El cuento de la Navidad Manolo, como cada noche cuando los niños estaban ya acostados y el silencio invadía la casa, encendió un cigarro y la tele al mismo tiempo. Ya era hora de ver sus cosas, nada de cerditas rosas ni de impertinentes hormigas de felpa. Ahora empieza la cosa para mayores. Tertulianos encendidos, que defienden lo que ayer criticaban con la misma vehemencia. Opinantes de lo divino y lo humano. Zapeando entre canales, otros programas de cámaras que se meten en los barrios para saber en qué se meten sus habitantes. Películas a medio terminar, grandes estrenos del sesenta y siete. Y analistas del balompié, vecindonas de chismorreos de fichajes inexistentes y de conversaciones de vestuarios y palcos dónde nunca estarán. Y entre todos los canales, algunas últimas noticias. Entre toda la carne que necesita diariamente la picadora de la televisión, entre anuncios de sensuales colonias y cuchillos que cortan clavos, una imagen, un recuerdo que se mantuvo vivo durante todo el sueño de la noche. Apenas había amanecido y Manolo, como cada mañana, encendió el motor del camión que conducía. El puerto comenzaba a apagar las luces y los cajones empezaban a caer del cielo de la celeste grúa. Y mientras, en las esperas entre contenedor y contenedor, aquella imagen de miles de personas, familias enteras, niños, bultos y ancianos, que desde el medio de oriente se encaminaban hasta el
medio de Europa. Abarrotando trenes, saltando alambradas, sorteando policías. Riadas humanas, como cuando aquellas fotografías en blanco y negro del especial del periódico sobre la guerra civil española. Vidas truncadas, vidas asustadas. Buscadores de una fina lluvia de felicidad, porque en su tierra llovían bombas. En el descanso, mientras se apuraban el café, a Manolo no se le borraba de su mente aquella imagen y empezó a pensar en soluciones. No se le ocurría nada sensato. Eran mucha gente, y aunque aquí no había guerras, al menos declaradas, si es verdad que no hay cobijo para tantos, ni trabajo para tantos, ni colegios, ni hospitales para tantos. ¿Y si salieran de todos y cada uno de los cajones que se apilan en el patio? ¿Y si llegasen a la puerta de mi casa? Manolo, empezó a sentir miedo. Miles de personas, con casi todo perdido, deben ser muy peligrosas llegado el caso. Pero su miedo se fue aplacando, al pensar que ya se encargarían los gobiernos de solventar este problema. Total, él poco podía hacer. En su pequeño piso, no cabía ni un alfiler. La tarde del viernes sería todo menos de viernes. Había que hacer las compras de Navidad. La música machacona de lo que antes cantaban las rondallas y ahora las zambombás, la falsa nieve que lo recubre todo: estrellas, árboles, renos (sí, mucho más finos que nuestros bizarros venaos), bolsas de copos y de lazos rojos y un sinfín de figuritas con sonrisas abrigadas. Y comprar, y comprar. Y comer y comer. Desde los escaparates, desde las teles, ahora toca ser felices y por arte de magia, ser fraternales, incluso con la familia. Al día siguiente, desde el sofá, cuando se hace el silencio de la noche Manolo mira su salón adornado con un árbol cuya estrella rasca el techo. Unas gruesas velas rodeadas de piñas. Un reno patilargo con bufanda y gorro de nieve, tres papás noés asomando por la ventana, una ristra de campanillas y unas bolas de cristal que reflejaban su cara. Su salón invadido por un buen número de refugiados venidos del frío norte. Aquí están, en su casa, dónde no cabía ni un alfiler.