Antonio Coronil
Hoy por fin nos entregan las llaves de la casa. Se acabó el ir y venir a ver el ritmo desesperante de las obras. Y desde el coche, soñar cómo podríamos mejorar lo que ya se empieza a levantar desde el suelo. Desde luego, esa pérgola estaba pidiendo ser convertida en un techo como dios manda. Así que cuando abrimos la puerta de la casa, aunque los dos lo pensamos, no nos dijimos que parecía mucho más pequeña de lo que nuestra imaginación había hecho con los planos. Después de recorrer todas las habitaciones, y ver el porche delantero, donde de seguro pasaríamos felices almuerzos al resguardo del sol del verano, llegamos al patio trasero. Estaba terrizo, con algún resto de escombro en la última esquina y con una tela metálica de no mucha altura, que dejaba ver todo el patio del vecino y al vecino mismo que se rascaba la cabeza. - Buenas, le dijimos. ¿Qué le parece la casa? - Bien, muy bien nos respondió el que ocupaba el número 86 de los 124 adosados que completaban la línea primera de nuestra urbanización: Los Altos de Doña Lola. Luego vinieron los muebles y las pocas reformas que el bolsillo nos permitió. La imaginación, sí que tiene límites: el dinero. Así nuestros sueños de mejorar al arquitecto se conformaron con las soluciones suecas de muebles aparentes. Cuando empezamos a vivir en la nueva casa, empezamos a convivir con nuestros vecinos. El de la derecha estaba embarcado y aparecía muy poco. Y el del 86 parecía una familia normal, que al igual que nosotros, intentaba sobrevivir con lo poco que nos dejaba la lustrosa hipoteca.
Mi vecino era muy trabajador, y su mujer Montse, muy amable. Siempre se mostraron muy hospitalarios con nosotros. También nosotros respondimos a su cordialidad. Las visitas fueron mutuas y pese a nuestras diferencias en los gustos musicales y gastronómicos, estábamos unidos por esa valla metálica y nuestros problemas por llegar a fin de mes, después de dar de comer a la voraz hipoteca. Todavía recuerdo el primer verano cuando competíamos a barbacoas en el jardín. Aunque he de reconocer que la exquisita butifarra que ellos traían del pueblo de su madre no era comparable con el juego que daban en el fuego nuestros choricitos de la sierra. Todo se empezó a torcer cuando decidimos cambiar la vallita metálica por un murete más sólido, que nos diera más intimidad e independencia. El Estatuto de la comunidad no dejaba claro a quién le correspondían los costes del levantamiento de la muralla. Mi vecino proponía que fueran de mi parte, pues mi adosado era más grande. Y yo entendía que correspondía, como poco, a la media exacta del total de la obra. Y el entendimiento no aparecía. Y la obra se retrasaba. Y la música que salía de su casa ya era insoportable. Y Montse y su marido, empezaron a hablar en un idioma en clave, para que no escuchásemos sus conversaciones. Y setos y plantas cuidaban que no se cruzaran nuestras miradas. Y el recelo y los papeles y los tribunales, hallaron al fin una solución. Habría que levantar dos muros. Cada uno en la parcela de cada uno, y juntos, pero separados por la junta de dilatación. Pero todo se empeoró con la llegada de Arturo. Más que un cuñado más, era un inoportuno pariente que se mudó a lo de mis vecinos y les animaba a que había que seguir esta escalada de desencuentros, para poder vivir nuestra independencia total dentro de nuestros respectivos adosados. Ya hace años que hemos terminado la hipoteca de nuestra casa. Ahora pagamos la segunda rehipoteca del muro, cuyo extremo superior nuestra vista no alcanza. Mientras, en la acera, juegan mis hijos y los del vecino, ajenos a nuestra adosada independencia.