Emy Luna
Se me antoja que el hombre nunca está satisfecho de lo que es. Cuando somos pequeños, la infancia, con la inocencia que la caracteriza, aleja de nosotros todo lo que no sean risas y juegos. Durante la juventud, es su propia insolencia, presidida siempre por la urgencia, la que ignora todo aquello que no sea el aquí y ahora. Bendito Carpe Diem. Es únicamente cuando llegamos a la edad adulta que necesitamos pararnos y cuestionarnos determinadas cosas. Ser mayores implica necesariamente cargar con el peso de la responsabilidad, la seriedad y el sentido del deber. Es entonces cuando se supone que hemos de tener tiempo para descifrar todas esos rincones de nuestra vida que hasta ahora habían permanecido ocultos a la vez que adoptamos patrones de conducta que, si bien son coherentes con nuestra edad, no siempre nos agradan. Con sorpresa, vemos que el tiempo ha corrido demasiado y pensamos que quizás los años solo pasaron sobre nuestras vidas para bordar canas en nuestras sienes y dejarnos la piel como un acordeón, pero dejó intacta la caja de cristal donde guardamos los restos de nuestra infancia y juventud. A veces, nos cansamos de tener que llevar sobre nuestras doloridas espaldas el peso de la madurez cuando en algunos momentos no somos tan maduros o, simplemente, no nos apetece serlo. Por ser mayores, se nos supone que somos perfectos, ordenados, equilibrados... y nos da vergüenza confesar que somos desordenados y que la presencia de los niños pequeños en casa servían para justificar nuestro propio desorden. Que somos caóticos y que hay días que nos quedaríamos en la cama moviendo únicamente el dedo índice para cambiar de canal o de pagina web. Que algunos domingos comería únicamente chocolates, que tiraría los
envoltorios al suelo y metería el pijama debajo de la cama de una patada y dejaría el lavabo lleno de restos de pasta de dientes. Que me gustaría tocar el timbre del vecino y salir corriendo. Que echo de menos bajar la escalera de tres en tres y salir a todo trapo en patines. Que bajaría a cien por hora la calle Trafalgar hasta llegar al paseo nuevo y me tiraría de cabeza a ese remanso de mar que en las tardes de verano nos incita a sumergirnos en sus aguas. Y es que, a pesar de los años, mantenemos en secreto algunas de nuestras manías infantiles. Como que soy capaz de bajar los escalones y subirlos de nuevo si no he terminado con el pie derecho, que repito mentalmente determinadas palabras si al contabilizar sus letras no me dan numero par. Que me horroriza el barça aunque no entienda ni una palabra de fútbol. Que muero por mi color preferido. Que aborrezco las comedias aunque me muera de risa con alguna de ellas. En fin: que una cosa es ser mayor y otra muy distinta es resignarse a ser seria y aburrida. Reivindico con toda mi alma el derecho a ser, al menos de vez en cuando, niña de nuevo.