Tradición Católica: Abril-septiembre 2020

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Indice Editorial: Envió Yavé la peste.............................................................................. 1 Carta del Superior General a los fieles en estos tiempos de epidemia...... 3 P. Davide Pagliarani

Carta del Superior General a los amigos y bienhechores nº 89............... 6 P. Davide Pagliarani

Respuesta de la Tradición a la eclesiología conciliar................................. 11 P. Davide Pagliarani

Panorama del Estado católico en la España de Franco............................ 24 Juan Manuel Rozas Valdés

Crónica de la Hermandad en España.............................................................. 39 La primavera del postconcilio.......................................................................... 41 L. Pintas

Le recordamos que la Hermandad de San Pío X en España agradece todo tipo de ayuda y colaboración para llevar a cabo su obra en favor de la Tradición. Los sacerdotes de la Hermandad no podrán ejercer su ministerio sin su generosa aportación y asistencia. NOTA FISCAL Los donativos efectuados a la Fundación San Pío X son deducibles parcialmente de la cuota del I.R.P.F., con arreglo a los porcentajes, criterios y límites legalmente establecidos (10 % de la base liquidable).

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Editorial L

Envió Yavé la peste

lega a las manos de nuestros pacientes lectores este número de Tradición Católica, esta vez semestral en lugar de trimestral a causa del retraso en su publicación, por el cual pedimos disculpas, debido a las circunstancias extraordinarias que, como a todos, tampoco han dejado de afectar a la vida y el apostolado de nuestros sacerdotes en España y Portugal. Al prepararlo pudimos plantearnos si era todavía oportuno publicar la carta que el 17 de marzo dirigió nuestro Superior General Don Davide Pagliarani a los fieles en esos tiempos de epidemia. Pero pronto se disipó tal duda porque esos tiempos, lejos de quedar en el recuerdo, siguen siendo los de nuestros días al cerrar estas líneas cuando la epidemia, en lugar de cesar, vuelve a ganar virulencia y no deja de causar penalidades, muerte y ruina por todo el mundo, en particular en nuestra patria. ¿Cómo debemos afrontarla? Ante todo, con la serenidad de nuestra santa fe católica. Duele, aunque no sorprenda, que “la Iglesia conciliar” - cualquiera que sea el significado preciso de esa expresión arrojada contra nuestro venerado fundador por el cardenal Benelli en una carta de 1976-, lleve ya muchos meses demostrando frente a este flagelo un espíritu sobrenatural anémico, cuando no llanamente inexistente. Con excepciones contadas que salvan el honor de la jerarquía y del clero, sus actos y mensajes a los fieles se distinguen difícilmente de los que provienen de las autoridades civiles y de los medios de comunicación unidos por un común naturalismo. Hasta tal punto que voces y plumas eclesiásticas excluyen absolutamente que esta epidemia pudiera ser un castigo divino ya que, es hoy bien sabido, Dios no se ofende por nada ni nuestros pecados le alcanzan ni importan en absoluto, salvo a lo sumo por el daño que causamos al prójimo o a nosotros mismos ¡o a la Tierra! No es ya que no tengamos certeza de que esta epidemia sea un castigo divino, sino que Dios no castiga nunca, ni en esta vida ni en la venidera ¿no se han convertido en misas de gloria, en la nueva religión, los funerales de nuestra antigua fe? Rasgo característico de esta Iglesia conciliar es el adanismo, que el Diccionario de la Real Academia Española define como sigue: “Hábito de comenzar una actividad cualquiera como si nadie la hubiera ejercitado anteriormente.” Al encontrarse inopinadamente con esta terrible desgracia, en un mundo que se creía definitivamente protegido por la ciencia y la democracia, esa Iglesia ganada por el espíritu mundano no vuelve los ojos a la Sagrada Escritura ni a la Tradición, ni busca inspirarse en la experiencia de siglos en que los pueblos cristianos lloraron sus pecados e hicieron frente a la calamidad con las armas de la fe y la oración. Leemos en el Segundo Libro de Samuel: “Así, pues, Yavé envió la peste a Israel desde la mañana hasta el tiempo fijado. … El ángel de Yavé tendía ya su mano


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Editorial: Envió Yavé la peste

sobre Jerusalén para destruirla; pero se arrepintió Yavé del mal y dijo al ángel que hacía perecer al pueblo. “Basta; retira ya tu mano”. ..… Alzó allí David el altar a Yavé, ofreciendo holocaustos y sacrificios pacíficos. Así se mostró Yavé propicio al país, cesando la plaga sobre Israel” (2 Sam 24, 15-25). En esas palabras sagradas se inspiró la Iglesia al componerse el introito de la Misa votiva para tiempos de epidemia: “Acuérdate, Señor, de tu pacto, y dile al Ángel exterminador: Detén tu mano, no hagas que la tierra quede desolada, y no destruyas a todo ser viviente.” Y en otro lugar de la misma Misa: “por tu clemencia retira a tu pueblo el flagelo de tu ira.” La ira de Dios, escándalo o necedad para casi todos nuestros contemporáneos, pero verdad inescrutable para la mirada de la fe. Con razón estamos prontos a reconocer que hay mucho en nuestra sociedad impía y disoluta que merece esa ira de Dios, incluyendo tantas leyes inicuas, pero ¿y en nuestras propias vidas? ¿no hay nada que rectificar, nada por lo que pedir perdón y hacer penitencia? No seamos como el fariseo que se felicitaba por no ser como los demás hombres. San Roque, patrono contra la peste y las demás epidemias, vivió en tiempos de la gran peste negra del siglo XIV, tenida generalmente por la más mortífera de la historia de la humanidad, entregado al cuidado de los apestados. Suele representárselo vestido de peregrino, mostrando en su pierna una llaga causada por la peste que él mismo contrajo y, a su lado, un perro que le trae un pan en la boca. Leemos en sus letanías: “Dios San Roque pide a la Virgen el fin de la plaga todopoderoso y eterno que, por una gracia especial, concediste a los méritos y las oraciones de San Roque el cese de una cruel plaga que devastó el universo, dígnate, te suplicamos, conceder a quienes llenos de confianza recurrimos a ti para pedirte que nos libres de esta plaga, que encontremos en la protección del Bienaventurado San Roque la preservación de esta enfermedad y de cualquier otra tribulación”. Por lo tanto es hacia nuestro Señor Jesucristo, por intercesión de la Santísima Virgen María, de San Roque y de todos los santos, hacia quien debemos volvernos para que cese esta epidemia. Y mientras tanto, refugiémonos cerca de Él y demos muestra de una fe inconmovible, una firme esperanza y una ardiente caridad. ¡Que Dios nos ampare! m


Carta del Superior General a los fieles en estos tiempos de epidemia

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ueridos fieles: En estos momentos de prueba ciertamente difíciles para todos, quisiera ofrecerles algunas reflexiones. No sabemos cuánto durará la situación actual ni, sobre todo, cómo pueden evolucionar las cosas en las próximas semanas. Ante esta incertidumbre, la tentación más natural es buscar desesperadamente garantías y explicaciones en los comentarios e hipótesis de los más sabios “expertos”. Sin embargo, a menudo, esas hipótesis que en este momento abundan por todas partes se contradicen entre sí y aumentan la confusión en lugar de aportar un poco de serenidad. Es un hecho definitivo que la incertidumbre es parte integrante de esta prueba. Depende de nosotros el provecho que saquemos de esto. Si la Providencia permite una calamidad o algún mal, siempre lo hace para obtener un bien mayor que, directa o indirectamente, está relacionado con el bien de nuestras almas. Sin esta premisa esencial, corremos el riesgo de desesperarnos, ya que una epidemia, calamidad o cualquier otro tipo de prueba siempre nos encontrarán poco preparados. ¿Qué quiere el Señor que entenda-

mos en este momento? ¿Qué quiere de nosotros en esta Cuaresma tan particular en la que parece haber decidido qué sacrificios debemos hacer? Un simple microbio todavía es capaz de poner de rodillas a la humanidad. En la era de los grandes logros tecnológicos y científicos es, por sobre todas las cosas, el orgullo humano el que se ve humillado. El hombre contemporáneo tan orgulloso de sus logros, que instala cables de fibra óptica en el fondo de los océanos, construye portaaviones,

plantas de energía nuclear, rascacielos y ordenadores, y que después de haber puesto el pie sobre la luna siguió conquistando hasta llegar a Marte, se encuentra ahora indefenso frente a un microbio invisible. No debemos permitir que el ruido mediático de estos días y el miedo que podamos tener nos hagan perder esta lección profunda y fácil de entender para los corazones sencillos y


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Carta del Superior General a los fieles en estos tiempos de epidemia

puros que escudriñan con fe los tiempos presentes. La Providencia todavía nos enseña hoy a través de acontecimientos. La humanidad, y cada uno de nosotros también, tiene una oportunidad histórica para volver a la realidad, a lo real, y no a lo virtual hecho de sueños, mitos e ilusiones. Traducido en términos del Evangelio, este mensaje corresponde a las palabras de Jesús, quien nos pide que permanezcamos unidos a Él lo más estrechamente posible, porque sin Él nada podemos hacer y somos incapaces de resolver cualquier problema (Jn. 15:5). Estos tiempos de incertidumbre, la espera de una solución y el sentimiento de impotencia y de nuestra fragilidad deben incitarnos a buscar a Nuestro Señor, para implorarle, para pedirle perdón, para rezarle con más fervor y, sobre todo, para abandonarnos a su Providencia. A esto hay que sumar la dificultad, e incluso la imposibilidad, de asistir libremente a la Santa Misa, y esto aumenta la dureza de esta prueba. Pero seguimos teniendo al alcance de nuestra mano un medio privilegiado y un arma más potente que la ansiedad, la incertidumbre o el pánico que puede suscitar la crisis del coronavirus: el Santo Rosario, que nos une a la Santísima Virgen y al Cielo. Ha llegado el momento de rezar el Rosario en nuestras casas de forma más sistemática y con más fervor que de costumbre. No perdamos nuestro tiempo ante las pantallas y no nos dejemos vencer por la fiebre mediática. Si debemos

obedecer el mandato de confinamiento, aprovechemos para transformar nuestro “arresto domiciliario” en una especie de alegre retiro en familia, durante el cual la oración recupere el tiempo y la importancia que merece. Leamos el Evangelio de la A a la Z, meditémoslo con calma, escuchémoslo en paz: las palabras del Maestro son mucho más efectivas y alcanzan más fácilmente la inteligencia y el corazón.

¡Ahora que las circunstancias, e incluso las disposiciones gubernamentales, nos separan del mundo es cuando menos debemos permitir que el mundo entre en nuestros hogares! Aprovechemos esta situación. Démosle prioridad a los bienes espirituales que ningún microbio puede atacar: acumulemos nuestros tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido los consumen. Porque donde esté nuestro tesoro, allí también estará nuestro corazón (Mt. 6, 20:21). Aprovechemos esta oportunidad para cambiar de vida, sabiéndonos abandonar a la Divina Providencia, y no nos olvidemos de rezar por aquellos que sufren en estos momentos. Debemos encomendar al Señor a todos aquellos para quien el día del juicio se aproxima, y pedirle que tenga piedad de tantos contemporá-


Carta del Superior General a los fieles en estos tiempos de epidemia

neos nuestros que siguen siendo incapaces de extraer de estos eventos actuales las lecciones apropiadas para sus almas. Recemos para que, una vez que la prueba haya sido superada, no regresen a su vida anterior, sin que nada haya cambiado. Las epidemias siempre han servido para conducir a los tibios a la práctica religiosa, a pensar en Dios, a detestar el pecado. Tenemos la obligación de pedir esta gracia para cada uno de nuestros compatriotas, sin excepción, incluyendo - y sobre todo - a los pastores que carecen de espíritu de fe y ya no saben discernir la voluntad de Dios. No nos desanimemos: Dios no nos abandona jamás. Sepamos meditar en

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las palabras llenas de confianza que nuestra Santa Madre Iglesia pone en los labios del sacerdote en tiempos de epidemia: “Oh, Dios, que no deseas la muerte del pecador, sino que se arrepienta: recibe con tu perdón a tu pueblo, que se vuelve hacia Ti: y mientras se mantenga fiel a tu servicio, por tu clemencia retírale el flagelo de tu ira. Por Nuestro Señor Jesucristo”. Los encomiendo a todos ante el altar y a la paternal protección de San José. ¡Que Dios les bendiga! m Don Davide Pagliarani, Superior General de la FSSPX, Menzingen, 17 de marzo de 2020

¿Qué le pide la Iglesia a Dios? Desde tiempos inmemoriales, siempre ha sido la práctica de la Iglesia, en tiempos de calamidad pública, recurrir al Señor; especialmente en tiempos de epidemia. Ciertamente, este no es el primero y no será el último en la historia de la humanidad. Pero las epidemias siempre tienen algo inquietante, ya que, como los demonios, no puedes ver lo que te está atacando. Y así, la Iglesia recurre a Dios, especialmente a través de esta misa muy antigua, la misa Tridentina, que celebramos para pedirle que nos proteja del mal. ¿Qué pide la Iglesia con estas oraciones? Ciertamente le pide a Dios que mantenga estas enfermedades lejos de nosotros; y, si hemos sido infectados, que nosotros la venzamos; y si ha llegado la hora de nuestra muerte, preparémonos. Pero no solo eso: ella todavía pide la luz de Dios para que, durante estos períodos que siempre son especiales, a menudo marcados por el desorden social, por el pecado; el católico manifieste su fe y su virtud, probadas por la falta de confianza, el egoísmo y falta de caridad. También requiere ayuda para todos aquellos que, especialmente entre los católicos, tendrán que cumplir con su deber de estado de manera cristiana en ese momento. Tengo en mente especialmente a los médicos, enfermeras y todos aquellos que cuidan a los enfermos, ya que siempre ha sido una de las misiones de la Iglesia cuidar a los que sufren y a los enfermos. La Iglesia también reza por las autoridades públicas, porque este tipo de pruebas, este tipo de calamidad, exige que seamos gobernados de manera justa, con prudencia, con sabiduría, incluso si no estamos de acuerdo, ni mucho menos, con todas las posiciones y opiniones de quienes nos gobiernan. Hay momentos en los que debemos pedirle al Señor, como San Pedro dijo muy bien, que los ilumine para que podamos someternos a mandamientos sabios. P. Denis Puga, Sermón del 7 de marzo de 2020 en la Iglesia de Saint Nicolas du Chardonnet de París


Carta del Superior General a los amigos y bienhechores, n° 89

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ueridos fieles, amigos y bienhechores:

Durante mucho tiempo, he querido dirigirles estas pocas palabras. En efecto, nos encontramos ahora en medio de dos aniversarios importantes: por una parte, hace cincuenta años, se promulgó la nueva misa, y con ella se impuso a los fieles una nueva concepción de la vida cristiana, adaptada a las así llamadas exigencias modernas. Por otra parte, este año celebramos el 50° aniversario de la fundación de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X. Huelga decir que estos dos aniversarios tienen una relación estrecha, ya que el primer acontecimiento exigía una respuesta proporcionada. Quisiera hablarles de esto para sacar algunas conclusiones válidas para el presente, pero antes quisiera retroceder en el tiempo, porque este conflicto que se manifestó hace cincuenta años ya había comenzado, de hecho, durante la vida pública de nuestro Señor Jesucristo. En efecto, cuando nuestro Señor anunció por primera vez a los Apóstoles y a la muchedumbre que lo escuchaba en Cafarnaúm el gran don de la Misa y de la Eucaristía, un año antes de su Pasión, algunos se apartaron de él,

mientras que otros se apegaron a él de manera más radical. Esto es paradójico, pero fue la idea misma de la Eucaristía la que provocó el primer “cisma” y, al mismo tiempo, empujó a los Apóstoles a adherirse definitivamente a la persona de nuestro Señor. Así es como San Juan refiere las pa-

labras de nuestro Señor y la reacción de sus oyentes: “Quienquiera come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el Pan que bajó del cielo. No es como el maná que comieron sus padres, después del cual murieron. Quienquiera coma este pan vivirá para siempre. Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaúm... Y muchos de sus discípulos, al oírlo, dijeron: “Esta es una palabra dura, ¿quién puede oírla?” (...) Desde ese momento,


Carta del Superior General a los amigos y bienhechores nº 89

muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo” (Jn. 6, 5761, 67). Intentemos responder a tres preguntas que se llaman mutuamente. ¿Por qué se escandalizaron los judíos y qué rechazaron desde entonces? ¿Qué rechaza a su vez el cristiano moderno? ¿Qué debemos hacer para no caer en este antiguo error? *** El Evangelio nos dice que los judíos se escandalizaron porque no podían entender cómo nuestro Señor podía darles su carne para comer. Y nuestro Señor, ante esta dificultad, en lugar de darles explicaciones más accesibles racionalmente, insistió más, reafirmando varias veces la necesidad de comer su carne y beber su sangre para tener la vida eterna. De hecho, lo que les faltó a los judíos fue la disposición y la confianza para dejarse guiar por nuestro Señor, a pesar del milagro que acababan de presenciar

(cf. Jn. 6, 5-14). En una palabra, les faltaba la fe con la que el Padre introduce a las almas en el misterio de la salvación: “La voluntad de mi Padre, que me ha enviado, es que todo el que vea al Hijo

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y crea en él tenga vida eterna, y yo mismo lo resucitaré en el último día” (Jn. 6, 40). Al hacerlo, los judíos ya rechazaban lo que un año más tarde rechazarían definitivamente: el sacrificio de la Cruz, cuya continuación es la Misa, y el fruto, la Sagrada Eucaristía. Rechazaron de antemano la economía de la Cruz, que se vuelve incomprensible sin una mirada de fe. Para ellos, la Cruz sería un escándalo, como lo fueron las palabras de nuestro Señor anunciando la Sagrada Eucaristía. De modo que son dos manifestaciones del mismo “escándalo”. En efecto, no se puede amar la Eucaristía si no se ama la Cruz, y no se puede amar la Cruz si no se ama la Eucaristía. *** Y por su parte, ¿qué rechaza el cristiano moderno? También se niega a entrar en la economía de la Cruz, es decir, a incorporarse al sacrificio de nuestro Señor, que se renueva en el altar. Esta perspectiva lo escandaliza de nuevo hoy. No puede entender cómo Dios puede pedirle tal cosa, porque ya no entiende cómo Dios Padre pudo pedirle a nuestro Señor que muriera en la Cruz. De esta manera, su concepción de la vida cristiana cambia irremediablemente. Ya no acepta la idea de completar en sí mismo lo que falta a los sufrimientos de Cristo (cf. Col. 1, 24). Así, gradualmente, el espíritu de la Cruz es reemplazado por el del mundo. El profundo deseo de ver el triunfo de la Cruz da paso a un vago deseo de ver un mundo mejor, una tierra más habitable, el respeto del ecosis-


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tema, una humanidad mejor, pero ya sin saber con qué fin ni por cuáles medios. Así pues, desde el momento en que esta nueva perspectiva propia del cristiano moderno carece de sentido y lleva a la indiferencia, toda la Iglesia, con su jerarquía y sus fieles, pierde su razón de ser, entra en una profunda crisis y busca entonces desesperadamente darse una nueva misión en el mundo, porque ha abandonado la suya, la que sólo busca el triunfo de la Cruz por medio de la Cruz. Inevitablemente, en esta nueva concepción de la vida cristiana y de la Iglesia, el Santo Sacrificio de la Misa ya no tiene su lugar, porque la Cruz misma ya no lo tiene. En consecuencia, la carne y la sangre de Cristo, que se supone que los hombres deben comer y beber para tener la vida eterna, adquirirá un nuevo significado. La nueva misa no es sólo un nuevo rito, sino que es la última expresión de la infidelidad a la Cruz, tal como nuestro Señor la había predicado a los judíos y como los Apóstoles la habían predicado a la naciente Iglesia. Tenemos aquí, al mismo tiempo, la clave de interpretación de los últimos cincuenta años de la historia de la Iglesia y la de la mayoría de los errores y herejías que la amenazan desde hace dos mil años. *** Pero entonces, ¿qué debemos hacer en 2020 para mantener el espíritu de la Cruz y un amor incondicional por la Eucaristía? Porque tarde o temprano la misma tentación que alejó a los judíos de nuestro Señor nos alcanzará por otros medios, y nuestro Señor nos pre-

guntará como preguntó a los Apóstoles: “¿También vosotros queréis iros?” (Jn. 6, 68) ¿Cómo podemos estar siempre listos para responder como San Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Cristo, el Hijo de Dios.” (Jn. 6, 69-70)? La respuesta a esta pregunta primordial se encuentra en la verdadera participación en el sacrificio de la Misa y en

una vida verdaderamente eucarística. La Santa Misa renueva nuestras almas en la medida en que entramos en el misterio de la Cruz, haciéndolo nuestro, no sólo asistiendo a un rito que expresa nuestra fe en el Sacrificio, sino entrando nosotros mismos en ese Sacrificio, de manera tal que se hace perfectamente nuestro, mientras que permanece perfectamente de nuestro Señor. Para lograrlo, para ofrecernos con nuestro Señor, es necesario ante todo aceptar sinceramente la Cruz, con todas sus consecuencias. Se trata de desprenderse de todo para poder ofrecer verdaderamente todo con y a través de nuestro Señor: nuestro ego, nuestra voluntad, nuestro corazón, nuestras aspiraciones, nuestras ambiciones, nuestros afectos, en una palabra,


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lo que somos y lo que tenemos, e incluso nuestras frustraciones. Con estas predisposiciones, cuando el Hijo se ofrece al Padre, nosotros también estamos en el Hijo, porque la Cruz nos une a él y fusiona nuestra voluntad con la suya. De esta manera, estamos listos para ser ofrecidos al Padre con él. No podemos ofrecernos de verdad al Padre si no somos un solo ser con Cristo. Sólo gracias a esta unión con la divina Víctima, la ofrenda de nosotros mismos adquiere un gran valor. Y esto sólo puede hacerse durante y a través de la Santa Misa. Después de este don total de nosotros mismos, renovado en cada Misa, podemos recibir a cambio el Todo: la Sagrada Eucaristía, fruto del Sacrificio, en el que el Hijo se ofrece a sí mismo y en el que nosotros nos ofrecemos con él. La Eucaristía nos purifica, aumenta en nosotros el desagrado del mundo y nos santifica; siempre que no haya resistencia por nuestra parte al despojo radical, que es el requisito previo para esta transformación. La Santa Misa es esto, y por eso debemos redescubrir su valor cada día. Después de cincuenta años, debemos redescubrir cada vez más la grandeza de la gracia que hemos recibido y seguimos recibiendo a través de la Santa Misa de siempre. Esto puede parecer paradójico: por una parte, la Santa Misa es siempre para nosotros el objeto de un combate en el que no podemos escatimar esfuerzos; por otra parte, la transformación que produce en el alma produce la paz inefable, cuyo autor sólo puede ser nuestro

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Señor. De hecho, quien recibe a nuestro Señor y vive en él, gradualmente pierde todo otro deseo. Sobre todo, ya no tiene el miedo de perder nada, incluyendo su propia vida. Por consiguiente, no queda

nada en su alma que no corresponda a la voluntad de Dios. Así, el habitual malestar, proveniente de la lucha entre el hombre viejo y el hombre nuevo, ya no toca el alma transformada por la Misa y la Eucaristía. Esta alma vive en paz, pacificada como está por la Sagrada Comunión: “Mi paz os dejo, mi paz os doy, pero no como la da el mundo” (Jn. 14, 27). La Santa Comunión nos transforma, también y sobre todo, por la unión que establece con nuestro Señor: en efecto, toda la santidad y toda la vida espiritual se resumen en esta íntima unión con él, y todo lo que no apunta a esta unión no es más que palabrería. Al final, esto es lo único que le importa, y esta es la razón por la que fundó su Iglesia. Sólo espera una cosa: que esta unión sea perfecta e imperecedera en la eternidad: “Padre, quiero que aquellos que me has dado estén conmigo dondequiera que yo esté, para que vean la gloria que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo” (Jn. 17, 24). Con la Sagrada Eucaristía comienza


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esta unión y prepara ya la eternidad: en efecto, la Eucaristía es la prenda de la vida eterna y el medio por el cual esta vida comienza ya aquí abajo. Quien lo recibe con las disposiciones necesarias sabe muy bien que en la Comunión se esconde la semilla de la vida eterna. La Santa Comunión hace crecer en nosotros la virtud de la esperanza, pues cada Comunión aumenta en nosotros el deseo de vida eterna y nos arraiga cada vez más en el paraíso. La eternidad es, en efecto, una comunión con nuestro Señor que nunca terminará, porque él llenará nuestras almas total y perfectamente, siendo para siempre todo en todos. La eternidad es una larga e interminable Pascua en la que nuestro Señor manifestará nuevamente su gloria, como en el día de su Resurrección, y nos asociará a su gozo y gloria. Sin embargo, esta asociación de nuestras almas con su gozo y gloria, actualmente ocultos, comienza ya por nuestra unión con Cristo escondido en la Eucaristía. Debemos vivir de todo esto, tenemos que estar imbuidos de este amor por la Santa Misa y por la Sagrada Eucaristía, y tenemos que transmitirlo a los demás, especialmente a los más jóvenes, porque a menudo se enfrentan a la terrible elección entre nuestro Señor y el mundo. Estarán preparados para elegir a nuestro Señor en la medida en que puedan

detectar en sus mayores ese amor incondicional a la Eucaristía, que no puede ser transmitido con una lección de doctrina teórica, sino con una vida verdaderamente cristiana y completamente absorta en tal ideal. La Santa Misa es mucho más que un simple rito al que estamos apegados, como nos reprochan muchos incrédulos. La Santa Misa es nuestra vida, porque Cristo es nuestra vida. Esperamos todo de él y no esperamos nada fuera de él. Y todo lo que esperamos de él, estamos seguros de encontrarlo cada día en la Sagrada Eucaristía: “Yo soy el pan de vida; el que viene a mí jamás tendrá hambre, y el que cree en mí jamás tendrá sed” (Jn. 6, 35). Así es como debemos renovarnos constantemente para mantener el espíritu de la Cruz, que es al mismo tiempo el espíritu de penitencia y de alegría, de mortificación y de vida, de desprecio por el mundo y de amor a la Sagrada Eucaristía. Así es como debemos preparar nuestra Pascua, la que celebraremos dentro de unas semanas, pero también y sobre todo la que celebraremos en la eternidad. ¡Dios los bendiga! m Menzingen, 1° de marzo de 2020, primer domingo de Cuaresma R. P. Davide Pagliarani Superior General


Respuesta de la Tradición a la eclesiología conciliar P. Davide Pagliarani Con ocasión del XV Congreso del Courrier de Rome que se celebró en París el 18 de enero de 2020, sobre el tema “¿Existe hoy un riesgo de cisma en la Iglesia?”, Don Davide Pagliarani, Superior General de la Hermandad de San Pío X, pronunció esta conferencia de clausura.

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on los años vemos bien que en la crisis actual existe una continuidad con el concilio Vaticano II pero, al mismo tiempo, se produce una aceleración, y también una nueva aportación. Y ante esta aportación -diremos en qué sentido- hay reacciones. ¿En qué medida? Es el objeto de la primera parte de mi conferencia: ¿en qué medida hay continuidad, en qué medida hay novedad? Veremos cómo reconducir todo lo que se ha dicho durante la jornada a un solo y único principio de base. CONTINUIDAD Y NOVEDAD DEL PONTIFICADO DEL PAPA FRANCISCO Creo que tenemos la respuesta a nuestra primera pregunta en la conclusión de la encíclica Laudato si´. Su contenido esencial se ha visto perfectamente en el curso de este congreso, pero hacia el final el Papa resume de manera genial -hay que reconocerlo- todo lo que ha dicho. Él mismo sintetiza esta larga encíclica, en el parágrafo 245, en un principio: “En el corazón de este mundo sigue presente el Señor de la vida que nos ama tanto. Él no nos abandona, no

nos deja solos, porque se ha unido definitivamente a nuestra tierra, y su amor siempre nos lleva a encontrar nuevos caminos.” Así “Dios se ha unido definitivamente a nuestra tierra”. ¿Es una afirmación original respecto del Concilio y respecto de todo lo que se ha oído después del Concilio? Sí. Es una afirmación nueva y original. Y a partir de esta afirmación podemos discernir y captar la aceleración realizada por el papa Francisco. Es evidente que a partir del Concilio hay una dirección inmanentista -el padre Gleize nos lo ha recordado muy bien-(1), una nueva concepción de la Revelación, una nueva concepción de la Fe, y por lo tanto una nueva misión de la Iglesia. Me permito retomar algunas de esas nociones -aunque sean ya conocidas y se hayan explicado ya varias veces-, para hacer ver la diferencia específica que aporta el papa Francisco en continuidad con el Concilio. El triunfo del personalismo La gran intuición del Concilio, y sobre todo el gran eje del pontificado de


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Juan Pablo II, es la idea -hablamos ya de ella en el congreso del pasado año (2)- de que, al encarnarse Nuestro Señor, de cierta manera, se ha unido a todo hombre(3). Es la línea directriz de Redemptor hominis, la encíclica programática de Juan Pablo II(4). Si Cristo se ha unido ya a todo hombre, la Iglesia tiene la misión de ayudar a todos los hombres a tomar conciencia de que están ya unidos a Cristo. En cierta manera se han salvado ya, por lo tanto, la Iglesia debe atestiguarlo; la evangelización propiamente dicha se transforma en testimonio, y este testimonio es el del Pueblo de Dios, sacramento -signo en medio de la humanidad- de esta unión que el Verbo tiene ya con todo hombre. Juan Pablo II resumía este proceso con un término particular, propio de su vocabulario, es la autoconciencia, la capacidad de todo hombre de tomar conciencia progresivamente del hecho de que está ya unido de alguna manera a Cristo, y en consecuencia se ha introducido ya en el misterio de la salvación por la encarnación misma de Nuestro Señor. Tal es la perspectiva de Juan Pablo II, que representa de forma eminente todo el desarrollo postconciliar sobre este punto capital, aunque no sea el único desde luego, y haya una continuidad lineal a partir del Concilio entre los diferentes papas que se han sucedido en Roma. Esta perspectiva es profundamente personalista. Resalta el valor de la persona; la persona que está ya “dignificada” por esta unión que tiene, de alguna manera, con el Verbo, y de la cual debe tomar conciencia. Esta perspectiva personalista produce una moral todavía bastante exigente. ¿Por qué? Porque la persona -en la perspectiva del Conci-

lio y de Juan Pablo II en particular- es una relación, es un ser para, un ser que, podríamos decir, subsiste y se desarrolla en su ser en la medida en que se da, de ahí la exigencia moral. Por ejemplo, toda la moral familiar del papa Juan Pablo II, sus enseñanzas sobre la familia, son bastante tradicionales, al menos en sus conclusiones, si se las compara con

Karol Wojtyla es considerado como uno de los grandes filósofos personalistas del siglo XX. Formado en el tomismo, tomó contacto con la fenomenología, ­ a través de Max Scheler. Para Juan Pablo II el pensamiento antropológico contemporáneo -y particularmente el cristiano- sólo puede avanzar y superar los retos a los que se enfrenta a través de una síntesis ­ entre tomismo y fenomenologí­a estructurada en torno al concepto de persona. Su intento fue el de establecer las bases de esa sí­ntesis desarrollando una ética y antropologí­a personalista novedosas y aportando muchos conceptos originales: la norma personalista, la auto-teleología, ­ la libertad como sí­ntesis de elección y autodeterminación, la experiencia moral como fundamento epistemológico de la ética, la familia como comunión de personas, etc.

las enseñanzas del papa Francisco -creo que sobre este punto no hay duda-, pero la perspectiva general es profundamente personalista.


Respuesta de la Tradición a la eclesiología conciliar

De la persona a la tierra Recuerden bien esta noción: la persona es relación, por lo tanto, subsiste en la medida en que se da, y para ello necesita también la libertad, porque para darse debe ser libre. Tienen -en la relación y en la libertad- los dos grandes pilares de esta moral que el papa Juan Pablo II desarrolla. Con el papa Francisco, eso queda atrás. No hay ruptura, pero eso queda atrás. ¿Por qué? Porque

Cristo no se ha unido simplemente a todo hombre, Cristo se ha unido a la tierra. El problema no es ya un problema de autoconciencia; no se lo niega, por supuesto, pero la perspectiva de Francisco es más radical. En cierto sentido, es todavía más sencilla o, si prefieren, el germen inmanentista produce frutos más maduros. Lo que hay que captar es que, en la nueva perspectiva propuesta por el papa Francisco, toda la moral se resume en la idea de estar en armonía con la naturaleza, con la tierra. ¿Por qué? Porque Cristo está ya unido a la tierra. El Papa insiste enormemente sobre la unidad, la conexión que hay entre Dios, el hombre y el medio ambiente. Siendo el hombre y el medio ambiente criaturas de Dios,

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puede pues escribirse un nuevo código o, si prefieren, reescribir el código moral entero, en relación con el respeto debido a la tierra y a la naturaleza. Porque “todo está conectado”(5). Al respetar la naturaleza como se debe, plenamente, respeto también la ley de Dios y al prójimo, es la gran intuición de Laudato si´, de ahí el hecho -puesto ya en evidencia esta mañana(6)- de que el bosque se convierta en un “lugar teológico”(7). Pero se puede ir más lejos, porque en esta perspectiva todo es un lugar teológico; toda parte de la humanidad es un lugar teológico; todo pueblo en tanto que tal es un lugar teológico en la medida que se lo considera en sí mismo, en su identidad verdadera, auténtica. Les cito aquí un pasaje del Documento final del sínodo (8) donde ¡la propia juventud se considera como un lugar teológico! Sin embargo, la juventud es, de hecho, dependiente, pues tiene necesidad, en particular desde la creación del mundo y el pecado original, del cuidado de los demás, del cuidado de los adultos, de los maestros, de los padres, de la Iglesia, del Estado, porque es una edad difícil. Los adolescentes a veces tienen también necesidad del ejemplo de sencillez y de pureza de los más pequeños. ¡Pues bien, no! Para el sínodo, la juventud es también parte de la naturaleza y por lo tanto es un lugar teológico. Cito: “Los jóvenes quieren ser protagonistas [¡sobre eso no hay duda!] y la Iglesia Amazónica quiere reconocerles su espacio. Quiere ser compañera a la escucha reconociendo a los jóvenes como un lugar teológico”, -la juventud


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es un lugar teológico, es decir que los teólogos deben extraer de la observación del comportamiento de los jóvenes los principios de su teología. Prosigo mi lectura: “los jóvenes como “profetas de esperanza”, comprometidos con el diálogo, ecológicamente sensibles y atentos a la “casa común...”. En realidad, carentes de memoria, esos jóvenes son sujetos revolucionarios ideales Podríamos multiplicar los ejemplos.

La Iglesia que escucha al medio ambiente, a la juventud y al mundo Así el modelo que hay que seguir son la selva y la juventud, lugares teológicos. Dicho de otra manera, hay que llegar a estar en armonía consigno mismo y con el medio ambiente, con la naturaleza, con el cosmos, pero en una perspectiva que niega el pecado original. Presente ya en la perspectiva del papa Juan Pablo II, la perspectiva “clásica” -conciliar y postconciliar-, esta relación con Cristo se hace, bajo Francisco, más lejana, porque en lo inmediato la relación se establece con la tierra. Lo cual se ve a través de esos cuidados por la “Casa común”, lo que hace que la relación se convierte en todavía mucho más universal. La exigencia moral se reduce a esa armonía y a ese equilibrio, en el fondo a poca cosa. Hace falta captar bien que es toda la Iglesia la que debe entrar en esta perspectiva. Lo que ha pasado en el sínodo sobre la Amazonia no ha sido únicamente un momento privilegiado para hablar de esa parte del mundo y de sus proble-

mas particulares; sino que se trata de un paradigma, de un modelo que la Iglesia entera debe seguir. Por ello se habla de “ecología integral” y de “conversión ecológica”. En esta conversión ecológica vemos otra diferencia más -para simplificar, yo diría entre Juan Pablo II y el papa Francisco-, a saber, que la misión del Pueblo de Dios se hace pasiva. Con Juan Pablo II tienen todavía una Iglesia, un Pueblo de Dios que tiene la misión de dar testimonio de algo ante la humanidad, de testimoniar la unión de Cristo con cada cual. Hoy, con Francisco, la Iglesia se convierte en discípula, es una Iglesia que no tiene ya nada que

El papa tiene una visión del trabajo de la Iglesia en la Amazonía. Esta tiene que pasar por una conversión, lo que supone nuevos caminos en lo ambiental, en lo cultural, en lo pastoral y en lo sinodal. Es decir, una nueva forma de ser Iglesia mucho más acorde con los tiempos, más horizontal.

enseñar, es una Iglesia que escucha, es una Iglesia que observa. Sigue siendo sacramento de algo, sí, pero esta vez lo es de una forma más pasiva. Es una Iglesia que debe entrar, ella misma en tanto que tal, lo repito, en esta “conversión ecológica”. Es una Iglesia que debe convertirse, ella misma y no los demás;


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debe convertirse ella misma para poder escuchar a los demás. Y por lo tanto su papel ejemplar, su papel en tanto que “sacramento del género humano”, para utilizar la expresión del Concilio, se convierte en un papel de escucha. Da ejemplo porque es la primera que escucha. Podemos preguntarnos ¿por qué este papel se hace inevitablemente pasivo? Al ponerse a la escucha del mundo, hay que reconocer que el mundo, inevitablemente, tiene siempre algo que enseñar que la Iglesia no conoce. Por ejemplo, en el terreno de las ciencias, los hombres del mundo son, en principio, más cultivados, más preparados que los hombres de Iglesia. Por ello, cuando la Iglesia quiere tratar de las grandes cuestiones del mundo, como la ecología, cae en el ridículo, suelta banalidades. Así la Iglesia, en el Documento final del Sínodo, nos habla del reciclaje, de las emisiones de carbono, de moderación del consumo de pescado, de carne. La Iglesia nos recuerda que hay que plantar árboles. Cae en lo banal, el ridículo, y es inevitable. ¿Por qué? Porque no son sus temas específicos. La Iglesia no ha recibido el carisma de enseñar para hablar de esas cosas puramente mundanas, puramente temporales. Cuando lo hace, inevitablemente lo hace de una forma que cae en la banalidad. Porque hay instituciones del mundo que saben hacerlo mucho mejor que ella, de forma mucho más profesional. Por lo tanto, una vez más, es una Iglesia que inevitablemente se pone a escuchar, a escuchar a un mundo que le es superior. Quiere tratar y consagrarse a cosas del mundo, quiere sacralizar elementos mundanos sobre los cuales otros están mucho más preparados que ella, he aquí lo que es la Iglesia que escucha al mundo.

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TRES CONSECUENCIAS CONCRETAS DE LA DOCTRINA DEL PAPA FRANCISCO Si Cristo se ha unido a la tierra, esta revelación por la tierra continúa. Dios sigue revelándose, no simplemente y no únicamente en la conciencia de los hombres como estábamos acostumbrados a oír. No digo “tradicionalmente”, pues es la tradición -reciente- del Concilio la que nos enseñaba eso. Pero ahora Dios sigue revelándose en la vida misma del mundo y, como se ha dicho, todo deviene potencialmente, todo puede convertirse en un lugar teológico. Ustedes ven bien que, si Dios se revela a partir de la vida misma del mundo, de la naturaleza, pero también de la humanidad porque la humanidad es parte integrante de la naturaleza, la Iglesia debe recibir esto como elementos de la revelación. Se compromete a recibir como elementos de la revelación todo lo que pueda aparecer en el mundo. Y sobre todo la Iglesia que está a la escucha, la Iglesia que observa, es una Iglesia que debe estar dispuesta a seguir siempre introduciendo en sus estructuras, en su forma de pensar, lo que emerge de la vida del mundo y de la vida de la humanidad. La Iglesia debe asimilar los fenómenos del mundo contemporáneo Tomemos un ejemplo concreto: el papel de la mujer. El papel de la mujer es un elemento típico de la pretendida rehabilitación de la mujer que en adelante debería operarse, un elemento típico de la cultura contemporánea. Se puede no estar de acuerdo, pero no se puede negarlo. Digámoslo: la cultura contemporánea y revolucionaria ha pretendido


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dar a la mujer un papel totalmente nuevo. En este contexto, la Iglesia está obligada a asumir el hecho de que la humanidad ha puesto en valor a la mujer, debe acoger estos datos propios de la vida de la humanidad y hacer de ellos elementos propios de la revelación. En consecuencia, debe introducir a la mujer, por ejemplo en la organización de la Iglesia, dándole puestos de autoridad. El Papa acaba de hacerlo al nombrar a una mujer en un puesto de responsabilidad en la Secretaría de Estado. El Documento final del sínodo sobre la Amazonia termina con todo un capítulo consagrado al papel de la mujer. Es “la presencia y la hora de la mujer”, dice el Documento en el capítulo V, que propone “nuevas pistas para la conversión sinodal”. La tradición viva, para retomar una expresión típica del lenguaje postconciliar, no es pues solamente la experiencia de que hablaba el papa Benedicto XVI. Utilizaba él la imagen de un río que transmite la misma experiencia que tuvieron los Apóstoles al comienzo del cristianismo, al momento de la resurrección de Nuestro Señor. Aquella alegría, aquella experiencia ante los hechos, ante la noticia de que Nuestro Señor había resucitado. Y ese río transmite esta experiencia a lo largo de los siglos. Por lo tanto, hay una continuidad, hay un río, hay agua que corre. Aquí, con Francisco, el agua sigue corriendo, pero se enriquece con algo que no tiene nada que ver con aquella experiencia de los Apóstoles en el momento de la resurrección de Nuestro Señor(9). Se enriquece con los valores del mundo. ¿Por qué? Porque es en la vida del mundo donde Dios sigue reve-

lándose. He aquí por qué hay que decir que el papa Francisco está en continuidad, como hemos visto, con el germen del inmanentismo que está ya presente en el Concilio, pero que él va mucho más lejos. Estamos recogiendo los frutos verdaderamente maduros del Concilio.

La desacralización de lo que la Iglesia tiene como más precioso Otra consecuencia de esta nueva perspectiva es que el papa Francisco -creo que puede decirse- da la impresión de desacralizar, utilizando expresiones que chocan. Por ejemplo, dijo en un sermón del mes de diciembre que ¡la corredención de María es una tontería!

El Papa Francisco nombró en enero de este año a Francesca Di Giovanni, una funcionaria del Vaticano desde hace mucho tiempo, como subsecretaria en la oficina del Ministerio de Relaciones Exteriores del Vaticano, convirtiéndola en la primera mujer en ocupar un puesto directivo en la Secretaría de Estado del Vaticano.

Es fuerte ¡vaya! decir eso, o caricaturizar la actitud de los misioneros como si predicasen el Evangelio “lanzando piedras”(10) en lugar de ponerse a escuchar … Estas expresiones chocan. ¿Qué hay que pensar de ellas? No se trata de una


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simple voluntad de chocar o de mostrar cierto desprecio; es mucho más profundo que eso. En toda revolución, la desacralización tiene una función pedagógica: es necesario desacralizar un poquito, progresivamente, para hacer caer lo que se considera un prejuicio. La desacralización ayuda a los hombres a liberarse

Al igual que sus predecesores, el Papa Francisco considera que la conversión ecológica implica un cambio en los estilos de vida, pero amplía este concepto a otras múltiples facetas: “Debería ser una mirada distinta, un pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad que conformen una resistencia ante el avance del paradigma tecnocrático” (Laudato si’, 194). En suma, el santo Padre propone un programa completo, en el que la dimensión espiritual y la solidaridad reinen en el seno de lo material y su uso.

de la idea de que deben rendir cuentas a un Dios transcendente. Todo lo que es sagrado recuerda al hombre la transcendencia; es algo que está por encima, que está más allá, algo que lo domina; alguien a quien yo debo rendir cuentas, alguien que me va a juzgar. La desacralización ayuda a dejar atrás esta impresión, esta disposición sin embargo natural -confirmada por la fe-, de que hay un Dios por encima de mí. ¿Por qué? Pues porque todo se reconduce aquí a una vi-

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sión inmanente, de la forma más radical. Una consecuencia análoga hiere la autoridad del Papa y su prestigio. ¿El papa Francisco es consciente de que pierde prestigio, de que el propio papado pierde prestigio, de que destruye en cierto modo su propia autoridad? ¿Cómo podrán sus sucesores poner remedio a lo que este papa está enseñando, si la propia autoridad del Papa pierde su prestigio? Hay que comprenderlo bien: también esto se sitúa en una perspectiva naturalista, en la perspectiva de una Iglesia que escucha. La autoridad, es paradójico, no tiene ya hoy el papel de enseñar, de imponer a las inteligencias contenidos, verdades. Por lo tanto, si la autoridad no tiene ya este papel, tiene sentido en la medida que se autodestruye, que desaparece para enseñar de esta manera que no es ya necesaria ninguna mediación, que no tiene ya ningún sentido o, si ustedes prefieren, que un magisterio, en el sentido tradicional del término, no es ya necesario. Es una Iglesia que debe escuchar, que debe convertirse para aprender a escuchar; es una Iglesia que debe desaprender para poder reaprender; es la Iglesia discípula, es la Iglesia hermana. Absorción por el mundo y desacralización del sacerdocio Si quieren captar la perspectiva propia del papa Francisco que choca por algunos de sus gestos, hay que hacerlo a la luz de todo lo que acabamos de ver. No es una simple vulgaridad, una simplici-


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dad excesiva por su parte; no es eso, es más profundo. Qué podemos decir, sino que el sacerdocio es completamente absorbido por una misión, un papel que se convierte en político. Para concluir, antes de ver cuál debe ser nuestra respuesta a esta nueva fase en que la Iglesia ha entrado, constatamos que hay una continuidad pero que hay también elementos nuevos, y éstos explican las reacciones que el Papa suscita actualmente. En una palabra, el inmanentismo más radical -este proyecto de armonización del hombre con la naturaleza, el medio ambiente, porque Dios se ha unido a la tierra y cada uno de nosotros somos parte integrante de esta tierra-, con este inmanentismo se hace imposible para el hombre realizar el acto religioso del cual dependen todos los demás: la adoración. Es trágico, pero es muy sencillamente lógico. Por ello me parece importante reconducir todo a algunos principios muy sencillos. En realidad, el hombre tiene su lugar en la creación, pero un lugar específico, porque tiene una diferencia específica respecto de las demás criaturas: el hombre ha sido creado ser racional, y lo es tal para poder adorar. La especificidad última del hombre, criatura racional, es la posibilidad de adorar, de dar voluntariamente culto a Dios, en tanto que criatura racional. Esto presupone la distinción entre la criatura racional y un Dios transcendente, que yo reconozco, que yo adoro, y que yo reconozco no en la naturaleza sino por encima de la naturaleza,

por encima de la creación, absolutamente distinto, separado de la creación, absolutamente infinito. En la medida que reconozco este abismo entre Dios y el mundo, soy capaz de adorar. Y si Dios se hizo hombre, fue para enseñarnos a adorar. La humanidad de Nuestro Señor ha sido el medio de unirse no a la tierra, sino el medio, la causa ejemplar para enseñar a los hombres a adorar.

Tal vez la definición más hermosa y completa del sacerdocio de Cristo se encuentra en la epístola de San Pablo a los Hebreos. Toda la primera parte de esta epístola está destinada a hacernos conocer qué es el sacerdocio de Nuestro Señor. Es realmente admirable. San Pablo estuvo desde luego inspirado al redactar estas páginas. Primero muestra que Jesús es superior a los ángeles (Heb 1, 4-14 y 2). Luego muestra que Jesús es superior a Moisés, el mayor de los profetas (Heb 3). Mientras que Moisés balbuceaba el Nombre de Dios, Jesús es la Palabra sustancial, el Verbo eterno, que ha bajado a nosotros para salvarnos. Los secretos de los corazones están al descubierto ante sus ojos. Por lo tanto, Él es algo muy distinto de lo que podía ser Moisés. Y en tercer lugar, Jesús es incomparablemente superior al sumo sacerdote de la antigua Ley, pues el sacerdocio de Cristo es el más perfecto que se pueda concebir. Mons. Lefebvre, La santidad sacerdotal

Alejarse de las fábulas y volver a la sumisión de Cristo a su Padre ¿Qué ha hecho Nuestro Señor en su humanidad? ¿Por qué su sacerdocio?


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¿Cuál es el fin de su sacerdocio? Lo dijo Él mismo, son las primeras palabras de Nuestro Señor desde que entra en el mundo: “He aquí que vengo para hacer tu voluntad“ (Heb 10, 9). Es en el cumplimiento de la voluntad del Padre donde Nuestro Señor, hombre y sacerdote, se somete totalmente a la voluntad del Padre, y sabe muy bien que esta sumisión incluye la Cruz, incluye la Pasión. Y este primer acto de Nuestro Señor en el momento de la encarnación está en perfecta continuidad con la Cruz. Toda la vida de Nuestro Señor es un largo acto ininterrumpido de adoración. ¡Es magnífico! Es totalmente lo opuesto a la perspectiva en la cual la Iglesia está entrando con esta “conversión ecológica”. No es solamente un error, no es solamente una desviación ¡es abominable! Nosotros mismos no llegamos a calcular la gravedad de esto, ni incluso a encontrar las palabras. Y nos querrían hacer creer que ésta es la única vía que la Iglesia puede hoy recorrer, que no hay otro camino posible. Esto se ha escrito. ¿Cuál debe ser la respuesta de la Tradición? Es el título de esta conferencia, pero creo que hace falta, antes de verla, considerar la respuesta de la Sagrada Escritura. Ustedes saben que la Tradición y las Sagradas Escrituras son las dos fuentes de la revelación. ¿Encontramos primero de todo una respuesta en la Sagrada Escritura? Sí: “…- y apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas, ad fabulas convertentur” (2 Tim 4, 4). A esto hemos llegado. Toda esta encíclica Laudato si´ es una fábula: centenares de parágrafos, centenares de fábulas. La más alta autoridad del mundo que enseña a todos los hombres, a todos los hombres sin distinción, fábulas. ¡Es inverosímil!

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TRIPLE RESPUESTA DE LA TRADICIÓN A LA CRISIS CONCILIAR Ahora veamos la respuesta de la Tradición. Se articulará en tres partes. Nuestra Señora del Rosario y la salvación de la Iglesia La primera respuesta es la Santísima Virgen que aplasta todas las herejías, y las aplasta por el Rosario. No hay que cometer un error análogo al de los modernistas, es decir buscar respuestas nuevas desde el momento que los errores son nuevos. Los errores son nuevos, sí, pero los gérmenes que los producen son siempre los mismos, y por lo tanto el remedio está en el Rosario. Es a la Virgen a quien Nuestro Señor confió la Iglesia y confió la Fe. Es ella quien aplasta, quien aplastará todas las herejías. ¿Cuándo? No lo sabemos. Quizá habrá que seguir esperando. ¿Hemos tocado fondo? ¡Se ha dicho demasiadas veces! A priori podríamos volver a decirlo, pero vale más no hacerlo, no sería prudente. Lo que es seguro es que la solución vendrá de la Santísima Virgen y del Rosario; tenemos que realizar nuestra parte en esto, muy importante. Por esta oración Dios volverá a dar vida, sin duda de forma milagrosa, porque humanamente no hay esperanza. Pero Dios tiene sus tiempos, tiene sus proyectos, tiene su manera, ya lo hemos experimentado, lo sabemos si conocemos la historia de la Iglesia. Dios quiere mostrar la divinidad de su Iglesia y lo hace siempre dejándonos algún tiempo en situaciones humanamente inextricables; sí, esto hace que la santidad de la Iglesia resalte más. Pero hay también, creo, una figura


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que puede ayudarnos y que merece unas palabras esta tarde, es la figura de san Francisco. Este papa, siendo jesuita, ha elegido el nombre de Francisco. Se entiende por qué; después de algunos años, se comprende bien. El sínodo para la Amazonia comenzó el día de la fiesta de san Francisco. La gran encíclica de la que hemos hablado, eje central del pontificado del papa Francisco, comienza con las palabras del Cántico de las criaturas de san Francisco: Laudato si´. Tiene la muy clara intención de apropiarse de un gran santo de la Iglesia, un gran fundador, y yo querría detenerme aquí algunos instantes. Hay aquí verdades y conclusiones que extraer.

su figura tiene un impacto, una influencia capaz de cambiar toda una cristiandad. Fue así capaz de cambiar la cristiandad, desde luego con ayuda de otras

Por el honor del Poverello San Francisco ha conocido una suerte trágica en los últimos cincuenta años: su figura ha sido completamente desnaturalizada. Es una suerte o destino que san Bernardo no ha sufrido, san Ignacio tampoco, san Benito tampoco. ¿Por qué san Francisco? Porque recibió de Nuestro Señor una misión muy específica: estamos a comienzos del siglo XIII. San Francisco es por excelencia el prototipo del reformador en la Iglesia, es su carisma, es una gracia especial que recibe de Nuestro Señor; recibe la misión, pero recibe también la gracia necesaria para realizar esta misión. De resultas de esto, la figura de san Francisco reforma la Iglesia. Es un reformador primero de todo en el orden del ser, es causa ejemplar de la reforma. Encarna perfectamente el Evangelio, los grandes ideales del Evangelio, y recibe de parte de Nuestro Señor esta misión de reformar la Iglesia y, por este hecho,

El Rosario es nuestra arma. Ha de ser nuestra arma contra el demonio. Los ejemplos magníficos que ha suscitado el rezo del Rosario y que nos ha transmitido la historia nos han de invitar a rezarlo con frecuencia, e incluso, si podemos, las tres partes. Confiémonos así a la Santísima Virgen. Espero que todos vosotros tenéis el Rosario y que lo rezáis diariamente, rogando a la buena madre del Cielo que os guarde en la fe católica. Cuando os sintáis en la tentación, o cuando sintáis desánimo en las dificultades o pruebas, tomad el Rosario y rezadlo. Pedid a la Virgen, nuestra buena madre del Cielo, que venga a ayudaros y veréis qué oración tan eficaz es el Rosario. La Santísima Virgen siempre ha venido en sus apariciones con el Rosario, mostrando así cómo aprecia esta oración. Mons. Lefebvre, La vida espiritual

órdenes religiosas, pero eso no es aquí la cuestión. Ahora bien, ese carisma propio de la figura de san Francisco es inagotable.


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Hasta el fin de los tiempos el ejemplo de vida de san Francisco y sus escritos tendrán esta capacidad de transformar las almas y transformar la Iglesia. Diríamos, en un vocabulario un poco moderno, que es una figura carismática. Y no hay nada que hacer, es un carisma que transciende al tiempo. Cuando tenemos delante a una figura carismática, no podemos negar el carisma. ¿Por qué? Porque todo el mundo es conmovido por ese carisma, y ese es el caso de san Francisco: conmueve de alguna manera incluso a la gente fuera de la Iglesia; provoca conversiones incluso fuera de la Iglesia; tiene un aura. Como no se puede negar esta fuerza, hay que desnaturalizarla, hay que canalizarla hacia algo que no corresponda con lo que es en realidad. Es exactamente la suerte que, analógicamente, ha padecido la figura misma de Nuestro Señor. Nuestro Señor no puede ser negado; la figura histórica de Nuestro Señor no puede negarse sin más, pero existe toda una exégesis racionalista que intenta disminuir la figura de Nuestro Señor para llegar a negar su divinidad, negar sus milagros. Con san Francisco se ha operado algo equivalente: de él se ha hecho el santo de la ecología y de la naturaleza, esto es bien conocido. Hay aquí algo extremadamente grave: no se deben manipular los carismas que tienen impacto sobre la Iglesia y sobre las almas, canalizándolos hacia algo completamente ajeno a la persona y la misión del Poverello. San Francisco nos da la respuesta que buscamos en esta conferencia: es el santo que sobresale en el don de ciencia. El don de ciencia tiene dos lados.

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El don de ciencia es aquella moción del Espíritu Santo que, al admirar la naturaleza, nos hace remontar inmediatamente al Creador pero, al mismo tiempo, nos hace captar la inanidad de las criaturas, y esto los modernistas no lo dicen. Tanto las criaturas serán útiles para empujarnos hacia Dios, tanto serán hermosas. Es la capacidad típica de las virtudes sobrenaturales, a fortiori de los dones del Espíritu Santo, llegar a armonizar los contrarios que encontramos aquí abajo. San Francisco es la reproducción perfecta de Cristo. Sí, la repro-

ducción perfecta de Nuestro Señor por su santidad, sus llagas. Y si san Francisco pudo ser eso, podemos decir que es una consecuencia de la encarnación. Si Dios se encarnó, no fue para unirse a la tierra; si Dios se encarnó, fue para ofrecer a los hombres un modelo en su humanidad que pudiera ser imitado. ¿Y quién ha conseguido imitarlo? Los santos. Esta imitación, consecuencia de la encarnación, es posible gracias también a la encarnación. Esta reproducción perfecta de Nuestro Señor es el motor de la reforma: la continuación de Nuestro Se-


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ñor en las almas. He aquí la verdadera y más completa respuesta que la Tradición nos ofrece en relación con el actual cataclismo. He aquí lo que debemos buscar ¡aunque esto no quiera decir que debamos hacernos todos franciscanos! Pero debemos captar lo que es propio de este santo en particular, hacía falta decir unas palabras esta tarde porque es él quien, una vez más, ha pagado muy caro el abuso que se hace de su carisma, desviándolo. La santidad, de nuevo, se hace por la Cruz; la asimilación a Nuestro Señor se hace por la Cruz. LA RESPUESTA DE LA HERMANDAD DE SAN PÍO X La última respuesta es la respuesta propia de la Hermandad de San Pío X. Qué podemos hacer en tanto que Hermandad, en tanto que simples sacerdotes, religiosos, religiosas, fieles. Lo hemos visto hace un instante: intentar, tanto como sea posible, imitar a los santos e imitarlos tanto más cuanto hoy ya no se les conoce. ¿Pero qué puede hacer la Hermandad en cuanto que tal? Hemos comprendido perfectamente, sobre todo con la conferencia del padre Lorans que lo ha puesto de manifiesto(11): hay varias reacciones en la Iglesia, pero son reacciones que pueden proyectarse un poco en direcciones diferentes, y son sobre todo reacciones que van cada una a su propia velocidad, a veces con algunos pasos atrás. Ciertamente reacciones positivas en su conjunto, pero con lagunas; reacciones que, en general, siguen

teniendo difícil remontarse a la causa. ¿Qué puede pues hacer la Hermandad para ayudar a esas reacciones, a to-

P. Davide Pagliarani, Superior General de la Hermandad Sacerdotal de San Pío X.

das sin excepción? Considerando, una vez más, que son diversas, cada una tiene sus tiempos, su percepción de las cosas y también de la crisis. La respuesta es muy sencilla: todas estas reacciones y todas las que podrán llegar necesitan una referencia que no se mueva; necesitan una causa ejemplar que permanezca siempre lo que debe ser. No hay que pensar que para favorecer estas reacciones haga falta bajar un poco el nivel. No, porque si se baja el nivel, si por ejemplo nos callamos, esas reacciones de almas de buena voluntad no tendrán una causa ejemplar en la cual puedan ver, de alguna manera, lo que es la Tradición en su integridad. Es de esto de lo que las almas tienen necesidad. El mayor servicio, el más precioso -y es un deber que debemos prestar a la Iglesia en este momento- es ofrecer esta Tradición íntegra, mostrarla en su integridad, predicarla íntegramente, sin disminuir nada en absoluto. No hay que cambiar, es muy importante, es esto lo que necesitan quienes actualmente reaccionan. Y


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después, cada cual marchará a su ritmo. No es un papel humano, es algo que nos excede. Hemos dicho que hacía falta recitar la oración del Rosario, sí, porque es algo que nos excede; dejemos esto a la Providencia. Y diré también aquí otra cosa que nos supera: no somos nosotros quienes vamos a resolver la crisis de la Iglesia. Pero lo que es seguro es que Dios nos pide guardar esta integridad católica, con todas las consecuencias que este principio pueda tener. Sí, Dios nos pide conservar esta integridad para ayudar a las almas y para ayudar a la Iglesia. Es la Providencia misma la que nos ha puesto en esta posición a pesar de nosotros: una posición privilegiada que nos permite dar libremente testimonio de nuestra fe y pregonar libremente nuestra adhesión a la Iglesia de siempre y a su Tradición. ¿Cómo concluir? Pensemos en esas almas, en todas esas almas para las cuales la vida católica no es ya posible en las parroquias. Hay que ser realistas, es imposible tener una vida católica si se sigue la encíclica Laudato si´, si se ponen en práctica sus principios, es imposible y, me repito una vez más, la vida de la fe íntegra es el servicio más precioso que podemos ofrecer a la Iglesia. A veces se nos acusa de no tener el sentido de la Iglesia, se nos acusa de mirarnos a nosotros mismos, nuestras capillas, nuestro propio desarrollo, sin preocuparnos por la necesidad que la Iglesia tiene de reapropiarse la Tradición, sin mirar la necesidad que las almas tienen de reapropiarse y beneficiarse de la Tradición de la Iglesia. Esta acusación es falsa, es inaceptable. Porque amamos a la Iglesia es por lo que no podemos movernos ni un milímetro. No es únicamente para preservar nuestras comunidades, sino para preservar un

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tesoro que hemos recibido, que no nos pertenece y que debemos ofrecer a todos sin distinción y, por ello, no hay que cambiar ni un ápice. m (1) La conferencia del padre Jean-Michel Gleize, De la colegialidad a la sinodalidad, el verdadero Concilio a la luz del post-Concilio, se encontrará transcrita y disponible -con todas las demás conferencias- en las Actas del XV Congreso del Courrier de Rome, que se publicarán en el curso de este año. (2) Ver las Actas del XIV Congreso del Courrier de Rome, Francisco, el papa pastoral de un concilio no dogmático, Publications du Courrier de Rome, 2019, 158 páginas. (3) Cf. Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes, 7 de diciembre de 1965, nº 22.2. (4) Juan Pablo II, carta encíclica Redemptor hominis, 4 de marzo de 1979. (5) Expresión que se utiliza once veces en la encíclica Laudato si´. (6) Alusión a la conferencia del profesor Matteo D´Amico: ¿Qué vínculos entre el sínodo sobre la Amazonia y el “camino sinodal” en Alemania? (7) Por lugar teológico hay que entender una fuente que, al servicio de los teólogos, expone la doctrina católica. (8) Documento final del sínodo sobre la Amazonia (26 de octubre de 2019), nº 33. (9) El enriquecimiento está sin embargo ya presente en Benedicto XVI entonces cardenal, como dice él mismo en una entrevista famosa que Mons. Lefebvre cita en Lo destronaron: “El problema de los años sesenta fue el adquirir los mejores valores expresados en dos siglos de cultura ”liberal”. Son valores que aunque nacidos fuera de la Iglesia, pueden encontrar su lugar -depurados y corregidos- en su visión del mundo. Fue lo que se hizo”, entrevista con V. Messori en la revista mensual italiana Jesus, noviembre de 1984, p. 72. (10) “Anunciar el Evangelio en alta voz no consiste en asediar a los demás con ayuda de discursos apologéticos, a gritar rabiosamente a los demás la verdad de la Revelación. No es ya útil lanzar a la cabeza de los demás verdades y fórmulas doctrinales como si fueran piedras. Cuando se produce esto, es signo de que las propias palabras cristianas han pasado a través de un alambique y se han transformado en ideología.” Francisco, Sans Jésus nous ne pouvons rien faire, Bayard, 2020. (11) Referencia a la conferencia del padre Alain Lorans, Pertinencia y límites de varias críticas a propósito del sínodo sobre la Amazonia, que se publicará en las Actas del Congreso.


Panorama del Estado católico en la España de Franco Juan Manuel Rozas Valdés

I

ntroducción

Al dirigir se en 1895 a los obispos de los Estados Unidos de América en la encíclica Longinqua oceani, el papa León XIII distinguió con luminosa claridad entre los buenos frutos (toca añadir, tanto sobrenaturales como incluso naturales o temporales) que nacen de la libertad de la Iglesia en cualquier comunidad política, y los más y mejores frutos (de ambas categorías, vuelvo a añadir) que se cosechan cuando, además de la libertad, la Iglesia goza del favor de las leyes y de la protección del Estado: “Se evitará creer erróneamente […] que el modelo ideal de la situación de la Iglesia hubiera de buscarse en Norteamérica o que universalmente es lícito o conveniente que lo político y lo religioso estén disociados y separados al estilo norteamericano. Pues que el catolicismo se halle incólume entre vosotros, que incluso se desarrolle prósperamente, todo eso debe atribuirse exclusivamente a la fecundidad de que la Iglesia fue dotada por Dios y a que, si nada se le opone, si no encuentra impedimentos, ella sola, espontáneamente, brota y se desarrolla; aunque indudablemente dará más y

mejores frutos si, además de la libertad, goza del favor de las leyes y de la protección del poder público”(1). Por Estado católico (o Ciudad católica, si tenemos cuidado de evitar la confusión entre la comunidad política en general y su moderna forma estatal) hay pues que entender aquella comuni-

dad política en que nuestra santa religión católica goza del favor de las leyes y de la protección del poder público. En palabras del papa Pío XII, “la Iglesia no disimula que en principio considera esta colaboración como normal y que mira como ideal la unidad del pueblo en la verdadera religión y la unanimidad de acción entre ella y el Estado”(2). Como también enseñó Pío XII, aquello “que no responde a la verdad y a la norma moral no tiene objetivamente derecho alguno ni a la existencia, ni a la propaganda, ni a la acción”(3), lo cual explica que el fa-


Panorama del Estado católico en la España de Franco

vor de las leyes y la protección del Estado hacia la Iglesia tengan asimismo una vertiente negativa contra cualesquiera errores opuestos a la revelación o la ley natural. De manera que quienes profesan tales errores, incluyendo las falsas religiones del mundo, podrán verse legítimamente impedidos por un Estado católico de hacer pública manifestación y propaganda de los mismos, sin perjuicio de una eventual tolerancia motivada por razones de prudencia. Así delimitado el marco conceptual de este artículo, en las páginas que siguen me propongo ofrecer una visión panorámica de la vigencia del Estado católico en la España regida por el general Francisco Franco. Y ello desde 1936 hasta la ruina de ese régimen católico, incoada en 1967 y consumada, tras la muerte del Caudillo en 1975, con la promulgación de la Constitución de 1978 como resultado, entre otras causas, del Concilio Vaticano II y a impulsos, entre otros actores, de la jerarquía de la Iglesia. Nuestra grandeza y unidad católicas En España la Ciudad católica, en su aspecto positivo (el que toca a la afirmación y protección de la verdad), viene impuesta no sólo por el cumplimiento de un deber universal para con Dios sino, además, por razones históricas particulares. España se formó como nación católica, y vivió como tal durante siglos, con asombrosas hazañas inigualadas por otros pueblos cristianos como la reconquista peninsular y, sobre todo, su continuación ultramarina con la conquista y evangelización de América; y otras empresas históricas como nues-

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tro protagonismo en la obra de Trento y las guerras entonces combatidas contra turcos y protestantes y su común aliado francés, hasta el agotamiento, y después contra las revoluciones modernas, hasta tiempos tan recientes como los de nuestra última Cruzada (1936-39).

Considerado el hombre más culto de su época, Marcelino Menéndez Pelayo poseía una extraordinaria memoria y una insólita capacidad de trabajo, cualidades que le permitieron llevar a cabo desde sus precoces inicios una ingente tarea de estudio, especialmente de la historia literaria hispánica. En su famosa obra Historia de los heterodoxos españoles (1880-1882) equiparó el concepto de ortodoxia a la idea de espíritu nacional, y negó la condición de españoles de pleno derecho a los autores menos identificados con el catolicismo.

Antes habían sido las celebérrimas palabras de Marcelino Menéndez Pelayo en el epílogo de los Heterodoxos: “La Iglesia nos educó a sus pechos, con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación […]. España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio …; ésa es nuestra


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grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra”(4). Esas gloriosas razones históricas tienen a su vez consecuencias morales, pues de ellas se derivan deberes de piedad para con nuestros antepasados, de modo que en España la unidad católica es, en ese aspecto positivo, obligación para con Dios y para con la patria. Y en lo que se refiere al aspecto negativo de la Ciudad católica (el que toca a la represión del error ¡España, martillo

según épocas y tierras, de los otros cultos, salvo el tumor de Flandes a caballo entre los siglos XVI y XVII. Fue un bien y, como tal bien, permanece siempre deseable. El grado en que los otros cultos deban o no tolerarse es cuestión prudencial y, por lo tanto, no ajena a la moral social pero sí merecedora de respuesta variable en función de cambiantes circunstancias. La respuesta en la España de Franco podía ser la misma o distinta que en la España de Felipe II y, con seguridad, distinta que en la España de hoy. Como igualmente conformes con la tradicional doctrina católica pudieron ser en Francia el edicto de Nantes, por el cual Enrique IV otorgó la tolerancia a los hugonotes en 1598, al término de las guerras de religión, y su revocación por Luis XIV en 1685, sin que haya ninguna necesidad lógica de condenar un acto para aprobar el contrario.

El edicto de Nantes, firmado en abril de 1598 en Nantes (Francia) por el rey Enrique IV de Francia, fue un decreto que autorizaba la libertad de conciencia y una libertad de culto limitada a los protestantes calvinistas. Enrique IV, también protestante, se había convertido al catolicismo para poder acceder al trono. El Edicto provocó tensiones y resistencias en Francia. La más importante se generó cuando se concedió a los protestantes hasta 151 plazas fuertes para que pudieran defender sus derechos. En octubre de 1685, Luis XIV promulgó el Edicto de Fontainebleau, que revocaba el anterior Edicto de Nantes.

de herejes!), fue históricamente factible y de hecho se realizó durante siglos desde la conversión de Recaredo hasta la disolución de la monarquía hispánica, y aun después (si bien en declive y con intermedios adversos), hasta la época de Franco. Y ello habida cuenta de la práctica inexistencia o al menos debilidad,

De la confusión inicial a la restauración de la Ciudad católica

Esta doctrina tradicional sobre la Ciudad católica fue, en sus grandes rasgos, patrimonio común de los católicos españoles en la era de Franco, y en ella se inspiraron las Leyes fundamentales que progresivamente la definieron y articularon. Desde luego en sus años centrales de plenitud -un cuarto de siglo que pivota en torno a 1953, año de la firma del Concordato con la Santa Sede-, después de la confusión de los primeros meses de la guerra y de la posterior tentación totalitaria, y antes de la


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etapa final, caracterizada en este punto por la prontísima ¡y errada! obediencia a la declaración Dignitatis humanae aprobada por el Concilio Vaticano II en diciembre de 1965, que condujo sin pausa a la reforma del artículo 6º del Fuero de los Españoles (enero de 1967) y a la aprobación de la primera ley española de libertad religiosa (junio de 1967). Respecto de la confusión de los primeros meses de la guerra civil, se explica sin dificultad alguna pues quienes se alzaron contra el desgobierno republicano tenían convicciones políticas de raíz muy diferente, “desde la de algunos militares de alta graduación que no se hallarían mal con una República laicizante, pero de orden, hasta la de algunos otros que combaten con la imagen del Corazón de Jesús en el pecho y que quisieran una Monarquía con unidad católica, como en los mejores tiempos de los Austrias”(5). Para algunos la guerra comenzó con aires liberales de pronunciamiento decimonónico, con los generales sublevados y entre ellos Franco –que invocó el 21 de julio de 1936 en Tetuán “la trilogía fraternidad, libertad e igualdad”- gritando viva la república o viva España republicana(6); mientras que los carlistas, siempre en la vanguardia y plenitud católicas, sellaban su adhesión al alzamiento con la invocación “Dios proteja esta santa cruzada”(7) y formaban como macabeos en la pamplonesa plaza del Castillo. Pero muy pronto la atroz persecución religiosa desatada en la zona roja unió estrechamente al bando nacional en la defensa de la fe. Cuando el 1º de octubre Franco afirmó en Burgos, reservando además a la cuestión religiosa un

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lugar secundario en el orden de su discurso, que “el Estado, sin ser confesional, concordará con la Iglesia, respetando la tradición nacional y el sentimiento religioso de la inmensa mayoría de los españoles”(8), tanto el cardenal primado Gomá como Pla y Deniel, obispo enton-

El 1 de julio de 1937 se publicaba un documento importante: La Carta Colectiva de los Obispos españoles a los obispos de todo el mundo con motivo de la guerra en España. Fue impulsada, estructurada y redactada por el cardenal Isidro Gomá, y fue firmada por 43 obispos y 5 vicarios capitulares. Dio la consideración de Guerra Santa y se aprobó el término Cruzada. Su intervención ante el Papa y el Vaticano fueron decisivas para el reconocimiento por parte de la Santa Sede del gobierno de Franco. La Carta colectiva de los Obispos tuvo una grandísima repercusión en el extranjero, al defender ante el mundo la necesidad y la licitud de nuestra gesta.

ces de Salamanca y que habría de suceder a aquél en la sede primada de Toledo, salieron vigorosamente al paso, los carlistas formularon una firme protesta(9), y aquel pronunciamiento de Franco (tintado de una laicidad positiva, se diría hoy) quedó aislado, sin continuidad ni efectos. Más allá de la confusión de aquellos primeros meses el nuevo Estado se encaminó decididamente hacia la restauración de la unidad católica, dando la vuelta en todo a la inicua legislación secularizadora de la República (supresión


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de crucifijos, divorcio, expulsión de los jesuitas y hostigamiento a las demás órdenes y congregaciones religiosas etc.). Así se reconoció muy tempranamente, en julio de 1937, por los obispos españoles en la Carta colectiva que sobre su posición ante la guerra dirigieron al episcopado mundial: “Tenemos la esperanza de que imponiéndose con toda su fuerza el enorme sacrificio realizado, encontraremos otra vez nuestro verdadero espíritu nacional. Entramos en él paulatinamente por una legislación en que

En agosto de 1953 tuvo lugar la firma oficial del Concordato entre España y la Iglesia en Roma.

predomina el sentido cristiano en la cultura, en la moral, en la justicia social y en el honor y culto que se debe a Dios”(10). Sin que por ello dejaran de existir tensiones ni de producirse incidentes entre el nuevo Estado y la jerarquía de la Iglesia, como tampoco habían faltado entre ambas potestades en los tiempos de la antigua monarquía hispánica. El Convenio de junio de 1941 con la Santa Sede, que tiende a considerarse con razón como un pequeño Concordato, vino a confirmar la vigencia de los cuatro primeros artículos del isabelino Concordato de 1851, entre ellos el 1º: “La Religión Católica, Apostólica, Romana que, con exclusión de cualquier otro culto, continúa siendo la única de la

nación española, se conservará siempre en los dominios de S. M. Católica, con todos los derechos y prerrogativas de que debe gozar según la ley de Dios y lo dispuesto por los sagrados Cánones”. El Fuero de los Españoles, Ley fundamental promulgada en julio de 1945, dispuso en su artículo 6º: “La profesión y la práctica de la Religión católica, que es la del Estado español, gozará de protección oficial. Nadie será molestado por sus creencias religiosas ni el ejercicio privado de su culto. No se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la Religión Católica.” Con ello se restableció en sustancia, casi con iguales palabras pero con interesantes matices restrictivos(11), el mismo régimen vigente bajo el artículo 11 de la canovista Constitución de 1876. Y el Concordato firmado con la Santa Sede en agosto de 1953 volvió a ratificar en su artículo 1º, trasunto de igual precepto del evocado precedente isabelino, la catolicidad de la nación española: “La Religión Católica, Apostólica, Romana sigue siendo la única de la Nación española y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico.” Hay que recordar aquí que durante todo el siglo XIX se habían sucedido pronunciamientos similares o incluso más vibrantes y aun cargados de saludable intolerancia –desde el artículo 12 de la Constitución de 1812: “La Religión de la Nación Española es y será perpe-


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tuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”-, sin más excepciones que las efímeras declaraciones de libertad religiosa formuladas primero por la Constitución de 1869 y, tras el cambio de siglo, de modo agresivamente anticatólico por la republicana de 1931. Bien es verdad que con flujos y reflujos entre el fundamento teológico (aceptado por los moderados) y el sociológico (propugnado por los progresistas), y con deslizamiento hacia la relajación(12). Aquella relativa continuidad constitucional de la simple confesionalidad, e incluso de la prohibición de toda manifestación pública de los otros cultos, era vestigio de la perfecta unidad católica bajo la antigua monarquía hispánica, y pone de relieve lo infundado de haber acuñado el término nacional-catolicismo para hacer caricatura de la España católica bajo Franco, como si la concordia de poder político y religión católica fuese una innovación propia de aquella época. Pero pone también de manifiesto que la quiebra con aquella perfecta unidad católica de la monarquía tradicional no se había producido (no todavía) en el siglo XIX por el abandono de la simple confesionalidad católica y régimen restrictivo de los otros cultos (al contrario, confirmados ambos principios), sino por la pérdida de aquellas “consecuencias jurídicas con que fue amada y servida tradicionalmente en nuestros reinos”, como expresó el reclamante Don Alfonso Carlos al codificar en 1936 los

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fundamentos de la legitimidad española en cinco puntos(13); esto es, por haberse repudiado “el establecimiento de los mandatos de Cristo como leyes para el vivir social”(14). O dicho sea de otro modo, en base a las palabras antes cita-

A partir de los 60 la infiltración opositora y muy pronto marxista sería patente en muchas de las organizaciones de la Iglesia en España y de hecho los grupos de oposición como el sindicato Comisiones Obreras y los separatismos vascos y catalanes renacerían al amparo de las organizaciones de la Iglesia que gracias al Concordato funcionaban sin control del Gobierno.

das de Pío XII, por haberse quebrado “la unanimidad de acción” entre la Iglesia y el Estado(15). Esta pretensión de facilitar la vida fundada sobre principios cristianos y absolutamente conformes al fin de la salvación eterna, ausente en las constituciones liberales, llegará a ser consagrada constitucionalmente bajo Franco. Primero de todo, en términos escuetos y decisivos, por el artículo 1º de la Ley de Sucesión, Ley fundamental promulgada en julio de 1947: “España, como unidad política, es un Estado católico, ..”. Y ulteriormente por el segundo de los Principios del Movimiento Nacional, aprobados por Ley fundamental en mayo de 1958: “La Nación española considera como timbre de honor el acatamiento a


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la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación”; adviértase la trascendental coda, “que inspirará su legislación”. Con estos preceptos de las Leyes fundamentales de la España de Franco se daba pleno cumplimiento a la “doctrina tradicional católica acerca del deber moral de […] las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”(16). Y con ello se quería que, como

Monseñor José Guerra Campos fue Obispo de Cuenca, nombrado el 13 de abril de 1973. Inspirador de la revista religiosa Iglesia-Mundo y de la Hermandad Sacerdotal Española, que agrupaba a más de 6.000 Sacerdotes que no aceptaron las reformas en distintos ámbitos de la Iglesia, tras el Concilio Vaticano II.

exigido por la realeza de Cristo, todo en el Estado se ajustase “a los mandamientos divinos y a los principios cristianos en la labor legislativa, en la administración de la justicia y, finalmente, en la formación de las almas juveniles en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres”(17) -palabras del papa Pío XI en la encíclica Quas primas (1925), con la cual se instituyó la fiesta de Cristo Rey. El resumen de don José Guerra Campos, obispo de Cuenca y entre los pocos

que no se convirtió después a la llamada neutralidad religiosa del Estado, sobre aquellos años de la España de Franco: “Para la Iglesia, la unidad religiosa era el “máximo bien del pueblo español”. El estatuto de tolerancia de cultos no católicos, reconocida en el Fuero de los Españoles, importaba limitaciones en la propaganda y las manifestaciones públicas. La Iglesia era más restrictiva que el Gobierno. Desde los años cincuenta, Franco aspiraba a un reconocimiento progresivo de mayor libertad en la práctica religiosa, entre otras razones porque la presión de los Estados Unidos de América, atizada por las quejas protestantes, perjudicaba grandemente la vida económica de España. Tal aspiración era frenada por la opinión católica y por la Jerarquía, según la cual no se debía rebasar la “tolerancia” del Fuero. Algún prelado reaccionó duramente contra ciertas concesiones a los protestantes, y algunas personas que son ahora “campeones de la libertad” y condenadores del “nacionalcatolicismo”, lanzaban entonces a los jóvenes a inutilizar capillas protestantes”(18). Testimonios de la época de plenitud Demos ahora cuenta de algunos testimonios de la época de plenitud del Estado católico en la España de Franco. Parece obligado comenzar con el propio Caudillo, para apreciar la medida del camino recorrido desde aquella mención -antes evocada- del “Estado, sin ser confesional”, en su discurso de Burgos el 1º de octubre de 1936, hasta


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las palabras que siguen, por él pronunciadas en diciembre de 1952: “Hay timoratos que se impresionan porque tengamos un pensamiento distinto al de otras naciones, y yo os pregunto ¿dónde encontráis una nación realmente católica, donde encontráis en el mundo un Estado que responda a esta conciencia católica, un Estado católico? Pues si somos un Estado católico, si tenemos una conciencia tal, ¿cómo vamos a pensar como los pueblos que no lo son o como los que han vendido su Fe y su Unidad? Forzosamente tiene que existir, entre nosotros y ellos, grandes diferencias. La incomprensión es una carga que hemos de llevar sobre nuestras espaldas. ¿Cómo pueden comprender la unidad de la fe, el sentido católico de la vida, la confesionalidad de los Estados aquellos otros que predican el indiferentismo ante las confesiones, que propugnan el laicismo y tienen la masonería incrustada en la administración de sus Estados?”.(19) Y de nuevo Franco en el mensaje a las Cortes con que acompañó el envío del Concordato para su ratificación: “Para las Naciones católicas las cuestiones de fe pasan al primer plano de las obligaciones del Estado. La salvación o la perdición de las almas, el renacimiento o decadencia de la fe, la expansión o reducción de la fe verdadera son problemas capitales, ante los que no puede ser indiferente”(20). Nada distinto, en sustancia, a la doctrina tradicional católica: el fin de la sociedad civil nunca jamás debe buscarse excluyendo o perjudicando el fin último, a saber, la salvación eterna. La firma del Concordato -“Concordato de tesis en 1953”- fue saludada con palabras de júbilo por Fernando MartínSánchez Juliá, pronunciadas en la XL

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Asamblea General de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (Loyola, septiembre de 1953), en la que fue sustituido al frente de la asociación tras haberla encabezado muchos años como primer sucesor de Ángel Herrera:

Fernando Martín-Sánchez Juliá fue el fundador de la Federación de Estudiantes Católicos, el 8 de septiembre 1935, elegido más tarde presidente de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACN de P), comenzando un mandato que se extendería durante 18 años hasta 1953.​Procurador en las Cortes por decisión de Franco, entre 1958 y 1970, ​fue también consejero del Banco de España, vocal del Consejo Nacional de Educación y vicepresidente de la junta de gobierno de la Editorial Católica. Falleció el 29 de julio de 1970 a los a los 70 años de edad en Santander.

“Ningunos labios católicos españoles pueden hablar hoy en público sin mencionar, como fasto glorioso de la Iglesia y del catolicismo españoles, la firma del recientísimo Concordato, Concordato de tesis en 1953, documento universal, arquetipo de concordatos. En manos de la Iglesia, en el mundo entero y dentro de España, será un arma poderosísima de defensa del derecho público cristiano …”(21).


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Doctrina católica que por aquellos años profesaba hasta don Ángel Herrera Oria, entonces obispo de Málaga y más tarde elevado al cardenalato por Pablo VI, histórico maestro y conductor político de los católicos españoles en la táctica posibilista, quien no por ello dejaba de afirmar, en el plano doctrinal, los principios ortodoxos que en España eran entonces unánimemente compartidos: “No hay tesis más cierta en derecho público eclesiástico que la que sostiene la necesidad, en una nación católica, de la íntima colaboración de Iglesia y Es-

Ángel Herrera, como presidente de la Acción Católica Nacional de Jóvenes Propagandistas (ACN de JP), recorrió los pueblos de España para dar conferencias y animar a la movilización de los católicos. En la primavera de 1936 puso la ACN de P y la Acción Católica en manos de Fernando Martín-Sánchez Juliá. En 1936 viajó a Friburgo para comenzar sus estudios sacerdotales. Informado de los acontecimientos de España durante la Guerra Civil, guardó al principio una posición expectante sin apoyar el levantamiento. En 1947 fue nombrado obispo de Málaga. Entre los éxitos de Herrera, cabe destacar la creación de la BAC (Biblioteca de Autores Cristianos) en 1944, que pronto fue una de las editoriales de referencia en la publicación de libros católicos. Nombrado cardenal el 22 de febrero de 1965, murió el 28 de julio de 1968 en Madrid.

tado –sociedades distintas pero no separadas-, en beneficio de ambas, y, por tanto, del bien temporal y eterno de los

individuos que a ambas pertenecen”(22). Los testimonios de la adhesión de otros obispos españoles de la época a la unidad católica de nuestra patria que podrían recordarse son muy abundantes, y ninguno disidente, de modo que parece oportuno tomar en su representación al ya citado cardenal primado Pla y Deniel y a la Conferencia de Metropolitanos, que por entonces reunía a los arzobispos metropolitanos españoles y es antecesora de la actual Conferencia Episcopal. “Cierto que España es un país excepcional. No hace un año que España firmó con la Santa Sede un Concordato también excepcional. Aún más: podemos decir que España es incomprendida. Algunas voces de católicos, de quienes lo más suave que podemos decir es que están desorientados, manifiestan que han caducado ya las condenaciones del Syllabus, las encíclicas de León XIII y las condenaciones del santo Pío X en su encíclica Pascendi. Son estos mismos los que nos motejan de intransigencia porque pretenden que con nuestra bandera de unidad católica causamos daño a los católicos de otros países que han de luchar bajo otra bandera”(23). Y de nuevo Pla y Deniel, en idéntico sentido de afirmación de la doctrina tradicional y condena de la disidencia laicista de algunos pensadores católicos, por entonces principalmente en Francia (Jacques Maritain) y los Estados Unidos de América (el jesuita John Courtney Murray), ambos inspiradores y el último con parte fundamental en la posterior declaración Dignitatis humanae: “Algunos no entienden esta coope-


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ración entre la Iglesia y el Estado, como no entienden que un Estado civil, en el cual se da la unidad social de la religión católica, proclame la unidad católica. Ésta es, sin embargo, la doctrina de la Iglesia, que debe aplicarse donde la uni-

«Se han revisado los acuerdos entre el Vaticano y algunos países que otorgaban, muy justamente, una condición de preferencia a la religión católica. [...] El caso de España y, poco después, de Italia, donde ya no es obligatorio el catecismo en las escuelas. ¿Hasta dónde vamos a llegar? [...] Otra consecuencia es la desaparición de los Estados católicos. En el mundo actual, hay Estados protestantes, uno anglicano, musulmanes, marxistas, etc., ¡y ya no quieren que haya Estados católicos! Los católicos ya no tendrían derecho de formar Estados católicos. Su deber sería mantener el indiferentismo religioso del Estado. Pío IX llamó a esto «delirio» y «libertad de perdición». León XIII condenó el indiferentismo del Estado en materia religiosa. Lo que en su época estaba bien, ¿ya no valdría ahora?». Mons. Lefebvre, Carta abierta a los católicos perplejos

dad social católica la hace posible y aun la exige. La raíz de esta incomprensión está en el laicismo, que en los tiempos modernos se infiltra aún en la mente de algunos católicos. No es sólo el individuo quien necesita dar culto a Dios y unirse a él, sino también la familia o sociedad doméstica y la sociedad civil, porque también esas sociedades, como

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los individuos, tienen su origen de Dios y de Él dependen. […] La cooperación entre un Estado civil católico y la Iglesia, la unidad católica proclamada por el primero, no equivalen nunca, no han de equivaler, a confusión”(24). Años antes la Conferencia de Metropolitanos, al aprobar en 1948 una instrucción sobre la propaganda protestante en España, había sintetizado con escueta claridad el lugar y contenido de la unidad católica en la doctrina de la Iglesia: “La cuestión de la libertad y de la tolerancia de cultos no es una cuestión meramente política, sino una cuestión dogmática y de derecho público eclesiástico, resuelta por las encíclicas pontificias y de concreta aplicación a cada nación o Estado, según las circunstancias de hecho en que se encuentre. […] Es para maravillarse que haya católicos fuera de España que impugnen para ella la unidad católica y sostengan doctrinas que son del todo incompatibles tanto con el “Syllabus” de Pío IX como con la encíclica “Libertas” de Su Santidad León XIII. […] Guardémonos los católicos españoles de criticar a nuestros hermanos que viven en minoría en algunos Estados y naciones porque se amparan bajo la bandera de la libertad; pero jamás nos lleve ello a conceder en tesis los mismos derechos al error que a la verdad; […] ¡Es imposible tener fe en la Iglesia católica sin desear como “ideal” para toda nación y para todo Estado el de la “unidad católica”!”(25). El impulso conciliar y la ruina del Estado católico Aquella restauración de un edificio secular -el de la española unidad cató-


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«¿Tendría que recordar que antes del Concilio se habían redactado dos propuestas o esquemas, el del Cardenal Bea, sobre la libertad religiosa y el del Cardenal Ottaviani, que hablaba de la “tolerancia religiosa”? Ambos se opusieron violentamente y el Cardenal Bea, levantando la voz en plena reunión dijo: “¡No estoy de acuerdo para nada con ese esquema!” Ahora bien: la tolerancia religiosa es realmente la doctrina tradicional de la Iglesia, para quien no se puede hablar de libertad de las religiones. El error se tolera en ciertos casos, pero no se le reconoce un derecho natural. Por ejemplo: en países como Alemania, donde hay la misma cantidad de católicos que de protestantes, no se puede suprimir el protestantismo. Pero en Estados tan católicos como España, donde había muy pocos protestantes, las leyes favorecían precisamente al catolicismo, impidiendo el desarrollo de instituciones protestantes. Eso sucedió así hasta que el Generalísimo Franco, por presión del Vaticano, acabó concediendo la libertad de cultos, y entonces protestantes crecieron en número y luego llegaron los testigos de Jehová… Lo mismo sucedía en Hispanoamérica, donde los países eran católicos en un 95%; los jefes de Estado seguían los consejos de los Papas y consideraban un deber proteger a su pueblo católico contra los errores que habrían destruido la fe. Esto es normal cuando se cree en Nuestro Señor Jesucristo».

Mons. Lefebvre, Soy yo el acusado

lica- vino a frustrarse no por razones internas, no por los defectos del régi-

men político ni por atonía u oposición popular, sino tras sufrir un inopinado embate que llegó desde donde menos se habría esperado, pues llegó de Roma en diciembre de 1965 con la tantas veces aludida declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa. Arriba hemos adelantado que Franco y su régimen pecaron de una prontísima ¡y errada! obediencia(26) ya que, tan solo un año después de aquella declaración conciliar y con ocasión de la promulgación de la Ley Orgánica del Estado en enero de 1967, se apresuraron a dar nueva redacción al precitado artículo 6º del Fuero de los Españoles, que pasó a decir: “La profesión y práctica de la Religión Católica, que es la del Estado español, gozará de la protección oficial. El Estado asumirá la protección de la libertad religiosa, que será garantizada por una eficaz tutela jurídica que, a la vez, salvaguarde la moral y el orden público.” Esto es, se preservaba la mera confesionalidad y tampoco se modificaba el antes transcrito Principio II del Movimiento Nacional (por otro lado, reputados tales principios “por su propia naturaleza, permanentes e inalterables”(27)), de manera que únicamente se renunciaba a la vertiente negativa de la Ciudad católica al permitir que los otros cultos encontrasen amparo no ya en la tolerancia sino en el derecho a la libertad religiosa, cuyo ejercicio fue regulado por ley aprobada en junio de 1967. Cierto que de modo expreso Dignitatis humanae había declarado legítimo ese régimen de confesionalidad y libertad religiosa, aunque en términos indignos de la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo por ser exactamente los mismos aplicables a cualquier confesionalidad, fuese católica como protestan-


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te, mahometana o cualquier otra: “Si, en atención a las peculiares circunstancias de los pueblos, una comunidad religiosa es especialmente reconocida en la ordenación jurídica de la sociedad, es necesario que al mismo tiempo se reconozca y respete el derecho a la libertad en materia religiosa de todos los ciudadanos y comunidades religiosas”(28). Además, con la característica ambivalencia conciliar, en el mismo lugar se excluye radicalmente toda discriminación por motivos religiosos: “la autoridad civil debe proveer a que la igualdad jurídica de los ciudadanos, la cual pertenece al bien común de la sociedad, jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos ni que se establezca entre ellos ninguna discriminación”(29). ¿Cómo cabría otorgar especial reconocimiento a una religión, de modo eficaz, sin establecer discriminación alguna respecto de las demás? De manera que, con la recepción por el régimen de Franco del derecho a la libertad religiosa en 1967, tocaron a muerto las campanas por todo aquello que todavía se quería conservar (la aceptación política de la revelación, con sus consecuencias jurídicas) y que ya apenas subsistiría diez años; el mortífero espíritu del Concilio Vaticano II exigía la neutralidad religiosa del Estado. Y bien sabemos que, en realidad, la pretendida neutralidad religiosa del Estado no es tal, sino afirmación y promoción de una contra-religión: el indiferentismo práctico, cuando no teórico, cuando no incluso el ateísmo. Se alzaron algunas voces y plumas

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proféticas, como las de Rafael Gambra (que contra aquella renuncia había publicado La unidad religiosa y el derrotismo católico(30) meses antes de formalizarse el giro conciliar) o en las Cortes Blas Piñar y otros pocos procuradores que debatieron y votaron contra la primera ley española de libertad religiosa, pero el declive estaba marcado.

Pablo VI, junto a los cardenales Marcelo González Martín, Vicente Enrique y Tarancón, y Narciso Jubany, durante una audiencia en el Vaticano, en 1974.

Siguieron años de tensas relaciones entre Pablo VI y Franco, entre su régimen y la Iglesia española que rompía amarras no sólo con aquél sino, al mismo tiempo, con nuestra historia milenaria de monarquía católica(31). Al cabo, tras la muerte del Caudillo, la Constitución de 1978 vendría a cancelar esa historia milenaria al establecer en su artículo 16 que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, y ello sin que ni un solo senador o diputado saliera en defensa de la unidad católica. Aun más, con el apoyo y hasta el impulso de la Santa Sede y de casi todo el episcopado español(32), ajenos al deber moral de nuestra patria para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo y


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confiados en cambio en las frágiles promesas de una laicidad benevolente: “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones” (sigue diciendo el citado artículo 16 de la Constitución de 1978). Los frutos amargos de ese árbol envenenado se han cosechado ya abundantemente, y nuevas consecuencias nefastas (divorcio, aborto, fomento de la contracepción y de la sodomía, supresión de vestigios cristianos en el ámbito público, corrupción de menores) siguen derivando de aquel principio dañino cada año que pasa, al tiempo que crecen la impiedad y la barbarie y se debilita la

transmisión tanto de la fe y las costumbres cristianas como de su base natural, sin que por el momento exista atisbo alguno de rectificación política en la jerarquía de la Iglesia ni en la corriente católica dominante. Hay olvido o subestima del pecado original y sus consecuencias en haber creído, y seguir todavía creyendo -pues se persevera en el error-, que el abando-

no de la unidad católica, remplazada por la continua apelación a la dignidad de la persona y los derechos humanos (que se reputan sucedáneos de la ley y el temor de Dios), no perjudicaría entre nosotros a la vigencia de un orden social conforme, si quiera fuese, al derecho natural, aunque no ya a la realeza de Cristo. Pero aquel abandono, además de constituir ofensa a Jesucristo y repudio de su Evangelio –importa recordarlo así, pues es lo principal: la apostasía- y a la memoria de nuestros antepasados, se ha solapado en España -es un hecho incontrovertible- con la destrucción acelerada no sólo de la sociedad cristiana, por imperfecta que fuese, sino incluso de su base natural. Que no sólo haya relación temporal sino además causalidad es algo muy plausible pero indemostrable al modo de las ciencias experimentales, pues no cabe reproducir el fenómeno sin tal o cual variable; por ello, la puesta en duda de esa causalidad suele constituir trinchera preferida de quienes, en el campo católico, se empecinan en salvar la sedicente neutralidad religiosa del Estado. Mas con ello desconocen que lo principal es el patente olvido del deber de la comunidad política de rendir culto a Dios y prestar obediencia a sus leyes, sobre cuyo incumplimiento desde 1978 no hay duda alguna, no los muchos otros males que de ese incumplimiento fundamental se derivan. Conclusión En la España de Franco, verdadero Estado católico, la Iglesia gozó “del favor de las leyes y de la protección del poder público”, muy lejos de disociarse y separarse “lo político y lo religioso […] al estilo norteamericano”(33). Pero fueron


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las autoridades de la Iglesia las que, desde el Concilio Vaticano II, se apartaron de la tradicional doctrina católica sobre las relaciones entre la comunidad política y la religión y, contra lo enseñado por León XIII, cayeron en el error de creer que “el modelo ideal de la situación de la Iglesia” ha “de buscarse en Norteamérica”, y “que universalmente es lícito o conveniente que lo político y lo religioso estén disociados y separados al estilo norteamericano”(34). Como explicó el entonces cardenal Ratzinger en su última conferencia antes de ser elegido Papa con el nombre de Benedicto XVI: “Esta cultura ilustrada queda sustancialmente definida por los derechos de la libertad. Se basa en la libertad como un valor fundamental que lo mide todo: la libertad de elección religiosa, que incluye la neutralidad religiosa del Estado; la libertad para expresar la propia opinión, a condición de que no ponga en duda precisamente este principio; el ordenamiento democrático del Estado, es decir, el control parlamentario sobre los organismos estatales; la formación libre de partidos; la independencia de la Justicia; y, finalmente, la tutela de los derechos del hombre y la prohibición de las discriminaciones. […] Ha sido y es mérito de la Ilustración el haber replanteado estos valores originales del cristianismo y el haber devuelto a la razón su propia voz. El Concilio Vaticano II, en la constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, ha subrayado nuevamente esta profunda correspondencia entre cristianismo e Ilustración, buscando llegar a una verdadera conciliación entre la Iglesia y la modernidad, que es el gran patrimonio que ambas partes deben tutelar”(35); adviértase en particular la expresa men-

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ción favorable de “la neutralidad religiosa del Estado” que, contra todo lo hecho y enseñado por la Iglesia desde al menos el siglo IV hasta el Concilio Vaticano II, se reputa ahora valor original del cristianismo. A la vista está cuáles han sido en España las consecuencias devastadoras de la traición a la Ciudad católica y la conversión a la cultura de la Ilustración. Como ha escrito Miguel Ayuso, “se ha hablado de “la ruina espiritual de un pueblo por efecto de una política” [Francisco Canals]. Sin embargo, no puede obviarse que tal política, en el caso español objeto de examen, y aun en una consideración más universal, fue no sólo avalada sino en algún modo incluso impulsada por el Vaticano, que estaría en el origen de esa política que habría producido la ruina espiritual de nuestro pueblo”(36). En el segundo epígrafe de este artículo cité ya algunas palabras del inmortal epílogo de los Heterodoxos de Menéndez Pelayo. Se impone volver a recordarlas en esta conclusión y añadir, a su final, la terrible profecía que entonces omití: “La Iglesia nos educó a sus pechos, con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación […]. España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio …; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectones o de los reyes de Taifas”(37). m (1) León XIII, encíclica Longinqua oceani (1895), núm. 6 (Doctrina pontificia, III Documentos sociales, BAC, Madrid, 1959, pp. 390-391).


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Panorama del Estado católico en la España de Franco

(2) Pío XII, Vous avez voulu, discurso del 7 de septiembre de 1955 al X Congreso Internacional de Ciencias Históricas. (3) Pío XII, Ci riesce, discurso del 6 de diciembre de 1953 a la Unión de Juristas Católicos Italianos, núm. 17 (Doctrina pontificia, II Documentos políticos, BAC, Madrid, 1958, p. 1013). (4) Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles (VI), Edición Nacional del CSIC, vol. XL, Madrid, 1948, pp. 505-508. (5) Carta del cardenal Gomá, arzobispo de Toledo, primado de España, al cardenal Pacelli, entonces Secretario de Estado y después Papa con el nombre de Pío XII, 13 de agosto de 1936; en María Luisa Rodríguez Aísa, El cardenal Gomá y la Guerra de España: aspectos de la gestión pública del primado, 1936-1939, CSIC, Madrid, 1981, p. 371. (6) José Andrés-Gallego, ¿Fascismo o Estado católico? Política, religión y censura en la España de Franco, 1937-1941, Ediciones Encuentro, Madrid, 1997, pp.18 y 29. (7) Citado también por Andrés-Gallego: “Según una vieja versión, a la que después se daría especial importancia, ya aparece [la palabra cruzada, en la acepción de guerra religiosa] en la reunión de jefes tradicionalistas que tiene lugar en Pamplona el 15 de julio de 1936, cuando se deciden por fin a secundar el alzamiento. “Dios proteja esta santa cruzada” (¿Fascismo o …, p. 21). (8) Diario ABC de Sevilla, viernes 2 de octubre de 1936, p. 5. (9) Cfr. Andrés-Gallego, ¿Fascismo o …, pp. 31-34. (10) Carta colectiva del episcopado español a los obispos del mundo entero, 1 de julio de 1937, núm. 7 (Antonio Montero, Historia de la persecución religiosa en España, BAC, Madrid, 2000 (primera edición: 1961), apéndice documental, p. 737). (11) Cfr. Rafael Gambra, Tradición o mimetismo, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1976, pp. 271-272. (12) Cfr. Miguel Ayuso, La constitución cristiana de los Estados, Ediciones Scire, Barcelona, 2008, pp. 105-108. (13) De cinco puntos el primero está reservado a la religión: “I) La Religión Católica, Apostólica, Romana, con la unidad y consecuencias jurídicas con que fue amada y servida tradicionalmente en nuestros reinos.” (14) Francisco Elías de Tejada, La Monarquía tradicional, Rialp, Madrid, 1954, p. 123. (15) Pío XII, Vous avez voulu, discurso del 7 de septiembre de 1955 al X Congreso Internacional de Ciencias Históricas. (16) En expresión de la posterior declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa (DH), aprobada el 7 de diciembre de 1965, núm. 1 (Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid, 1965, p. 681), donde se dice haber dejado íntegra esa doctrina tradicional católica. Se trata de una frase añadida a la declaración conciliar por la propia mano de Pablo VI y en la recta final de la deliberación, para contentar a la minoría conciliar fiel a esa doctrina tradicional y conseguir su voto final favorable, pero sin ningún efecto sobre el resto de la declaración ni sobre los demás documentos conciliares; tampoco en particular sobre la constitución pastoral Gaudium et spes acerca de la Iglesia en el mundo contemporáneo, aprobada con igual fecha 7 de diciembre de 1965, donde se predica la doctrina opuesta de la autonomía de lo temporal. (17) Pío XI, encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1925, sobre la realeza de Jesucristo, núm. 20 (Doctrina pontificia, II Documentos políticos, p. 516). (18) Mons. Guerra Campos, “La Iglesia en España (19361975). Síntesis histórica” en La guerra y la paz, cincuenta años después, 1990, p. 463; con varias citas de Luis Suárez,

Francisco Franco y su tiempo, 8 vols., 1984; en puridad, más amplia tolerancia -en lugar de “mayor libertad”- en la práctica de las otras religiones; el prelado que se evoca era el cardenal Segura, y el aludido campeón de la libertad que lanzaba entonces a los jóvenes al asalto de capillas protestantes era el jesuita padre Llanos. (19) Citado por Gonzalo Redondo, Política, cultura y sociedad en la España de Franco, 1939-1975, Tomo II/2. Los intentos de las minorías dirigentes de modernizar el Estado tradicional español (1947-1956), EUNSA, Pamplona, 2009, p. 365. (20) Citado por G. Redondo, Política, cultura y sociedad ….., Tomo II/2. Los intentos …, pp. 538-539. (21) Citado por G. Redondo, Tomo II/2, p. 534. (22) Citado por G. Redondo, Tomo II/2, p. 677. (23) Discurso del cardenal Pla y Deniel a la Acción Católica, 29 de junio de 1954, revista Ecclesia 677 (3-VII-1954), pp. 6-9 (24) Discurso del cardenal Pla y Deniel en el doctorado honoris causa de Franco, Universidad Pontificia de Salamanca, 8 de mayo de 1954, revista Ecclesia 671 (22-V-1954), p. 15. (25) Citado por G. Redondo, Tomo II/1, p. 316. (26) No cabe ignorar que desde mucho antes el interés de ceder a las presiones norteamericanas era patente y se había ponderado por Franco y su gobierno, ni tampoco que el ministro Fernando María de Castiella había intentado promover, desde su llegada en 1957 a la cartera de Asuntos Exteriores y con una audaz maniobra en 1964, un estatuto más favorable para los cultos no católicos; pero las resistencias eclesiásticas y políticas eran grandes y resulta claro que sin el impulso conciliar no habrían sido vencidas, como tampoco la tolerancia se habría trocado en derecho a la libertad. En opinión de Rafael Gambra el régimen de Franco se habría demorado en dar aplicación a la declaración conciliar (“sin prisas”, “todo un año”, “seis meses después”, Tradición o …, p. 279); pero yo creo que, en materia tan extraordinariamente grave, esos tiempos (un año, seis meses) merecen precisamente el juicio contrario. (27) Artículo 1º de la Ley de Principios del Movimiento Nacional, 17 de mayo de 1958. (28) DH núm. 6, Concilio Vaticano II …, p. 688. (29) DH núm. 6, Concilio Vaticano II …., p. 688. (30) Rafael Gambra, La unidad religiosa y el derrotismo católico, Editorial Católica Española, Sevilla, 1965. (31) Un resumen suficiente de esos años: Jesús Martín Tejedor, “Franco y la evolución religiosa de España”, en Franco y su época (dir. Luis Suárez), Actas, Universidad Complutense, 1993, pp. 111-118. Y el juicio certero de Rafael Gambra: “La declaración de libertad religiosa y la caída del Régimen Nacional”, en Boletín Informativo de la Fundación Nacional Francisco Franco (Madrid), 36 (1985), pp. I-X. (32) Cfr. Miguel Ayuso, La constitución cristiana …, pp. 112 y 113. (33) León XIII, encíclica Longinqua oceani (1895), núm. 6 (Doctrina pontificia, III Documentos sociales, BAC, Madrid, 1959, pp. 390-391). (34) León XIII, ibidem. (35) Cardenal Ratzinger, “Europa en la crisis de las culturas”, conferencia pronunciada en Subiaco con ocasión de la entrega del Premio San Benito por la promoción de la vida y de la familia en Europa, viernes 1º de abril de 2005, víspera de la muerte de Juan Pablo II. (36) Miguel Ayuso, La constitución cristiana …, p. 124. (37) Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos …, pp. 505-508.


Crónica de la Hermandad en España l ¡Ya tenemos a las dominicas en Madrid! Desde siempre los sacerdotes y fieles de la Hermandad de San Pío X habíamos echado de menos en España escuelas íntegramente católicas donde los niños recibieran, en plena sintonía con lo que nuestra santa religión demanda y sus padres quieren, una formación sólida, tanto en lo natural como en lo sobrenatural, para vivir como cristianos de fe robusta y es-

pañoles de bien en el mundo hostil de nuestros días. En 2017 se constituyó para ello una Asociación, bajo el patrocinio de Santo Domingo de Guzmán, por un grupo de padres y amigos interesados en promover la apertura de una escuela en la provincia de Madrid a cargo de las Madres Dominicas de Brignoles, congregación docente vinculada a la Hermandad y que goza de gran prestigio educativo por las escuelas fundadas desde los años 1970 tanto en Francia como en la Argentina. Pues bien ¡alabado sea Jesucristo! En agosto llegaron este año las primeras religiosas, acom-


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Crónica de la Hermandad en España

pañadas por la Madre General, a un edificio más que adecuado en Arroyomolinos, cerca de nuestra Casa San José en El Álamo. Allí se instalaron y se celebró la Santa Misa y se bendijo el lugar por el Rvdo. Padre Brunet, con asistencia y gran alegría de varias familias que saludaron a las dominicas y compartieron el almuerzo. Desde el 14 de septiembre, fiesta de la exaltación de la Santa Cruz, los primeros niños reciben ya la atención inestimable de estas ejemplares maestras. Que Nuestra Señora del Rosario, San José y Santo Domingo protejan este santo proyecto. l Peregrinación a Guadalupe. Las peregrinaciones son excelentes prácticas piadosas, obras al tiempo de religión y sacrificio y testimonios públicos de nuestra santa fe católica. Parte importante de la vida de la Hermandad en España es cada año nuestra peregrinación propia al histórico santuario de Guadalupe. Este año, a causa de la epidemia, reducida a una sola jornada, la del sábado 26 de septiembre, en lugar de la habitual marcha de dos días desde Mohedas de la Jara. Encabezados

por los Rvdos. Padres Driollet y Gomis (en España el primero desde febrero, y el segundo recién llegado, sean ambos bienvenidos), un numeroso grupo de fieles ¡algunos con niños a la espalda! hicieron todo o parte del camino y honraron a Nuestra Señora. Sed, Virgen de Guadalupe, nuestro amparo y protección. m


La primavera del postconcilio L. Pintas

l Una foto para la melancolía. La última vez que nos encontramos, querido lector, la mascarilla era un instrumento de trabajo exclusivo para cirujanos y poco más, y habríamos tomado por orate a quien se nos acercase con la pretensión de tocar nuestro codo con el suyo. Y 60.000 españoles veían empezar el año con esperanzas que se frustraron. Han cambiado muchas cosas en el mundo con el covid, pero las más graves no conciernen ni a la salud ni a la economía, ni siquiera a la dictadura globalista que se impone en casi todo el mundo con el pretexto del virus. Lo más grave es el papel desempeñado por la jerarquía de la Iglesia postconciliar ante un desafío que la ha puesto en evidencia. Por eso, si hubiéramos de sintetizar en una imagen lo que ha sucedido y el momento en el que estamos, nos quedaríamos con la captada por las cámaras el atardecer, triste y lluvioso,

del 27 de marzo: la bendición especial Urbi et Orbi del Papa, impartida a una Plaza de San Pedro desierta. Desierta por el obligado confinamiento, sí. Pero también un símbolo perfecto del oscurecimiento casi absoluto en el que ha quedado sumida la Iglesia por el desistimiento de su misión y su sometimiento al mundo. La foto, que muestra ese escenario esplendoroso y triunfal convertido en fuente de dolorosa melancolía, se convertía así en idónea para el carnet de identidad de la nueva Iglesia: nada que decirle a un mundo que ya no escucha. Y la Cruz como última esperanza. l Reducida al derecho común. Empecemos por lo esencial: la doctrina de la Iglesia sobre sí misma como institución. Es clara, y fue sintetizada así por León XIII en la encíclica Immortale Dei (1885) sobre la constitución cristiana del Estado: “La Iglesia, no menos que el Estado, es una sociedad completa en su género y jurídicamente perfecta” (n. 17). Por tanto, “ambas potestades [Iglesia y Estado] son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos lí-


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La primavera del postconcilio

mites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo” (n. 6). Y en Sapientiae Christianae (1890), el mismo pontífice precisó: “En la gestión de los intereses que son de su competencia, ninguno [Iglesia o Estado] está obliga-

do a obedecer al otro dentro de los límites que cada uno tiene señalados por su propia constitución” (n. 16). Esta doctrina de la Iglesia como “sociedad perfecta” ha sido abandonada en la práctica, y podríamos argumentar que también en teoría. Tras el Concilio, se prefirió reducir los derechos de la Iglesia exclusivamente a la libertad religiosa u otros que otorgue la ley civil a cualquier otra institución. Por eso las Iglesias locales, contra las diversas disposiciones que los Estados han establecido para frenar la pandemia, y que según los países han afectado más o menos al culto público, no han podido presentar argumentos sustantivos de mandato divino y exigencia de la gracia. Se han limitado, en el caso de las discriminaciones más humillantes, a protestar verbal o legalmente al ver sometidas las celebraciones religiosas a limitaciones más estrictas que otras actividades públicas. Es más: esa carencia de fundamento sólido para de-

fender la continuidad del culto ha convertido a numerosas diócesis en las más implacables y entusiastas cumplidoras de los condicionantes sobre la liturgia. Es el caso de casi todas las de España, cerrando voluntariamente los templos que el decreto de confinamiento permitía abrir y suprimiendo el obispo católico las misas que el Gobierno socialcomunista autorizaba. l Insensateces. Porque entramos así en el meollo de la cuestión de lo que ha pasado y sigue pasando con motivo de la pandemia: una muestra, en dimensión planetaria, de la falta de formación profunda y de nervio combativo, de la pavorosa pérdida de criterio sobrenatural y de sentido común de la que han dado muestra muchos obispos y sacerdotes en su intento de adaptarse a la nueva situación y seguir jugando un partido del que habían quedado fuera: por decisión del árbitro, en unos casos, o por apatía del entrenador, en otros. Podríamos extendernos una página tras otra con el menú de ocurrencias extravagantes –algunas bienintencionadas, otras rozando la perfidia– con las que muchos hombres de Iglesia han querido “covidizarla”. Vamos a ir solo a las que ejemplifican mejor el cáncer que vive la Iglesia desde hace sesenta años. Como el artículo del jesuita Benedict Mayaki en el portal Vatican News el 30 de marzo, que tuvo que ser retirado tras las protestas suscitadas; en él afirmaba, con fanatismo ecologista, que el coronavirus es un “aliado


La primavera del postconcilio

de la Tierra” porque “los cambios en el comportamiento humano debidos a la

pandemia están suponiendo beneficios imprevistos para el planeta”, esto es, paralizar la actividad a costa de la miseria y la enfermedad de las personas. Claro, que Francisco le había precedido en la boutade el día 22 de ese mismo mes; a la pregunta de Jordi Évole de si el covid era “un ajuste de cuentas de la naturaleza con nosotros”, el Papa respondió que “la naturaleza no perdona nunca” y estaba “pataleando para que nos hagamos cargo de ella”. Los que queden vivos, claro. l La comunión en la mano. Pero lo peor de la pandemia, desde el punto de vista de los sacramentos, es lo sucedido con la Eucaristía y la imposición de la comunión en la mano. No hay base científica para afirmar que

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la comunión en la mano sea más segura frente al contagio que la comunión en la boca (supuesto, sin concederlo, que de ser así ello justificase dicha práctica postconciliar protestantizante y tendencialmente profanadora). Alexander Sample, obispo de Oregón (Estados Unidos), consultó a principios de marzo a dos médicos expertos, quienes aseguraron que el riesgo es “aproximadamente igual”. A mediados de mayo, el presidente nacional de los Médicos Católicos italianos, Filippo Maria Bosci, afirmó que es “más segura la comunión en la lengua”. Y a mediados de junio, 21 médicos austriacos pidieron a la conferencia episcopal de su país que levantase la prohibición de facto de comulgar en la boca: “Desde un punto de vista higiéni-

co, no comprendemos por qué en Austria está prohibida la comunión en la boca”; recomendaban incluso hacerlo de


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La primavera del postconcilio

rodillas por la mayor distancia facial entre sacerdote y fiel. Numerosas diócesis en todo el mundo, sin embargo, declararon la comunión en la mano como única forma admisible, forzando así la conciencia de quienes se oponen a esa práctica o dejándoles sin recibir el Cuerpo de Cristo. Y quienes no lo imponen, pero lo recomiendan, con su recomendación señalan con el dedo, al fiel que se atreva a comulgar en la boca, como responsable de cualquier contagio que eventualmente pueda producirse en la parroquia. Por no mencionar que las propias disposiciones de la Iglesia postconciliar que permiten la comunión en la mano es-

tablecen como derecho del comulgante hacerlo en la boca (instrucción Redemptionis Sacramentum [2004], n. 92; Institutio Generalis, n. 161). En el colmo del despropósito, el obispo de San Rafael (Argentina), Eduardo María Taussig, “siguiendo instrucciones precisas emanadas de la Santa Sede”, cerró su propio seminario, el de mayor número de vocaciones en el país –ahora dejadas a su suerte–, sin más motivo que la resistencia de los alumnos a comulgar en la

mano. La conferencia episcopal argentina respaldó sin despeinarse a monseñor Taussig. Según sentencia imperecedera del ex vicepresidente socialista Alfonso Guerra, “el que se mueva no sale en la foto”. l La profanación eucarística. Esa imposición universal de la comunión en la mano ha quebrado las últimas resistencias de los últimos fieles de la Nueva Misa que conservaban el sentido de la sacralidad eucarística. Es el resultado más dramático de esta crisis. La Eucaristía ha sido, por desgracia, objeto preferente de la pérdida del sentido del límite por parte de la jerarquía eclesiástica covidiana. Baños intensos de manos con gel hidrolítico, sacerdotes con guantes y/o pantalla sobre la cara, mamparas de plexiglás pasando la Sagrada Forma por debajo, obleas repartidas a los fieles para que las tengan en la mano durante la Consagración y las comulguen luego, o bien metidas en sobrecitos para llevarse a casa y comulgar allí en familia… Puedo asegurarles que freno aquí por pura imposibilidad material de recoger todo lo que estos ojos (como los de ustedes) han visto o sabido en estos meses de sinrazón hacia dentro y sumisión hacia fuera. Por cierto, que no solo en lo coronavírico ha habido pifias “primaverales” destacables. Pero ésas, las “normales”, quedan para la siguiente ocasión. m


El Conde de Chanteleine Julio Verne El conde de Chanteleine fue publicado en tres entregas, de octubre a diciembre de 1864, en el mensual literario parisino Musée des familles, justo cuando arrancaba la carrera triunfal de Julio Verne, quien ya había dado a la imprenta su primer gran éxito, Cinco semanas el globo. Años después, siendo ya una celebridad, Verne quiso editarlo como libro. Su editor, Pierre-Jules Hetzel, no quiso hacerlo. Esta decisión tuvo efectos duraderos, pues la obra continuó inédita en francés en forma de libro hasta 1971, y como volumen separado hasta 1994. En España se editó en 1870 y posteriormente hubo alguna edición reducida o como opúsculo en los años 40. El veto de Hetzel había tenido razones ideológicas, pues él era un activo militante de la ideología revolucionaria y la novela reivindicaba el alzamiento católico y monárquico de la región de La Vandée, en 1793, contra el régimen de Terror de la Revolución Francesa. Fue una rebelión básicamente campesina, apoyada por la aristocracia local. El Comité de Salud Pública se vengó poniendo en marcha el primer genocidio sistemático de la era moderna. Estos aconte­cimientos fueron silenciados durante dos siglos por la historiografía oficial francesa. Más allá de esos condicionantes, El conde de Chanteleine es una excelente novela de acción y aventuras, con todos los ingredientes propios del sello inconfundible de su autor.

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Capillas de la Hermandad San Pío X en España Madrid

Capilla Santiago Apóstol C/ Catalina Suárez, 16 Metro: Pacífico, salida Dr. Esquerdo. Bus: 8, 10, 24, 37, 54, 56, 57, 136, 140 y 141 Domingos: 10 h.: misa rezada 12 h.: misa rezada

(cantada en ciertas solemnidades)

19 h.: misa rezada Laborables: 19 h.

Vitoria

Capilla de los Sagrados Corazones Pl. Dantzari, 8 3er domingo de cada mes, misa a las 11 h. Más información: 91 812 28 81

Granada

Capilla María Reina Pl. Gutierre de Cetina, 32 Autobús: S3 1er domingo de cada mes, Siervas de Jesús Sacerdote misa a las 11 h. SERRANILLOS DEL VALLE Sábado precedente, misa a las 19 h. Domingos: misa a las 10 h. Más información: 91 812 28 81 Semana: misa a las 8’15 h. Exposición Stmo. Domingos: 19 h. Jueves: 19 h. Valencia Más información: 91 814 03 06 Consultar dirección: 91 812 28 81 3er domingo de cada mes, misa a las 19 h.

Barcelona

Capilla de la Inmaculada Concepción Salamanca C/ Tenor Massini, 108, 1º 1ª Consultar dirección: 91 812 28 81 Domingos: misa a las 11 h. Viernes y sábados: misa a las 19 h. 2º y 4º domingo de cada mes, misa a las 18 h. Más información: 91 812 28 81

También se celebran misas en:

Oviedo, Córdoba, Palma de Mallorca, Murcia, Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria.

Para cualquier tipo de información sobre nuestro apostolado y lugares donde se celebra la Santa Misa, pueden llamar al 91 812 28 81, o escribir al correo electrónico: info@fspx.es Impreso: Compapel - Telf. 629 155 929


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