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LA SOMBRA DEL TERREMOTO
Símbolo de fe y esperanza
Comité Editorial
Alejandra Aguilar
Jheyson Mendoza
Christian Muñoz
José Carlos Valencia Curaduría
Richard Sarzosa Soto
Universidad Técnica de Ambato
Facultad de Diseño y Arquitectura
Carrera de Arquitectura
Séptimo Semestre
Sociología del Espacio I Diciembre, 2024
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LA SOMBRA DEL TERREMOTO
Símbolo de fe y esperanza
La sombra del terremoto
Símbolo de fe y esperanza
En el corazón del Cantón Patate, en Tungurahua, Ecuador, una figura surgía como símbolo de fe y esperanza, “El Señor del Terremoto”. Este icono religioso, nacido de la devoción popular, fue sido testigo de innumerables historias de lucha y redención en una tierra marcada por la desigualdad social y los cambios impuestos por el capital.
El pequeño cantón, con sus paisajes andinos y su gente trabajadora, vivía bajo un sistema que controlaba el espacio y perpetuaba el poder social. La plaza central, donde se alzaba la iglesia del Señor del Terremoto, se convirtió en un escenario de contradicciones urbanas, donde el espacio concebido por las autoridades reflejaba una visión de progreso y modernidad, mientras que el espacio vivido por los habitantes revelaba profundas desigualdades.
Don Jaime, un agricultor de maíz, sentía dolor en su corazón por la dureza de estas contradicciones. Su tierra, rica y fértil, estaba siendo lentamente devorada por proyectos inmobiliarios que prometían desarrollo pero que, en realidad, solo beneficiaban a unos pocos. Por lo tanto, concepción del espacio por parte del capital transformaba los campos de cultivo en planicies listas para edificar lujosas viviendas inaccesibles para los lugareños
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Heredar era parte de la costumbres y Jaime había heredado tierras de su padre y abuelo. Para él, cada parcela de tierra representaba la memoria y la identidad de su familia. Sin embargo, la presión de los grandes proyectos inmobiliarios y las promesas de un futuro mejor para el cantón estaban poniendo en riesgo todo lo que conocía y amaba.
Las reuniones en la municipalidad solían ser un campo de batalla, donde los intereses de los empresarios chocaban con las necesidades de los campesinos. El pequeño cantón, con sus paisajes andinos y su gente trabajadora, vivía bajo un sistema que controlaba el espacio y perpetuaba el poder social.
La situación se complicaba aún más por la intervención de intermediarios en la comercialización de los productos agrícolas. Estos revendedores compraban a precios irrisorios los cultivos de los agricultores locales, obteniendo grandes ganancias al venderlos en las ciudades y las familias, que dedicaban su vida a la agricultura, veían con decepción y frustración, como su arduo trabajo no les proporcionaba un pago justo.
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Este sistema caótico, empujaba a muchos a vender sus tierras a las inmobiliarias, pues los cultivos ya no eran sostenibles económicamente. En medio de esta lucha, la memoria de los lugares urbanos cobraba vida en las historias contadas por los ancianos del pueblo.
Don Jaime recordaba las palabras de su abuelo, quien solía hablar del Señor del Terremoto como la fuerza para resistir ante las adversidades, y cada año, la procesión del Señor del Terremoto une a la comunidad, recordándoles que su fuerza residía en la solidaridad. Era un día en el que las diferencias se desvanecían y todos se sentían iguales ante la mirada compasiva de su protector.
Sin embargo, el control del espacio seguía siendo una fuente de poder social. Las autoridades locales y empresarios adinerados utilizaban la planificación urbana para mantener el statu quo. Las áreas más privilegiadas del cantón gozaban de infraestructuras modernas, mientras que los barrios más humildes carecían de servicios básicos.
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Esta segregación espacial alimentaba las tensiones y acrecentaba las diferencias sociales. Jaime se juntó con agricultores y vecinos, y organizaron reuniones en la iglesia del Señor del Terremoto. Allí, en ese espacio sagrado, impregnado de fortaleza, discutían sobre la necesidad de recuperar el control de su tierra y de sus vidas.
Utilizaban el espacio percibido, para construir una visión compartida de justicia y equidad. La resistencia tomaba forma. La comunidad, inspirada por la fe en el Señor del Terremoto y la memoria de sus ancestros, se levantaba contra los proyectos que amenazaban su modo de vida.
Con astucia y determinación, hicieron marchas y peticiones, reclamando un desarrollo que respetara sus necesidades y su identidad. Las manifestaciones eran pacíficas, pero su mensaje era claro: el futuro de Patate debía ser construido con su gente.
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Es con la toma de los espacios, que el sentido de lugar en el no lugar se hacía evidente en cada rincón del cantón, ya que no eran bien vistos por los sectores de la “alta sociedad”. Las calles y plazas, que antes eran sinónimo de exclusión, se convertían en espacios de encuentro y lucha. La voz de los marginados resonaba en cada esquina, reclamando su derecho a un espacio digno.
En los mercados, las conversaciones sobre el futuro del cantón se mezclaban con el bullicio diario, y las familias discutían sobre cómo podían contribuir a la causa, muchos con intenciones de usar la violencia extrema para exigir sus derechos, a comparación de otros sectores que preferían ser pacientes y resilientes.
A medida que la lucha avanzaba, las contradicciones urbanas se desvelaban con mayor claridad. Debido a que la comunidad de Patate entendía que el espacio concebido por las élites no podía seguir dictando sus vidas, necesitaban un espacio, donde sus sueños y esperanzas pudieran florecer sin restricciones, que puedan ser notables las convergencias en la sociedad.
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Mientras existían estos conflictos en Patate, su patrono, El Señor del Terremoto, desde su altar, parecía observar con beneplácito el renacimiento de su pueblo. La memoria de los lugares urbanos, alimentada por la fe y la resistencia, se transformaba en una fuerza imparable.
Cada paso era un pequeño triunfo. Lograron detener algunos proyectos y redirigir recursos hacia la mejora de los barrios más necesitados. Las autoridades bajo la presión social restauraban parques, se construían centros comunitarios y mejoraban las infraestructuras básicas. Estas victorias no solo mejoraban las condiciones de vida, sino que también fortalecían el sentido de pertenencia y orgullo en la comunidad.
Sin embargo, la lucha también tenía sus desafíos. Las fuerzas del capital no se quedaban de brazos cruzados. Los empresarios intentaban desacreditar a los líderes comunitarios, y las tensiones aumentaban. Hubo momentos de desánimo y duda, pero la fe en el Señor del Terremoto y la solidaridad entre los vecinos mantenían viva la esperanza.
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Un día, durante una reunión en la iglesia, Don Jaime se puso de pie y compartió una idea que había estado gestando. Propuso la creación de una cooperativa agrícola que permitiera a los campesinos unir sus fuerzas, mejorar sus técnicas de cultivo y comercializar sus productos a mejores precios, evitando la intervención de los intermediarios. La idea fue recibida con entusiasmo, y pronto se comenzaron a hacer planes.
Con la ayuda de algunos jóvenes del cantón que estudiaban en la universidad, como Christian y con el apoyo de sus amigos, Ale, José y Jheyson, aprovecharon sus conocimientos de planificación urbana y nuevas tecnologías limpias, diseñaron proyectos para modernizar las técnicas agrícolas y mejorar la infraestructura de riego. La cooperativa sumo valor al accionar de los campesinos y proporcionó autogestión. Su éxito comenzó a atraer la atención de otros cantones. Uno de los logros más destacados de la cooperativa fue la creación de la Feria del Choclo. Esta feria, organizada por los propios habitantes, no solo ofrecía productos frescos y de calidad, sino que también daba un valor agregado a los cultivos locales.
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Los agricultores podían vender directamente al consumidor, obteniendo un precio justo por su trabajo y eliminando a los revendedores. Con el tiempo, la comunidad de Patate logró un cambio significativo en la forma en que se concebía y se vivía el espacio.
La lucha por la justicia social se convirtió en una parte integral de la identidad del cantón. Las historias de esta gran hazaña se transmitían de generación en generación, recordando a todos que el poder del pueblo era la verdadera fuente de cambio. El Señor del Terremoto, un poco más cercano de su pueblo, seguía siendo testigo de estos cambios.
La fe en su protección y en la justicia divina había sido el pilar que sostenía a la comunidad en los momentos más oscuros. La iglesia continuaba siendo un lugar de encuentro y reflexión. El cantón de Patate se erigía como un ejemplo de cómo la fe, la solidaridad y la lucha por la justicia podían transformar una comunidad.
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Las cicatrices de la desigualdad y la opresión no desaparecieron por completo, pero se convirtieron en recordatorios de la importancia de seguir luchando por un mundo más justo y equitativo. Y así, en el corazón de Tungurahua, el cantón de Patate se alzaba como faro del cambio.
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