlos con sus conocimientos, deslumbrarlos con su personalidad, pero no será un verdadero educador, pues su conocimiento y su experiencia son su adicción, su certeza, su prisión, y, mientras no se libere de esas trabas, no podrá ayudarles a ser individuos integrados. Para ser un verdadero educador, un maestro debe liberarse constantemente de los libros y los laboratorios, y debe estar siempre alerta para que sus alumnos no lo tomen como ejemplo, como ideal, como autoridad. Cuando el maestro desea realizarse personalmente a través de sus alumnos, cuando el éxito de ellos es el suyo propio, entonces su enseñanza es una forma de continuación de sí mismo, lo cual es pernicioso para el conocimiento propio e impide la libertad. El verdadero educador debe tener en cuenta todos estos obstáculos a fin de poder ayudar a sus alumnos a liberarse, no sólo de su autoridad, sino también de sus propios anhelos obstaculizadores. Desgraciadamente, cuando llega el momento de tener que comprender un problema, la mayor parte de los maestros no tratan al alumno de igual a igual; desde su posición superior, dan instrucciones al alumno, al que ven muy por debajo de ellos. Esta manera de relacionarse con el discípulo no hace sino reforzar el temor en el maestro y en el alumno. ¿Qué es lo que crea esta desigual relación? ¿Es que el maestro tiene miedo de que se descubran sus fallos? ¿Acaso mantiene una distancia decorosa para proteger
su susceptibilidad y su sentimiento de importancia? Esta actitud de superioridad y reserva no ayuda en modo alguno a derribar las barreras que separan a los individuos. Después de todo, el educador y su alumno se ayudan mutuamente para educarse a sí mismos. Toda relación debe ser de educación mutua; y, dado que el aislamiento protector que confieren el conocimiento, el éxito y la ambición sólo crea envidia y antagonismo, el verdadero educador debe trascender esas murallas que él mismo levanta a su alrededor. Y puesto que está dedicado completamente a conseguir la libertad y la integración del individuo, el verdadero educador es profunda y sinceramente religioso. No pertenece a ninguna secta, ni a ninguna religión organizada; está libre de creencias y ritos, pues sabe que no son más que ilusiones, fantasías y supersticiones proyectadas por los deseos de quienes las crean. Sabe que la realidad, o Dios, se manifiesta sólo cuando hay conocimiento propio y por lo tanto libertad. Con frecuencia, individuos que no tienen ningún título académico resultan ser los mejores maestros, porque están dispuestos a experimentar; no siendo especialistas, su interés es aprender, comprender la vida. Para el verdadero maestro, la enseñanza no es una técnica, es su forma de vida; como el gran artista, antes preferiría morir de hambre que abandonar su trabajo creador. A menos que uno tenga este ardiente deseo de enseñar, no debe ser maestro. Es de suma importancia descubrir por uno mismo si se tiene este don, en lugar de acabar dedicándose a esta profesión simplemente porque es un medio de ganarse la vida. Mientras la enseñanza sea una mera profesión, un medio de vida, y no una vocación de total entrega, forzosamente habrá un abismo entre el mundo y nosotros: nuestra vida personal y nuestro trabajo serán parcelas distintas, separadas. Mientras la educación sea un empleo como otro cualquiera, serán inevitables el conflicto y la enemistad entre los individuos y entre las diversas clases sociales; habrá más competencia, despiadada ambición
personal, y divisiones raciales y nacionales causantes de antagonismos y guerras interminables. Pero si nos entregamos a ser verdaderos educadores, no estableceremos barreras entre nuestra vida personal y la vida de la escuela: allá donde nos encontremos, nuestra prioridad será siempre la libertad y la inteligencia. Nuestra disposición será igual hacia los hijos de los ricos que hacia los de los pobres, y respetaremos a cada niño como un individuo, con su temperamento particular, su herencia, sus ambiciones: nos importará, no una clase determinada, no los poderosos o los débiles, sino la libertad y la integración del individuo. Dedicarse a la verdadera educación ha de ser una acción completamente voluntaria, no debe ser resultado de ninguna clase de persuasión ni de esperanza de recompensa personal, y debe estar libre de los temores inherentes al ansia de logro social y de éxito. Nuestra identificación con el éxito o fracaso de una escuela sigue estando dentro del campo de los motivos personales, y, si enseñar es nuestra vocación, si creemos que la verdadera educación es una necesidad vital del individuo, no permitiremos que nuestras ambiciones o las de otros nos obstaculicen o nos desvíen: encontraremos tiempo y oportunidad para este trabajo, y nos dedicaremos a él sin esperar recompensa, honores o fama; y todas las demás cosas de la vida –la familia, la seguridad personal y la comodidad– tendrán una importancia secundaria. Si pensamos seriamente en ser verdaderos maestros, nos sentiremos totalmente insatisfechos, no con un sistema educativo determinado, sino con todos los sistemas, pues sabemos que ningún método educativo puede liberar al individuo; un método o un sistema puede condicionarle a una escala diferente de valores, pero no podrá hacerle libre. Tenemos que estar asimismo muy alertas para no caer en nuestro propio sistema particular, que la mente intenta construir en todo momento. Resulta muy cómodo y seguro contar con una norma de conducta, de acción, y por
eso la mente se escuda en sus formulismos. Estar constantemente en actitud alerta nos exige y nos incomoda, mientras que el desarrollar y seguir un método o sistema no requiere la menor reflexión. La repetición y el hábito hacen a la mente perezosa, y es necesario un choque emocional para despertarla, que es a lo que llamamos problema. Lo que pasa es que, acto seguido, intentamos resolver ese problema valiéndonos de nuestras manidas explicaciones, justificaciones y censuras, todo lo cual hace que la mente se eche a dormir otra vez. La mente se deja atrapar constantemente en este estado de pereza, y el verdadero educador no sólo le pone fin en su interior, sino que ayuda a sus alumnos a que se den cuenta de esa inercia. Tal vez haya quien pregunte: «¿Cómo se convierte uno en un verdadero educador?». Con toda seguridad, el preguntar «cómo» indica, no una mente libre, sino timorata, que busca un beneficio, un resultado. La esperanza y el esfuerzo de ser algo en la vida hacen que la mente se ajuste al fin que uno anhela; mientras que una mente libre está siempre ojo avizor, aprendiendo, y, por lo tanto, abriéndose paso entre los obstáculos que ella misma proyecta. La libertad está al principio, no es algo que haya de alcanzarse al final. En cuanto uno pregunta «cómo», se tropieza con dificultades insuperables, y el maestro que está deseoso de dedicar su vida a la educación nunca hará esta pregunta, porque sabe que no hay ningún método por el cual pueda uno convertirse en un verdadero educador. Cuando uno está realmente interesado, no pide un método que le asegure la meta deseada. ¿Puede algún método hacernos inteligentes? Podemos pasar por toda la complejidad de un sistema, obtener títulos, y un sinfín de cosas más, pero ¿seremos entonces educadores, o seremos meramente la personificación de un sistema? Buscar recompensas, querer que se nos llame educadores prominentes, es tener ansias de reconocimiento y aplauso; y, aunque en ocasiones es agradable ser apreciado y estimulado, si uno depende de ello
para mantener su interés, esos estímulos se convierten en una droga de la que pronto nos hastiamos. Esperar reconocimiento y estímulo revela una considerable inmadurez. Si queremos de verdad crear algo nuevo, debe haber comprensión y energía, no reproches y disputas. Si uno se siente frustrado en su trabajo, seguramente se cansará y se aburrirá. Si uno no siente interés, evidentemente no debe continuar enseñando. ¿Por qué hay con tanta frecuencia una falta de auténtico interés vital entre los maestros? ¿Qué es lo que le hace a uno sentirse frustrado? La frustración no es resultado de verse obligado por las circunstancias a hacer esto o aquello; surge cuando nosotros mismos no sabemos lo que realmente queremos hacer. Confundidos como estamos, se nos empuja de un lado para otro, y aterrizamos finalmente en algo que no nos interesa en absoluto. Si enseñar es nuestra verdadera vocación, tal vez nos sintamos temporalmente frustrados porque no encontramos la manera de salir de la actual confusión educativa; pero, tan pronto como veamos y entendamos lo que significa y requiere una verdadera educación, tendremos de nuevo el empuje y el entusiasmo necesarios. No es un asunto de voluntad o resolución, sino de percepción y entendimiento. Si enseñar es nuestra vocación, y si percibimos la gran importancia de una educación correcta, no podemos ser sino la clase de educadores que de verdad se necesitan. Entonces no es preciso seguir ningún método; el acto en sí de comprender que una verdadera educación es indispensable para lograr la libertad y la integración del individuo origina en nosotros un cambio fundamental. Si uno comprende que la paz y la felicidad sólo pueden llegar al ser humano a través de una verdadera educación, entonces, espontáneamente, uno le dedicará su vida y su atención enteras. Uno enseña porque quiere que el niño sea rico interiormente, lo que le permitirá dar a las posesiones materiales su verdadero valor. Sin riqueza interior, las cosas del mundo adquieren una importancia disparatada, que
conduce a diversas formas de destrucción y miseria. Uno enseña para estimular al alumno a encontrar su verdadera vocación y a evitar aquellas ocupaciones que fomentan el antagonismo entre los seres humanos. Uno enseña para ayudar a los jóvenes a que se conozcan a sí mismos, sin lo cual no puede haber paz ni felicidad duraderas. La enseñanza no es realización personal, sino abnegación del “yo”. Cuando no se recibe una verdadera enseñanza, la ilusión se confunde con la realidad, y entonces el individuo está siempre en conflicto, consigo mismo y, como consecuencia, en sus relaciones con los demás, o sea, con la sociedad. Uno enseña porque ve que sólo la comprensión de uno mismo, y no los dogmas y ritos de las religiones organizadas, puede dar tranquilidad a la mente, y que la creación, la verdad, Dios, se manifiesta sólo cuando trascendemos el “mí” y lo “mío”.
CAPÍTULO VII
EL SEXO Y EL MATRIMONIO Al igual que otros problemas humanos, el de nuestras pasiones y nuestros impulsos sexuales es complejo y difícil, y si el educador no ha profundizado en él y ha visto sus muchas implicaciones, ¿cómo puede ayudar a aquellos que educa? Si los padres o el maestro están atrapados en el torbellino del sexo, ¿cómo pueden orientar al niño? ¿Podemos ayudar a los niños si nosotros mismos somos incapaces de comprender en detalle esta cuestión? La manera en que el educador transmite una comprensión del sexo depende del estado de su propia mente: depende de que él sea un individuo templado, o consumido por sus deseos. Ahora bien, ¿por qué es el sexo, para la mayoría de nosotros, un problema, lleno de confusión y de conflicto? ¿Por qué se ha convertido en un factor dominante de nuestras vidas? Una de las principales razones es que no somos creativos, y no somos creativos porque toda nuestra cultura social y moral, así como nuestros métodos educativos, están basados en el desarrollo del intelecto. La solución a este problema del sexo está en comprender que la creación no es fruto de la actividad intelectual; al contrario, hay creación solamente cuando el intelecto está en reposo. El intelecto, la mente como tal, sólo es capaz de repetir, de recordar; hilvana constantemente nuevas palabras y reorganiza las viejas; y como la mayoría de nosotros sentimos y adquirimos experiencias sólo a través del intelecto, vivimos exclusivamente de palabras y repeticiones mecánicas. Evidentemente, esto no es creación; y, puesto que no somos creativos, el único medio de creación que nos queda es el sexo. Pero el deseo sexual es producto de la mente, y todo lo que es de la mente, cuando no se satisface, causa frustración.
Nuestras ideas y nuestras vidas son quizá chispeantes, pero áridas, huecas,
vacías. Emocionalmente estamos hambrientos; religiosa e
intelectualmente
somos
torpes
y
reiterativos;
social,
política
y
económicamente vivimos reglamentados y dominados. No somos personas felices, vitales, alegres; ni en casa ni en el trabajo ni en la iglesia ni en la escuela experimentamos un estado de ánimo creativo; nuestra actividad física y mental cotidiana no conoce un instante de verdadero descanso. Presionados por todas partes, como lo estamos, naturalmente el sexo es nuestra única salida, y buscamos esa experiencia una y otra vez porque nos ofrece momentáneamente el estado de felicidad que sobreviene con la ausencia del “yo”. No es el sexo lo que constituye el problema, sino el deseo de volver a experimentar ese estado de felicidad, de capturarlo, de alcanzar y conservar el placer, ya sea sexual o de cualquier otra clase. Lo que en realidad buscamos es la intensa pasión que nace cuando nos olvidamos de nosotros mismos, es la identificación con algo en lo que nos podamos diluir por completo. Dado que el “yo” es pequeño, insignificante y fuente de dolor, consciente o inconscientemente queremos disolvernos en la excitación individual o colectiva: en los pensamientos elevados, o en alguna forma burda de sensación. Cuando intentamos escapar del “yo”, los medios de escape adquieren enorme importancia, y entonces ellos también se convierten en dolorosos problemas. A menos que investiguemos y comprendamos los obstáculos que impiden la vida creativa, que es el estar libre del “yo”, no podremos entender la cuestión del sexo. Uno de los impedimentos para vivir una vida creativa es el miedo, y una manifestación de ese miedo es la respetabilidad. Las personas respetables, aquellas que se sienten moralmente obligadas, no se dan cuenta de la profunda significación de la vida: encerradas tras los muros de su propia rectitud, no ven más allá de ellos. Su moralidad de vitrina –basada en ideales y creencias religiosas– no tiene nada que ver con la realidad; así pues,
salvaguardadas tras esa falsa moralidad, viven en el mundo de sus propias ilusiones. A pesar de su moralidad autoimpuesta y gratificante, también las personas respetables viven en la confusión, la miseria y el conflicto. El miedo, que es el resultado de nuestra ansia de seguridad, nos obliga a conformarnos, a imitar a los demás, a someternos al poder, e impide por lo tanto una vida de creación. Para vivir creativamente, es necesario vivir con libertad, es decir, vivir sin miedo; luego el estado de creatividad sólo puede existir cuando la mente no es prisionera del deseo ni de la satisfacción del deseo, cuyos ocultos enredos sólo puede desenmarañar una delicada y atenta observación de nuestras mentes y de nuestros corazones. Cuanto más reflexión y afecto haya en nosotros, menos podrá el deseo dominar la mente, ya que es la falta de amor lo que convierte las sensaciones en un tormento. Para entender el problema de las sensaciones, tendremos que abordarlo, no desde un ángulo particular, sino desde todos los flancos: educativo, religioso, social y moral. Las sensaciones se han vuelto casi lo único importante para nosotros por la exagerada relevancia que hemos concedido a los valores sensuales. A través de los libros, de los anuncios, del cine y de otros medios, se estimulan constantemente las sensaciones. Las celebraciones políticas y religiosas, el teatro y otras clases de diversión nos incitan a buscar estímulo en diferentes niveles de nuestro ser; y nos deleitamos con ese estímulo. Fomentamos la sensualidad por todos los medios posibles, y, al mismo tiempo, defendemos el ideal de la castidad, forjando así una contradicción interna; y, lo que es más disparatado aún, esa misma contradicción nos excita. Sólo cuando comprendemos esta búsqueda insaciable de sensaciones, que es una de las primordiales actividades de la mente, sólo entonces el placer, la excitación y la violencia dejan de ser un rasgo dominante en nuestras vidas. Es porque no amamos, por lo que el sexo y la búsqueda de sensaciones se han convertido en un problema agotador. Cuando hay amor,
hay castidad; pero no es casto aquel que trata de serlo. La virtud es fruto de la libertad, y se manifiesta cuando hay comprensión de “lo que es”. Cuando somos jóvenes, nuestros impulsos sexuales son fuertes, y la mayoría
tratamos
de
lidiar
con
esos
deseos
dominándolos
y
disciplinándolos, pues creemos que, sin alguna clase de represión, nos convertiremos en seres desenfrenados y lascivos. A las religiones organizadas les preocupa mucho esta cuestión de la moralidad sexual; sin embargo, nos permiten perpetrar actos violentos y asesinar en nombre del patriotismo, nos dejan entregarnos a la envidia y a la astucia cruel y correr tras el poder y el éxito. ¿Por qué les preocupa tanto ese particular tipo de moralidad y, en cambio, no acometen contra la explotación, la codicia y la guerra? ¿No se deberá a que, siendo las religiones organizadas parte del medio social que hemos creado, dependen para su misma existencia de nuestros temores y esperanzas, de nuestra envidia y de nuestro separatismo? La realidad es que en el campo de la religión, como en cualquier otro, la mente está prisionera de las proyecciones de sus propios deseos. Mientras no haya una profunda comprensión del proceso completo del deseo, la institución del matrimonio tal como existe hoy día, tanto en Oriente como en Occidente, no puede dar respuesta al problema sexual. El amor no se induce por la firma de un contrato, y no está basado ni en el intercambio de placeres ni en la promesa de seguridad y consuelo mutuos. Todas éstas son cosas de la mente, y por eso el amor ocupa una parte tan pequeña de nuestras vidas. El amor no es de la mente; es absolutamente independiente del pensamiento, de sus cálculos sagaces y de sus demandas y reacciones autoprotectoras. Cuando hay amor, el sexo jamás es un problema; lo que crea el problema es la falta de amor. Lo que constituye el problema son los obstáculos y escapes de la mente, y no el sexo o cualquier otro asunto concreto; por eso es importante comprender los procesos de la mente, sus mecanismos de atracción y repulsión, sus reacciones a la belleza y a la fealdad. Deberíamos
observarnos y darnos cuenta de cómo consideramos a los demás, de cómo miramos a los hombres y a las mujeres. Deberíamos ver que la familia se convierte en un centro de separatismo y de actividades antisociales cuando, llevados por nuestro sentimiento de importancia personal, nos valemos de ella como medio de autoperpetuarnos. La familia y la propiedad, cuando giran en torno al “yo” y a sus fieramente excluyentes deseos y ansiedades, se convierten en instrumentos de poder y de dominación, y en fuente de conflictos entre el individuo y la sociedad. Lo que hace aún más difíciles todas estas cuestiones humanas es el hecho de que nosotros mismos, los padres y los maestros, nos sentimos profundamente agotados y sin esperanza, desasosegados y confusos; nos pesa la vida, y queremos que se nos reconforte y se nos ame. Y, siendo en lo más hondo así de pobres e insuficientes, ¿qué posibilidades tenemos de dar una verdadera educación al niño? Por eso, el problema principal no es el niño, sino el educador, y deben purificarse nuestros corazones y nuestras mentes si queremos ser capaces de educar a los demás. Si el educador está confundido, corrompido, perdido en el laberinto de sus propios deseos, ¿cómo puede impartir sabiduría o ayudarle a enderezar el camino a otro? No somos máquinas, que deban entender y reparar los expertos; somos el resultado de una larga serie de influencias y accidentes, y cada uno de nosotros tiene que desenmarañar y comprender por sí mismo la confusión de su propia naturaleza.
CAPÍTULO VIII
ARTE, BELLEZA Y CREACIÓN Casi todos tratamos constantemente de huir de nosotros mismos, y, dado que el arte ofrece una manera fácil y respetable de conseguirlo, ha pasado a desempeñar un papel importantísimo en la vida de muchas personas. Impulsados por el deseo de olvidarse de quienes realmente son, algunos se hacen artistas del mismo modo que otros se dan a la bebida o siguen incomprensibles y fantásticas doctrinas religiosas. Cuando, consciente o inconscientemente, nos valemos de algo para huir de nosotros mismos, nos hacemos esclavos de ello. Depender de una persona, de un poema o de cualquier otra cosa como medio de escape de nuestras
penas
y
ansiedades,
aunque
quizá
nos
enriquezca
momentáneamente, sólo crea más conflictos y contradicciones en nuestras vidas. El estado de creatividad no puede existir cuando hay conflicto; y la verdadera educación debe por lo tanto ayudar al individuo a encarar sus problemas, en vez de glorificar los medios de escape; debe ayudarle a entender y eliminar el conflicto, porque sólo entonces se manifiesta ese estado de creatividad. El arte divorciado de la vida no tiene gran significación. Cuando el arte está separado del vivir cotidiano, cuando hay una brecha entre nuestra vida instintiva y nuestros esfuerzos en el lienzo, en el mármol o en la palabra, el arte se convierte simplemente en la expresión de nuestro superficial deseo de escapar de la realidad de “lo que es”. Salvar esa distancia es muy difícil, especialmente para aquellos que son talentosos y técnicamente hábiles, pero sólo una vez que salvamos esa distancia se hace íntegra nuestra vida, y el arte es entonces la expresión integral de los seres humanos que somos.
La mente tiene el poder de crear ilusiones, y, por eso, cuando no se comprenden sus movimientos, buscar inspiración es consentir en el autoengaño. La inspiración llega cuando estamos abiertos a ella, no cuando la buscamos; intentar, por medio de un estímulo cualquiera, conseguir inspiración conduce a toda clase de vanas ilusiones. A menos que uno se dé cuenta del significado de la existencia, la capacidad o el talento únicamente acentúan la importancia del “yo” y sus deseos; tienden a hacer al individuo egocéntrico y separatista: le hacen sentirse como una entidad aparte, como un ser superior, todo lo cual engendra males y produce luchas y dolor sin fin. El “yo” es un fardo de muchas entidades, cada una enfrentada a las demás. Es un campo de batalla de deseos contrapuestos, un centro de lucha constante entre “lo mío” y “lo no mío”; y mientras demos importancia al “yo”, al “mí” y a “lo mío”, aumentarán los conflictos dentro de nosotros y en el mundo. Un verdadero artista está por encima de la vanidad del “yo” y de sus ambiciones. Tener la facultad de expresarse con brillantez y ser, no obstante, presa del juego mundano hacen de la vida una contradicción y una lucha. El elogio y la adulación, cuando se toman en serio, hinchan el ego y destruyen la receptividad; y el culto al éxito, en cualquier campo, resulta indudablemente en detrimento de la inteligencia. Cualquier tendencia o talento que contribuya al aislamiento, cualquier clase de autoidentificación, no importa lo estimulante que sea, transfigura la expresión de la sensibilidad y es origen de insensibilidad. La sensibilidad se embota cuando el talento adquiere carácter personal, cuando se concede importancia al “mí” y a “lo mío”: «Yo pinto», «yo escribo», «yo invento». Sólo cuando nos damos cuenta de todos los movimientos de nuestro pensar y de nuestro sentir en nuestras relaciones con las personas, con las cosas y con la naturaleza, la mente se abre, se hace flexible, y no está trabada por demandas y deseos autoprotectores; sólo entonces, libre de las obstrucciones del “yo”, tiene sensibilidad para captar lo feo y lo bello.
La sensibilidad a la fealdad y a la belleza no nace del apego; sobreviene cuando hay amor, cuando no hay conflictos creados por el “yo”. Cuando somos interiormente pobres, nos entregamos a toda clase de ostentación de riquezas, poder y posesiones. Cuando nuestros corazones están vacíos, coleccionamos objetos; si podemos permitírnoslo, nos rodeamos de objetos que consideramos bellos, y, al hacerlo, debido a la enorme importancia que les atribuimos, somos responsables de contribuir a la miseria y a la destrucción. El espíritu ambicioso no es amor a la belleza: nace del deseo de seguridad; y tener seguridad es ser insensible. El deseo de seguridad crea el temor y pone en marcha un proceso de aislamiento que levanta muros de resistencia a nuestro alrededor, y esos muros impiden por completo que aflore la sensibilidad. Por más bello que sea un objeto, pronto deja de interesarnos; en cuanto nos acostumbramos a él, pierde su atractivo, pues, aunque su belleza siga intacta, ya no la vemos: ha sido absorbida por la monotonía del vivir cotidiano. Debido a que nuestros corazones están marchitos y se nos han olvidado cosas como la bondad, o el sentarnos a mirar las estrellas, los árboles y su reflejo en el agua, necesitamos el estímulo de los cuadros y las joyas, de los libros y de diversiones sin fin. Buscamos incansablemente nuevas fuentes de animación, nuevas emociones; anhelamos una diversidad de sensaciones cada vez mayor, y es este deseo y la satisfacción del deseo lo que extenúa y embota el corazón y la mente. Mientras busquemos sensaciones, las cosas que llamamos bellas o feas tienen una significación meramente superficial. La dicha duradera existe sólo cuando somos capaces de ver las cosas como si las miráramos por primera vez, lo cual no es posible mientras seamos prisioneros de nuestros deseos, ya que el ansia de sensación y gratificación nos impide percibir eso que es siempre nuevo. Las sensaciones pueden comprarse, pero no el amor a la belleza.
Cuando nos damos cuenta de la vacuidad de nuestras mentes y de nuestros corazones, sin huir de ella para caer en cualquier clase de estímulo y sensación, cuando estamos completamente abiertos, receptivos, en un estado de intensa sensibilidad, sólo entonces puede haber creación, y sólo entonces podemos encontrar esa dicha creativa. Cultivar la expresión externa sin comprender nuestro proceso interior crea inevitablemente aquellos valores que llevan al ser humano a la destrucción y al sufrimiento. Quizá aprender una técnica nos permita acceder a un buen puesto de trabajo, pero no nos hará seres creativos. En cambio, si en uno hay júbilo, si arde en uno el fuego de la creatividad, ese fuego encontrará la manera de expresarse, y no hará falta que uno estudie un método de expresión. Cuando uno de verdad quiere escribir un poema, lo escribe; si se domina la técnica, mucho mejor, pero ¿por qué ensalzar lo que es simplemente un medio de comunicación, si uno no tiene nada que decir? Cuando hay amor en nuestros corazones, no buscamos un método que nos ayude a plasmar lo que sentimos en palabras. Quizá algunos grandes artistas y grandes escritores sean capaces de crear; pero nosotros no, nosotros somos meros espectadores. Aunque leamos cantidad de libros, escuchemos piezas musicales magníficas y contemplemos obras de arte, nunca experimentamos directamente lo sublime; nuestra experiencia depende siempre de un poema, de un cuadro, o de la personalidad de un santo. Para cantar, uno ha de sentir la canción en su corazón; pero nosotros, como hemos perdido la canción, nos apresuramos a buscar al cantor, ya que sin él, sin un intermediario, nos sentimos perdidos, y de lo que no nos damos cuenta es que, para poder descubrir algo, tenemos que perdernos primero. El descubrimiento es el comienzo de la creatividad; y sin creatividad, hagamos lo que hagamos, no puede haber paz ni felicidad para el ser humano. Imaginamos que tendremos una vida creativa y feliz si aprendemos un método, una técnica, un estilo. Pero la felicidad creativa sólo llega cuando
hay riqueza interior; no puede conseguirse mediante ningún sistema. El perfeccionamiento del “yo”, que es otro medio de afianzar la estabilidad del “mí” y de “lo mío”, no es creativo, ni es amor a la belleza. La creatividad se manifiesta cuando hay un darse cuenta constante de las actividades de la mente y de los obstáculos que se ha puesto a sí misma. La libertad de crear nace de la comprensión de uno mismo; pero comprenderse a uno mismo no es un don, y se puede ser creativo sin tener ningún talento particular, pues la creación es sencillamente un estado de ser en el que están ausentes los conflictos y tribulaciones del “yo”, un estado en el que la mente no está atrapada en las exigencias y ambiciones del deseo. Ser creativo no consiste en producir poemas, estatuas o hijos; es encontrarse en ese estado en el que puede manifestarse la verdad. La verdad se manifiesta cuando cesa por completo el pensamiento, y el pensamiento cesa sólo cuando el “yo” está ausente, cuando la mente ha dejado de hacer, es decir, cuando no es prisionera de sus propias ambiciones. Cuando la mente está en reposo absoluto, sin haber sido forzada o guiada mediante una técnica a la quietud, cuando está en silencio porque el “yo” está inactivo, entonces hay creación. El amor a la belleza puede expresarse en una canción, en una sonrisa, o en silencio; pero el silencio es algo a lo que la mayoría de nosotros no somos dados. No tenemos tiempo para contemplar las aves, las nubes que pasan, pues estamos demasiado ocupados con nuestros empeños y placeres. Cuando no hay belleza en nuestros corazones, ¿cómo podemos ayudar a los niños a ser sensibles y a estar alertas? Tratamos de ser sensibles a la belleza, al tiempo que rehuimos la fealdad; pero el huir de la fealdad nos hace insensibles, luego si queremos desarrollar la sensibilidad en los jóvenes, tenemos que ser sensibles a lo bello y a lo feo, y debemos aprovechar toda oportunidad para despertar en el niño el júbilo que hay en contemplar, no sólo la belleza que ha creado el ser humano, sino también la belleza sublime de la naturaleza.
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ÍNDICE CAPÍTULO I La educación y el significado de la vida CAPÍTULO II La verdadera educación CAPÍTULO III Intelecto, autoridad e inteligencia CAPÍTULO IV. La educación y la paz mundial CAPÍTULO V La escuela CAPITULO VI Los padres y los maestros CAPÍTULO VII El sexo y el matrimonio CAPÍTULO VIII Arte, belleza y creación