Psique

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PSIQUE



PSIQUE



PSIQUE Editorial Mente ø

Sófocles | Poe | Sábato


Primera edici贸n Septiembre de 2012 Concepto de cubierta: Johana Justinico Ilustraci贸n y dise帽o de cubierta: Johana Justinico Diagramaci贸n: Freda Septiembre 2012 ISBN 978-958-45-3759-1




“Si solo fuera posible que alguien se mostrara capaz de detenerse un instante, de callar un momento, a la vista de la verdad. Pero parece imposible. Todos, yo tambiĂŠn, nos aproximamos a la verdad y la derrumbamos a fuerza de centenares de palabrasâ€?

Franz Kafka



¿Egoístas/Crueles/Extremista? Suena excesivamente dramático el hecho de que un ser humano en todos los momentos de su vida sea egoísta, suena cruel decir que una persona no es sincera pero es aún más espantoso ver que la mayoría de las veces todo lo que hacemos por los “demás” resulta ser para uno mismo. Cuando un ser ama a otro no quiere decir que sea porque la persona es espectacular sino es el hecho de que nadie quiere estar solo, en este caso yo tengo adoración o cariño por alguien porque no quiero estar solo quiero retroalimentación. Lo mismo sucede cuando una persona quiere ser exitosa y comparte su grandeza con familia y amigos; pero esto a mi forma de ver no es compartir es mofarse de lo que se tiene y de todo lo que alcanzo en un periodo de tiempo.

Para Franz Kafka existe otra forma de mostrar esto y lo hace con su historia de Gregorio en la Metamorfosis. En este caso el personaje principal después de versé sumido en la monotonía sufre una trasformación para así de esta forma dejar de ser alguien y solo quedarse con sigo mismo de tal forma que solo se pueda quedar solo y así nos ser molestado por su madre y hermana. Sin importar lo que los demás puedan querer el de igual forma se retrae y forma una vida en soledad.

Sigue sonando dramático y claramente extraño que se diga que nadie está en lo correcto, pero con algunos cuentos podemos ver que la gente más cruel es la que en realidad se comporta de esta forma y que todos los demás estamos a salvo, pero esto es por el momento ya que a la hora de aprovechar caemos en este circulo vicioso.

A través de la historia diferentes escritores sin querer demostrar este comportamiento crean historias que trascienden y se pueden tomar como referente, para dar cuenta de dicho habito humano. Con esto se podría decir que más haya de amar, tener riqueza, ser reconocido y bondadoso; el hombre consigue todo esto por los medios más egoístas ya que los desenlaces de sus historias son finalmente la forma de ver que se equivocan hasta el punto en que sus ideales se pierden y todo lo que querían para los “demás” no era en realidad así. Sencillamente con este libro lo que se quiere dar a entender es que la mayoría de las veces mis más fervientes deseos conllevan a ser egoísta de tal forma que nadie sale beneficiado ya que como se leerá en las historias, todas terminan con algo que decir y algo para aprender.

En la narración u obra de teatro de Sófocles lo que se busca es demostrar como a final de todo el personaje principal que es Edipo comete una gran cantidad de errores solo para conseguir algo a cambio y en este caso es el de cambiar su destino a toda costa. Es un poco irreal pero podría suceder ya que el hombre estará dispuesto a hacer cualquier cosa para cambiar algo que los marcara de por vida. Para Poe la una de las formándose demostrar que el hombre es egoísta es con su cuento Corazón Delator, el cual nos cuenta la historia de una asesinó el cual no soportaba a su vecino por un pequeño defecto. Esto nos demuestra que solo para sentirse mejor toma la decisión de asesinar.



ÍNDICE 16/41

Edipo Rey

43/48

Corazón Delator

51/92

La Metamorfosis



Edipo S贸focles

Rey


Edipo Rey | Sófocles

16

PERSONAJES EDIPO

Rey de Tebas

CREONTE

Cuñado de Edipo

TIRESIAS Adivino

YOCASTA Reina de Tebas

UN PASTOR

Criado de Layo

UN MENSAJERO OTRO MENSAJERO CORO DE ANCIANOS TEBANOS CORO DE ANCIANOS TEBANOS

(Delante del palacio de Edipo, en Tebas. Un grupo de ancianos y de jóvenes está sentado en las gradas del altar, en actitud suplicante, portando ramas de olivo. El Sacerdote de Zeus se adelanta solo hacia el palacio. Edipo sale seguido de dos ayudantes y contempla al grupo en silencio. Después les dirige la palabra.)

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Edipo Rey | Sófocles EDIPO

¡Oh hijos, descendencia nueva del antiguo Cadmo ¿Por qué están en actitud sédente ante mí, coronados con ramos de suplicantes? La ciudad está llena de incienso, a la vez que de cantos, de súplicas y de gemidos, y yo, porque considero justo no enterarme por otros mensajeros, he venido en persona, yo, el llamado Edipo, famoso entre todos. Así que, oh anciano, ya que eres por tu condición a quien corresponde hablar, dime en nombre de todos: ¿cuál es la causa de que estén así ante mí? ¿El temor o el ruego? Piensa que yo querría ayudarlos en todo. Sería insensible si no me compadeciera ante semejante actitud.

SACERDOTE

¡Oh Edipo, que reinas en mi país! Ves de qué edad somos los que nos sentamos cerca de tus altares: unos, sin fuerzas aún para volar lejos; otros, torpes por la vejez, somos Sacerdotes -yo lo soy de Zeus-, y otros, escogidos entre los aún jóvenes. El resto del pueblo con sus ramos permanece sentado en las plazas en actitud de súplica, junto a los dos templos de Palas y junto a la ceniza profética de Ismeno. La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya demasiado agitada y no es capaz todavía de levantar la cabeza de las profundidades por la sangrienta sacudida. Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los rebaños de bueyes que pacen y en los partos infecundos de las mujeres. Además, la divinidad que produce la peste, precipitándose, aflige la ciudad. ¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada la morada Cadmea, mientras el negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos! Ni yo ni estos jóvenes estamos sentados como suplicantes por considerarte igual a los dioses, pero sí el primero de los hombres en los sucesos de la vida y en las intervenciones de los dioses. Tú que, al llegar, liberaste la ciudad Cadmea del tributo que ofrecíamos a la cruel cantora y, además, sin haber visto nada más ni haber sido informado por nosotros, sino con la ayuda de un dios, se dice y se cree que enderezaste nuestra vida. Pero ahora, ¡oh Edipo, el más sabio entre todos!, Te imploramos todos los que estamos aquí como suplicantes que nos consigas alguna ayuda, bien sea tras oír el mensaje de algún dios, o bien lo conozcas de un mortal. Pues veo que son efectivos, sobre

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todo, los hechos llevados a cabo por los consejos de los que tienen experiencia. ¡Ea, oh el mejor de los mortales!, Endereza la ciudad. ¡Ea!, Apresta tu guardia, porque esta tierra ahora te celebra como su salvador por el favor de antaño. Que de ninguna manera recordemos de tu reinado que vivimos, primero, en la prosperidad, pero caímos después; antes bien, levanta con firmeza la ciudad. Con favorable augurio, nos procuraste entonces la fortuna. Senos también igual en esta ocasión. Pues, si vas a gobernar esta tierra, como lo haces, es mejor reinar con hombres en ella que vacía, que nada es una fortaleza ni una nave privadas de hombres que las pueblen.

EDIPO

¡Oh hijos dignos de lástima! Vienen a hablarme porque anhelan algo conocido y no ignorado por mí. Sé bien que todos están sufriendo y, al sufrir, no hay ninguno de ustedes que padezca tanto como yo. En efecto, el dolor de ustedes llega sólo a cada uno en sí mismo y a ningún otro, mientras que mi ánimo se duele, al tiempo, por la ciudad y por mí y por ti. De modo que no me despiertan de un sueño en el que estuviera sumido, sino que estén seguros de que muchas lágrimas he derramado yo y muchos caminos he recorrido en el curso de mis pensamientos. El único remedio que he encontrado, después de reflexionar a fondo, es el que he tomado: envié a Creonte, hijo de Meneceo, mi propio cuñado, a la morada Pítica de Febo, a fin de que se enterara de lo que tengo que hacer o decir para proteger esta ciudad. Y ya hoy mismo, si lo calculo en comparación con el tiempo pasado, me inquieta qué estará haciendo, pues, contra lo que es razonable, lleva ausente más tiempo del fijado. Sería yo malvado si, cuando llegue, no cumplo todo cuanto el dios manifieste.

SACERDOTE

Con oportunidad has hablado. Precisamente éstos me están indicando por señas que Creonte se acerca.

EDIPO

¡Oh soberano Apolo! ¡Ojalá viniera con suerte liberadora, del mismo modo que viene con rostro radiante!

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Edipo Rey | Sófocles SACERDOTE

Por lo que se puede adivinar, viene complacido. En otro caso no vendría así, con la cabeza coronada de frondosas ramas de laurel.

EDIPO

Pronto lo sabremos, pues ya está lo suficientemente cerca para que nos escuche. ¡Oh príncipe, mi pariente, hijo de Meneceo! ¿Con qué respuesta del oráculo nos llegas? (Entra Creonte en escena.)

18 EDIPO

¿De qué hombre denuncia tal desdicha?

CREONTE

Teníamos nosotros, señor, en otro tiempo a Layo como soberano de esta tierra, antes de que tú rigieras rectamente esta ciudad.

EDIPO

Lo sé por haberlo oído, pero nunca lo vi.

SACERDOTE

CREONTE

EDIPO

EDIPO

CREONTE

CREONTE

EDIPO

EDIPO

CREONTE

CREONTE

Con una buena. Afirmo que incluso las aflicciones, si llegan felizmente a término, todas pueden resultar bien. ¿Cuál es la respuesta? Por lo que acabas de decir, no estoy ni tranquilo ni tampoco preocupado. Si deseas oírlo estando éstos aquí cerca, estoy dispuesto a hablar y también, si lo deseas, a ir dentro. Habla ante todos, ya que por ellos sufro una aflicción mayor, incluso, que por mi propia vida. Diré las palabras que escuché de parte del dios. El soberano Febo nos ordenó, claramente, arrojar de la región una mancilla que existe en esta tierra y no mantenerla para que llegue a ser irremediable.

EDIPO

¿Con qué expiación? ¿Cuál es la naturaleza de la desgracia?

CREONTE

Con el destierro o liberando un antiguo asesinato con otro, puesto que esta sangre es la que está sacudiendo la ciudad.

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Él murió y ahora el dios nos prescribe claramente que tomemos venganza de los culpables con violencia. En qué país pueden estar? ¿Dónde podrá encontrarse la huella de una antigua culpa, difícil de investigar? Afirmó que en esta tierra. Lo que es buscado puede ser cogido, pero se escapa lo que pasamos por alto. ¿Se encontró Layo con esta muerte en casa, o en el campo, o en algún otro país? Tras haber marchado, según dijo, a consultar al oráculo, y una vez fuera, ya no volvió más a casa.

EDIPO

¿Y ningún mensajero ni compañero de viaje lo vio, de quien, informándose, pudiera sacarse alguna ventaja?

CREONTE

Murieron, excepto uno, que huyó despavorido y sólo una cosa pudo decir con seguridad de lo que vio.


Edipo Rey | Sófocles

EDIPO

¿Cuál? Porque una sola podría proporcionarnos el conocimiento de muchas, si consiguiéramos un pequeño principio de esperanza.

CREONTE

Decía que unos ladrones con los que se tropezaron le dieron muerte, no con el rigor de una sola mano, sino de muchas.

EDIPO

¿Cómo habría llegado el ladrón a semejante audacia, si no se hubiera proyectado desde aquí con dinero?

CREONTE

Eso era lo que se creía. Pero, después que murió Layo, nadie surgía como su vengador en medio de las desgracias.

EDIPO

¿Qué tipo de desgracia se presentó que impedía, caída así la soberanía, averiguarlo?

CREONTE

La Esfinge, de enigmáticos cantos, nos determinaba a atender a lo que nos estaba saliendo al paso, dejando de lado lo que no teníamos a la vista.

EDIPO

Yo lo volveré a sacar a la luz desde el principio, ya que Febo, merecidamente, y tú, de manera digna, pusieron tal solicitud en favor del muerto; de manera que verán también en mí,con razón,a un aliado para vengar a esta tierra al mismo tiempo que al dios. Pues no para defensa de lejanos amigos sino de mí mismo alejaré yo en persona esta mancha. El que fuera el asesino de aquél tal vez también de mí podría querer vengarse con violencia semejante. Así, pues, auxiliando a aquél me ayudo a mí mismo. Ustedes, hijos, levántense de las gradas lo más pronto que puedan y recojan estos ramos de suplicantes. Que otro congregue aquí al pueblo de Cadmo sabiendo que yo voy a disponerlo todo.

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(Entran Edipo y Creonte en el palacio) SACERDOTE

Hijos, levantémonos. Pues con vistas a lo que él nos promete hemos venido aquí. ¡Ojalá que Febo, el que ha enviado estos oráculos, llegue como salvador y ponga fin a la epidemia!

(Salen de la escena y, seguidamente, entra en ella el Coro de ancianos tebanos)

CORO

ESTROFA 1ª

¡Oh dulce oráculo de Zeus! ¿Con qué espíritu has llegado desde Pito, la rica en oro, a la ilustre Tebas? Mi ánimo está tenso por el miedo, temblando de espanto, ¡oh dios, a quien se le dirigen agudos gritos, Delios, sanador! Por ti estoy lleno de temor. ¿Qué obligación de nuevo me vas a imponer, bien inmediatamente o después del transcurrir de los años? Dímelo, ¡oh hija de la áurea Esperanza, palabra inmortal!

ANTÍSTROFA 1ª

Te invoco la primera, hija de Zeus, inmortal Atenea, y a tu hermana, Artemis, protectora del país, que se asienta en glorioso trono en el centro del ágora y a Apolo el que flecha a distancia. ¡Ay! Háganse visibles para mí, los tres, como preservadores de la muerte. Si ya anteriormente, en socorro de una desgracia sufrida por la ciudad, consiguieron arrojar del lugar el ardor de la plaga, preséntense también ahora.

ESTROFA 2ª ¡Ay de mí! Soporto dolores sin cuento. Todo mi pueblo está enfermo y no existe el arma de la reflexión con la que uno se pueda defender. Ni crecen los frutos de la noble tierra ni las mujeres tienen que soportar quejumbrosos esfuerzos en sus partos. Y uno tras otro, cual rápido pájaro, puedes ver que se precipitan, con más fuerza que el fuego irresistible, hacia la costa del dios de las sombras.

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Edipo Rey | Sófocles

ANTÍSTROFA 2ª

La población perece en número incontable. Sus hijos, abandonados, yacen en el suelo, portadores de muerte, sin obtener ninguna compasión. Entretanto, esposas y, también, canosas madres gimen por doquier en las gradas de los templos, en actitud de suplicantes, a causa de sus tristes desgracias. Resuena el peán y se oye, al mismo tiempo, un sonido de lamentos. En auxilio de estos males, ¡oh dura hija de Zeus! Envía tu ayuda, de agraciado rostro.

ESTROFA 3ª Concede que el terrible Ares, que ahora sin la protección de los escudos me abrasa saliéndome al encuentro a grandes gritos, se dé la vuelta en su carrera, lejos de los confines de la patria, bien hacia el inmenso lecho de Anfitrita, bien hacia la inhóspita agitación de los puertos tracios. Pues si la noche deja algo pendiente, a terminarlo después llega el día. A ése, ¡oh tú, que repartes las fuerzas de los abrasadores relámpagos, oh Zeus padre!, Destrúyelo bajo tu rayo.

ANTÍSTROFA 3ª

Soberano Liceo, quisiera que tus flechas invencibles que parten de cuerdas trenzadas en oro se distribuyeran, colocadas delante, como protectoras y, también, las antorchas llameantes de Artemis con las que corre por los montes de Licia. Invoco al de la mitra de oro, el que da nombre a esta región, a Baco, el de rojizo color, al del evohé, compañero de las ménades, ¡que se acerque resplandeciente con refulgente antorcha contra el dios odioso entre los dioses! (Sale Edipo y se dirige al Coro)

EDIPO

Suplicas. Y de lo que suplicas podrías obtener remedio y alivio en tus desgracias, si quisieras acoger mis palabras cuando las oigas y prestar servicio en esta enfermedad. Y yo diré lo que sigue, como quien no tiene nada que ver con este relato ni con este hecho. Porque yo mismo no podría seguir por mu-

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cho tiempo la pista sin tener ni un rastro. Pero, como ahora he venido a ser un ciudadano entre ciudadanos, les diré a todos ustedes, cadmeos, lo siguiente: aquel de ustedes que sepa por obra de quién murió Layo, el hijo de Lábdaco, le ordeno que me lo revele todo y, si siente temor, que aleje la acusación que pesa contra sí mismo, ya que ninguna otra pena sufrirá y saldrá sano y salvo del país. Si alguien, a su vez, conoce que el autor es otro de otra tierra, que no calle. Yo le concederé la recompensa a la que se añadirá mi gratitud. Si, por el contrario, callan y alguno temiendo por un amigo o por sí mismo trata de rechazar esta orden, lo que haré con ellos deben escucharme. Prohíbo que en este país, del que yo poseo el poder y el trono, alguien acoja y dirija la palabra a este hombre, quienquiera que sea, y que se haga partícipe con él en súplicas o sacrificios a los dioses y que le permita las abluciones. Mando que todos lo expulsen, sabiendo que es una impureza para nosotros, según me lo acaba de revelar el oráculo mítico del dios. Ésta es la clase de alianza que yo tengo para con la divinidad y para el muerto. Y pido solemnemente que, el que a escondidas lo ha hecho, sea en solitario, sea en compañía de otros, desventurado, consuma su miserable vida de mala manera. E impreco para que, si llega a estar en mi propio palacio y yo tengo conocimiento de ello, padezca yo lo que acabo de desear para éstos. Y a ustedes les encargo que cumplan todas estas cosas por mí mismo, por el dios y por este país tan consumido en medio de esterilidad y desamparo de los dioses. Pues, aunque la acción que llevamos a cabo no hubiese sido promovida por un dios, no sería natural que ustedes la dejaran sin expiación, sino que deberían hacer averiguaciones por haber perecido un hombre excelente y, a la vez, rey. Ahora, cuando yo soy el que me encuentro con el poder que antes tuvo aquél, en posesión del lecho y de la mujer fecundada, igualmente, por los dos, y hubiéramos tenido en común el nacimiento de hijos comunes, si su descendencia no se hubiera malogrado -pero la adversidad se lanzó contra su cabeza-, por todo esto yo, como si mi padre fuera, lo defenderé y llegaré a todos los medios tratando de capturar al autor del asesinato para provecho del hijo de Lábdaco, descendiente de Polidoro y


Edipo Rey | Sófocles

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de su antepasado Cadmo, y del antiguo Agenor. Y pido, para los que no hagan esto, que los dioses no les hagan brotar ni cosecha alguna de la tierra ni hijos de las mujeres, sino que perezcan a causa de la desgracia en que se encuentran y aún peor que ésta. Y a ustedes, los demás Cadmeos, a quienes esto les parezca bien, que la Justicia como aliada y todos los demás dioses los asistan con buenos consejos. Tal como me has cogido inmerso en tu maldición, te hablaré, oh rey. Yo ni lo maté ni puedo señalar a quién lo hizo. En esta búsqueda, era propio del que nos la ha enviado, de Febo, decir quién lo ha hecho.

EDIPO

Con razón hablas. Pero ningún hombre podría obligar a los dioses a algo que no quieran.

CORIFEO En segundo lugar, después de eso, te podría decir lo que yo creo.

EDIPO

Se dijo que murió a manos de unos caminantes.

EDIPO

También yo lo oí. Pero nadie conoce al que lo vio. Si tiene un poco de miedo, no aguardará después de oír tus maldiciones.

EDIPO

El que no tiene temor ante los hechos tampoco tiene miedo a la palabra. (Entra Tiresias con los enviados por Edipo. Un

niño le acompaña) CORIFEO

Pero ahí está el que lo dejará al descubierto. Éstos traen ya aquí al sagrado adivino, al único de los mortales en quien la verdad es innata.

EDIPO

También, si hay un tercer lugar, no dejes de decirlo.

CORO

Sé que, más que ningún otro, el noble Tiresias ve lo mismo que el soberano Febo, y de él se podría tener un conocimiento muy exacto, si se le inquiriera, señor.

EDIPO

No lo he echado en descuido sin llevarlo a la práctica; pues, al decírmelo Creonte, he enviado dos mensajeros. Me extraña que no esté presente desde hace rato. Entonces los demás rumores son ineficaces y pasados.

EDIPO

CORIFEO

CORIFEO

CORIFEO

CORIFEO

¿Cuáles son? Pues atiendo a toda clase de rumor.

¡Oh Tiresias, que todo lo manejas, lo que debe ser enseñado y lo que es secreto, los asuntos del cielo y los terrenales! Aunque no ves, comprendes, sin embargo, de qué mal es víctima nuestra ciudad. A ti te reconocemos como único defensor y salvador de ella, señor. Porque Febo, si es que no lo has oído a los mensajeros, contestó a nuestros embajadores que la única liberación de esta plaga nos llegaría si, después de averiguarlo correctamente, dábamos muerte a los asesinos de Layo o les hacíamos salir desterrados del país. Tú, sin rehusar ni el sonido de las aves ni ningún otro medio de adivinación, sálvate a ti mismo y a la ciudad y sálvame a mí, y líbranos de toda impureza originada por el muerto. Estamos en tus manos. Que un hombre preste servicio con los medios de que dispone y es capaz, es la más bella de las tareas.

TIRESIAS

¡Ay, ay! ¡Qué terrible es tener clarividencia cuando no apro-

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Edipo Rey | Sófocles vecha al que la tiene! Yo lo sabía bien, pero lo he olvidado, de lo contrario no hubiera venido aquí.

EDIPO

¿Qué pasa? ¡Qué abatido te has presentado!

TIRESIAS

Déjame ir a casa. Más fácilmente soportaremos tú lo tuyo y yo lo mío si me haces caso.

EDIPO

No hablas con justicia ni con benevolencia para la ciudad que te alimentó, si la privas de tu augurio.

TIRESIAS

Porque veo que tus palabras no son oportunas para ti. ¡No vaya a ser que a mí me pase lo mismo...! (Hace ademán de retirarse)

EDIPO

No te des la vuelta, ¡por los dioses! Si sabes algo, ya que te lo pedimos todos los que estamos aquí como suplicantes.

TIRESIAS

Todos han perdido el juicio. Yo nunca revelaré mis desgracias, por no decir las tuyas.

EDIPO

¿Qué dices? ¿Sabiéndolo no hablarás, sino que piensas traicionarnos y destruir a la ciudad?

TIRESIAS

Yo no quiero afligirme a mí mismo ni a ti. ¿Por qué me interrogas inútilmente? No te enterarás por mí.

EDIPO

¡Oh el más malvado de los malvados, pues tú llegarías a irritar, incluso, a una roca! ¿No hablarás de una vez, sino que te vas a mostrar así de duro e inflexible?

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22 TIRESIAS

Me has reprochado mi obstinación, y no ves la que igualmente hay en ti, y me censuras.

EDIPO

¿Quién no se irritaría al oír razones de esta clase con las que tú estás perjudicando a nuestra ciudad?

TIRESIAS

Llegarán por sí mismas, aunque yo las proteja con el silencio.

EDIPO

Pues bien, debes manifestarme incluso lo que está por llegar.

TIRESIAS

No puedo hablar más. Ante esto, si quieres irrítate de la manera más violenta.

EDIPO Nada de lo que estoy advirtiendo dejaré de decir, según estoy de encolerizado. Has de saber que parece que tú has ayudado a maquinar el crimen y lo has llevado a cabo en lo que no ha sido darle muerte con tus manos. Y si tuvieras vista, diría que, incluso, este acto hubiera sido obra de ti solo.

TIRESIAS

¿De verdad? Y yo te insto a que permanezcas leal al edicto que has proclamado antes y a que no nos dirijas la palabra ni a éstos ni a mí desde el día de hoy, en la idea de que tú eres el azote impuro de esta tierra.

EDIPO

¿Con tanta desvergüenza haces esta aseveración? ¿De qué manera crees poderte escapar a ella?

TIRESIAS

Ya lo he hecho. Pues tengo la verdad como fuerza.

EDIPO

¿Por quién has sido enseñado? Pues, desde luego, de tu arte no procede.


Edipo Rey | Sófocles TIRESIAS

Por ti, porque me impulsaste a hablar en contra de mi voluntad.

EDIPO

¿Qué palabras? Dilo, de nuevo, para que aprenda mejor.

TIRESIAS

¿No has escuchado antes? ¿O es que tratas de que hable?

EDIPO

No como para decir que me es comprensible. Dilo de nuevo.

TIRESIAS

Afirmo que tú eres el asesino del hombre acerca del cual están investigando.

EDIPO

No dirás impunemente dos veces estos insultos.

TIRESIAS

En ese caso, ¿digo también otras cosas para que te irrites aún más?

EDIPO

Di cuanto gustes, que en vano será dicho.

TIRESIAS

Afirmo que tú has estado conviviendo muy vergonzosamente, sin advertirlo, con los que te son más queridos y que no te das cuenta en qué punto de desgracia estás.

EDIPO

¿Crees tú, en verdad, que vas a seguir diciendo alegremente esto?

TIRESIAS

Sí, si es que existe alguna fuerza en la verdad.

23 EDIPO

Existe,salvo para ti. Tú no la tienes, ya que estás ciego de los oídos,de la mente y de la vista.

TIRESIAS

Eres digno de lástima por echarme en cara cosas que a ti no habrá nadie que no te reproche pronto.

EDIPO

Vives en una noche continua, de manera que ni a mí, ni a ninguno que vea la luz, podrías perjudicar nunca.

TIRESIAS

No quiere el destino que tú caigas por mi causa, pues para ello se basta Apolo, a quien importa llevarlo a cabo.

EDIPO

¿Esta invención es de Creonte o tuya?

TIRESIAS

Creonte no es ningún dolor para ti, sino tú mismo.

EDIPO ¡Oh riqueza, poder y saber que aventajas a cualquier otro saber en una vida llena de encontrados intereses! ¡Cuánta envidia acecha en ustedes, si, a causa de este mando que la ciudad me confió como un don -sin que yo lo pidiera-, Creonte, el que era leal, el amigo desde el principio, desea expulsarme deslizándose a escondidas, tras sobornar a semejante hechicero, maquinador y charlatán engañoso, que sólo ve en las ganancias y es ciego en su arte! Porque, ¡ea!, dime, ¿en qué fuiste tú un adivino infalible? ¿Cómo es que no dijiste alguna palabra que liberara a estos ciudadanos cuando estaba aquí la perra cantora Y, ciertamente, el enigma no era propio de que lo discurriera cualquier persona que se presentara, sino que requería arte adivinatoria que tú no mostraste tener, ni procedente de las aves ni conocida a partir de alguno de los dioses. Y yo, Edipo, el que nada sabía, llegué y la hice callar consiguiéndolo por mi habilidad, y no por haberlo aprendido de los pájaros. A mí es a quien tú intentas echar, creyendo que estarás más cerca del trono de Creonte. Me parece que

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Edipo Rey | Sófocles tú y el que ha urdido esto tendrán que lograr la purificación entre lamentos. Y si no te hubieses hecho valer por ser un anciano, hubieras conocido con sufrimientos qué tipo de sabiduría tienes.

CORIFEO

Nos parece adivinar que las palabras de éste y las tuyas, Edipo, han sido dichas a impulsos de la cólera. Pero no debemos ocuparnos en tales cosas, sino en cómo resolveremos los oráculos del dios de la mejor manera.

TIRESIAS

Aunque seas el rey, se me debe dar la misma oportunidad de replicarte, al menos con palabras semejantes. También yo tengo derecho a ello, ya que no vivo sometido a ti sino a Loxias, de modo que no podré ser inscrito como seguidor de Creonte, jefe de un partido. Y puesto que me has echado en cara que soy ciego, te digo: aunque tú tienes vista, no ves en qué grado de desgracia te encuentras ni dónde habitas ni con quiénes transcurre tu vida. ¿Acaso conoces de quiénes desciendes? Eres, sin darte cuenta, odioso para los tuyos, tanto para los de allí abajo como para los que están en la tierra, y la maldición que por dos lados te golpea, de tu madre y de tu padre, con paso terrible te arrojará, algún día, de esta tierra, y tú, que ahora ves claramente, entonces estarás en la oscuridad. ¡Qué lugar no será refugio de tus gritos!, ¡qué Citerón no los recogerá cuando te des perfecta cuenta del infausto matrimonio en el que tomaste puerto en tu propia casa después de conseguir una feliz navegación! Y no adviertes la cantidad de otros males que te igualarán a tus hijos. Después de esto, ultraja a Creonte y a mi palabra. Pues ningún mortal será aniquilado nunca de peor forma que tú.

EDIPO

¿Es que es tolerable escuchar esto de ése? ¡Maldito seas! ¿No te irás cuanto antes? ¿No te irás de esta casa, volviendo por donde has venido?

TIRESIAS

No hubiera venido yo, si tú no me hubieras llamado.

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24

EDIPO

No sabía que ibas a decir necedades. En tal caso, difícilmente te hubiera hecho venir a mi palacio.

TIRESIAS

Yo soy tal cual te parezco, necio, pero para los padres que te engendraron era juicioso.

EDIPO

¿A quiénes? Aguarda. ¿Qué mortal me dio el ser?

TIRESIAS

Este día te engendrará y te destruirá.

EDIPO

¡De qué modo enigmático y oscuro lo dices todo!

TIRESIAS

¿Acaso no eres tú el más hábil por naturaleza para interpretarlo?

EDIPO

Échame en cara, precisamente, aquello en lo que me encuentras grande.

TIRESIAS

Esa fortuna, sin embargo, te hizo perecer.

EDIPO

Pero si salvo a esta ciudad, no me preocupa.

TIRESIAS

En ese caso me voy. Tú, niño, condúceme.

EDIPO

Que te lleve, sí, porque aquí, presente, eres un molesto obstáculo; y, una vez fuera, puede ser que no atormentes más.

TIRESIAS


Edipo Rey | Sófocles Me voy, porque ya he dicho aquello para lo que vine, no porque tema tu rostro. Nunca me podrás perder. Y te digo: ese hombre que, desde hace rato, buscas con amenazas y con proclamas a causa del asesinato de Layo, está aquí. Se dice que es extranjero establecido aquí, pero después saldrá a la luz que es tebano por su linaje y no se complacerá de tal suerte. Ciego, cuando antes tenía vista, y pobre, en lugar de rico, se trasladará a tierra extraña tanteando el camino con un bastón. Será manifiesto que él mismo es, a la vez, hermano y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació y de la misma raza, así como asesino de su padre. Entra y reflexiona sobre esto. Y si me coges en mentira, di que yo ya no tengo razón en el arte adivinatorio. (Tiresias se aleja y Edipo entra en palacio)

CORO

ESTROFA 1ª

¿Quién es aquel al que la profética roca délfica nombró como el que ha llevado a cabo, con sangrientas manos, acciones indecibles entre las indecibles? Es el momento para que él, en la huida, fuerce un paso más poderoso que el de caballos rápidos como el viento, pues contra él se precipita, armado con fuego y relámpagos, el hijo de Zeus. Y, junto a él, siguen terribles las infalibles diosas de la Muerte.

ANTÍSTROFA 1ª

No hace mucho resonó claramente, desde el nevado Parnaso, la voz que anuncia que, por doquier, se siga el rastro al hombre desconocido. Va de un lado a otro bajo el agreste bosque y por cuevas y grutas, cual un toro que vive solitario, desgraciado, de desgraciado andar, rehuyendo los oráculos procedentes del centro de la tierra. Pero éstos, siempre vivos, revolotean alrededor.

ESTROFA 2ª

De terrible manera, ciertamente, de terrible manera me perturba el sabio adivino, ya lo crea, ya niegue. ¿Qué diré? Lo ignoro. Estoy traído y llevado por las esperanzas, sin ver ni el presente ni lo que hay detrás. Yo nunca he sabido, ni antes ni

25 ahora, qué motivo de disputa había entre los Labdácidas y el hijo de Pólibo, que, por haberlo probado, me haga ir contra la pública fama de Edipo, como vengador para los Labdácidas de muertes no claras.

ANTÍSTROFA 2ª

Por una parte, cierto es que Zeus y Apolo son sagaces y conocedores de los asuntos de los mortales, pero que un adivino entre los hombres obtenga mayor éxito que yo, no es un juicio verdadero. Un hombre podría contraponer sabiduría a sabiduría. Y yo nunca, hasta ver que la profecía se cumpliera, haría patentes los reproches. Porque, un día, llegó contra él, visible, la alada doncella y quedó claro, en la prueba, que era sabio y amigo para la ciudad. Por ello, en mi corazón nunca será culpable de maldad (Entra Creonte)

CREONTE

Ciudadanos, habiéndome enterado de que el rey Edipo me acusa con terribles palabras, me presento sin poder soportarlo. Pues si en los males presentes cree haber sufrido de mi parte con palabras o con obras algo que le lleve a un perjuicio, no tengo deseo de una vida que dure mucho tiempo con esta fama. El daño que me reporta esta acusación no es sin importancia, sino gravísimo, si es que voy a ser llamado malvado en la ciudad, y malvado ante ti y ante los amigos.

CORIFEO

Tal vez haya llegado a este ultraje forzado por la cólera, más que intencionadamente.

CREONTE

¿Fue declarado por éste abiertamente que, persuadido por mis consejeros, el adivino decía palabras falaces?

CORIFEO

Eso dijo, pero no sé con qué intención.

CREONTE

¿Y con la mirada y la mente rectas, lanzó esta acusación contra mí?

25


Edipo Rey | Sófocles CORIFEO

No sé, pues no conozco lo que hacen los que tienen el poder. Pero él, en persona, sale ya del palacio.

(Entra Edipo en escena) EDIPO

¡Tú, ése! ¿Cómo has venido aquí? ¿Eres, acaso, persona de tanta osadía que has llegado a mi casa, a pesar de que es evidente que tú eres el asesino de este hombre y un usurpador manifiesto de mi soberanía? ¡Ea, dime, por los dioses! ¿Te decidiste a actuar así por haber visto en mí alguna cobardía o locura? ¿O pensabas que no descubriría que tu acción se deslizaba con engaño, o que no me defendería al averiguarlo? ¿No es tu intento una locura: buscar con ahínco la soberanía sin el apoyo del pueblo y de los amigos, cuando se obtiene con la ayuda de aquél y de las riquezas?

CREONTE

¿Sabes lo que vas a hacer? Opuestas a tus palabras, escúchame palabras semejantes y, después de conocerlas, juzga tú mismo.

EDIPO

Tú eres diestro en el hablar y yo soy torpe para comprenderte, porque he descubierto que eres hostil y molesto para mí.

CREONTE

En lo que a esto se refiere, óyeme primero cómo lo voy a contar.

EDIPO

En lo que a esto se refiere, no me digas que no eres un malvado.

CREONTE

Si crees que la presunción separada de la inteligencia es un bien, no razonas bien.

EDIPO

Si crees que perjudicando a un pariente no sufrirás la pena,

26

26 no razonas correctamente.

CREONTE

De acuerdo contigo en que has dicho esto con toda razón. Pero infórmame qué perjuicio dices que has recibido.

EDIPO

¿Intentabas persuadirme, o no, de que era necesario que enviara a alguien a buscar al venerable adivino?

CREONTE

Y soy aún el mismo en lo que a ese consejo se refiere.

EDIPO

¿Cuánto tiempo hace ya desde que Layo...

CREONTE

¿Qué fue lo que hizo? No entiendo.

EDIPO

... sin que fuera visible, pereciera en un asesinato?

CREONTE

Podrían contarse largos y antiguos años.

EDIPO

¿Ejercía entonces su arte ese adivino?

CREONTE

Sí, tan sabiamente como antes y honrado por igual.

EDIPO

¿Hizo mención de mí para algo en aquel tiempo?

CREONTE

No, ciertamente, al menos cuando yo estaba presente.

EDIPO

Pero, ¿no hicieron investigaciones acerca del muerto?


Edipo Rey | Sófocles CREONTE

Las hicimos, ¿cómo no? Y no conseguimos nada.

EDIPO

¿Y cómo, pues, ese sabio no dijo entonces estas cosas?

27 ¿Y no es cierto que, en tercer lugar, yo me igualo a ustedes dos?

EDIPO

Por eso, precisamente, resultas ser un mal amigo.

CREONTE

No lo sé. De lo que no comprendo, prefiero guardar silencio.

EDIPO

Sólo lo que sabes podrías decirlo con total conocimiento.

CREONTE

¿Qué es ello? Si lo sé, no lo negaré.

EDIPO

Que si no hubiera estado concertado contigo, no hubiera hablado de la muerte de Layo a mis manos.

CREONTE

Si esto dice, tú lo sabes. Yo considero justo informarme de ti, lo mismo que ahora tú lo has hecho de mí.

EDIPO

Haz averiguaciones. No seré hallado culpable de asesinato.

CREONTE

¿Y qué? ¿Estás casado con mi hermana?

EDIPO

No es posible negar la pregunta que me haces.

CREONTE

¿Gobiernas el país administrándolo con igual poder que ella?

EDIPO

Lo que desea, todo lo obtiene de mí.

CREONTE

CREONTE

No si me das la palabra como yo a ti mismo. Considera primeramente esto: si crees que alguien preferiría gobernar entre temores a dormir tranquilo, teniendo el mismo poder. Por lo que a mí respecta, no tengo más deseo de ser rey que de actuar como si lo fuera, ni ninguna otra persona que sepa razonar. En efecto, ahora lo obtengo de ti todo sin temor, pero, si fuera yo mismo el que gobernara, haría muchas cosas también contra mi voluntad. ¿Cómo, pues, iba a ser para mí más grato el poder absoluto, que un mando y un dominio exentos de sufrimientos? Aún no estoy tan mal aconsejado como para desear otras cosas que no sean los honores acompañados de provecho. Actualmente, todos me saludan y me acogen con cariño. Los que ahora tienen necesidad de ti me halagan, pues en esto está, para ellos, el obtener todo. ¿Cómo iba yo, pues, a pretender aquello desprendiéndome de esto? Una mente que razona bien no puede volverse torpe. No soy, por tanto, amigo de esta idea ni soportaría nunca la compañía de quien lo hiciera. Y, como prueba de esto, ve a Delfos y entérate si te he anunciado fielmente la respuesta del oráculo. Y otra cosa: si me sorprendes habiendo tramado algo en común con el adivino, tras hacerlo, no me condenes a muerte por un solo voto, sino por dos, por el tuyo y el mío; pero no me inculpes por tu cuenta a causa de una suposición no probada. No es justo considerar, sin fundamento, a los malvados honrados ni a los honrados malvados. Afirmo que es igual rechazar a un buen amigo que a la propia vida, a la que se estima sobre todas las cosas. Con el tiempo, podrás conocer que esto es cierto, ya que sólo el tiempo muestra al hombre justo, mientras que podrías conocer al perverso en un solo día.

27


Edipo Rey | Sófocles

CORIFEO

Bien habló él, señor, para quien sea cauto en errar. Pues los que se precipitan no son seguros para dar una opinión.

EDIPO

Cuando el que conspira a escondidas avanza con rapidez, preciso es que también yo mismo planee con la misma rapidez. Si espero sin moverme, los proyectos de éste se convertirán en hechos y los míos, en frustraciones.

CREONTE

¿Qué pretendes, entonces? ¿Acaso arrojarme fuera del país?

EDIPO

En modo alguno. Que mueras quiero, no que huyas.

CREONTE

Cuando expliques cuál es la clase de aborrecimiento...

EDIPO

¿Quieres decir que no me obedecerás ni me darás crédito?

CREONTE

...pues veo que tú no razonas con cordura.

EDIPO

Sí, al menos, en lo que me afecta.

CREONTE

Pero es preciso que lo hagas también en lo mío.

EDIPO

Tú eres un malvado.

CREONTE

¿Y si es que tú no comprendes nada?

EDIPO

28 CREONTE

También a mí me interesa la ciudad, no sólo a ti.

CORIFEO

Cesen, príncipes. Veo que, a tiempo para ustedes, sale de palacio Yocasta, con la que deben dirimir la disputa que están sosteniendo. (Yocasta sale de palacio)

YOCASTA

¿Por qué, oh desdichados, originaron esta irreflexiva discusión? ¿No les da vergüenza ventilar cuestiones particulares estando como está sufriendo la ciudad? ¿No irás tú a palacio y tú, Creonte, a tu casa sin transformar un disgusto que no es nada en algo importante?

CREONTE

Hermana, Edipo, tu esposo, pretende llevar a cabo decisiones terribles respecto a mí, habiendo elegido entre dos calamidades: o desterrarme de la patria o, tras hacerme prisionero, matarme.

EDIPO

Asiento. Pues lo he sorprendido, mujer, tramando contra mi persona con mañas ruines.

CREONTE

¡Que no sea feliz, sino que perezca maldito, si he realizado contra ti algo de lo que me imputas!

YOCASTA

¡Por los dioses!, Edipo, da crédito a esto, sobre todo si sientes respeto ante un juramento en nombre de los dioses y, después, también por respeto a mí y a los que están ante ti.

ESTROFA 1ª

CORO

Hay que obedecer, a pesar de ello.

CREONTE

No al que ejerce mal el poder.

EDIPO

¡Oh ciudad,ciudad!

28

Obedece de grado y por prudencia, señor, te lo suplico.

EDIPO

¿En qué quieres que ceda?

CORO.


Edipo Rey | Sófocles

29

En respetar al que nunca antes fue necio y ahora es fuerte en virtud del juramento.

EDIPO

CREONTE

Me voy sin que me hayas entendido, pero para éstos soy el mismo.(Se aleja)

ANTÍSTROFA 1ª

¿Sabes lo que pides?

CORIFEO

Lo sé.

YOCASTA

EDIPO

Explícame qué dices.

Conocer qué es lo que ocurre.

CORO

Que, por un rumor poco probado, nunca lances una acusación de deshonor a un pariente obligado por su propio juramento.

EDIPO

Entérate bien ahora: cuando esto pretendes, me estás buscando la ruina o mi destierro de este país.

ESTROFA 2ª

CORO

No, ¡por el dios primero entre todos los dioses el Sol! ¡Qué muera sin dios, sin amigos, de la peor manera, si tengo semejante pensamiento! Pero esta tierra que se consume aflige mi ánimo, desventurado, si los males que les atañen a ustedes dos se unen a los que ya había.

EDIPO

¡Que se vaya éste, aun cuando deba yo morir irremediablemente o ser expulsado por la fuerza, deshonrado, de esta tierra! Ante tus palabras dignas de lástima me apiado, que no ante las de éste. Él, en donde se encuentre, será objeto de mi aborrecimiento.

CREONTE

Es evidente que lleno de odio cedes, y estarás molesto cuando termines de estar airado. Las naturalezas como la tuya son, con motivo, las que más se duelen de soportarse a sí mismas.

EDIPO

CORO

Mujer, ¿qué estás esperando para llevarlo a palacio?

¿No me dejarás tranquilo y te irás fuera?

CORO

Una oscura sospecha surgió de unas palabras, pero también me desgarra lo que puede ser injusto.

YOCASTA

¿Del uno y del otro?

CORIFEO Sí.

YOCASTA

¿Y cuál fue el motivo?

CORO

Basta, me parece que es suficiente, estando atormentado el país. Que se quede el asunto allí donde cesó.

EDIPO

Date cuenta dónde has llegado, aun siendo hombre honesto en tu intención, haciendo caso omiso y embotando mi corazón.

ANTÍSTROFA 1ª

CORO

¡Oh señor, no te lo he dicho sólo una vez: sabe que habría de mostrarme insensato, falto de razonable juicio, si te abandonara. Tú, que dirigiste con justicia el rumbo de mi querido país, cuando estaba sacudido entre desgracias, llegarás a ser también ahora un buen guía, si puedes.

YOCASTA

¡En nombre de los dioses! Dime también a mí, señor, por qué asunto has concebido semejante enojo.

29


Edipo Rey | Sófocles EDIPO

Hablaré. Pues a ti, mujer, te venero más que a éstos. Es a causa de Creonte y de la clase de conspiración que ha tramado contra mí.

YOCASTA

Habla, si es que lo vas a hacer para denunciar claramente el motivo de la querella.

EDIPO

Dice que yo soy el asesino de Layo.

30

CREONTE

¿A qué preocupación te refieres que te ha hecho volverte sobre tus pasos?

EDIPO

Me pareció oírte que Layo había sido muerto en una encrucijada de tres caminos.

YOCASTA

Se dijo así y aún no se ha dejado de decir.

YOCASTA

EDIPO

EDIPO

YOCASTA

¿Lo conoce por sí mismo o por haberlo oído decir a otro? Ha hecho venir a un desvergonzado adivino, ya que su boca, por lo que a él en persona concierne, está completamente libre.

YOCASTA

Tú, ahora, liberándote a ti mismo de lo que dices, escúchame y aprende que nadie que sea mortal tiene parte en el arte adivinatoria. La prueba de esto te la mostraré en pocas palabras. Una vez le llegó a Layo un oráculo -no diré que del propio Febo, sino de sus servidores- que decía que tendría el destino de morir a manos del hijo que naciera de mí y de él. Sin embargo, a él, al menos según el rumor, unos bandoleros extranjeros lo mataron en una encrucijada de tres caminos. Por otra parte, no habían pasado tres días desde el nacimiento del niño cuando Layo, después de atarle juntas las articulaciones de los pies, le arrojó, por la acción de otros, a un monte infranqueable. Por tanto, Apolo ni cumplió el que éste llegara a ser asesino de su padre ni que Layo sufriera a manos de su hijo la desgracia que él temía. Afirmo que los oráculos habían declarado tales cosas. Por ello, tú para nada te preocupes, pues aquello en lo que el dios descubre alguna utilidad, él en persona lo da a conocer sin rodeos.

EDIPO

Al acabar de escucharte, mujer, ¡qué delirio se ha apoderado de mi alma y qué agitación de mis sentidos!

30

¿Y dónde se encuentra el lugar ese en donde ocurrió la desgracia? Fócide es llamada la región, y la encrucijada hace confluir los caminos de Delfos y de Daulia.

EDIPO

¿Qué tiempo ha transcurrido desde estos acontecimientos?

YOCASTA

Poco antes de que tú aparecieras con el gobierno de este país, se anunció eso a la ciudad.

EDIPO

¡Oh Zeus! ¿Cuáles son tus planes para conmigo?

YOCASTA

¿Qué es lo que te desazona, Edipo?

EDIPO

Todavía no me interrogues. Y dime, ¿qué aspecto tenía Layo y de qué edad era?

YOCASTA

Era fuerte, con los cabellos desde hacía poco encanecidos, y su figura no era muy diferente de la tuya.

EDIPO

¡Ay de mí, infortunado! Me parece que acabo de precipitarme a mí mismo, sin saberlo, en terribles maldiciones.

YOCASTA


Edipo Rey | Sófocles ¿Cómo dices? No me atrevo a dirigirte la mirada, señor.

EDIPO

Me pregunto, con tremenda angustia, si el adivino no estaba en lo cierto, y me lo demostrarás mejor, si aún me revelas una cosa.

YOCASTA

En verdad que siento temor, pero a lo que me preguntes, si lo sé, contestaré.

EDIPO

¿Iba de incógnito, o con una escolta numerosa cual corresponde a un rey?

YOCASTA

Eran cinco en total. Entre ellos había un heraldo. Sólo un carro conducía a Layo.

EDIPO

¡Ay, ay! Esto ya está claro. ¿Quién fue el que entonces les anunció las nuevas, mujer?

YOCASTA

Un servidor que llegó tras haberse salvado sólo él.

EDIPO

¿Por casualidad se encuentra ahora en palacio?

YOCASTA

No, por cierto. Cuando llegó de allí y vio que tú regentabas el poder y que Layo estaba muerto, me suplicó, encarecidamente, cogiéndome la mano, que lo enviara a los campos y al pastoreo de rebaños para estar lo más alejado posible de la ciudad. Yo lo envié, porque, en su calidad de esclavo, era digno de obtener este reconocimiento y aún mayor.

EDIPO

Cómo podría llegar junto a nosotros con rapidez?

YOCASTA

31 Es posible. Pero ¿por qué lo deseas?

EDIPO

Temo por mí mismo, oh mujer, haber dicho demasiadas cosas. Por ello, quiero verlo.

YOCASTA

Está bien, vendrá, pero también yo merezco saber lo que te causa desasosiego, señor.

EDIPO

Y no serás privada, después de haber llegado yo a tal punto de zozobra. Pues, ¿a quién mejor que a ti podría yo hablar, cuando paso por semejante trance? Mi padre era Pólibo, corintio, y mi madre Mérope, doria. Era considerado yo como el más importante de los ciudadanos de allí hasta que me sobrevino el siguiente suceso, digno de admirar, pero, sin embargo, no proporcionado al ardor que puse en ello. He aquí que en un banquete, un hombre saturado de bebida, refiriéndose a mí, dice, en plena embriaguez, que yo era un falso hijo de mi padre. Yo, disgustado, a duras penas me pude contener a lo largo del día, pero, al siguiente, fui junto a mi padre y mi madre y les pregunté. Ellos llevaron a mal la injuria de aquel que había dejado escapar estas palabras. Yo me alegré con su reacción; no obstante, eso me atormentaba sin cesar, pues me había calado hondo. Sin que mis padres lo supieran, me dirigí a Delfos, y Febo me despidió sin atenderme en aquello por lo que llegué, sino que se manifestó anunciándome, infortunado de mí, terribles y desgraciadas calamidades: que estaba fijado que yo tendría que unirme a mi madre y que traería al mundo una descendencia insoportable de ver para los hombres y que yo sería asesino del padre que me había engendrado. Después de oír esto, calculando a partir de allí la posición de la región corintia por las estrellas, iba, huyendo de ella, adonde nunca viera cumplirse las atrocidades de mis funestos oráculos. En mi caminar llego a ese lugar en donde tú afirmas que murió el rey. Y a ti, mujer, te revelaré la verdad. Cuando en mi viaje estaba cerca de ese triple camino, un heraldo y un hombre, cual tú describes, montado sobre un carro tirado por

31


Edipo Rey | Sófocles potros, me salieron al encuentro. El conductor y el mismo anciano me arrojaron violentamente fuera del camino. Yo, al que me había apartado, al conductor del carro, lo golpeé movido por la cólera. Cuando el anciano ve desde el carro que me aproximo, apuntándome en medio de la cabeza, me golpea con la pica de doble punta. Y él no pagó por igual, sino que, inmediatamente, fue golpeado con el bastón por esta mano y, al punto, cae redondo de espaldas desde el carro. Maté a todos. Si alguna conexión hay entre Layo y este extranjero, ¿quién hay en este momento más infortunado que yo? ¿Qué hombre podría llegar a ser más odiado por los dioses, cuando no le es posible a ningún extranjero ni ciudadano recibirlo en su casa ni dirigirle la palabra y hay que arrojarlo de los hogares? Y nadie, sino yo, es quien ha lanzado sobre mí mismo tales maldiciones. Mancillo el lecho del muerto con mis manos, precisamente con las que lo maté. ¿No soy yo, en verdad, un canalla? ¿No soy un completo impuro? Si debo salir desterrado, no me es posible en mi destierro ver a los míos ni pisar mi patria, a no ser que me vea forzado a unirme en matrimonio con mi madre y a matar a Pólibo, que me crió y engendró. ¿Acaso no sería cierto el razonamiento de quien lo juzgue como venido sobre mí de una cruel divinidad? ¡No, por cierto, oh sagrada majestad de los dioses, que no vea yo este día, sino que desaparezca de entre los mortales antes que ver que semejante deshonor impregnado de desgracia llega sobre mí.

CORIFEO

A nosotros, oh rey, nos parece esto motivo de temor, pero mientras no lo conozcas del todo por boca del que estaba presente, ten esperanza.

EDIPO

En verdad, ésta es la única esperanza que tengo: aguardar al pastor.

YOCASTA

32

32 Y cuando él haya aparecido, ¿qué esperas que suceda?

EDIPO

Yo te lo diré. Si descubrimos que dice lo mismo que tú, yo podría ponerme a salvo de esta calamidad.

YOCASTA

¿Qué palabras especiales me has oído?

EDIPO

Decías que él afirmó que unos ladrones lo habían matado. Si aún confirma el mismo número, yo no fui el asesino, pues no podría ser uno solo igual a muchos. Pero si dice que fue un hombre que viajaba en solitario, está claro: el delito me es imputable.

YOCASTA

Ten por seguro que así se propagó la noticia, y no le es posible desmentirla de nuevo, puesto que la ciudad, no yo sola, lo oyó. Y si en algo se apartara del anterior relato, ni aun entonces mostrará que la muerte de Layo se cumplió debidamente, porque Loxias dijo expresamente que se llevaría a cabo por obra de un hijo mío. Sin embargo, aquél, infeliz, nunca lo pudo matar, sino que él mismo sucumbió antes. De modo que en materia de adivinación yo no podría dirigir la mirada ni a un lado ni a otro.

EDIPO

Haces un sensato juicio. Pero, no obstante, envía a alguien para que haga venir al labriego y no lo descuides. (Entran en palacio)

CORO

ESTROFA 2ª

¡Ojalá el destino me asistiera para cuidar de la venerable pureza de todas las palabras y acciones cuyas leyes son sublimes, nacidas en el celeste firmamento, de las que Olimpo es el único padre y ninguna naturaleza mortal de los hombres engendró ni nunca el olvido las hará reposar! Poderosa es la divinidad que en ellas hay y no envejece.


Edipo Rey | Sófocles

ANTISTROFA 1ª

La insolencia produce al tirano. La insolencia, si se harta en vano de muchas cosas que no son oportunas ni convenientes subiéndose a lo más alto, se precipita hacia un abismo de fatalidad donde no dispone de pie firme. Pido que la divinidad nunca haga cesar la emulación que es favorable para la ciudad. Al dios no cesaré de tener como protector.

ESTROFA 2ª

Si alguien se comporta orgullosamente en acciones o de palabra, sin sentir temor de la Justicia ni respeto ante las moradas de los dioses, ¡ojalá le alcance un funesto destino por causa de su infortunada arrogancia! Y si no saca con justicia provecho y no se aleja de los actos impíos, o toca cosas que son intocables en una insensata acción, ¿qué hombre, en tales circunstancias, se jactará aún de rechazar de su alma las flechas de los dioses? Si las acciones de este tipo son dignas de horrores, ¿por qué debo yo participar en los coros?

ANTISTROFA 2ª

Ya no iré honrando a la divinidad al sagrado centro de la tierra, ni al templo de Abas ni a Olimpia, si estos oráculos no se cumplen como para que sean señalados por todos los hombres. Pero, ¡oh Zeus poderoso!, si con razón eres así llamado, que riges todo, no te pase esto inadvertido ni tampoco a tu poder siempre inmortal. Se diluyen los antiguos oráculos acerca de Layo, extinguiéndose, y Apolo no se manifiesta, en modo alguno, con honores, y los asuntos divinos se pierden. (Yocasta sale de palacio acompañada de servidoras)

YOCASTA

Señores de la región, se me ha ocurrido la idea de acercarme a los templos de los dioses con estas coronas y ofrendas de incienso en las manos. Porque Edipo tiene demasiado en vilo su corazón con aflicciones de todo tipo y no conjetura, cual un hombre razonable, lo nuevo por lo de antaño, sino que está pendiente del que habla si anuncia motivos de temor. Y ya que no consigo nada con mis consejos, me llego ante ti, oh Apolo Liceo -pues eres el más cercano-, cual suplicante, con estos signos de rogativas para que nos proporciones alguna liberación purificadora, puesto que ahora todos sentimos ansiedad, al ver asustado a aquel que es como el piloto de la nave. (Entra en

33 escena un mensajero)

MENSAJERO

¿Podrían informarme, oh extranjeros, dónde se halla el palacio del rey Edipo?

CORIFEO

Ésta es su morada y él mismo está dentro, extranjero Esta mujer es la madre de sus hijos.

MENSAJERO

¡Que llegues a ser siempre feliz, rodeada de gente dichosa, tú que eres esposa legítima de aquél!

YOCASTA

De igual modo lo seas tú, oh extranjero, pues lo mereces por tus favorables palabras. Pero dime con qué intención has llegado y qué quieres anunciar.

MENSAJERO

Buenas nuevas para tu casa y para tu esposo, mujer.

YOCASTA

¿Cuáles son? ¿De parte de quién vienes?

MENSAJERO

De Corinto. Ojalá te complazca -¿cómo no?- la noticia que te daré a continuación, aunque tal vez te duelas.

YOCASTA

¿Qué es? ¿Cómo puede tener ese doble efecto?

MENSAJERO

Los habitantes de la región del Istmo lo van a designar rey, según se ha dicho allí.

YOCASTA

¿Por qué? ¿No está ya el anciano Pólibo en el poder?

MENSAJERO

No, ya que la muerte lo tiene en su tumba.

YOCASTA

¿Cómo dices? ¿Ha muerto el padre de Edipo?

MENSAJERO

Que sea merecedor de muerte, si no digo la verdad.

YOCASTA

Sirvienta, ¿no irás rápidamente a decirle esto al amo? ¡Oh orá-

33


Edipo Rey | Sófocles culos de los dioses! ¿Dónde están? Edipo huyó hace tiempo por el temor de matar a este hombre y, ahora, él ha muerto por el azar y no a manos de aquél.

(Sale Edipo de palacio) EDIPO

¡Oh Yocasta, muy querida mujer! ¿Por qué me has mandado venir aquí desde palacio?

YOCASTA

Escucha a este hombre y observa, al oírle, en qué han quedado los respetables oráculos del dios.

EDIPO

¿Quién es éste y qué me tiene que comunicar?

YOCASTA

Viene de Corinto para anunciar que tu padre, Pólibo, no está ya vivo, sino que ha muerto.

EDIPO

¿Qué dices, extranjero? Anúnciamelo tú mismo.

MENSAJERO

Si es preciso que yo te lo anuncie claramente en primer lugar, entérate bien de que aquél ha muerto.

EDIPO

¿Acaso por una emboscada, o como resultado de una enfermedad?

MENSAJERO

Un pequeño quebranto rinde los cuerpos ancianos.

EDIPO

A causa de enfermedad murió el desdichado, a lo que parece.

MENSAJERO

Y por haber vivido largos años.

EDIPO

¡Ah,ah! ¿Por qué,oh mujer, habría uno de tener en cuenta el

34

34 altar vaticinador de Pitón o los pájaros que claman en el cielo, según cuyos indicios tenía yo que dar muerte a mi propio padre? Pero él, habiendo muerto, está oculto bajo tierra y yo estoy aquí, sin haberlo tocado con arma alguna,a no ser que se haya consumido por nostalgia de mí. De esta manera habría muerto por mi intervención. En cualquier caso, Pólibo yace en el Hades y se ha llevado consigo los oráculos presentes,que no tienen ya ningún valor.

YOCASTA

¿No te lo decía yo desde antes?

EDIPO

Lo decías, pero yo me dejaba guiar por el miedo.

YOCASTA

Ahora no tomes en consideración ya ninguno de ellos.

EDIPO

¿Y cómo no voy a temer al lecho de mi madre?

YOCASTA

Y ¿qué podría temer un hombre para quien los imperativos de la fortuna son los que lo pueden dominar, y no existe previsión clara de nada? Lo más seguro es vivir al azar, según cada uno pueda. Tú no sientas temor ante el matrimonio con tu madre, pues muchos son los mortales que antes se unieron también a su madre en sueños. Aquel para quien esto nada supone más fácilmente lleva su vida.

EDIPO

Con razón hubieras dicho todo eso, si no estuviera viva mi madre. Pero como lo está, no tengo más remedio que temer, aunque tengas razón.

YOCASTA

Gran ayuda suponen los funerales de tu padre.

EDIPO

Grande, lo reconozco. Pero siento temor por la que vive.

MENSAJERO

¿Cuál es la mujer por la que temen?

EDIPO

Por Mérope, anciano, con la que vivía Pólibo.


Edipo Rey | Sófocles MENSAJERO

¿Qué hay en ella que los induzca al temor?

EDIPO

Un oráculo terrible de origen divino, extranjero.

MENSAJERO

¿Lo puedes aclarar, o no es lícito que otro lo sepa?

EDIPO

Sí, por cierto. Loxias afirmó, hace tiempo, que yo había de unirme con mi propia madre y coger en mis manos la sangre de mi padre. Por este motivo habito desde hace años muy lejos de Corinto, feliz, pero, sin embargo, es muy grato ver el semblante de los padres.

35 MENSAJERO

¿Es que temes cometer una infamia para con tus progenitores?

EDIPO

Eso mismo, anciano. Ello me asusta constantemente.

MENSAJERO

¿No sabes que, con razón, nada debes temer?

EDIPO

¿Cómo no, si soy hijo de esos padres?

MENSAJERO

Porque Pólibo nada tenía que ver con tu linaje.

EDIPO

¿Cómo dices? ¿Que no me engendró Pólibo?

MENSAJERO

MENSAJERO

EDIPO

EDIPO

¿Acaso por temor a estas cosas estabas desterrado de allí? Por el deseo de no ser asesino de mi padre, anciano.

MENSAJERO

¿Por qué, pues, no te he liberado yo de este recelo, señor, ya que bien dispuesto llegué?

EDIPO

En ese caso recibirías de mí digno agradecimiento.

MENSAJERO

Por esto he venido sobre todo, para que en algo obtenga un beneficio cuando tú regreses a palacio.

EDIPO

Pero jamás iré con los que me engendraron.

MENSAJERO

¡Oh hijo, es bien evidente que no sabes lo que haces...

EDIPO

¿Cómo,oh anciano? Acláramelo,por los dioses.

MENSAJERO

...si por esta causa rehúyes volver a casa!

EDIPO

No más que el hombre aquí presente, sino igual. Y ¿cómo el que me engendró está en relación contigo que no me eres nada?

MENSAJERO

No te engendramos ni aquél ni yo.

EDIPO

Entonces,¿en virtud de qué me llamaba hijo?

MENSAJERO

Por haberte recibido como un regalo -entérate- de mis manos.

EDIPO

Y ¿a pesar de haberme recibido así de otras manos, logró amarme tanto?

MENSAJERO

La falta hasta entonces de hijos lo persuadió del todo. Edipo. Y tú, ¿me habías comprado o encontrado cuando me entregaste a él?

MENSAJERO

Te encontré en los desfiladeros selvosos del Citerón.

Temeroso de que Febo me resulte veraz.

35


Edipo Rey | Sófocles

EDIPO

¿Por qué recorrías esos lugares?

MENSAJERO

Allí estaba al cuidado de pequeños rebaños montaraces.

EDIPO

¿Eras pastor y nómada a sueldo?

MENSAJERO

Y así fui tu salvador en aquel momento.

EDIPO

¿Y de qué mal estaba aquejado cuando me tomaste en tus manos?

MENSAJERO

Las articulaciones de tus pies te lo pueden testimoniar.

EDIPO

¡Ay de mí! ¿A qué antigua desgracia te refieres con esto?

MENSAJERO

Yo te desaté, pues tenías perforados los tobillos.

EDIPO

¡Bello ultraje recibí de mis pañales!

MENSAJERO

Hasta el punto de recibir el nombre que llevas por este suceso.

EDIPO

¡Oh, por los dioses! ¿De parte de mi madre o de mi padre lo recibí? Dímelo.

MENSAJERO

No lo sé. El que te entregó a mí conoce esto mejor que yo.

EDIPO

Entonces, ¿me recibiste de otro y no me encontraste por ti mismo?

36

36 MENSAJERO

No, sino que otro pastor me hizo entrega de ti.

EDIPO

¿Quién es? ¿Sabes darme su nombre?

MENSAJERO

Por lo visto era conocido como uno de los servidores de Layo.

EDIPO

¿Del rey que hubo, en otro tiempo, en esta tierra?

MENSAJERO

Sí,de ese hombre era él pastor.

EDIPO

¿Está aún vivo ese tal como para poder verme? MENSAJERO-(Dirigiéndose al Coro.) Ustedes, los habitantes de aquí, podrían saberlo mejor.

EDIPO

¿Hay entre ustedes, los que me rodean, alguno que conozca al pastor a que se refiere, por haberlo visto, bien en los campos, bien aquí? Indíquenmelo, pues es el momento de descubrirlo de una vez por todas.

CORIFEO

Creo que a ningún otro se refiere, sino al que tratabas de ver antes haciéndolo venir desde el campo. Pero aquí está Yocasta que podría decirlo mejor.

EDIPO

Mujer, ¿conoces a aquel que hace poco deseábamos que se presentara? ¿Es a él a quien éste se refiere?

YOCASTA

¿Y qué nos va lo que dijo acerca de un cualquiera? No hagas ningún caso, no quieras recordar inútilmente lo que ha dicho.

EDIPO

Sería imposible que con tales indicios no descubriera yo mi origen.


Edipo Rey | Sófocles YOCASTA

¡No, por los dioses! Si en algo te preocupa tu propia vida, no lo investigues. Es bastante que yo esté angustiada.

EDIPO

Tranquilízate, pues aunque yo resulte esclavo, hijo de madre esclava por tres generaciones, tú no aparecerás innoble.

YOCASTA

37 mi linaje oscuro, pues tiene orgullosos pensamientos como mujer que es. Pero yo, que me tengo a mí mismo por hijo de la Fortuna, la que da con generosidad, no seré deshonrado, pues de una madre tal he nacido. Y los meses, mis hermanos, me hicieron insignificante y poderoso. Y si tengo este origen, no podría volverme luego otro, como para no llegar a conocer mi estirpe.

CORO

No obstante, obedéceme, te lo suplico. No lo hagas.

EDIPO

No podría obedecerte en dejar de averiguarlo con claridad.

YOCASTA

Sabiendo bien qué es lo mejor para ti, hablo.

EDIPO

Pues bien, lo mejor para mí me está importunando desde hace rato.

YOCASTA

¡Oh desventurado! ¡Que nunca llegues a saber quién eres!

EDIPO

¿Alguien me traerá aquí al pastor? Dejen a ésta que se complazca en su poderoso linaje.

YOCASTA

¡Ah, ah, desdichado, pues sólo eso te puedo llamar y ninguna otra cosa ya nunca en adelante! (Yocasta, visiblemente alterada, entra al palacio)

CORIFEO

¿Por qué se ha ido tu esposa, Edipo, tan precipitadamente bajo el peso de una profunda aflicción? Tengo miedo de que de este silencio estallen desgracias.

EDIPO

Que estalle lo que quiera ella. Yo sigo queriendo conocer mi origen, aunque sea humilde. Esa, tal vez, se avergüence de

ESTROFA

Si yo soy adivino y conocedor de entendimiento, ¡por el Olimpo!, no quedarás, ¡oh Citerón!,sin saber que desde el plenilunio de mañana yo te ensalzaré como región de Edipo, al tiempo que nodriza y madre, y serás celebrado con coros por nosotros como quien se hace protector de mis reyes. ¡Oh Febo, que esto te sirva de satisfacción!

ANTISTROFA

¿Cuál a ti, hijo, cuál de las ninfas inmortales te engendró, acercándose al padre Pan que vaga por los montes? ¿O fue una amante de Loxias, pues a él le son queridas todas las agrestes planicies? El soberano de Cilene o el dios báquico que habita en lo más alto de los montes te recibió como un hallazgo de alguna de las ninfas del Helicón con las que juguetea la mayor parte del tiempo (Entra el anciano pastor acompañado de dos esclavos)

EDIPO

Si he de hacer yo conjeturas, ancianos, creo estar viendo al pastor que desde hace rato buscamos, aunque nunca he tenido relación con él. Pues en su acusada edad coincide por completo con este hombre y, además, reconozco a los que lo conducen como servidores míos. Pero tú, tal vez, podrías superarme en conocimientos por haber visto antes al pastor.

CORIFEO

Lo conozco, ten la certeza. Era un pastor de Layo, fiel cual ninguno.

37


Edipo Rey | Sófocles EDIPO

A ti te pregunto en primer lugar, al extranjero corintio: ¿es de ése de quien hablabas?

MENSAJERO

De éste que contemplas.

EDIPO

Eh, tú, anciano, acércate y, mirándome, contesta a cuanto te pregunte. ¿Perteneciste, en otro tiempo, al servicio de Layo?

38 ¿Cuento lo que ha sucedido o no?

SERVIDOR

Dices la verdad, pero ha pasado un largo tiempo.

MENSAJERO

¡Ea! Dime, ahora, ¿recuerdas que entonces me diste un niño para que yo lo criara como un retoño mío?

SERVIDOR

¿Qué ocurre? ¿Por qué te informas de esta cuestión?

SERVIDOR

MENSAJERO

EDIPO

SERVIDOR

SERVIDOR

EDIPO

Sí, como esclavo no comprado, sino criado en la casa. ¿En qué clase de trabajo te ocupabas o en qué tipo de vida? La mayor parte de mi vida conduje rebaños.

EDIPO

¿En qué lugares habitabas sobre todo?

SERVIDOR

Unas veces, en el Citerón; otras, en lugares colindantes.

EDIPO

¿Eres consciente de haber conocido allí a este hombre en alguna parte?

Éste es, querido amigo, el que entonces era un niño. ¡Así te pierdas! ¿No callarás? ¡Ah! No lo reprendas, anciano, ya que son tus palabras, más que las de éste, las que requieren un reprensor.

SERVIDOR

¿En qué he fallado, oh el mejor de los amos?

EDIPO

No hablando del niño por el que éste pide información.

SERVIDOR

Habla, y no sabe nada, sino que se esfuerza en vano.

SERVIDOR

EDIPO

EDIPO

SERVIDOR

SERVIDOR

EDIPO

MENSAJERO

SERVIDOR

¿En qué se ocupaba? ¿A qué hombre te refieres? Al que está aquí presente. ¿Tuviste relación con él alguna vez? No como para poder responder rápidamente de memoria. No es nada extraño, señor. Pero yo refrescaré claramente la memoria del que no me reconoce. Estoy bien seguro de que se acuerda cuando, en el monte Citerón, él con doble rebaño y yo con uno, convivimos durante tres períodos enteros de seis meses, desde la primavera hasta Arturo. Ya en el invierno yo llevaba mis rebaños a los establos, y él, a los apriscos de Layo.

38

Tú no hablarás por tu gusto, y tendrás que hacerlo llorando. ¡Por los dioses, no maltrates a un anciano como yo! ¿No le atará alguien las manos a la espalda cuanto antes? ¡Desdichado! ¿Por qué? ¿De qué más deseas enterarte?

EDIPO

¿Le entregaste al niño por el que pregunta?

SERVIDOR

Lo hice y ¡ojalá hubiera muerto ese día!


Edipo Rey | Sófocles EDIPO

Pero a esto llegarás, si no dices lo que corresponde.

SERVIDOR

Me pierdo mucho más aún si hablo.

EDIPO

Este hombre, según parece, se dispone a dar rodeos.

39 ¿Con qué fin?

SERVIDOR

Para que lo matara.

EDIPO

¿Habiéndolo engendrado ella, desdichada?

SERVIDOR

Por temor a funestos oráculos.

SERVIDOR

EDIPO

EDIPO

SERVIDOR

No, yo no, pues ya he dicho que se lo entregué. ¿De dónde lo habías tomado? ¿Era de tu familia o de algún otro?

SERVIDOR

Mío no. Lo recibí de uno.

EDIPO

¿De cuál de estos ciudadanos y de qué casa?

SERVIDOR

¡No, por los dioses, no me preguntes más, mi señor!

EDIPO

Estás muerto, si te lo tengo que preguntar de nuevo.

SERVIDOR

Pues bien, era uno de los vástagos de la casa de Layo.

EDIPO

¿Un esclavo, o uno que pertenecía a su linaje?

¿A cuáles? Se decía que él mataría a sus padres.

EDIPO

Y ¿cómo, en ese caso, tú lo entregaste a este anciano?

SERVIDOR

Por compasión, oh señor, pensando que se lo llevaría a otra tierra de donde él era. Y éste lo salvó para los peores males. Pues si eres tú, en verdad, quien él asegura, sábete que has nacido con funesto destino.

EDIPO

¡Ay, ay! Todo se cumple con certeza. ¡Oh luz del día, que te vea ahora por última vez! ¡Yo que he resultado nacido de los que no debía, teniendo relaciones con los que no podía y habiendo dado muerte a quienes no tenía que hacerlo! (Entra en palacio.)

SERVIDOR

¡Ay de mí! Estoy ante lo verdaderamente terrible de decir.

EDIPO

Y yo de escuchar; pero, sin embargo, hay que oírlo. Servidor.- Era tenido por hijo de aquél. Pero la que está dentro,tu mujer, es la que mejor podría decir cómo fue.

EDIPO

¿Ella te lo entregó?

SERVIDOR

Sí, en efecto, señor.

EDIPO

CORO

ESTROFA 1ª

Ah, descendencia de mortales! ¡Cómo considero que vives una vida igual a nada! Pues, ¿qué hombre, qué hombre logra más felicidad que la que necesita para parecerlo y, una vez que ha dado esa impresión, para declinar? Teniendo este destino tuyo, el tuyo como ejemplo, ¡oh infortunado Edipo!, nada de los mortales tengo por dichoso.

ANTISTROFA 1ª

Tú, que, tras disparar el arco con incomparable destreza, con-

39


Edipo Rey | Sófocles seguiste una dicha por completo afortunada, ¡oh Zeus!, después de hacer perecer a la doncella de corvas garras cantora de enigmas, y te alzaste como un baluarte contra la muerte en mi tierra. Y, por ello, fuiste aclamado como mi rey y honrado con los mayores honores, mientras reinabas en la próspera Tebas.

ESTROFA 2ª

Y ahora, ¿de quién se puede oír decir que es más desgraciado? ¿Quién es el que vive entre violentas penas, quién entre padecimientos con su vida cambiada? ¡Ah noble Edipo, a quien le bastó el mismo espacioso puerto para arrojarse como hijo, padre y esposo! ¿Cómo, cómo pudieron los surcos paternos tolerarte en silencio, infortunado, durante tanto tiempo?

ANTISTROFA 2ª

Te sorprendió, a despecho tuyo, el tiempo que todo lo ve y condena una antigua boda que no es boda en donde se engendra y resulta engendrado. ¡Ah, hijo de Layo, ojalá, ojalá nunca te hubiera visto! Yo gimo derramando lúgubres lamentos de mi boca; pero, a decir verdad, yo tomé aliento gracias a ti y pude adormecer mis ojos. (Sale un mensajero del palacio)

MENSAJERO

¡Oh ustedes, honrados siempre, en grado sumo, en esta tierra! ¡Qué sucesos van a escuchar, qué cosas contemplarán y en cuánto aumentará la aflicción de ustedes, si es que aún, con fidelidad, se preocupan por la casa de los Labdácidas! Creo que ni el Istro ni el Fasis podrían lavar, para su purificación, cuanto oculta este techo y los infortunios que, enseguida, se mostrarán a la luz, queridos y no involuntarios. Y, de las amarguras, son especialmente penosas las que se demuestran buscadas voluntariamente.

CORIFEO

Los hechos que conocíamos son ya muy lamentables. Además de aquéllos, ¿qué anuncias?

MENSAJERO

40

40 Las palabras más rápidas de decir y de entender: ha muerto la divina Yocasta.

CORIFEO

¡Oh desventurada! ¿Por qué causa?

MENSAJERO

Ella, por sí misma. De lo ocurrido falta lo más doloroso, al no ser posible su contemplación. Pero, sin embargo, en tanto yo pueda recordarlo te enterarás de los padecimientos de aquella infortunada. Cuando, dejándose llevar por la pasión atravesó el vestíbulo, se lanzó derechamente hacia la cámara nupcial mesándose los cabellos con ambas manos. Una vez que entró, echando por dentro los cerrojos de las puertas, llama a Layo, muerto ya desde hace tiempo, y le recuerda su antigua simiente, por cuyas manos él mismo iba a morir y a dejar a su madre como funesto medio de procreación para sus hijos. Deploraba el lecho donde, desdichada, había engendrado una doble descendencia: un esposo de un esposo y unos hijos de hijos. Y, después de esto, ya no sé cómo murió; pues Edipo, dando gritos, se precipitó y, por él, no nos fue posible contemplar hasta el final el infortunio de aquélla; más bien dirigíamos la mirada hacia él mientras daba vueltas. En efecto, iba y venía hasta nosotros pidiéndonos que le proporcionásemos una espada y que dónde se encontraba la esposa que no era esposa, seno materno en dos ocasiones, para él y para sus hijos. Algún dios se lo mostró, a él que estaba fuera de sí, pues no fue ninguno de los hombres que estábamos cerca. Y gritando de horrible modo, como si alguien lo guiara, se lanzó contra las puertas dobles y, combándolas, abate desde los puntos de apoyo los cerrojos y se precipita en la habitación en la que contemplamos a la mujer colgada, suspendida del cuello por retorcidos lazos. Cuando él la ve, el infeliz, lanzando un espantoso alarido, afloja el nudo corredizo que la sostenía. Una vez que estuvo tendida, la infortunada, en tierra, fue terrible de ver lo que siguió: arrancó los dorados broches de su vestido con los que se adornaba y, alzándolos, se golpeó con ellos las cuencas de los ojos, al tiempo que


Edipo Rey | Sófocles

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decía cosas como éstas: que no lo verían a él, ni los males que había padecido, ni los horrores que había cometido, sino que estarían en la oscuridad el resto del tiempo para no ver a los que no debía y no conocer a los que deseaba. Haciendo tales imprecaciones una y otra vez -que no una sola-, se iba golpeando los ojos con los broches. Las pupilas ensangrentadas teñían las mejillas y no destilaban gotas chorreantes de sangre, sino que todo se mojaba con una negra lluvia y granizada de sangre. Esto estalló por culpa de los dos, no de uno sólo, pero las desgracias están mezcladas para el hombre y la mujer. Su legendaria felicidad anterior era entonces una felicidad en el verdadero sentido; pero ahora, en el momento presente, es llanto, infortunio, muerte, ignominia y, de todos los pesares que tienen nombre, ninguno falta.

CORIFEO

¿Y ahora se encuentra el desdichado en alguna tregua de su mal?

MENSAJERO

Está gritando que se descorran los cerrojos y que muestren a todos los Cadmeos al homicida, al que de su madre... profiriendo expresiones impías, impronunciables para mí, como si se fuera a desterrar él mismo de esta tierra y a no permanecer más en el palacio, estando como está sujeto a la maldición que lanzó. Lo cierto es que requiere un soporte y un guía, pues la desgracia es mayor de lo que se puede tolerar. Te lo mostrará también a ti, pues se abren los cerrojos de las puertas. Pronto podrás ver un espectáculo tal, como para mover a compasión, incluso, al que lo odiara. (Se abren las puertas del palacio y aparece Edipo con la cara ensangrentada, andando a tientas.)

CORO

¡Oh sufrimiento terrible de contemplar para los hombres! ¡Oh el más espantoso de todos cuantos yo me he encontrado! ¿Qué locura te ha acometido, oh infeliz? ¿Qué deidad es la que ha saltado, con salto mayor que los más largos, sobre su desgraciado destino? ¡Ay, ay, desdichado! Pero ni contemplar-

te puedo, a pesar de que quisiera hacerte muchas preguntas, enterarme de muchas cosas y observarte mucho tiempo. ¡Tal horror me inspiras!

EDIPO

¡Ah, ah, desgraciado de mí! ¿A qué tierra seré arrastrado, infeliz? ¿Adónde se me irá volando, en un arrebato, mi voz? ¡Ay, destino! ¡Adónde te has marchado?

CORIFEO

A un desastre terrible que ni puede escucharse ni contemplarse.

ESTROFA 1ª EDIPO

¡Oh nube de mi oscuridad, que me aíslas, sobrevenida de indecible manera, inflexible e irremediable! ¡Ay, ay de mí de nuevo! ¡Cómo me penetran, al mismo tiempo, los pinchazos de estos aguijones y el recuerdo de mis males!

CORIFEO

No tiene nada de extraño que en estos sufrimientos te lamentes y soportes males dobles.

ANTÍSTROFA 1ª EDIPO

¡Oh amigo!, tú eres aún mi fiel servidor, pues todavía te encargas de cuidarme en mi ceguera. ¡Uy, uy!, No me pasas inadvertido, sino que, aunque estoy en tinieblas, reconozco, sin embargo, tu voz.

CORO

¡Ah, tú que has cometido acciones horribles! ¿Cómo te atreviste a extinguir así tu vista?, ¿qué dios te impulsó?

ESTROFA 2ª EDIPO

Apolo era, Apolo, amigos, quien cumplió en mí estos tremendos, sí, tremendos, infortunios míos. Pero nadie los hirió con su mano sino yo, desventurado. Pues ¿qué me quedaba por ver a mí, a quien, aunque viera, nada me sería agradable de contemplar?

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CORO

Eso es exactamente como dices.

EDIPO

¿Qué es, pues, para mí digno de ver o de amar, o qué saludo es posible ya oír con agrado, amigos? Sáquenme fuera del país cuanto antes, saquen, oh amigos, al que es funesto en gran medida, al maldito sobre todas las cosas, al más odiado de los mortales incluso para los dioses.

CORIFEO

¡Desdichado por tu clarividencia, así como por tus sufrimientos! ¡Cómo hubiera deseado no haberte conocido nunca!

ANTÍSTROFA 2ª EDIPO

¡Así perezca aquel, sea el que sea, que me tomó en los pastos, desatando los crueles grilletes de mis pies, me liberó de la muerte y me salvó, porque no hizo nada de agradecer! Si hubiera muerto entonces, no habría dado lugar a semejante penalidad para mí y los míos.

CORO

Incluso para mí hubiera sido mejor.

EDIPO

No hubiera llegado a ser asesino de mi padre, ni me habrían llamado los mortales esposo de la que nací. Ahora, en cambio, estoy desasistido de los dioses, soy hijo de impuros, tengo hijos comunes con aquella de la que yo mismo -¡desdichado!- nací. Y si hay un mal aún mayor que el mal, ése alcanzó a Edipo.

CORIFEO

No veo el modo de decir que hayas tomado una buena decisión. Sería preferible que ya no existieras a vivir ciego.

EDIPO

No intentes decirme que esto no está así hecho de la mejor manera, ni me hagas ya recomendaciones. No sé con qué ojos, si tuviera vista, hubiera podido mirar a mi padre al lle-

42

gar al Hades, ni tampoco a mi desventurada madre, porque para con ambos he cometido acciones que merecen algo peor que la horca. Pero, además, ¿acaso hubiera sido deseable para mí contemplar el espectáculo que me ofrecen mis hijos, nacidos como nacieron? No por cierto, al menos con mis ojos. Ni la ciudad, ni el recinto amurallado, ni las sagradas imágenes de los dioses, de las que yo, desdichado -que fui quien vivió con más gloria en Tebas-, me privé a mí mismo cuando, en persona, proclamé que todos rechazaran al impío, al que por obra de los dioses resultó impuro y del linaje de Layo. Habiéndose mostrado que yo era semejante mancilla, ¿iba yo a mirar a éstos con ojos francos? De ningún modo. Por el contrario, si hubiera un medio de cerrar la fuente de audición de mis oídos, no hubiera vacilado en obstruir mi infortunado cuerpo para estar ciego y sordo. Que el pensamiento quede apartado de las desgracias es grato. ¡Ah, Citerón! ¿Por qué me acogiste? ¿Por qué no me diste muerte tan pronto como me recibiste, para que nunca hubiera mostrado a los hombres de dónde había nacido? ¡Oh Pólibo y Corinto y antigua casa paterna -sólo de nombre-, cómo me criaron con apariencia de belleza, pero corrompido de males por dentro! Ahora soy considerado un infame y nacido de infames. ¡Oh tres caminos y oculta cañada, encinar y desfiladero en la encrucijada, que bebieron, por obra de mis manos, la sangre de mi padre que es la mía! ¿Se acuerdan aún de mí? ¡Qué clase de acciones cometí ante la presencia de ustedes y, después, viniendo aquí, cuáles cometí de nuevo! ¡Oh matrimonio, matrimonio, me engendraste y, habiendo engendrado otra vez, hiciste brotar la misma simiente y diste a conocer a padres, hermanos, hijos, sangre de la misma familia, esposas, mujeres y madres y todos los hechos más abominables que suceden entre los hombres! Pero no se puede hablar de lo que no es noble hacer. Ocúltenme sin tardanza, ¡por los dioses!, en algún lugar fuera del país o mátenme o arrójenme al mar, donde nunca más me puedan ver. Vengan, dígnense tocar a este hombre desgraciado. Obedézcanme, no tengan miedo, ya que mis males ningún mortal, sino yo, puede arrostrarlos.

CORIFEO


Edipo Rey | Sófocles A propósito de lo que pides, aquí se presenta Creonte para tomar iniciativas o decisiones, ya que se ha quedado como único custodio del país en tu lugar.

EDIPO

¡Ay de mí! ¿Qué palabras le voy a dirigir? ¿Qué garantía justa de confianza podrá aparecer en mí? Pues de mi enfrentamiento anterior con él, en todo me descubro culpable. (Entra Creonte)

CREONTE

No he venido a burlarme, Edipo, ni a echarte en cara ninguno de los ultrajes de antes. (Dirigiéndose al Coro.) Pero si no sienten respeto ya por la descendencia de los mortales, siéntanlo, al menos, por el resplandor del soberano Helios que todo lo nutre y no muestren así descubierta una mancilla tal, que ni la tierra ni la sagrada lluvia ni la luz acogerán. Antes bien, tan pronto como sea posible, métanlo en casa; porque lo más piadoso es que las deshonras familiares sólo las vean y escuchen los que forman la familia.

EDIPO

¡Por los dioses!, ya que me has liberado de mi presentimiento al haber llegado con el mejor ánimo junto a mí, que soy el peor de los hombres, óyeme, pues a ti te interesa, que no a mí, lo que voy a decir.

CREONTE

¿Y qué necesitas obtener para suplicármelo así?

EDIPO

Arrójame enseguida de esta tierra, donde no pueda ser abordado por ninguno de los mortales.

CREONTE

Hubiera hecho esto, sábelo bien, si no deseara, lo primero de todo, aprender del dios qué hay que hacer.

EDIPO

Pero la respuesta de aquél quedó bien evidente: que yo perezca,el parricida, el impío.

CREONTE

43 De este modo fue dicho; pero, sin embargo, en la necesidad en que nos encontramos es más conveniente saber qué debemos hacer.

EDIPO

¿Es que van a pedir información sobre un hombre tan miserable?

CREONTE

Sí, y tú ahora sí que puedes creer en la divinidad.

EDIPO

En ti también confío y te hago una petición: dispón tú, personalmente, el enterramiento que gustes de la que está en casa. Pues, con rectitud, cumplirás con los tuyos. En cuanto a mí, que esta ciudad paterna no consienta en tenerme como habitante mientras esté con vida, antes bien, déjame morar en los montes, en ese Citerón que es llamado mío, el que mi padre y mi madre, en vida, dispusieron que fuera legítima sepultura para mí, para que muera por obra de aquellos que tenían que haberme matado. No obstante, sé tan sólo una cosa, que ni la enfermedad ni ninguna otra causa me destruirán. Porque no me hubiera salvado entonces de morir, a no ser para esta horrible desgracia. Pero que mi destino siga su curso, vaya donde vaya. Por mis hijos varones no te preocupes, Creonte, pues hombres son, de modo que, donde fuera que estén, no tendrán nunca falta de recursos. Pero a mis pobres y desgraciadas hijas, para las que nunca fue dispuesta mi mesa aparte de mí, sino que de cuanto yo gustaba, de todo ello participaban siempre, a éstas cuídamelas. Y, sobre todo, permíteme tocarlas con mis manos y deplorar mis desgracias. ¡Ea, oh Señor! ¡Ea, oh noble en tu linaje! Si las tocara con las manos, me parecería tenerlas a ellas como cuando veía. ¿Qué digo? (Hace ademán de escuchar) ¿No estoy oyendo llorar a mis dos queridas hijas? ¿No será que Creonte por compasión ha hecho venir lo que me es más querido, mis dos hijas? ¿Tengo razón? (Entran Antígona e Ismene conducidas por un siervo)

CREONTE

La tienes. Yo soy quien lo ha ordenado, porque imaginé la satisfacción que ahora sientes, que desde hace rato te obse-

43


Edipo Rey | Sófocles

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sionaba.

EDIPO

¡Ojalá seas feliz y que, por esta acción, consigas una divinidad que te proteja mejor que a mí! ¡Oh hijas! ¿Dónde están? Vengan aquí, acérquense a estas fraternas manos mías que les han proporcionado ver de esta manera los ojos, antes luminosos, del padre que las engendró. Este padre, que se mostró como tal para ustedes sin conocer ni saber dónde había sido engendrado él mismo. Lloro por ustedes dos -pues no puedo mirarlas-, cuando pienso qué amarga vida les queda y cómo será preciso que pasen sus vidas ante los hombres. ¿A qué reuniones de ciudadanos llegarán, a qué fiestas, de donde no vuelvan a casa bañadas en lágrimas, en lugar de gozar del festejo? Y cuando lleguen a la edad de las bodas, ¿quién será, quién, oh hijas, el que se expondrá a aceptar semejante oprobio, que resultará una ruina para ustedes dos como, igualmente, lo fue para mis padres? ¿Cuál de los crímenes está ausente? El padre de ustedes mató a su padre, fecundó a la madre en la que él mismo había sido engendrado y las tuvo a ustedes de la misma de la que él había nacido. Tales reproches soportarán. Según eso, ¿quién querrá desposarlas? No habrá nadie, oh hijas, sino que seguramente será preciso que se consuman estériles y sin bodas. ¡Oh hijo de Meneceo!, ya que sólo tú has quedado como padre para éstas -pues nosotros, que las engendramos, hemos sucumbido los dos-, no dejes que las que son de tu familia vaguen mendicantes sin esposos, no las iguales con mis desgracias. Antes bien, apiádate de ellas viéndolas a su edad así, privadas de todo excepto en lo que a ti se refiere. Prométemelo, ¡oh noble amigo!, tocándome con tu mano. Y a ustedes, ¡oh hijas!, si ya tuvieran capacidad de reflexión, les daría muchos consejos. Ahora, supliquen conmigo para que, donde les toque en suerte vivir, tengan una vida más feliz que la del padre que les dio el ser

CREONTE

Basta ya de gemir. Entra en palacio.

EDIPO

Te obedeceré, aunque no me es agradable.

44

CREONTE

Todo está bien en su momento oportuno.

EDIPO

¿Sabes bajo qué condiciones me iré?

CREONTE

Me lo dirás y, al oírlas, me enteraré.

EDIPO

Que me envíes desterrado del país.

CREONTE

Me pides un don que incumbe a la divinidad.

EDIPO

Pero yo he llegado a ser muy odiado por los dioses.

CREONTE

Pronto,en tal caso,lo alcanzarás.

EDIPO

¿Lo aseguras?

CREONTE

Lo que no pienso, no suelo decirlo en vano.

EDIPO

Sácame ahora ya de aquí.

CREONTE

Márchate y suelta a tus hijas.

EDIPO

En modo alguno me las arrebates.


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CREONTE

No quieras vencer en todo, cuando, incluso aquello en lo que triunfaste, no te ha aprovechado en la vida. (Entran todos en palacio)

CORIFEO

¡Oh habitantes de mi patria, Tebas, miren: he aquí a Edipo, el que solucionó los famosos enigmas y fue hombre poderosísimo; aquel al que los ciudadanos miraban con envidia por su destino! ¡En qué cúmulo de terribles desgracias ha venido a parar! De modo que ningún mortal puede considerar a nadie feliz con la mira puesta en el último día, hasta que llegue al término de su vida sin haber sufrido nada doloroso.

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Coraz贸n Edgar Allan Poe

Delator



Corazón delator | Edgar Allan Poe

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso.

¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia. Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre. Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy,muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

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Corazón delator | Edgar Allan Poe

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente. Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando: -¿Quién está ahí? Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte. Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación. Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

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Corazón delator | Edgar Allan Poe

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre. Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito. ¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado. Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido.

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Corazón delator | Edgar Allan Poe

El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme. Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas. Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano –ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja! Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora? Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar. Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima. Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Más, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

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Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia...maldije...juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... Más alto... Más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... Más fuerte... Más fuerte... Más fuerte...Más fuerte! -¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!



Edipo La Metamorfosis S贸focles

Rey

Franz Kafka



La Metamorfosis | Franz Kafka

Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto. Estaba echado de espaldas sobre un duro caparazón y, al alzar la cabeza, vio su vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el que casi no se aguantaba la colcha, que estaba a punto de escurrirse hasta el suelo. Numerosas patas, penosamente delgadas en comparación con el grosor normal de sus piernas, se agitaban sin concierto. — ¿Qué me ha ocurrido? No estaba soñando. Su habitación, una habitación normal, aunque muy pequeña, tenía el aspecto habitual. Sobre la mesa había desparramado un muestrario de paños.Samsa era viajante de comercio—, y de la pared colgaba una estampa recientemente recortada de una revista ilustrada y puesta en un marco dorado. La estampa mostraba a una mujer tocada con un gorro de pieles, envuelta en una estola también de pieles, y que, muy erguida, esgrimía un amplio manguito, asimismo de piel, que ocultaba todo su antebrazo. Gregorio miró hacia la ventana; estaba nublado, y sobre el cinc del alféizar repiqueteaban las gotas de lluvia, lo que le hizo sentir una gran melancolía. «Bueno —pensó—; ¿y si siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas estas locuras?» Pero no era posible, pues Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía adoptar tal postura. Por más que se esforzara volvía a quedar de espaldas. Intentó en vano esta operación numerosas veces; cerró los ojos para no tener que ver aquella confusa agitación de patas, que no cesó hasta que notó en el costado un dolor leve y punzante, un dolor jamás sentido hasta entonces. — ¡Qué cansada es la profesión que he elegido! —se dijo—. Siempre de viaje. Las preocupaciones son mucho mayores cuando se trabaja fuera, por no hablar de las molestias propias de los viajes: estar pendiente de los enlaces de los trenes; la comida mala, irregular; relaciones que cambian constantemente, que nunca llegan a ser verdaderamente cordiales, y en las que no tienen cabida los sentimientos. ¡Al diablo con todo! Sintió en el vientre una ligera picazón. Lentamente, se estiró sobre la espalda en dirección a la cabecera de la cama, para poder alzar mejor la cabeza. Vio que el sitio que le picaba estaba cubierto de extraños puntitos blancos. Intentó rascarse con una pata; pero tuvo que retirarla inmediatamente, pues el roce le producía escalofríos. — Estoy atontado de tanto madrugar —se dijo—. No duermo lo suficiente. Hay viajantes que viven mucho mejor. Cuando a media mañana regreso a la fonda para anotar los pedidos, me los encuentro desayunando cómodamente sentados. Si yo, con el jefe que tengo, hiciese lo mismo, me despedirían en el acto. Lo cual, probablemente sería lo mejor que me podría pasar. Si no fuese por mis padres, ya hace tiempo que me hubiese marchado. Hubiera ido a ver el director y le habría

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dicho todo lo que pienso. Se caería de la mesa, ésa sobre la que se sienta para, desde aquella altura, hablar a los empleados, que, como es sordo, han de acercársele mucho. Pero todavía no he perdido la esperanza. En cuanto haya reunido la cantidad necesaria para pagarle la deuda de mis padres —unos cinco o seis años todavía—, me va a oír. Bueno; pero, por ahora, lo que tengo que hacer es levantarme, que el tren sale a las cinco. Volvió los ojos hacia el despertador, que tictaqueaba encima del baúl. — ¡Dios mío! —exclamó para sí. Eran más de las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente. En realidad, ya eran casi las siete menos cuarto. ¿Es que no había sonado el despertador? Desde la cama se veía que estaba puesto a las cuatro; por tanto, tenía que haber sonado. Pero ¿era posible seguir durmiendo a pesar de aquel sonido que hacía estremecer hasta los muebles? Su sueño no había sido tranquilo. Pero, por eso mismo, debía de haber dormido al final más profundamente. ¿Qué podía hacer ahora? El tren siguiente salía a las siete; para cogerlo tendría que darse muchísima prisa. El muestrario no estaba aún empaquetado, y él mismo no se sentía nada dispuesto. Además, aunque alcanzase el tren, no evitaría reprimenda del amo, pues el mozo del almacén, que había acudido al tren a las cinco, debía de haber dado ya cuenta de su falta. El mozo era un esbirro del dueño, sin dignidad ni consideración. Y si dijese que estaba enfermo, ¿qué pasaría? Pero esto, además de ser muy penoso, despertaría sospechas, pues Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado, no había estado nunca enfermo. Vendría el gerente con el médico del Montepío. Se desharía en reproches, delante de los padres, respecto a la holgazanería de Gregorio, y refutaría cualquier objeción con el dictamen del doctor, para quien todos los hombres están siempre sanos y sólo padecen de horror al trabajo. Y la verdad es que, en este caso, su diagnóstico no habría sido del todo infundado. Salvo cierta somnolencia, fuera de lugar después de tan prolongado sueño,Gregorio se sentía francamente bien, además de muy hambriento.


La Metamorfosis | Franz Kafka

Mientras pensaba atropelladamente, sin decidirse a levantarse, y justo en el momento en que el despertador daba las siete menos cuarto, llamaron a la puerta que estaba junto a la cabecera de la cama. — Gregorio —dijo la voz de su madre—, son las siete menos cuarto. ¿No tenías que ir de viaje? ¡Qué voz tan dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio suya propia, que era la de siempre, pero mezclada con un penoso y estridente silbido, en el cual las palabras, al principio claras, se confundían luego y sonaban de forma tal que uno no estaba seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido dar una explicación detallada; pero, al oír su propia voz, se limitó a decir: — Sí, sí. Gracias, madre. Ya me levanto. A través de la puerta de madera, la transformación de la voz de Gregorio no debió notarse, pues la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró. Pero este breve diálogo reveló que Gregorio, contrariamente a lo que se creía, estaba todavía en casa. Llegó el padre a su vez y, golpeando ligeramente la puerta, llamó: — ¡Gregorio! ¡Gregorio! ¿Qué pasa? Esperó un momento y volvió a insistir, alzando la voz: — ¡Gregorio! Mientras tanto, detrás de la otra puerta, la hermana le preguntaba suavemente: — Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo? — Ya estoy bien —respondió Gregorio a ambos a un tiempo, esforzándose por pronunciar con claridad, y hablando con gran lentitud, para disimular el insólito sonido de su voz. El padre reanudó su desayuno, pero la hermana siguió susurrando: −Abre, Gregorio, por favor. Gregorio no tenía la menor intención de abrir, felicitándose, por el contrario, de la precaución —contraída en los viajes— de encerrarse en su cuarto por la noche, aun en su propia casa. Lo primero que tenía que hacer era levantarse tranquilamente, arreglarse sin que le molestaran y, sobre todo, desayunar. Sólo después de hecho todo esto pensaría en lo demás, pues se daba cuenta de que en la cama no podía pensar con claridad. Recordaba haber sentido en más de una ocasión un vago malestar en la cama, producido, sin duda, por alguna postura incómoda, la cual, una vez levantado, se disipaba rápidamente; y tenía curiosidad por ver desvanecerse paulatinamente sus imaginaciones de hoy. En cuanto al cambio de su voz era simplemente el preludio de un resfriado, enfermedad profesional del viajante de comercio.

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Apartar la colcha era cosa fácil. Le bastaría con arquearse un poco y la colcha caería por sí sola. Pero la dificultad estaba en la extraordinaria anchura de Gregorio. Para incorporarse, podía haberse apoyado en brazos y manos; pero, en su lugar, tenía ahora innumerables patas en constante agitación y le era imposible controlarlas. Y el caso es que quería incorporarse. Se estiraba; lograba por fin dominar una de sus patas; pero, mientras tanto, las demás proseguían su anárquica y penosa agitación. «No es bueno haraganear en la cama», pensó Gregorio. Primero intentó sacar la parte inferior del cuerpo. Pero dicha parte inferior —que no había visto todavía y que, por tanto, no podía imaginar con exactitud— resultó sumamente difícil de mover. Inició la operación muy lentamente. Hizo acopio de energías y se arrastró hacia delante. Pero calculó mal la dirección, se dio un fuerte golpe contra los pies de la cama, y el dolor subsiguiente le reveló que la parte inferior de su cuerpo era quizá, en su nuevo estado, la más sensible. Intentó, pues, sacar la parte superior, y volvió cuidadosamente la cabeza hacia el borde del lecho. Hizo esto sin problemas y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo siguió por fin, lentamente, el movimiento iniciado por la cabeza. Pero entonces tuvo miedo de continuar avanzando de aquella forma, porque, si se dejaba caer así, sin duda se haría daño en la cabeza; y ahora menos que nunca quería Gregorio pierder el sentido. Prefería quedarse en la cama. Pero cuando, después de realizar a la inversa los mismos movimientos, en medio de grandes esfuerzos y jadeos, se halló de nuevo en la misma posición y volvió a ver sus patas moviéndose frenéticamente, comprendió que no podía hacer otra cosa, y volvió a pensar que no debía seguir en la cama y que lo más sensato era arriesgarlo todo, aunque sólo tuviera una mínima posibilidad. Pero en seguida recordó que meditar serenamente era mejor que tomar decisiones drásticas. Sus ojos se clavaron en la ventana; pero, por desgracia, la niebla que aquella mañana ocultaba por completo el lado opuesto de la calle, pocos ánimos le infundió.


La Metamorfosis | Franz Kafka

«Las siete ya—pensó al oír el despertador—¡Las siete ya,y todavía sigue la niebla!» Durante unos momentos permaneció echado, inmóvil y respirando lentamente, como si esperase que el silencio le devolviera a su estado normal. Pero, al poco rato, pensó: «Antes de que den las siete y cuarto es indispensable que me haya levantado. Además, seguramente vendrá alguien del almacén a preguntar por mí, pues abren antes de las siete.» Se dispuso a salir de la cama, balanceándose sobre su borde. Dejándose caer de esta forma, la cabeza, que pensaba mantener firmemente erguida, probablemente no sufriría daño ninguno. La espalda parecía resistente, y no le pasaría nada al dar con ella en la alfombra. Únicamente le hacía vacilar el temor al estrépito que esto habría de producir, y que sin duda asustaría a su familia. Pero no quedaba más remedio que correr el riesgo. Ya estaba Gregorio con casi medio cuerpo fuera de la cama (el nuevo método era como un juego, pues consistía simplemente en balancearse hacia atrás), cuando cayó en cuenta de que todo sería muy sencillo si alguien viniese en su ayuda. Con dos personas robustas (y pensaba en su padre y en la criada) bastaría. Sólo tendrían que pasar los brazos por debajo de su abombada espalda, sacarle de la cama y, agachándose luego con la carga, dejar que se estirara en el suelo, en donde era de suponer que las patas se mostrarían útiles. Ahora bien, y prescindiendo del hecho de que las puertas estaban cerradas con llave, ¿convenía realmente pedir ayuda? Pese a lo apurado de su situación, no pudo por menos de sonreír. Había adelantado ya tanto, que un solo balanceo, algo más enérgico que los anteriores, bastaría para hacerle bascular sobre el borde de la cama. Además pronto no le quedaría más remedio que decidirse, pues sólo faltaban cinco minutos para las siete y cuarto. En ese momento, llamaron a la puerta del piso. «Debe ser alguien del almacén», pensó Gregorio, mientras sus patas se agitaban cada vez más rápidamente. Por un momento permaneció todo en silencio. «No abren», pensó entonces, aferrándose a tan descabellada esperanza. Pero, como no podía por menos de suceder, oyó aproximarse a la puerta las fuertes pisadas de la criada. Y la puerta se abrió. A Gregorio le bastó oír la primera palabra del visitante para percatarse de quién era. Era el gerente en persona. ¿Por qué estaría Gregorio condenado a trabajar en la cual la más mínima ausencia despertaba inmediatamente las más terribles sospechas? ¿Es que los empleados eran todos unos sinvergüenzas? ¿Es que no podía haber entre ellos algún hombre de bien que, después de perder un par de horas en la mañana, se volviese loco de remordimiento y no estuviera en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no bastaba con mandar

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a un chico a preguntar (suponiendo que tuviese fundamento esa manía de averiguar), sino que tenía que venir el mismísimo gerente a enterar a una inocente familia de que sólo él tenía autoridad para intervenir en la investigación de tan grave asunto? Y Gregorio, excitado por estos pensamientos más que decidido a ello, se tiró violentamente de la cama. Se oyó un golpe sordo, pero no demasiado. La alfombra amortiguó la caída; la espalda tenía mayor elasticidad de lo que Gregorio había supuesto, y esto evitó que el ruido fuese tan estrepitoso como había temido. Pero no tuvo cuidado de mantener la cabeza suficientemente erguida; se lastimó y el dolor le hizo frotarla furiosamente contra la alfombra. — Algo ha ocurrido ahí dentro —dijo el gerente en la habitación de la izquierda. Gregorio intentó imaginar que al gerente pudiera sucederle algún día lo mismo que hoy a él, cosa ciertamente posible. Pero el gerente, como replicando con energía a esta suposición, dio unos cuantos pasos por el cuarto vecino, haciendo crujir sus zapatos de charol. Desde la habitación contigua de la derecha, la hermana susurró: — Gregorio, está aquí el gerente del almacén. — Ya lo sé —contestó Gregorio débilmente, sin atreverse a levantar la voz hasta el punto de hacerse oír por su hermana. — Gregorio —dijo por fin el padre desde la habitación contigua de la izquierda—, ha venido el señor gerente y pregunta por qué no tomaste el primer tren. No sabemos que contestar. Además, desea hablar personalmente contigo. Con que haz el favor de abrir la puerta. El señor tendrá la bondad de disculpar el desorden del cuarto. — ¡Buenos días, señor Samsa! —terció entonces amablemente el gerente. — No se encuentra bien —dijo la madre a este último mientras el padre continuaba hablando junto a la puerta—. Está enfermo, créame. ¿Cómo si no, iba a perder el tren? Gregorio no piensa más que en el almacén. ¡Si casi me molesta que no salga ninguna noche! Ahora, por ejemplo, ha estado aquí ocho días; pues bien, ¡ni una sola noche ha salido de casa! Se sienta con nosotros alrededor de la mesa lee el periódico en


La Metamorfosis | Franz Kafka silencio o estudia itinerarios. Su única distracción es la carpintería. En dos o tres tardes ha tallado un marquito. Cuando lo vea, se va a asombrar; es precioso. Está colocado en su cuarto; ahora lo verá en cuanto abra Gregorio. Por otra parte, me alegro de que haya venido usted, pues nosotros no hubiéramos podido convencer a Gregorio de que abra la puerta. ¡Es tan testarudo! Seguramente no se encuentra bien, aunque antes dijo lo contrario. — Voy en seguida —dijo débilmente Gregorio, sin moverse para no perder palabra de la conversación. — Seguro que es como dice usted señora. —repuso el jefe—. Espero que no sea nada serio. Aunque, por otra parte, he de decir que nosotros, los comerciantes, tenemos que saber afrontar a menudo ligeras indisposiciones, anteponiendo a todo los negocios. — Bueno —preguntó el padre, impacientándose y volviendo a llamar a la puerta—; ¿puede entrar ya el señor? — No —respondió Gregorio. En la habitación de la izquierda se hizo un apenado silencio, y en la de la derecha comenzó a sollozar la hermana. ¿Por qué no iba a reunirse con los demás? Claro, acababa de levantarse y ni siquiera habría empezado a vestirse. Pero ¿por qué lloraba? Acaso porque el hermano no se levantaba, porque no abría la puerta, porque corría riesgo de perder su empleo, con lo cual el dueño volvería a atormentar a los padres con las viejas deudas. Pero, por el momento, estas preocupaciones no venían a cuento. Gregorio estaba allí, y no pensaba ni remotamente en abandonar a los suyos. Yacía sobre la alfombra, y nadie que supiera en qué estado se encontraba hubiera pensado que podía hacer pasar a su jefe. Pero esta leve descortesía, que más adelante explicaría satisfactoriamente, no era motivo suficiente para despedirle. Y Gregorio pensó que, de momento, en vez de molestarle con quejas y sermones era mejor dejarle en paz. Pero la incertidumbre en que se hallaban con respecto a él era precisamente lo que inquietaba a los otros, disculpando su actitud. — Señor Samsa —dijo por fin, el gerente con voz engolada—, ¿qué significa esto? Se ha atrincherado usted en su cuarto y no contesta más que con monosílabos. In quieta usted inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta a su obligación con el almacén de una manera inconcebible. Le hablo en nombre de sus padres y de la empresa, y le ruego encarecidamente que se explique en seguida y con claridad. Estoy asombrado; yo le tenía a usted por un hombre formal y juicioso, y no entiendo estas extravagancias. La verdad es que el señor director me insinuó esta mañana una posible explicación de su ausencia: el cobro que se le encomendó que hiciese efectivo anoche. Yo dije que respondía personalmente que no había

60 ni que pensar en tal posibilidad; pero por ahora, ante esta incompresible actitud, no siento ya deseos de seguir intercediendo por usted. Su posición no es, desde luego, muy sólida. Mi intención era decirle todo esto a solas; pero como a usted al parecer no le importa hacerme perder el tiempo, no veo por qué no habrían de oírlo sus señores padres. Últimamente su trabajo ha dejado bastante que desear. Es verdad que no está en la época más propicia para los negocios; nosotros mismos lo reconocemos. Pero, señor Samsa, no hay época, no puede haberla, en que los negocios se paralicen. — Ya voy —gritó Gregorio fuera de sí, olvidándose en su excitación de todo lo demás—. Voy inmediatamente. Una ligera indisposición me retenía en la cama. Estoy todavía acostado. Pero ya me siento bien. Ahora mismo me levanto. ¡Un momento! Aún no me encuentro tan bien como creía. Pero ya estoy mejor. ¡No entiendo cómo me ha podido ocurrir! Ayer me encontraba perfectamente. Sí, mis padres lo saben. Mejor dicho, ya ayer percibí los primeros síntomas. ¿Cómo no me lo habrán notado? ¿Por qué no lo diría yo en el almacén? Pero siempre se cree uno que pondrá bien sin necesidad de quedarse en casa. ¡Por favor, tenga consideración de mis padres! No hay motivo para los reproches que me acaba de hacer; nunca me han dicho nada parecido. Sin duda, no ha visto usted los últimos pedidos que he transmitido. Además, saldré en el tren de las ocho. Con estas dos horas de descanso he recuperado las fuerzas. No se entretenga usted más. En seguida voy al almacén. Explique allí esto, se lo suplico, y presente mis respetos al director. Mientras decía atropelladamente todo esto, Gregorio, gracias a la habilidad adquirida en la cama, se acercó sin dificultad al baúl e intentó enderezarse apoyándose en él. Quería abrir la puerta, presentarse ante el gerente, hablar con él. Sentía curiosidad por saber lo que dirían cuando le viesen los que tan insistentemente le llamaban. Si se asustaban, no era culpa de él y no tenía nada que temer. Si, por el contrario, se quedaban tranquilos, tampoco él tenía por que excitarse,


La Metamorfosis | Franz Kafka y podía, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación. Varias veces resbaló contra las lisas paredes del baúl; pero, al fin logró incorporarse. El dolor en el abdomen, aunque muy intenso, no le preocupaba. Se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se agarró fuertemente con sus patas. Logró tranquilizarse, y calló para escuchar lo que decía el gerente. — ¿Han entendido una sola palabra? —Preguntó éste a los padres—. ¿No será que se hace el loco? — ¡Por el amor de Dios! —exclamó la madre llorando—. Tal vez se encuentre muy mal y nosotros le estamos mortificando. —Y seguidamente llamó—: ¡Grete! ¡Grete! — ¿Qué quieres madre? —contestó la hermana desde el otro lado de la habitación de Gregorio, a través de la cual hablaban. — Tienes que ir en seguida a buscar al médico Gregorio está enfermo. Ve corriendo. ¿Has oído cómo hablaba? — Es una voz de animal —dijo el gerente, que hablaba en voz muy baja, en comparación con los gritos de la madre. — ¡Ana! ¡Ana! —llamó el padre, volviéndose hacia la cocina a través del recibidor y dando palmadas—. Vaya inmediatamente a buscar un cerrajero. Se oyó por el recibidor el rumor de las faldas de dos jóvenes que salían corriendo (¿cómo se habría vestido la hermana?), y el ruido brusco de la puerta del piso abrirse. Pero no se escuchó ningún portazo. Debían de haber dejado la puerta abierta, como suele suceder en las casas en donde ha ocurrido una desgracia. Gregorio, sin embargo, estaba mucho más tranquilo. Sus palabras resultaban ininteligibles, aunque a él le parecían muy claras, más claras que antes, sin duda porque ya se le iba acostumbrando el oído; pero lo importante era que ya se habían percatado los demás de que algo anormal le sucedía y se disponían a acudir en su ayuda. Se sintió aliviado por la prontitud y energía con que habían tomado las primeras medidas. Se sintió nuevamente incluido entre los seres humanos, y esperaba tanto del médico como del cerrajero acciones insólitas y maravillosas. A fin de poder intervenir lo más claramente posible en las conversaciones decisivas que se avecinaban, carraspeó ligeramente; lo hizo muy levemente, por temor a que también este ruido sonase a algo que no fuese una tos humana, pues ya no tenía seguridad de poder apreciarlo. Mientras tanto, en la habitación contigua reinaba un profundo silencio. Tal vez los padres, sentados a la mesa con el gerente, estuvieran hablando en voz baja. Tal vez permanecieran pegados a la puerta, escuchando. Gregorio se deslizó lentamente con la silla hacia la puerta; al llegar allí, soltó la silla se dejó caer contra la puerta y se sostuvo en pie, pegado a ella por la viscosidad de sus patas. Descansó así un momento del esfuerzo realizado. Luego inten-

61 tó hacer girar la llave con la boca. Por desgracia, no parecía tener dientes propiamente dichos. ¿Con qué iba entonces a coger la llave? Pero, en cambio, sus mandíbulas eran muy fuerte y, gracias a ellas, pudo poner la llave en movimiento, sin reparar en el daño que seguramente se hacía, pues un líquido oscuro le salió por la boca, resbalando por la llave y goteando hasta el suelo. — Escuchen —dijo el gerente—; está girando la llave. Estas palabras alentaron mucho a Gregorio. Pero todos, el padre, la madre, deberían haber gritado: «¡Adelante, Gregorio!» Sí, deberían haber gritado: «¡Adelante! ¡Duro con la cerradura!» Imaginando la ansiedad con que todos seguirían sus esfuerzos, mordió con desesperación la llave, desfallecido. A medida que la llave giraba en la cerradura, Gregorio se bamboleaba en el aire, colgando por la boca, forcejeando, empujando la llave hacia abajo con todo el peso de su cuerpo. El sonido metálico de la cerradura al abrirse le volvió completamente en sí. «Bueno —se dijo con un suspiro de alivio—; no ha sido necesario que viniera el cerrajero», y dio con la cabeza en el pestillo para acabar de abrir. Este modo de abrir la puerta fue la causa de que no le viesen inmediatamente. Gregorio tuvo que girar lentamente contra una de las hojas de la puerta, con gran cuidado para no caer de espaldas. Y aún estaba ocupado en llevar a cabo tan difícil operación, sin tiempo para pensar otra cosa, cuando oyó una exclamación del gerente que sonó como el aullido del viento, y le vio, junto a la puerta, taparse la boca con la mano y retroceder lentamente, como empujado por una fuerza invisible. La madre —que, a pesar de la presencia del gerente, estaba allí sin arreglar, con el pelo revuelto— miró a Gregorio, juntando las manos, avanzó liego dos pasos hacia él, y se desplomó por fin, en medio de sus faldas desplegadas a su alrededor, con la cabeza caída sobre su pecho. El padre amenazó con el puño, con expresión hostil, como si quisiera empujar a Gregorio hacia el interior de la habitación; se volvió luego, saliendo con paso inseguro al recibidor y, cubriéndose los ojos con las manos, manos rompió a llorar de tal modo, que el llanto sacudía su robusto pecho. Gregorio no llegó, pues,


La Metamorfosis | Franz Kafka a salir de su habitación; permaneció apoyado en la hoja de la puerta, mostrando sólo la mitad de su cuerpo, con la cabeza ladeada, contemplando a los presentes. La lluvia había amainado, y al otro lado de la calle se recortaba nítido un trozo de edificio negruzco de enfrente. Era un hospital, cuya monótona fachada jalonaban numerosas ventanas idénticas. La lluvia caía ahora en goterones aislados, que se veían llegar claramente al suelo. Sobre la mesa estaban los utensilios del desayuno; para el padre, era la comida principal del día, que prolongaba con la lectura de varios periódicos. En la pared que Gregorio tenía enfrente, colgaba un retrato de éste durante su servicio militar, con uniforme de teniente, la mano en el puño de la espada, sonriendo despreocupadamente, con un aire que parecía exigir respeto para su uniforme y su actitud. Esa habitación daba al recibidor; por la puerta abierta se veía la del piso, también abierta, el rellano de la escalera y el primer tramo de ésta que conducía a los pisos inferiores, — Bueno —dijo Gregorio, convencido de ser el único que había conservado la calma—. Enseguida me visto, recojo el muestrario y me voy. Me dejaréis que salga de viaje, ¿verdad? Ya ve usted, señor gerente, que no soy testarudo y que trabajo con gusto. Viajar es cansado; pero yo no sabría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará todo tal como ha sucedido? Uno puede tener un bajón momentáneo; pero es precisamente entonces cuando deben acordarse los jefes de lo útil que uno ha sido y pensar que, una vez superado el contratiempo, trabajará con redobladas energías. Yo, como usted bien sabe, le estoy muy agradecido al señor director. Por otra parte, tengo que atender a mis padres y a mi hermana. Es verdad que hoy me encuentro en un apuro. Pero trabajando saldré bien de él. No me ponga las cosas más difíciles de lo que están. Póngase de mi parte. Ya sé que al viajante no se le quiere. Todos creen que gana el dinero a espuertas, sin trabajar apenas. No hay ninguna razón para que este prejuicio desaparezca; pero usted está más enterado de l que son las cosas que el resto del personal, incluso que el propio director, que, en su calidad de propietario, se equivoca con frecuencia respecto a un empleado. Usted sabe muy bien que el viajante, como está fuera del almacén la mayor parte del año, es fácil blanco de habladurías, equívocos y quejas infundadas, contra las cuales no le es fácil defenderse, ya que la mayoría de las veces no llegan a sus oídos, y sólo al regresar reventado de un viaje empieza a notar directamente las consecuencias negativas de una acusación desconocida. No se vaya sin decirme algo que me pruebe que me da usted la razón, por lo menos en parte. Pero, desde las primeras palabras de Gregorio, el gerente había dado media vuelta y le contemplaba por encima del hombro, con una mueca de repugnancia en el rostro.

62 Mientras Gregorio hablaba, no permaneció un momento quieto. Se retiró hacia la puerta sin quitarle la vista de encima, muy lentamente, como si una fuerza misteriosa le retuviese allí. Llegó, por fin, al recibidor y dio los últimos pasos con tal rapidez que parecía que estuviera pisando brasas ardientes. Alargó el brazo derecho en dirección a la escalera, como si esperase encontrar allí milagrosamente la libertad. Gregorio comprendió que no debía permitir que el gerente se marchará de aquel modo, pues si no su puesto en el almacén estaba seriamente amenazado. No lo veían los padres tan claro como él, porque, con el transcurso de los años, habían llegado a pensar que la posición de Gregorio en aquella empresa era inamovible; además, con la inquietud del momento se habían olvidado de toda prudencia. Pero no así Gregorio, que se daba cuenta de que era indispensable retener al gerente y tranquilizarle. De ello dependía el porvenir de Gregorio y de los suyos. ¡Si al menos estuviera allí su hermana! Era muy lista; había llorado cuando Gregorio yacía aún tranquilamente sobre su espalda. Seguro que el gerente, hombre galante, se hubiera dejado convencer por la joven. Ella habría cerrado la puerta del piso y le habría tranquilizado en el recibidor. Pero no estaba su hermana, y Gregorio tenía que arreglárselas solo. Sin reparar en que todavía no conocía sus nuevas facultades de movimiento, y que lo más probable era que no lograse entender, abandonó la hoja de la puerta en que se apoyaba y se deslizó por el hueco formado al abrirse la otra con intención de avanzar hacia el gerente, que seguía cómicamente agarrado a la barandilla del rellano. Pero inmediatamente cayó al suelo, intentando con grandes esfuerzos, sostenerse sobre sus innumerables y diminutas patas, profiriendo un leve quejido. Entonces se sintió, por primera vez en el día, invadido por un verdadero bienestar: las patitas, apoyadas en el suelo, le obedecían perfectamente. Con alegría, vio que empezaban a llevarle adonde deseaba ir, dándole la sensación de que sus sufrimientos habían concluido. Pero en el momento en que Gregorio empezaba a avanzar lentamente, balanceándose a ras de tierra, no lejos y enfrente de su madre, ésta, pese a su desvanecimiento previo, dio de pronto un brinco y se puso a gritar, extendiendo


La Metamorfosis | Franz Kafka los brazos con las manos abiertas: «¡Socorro! ¡Por el amor de Dios! ¡Socorro!» Inclinaba la cabeza como para ver mejor a Gregorio, pero de pronto, como para desmentir esta impresión, se desplomó hacia atrás cayendo sobre la mesa, y, ajena al hecho de que estaba aún puesta, quedó sentado en ella, sin darse cuenta de que a su lado el café salía de la cafetera volcada, derramándose sobre la alfombra. — ¡Madre! ¡Madre! —gimió Gregorio, mirándola desde abajo. Por un momento se olvidó del gerente; y no pudo evita, ante el café vertido, abrir y cerrar repetidas veces las mandíbulas en el vacío. Su madre, gritando de nuevo y huyendo de la mesa, se lanzó en brazos del padre, que corrió a su encuentro. Pero Gregorio no podía dedicar ya su atención a sus padres; el gerente estaba en la escalera y, con la barbilla apoyada sobre la baranda, dirigía una última mirada a aquella escena. Gregorio tomó impulso para darle alcance, pero él debió de comprender su intención, pues, de un salto, bajó varios escalones y desapareció, profiriendo unos alaridos que resonaron por toda la escalera. Para colmo de males, la huida del jefe pareció trastornar por completo al padre, que hasta entonces se había mantenido relativamente sereno; pues, en lugar de correr tras el fugitivo, o por lo menos permitir que así lo hiciese Gregorio, empuño con la diestra el bastón del gerente —que éste no había recogido, como tampoco su sombrero y su gabán, olvidados en una silla— y, armándose con la otra mano de un gran periódico que había sobre la mesa, se dispuso, dando fuertes patadas en el suelo, esgrimiendo papel y bastón, a hacer retroceder a Gregorio hasta el interior de su cuarto. De nada le sirvieron a éste sus súplicas, que no fueron entendidas; y aunque inclinó sumiso la cabeza, sólo consiguió excitar aún más a su padre. La madre, a pesar del mal tiempo, había abierto una ventana y, violentamente inclinada hacia fuera, se cubría el rostro con las manos. Entre el aire de la calle y el de la escalera se estableció una fuerte corriente; las cortinas de la ventana se ahuecaron; sobre la mesa se agitaron los periódicos, y algunas hojas sueltas se agitaron por el suelo. El padre, inflexible, resoplaba violentamente, intentando hacer retroceder a Gregorio. Pero éste carecía aún de práctica en la marcha hacia atrás, y la cosa iba muy despacio. ¡Si al menos hubiera podido moverse! En un santiamén se hubiese encontrado en su cuarto. Pero temía, con su lentitud en girar, impacientar a su padre, cuyo bastón podía deslomarle o abrirle la cabeza. Finalmente, sin embargo, no tuvo más remedio que volverse, pues advirtió contrariado que, caminado hacia atrás, no podía controlar la dirección. Así que, sin dejar de mirar angustiosamente a su padre, empezó a girar lo más rápidamente que pudo, es decir, con extraordinaria lentitud. El padre debió percatarse de su buena voluntad, pues dejó de hostigarle, dirigiendo incluso de lejos, con la punta del bastón, el movimiento giratorio. ¡Si al menos hubiese dejado de resopla! Esto era lo que más alteraba a Gregorio.

63 Cuando ya iba a terminar el giro, aquel resoplido le hizo equivocarse, obligándole a retroceder poco a poco. Por fin logró quedarse frente a la puerta. Pero entonces recordó que su cuerpo era demasiado ancho para poder pasar sin más. Al padre, en medio de su excitación, no se le ocurrió abrir la otra hoja para dejar espacio suficiente. Estaba obsesionado con la idea de que Gregorio había de meterse cuanto antes en su habitación. Tampoco hubiera permitido los lentos preparativos que Gregorio necesitaba para incorporarse y, de este modo, pasar por la puerta. Como si no hubiese problema alguno azuzaba a Gregorio con furia creciente. Gregorio oía tras de sí una voz que parecía imposible que fuese la de un padre. Se incrustó en el marco de la puerta. Se irguió de medio lado y quedó atravesado en el umbral, lacerándose el costado. En la puerta aparecieron unas manchas repulsivas. Gregorio quedó allí atascado, sin posibilidad de hacer el menor movimiento. Las patitas de uno de los lados colgaban en el aire, mientras que las del otro quedaban dolorosamente oprimidas contra el suelo... En esto, el padre le dio por detrás un empujón enérgico y salvador, que lo lanzó dentro del cuarto, sangrando copiosamente. Luego, cerró la puerta con el bastón, y por fin volvió a la calma. Hasta la noche no despertó Gregorio de un pesado sueño, semejante a un desmayo. No habría tardado mucho en despabilarse por sí solo, pues ya había descansado bastante, pero le pareció que le despertaban unos pasos furtivos y el ruido de la puerta del recibidor, que alguien cerraba suavemente. El reflejo del tranvía proyectaba franjas de luz en el techo de la habitación y la parte superior de los muebles; pero de abajo, donde estaba Gregorio, reinaba la oscuridad. Lenta y todavía torpemente, tanteando con sus antenas, que en ese momento le mostraron su utilidad, se deslizó hacia la puerta para ver lo que había ocurrido. En su costado izquierdo había una larga y repugnante llaga. Renqueaba alternativamente sobre cada una de sus dos hileras de patas, una de las cuales herida en el accidente de la mañana —sorprendentemente, las demás habían quedado ilesas—, se arrastraba sin vida.


La Metamorfosis | Franz Kafka Al llegar a la puerta, comprendió que lo que le había atraído era el olor de algo comestible. Encontró una cazoleta llena de leche con azúcar, en la que flotaban trocitos de pan. Estuvo a punto de reír de gozo, pues tenía aún más hambre que por la mañana. Hundió la cabeza en la leche casi hasta los ojos; pero enseguida la retiró contrariado, pues no sólo la herida de su costado izquierdo le hacía dificultosa la operación (para comer tenía que mover todo el cuerpo), sino que, además, la leche, que hasta entonces había sido su bebida predilecta —por eso, sin duda, la había puesto allí su hermana—, no le gustó nada. Se apartó casi con repugnancia de la cazoleta y se arrastró de nuevo hacia el centro de la habitación. Por la rendija de la puerta vio que la luz estaba encendida en el comedor. Pero, en contra de lo habitual, no se oía al padre leer en voz alta a la madre y la hermana el diario de la tarde. No se oía el menor ruido. Quizá esta costumbre, de la que siempre le hablaba la hermana en sus cartas, hubiese desaparecido. Todo estaba silencioso, pese a que, con toda seguridad, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tan tranquila lleva mi familia!», pensó Gregorio. Mientras su mirada se perdía en las sombras, se sintió orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y a su hermana tan sosegada existencia, en un hogar tan acogedor. De pronto pensó con terror que aquella tranquilidad, aquel bienestar y aquella alegría iban a terminar... Para no abandonarse en estos pensamientos, prefirió ponerse en movimiento y comenzó a arrastrarse por la habitación. Durante la noche se entreabrió una vez una de las hojas de la puerta, y otra vez la otra: alguien quería entrar. Gregorio, en vista de ello, se colocó contra la puerta que daba al comedor, dispuesto a atraer hacia el interior al indeciso visitante, o por lo menos a averiguar quién era. Pero la puerta no volvió a abrirse, y esperó en vano. Esa mañana, cuando la puerta estaba cerrada, todos habían intentado entrar, y ahora que él había abierto una puerta y que la otra había sido también abierta, sin duda, durante el día, ya no venía nadie, y las llaves habían sido puestas en la parte exterior de las cerraduras. Estaba muy avanzada la noche cuando se apagó la luz del comedor. Gregorio comprendió que sus padres habían permanecido en vela hasta entonces. Oyó como se alejaban de puntillas. Hasta la mañana no entraría seguramente nadie a ver a Gregorio: tenía tiempo de sobra para pensar, sin temor a ser importunado, en su futuro. Pero aquella habitación fría y de techo alto, en donde había de permanecer echado de bruces. Le dio miedo; no entendía por qué, pues era la suya, la habitación en que vivía desde hacía cinco años... Bruscamente, y no sin algo de vergüenza, se metió debajo del sofá, en donde, a pesar de sentirse algo estrujado, por no poder levantar la cabeza, se encontró en seguida muy bien, lamentando únicamente no poder introducirse allí por completo a causa de su excesiva corpulencia.

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Así permaneció toda la noche, sumido en un duermevela del que le despertaba con sobresalto el hambre, y sacudido por preocupaciones y esperanzas no muy concretas, pero cuya conclusión era siempre la necesidad de tener calma y paciencia y de hacer lo posible para que su familia se hiciese cargo de la situación y no sufriera más de lo necesario. Muy temprano, cuando apenas empezaba a clarear, Gregorio tuvo ocasión de poner en práctica sus resoluciones. Su hermana, ya casi arreglada, abrió la puerta que daba al recibidor y le buscó ansiosamente con la mirada. Al principio no le vio; pero al descubrirle debajo del sofá —¡en algún sitio había de estar! ¡No iba a haber volado!— se asustó tanto que, compulsivamente, volvió a cerrar la puerta. Pero inmediatamente se arrepintió de su reacción, pues volvió abrir y entró de puntillas, como si fuese la habitación de un enfermo grave o un extraño. Gregorio, asomando apenas la cabeza fuera del sofá, la observaba. ¿Se daría cuenta de que no había probado la leche y, comprendiendo que no había sido por falta de hambre, le traería alimentos más adecuados? Pero si no lo hacía, él preferiría morirse de hambre antes que pedírselo, pese a que sentía enormes deseos de salir de debajo del sofá y suplicarle que le trajese algo bueno de comer. Pero su hermana, asombrada, advirtió inmediatamente que la cazoleta estaba intacta; únicamente se había vertido un poco de leche. La recogió, y se la llevó. Gregorio sentía una gran curiosidad por ver lo que la bondad de su hermana le reservaba. A fin de ver cuál era su gusto, le trajo un surtido completo de alimentos y los extendió sobre un periódico viejo: legumbres de días atrás, medio podridas ya; huesos de la cena de la víspera, rodeados de blanca salsa cuajada; pasas y almendras; un trozo de queso que dos días antes Gregorio había descartado como incomible; un mendrugo de pan duro; otro untado con mantequilla, y otro con mantequilla y sal. Volvió a traer la cazoleta, que por lo visto quedaba destinada a Gregorio, pero ahora llena de agua. Y por delicadeza (pues sabía que Gregorio no comería estando ella presente) se retiró cuanto antes y echó la llave, sin duda para que Gregorio comprendiese que nadie le iba a importunar.


La Metamorfosis | Franz Kafka Al ir Gregorio a comer, sus antenas fueron sacudidas por una especie de vibración. Pero por otra parte, sus heridas debían de haberse curado ya, pues no sintió ninguna molestia, cosa que le sorprendió bastante, pues recordó que hacia más de un mes se había cortado un dedo con un cuchillo y que el día anterior todavía le dolía. «¿Tendré menos sensibilidad que antes?», pensó, mientras probaba golosamente el queso, que fue lo que más le atrajo. Con gran avidez y llorando de alegría, devoró sucesivamente el queso, las legumbres y la salsa. En cambio, los alimentos frescos le disgustaron: su olor mismo le resultaba desagradable, hasta el punto de que apartó de ellos las cosas que quería comer. Hacía un buen rato que había terminado y permanecido estirado perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, sin duda para darle tiempo a retirarse, empezó a girar lentamente la llave. A pesar de estar medio dormido, Gregorio se sobresaltó y corrió a ocultarse de nuevo debajo del sofá. Para permanecer allí, aunque sólo fue el breve tiempo que su hermana estuvo en el cuarto, tuvo que hacer esta vez gran esfuerzo de voluntad, pues, a consecuencia de la abundante comida, su cuerpo se había abultado lo suficiente como para que apenas pudiera respirar en aquel reducido espacio. Un tanto sofocado, contempló con los ojos desorbitados cómo su hermana, ajena a lo que le sucedía barría no sólo los restos de la comida, sino también los alimentos que Gregorio no había tocado, como si ya no pudiesen aprovecharse. Y vio también cómo lo tiraba todo a un cubo, que cerró con una tapa de madera. Apenas se hubo marchado su hermana con el cubo, Gregorio salió de su escondrijo, se estiró y respiró profundamente. De esta manera recibió Gregorio, día tras día, su comida: una vez por la mañana temprano, antes de que se levantaran sus padres y la criada, y otra después del almuerzo, mientras los padres dormían la siesta y la criada salía a algún recado al que la mandaba la hermana. Sin duda sus padres tampoco querían que Gregorio se muriese de hambre; pero tal vez no hubieran podido soportar el espectáculo de sus comidas, y era mejor que sólo tuvieran noticias de ellas a través de la hermana. Tal vez también quería ésta ahorrarles un sufrimiento extra. Gregorio no pudo averiguar con qué disculpas habían despedido la primera mañana al médico y al cerrajero. Como nadie le entendía, nadie pensaba, ni siquiera su hermana, que él pudiese entender a los demás. Tenía, pues, que contentarse, cuando su hermana entraba en su cuarto, con oírla gemir y lamentarse. Más adelante, cuando ella se hubo acostumbrado un poco a la nueva situación (desde luego no se podía esperar que se acostumbrase por completo), Gregorio empezó a notar en ella ciertos indicios de amabilidad. «Hoy sí que le ha gustado», decía, cuando Gregorio había apurado la comida; mientras que en el caso contrario, cada vez más frecuente, solía decir apenada: «Vaya, hoy lo ha dejado todo.»

65 Aunque Gregorio no podía obtener directamente ninguna noticia, siempre estaba atento a lo que sucedía en las habitaciones contiguas, y en cuanto oía voces, corría hacia la puerta correspondiente y se pegaba a ella. Al principio todas las conversaciones se referían a él, aunque no claramente. Durante dos días, en todas las comidas se discutió lo que correspondía hacer en lo sucesivo. También fuera de las comidas se hablaba de lo mismo; ninguno de los miembros de la familia quería quedarse solo en casa, y como tampoco querían dejarla abandonada, siempre había por lo menos dos personas. Ya el primer día, la criada —de la que no sabían hasta que punto estaba enterada de lo ocurrido— le había rogado a la madre que la despidiese en seguida, y al marcharse, un cuarto de hora después, dando las gracias efusivamente y sin que nadie se lo pidiese, juró solemnemente que no contaría nada a nadie. La hermana tuvo que ayudar a cocinar a la madre, cosa que, en realidad, no le daba mucho trabajo, pues casi no comían. Gregorio los oía continuamente animarse en vano unos a otros a comer, siendo un «gracias, ya he comido bastante», u otra frase por el estilo, la respuesta invariable a estos requerimientos. Tampoco bebían casi nada. Con frecuencia preguntaba la hermana al padre si quería cerveza, ofreciéndose a ir a buscarla.Callaba el padre, y entonces ella añadía que también podían mandar a la portera. Pero el padre respondía finalmente con una negativa tajante, y no se hablaba más del asunto. Ya el primer día el padre planteó a la madre y a la hermana la situación económica de la familia y sus perspectivas futuras. De vez en cuando se levantaba de la mesa para buscar en su pequeña caja de caudales —salvada de la quiebra cinco años antes— algún documento o libro de notas. Se oía el chasquido de la complicada cerradura al abrirse o volverse a cerrar, después de que el padre hubiese sacado lo que buscaba. Estas explicaciones constituyeron la primera noticia agradable que escuchó Gregorio desde su encierro. Siempre había creído que a su padre no le quedaba absolutamente nada del antiguo negocio.


La Metamorfosis | Franz Kafka El padre nunca le había dado a entender que fuera de otro modo, aunque lo cierto era que Gregorio tampoco le había preguntado nada al respecto. Por aquel entonces, Gregorio sólo se había preocupado de hacer lo posible para que su familia olvidara cuanto antes el revés financiero que los había hundido en la más completa desesperación. Por eso había comenzado a trabajar con tal ahínco, convirtiéndose en poco tiempo, de simple dependiente, en todo un viajante de comercio, con grandes posibilidades de ganar dinero, y cuyos éxitos profesionales se concretaban en sustanciosas comisiones entregadas a la familia ante el asombro y alegría de todos. Habían sido días felices. Pero no se habían repetido, al menos con igual esplendor, pese a que Gregorio había llegado a ganar lo suficiente como para llevar por sí solo el peso de toda la casa. La costumbre, tanto en la familia, que recibía agradecida el dinero de Gregorio, como en éste, que lo entregaba con gusto, hizo que la sorpresa y alegría iniciales no volvieran a producirse con la misma intensidad. Sólo la hermana permaneció siempre estrechamente unida a Gregorio, y como, contrariamente a éste, era muy aficionada a la música y tocaba el violín con gran entusiasmo, Gregorio confiaba en poder mandarla al año siguiente al conservatorio, pese a los gastos que ello conllevaría, y a los que ya encontraría modo de hacer frente. Durante las breves estancias de Gregorio junto a los suyos, la palabra «conservatorio» se repetía con frecuencia en las charlas con la hermana, pero siempre como un hermoso sueño, en cuya realización no se podía ni soñar. Los padres no veían con agrado estos ingenuos proyectos; pero para Gregorio era un asunto muy serio, y tenía decidido anunciarlo solemnemente la noche de Navidad. Estos pensamientos, ahora tan superfluos, se agitaban en su mente mientras, pegado a la puerta, escuchaba lo que hablaban en la habitación contigua. De cuando en cuando, la fatiga le impedía seguir escuchando, y dejaba caer cansado la cabeza sobre la puerta. Pero en seguida volvía a levantarla, pues incluso el levísimo ruido debido a este movimiento suyo, era oído por su familia, que enmudecía en el acto. — ¿Qué estará haciendo ahora? —decía al poco el padre, si duda mirando hacia la puerta. Y, pasados unos momentos, se reanudaba la conversación interrumpida. Así pudo enterarse Gregorio, con gran satisfacción —el padre se extendía en sus explicaciones, pues hacia tiempo que no se había ocupado de aquellos asuntos, y además la madre tardaba en entenderlos— que, a pesar de la desgracia les había quedado algún dinero; no mucho, desde luego pero poco a poco había ido aumentando desde entonces, gracias a los intereses intactos. Además, el dinero que entregaba Gregorio todos los meses, quedándose para él únicamente una ínfima cantidad, no se gastaba por completo, y había ido formando un pequeño capital. Tras la puerta, Gregorio aprobaba con la cabeza, satisfecho de que existieran estas inesperadas reservas. Cierto que con ese dinero sobrante podía haber pagado

66 poco a poco la deuda que su padre tenía con el dueño, y haberse visto libre de ella mucho antes; pero tal como estaban las cosas, era mejor así. Ahora bien, ese dinero era del todo insuficiente para permitir a la familia vivir de él; todo lo más bastaría para uno o dos años, pero no para más tiempo. Por tanto, era un capital que no se debía tocar, pues convenía conservarlo para caso de necesidad. El dinero para ir viviendo había que ganarlo. Pero el padre, aunque estaba bien de salud, era ya viejo y llevaba cinco años sin trabajar; por tanto no se podía contar con él: en los últimos cinco años, los primeros de descanso en su vida laboriosa, aunque fracasada, había engordado mucho y se había vuelto lento y pesado. ¿Y cómo podría trabajar la madre, que padecía de asma, que se fatigaba con sólo andar un poco por casa y continuamente tenía que tumbarse en el sofá, con la ventana abierta de par en par, porque le daban ahogos? ¿Tendría, entonces, que trabajar la hermana, una niña de diecisiete años, y cuya envidiable existencia había consistido, hasta el momento, en ocuparse de sí misma, dormir cuanto quería, ayudar en las tareas de la casa, participar en alguna sencilla diversión y, sobre todo, tocar el violín? Cada vez que la conversación derivaba hacia la necesidad de ganar dinero, Gregorio se apartaba de la puerta y, trastornado por la pena y la vergüenza, se metía bajo el fresco sofá de cuero. A menudo pasaba allí toda la noche en vela, arañando el cuero hora tras hora. A veces llevaba a cabo el extraordinario esfuerzo de empujar el sillón hasta la ventana y, agarrándose al alféizar, permanecía de pie en el asiento y apoyado en la ventana, sumido en sus recuerdos, pues antes solía asomarse a menudo a aquella ventana. Poco a poco empezó a ver con menos claridad. Ya no distinguía el hospital de enfrente, cuya vista tanto le desagradaba; y de no haber sabido que vivía en una calle en plena ciudad, aunque tranquila, hubiera podido creer que su ventana daba a un desierto, en el cual se confundían el cielo y la tierra, igualmente grises. Sólo dos veces vio la hermana, siempre atenta, que el sillón se encontraba junto a la ventana. Y ya, al arreglar la habitación, aproximaba ella misma el sillón. Más aún: dejaba abiertos los primeros dobles cristales.


La Metamorfosis | Franz Kafka Si al menos hubiera podido Gregorio hablar con su hermana; de haberle podido dar las gracia por cuanto hacía por él, le hubieran resultado más leves las molestias que ocasionaba, y que de este modo tanto le hacían sufrir. Sin duda, su hermana hacía lo posible para atenuar lo doloroso de la situación, y, a medida que transcurría el tiempo, iba consiguiéndolo mejor, como es natural. Pero también Gregorio, a medida que pasaban los días, tenía más clara la situación. Ahora, las visitas de su hermana eran para él algo terrible. En cuanto entraba en la habitación, y sin cerrar siquiera previamente las puertas, como antes, para ocultar a todos la vista del cuarto, iba corriendo hacia la ventana y la abría bruscamente, como si estuviese a punto de asfixiarse; y hasta cuando el frío era intenso, permanecía allí un rato respirando ansiosamente. Este ajetreo asustaba a Gregorio dos veces al día; aunque convencido de que ella le hubiera evitado esas molestias, de haber podido permanecer en la habitación con las ventanas cerradas, Gregorio se quedaba temblando debajo del sofá todo el tiempo que duraba la visita. Un día —ya había transcurrido un mes desde la metamorfosis, así que no tenía por qué sorprenderse del aspecto de Gregorio— su hermana entró algo más temprano que de costumbre y se lo encontró mirando inmóvil por la ventana. No le hubiera extrañado a Gregorio que su hermana no entrase, pues tal como estaba le impedía abrir la ventana. Pero no sólo no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta rápidamente: quien la hubiera visto reaccionar de esa forma hubiera creído que Gregorio se disponía a atacarla. Gregorio se metió inmediatamente debajo del sofá; pero hasta el mediodía no volvió su hermana, más intranquila que de costumbre. Este incidente le hizo comprender que su vista seguía resultándole insoportable ala hermana, que sólo gracias a un esfuerzo de voluntad evitaba echar a correr al divisar la pequeña parte del cuerpo que sobresalía por debajo del sofá. Con objeto de ahorrarle por completo su visión, llevó un día sobre su espalda —trabajó para el cual precisó de cuatro horas— una sábana hasta el sofá, y la puso de modo que le tapara por completo y que su hermana no pudiese verle por mucho que se agachase. De no haberle parecido oportuno tal medida, ella misma hubiera quitado la sábana, pues fácil era comprender que, para Gregorio, el aislarse no era nada agradable. Pero su hermana dejó la sábana tal como estaba, y Gregorio, al levantar sigilosamente con la cabeza la punta de ésta, para ver como era acogida la nueva disposición, creyó adivinar en la joven una mirada de gratitud. Durante las dos primeras semanas, sus padres no se decidieron a entrar a verle. A menudo los oyó alabar la actitud de la hermana, cuando hasta entonces solían,

67 por el contrario, considerarla poco menos que una inútil. Los padres solían esperar ante la habitación de Gregorio mientras la hermana la arreglaba, y en cuanto salía se hacían contar como estaba el cuarto, qué había comido Gregorio, cuál había sido su actitud y si daba señales de mejoría. La madre había querido visitar a Gregorio enseguida, pero el padre y la hermana la habían hecho desistir con argumentos que Gregorio escuchó con la mayor atención y aprobó por entero. Más adelante tuvieron que impedírselo por la fuerza, y cuando exclamaba: «¡Dejadme entrar a ver a Gregorio! ¡Pobre hijo mío! ¿No comprendéis que necesito verle?», Gregorio pensaba que tal vez fuera mejor que su madre entrase, no todos lo días, pero sí, por ejemplo, una vez a la semana: ella era mucho más comprensiva que la hermana, quien, pese a su indudable valor, al fin y al cabo no era más que una niña, que quizá sólo por juvenil inconsciencia había podido asumir tan penosa tarea. No tardó en cumplirse el deseo de Gregorio de ver a su madre. Durante el día, por consideración a sus padres, no se asomaba a la ventana, y en los dos metros cuadrados de suelo libre de su habitación casi no podía moverse. Descansar tranquilo le era ya difícil durante la noche. La comida pronto dejó de causarle placer, y para distraerse empezó a trepar zigzagueando por las paredes y el techo. En el techo era donde más a gusto se encontraba: aquello era mucho mejor que estar echado en el suelo; respiraba mejor, y se estremecía con una suave vibración. Un día Gregorio, casi feliz y despreocupado, se desprendió del techo, con gran sorpresa suya, y se estrelló contra el suelo. Pero su cuerpo se había vuelto más resistente y, pese a la fuerza del golpe, no se lastimó. Su hermana advirtió inmediatamente el nuevo entretenimiento de Gregorio —tal vez dejase al trepar un leve rastro de baba—, y quiso hacer todo lo posible para facilitarle su actividad, quitando los muebles que le estorbaban, sobre todo el baúl y el escritorio. No podía hacerlo sola y tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre; con la criada no podía contar, pues la buena mujer, de unos sesenta años, aunque se había mostrado muy animosa


La Metamorfosis | Franz Kafka desde la despedida de su antecesora, había rogado que le dejaran tener siempre cerrada la puerta de la cocina, y no abrirla sino cuando la llamasen. Por tanto, la única posibilidad era pedir ayuda a la madre en ausencia del padre. La madre acudió eufórica, pero se quedó muda al llegar a la puerta. La hermana comprobó que todo estuviera en orden, y sólo entonces hizo pasar a la madre. Gregorio había bajado la sábana más que de costumbre, de modo que formara abundantes pliegues y pareciera que estaba allí por causalidad. En esta ocasión no atisbó por debajo; renunció a ver a su madre, feliz de que por fin hubiese entrado a su habitación. — Pasa, no se le ve —dijo la hermana, que seguramente llevaba a la madre de la mano. Gregorio oyó a las dos frágiles mujeres mover el viejo y pesado baúl; la hermana, animosa como siempre, hacía la mayor parte del esfuerzo, sin hacer caso de las advertencias de la madre, que tenía miedo de que se fatigara excesivamente. Al cabo de un cuarto de hora, la madre dijo que era mejor dejar el baúl donde estaba, en primer lugar porque era muy pesado y no acabarían antes del regreso del padre; además, estando en medio de la habitación el baúl le cortaría el paso a Gregorio; por último, tal vez a Gregorio no le agradara que se retirasen los muebles, sino todo lo contrario. La vista de las paredes desnudas la deprimía. ¿Por qué no había de sentir Gregorio lo mismo, acostumbrado desde hacía tiempo a los muebles de su cuarto? ¿No se sentiría como abandonado en la habitación vacía? — Al quitar los muebles —continuó en voz muy baja, casi en un susurro, como si quisiese evitar a Gregorio, que no sabía exactamente dónde se encontraba, hasta el sonido de su voz, pues estaba convencida de que no entendía las palabras—, ¿no parecería que renunciábamos a toda esperanza de mejoría, y que lo abandonábamos sin más a su suerte? Yo creo que lo mejor sería dejar el cuarto igual que antes, para que Gregorio, cuando vuelva a ser uno de nosotros, lo encuentre todo como estaba y pueda olvidar más fácilmente este paréntesis. Al oír estas palabras de la madre, Gregorio comprendió que la falta de toda relación humana directa, unida a la monotonía de su nueva vida, debía de haber trastornado su mente en aquellos dos meses, pues de otro modo no podía explicarse su deseo de que vaciaran la habitación. ¿Acaso quería realmente que se convirtiese aquella confortable habitación, con sus muebles familiares, en un desierto en el cual hubiera podido, es verdad, trepar en todas las direcciones sin obstáculos, pero donde en poco tiempo hubiera olvidado por completo su pasada condición humana? De hecho, ya estaba a punto de olvidarla, y únicamente la voz de su madre, que no oía hacía tiempo, le había hecho reaccionar. No, no había que quitar nada; todo tenía que quedar como antes; no podía prescindir de la benéfica influencia

68 que los muebles ejercían sobre él, aunque coartaran su libertad de movimientos, lo cual, en todo caso, antes que un perjuicio, debía considerarlo una ventaja. Desgraciadamente, su hermana no era de esta opinión, y como se había acostumbrado —no sin motivo— a considerarse la experta de la familia en lo que a Gregorio se refería, rebatió los argumentos de su madre y declaró que no sólo debían sacar de la habitación el baúl y el escritorio, como al principio habían pensado, sino también todos los demás muebles, con excepción del indispensable sofá. Su actitud no era fruto de la mera testarudez juvenil ni de la en sí misma, tan repentinamente adquirida en los últimos tiempos: había observado que Gregorio, además de necesitar mucho espacio para arrastrarse y trepar, no utilizaba los muebles en lo más mínimo. Tal vez, con el entusiasmo propio de su edad y deseosa de mostrarse útil, también deseaba inconscientemente que la situación de Gregorio se volviera aún más drástica, a fin de poder hacer por él más de lo que hacía. Pues en un cuarto en el cual Gregorio se hallase completamente solo entre las paredes desnudas, seguramente no se atrevería a entrar nadie excepto Grete. No logró, pues, la madre hacerla cambiar de idea, y como en aquel cuarto sentía una gran desazón, tardó en callarse y en ayudar a la hermana, con todas sus fuerzas, a sacar el baúl. Gregorio podía prescindir de él, si no había más remedio; pero el escritorio tenía que quedarse allí. Apenas hubieran abandonado el cuarto las dos mujeres, jadeando y arrastrando el baúl trabajosamente, saco Gregorio la cabeza de debajo del sofá para estudiar la forma de intervenir con la mayor delicadeza y el máximo de precauciones. Por desgracia su madre fue la primera en volver, mientras Grete, en la habitación de al lado, seguía forcejeando con el baúl, aunque sin lograr cambiarlo de sitio. La madre no estaba acostumbrada a la vista de Gregorio y la impresión podía ser muy fuerte, por lo que éste, asustado, retrocedió rápidamente hasta el otro extremo del sofá; pero no pudo evitar que la sábana que le ocultaba se moviese ligeramente, lo cual bastó para llamar la atención de la madre. Ésta se detuvo bruscamente, quedó un instante indecisa y volvió junto a Grete. Aunque Gregorio se decía que no iba a ocurrir nada del otro mundo, y que sólo unos muebles serían cambiados de sitio, aquel ajetreo de las mujeres y el ruido de los muebles al ser arrastrados le causaron una gran desazón. Encogiendo cuanto pudo la cabeza y las piernas, aplastando el vientre contra el suelo, se confesó a sí mismo que no podría soportarlo mucho tiempo.


La Metamorfosis | Franz Kafka Estaban vaciando su cuarto, quitándole cuanto amaba: se habían llevado el baúl en el que guardaba la sierra y las demás herramientas, y ahora estaban moviendo el escritorio, sólidamente asentado en el suelo, en el cual, cuando estudiaba la carrera de comercio e incluso cuando iba a la escuela, había hecho sus ejercicios. No tenía un minuto que perder para neutralizar las buenas intenciones de su madre y su hermana, cuya existencia, por lo demás, casi había olvidado, pues, rendidas de cansancio, trabajaban en silencio y sólo se oía el rumor de sus pasos cansinos. Mientras las dos mujeres, en la habitación contigua, se recostaban un momento en el escritorio para tomar aliento, Gregorio salió de repente de su escondrijo, cambiando de trayectoria hasta cuatro veces: no sabía por dónde empezar. En esto, le llamó la atención, en la pared ya desnuda, el retrato de la mujer envuelta en pieles. Trepó precipitadamente hasta allí y se agarró al cristal, cuyo frío contacto calmó el ardor de su vientre. Al menos esta estampa, que su cuerpo cubría ahora por completo, no se la quitarían. Volvió la cabeza hacia la puerta del comedor, para ver a las mujeres cuando entrasen. Éstas casi no se concedieron descanso, pues enseguida estuvieron allí de nuevo; Grete rodeaba a la madre con el brazo, casi sosteniéndola. — ¿Qué nos llevamos ahora? —preguntó Grete mirando a su alrededor. En esto, su mirada se cruzó con la de Gregorio, pegado a la pared. Grete logró dominarse únicamente a causa de la presencia de la madre; se inclinó hacia ésta, para impedir que viera a Gregorio, y, aturdida y temblorosa, dijo: — Ven, vamos un momento al comedor. Para Gregorio, las intenciones de Grete estaban claras: quería poner a salvo a la madre, y después echarle de la pared. ¡Que lo intentase si se atrevía! Él continuaba agarrado a su estampa, y no cedería. Prefería saltarle a Grete a la cara. Pero las palabras de Grete sólo habían logrado inquietar a la madre. Ésta se echó a un lado, vio aquella enorme mancha oscura sobre la empapelada pared y, antes de poder darse siquiera cuenta de que aquello era Gregorio, gritó con voz aguda: — ¡Dios mío! ¡Dios mío! Se desplomó sobre el sofá, con los brazos extendidos, como si sus fuerzas la abandonasen, quedando allí sin movimiento. Y se desmayó. —Gregorio—exclamó la hermana con el puño en alto y la mirada de reprobación. Era la primera vez que le hablaba directamente después de la metamorfosis. Grete fue a la habitación contigua, en busca de algo que dar a la madre para reanimarla. Gregorio hubiera querido ayudarla —para salvar el cuadro había tiempo—, pero estaba pegado al cristal, y tuvo que desprenderse de él de un brusco tirón. Luego corrió a la habitación contigua, como si aún pudiese, igual que antes, dar algún consejo a su hermana. Pero tuvo que contentarse con permanecer quieto detrás de ella.

69 Grete estaba rebuscando entre diversos frascos; al volverse, se asustó, dejó caer al suelo la botellita, que se rompió, y un fragmento hirió a Gregorio en la cara, salpicándosela de un líquido corrosivo. Grete, sin detenerse, cogió tantos frascos como pudo y entró en el cuarto de Gregorio, cerrando tras de sí la puerta con el pie. Gregorio se encontró, pues, completamente separado de la madre, la cual, por culpa suya, se hallaba tal vez en peligro de muerte. No podía entrar sin echar de allí a su hermana, cuya presencia junto a la madre era necesaria; por tanto, no tenía más remedio que esperar. Alterado por el remordimiento y la inquietud, comenzó a trepar por las paredes, los muebles y el techo hasta que se sintió mareado y se dejó caer con desesperación encima de la mesa. Pasó un rato. Gregorio yacía extenuado; en la casa reinaba el silencio, lo cual era tal vez buena señal. Llamaron. La criada estaba, como siempre, en la cocina, y Grete tuvo que salir a abrir. Era el padre. — ¿Qué ha pasado? Éstas fueron sus primeras palabras. La expresión de Grete se lo había revelado todo. Grete ocultó su cara en el pecho del padre, y dijo ahogadamente: — Madre se ha desmayado, pero ya está mejor. Gregorio se ha escapado. — Lo sabía —dijo el padre—. Os lo advertí; pero vosotras, las mujeres, nunca hacéis caso. Gregorio comprendió que el padre había malinterpretado el comentario de Grete y seguramente creía que el había hecho algo malo. Por tanto, debía apaciguar a su padre, pues no tenía tiempo ni forma de aclararle lo ocurrido. Se lanzó hacia la puerta de su habitación, aplastándose contra ella, para que su padre, en cuanto entrase, comprendiese que tenía intención de regresar inmediatamente a su cuarto, y no hacía falta empujarlo hacia dentro, sino que bastaba con abrirle la puerta para que entrase en el acto. Pero el padre no estaba en condiciones de captar estas sutilezas. — ¡Ah! —exclamó con un tono a la vez furioso y amenazador. Gregorio apartó la cabeza de la puerta y la dirigió hacia su padre. En los últimos tiempos ocupado por completo en


La Metamorfosis | Franz Kafka perfeccionar su técnica de trepar por las paredes, había dejado de preocuparse como antes de lo que sucedía en la casa; por tanto, debía haber imaginado que iba a encontrar las cosas muy cambiadas. Sin embargo, ¿era aquél realmente su padre? ¿Era el mismo hombre que, antes, cuando Gregorio iba a salir en viaje de negocios, permanecía fatigado en la cama? ¿Era el mismo hombre que, al regresar a la casa, se encontraba en batín, hundido en su butaca, y que, sin fuerzas para levantarse, se limitaba a levantar los brazos en señal de alegría? ¿ Era el mismo hombre que, en los raros paseos en común, algunos domingos u otros días festivos, entre Gregorio y la madre, cuyo paso lento se volvía aún más pausado, avanzaba envuelto en su viejo gabán, apoyándose cuidadosamente en el bastón, y que solía pararse cada vez que quería decir algo, obligando a los demás a detenerse a su alrededor? Ahora, sin embargo, aparecía firme y erguido, con un severo uniforme azul con botones dorados, como el que suelen llevar los ordenanzas de los Bancos. Del rígido cuello alto sobresalía la papada; bajo las pobladas cejas, los ojos negros destellaban con una mirada vivaz y alerta, y el cabello blanco, hasta entonces siempre en desorden, estaba reluciente y peinado con una raya impecable. Tiró sobre el sofá la gorra, que llevaba una insignia dorada —probablemente la de algún Banco— y, dando un rodeo, fue hacia Gregorio con expresión hostil, con las manos en los bolsillos del pantalón y los largos faldones de su uniforme de levita recogidos hacia atrás. El padre no sabía lo que iba a hacer; al caminar levantaba los pies a una altura desusada, y Gregorio quedó asombrado del enorme tamaño de sus suelas. Sin embargo, no se revolvió, pues ya sabía, desde el primer día de su vida, que cabía esperar de su padre el máximo rigor con respecto a él. Echó a correr delante de su padre, deteniéndose cuando éste lo hacía y corriendo de nuevo en cuanto le veía hacer un movimiento. Dieron veces la vuelta a la habitación, sin que pasara nada y sin que esto, debido a las dilatadas pausas, tuviese siquiera el aspecto de una persecución. Gregorio optó por permanecer en el suelo: temía que su padre interpretase su huida por las paredes o por el techo como un gesto malévolo. Gregorio no tardó en comprender que aquella situación no podía prolongarse, pues mientras su padre daba un paso él tenía que llevar a cabo un sinfín de movimientos, y ya empezaba a jadear. Aunque lo cierto era que tampoco en su estado anterior podía confiar mucho en sus pulmones. Se estremeció, intentando hacer acopio de energías para emprender nuevamente la huida. Apenas si podía tener los ojos abiertos; estaba tan aturdido que no pensaba más que en seguir corriendo, olvidando la posibilidad de trepar por las paredes; aunque lo cierto era que estaban atestadas de muebles tallados de peligrosos ángulos y picos.

70 De pronto, algo diestramente lanzado cayó a su lado y rodó ante él; era una manzana, a la que inmediatamente siguió otra. Gregorio, atemorizado, no se movió; era inútil que siguiera corriendo, puesto que su padre le estaba bombardeando. Se había llenado los bolsillos con las manzanas del frutero que estaba sobre el aparador, y se las lanzaba una tras otra, aunque sin acertarle por el momento. Las rojas manzanas rodaban por el suelo como electrizadas, tropezando unas con otras. Una de ellas, lanzada con mayor precisión, rozó la espalda de Gregorio, pero no le hizo daño. En cambio, la siguiente le dio de lleno. Gregorio intentó correr, como si pudiese liberarse del insoportable dolor cambiando de sitio; pero era como si le hubieran clavado donde estaba, y quedó allí indefenso, sin noción de cuanto sucedía a su alrededor. Con el último resto de conciencia vio abrirse bruscamente la puerta de su habitación y a su madre corriendo en camisa —pues Grete la había desnudado para hacerla volver en sí— delante de la hermana, que gritaba; luego vio a la madre lanzándose hacia el padre, perdiendo en el camino una tras otra de sus desabrochadas, para por fin llegar a trompicones junto a su marido y abrazarse a él... Y Gregorio, con la vista ya nublada, oyó por último cómo su madre, echando los brazos al cuello del padre, le suplicaba que no matase a su hijo. Aquella grave herida, que tardó más de un mes en curar —nadie se atrevió a quitarle la manzana, que quedó, pues, incrustada en su carne como testimonio ostensible de lo ocurrido—, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio, pese a su aspecto repulsivo actual, era un miembro de la familia, a quien no se debía tratar como a un enemigo, sino, por el contrario, con la máxima consideración, y que era un elemental deber de familia sobreponerse a la repugnancia y resignarse. Aun cuando a causa de su herida se había mermado, acaso para siempre, su capacidad de movimiento; aun cuando precisaba ahora, como un viejo tullido, varios e interminables minutos para cruzar su habitación y no podía ni soñar en volver a trepar por las paredes, Gregorio tuvo, en aquel


La Metamorfosis | Franz Kafka empeoramiento de su estado, una compensación que le pareció suficiente: por la tarde, la puerta del comedor, en la que tenía puestos fijos los ojos desde hacía una o dos horas antes, se abría, y él, echado en su cuarto a oscuras, invisible para los demás, podía observar a su familia en torno a la mesa iluminada y oír sus conversaciones con la aprobación general. Claro que dichas conversaciones no eran, ni mucho menos, las animadas charlas de otros tiempos, que Gregorio añoraba — durante sus viajes— en los cuartuchos de la fondas, al dejarse caer exhausto sobre las húmedas sábanas de una cama extraña. Ahora, las veladas eran casi siempre monótonas y tristes. Poco después de cenar, el padre se dormía en su sillón, y la madre y la hermana se hacían mutuas señas de silencio. La madre, inclinada muy cerca de la luz, cosía lencería para una tienda, y la hermana, que se había colocado de dependienta, estudiaba por las noches estenografía y francés, con miras a conseguir un puesto mejor que el actual. De vez en cuando, el padre despertaba y, como si no se diese cuenta de haber dormido, la decía a la madre: «¡No haces más que coser!» Y volvía a dormirse en seguida, mientras la madre y la hermana, rendidas de cansancio, cambiaban una sonrisa. El padre se negaba obstinadamente a quitarse, ni siquiera en casa, su uniforme de ordenanza. Y mientras el batín, ya inútil, colgaba de la percha, dormitaba totalmente uniformado, como si quisiera estar siempre preparado y esperase oír incluso en la casa la orden de algunos de sus jefes. De este modo el uniforme, que ya al principio no era nuevo, se fue ajando rápidamente, a pesar de los cuidados de la madre y la hermana. Gregorio a menudo se pasaba horas enteras contemplando aquel traje lustroso, lleno de manchas, pero con los botones dorados siempre relucientes, dentro del cual su padre dormía incómodo pero tranquilo. A las diez, la madre intentaba despertar al padre para convencerle de que se acostara y durmiera como es debido, cosa que él tanto necesitaba, puesto que entraba a trabajar a las seis. Pero el padre, con la obstinación que le caracterizaba desde que era ordenanza, insistía en permanecer más tiempo en la mesa, pese a que se dormía invariablemente y al gran trabajo que costaba hacerle cambiar el sillón por la cama. Sordo a los argumentos de la madre y la hermana, seguía allí con los ojos cerrados dando cabezadas. La madre le tiraba de la manga, diciéndole al oído palabras cariñosas; la hermana interrumpía su tarea para ayudarla. Pero no servía de nada, pues el padre se hundía aún más en su sillón y no abría los ojos hasta que las dos mujeres le asían por debajo de los brazos. Entonces las miraba a una tras otra, y solía exclamar: — ¡Vaya vida! ¿Ni siquiera los últimos años voy a poder estar tranquilo? Y penosamente, como si llevara una pesada carga, se ponía de pie, apoyándose en

71 la madre y la hermana, se dejaba acompañar hasta la puerta, les indicaba con un gesto que ya no las necesitaba, y seguía solo su camino, mientras las dos mujeres dejaban sus tareas e iban tras él para continuar ayudándole. ¿Quién, en aquella familia agotada por el trabajo, hubiera podido dedicar a Gregorio más tiempo que el estrictamente necesario? El nivel de la vida doméstica se redujo cada vez más. Se despidió a la criada y se contrató, para que ayudara en los trabajos más duros, a una asistenta corpulenta y huesuda, de cabellos blancos, que venía un rato por la mañana y otro por la tarde, y la madre tuvo que añadir a su nada desdeñable labor de costura las demás tareas de la casa. Incluso tuvieron que vender varias joyas de la familia, que en otros tiempos habían llevado orgullosas la madre y la hermana en fiestas y reuniones. Gregorio se enteró de ello por los comentarios acerca del resultado de la venta en una de las conversaciones nocturnas de la familia. Pero el mayor motivo de lamentación consistía siempre en la imposibilidad de dejar aquel piso, demasiado grande en las actuales circunstancias, ya que no había forma de trasladar a Gregorio. Sin embargo, éste se daba cuenta de que no era él el verdadero impedimento para la mudanza, ya que se le podría transportar fácilmente en un cajón con agujeros para respirar. La verdadera razón por la que no se mudaban, era porque ello les hubiera obligado a asumir plenamente el hacho de que habían sido alcanzados por una desgracia inaudita, sin precedentes en el círculo de sus parientes y conocidos. El infortunio se cebaba en ellos: el padre tenía que ir a buscar el desayuno del humilde empleado de Banco, la madre cosía ropas de extraños, sujeta a los caprichos de los clientes. La familia estaba llegando al límite de sus fuerzas. Y Gregorio sentía renovarse el dolor de la herida de su espalda cuando la madre y la hermana, después de acostar al padre, volvían al comedor y dejaban sus respectivas tareas para sentarse muy juntas, casi mejilla con mejilla. La madre señalaba hacia la habitación d Gregorio y decía: — Grete, cierra esa puerta. Y Gregorio quedaba de nuevo sumido en la oscuridad, mientras en la habitación contigua las dos mujeres lloraban


La Metamorfosis | Franz Kafka en silencio o se quedaban mirando fijamente a la mesa, con los ojos secos. Gregorio casi nunca dormía, ni de noche ni de día. A veces pensaba que iba abrirse la puerta de su cuarto, y que él iba a encargarse de nuevo, como antes, de los asuntos de la familia. Volvió acordarse, tras largo tiempo, del director y el gerente del almacén, el dependiente y el aprendiz, aquel ordenanza tan robusto, dos o tres amigos que tenía en otros comercios, una camarera de una fonda provinciana... También le asaltó el recuerdo dulce y pasajero de una cajera de una sombrerería, a quien había cortejado formalmente, aunque sin empeño suficiente... Todas estas personas se mezclaban en su mente con otras extrañas hace tiempo olvidadas; pero ninguna podía ayudarle, ni a él ni a los suyos. Eran inasequibles, y se sentía aliviado cuando lograba apartar su recuerdo. Luego, dejaba también de preocuparse por su familia, y sólo sentía hacia ella la irritación producida por la poca atención que le prestaban. No había nada que le apeteciera realmente, sin embargo, hacía planes para llegar hasta la despensa y apoderarse, aunque sin hambre, de lo que le pertenecía por derecho propio. La hermana no se preocupaba ya de buscar alimentos a su gusto; antes de irse a trabajar, por la mañana y por la tarde, empujaba con el pie cualquier cosa dentro del cuarto, y luego, al regresar, sin mirar si Gregorio sólo había probado la comida —lo cual era lo más frecuente— o si ni siquiera al había tocado, recogía los restos con la escoba. El arreglo de la habitación, que siempre tenía lugar de noche, era igualmente apresurado. Las paredes estaban cubiertas de suciedad, y el polvo y los desperdicios se amontonaban en los rincones. En los primeros tiempos, al entrar la hermana, Gregorio se situaba precisamente en el rincón en que había más suciedad. Pero ahora podía haber permanecido allí semanas enteras sin que ella se hubiese aplicado más, pues veía la porquería tan bien como él, pero al parecer estaba decidida a dejarla. Con una susceptibilidad en ella completamente nueva, pero que se había extendido a toda la familia, no admitía que ninguna otra persona se ocupase del arreglo de la habitación. Un día, la madre quiso limpiar a fondo el cuarto de Gregorio, tarea para la que tuvo que emplear varios cubos de agua, mientras Gregorio yacía amargado e inmóvil debajo del sofá, molesto por la humedad. Pero en cuanto noto la hermana, al regresar por la tarde, el cambio operado en la habitación, se sintió terriblemente ofendida, irrumpió en el comedor y, sin escuchar las explicaciones de la madre, rompió a llorar con tal violencia y desconsuelo que los padres se asustaron. El padre, a la derecha de la madre, le reprochó el no haber cedido por entero a la hermana el cuidado de la habitación de Gregorio; la hermana, a la izquierda, dijo que ya no le sería posible encargarse de aquella limpieza. La madre quería llevarse el dormitorio al padre, que no acababa de calmarse: la hermana, sacudida por los sollozos, daba puñetazos en la mesa, y Gregorio silbaba de rabia, porque nadie

72 se había acordado de cerrar la puerta para ahorrarle aquel espectáculo. Pro si la hermana, extenuada por el trabajo, estaba cansada de cuidar a Gregorio, no tenía por qué reemplazarla la madre, ni Gregorio tenía por qué sentirse abandonado: para eso estaba la asistenta. Aquella viuda entrada en años, a quien su huesuda constitución debía de haber permitido resistir las mayores amarguras a lo largo de su vida, no sentía hacia Gregorio ninguna repulsión. Sin que ello pudiera achacarse a la curiosidad, abrió un día la puerta del cuarto de Gregorio, que en su sorpresa, y aunque nadie le perseguía, comenzó a correr de un lado para otro; sin embargo, la mujer permaneció inmutable, con las manos cruzadas sobre el vientre. Desde entonces, cada mañana y cada tarde entreabría furtivamente la puerta para contemplar a Gregorio. Al principio, incluso le llamaba, con palabras que sin duda creía cariñosas, como: «¡Ven aquí, bicharraco!». Gregorio no respondía a estas llamadas: permanecía inmóvil, como si ni siquiera se hubiese abierto la puerta. ¡Cuánto mejor hubiera sido que se ordenase a la sirvienta limpiar diariamente su cuarto, en vez de dedicarse a importunarle inútilmente! Una mañana temprano —mientras una lluvia que parecía anunciar la inminente primavera azotaba furiosamente los cristales— la asistenta le incordió como de costumbre, y Gregorio se irritó de tal manera que se volvió contra ella, lenta y débilmente, pero en disposición de atacar. Sin embargo, en vez de asustarse, la mujer alzó en alto una silla que estaba junto a la puerta, y esperó con la boca abierta de par en par, mostrando a las claras su propósito de no cerrarla hasta no haber desgarrado sobre la espalda de Gregorio la silla que blandía. — No vienes, ¿eh? —dijo al ver que Gregorio retrocedía. Y tranquilamente volvió a colocar la silla en el rincón. Gregorio casi no comía. Al pasar junto a los alimentos que le ponían, tomaba algún bocado, lo guardaba en la boca durante horas, y casi siempre acababa escupiéndolo. Al principio, pensó que su desgana era efecto de la melancolía en que le sumía el estado de su habitación; pero se acostumbró muy pronto al aspecto de ésta. Habían adoptado la costumbre de meter allí las cosas que estorbaban en otra parte, que por


La Metamorfosis | Franz Kafka cierto eran muchas, pues uno de los cuartos de la casa había sido alquilado a tres huéspedes. Eran tres señores muy formales —los tres llevaban barba, según comprobó Gregorio una vez por la rendija de la puerta— y cuidaban de que reinase el orden más escrupuloso no sólo en su habitación, sino en toda la casa, y muy especialmente en la cocina. No soportaban los trastos inútiles, y mucho menos la suciedad. Además, habían traído consigo la mayor parte de su mobiliario, lo cual hacía innecesario algunos muebles imposibles de vender, pero que la familia tampoco quería tirar. Y todas esas cosas habían ido a parar al cuarto de Gregorio, junto con el recogedor de la ceniza y el cubo de la basura. Lo que de momento no había de ser utilizado, la asistenta lo tiraba rápidamente al cuarto de Gregorio, quien, por fortuna, la mayoría de las veces, sólo veía el objeto en cuestión y la mano que lo sujetaba. Quizá tuviese intención la asistenta de volver en busca de aquellas cosas cuando tuviese tiempo, o pensara tirarlas todas de una vez; pero el hecho es que permanecían allí donde habían sido dejadas, a menos que Gregorio se revolviese contra algún trasto y lo desplazara, impulsado a ello porque el objeto en cuestión no le dejaba ya sitio libre para arrastrarse o por pura rabia, aunque después de tales traslados quedaba horriblemente triste y fatigado, sin ganas de moverse durante horas enteras. A veces los huéspedes cenaban en casa, en el comedor, con lo cual la puerta que daba a la habitación de Gregorio permanecía cerrada también algunas noches; pero a Gregorio esto le importaba ya muy poco, pues incluso algunas noches en que la puerta estaba abierta, no había aprovechado la ocasión, sino que se había retirado, sin que la familia lo advirtiese, al rincón más oscuro de su cuarto. Un día la sirvienta dejó algo entornada la puerta que daba al comedor, y así siguió cuando los huéspedes entraron por la noche y encendieron la luz. Se sentaron a la mesa, en los sitios antaño ocupados por el padre, la madre y Gregorio, desdoblaron las servilletas y empuñaron los cubiertos. Acto seguido llagó la madre con una fuente de carne, seguida de la hermana, que llevaba otra fuente llena de patatas. Los huéspedes se inclinaron sobre las fuentes de humeante comida, como si quisiesen probarla antes de servirse, y, en efecto, el que se hallaba sentado en medio y parecía llevar la voz cantante, cortó un pedazo de carne en la fuente misma, sin duda para comprobar que estaba suficientemente tierna y que no era necesario devolverla a la cocina. Mostró su aprobación, y la madre y la hermana, que habían observado expectantes la operación, respiraron aliviadas y sonrieron. La familia comía en la cocina. El padre, antes de dirigirse hacia ésta, entró en el comedor, hizo una reverencia y, con la gorra en la mano, se acercó a la mesa.

73 Los huéspedes musitaron algo. Después, ya solos, comieron casi en silencio. A Gregorio le resultaba extraño oír, entre los diversos ruidos de la comida, el de los dientes al masticar, como si quisiesen demostrarle que para comer se necesitan dientes, y que la más hermosa mandíbula de nada sirve sin ellos. «Qué hambre tengo —pensó Gregorio, preocupado—. Pero no son éstas las cosas que me apetecen... ¡Cómo comen estos huéspedes! ¡Y yo, mientras, muriéndome de hambre!» Aquella noche —Gregorio no recordaba haber oído el violín en todo aquel tiempo— oyó tocar en la cocina. Ya habían acabado los huéspedes de cenar. El que estaba en medio había sacado un periódico y dado una hoja a cada uno de los otros dos, y los tres leían y fumaban recostados en sus asientos. Al oír el violín, se levantaron y, de puntillas, fueron hasta la puerta del recibidor, junto a la cual permanecieron inmóviles, apretados uno contra otro. Debieron de oírles desde la cocina, pues el padre preguntó: — ¿A los señores les molesta la música? De ser así, puede cesar al momento. — Todo lo contrario —aseguró el señor de más autoridad—. ¿No querría la señorita tocar aquí? Sería mucho más cómodo y agradable. —¡Claro no faltaba más!—contestó el padre, como si fuese él mismo el violinista. Los huéspedes volvieron al comedor y esperaron. Muy pronto llegó el padre con el atril, luego la madre con las partituras y, por fin, la hermana con el violín. Grete lo dispuso todo para comenzar a tocar. Mientras, los padres, que nunca habían tenido habitaciones alquiladas y extremaban la cortesía para con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus propios sillones. El padre quedó apoyado en la puerta, con la mano derecha metida entre los botones de la librea cerrada; uno de los huéspedes le ofreció un sillón a la madre, y ésta se sentó en un rincón apartado, pues no movió el asiento de donde aquel señor lo había colocado casualmente. La hermana comenzó a tocar, y el padre y la madre, cada uno desde su sitio , seguían todos los movimientos de sus manos. Gregorio, atraído por la música, se atrevió a avanzar


La Metamorfosis | Franz Kafka un poco y se encontró con la cabeza en el comedor. Casi no le sorprendía la escasa consideración que tenía para con los demás en los últimos tiempos; sin embargo, esa consideración había sido antes su mayor orgullo. Por otra parte, ahora más que nunca tenía motivo para ocultarse, pues, debido al estado de su habitación, cualquier movimiento que hacía levantaba nubes de polvo a su alrededor, y él mismo estaba cubierto de polvo y llevaba pegados, en el dorso y en los costados, hilachos, pelos y restos de comida. Su indiferencia hacia todos era mucho mayor que cuando podía, echado sobre la espalda, restregarse contra la alfombra. A pesar del estado en que se hallaba, no se avergonzaba lo más mínimo de arrastrarse por el inmaculado suelo del comedor. Aunque lo cierto era que nadie se fijaba en él. La familia estaba completamente absorta por el violín, y los huéspedes, que al principio se habían colocado, con las manos en los bolsillos del pantalón, cerca del atril para poder ir leyendo las notas y molestaban seguramente a la hermana, no tardaron en retirarse hacia la ventana, en donde permanecían cuchicheando con la cabeza inclinada, observados por el padre, a quien esta actitud contrariaba visiblemente, pues parecía indicar a las claras que sus esperanzas de escuchar buena música habían sido defraudadas y empezaban a cansarse, y que sólo por cortesía seguían allí. Especialmente el modo en que echaban por la boca o la nariz el humo de sus cigarros, delataban gran nerviosidad. Sin embargo, ¡que bien tocaba Grete! Con el rostro ladeado seguía el pentagrama atenta y tristemente. Gregorio se arrastró otro poco hacia adelante y mantuvo la cabeza pegada al suelo, ansioso de encontrar con su mirada la de su hermana. ¿Sería una fiera, que la música le emocionaba de aquel modo? Era como si ante él se abriese un camino que había de conducirle hasta un alimento desconocido, ardientemente anhelado. Estaba decidido a llegar hasta su hermana, a tirarle de la falda y hacerle comprender que había de ir a su cuarto con el violín, porque nadie apreciaba su música como él. No la dejaría marcharse mientras él viviese. Por primera vez iba a servirle de algo su espantosa forma. Quería poder estar a un tiempo en todas las puertas, dispuesto a saltar sobre los que pretendiesen atacarle. Pero era preciso que su hermana permaneciese junto a él, no a la fuerza, sino voluntariamente; era preciso que se sentase junto a él en el sofá, que se inclinase hacia él, y entonces le contaría al oído que había tenido el firme propósito de enviarla al conservatorio y que, de no haber sobrevenido la desgracia, durante las pasadas Navidades —pues las Navidades ya habían pasado, ¿no?— se lo hubiera dicho a los padres, sin aceptar ninguna objeción. Y al oír esta confidencia, la hermana, conmovida, rompería a llorar, y Gregorio se alzaría hasta sus hombros y la besaría en el cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba desnudo.

74 — Señor Samsa —dijo de pronto al padre el señor que parecía la voz cantante. Y sin más palabras señaló con el índice a Gregorio, que iba avanzando lentamente. El violín enmudeció al instante, y el señor sonrió a sus amigos, meneando la cabeza, y volvió a mirar a Gregorio. Al padre le pareció más urgente echar de allí a Gregorio, tranquilizar a los huéspedes, los cuales no se mostraron ni muchos menos intranquilos, y parecían divertirse más con la aparición de Gregorio que con el violín. Se precipitó hacia ellos y, extendiendo los brazos, intentó empujarlos hacia su habitación a la vez que les ocultaba con su cuerpo la vista de Gregorio. Ellos, entonces, no disimularon su contrariedad, aunque no era posible saber si se debía a la actitud del padre o al hecho de descubrir que habían convivido sin saberlo con un ser de aquella índole. Pidieron explicaciones al padre, alzaron los brazos al cielo, se mesaron las barbas nerviosamente y no retrocedieron sino muy despacio hacia su habitación. Mientras, la hermana había logrado sobreponerse a la impresión causada por tan brusca interrupción. Permaneció un instante con los brazos caídos, sujetando con indolencia el arco y el violín, y la mirada fija en la partitura, como si todavía estuviera tocando. Y de pronto estalló: soltó el instrumento en el regazo de su madre, que seguía sentada en su sillón, respirando con gran dificultad, y corrió al cuarto contiguo, al que los huéspedes, empujados por el padre, se iban acercando ya más rápidamente. Con gran destreza manipuló mantas y almohadas, y antes de que los huéspedes entrasen en su habitación, ya había terminado de arreglarles las camas y se había escabullido. El padre estaba tan fuera de sí que olvidaba hasta el más elemental respeto debido a los huéspedes, y los seguía empujando frenéticamente. Ya en el umbral, el que parecía llevar la voz cantante dio una patada en el suelo, y le detuvo diciendo enérgicamente: — Participo a ustedes —alzó la mano al decir esto y buscó con la mirada también a la madre y a la hermana— que, en vista de las repugnantes circunstancias que en esta casa concurren —y al llegar aquí escupió con fuerza en el suelo—, en


La Metamorfosis | Franz Kafka este mismo momento me despido. Por supuesto no voy a pagar lo más mínimo por los días que aquí he vivido; al contrario, me pensaré si he de pedirles una indemnización, la cual, desde luego, sería muy fácil de justificar. Calló y miró a su alrededor, como esperando algo. Y, efectivamente, sus dos amigos se solidarizaron en el acto diciendo: — También nosotros nos despedimos. Tras lo cual, el primero en hablar agarró el picaporte y cerró la puerta de un golpe. El padre, con paso vacilante, tanteando con las manos, fue hasta su sillón y se dejó caer en él. Parecía disponerse a echar su sueñecillo de todas las noches, pero la profunda inclinación de su cabeza, caída como sin vida, demostraba que no dormía. Durante todo este tiempo, Gregorio había permanecido callado, inmóvil en el mismo sitio en que lo habían sorprendido los huéspedes. La decepción por el fracaso de su plan, y tal vez también la debilidad producida por el hambre, le hacían imposible el menor movimiento. No sin razón, temía que se desencadenara de un momento a otro una reacción general contra él, y esperaba. No siquiera se sobresaltó con el ruido del violín, que cayó del regazo de la madre a causa del temblor de sus manos. — Queridos padres —dijo la hermana, dando, a modo de introducción, un fuerte puñetazo sobre la mesa—, esto no puede seguir así. Si vosotros no lo queréis ver, yo sí. Ante este monstruo, no quiero ni siquiera pronunciar el nombre de mi hermano; y, por tanto, sólo diré que hemos de librarnos de él. Hemos hecho todo lo humanamente posible para cuidarlo y soportarlo, y no creo que nadie pueda hacernos el menor reproche. — Tienes toda la razón —dijo el padre. La madre, que aún no podía respirar bien, comenzó a toser ahogadamente, con la mano en el pecho y los ojos extraviados como una loca. La hermana corrió hacia ella y le sostuvo la cabeza. Al padre, las palabras de la hermana parecían haberle movido a reflexión. Se había incorporado en el sillón, jugaba con su gorra de ordenanza por entre los platos de la cena de los huéspedes y de vez en cuando dirigía una mirada a Gregorio, impertérrito. — Hay que deshacerse de él —repitió, por último, la hermana al padre, pues la madre, con su tos, no podía oír nada—. Esto acabará matándonos a los dos. Cuando hay que trabajar como nosotros trabajamos, no se puede soportar, encima, una tortura como ésta. Yo tampoco puedo más. Y se puso a llorar de tal forma que sus lágrimas cayeron sobre el rostro de la madre, se las limpió mecánicamente con la mano. — Hija mía —dijo el padre con compasión y sorprendente lucidez—. ¿Qué podemos hacer?

75 La hermana se encogió de hombros, expresando así la perplejidad que se había apoderado de ella mientras lloraba, en contraste con su anterior determinación. — Si al menos nos comprendiese —dijo el padre en tono medio interrogativo. Pero la hermana, sin cesar de llorar, agitó enérgicamente la mano, indicando con ello que no había ni que pensar en tal posibilidad. — Si al menos nos comprendiese —insistió el padre, cerrando los ojos, como para dar a entender que él también estaba convencido de que era imposible—, tal vez pudiéramos llegar a un acuerdo con él. Pero en estas condiciones... — Tiene que irse —dijo la hermana—. No hay más remedio, padre. Basta que procures desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto tiempo es, en realidad, la causa de nuestra desgracia.¿Cómo puede ser Gregorio? Si lo fuera, hace ya tiempo que hubiera comprendido que unos seres humanos no pueden vivir con semejante bicho. Y se habría ido por su propia iniciativa. Habríamos perdido al hermano, pero podríamos seguir viviendo,, y su recuerdo perduraría para siempre entre nosotros. Mientras que así, este animal nos acosa, echa a los huéspedes y es evidente que quiere apoderarse de toda la casa y dejarnos en la calle. ¡Mira, padre —gritó de pronto—, ya empieza otra vez! Y con un terror que a Gregorio le pareció incomprensible, la hermana se apartó el sillón, como si prefiriese abandonar a la madre que permanecer cerca de Gregorio, y corrió a refugiarse detrás del padre; éste, excitado a su vez por la actitud de su hija, se puso en pie, extendiendo los brazos ante Grete con gesto protector. Gregorio no quería asustar a nadie, y mucho menos a su hermana. Lo único que había hecho era empezar a dar la vuelta para volver a su habitación, y esto era lo que había impresionado a los demás, pues, a causa de su deplorable estado, para realizar aquel difícil movimiento tenía que ayudarse con la cabeza, apoyándola en el suelo. Se detuvo y miró a su alrededor. Al parecer, su familia había captado su buena intención; sólo había sido un susto momentáneo.


La Metamorfosis | Franz Kafka Ahora todos le miraban tristes y pensativos. La madre estaba en su sillón, con las piernas muy juntas extendidas ante sí y los ojos entrecerrados de cansancio. La hermana estaba sentada junto al padre y rodeaba con su brazo el cuello de éste. «Tal vez ya pueda moverme», pensó Gregorio, iniciando de nuevo sus penosos esfuerzos. No podía contener sus resoplidos, y de vez en cuando tenía que parase a descansar. Pero nadie le metía prisa; le dejaban actuar tranquilamente. Cuando hubo dado la vuelta, inició el regreso en línea recta. Le asombró la gran distancia que le separaba de su habitación; no lograba comprender cómo, dada su debilidad, había podido, momentos antes, recorrer ese mismo trecho sin notarlo. Con la única preocupación de arrastrarse lo más rápidamente posible, apenas se percató de que nadie le azuzaba con palabras o gritos. Al llegar al umbral, volvió a cabeza, aunque sólo a medias, pues sentía cierta rigidez en el cuello, y vio que nada había cambiado. Únicamente su hermana se había puesto en pie. Su última mirada había sido para su madre, que se había quedado dormida. Apenas dentro de su habitación, oyó cerrarse rápidamente la puerta y echar la llave. El brusco ruido le asustó de tal modo que se le doblaron las patas. La hermana era quien tan prontamente había actuado. Había permanecido en pie esperando el momento de correr a encerrarlo. Gregorio no la había oído acercarse. —¡Por fin! —exclamó ella haciendo girar la llave en la cerradura. « ¿Y ahora?», se preguntó Gregorio mirando a su alrededor en la oscuridad. Pronto comprendió que no podía moverse absoluto. Esto no le asombró: al contrario, no le parecía natural haber podido avanzar, como había hecho hasta entonces, con aquellas patitas tan endebles. Por lo demás, se sentía relativamente a gusto. Si bien le dolía todo el cuerpo, le parecía que el dolor se iba atenuando poco a poco, y pensaba que, por último, cesaría. Apenas si notaba ya la manzana podrida que tenía en la espalda y la infección blanqueada por el polvo. Pensaba con emoción y cariño en los suyos. Estaba, si cabe, aun más convencido que su hermana de que tenía que desaparecer. Permaneció en un estado de apacible meditación e insensibilidad hasta que el reloj de la iglesia dio las tres de la madrugada. Todavía pudo vislumbrar el alba que despuntaba tras los cristales. Luego, a pesar suyo, dejó caer la cabeza y de su hocico surgió débilmente su último suspiro. A la mañana siguiente, cuando entró la asistenta —daba tales portazos que en cuanto llega era imposible seguir durmiendo, a pesar de lo mucho que se le había rogado que no hiciera tanto ruido— para hacer su breve visita de costumbre a Gregorio, no halló en él, al principio, nada de particular. Supuso que permanecía así, inmóvil, con toda intención, para hacerse el indiferente, pues le consideraba plenamente dotado de raciocinio. Casualmente llevaba en la mano el deshollina-

76 dor, y le hizo cosquillas desde la puerta. Al ver que seguía sin moverse, se irritó y empezó a hostigarle, y sólo después de que le hubo empujado sin encontrar ninguna resistencia se dio cuenta de lo sucedido, abrió desmesuradamente los ojos y dejó escapar un silbido de sorpresa. Acto seguido, abrió bruscamente la puerta del dormitorio de los padres y gritó en la oscuridad: −¡Ha estirado la pata! El señor y la señora Samsa se incorporaron en la cama. Les costó bastante sobreponerse al susto, y tardaron en comprender lo que les anunciaba la asistenta. Pero en cuanto se hubieron hecho cargo de la situación, bajaron de la cama, cada uno por su lado y con la mayor rapidez posible. El señor Samsa se echó la colcha por los hombros; la señora Samsa sólo llevaba el camisón, y así entraron en la habitación de Gregorio. Mientras, se había abierto también la puerta del comedor, donde dormía la hermana desde la llegada de los huéspedes. Grete estaba completamente vestida, como si no hubiese dormida en toda la noche, cosa que parecía confirmar la palidez de su rostro. — ¿Muerto? —preguntó la señora Samsa, mirando interrogativamente a la asistenta, no obstante poder comprobarlo por sí misma, e incluso verlo sin necesidad de comprobación alguna. — Así es —contestó la asistenta, empujando un buen trecho con el escobón el cadáver de Gregorio, como para comprobar la veracidad de sus palabras. La señora Samsa hizo un movimiento como para detenerla, pero no la detuvo. — Bueno —dijo el señor Samsa—, demos gracias a Dios. Se santiguó, y las tres mujeres le imitaron. Grete no apartaba la vista del cadáver: — Qué delgado está —dijo—. Hacía tiempo que no probaba bocado. Siempre dejaba la comida intacta. El cuerpo de Gregorio aparecía, efectivamente, completamente plano y seco. De esto sólo se daban cuenta ahora, porque ya no lo sostenían sus patitas. Nadie apartaba la vista de él. — Grete, ven un momento con nosotros —dijo la Señora Samsa, sonriendo melancólicamente.


La Metamorfosis | Franz Kafka Y Grete, sin dejar de mirar hacia el cadáver, siguió a sus padres al dormitorio. La asistenta cerró la puerta y abrió la ventana de par en par. Era todavía muy temprano, pero el aire no era del todo frío. Estaban a finales de marzo. Los tres huéspedes salieron de su habitación y buscaron con la vista su desayuno. Los habían olvidado. — ¿Y el desayuno? —le preguntó a la asistenta, de mal humor, el que parecía llevar la voz cantante. Pero la asistenta, poniéndose el índice ante los labios, les invitó silenciosamente, con grandes aspavientos, a entrar en la habitación de Gregorio. Entraron, pues, y allí estuvieron, en el cuarto inundado de claridad, en torno al cadáver de Gregorio, con expresión desdeñosa y las manos hundidas en los bolsillos de sus raídos chaqués. Entonces se abrió la puerta del dormitorio y apareció el señor Samsa, vestido con su librea, llevando del brazo a su mujer y del otro a su hija. Los tres tenían aspecto de haber llorado un poco, y Grete ocultaba de vez en cuando el rostro contra el brazo del padre. — Salgan inmediatamente de mi casa —dijo el señor Samsa, señalando la puerta, pero sin soltar a las mujeres. —¿Qué pretende usted decir con esto?—le preguntó el que llevaba la voz cantante, algo desconcertado y sonriendo con timidez. Los otros dos tenían las manos cruzadas a la espalda, y se las frotaban como si esperasen gozosos una disputa cuyo resultado les sería favorable. —Pretendo decir exactamente lo que he dicho—contestó el señor Samsa, avanzando con las dos mujeres en una sola línea hacia el huésped. Éste permaneció un momento callado y tranquilo, con la mirada fija en el suelo, como si estuviera ordenando sus pensamientos. —En este caso, nos vamos—dijo, por fin, mirando al señor Samsa como si una fuerza repentina le impulsase a pedirle autorización incluso para esto. El señor Samsa se limitó a abrir mucho los ojos y mover varias veces, breve y afirmativamente, la cabeza. Acto seguido, el huésped se encaminó con grandes pasos al recibidor. Sus dos compañeros habían dejado de frotarse las manos, y salieron pisándole los talones, como si temiesen que el señor Samsa llegase antes al recibidor y se interpusiese entre ellos y su guía. Una vez en el recibidor, los tres cogieron sus sombreros del perchero, sacaron sus bastones del paragüero, se inclinaron en silencio y abandonaron la casa. Con desconfianza injustificada, el señor Samsa y las dos mujeres salieron al rellano y, asomados sobre la barandilla, miraron cómo aquellos tres señores, lentamente pero sin pausas, descendían la larga escalera, desapareciendo al llegar a la vuelta que daba ésta en cada piso, y reapareciendo unos segundos después.

77 A medida que iban bajando, disminuía el interés que hacia ellos sentía la familia Samsa, y al cruzarse con ellos el repartidor de la carnicería, que sostenía su cesto sobre la cabeza, el señor Samsa y las mujeres abandonaron la barandilla y, aliviados, entraron de nuevo en la casa. Decidieron dedicar aquel día al descanso y a pasear: no sólo tenían bien merecida una tregua en su trabajo, sino que les era indispensable. Se sentaron, pues, a la mesa y escribieron sendas cartas disculpándose: el señor Samsa, a su superior; la señora Samsa , al dueño de la tienda, y Grete, a su jefe. Mientras escribían, entró la asistenta a decir que se iba, pues ya había terminado su trabajo de la mañana. Los tres siguieron escribiendo sin prestarle atención y se limitaron a hacer un signo afirmativo con la cabeza. Pero al ver que no se marchaba alzaron los ojos con irritación. La asistenta permanecía sonriente en el umbral, como si tuviese que comunicar una feliz noticia, pero indicando con su actitud que sólo lo haría después de haber sido convenientemente interrogada. La tiesa pluma de su sombrero, que molestaba al señor Samsa desde que aquella mujer había entrado a su servicio, se bamboleaba en todas direcciones. — Bueno, ¿qué desea? —preguntó la señora Samsa, que era la persona a quien más respetaba la asistenta. — Pues —contestó ésta, y la risa no la dejaba seguir—, pues que no tienen que preocuparse de cómo quitar de en medio eso de ahí al lado. Ya será todo arreglado. La señora Samsa y Grete se inclinaron otra vez sobre sus cartas, como para seguir escribiendo, y el señor Samsa, notando que la asistenta se disponía a contarlo todo minuciosamente, la detuvo, extendiendo con energía la mano hacia ella. La asistente, al ver que no le dejaban contar lo que traía preparado, se fue bruscamente. — ¡Buenos días! —dijo visiblemente ofendida. Dio medio vuelta con gran irritación y abandonó la casa dando un portazo terrible. — Esta misma tarde la despido —dijo el señor Samsa. Pero no recibió respuesta, ni de su mujer ni de su hija, pues la asistenta parecía haber vuelto a turbar aquella tranquilidad que acababan apenas de recobrar.


La Metamorfosis | Franz Kafka La madre y la hija se levantaron y se dirigieron hacia la ventana, ante la cual permanecieron abrazadas. El señor Samsa hizo girar su sillón en aquella dirección, y estuvo observándolas un momento tranquilamente. Luego dijo: — Vamos, vamos. Olvidad de una vez las cosas pasadas. Tened también un poco de consideración conmigo. Las dos mujeres le obedecieron al instante, corrieron hacia él, le abrazaron y terminaron de escribir. Luego, salieron los tres juntos, cosa que no habían hecho desde hacía meses, y tomaron el tranvía para ir a respirar el aire puro de las afueras. El tranvía, en el cual eran los únicos viajeros, estaba inundado por la cálida luz del sol. Cómodamente recostados en sus asientos, fueron cambiando impresiones acerca del provenir, y concluyeron que, bien mirado, no era nada negro, pues sus respectivos empleos — sobre los cuales todavía no habían hablado claramente— eran muy buenos y, sobre todo, prometían mejorar en un futuro próximo. Lo mejor que de momento podían hacer era cambiarse de casa. Les convenía una casa más pequeña y más barata y, sobre todo, mejor situada y más cómoda que la actual, que había sido elegida por Gregorio. Mientras charlaban, el señor y la señora Samsa se dieron cuenta casi a la vez de que su hija, pese a que con tantas preocupaciones había perdido el color en los últimos tiempos, se había desarrollado y convertido en una linda joven llena de vida. Sin palabras, entendiéndose con la mirada, se dijeron uno a otro que ya iba siendo hora de encontrarle un buen marido. Y cuando, al llegar al final del trayecto, la hija se levantó la primera e irguió sus formas juveniles, pareció corroborar los nuevos proyecto y las sanas intenciones de los padres.

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Bibliografía Edipo rey, Sófocles,430 a.C, 45 páginas Corazón delator,Edgar Allan Poe,1843. La metamorfosis, Franz Kafka, 1915,95 páginas.


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Este libro fue impreso en Septiembre de 2012 Con un gran esfuerzo y dedicaci贸n Este libro se compuso en caracteres Book Antiqua, Minion Pro y Psique es compuesta por la letra Mermaid. Publicado por editorial Mente 酶


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