La Firma (26-05-15) Hace tiempo que me parece absurdo que en este país nos empeñemos en llamar “jornada de reflexión” al sábado anterior a un domingo de elecciones. Da igual que se trate de unas municipales, unas autonómicas, unas generales e, incluso, unas europeas. Después de 40 años de democracia ya deberíamos tener claro que ningún español conoce a otro que haya dedicado la jornada de reflexión realmente a eso: a reflexionar sobre las siglas de la papeleta que al día siguiente va a meter (o no) en la urna del colegio electoral que le corresponda. Si un partido, de los de toda la vida o de los emergentes, no ha sido capaz de convencerte durante toda la campaña electoral, ni durante todos los meses y años anteriores, difícilmente se le va a encender a uno/a la bombilla, y se le va a iluminar el camino a seguir, precisamente, el día antes de las elecciones. Así que la literariamente denominada “jornada de reflexión” no es más que un sábado como otro cualquiera que los españoles dedicamos a hacer la compra, llevar a los niños al parque, tomar una caña y unas tapas con los amigos, hacer deporte, ir de tiendas, o al campo, o a la playa si hace bueno.... en definitiva, a eso que se llama “vivir”. La única característica especial que tiene la víspera de unas elecciones es que, durante 24 horas, y después de días y días de campaña, los políticos no pueden seguir pidiendo el voto ni prometiendo la luna. Ya está. Se trata, simplemente, de una jornada de descanso. Reflexionar es otra cosa, y no se trata, precisamente, de un verbo superfluo. Reflexionar implica pensar, sopesar cuál puede ser la mejor de las decisiones posibles, valorar los pros y los contras, analizar cuánto puede haber de verdad, y cuánto de mentira, en los mensajes que recibimos, en los tópicos que no
mueren, en las sonrisas forzadas.... Toda reflexión implica, en la práctica, una lectura entre líneas, un ejercicio consciente de responsabilidad individual, y, finalmente, una elección. Una elección que no siempre tiene por qué ser entre lo que creemos malo y lo que creemos bueno, sino que a veces supone optar por el que parece, a nuestro juicio, el menor de los males posibles. Y ese ejercicio, esa compleja acción mental que toda reflexión conlleva, o debería conllevar, no se puede materializar en el apretado espacio de tiempo de 24 horas. Será por eso por lo que no conozco a nadie que conozca a nadie que se levantara el pasado sábado, 23 de mayo, con la intención de sentarse a decidir a quién iba a destinar, al día siguiente, su voto de confianza. Sin embargo, sí que conozco a un puñado de hombres y mujeres que al día siguiente, domingo 24 de mayo, se levantaron de la cama sin haber resuelto todavía la mayor de las dudas (y la peor que puede existir para el correcto funcionamiento de toda democracia): la de si merecía la pena ir a votar o no. Y no debo ser la única: según los datos recogidos por los medios de comunicación, la abstención sigue siendo un mal endémico en nuestro país, y ni siquiera con los llamados partidos emergentes, que basan sus programas electorales en la lucha contra la corrupción y la regeneración de la vida pública, se ha producido el milagro. Por poner un ejemplo, tan sólo en esta comarca, el Campo de Gibraltar, más de 97.000 personas, casi la mitad del censo, que se dice pronto, no fueron a votar. Prefirieron hacer otros planes, quedarse en casa, o simplemente, como se dice coloquialmente, pasar del tema. Por mil razones o por ninguna, por falta de interés e información o por falta de fe en el sistema, por apatía o por cabreo.... da igual: el caso es que prefirieron no ejercer el único poder real que tenemos los ciudadanos en aquellos países del mundo, como España, en el que nos lo hemos ganado a pulso: el poder de elegir a los que nos gobiernan, a los que manejan nuestro dinero y firman leyes y decretos que afectan a nuestras vidas. Una pequeña decisión no cambia nada, pero un millón de pequeñas decisiones sí que pueden cambiar las cosas. Aunque a veces no lo parezca, todos y cada uno de nosotros tenemos de vez en cuando una minúscula parcela de poder en nuestras manos, en forma de papeleta. Y sobre lo que habría que reflexionar es sobre por qué sigue habiendo tanta gente que prefiere renunciar a ella y echarle siempre, a los demás, la culpa de todos los males. Rosario Pérez Villanueva