Antonio Coronil
Por la tarde, cuando ya estaban hechos los deberes, me gustaba correr hasta la torre metálica con escaleras de caracol. Allí arriba, con el mar enfrente y la ciudad a mi espalda, con todo el viento en mi cara, me entretenía mirando hacia la fina línea, casi invisible, dónde termina el añil de mar y empieza el azul siempre del cielo. Con la altura, mi mirada llegaba más lejos y al fondo, muy allá, me imaginaba ver un punto negro que yo pensaba que era un barco. Pero no un barco de esos enormes y rectangulares de los que fondean en la bahía. No un barco celeste y enorme, cargado con miles de cajones como un gigante tetris. A mí, me parecía ver, el barquito blanco y azul, curvo y marinero dónde mi padre se marchaba a segar los peces del mar, arañando de la bodega la nieve que cubre la plata de las capturas que luego se descargaban en las madrugadas de lonja y coñá.
Y si me fijaba mucho, parecía que el puntito del horizonte se hacía más grande y entonces, era señal segura de que la proa apuntaba a la bahía y que a la vuelta de pocas horas, mi padre, con su peto verde subiría el escalón de la cubierta al muelle, para llegar a casa y abriendo su macuto, me regalaría uno de esos cachivaches de colorido africano, con el que alimentar la colección que llenaba la estantería de mi cuarto. En los pocos días que el barco y sus marineros descansaban, mi padre y yo iríamos a muchos sitios, y en cada parada, él me contaría historias del mar, bueno, las más de las veces de la mala mar. Como cuando aquella vez que a toda máquina, llevaron más de una hora una tormenta pegada a popa. O cuando recogiendo el arte, un pez de espada se peleó, como un espadachín de película, con todos los marineros de la cubierta. A mí me encantan estas historias. Sólo quiero ser un poco más mayor, para poder vivirlas con mis propios ojos. Ya lo tengo decidido: seré pescador, un buen pescador… como mi padre. El patrón nos dice que pronto doblaremos el cabo Espartel. Ya estamos en casa. Bueno, todavía nos falta recorrer el pasillo del Estrecho. La pesquera ha sido buena. La bodega está preñada de miles de peces, y la venta y las partes parecen que serán provechosas. Todavía hay tiempo para un café y un cigarro bajo la luna, capitana de las mareas. Yo desde la cubierta, miro el final de este inmenso manto azul. Allá donde la mar termina en una fina línea y se une al cielo, aparecen unos puntitos negros. Parece que se empieza a ver tierra. Las faenas de todos estos días se terminan. Pero hoy lo miro de otra manera, casi con nostalgia, y sabiendo que será la última vez. Ya está hablado con el armador y el patrón. En Agadir, recogí la carta dónde pone que este será mi último embarque, mi última salida a la mar. Ya son muchos años, y aunque me he visto en muchas muy negras, la mar me ha respetado. Esto se termina. Son muchas temporadas fuera de casa y fuera de mi hijo, que anda ya muy espigado y del que sólo tengo recuerdos a retazos. Y a veces, la mayoría de las veces, me he perdido las mejores. Como cuando fue a la guardería,
cuando hizo la comunión, cuando…cuantos… demasiados, han sido demasiados. Por eso, por él, esto se termina. Y no estoy yo muy seguro de que pueda vivir sin sentir este vaivén eterno bajos mis pies. Y no estoy yo seguro de que pueda vivir sin rayar de blanco el cristal azul de la mar en calma chicha. Ni estoy seguro de que viéndolo desde la tierra, pueda yo resistir el veneno de ganarle la partida cada vez que arriamos el arte. Pero todas estas inseguridades, no son nada comparables con la seguridad de que tendré la dicha de ser el espectador más privilegiado de la vida de mi hijo. Por eso, hoy en mi macuto no hay ninguna figurita de colores. Hoy le llevo la carta que le libera de mis alejamientos. Seguro que esto le hará mucha más ilusión.