CUANDO ÉRAMOS NIÑOS José Luis Espina Suárez De la colección “No gana uno para sustos” (Edit. Duen de Bux, 2008) Premio de la Crítica de Asturias 2008
1
Cuando éramos niños papá y mamá organizaban excursiones con la intención de descubrirnos el mundo. Querían enseñarnos que más allá de nuestro pueblo se abrían otros paisajes y se hablaban otras lenguas, con gente de otros colores viviendo en lugares diferentes a los nuestros. En nuestros viajes mamá usaba siempre una pamela de paja con adornos florales y unas gafas de concha amarilla con estrellas doradas incrustadas en la montura. Admiraba las actrices italianas de los años cincuenta y cuando estaba lejos de casa le gustaba disfrazarse con aquellos complementos pasados de moda, sintiéndose contagiada por el encanto de unas mujeres que en su mayoría criaban malvas en los cementerios. Caminaba delante de nosotros consultando la guía de viajes o los apuntes que tomaba en las semanas previas a la partida. Señalaba con ademanes teatrales las direcciones a seguir, apuntaba con el brazo extendido hacia el lugar donde debíamos dirigirnos, como si comandase un ejército de conquistadores y se movía siempre acelerada, unos pasos por delante, temerosa de llegar tarde a todas partes o de que una antigualla aparcada durante cientos de años fuese a ser retirada segundos antes de nuestra llegada. En las exposiciones o en las catedrales donde recalábamos nos obligaba a prestar atención a sus comentarios y su voz se aireaba sin recato por encima de los demás visitantes, convirtiéndose en un centro de atención a menudo superior al de las reliquias que visitábamos. Papá cerraba siempre la comitiva, vigilándonos de cerca y dejando que ella se encargase de lo demás. En los escasos ratos de descanso le encantaba sentarse en los bancos o tumbarse en la hierba de los parques y hacer reflexiones del tipo, parece mentira que a pesar de los kilómetros que 2
nos separan de nuestra casa podamos compartir esta hermosa luna de verano. Mi hermana y yo mirábamos la luna con los pies doloridos, admirados por el grado de cursilería que nuestra madre podía alcanzar en esos momentos de pletórica inspiración. Mamá se pasaba el año organizando viajes, el más largo y exótico era en verano, el europeo quedaba para Semana Santa coincidiendo con las vacaciones escolares, y luego estaban las escapadas de los puentes en los que los destinos eran nacionales . Solía planificarlo todo y antes de la partida sabíamos cada rincón, museo o monumento que nos tocaría conocer. Nada quedaba al azar. Con el metodismo de una guía turística estipulaba los tiempos de cada actividad y programaba las visitas asignándoles un grado de interés que iba desde el mínimo interesante al máximo imprescindible, y cada año papá distribuía sus vacaciones de manera que se ajustasen a las necesidades de los viajes previstos por ella. Hasta que un día papá se quedó sin trabajo y a partir de entonces las salidas fueron menos frecuentes y las distancias más cortas. También los días de estancia se redujeron y los alojamientos se volvieron más baratos. La necesidad de mi madre por viajar no se debilitó y siempre pensó que algún día las cosas iban a cambiar y que otra vez volveríamos a vernos rumbo al Caribe, al lejano Oriente o a los legendarios desiertos africanos. Insistía en que era cuestión de tiempo el que de nuevo volviésemos a lugares recónditos, como los que en otro tiempo habíamos conocido pero de los que ni mi hermana ni yo teníamos ya ningún recuerdo.
3
Lo que más sentía mamá era que nuestras dificultades empezasen en el momento en que sus hijos estaban en esa edad en que las experiencias dejan ya una huella indeleble, pero no estaba dispuesta a desmoronarse ni pensaba resignarse a la crítica situación a la que de pronto nos veíamos sentenciados. Si algo la caracterizaba era un optimismo desmesurado que contrastaba con el permanente decaimiento de papá. No puedo recordarla víctima de un desmoronamiento. Pensándolo bien, creo que nunca he visto llorar a mamá. Ante los ojos de los demás podía parecer fría o sin sentimientos, pero quienes la conocíamos sabíamos que se trataba de un irreductible espíritu de superación que veía en los conflictos y en las desgracias una oportunidad para mejorar, un nuevo estímulo que conduciría a tiempos mejores. En los momentos difíciles acostumbraba a recurrir a tópicos esperanzadores, nunca sabré si de propia cosecha o si tomados de algún libro de aforismos o de un manual de wind surf. Comparaba la vida con las mareas y hablaba del continuo efecto de ascenso y descenso que las olas producen en su camino hasta la costa. Así es la vida, decía, un permanente transcurrir de desigualdades, por eso hay que estar preparados para lo peor y, llegado el momento, tener paciencia hasta alcanzar otra vez la cresta de la ola. Cuando nos veía decaídos o sin argumentos reía y exclamaba entre carcajadas que las patadas en el culo siempre empujan hacia adelante, y que cuanto mayor es la patada, mayor es el impulso con que te avienta. Era tan agobiante en su certeza que mi hermana y yo la mirábamos con incredulidad durante sus arrebatos de entusiasmo y nos preocupaba estar 4
bajo los cuidados de una mujer que reducía los problemas a puras anécdotas, como si la vida fuese un cuento de hadas. Cuando papá perdió el empleo tardamos varios meses en saber la verdad, y de no haber sido por su enfermedad puede que su silencio se hubiese prolongado mucho más. Se levantaba a primera hora de la mañana y se ponía las mejores ropas, como cuando asistía a reuniones importantes, y se rociaba el cuello con la colonia buena que mamá siempre le regalaba un par de veces al año. Se despedía de nosotros y el halo de perfume caro persistía en la casa como si todavía anduviese dando vueltas por las habitaciones. Después subía al coche y deambulaba de un lugar a otro escuchando las noticias de la radio y tomando cortados en los bares por los que iba parando, hasta que la tarde oscurecía y se animaba a volver a casa. Desde bien pequeños, acostumbraba a traernos de sus viajes los jaboncillos y botes de champú que recogía en los hoteles. Mi hermana y yo coleccionábamos las pastillas de jabón y las amontonábamos en un cajón del baño que cada vez que abríamos exhalaba un aroma dulce, mezcla de los olores de todos los jabones juntos. Papá tenía una cuenta bancaria donde la empresa le ingresaba los importes de las notas de gastos y durante el primer mes sin trabajo organizó un par de viajes a dos ciudades alejadas. Se hospedó en diferentes hoteles y recogió tantos jaboncillos y botes de champú como pudo, algunos de su propia habitación y otros del carro del personal de mantenimiento cuando por las mañanas entraban a acondicionar los cuartos. De vuelta a casa
5
administraba los regalos y, una vez por semana, nos entregaba una ración de jabones contándonos que los había traído de tal o cual sitio. Una mañana recibimos una llamada de un bar de carretera. A unos veinte kilómetros de casa, alguien nos avisaba de que papá había entrado allí a tomar un cortado y que de pronto había caído desplomado. Una ambulancia lo había trasladado hasta el hospital más cercano, pero no podían decirnos nada más. Su coche estaba
aparcado frente al
establecimiento y el hombre había dado con el teléfono de casa en la documentación que encontró en la guantera. Mamá, en su infinita confianza, auguró que no se trataría más que de un golpe de calor propio de aquellos días de verano, aunque mostró extrañeza por lo impropio del lugar hasta donde papá se había desplazado a tomar un café. Nos informaron en el hospital de que había sufrido un infarto cerebral y que estaba ingresado en la unidad de cuidados intensivos. Aquel accidente cardiovascular probablemente le produciría una hemiplejia del lado derecho del cuerpo, pero los médicos insistían en que había que esperar a ver la evolución. Nuestro padre era un hombre taimado, una persona reflexiva y demasiado encerrada en sí misma, pero tenía una constitución física robusta. Le gustaba hacer ejercicio y pasear solo por la playa. A veces pensaba que tal vez no nos quería demasiado y que por eso daba largos paseos pisando la arena húmeda o trotando por el paseo marítimo cuando caía la tarde. Durante los días que permaneció aislado en el hospital me sentí contagiado por el optimismo de mamá, y me aferraba a la idea de que
6
era un hombre fuerte y sano a quien nunca había visto enfermo y eso le salvaría la vida. Ni mi hermana ni yo pudimos entrar a verle y era mamá quien nos decía cómo se encontraba. Eso nos intranquilizaba sobremanera y no dábamos crédito a las esperanzadoras noticias que cada tarde, tras una breve visita, nos traía correteando por el pasillo con su eterna sonrisa irresponsable. Pasados unos días pudimos entrar nosotros a visitarle. Entre balbuceos nos pidió perdón por no confesarnos lo de su problema con el trabajo y por los engaños durante aquellas semanas, simulando viajes y regalándonos jaboncitos como si nada hubiese cambiado. Vi sus ojos enrojecidos y adiviné que la debilidad de su voz no era solo causa del infarto. Nuestro padre era un hombre derrotado que nunca más volvería a trotar por el paseo de la playa, por más que su cuerpo llegase algún día a curarse. Intentaba hablar ahogándosele el hilo de voz en un nudo profundo de emoción al reconocer sus mentiras. Me pareció un hombre desvalido, sin ninguna maldad ni recursos para defenderse en este mundo. Hasta hacía sólo unos meses aquel hombre hundido, incapaz de sujetarse las lágrimas, había tenido la responsabilidad comercial de una empresa. Mi hermana lloraba sin consuelo mientras le acariciaba una mano flácida que sostenía entre las suyas como queriendo revivirla con su calor. Ni siquiera sé si podía sentir el tacto sobre su piel. Una luz mortecina le caía por el cuerpo como si una fina capa de tul le envolviese para no lastimarle, una especie de mortaja luminosa que le abrazase quedando su entorno palidecido, apenas perceptible, y los tubos y cables que surgían de su cuerpo se perdían en 7
algún lugar, igual que los hilos de una marioneta sostenida por una mano invisible. Mamá, mientras tanto, nos daba palmadas de ánimo en la espalda quitándole trascendencia a todo, convencida de que aquello no sería nada. Tal como los médicos habían pronosticado la parte derecha del cuerpo de mi padre quedó inútil, el brazo y la pierna se le fueron acorchando y perdiendo tensión. Un color rosado fue cubriéndole los miembros y los perfiles se le volvieron uniformes, como si una capa de aire se le hubiese formado bajo la piel. El brazo se le convirtió en un peso muerto que pendulaba incrustado en su hombro y la pierna no era más que un apoyo descontrolado, igual que una estructura descoyuntada que hubiese perdido los anclajes quedando al arbitrio de la inercia. Mamá, que no perdía ocasión para expresar su buena disposición ante las adversidades, no sólo lo perdonó sino que vio en la enfermedad la oportunidad para iniciar una nueva vida. Se había terminado el imparable trajín de viajes y reuniones, papá tenía ahora la ocasión de pasar más tiempo con nosotros, de disfrutar de nuestra compañía y de recuperar el tiempo que antes no había tenido para conocer mejor a sus hijos. Todos menos él parecíamos encantados con la idea, aunque la única realmente convencida era mamá. Nosotros la apoyábamos para no crear controversia y para convencer a papá de cuánto le queríamos y de que por fin tendríamos la suerte de manifestárselo. Unos días después del accidente mamá, mi hermana y yo fuimos hasta el bar donde papá había tenido el infarto para conocer los detalles y expresarle nuestro agradecimiento al señor que lo había atendido. El lugar era desapacible, el último rincón donde yo hubiera imaginado a papá. Un 8
bar con atmósfera densa y olor a vapores de licor y fritanga. El aire lo esparcían de aquí para allá unos ventiladores que giraban en el techo donde unas tiras adhesivas colgaban sobre el mostrador llenas de moscas. El calor provocaba en el rostro del dueño una fina capa oleosa que brillaba como la cera pero sin llegar a producir sudor. Cuando supo quiénes éramos sonrió afable y unas arrugas en los carrillos le desmontaron las formas de su aspecto poco amistoso. Preguntó por mi padre y nos invitó a sentarnos y a tomar algo fresco. Yo me entretuve mirando las tiras sucias y retorcidas, preguntándome qué tenía aquello de atractivo para que las moscas sucumbiesen tan estúpidamente a su encanto. Sofía no dejaba de mirar por la ventana, entretenida en el ir y venir de coches y en el paisaje rebozado por una capa de polvo que el aire levantaba de las explanadas yermas atizadas por el calor. Entretanto mamá le contaba que todo iba bien y pronosticaba que papá se recuperaría en unas semanas. El tabernero pareció tranquilizarse, desconocedor de que mamá mentía sin querer mentir, convencida de sus previsiones pero ignorante de la dura realidad que acompañaría a nuestro padre durante el resto de su vida. El hombre apenas si conocía a papá, contaba que desde hacía una par de meses acostumbraba a pararse allí dos o tres veces por semana y, sentado a una de aquellas mesas que daban a la carretera, consumía cafés sin hablar con nadie, como mucho hojeando la prensa hasta la hora de las comidas en que el bar se llenaba de gente trabajadora. Entraban enfundados en los monos de faena y en grupos pequeños que se distribuían por la sala. Papá contrastaba con aquellos otros hombres. Su traje impecable 9
y aquel olor a perfume que todavía a esas horas se dejaba notar, se desdecía con la apariencia mucho más informal y desaliñada de los trabajadores. Tal vez por eso pensaba que mi padre se levantaba y, casi sin decir palabra, pagaba sus cafés y desaparecía por la puerta para seguir su camino. Al principio creyó que era por arrogancia, pero luego llegó a la conclusión de que era por no hacerse notar, confesándole a mi madre las sospechas de que bajo la elegancia de su porte se escondía un hombre torturado. Mamá le agradeció el interés que se había tomado por mi padre y el hombre le estrechó una mano de dedos regordetes en los que crecían pelos hasta poco antes de las uñas. A mi hermana y a mí nos regaló unas bolsas de patatas fritas y al acercarme al mostrador estiré la mano para tocar con los dedos una de aquellas tiras pegajosas e infectadas de moscas que colgaba de la ventana. Durante unas semanas, tras la vuelta a casa, papá consumía las horas frente al televisor. Se mostraba esquivo y desaseado, la barba le crecía canosa y en la cara se le formaban bolsas que parecían contener la malasangre que se le hacía por dentro. Rehuía las conversaciones prolongadas en un intento por evitar expresar los sentimientos y a Sofía y a mí nos atendía con amabilidad forzada. Nos hablaba con una voz fatigosa que parecía subirle de la planta de los pies, exhausta después del esfuerzo por acercarla a la boca. Sentado a su lado le miraba aquellos pelos blancos que le crecían bajo la piel como brotes de miseria, ásperos al tacto e hirientes cuando al anochecer le besaba antes de acostarme. Era mamá
10
quien a menudo le obligaba a afeitarse y quien le recriminaba si repetía camisa más de dos días seguidos. Yo echaba de menos el olor a perfume por las mañanas. En vez de eso, cuando aún no clareaba el día, oía los pasos torturados de papá arrastrándose sobre las baldosas, una procesión lastimosa y desigual, una pisada lenta y carrasposa seguida de una más corta y sosegada. Hasta que se detenía frente a la taza del vater y en lugar de las pisadas, era el sonido del chorro de orina el que acallaba los últimos latidos de la noche, casi siempre a tientas, apenas orientado por los rescoldos de luz que se colaban entre los huecos de las persianas o las rendijas de las puertas. Después enfilaba hacia el salón, con aquel mismo inquietante renquear, y apoyándose con el brazo bueno en las paredes, se dejaba caer en el sofá y desde ahí presenciaba nacer el día, seguramente sin querer presenciar nada, un mero encontronazo con la mañana que lo descubría ausente y desinteresado. Mamá le preparaba el desayuno y le daba golpecitos animosos en la espalda, como queriendo arrancarle el optimismo de entre los pulmones, a veces incluso mientras sostenía la taza entre los dedos, derramándole salpicaduras sobre los pantalones. Había encontrado trabajo de administrativa en un despacho de abogados con un horario flexible que le permitía atender las obligaciones de la casa. Después de dos años del accidente, cuando papá parecía más animoso y mamá había conseguido ya un contrato fijo, nos anunció que había descubierto una oferta para viajar a Alemania y que por fin podríamos volver a conocer mundo. Volaríamos a Franckfurt y desde allí nos 11
desplazaríamos en un coche alquilado por la Selva Negra. Conoceríamos Baden-baden, Titisee y Friburgo, viajaríamos a lo largo de una vegetación frondosa y nos internaríamos en sus bosques y lagos. Recuperamos la excitación previa a los viajes, contaminados por la euforia de mamá. Una tarde abrió el armario de su cuarto y encaramándose a un taburete de madera, extrajo su pamela de paja de un sombrerero oculto en el último estante. Sobre la cama que reservábamos para las visitas depositó el sombrero y sus gafas de sol con montura amarilla y estrellas doradas. Como era habitual, pasó varios días consultando guías turísticas, opiniones de conocidos y revistas especializadas, al tiempo que sobre la cama iba amontonando las cosas que necesitaríamos para el viaje. Por las mañanas, mientras papá deglutía su desayuno con la parsimonia habitual, ella le ponía al día sobre la agenda prevista y los lugares que por nada del mundo nos deberíamos perder. Otra vez volveríamos a ser los de siempre, recorriendo museos y visitando iglesias y otra vez mamá nos haría cómplices de su compulsión por los detalles. La obsesión por descubrir cada minucia descrita en las guías de viajes, la dovela del arco de medio punto que escondía la firma del picapedrero y que no aparecía por ninguna parte, la representación del bautismo de Cristo en un vitral gótico que no acertábamos a encontrar, los capiteles palmiformes inexistentes, las columnas de fuste liso que se nos resistían o la remota pila bautismal, tan bien descrita en el folleto pero invisible a nuestros ojos. La pamela de mi madre y su índice extendido serían de nuevo las saetas que revolucionarían las
atmósferas
12
más
sagradas,
una
andanada
de
atolondramiento
quebrantando la espiritualidad conventual en busca de los indicios más remotos. A Titisee llegamos un viernes hacia las seis de la tarde. Mamá conducía el coche y papá sostenía el mapa a su lado indicándole las carreteras que debía tomar. Los hoteles los reservábamos sobre la marcha, parando donde nos parecía oportuno y buscando acomodo antes de iniciar las visitas a las poblaciones que mamá había marcado en la guía. Era verano y los días alargaban la luz hasta casi entrada la noche. Nos detuvimos en un hotel a pie de carretera, era una casa estrecha con tres pisos de altura un tanto aislada del resto. Mamá me pidió que hiciese sonar una campana de bronce sujeta a la fachada y al poco nos abrió la puerta un viejo con soriasis en las manos y gestos ampulosos, dándonos a entender que tenía habitación para los cuatro. En otras circunstancias nos hubiésemos acomodado en dos habitaciones, pero la precariedad nos obligaba a conformarnos con instalarnos todos en la misma. Al anciano no pareció importarle y se adelantó a nosotros señalándonos el camino. Subimos los tres pisos por una escalera de madera que crujía bajo nuestros pies. Mamá y Sofía tiraban a trompicones de la maleta grande y papá ascendía más torpemente ayudándose del pasamanos. El hombre abrió la puerta del cuarto y nos franqueó el camino hacia un recinto casi desnudo ocupado por dos camas abarquilladas, separadas por una mesilla de noche donde reposaba una lámpara de flexo. Sobre las paredes colgaban algunos cuadros hechos con puzzles enmarcados y recubiertos por una mano de barniz que el tiempo había hecho amarillear. Eran vistas de la Selva Negra, imágenes de pastos esmeralda, macizos 13
montañosos empotrados en cielos radiantes y cabañas de madera con techumbres de pizarra. Papá se sentó sobre la cama y el somier crujió como si lo hubiesen despertado de un descanso ancestral. Desde la ventana mamá miro hacia el valle que se abría tras el hotel, una pradería salpicada de arboledas y algunas casas de ensueño. Rompió el silencio con una exclamación de júbilo imaginando lo maravilloso que sería ver la luz de la mañana acompañados por el trino de los pájaros. Dio después dos palmadas, se caló de nuevo la pamela y nos obligó a ponernos en camino antes de que la noche se nos echase encima. Aparcamos cerca del lago, un lugar con parterres y jardines circundando las casas opulentas que a esa hora parecían deshabitadas. Bajamos por una avenida ancha flanqueada por terrazas de cafeterías donde algunos clientes bebían cerveza y por hoteles lujosos con fachadas llenas de flores. Era un atardecer de principios de julio y se respiraba una calma en la que parecía camuflarse el tiempo. Más abajo, en la orilla del lago, descansaban unas barcas a pedales y algo más allá había filas de bancos y puestos de salchichas y bebidas que servían de acomodo a los que comían mientras escuchaban la música de una orquesta que entretenía a los turistas. Mamá se empeñó en alquilar uno de aquello botes a pedales. Al poco tiempo estábamos los cuatro rumbo al centro del lago. Ella y Sofía ocuparon la parte delantera, pedaleando suavemente, procurando no romper la calma de la superficie. Papá y yo nos instalamos en la parte de atrás, hasta que nos detuvimos para mirar a nuestro alrededor. Apenas si se oía algo más que el chapoteo del agua contra el timón. El sonido de la orquesta quedaba lejos y las notas llegaban como soplidos desiguales espolvoreados por una brisa 14
suave. Por un instante crucé la mirada con la de papá, él no apartaba la vista de los bosques de coníferas que crecían densos desde las orillas, elevándose y tejiendo una tupida malla de verde. Presentí que estaba perdido en aquel cielo que era ya como un lienzo regado por los restos rojizos de un sol que empezaba a marchitarse. A nuestra izquierda quedaba ahora el embarcadero de un hotel al que se accedía por una senda perfilada por balaustres de madera. Un lugar envuelto por la calma de un día consumido entre trinos desperdigados de pájaros y esa especie de rumor de vida oculta, tan propio de las tardes de verano. Mamá miró con disimulo hacia los ventanales de la fachada y con un silencio prolongado nos descubrió por primera vez y sin quererlo que todo había terminado. La sombra de añoranza que le cruzo la mirada nos confirmó que nada volvería a ser como antes, no volveríamos a pisar hoteles lujosos ni desayunaríamos en las cafeterías de cristaleras ampulosas con vistas a paisajes de ensueño. Por un momento mamá me pareció una mujer enjaulada en una interminable farsa. Aquel gesto huidizo de sus ojos me hizo pensar que tal vez la irracionalidad de sus actos, el desdén de sus observaciones, aquel proceder superficial con que parecía encarar los problemas no fuesen más que puro teatro para hacernos la vida más fácil. Volví la vista a papá y de nuevo lo descubrí perdido en algún lugar entre aquellos abetos que parecían querer arañar el cielo con los vértices de sus ramas, y me pregunté si la actitud desencantada que desde el accidente manifestaba sin recato no estuviese ya en lo más hondo de su ser, y que su enfermedad había sido una especie de coartada que le daba argumentos para mostrarse tal como era, un ser errabundo, perdido en un desconcierto 15
antiguo que ahora desvelaba sin tapujos. Sentí que las pequeñas distancias que nos separaban en el interior de aquel bote a pedales eran desiertos imposibles de atravesar, una lejanía que nos hacía extraños. Cada uno de nosotros sucumbía al balanceo de la barca encerrándose en su propio mundo y hasta Sofía tenía el semblante adormecido por la música lejana de la orquestina, una música que nos llegaba a espasmos, con los soplos intermitentes de la brisa sin fuerza. Retrepada en su asiento, entornaba los ojos como queriendo aislarse de todo y me di cuenta de que no éramos nada, apenas un remedo de familia que se esforzaba por parecerlo. Fue otra palmada de mamá la que de nuevo nos devolvió a la realidad del lago, a nuestra verdadera condición de navegantes solitarios en un bote a pedales obligados a colmar nuestras ansias de aventura. Extendió una mano señalando al frente, como hacía en las iglesias cuando se empeñaba en guiarnos hacia la sabiduría, y reemprendimos el pedaleo en busca de la estela que un barco para turistas había dibujado en el agua. Retomamos el camino de vuelta subiendo la cuesta perfilada de terrazas casi vacías. La luz del día apenas si era ya un rescoldo emergiendo tras los árboles y mamá tomó la delantera animándonos a darnos prisa. Papá ascendía en silencio cerrando la comitiva, resoplaba en el empeño por ajustarse al paso de mamá y Sofía gritaba desde atrás pidiéndole que contuviese la marcha. Cruzamos otra vez ante los mismos hoteles y terrazas, pero ya no quedaban turistas y en el interior de los locales las sillas descansaban apiladas sobre las mesas. Algunas casas tenían las ventanas abiertas y se oían las conversaciones de los comensales y los ruidos de los cubiertos entrechocando, colándose entre el murmullo de las voces. 16
Miré de nuevo hacia el lago y me encontré a papá detenido en el camino, mirando hacia alguna parte por encima de su cabeza, con los brazos en jarras y respirando con dificultad. A su espalda quedaban los brillos atornasolados del agua deformando la palidez del cielo que tardaría poco en salpicarse de estrellas. Mi hermana lo esperaba unos metros por delante y mamá iba a la cabeza jugueteando con las hojas de unos aligustres que definían una finca. Me pareció que éramos una familia desgajada, sin nada en común con los que comían animadamente en el interior de las casas. No sabía qué hacíamos en aquel lugar, qué sentido teníamos nosotros cuatro en aquel rincón de Alemania, tan lejos de casa y tan solos, ni siquiera estaba convencido de que ninguno de nosotros quisiera estar allí, esperando un amanecer animado por cánticos de pájaros y la paz de una mañana que no era la nuestra. El hotel, por la noche, era una casa siniestra revoloteada por insectos atraídos por las luces de la fachada. El latón de la campanilla brillaba animándome a hacerla sonar, pero mamá introdujo una llave en la cerradura que me descubrió un olor de tristeza ascendiendo por las mismas escaleras que nos conducían a la habitación. Otra vez remontamos las escaleras, ahora sin la compañía del anciano con soriasis, escuchando los mismos quejidos del piso en los mismos lugares de la primera vez. Nos acostamos en las dos camas, con la vista puesta en aquella ventana apenas cubierta por unos visillos que tamizaban la luz plácida de una luna estancada. Por la mañana, como mamá había predicho, el sol estival y el canto de los pájaros irrumpieron en el cuarto haciendo menos dramáticas las paredes 17
renegridas y desnudas. Me levanté con la ilusión de que la luz disiparía la amarga sensación de la noche anterior. Sofía y mamá celebraron también el amanecer azul por el que despuntaba el brillo cereza del sol. Papá permaneció inmóvil en su lado de la cama, con el cuerpo encogido sobre el somier abarquillado y los ojos abiertos encarados a la ventana, esperando durante la noche la llegada del día, como sabiendo que aquel sería su último amanecer.
18
JOSÉ LUIS ESPINA SUÁREZ (Lada – Asturias, 1958)
Licenciado en psicología y diplomado en dirección de marketing, dirige la promotora cultural Bracket Cultura con la que ha desarrollado numerosas actividades vinculadas a la literatura, entre ellas las jornadas VISOR. En el año 2007 participó en la colección de relatos estivales publicada por el Diario el Comercio de Asturias con el cuento Vacaciones siderales. En el 2008 publicó el libro de relatos No gana uno para sustos (Edit.Duen de Bux, 2008), galardonado con el Premio de la Crítica de Asturias 2008. Ha formado parte de la antología digital Una noche de verano (2010) con el cuento La última de todas las batallas, publicación de la Asociación de Escritores de Asturias que incluye una selección de relatos de diferentes autores asturianos. En noviembre de 2012 se publicó su segundo libro de relatos La última de todas las batallas (E.D.A Libros). Como editor ha publicado bajo el sello editorial de Bracket Cultura la antología de relatos fantásticos Las mil caras del monstruo (Bracket Cultura, 2012).
19