La firma Emy Luna 120215

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La Firma XXIII

Dicen que la diferencia entre un escritor y el que no lo es, radica en la mirada. Donde el que no escribe sólo ve un suceso cotidiano, el que fabrica historias descubre, en el mismo acontecimiento, el germen de una historia única, diferente, digna de ser contada. Para los que nos gusta escribir, la calle, las gentes, constituyen el mejor alimento de nuestra imaginación. Hasta el hecho de ir a la compra puede convertir una mañana normal en algo extraordinario. Hoy, antes de bajar al mercado, de mis placeres mayores, he estado charlando con un fotógrafo japonés afincado en Algeciras. Después he ido a comprarle los mangos a Alicia, una boliviana encantadora que tiene un estupendo puesto de fruta en el mercado. Los frutos secos se los compro a un gitano que conozco desde siempre y Fatima, una marroquí de ojos de acero, me vende las corteza de canela y el mejor té verde de la plaza. Sus manos se mueven ágiles bajo la selva de henna que las adornan mientras mete en una bolsa un manojo de hierbabuena. En el puesto de la carne, una marroquí y una chica gitana disertan sobre las posibilidades del rabillo de cadera y el juego que da el pollo en los tiempos de crisis que sufrimos. Es entonces, justo entonces, cuando pienso en lo iguales que somos todos y en lo poco que importan las cosas que nos diferencian. Frente al puesto de “Los limpios”, atrás quedan los preceptos del culto gitano, las normas del Corán y, después que yo intervengo para dar la receta de la “ropavieja”, las historias de la Biblia. Algeciras se nos muestra como un tremendo mosaico de religiones, de etnias. Como una ciudad abierta que, bañada por las aguas de un estrecho multicultural, abre los brazos al que llega. Si cada ciudad se caracteriza por algo en particular, nuestra ciudad puede sentirse orgullosa de ser tolerante por encima de todo lo demás. Una tolerancia que hunde sus raíces en su historia más apasionante,


plagada de invasiones y deseos de conquista, y en su capacidad de resurgir de entre las cenizas. Quizás haya sido a costa de estas adversidades como el algecireño ha ido forjando un carácter abierto y solidario que nos hace considerar que en esta ciudad cabemos todos, sin distinciones de raza, religión u origen. Quizás sea por este motivo que el que llega a nuestras calles, no quiere marcharse. Y como ejemplo, y transgrediendo lo puramente convencional, tenemos a “nuestro alemán” del Paseo Marítimo. Me contó un amigo que estuvo hablando con él hace unos meses que este hombre tan peculiar llegó a Algeciras sobre los años sesenta. Vino con su mujer y su hijo. Un mal día, su hijo desapareció en la playa de la Concha. Después de meses de búsqueda sin resultados, su mujer se marchó pero él prefirió quedarse por si su hijo volvía. Estuvo limpiando la playa hasta que terminó trasladándose al Paseo Marítimo, su casa. Allí, en su banco de piedra y rodeado de sus cartones y sus recuerdos, el alemán presencia nuestras carreras, nuestros paseos, la vida de una ciudad que, según él, es la suya, alentado por la esperanza de que si su hijo vuelve, pueda encontrarle esperando junto al mar que se lo llevó…

Emy Luna Noviembre 2011 y Febrero 2015


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