Firma A. Coronil "el anuncio" 160415

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Antonio Coronil

El Anuncio El autobús recorría todo el perímetro del edificio del hospital. A estas tempranas horas de la mañana, éramos pocos los que acompañamos al conductor. Por encima de los tejados de Getares, se veía el azul siempre del mar. Y la tranquilidad de este mar, competía con el temblor de mi mano. La mano en la que llevaba el sobre con un logotipo verde en la esquina. Dentro contenía el papel dónde se explicaba el diagnóstico, mi diagnóstico. No hace falta leerlo, de hecho no sé qué hacer con él. Quizás no lo deje leer nunca a nadie. Da igual, la explicación del médico había sido lo suficientemente clara y penosa. En principio, penosa para él, que no encontraba otra manera más delicada de decir, de decirme, lo que no hay forma humana de explicar sin hacer daño. Y se esforzó, pero al final optó por el viejo principio médico, no escrito, de: “para desprender el esparadrapo, mejor de un solo tirón”. Así, que antes de tragar saliva, dijo en voz queda: “como mucho, serán dos meses o dos meses y medio. Quizás me equivoque. Pero las pruebas son concluyentes, evoluciona con mucha rapidez”.


Miraba por la ventana y veía como todo seguía igual. Empezaban a elevarse los cierres del supermercado. Un grupo de niños cruzaban hacia el colegio. Los aspersores regaban toda la carretera y un poco el jardín. Los camiones empezaban a invadir el puerto. Todo estaba igual, pero todo había cambiado en mí. Nada me dolía, nada sentía, excepto como se abría un inmenso agujero en mi interior. Y yo, una mujer de cuarenta y pocos, miraba sin ver, pensaba sin sentir. No hay pena, ni angustia. No me salía llorar. Claro, tendré que decírselo a mi marido y a mi hija. Creo que ellos lo sentirán más que yo. No sé. No sé qué es lo que debería sentir en estos momentos. A fin de cuentas, todos terminamos algún día. La única diferencia es que me han anunciado el mío. La única diferencia con todos, es que estoy un poco más informada. Recuerdo algunas escenas de películas. ¡El cine enseña tanto! Quizás debería confeccionar una lista de cosas que hacer antes de que llegue el final. Pero además de peliculero, me parece algo ridículo. ¿Qué debería yo hacer? Vivir, sólo quiero vivir. Vivir como hasta ahora. Una vida normal, llena de normalidad. La vida no me trató ni bien ni mal, como a todos. Con ratitos buenos, quizás los más y algunos que otros malos tragos. Y no sufrir. Sí, eso es lo único que pido, que no haya dolor. Los del hospital, me han asegurado que no lo habrá. Poco más puedo pedir. Pienso en mi familia, en mis afectos. En los que me precedieron y ya pasaron por esto. De algunos mayores, sé que me llorarán. De los jóvenes, incluso mi hija, tienen mucho que hacer. Y lo harán, seguro que lo harán. La vida sigue y empuja siempre. Solo que habrá una espectadora menos. También, me viene a la memoria una entrevista con Quiñones, el viejo pirata chiclanero, que decía que él se curó con manzanilla de Sanlúcar. Quizás debería bebérmelo todo, comérmelo todo y disfrutar de todas las cosas. No sé, pero ahora y de un solo golpe, estoy más enamorada de la vida que nunca. Y siento más fuerza que nunca. Coraje de mujer. Seguro que todos me animarán y me contarán montones de casos dónde las previsiones fallaron, como yerra el hombre del tiempo


siempre que habla del Campo de Gibraltar. Pero el anuncio, este negro aviso, es exclusivo para mí. Y seré yo sola quien luche y quizás gane esta batalla. Llega, por fin, el autobús al muelle. Fin del trayecto. Antes de bajarme, miro por la ventana y entre las letras inversas de “ventana de socorro”, noto en la cara el sol, el más fantástico y tibio calor que jamás haya sentido.

La avenida del Hospital


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