Hios del tiempo

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JOSÉ RIZO CASTELLÓN

Hijos del tiempo


Autor Coordinación editorial Diagramación de interiores Diseño portada

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José Rizo Castellón Alicia Casco Guido Alicia Casco Guido Daniela Herrera Castro

Todos los derechos reservados conforme a la Ley © José Rizo Castellón, 2015

ISBN: 978-99964-0-378-1

Impreso en Nicaragua por Impresión Comercial La Prensa


Índice

1.

UN LECHO DE MUERTE....................................................7

2.

INFANCIA EN EL OCOTAL...............................................15

3.

EL NIÑO PRECOZ EN ESTELI.........................................25

4.

RECIBIENDO LAS MISMAS LECCIONES EN LEÓN.....37

5.

JUNTOS EN GRANADA.....................................................47

6.

DOS QUETZALES EN GUATEMALA...............................53

7.

LA LIBÉRRIMA....................................................................61

8.

TOCANDO A GENERALA.................................................75

9.

LA FIESTA DEL SIGLO.......................................................85

10.

EN LA CASA NÚMERO UNO............................................99

11.

MUERTE Y VIOLENCIA...................................................111

12.

ESTALLIDO DE PROGRESO...........................................127

13.

DOS METEOROS ROJOS.................................................139

14.

UN FELIZ ENCUENTRO.................................................147

15.

EN EL NORTE DE NICARAGUA....................................157

16.

UNA PATRIA GRANDE....................................................171

17.

EL INFIERNO DE ABRIL.................................................183

18.

DÍA DE GUARDAR...........................................................193

19.

EL NEGRO MES DE MAYO.............................................205

20.

LETUM NON OMNIA FINIT..........................................221



1. UN LECHO DE MUERT E Canalla, traidor, voy a matarte; sos un desgraciado y tu felonía no tiene perdón de Dios. Mi esposo, doctor y general Julián Irías, en los frecuentes momentos de crisis por esta dolorosa enfermedad terminal que padece, repite casi imperceptiblemente una y otra vez esa violenta frase, dura y estremecedora. Sus labios blanquecinos, sueltan temblorosos la dramática sentencia. Se crispan entonces sus manos y cierra con fuerza sus ojos; su rostro de color cetrino adquiere un rictus de odio y rencor. La cirrosis de origen etílico que padece a sus 67 años de edad, se yergue ante un doloroso guiñapo exangüe de humanidad que se revuelve en su lecho de muerte. Mi amado esposo don Julián ha perdido mucho peso; tiene síntomas de fatiga, siempre con mucha sed, tal como ocurre según me dicen con los cirróticos crónicos. Padece de fiebre, frecuentes náuseas y se queja de una dolorosa sensibilidad en la parte derecha de su bajo vientre. El color de su piel ha cambiado, y sus ojos color miel que siempre me cautivaron, ahora lucen con una mirada adormecida y tienen un cierto tinte amarillento de ictericia. Despide su cuerpo un olor extraño y penetrante, fruto también de la cirrosis. Durante este mes de noviembre de 1940, el calor sofocante y húmedo de Managua incomoda y desespera al enfermo. Aparta con frecuencia las finas sábanas de percal que revisten nuestra cama. Siempre sudoroso, no soporta que cubran su cuerpo, el que es apenas una sombra de lo que fue en el pasado, no soporta siquiera el que ahora lo cubran. Hasta su infaltable pijama rojo de seda natural, pareciera molestarle. Aún quedan en Managua vestigios del espantoso terremoto que destruyó la capital de Nicaragua en los días santos de 1931, hace ape7


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nas nueve años. Vivimos en una modesta casa en el centro de la ciudad, propiedad de don Mauricio Marragou, un cumplido ciudadano francés que llegó a estos lares para trabajar en las famosas plantaciones de cacao que tenían sus compatriotas en el Valle Menier y ahora cuenta con muchos inmuebles que ofrece en alquiler. Don Julián, como siempre le he llamado desde que nos conocimos en Costa Rica hace más de treinta años, es actualmente presidente del Consejo Nacional de Elecciones. Se trata de un alto y destacado funcionario del Estado; pero su carrera política tan vasta e importante en el pasado, en posiciones, cargos y honores, ahora con la edad y la enfermedad aparejadas, corre ciertamente a la baja. Eso suele ocurrir con frecuencia y no solamente en este país tan lindo como es Nicaragua. En días pasados, el presidente Somoza ordenó al director de la Policía de Managua, que en los dos extremos de la cuadra donde se encuentra nuestra casa en el barrio San Antonio, fuesen colocados sacos de arena. Así no pasarían por el frente de la calle metiendo ruido, los infaltables coches tirados por caballos que prestan servicios de transporte en la ciudad. No habría tanto bullicio y quizás también con tal medida, se agolparían menos curiosos en la acera de nuestra vivienda. Es del conocimiento público y materia de conversación en todo el vecindario que un importante personaje de la política nacional se encuentra gravemente enfermo. Constituye aunque parezca mentira, un atractivo para muchos ociosos de Managua que merodean cerca del lugar. La noticia del delicado estado de salud de don Julián había corrido rápidamente por la capital, que contaba apenas con un poco más de 100.000 habitantes. Era conversación obligatoria en las tertulias vespertinas que se daban en las aceras del centro de la ciudad: —El doctor Irías está grave, muy grave; parece que se nos va pronto de este mundo, repetían incesantemente los vecinos, señalando nuestra casa de habitación con un gesto ascendente de la cabeza y estirando a la vez los labios en la misma dirección. El Presidente de la República, general Anastasio Somoza García, le guarda personal aprecio a mi esposo. Respeta muchísimo su prolongada carrera militar, igualmente su historial político y personal. La proverbial honradez de don Julián es y ha sido siempre reconocida por todos. 8


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La visita que le haría el Presidente de Nicaragua nos había sido anunciada de previo. Al enfermo le incomodaron las evidentes y ostentosas medidas de seguridad adoptadas por la Oficina para Operaciones Especiales de la Guardia Nacional; discreto y prudente como ha sido siempre, don Julián fue incapaz de manifestar abiertamente su molestia. Eran realmente excesivas las acciones de inspección para proteger al Jefe de Estado. —Esta es una casa amiga, de liberales hasta los tuétanos y donde viven personas decentes y honestas, de huesos colorados musitó débilmente al percatarse de las medidas de seguridad con la presencia de soldados de la Guardia, que era en Nicaragua un cuerpo de Policía y Ejército a la vez. A la hora anunciada para la visita, en punto a las diez de la mañana del viernes 15 de noviembre, apareció en la puerta de nuestra alcoba el general Anastasio Somoza. El Presidente era alto de estatura, y lucía nítidamente vestido con sus arreos castrenses. Llamaba la atención su tez blanca, amplia frente y la brillantina con que acomoda su cabello que comienza a escasear. Mucha galanura. Aun con el calor y la humedad del ambiente no sudaba nunca. El kaki de su uniforme, no mostraba una sola arruga a pesar de lo almidonado del mismo. Impecable lucía el nudo de la corbata negra, cuyo extremo introducía en su camisa reglamentaria de militar. Olía a lavanda el corrongo Presidente nicaragüense. Se hacía acompañar en esa visita de cortesía, por el jefe del Estado Mayor de la Guardia Nacional, general Adán Medina Castellón. Dos guardaespaldas se encargaban de mostrar a su vez, sin quererlo, que en el visitante presidencial se encontraba concentrado el poder y que posiblemente habría de prolongarse por muchos años más en Nicaragua. —Muy buenos días, general y doctor Irías saludó Somoza al entrar a la habitación que ahora lucía iluminada, ya que se había corrido la cortina de la única ventana que daba hacia un corredor interno de la vieja casona. –Viva el Partido Liberal–, agregó el presidente de la República, a guisa de saludo y como un homenaje a la expresión que habitualmente pronunciaba don Julián al ingresar a cualquier casa de sus numerosos amigos. Así solía anunciarse con un vigor especial, nada 9


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comparable con la salutación triste y sumisa de Paz y Bien, que utilizan todavía algunos devotos de San Francisco de Asís, cuando llegan a visitar a mi marido enfermo. La voz del General Somoza reflejaba poder y también ambición por el poder. Tenía un seseo especial, muy particular al hablar. Así suelen ser las mutaciones que padecen los actores de la política. Cambian a veces hasta la forma de caminar. Ya no se diga las rebuscadas palabras que usan. Por supuesto, que también cambian el timbre de voz. Enderezándose de su lecho, don Julián, quien parecía haber recuperado fuerzas con la importante visita del presidente de la República, le corrigió el saludo: —Doctor y general por favor, querido Jefe. Ese ha sido el orden de acciones en mi vida. Fui primero doctor, antes que me llamasen general. Viva el Partido Liberal, respondió débilmente. La visita fue bastante breve. La conversación transcurrió igual a las que siempre se sostiene con los enfermos terminales. Se suele recordar episodios del pasado, tratando de infundirles ánimo, como si el enfermo no tuviese la capacidad de razonar acerca del seguro y próximo final de la vida. El general Anastasio Somoza, conocedor de las elementales reglas de cortesía, suspendió la visita luego de diez minutos de su llegada. No veía alentador el estado de salud del alto funcionario de su gobierno. —Nos vemos, doctor y general Irías. Que se recupere pronto; estaremos muy pendientes de la evolución de estos pasajeros quebrantos de salud que le aquejan. Le deseamos una pronta mejoría. ¡Viva el Partido Liberal! Con esas palabras y hablando en plural para denotar autoridad y dignidad, se despidió el Presidente de la República al tender su mano derecha al enfermo. Somoza lucía en el dedo anular de esa mano un reluciente y ostentoso anillo con un diamante de gran tamaño. Un verdadero tigüilote, como dicen los nicaragüenses. Como un homenaje adicional al salir de la pieza, por mera cortesía, el Presidente se cuadró ante el enfermo con el saludo militar de rigor. 10


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El rostro cetrino de don Julián mientras duró la visita del ilustre visitante, se contraía a veces con espasmos de dolor que trataba de disimular. Automáticamente se llevaba la mano al vientre hinchado, creyendo que el contacto con la piel de sus dedos le daría tregua al sufrimiento. En su mano se apreciaba nuestro anillo de matrimonio, dorado y reluciente en aquella piel amarillenta, que antes fuese blanca y tostada por el inclemente sol tropical. Sólo esa joya tuvo don Julián en su vida; se conocía ampliamente sobre la austeridad casi franciscana de su existencia. Detestaba las alhajas y las consideraba absolutamente sobranceras. —Definitivamente, que ni el poder ni la pobreza ni la riqueza se pueden esconder. Tampoco la inteligencia ni la estulticia, dijo el enfermo con voz suave, antes de que el Presidente desapareciera de la habitación. La visita había agotado a don Julián. Cayó rápidamente en un sudoroso sopor. En la alcoba al frente de su lecho, sobre una mesa sobriamente cubierta con un tapete blanco, la imagen de un Jesús del Gran Poder lucía iluminada por encendidas velas en pequeños y rojos vasos de vidrio. En esta habitación, la vida del jefe de familia se apagaba; pero nunca lo hacían las velas en nuestro hogar cristiano, las que servían para honrar las veneradas y sagradas imágenes de la Iglesia. Don Julián era un firme creyente en Tatita Dios, como se refería a Nuestro Señor Jesucristo. En la sencilla mesa de noche, se podía apreciar también un rosario de don Julián para sus oraciones cotidianas y que conservaba desde el día de su primera comunión. Había además un retrato en marco de madera, con una foto de familia de esas que sacan los estudios fotográficos. Allí estábamos los dos, sonrientes, felices, sentados y rodeados de nuestros hijos y nietos. Luego de esa pequeña crisis recurrente de la enfermedad, dos horas más tarde de haber terminado la visita presidencial, don Julián recuperó lucidez. Me convidó para que le acompañara a rezar el santo Rosario, como era su inveterada costumbre. Era viernes y correspondía entonces recitar los misterios dolorosos. Las letanías se sucedían en latín. El interminable Ora pro Nobis, repetido en coro por todos los familiares, le condujo nuevamente a un sueño profundo. 11


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Se habían establecido turnos entre los familiares para no dejar nunca solo al enfermo. Es triste reconocerlo, pero parece ser que la soledad es la hermana inevitable de los enfermos terminales. Por supuesto que yo siempre le acompañaba y estaba a su lado, al igual que nuestros hijos: Adilia, Dolores, Ángela y Julián. Todos querían estar junto al lecho de su padre. También se sumaba en esta vigilia familiar, su primo hermano Pío quien durante la carrera del doctor y general, había sido su amigo cercano, su ayudante, su brazo derecho; su confidente, su pariente que nunca le había abandonado. Su media hermana Isabel, residente en Orlando, Florida, se había trasladado a Nicaragua para acompañar a su hermano preferido. También se agregaba a ese contingente de cercanos parientes, Ulises, abogado leonés e hijo de don Julián, nacido en 1895, años antes de nuestro matrimonio. Pío Irías, su casi hermano más que primo, pasaba sin dormir acompañándole durante noches enteras. Le infundía seguridad y confianza al enfermo. Además entendía y leía muy bien los mensajes silenciosos en aquella mirada melancólica de don Julián. Se decía que así había sido siempre de estrecha esa relación familiar, entre esos dos primos que tanto se han querido, desde la infancia en El Ocotal y luego durante los años de estudios en León y Granada. Pío fue su inseparable compañero en los campos de batalla, así como en las variadas misiones diplomáticas en el extranjero. En la extensa vida gubernamental, en los excesos de la juventud y no solamente en aquella distante juventud, igual en la vida privada de don Julián. En los momentos de gloria, en los dolores, en las tristezas, en la tragedia. Siempre había estado Pío a su lado, al igual que ahora. También rondaba ese lecho del enfermo, la imagen, la sombra de quien fuera por muchos años el íntimo amigo y compañero de luchas políticas de don Julián. El destino habría de marcar su vida para siempre con ese nombre, que nunca se volvió a pronunciar en nuestra casa desde aquel fatídico mes de mayo de 1906. Al despertarse don Julián al concluir el santo Rosario, mirándome con ternura, muy amorosamente me llamó para que me acercara a él. 12


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—Doña Adilia –me dijo–, tratándome de usted como es costumbre entre los esposos en mi Costa Rica natal, y también en algunas ciudades del interior de este país. — Siento hoy en día, como si toda mi vida fuese una interminable película llena de contrastes, de luces y de sombras. Es extraña la forma como se suceden una y otra vez las mismas imágenes que guardo imborrables en mi memoria. Quizás sea fruto de esta enfermedad que me agobia y me desespera. Usted por supuesto tan bella, solidaria y bondadosa, aparece siempre, en un primer lugar en mis pensamientos y recuerdos; también mi madre, doña Candelaria con su proverbial dulzura; todos mis hijos a quienes adoro; mis hermanos, mi padre, el Coronel Irías y por supuesto el Jefe, el Reformador de Nicaragua don José Santos Zelaya; aparece la ciudad de El Ocotal donde nací hace ya mucho tiempo. Y también para bochorno y tristeza mía, aparece el rostro cínico, la imagen y figura detestable de aquel fementido canalla muerto. Si mil vidas hubiese tenido, mil vidas le hubiera quitado a ese belitre y felón. Después de un prolongado silencio, dirigiéndose ahora a su cercano amigo y pariente Pío, le dijo con voz de nostalgia: –¿Recuerda primo, aquellos tiempos de nuestra distante niñez y juventud? Se respondió de inmediato a sí mismo: –Las cosas eran bastante más tranquilas que ahora, en todo el país y por supuesto también allá en El Ocotal donde crecimos felices hace ya muchos años.

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2 . I N F A N C I A E N E L O C O TA L Nuestra extensa familia Irías, a la que pertenecemos Julián y yo es numerosa y se encuentra dispersa en los diferentes sitios del norte de Nicaragua. Siempre ha gozado de mucho aprecio en toda esta zona septentrional del país. Los Irías son reputados como del centro, tal como se conoce a aquellos grupos familiares que gozan de alta estima, según el juicio y la expresión del resto de pobladores. A mí me bautizaron con el nombre de Pío, un nombre muy frecuente en las familias del norte. Esta zona geográfica donde nacimos, es conocida con el hermoso y primitivo nombre de Segovia, con el que fue bautizada la ciudad fundada en tiempos de la conquista española y llamada ahora en sus ruinas, como Ciudad Vieja. Años después, el nombre tan hispánico de Segovia fue cambiado involuntariamente por un cura, cuando nuestro antepasado coronel José Miguel Irías trasladó de lugar a esa antigua ciudad a finales del siglo XVIII, a la Nueva Reducción de Segovia. Se pretendía con este cambio de sitio, huir de los constantes ataques por parte de corsarios, que utilizaban el vecino río Coco para adentrarse en sus correrías por estas tierras y evitar además las frecuentes incursiones saqueadoras de los indios que moraban en los alrededores. En el nuevo sitio de la Reducción de Segovia, trazada a regla y cordel a la vieja usanza española, siempre han abundado árboles de pinos que los aborígenes llamaban ocotes. El sacerdote del lugar Pedro León Morales, asentaba y daba fe de que el bautismo de los niños hijos de feligreses de su parroquia, se había celebrado en El Ocotal. Algunos viejos pobladores se aferraban a seguir llamándole Segovia, pero la costumbre y autoridad moral del cura se impusieron y en este valle precioso fue creciendo finalmente Ocotal; El Ocotal, decimos los que tuvimos la suerte de nacer allí. 15


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Yo pienso que el sacramento del bautismo, para nosotros los católicos, apostólicos y romanos, sirve para poner nombre a los niños recién nacidos y lavarlos del pecado original, nunca para cambiar el nombre de las ciudades. Pero es justo reconocer también, que con tanto cambio de lugar para asentarla, nuestro pueblo perdió su fe de bautismo y por ello olvidaron su hermoso nombre original de Segovia. El Ocotal, es la ciudad nicaragüense más cercana a la frontera con Honduras. Al igual que el resto de pueblos del norte del país, está muy distante de lo que siempre se ha considerado en Nicaragua como los centros de la civilización y cultura, exclusividad de las coloniales ciudades de Granada y León. Nicolás y Candelaria, los padres de Julián eran primos hermanos por la línea de la familia Calderón. No es de extrañarse que frecuentemente en Las Segovias, se celebren matrimonios entre miembros de una misma familia. No hay mucha variedad para escoger y además, se consolidan con esas bodas los patrimonios y heredades. Recuerdo muy bien la alegría de todos los Irías cuando nació Juliancito, un 29 de abril de 1873. Es el menor de los hijos de mi tío, el coronel Nicolás Leoncio Irías Calderón. Su madre, Candelaria Sandres Calderón, es nieta del político segoviano José María Sandres, quien fuera por muy poco tiempo Jefe de Estado de Nicaragua en 1846. Se recordaba en El Ocotal la destreza con que doña Genara, la comadrona del pueblo y fumadora empedernida de puros chircagre,1 había asistido a la tía Candelaria en ese alumbramiento que había presentado ciertas dificultades. Los partos en las casas y familias de El Ocotal eran un asunto exclusivo de mujeres y solamente de mujeres. Así era en toda Nicaragua y las parteras eran grandes fumadoras, para ahumar a los recién nacidos y espantar a espíritus malignos, insectos y también enfermedades. Siempre se hablaba acerca de la preocupación materna de la tía Candelaria por la escasez de su leche para amamantar al recién nacido. Doña Mercedes Machado de Moncada suplió generosamente como 1. Puro hecho de tabaco no refinado, oriundo de Costa Rica.

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nodriza la carencia natural de la madre del niño. Ésta casi lo consideraba como un sobreviviente, por eso era tan especial y querendona con su pequeño Julián. Esa es la verdadera razón por la cual Julián como un reconocimiento a la función de chichigua de doña Mercedes, se trata como hermano de leche con la hija de ésta, Elisa Moncada. Al nacer Julián, El Ocotal contaba con una población de unas mil almas. Sus habitantes eran de sencillas costumbres. La diversión de los hombres consistía en peleas de gallos todos los domingos y una vez al año, en el mes de agosto, los chinamos para celebrar la fiesta de La Asunción de la Virgen María. Por su parte, para distraerse, las mujeres contaban con las permanentes actividades piadosas vinculadas anualmente a la Iglesia Católica con la conmemoración de la Semana Santa. En mi casa, la fecha de nacimiento de Julián siempre fue materia de conversación y de referencia para toda la familia. Precisamente ese verano del año 1873 había sido tan seco que muchos finqueros segovianos tuvieron grandes pérdidas en sus hatos ganaderos que morían por falta de pasto y de sed; y el invierno, que religiosamente comenzaba con sus fuertes lluvias el 2 de mayo, no había entrado sino tardíamente en el mes de junio. Los numerosos parientes nuestros que residían en Pueblo Nuevo, localidad ubicada a un día a lomo de mula desde El Ocotal, fueron durante ese año los más afectados con sus reses y semovientes. Con Julián, desde niños nos vimos muy de cerca, más que primo, siempre ha sido un hermano para mí. Esa pareja de chigüines son inseparables, parecen gemelos, solían decir nuestros familiares. Por las tardes al oscurecer, después de nuestras correrías en las huertas y potreros cercanos a El Ocotal, amorosa como siempre la tía Candelaria procedía a buscar liendres y piojos en nuestras cabezas, niguas en las uñas de los pies y diminutas garrapatas conocidas como coloradillas que se aferraban en nuestros cuerpos de niños. Para esos menesteres, ocupaba un diminuto peine de cacho de buey y una aguja que acercaba de previo a una candela de castilla que nos alumbraba. En esa vela, calentaba también la cera de abeja con que se ayudaba para arrancar las garrapatas, que escogían los lugares más incómodos para nutrirse en nuestros cuerpos de niños, de sangre joven. 17


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En la casa de mi tío Nicolás, recurrentemente se hablaba de sus expediciones militares en los tiempos de la Guerra Nacional, en la que participó de forma muy activa. Mencionaba el combate en Jinotega el 2 de diciembre de 1854 y la muerte en ese lugar del Jefe Expedicionario, general Clemente Rodríguez Lanzas conocido como Cachirulo, en la zona del Barranco de aquella brumosa ciudad. Recordaba que en esa ocasión, se dio su ascenso a coronel por sus reconocidos méritos y a raíz de la muerte de Rodríguez. Abundaban en las conversaciones que se daban después de las comidas, por parte de los tíos Nicolás y Candelaria, los detalles acerca de las interminables guerras entre los nicaragüenses desde los tempranos días de la independencia. Julián, muchas veces, se quedaba por las noches dormido en los regazos de su mamá, al oír los repetitivos relatos de guerra de su padre, alumbrados siempre por las infaltables lámparas tubulares de gas. Es un mal de los viejos, vivir siempre evocando recuerdos del pasado; principalmente las glorias, rara vez se mencionan los fracasos. En la casona de los Irías había un hermoso jardín interior cargado con matas de flores. En el centro del patio sobresalía un profundo pozo construido muchos años atrás. Su brocal de un metro de altura estaba enchapado con piedras de granito, cubierto con una tapa de fina madera sobre la cual pendía una garrucha para sacar agua con un mecate y su correspondiente balde. Los hermanos mayores de Julián, por las tardes buscaban leña en los campos cercanos para uso en la cocina y cada mañana, tenían asignada la obligación de extraer del pozo el agua de mandar, la que tenía un salobre sabor y que servía exclusivamente para labores de limpieza doméstica. El agua de beber se acarreaba en burros desde los ríos aledaños, en sendos cojinillos tapados con un olote, aunque también se usaba el agua de lluvia caída en los famosos temporales, cuando durante varios días no cesaba de llover. Siendo una casa del centro del pueblo tenía letrina o pompón, como onomatopéyicamente solemos llamarles en el norte de Nicaragua. Los había en casas de familias pudientes en El Ocotal; en el resto de viviendas se ocupaban los amplios patios vacíos para las necesidades fisiológicas humanas. 18


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El agua se conservaba en grandes porrones o tinajas de barro destinados al efecto, con sus tapaderas de madera. Tanto para bañarse como para lavar la ropa, preferentemente acudíamos a los ríos Coco o Dipilto que corren muy cerca de la ciudad. En los alrededores de El Ocotal abundaban las casas con techo de paja, separadas la mayoría por cercas de piñuela. Las paredes de esas humildes viviendas se construían a base de lodo, zacate jaragua, caña de castilla, sal, claras de huevo, estiércol de vaca y pedazos de teja. Desde niños, nació una protección fraterna de mi parte para con mi pariente menor. Aunque yo era más cercano en edad, con los otros primos: Alonso, Nicolás, Gabriel y Francisco, todos mayores que Julián. Pero éste era muy especial para mí, era el hermano que nunca tuve. Por suerte en Nicaragua para esos días, gozaba de una cierta tranquilidad en su desarrollo político. Curiosamente, algunos escritores llamaban al país, La Suiza de Centroamérica. Otros más excéntricos todavía, El Paraíso de Mahoma o el Camelot Nicaragüense. Pero ciertamente es preciso reconocer que hubo calma y no tantas guerras en nuestro suelo, durante esos años que siguieron a la Guerra Nacional de 1856. En 1873 ocupaba la Presidencia de la República, don Vicente de la Quadra Ruy Lugo. Era un distinguido señor de la sociedad de Granada, aunque con una mentalidad muy sencilla casi como la de un campesino; se rumoraba que por sus venas corría sangre mulata. Solía decir que al llegar a la codiciada primera magistratura no había desaliñado nunca la valija. Repetía –sin creerlo estoy seguro– al igual que todos los políticos que han alcanzado ese elevado cargo que hay que velar por el bien general, aun en detrimento del bienestar personal. La casa de Gobierno que ocupaba el Presidente en Managua, conocida como La Casa de Alto, se parecía mucho a aquellas viviendas patronales de dos pisos en las haciendas de los finqueros granadinos, con tejas de barro en sus techos, balcones, corredores y sin ornamentación alguna. Tenía don Vicente un sentido del ahorro y de la economía muy especial. Por sugerencias de un cercano pariente, ordenó según se decía, despedir al director de una banda musical al servicio del Estado, ya que con la batuta, el filarmónico no producía ningún sonido y no servía entonces para nada, sobre todo comparado con quien 19


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ejecutaba el helicón. Tan cuidadoso era con el erario que se encargaba él mismo para que en sus oficinas fuesen apagadas las candelas antes de retirarse de sus labores y se barriera el despacho presidencial. De acuerdo con sus disposiciones, sus subordinados para ahorrar papel, tenían que escribir en el reverso de los sobres usados en la correspondencia recibida en las oficinas públicas. En las elecciones presidenciales para suceder a don Vicente, en octubre de 1874, compitió don Pío Castellón, un pariente muy apreciado por toda nuestra familia. Era un hombre honesto y trabajador, en cuyo honor yo llevaba ese nombre. Primera vez que alguien de Las Segovias, del norte de Nicaragua, participaba en una contienda para presidente de la República, aunque para algunos no era otra cosa que lo que se conocía como una candidatura de zacate, es decir, servía solamente para llenar una formalidad y brindar con ella las apariencias de competencia. Los ánimos y las pasiones se exaltaron durante ese proceso electoral; lamentablemente ocurrieron unas cuantas muertes y hubo mucha decepción con los resultados, que fueron según se decía, previamente amarrados en Granada por los mismos gamonales conservadores de siempre. Se eligió entonces como presidente de Nicaragua a don Pedro Joaquín Chamorro, hermano de Fruto Chamorro, más conocido como Fruto Pérez en El Ocotal, causante de la Guerra Nacional de Nicaragua. Tales elecciones generaron gran molestia a los segovianos, incluyendo a los conservadores de pura cepa, como se auto llamaban los miembros de las familias más conocidas, las del centro del pueblo. Mi tío Nicolás Leoncio, muy amigo de don Pío Castellón, frustrado por aquellos amañados resultados decidió separarse para siempre de la política y dedicarse a la educación de sus hijos. Especialmente, le preocupaba la formación de Julián, el menor de ellos. Recuerdo perfectamente que al comunicar su decisión de apartarse de la política, se arrancó ostentosamente un pelo de su espeso bigote, como una muestra de la seriedad en su decisión. Era la forma con que se solía sellar, arrancándose también un pelo de la cabeza o de la nariz, los compromisos 20


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de cualquier índole, sin necesidad de instrumento público o intervención de escribano alguno. La pequeña escuela del pueblo, era manejada por dos hermanas solteronas y muy cristianas; allí se enseñaban las primeras letras y a la vez el catecismo a unos cuantos niños de El Ocotal. A decir verdad, se nos enseñaba más el catecismo que cualquier otra cosa. Alabado sea Jesús Sacramentado, era siempre el saludo de rigor. Sea por siempre bendito y alabado, era la respuesta en coro que dábamos los alumnos. Y al terminar las clases, después de un Padre Nuestro, concluían con un Ave María Purísima, sin pecado concebida. Las profesoras se sentaban en unos taburetes de vaqueta, frente a una pequeña mesa de madera e impartían sus clases a los niños que se ubicaban en tres largos bancos sin respaldar, al centro del aula. En esa única escuela con que contaba El Ocotal se oía siempre al coro de los niños repitiendo en altas voces, las lecciones impartidas por las maestras Mantilla. Generosas en sus limitadas lecciones, lo eran también para castigar a los alumnos que se distraían en las clases. Una regla o palmeta de madera acompañaba siempre las manos de las niñas Mantilla, quienes otorgaban más importancia a las enseñanzas del catecismo de Ripalda que a las lecciones escolares. —Ya tendrán oportunidad estos niños, para aprender después otras cosas; ahora lo que importa es que memoricen el catecismo y se eduquen bajo las reglas de Nuestra Santa Madre Iglesia, solían decir a manera de justificación, por sus marcadas y preponderantes enseñanzas religiosas. Los hombres que frecuentemente pasaban por la alta acera de esa vivienda y a la vez escuela de las niñas Mantilla, se descubrían de sus sombreros de trabajo y se santiguaban al escuchar en altas y claras voces al coro infantil, repetir: —Todo fiel cristiano, está muy obligado, a tener devoción, de todo corazón, a la santa cruz, de Jesucristo, nuestra luz… Recuerdo que el día que Julián recibió su primera comunión fue de grandes y trascendentes decisiones para su vida. Despuntando el alba, a las 5:30 de la mañana estábamos todos, parientes y amistades, en 21


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la iglesia parroquial de La Asunción, acompañando a la familia IríasSandres para la ceremonia religiosa de la santa eucaristía de Juliancito. Había sido sometido todas las tardes a una intensa enseñanza de la catequesis, y se alumbraba al inicio de la noche con una candela colocada sobre el pico de una botella vacía. —Gracias a la Santísima Trinidad es un niño muy inteligente y muy dedicado a sus estudios; cuenta además con gran fervor religioso, le decían las niñas Mantilla a la tía Candelaria. Julián vestía en esa oportunidad eucarística un pantalón azul y una camisa blanca manga larga. Le habían comprado por duraderos, unos zapatos de cuero de venado, hechos a mano por el único zapatero del pueblo. La amarillenta candela, encendida en el templo de la Asunción se había consumido durante la misa. El rosario con cuentas de plata que le habían obsequiado sus tíos paternos en esa memorable ocasión, lo consideraba el mejor regalo recibido y lo mostraba con gran orgullo. El desayuno, servido después de la misa en la casa solariega de los Irías, fue espléndido. En los amplios corredores con ladrillo de barro cocido, se colocaron las mesas para los numerosos invitados de la familia. Ese mismo corredor servía de comedor de diario, con un largo mesón flanqueado por bancas de madera y a la cabecera, donde se sienta el Coronel Irías, un taburete forrado de cuero crudo con brazos laterales. En esa mañana de la primera comunión de Julián se sirvieron todo tipo de viandas; además del clásico café con leche y chocolate, se ofrecieron variedad de panes recientemente salidos del horno, un delicioso guiso de piñuelas con huevos y las infaltables montucas2 calientes, servidas con cuajadas con chile. Para el consumo de las damas en ese alegre evento social, había abundante agua de canela, horchata de arroz, así como rompopes con leche y huevo.

2. Plato típico del norte de Nicaragua, a base de maíz tierno.

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Las mujeres, además de cuidar a los niños, ayudaban a atender a los invitados que se habían dividido en dos grupos como de costumbre: el sarao donde estaban los adultos y el chapandongo para la juventud. Me llamó la atención que siendo las primeras horas de la mañana, algunos miembros varones de nuestra familia Irías tomaran licor. La misma mirada vivaz y penetrante que tuvo Julián para con la sagrada hostia, que apenas había recibido esa mañana por primera vez en su vida, la tuvo para las dos damajuanas que engalanaban el centro de la mesa donde estaban los varones adultos en ese desayuno servido en ocasión de la ceremonia eucarística. Ellas contenían aguardiente, con ciruelas en una y con nancites la otra. Al parecer, la permanente comunión de Julián, no sería solamente con Cristo a contar de esa solemne mañana del 8 de diciembre, lluviosa y fría como siempre en El Ocotal, sino también con las bebidas etílicas. Al finalizar la congregación familiar, supimos de la reprimenda que le dieron sus padres, por haberse tomado los restos sobrantes del licor que consumían los adultos. Ese mismo día de la eucaristía, el tío Nicolás decidió enviar a su hijo menor a estudiar a León. A Julián había que sacarlo según su criterio, del ambiente rural que prevalecía en El Ocotal. Tenía que aprender otras cosas, era un jovencito precoz e inteligente. Sería un hombre de bien y no un palurdo campesino. Así se lo comunicó a su esposa Candelaria, quien no participó como de costumbre, en la toma de semejante decisión que afectaba al hijo de ambos. Las resoluciones familiares del Coronel Irías las tomaba él a solas y no se discutían nunca. Julián a los once años de edad, partiría entonces muy pronto a cultivarse, a educarse. Hacia la Atenas de Nicaragua, como los mismos leoneses llaman con orgullo a su querido León Santiago de los Caballeros.

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3. EL NIÑO PRECOZ EN EST ELÍ En el norte de Nicaragua, arrancan los primeros recuerdos de mi vida. Nací en Estelí en el año 1871, el mismo año en que se creó este nuevo municipio para formar parte de la división política del territorio nacional. Me bautizaron con los nombres de Adolfo Rafael, ante la muerte meses antes de un tío paterno así llamado y además para que llevase el nombre de mi progenitor. Todavía recuerdo que siendo un niño se hablaba mucho del siniestro y famoso Aluvión que casi acaba con Managua el 4 de octubre de 1876. Mi niñez había transcurrido con nexos muy estrechos con dos ciudades de Nicaragua: León, de donde era originario mi padre el doctor Rafael Altamirano y Estelí, cuna de mi madre Rosa Castillo Molina, nacida en 1854. Mi nacimiento, según me cuentan, se dio con algunas dificultades, de tal forma que al verme morado de asfixia, se llamó de urgencia al padre Eusebio Zelaya para que ante el peligro de muerte que corría me echara agua del Socorro, o sea me pusieron agua bendita por medio de un clavel blanco. Eso se acostumbraba para que aquellos niños que están en peligro de muerte, y que en caso de fallecer, no fuesen al limbo sino al cielo, libres de pecado original. Nací, me decían con cierta malicia, con una cruz desde niño, ya que las mujeres parturientas de entonces usaban un largo camisón de dormir con un amplio ojal delantero en forma de cruz, que servía para todos los menesteres femeninos. Admiraba a mi padre, médico de fuerte carácter, aunque confieso que adoraba muy especialmente a mi madre y a Laura mi hermana menor. En la pequeña escuela que frecuentaba en mi pueblo natal, siempre me gustó la geografía; era la materia que más disfrutaba. Solía comparar las grandes ciudades del mundo que nos mencionaba la maestra, 25


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con las dos poblaciones que tenía como referencia única en mi niñez: León y Estelí. La primera según manifestaba mi padre, era en verdad más grande que Managua y Granada, importantes ciudades del país. Además, León de Nicaragua era más poblado que San José en Costa Rica y Tegucigalpa en Honduras; jóvenes de las vecinas repúblicas centroamericanas venían a estudiar a la cálida ciudad nicaragüense. Estelí, en cambio, es una pequeña población de tierra adentro en el norte de Nicaragua. Confieso que allí viví muy feliz mis primeros años, antes de ser llevado por mi padre a León, para estudiar en el Instituto Nacional de Occidente. En verdad, Estelí es un pueblo muy católico. Recuerdo especialmente las magníficas ceremonias de la Semana Santa. Para esas fechas, bajaban desde sus cañadas todos los campesinos para engrosar las famosas procesiones religiosas. Me llamaba la atención que cuando se encontraban los indígenas con algún señor de la ciudad, o del centro como se decía, se quitaban el sombrero y sin levantar la vista tiraban la cutacha o el machete al suelo. No sé si eso ocurría por prudencia ancestral impuesta desde la Colonia, o bien por respeto a la gente que vivía en la ciudad y no en el campo; durante esta semana no se comía carne. Las procesiones comenzaban el domingo de Ramos, con la imagen de Jesús del Triunfo montado en una burrita, recorriendo las polvorientas calles del pueblo, regadas profusamente con agua. La borriquita como se acostumbraba, era tirada por el alcalde de la ciudad quien servía de palafrenero. Todos llevábamos palmas a la iglesia y además estrenábamos ropa durante la semana. Una mudada por día era la cuota que me asignaba mi madre. Estrenaba solamente pantalones y camisas; nada de ropa interior porque no la usaba. Las que organizaba en Estelí el Padre Zelaya se les señalaba como pomposas y solemnes durante la semana mayor. La procesión del silencio era conmovedora para los fieles. Era emocionante ver a Jesucristo, al Inocente Cordero, vestido con túnica blanca, coronado con espinas, atado en sus manos y seguido calladamente por centenares de católicos que caminaban lentos con un movimiento de balance, igual al de los cargadores de la pesadísima peaña que transportaba la imagen. Excepcionalmente emotivo era también el Viernes Santo, con el 26


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viacrucis a la mitad del día y el Santo Entierro al caer la tarde. Concurrían a esas procesiones vestidas de gala, las principales autoridades del pueblo. Los llamados filarmónicos entonaban con mucha solemnidad un cántico que siempre recuerdo: —Perdona a tu pueblo Señor, perdona a tu pueblo, perdónale Señor… Los semblantes de todos los fieles lucían consternados en esos días. Las imágenes religiosas permanecían cubiertas con trapos morados en la iglesia parroquial. Se hablaba en voz baja, casi en susurros y siempre sobre temas religiosos. Nadie se bañaba en esas jornadas santas, por el peligro de convertirse en pez los hombres, o en sirena las mujeres. Tampoco se atrevía persona alguna a correr y menos montar a caballo, porque recibían piedras lanzadas por los buenos y devotos cristianos que exigían decencia y respeto ya que El Señor estaba en el suelo. La única excepción autorizada por licencia del cura era para los dos centuriones que acompañaban la procesión del Santo Entierro montados en briosos corceles blancos, asistidos ambos por sus respectivos pajes. En la esquina de cada calle, se bajaban estos centuriones romanos, con sus cascos y anchas capas de seda en solemnes y elegantes movimientos para tocar con sus espadas la imagen yacente y asegurase así, que el Señor, allí estaba. Antes de ese sagrado toque ritual, quien hacía las veces de principal centurión, con una de sus piernas se arrodillaba con su arma desenvainada y bajándola en señal de respeto, inclinaba su cabeza ante la imagen extendida en gesto de elocuente sumisión. Las procesiones de la Semana Santa eran particularmente atractivas para mí y de gran utilidad también para mis infantiles citas amorosas, a pesar de los ayunos obligados que todos practicábamos. Yo asistía a ellas con pretextos religiosos, para encontrarme allí con las niñas del pueblo que ya comenzaban a gustarme. Una de ellas precisamente me fascinaba, era un bocadito de cura como se decía. Laura era su nombre, igual que mi hermana, de tal manera que su nombre era difícil de olvidar. Aparentaba siempre rezar, pero en realidad ella no hacía otra cosa que observarme, tímida y constantemente con su tierna mirada. Laura vestía el color que más me ha gustado: el rosado. Siempre me ha excitado ese color, como el rojo a los toros de li27


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dia. Con cualquier pretexto me acercaba a ella y sentía al aproximarme, su olor a reseda y sacuanjoche. Con el tiempo y leyendo el Eclesiastés, aprendí que Había tiempo para todo. Lo importante en esos devaneos amorosos, era hacer en aquellas procesiones religiosas una vía y dos mandados. Ese romance incipiente con Laura, únicamente quedó guardado para siempre en mi memoria infantil. Durante aquel Viernes Santo que pasé en Estelí en 1883, todos los moradores de nuestra casa se habían marchado a la procesión del viacrucis, salvo la cocinera, Gregoria, quien se había quedado haciendo labores de limpieza. Yo me salí del multitudinario acto de fe, teniendo en mente otro acto, igualmente importante, más íntimo por supuesto y que sería más placentero todavía que la famosa congregación religiosa. En el camino hacia la casa, resuelto y decidido sentía deliciosos movimientos en mis entre piernas; mi corazón latía acelerado; temblaban mis manos; tenía seca la boca. La cocinera, morena y con olor a humo era unos tantos años mayor que yo. Robusta, siempre peinaba dos trenzas largas que le llegaban a la cintura y una falda negra que terminaba en el tobillo, así como una recatada cotona blanca. Baja de estatura y cuadrada de formas, tenía un párpado que a medias le cubría el ojo derecho, el que siempre mantenía semi cerrado o semi abierto también. Nunca en su vida, había utilizado zapatos. Por ello, los dedos de los pies los tenía deformes, resecos y gruesos. Pocos días atrás había tenido una insinuante conversación en la cocina con la Goya, como llamábamos con cariño a nuestra empleada de tantos años. Hablamos esa vez generalidades de las relaciones maritales y también de sexo, con preguntas propias de un adolescente y ella me respondía con sesgos de malicia para despertar mi interés, diciendo que eso, clavando su mirada y estirando sus labios hacia la parte baja de mi cintura, era lo más sabroso de este mundo. Mientras me hablaba de tales cosas, yo sentía en mi cuerpo una deliciosa erección. Desde ese día, cuando pasaba a su lado y trataba por supuesto de hacerlo con frecuencia, acercaba mi cuerpo a ella y con mis ma28


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nos, aparentando descuido, buscaba como tocar su cuerpo de mujer. De mi primera mujer con quien ya tenía tratos.

Ese día que me había salido de la procesión del Viernes Santo, la encontré absolutamente sola en la casa, arreglando y limpiando el aposento de mis padres. Era un cuarto amplio, con dos cuadros religiosos estampados a colores y enmarcados en fina madera; en una de las paredes guindaba un espejo de mediano tamaño y un farol de vidrio con una vela para alumbrarse por las noches colgaba de la viga central del dormitorio. Había en la pieza, dos roperos barnizados de madera contra la pared y dos baúles maqueados, con sus banquillos separados, donde se guardaba parte de la ropa de mis progenitores. La hermosa cama principal, niquelada, tenía un gran toldo o pabellón superior como le llamamos en el norte a ese fino cortinaje. También se apreciaba en el aposento, un mueble con una vasija de porcelana o aguamanil con su correspondiente palangana para la higiene personal, así como dos bacines flanqueando los lados de la cama. Toda mi familia rezaba en el viacrucis. Tan pronto me topé a solas con ella, en la casa, sin decirle palabra alguna agarré a la Goya por detrás, tomándole sus pechos y dándole vuelta le estampé un cálido beso en la boca. No pareció sorprenderle mi actitud y la acosté en la cama que estaba al centro de una de las paredes de la habitación; le levanté con prisa su falda y la penetré con la furia y rapidez con que un adolescente llega a saciar sus tempranos e irreprimibles deseos sexuales. Sentí una resistencia muy leve de su parte. No nos cruzamos palabra alguna en esos breves minutos, salvo el consabido so necio; cuidado le contás esto a nadie, frase que viendo hacia el suelo me espetó al terminar. Me levanté de la cama tan pronto había tenido una rápida eyaculación y en silencio, me acomodé los abundantes pelos de mi cabeza, regresándome a la procesión. Me parecía que la mirada del Sagrado Corazón de Jesús, que colgaba al centro de la habitación en el respaldar de la cama, me reprochaba el lujurioso acto recientemente practicado ante su presencia. Tuve un cierto sentimiento de culpa. Esa noche en una penitencia auto impuesta, asistí en las calles oscuras de Estelí, a la Procesión del Silencio… 29


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Aún recuerdo con nitidez esa primera experiencia en mi vida. La Gregoria, era madre además de una niña adolescente que vivía con ella en nuestra casa. Era una joven muy delgada, con las piernas cortas y arqueadas que acusaban desnutrición. Bastante morena y de ojos negros, cavernosos. Apenas tenía unos pechos incipientes, que se traslucían debajo de su corpiño. Tal vez algún día ese cuerpecito será mío, decía para mis adentros cuando la veía. Pocas semanas después, mi padre decidió llevarme a seguir mis estudios a León. El monte traga, solía decirnos en la mesa del comedor con toda solemnidad. Esa fue la razón que tuvo para preparar la carreta que nos trasladaría a la culta ciudad, que había sido en algún tiempo la sede del Gobierno de Nicaragua. La enseñanza que se ofrecía en el Instituto Nacional de Occidente era famosa por la contratación de profesores que habían llegado de España, como José Leonard y el doctor Salvador Calderón, entre otros. Además de mi ropa de uso diario, llevábamos en ese viaje a León un baúl de madera recientemente maqueado por el carpintero del pueblo, y que serviría para guardar mis enseres personales, así como un par de taburetes forrados con cuero y una pequeña mesa; además cargábamos con una tijera de lona para dormir, una bacinica de loza blanca con bordes azules y por supuesto, el infaltable mosquitero para evitar la picadura de mosquitos que trasmiten la fiebre amarilla. Para alimentarnos, cargábamos con nuestra dotación de tasajo o carne preparada para los viajes, frijoles molidos, huevos cocidos, así como el infaltable acompañamiento del totoposte y pinolillo para tomar. Salimos en caravana, ya que otros vecinos viajaban también hacia León, aunque con fines comerciales. Nuestra carreta, cubierta con un toldo de cuero crudo iba de puntera, con su yunta de bueyes que lentamente halaban más que a la carga, al peso enorme del camastro y ruedas de madera rolliza de la carreta. Delante de los animales, que llevaban uncido un yugo con dos candiles para viajar de noche, marchaba el tayacán, un joven que daba la espalda a los bueyes señalando el camino y comunicándose con el carretero, quien desde encima de la carga utilizaba una larga vara de madera con un afilado chuzo de metal para hacer obedecer a los bueyes. 30


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Después de dos días de viaje, llegamos a la cuesta de Las Tinajas, muy cerca del pueblo llamado El Jicaral. Con un improvisado corno de cacho, se anunciaba una a una el ascenso de las carretas por la inclinada cuesta. Eran impresionantes los gritos de los carreteros al clavar chuzo a los bueyes, mencionando como putas a las madres de esos animales. Allí, a regañadientes les cedimos el lugar a otros carreteros que ascendían la pendiente, abundante en cruces de madera conmemorativas de muertes acaecidas en el sitio. Las cruces tenían siempre el nombre del finado. Entonces me enteré de la falta de entendimiento entre los nicaragüenses, aun en pequeños detalles, ya que las carretas que bajaban en la cuesta procedentes de Estelí no dejaban el paso a las carretas que subían en circunstancias más difíciles todavía. Muchas de las cruces plantadas en el camino daban fe de semejantes caprichos de los carreteros. Me causó gran asombro ver por primera vez la ciudad de León. La encontraba muy señorial y además populosa. Sus dieciséis iglesias y la imponente Catedral me sobrecogieron. A muy pocos días de haber llegado y haberme registrado en el Instituto, previo un examen de admisión que aprobé sin ningún problema, mi padre de forma muy grave y solemne me anunciaba que antes de regresar a Estelí tenía algo muy serio que tratar conmigo. Era un día viernes del mes de mayo, lo recuerdo muy bien ya que pensaba se trataría de algo vinculado a la Pasión de Cristo, o de aquel reciente Viernes Santo en Estelí y el memorable encuentro con la Gregoria en la habitación de mis padres. Con seño adusto, inició la conversación, tratándome de usted, para establecer distancia y además como es costumbre en Nicaragua en las ciudades del interior. —Mire Adolfo, comenzó diciéndome. —Usted es ya un hombre hecho y derecho. Acá en León habrá de proseguir sus estudios, honra y prez de sus padres y de su hermana Laura. Yo he depositado toda mi confianza en usted. Sin embargo, ya es tiempo que además de ser un dedicado estudiante para convertirse luego en un prestigioso profesional, se inicie también en cuestiones de hombres. Que tenga su primera mujer. Nada mejor que esto ocurra en compañía de su padre, quien pretende también ser su cercano amigo. Antes de regresarme a 31


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Estelí, quiero llevarle a un lugar muy especial en el barrio de la Estación, conocido como ‘La miel de los gorriones’. En León se encuentran los mejores centros de placer de Nicaragua. Llegaremos al local y luego escoge a la mujer que guste de las que allí se encuentran para prestar sus servicios a la selecta clientela. Espero sepa escoger a la mejor, a la más bonita muy jodido. El resto no se preocupe que para eso está su padre, terminó diciendo. Ante semejante ofrecimiento acepté gustoso la invitación, haciéndole creer que recibiría, teniéndole a él como sabio preceptor, esa importante primera lección existencial. Esa noche fuimos a la cantina mencionada en un coche tirado por caballos. Me sonaba divertido el nombre de La miel de los gorriones. Cuando llegamos estaba llena de parroquianos, de buena pinta y mejor vestir. Se podía apreciar que no era un lugar cualquiera. La regente del lugar al vernos, nos recibió saludando con especiales muestras de aprecio a mi padre. Ella era únicamente conocida como La Pico de Oro, por los varios dientes metálicos que con mucho orgullo servían para iluminar y enriquecer su sonrisa. Lucía como una mujer de tronco robusto y de piernas cortas, entrada en carnes, debido quizás a ser de aquellas personas condenadas a la vida sedentaria y a la alimentación corriente, principalmente con arroz y frijoles. Siempre vestía con ropas livianas como el día que la conocí. Se ganaba las simpatías de quienes frecuentaban el lugar y además el respeto de las damiselas residentes, en virtud de que era de las pocas que sabía leer en ese entorno; elaboraba mensajes escritos, además interpretaba los sueños y leía las cartas. Tan pronto llegamos comenzó a llamar a las diferentes señoritas que prestaban sus servicios en el lugar por sus nombres propios, por supuesto todos fingidos. Suelen cambiarse de nombre esas niñas, como las monjas lo hacen en los conventos, acostumbradas también a obedecer en el más absoluto silencio. —Tranquilina, Elvira, Rosalinda, Ninfa, Fortunata, Narcisa, Agapita. Llegó barco, llegó barco. Acá está Colón y su hijo Diego, anunciaba la “Madame” con voz de autoridad a sus pupilas, en una suerte de mensaje cifrado que indicaba que había llegado como era costumbre, un padre con su hijo para ser iniciado en tales artes amorosas. 32


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En ese mismo prostíbulo vivía y prestaba sus exclusivos servicios la hija de la Pico de Oro, Estelita, con quien inicialmente establecí una verdadera relación de simpatía. Victoria era su nombre fingido de batalla en el famoso lupanar. También ayudaba en los quehaceres domésticos del lugar, un joven afeminado llamado Magdaleno. Ambos crecieron amarrados prácticamente a la vida y a las paredes de La miel de los gorriones. Este local tan conocido se destacaba en León y presentaba como credencial de elegancia, una pianola musical única en la ciudad, que en años anteriores había sido importada por la familia Manning y no se sabe cómo llegó a parar al distinguido centro de placer. Magdaleno estaba a cargo del aparato musical y sus tristes melodías. Posiblemente se haya contagiado de las mismas, ya que por su opaca mirada y rostro adusto que nunca sonreía, los clientes del prostíbulo le apodaban “viernes santo”. La Victoria, aprendiz del oficio, era un poco mayor que yo; tenía unos dieciocho años de edad. De bonita figura y facciones, piernas cortas en relación al resto de su cuerpo, como la mayoría de personas con sangre indígena corriendo por sus venas; cuando hacía calor, su piel desprendía un cierto olor que denotaba el ímpetu de su sangre y sus consagradas virtudes. Casi siempre vestía de color rosado, que tanto me ha gustado. La señorita aceptó con muestras de agrado mi escogencia rápida y decidida. Mi padre guardó silencio, con una mirada cómplice cuando yo caminaba bien acompañado, como él lo quería, hacia el tálamo amoroso al fondo de la casona en unión de Victoria, mientras Magdaleno se ufanaba en hacer sonar la pianola de La miel de los gorriones. Simpatizamos mucho y a contar de ese día me convertí en un habitué del lugar, y gozaba siempre de sus preferencias; gracias a ella me enteré de la vida interior de ese convento de la concupiscencia. Su nombre real, Estelita yo lo vinculaba a mi ciudad de origen y su nombre simulado de Victoria, sería la palabra clave que deseaba usar en todos los actos de mi vida. La Pico de Oro, supe después que se llamaba Gloria, aunque prefería que se le llamara por su sobrenombre. Un día de tantos me leyó la 33


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suerte, como decía, adoptando desde un inicio poses gitanescas. Con un viejo y sucio naipe que solía manejar con mucha habilidad, lo barajó y colocando las cartas en tres grupos lineales de a cuatro, me tiró el Tarot y las cartas sorprendentes del arcano mayor. Prevalecieron las figuras del Enamorado, el Emperador y de la Muerte. Me habló del poder temporal y terrenal que alcanzaría en mi existencia; donde el sexo y lo material en esta vida transitoria serían hasta la muerte, más importantes que los sentimientos. Que me vería enfrentado en un futuro ante una difícil elección, pero que el destino ya había designado sus propios resultados. Curiosamente, cada vez que extendía las cartas sobre una pequeña mesa cuadrada de madera en un rincón de la cantina, surgía el arcano XIII del Tarot, el de la Muerte, íntimamente ligado en mi caso a la figura del Enamorado. —Sos como un potro indomable, sin estribos ni riendas para saltar a todas las potrancas chúcaras que aparezcan en tu vida. En tu pecho no cabe el corazón de un joven enamorado, ni cabe el cerebro en tu cráneo, el que abriga tanta inteligencia; lo que tienes inefablemente en esos lugares de tu cuerpo, son tus irrefrenables y reconocidos impulsos sexuales. Con absoluta libertad brincarás como un pájaro de rama en rama, formando en tu vida nidos temporales con diversidad de hembras, independiente del rango, clase y edad de las mismas. Tu frondosidad y desenfreno sexual es inigualable. Tenés todas las características del buen amante y no habrá mujer en el mundo que te ofrezca resistencia. En tu vida habrá un matrimonio indisoluble entre el placer, el amor y la muerte, los tres elementos que te marcarán para siempre. Será éste un vínculo igual al sacramento que reciben las personas de bien, cuando contraen matrimonio en las iglesias. Nunca te casarás, ya que estás llamado a satisfacer no a una, sino a centenares de mujeres en tu agitada existencia. El sexo siempre te dará placeres y te llevará también hasta la muerte, la que con su guadaña corta inevitablemente cabezas y hierbas. La ruleta de la vida y de la muerte, da y quita todo cuanto poseemos en esta tierra. Así es el casino del mundo. Aunque tristemente, los engaños y rupturas marcarán tu vida para siempre. Llegaste a este mundo y fuiste recibido por manos cercanas y amorosas al nacer en un distante lugar; morirás igualmente rodeado de inmen34


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so cariño de los tuyos, pero de manos de alguien vinculado afectivamente a tu vida que será corta, demasiado corta para todo cuanto podés darle a ella, de acuerdo a tus capacidades, finalizó diciéndome. Me reí abiertamente con lo expresado por la clarividente y nunca más hablamos del asunto. Le conté posteriormente a Victoria lo acontecido, manifestándole mi incredulidad en estas cosas, aunque las palabras de su madre quedaron siempre grabadas en mi memoria. La Pico de Oro, contrariando la tradición de augurar larga vida a los incautos que acudían para leerse la fortuna, me había sentenciado a muerte a una temprana edad. La compañía de Victoria me agradaba mucho así como sus novedosas jugarretas sexuales. Pero tuve que dejarla tiempo después de haber llegado a León, ya que decidí trasladarme al Colegio de Granada, siguiendo a los profesores españoles que se marchaban por incomprensibles presiones religiosas de los leoneses. Sus enseñanzas, al igual que las de Victoria, aunque en ámbitos diferentes, me habían calado muy hondo. Nunca más supe de mi Victoria, la de La miel de los gorriones. Decidido a cambiarme de lugar en mis estudios, al dirigirme a Granada, por primera vez visité muy de paso Managua, la capital de la República. Ésta me gustó bastante menos que León. Siempre se ha dicho que junto a Granada, estas dos ciudades coloniales son las más agradables para vivir. Muy cultos sus habitantes, ciertamente con bellas mujeres, pero es en Managua donde reside el poder político. Y éste es la llave que abre todas las puertas en la vida. Me llamó la atención al llegar a Granada, la belleza natural de la ciudad. En la misma estación pude apreciar muchas mujeres elegantes, guapas y pizpiretas. Las construcciones de la ciudad son lindas y señoriales. Me impactó el edificio ubicado en el centro de la ciudad, El Cabildo, que está levantado con numerosas puertas que dan a la calle y sirve como sede de la policía para resguardar el orden. También estaban allí mismo las cárceles, conocidas como bartolinas para encerrar a los borrachitos del pueblo. Desde una de sus puertas pude apreciar a algunos prisioneros amarrados con cadenas y grillos en los pies, así como unos cepos para su castigo. 35


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Muy cerca de la entrada principal del Cabildo estaba siempre una merchante que vendía unos deliciosos perrerreques3 y por supuesto el infaltable chancho con yuca; siempre se hacía acompañar de su ayudante, una atractiva joven quinceañera de lindo color moreno lavado y precioso cuerpo. Cuando veía a la criatura y ella me invitaba a degustar de sus manjares, inevitablemente me recordaba de los dictados de las cartas del Tarot que me hizo la Pico de Oro en La miel de los gorriones.

3. Torta típica nicaragüense a base de maíz.

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4. RECIBIENDO L AS MISMAS LECCIONES EN LEÓN Según lo dispuesto por mi padre el día de mi primera comunión, viajamos hacia León, junto a mi hermano mayor Gabriel y mi querido primo Pío. Íbamos bajo la tutela, guarda y protección de nuestro cercano pariente Benito Irías Calderón, quien se dirigía también a León en viaje de negocios y de afanes políticos. A lomo de mula y bajo lluvias torrenciales, en cuatro días llegamos desde El Ocotal hasta San Francisco del Carnicero, pequeño puerto lacustre cercano a la capital. Era el inicio del mes de mayo de 1885 y pagamos 1.50 pesos a la Compañía de Vapores del Lago de Managua, para que la nave Amelia con rueda de paletas, nos llevara desde San Francisco, hasta Momotombo, el otro puerto llamado Imabite en el pasado. Quedamos absortos por la belleza natural de este lugar, con el inmenso y humeante volcán Momotombo que frente al puerto, lucía majestuoso para todos los viajeros. Ciertamente que ese sitio escogido por los conquistadores españoles para fundar la primera capital de Nicaragua, es excepcionalmente bello. Ahora en los alrededores se cultiva en abundancia cacao, añil, caña de azúcar y algodón. De Momotombo el tren nos condujo hasta la ciudad de León. Estábamos Gabriel, Pío y yo anonadados ante la majestuosidad de la Santa Iglesia Catedral, que no admitía comparación con lo que habíamos conocido en El Ocotal, con su único y modesto templo religioso de La Asunción. La ciudad colonial de León, desde su primigenia fundación en el siglo XVI cerca de la población indígena de Imabite, tuvo siempre vínculos muy estrechos con el norte de Nicaragua. Por temor al activo volcán Momotombo, cercano al lugar donde fue fundada esa primera ciudad por los españoles, fue trasladada años después en 1610, al si37


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tio que ocupa en la actualidad. Por supuesto, no sin antes ofrecer tres días de severa penitencia y oración por los pecados de los pobladores, castigados esta vez con el terremoto del 11 de enero de ese año, a raíz de ese terrible asesinato perpetrado tiempos atrás en el viejo León, del Obispo dominico Antonio de Valdivieso, en su propia casa y en presencia de su madre por manos de los hermanos Contreras. Además de las relaciones comerciales que se cultivaban con León, esta ciudad era como la Meca donde acudíamos desde el norte de Nicaragua a educarnos, a estudiar. En un país de agricultores como el nuestro, estaban ahora acá según se decía los arte cultores de Nicaragua; por eso no solamente es como la Meca, sino que León es a la vez la Atenas y la Jerusalén para todos nosotros los segovianos. Acá es la sede de la Diócesis Única de Nicaragua. Algunas de las amplias calles del centro de León estaban empedradas; las casas y edificios los encontrábamos grandiosos, con sus infaltables aleros para proteger a los transeúntes del sol y de la lluvia y con sus puertas esquineras de chaflán con el infaltable poste en medio y las dos hojas de madera en punta de lanza que se encontraban dando a cada una de las calles. Los amplios portones labrados con finas maderas, contaban frecuentemente con los postigos o sea una puerta más pequeña en una de las hojas de los hermosos zaguanes, para ser usados por las personas y no por las carretas y las bestias que pasaban diariamente hasta el último patio de las casas, hacia las caballerizas. En la entrada de los zaguanes en la ciudad de León, en las casas de familias pudientes vinculadas al campo, se vendía diariamente leche acarreada en pichingas colocadas sobre los aparejos de madera que cubrían el lomo de las bestias, leche que era vendida a numerosos compradores que hacían fila, principalmente en aquellos puestos de venta que se decía, no solían bautizarla agregándole agua para su mayor rendimiento. Al momento de ingresar a la ciudad, una zarabanda de campanas de los templos existentes en León, anunciaba la hora del Ángelus. El tío Benito, que amorosamente nos acompañaba, le pidió al cochero que nos llevaba de la estación de ferrocarril a la pensión donde alojaríamos, que por respeto a la oración y a nuestros devotos sentimien38


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tos cristianos, detuviera la marcha. Todos rezamos en silencio como acostumbrábamos desde niños. Estábamos sorprendidos al ver por primera vez que había luz en todas las calles centrales, las que estaban iluminadas desde las seis hasta las diez de la noche. Se levantaban numerosos postes con faroles de kerosene tanto en las esquinas como en las mitades de cada cuadra, que alumbraban las calles del centro de León, los que eran apagados por los serenos, ya adentrada la noche. ¡Había un evidente contraste con la niebla oscura y espesa que frecuentemente cubre a la distante y muy querida ciudad de El Ocotal! Todas las casas de León cuentan en sus corredores o en sus amplios aposentos, con hamacas que cuelgan con indolencia de argollas clavadas en sus paredes de adobe. En el norte de Nicaragua no estamos acostumbrados a las hamacas, quizás por el clima frío que tenemos; pero en León todo aquel que no se ve forzado a trabajar, hombres y mujeres, se mecen en ellas leyendo, conversando, fumando, esperando solamente que transcurran las horas con esa lentitud tan propia del trópico. Al día siguiente, quisimos enviar un mensaje a nuestros padres, Nicolás y Candelaria, para avisarles que habíamos llegado sanos y salvos, sin problema alguno a la ciudad de León. Por primera vez en nuestras vidas enviábamos un telegrama. Apenas se iniciaba en aquel tiempo el novedoso servicio de comunicaciones entre los principales lugares del país. El sonido de la clave Morse para trasmitirlos, nos parecía a todos una cosa de brujería. Aturdidos comentábamos al salir de la Oficina Pública de Servicios Telegráficos, que para colmo el mensaje redactado por nosotros y con toda rapidez, casi de inmediato, llegaría hasta las puertas de nuestra propia casa, allá lejos en El Ocotal. Luego esa misma mañana nos llevaron a registrarnos al prestigioso Instituto Nacional de Occidente. No estábamos acostumbrados al calor húmedo de la ciudad, el que nos parecía sofocante. Después de algunos exámenes reglamentarios en el plantel de estudios, nos asignaron a Gabriel y a mí en un mismo curso, donde unas pocas docenas de estudiantes seguían con mucho interés las lecciones impartidas por uno de los profesores espa39


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ñoles, a quien le apodaban El Gachupin. A Pío le asignaron otro curso. Hay una gran diferencia en todo –le comentaba a mi hermano– con nuestras maestras de primeras letras, las niñas Mantilla allá en El Ocotal. En el centro de la ciudad de León estaba efectivamente la sede del Instituto Nacional de Occidente fundado en tiempos del presidente Joaquín Zavala en 1881. Gabriel y yo habíamos sido aceptados como internos en el Instituto, el que contaba en su totalidad con un poco más de doscientos alumnos, fundado según el modelo del Colegio de Granada. Don Emilio Castelar, ese gran escritor y político de la Primera República Española, había contribuido para que el Gobierno nicaragüense contratara como profesores del Instituto Nacional de Occidente a un grupo destacado de libre pensadores europeos. Lo encabezaba José Leonard Bertholet, de origen polaco y gran amigo de los republicanos españoles junto al profesor Augusto González de Linares. Discípulo del filósofo Krause, don José Leonard creía en el progreso y en la perfectibilidad del ser humano. Solía describirse como buscador de la verdad y del pulimiento de la piedra bruta, ante las personas que consideraba idóneas para ser iniciadas en los ritos masónicos, en una Logia que aceleradamente había fundado en León. A esta Logia le habían llamado Luz y Trabajo, en consideración a las dos herramientas indispensables para alcanzar el desarrollo de Nicaragua, entendiéndose que con la luz, se logran los conocimientos y se alcanza la verdad, que saca de las tinieblas al pensamiento del ser humano. El trabajo es además el instrumento necesario para lograr el progreso, tanto de nuestro país como de sus habitantes, solía decir. La población recatada de leoneses veía lo anterior con mucho escepticismo y temor, ya que se murmuraba que los masones acostumbraban escupir la sagrada hostia, mataban niños para sus rituales y penetraban montados en caballos hasta el altar mayor de los templos católicos. Me sorprendió mucho la rigurosa vestimenta de levita, así como la cordialidad y acento español del maestro que nos acogía en el aula: —Señoritos Gabriel y Julián Irías: seáis bienvenidos la mañana de hoy a este templo de la educación que habrá de sacar a vuestro país, y a a vosotros, por supuesto, de las tinieblas de la ignorancia. Emancipare40


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mos vuestra inteligencia de preocupaciones y errores, dando rienda suelta a la razón para investigar filosóficamente la verdad. El libre pensamiento y la libertad de conciencia, serán el fundamento de vuestra educación, armas con que habréis de librar guerra abierta a preocupaciones y a sistemas dogmáticos e inicuos, que obligan a la razón a aceptar como verdad, aquello que no alcanza como tal, fue el saludo de recepción con que fuimos acogidos. Mi hermano Gabriel gratamente impresionado, no atinó a decir otra cosa que el consabido saludo utilizado en el campo, en las zonas rurales del norte, ante una personalidad que respetuosamente es considerada de rango superior: —Y yo señor de verle, respondió secamente y con gran timidez, con voz muy baja, casi imperceptible. Esa frase fue suficiente para que un condiscípulo que se sentaba en la última fila de la clase, con mucho desenfado se pusiera en pie y dijera en voz alta: —Estoy seguro que los recién llegados, al igual que yo, son del norte de Nicaragua. Es fácil reconocer la forma y el cantadito con que hablamos allá. Y mirándome fijamente a los ojos, con una franca y generosa sonrisa en los labios, agregó: —Bienvenidos a León y al Instituto Nacional de Occidente; mi nombre es Adolfo Altamirano Castillo; soy de Estelí y estoy a la orden de ustedes en todo cuanto pueda servirles. Desde ese primer día, se inició entre Adolfo y yo una fraterna amistad, que ambos deseábamos que durara para siempre. Él era apenas un poco mayor que yo. Según la fe de bautismo que guardaba celosamente en su baúl de madera en el dormitorio colectivo del Instituto, había nacido en 1871, frente al altar mayor de la Iglesia parroquial, plaza de por medio en la ciudad de Estelí. La cercanía de su casa solariega con el templo católico, no le era suficiente sin embargo para alimentar sus principios religiosos. Siempre comentaba sonriente, con gran satisfacción y especial agrado, que por esa misma época de su nacimiento, sacerdotes de la Compañía de Jesús habían sido expulsados de Guatemala por el dictador Justo Rufino Barrios. Esos jesuitas fueron acogi41


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dos luego en Nicaragua y se habían instalado finalmente en Matagalpa, otro pueblo importante de Las Segovias en el norte de Nicaragua. Adolfo y yo éramos unos jóvenes originarios de dos ciudades secundarias del interior norteño del país. Nacidos ambos en hogares cristianos y bien constituidos. Compartimos desde aquel día nuestras inquietudes y afanes. Disfrutábamos recibiendo juntos las lecciones de caligrafía, dibujo, métrica y retórica que se nos impartía. Desde el inicio, nos entendíamos muy bien en todo orden de cosas; conversábamos mucho entre nosotros y acerca de nosotros. Pensábamos en un futuro estudiar en la Escuela de Derecho para estar en Nicaragua al servicio de las leyes y la justicia. Debo reconocer que yo soy bastante tímido, principalmente con las jóvenes damas que llegamos a tratar en León. Adolfo, al contrario es intrépido y audaz con ellas. Casi sin recato alguno, gran bailarín, deleitaba a sus amistades tocando el piano o a veces la guitarra. Constantemente yo pensaba en mi familia, en la responsabilidad que asumía como estudiante y solía repetirme que la principal tarea de mi vida consistía en responder adecuadamente a mis padres ante el sacrificio económico que les significaba mi permanencia en el Instituto Nacional de Occidente. Es inolvidable la primera visita que hicimos Adolfo y yo, a muy pocos días de habernos conocido en el Instituto, al mercado central de León. ¡Qué diferencia encontrábamos con las pulperías desabastecidas de El Ocotal y Estelí! En aquellas, apenas se vendía manteca de chancho, miel de jicote, rajas de leña, algunas tinajas, astillas de ocote, gas para los candiles, almidón, carburo, naranjas cuyas mitades servían a algunos para sostener a las candelas y unas cuantas cabezas de guineos. Además de cajetas, mantequilla de costal, melcochas, huevos chimbos, atados y también tapas de dulce. Eso era todo. En cambio en este enorme mercado de León, abundaban los estantes con tabaco, papas, café, frijoles, arroz y cueros. Igual que las verduras, mariscos, refrescos, ropa, alforjas, hamacas, petates, canastos, jícaras, huacales para el baño y la cocina, chilillos de cuero cru42


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do, monturas de varones y galápagos para las mujeres, así como también zapatos de diferentes colores. Se vendía pan de trigo moreno, variedad de quesos, cera y miel de abejas, pescado salado, jabón negro, alfeñiques, vino de marañón, nancites conservados en dulce y también en aguardiente. Las vendedoras de productos de consumo corriente, se desplazaban bulliciosas con sus bateas en la cabeza, sostenidas con uno de sus brazos en impecable ángulo recto a la altura de sus orejas, sin despegarse el infaltable puro de sus labios. En ese mercado había también piezas de alquiler para los comerciantes foráneos que llegaban a León. Allí se conseguía sin dificultad la Esencia Coronada, así como la Emulsión de Scott, preparada a base de aceite de hígado de bacalao para combatir la anemia, enfermedad tan común en las mujeres. Y también Agua de Buda, un purgante refrescante que surge, según se dice, de una fuente que brota en una colina cercana a Budapest. Abundaba el Agua Florida, perfume embotellado por don Abraham Hunter. También se podían adquirir en el mercado, gotas mágicas para curar los dolores de muela. Adolfo compró una botella de sacaguacal, elixir que combate la laxitud que deja el abuso de los placeres venéreos; yo compré por diez centavos, un par de jabones de pino para el baño. Muy cerca del mercado estaba también la botica del doctor David Argüello, la más grande de León, con sus medicamentos guardados en altos estantes y donde eran clasificados en diferentes vasos de color amarillento. Todos en orden y debidamente etiquetados, por supuesto. Igualmente se encontraban en ese sector de la ciudad cercano a la Catedral, almacenes de renombre que a todos deslumbraban por la variedad de los productos ofrecidos. La casa Dreyfus, vendía sus artículos importados de París: sombreros para señoritas, adornados y sin adornar, plumas, cintas, encajes de seda y algodón, tules, velos, velillos, crespones, alfileres, corsés, zapatos, guantes, abanicos, pañolones, azahares, etc. Frecuentábamos esa famosa casa Dreyfus, ya que ofrecía además surtidos artículos de colegio y útiles para escritorio, como papeles de diferentes clases, tintas, lápices, borradores, escuadras y secantes. Y por supuesto, allí se vendían una enorme variedad de vinos franceses y españoles, al igual que conservas importadas de Europa. 43


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Atendía en el almacén su dueño Jorge Dreyfus, con su marcado acento francés, quien vestía siempre con una gorra que constaba sólo de visera y unas fundas de tela que usaba en sus antebrazos, para no ensuciar ni gastar el puño de sus camisas. También por primera vez junto a Gabriel, visitamos un sábado por la mañana en el centro de León, el local exclusivo de barbería para cortarnos el pelo. Don Dioscórides González, ofrecía sus hábiles servicios para hacer cortes según lo anunciaba en una pizarra: a la broos, al capul, de casquette inglés o francés, o bien corte de barba a la boulanger. Nunca antes habíamos visto utilizar la navaja con tanta destreza, sirviéndose del asentador de cuero, que pegado a una delgada tablilla utilizaba constantemente el fígaro criollo para sacar filo al instrumento barberil. Todo por cincuenta centavos, pudiendo escoger el estilo que quisiéramos para el corte seleccionado y lucirnos así con peinados modernos propios de la ciudad. En El Ocotal, era mi mamá quien nos cortaba el pelo mensualmente, con una simple tijera y a todos los hijos a la vez. Cerca del Instituto, vivía una distinguida familia de apellido Salazar. Al pasar a diario por la acera de esa casa, se podía apreciar el lujo de la sala que daba hacia la calle, cuyo mobiliario principal estaba colocado para hacer juego con una hermosa lámpara de cristal veneciano que colgaba del techo. Los muebles y cortinajes eran suntuosos, como yo nunca antes los había visto en mi vida. En León se decía constantemente que la riqueza de esa familia, obedecía a que habían encontrado en el pasado una cuantiosa botija o tesoro escondido en el patio de esa propiedad. Pero lo más lindo que tenía esa vivienda era una preciosura de niña, Catalina, que no había cumplido aún sus quince años. Por supuesto que a esa edad, no le habían quitado todavía los calcetines, lo que significaba para la familia al momento de su ocurrencia, un ritual especial que la admitía a contar de entonces, como señorita en edad de merecer, según se decía en León. Frecuentemente la veía pasar cuando iba con su bulto escolar al Colegio de las monjas francesas, luciendo en su cuello un collar de fino hilo de oro, que no sé por qué le llama44


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ban Cadena de Panamá, con un dije colgando con un gracioso monograma CS. Quedé prendado de ella desde que la vi por primera vez y trataba de hacerme notar cuando cumplidamente por las noches, después de la cena, sus padres sacaban las mecedoras de mimbre, para tener en la acera una tertulia y compartir afanes del día con los transeúntes que se acercaban a saludarles. Solitaria, ella estudiaba en la sala pero siempre muy cerca de la puerta principal. Y se fijaba en mí, cuando saludaba a sus padres, quitándome el sombrero que siempre usaba al salir a la calle. Un día con gran esfuerzo de mi parte, me atreví a abordarla cuando ella iba hacia el colegio; le obsequié un escapulario bordado por mi madre y le formulé la primera declaración de amor que hacía en mi vida. Me contestó Catalina con una expresiva pero recatada sonrisa, que ciertamente le gustaba, pero que le diese tiempo para aceptarme como novio. Que acababa apenas de conocerme y a la distancia. A los pocos días tuve una enorme decepción, cuando Adolfo me enseñó un aromático y delicado pañuelo que mi pretendida preciosura de niña le había obsequiado, en señal de amoroso compromiso. Tenía finamente bordadas en blanco las letras iniciales de su nombre. Decepcionado y triste, no pude dormir durante un par de noches; pensaba que no tenía ni tendría éxito con las mujeres. Pero a pesar de ello mi amistad franca y sincera con Adolfo siguió inalterable, siempre fraterna y pude superar ese mi primer agravio sentimental, causado involuntariamente por mi gran amigo Adolfo y por la bella y joven Catalina. Estaba sin lugar a dudas, más enamorado del amor que de semejante criatura tan preciosa. Adolfo me convidó un par de días después, para que fuésemos a un establecimiento que había conocido y que gozaba de merecida fama en León. A La miel de los gorriones, donde fue recibido y atendido con mucha familiaridad. Se dedicó a bailar con diferentes niñas que trabajaban en el lugar, con la música salida de una vetusta pianola que estaba en un rincón de la cantina. Luego se fue a una habitación en compañía de Victoria, su amiga predilecta como me había sido presentada. Mientras tanto yo me dediqué a consumir licor, sentado muy cer45


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ca del mostrador. Estaba mareado cuando juntos nos marchamos del lugar. No fue de su agrado mi comentario en ese momento: Fito, le dije. Uno debe ser cuidadoso aun con la misma miel que se encuentra en los caminos. Cuando en Pueblo Nuevo, encontrábamos y castrábamos un jicote para sacar la dulce miel, aprendí que hay que ser comedido, caso contrario puede hacer daño, produciendo empacho y hasta vómitos, en alusión a sus actividades amorosas de esa noche. Al poco tiempo de nuestra llegada a León, siguiendo a los profesores españoles expulsados de la ciudad y con quienes ya nos habíamos encariñado, obtuvimos autorización de nuestros padres para trasladarnos a Granada, la otra ciudad colonial de Nicaragua que les había acogido. La sociedad de León y muy especialmente la Iglesia Católica, teniendo a la cabeza a monseñor Manuel Ulloa y Larios, adversaba a los docentes. El obispo se había levantado ostentosamente durante la ceremonia inaugural del año escolar en el Instituto, declarando que en ese plantel de estudios anticatólico había olor a azufre y a diabólica chamusquina. Habían pedido posteriormente los leoneses que se fueran los foráneos de la ciudad, por ser descreídos y ateos. A echar pulgas a otro lado, les gritaban algunos mojigatos y meapilas a los profesores foráneos, exigiéndoles que cuanto antes abandonaran León. Éstos se marcharon hacia Granada, lugar donde ya estaban enseñando otros maestros españoles y el cubano José María Izaguirre. Junto a Gabriel, mi primo Pío y mi amigo Adolfo, partimos en tren hasta el puerto de Momotombo para hacer transbordo al vapor que nos llevaría a la capital de Nicaragua. En ese viaje tuvimos que pasar por Managua que todos deseábamos conocer, antes de arribar a nuestro nuevo destino. Por eso nos demoramos cuatro días en llegar a la coqueta ciudad de Granada, que contaba con unos veinte mil habitantes. Todos vestíamos de traje entero y sombrero, como lo demandan las reglas de urbanidad. Solamente abotonadas las camisas blancas en su parte superior. Éramos ahora cuatro personas del norte de Nicaragua, quienes cambiábamos de ciudad y también de Instituto: Gabriel, Adolfo, Pío y yo.

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5 . J U N T O S E N G R A N A DA Al llegar por primera vez junto a Adolfo y mis parientes Irías a la Gran Sultana, como comenzaban a llamar a Granada, pudimos apreciar que era una limpia y bonita ciudad, a los pies del imponente macizo boscoso del Mombacho; esa fue la impresión que tuvimos tan pronto desembarcamos en la estación del ferrocarril, ubicada en el extremo norte de la avenida central conocida como Gran Vía, casi en las afueras de la ciudad. Unas carpas cercanas a la estación, abrigaban a la compañía de maromas Chiarini. Únicamente Granada, ocupa el lugar primitivo en que fueron fundadas por los españoles en el siglo XVI, las tres principales ciudades de Nicaragua. Tanto Segovia como León, las otras dos ciudades con similares credenciales de antigüedad, fueron cambiadas de sitio hace muchos años y por diferentes razones; para salvarse de las incursiones de corsarios e indígenas se trasladó Segovia, y para seguridad de la ciudad por el amenazante volcán Momotombo, cambió de lugar la ciudad de León. Con un inocultable orgullo de sangre y aires cosmopolitas, los jóvenes granadinos tienen un gusto refinado en el vestir; son elegantes, un tanto ostentosos y por supuesto muy amigos de la broma chispeante. Varias casas comerciales con nombres y dueños de origen europeo, principalmente italianos y franceses, satisfacen las exigentes demandas de la población granadina. Granada es diferente a León, ya que ésta es una ciudad más grande, más maciza, más chata, más viril. Debo confesar que nada me había impresionado tanto en la vida, como ver por primera vez la Catedral en aquella ciudad. La prefería con creces a todo lo que había visto, aunque Granada indudablemente tiene también sus preciosas y ornamentadas iglesias, como Xalteva, San Sebastián, La Parroquia, 47


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Guadalupe, San José, San Juan de Dios, San Francisco y La Merced, esta última acusando todavía los daños sufridos en su torre, durante el sitio practicado por el general Máximo Jerez en 1854, durante la Guerra Nacional. Nos impresionó el inmenso lago Cocibolca con que la naturaleza ha premiado a Nicaragua y a Granada en especial, con su reputación de tener en sus dulces aguas especies marinas como el tiburón, pez sierra y pez espada. La ciudad fue construida al oeste de lo que se llamó en el pasado La Mar Dulce, por los conquistadores españoles. Llegábamos esta vez los cuatro norteños segovianos a Granada, al Instituto Nacional de Oriente, el que contaba con unos doscientos alumnos y había sido fundado en 1874, pocos años antes que el Instituto de León, durante la presidencia de don Vicente de la Quadra, estando ubicado muy cerca de los famosos Hoteles de la Sirena y de los Leones, propiedad de don Alejandro Downing. Contaba este Instituto con un hermoso edificio colonial, un convento donde años atrás al construirse, se habían alojado los frailes franciscanos. Constaba de dos amplios patios interiores con mucho verdor en cada uno de ellos, donde crecían algunos naranjos, plantas de marañón y jugueteaban siempre un par de monos conocidos como micos cara blanca. Estaban estos jardines rodeados en escuadra, por cuatro corredores que albergaban las aulas del Instituto. El antiguo convento se levantaba contiguo al templo de San Francisco, fundado en 1529, donde había vivido y predicado fray Bartolomé de las Casas. El inmueble había sufrido numerosas reformas para poder ubicar en ese lugar al Instituto Nacional de Oriente, heredero del Colegio de Granada que a contar de 1877, pasó a depender del Estado dejando de ser privado. También se había reformado la fachada de la misma Iglesia, la que no lucía exactamente como un templo dedicado a las prácticas religiosas tradicionales de la iglesia católica, pareciendo más bien un hermoso templo laico de la antigüedad. En Granada se hablaba con mucha seriedad y compostura de algunas leyendas locales, mencionando que en este templo de San Francisco, aparecían las almas de ciertos sacerdotes fallecidos, quienes por las noches llegaban a prender cirios y celebrar misas. Penaban esos tonsu48


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rados, según se decía, por no haber cumplido antes de morir con las misas gregorianas que habían sido previamente pagadas por familiares de difuntos granadinos. Con frecuencia se mencionaban también otras leyendas, referentes a que por las noches aparecía por las calles de la ciudad, una chancha furiosa, además del cadejo, la carreta nahua tirada por una yunta de esqueletos de bueyes y la cegua maligna con sus estridentes silbidos. Cuando llegaron a la Gran Sultana los primeros profesores extranjeros fundadores del Colegio de Granada, tales como Pedro Sáenz, César Sánchez, Nicolás Quintín Ubago y otros, se alojaron en la casa solariega del presidente de la República don Vicente de la Quadra. El mandatario residía en Managua, cumpliendo con sus elevadas funciones gubernamentales. Les entregó temporalmente y con toda generosidad las llaves de su casa a los educadores españoles; nunca imaginó el Presidente Quadra, ni sus notables amigos conservadores, que desde entonces entregaban también las llaves del pensamiento libre para sus hijos y para la juventud granadina. Los pioneros profesores españoles habían abierto en Granada los fuegos de las ideas, en una ciudad que se reputaba como la capital del conservadurismo. Abrieron igualmente las mentes de la juventud. En eso hay que reconocer las enseñanzas del doctor Salvador Calderón, así como a los profesores Augusto González de Linares y Antonio Salaverry, a quien llamábamos con cariño, El Chapetón, aunque ese era el calificativo que desde los tiempos de La Colonia tenían todos los peninsulares. La mayor parte de los estudiantes del Instituto son de Granada, o con familiares en esta ciudad. Las clases, después de impartidas en las aulas por los profesores extranjeros se convertían extra muros, en un verdadero centro de debates. Enfatizaban los maestros con sus enseñanzas y marcado acento español, en respetar el pensamiento y la libertad individual de cada ser humano. Insinuaban con elemental prudencia sin embargo, la libertad para tener la opción religiosa que mejor acomodase a los estudiantes. O la opción también para no profesar ninguna. Lo importante es la búsqueda de la verdad, solían repetir. 49


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Las discusiones y debates entre los mismos estudiantes se daban principalmente en las gradas que llevaban al portal del Instituto, levantado en un promontorio al nivel del vecino templo de San Francisco para evitar en el invierno las inundaciones de las correntadas de agua. La escalera construida para conducir al plantel de estudios, contaba de trece cabalísticos peldaños, donde se nos había indicado utilizarlos comenzando a subir con el pie derecho para ingresar al Instituto como a un templo, también con el pie derecho. Se nos enseñó a rechazar el temor a ese número trece, universalmente considerado de mala suerte ya que según la tradición, trece personas se habían sentado con Jesucristo en la Última Cena. Se nos decía que bien al contrario, era considerado el trece como el número de la Transformación, que también aparece en la cultura anglosajona en la Pirámide con el ojo que todo lo ve, símbolo usado desde la independencia norteamericana. Todas esas teorías para mí bizarras y un tanto escandalosas, entusiasmaban mucho a Adolfo, el ahora adoptado hermano mío. Llegó a cultivar una muy estrecha amistad con Manuel Coronel Matus, quien aunque mayor que nosotros, nos distinguió siempre recibiéndonos en sus oficinas de abogado, desde donde dirigía también el semanario La Esperanza, de ardiente corte liberal. Sus brillantes y cultos escritos los firmaba con el seudónimo quijotesco por cierto, de El bachiller Sansón Carrasco, enfatizando mucho en la pureza del idioma con sus tiquis miquis gramaticales. La mutación en esa generación de estudiantes en Granada, terminó dándose a todos los niveles. Muchos pasaban el umbral del Instituto Nacional de Oriente, siendo conservadores; salían siendo entusiastas practicantes de la libertad de conciencia y de los principios liberales. Sin embargo a pesar de toda esa revolución educativa impulsada con la llegada de los profesores extranjeros, Granada continuaba siendo un pueblo con ideas y tradiciones arraigadas, aun con las innovaciones intelectuales que se esforzaban en trasmitir los españoles. Contaba la ciudad con personajes como la famosa Pía loca, quien con su razón extraviada perseguía por las calles a los estudiantes; y también con Pillilla, quien hacía otro tanto blandiendo siempre una Cruz de Cala50


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trava después de cumplir con su oficio municipal de botaperros, levantando en Granada a todos los canes muertos en las calles de la ciudad. El tal Pillilla, se dedicaba además a recoger los blancos excrementos de perros, abundantes en calcio, para venderlos en Masaya en una famosa botica perteneciente a una reconocida familia de aquel lugar. Después de un tratamiento de secado al sol, eran vendidos a personas humildes, quienes creían en las bondades de Caniforte, el famoso remedio perruno. Se decía que servía para fortalecer las estructuras óseas de los niños y también de los adultos, por la cantidad de cálcicos huesos previamente roídos por los canes callejeros. Las porciones de Caniforte, eran envueltas en rollitos de papel de empaque antes de ser vendidos en la vecina ciudad de Masaya, en la reconocida y próspera farmacia. El famoso, blanco y pastoso remedio canino tenía gran demanda en la población y se promocionaba de la siguiente forma: Niños sanos y robustos, son siempre niños felices. Caniforte los hace fuertes y saludables; Caniforte sirve para que los niños endurezcan sus huesos, y estos se desarrollen sanos y vigorosos. Los niños necesitan asimilar substancia mineral para sus huesos. Por ser Caniforte un alimento parcialmente digerido, se incorpora de inmediato al organismo y todo el sistema del niño empieza a sentir con rapidez la influencia reparadora y tonificante de Caniforte. Sirve en pequeñas dosis, para combatir el raquitismo y la escrofulosis. Por supuesto que los farmacéuticos de Masaya, nunca hacían alusión al origen del medicamento y menos a la circunstancia anunciada, de ser un alimento parcialmente digerido. Decidimos una vez obtenidos nuestros diplomas como bachilleres en el instituto de Granada, ir de vacaciones a nuestra querida ciudad de El Ocotal. Desde allí, previa autorización de nuestras familias resolvimos viajar a Guatemala para cursar estudios de Derecho. Adolfo y yo coincidíamos siempre en tantas cosas, incluyendo en nuestras vocaciones profesionales. Aprovechando que mi tío Benito Irías Calderón, enviaba un lote de ganado desde El Ocotal para ser vendido en Guatemala, resolvimos 51


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marcharnos hacia aquel país. Hicimos el viaje con los arrieros a lomo de caballo. Eran unos doscientos novillos, cuidados por diez hombres y el caporal correspondiente. El viaje lo hicimos lentamente, ya que correspondía tener intervalos para el descanso y el sesteo. Llevábamos comida preparada previamente: frijoles molidos, huevos duros, cuajadas secas, totoposte y abundante pinolillo. También un calabazo para el agua y el rodillo que nos servía de frazada en la parte posterior de la montura. Aprovechábamos en los momentos de descanso, para hablar a los mozos y arrieros acerca de la libertad individual, la igualdad entre los seres humanos y hasta de fraternidad. Adolfo era como siempre, el más exaltado y elocuente al abordar estos candentes temas con ellos. Nuestra llegada a la vieja sede de la Capitanía General fue magnífica e impresionante. El asombro en mi vida se iba sucediendo in crescendo. El Ocotal, León, Managua, Granada y por último, la populosa e imponente ciudad de Guatemala. Sin mayor dilación nos instalamos en una pensión, muy cerca del hermoso Palacio Nacional de la ciudad. Luego nos inscribimos en la Facultad de Derecho de la prestigiosa Universidad de San Carlos (USAC), la cuarta más antigua de América. Los dos, Adolfo y yo ahora con más y numerosas coincidencias: compatriotas, coetáneos, del norte de Nicaragua, compañeros de colegio; se decía igualmente que ambos somos estudiosos e inteligentes, nutridos además de la doctrina liberal; deseosos de ser abogados, con inquietudes comunes acerca de la política patria. Coincidíamos en todo; bueno, casi en todo. Compartiendo en Guatemala, casa y actividades universitarias consagrábamos nuestra amistad que según palabras de Adolfo, serían unas paralelas prolongadas hasta el infinito; aunque lo infinito le dije esa vez, solamente está en el tiempo prolongado que existe, antes de nuestro nacimiento y el existente después de la muerte.

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6 . D O S Q U E T Z A L E S E N G U AT E M A L A La amistad fraterna que me había ligado desde que años atrás conocí a Julián, se había cimentado aún más viviendo en el extranjero, como estudiantes en Guatemala para convertirnos en abogados. Allí compartimos durante nuestra carrera universitaria episodios muy íntimos, felices algunos y dolorosos otros. Lo cierto es que los dos somos como el quetzal, el ave nacional en este país: de lustroso y bello plumaje, atraídos por las alturas, sin soportar el cautiverio y con el pecho de un rojo encendido, al igual que nuestras ideas políticas liberales. Morábamos Julián y yo en el número 24 de la calle 5 Oriente, en el hotel Rívoli de la capital guatemalteca. Compartíamos fraternalmente nuestros afanes, tratábamos de ser disciplinados en los estudios y también en nuestras vidas, como corresponde a estudiantes procedentes del extranjero, con sus limitaciones económicas y exiguas relaciones sociales. Muy cerca de nuestra casa, funcionaba el principal y más elegante prostíbulo de la ciudad. Se trataba de la cantina conocida como El Éxtasis. Aunque fuese de lejos, ya lo teníamos ubicado y estudiado a la perfección. La regente del lugar era conocida como Venus quien hacía honor a su nombre mitológico y al igual que ese planeta, sólo se dejaba apreciar con su esplendoroso brillo por un par de horas durante las noches. Fisgones como todos los jóvenes, veíamos entrar allí con frecuencia a distinguidos hombres públicos, a gente de la clase alta y también a destacados académicos, ampliamente conocidos por la población guatemalteca. Sin embargo un episodio incómodo y doloroso, en esa larga y estrecha amistad entre nosotros ocurrió en Guatemala. Una noche en 53


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que el frío y la lluvia azotaban la ciudad, Julián no llegó a dormir a la pensión donde nos alojábamos. Pensé en algún momento que se trataría de algún fogoso arrebato, en una época de nuestras vidas en que las hormonas masculinas se alborotan frecuentemente para esas deliciosas aventuras de la juventud. A las nueve de la mañana del día siguiente, Julián se apareció en nuestro hotel, cuyo dueño de origen italiano nos hacía un precio especial por ser estudiantes extranjeros y huéspedes permanentes en su casa. Despeinado, el rostro abotagado, inflamado, y descompuesto. Arrugada su vestimenta y sin el obligado saco de rigor, que siempre vestíamos como universitarios y necesario además por el clima fresco de Guatemala, propio de la época de diciembre. Como pude y ayudado por Maurizio Menicucci, el dueño de la pensión que no quería un escándalo en su establecimiento, lo subimos a su habitación en la segunda planta. Le ayudamos para que se diera un baño con agua fría. No hablaba nada. Lucía torpe en sus movimientos. Su mirada estaba perdida, como si hubiese tomado algún alucinógeno. —Que vergüenza me da, que me vean ustedes así atinó a decir, soltando de su boca un aliento aguardentoso. Luego, sin que nadie le hubiese formulado reproche alguno, se deshizo con nosotros en farragosas explicaciones justificando su aspecto y situación. Al principio estaba totalmente incoherente, a pesar de su reconocida y portentosa inteligencia. —Se me pasó la mano en ese bendito lugar conocido como El Éxtasis, repetía una y otra vez. Creo que anoche los amigos en libaciones y devaneos, me pusieron algo en la bebida. El mezclar diferentes clases de licor, me hizo daño, concluía viéndonos a la cara con mirada inexpresiva. Después de servirle una taza de hirviente café de altura, del producido en la región de Cobán en Guatemala, comenzó a expresarse articulando mejor sus ideas. Lucía incómodo, le molestaba la presencia nuestra, pero a la vez la necesitaba para que escucháramos sus argumentos en descargo por su lamentable estado de ebriedad. 54


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—Quisiera compartir con ustedes algo de mi vida y es que desde hace muchos años, cuando era niño y pasaba mis vacaciones en una finca de Pueblo Nuevo, en el norte de Nicaragua comencé a disfrutar con la ingesta de bebidas fermentadas; así se expresaba con una susurrante tonalidad, solamente escuchada en los confesionarios religiosos. —A escondidas tomaba en el campo chicha de maíz que llamábamos ‘bala rasa’ y que me facilitaban los mozos del Chagüitón, la finca de mis parientes. Allí aprendí a tomar licor acompañado de café negro, agregó. Buscando apoyo de mi parte, al igual que el niño travieso que busca la indulgencia de sus padres, continuaba en su monólogo: —Aunque yo tomo licor para reducir mis tensiones y la ansiedad que a veces me agobia. Lo hago para desinhibirme; para sentirme bien. Me preocupa y provoca angustia, el sólo pensar que no podré obtener lo que deseo y además que con mi conducta, mis padres se sientan frustrados, por cuanto me gusta mucho el licor. Por eso busco amigos que al igual que yo, necesitan beber, ya que los vicios declarados y compartidos siempre son más leves, dijo con un cierto tono lastimoso. Ante mi condescendiente silencio, terminó diciéndome con humildad: —He leído en algún lugar que nadie nace libre de vicios mayores y menores. Me pregunto si no será una maldición por mis pecados. No volveré a tomar. Soy un hombre fuerte y tenaz. Te lo juro por Tatita Dios mi querido hermano. Hubo un prolongado silencio. De repente, sin motivo alguno siguió pontificando, pasando del tono humilde y penitente a una manifiesta agresividad para conmigo: —Sin embargo, Adolfo, si yo soy víctima del alcohol, vos sos un tiquismiquis víctima de la lujuria que es bastante peor. Porque al beber como anoche lo hice, yo puedo hacerme daño a mí mismo y a nadie más perjudico. Vos al contrario, mujeriego insaciable como sos, podés convertir en desgraciada a una mujer o también a una familia entera, me espetó de repente, con cierta dureza, sin que yo me esperara semejante observación. Quería posiblemente que estuviésemos en igualdad de circunstancias. Con armas y debilidades similares y dañinas, en este singu55


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lar duelo fraterno, pensando que cada vicio trae aparejada su correspondiente excusa. Efectivamente, varios días antes de este penoso incidente tuvimos como siempre lo acostumbrábamos, una seria y fraternal conversación acerca de mi irrefrenable vocación y permanente atracción por las mujeres. Debo reconocer que me gustan de toda edad, tamaño, rango, clase, condición y color. Algunos pequeños y recientes casos acerca de faldas, muy íntimos por cierto, ya los había compartido con Julián. Con toda tranquilidad, riéndome, le contesté ante la imputación que me hacía: —Hermano mío, sin la necesaria y omnipresente lujuria de la que ahora me acusas, ninguno de nosotros hubiese venido a este mundo. Puede ser y te acepto que yo sea un libertino en mi vida sexual, pero no soy un criminal, ni un delincuente, ni un asesino. Nunca, nunca en mi vida mataría a alguien por asuntos vinculados al sexo o a una mujer. —Conquistar a una hembra requiere de mucha habilidad, inteligencia y destreza. Es un arte. Recuerda lo que aprendimos de aquellos profesores españoles en el Instituto de Granada que decían: “Con arte se quebrantan los corazones duros, tómanse las ciudades, derríbanse los muros”. —El sexo mi querido Julián no sirve solamente para la reproducción, sino también para generar placer. Si Dios castiga la fornicación, es porque nunca la ha probado antes. Si hubiese querido prohibirla, hubiese puesto espinas en nuestros penes. La famosa y necesaria virginidad de las mujeres jóvenes y célibes, no es más que una solemne majadería inventada por la Iglesia. Lo único que considero condenable en esta materia, es aprovecharse de la inocencia de menores o de la necesidad económica de alguna mujer. O también violar a una hembra sin su consentimiento; eso sí que es digno de reproche y sanciones. — Afortunadamente está comprobado, que solamente nosotros los seres humanos, vivimos en un celo constante y permanente, que es lo que nos diferencia de los otros animales y nos lleva al verdadero paraíso terrenal. También somos diferentes de todas las otras especies, en cuanto únicamente los humanos tienen sexo frente a frente, dándose la cara y viéndose a los ojos; ¿decime si no tengo razón en eso? Aunque amor y deseo son 56


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cosas totalmente diferentes. Ciertamente, no todo lo que se ama se desea ni tampoco lo que se desea, necesariamente se ama. Pero los placeres de la carne, no nos confieren obligatoriamente una sentencia condenatoria para terminar en el infierno. Esto no existe, mi querido Julián; sólo sirve para infundir temor a los ignorantes. —Esa es la naturaleza del ser humano. Por añadidura, no hay que olvidar que nunca estarán demás las mujeres, que son tan necesarias para nosotros; y mientras podamos, nunca habrá tampoco mujeres de los demás, dije en tono jocoso jugando con las palabras. Julián me observaba atentamente, en profundo silencio ante mi larga disertación acerca de la lujuria, que como un pecado capital practicado de forma permanente, me había enrostrado minutos atrás. Le recordé repitiendo algunas ideas, cuando en La miel de los gorriones de León, me habían leído el Tarot, con su arcano XIII vinculado a la Muerte y la carta constante del Enamorado. Tanto en Estelí, tierra de mis padres y ancestros donde transcurrió mi niñez, como en León, Granada y Guatemala, efectivamente, yo era siempre considerado en asuntos de faldas como un potro chúcaro, sin freno alguno. Con orgullo debo confesar que nunca he sido rechazado por ninguna mujer, ni soltera ni casada ni flaca ni gorda ni vieja ni joven ni blanca ni prieta. He perdido la cuenta del listado de hombres cuyas mujeres les han puesto cuernos conmigo. Desde mi llegada a este país, me había abierto los necesarios e infaltables espacios que yo requería en el ámbito de las damas. Si puessss, con marcado acento de las sierras guatemaltecas, había aprendido a responder ante los devaneos de alguna fémina chapina. Hablaba como un guatemalteco más, sin que nadie descubriese que era un forastero en este país. En una carta que una mi barragana dirigió a una amiga de Chichicastenango, y que por descuido, ella había dejado en la mesa de noche, se refería en los siguientes términos a mi persona: —Adolfo, mi pajarito nicaragüense es de estatura regular, bigote recortado que cubre una boca sensual y provocativa, con una frente amplia que denota inteligencia; cejas pobladas en perfecta forma de arco por en57


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cima de unos ojos negros, listos a disparar como flecha su voluptuosa mirada. Con una infaltable sonrisa, sus ojos se posan ansiosos en mis partes pudendas; tiene además un gran poder de seducción en sus palabras. Ya quisieras oírle, las lindas cosas que sabe decir en la intimidad. Estoy admirada además por el nivel erótico que posee; por su enorme capacidad sexual. Es insaciable, extraordinario en la cama. A lo mejor así son todos los nicaragüenses. De tal forma me describía esa agraciada concubina guatemalteca, enumerando las mejores prendas que yo ofrecía para que con esos encantos, pudiese cautivar a cuanta mujer se cruzara en mi camino. En la Universidad de San Carlos, había conocido en esos días a la esposa del profesor de Derecho Procesal Penal, quien era asiduo visitante del Éxtasis. Se trata de una joven atractiva, bastante menor que el catedrático, que con toda solemnidad en sus clases nos repetía para todo: nullum crimen, nulla poena sine praevia lege.4 Yo tomé literalmente ese adagio romano, para usarlo en mi favor y me divertía muchísimo en ese constante flirteo con su mujer. Siempre he creído como le he manifestado reiteradamente a Julián, que en asuntos de sexo todo es estético y nada ético. Al fin y al cabo, ese instinto primario es lo más natural del mundo. Se dice que el sexo incentiva la inteligencia, hasta abre los restantes apetitos de los seres humanos y evita además las enfermedades cardíacas. El placer es muy importante en esta vida, lo demás es secundario. Siempre y cuando, haya consentimiento entre ambas partes. Porque, por supuesto, tener sexo a la fuerza con una mujer, será siempre condenable tanto acá como en Cafarnaúm. Decidimos luego darnos una tregua fraternal y no abordar esos temas controversiales de la lujuria y el alcohol. Al fin y al cabo, lo que nos interesaba era culminar los estudios y regresar lo más pronto posible a Nicaragua. Con un fraterno abrazo saldamos nuestras cuentas baladíes y dejamos de discutir. Hasta siempre hermano, le dije al despedirme. 4. Alocución latina usada en Derecho penal: “ningún delito, ninguna pena sin ley previa”.

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Amantes, sunt amentes,5 me respondió en latín, ebrio todavía, en una mordaz y clara alusión a mis amores con la esposa del profesor universitario. Por algún tiempo más, seguimos compartiendo en Guatemala nuestras vidas de estudiantes. Ambos nos veíamos y nos ilusionaba figurarnos ya como abogados, de regreso en Nicaragua. Queríamos volar muy alto como los quetzales con su hermoso plumaje. También en nuestros pechos y cerebros bullían ideas rojas, de arraigado liberalismo. Una enfermedad de Julián, le obligó a retrasar sus estudios en Guatemala. Finalmente se recibió como abogado en 1896 con notas sobresalientes; figuraba en la lista de los mejores estudiantes de Derecho en la Universidad de San Carlos. Se quedó por algún tiempo trabajando en aquel país, por cierto, con mucho éxito. Estaba muy bien preparado académicamente, era de buena presencia y esclarecida inteligencia. Yo tuve problemas con el dueño de la pensión en que vivíamos, ya que su hija, una joven de 15 años me acusó ante su padre de haber tratado de penetrar en su habitación sin su consentimiento. Por esa razón y padecer además de una cierta estrechez económica, había tenido que regresarme a Nicaragua donde también me recibí finalmente de abogado en la ciudad de Granada a los 21 años de edad. Me encontraba ahora participando de lleno en la política. Al lado del General Zelaya, impulsando la inmarcesible revolución liberal. Con Julián mantuvimos siempre fraterna correspondencia, a pesar de la distancia. Cuando su hermano Alonso Irías, tuvo un problema por tierras en Nueva Segovia que derivó en actos de violencia, le sugerí se trasladara a Nicaragua para atender el caso familiar. En el fondo, lo que yo quería es que Julián se involucrara y comprometiera con el régimen del General Zelaya, que cada día se afianzaba más y más. La revolución liberal definitivamente, era como una enfermedad contagiosa para todos los nicaragüenses. Difícil sería librarse de ella.

5.En latín: los amantes son dementes.

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7. L A LIBÉRRIMA En el ámbito político, el año 1893 ha sido de grandes cambios y convulsiones en Nicaragua. Es una lástima que para estas gloriosas fechas mi primo Julián no haya terminado aún sus estudios de abogacía y esté viviendo en Guatemala; estoy seguro de que hubiera jugado un gran papel acá en Nicaragua, al lado de esos grandes hombres y revolucionarios que fueron conocidos como Los Epónimos. Estalló la revolución y desde el mes de julio, los liberales están en el poder con el general José Santos Zelaya a la cabeza. Astuto como siempre y con gran olfato político, decidió juntarse primero con los conservadores granadinos y luego con los liberales leoneses. Desde un potrero de su propiedad en el sur de la ciudad, salió furtivamente de Managua en horas de la noche, rumbo a León, acompañado de su inseparable amigo Andrés Murillo. Tropas gubernamentales le buscaban para capturarlo y habían rodeado los sectores aledaños de su residencia y para colmo, impidiendo el ingreso de alimentos para su esposa doña Blanca y su tierna primogénita Bertita. Con mucho tacto y habilidad, el General Zelaya había utilizado a su favor a las diferentes fuerzas sociales del país. Se valió para su propio beneficio de la rivalidad entre regiones y ciudades como las existentes entre León y Granada, así como de los pleitos inevitables entre las grandes familias predominantes. También sacó provecho de los resentimientos de los infaltables mengalos o chiquimicos, como llaman los de la clase alta a quienes no son de su estirpe ni posición. El General Zelaya siempre formuló alianzas políticas según sus conveniencias; con los granadinos se unió en primer lugar para derrocar al último presidente conservador doctor Roberto Sacasa, contando con el apoyo del general Joaquín Zavala. Meses más tarde se alió con los leoneses para deshacerse de éste, haciendo nuevamente alianza con los 61


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granadinos para acabar después con los leoneses. Al final, todos sus anteriores aliados que eran temporales y de conveniencia, terminaron arrojados al exilio o a la cárcel. Fueron lanzados como papeles estrujados al cesto de la basura. En Managua pude ver al General Zelaya por primera vez en mi vida. Eso fue en el imponente desfile que él encabezaba, con una enorme caballería ingresando a la capital el martes 25 de julio por la Calle Real que después sería bautizada como Calle del Triunfo. Eran las primeras horas de la tarde, con un sol abrasador aunque en el horizonte, siempre por el lado norte, había nubarrones oscuros que amenazaban con lluvia. A pesar de que para esos días estábamos viviendo en plenitud, la canícula del año 1893. Zelaya vestía en esa ocasión, una casaca militar color vino, cerrada con botones dorados sobre un pantalón gris. Cubría su cabeza una gorra metálica cuya forma yo veía por primera vez en mi vida, con una cinta roja a su alrededor. Lucía altivo, con una piel sonrosada, con amplios mostachos castaños por encima de una boca de regular tamaño; montaba con mucha soltura un hermoso caballo colorado, El Sultán, con llamativos aperos. Sonreía amablemente y saludaba con una inclinación de cabeza, a quienes desde las veredas salían a aclamarle, a verle, a conocerle. Sin embargo, se sentía que la población estaba temerosa con el clima revolucionario que se anunciaba. Eso es natural cuando hay cambios y más aún después de una guerra. El miedo al vacío de poder siempre es normal, pero ahora con Zelaya entrando a Managua, pareciera que el temor ha sido desplazado por un sentimiento de seguridad ciudadana. Se veían en la ciudad muchas banderas rojas del Partido Liberal, confundidas con algunas banderas tricolores de Nicaragua, consistente en una franja horizontal amarilla, en medio una blanca y otra inferior color nácar. El general José Santos Zelaya, gozaba indudablemente de gran prestigio en el país y especialmente en Managua; se recordaba la valiente actuación que junto a su hermano Francisco tuvo durante el inolvidable aluvión que azotó a Managua en 1876. 62


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Era conocido también como el Tigre de la Barranca, contaba con unos cuarenta años de edad, ya que había nacido en octubre de 1853, exactamente en el día de San Frutos Pajarero. Sus padres, José María Zelaya de origen hondureño y su madre Juana López, ambos de arraigado y encendido fervor liberal en Nicaragua no habían querido bautizarle –siguiendo la costumbre de usar el almanaque para escoger el nombre del recién nacido– con el mismo que llevaba Fruto Chamorro, el jefe de la histórica facción conservadora. Decidieron llevarlo a la pila bautismal semanas después, con el nombre de José Santos y manifestar con piadosa mentira el día del bautismo, que había nacido el 1 de noviembre, el día de Todos los Santos. El General Zelaya, había vivido parte de su juventud en Francia, donde fue enviado a estudiar a los dieciséis años de edad. Posteriormente al regresar a Nicaragua fue alcalde de Managua en el año 1883, ganándole las elecciones al conservador, don Fabio Carnevalli. En 1884 fue expulsado del país por el gobierno de don Adán Cárdenas, acusado de sedición y se decía que durante su exilio llegó a cultivar buenas relaciones en Guatemala con el general Justo Rufino Barrios, a quien había decidido apoyar en sus aventuras militares. Con esta naciente revolución liberal de 1893, el General Zelaya se había proclamado comandante de las armas de la República y a la vez presidente de la Junta de Gobierno. El mismo día de su ingreso a Managua, el 25 de julio, dispuso restablecer el orden mediante un Bando leído en cada esquina de las principales calles de la ciudad por un pregonero con muy buena voz. El lector de la proclama era acompañado por diez soldados, que saludaban con sus rifles al portavoz de las órdenes de Zelaya, el que se hacía anunciar mediante un redoble de tambores y un clarín llamando a los soldados a la posición de firmes. Yo escuché esas disposiciones revolucionarias en repetidas ocasiones, ya que entusiasmado seguía al pregonero bajo el inclemente sol de Managua, por las calles céntricas de La Industria, El Aluvión y de Zavala. El General Zelaya ordenaba por medio de ese altisonante bando, que los soldados de su ejército permanecieran disciplinadamente restrictos en sus respectivos cuarteles. Debían ejercer temporalmente funciones de policía, ofreciendo toda clase de garantías a los pacífi63


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cos ciudadanos de Managua. Se ordenaba a los oficiales de rango superior, que sus subordinados no debían gritar por las calles, ni disparar al aire, caer en estado de embriaguez, ni cometer cualquier tipo de acciones que pudiesen manchar los laureles conquistados por los liberales en el campo de batalla. Se garantizaba todo tipo de libertades a la ciudadanía, que aunque asustada, recibía con entusiasmo a este nuevo ejército de vencedores. No se registró un solo hecho de sangre, ni acto de violencia durante esos días. Contagiado del entusiasmo de muchos curiosos y simpatizantes, pude observar de cerca al grupo de personalidades que rodeaba al General ese 25 de julio. Llegaron en sus monturas hasta el Palacio Nacional; allí les aguardaba una comisión de recibo en una tribuna improvisada donde todos esperaban con ansiedad la proclama de su gobierno. Zelaya no quiso tomar la palabra y lucía complacido ante un buen número de simpatizantes, los que se disputaban el privilegio de estar al lado del caudillo. Rodeando al General se miraban algunas figuras que anteriormente yo había visto desde lejos en León. Componían el séquito de vencedores, Francisco Baca, José Dolores Gámez y Rubén Alonso. Me llamó la atención por su condición de extranjero, la presencia y el trato deferente que recibía el doctor Policarpo Bonilla, liberal hondureño muy cercano al poderoso General Zelaya. En la tribuna se encontraba también el doctor Adolfo Altamirano, atento, obsequioso con sus vecinos y complacido ante las manifestaciones de poder que emanaban de ese selecto grupo de personas. Adolfo se movía con gran soltura entre las personalidades que ocupaban la improvisada tribuna y estaba siempre atento a la mirada, a los gestos y a los movimientos de las manos del General Zelaya. Ese 25 de julio, el prestigioso General leonés y dirigente revolucionario Anastasio Ortiz, se encontraba en Masaya al frente de sus tropas, presto para atacar en caso necesario, a la ciudad de Granada cuna del conservatismo en Nicaragua. El Palacio de Gobierno frente al cual se había levantado la tribuna en la plaza principal, era un enorme edificio ubicado esquina opuesta a la Parroquia de Managua, construido pocos años antes bajo la di64


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rección del arquitecto italiano Ferdinando Cocito de Vigevano y el maestro de obras de la misma nacionalidad, don Andrés Zapatta. Era desproporcionado en sus dimensiones en relación al tamaño de Managua, ciudad donde abundaban los espacios vacíos entre casa y casa, así como las cercas de piñuela o bardas de madera para delimitar la propiedad de los patios vecinos. En el sector noroeste del Palacio, se encontraba el salón magno que servía para actos especiales, con un techo decorado con pinturas de chillantes colores y temas alegóricos a la libertad. Allí habitualmente se reunía la Asamblea Legislativa. Para el 11 de agosto de ese año de 1893, en conmemoración del primer mes del triunfo de la Revolución Liberal, la Junta de Gobierno se trasladó a León con una comitiva que apretadamente alcanzó en tres carros del tren expreso dispuesto para la ocasión. Semanas atrás en esa misma ciudad, se había iniciado el levantamiento revolucionario y se quería rendir tributo a los prohombres leoneses que habían contribuido a la victoria de julio: los generales Anastasio Ortiz, Paulino Godoy, Rubén Alonso, Francisco Baca y Benito Chavarría. El recibimiento fue apoteósico, nunca antes visto en los anales de la historia política de Nicaragua. Una conceptuosa proclama fue firmada por los generales J. Santos Zelaya, en su calidad de Comandante General de las Armas de la República y Anastasio J. Ortiz como General en Jefe del Ejército. Allí quedaron delineados los fines, propósitos y tendencias del nuevo gobierno liberal, al decir: Nuestros ejércitos no podían ser vencidos, porque invencibles son los que marchan bajo la égida del derecho y bajo la protección de la justicia. Los principios liberales son los únicos que pueden gobernar a los hombres y son la base sobre la cual descansará siempre la prosperidad de las naciones. Y seguían manifestando en la proclama: Si en cualquiera circunstancia, algún agente del Poder Público osase atentar contra una sola de las libertades del ciudadano, libertades por las cuales sentimos veneración, denunciadle sin temor, seguros que el Gobierno os hará justicia sin tardanza. 65


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A la llegada a León los homenajes a la revolucionaria Junta de Gobierno surgían por doquier y en forma espontánea. Se escuchaban siempre entre sus simpatizantes, comparaciones entre la reciente Revolución Liberal de Nicaragua y las revoluciones tanto francesa como americana, que se habían dado también en un mes de julio de finales del siglo XVIII. Luego de ese necesario e impostergable viaje a León, la Junta de Gobierno se dirigió el 24 de agosto hacia Granada, la otra importante ciudad colonial del país, donde fueron obsequiados con un elegante banquete en la casa del ex presidente de la República, don Fernando Guzmán. Allí estaban los hijos de éste y anfitriones a la vez, los doctores Horacio y Gustavo Guzmán. Se contó con la asistencia de personalidades granadinas y de figuras relevantes como Isidoro López, Roberto Lacayo, Félix Martínez, Teodosio Ferrer, Carlos Lacayo, entre muchos otros que ovacionaron a los nuevos mandatarios. Como lo dijera don Gustavo Guzmán con cierto servilismo en su alocución de ofrecimiento, en aquel recinto y alrededor de esa mesa en que estaban los hombres más distinguidos de Nicaragua, vagaba la sombra venerable del General Guzmán ex presidente conservador de Nicaragua. El General Zelaya, cronológicamente sucede a los patricios conservadores, aunque históricamente les suplanta y les supera. El 27 de agosto de ese mismo año 1893, tuvieron lugar las elecciones de una Asamblea Nacional Constituyente, que serviría para cambiar las cosas en nuestro país, por medio de la legalidad y de las nuevas instituciones. Era inmensa la pobreza del pueblo y demasiados los abusos de la clase gobernante en los últimos años, por lo que todos deseábamos se diera un cambio radical, una verdadera revolución. Hubo a decir verdad, poca participación de la población en esas votaciones para diputados constituyentes. Al igual que siempre todo se había arreglado en Managua, seleccionando a gusto y antojo del General Zelaya con su equipo de seguidores, los nombres de los representantes que saldrían escogidos. Era natural quizás, ya que no estábamos los nicaragüenses acostumbrados a ejercer el derecho al sufragio universal; en la Constitución Política vigente, por numerosas disposiciones de carácter económico solamente votaban unos pocos. Ese 66


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derecho lo ejercían exclusivamente quienes tenían educación en sus mentes o dinero en sus bolsillos. Era muy restrictiva la famosa Carta Magna vigente por más de treinta años, desde 1858. Al final de cuentas se confirmó que todos los dirigentes políticos son injustos con nosotros, los de tierra adentro; ni siquiera hay equidad para la convocatoria a ejercer el derecho al sufragio. Por ejemplo, los departamentos de León, Chinandega, Managua, Granada y Rivas, tienen derecho cada uno de ellos a cuatro diputados. El resto del país, con dos diputados a lo sumo y en algunos distritos electorales, con uno solo. En esa Asamblea Nacional Constituyente que se instaló oficialmente el 15 de septiembre, en obsequio a la fecha de nuestra independencia, hubo muchas pasiones desbocadas. Fue presidida por Francisco Baca, asistido por los secretarios Agenor Duarte y Serapio Orozco. En esa ocasión, la Junta de Gobierno con toda solemnidad resignó el Poder Supremo que se les había otorgado después del triunfo, ante los diputados recientemente electos. Se eligió entonces sin recurso de reelección, al General Zelaya como presidente de la República para un período constitucional; tomó posesión del cargo y se disolvió la Junta de Gobierno organizada en los días de la Revolución. Como vicepresidente se escogió al general Anastasio Ortiz. Los miembros de la Junta Provisional, en la misiva de renuncia ante la Asamblea Nacional ese 15 de septiembre, se expresaban así: La tarea es difícil ciudadanos Representantes. Pero vuestras luces, vuestro civismo os allanarán las dificultades y os harán merecedores de la gratitud pública. Melosamente el Presidente de la Asamblea Constituyente al responderle, decía dirigiéndose al Jefe de la Junta: —Permitidme felicitaros, porque tenéis alcanzado un galardón más en vuestras luchas por la libertad y aunque ofenda vuestra reconocida modestia, declaro en nombre del pueblo nicaragüense, que sois acreedor a la gratitud pública y de nuestro agradecimiento más sincero. Se eligió luego como presidente de la Asamblea a Francisco Montenegro, originario de León y emparentado con los destacados libera67


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les Castellón Sanabria, aunque había salido electo al igual que Adolfo Altamirano como diputado en representación de Estelí. La Constituyente sesionaba regularmente a tempranas horas de la noche; los diputados infundían mucho respeto y consideración. En tales circunstancias, la personalidad del General Zelaya se destacaba e imponía entre todos, participando activamente en los debates de la Asamblea, a la usanza de Napoleón Bonaparte en la elaboración del código civil de Francia. Enardecía a los valientes y a veces daba aliento a los timoratos; animaba a los diputados a defender los principios del liberalismo normativo de su partido. Esos famosos diputados constituyentes quisieron romper abruptamente en Nicaragua con el pasado, de un solo tajo, como los jacobinos en la Revolución Francesa. Han pretendido rápidamente revirar o voltear el traje al revés. Son tan impulsivos que hasta el mismo doctor José Madriz, el moderado y talentoso ideólogo liberal, les manifestó que no se puede romper completamente con el pasado, sin esperar el peligro de una reacción violenta. Con ello se consagraba el doctor Madriz como un hombre prudente y realista. Separaba lo que era pura teoría de lo práctico y pontificaba acerca de la genuina realidad de Nicaragua. Siempre acompañaba al General Zelaya, como miembro de su gabinete en la importante cartera de Ministro de Gobernación. En la Asamblea Nacional Constituyente por el departamento de Estelí, fue elegido el abogado doctor Adolfo Altamirano, el más joven de sus diputados con apenas 22 años. Se dieron unos tantos reclamos por esa temprana designación. Se presentó ante el General Zelaya una delegación del mismo departamento natal del diputado, para reclamar por la edad en que se le otorgaba a Adolfo semejantes responsabilidades parlamentarias, sin mérito alguno, más que su reconocida inteligencia según esos estelianos enardecidos. Efectivamente, el doctor Altamirano es muy elocuente como diputado, al igual que otros parlamentarios como el doctor Manuel Coronel Matus, Remigio Jerez, Ignacio Chaves, Sebastián Salinas y Joaquín Sansón. Los pasillos del Palacio Nacional donde sesionaba la Asamblea Constituyente, estaban siempre llenos de ciudadanos que acudían embelesados a escuchar los interesantes debates de los diputados. Más de 68


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alguna vez asistí para oírles y me llamaba la atención las intervenciones constantes en el uso de la palabra de Adolfo Altamirano. Tan joven y tan elocuente mi coterráneo del norte de Nicaragua. Nunca estaba quieto en su escaño, sino que constantemente se desplazaba para hablar en voz baja con algunos otros de sus colegas diputados. El alma del proyecto de la nueva Constitución, planta exótica en el jardín político nicaragüense, fueron las ideas del hondureño Policarpo Bonilla. Pero el gran arquitecto y gestor parecía serlo el mismo general José Santos Zelaya, quien evidentemente ostentaba el poder como presidente de la República. Zelaya se presentaba aparentemente como un hombre humilde, sin pretensiones de ninguna especie. Se declaraba como un leal soldado del liberalismo, deseoso de servir únicamente para que sus principios doctrinarios se expandieran. Naturalmente, contaba con un cerebro y olfato político envidiables, así como también con una memoria privilegiada para recordar y saludar por sus nombres y reconocer hasta el último soldado de sus tropas. Mientras muchos de sus correligionarios se desgastaban en rivalidades, se ponían zancadillas y se mordían entre sí, Zelaya se afianzaba. Era un hombre de pocas palabras, el poder que se oculta, se multiplica, solía decir con frecuencia. Con el tiempo cambió diametralmente de actitud y opinión, como suele ocurrir con todos los dirigentes políticos destacados, a quienes siempre finalmente se les ama o se les odia. La nueva Constitución se llamaría: La Carta Fundamental Libérrima. Esa Carta Magna no mencionaba como en el pasado, el nombre de Dios; no es otra cosa que una declaración de los ideales liberales. La reacción de la Iglesia se sintió de inmediato al protestar el presbítero Pedro Esnao desde la ciudad de El Viejo, en su calidad de vicario de la Diócesis Única y en representación del anciano y paralítico obispo, Francisco Ulloa y Larios. Pero la Libérrima es un documento extraordinario, al menos en la letra: se reconoce la libertad de pensamiento; se establece el voto directo, secreto, y se reconoce también el derecho a votar en Nicaragua a nuestros hermanos centroamericanos. Esta misma Asamblea Constituyente promulgó aceleradamente una ley que regulaba la equivalencia de pesas y medidas en nuestro 69


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país, adoptando el sistema métrico decimal. Quizás por la circunstancia que Zelaya había vivido en Europa durante seis años en su temprana juventud, que quiso igualmente cambiar la forma en que hacíamos tradicionalmente negocios en Nicaragua. Hasta entonces, nosotros seguíamos usando para pesar, las onzas, las libras, fanegas, arrobas y quintales; y para medir, las varas, los pies, las yardas, las leguas, manzanas y caballerías. El 8 de noviembre del año 1893, los diputados constituyentes encargaron al Poder Ejecutivo el traslado con toda solemnidad de los restos del destacado político liberal general Máximo Jerez de la ciudad de Rivas hasta su nativo León, no sin antes velarlos en Granada, para escarnio de las encopetadas familias conservadoras. En León se levantaría un monumento al efecto, frente a la Catedral, en honor del eximio y esclarecido repúblico liberal. También por disposición legislativa se rendiría homenaje con monumento de mármol en la plaza de la iglesia de la Merced en León, a otro gran liberal don Mariano Salazar. El 10 de diciembre de ese mismo año en horas de la tarde, al fin fue publicada La Libérrima, la nueva Constitución. Ese texto sagrado del liberalismo nicaragüense se dio a conocer por medio de un bando, por las principales calles y avenidas de Managua y otras ciudades del país. En ese bando iba un batallón de infantería, enarbolando el pabellón nacional tricolor y un cañón de 7 ½ para las salvas correspondientes, detonadas al término de la lectura del histórico documento constitucional en cada esquina de las ciudades y los poblados del país. El exequátur de la nueva Carta Magna lo suscribían además del General Zelaya, el ministro de Relaciones Exteriores e Instrucción Pública doctor José Madriz, el ministro de Fomento José Dolores Gámez, el ministro de Hacienda Leonardo Lacayo, Román Mayorga Rivas encargado del despacho de Gobernación y Guillermo Tiburcio Bonilla, encargado del despacho de la Guerra y Marina. Algunos badulaques atacaron de inmediato la nueva Constitución, aduciendo que era un documento prematuro y que no se acomodaba a las condiciones reales de nuestro país. Pero al menos esa Carta Magna, presagia estabilidad gubernamental ya que por disposición cons70


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titucional no podía ser reformada antes de transcurridos diez años de su promulgación. Señalaban sus detractores, que todos esos rimbombantes y sonoros postulados de La Libérrima, eran pura teoría y retórica, ya que únicamente servían de propaganda política y para la exportación, generando así buena imagen del gobierno en el extranjero. Aparentemente reflejaba esta famosa Libérrima el sentir político de sus autores; pero lo que contaba y regía en realidad entre los nicaragüenses era la famosa Ley de Orden Público, que según se dice, fue redactada en octubre de 1893 por el joven diputado Adolfo Altamirano. Allí se notaba un genuino divorcio entre la Nicaragua legal que se proclama constitucionalmente y la Nicaragua real en que vivíamos. Esa dura ley de Orden Público servía como instrumento represivo de los autócratas y no al régimen democrático que con principios liberales se estaba instaurando. Concedía la facultad al Presidente de imponer empréstitos forzosos a particulares, que en su aplicación sesgada, sin juicio ni condena, contribuyeron a la destrucción de los principales capitales de las familias conservadoras de Granada, cachurecas o provenientes del cacho como se les conoce. La autoridad constituida sabía perfectamente que el afectado no podría pagar la suma indicada para la requisición, dentro de las veinticuatro horas señaladas como plazo, por lo que se proseguía de inmediato con la figura del embargo. Se sellaban los almacenes, se sustraían grandes cantidades de mercaderías o se ponían a venta local en ese duro y arbitrario procedimiento. De conformidad a la ley en caso de insolvencia, se tomaba posesión de las haciendas y se vendía el ganado en falsas subastas. Por eso es que esta ley fue considerada por muchos como la constitución y práctica de un despotismo grosero, escandaloso y repugnante, que guardaba las apariencias con la hipocresía de cubrir con el manto de la legalidad, los caprichos del General Zelaya. Uno de los grandes promotores de esta política es José Dolores Gámez, genuino representante del radicalismo liberal y uno de los hombres de mayor confianza del General Zelaya. Es talentoso y pobretón, un liberal de clase media. 71


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Otro personaje que se menciona mucho en los ámbitos políticos es al doctor Manuel Coronel Matus. Brillante pensador y orador, muy ligado al Presidente, aunque su salud es ciertamente precaria. El asma, lo mortifica siempre. El General Zelaya se considera, bajo el manto aparente de la modestia, como un predestinado. Quiere intervenir y expandir los aires liberales en todo el istmo centroamericano, en Colombia y hasta en El Ecuador. Precisamente un ciudadano de este país, Eloy Alfaro, se ha trasladado a vivir a Nicaragua; es gran amigo de don Fernando Sánchez, otro personaje leonés, influyente y consejero del presidente de la República. Propone este ilustre ecuatoriano que con toda rapidez se lleve a la ruina económica a los adversarios políticos. —Del mismo cuero del cacho, deben salir las coyundas para azotarles, hasta que desaparezcan los conservadores para siempre, repite constantemente en privado y también en público este personaje sudamericano. —No hay que andar con contemplaciones y hay que sacar permanentemente de los adversarios, plata y más plata, era la consigna que a pie juntillas seguía Tomás de los Milagros, el desacreditado auxiliar que se prestaba para hacer efectivas las exacciones decretadas. Al final de cuentas, el General Alfaro solía decir con una amplia sonrisa: —El enemigo de esta forma tendrá listo su camino al destierro, a la cárcel, a la ruina o también a tomar el arma suicida. Unión, Patria y Libertad, es el nuevo lema oficial de la administración que inicia el General Zelaya; contrastaba con la corona cívica anterior en que aparecía en la parte superior del escudo nacional, con el lema Libertad, Orden, Trabajo. Nadie se atreve a dejar por fuera la palabra Libertad, aunque sea por apariencia. Se dice que el novedoso lema fue una sugerencia de un intelectual liberal colombiano, Juan de Dios Uribe. Las consignas de igualdad y de fraternidad, de los revolucionarios franceses se quedaron solamente en el archivo personal del General Zelaya. Poco tiempo después, contrariando la anterior consigna nacional y siguiendo los consejos del general Eloy Alfaro, comenzó el Presidente 72


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Zelaya a encarcelar a todos los opositores, y a imponerles altas contribuciones económicas. Al enemigo, la bolsa, solía repetir emulando al general ecuatoriano. Ya para el mes de octubre de 1893, las cárceles estaban llenas de adversarios políticos y se habían suspendido todas las garantías individuales establecidas en la Carta Fundamental Libérrima.

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8. TOCANDO A GENER AL A Mi nombre de Adolfo Altamirano encabeza el listado alfabético de diputados que sesionábamos diariamente en el Palacio Nacional. Pensaba que el año 1896, sería decisivo y crucial para Nicaragua. Esa era la visión que yo tenía siendo el diputado constituyente más joven y con menor experiencia política con que contaba la Asamblea, en representación de mi departamento natal Estelí. Desde los primeros meses de su administración se destaparon las intenciones del General Zelaya para no abandonar nunca la presidencia de la República. Era evidente la concentración en sus férreas manos, de todos los poderes del Estado queriendo monopolizar el oficio de gobernar. Los viejos compañeros de armas de Zelaya en la Revolución de 1893, tales como el general Rubén Alonso y otros estrechos colaboradores como José Madriz, este año se retiraron en rebeldía a la vieja metrópoli de León. Se sumaron en la rebelión, otras figuras relevantes del liberalismo como Francisco Baca, Benito Chavarría, Paulino Godoy y Anastasio Ortiz. Contaban con el apoyo de los departamentos del norte, Estelí, Matagalpa y Jinotega, quienes se adherían a la posición de los liberales occidentales mediante la proclama conocida como De Tetillas, firmada el 1 de marzo de 1896, por los jefes políticos y comandantes militares de esa región. A principios de este mismo año, como si los problemas y bochinches domésticos no fuesen suficientes, habían desembarcado en Nicaragua 400 soldados conocidos como bluejackets al servicio de la Corona Británica, exigiendo a nuestro país una indemnización de £ 15.500 libras esterlinas por los interminables problemas del territorio de la Mosquitia, en la costa del Caribe. Londres había ordenado ocupar Corinto, el principal puerto del Pacífico nicaragüense, que no era otra cosa que un pequeño pueblo de apenas 2,500 habitantes. Una flota de tres 75


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naves encabezada por HMS Royal Arthur, bajo el comando del Vicealmirante Henry Frederick Stephenson sitió al pequeño puerto nicaragüense. Antes de abandonarlo en una de las paredes del inmueble donde se alojaban, dejaron el siguiente mensaje ofensivo: Nicaragua has seen fifteen days of good government.6 Tristemente, las grandes naciones como Inglaterra, suelen hacer pequeñas guerras, por pequeños motivos, a pequeños países como el nuestro. La pomposa y vacua doctrina Monroe, América para los americanos, se desvanecía ante la indiferencia de los Estados Unidos. El Estado de Sitio que suspendía todas las garantías individuales plasmadas hermosamente en la Constitución Libérrima, había sido levantado el 8 de febrero de ese año 1896, para ser restablecido rápidamente el 24 de ese mismo mes. Infortunadamente sólo tuvimos dos semanas sin restricciones a las libertades individuales, sin contar con un estado de guerra declarado. Aquellos principios constitucionales y democráticos, aunque existiesen solamente en el papel, chocaban con el autoritarismo personal que ya asomaba en el horizonte de Nicaragua con la figura de Zelaya. Mientras tanto y preparando el ambiente para perpetuarse en la presidencia de la República, abundaban las huecas y solemnes proclamas en diferentes zonas del país, muchas de ellas auto elaboradas o sugeridas por los serviles que rodeaban al Tigre de la Barranca. Le solicitaban se instaurase La Dictadura, igual que la de los Césares en la vieja Roma. El pueblo así lo demanda, solían decirle al poco rogado y ambicioso presidente. Viva la dictadura, abajo la Constitución, era la consigna que circulaba profusamente en el país entero. El presidente se manifestaba socarronamente estar dispuesto a aceptar por el bienestar de los nicaragüenses, a quienes nunca dejaría de obedecer, en caso le solicitasen se sacrificara con un nuevo mandato presidencial. —La legitimidad de un gobierno –solía decir Zelaya para defenderse de las reiteradas acusaciones que se le hacían– no surge de los textos constitucionales, así como la legitimidad de los gobernantes, no tiene un 6. Nicaragua ha visto quince días de buen gobierno.

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origen divino, que es lo que reclaman los conservadores que añoran todavía al rey español. Allí están a la luz pública mis obras progresistas que superan con mucho, a las palabras de los textos y los denuestos de mis adversarios; esa es la verdadera legitimidad que beneficia a los pueblos y especialmente a Nicaragua. La doctrina clásica liberal de la necesaria separación de los poderes del Estado, para el buen funcionamiento del mismo, no era otra cosa según decía el General Zelaya, que un truco legal, diseñado por los reaccionarios conservadores para evitar la construcción de las numerosas obras de progreso que los liberales sembraban a lo largo y ancho de Nicaragua. El Presidente Zelaya había trasladado la sede de la Corte Suprema de Justicia a Managua, para tenerla cerca e incidir más fácilmente sobre sus magistrados, ahora reducidos de cinco a tres, y que fallaran los casos judiciales de acuerdo con sus designios e instrucciones. Eso lo hacen todos los dictadores, politizando siempre a la justicia y judicializando también a la política. El Presidente Zelaya había pensado en mi carrera y vocación jurídica al designarme en junio de 1894 magistrado de ese cuerpo colegiado. Conocía de mi lealtad y admiración hacia su persona. Siempre he pensado sin embargo, que la lealtad es un asunto de tiempo. Puede variar según las circunstancias que a uno se le presenten en la vida. Ya había reiterados signos de la vocación autoritaria del presidente José Santos Zelaya. Así fue que el general Anastasio Ortiz abruptamente se vio destituido el 1 de septiembre de 1894, como vicepresidente de la República por instrucciones precisas del presidente. El Jefe de Estado era un hombre muy celoso, tanto en su hogar como en el campo de la política. La figura de Ortiz le opacaba en su prestigio, que lo deseaba exclusivo para él y evidentemente no aceptaba sombras de nadie. Hasta una cicatriz de campaña, de intenso color rojo que llevaba en su rostro el General Ortiz, se decía que molestaba al Presidente Zelaya. Con esa marca en su cara, consagraba el heroico reconocimiento alcanzado a principios de 1894, con la victoria del Ejército Nacional bajo las órdenes de Ortiz, sobre el presidente Domingo Vásquez, de Honduras. 77


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El doctor José Madriz me convenció fácilmente para que le siguiese con otros insurgentes liberales a la ciudad de León y que nos rebeláramos al dictador en ciernes. Ante los abusos evidentes del General Zelaya, Madriz me repetía que el liberalismo, no es ni será nunca, un sistema de privilegios para quienes hayan firmado el Libro de Oro, o el Libro Rojo de los liberales. Es una doctrina de justicia y equidad, que no distingue personas ni colores políticos, para dar a cada uno lo que es suyo. Es cierto que el doctor Madriz había sido un cercano colaborador del Presidente Zelaya. Con el triunfo de la Revolución Liberal del 93, fue nombrado inicialmente ministro de Gobernación y luego, ministro de Relaciones Exteriores e Instrucción Pública. En julio de 1894, fue nombrado Comisionado Especial del Supremo Gobierno de Nicaragua en la Reserva Mosquitia de la Costa Atlántica, en el mar Caribe. Fue también vicepresidente y luego titular del Poder Legislativo del país. A finales de 1895, José Madriz había sido nombrado Ministro Plenipotenciario ante el Gobierno de El Salvador, para resolver la cuestión limítrofe con este país. Tuvo muy buen desempeño en esa misión diplomática; se relacionó con las altas esferas políticas y sociales de aquella nación, donde además contrajo matrimonio posteriormente con la señora Hortensia Cobos, hondureña de origen. Sin embargo, meses más tarde, en 1896, Madriz se refería al Presidente Zelaya como un déspota cruel e inhumano; un funcionario que ha conculcado las leyes de la República y ha traicionado los principios liberales. Un usurpador del Poder Político, un tirano en Nicaragua y un perturbador de la paz en la América Central. El doctor Madriz, repetía con toda solemnidad que la culpa del desorden, no siempre está en el que se subleva: la tiene, en la mayor parte de los casos, el que aprieta desde lo alto los resortes del poder arbitrario y provoca con sus iniquidades, la eterna rebelión de la conciencia humana contra sus opresores. Confirmaba de esa manera el viejo axioma que toda revolución es siempre devorada por sus propios hijos. Con esas circunstancias de tensión, en León se había decretado en 1896, una rebeldía fiscal en contra del gobierno de Zelaya. Todo mundo se negaba a pagar los impuestos sobre el capital, venta de li78


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cores y monopolios, para ahogar económicamente a la dictadura que engañosamente se proclamaba liberal. Muchos diputados, leales a la República y principios democráticos, nos marchamos a León y nos proclamamos constituyentes para rescatar lo que quedaba aún del esfuerzo revolucionario del año 1893. No era una revolución esta vez, sino que pretendíamos fuese más bien una evolución, teniendo como punto de partida la Carta Fundamental Libérrima que habíamos promulgado apenas 24 meses atrás. Zelaya había puesto nuestra magnífica Constitución Liberal al pie de la cureña del cañón. La corneta roja tocaba a Generala en todo el territorio nacional. Era el toque que llamaba a los soldados voluntarios –quienes eran siempre los menos– para iniciar una guerra. Con frecuencia se escuchaba ese clarín en todos los poblados de Nicaragua. Yo estaba convencido de que Zelaya, conculcaba rápidamente las normas del ideario liberal, faltando a los más sagrados principios de la lealtad y faltando además a la palabra de honor empeñada anteriormente durante la gesta revolucionaria. Había fallado a la confianza que todos habíamos depositado en él, convirtiéndose rápidamente en un tirano. Nos había traicionado a todos, al Partido y a Nicaragua, que era lo más grave. El General Zelaya reaccionó de inmediato señalándonos despectivamente a todos los rebeldes de ingratos y traidores. Una onza de lealtad, pesa más que un quintal de capacidad, solía decir para referirse a quienes no queríamos aceptar una dictadura para nuestro país y nos habíamos trasladado a León, para salvar a la República liberal. Permanecieron a su lado un grupo de serviles que desde Managua le hacían creer que él, era el Hombre providencial, exactamente lo que necesitaba el país. Sin su presencia Nicaragua se hunde, solían decirle los áulicos de siempre. Una vez instalados en León, los rebeldes nombramos como presidente de la República a Francisco Baca, como había sido el acuerdo inicial de sucesión, derogando el decreto que se había emitido en septiembre de 1893 designando al General Zelaya, como presidente de Nicaragua. Chico Baca como le conocíamos sus más cercanos alle79


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gados, lucía siempre en su sombrero, una ancha cinta colorada que le identificaba como Presidente Provisorio de Nicaragua. Había mucha efervescencia al conocerse la destitución del General. El Gobierno Provisional Revolucionario con sede en León, me nombró su Agente Confidencial en Misión Especial para gestionar ante mi amigo personal, el presidente de Honduras Policarpo Bonilla, que no apoyase ni enviase tropas a Nicaragua en respaldo al General Zelaya. Al comunicarle en Tegucigalpa acerca de nuestra justa rebelión, le repetí parafraseando al elocuente orador colombiano, Juan de Dios Uribe: —Las balas en Nicaragua son ahora como las palomas mensajeras que llevan a nuestro pueblo, la noticia de su libertad. No tuve el éxito deseado y el General Zelaya recibió ochocientos hombres de refuerzo hondureño, que le sirvieron para sofocar el levantamiento de los liberales en los principales lugares de occidente: León, Nagarote, El Obraje y Corinto. Y sirvieron además esas tropas catrachas para que atacaran y destruyeran la ciudad de Chinandega. En el diario El Heraldo de la Guerra, la población seguía con interés las escaramuzas de la rebelión que agitaba a Nicaragua. Tanto en abril como en octubre de ese año 96, se decretaron sendos empréstitos forzosos por un monto de 500,000 pesos oro cada uno para afrontar los gastos de la guerra. Así se solía castigar principalmente a los rebeldes y a familias conservadoras hasta llevarles a la ruina económica. En el mismo mes de octubre, el Presidente Zelaya ilegalmente convocó a una Asamblea Nacional Constituyente compuesta de veintitrés diputados, seis de ellos conservadores para reformar la Carta Magna a su propia conveniencia y de acuerdo a sus personales intereses. El divorcio entre una Nicaragua legal y una zelayista Nicaragua real, se resolvió mediante esas nefastas reformas constitucionales a La Libérrima. La centralización del poder en manos del Ejecutivo o sea en el General Zelaya, el restablecimiento de la pena de muerte y algunas otras reformas aprobadas, hacían evocar la distante figura del autócrata Fruto Chamorro. 80


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Finalmente, nosotros perdimos esa batalla de principios en contra de Zelaya. Los rebeldes republicanos, los genuinos liberales independientes salimos al exilio, la gran mayoría hacia El Salvador. Yo quise después viajar a Guatemala, donde había estudiado, tenía muy buenos recuerdos de sus gentes y además era el lugar en que vivía mi entrañable amigo Julián Irías, quien ejercía allá con bastante éxito su profesión de abogado. También quería dar un repaso sexual con algunos viejos amores chapines de mi temprana juventud. Nuestro encuentro fraterno en Guatemala con Julián fue muy emotivo y cargado de remembranzas del pasado. Evocamos nuestros años como estudiantes en León, en Granada y luego allí mismo en Guatemala. Ahora ambos éramos abogados. Julián, ejerciendo brillantemente la profesión en ese país y yo saboreando por primera vez, el pan amargo del destierro, del ostracismo. Allí supe que en mayo de 1896, se había reunido Julián con Manuel Coronel Matus quien fungía entonces como Ministro en Misión Especial en El Salvador, para zanjar de una vez por todas en este país el problema limítrofe surgido con Costa Rica, por la firma del Tratado Cañas-Jerez. Los delegados de Nicaragua y Costa Rica, habían firmado el 27 de marzo de 1896 en San Salvador, el Tratado Matus-Pacheco, que terminaba con el problema de fronteras entre ambos países. Don Manuel Matus, como era conocido en el extranjero el prestigioso ministro nicaragüense, había vivido también en Guatemala, ciudad en que se había recibido en la Facultad de Derecho y Notariado en 1891. Su tesis de graduación mereció numerosos elogios y versó sobre los Procedimientos Judiciales, retardo y errores en la administración de justicia. Por ello quiso visitar nuevamente Guatemala, donde se había destacado como alumno de Lorenzo Montufar y Rivera. En esta oportunidad, Coronel Matus se encontró con su colega y compatriota, el doctor Julián Irías. Le habló maravillas del gobierno liberal del General Zelaya, de sus innumerables obras de progreso, logrando después que Julián fuese nombrado director del Instituto Nacional de Managua. La fraterna amistad que yo mantenía con Julián prevalecía siempre más allá de consideraciones de cualquier tipo. Éramos como dos herma81


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nos gemelos, con vínculos más fuertes que los que genera la consanguinidad. Ambos como liberales, hacíamos gala nuevamente de la fraternidad que consagraba por añadidura, nuestro común ideario político. Esta vez en 1896, yo llegaba exiliado a El Salvador y Guatemala junto a un grupo de liberales que rechazaban la vocación de Zelaya para perpetuarse en el poder. Julián, en cambio, regresaba a Nicaragua donde el Presidente le había nombrado para mayo de 1897, mes en que se iniciaban las clases, en un cargo dependiente del Ministerio de Instrucción Pública. Una noche de tantas, cenamos en pleno centro de la ciudad de Guatemala, en un restaurante de fina comida francesa donde Julián me había invitado. Le Trianon, estaba ubicado muy cerca del Palacio Nacional, sede del Gobierno. El local era atendido por su mismo dueño Monsieur Thevenot, siempre vestido de gala y atento en todo instante a la buena marcha de su negocio. Resaltaba la nitidez y buen gusto con que estaba decorado ese centro de alta cocina, con un exquisito menú elaborado con letras góticas en una cartilla grande en la que ofrecía abundantes productos importados de Francia. Pero el notable descuido personal que noté en la persona de su dueño era evidente. En un centro gastronómico como éste, me extrañaba que peinara unos pelos grasosos que generaban una densa nube de caspa en las negras hombreras del traje de etiqueta, denotando una falta de aseo personal del propietario. Desde el momento que tomamos los aperitivos, varias copas del anisado y fuerte Pernaud, hablamos mucho de la situación política de nuestro país, del gobierno del General Zelaya, de su personalidad, de sus amigos, de sus opositores. De las posibilidades para ejercer la profesión de abogado en Nicaragua, de los lugares sociales más frecuentados en Managua, Estelí y El Ocotal, ciudades norteñas a las que estábamos vinculados con grata nostalgia. Hablamos de todo y nos embriagamos, no solamente con la amena conversación que mantuvimos siempre viva. Tomamos dos botellas de vino tinto, más una adicional que nos enviaron de obsequio algunos amigos vecinos de mesa, posiblemente clientes del despacho jurídico de Julián. 82


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El tema principal que había consumido nuestro tiempo, casi en su totalidad, fue el asunto referente a la Reincorporación de la Mosquitia, de cuyas noticias se conocía bastante en Guatemala, ya que este país se enfrentaba a un problema similar con Belice. Con la solución al espinoso asunto de la Mosquitia, se alcanzó finalmente la ansiada integridad territorial de Nicaragua, pequeño país que venció a Gran Bretaña con las armas del derecho y también debo reconocerlo, con la audacia de Zelaya. Es un triunfo que no se olvidará jamás, aunque hayamos tenido que pagar a Inglaterra en concepto de indemnización 15,500 libras esterlinas, que era bastante dinero para Nicaragua. El 12 de febrero de 1894, Rigoberto Cabezas mediante un simple decreto había reincorporado a la soberanía de nuestro país, el inmenso territorio de la Mosquitia. Cumplió con las órdenes dictadas por el Presidente Zelaya en escueto telegrama que decía: —Ocupe militarmente Bluefields. Deponga al Jefe Mosco y déjeme las consecuencias. Así se puso fin a la farsa de Robert Henry Clarence, el último de los soberanos indígenas que bajo la complaciente protección de Su Majestad Británica, había implantado un enclave colonial en Nicaragua en las costas del mar Caribe, que se extendía prácticamente a la mitad del territorio nacional. Se desconoce si el rey en ese momento estaba corpus mentis, que era la forma que el caricaturesco monarca calificaba cuando se encontraba en estado de sobriedad y no borracho, con el abundante ron que le suministraban sus mentores ingleses desde Jamaica. Una convención que reunió posteriormente a todas las comunidades indígenas de la costa oriental de Nicaragua, aceptó con beneplácito la reincorporación de la Mosquitia a Nicaragua, y en señal de agradecimiento para con el Presidente decidió llamar a lo que antes se denominaba Reserva Mosquitia, como departamento de Zelaya. Durante la cena yo le comentaba a Julián, que el esfuerzo patriótico que dio el golpe final para la reincorporación de la famosa Mosquitia, no había sido del General Zelaya sino del Inspector General Rigoberto Cabezas. Es a éste a quien le corresponde la gloria de la gesta 83


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y no al Presidente Zelaya quien había jugado en este caso, el ridículo papel del grajo en la fábula de Esopo. Por coincidencia, pocos días antes de nuestra conversación en Le Trianon, nos habíamos enterado el 12 de agosto de 1896, de la muerte en Masaya, en la más absoluta pobreza del famoso héroe y general Rigoberto Cabezas, a los 36 años de edad. Había adquirido un tétano en su pequeña finca El Aventino, a raíz de la extracción de una nigua en la uña de uno de los dedos de sus pies. Una gran pérdida para Nicaragua, pues se trataba de un valiente y hábil militar, un gran periodista de fina pluma y claridad en su pensamiento. Decidí algún tiempo después regresarme a El Salvador, al puerto de Acajutla para estar lo más cerca posible de Nicaragua. Pensaba que había cometido un craso error al haberme separado del Jefe, oyendo cantos de sirena y pensando que tendría mejores horizontes con los alzados de León, si triunfaba la rebelión. Decidí que regresaría a Managua tan pronto se diera la oportunidad, para acercarme a cualquier precio al General Zelaya, para meterme de nuevo en la política, a todo trance. Abrigaba la esperanza que a mi regreso el Presidente entendería mis actos de rebeldía, recibiéndome como al hijo pródigo y posiblemente calificaría mis acciones como un pecado de juventud, de inexperiencia. Debo confesar que he pasado ciertamente muchas dificultades en este destierro. La calle está dura y la soledad, la nostalgia y una gran estrechez económica me han agobiado. Después de haberlo tenido todo, o casi todo antes de cumplir mis 25 años de edad, ahora sufro penurias en este exilio que califico como el infierno de los olvidados. Vivir alejado del Presupuesto General de la República, es vivir en el error, me repetía constantemente en señal de arrepentimiento por el desaguisado de mi rebeldía, reafirmando mi decisión de regresar a Nicaragua, cueste lo que cueste, al lado del Tigre de la Barranca.

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9 . L A F I E S TA D E L S I G L O El doctor Adolfo Altamirano ya se encontraba de regreso en el país procedente de El Salvador, donde había permanecido en el destierro durante varios años. Estaba desesperado por retornar a los círculos del alucinógeno poder político. El presidente de la República llevaba ya seis años ininterrumpidos en el ejercicio del Gobierno, durante los cuales había padecido numerosas revueltas en su contra. Le interesaba aprovechar esta oportunidad del cambio de siglo para reagrupar a sus hijos descarriados, como llamaba a los correligionarios liberales residentes muchos de ellos en el exilio. Meses atrás, en ocasión de conmemorarse un aniversario más de la Revolución Liberal el 11 de julio de 1899, fue decretada una amnistía general que permitía que todos los connacionales se sumaran al esfuerzo de reconciliación del Reformador de Nicaragua, como le gustaba ser llamado el General Zelaya. Su amigo y ahora cercano colaborador presidencial, Julián Irías, le había sugerido acerca de la conveniencia de atraer nuevamente al gobierno a Adolfo Altamirano y un primer paso para lograrlo, sería invitarle a la fiesta del siglo, como se comenzaba a llamar al ágape que ofrecería el presidente de la República el 31 de diciembre de 1899. Como siempre, mi primo Julián se ha caracterizado por ser un hombre conciliador y de buen tino. El anfitrión, estuvo al inicio renuente ante semejante sugerencia, ya que consideraba que el doctor Altamirano, a quien había distinguido anteriormente en elevados cargos de gobierno a pesar de su juventud, le había traicionado. Pero aceptó finalmente la iniciativa del doctor Irías, diciendo: 85


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—Este gallo lo que quiere es ‘máis’, insinuando los deseos inocultables de su antiguo amigo Adolfo Altamirano para regresar a los círculos del poder. —Estoy claro de que en este asunto de la política, de lo que se trata es sumar y nunca de restar. Necesito sangre joven en mi gobierno, concluyó diciendo. De su puño y letra elaboró el sobre de la invitación para el doctor Adolfo Altamirano, de forma que el destinatario se percató de inmediato, al ver esa letra ampliamente reconocida por todos en el mundo oficial, la especial deferencia que le era dispensada por parte del señor presidente de la República. Al recibirla el doctor Altamirano, dijo con emoción refiriéndose al General Zelaya: —La benevolencia del amigo Presidente halaga; pero la estimación del patriota enorgullece y compromete. Hombres como él, dan gloria a nuestra patria y patria a nuestros hijos. El cambio de siglo XIX y el arribo del XX se celebraría en toda Nicaragua con particular entusiasmo. Un día puede ser igual a otro, pero nunca un siglo es igual a otro, solía decirse por todas partes. En ese último domingo del mes de diciembre de 1899, la iglesia Católica arribaba a un nuevo siglo sintiéndose realmente amenazada en nuestro país. Le preocupaba el indetenible y universal avance en todas partes, de la razón y de la ciencia, lo que minaba la fe de los cristianos y de sus mismos feligreses. Algunos impíos irreverentes, sin rubor alguno, hablaban en público y escribían frecuentemente en los diarios locales, que Jesucristo no era un Dios y que ahora Jesús pertenecía al extenso, rico y misterioso mundo de la mitología. El Obispo de Nicaragua Simeón Pereira y Castellón, discípulo de los jesuitas, había emitido un edicto episcopal instruyendo acerca de las obligatorias celebraciones de la Iglesia con motivo de la finalización del siglo XIX. Solicitaba se diesen constantes jornadas de desagravio para nuestro Redentor, mediante la oración y también obras piadosas del pueblo católico nicaragüense para con su clero. Luego ordenaba en el referido edicto, rezar en todo tiempo y lugar para que nuestras naciones perseverasen en la fe cristiana, llevando paz y sobre todo 86


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prosperidad a la Santa Madre Iglesia, al Sumo Pontífice León XIII y a los creyentes en general. Las casas de los feligreses católicos en todo el territorio nacional, según las instrucciones del Obispo, debían estar embanderadas con los colores de la Iglesia durante el mes de diciembre de 1899; las campanas de los templos repicarían ininterrumpidamente durante media hora, a la medianoche del día 31 de diciembre de ese año. La profesión de fe de los nicaragüenses se cristalizaría mediante una cruz levantada en todas las parroquias del país, con la leyenda: Iesus Christus, Deus, Homo, vincit, reinat, imperat.7 El purpurado Pereira y Castellón estaba consciente de que en todas las naciones centroamericanas se vivía una angustiosa ola envolvente de regímenes liberales, que se traducía en una perniciosa y dañina marea roja, la que se extendía aun a ciertos países al sur del continente. Meses antes, mediante decreto del 14 de octubre de 1899, en la administración Zelaya se había despojado a la Iglesia de sus bienes raíces, muebles, semovientes y demás valores llamados de Cofradías. La Ilustración, Las Luces como se decía en Europa, La Lumière como decían algunos para complacer al francófilo General Zelaya, había llegado como siempre con algún retraso a nuestras costas, en comparación con Europa, pero finalmente había llegado –y eso era lo importante– a nuestro pequeño país de apenas 400,000 habitantes. El presidente José Santos Zelaya desde su ámbito profano y como Jefe de Estado, oficialmente preparaba a su vez, el advenimiento del siglo XX. Había ordenado levantar en las proximidades del Palacio Nacional un obelisco conmemorativo de esa fecha trascendental, monumento que fue inaugurado el día 31 de diciembre de 1899 en horas de la mañana, siendo acompañado el presidente de la República por las más altas autoridades del Estado. Mucho se mencionaba en la capital que este obelisco tenía características de la simbología masónica, erigido por sugerencia del apreciado y prestigioso profesor polaco residente ahora en Nicaragua, doctor José Leonard. 7. En latín: Jesucristo, Dios y Hombre, vence, reina, impera.

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Esa misma noche, la última del siglo XIX, a las 20:30 horas de acuerdo con la programación oficial, el Jefe de Estado ofrecería en los amplios salones del Palacio Nacional una cena de gala con invitados especiales. Era, indudablemente, el acontecimiento del año. La invitación circulaba de mano en mano, entre aquellos que asistirían orgullosos y orondos al evento y la mostraban para indicar que habían sido invitados; y de otros, no convidados, que admiraban la elaboración de la tarjeta, en fino papel de lino y con una impecable caligrafía manual en color negro. Fue hecha por Juan Pavón, el mejor pendolista presidencial y decía lo siguiente: J.S. Zelaya y Señora Presidente de la República de Nicaragua y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas Permanentes, se honran en invitarle(s) a una cena y baile que ofrecerán el 31 del corriente mes a las 20:30 horas en el Salón Magno del Palacio Nacional, en ocasión del advenimiento del siglo venidero. Managua, diciembre de 1899. Traje: Etiqueta y condecoraciones.

R.S.V.P.8

Cumplidamente llegaron al Palacio los invitados de esa noche; eran más de un centenar de personas. Estaban allí presentes miembros de las familias más conocidas vinculadas históricamente al Presidente Zelaya: los Sánchez, Sansón, Brockman, Caligaris, Castellón, Estrada y por supuesto, figuras con los nuevos apellidos que ahora le acompañaban en su gestión revolucionaria de Gobierno. Fueron pocos los convidados de León, Granada y Managua, quienes le habían apoyado en el pasado en sus luchas por alcanzar y para mantenerse en el poder. Ahora ya no le eran indispensables, necesitaba sangre nueva y nuevos nombres en esta sorprendente etapa revolucionaria de su administración. 8. Siglas en francés que indican contestar a la invitación.

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Esa noche del 31 de diciembre los salones del Palacio estaban iluminados a giorno,9 luciendo esplendorosos con la elegante decoración que las circunstancias demandaban. La iluminación del edificio y de sus alrededores estuvo a cargo de la famosa Candilería, responsable del uso y mantenimiento de los faroles de gas en todas las principales calles de la ciudad y en aquellos sitios en que el Gobierno lo demandara para eventos especiales. Abundantes ramos de flores engalanaban los salones. Unas escupideras de porcelana de Sèvres, ubicadas a ambos lados de la puerta principal de ingreso y en las esquinas de los salones, completaban el fino decorado para la gran ocasión. A aquellos invitados procedentes de lugares distantes de Managua se les había reservado en el céntrico Hotel Lupone, el mejor de la ciudad y donde don José, su propietario de origen italiano, atendía a toda la distinguida clientela junto a su señora esposa de procedencia inglesa. En ese centro de hospedaje, fundado en 1889, se hablaba francés, inglés, italiano y alemán. Frecuentemente era utilizado para actividades oficiales de gobierno, ya que contaba con un amplio salón de banquetes para 200 personas. El Palacio comenzó a llenarse de invitados desde las ocho de la noche. En las afueras del edificio se apiñaban muchos curiosos, hombres y mujeres de la ciudad para presenciar el ingreso de los convidados. Unas cuerdas sostenidas en ambos extremos por militares uniformados, señalaban los límites de acceso a la valla de entrada de los asistentes. Predominaban en ese ambiente distinguido, nuevos rostros, nuevos apellidos correspondientes a nuevas procedencias geográficas y sociales. No figuraban los apellidos de rancias familias granadinas, ni leonesas, ni siquiera de Managua. Allí estaban ahora, representando a sus regiones, Manuel Coronel Matus de su Madre-Pueblo Masaya, Francisco Montenegro de León, Juan Bodán de Granada, Juan José Estrada de Managua, José Dolores Gámez de Rivas, Leopoldo Ramírez de Jinotepe, Erasmo Calderón de Segovia, Crisanto Briceño por Diriamba, Pastor Baca por Jinotega, Manuel Maldonado, Pedro Gonzá9. En italiano, iluminación profusa.

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lez y Gustavo Escobar, entre otros tantos. Ellos eran los hombres nuevos, como les llama cariñosamente el General Zelaya. Se encontraban esa noche los miembros del gabinete de gobierno, altos funcionarios del Estado, el Cuerpo Militar con sus uniformes de gala, los representantes de la prensa y el comercio, los comisionados de los clubes políticos, el cuerpo consular e invitados especiales. Por supuesto que estaban en esa memorable recepción, mi primo Julián, de quien yo era siempre su asistente de confianza y colaborador, así como el doctor Adolfo Altamirano que había ingresado al Palacio una hora antes de la señalada en la tarjeta de invitación. El destino había juntado una vez más a estos dos grandes amigos; casi no se separaron esa noche del fin de año, en que se daba con toda pompa la bienvenida a un nuevo siglo. Un siglo de mucha trascendencia para Nicaragua, para el gobierno, para el liberalismo y para ellos mismos también. A las 8:30 en punto, un clarín que estaba en formación militar con un piquete de soldados, vestidos todos de gala en la plaza que daba hacia el frente norte del Palacio, anunciaba la llegada del señor Presidente. Se podía distinguir al cadete que dirigía la ceremonia de presentación de armas, Zacarías Blandón Gadea, de Jinotega. Contribuía a la marcialidad de su estampa, un impecable uniforme y un buen manejo del sable de rigor, pero se apreciaba por su rostro irritado que no estaba acostumbrado al cálido clima de Managua. En su quepis lucía un vistoso penacho de plumas que le daban el aspecto de un húsar de la caballería húngara. Por primera vez que muchos ciudadanos veían en Managua a soldados con estos extraños arreos militares, con relucientes espadas toledanas, y no con los tradicionales e infaltables machetes al cinto; uniformados ahora con pantalones grises con una sedosa cinta lateral color púrpura, con un dormán de este mismo color, con botonaduras doradas cerradas hasta el cuello, con sus correspondientes charreteras. Un ancho cinturón negro de cuero, estilizaba las figuras de estos militares que ahora calzaban botas negras, contrastando con los soldados de antaño, descalzos, con caites y con sombreros de palma. Por90


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taban además con toda destreza, fusiles y sus correspondientes bayonetas al mejor estilo prusiano. Pertenecían estos militares a un escuadrón especial del Ejército Nacional de Nicaragua que con el objeto de mantener la hegemonía política con los países vecinos de Centroamérica, se componía de 6,000 oficiales y 34,000 soldados, sin contar a los milicianos y reservas civiles. Habían arribado a nuestro país para colaborar en la organización del Ejército, instructores tudescos y chilenos como Erwing Keifel y Joaquín Ortiz. El General Zelaya se sentía muy orgulloso de esas fuerzas armadas de las que era su Jefe y las que consideraba como propias. Esa noche de la Fiesta del Siglo, el Presidente descendió puntualmente de su vistoso landó, sin capota, con asientos de lustroso cuero rojo y lámparas de bronce en cada una de sus puertas. El coche era tirado por dos hermosos caballos blancos en esa fresca noche de diciembre; bajó con mucha distinción, no sin antes ofrecer la mano a su elegante y bella esposa doña Blanca, quien le acompañaba radiante y esplendorosa. Lucía el General Zelaya casi igual que cuando le vi por primera vez al ingresar triunfante en Managua, aquel 25 de julio de 1893, como una persona de porte varonil, cuerpo vigoroso, blanca la tez, rostro sonrosado, amplia frente, cabellera lustrosa que comenzaba a escasear, mirada penetrante y sesgada, de gruesos mostachos tirando a rubios, claros los ojos con un ligero estrabismo en el derecho, de gesto duro pero de modales finos. Había cumplido recientemente sus 47 años, acusando ya un incipiente vientre. Impecablemente vestido de etiqueta, con guantes blancos y sombrero de copa satinado, lucía alrededor de su cuello una condecoración correspondiente a la Encomienda de la Legión de Honor de la República Francesa. Una leontina de oro del estilo llamado por los ingleses Full Albert, unía los dos bolsillos de su albo chaleco de piqué, la que remataba en un extremo con un fob10 representando la figura de un diminuto elefante, animal emblemático que según la tradición abre caminos, destruye obstáculos y deja huellas. 10. Parte de indumentaria en las cadenas metálicas de antaño.

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El Presidente se manejaba muy bien en asuntos protocolarios, posiblemente por su temprana permanencia en Francia. Al entrar al salón de la recepción, un asistente personal en corto pasamanos entregó a un ujier ubicado al efecto, su sombrero clac de copa y los guantes adentro del mismo para su debida custodia. Su joven esposa doña Blanca, veintidós años menor que el Presidente Zelaya, de origen belga, había nacido en Namur un 6 de octubre de 1875. En Nicaragua muchos veían con extrañeza, los abundantes nombres con que había sido bautizada: Blanche Marie Therèse Alexandra Cousin Oudart. Esa noche, La Hermosa Soberana como le llamaba a veces su marido, lucía espléndida con su traje largo, finamente elaborado en color turquesa jaspeado y guantes largos de punto que le llegaban hasta el codo. Se habían casado un 25 de abril de 1892, poco antes que llegara su marido a la Presidencia de la República, con lo cual la familia Cousin se había transformado rápidamente en un clan poderoso en nuestro país. Era una mujer de rasgos finos, con un bello rostro de blanca textura. Se apreciaba fácilmente que su origen no era nicaragüense, sino que por sus venas corría solamente sangre europea. Llevaba muy bien y con gran señorío los escasos veinticinco años de edad que tenía. Un corsé bajo su vestido de noche le hacía resaltar de su escote sus discretos y blancos pechos. Se podía apreciar alrededor de su cuello un collar hermosísimo, con piedras preciosas, cada una de ellas correspondiente a la letra inicial de los nombres y apellido de su marido, hasta formar el acróstico de J. Santos Zelaya: Jacinto, Sardonia, Amatista, Nefrita, Topacio, Ópalo, Sardonia, Zafiro, Esmeralda, Lapislázuli, Ámbar, un broche de diamantes por la Y, luego una Aguamarina. Doña Blanca saludaba a las damas presentes que acompañaban esa noche a la pareja presidencial, con tres consecutivos besos en las mejillas, de acuerdo a la usanza en su país de origen. Al ingreso del cortejo al palacio, la banda de los Supremos Poderes dirigida por don Alexander Cousin suegro del señor Presidente, interpretó marcialmente el himno de La Granadera, con el que habitualmente se rendía honores al Jefe de Estado. Don Alexander, se había convertido en el profesor de música del compositor leonés José 92


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de la Cruz Mena, ganando con ello cierta popularidad con los liberales de occidente. En la comisión de recibo estaban los miembros del Gabinete de Gobierno, encabezados por el ministro de Gobernación don Fernando Abaunza; el general Juan B. Sáenz, ministro de la Guerra y Marina; el coronel Félix Pedro Zelaya, ministro de Hacienda y Crédito Público; el secretario privado don Goyito Abaunza y algunos subsecretarios de Estado como los doctores Maximiliano Morales, Moisés Berríos y Segundo Albino Román y Reyes. Luego se ubicó la familia presidencial al sur del salón de recepciones para recibir el riguroso saludo de los invitados. Además del General y su esposa, les acompañaban el ministro de Relaciones Exteriores e Instrucción Pública, don Fernando Sánchez Reyes y la agraciada jovencita Juanita Zelaya Bone, hija del primer matrimonio del Presidente con Ana Bone, fallecida años atrás. La banda musical rindió los honores de ordenanza y luego interpretó magistralmente las notas del Himno Nacional, conocido como Hermosa Soberana. Inmediatamente después, dirigidos por un oficial de protocolo militar, comenzaron a desfilar los invitados para saludar a la familia presidencial. El saludo tuvo lugar de una forma bastante desordenada, pese a los ingentes esfuerzos de los responsables de la organización del evento. Uno de los primeros en saltarse la precedencia de los invitados para saludar al Presidente, fue el doctor Altamirano. Estaba ansioso por estrechar nuevamente la mano de su viejo amigo, del Jefe de Jefes. El General Zelaya, le saludó con una fingida y calculada frialdad. En los salones se ofrecían petits fours11 servidos por elegantes meseros que ofrecían copas de champagne, vinos, coñac y cervezas. A la entrada, un mozo de librea sostenía en una bandeja de plata un plano con diferentes indicaciones de mesas y tarjetas que indicaban el sitio a ser ocupado por cada invitado. Luego, al momento de acomodarles en el lugar marcado con sus nombres mediante pequeñas tarjetas 11. En francés, entremeces.

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ubicadas en los largos mesones, cada comensal podía leer el menú estampado en pequeñas cartulinas con fina letra gótica. Abundaban en las mesas los adornos florales con rosas rojas, las preferidas del General y de su esposa doña Blanca. Alrededor de cada plato de porcelana de Limoges de la vajilla presidencial, encima de unos asiette d’ argent12 individuales se había colocado una batería de cuatro cubiertos de plata, incluyendo el especial para comer pescado. Al frente, estaban entrecruzadas dos relucientes cucharas de postre a la mejor usanza de la etiqueta francesa. La vajilla tenía el escudo de Nicaragua en uno de sus bordes y con el monograma JSZ en el centro de cada plato, con las mismas iniciales que marcaban cada cubierto. Tres copas de cristal de baccarat, ordenadas de forma y en orden tangencial, de izquierda a derecha para los correspondientes vinos, daban un fulgor adicional a las elegantes mesas. Un pequeño aguamanil de plata, lleno hasta la mitad con agua y pétalos de rosa para limpiarse los dedos, completaba el imponente arreglo de los mesones. Se podía apreciar el desconcierto de muchos de los comensales que ya sentados, con cierto disimulo esperaban que el vecino iniciara la comida para ver qué cubierto correspondía ser usado. Paté foie gras, olives, soupe Julienne, poisson sauce legumes, mouton aux haricots verts, salade de laitues, fromages, desserts assorties, café et chartreuse. Vino blanco Sauterne, tinto Frontsac y champagne Veuve Clicquot. Ese era el menú escrito en francés, para la memorable soirée de fin de año, preparada por un chef de origen húngaro traído desde México y al servicio de la Presidencia de Nicaragua. Muchos de los convidados a esta espléndida recepción presidencial, no estaban acostumbrados a semejantes normas de rígido protocolo, importadas de Europa por la familia Zelaya Cousin. Algunos caballeros buscaron como acomodar sus atuendos para esa noche, pero a falta de calzados de charol lucían un frac negro, con zapatos de color café. El doctor Manuel Coronel Matus, parecía no importarle to12. En francés, platos decorativos de plata.

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das esas reglas acerca de la vestimenta. El Catón nicaragüense como le conocían, era famoso por su desparpajo en el vestir. Llevaba frac esa noche, pero con el corbatín un tanto de lado y la camisa desaliñada. Unos cuantos invitados en esa espléndida cena de gala se habían olvidado al entrar al salón, de depositar sus sombreros y guantes en la guardarropía señalada para tal efecto. Ya sentados y previo discretos codazos de sus señoras, optaron algunos invitados por poner los sombreros con todo disimulo debajo de la mesa. Hubo otros que bebían el agua con pétalos de rosa, pensando se trataría el aguamanil, de una elegante moda importada de Francia para abluciones bucales. Doña Blanca, sentada a la izquierda del General, el lado de su corazón, interrumpió a las infaltables hermanas Canales, solteras todas ellas y que no se perdían de fiesta alguna en la capital, quienes formando grupo cerca de la primera dama hablaban en voz baja asuntos de mujeres. Va a hablar don Santos –como solía llamar a su marido–les interrumpió con mucha educación para que se retirasen. Doña Blanca siempre hablaba con un marcado acento francés, el que nunca pudo superar. Además usaba esta lengua con su esposo, con sus padres de origen belga, Alejandro y Leonie, y con su único hermano Louis. Antes de iniciar el baile, una vez terminada la comida, y al momento del brindis, el Presidente Zelaya dedicó buena parte de sus palabras para hablar de la educación en Nicaragua. Comenzó el discurso haciendo un recuento de las dificultades de su administración en los convulsos siete años de gobierno: —Hemos vivido un lapso de organización del Gobierno Liberal en Nicaragua, aunque lamentablemente sangriento y desastroso. El año 93 con sus revoluciones memorables. El 94 con la guerra con Honduras, el 95 con los conflictos en que se vio envuelta la República a raíz de la Reincorporación de la Mosquitia, el 96 con la Revolución de Occidente y el 97, 98 y el 99 con los disturbios de Jinotepe, Rivas y Bluefields. Pasando a otros temas, hizo un análisis de las deficiencias de la educación en Nicaragua durante los años en que gobernaron los conservadores. Enseguida, cambiando el tono de la voz y con gran energía, siguió su fogoso discurso: 95


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—Hay que destruir, sin piedad y sin miedo en este siglo que iniciamos, todo el enmarañado edificio construido por el absolutismo, en grato consorcio con la teocracia para que el país pueda lanzarse sin traba alguna hacia su perfeccionamiento y desarrollo. Hemos proscrito desde nuestras aulas los dogmas de la Escolástica, objeto de culto injustificable de los colegios de antaño; los principios netamente racionalistas de Comte, Litré y Herbert Spencer han sustituido a las teorías de Tomás de Aquino y sus expositores. El mejor gobierno es aquel que enseña a los pueblos a gobernarse por sí mismos, ensanchando los horizontes de la instrucción popular. Y seguía inspirado el Presidente en su alocución oficial con los temas educativos; con voz pausada y marcada solemnidad, como si pensase antes de pronunciar cada palabra, proseguía: —La escuela primaria, creada hasta en los pueblos más remotos de Nicaragua ahora está al alcance de las clases desheredadas que reciben así el beneficio de la democracia. Este beneficio de la instrucción no debe ser un privilegio de las clases acomodadas. Todos los nicaragüenses están obligados a estudiar. La instrucción es ahora gratuita y la paga el Estado, dotando de mobiliario a las escuelas, de libros a los alumnos y de cómodas viviendas a los maestros. —La educación en Nicaragua tiene tres características que son como tres inestimables blasones. Llevamos el laicismo a la escuela, es decir, la tolerancia, el respeto al fuero interno. Tocamos a las puertas de todos, ricos y pobres con la enseñanza gratuita y destruimos además, egoísmos, protegiendo a la infancia con la enseñanza obligatoria. Muy pronto se abrirán nuevos centros de enseñanza, que serán dotados de cuanto demandan los modernos adelantos. En la escuela está la simiente de toda la reforma duradera. El Partido Liberal ha operado una revolución en las instituciones y las ideas, revolución saludable que exigen la época y el equilibrio político. Toca al maestro de escuela cimentar esas reformas, consolidar esos principios, innatos en toda alma republicana. La escuela es el complemento de la revolución liberal que encabezamos, finalizó diciendo y levantando su copa de champagne para formular el brindis de rigor: —Por Nicaragua, por su pueblo, por nuestros invitados de honor esta noche, por el Gobierno Reformador de nuestra Patria, por la educación de nuestros conciudadanos. ¡Salud! 96


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Por supuesto que los prolongados aplausos también de rigor, no se hicieron esperar. Adolfo aplaudía frenéticamente siendo de los últimos en acallar sus manos. Mientras el Presidente pronunciaba su discurso, asentía constantemente con notorios movimientos verticales de su cabeza, para manifestar que estaba en un total acuerdo con lo expresado por el General. Los dos amartelados e inseparables amigos y colegas, Irías y Altamirano, habían sido sentados cerca de la mesa de honor y el Presidente les miraba frecuentemente durante su alocución. Ambos se sumaban a los deseos de contribuir en el esfuerzo de Zelaya para educar a nuestro pueblo y además eran apuestos solteros. Esto les convertía en interesantes prospectos esa noche para las familias con hijas en edad para celebrar compromisos matrimoniales. Julián, al terminar el discurso presidencial, solamente atinó a decir: Magister dixit.13 Las numerosas copas de esa noche, los nepentes como solía llamarles, le habían mareado. Yo le conocía muy bien desde su juventud y detectaba en su mirada cuando estaba ebrio. Comenzó el concierto y también el baile de las piezas musicales que se alternaban con cadenciosas melodías: valses, mazurcas y habaneras que estaban de gran moda, en las que no podía faltar el famoso vals del Emperador, de Strauss, las polkas de Waltdteufel; así como la orquesta que interpretaba variadas y agradables melodías del compositor leonés José de la Cruz Mena, el “Divino leproso”, con sus valses “Amores de Abraham” y “Ruinas”, los que arrancaban sonoros aplausos al final de cada pieza. Muy variado e inolvidable fue el repertorio musical anunciado por el bastonero oficial: valses como Noche Estrellada, Otra vez, ¿Rubia o Morena?, Arco en el Cielo, Burgueses de Praga, Dulces Remembranzas y Gotas de Rocío. Mazurcas como Angelina y Celia. Polkas, como Palomas Mensajeras y los espectaculares chotis: Mi Morena de Ojos Negros y Sofía. La pareja presidencial hizo gala de destreza en el baile; muy 13. Alocución latina que significa: El maestro ha hablado.

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graciosa lucía bailando Su Negra, como frecuentemente llamaba a doña Blanca el General haciendo un gracioso juego con las palabras. Julián, distraído y ajeno a la música del momento, seguía buscando a los sirvientes con sus bandejas de licores. Adolfo al contrario, se dedicaba a bailar, con mucha prestancia y habilidad brindando especial atención a Juanita, la bella hija del Presidente. Buscaba además cómo estar siempre cerca de la joven primera dama. El Presidente, seguía en todo instante con mirada severa los movimientos de su hija y también de doña Blanca, con quien se entendía con sólo verse a los ojos. A las doce de la noche, la algarabía en el Palacio con los saludos de los invitados fue total. La orquesta de los Supremos Poderes tocó la Marsellesa, como un homenaje a la libertad y al libertador de la ignorancia de su pueblo, como se había proclamado esa noche el Presidente Zelaya. Los estruendos de 21 disparos de los cañones Krupp, recientemente adquiridos, convirtieron al salón en una babel donde nadie se entendía. Hubo vistosos juegos pirotécnicos y abundante pólvora en los barrios populares. La ciudad entera era un solo bullicio. Por decisión episcopal, las campanas de todos los templos católicos de Managua tocaban a rebato por media hora, ininterrumpidamente esa medianoche. La Parroquia, la iglesia principal de Managua se levantaba a unos pocos metros de distancia del Palacio. El ruido era infernal, lo que molestaba evidentemente al anfitrión presidencial. Antes de retirarse, manifestó al pequeño grupo que le rodeaba: —Que ruido meten siempre estas iglesias y en todo orden de cosas. A estos curas provocadores los vamos a fundir como fundieron en su momento el metal para construir las campanas que ahora están sonando y nos están dejando sordos en esta grandiosa festividad. Un ayudante militar del Presidente, con sus arreos militares e impecables guantes blancos, llevó un mensaje para Julián y para Adolfo, citándoles en Casa Presidencial conocida como La Número Uno, para el día martes dos de enero a las diez de la mañana. Comenzaron entre ellos a especular acerca de los motivos que tendría el General Zelaya para convocarles a una reunión de trabajo para el primer día laboral del nuevo siglo XX.

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10. EN L A CASA NÚMERO UNO Para cumplir con la cita presidencial esa mañana del martes 2 de enero de 1900, Julián me pasó a buscar por el Hotel Lupone donde me encontraba alojado junto a otras personalidades invitadas a lo que se conoció como la Fiesta del Siglo. En una berlina tirada por dos caballos colorados, brincando en un coche de los pocos que circulaban por las calles empedradas de la capital, nos dirigimos a Casa Presidencial, una afrancesada residencia propiedad de la familia Zelaya Cousin, en las proximidades del Campo de Marte al sur de la ciudad, cuyas murallas habían sido construidas por Napoleón Re, muy apreciado profesional de la ciudad. En esta casa cerca de la Loma de Tiscapa y conocida como la Número Uno, casi en las afueras de la ciudad, se daba albergue a buena parte de las tropas regulares reconcentradas en Managua, ciudad que ya contaba con unos 60,000 habitantes. Sin embargo, el mayor número de soldados del Ejército estaban acantonados en el Cuartel de Infantería y Artillería de La Culequera, en los alrededores del Palacio Nacional, en el centro de la capital. Muy cerca de la residencia presidencial funcionaba también la Academia Militar, dirigida con el apoyo de oficiales chilenos y un alemán. El ejército estaba bien estructurado, de acuerdo a técnicas militares de avanzada, siendo Nicaragua el primer país que tenía en Centroamérica una unidad especializada en ametralladoras. Contaba con una marina de guerra, además de vapores en los dos océanos y en los lagos de Granada y Xolotlán; se había establecido el Servicio Militar Obligatorio. Julián tenía esa mañana de la cita presidencial, un incontrolable temblor en sus manos y fuerte sudoración, lo que hacía presumir que La Fiesta del Siglo del 31 de diciembre había continuado también para él durante el primer día festivo de la centuria. Ambos vestíamos esta 99


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vez de forma apropiada para la ocasión; traje de casimir negro, corbata de lazo, camisa almidonada de blanco algodón, chaleco y un fresco sombrero panamá. El día anterior a ese compromiso, en el Teatro Castaño elegantemente construido en los alrededores del Palacio Nacional por su propio dueño el mexicano Estanislao Castaño, se había presentado a las 19 horas del primero de enero de 1900, el novedoso cinematógrafo de Lumière. Antes de ausentarme de Managua años atrás, para salir al exilio, en el mismo lugar que ahora ocupa ese teatro se encontraban únicamente las caballerizas y carruajes que utilizaba el General y su familia. Fueron impresionantes en esa noche de teatro, las manifestaciones de asombro de los numerosos asistentes, hombres y mujeres elegantemente vestidos, aplaudiendo entusiastas al ver en un gran telón blanco, fotografías silentes y en movimiento. Eso nunca antes lo había visto la sociedad de Managua. Un piano solitario a un lado del escenario, tocado por el maestro Sinforoso Buitrago, acompañaba con sus acordes el extraordinario espectáculo. Ese martes 2 de enero, al dirigirnos a la Casa Número Uno, pasamos en frente del hermoso edificio esquinero del Cuartel de Infantería y Artillería. Dos soldados con sus armas de reglamento en posición de firmes, hacían guardia permanente en la entrada de su puerta principal. Este cuartel había sido diseñado por el arquitecto italiano, Ferdinando Cocito de Vigevano, quien había construido igualmente el Palacio Nacional. Su construcción era de adobe, blanqueado con abundante cal y carburo; tenía dos pisos amplios con sus correspondientes buhardillas y para acceder se subían unas escalinatas de siete peldaños, utilizadas para los vistosos desfiles militares, siempre presididos por el General Zelaya. Se veía frecuentemente en el Cuartel a un instructor militar alemán, Pablo Adam, capacitando a las tropas y enseñando marciales movimientos a los uniformados nicaragüenses. Allí se encontraban las armas del país; allí se encontraba también el poder del Tigre de la Barranca. Cerca al edificio militar, se encontraba la estación del ferrocarril, donde los usuarios se preparaban ese día martes para abordar el tren 100


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expreso que saldría rumbo a Granada a las diez de la mañana. Parecía un pequeño hormiguero, donde se confundían los pasajeros, con las vendedoras ambulantes de chicha de maíz, posol, chingue, raspados, variedades de pan, enchiladas, tamales y chancho con yuca. Pasamos frente a la engramada y sobria plaza principal cercana del Palacio Nacional, la que se convertía con toda celeridad en el proyecto del hermoso Parque Central de Managua, con los planos que habían sido elaborados por un francés radicado en Nicaragua, monsieur Louis Lairac. Era alcalde Aurelio Estrada, uno de los hermanos tan cercanos –casi como de la familia– del Presidente Zelaya. Los hermanos Graco les llamaban a Ireneo, Aurelio, José Dolores y Juan José Estrada. De cuna muy humilde todos estos menestrales eran grandes liberales, diestros como artesanos y valientes como soldados; siempre se supieron destacar en el campo de las armas. Algunos de sus amigos habían sugerido a Aurelio llamar Parque Estrada a ese lugar de esparcimiento donde se dan retretas musicales todos los domingos por la tarde. Allí se presenta frecuentemente la Banda de los Supremos Poderes, dirigida por don Alejandro Cousin, el famoso suegro del General Zelaya quien vivía en Nicaragua desde los tiempos del presidente Joaquín Zavala. Aquellos que sugieren bautizar el Parque Central con el nombre propio de un cercano colaborador del Tigre, sin consultar con el General, hacen gala de una temeraria imprudencia. Bien se sabe que el Presidente es persona celosa y en la reciente fiesta del 31 dio muestras de ello. Bastaba su mirada para saber si algo le agradaba. José Santos Zelaya, tres nombres distintos y un solo Jefe verdadero. Al llegar a nuestro destino en la Casa Número Uno, pude apreciar que la residencia presidencial era muy hermosa. Fue construida después de la revuelta de los leoneses de 1896, razón por la cual yo nunca antes había estado en ella. Contaba ese palacete con elegantes arcos arquitectónicos a la entrada y con amplios corredores en el segundo piso, por los cuatro costados de la vivienda. Se mantenía siempre resguardada por la guardia republicana, que atendía directamente las demandas de la familia del General. Dos soldados con sus uniformes prusianos, en posición de firmes, se ubicaban en cada una de las entradas a la casa del Presiden101


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te. Fuimos conducidos al segundo piso, donde un edecán nos anunció mencionando nuestros respectivos nombres: —Los doctores Irías y Altamirano, dijo con portentosa y solemne voz, el ayudante militar de turno. —Adelante, respondió el General Zelaya desde el fondo del salón, con voz firme que reflejaba autoridad. Se encontraba sentado leyendo un ejemplar de El 93, diario librepensador, como el mismo periódico se define y cuyo director es don José Dolores Gámez. El Presidente no levantó la vista sino hasta el momento que estábamos muy cerca de él. En la mesa de centro, tenía además otros periódicos: El Nacional de León y El Liberal, dirigido por el español Manuel Riguero de Aguilar y el dirigente revolucionario Manuel Coronel Matus. Fuimos recibidos por el General en la oficina privada ubicada al norte de la mansión, donde desembocaba una hermosa escalera de finas maderas. Con ello, el Presidente indicaba estar deseoso de brindarnos un tratamiento especial, ya que para asuntos estrictamente oficiales ocupaba su despacho particular y biblioteca a la vez, en el ala sur de la residencia. Vestía con un traje negro y cuello paloma en su impecable camisa blanca. Lucía su infaltable leontina de oro, con un reloj inserto en el bolsillo derecho de su chaleco. Tenía el atuendo propio de su alta investidura. Nos sentamos en un conjunto de sillas vienesas, maqueadas con un color caoba mate y tejidas con mimbre natural. En otro sector de la casa lucían juegos de delicadas sillas y arrimos, cubiertos con láminas de pan de oro, en el más puro estilo del imperio austro húngaro, los que habían sido obsequiados por el amigo y colega de Zelaya, el presidente de México, general Porfirio Díaz. Semanas antes don Federico Gamboa, ministro de México en Misión Especial, había hecho entrega del mobiliario, réplicas del usado por Maximiliano y Carlota de Habsburgo en el castillo de Chapultepec. En el salón destacaba una hermosa y vieja bandera de Nicaragua con sus tres franjas horizontales multicolores, la que ahora es azul y blanca, desde que se retomaron los colores de la Confederación Centroamericana por el Pacto de Amapala de 1895. Era ese emblemático pabellón tricolor una venerada reliquia, ya que con tal bandera el Ge102


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neral Zelaya había entrado triunfante a Managua en julio de 1893. Al centro de la bandera y en profuso relieve dorado destacaba el antiguo Escudo de Armas, consistente en un círculo ornado por ramas de laurel, dentro del cual aparecía una cordillera de cinco volcanes bañada por dos océanos. Al sentarnos se nos ofreció té de Ceylán, con galleticas inglesas, todo servido en fina porcelana con el infaltable monograma JSZ. Como una deferencia especial hacia nosotros, antes de iniciar la conversación y tomando en cuenta que se hablaba del Presidente Díaz en relación al fino mobiliario del salón, el General nos condujo a una habitación pequeña donde estaba una bañera de mármol, con sus iniciales al costado de la misma. Era también obsequio del Presidente de México. En sus explicaciones sobre esos temas personales, se dirigía solamente a Julián, ignorando adrede mi presencia, lo cual evidentemente me incomodaba sobremanera. De regreso a nuestras sillas, tan pronto habíamos ocupado los asientos, el Presidente viéndome fijamente a los ojos se dirigió a mi persona señalándome siempre con el índice de su mano derecha: —Me ha dolido mucho doctor Altamirano, su separación abrupta de mi Gobierno. Cuatro largos años han transcurrido desde que un grupo de leoneses ambiciosos con sus bochinches de siempre, quisieron tumbarme de la presidencia de Nicaragua. Usted escuchó al igual que muchos otros, los cantos de sirena de José Madriz. Yo por mi parte, solamente he tenido deferencias y manifestaciones de cariño para con usted; con toda celeridad en mi administración pasó de la banca del alumno, a la silla del profesor. Y en la política, óigame bien, uno debe esforzarse por ser amigo de todos y enemigo de nadie. —No debe olvidar don Adolfo, que le hice diputado constituyente a los 22 años, escogido por mi propio dedo acá en Managua, en mi casa de habitación y no en elecciones representando a Estelí, alarde que usted siempre ha hecho por su juventud y popularidad. Por cierto, le brindé y en abundancia a muy temprana edad, tanto blasones como doblones, los que suelo ofrecer a mis amigos para que escalen altas posiciones sociales y económicas. A muchos les he permitido mejorar sus patrimonios y fortunas personales rápidamente, con generosas concesiones y nombramientos 103


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ya sea como Ministros, Diputados, Jefes Políticos, Comandantes de Armas, Jefes de Aduanas, Ferrocarril, y hasta en la Guardia de Honor de los Supremos Poderes. También en los contratos de leña, del correo, del telégrafo trato de ubicar a nuestros seguidores. Por supuesto yo les demando en contraparte lealtad para su Jefe y su Partido. Pongo en práctica el Do ut des,14 como habrá usted aprendido en la Universidad. Al percatarse el Presidente de mi impulso natural para responder de inmediato a sus señalamientos, viéndome fijamente y con un gesto de sus manos, acercándolas a la boca me indicó: —No quiero que responda por ahora una sola palabra para justificar sus actos del pasado. Sólo quiero que me escuche con mucha atención, me dijo en un tono que ahora se había transformado. Guardó unos minutos de silencio que a todos nos inquietaba y nos parecieron eternos, para luego proseguir alzando la voz y abandonando el distante tratamiento de usted que había usado para conmigo en los minutos recientes: —Tú sabes mi joven amigo que me ha tocado ejercer la actividad presidencial en un período de laboriosa y difícil transición, en que había que demoler y edificar al mismo tiempo. —Yo he triunfado siempre en los campos de batalla en contra de nuestros enemigos; no he conocido la palabra derrota. He salido airoso también en la diplomacia, ya que ahora el nombre de Nicaragua se escucha y es respetado allende nuestras fronteras. Es la potencia rectora regional. Sin ir más lejos, la Asamblea Nacional del Ecuador dispuso por decreto fechado no hace mucho tiempo, declarar a este obsecuente servidor de Ustedes como Ciudadano Benemérito de esa República amiga. Hacia Nicaragua se ha desplazado la gravedad política del istmo centroamericano. —Damos por ahora una lucha frontal y permanente para sacar de la ignorancia a nuestro país. Pero muchos ingratos, traidores y malagradecidos, han vuelto las espaldas al triunfador de esta epopeya. De sus gargantas resecas por la ira insana, se escapan únicamente insultos y denuestos, imprecaciones oprobiosas en contra de aquel caudillo al que son incapaces de vencer en la manigua y campos de batalla. Además, como si 14. Alocución latina que significa: te doy para que me des.

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eso no les bastara, se alzan en calumnias contra mis leales colaboradores. Está lleno de ingratos este país. Helás; tout cela c’est degoutant,15 dijo en francés, como acostumbraba hacerlo con sus interlocutores cuando estaba enojado. Y proseguía con su rostro enrojecido y poniéndose ahora de pie: —Las armas liberales infunden pavor a sus enemigos, dedicándose éstos traidores cachurecos, noche y día, sin tregua ni reposo, a escribir artículos en que vierten toda la hiel que produce la ambición no satisfecha. Se dedican también esos mal nacidos a la permanente conspiración. Las armas infames de la falsedad y la injuria, son esgrimidas para desacreditar en el exterior al Jefe de esta Nación, a este servidor del pueblo, sin tener en cuenta que los dardos que lanzan irresponsablemente dan también de lleno en el corazón de la Patria. Hemos vivido desde que asumí la Presidencia de la República en 1893, de revuelta en revuelta, por culpa de tantos políticos inconsecuentes, traidores y ambiciosos. —El doctor Madriz, el tal Chepito, ofuscado por odios personales que el buen político debe aprender a desechar a tiempo, y con la ceguera que le produce su desmedida ambición por el poder, desde 1896 ha empujado a los conservadores y a algunos liberales en contra del Jefe del Partido al cual él dice, pertenecer. Fue Madriz, la serpiente tentadora que ofreció el Edén a tirios y troyanos, moros y cristianos, rojos y cachurecos. Quiere destruir al Partido Liberal, a su propio Partido y a quienes le comandan con pericia, como el avezado marino lo hace con su buque en tormentosas aguas. Él y sus seguidores incautos han contribuido a hacer más doloroso el viacrucis del liberalismo, convirtiéndose Madriz en reo del delito de lesa patria, arrojando sobre ella, que es de todos nosotros, inmerecido baldón. Por algo apropiadamente los cachurecos siempre le han calificado como un rábula badulaque, con una vida personal que está lejos de ser ejemplar. —Pero lo más importante ahora mi estimado Adolfo, es que hoy estás aquí conmigo, listo, estoy seguro, para prestar tus servicios a Nicaragua y a su invencible Partido Liberal. Te recibo mi muchacho, con los brazos abiertos. La reconciliación entre nosotros no humilla, porque es el abrazo 15. En francés: “Por desgracia, todo esto es repugnante”.

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de los hermanos después de la disputa doméstica. Estamos juntos nuevamente, como hubiese dicho el Caballero Bayardo, sin rencor y sin reproche, sin miedo y sin tacha, mi joven amigo. ‘Honnit soit qui mal y pense’16 finalizó diciendo, sin separar de mis ojos su mirada recriminadora, que también ahora se transformaba milagrosamente en tierna y paternal. Terminó esa primera parte de su intervención dándome una ligera y afectuosa palmada en la espalda, para significar el perdón y a la vez la amistad que se reanudaba entre nosotros a contar de ese momento. Dirigiéndose tanto a Julián como a mí, siguió hablando sobre sus planes educativos para Nicaragua. Era su leitmotiv, su obsesión, el asunto de sacar a Nicaragua de la ignorancia. Y prosiguió diciendo: —Espero que ustedes dos, Julián y Adolfo, amigos inseparables de siempre y también amigos míos, hayan prestado atención y escuchado con detenimiento mis palabras antenoche, en la cena que ofrecí para recibir a este nuevo año y nuevo siglo, referentes a la educación de nuestro país. Como lo saben de sobra, antiguamente en Nicaragua no había colegios en nuestros pueblos; eran modestas escuelitas que enseñaban en casas particulares, con muy pocos alumnos. Nuestros infantes apenas aprendían a leer en el Catón Cristiano y el Catecismo de Ripalda. Preferentemente se les impartía a los niños, las enseñanzas del Catecismo y la Moral, como si con eso nuestros conciudadanos pudieran salir adelante y superar el deprimente estado de pobreza en que se encuentran. —Los pocos edificios escolares que tenemos, que son propiedad de los municipios, no reúnen en la actualidad las condiciones de higiene y comodidad necesarias para el trabajo docente. —Quiero crear ahora más y más escuelas nocturnas para impartir instrucción a los obreros, que trabajan durante el día y son el sostén de nuestro Partido Liberal. En Masaya quisiera fundar una escuela normal, con una sección dedicada especialmente a los indios de Matagalpa, Jinotega, Chontales y la Costa Atlántica, porque es urgente llevar la luz de la civilización a estas castas rezagadas, para que así entren cuanto antes al movimiento general de la cultura humana. En la costa Caribe, podemos

16. Locución francesa que significa: vergüenza en el que ve sólo el mal,

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utilizar para ello a las congregaciones religiosas que siempre quieren venir para evangelizar al país. Que vayan primero esos curitas a mojarse el fundillo en esas remotas e inhóspitas zonas de Nicaragua. —Por todos lados tenemos que crear escuelas de artesanos. También hay que fundar una Escuela Normal de Señoritas para apoyar la educación. Y para el resto de las niñas que forman parte de esta nación, quiero que reciban instrucción precisa en labores de mano, jardinería y asuntos domésticos, para inculcar los principios de la sana economía del hogar a las futuras amas de casa. Así se formará el carácter firme de la mujer modesta y hacendosa, que tanto necesitamos en Nicaragua ya que son los pilares de nuestras familias. La economía doméstica debe comprender por supuesto el estudio de conocimientos culinarios, condiciones de salubridad de las habitaciones y limpieza de los utensilios de cocina. Todos estos son deberes de una buena ama de casa y misión de la mujer en el hogar. —El Compendio de Manual de Urbanidad y Buenas Maneras, del venezolano Manuel Antonio Carreño, debe estudiarse y ponerse en práctica. En la cena de fin de año, antenoche, pude apreciar muchas deficiencias y errores protocolarios, aun en personas que se supone tienen buena escuela, posición social, digna estirpe y modales distinguidos. Hay que soltarle los pelos a la dehesa. —Para los varones, además de su formación académica en las escuelas, no hay que descuidar los ejercicios militares preparándoles de esta forma para defender a la nación entera. Tristemente nuestro país vive en pie de guerra por la ambición de sus malos hijos. Para desfilar, el uniforme escolar de los niños debe ser blanco, con una gola azul representando los colores de nuestra bandera, con su correspondiente quepis con visera de charol. —Me gustaría además, se abriera una escuela comercial de Teneduría de Libros, de donde pienso que en dos años puedan salir los peritos a trabajar por Nicaragua, que necesita más que nunca cuentas claras y negocios transparentes. —Todo esto lo debemos alcanzar al erradicar la utilización exclusiva de la memoria, manejando a contar de ahora los principios didácticos que universalmente siguen siendo válidos, esto es, que los conocimientos vayan de lo fácil a lo difícil, de lo simple a lo complejo, y de lo concreto a lo abstracto. 107


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Seguía hablando continuamente, con cierta solemnidad, instruyéndonos acerca de sus metas: —En las aulas que educan a nuestros niños, debemos suprimir los castigos corporales, desterrando la palmeta tradicional, así como la coyunda de cuero crudo y encebado que todavía es usada por todas partes. Es mejor que los profesores utilicen llamados de atención, privación del recreo o la salida, así como asignación de trabajos extraordinarios para los estudiantes de mala conducta. Las expulsiones de las aulas en los alumnos mayores y las palmetas para castigar a los menores, deben ser cosas del pasado. Pero les aseguro que si algún cabeza dura no aprende de niño, será después cosa diferente para esos adultos tercos, indisciplinados y rebeldes. —Para hacer progresar a Nicaragua quiero convertir el Ministerio de Instrucción Pública en el más importante del país, luego del Ministerio de la Guerra, Marina y Caballería. Estoy convencido que no tendremos nunca progreso, sin la formación integral del pueblo y no habrá conocimiento, sin educación apropiada del mismo. Los necesito ahora más que nunca a los dos ustedes en mi gobierno, pero les recomiendo encarecidamente en el desempeño de sus nuevas funciones, mucho juicio, prudencia y sobre todo, muchísima calma. —Para esta inmensa tarea gubernamental, les requiero y por ello les he llamado. El doctor Irías, quien se ha desempeñado con toda brillantez en la dirección del Instituto Nacional de Varones de Managua, pasará a un cargo de mi absoluta confianza en esta administración liberal. Y a ti Adolfo, te necesito para suceder en ese cargo a tu gran amigo de infancia. Ambos estuvimos de acuerdo y aceptamos las posiciones y responsabilidades que el Jefe nos asignaba por ahora. Le manifesté al General mi acuerdo total a lo que había planteado acerca de sus planes educativos. Le dije que fue un error haberme alejado en 1896 del Gobierno, de su frondosa sombra y de las sabias enseñanzas del Presidente Zelaya. —Errar es de humanos y más aun, cuando uno no cuenta con la experiencia y sabiduría del Jefe de nuestro Partido y Presidente de la República. Mi equivocado e inmaduro partidarismo me llevó al pantano del error y del exilio en años pasados; es ahora usted quien, en nombre de un sereno y avanzado liberalismo, con extremada benevolencia de su parte me rescata felizmente de la ciénaga en que había caído. Enhorabuena 108


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para mí. Puede estar seguro que ahora le acompañaré mi General, hasta las últimas consecuencias. Al pronunciar esta última frase, levanté la voz para ser oído por los ayudantes militares que no se separaron un solo minuto mientras duró la entrevista. Pedimos autorización para retirarnos con el consabido saludo, estrechando fuertemente las manos. Hasta siempre, le dije, mirándole con firmeza a los ojos. Cuando bajaba las escalinatas de la Casa Número Uno, pensaba: —La política siempre se hace con sentido práctico. Ya estoy nuevamente montado en el tren de la administración pública, aunque sea en tercera clase. Pero estoy y estaré a contar de hoy cerca del centro del poder. Ahora me tocará con mis habilidades, cambiar de clase en ese tren, hasta llegar a primera, y de ser posible llegar a conducir la locomotora que va rauda hacia el futuro en estos escabrosos caminos de la política nicaragüense. Julián se percató de la sonrisa que provocaban los pensamientos que me invadían ante la oferta para asumir en poco tiempo una nueva posición en el Gobierno. Y además me sentía halagado ya que colaboraría esta vez en el ámbito educativo al cual el General Zelaya, concedía tanta importancia y personal interés. Por sugerencia mía nos fuimos a celebrar el nombramiento presidencial al hotel Browne, recientemente inaugurado por una familia de origen británico. Ya había estado anteriormente en ese lugar, muy cerca de donde estuvo el árbol famoso del Ojoche en los alrededores del Palacio Nacional, donde ahora se levanta el Obelisco conmemorativo del cambio de siglo, cerca del Parque Central. En ese hotel estaba Susan Victoria, hija del dueño John Hamilton Browne, quien había llegado a Nicaragua junto a su hermano Sidney, según me habían relatado sus dueños. La madre de Susan Victoria era nicaragüense, María Fortunata Bermúdez, de reconocida familia granadina y quien me guardaba especial consideración. Ambos me manifestaban singular aprecio, cultivamos una buena amistad y bromeando a veces me decían que yo padecía de un cierto nomadismo sentimental. 109


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Por eso Mr. Browne en tono jocoso, siempre se refería a mí como the nicaraguan devil.17 Su hija Susan, de quien me sentía ardientemente prendado, era una bella rubia, con abundantes pecas en un rostro nacarado, con ojos azules tiernos y penetrantes. Esa mañana quedé convencido que lo importante era iniciar mis labores en el campo de la educación. Estaba presuroso por comenzar a trabajar. Por ello enviamos a buscar al profesor José María Izaguirre, para que nos acompañara al almuerzo y hablar del asunto educativo que se me encomendaba. Luego de los aperitivos de rigor, champán por cuanto la ocasión lo demandaba, a la llegada del profesor nos instalamos para almorzar en una mesa al centro del salón. Llegó Izaguirre como siempre acostumbraba, impecablemente vestido con su levita de casimir. Nos habló de los programas de educación en Nicaragua y del Instituto Nacional de Varones, instalado en la famosa Casa de los Cocos, bajo la dirección hasta ahora del doctor Irías. Contagiados de un común entusiasmo, decidimos allí mismo irnos a vivir en una sección del Instituto, Julián, don José María Izaguirre y yo. Luego se sumaría instalándose en el edificio, el joven Pío Bolaños, muy amigo de todos nosotros, que se desempeñaba en el importante cargo de secretario privado del señor Presidente. Estábamos nuevamente juntos, Julián y yo, y además ambos esta vez, muy cerca del Jefe. Teníamos a través de Pío nuestro compañero de vivienda, conexión directa con el Presidente. Mientras tanto yo no podía olvidar que en el hotel Browne, también estaba Susan Victoria, ayudando a sus padres, para quienes no era secreto que me gustaba su hija. Buenos augurios para todos, en el año y en el siglo que recién comenzábamos.

17. En inglés: el diablillo nicaragüense.

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11. MUERT E Y VIOLENCIA Creí que el año 1900, en este ámbito escolar en que el Jefe me ha llamado a colaborar como director del Instituto Nacional de Managua, me reservaría una vida tranquila y sosegada. Trabajaría ese año al lado de grandes educadores y compañeros, con el apoyo de Julián Irías mi amigo entrañable de toda una vida. Sin embargo, como si tuviésemos una maldición permanente, debo reconocer que nunca hay tranquilidad ni paz en Nicaragua; lo cierto es que desde los días de nuestra independencia, casi nunca la ha habido. El régimen del general José Santos Zelaya es asediado constantemente por los enemigos de siempre. Aunque eso a mí nunca me ha asustado; en lo personal me gusta la acción constante. Al contrario, debo confesar que la paz me mata y me hastía. Estoy convencido que a nuestros ancestrales adversarios, los conservadores reaccionarios nunca hay que darles tregua; hay que arruinarles la vida y quebrar sus economías, tal como nos lo ha recomendado Eloy Alfaro. Hay que dejarles en la miseria que es lo único que merecen. Se nota que ahora han conformado en el ámbito político, grupos de poder e influencia, organizados alrededor de dos figuras prominentes muy cercanas al Presidente. Estos grupos asumen siempre posiciones diferentes y se antagonizan en torno a las reacciones del Gobierno, por los incesantes ataques de los siempre insurrectos conservadores cachurecos. Don Fernando Sánchez, encabeza uno de esos grupos. El hombre de los millones, como se le conoce en Nicaragua, nació en 1848 en Jinotepe, pero se ha radicado definitivamente en León donde ha construido y sigue construyendo un inmenso capital económico. Es bajo de estatura y obeso de cuerpo. A pesar de poseer semejante fortuna tiene fama de tacaño, aunque su trato es siempre afable y jovial. Abogado 111


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de profesión, estuvo en su juventud muy cerca de Máximo Jerez conocido como El León del Istmo. Cuenta ahora don Fernando con numerosas propiedades urbanas en Managua, León y Jinotepe. Y en el campo, ha llegado a levantar verdaderos emporios agrícolas alrededor de sus famosas haciendas: Mayocunda, Corcuera, Soledad y Nahualapa. Don Fernando es de modales finos, posiblemente adquiridos por haber vivido en su juventud como estudiante en casa de don Juan Bautista Sacasa Méndez, padre de don Roberto, el último Presidente de los famosos treinta años conservadores. Me decía don Fernando cuando le vi recientemente en el Hotel Lupone donde siempre se aloja en Managua, que como ministro de Relaciones Exteriores y de Instrucción Pública del General Zelaya ha aconsejado al Presidente actuar con prudencia con los revoltosos granadinos: Más que en la acción, hay que sopesar y pensar en la reacción, afirmaba una y otra vez en torno a la situación antagónica con los adversarios conservadores. Tiene don Fernando sus seguidores que le visitan constantemente, para indagar qué opina el Jefe, en torno a determinados temas nacionales. Julián Irías, Joaquín Sansón, Santiago Callejas y Pío Bolaños son sus simpatizantes y cercanos amigos. Yo prefiero y coincido con las posiciones de la otra tendencia de los allegados al poder, que la encabeza don José Dolores Gámez, con quien el Presidente es muy condescendiente. Entre sus cercanos amigos y seguidores están don Fernando Abaunza, Leopoldo Ramírez Mairena y don Goyito Abaunza quien fuera el secretario privado del Jefe. Don José Dolores es trompo de dos puyones, ya que había colaborado en el pasado con el régimen conservador de don Roberto Sacasa. Nacido en 1851 en Granada, aunque su madre no es de alta prosapia nacional sino una salvadoreña de modesta condición social y económica, lo cual más de alguna vez se lo han enrostrado los aristócratas conservadores granadinos al inquieto Lolo Gámez. Su padre, abandonó a su familia para escaparse en un amor furtivo, con otra salvadoreña. También pareciera ser obsesivo con las guanacas ese señor Gámez, al igual que su hijo José Dolores, con la política. El General le guarda especial cariño y aprecio a José Dolores, a quien apodan Sudichumi; es un hombre muy estudioso, quien ha es112


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crito un texto oficial sobre la Historia de Nicaragua. Es bastante radical, violento, esforzado y culto. Sus polémicos escritos han dejado en Nicaragua no pocas cicatrices. Sostiene constantemente que la violencia es la partera de la historia y que el poder siempre nace del fusil. Su espada está siempre lista para defender sus arraigados principios liberales. Los blancos son siempre blancos, y los azules, azules, solía decir para consagrar que no era un hombre de compromisos, ni diálogos ni componendas con el adversario. En su juventud se había empapado de ideas liberales cuando se trasladó a vivir a la ciudad de Rivas, donde fue discípulo de Máximo Jerez, con quien fundó el semanario El Termómetro para divulgar las novedosas posiciones del liberalismo reformador. Al integrarme a formar parte del círculo íntimo de amigos de Gámez, también cultivé estrecha relación política con Manuel Coronel Matus de quien pude apreciar su chisporroteante ingenio. Antagonizaban estos dos políticos y yo también, con las posiciones prudentes de don Fernando Sánchez, quien siempre mencionaba que no había que meterse con la conciencia, ni con la bolsa de los curas, ni de la oposición, si queríamos vivir en paz. Consideraba como sagradas ambas cosas, por supuesto lo era la conciencia, pero todavía más sagrada lo era la bolsa. Reiteradamente, don Fernando manifestaba que los conservadores podían perdonar que ofendiesen sus convicciones religiosas, pero jamás que les tocaran el bolsillo. La ruina económica individual, desemboca siempre en la desesperación, y ésta por definición es subversiva. Eso, una y otra vez lo repetía don Fernando en su poderoso círculo de influencia política. Había, es claro, muchas diferencias en los caracteres de tales figuras estrechamente vinculadas al régimen del General Zelaya. La cuna de ambos, la formación, las actitudes, el modo de vida, sus creencias religiosas eran absolutamente diferentes. Don José Dolores por ejemplo, era miembro activo de la orden masónica en Nicaragua y se decía con mucha insistencia que había inducido a iniciarse en los misterios de los Hijos de la Viuda, tanto al General Zelaya como al cuñado de éste, Louis Cousin, en la Logia Progreso Número 1 de Managua. En cambio don Fernando era de profunda fe religiosa, practicante católico, apostólico y romano. 113


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Aun en lo físico había discrepancias enormes entre estos dos personajes. Gámez, un hombre de elevada estatura, abundante y negra cabellera, ojos color miel y unas manos excepcionalmente grandes. Con unos anchos bigotes que cubren sus labios. El pelo frecuentemente lo lleva despeinado, con un corte a la moda conocido como Alfonso XII, con un mechón que cae sobre su despejada frente. Daba grandes pasos que parecían largos trancazos militares. Definitivamente que luce como un hombre de clase media y con ansias de superación; además de talentoso, grandilocuente y mordaz. Al contrario, don Fernando Sánchez es de baja estatura, abultado vientre, siempre impecablemente vestido con levita de casimir cuando no de etiqueta; vanidoso, su escaso pelo entrecano peinado hacia atrás. Sus manos pequeñas y regordetas, acostumbradas a contar millonarias sumas de dinero, las mantiene siempre quietas. Tiene importantes vínculos políticos alcanzados por medio de sus diferentes enlaces matrimoniales. Habla evidenciando dificultad en su respiración, en voz muy baja, sin estridencias propias de la época. Camina con pasos cortos y lentos, casi se diría para no hacerse notar. Es un hombre prudente, que sabe quedar bien igualmente con el caudillo, con sus seguidores, con los conservadores, con los norteamericanos y con el grupo de correligionarios liberales que adversan al Presidente Zelaya. Apoya la estrategia del agotamiento, como de mayor eficacia que la estrategia de la conquista. Se decía que era un hombre bueno; por supuesto, bueno de la puerta de su casa para adentro, según manifestaban sus adversarios. Sin embargo gracias a sus habilidades de fino caballero, se logró un eje diplomático con Ecuador y Venezuela para la instalación de un necesario gobierno liberal en la República de Colombia y reconstruir así el sueño de Simón Bolívar. Nuevamente se han comenzado a agitar las violentas aguas políticas en Nicaragua. En enero del año 1902, el General Zelaya asumió por cuarta vez consecutiva la Presidencia de la República luego de ser escogido en las elecciones del 10 de noviembre de 1901, con 70,000 votos a su favor. Por supuesto que al igual que antes no tuvo contendores; fue candidato único y mi amigo Julián Irías salió electo diputado en esos comicios. 114


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Muchos critican que todas las elecciones que hasta ahora se han efectuado en nuestro país se han verificado bajo el imperio de la ley marcial; pero habría que entender que los cachurecos revoltosos no dan tregua al Presidente Zelaya. Con mis audaces opiniones acerca de la situación política del país, manifestadas abiertamente y con absoluto desenfado, cautivé la inteligencia de José Dolores Gámez haciéndome acreedor de su confianza y amistad. Frecuentemente le he acompañado a la Casa Número Uno, donde él ingresaba como si fuese un miembro más de la familia Zelaya. En el verano de 1902, mientras gozaba de las vacaciones escolares, ya que los cursos se iniciarían a mediados del mes de mayo, fui a pasar unos pocos días a Estelí para visitar a algunos parientes y amigos a quienes tenía mucho tiempo sin ver. Me acompañaba Julián, en ese viaje de estricto carácter sentimental. Quería exhumar mis recuerdos de niñez, abrazar a mis amistades de infancia, así como llevar a Managua para vivir conmigo, a mi madre Rosa y mi hermana Laura. De paso quería saber del paradero de ciertos amoríos de juventud que tuve en mi ciudad natal. Pude apreciar que Estelí no había cambiado mucho, ni la mentalidad de sus gentes tampoco. Días después de ese viaje al norte, el 16 de abril me convidó mi amigo José Dolores Gámez para que fuésemos a visitar al Presidente Zelaya para hablar algunos asuntos de interés partidario. Eran los días de la Semana Santa, que son siempre interesantes, no por el aspecto religioso sino porque sirven para encontrar y saludar a muchas amistades congregadas por los ritos católicos. Esas fechas sirven para ver y dejarse ver también. El General se encontraba en Masaya, donde el clima es más benigno que el infierno caluroso de Managua. El Presidente Zelaya disfruta viajando a ciudades cercanas o distantes de la capital, sin la compañía de su joven esposa doña Blanca. De esa forma goza de mayores libertades y licencias en sus incontables correrías amorosas. Le acondicionaron sus habitaciones en el edificio de la Factoría de Tabacos, para instalar allí adecuadamente las oficinas presidenciales, ya que pensaba quedarse trabajando en Masaya el resto de la Semana Santa. La Jefatura del Estado con Zelaya a la cabeza, es bien sabido que no conoce de días feriados. 115


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Luego de unas copas del dulce Dubonnet que sirvieron como aperitivo, nos invitó a cenar esa noche. Como siempre, estaba muy ordenada y protocolaria la mesa de comedor en cuya cabecera se sentaba el General. Tal como se acostumbra en Nicaragua durante toda la Cuaresma, tomábamos una rica sopa de queso y luego un plato de iguana con pinol, cuando sonó el aparato telefónico adosado en la pared cercana a nosotros. El ministro de Fomento, doctor Leopoldo Ramírez Mairena, se levantó de la mesa para atender el llamado. Supusimos se trataba de algo grave ante la palidez del rostro y las manifestaciones de sorpresa del Ministro, quien solicitaba nerviosamente le repitieran lo expresado en la llamada. El Presidente, con mucha calma, paso lento y rostro severo se levantó de la mesa para atender personalmente la llamada de emergencia. Le comunicaron desde las oficinas telefónicas instaladas en el segundo piso del Palacio Nacional en Managua, que hacía unos pocos minutos, a las siete de la noche, había explotado en la capital y se encontraba en llamas el vecino Cuartel de Infantería y Artillería, donde se almacenaba pólvora, armas y municiones para el Ejército. No era difícil deducir que Nicaragua en aquel instante, quedaba indefensa y sin armas. El gobierno del General Zelaya, sin poder y debilitado. Fue un momento de crisis muy grave para el régimen liberal del Presidente. Temimos en algún momento por la seguridad de la familia presidencial y pensamos lógicamente que se trataba de un alzamiento más en su contra. Se nos informó que tanto el alcalde, general Aurelio Estrada como el coronel Concepción Flores, organizaron unas cuadrillas de salvamento para apagar el fuego en el cuartel y rescatar a las personas expuestas al peligro. Se nos comunicaba que en Managua se oían detonaciones de pólvora y cundía el pánico general. En las semanas anteriores a ese atentado, habíamos tenido conocimiento por parte de nuestros informantes de Granada y hasta de Panamá, que los conservadores se coludían nuevamente para derrocar al Presidente. Ya se hablaba de la voladura del cuartel principal de Managua. Por ello, desde el mes de marzo se habían capturado a prominentes miembros de las filas opositoras. En los días anteriores a ese aten116


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tado criminal se habían incautado armas en casa de elementos conservadores en Granada, por lo que el Presidente nombró a Pío Bolaños, hombre de su confianza, como Comandante de Armas en esa ciudad para investigar esa asonada granadina que encabezaba Alejandro Chamorro. Recuerdo perfectamente en la estación de Managua, la partida de Pío en un tren expreso a la una de la mañana de aquel 16 de marzo de 1902, acompañado por el coronel Cayetano Vásquez, con cien policías bien armados para su resguardo y apoyo. Yo me encontraba siempre al lado del Presidente Zelaya cuando se tomaban todas las decisiones estratégicas importantes. Nuevamente estaba en el círculo de sus cercanos e íntimos colaboradores y por supuesto en las esferas de poder. Todos los reos capturados preventivamente a raíz de nuestras informaciones de inteligencia y espionaje guardaban prisión en la Penitenciaría de Managua, ubicada en el occidente de la ciudad. Con ellos en la cárcel golpeábamos económicamente donde más les duele a los conservadores, ya que los indiciados se vieron obligados a abandonar sus actividades comerciales, agrícolas y profesionales. Los familiares de Eulogio Cuadra, de Granada y Fernando Solórzano, de Managua, se acercaron humildemente al Jefe para pedir clemencia para sus deudos y el colmo de los colmos, para quejarse que los reos padecen de sed y no les ponen en la prisión de la Penitenciaría, ni siquiera catres para dormir. —El polvo que tiene nuestro suelo es sagrado. De allí salimos y allí habremos de retornar, dicen ustedes los fanáticos católicos cada año en los miércoles de ceniza; tanto mejor entonces que se vayan acostumbrando desde ahora, al lugar en el suelo donde estarán descansando toda una eternidad. Tendrán tiempo además para que sacien su sed con el agua abundante de los lagos Cocibolca y Xolotlán, una vez que salgan de la justa prisión que guardan, le contesté a uno de esos implorantes emisarios. En la Penitenciaría de Managua estaban detenidos varios sospechosos como Miguel Gómez, Pedro Higinio Cuadra, Salvador Chamorro, José María Silva e Ignacio Zelaya, mancornados con grilletes en los tobillos con personas sencillas y humildes. A lo mejor así aprenden a convivir y a no discriminar a las clases bajas, medio pelo, picheles 117


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o mengalos, como ellos suelen llamar a las personas de pobre y modesta cuna. Si no fuese por las cadenas y los cepos que allí se veían, se diría más bien que el hermoso edificio de dos pisos de la Penitenciaría, era como un hotel acogedor para alojar frecuentemente a los granadinos revoltosos. El Presidente, como de costumbre, reaccionó ante la noticia de la explosión con mucha calma y con la excepcional serenidad que le caracteriza; nos pidió esa noche del 16 de abril que le acompañásemos en el tren expreso que dispuso para regresar de inmediato a Managua. Fueron dos trenes los organizados, uno para la comitiva presidencial y el otro para tropas y voluntarios de refuerzo que estaban en Masaya bajo el mando del general Salvador Toledo. Éste salió a las doce de la noche y nosotros a las tres de la madrugada. Era Miércoles Santo; nuestro ingreso a la capital al despuntar el alba a las cinco de la mañana, fue tenso, lúgubre y silencioso. Apenas amanecía y se podía apreciar al aproximarnos al sector de la estación de trenes, los estragos de la detonación del Cuartel o su voladura, como ya se hablaba de ese doloroso suceso, en el cual desde un principio quisimos ver y adjudicar mano criminal. Se temía y el General Zelaya compartía el temor, acerca de las consecuencias y daños colaterales de la explosión del depósito de dinamita que se guardaba en el sótano del Cuartel. La construcción de la cercana estación de trenes había volado por los aires; al descender del vagón presidencial, un oficial con lujo de detalles, informaba al Presidente acerca del suceso. Al principio se había escuchado –según le decían– una gran detonación para luego apreciar desde cualquier distancia, una enorme y espesa columna de humo y llamas. La población aterrada abandonaba en carretas, a caballo o a pie la ciudad siniestrada de Managua, que había sufrido destrucción en ocho cuadras alrededor del Cuartel, convertido ahora, una parte en ardientes escombros y la otra, desaparecida totalmente. La casa que ocupaba un allegado al Presidente, que se desempeñaba en el lucrativo cargo de Leñero del ferrocarril, había volado por los aires. Las pérdidas habían sido millonarias. Fuimos informados que a los pocos minutos de la voladura, se había formado una cadena humana de unos trescientos metros, para pa118


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sar de mano en mano baldes de agua extraídos desde el lago vecino de Managua, para tirarlos sobre la humeante superficie del desaparecido Cuartel. Según el oficial responsable, que milagrosamente había salvado su vida por encontrarse con licencia fuera del mismo, habían desaparecido valiosos elementos de guerra: 200 quintales de pólvora negra, 50 cajas de dinamita, varios cañones, millares de cajas de municiones y miles de fusiles. Las piezas de artillería quedaban sin el parque necesario y el gobierno del General Zelaya, sin defensa convencional alguna. También se habían perdido por la voladura, muchos instrumentos de música allí almacenados y un equipo moderno para la Cruz Roja. El Cuartel que ocupaba un esquinero edificio blanco de dos pisos, de una media manzana de extensión se quemó totalmente, y luego se desplomó. Al momento del siniestro, se encontraban 148 soldados reconcentrados, oriundos del norte de Nicaragua, principalmente de Las Segovias, quienes murieron de inmediato. Perecieron también muchos oficiales de turno que custodiaban el Cuartel. El Presidente, antes de retirarse por prudencia a casa de su madre, doña Juanita y no a su residencia, impartió las órdenes pertinentes; dispuso elaborar un comunicado para ser leído por bandos militares en todas las cabeceras y municipios del país, dando cuenta del atentado y sus consecuentes implicancias políticas. La redacción del documento se nos encomendó a José Dolores Gámez, Manuel Coronel y a mí. Lógicamente, según nuestro razonamiento, quienes salían ganando con este atentado y la indefensión del Gobierno, eran los conservadores granadinos; había entonces que sacar provecho de esas circunstancias. Se ordenó de inmediato que se arrestara en el territorio nacional a todo opositor que fuese considerado como sospechoso por el Jefe Político del lugar. Se instruyó que para obtener información se aplicaran a los cachurecos, sin contemplación ni miramiento alguno, los famosos enemas con sal y chile, manteniendo a los reos con grilletes, carlancas, dogales y cepos. Por tales disposiciones se recibieron nuevamente protestas de familiares de los inculpados; nosotros reafirmábamos indignados que tales enemas evacuantes eran finalmente un asunto de salubridad pú119


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blica, bastante más efectivos que el famoso purgante Tiro seguro para limpiarse de las lombrices y parásitos intestinales. Se supo que Agustín Bolaños Chamorro, enemigo del régimen, para evitar el lavado estomacal obligatorio que le limpiaría sus vísceras, se había lanzado de cabeza contra el muro de la prisión y así, herido, obtuvo por compasión su libertad. Por la tarde de ese aciago día 17 de abril, hubo Consejo de Ministros en la casa que ocupaba temporalmente el Presidente. Aunque sin ostentar cargos ministeriales, nos encontrábamos siempre juntos don José Dolores Gámez, Manuel Coronel y yo, quienes llevamos a esa reunión el comunicado oficial que se nos había encomendado y el que redactamos en casa de Gámez. Todos veíamos y éramos contestes, o nos convenía ver, mano criminal en la voladura del Cuartel Central Militar de Managua. Estimábamos que era la ocasión propicia para castigar a los mal nacidos enemigos del gobierno, para comprar nuevo y moderno armamento, así como hacer entender con esas sanciones ejemplares, que se ejerce absoluto control militar en el país. El peso de la ley caería sobre todos aquellos que resultasen culpables en este atroz atentado que ha dejado enormes pérdidas a la nación. Podríamos aprovechar, además para establecer fuertes contribuciones económicas a nuestros adversarios conservadores, debilitando para siempre sus respectivos capitales. Nuestros enemigos, son como las cucarachas, dijo uno de los presentes. Aplastás a una y salen cienes por otro sitio. Por esas condiciones imperantes de excepcional disciplina, una comisión de notables conservadores encabezada por el ex presidente de la República don Joaquín Zavala, fue recibida por el General Zelaya. Pedían prudencia al gobernante y suplicaban que no se actuara con precipitación. Nosotros opinábamos que no fuesen recibidos por el Presidente; allí estaban en esa comitiva don Anselmo Rivas, Faustino Arellano, Octaviano César y Dionisio Chamorro, rancios dirigentes conservadores y enemigos jurados del Tigre de la Barranca. El Presidente Zelaya con mucha serenidad les informó en la audiencia, tener información fidedigna que había mano criminal en los sucesos y que se 120


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investigarían los hechos con la mayor ecuanimidad. Con buen manejo histriónico de las circunstancias, cambió luego de tono, exclamando: —Las distinguidas y conspicuas familias granadinas, la crème de la crème que Ustedes hoy representan, se intranquilizan por la suerte que pueden correr sus deudos que guardan prisión en Managua. Pero no se intranquilizan por la suerte de las humildes familias que pudieron ser víctimas de la explosión; incluyendo la mía. Ni les concierne las víctimas de estas modestas familias, que ahora quedan con numerosas viudas y huérfanos. Basta ya de tanta felonía; no seguiremos con contemplaciones solamente mascando el freno. De ahora en adelante, procederemos con mano dura en contra de quienes constantemente desean alterar el orden público en Nicaragua, concluyó poniéndose de pie para indicar que la audiencia había terminado. Al momento de salir y observando que tanto Julián como yo, incidíamos en las decisiones y actitudes del Presidente Zelaya, dirigiéndose a sus amigos y compañeros conservadores de comitiva, el General Zavala les dijo: —He podido observar con mucha tristeza y desazón, la influencia innegable que sobre el General Zelaya tienen estos jóvenes fanáticos e impulsivos que no se separaron del Presidente durante nuestra entrevista. Me refiero a los doctores Altamirano e Irías; siendo ambos, abogados, liberales, revolucionarios y del norte de Nicaragua: chiquita cruz con ellos, sugiriendo que éramos personas de cuidado. Al final de las investigaciones dos personas resultaron como los principales sospechosos. El general Filiberto Castro, reconocido conservador que tenía una finca en San Andrés de la Palanca, cerca de Managua y fabricaba jabón negro para vivir; conocía y había apoyado al General Zelaya durante la revuelta de 1896. Era tan mojigato que caminaba siempre con la vista clavada en el suelo para nunca pisar el lugar de unión de los ladrillos que formaban una cruz. Y el coronel Anacleto Guandique, de origen salvadoreño, profesor de milicias y oficial ejecutivo en el cuartel siniestrado. Eran las dos figuras propicias para ser incriminadas y llevadas a juicio. El primero, es un recalcitrante viejito de rabo verde, enamoradizo, de 62 años de edad, de cuna humilde que estaba más de la otra vida que de ésta; y el otro, 121


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no es otra cosa que un vulgar aventurero extranjero, grosero en su trato, quien recién había cumplido 33 abriles. El Consejo de Guerra que se les siguió a ambos, me sirvió para ganar espacios políticos alrededor del Presidente. Hubo brillantes intervenciones en el estrado para la defensa de los inculpados, a cargo de don Terencio García y del salvadoreño Francisco Huezo. Ambos se dirigían a mi persona con melosos conceptos, refiriéndose a mi reconocido talento e ilustración, para atraer simpatías a sus causas. Yo había asumido las funciones de Auditor de Guerra en ese proceso, que al final encontró culpables a los indiciados y dictó veredicto condenatorio, merecedores de la pena de muerte. Como siempre, el Presidente Zelaya, firme, justo y ecuánime en su calidad de Comandante General, confirmó la sentencia por la cual deberían ser fusilados, tanto Filiberto Castro como Anacleto Guandique. Muchas personas influyentes de todos los ámbitos y estratos sociales solicitaron al Presidente se cambiara la pena capital decretada, por el presidio inconmutable; o al menos se demorara la ejecución de los reos en lo que consideraban como un cadalso político. Esas blandenguerías eran pedidas al alimón por don Fernando Sánchez, y el doctor Luciano Gómez, a quien llamábamos con cariño Mapachín. También Julián compartía ese criterio. Olvidaban que en el ejercicio del poder, la justicia debe servir siempre para ayudar a los amigos, castigar a los adversarios y si acaso, aplicarla derechamente a los restantes ciudadanos. Innumerables fueron las peticiones de clemencia recibidas por el Jefe. Eulogia, la hija del general Filiberto Castro, esgrimía argumentos sentimentales para obtener el sobreseimiento de su padre. Era tan grande el devoto amor filial para su progenitor, que solía disfrazarse de hombre, permaneciendo largos ratos en las inmediaciones de la Penitenciaría para socorrerle en caso de peligro. Los conservadores estaban realmente asustados y sabían ahora que no podían andar con jugarretas con nosotros. Finalmente no lograron que se les conmutara la pena a los condenados y ambos fueron pasados por las armas el 17 de enero de 1903, a las cinco de la tarde. En horas de la mañana de ese memorable día de la ejecución, fue conducido a las oficinas del General Zelaya en el Campo de Marte, 122


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el coronel Anacleto Guandique. Llegó encadenado, llevando en una mano el extremo de una pesada cadena de hierro, mientras el otro, le sujetaba uno de sus tobillos. Vestía verdaderos harapos y por supuesto lucía muy taciturno y descuidado en su apariencia. Durante más de una hora, conversó a solas con el Presidente, a puertas cerradas, no se supo nunca de qué hablaron. Hay secretos que el ser humano se los lleva para siempre con la muerte. Ese día del fusilamiento, un pelotón de sesenta soldados custodiaba a los condenados para controlar en el trayecto hacia el lugar de la ejecución, cualquier manifestación hostil en contra del Gobierno que aplicaba la ley severamente. Todas las campanas de los templos de Managua tocaban a muerte, como se acostumbra en caso de aplicación de una pena capital. Los fieles rezaban en las diferentes iglesias y también en sus hogares, rogando por las almas de los condenados. Eulogia, la hija mayor del General Castro descontrolada gritaba improperios en contra del Presidente Zelaya y su Gobierno liberal. Para que sirviera de escarmiento, los reos fueron fusilados ante numerosa concurrencia, por los seis primeros soldados que encabezaban la escuadra, en el mismo lugar del siniestro donde se levantaba el cuartel que había volado por los aires, hacía menos de un año. Con el argumento que los soldados mueren de pie, los condenados rechazaron los taburetes donde sentados, esperarían la muerte y no aceptaron tampoco que sus ojos fuesen vendados. Los cuerpos de los militares fusilados fueron incinerados en el mismo sitio de la ejecución. Para mayor escarmiento y lección adicional para nuestros enemigos, un oficial con familia conservadora, el general Concepción Flores (Cachirulo), llevó dos carretadas de leña y abundante kerosene para incinerar los cadáveres. Este oficial a cargo de la ejecución, bastante nervioso había llamado por teléfono varias veces al Presidente Zelaya, preguntando si tenía alguna otra orden que darle. Ciertamente que era dura su tarea y responsabilidad. Toda esa noche del 17 de enero, pasaron ardiendo los despojos de los militares fusilados. Algunos ciudadanos vinculados a la iglesia Católica, alzaron su voz protestando por la cremación practicada en los cadáveres de Castro y Guandique, práctica inaceptable por la religión. 123


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Pero al menos ellos no habían sido quemados vivos como en tiempos de la Inquisición; quemar un cadáver, es algo similar a quemar un trozo de madera, se les respondía con mucha tranquilidad. El tizón y la jeringa de las lavativas evacuantes habían servido una vez más de lección ejemplar a los insurrectos de siempre. Las cenizas fueron esparcidas en las aguas vecinas, aprovechando las brisas del lago Xolotlán. Esa noche de la ejecución cenamos acompañando al Presidente Zelaya en el comedor de Casa Presidencial. Fuimos unos pocos quienes nos sentamos en la mesa, en compañía de su encantadora esposa y sus pequeños hijos. No hablamos más de las muertes acaecidas esa tarde. Siempre sostuvimos que el juicio sumario se había llevado a efecto, de acuerdo a las leyes vigentes en Nicaragua y de forma imparcial. Este proceso militar sirvió además para que yo fuese catapultado como persona de toda confianza del Tigre, con ideas firmes y draconianas, de gran utilidad e interés para el General Zelaya. Muchos me imputaron maliciosamente que había logrado ascender al círculo del presidente de la República, por las gradas del cadalso de los militares fusilados, Filiberto Castro y Anacleto Guandique. Siempre le dije al General Zelaya, durante ese proceso, que no había que descartar la posibilidad que el presidente Manuel Estrada Cabrera, de Guatemala, estuviera involucrado en el atentado criminal contra el Cuartel para debilitar a su homólogo nicaragüense. —Tiene celos de usted, que se perfila como el único líder indiscutible y conductor de la nación centroamericana, mi querido Jefe, le manifesté al Presidente Zelaya después del fusilamiento. Yo había conocido a ese caudillo guatemalteco en los preparativos de la reunión de presidentes de Centroamérica en Corinto, proyectada en enero de 1902 para firmar un Tratado de Paz y Amistad, entre los cinco países centroamericanos. Con don Rafael Iglesias jefe de Estado costarricense, no hubo problemas. Además, ya estaban de acuerdo para la suscripción del Tratado, los presidentes Terencio Sierra, de Honduras; y Tomás Regalado, de El Salvador. Estrada Cabrera, rival en liderazgo regional del General Zelaya, era el escollo. El presidente guatemalteco era un autócrata, violento e impertinente. Tenía celos del Tigre de la Barranca. 124


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Nuestra tendencia política radical, vinculada al liberalismo que encabezaba José Dolores Gámez en estos sucesos de Castro y Guandique, ganaba nuevos espacios, posiciones y confianza ante los ojos del Presidente. Le sugerimos que de inmediato como Jefe del Ejecutivo, solicitara autorización a la Asamblea Legislativa para reponer y acrecentar el armamento perdido con la voladura del cuartel y fortalecernos así también en el campo militar. Todavía recuerdo la frase sibilina que me espetó el general Filiberto Castro, cuando era conducido ante el pelotón de fusilamiento. —Doctor Altamirano, por el resto de sus días usted no podrá dormir tranquilo, porque ha matado con sus acciones, el sueño de los nicaragüenses. —Ya veremos eso, el insomnio no me asusta, y menos si estoy acompañado de una dama, le respondí secamente… Desde ese día, poniéndole música conocida, muchos pobladores entonaban frecuentemente estas coplas, señalando al presidente de Nicaragua General Zelaya, como responsable de los sucesos con que se castigó a los culpables de la voladura del Cuartel de Infantería y Artillería del Ejército Nacional de Nicaragua: El Campo de Marte Do habita el Cacique, Lo guardan las sombras De Castro y Guandique.

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1 2 . E S TA L L I D O D E P R O G R E S O Julián había recibido invitación para asistir a los actos oficiales de la inauguración de un importante y nuevo tramo del Ferrocarril Central de Nicaragua; siendo yo su primo, confidente, amigo y permanente asistente me tocó acompañarle en esa gira. Managua ahora estará unida a La Paz Centro, conocida antes como Pueblo Nuevo, ciudad que está no muy lejos del puerto lacustre de Momotombo. Podremos entonces viajar en tren, sin necesidad del obligatorio e incómodo transbordo de antaño; no tendremos como antes, la penosa labor de carga y descarga para pasar y transbordar del ferrocarril hacia los vapores que surcan las aguas del lago Xolotlán, para llegar finalmente a Managua. Desde Corinto, Chinandega, El Viejo, León, Nagarote y La Paz, llegaremos directamente en tren hasta la capital. Desde acá podremos igualmente viajar a Masaya, Granada y los pueblos cercanos de la meseta central como Catarina, Niquinohomo, Masatepe, San Marcos, Jinotepe y Diriamba, de donde se extrae buena producción del café. Este ramal del tren bordea la bella laguna de Apoyo, cuyo paisaje es un obsequio generoso a nuestros sentidos. De esa forma quedarán unidos también por el ferrocarril, los dos lagos de nuestro país el de Granada y Managua, con el inmenso océano Pacífico y se unirá definitivamente, al occidente con el oriente de Nicaragua. Apenas han transcurrido unos meses en este nuevo siglo XX y ya el General Zelaya, gracias a la inmarcesible Revolución Liberal de 1893 ha cambiado la faz de nuestro país. Y eso que no ha cumplido siquiera diez años de haber asumido la Jefatura de Estado. Las obras realizadas por Zelaya son innumerables. Una inmensa red telegráfica de más de 2,500 millas, ahora lleva el progreso y la comunicación a Nicaragua entera. Además se han instalado oficinas telefónicas en casi todas las ciudades de primero y segundo rango del país. 127


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Los ferrocarriles, que simbolizan el progreso, atraviesan nuestro territorio por diferentes partes; se ha logrado la refacción de la flota, aumentando los vapores surtos en los puertos de sus dos lagos y mares; el mejoramiento de caminos y vías de comunicación es una realidad que a todos nos llena de orgullo. Se abrió el servicio de automóvil entre León, Matagalpa y Jinotega. Se acondicionaron las arterias fluviales de los ríos Coco, Escondido, Grande, Prinzapolka y el Rama. Se construyeron caminos para conectar los departamentos de Jerez con Bluefields. Se levantaron también construcciones de numerosos edificios públicos para albergar escuelas, institutos y oficinas del Gobierno. Por doquier se han fundado institutos técnicos, escuelas para enseñanza laica y gratuita y además se han enviado a estudiar por cuenta del Estado, a países de Europa, Norteamérica y Chile a numerosos estudiantes para que regresen luego a servir al país. Contamos ahora con una prestigiosa Escuela Militar. Se ha dado impulso a la agricultura, al comercio y a la industria; se complementaron reformas a los códigos patrios, se logró el restablecimiento del crédito nacional, la secularización de los cementerios, promulgación de la ley del matrimonio civil y hay por cierto, negociaciones halagüeñas para la construcción del canal interoceánico. Por primera vez, tenemos ahora en Nicaragua un Archivo y un Museo Nacional. Pero la ciudad que más beneficios ha obtenido de esta marejada de progreso, ha sido Managua rompiendo así la bicefalia existente entre las dos ciudades históricas del país: León y Granada. La modernización de Nicaragua se evidencia en nuestra capital en materia de comercio, industria, educación, ejército y transporte. Se abrió en Managua la primera facultad de Leyes para competir en el ramo, con León y Granada. Y si esto fuera poco, el General Zelaya, para consagración de su gloria hace algunos años logró la reincorporación de la Mosquitia. Con ello le dio forma y soberanía a nuestro territorio, de la misma manera que ha dado vida y forma a nuestro invicto Partido Liberal. Este estallido de modernización ha transformado para siempre la vida de todos nosotros los nicaragüenses. 128


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Tiempo atrás, el 1 de noviembre de 1900, en su honor y por ser el día de su santo, el Presidente Zelaya había inaugurado los trabajos para este nuevo tramo ferroviario, clavando esa vez con su propia mano el primer riel del proyecto. Esta importante obra que bordea el lago Xolotlán, estuvo a cargo de los ingenieros Julio Wiest, Bruno Mierisch y Guillermo Simpson como Maestro de Caminos. El ministro de Fomento y Obras Públicas, Leopoldo Ramírez Mairena, decidió inaugurar con toda pompa y solemnidad este nuevo tramo ferroviario, símbolo del desarrollo de la administración progresista de los liberales. Así como el Presidente Zelaya había clavado en Managua el primer riel, ahora clavaba dos años después, el último, con la fecha significativa del 11 de julio de 1902 en la cuesta conocida como El Reloj, entre Mateare y Nagarote. Allí se encontraba un vetusto reloj de sol, grabado sobre una piedra desde tiempos desconocidos. Por eso el nombre de la Cuesta del Reloj. Fue numerosa la comitiva invitada para acompañar al presidente de la República en esa exitosa gira al occidente del país, en que se inauguraba una obra trascendental para el desarrollo y economía de Nicaragua. El ministro Leopoldo Ramírez Mairena, había sucedido en ese cargo ministerial de Obras Públicas a José Dolores Gámez, y era igual que él, de la misma línea política de los liberales progresistas llamados radicales. Había prestado especial esmero el ministro Ramírez, en la organización de este evento que se daba poco después de la voladura del Cuartel Central de Artillería. Se rumoraba maliciosamente en todos los niveles sociales, que este siniestro había sido una trama fraguada por el Presidente Zelaya y Adolfo Altamirano para, en represalia, golpear económicamente a los adversarios conservadores. A las siete de la mañana de ese 11 de julio de 1902, estábamos convocados a reunirnos en la plaza del Obelisco en Managua, cerca del Palacio de Gobierno, para abordar e iniciar la gira en el tren presidencial. En la tarjeta de invitación, personal e intransferible, para mayor orden en la ceremonia inaugural se adjuntaba el número de asiento y de carro reservado para cada uno de los invitados de honor. A la hora señalada, con la puntualidad de rigor llegó el General Zelaya en su 129


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descubierto landó presidencial conocido el coche como vis a vis, por la colocación de sus asientos frente a frente. Llevaba a la izquierda del asiento trasero al ministro de Hacienda, coronel Félix P. Largaespada. El asiento de enfrente era ocupado por el secretario privado Pío Bolaños y el diputado Lino Oquel. El ministro Ramírez Mairena ya estaba en la Plaza, encabezando la comisión de recibo para atender al Presidente. Allí se encontraban, además de Julián, electo diputado en las elecciones del año 1899, Adolfo Altamirano, el ministro de la Guerra Juan B. Sáenz, los doctores Albino Román y Reyes, Salvador Castillo, Gustavo Escobar entre muchas otras personalidades del mundo oficial, político, diplomático y empresarial. Tan pronto descendió el Presidente Zelaya de su carruaje, la Banda de los Supremos Poderes le rindió los honores de ordenanza, y se escucharon los estruendos de una salva disparada por los famosos cañones Krupp. Luego el General Zelaya se dirigió, debidamente acompañado y protegido, hacia una tribuna levantada en frente a la armazón de la Escuela de Artes y Oficios que servía en Managua como estación central del ferrocarril, después de los estragos sufridos por la voladura reciente del Cuartel de Artillería. La tribuna se destacaba con flores, cintas rojas y diferentes frutas de nuestros campos, y una hermosa leyenda en forma de arco, Zelaya: impulsor del progreso y la modernidad. Era ocupada la tarima por el señor Presidente, el ministro anfitrión Leopoldo Ramírez Mairena, el doctor Juan M. Arce, presidente de la Suprema Corte de Justicia, y el oficial de rango de la Guardia de Honor Presidencial. Nos causó sorpresa a Julián y a mí, ver en el estrado al doctor Adolfo Altamirano, con quien habíamos llegado juntos al Obelisco, en la misma berlina a las siete de la mañana y no nos había comentado nada acerca de su participación en el acto protocolario programado. El maestro de ceremonia en esa mañana en que soplaba una refrescante brisa del lago, informaba que hasta esta fecha, la administración del General Zelaya había construido en Nicaragua 131.5 kilómetros de línea férrea; sería reconocido este régimen en la posteridad como el mayor constructor de caminos de hierro en nuestro país. Además informaba como un hecho sin precedentes, y de gran trascendencia, el 130


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inicio de la construcción del siempre soñado Ferrocarril al Atlántico. Anunció que lamentablemente, debido a razones de inesperados quebrantos de salud, los señores Manuel Coronel Matus y el doctor Bruno H. Buitrago no tomarían la palabra en el acto oficial programado para esa mañana. Por designación del Ministro anfitrión, al sustituir a esos oradores, pronunció un brillante discurso el doctor Adolfo Altamirano. Habló con mucha elocuencia y dominio absoluto del escenario como le es habitual. Mencionó por supuesto innumerables veces el nombre del Jefe de Estado y el de muchos de los asistentes que se preparaban para viajar acompañando al Presidente. Las metáforas utilizadas eran de fácil comprensión y salían de labios de alguien que se consagraba como un hábil y respetado político. Fue una pieza oratoria seria, pausada, bien meditada y pronunciada con especial tino y corrección. Con entonación apropiada habló de los logros del liberalismo, de su obra fecunda y del insustituible conductor y caudillo, el general José Santos Zelaya, Padre de la modernidad, el desarrollo y el progreso en Nicaragua. Adolfo hizo en el discurso un paralelo entre las ideas avanzadas del liberalismo y las fuerzas de oposición, representadas por los conservadores retrógrados y enemigos del cambio. Se aferran estos despreciables cachurecos, al sistema de prebendas y beneficios que sirven para engordar sus mugrientos bolsillos, dijo en un momento de exaltación. Luego se refirió extensamente a los históricos y fatales localismos, que tanto habían servido para detener el desarrollo y bienestar que impulsaba esta administración, la que conquistaba una vez más, laureles para nuestro pueblo, con las armas en una mano o con el arado del trabajo en la otra, finalizó diciendo. Con una salva de aplausos y muchas efusivas felicitaciones personales al brillante orador, concluyó el acto protocolario de esa mañana. En seguida nos dispusimos para abordar el tren, en los asientos previamente señalados de los tres vagones que lo componían. El General Zelaya no respondió al discurso inaugural que en su honor se había pronunciado. Pudo apreciar complacido que la concurrencia aplaudía frenéticamente cuando el orador mencionaba su nombre. Antes de abordar el tren presidencial, comentó acerca del 131


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discurso del orador: Las vías de comunicación mencionadas por Adolfo, son las arterias que desparraman por el organismo de la nación la savia vivificante de la riqueza, creada por la agricultura y minería. El doctor Altamirano –dijo con mucha complacencia en un juego de palabras– tiene una especialidad notable: posee más juicio y tino político que los propios de su edad, a diferencia de muchas otras personas que tienen bastante más edad, que juicio y tino político. Esas expresiones de merecido reconocimiento se convirtieron para Adolfo en las llaves maestras para ocupar nuevas y delicadas responsabilidades en el gobierno del General Zelaya. Se supo que el Presidente le había nombrado pocos días después, miembro de la Junta de Notables para el asunto de la construcción del Canal Interoceánico. El General políticamente se enamora a veces de las personas y no las separa nunca de su lado, por cierto tiempo, mientras les sean útiles. Para el viaje fuimos ubicados en el segundo carro del tren presidencial. A Julián le asignaron como una especial deferencia, el asiento 11, que era el honroso número cabalístico en esta administración liberal, por evocar el 11 de julio y además –según le manifestaron– el número de letras que componía su propio nombre y apellido, Julián Irías. Todos reconocían su devoción y lealtad para el General Zelaya. Su estrella política, al igual que la de Altamirano, estaba en vertiginoso ascenso. Numerosos dignatarios del Gobierno ocuparon sus asientos a nuestro alrededor. Un prolongado silbato de un empleado del ferrocarril anunció la clausura de las puertas y el momento de partida. A lo lejos se escuchaban los resoplidos de los cohetes lanzados en diferentes puntos de la capital. Era 11 de julio, día de fiesta, de históricas remembranzas y conmemoraciones partidarias. La locomotora comenzó a avanzar lentamente con enormes jadeos expeliendo caudal de vapor. Comenzaron a chirriar las ruedas metálicas rodando sobre los rieles. El ambiente era festivo; se respiraba entusiasmo y agrado entre los acompañantes del Presidente Zelaya. La alegría reinaba en todos los carros en que viajaban los más prominentes hombres de Nicaragua. Muchos de los invitados, durante el trayecto se cruzaron al vagón presidencial para saludar al Jefe. Cerca de su butaca, forrada con felpa 132


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roja, con abundantes maderas preciosas y bronce repujado en las paredes, se encontraba el sitio asignado para Altamirano. Los otros asientos del carro presidencial eran ocupados por el ministro anfitrión Ramírez Mairena, el presidente de la Corte Suprema, el cónsul de los Estados Unidos de América, Mr. Chester Donaldson, el secretario privado y el edecán militar. El paisaje convidaba a disfrutar del viaje. Prontamente pudimos deleitarnos como un regalo a la vista, con la bella y azulada laguna de Asososca, muy cerca de cuyas laderas corrían los rieles del ferrocarril. En una pequeña mesa de trabajo plegable, atendía el Presidente los asuntos de Estado que incesantemente le llevaban sus colaboradores y amigos. Dos criados, debidamente uniformados, atendían los requerimientos alimenticios de los eminentes viajeros. Nos sorprendió ver ubicado cerca de Zelaya, al orador principal de esa mañana, muy atento y solícito con los pasajeros. Tampoco nos había dicho Adolfo que su amigo el ministro Ramírez lo había ubicado como uno de los invitados de honor que acompañarían a Zelaya en su exclusivo carro presidencial. A la derecha de nuestros vagones, el panorama que se apreciaba por las ventanillas era inmejorable, con las aguas crispadas del lago Xolotlán y la majestuosidad en lontananza del volcán Momotombo. Dos meseros uniformados ofrecían a los invitados, café, chocolate o té de Ceylán. Julián les pidió le sirvieran un vaso de whiskey con soda. Muchos campesinos con sus cotonas blancas, pantalones azules de manta y sombreros de palma, se acercaban a las cercas de sus predios, se descubrían la cabeza y saludaban el paso del tren presidencial. Los vecinos municipios de Mateare, Nagarote y La Paz habían acordado erigir en El Reloj un monumento de mármol en testimonio de gratitud y reconocimiento para el Presidente Zelaya y su gobierno. Fue en el municipio de La Paz, que tuvo lugar el acto central de inauguración del tramo ferroviario, con abundantes discursos y brindis. Unas frescas enramadas adornadas con palmas, flores, banderas y frutas tropicales albergaron a la comitiva. Se escucharon en el acto oficial de ese día, las elocuentes palabras del poeta y diputado Manuel Maldonado. Después el General pronunció un breve discurso dando por inaugu133


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rada esta nueva obra de progreso y quebrando una botella de champán sobre los rieles que unirían ahora estas importantes regiones de Nicaragua. El Presidente siempre improvisaba sus discursos. Hablaba de forma muy coherente, con buena entonación de voz, sin mímicas exageradas. Sus ideas las expresaba en frases cortas, cuidando siempre de ir al objetivo propuesto. Al pronunciar sus palabras, sus ojos adquirían un brillo especial que todos apreciábamos. Con disparos de los cañones y marchas militares interpretadas por la Banda de los Supremos Poderes concluyó la ceremonia oficial. Por telégrafo se informó a todos los departamentos de la República, la buena noticia de la inauguración del tramo ferroviario, para conocimiento y deleite de la población nicaragüense entera. Partimos luego de La Paz, ocupando nuevamente los mismos sitios asignados en el tren presidencial. En la otrora ciudad rebelde de León se había anunciado por bando la llegada del General ordenando se colocasen banderas en todas las puertas de las viejas casonas de la ciudad colonial, bajo apercibimiento de multa de 10 pesos para quien no cumpliese con la disposición gubernamental. Iguales normas regían cada 11 de julio en las principales ciudades del país, para conmemorar la fecha gloriosa de la Revolución. En la estación del ferrocarril fue multitudinario el recibimiento al Jefe de Estado, su gabinete de gobierno e invitados especiales con la presencia de las autoridades municipales en pleno, comisiones oficiales y pueblo en general. Circulaba el programa elaborado en ocasión de la visita presidencial, la que se prolongaría por varios días y en el que se disponía la iluminación general de edificios particulares y públicos, fuegos artificiales, conciertos, carreras de caballos, desfiles, veladas lírico-literarias en el Teatro Municipal, recepción en el Hospicio de Huérfanos del Padre Mariano Dubón, visitas oficiales del Cabildo y Junta de Ornato, de la Corte de Justicia, Facultades de Medicina y Derecho. Al arribar a León nos alojamos en un pequeño hotel propiedad del general Rubén Alonso, de valiente participación en la gesta revolucionaria de 1893 y luego distanciado del General Zelaya, al haber apoyado la rebelión de occidente en 1896. Durante esta visita, el dueño 134


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cultivó estrecha amistad con Julián, dispensándonos especiales atenciones al igual que su bella esposa, Margarita Rochi. Las personas encargadas para elaborar todo el programa de esta memorable visita las encabezaba el jefe político don Francisco Castro, con la colaboración de los doctores, Juan B. Sacasa, don Alberto Herdocia y don Salvador Marín. El General Zelaya se alojó en la elegante mansión de don Pablo Schubert, frente a la cual se había levantado una tribuna donde desfilaron a la mejor usanza de León, los mejores oradores de la localidad. Allí se escucharon fogosos y elevados discursos pronunciados por los doctores Buenaventura Selva, Francisco Paniagua Prado y Luis H. Debayle, director de la famosa Casa de Salud recientemente inaugurada en la ciudad. El doctor Santiago Argüello en esa ocasión terminó sus elocuentes palabras refiriéndose al Presidente Zelaya y diciendo: Sigamos al Quijote, aunque rían las grasas mandíbulas de Sancho; sus glorias querido General Zelaya, son las glorias más queridas de la Patria. El último día de esa memorable visita a León, monseñor Simeón Pereira y Castellón llegó a saludar al Presidente Zelaya en un ambiente de mucha tensión y desconfianza. El joven Obispo, quien sería después el jefe de la Iglesia en Nicaragua y conocido entonces como el Obispo Niño por su temprana consagración un 25 de julio de 1895 como obispo auxiliar, a la edad de 32 años, se hacía acompañar de su secretario José Francisco Villamí y otros canónigos, luciendo vistosas indumentarias religiosas. Sin duda alguna, el Obispo no había olvidado cuando el 3 de noviembre de 1899, fue apresado por soldados del General, llevado a Managua, detenido en La Penitenciaría, conducido luego en el vapor Victoria desde Granada a San Jorge, San Juan del Sur y rápidamente enviado al destierro. Adolfo no se separó nunca del lado del Presidente Zelaya, mientras duró la gélida entrevista con los religiosos leoneses. Al terminar la visita, dirigiéndose al pequeño grupo que rodeábamos al Jefe de Estado, el doctor Altamirano con una marcada sonrisa sarcástica dijo: —Estoy más convencido que nunca, que durante toda mi vida tendré que dar gracias a Dios, por ser ateo. Pero finalmente, aun con mi agnosticismo que proclamo, es mejor por si acaso jugar a ser amigos con estos pur135


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purados que acaban de marcharse; como decía Blas Pascal, si Dios existe salimos ganando y si no existe, no perdemos nada. Ellos dicen tener fe, o sea creen profundamente en aquello que tienen la certeza de que no existe. El doctor Altamirano estaba y estaría muy cerca del Presidente para tratar con rigor estos asuntos vinculados a la iglesia Católica. Manifestaba constantemente que era necesario quebrar de una vez por todas con esos ritos de la Iglesia que le confieren gran poder en la sociedad: ella maneja los registros de nacimientos, matrimonios, muerte y confesión, lo que significa un enorme poder que rivaliza con la autoridad civil. Con una irónica sonrisa dibujada en sus labios, escuchó al Obispo Pereira, cuando con toda solemnidad éste le decía al Presidente Zelaya durante el encuentro sostenido en la casa que ocupaba temporalmente en León: —Soy el obispo coadjutor y en consecuencia el Jefe de esa porción escogida del rebaño de Jesucristo; por delegación soy el guardián de sus derechos e instituciones y no podría callar sin hacer traición a mi conciencia y defraudar las esperanzas de los pueblos encomendados a mi solicitud y vigilancia. El obispo con derecho a sucesión, Simeón Pereira y Castellón fue más tarde consagrado obispo de Nicaragua ante la muerte en Nandaime, del amado prelado monseñor Francisco Ulloa y Larios, después de una larga y penosa enfermedad. Viajó especialmente a Nicaragua para la ceremonia inaugural del nuevo Purpurado, el ilustrísimo monseñor Ricardo Casanova y Estrada, arzobispo de Guatemala y Metropolitano de Centroamérica. Durante el encuentro sostenido en días pasados con el general Zelaya, en la casa de los Schubert, había quedado en evidencia que el Presidente no había congeniado con el Obispo nicaragüense. No era un secreto para nadie, que el General Zelaya había tratado de usar todos los mecanismos e instrumentos propios del poder y las facultades conferidas por el Concordato con la Iglesia de 1862, para evitar la designación del obispo de Nicaragua. El General Zelaya dio por concluida la visita episcopal de cortesía para atender otros compromisos de Estado. En reiteradas oportunidades mientras se daba la conversación de los altos prelados religiosos con el Presidente de Nicaragua, el doctor Altamirano indagaba acerca 136


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del paradero de Catalina Salazar, la niñita que usaba calcetines y que años atrás en sus tiempos de estudiante, le había aceptado en León sus primeros requiebros de amor. Así era siempre Adolfo, vivía evocando y buscando como encontrar a sus relaciones sentimentales del pasado. Antes de regresarnos a Managua hubo un multitudinario desfile en honor del ilustre visitante presidencial. En perfecta formación presentaban armas los cuerpos de Artillería e Infantería del Ejército; marchaban los clubes políticos, bandas musicales, caballerías y centenares de simpatizantes del gobierno. El General Zelaya estaba en el apogeo de su popularidad. También se vislumbraban dos personas que se perfilaban desde ahora como sus más estrechos colaboradores: los doctores Julián Irías y Adolfo Altamirano, altos funcionarios del Gobierno y grandes amigos entre sí.

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13. DOS MET EOROS ROJOS Tanto a mi primo Julián como a su amigo Adolfo, la vida política nicaragüense en los inicios del siglo XX les tenía reservadas extraordinarias sorpresas en sus respectivas carreras. Ambos gozaban ciertamente de la estima y amistad del general José Santos Zelaya, quien había asumido por cuarta vez la presidencia de la República. Los dos inseparables amigos y destacados funcionarios de gobierno, buscaban y corrían afanosamente hacia el poder, aunque por caminos distintos. El 24 de diciembre de 1902 les acompañé a la ceremonia inaugural de la luz eléctrica en Managua. Esa tarde la capital lucía diferente, con mayor luminosidad. La empresa de la Candilería que tuvo bajo su responsabilidad durante 28 años ese servicio, el alumbrado público con faroles a gas, desaparecía desplazada por la electricidad generada en una planta de vapor. Por las noches la gente salía a caminar en las calles de la ciudad que estaban como nunca antes iluminadas y muchos vecinos habían bajado de las sierras con todos sus familiares para poder apreciar ese inexplicable fenómeno de la luz eléctrica. Algunas mentalidades sencillas lo consideraban como algo diabólico. Se utilizaron para los nuevos faroles eléctricos, los postes levantados en las esquinas y en las medias cuadras de todo el centro de Managua para el anterior alumbrado, los que estaban pintados de rojo y blanco. En las casas ya estaban instaladas bujías para las viviendas, en sustitución de los tradicionales candiles y lámparas tubulares. Esa noche de Navidades fueron invitados Adolfo y Julián a una presentación artística en el Teatro Castaño. Para esa importante ocasión, el Teatro estaba decorado profusamente con guirnaldas adornadas con ramilletes de aromáticas flores y abundantes hojas verdes. Presenciamos la clásica obra de Don Juan Tenorio, que hizo arrancar aplausos a toda la concurrencia con su trama de libertinaje y escándalos. Veía139


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mos en los intermedios de la presentación a un Adolfo exultante, comentando con sus amistades y con manifiesto entusiasmo pasajes de la famosa pieza teatral. Los inseparables amigos de siempre estaban en esa ocasión sentados en sendas butacas al lado del Presidente; Julián a la mano derecha del Tigre. Ambos gozaban de toda su confianza y cariño. Además, habían sido invitados horas más tarde a la cena que había preparado doña Blanca de Zelaya, en la Casa Número Uno. La anfitriona tenía iluminada y muy bien decorada su residencia en ocasión del convivio navideño. En el salón principal estaba al fondo un hermoso árbol de pino natural con numerosos adornos, coronado con una estrella dorada y algunos regalos delicadamente empacados a sus pies. Por todas partes había unas esquelas en francés, dedicadas al Père Noël, como se refieren en Bélgica, su país de origen, al Niño Dios. Se veían zapatos vacíos que los niños habían dejado en lugares visibles de la casa, en espera de sus regalos según la vieja tradición europea. Al momento de escuchar varios descorches de las botellas de champán y los infaltables juegos de pólvora en la ciudad, conmemorando el nacimiento de Jesús, el Presidente les comunicó a sus dos cercanos amigos que pasarían en el año 1903, a ocupar nuevas responsabilidades en su progresista administración. Esa noche también estaba presente en la residencia presidencial el prominente caficultor doctor Luciano Gómez, persona ecuánime y tolerante, muy cercana al Presidente y a toda su familia. Adolfo se había granjeado de nuevo el agradecimiento y confianza del Presidente Zelaya, por su beligerante participación meses atrás como auditor de guerra en el juicio seguido por la voladura del Cuartel Principal en Managua, en contra de los militares Filiberto Castro y Anacleto Guandique. La situación política no era fácil en Nicaragua. Las actividades subversivas de los conspiradores de siempre continuaban. El Gobierno enfrentaba a una fuerte oposición en el país. Además, tres presidentes centroamericanos adversaban ahora al General Zelaya: Manuel Bonilla, en Honduras; Tomas Regalado, en El Salvador; y el inefable li140


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cenciado Manuel Estrada Cabrera, en Guatemala. Entre otras cosas, acusaban al presidente nicaragüense de que la famosa Constitución conocida como La Libérrima estuvo en vigor solamente por 10 meses, mientras que el Estado de Sitio, que suspende las libertades individuales, había imperado por más de ocho años de gobierno dictatorial. En marzo de ese año 1903 estalló nuevamente en el lago Cocibolca otra rebelión, encabezada por el general Emiliano Chamorro. Lo grave era que el país se encontraba sin armas después de la criminal explosión del Cuartel de Managua, además el gobierno estaba económicamente débil. Adolfo le sugería siempre al Presidente Zelaya, hacer efectivos los consejos del general ecuatoriano Eloy Alfaro, para quebrar económicamente a los adversarios. El influyente doctor Luciano Gómez al contrario, abogaba siempre para que se terminara con el estado violento entre los dos grandes partidos tradicionales, el conservador y el liberal. En la Casa Número Uno, para esos días del verano de 1903 se recibían constantes informes confidenciales acerca de la rebelión que gestaban los enemigos del General Zelaya. Pero esos informantes, según se nos decía, eran poco confiables. En Granada, cuna del conservadurismo, se daban los movimientos sediciosos al igual que en Chontales, donde muchos granadinos tenían sus haciendas ganaderas. El general Juan J. Bodán era el jefe político de Granada y don Dionisio Báez, en Chontales; ambos gozaban de la confianza del Presidente Zelaya y le eran absolutamente leales, lo que generaba cierta tranquilidad. Tal como se había rumorado previamente acerca del levantamiento, los rebeldes se adueñaron el 18 de marzo en el puerto de San Ubaldo en Chontales, del vapor Victoria que surcaba las aguas del lago Cocibolca. Pero ya para mayo los insurgentes habían sido sometidos en lo que se conoció como la Revolución del Lago. En Casa Presidencial, al celebrarse el 13 de mayo la victoria sobre los rebeldes, estaban presentes, los inseparables amigos Julián y Adolfo colaborando en febril actividad para descifrar los telegramas y mensajes en clave que se recibían. Toda la correspondencia telegráfica del Presidente Zelaya, era siempre en clave. Los empleados de las oficinas de telégrafos eran ade141


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más miembros del Ejército Nacional de Nicaragua, con lo cual se establecía una eficaz red de espionaje. Julián, en una lucha sorda dentro del poder que no afloraba a la superficie política de Nicaragua, se posicionaba mejor con el Presidente Zelaya, ante el nombramiento como secretario privado en mayo de ese año de Louis Cousin, hermano mayor de doña Blanca, la Primera Dama de la República. Louis, amigo de la buena vida y sobre todo de los finos licores, casado con la hija de un gran dirigente liberal doctor Guillermo Tiburcio Bonilla, había cultivado una muy cercana amistad con Julián. El nuevo funcionario y a la vez cuñado sustituía en el cargo a Pío Bolaños, y con ello –según decía el Presidente Zelaya– se evitaba molestias e intrigas de los diferentes sectores, siempre en pugna, por estar cerca de poder. El nuevo secretario privado nunca había podido superar su acento francés al hablar nuestra propia lengua. Los amigos más cercanos de Louis, ante la pronunciación gutural de la r con que se reconoce a los francoparlantes, le daban bromas y ponían en aprietos pidiéndole que dijese correctamente la palabra perrerreque, ese delicioso bocadillo nicaragüense. Siempre tomaba con buen humor esas travesuras idiomáticas y más aún, cuando se daban con unas copas de más entre pecho y espalda, como ocurría frecuentemente en su caso. El General Zelaya también había nombrado a Julián como ministro de Gobernación. Y como ministro de Relaciones Exteriores al doctor Altamirano. Los inseparables amigos ocupaban ahora las carteras ministeriales más importantes del Estado nicaragüense. Ya don Fernando Sánchez y José Dolores Gámez, habían perdido la influencia de tiempos pasados. Rápidamente y para congraciarse con los intelectuales leoneses, que veían con desconfianza al nuevo canciller al evocar la aventura de la rebelión de 1896, éste había nombrado el 12 de marzo de 1903 a Rubén Darío en el Consulado de Nicaragua en París. En muestra de agradecimiento, el gran poeta le había dedicado a su mentor y ahora jefe en el Ministerio de Relaciones Exteriores, Adolfo Altamirano, el poema Retrato. 142


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Por su parte Julián, como titular de la cartera de Gobernación tuvo que enfrentar una protesta general de estudiantes, azuzados por los conservadores que se sentían amenazados a raíz de los sucesos de la famosa Revolución del Lago. Por ello el ministro ordenó, con mucho pesar de su parte, el cierre del Instituto Nacional de Varones de Managua, lugar donde había sido director, profesor y donde además había vivido en años recientes, con sus inseparables amigos Izaguirre, Altamirano y Bolaños. Sin embargo, pocos meses duraron en sus elevadas funciones tanto Julián como Adolfo. Se perfilaban ya como los naturales sucesores, cualquiera de ellos, del Presidente Zelaya. Cada uno tenía su grupo de influencia dentro de las estructuras gubernamentales. El General Zelaya, astuto y celoso como siempre no estaba contento con semejante percepción en el ámbito político y en la ciudadanía. El poder no se comparte según su visión, ni se aceptan delfines cuando el mando se ejerce a plenitud. Sobraron las intrigas para alejar a los dos meteoros liberales del entorno presidencial. Por elemental prudencia el Presidente decidió enviar en misiones diplomáticas tanto a Julián como a Adolfo. Al primero, como ministro de Nicaragua ante el ilustrado gobierno de Costa Rica; al segundo a la República de El Salvador, cuyo gobierno lo presidía don Pedro José Escalón, personaje desafecto al General Zelaya. Acompañé a mi primo Julián en la misión diplomática encomendada. En San José conoció a su futura esposa, doña Adilia Trejos, de la mejor sociedad de Heredia. A finales de 1903 se casaron y regresaron después a Nicaragua. Adolfo, esa vez no pudo viajar a Costa Rica para estar presente en la boda de su íntimo amigo, quien le había convidado a ser el padrino; había tenido algunos problemas e inconvenientes durante su corta permanencia en El Salvador. Efectivamente, los emigrados nicaragüenses en este país se encargaron de recordar la participación del doctor Altamirano en el juicio incoado en Nicaragua poco tiempo atrás, y en el cual se condenó a muerte a un militar salvadoreño, el coronel Anacleto Guandique, supuestamente implicado en la voladura del Cuartel Central de Managua en 1902. En un vitriólico panfleto que circulaba profusamente se 143


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decía, que el doctor Adolfo Altamirano no era una simple comparsa en el nefando crimen de Zelaya. Es un actor principal de la horrorosa tragedia; es el Pilatos que aconsejó el patíbulo para dos seres inocentes. Es el juez que no vaciló en manchar la respetable toga del Magistrado, deshonrándola al cubrir con ella la persona del esbirro. Por otra parte Alfredo Gallegos, un emigrado nicaragüense en El Salvador, en una carta abierta publicada el 15 de mayo de 1903, agregaba: —Zelaya, en sus tribulaciones se olvidó que insulta los sentimientos de altivez y honor de los salvadoreños, enviándoles como su representante, al mismo individuo que aconsejó el ajusticiamiento de un compatriota honrado e inocente, quemado como en tiempos de Torquemada. No es posible que victimarios, sean recibidos con honores por los amigos y conciudadanos de la víctima. Días después, este mismo señor Gallegos reconocido por su violento temperamento y que había dado cierta vez un puñetazo en el rostro al poderoso político José Dolores Gámez, escribía sobre el Ministro nicaragüense: —Francamente señor Altamirano, yo debía ante todo pedirle a Usted su filiación política. ¿Es usted conservador? ¿Es Usted liberal? Ni lo uno, ni lo otro. Aquí en El Salvador, lo mismo que los conservadores, viven verdaderos representantes del liberalismo nicaragüense. La plana mayor de ese partido la forman el doctor Madriz, el doctor Baca, los generales Godoy y Chavarría y otros jóvenes de importancia. Entre ellos y yo, existe antagonismo de ideas; pero yo me descubro ante esos radicales que han sabido sostener sus principios en esta calle de la amargura del ostracismo. Allá en los campos de batalla, blanquean los huesos de muchos paladines liberales que lucharon contra el autócrata; y los amigos que sobrevivieron están aquí, fuertes en sus dolores y fortalecidos con la esperanza de la reivindicación nacional. En la galería de esos hombres, está Ud. borrado señor Altamirano. Salió Ud. con Madriz, Baca, Godoy y Chavarría en 1896; pero poco después experimentó ansias de honores, y regresó a Nicaragua, besando la mano que había infamado a su partido. Abandonó a sus amigos y hoy vuelve a esta tierra a combatir a sus hermanos en el martirio, presentando como gaje de su deserción, la carta credencial de una plenipotencia. Es Ud. un 144


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tránsfuga, y la cohorte liberal cierra sus filas expulsándole de su seno. No es, pues, ni conservador ni liberal. Es simplemente el servidor de un gobierno despótico, a quien atacan liberales y conservadores. También ese mes de mayo de 1903 se hizo pública una agria discusión que tuvo el ministro plenipotenciario Adolfo Altamirano con el doctor José Madriz, en el hotel Unión de Santa Ana. Vergonzosamente, se evocaba esa vez el uso en Nicaragua para los enemigos del régimen, de las lavativas o enemas con chile. Por semejantes circunstancias adversas, decidió el Presidente Zelaya llamar para que regresara a Nicaragua a su controversial representante diplomático. Le nombró por poco tiempo, ministro de Gobernación y Justicia y se le encomendaron además las funciones de ministro de Educación Pública. Para ese entonces se iniciaba la famosa polémica entre estos personajes nicaragüenses, ambos liberales y talentosos, pero ubicados en campos opuestos: José Madriz y Adolfo Altamirano, anteriormente amigos entre sí y ahora cruzando espadas entre ellos. Es innegable y reconocida por todos los compatriotas la inteligencia y la capacidad de trabajo del doctor Altamirano. Incansable como funcionario, impulsó desde su ministerio el desarrollo de la Biblioteca Nacional, estableció la enseñanza pública, laica y obligatoria. Otorgó becas para estudiar en el extranjero a muchos brillantes estudiantes. El poeta Salomón de la Selva, fue uno de ellos, enviado por cuenta del Gobierno a estudiar a los Estados Unidos. Procedió además a las reformas necesarias del Código Civil, para adaptar las leyes de la República al nuevo pensamiento liberal del régimen. Ciertamente los problemas los tuvo con la Iglesia Católica, la que no admitía lógicamente la expropiación de sus bienes. El doctor Altamirano era reconocido por su radicalismo y pensamiento anticlerical. Se decía que en El Salvador, se había iniciado como masón en la logia Progreso Número 5. Ante las protestas multitudinarias de los seguidores y simpatizantes de la Iglesia en Nicaragua, el Presidente Zelaya aconsejado por su amigo Altamirano emitió en octubre de 1904, un Decreto Ejecutivo prohibiendo la entrada al país de individuos pertenecientes a congregaciones religiosas de cualquier índole que fuesen, salvo que se radi145


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quen con fines de enseñanza pública en el litoral del Caribe nicaragüense. En el mismo decreto se ordenaba que las manifestaciones de cualquier culto religioso sólo pudieran verificarse dentro de los templos respectivos. Se prohibía el uso, fuera de los recintos religiosos, del traje talar o de sotanas, sancionando con elevadas multas a quienes infringiesen semejantes disposiciones. El conflicto con los curas se agudizó, al negarse ellos a cumplir con lo ordenado por la autoridad civil. Hubo manifestaciones que terminaron con numerosos golpeados y prisioneros. El obispo monseñor Simeón Pereira y Castellón, excomulgó al Presidente Zelaya, lo que le costó que el Prelado fuese nuevamente expulsado del país, junto a los sacerdotes que le respaldaban en sus reclamos clericales. Se ordenó clausurar el Seminario Mayor y la expulsión de los Hermanos de las Escuelas Cristianas que administraban el Hospicio de Huérfanos en León. En el mes de diciembre de 1904, se dieron numerosas manifestaciones anticlericales, auspiciadas discretamente según se decía por el ministro Altamirano y a las cuales tuvo que hacer frente su amigo de siempre, el ministro de Gobernación Julián Irías Sandres.

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14. UN FELIZ ENCUENTRO Señorita Adilia Trejos, es usted sin duda alguna la más bella exponente de la mujer costarricense. Su rostro con ese cutis de porcelana y radiante pelo castaño, hacen postrarse de hinojos a cualquier caballero del mundo entero; además debo reconocer que lleva un lindo traje esta noche. Ese collar de lapislázuli, que con tanta prestancia luce en su cuello hace perfecto juego con el azul profundo de sus ojos, los más encantadores que en mi vida he visto. Con esas galantes palabras, me comenzó a cautivar mi querido don Julián, una noche de verano en aquel memorable año 1903. El ministro de Nicaragua, doctor Irías como todo mundo llamaba a don Julián, era más bien temido y reconocido a la vez, como el representante personal del General Zelaya, el hombre fuerte y poderoso de toda la región centroamericana. En mi tierra natal de Costa Rica, ambos coincidíamos en esa oportunidad, en una presentación de gala de la ópera, La Traviata, en el prestigioso Teatro Nacional de la capital del país. Se trataba de un verdadero acontecimiento cultural, ya que por primera vez aparecía en público, el joven y famoso tenor tico, Manuel Melico Salazar en un destacado papel de la ópera. El montaje escenográfico de La Traviata de Verdi, era verdaderamente espectacular y el Teatro se encontraba totalmente lleno. No cabía una persona más, ni en platea ni tampoco en los balcones de ese templo de la cultura costarricense. Políticos, diplomáticos, intelectuales, comerciantes y hasta agricultores, se habían congregado esa noche de cultura en San José de Costa Rica. Durante buena parte del espectáculo, don Julián, con unos diminutos gemelos escudriñadores, no dejaba de mirarme desde un balcón reservado especialmente para destacados dignatarios y que él ocu147


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paba esta vez, junto a unos pocos invitados en su calidad de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de Nicaragua ante el gobierno de Costa Rica. Don Julián se fijaba más en mí que en el montaje escenográfico de la clásica obra. Es cierto que eso me incomodaba un poco, pero a la vez me sentía halagada por el hecho que no me quitara nunca la mirada, siempre con una pequeña sonrisa dibujada en sus labios y una ceremoniosa inclinación de cabeza a guisa de saludo cuando yo de lejos le contemplaba. Aquella noche don Julián y yo nos encontramos frente a frente en el intermedio de la obra, en el amplio salón de descanso o foyer del Teatro. Junto a mis padres don Gregorio Trejos y doña Dolores Castro, había viajado desde mi ciudad natal para asistir a esa gala de la función operática. De la ciudad de Heredia provenía la familia Trejos, quienes son gente culta, de buena posición y gozan de mucho aprecio en el país entero. Habiendo nacido el 12 de diciembre de 1883 yo estaba en aquel entonces, a mis diecinueve años en la flor de mi juventud. En edad de merecer, como decimos en Costa Rica cuando se trata de una mujer a quien ya le suenan las campanillas del matrimonio. Personalmente y por coincidencia, había conocido a don Julián tiempos atrás. Cierta vez asistí a la propia Legación de la República de Nicaragua, en búsqueda de algunos datos relacionados con este país limítrofe nuestro, información que necesitaba para mis estudios como alumna de la Escuela Normal de Costa Rica. No estaba cierta si en esa ocasión me recibía el ministro Irías con la proverbial amabilidad de los nicaragüenses, o bien con tanta gentileza deseaba insinuarme con mucho respeto, que yo le gustaba. Ahora en el Teatro Nacional, lo veía nuevamente, esta vez impecablemente vestido de gala. Lucía un frac, con cuello de paloma en su camisa blanca, con pechera de piqué, al igual que un albo chaleco, corbatín blanco y zapatos de brillante charol. Resaltaba además en el negro riguroso de su traje de gala, una leontina con un reloj de oro guardado en el bolsillo derecho del chaleco, el que consultaba frecuentemente como si se tratase más bien de un tic nervioso. Alrededor de su cuello destacaba una condecoración o encomienda que llevaba con una medalla de oro al centro, colgada de una cin148


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ta roja con el rostro del Presidente Zelaya en la presea, rodeado por una corona de laureles en alto relieve. Yo le había solicitado con cierta inocencia y mucha curiosidad, que me mostrara la medalla que con tanto orgullo lucía esa noche memorable; al reverso de la misma aparecía igualmente en relieve, el Carro del Progreso, arrastrado por cuatro briosos corceles y el Ángel de la Victoria en actitud de coronarle. En el primer intermedio de la obra, se acercó con pasos muy decididos al sitio donde estaba mi familia en unión de algunos amigos y conocidos, para los comentarios de rigor acerca de la obra. Ordenó elegantemente a un mozo, una botella de espumante champagne para invitarnos a brindar. Libiamo ne’lieti calici,18 dijo en italiano, queriendo emular a Alfredo de Germont, convidando a su amante Violeta Valery a alzar su copa de amor como en la trama de la ópera que veíamos. Su voz era pausada, varonil y sus gestos ciertamente muy caballerosos. Me llamó la atención, la manifiesta rapidez con que apuraba la copa y su petillante contenido. Serán los nervios o la ansiedad del Ministro me supuse, aunque lucía como una persona muy segura de sí misma. Para complacer a mis padres, don Julián hizo referencia al profundo pesar que le causaba el hecho que en el siglo pasado, se hubiese derogado lo que se conocía en aquel entonces como la Ley de la Ambulancia, que trasladaba obligada y constantemente la sede de la capital costarricense, rotando entre Heredia, Alajuela, Cartago y San José. Heredia, conocida como la ciudad de las flores, hubiese tenido en Adilia a la más bella de ellas, acotó con manifiesta cortesía y encanto. Era un hombre alto, elegante, blanco, de buen talante, espigado, de facciones que permitían reconocer a sus ancestros europeos, de modales finos y corteses. Me llamaba la atención su abundante cabellera, su mirada profunda y sus frondosos mostachos muy bien recortados. Sus finas maneras revelaban cultura y a la vez poder en su investidura diplomática. Había sido nombrado representante personal del General Zelaya en Costa Rica, por dos razones que se murmuraban en los corrillos de la alta sociedad josefina. 18. En italiano: bebamos en alegres copas.

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La primera, es que efectivamente era muy grande la cantidad de exiliados conservadores en San José procedentes de la vecina Nicaragua. Para neutralizar sus operaciones conspirativas, se requería de alguien con mucha astucia y sobre todo, de la confianza absoluta del Presidente Zelaya. Allí se encontraba desterrada en ese entonces, la plana mayor de los conservadores enemigos del General Zelaya y de su gobierno liberal. Como decía don Julián, refiriéndose a ellos, los que son verdes, nunca son rojos; y los que son cuadrados nunca son redondos. En el exilio estaban personalidades como el ex presidente nicaragüense Adán Cárdenas, Alejandro y Pedro Joaquín Chamorro, general Luis Mena, Manuel Pasos, Fernando Montiel, Tomás Masis, Fernando Elizondo, Juan José Zavala, entre muchos otros. Hasta había un correligionario liberal, viviendo en el ostracismo como lo era Pedro Andrés Fornos Díaz. A todos –según me comentaba más tarde don Julián– los tenía enlistados y por supuesto debidamente vigilados con la autoridad de su elevada investidura política y diplomática. Sin embargo, también se hablaba y yo había escuchado el rumor, que le habían enviado a un exilio dorado como diplomático en Costa Rica para extrañarlo de Nicaragua. Se había convertido en personaje muy poderoso y con insistencia se mencionaba que era uno de los delfines de don Santos, y que se le respetaba mucho en Nicaragua. Y que también se le temía. Por ello, el Presidente Zelaya como hacen las fieras en el campo, olfateó peligro y se puso a buen resguardo; decidió alejarlo y enviarle al extranjero como diplomático, o en otras palabras, como gitano con frac, tal como se les caricaturizaba constantemente. Así estaría lejos de Nicaragua, pero lo suficientemente cerca también para poder controlarlo y llamarle de regreso si fuese necesario. Esa es la segunda razón por la cual don Julián se encontraría en Costa Rica. Con esas hábiles movidas el General Zelaya demostraba ser muy precavido y cazurro, quien lucía como un buen ajedrecista, jugando siempre para ganar, con la óptima utilización de sus propias fichas. Debo confesar que no se demoró mucho el galante don Julián en conquistarme y además ofrecerme matrimonio, durante su permanen150


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cia oficial en Costa Rica. Yo lo encontraba muy atractivo, serio, maduro, diez años mayor que yo y no me demoré tampoco en aceptarle sus propuestas de amor. Recuerdo la extrañeza manifestada por don Julián al leer en mis documentos de bautismo los variados y numerosos nombres que me pusieron: Adilia Ana María de los Dolores. Me comentaba que en Nicaragua y especialmente en el norte donde él había nacido, no acostumbraban poner más de dos nombres a cualquier infante en el sacramento del bautismo. A finales de ese año 1903, el 26 de noviembre nos casamos en la parroquia de mi ciudad natal de Heredia. Fueron testigos en la elegante y vistosa ceremonia el presidente de la República don Ascensión Esquivel Ibarra y su bella esposa doña Adela. Ya convertidos en marido y mujer, y habiendo sido el ministro Irías llamado a regresar por su gobierno, nos marchamos a Nicaragua nuestra vecina del norte. Como esposa de un político tan respetado y querido, fui recibida con mucho calor humano y excepcional cariño. Tanto la familia Irías como las numerosas amistades de don Julián se esforzaban para que me sintiese bien en mi nuevo país, mi tierra de amorosa adopción. Me emocionaba hasta las lágrimas, cuando cierta vez escuché en una tertulia a un poeta local que me decía con esa facilidad de palabra tan propia de los nicaragüenses: Adilia, algo que en ti se fragua –y que tu ser duplica– lirio de Nicaragua, rosa de Costa Rica. Ciertamente son estos dos países muy queridos, tan cercanos y a veces tan distantes y diferentes. Pero ahora ambos me pertenecen, repartiéndose justamente mi corazón. Julián y yo cumpliremos a finales de este año 1940, treinta y siete años de casados. Tuvimos tres hijas, que se educaron en la Escuela Normal de Costa Rica, en el mismo lugar en San José, donde yo había estudiado en tiempos idos. Todas se recibieron con excelentes notas y en años consecutivos: Adilia en 1923, Dolores al año siguiente y la menor Ángela en 1925, la que se casó después con Carlos, uno de los hijos del General Zelaya. También por suerte tuvimos a Juliancito quien heredó el nombre, los principios, la valentía y la galanura de su padre. 151


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Un miembro adicional muy querido en nuestra familia fue Ulises, nacido antes que yo conociese a don Julián. Mi marido siempre le reconoció como uno más de sus hijos, compartiendo todo cuanto poseía nuestra familia, incluyendo educación, posición social y el apellido, por supuesto. Yo quise igualmente a Ulises como a un hijo más. Me duele ver ahora postrado a don Julián, víctima de esa cruel enfermedad que ataca ferozmente al hígado y también su corazón, que con incomparable fidelidad siempre fue mío. Tanta gloria y esplendor en su vida pasada no son ahora más que vagos recuerdos que guarda en su mente. Hay días en que con plena lucidez, echa mano de ellos y comienza a relatarlos en forma tan amena e inteligente, con lujo de detalles, que quien le escucha no quiere que terminen. Se le iluminan sus ojos, antaño color de miel, como si estuviera viviendo nuevamente tales episodios de su vida. Siempre recuerda, por ejemplo, el memorable viaje que en 1906, acompañando al Presidente Zelaya hiciera por los departamentos de Matagalpa, Jinotega y Estelí. En ese año quedó indudablemente marcada su vida para el resto de sus días; recuerda también con abundantes detalles y agrado su desempeño como ministro, militar, político, diplomático y parlamentario. En todo tipo de actividades siempre estuvo responsablemente a la cabeza. Como si fuese un interminable y continuo sueño, entre otras cosas evoca que en la guerra de 1907 derrotó en Amapala al presidente de Honduras, don Manuel Bonilla. Recuerda cuando se tomó el puerto de El Bluff en un día tormentoso de la costa del Caribe, el 27 de mayo de 1910, defendiendo la legitimidad del presidente José Madriz. En esa batalla, comandando el vapor muy bien artillado conocido como El Venus, tuvo el valiente y decidido apoyo de los famosos generales Benjamín Zeledón, Ignacio Chaves y José María Zelaya Cardoze. Recuerda también cuando en 1910 las tropas liberales que dirigía don Julián, vencieron en la batalla de Tisma a las fuerzas conservadoras del general Emiliano Chamorro. Hay dos eventos que se dieron precisamente en esos días cercanos a la caída del régimen del General Zelaya y que nunca salieron a la luz pública. Don Julián solamente los comparte con sus íntimos ami152


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gos: cuando en 1909, antes que se derrumbara el gobierno acompañó a Santitos, de apenas cinco años de edad e hijo menor del Presidente de la República, al puerto de Corinto para ser enviado a México donde sería acogido por la familia del general Porfirio Díaz en aquel país del norte. Así se quería tener a buen resguardo al niño, lejos de las peligrosas luchas políticas nicaragüenses. Y cuando aconsejó al doctor José Madriz para que renunciara a la presidencia de la República, al ser insostenible la situación del gobierno después de los acontecimientos injerencistas de El Bluff por parte de los norteamericanos. Don Julián recuerda haber sido nombrado Ministro General en 1909, antes de la intervención norteamericana con su famosa Nota Knox, que obligó al General Zelaya a salir a un exilio del que nunca regresó. Le tocó leer ante la Asamblea Nacional la carta de renuncia forzada del Presidente y proponer para sucederle al doctor José Madriz. Luego le acompañó hasta el puerto de Corinto, ese día de navidades, el 24 de diciembre de 1909 en horas de la madrugada, para abordar el buque General Guerrero, que había sido enviado desde México por ese leal amigo como lo fue el presidente Porfirio Díaz. Años más tarde en 1926, durante la Guerra Constitucionalista, encabezó don Julián el vapor Concón con sus tropas liberales para desembarcar en Cosigüina, en las costas del océano Pacífico. Luego, cuando ya estaban los liberales en el poder, la administración del general José María Moncada le designó ministro de Relaciones Exteriores y el gobierno que le sucedió, del doctor Juan Bautista Sacasa en 1932, le nombró ministro de Gobernación y Anexos. Recuerdo que cierta vez tuve mucho temor, cuando me informaron que a raíz del Golpe de Estado que diera el general Anastasio Somoza, decidió don Julián dirigirse a pie, revólver en mano y bajo intenso tiroteo, hasta el Palacio Presidencial en la loma de Tiscapa para respaldar a su presidente. Por tres días asumió temporalmente la Jefatura del Estado en junio de 1936, ante la renuncia del presidente doctor Sacasa para entregarla luego al presidente designado, doctor Carlos Brenes y Jarquín. Siempre don Julián le fue leal, sincero y fiel a don Santos, como solía llamar al General Zelaya. Le sugería al presidente de la República actuar con prudencia y quizás si éste hubiese seguido su consejo de no 153


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fusilar a los mercenarios norteamericanos Cannon y Groce, no hubiese tenido el gobierno liberal el funesto desenlace conocido por todos. Mi marido tuvo prácticamente todos los cargos ministeriales en los últimos cuarenta años de su vida. Es curioso que después de haber sido una persona con tanta fortaleza, influencia y poder, se torna ahora que está enfermo en una persona muy emotiva, vulnerable y sentimental; es bien sabido que las emociones están siempre lejos de las esferas del poder político. Precisamente hoy por la mañana don Julián estuvo conversando acerca de su retorno del exilio en 1916 y su llegada a Nicaragua. En esos años era verdaderamente un ídolo para la inmensa mayoría de los liberales. El recibimiento que nos dieron en el puerto de Corinto fue apoteósico. Yo nunca había visto reunida tanta gente en Nicaragua y con semejante entusiasmo. Todos querían ver, acercarse, tocar al doctor y general. Sin embargo, los gringos, desde sus oficinas en la casa entonces conocida como La Sarracena por sus aires moriscos, en el centro de la ciudad de Managua, vetaron cualquier candidatura liberal. Estaban empeñados por imponer como Presidente y a cualquier precio, al sucesor y comodín cachureco de Adolfo Díaz. Los conservadores siempre han temblado de miedo ante la figura de don Julián. Benjamín Lafayette Jefferson, creo que así se llamaba el ministro norteamericano acreditado para ese entonces en Managua. Actuando con mucha arrogancia y prepotencia le había enviado a don Julián como condición, cinco puntos inaceptables para que pudiese correr como candidato a la presidencia de la República. Varios de esos puntos herían la dignidad del doctor y general Irías. Nunca iba a renegar de sus vínculos, su pasión, su amistad y lealtad para con el General Zelaya, ni someter a Nicaragua vergonzosamente a intereses extranjeros como si se tratase de una colonia africana. Por ello decidió abandonar Nicaragua y nos marchamos a Costa Rica donde vivimos tres años hasta 1919. Si mal no recuerdo, el famoso diplomático gringo, el tal Jefferson, decretaba con desfachatez que ningún candidato podía serlo si alguna vez había participado en la administración del General Zelaya o participado directa o indirectamente en revoluciones en contra 154


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del gobierno conservador de Nicaragua, desde la caída del Presidente liberal en 1909. También don Julián recuerda ahora con enfado y molestia, la traición de algunas personas que fueron muy allegadas a don Santos, como don José Dolores Gámez, el otrora cercano consejero y poderoso ministro en varias carteras; a finales del año del derrumbe del Presidente Zelaya, se había convertido en su crítico vitriólico. Igual ocurrió con don Fernando Abaunza, de Masaya; éste se refería al Presidente, señalándole como un cobarde ya que se rumoraba que el día que abandonó el poder, salió a escondidas de Managua, envolviendo con mantas las patas de los caballos de la calesa presidencial para no hacer ruido en las calles empedradas. Se entristece don Julián al recordar esos negros episodios y a esos tristes personajes. Habiendo sido su esposa durante casi cuarenta años, conozco también el único tema que está vedado recordar y hablar en nuestro entorno; el único nombre que no es dable pronunciar en nuestra casa. Y pensar que cuando conocí a don Julián en mi tierra costarricense, la figura de su inseparable amigo, hermano y compañero de correrías, saltaba siempre en cualquier conversación. Diariamente se hablaba de él. A la postre yo tenía hasta curiosidad para conocerle personalmente, ya que tantas veces el doctor y general pronunciaba su nombre. Ambos eran, coterráneos y coetáneos, como siempre decía cuando se refería a él. Amigos entrañables desde la juventud, y compañeros en los estudios secundarios y universitarios. Poderosos en la política, inseparables en sus relaciones personales. Los dos del Septentrión, del norte de Nicaragua.

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15. EN EL NORT E DE NIC AR AGUA En la Asamblea Nacional Constituyente electa en 1904, mi primo Julián había sido escogido como diputado por el Distrito de El Ocotal, y luego seleccionado como su presidente. Las dos secretarías de esa Asamblea fueron ocupadas por los representantes del norte de Nicaragua, el doctor Trinidad Castellón y Rodolfo A. Zelaya. Ocupaban sus escaños parlamentarios, personalidades de reconocido fervor liberal como Manuel Coronel, Fernando Sánchez, Joaquín Sansón, Tobías Argüello, Leopoldo Ramírez, José Dolores Gámez Guzmán y Francisco Castro. En nuestro siempre convulso país, ese año fue excepcionalmente de relativa calma y abundante progreso. Se habían efectuado elecciones generales el 12 de noviembre de 1904, resultando una vez más reelecto el General Zelaya como presidente de Nicaragua y por supuesto sin oposición alguna. Por quinta vez ocupaba la Jefatura del Estado comenzando su período de seis años el 1 de enero de 1905, el que terminaría el 31 de diciembre de 1910. En marzo de 1905 esa Asamblea Constituyente promulgó con toda celeridad lo que se conoció después a justo título, como la Constitución Autocrática. Fue luego sancionada por el Presidente Zelaya y por el poderoso doctor Adolfo Altamirano, como ministro de Gobernación, Policía, Justicia, de Beneficencia, Relaciones Exteriores y de Instrucción Pública. Éste era a todas luces un súper ministro, que actuaba siempre en coordinación fluida y fraterna con el Poder Legislativo, dirigido por su entrañable amigo Julián Irías; todo de acuerdo por supuesto a los intereses del Jefe, del general J. Santos Zelaya como era de esperarse. Ese año 1905 con un febril afán progresista, la Asamblea aprobó también una Ley de Estadísticas y el ansiado Código de Procedi157


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miento Civil. Se crearon varios institutos normales para la formación de maestros y un instituto para Ingeniería Topográfica. Se proyectaba además la construcción de la línea férrea a Estelí, Matagalpa, Jinotega y Río Grande, así como la de San Miguelito a Monkey Point, como puerto de salida de Nicaragua hacia el mar Caribe. Se promulgó el Código de Minería y se elaboró un Censo Nacional para el año 1905; según los datos arrojados, ya superamos por un millar de habitantes la hermosa cifra del medio millón de nicaragüenses. El trabajo gubernamental del ministro Altamirano es ampliamente reconocido por todos los nicaragüenses. Los conservadores le temían y le atribuían con resentimiento la ruina económica y pobreza en que ahora estaban sumidos; o al menos, le culpaban por la mengua de riqueza que por medio de las famosas contribuciones forzosas sufrían la mayoría de los adversarios al régimen. Y en su vida personal, el nacimiento un 21 de noviembre de 1903 de un niño llamado Adolfo, igual que su padre, le llenaba de merecido orgullo. Su madre era Susan Victoria Browne Bermúdez, la inglesita pecosa de los ojos claros, cuya familia poseía uno de los mejores hoteles de la capital. El doctor Altamirano, como canciller de la República había logrado con mucha habilidad y tacto político, cultivar amistad personal con el señor Harrison, ministro británico acreditado en Managua. Frecuentemente se les veía pasear por las tardes, en caballos de fina estampa por las principales calles de la capital. Antes había mantenido cercana amistad con el representante británico en Nicaragua, Edward Thornton Sq. hasta su muerte en 1904. Los funerales de éste en el cementerio de San Pedro de Managua estuvieron muy concurridos; la elocuencia del ministro Altamirano quedó una vez más de manifiesto en tal oportunidad. Ciertamente, había logrado establecer vínculos muy estrechos con todos los agentes diplomáticos acreditados ante el gobierno de Nicaragua, pero muy especial y deliberadamente con los británicos. Como ministro de Relaciones Exteriores se había enfrascado con el mayor de los éxitos en el tema de la reincorporación a Nicaragua, del territorio de los indios mosquitos del mar Caribe. Adolfo fue un 158


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factor decisivo en la firma del Tratado Altamirano-Harrison, por el cual se reconoce el derecho absoluto de Nicaragua sobre los territorios que estaban bajo la protección de Eduardo VII, rey del Reino Unido de Gran Bretaña y de Irlanda, y de las Posesiones Británicas allende los mares, Defensor de la Fe y Emperador de la India, títulos oficiales del monarca anglosajón. Este año de 1905 valiéndose de su amistad con el ministro inglés, el canciller Altamirano suscribió un Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre Nicaragua y el Reino Británico. Había negociado un tratado similar con el Reino de Italia y su soberano, Vittorio Emanuelle III. Y también con Alemania. Su vida política estaba en la cúspide, adornada siempre de reconocimientos y honores. El domingo 18 de marzo de 1906, previo a la partida en gira oficial hacia los departamentos del norte de Nicaragua, el General Zelaya fue informado por Julián sobre los avances de la visita proyectada. En la mañana de ese domingo ambos fueron a la gallera de los Estrada, en el sector oeste de la ciudad de Managua, muy cerca de la Penitenciaría. El General Zelaya era gran aficionado a la pelea de gallos, a las que asistía cada domingo e infaltablemente en los días festivos; apostaba a sus gallos de buena casta y compartía en la gallera con sus numerosos amigos. La cancha estaba muy concurrida por toda clase de personas que gritaban exaltados de acuerdo a sus apuestas por el gallo ganador. Cincuenta centavos costaba la entrada; se tomaban allí los tragos de rigor y por supuesto, que siendo una afición solamente de hombres, las conversaciones estaban acordes a las circunstancias. Varios gallos del presidente permanecían cerca del redondel, mientras se casaban apuestas para la lidia. El mismo General Zelaya entrenaba en sus momentos de solaz a los animales de pelea, lanzándoles al aire para fortalecer sus alas y procurándoles especial alimentación. Estando esa mañana en el palenque, el Presidente le comentaba a Julián que en el mundo de los gallos, al igual que los seres humanos en la política, sobrevivían únicamente los mejores. —En las galleras, fíjate bien en la conducta de estos pequeños animalitos, ya sean giros, cenizos o chiricanos; en su comportamiento se pare159


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cen mucho a los hombres cuando están en el ámbito de la política. Casi siempre entran humildemente al ruedo, solitarios, indiferentes, silenciosos y siempre discretos, viendo hacia abajo y a veces picando el suelo. Dan vueltas con mucho disimulo alrededor del contrario, observándolo en sus flaquezas, en sus debilidades y en el primer descuido, zas, se tiran a fondo en contra del adversario y lo matan. En este deporte de los gallos, como en la política y en la vida misma, el que pica primero pega dos veces. Siempre triunfan los mejores, decía mientras apuraba un vaso de Pernaud, su bebida francesa preferida cuando Managua sufría con su clima excepcionalmente caluroso de verano. —Los gallos de poca casta son los que pierden siempre en las peleas, como sucede con los políticos. Por eso deben ser criados y entrenados para el combate en la gallera. En la riña uno de los dos o ambos rivales deben morir al final. No hay sitio para que dos gallos de buena lid estén simultáneamente en el mismo redondel. —Si para aniquilar al adversario en la cancha hay que poner veneno en las espuelas de esos animales, pues hay que proceder de esa forma. Lo importante es salir siempre triunfador y airoso en la contienda; todo está permitido en este tipo de peleas. Igual pasa en la política. Sin lugar a dudas en la gira programada al norte de Nicaragua, sus amigos le prepararían al ilustre visitante para esparcimiento las dos actividades que personalmente más apreciaba: peleas de gallos por una parte y por la otra, jóvenes doncellas que se acercaban al tálamo presidencial como ofrendas de corderos pascuales. La salida hacia los departamentos del norte de Nicaragua estaba fijada para el miércoles 21 de marzo de ese año de 1906. Doña Blanca de Zelaya había concurrido amorosamente al muelle del lago de Managua para despedir a su marido, haciéndose acompañar por todos sus pequeños hijos: Berta, Isabel, Leonor, Emelina, Ana, Carlos y el menor de ellos, Santitos. A las siete de la mañana de ese día tomamos el vapor 11 de julio que nos condujo hasta el puerto lacustre de San Francisco del Carnicero. Después de cuatro horas de navegación, nos esperaban las bestias que utilizaría la comitiva, compuesta de una treintena de personas sin contar con los servicios de seguridad del Presidente. El Gene160


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ral montaba El Jazmín, un hermoso caballo blanco de buen paso peruano; estaba lujosamente aperado con montura enviada desde México por su cercano amigo el presidente Porfirio Díaz. Llevaba en su mano derecha un fuete rematado con una moneda de oro en su extremo, marcado con sus infaltables iniciales JSZ. El resto de los acompañantes íbamos en mulas y caballos de trote, llevando todos alrededor de nuestros sombreros una cinta roja con la siguiente leyenda: Saludos a los departamentos del Septentrión. En un poco menos de tres días ingresábamos a la ciudad de Matagalpa, después de haber pasado por El Coyol, Puertas Viejas, Valle de Trujillo, San Pedro de Metapa y Sébaco. Durante todo el trayecto Julián y Adolfo marchaban a la par, conversando animada y fraternalmente entre ellos como siempre lo acostumbraban. Recientemente su compadre Adolfo había llevado a la pila bautismal a una hija de su íntimo amigo. Julián cargaba un vistoso revólver Smith Wesson 38, niquelado, con cacha de nácar, obsequio del general venezolano Cipriano Castro, que le había sido enviado por manos de su buen amigo don Fernando Sánchez. Le mencionó al ministro Altamirano, en un comentario aparentemente sin trascendencia, que en la vida era una enorme responsabilidad caminar con un arma al cinto ya que un revólver nunca debe ser sacado sin razón, ni enfundado sin honor, le dijo parodiando un viejo refrán medieval, con su forma pausada de hablar. Luego hubo un prolongado silencio entre ambos, con una extraña expresión en el rostro del doctor Altamirano. Adolfo, por su parte, con mucha ternura se refería durante el viaje a la memoria de su madre, a su hermana Laura, su hija adolescente Lucila y por supuesto a su hijito de un poco más de dos años de edad. Se sabía que tenía por su intensa vida sentimental, al menos otra hija llamada Ofelia y dos varones que respondían a los nombres de Gustavo Rafael y Carlos Rafael Altamirano. Él hacía constantes remembranzas acerca de los vínculos de amistad que durante más de veinte años le habían unido a Julián. Divagando acerca de ese noble sentimiento cultivado solamente entre los seres humanos, hizo mención de un discreto y poco conocido Pac161


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to de Honor existente entre el Presidente Zelaya y su íntimo amigo de León el general Gustavo Abaunza, para que en caso que alguno de ellos muriese primero, el otro estaría en la obligación moral de nunca desatender a los deudos cercanos del difunto. Decidieron Adolfo y Julián pactar entre ellos un acuerdo similar, como el que había convenido el General para dar seguridad a su descendencia. Julián le propuso que entre los dos, al igual que el acuerdo pactado por los generales Zelaya y Abaunza, el sobreviviente se obligaba además a redactar el epitafio correspondiente para perennizar en la sepultura los fraternos sentimientos que cultivaban entre ambos. Al llegar el General Zelaya a Matagalpa los aposentos presidenciales le fueron acondicionados en el Cabildo de la ciudad. Le gustaba siempre, por razones de independencia, no hospedarse en casa de ninguno de sus seguidores o amistades. En frente de su alojamiento provisional, un hermoso arco adornado con palmas y flores le presentaba la salutación de sus simpatizantes con la expresiva leyenda: General Zelaya, predestinado, locomotora humana y gloria de nuestro pueblo. El viernes por la noche en el Cabildo se ofreció un baile de gala en su honor, con la actuación de la orquesta municipal dirigida por el reconocido maestro norteño Pedro Estrada. Se habían colocado sobre el piso de barro del salón principal, unas mantas tilintes con abundante esperma pulverizada y talco para que los bailarines pudiesen fácilmente deslizarse en sus danzas. En las puertas estaban colgadas finas cortinas de encaje. Y en los corredores aledaños se regaron aromáticas hojas de pino. Entre los invitados se encontraban numerosos miembros de la sociedad local y del club de extranjeros, principalmente alemanes residentes en la ciudad. Tocaban el vals Mariposas en el aire cuando el presidente divisó en un extremo del salón a una agraciada y joven señora. Ella vestía un traje negro de gasa labrada, luciendo en su cabeza una linda flor natural de color amarillo. Doña Conchita García de Alonso aceptó la invitación para bailar, que cruzando el salón le hiciera el Primer Magistrado de la Nación. Pocos instantes después el presidente caía de bruces 162


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ante un faux pas19 en el famoso vals de las Mariposas. La compañera de baile, con buen sentido de humor dirigiéndose a algunos asistentes de filiación conservadora, les dijo: —Tantos esfuerzos que hacen Ustedes, para botar al General Zelaya; y una mujer sola, viuda y además bailando, lo ha logrado en un tris, en un abrir y cerrar de ojos. El Presidente tomó con humor la circunstancia y el comentario continuando campante con el baile. Julián estaba al lado de su Presidente. Adolfo en cambio, se había retirado temprano de la fiesta, causando algún revuelo entre los concurrentes. Con ínfulas y cara maliciosa siempre manifestaba el doctor Altamirano, que tenía una manceba diferente en cada uno de los lugares que visitaba en Nicaragua. A la salida de la recepción, una escuadra de diez alemanes con uniformes militares, bajo las órdenes del oficial prusiano Karl Ubersezig, presentaron armas en perfecta formación y hablando alemán, de cuyo idioma el General Zelaya tenía algunas nociones. Ante la buena impresión causada, Ubersezig fue inmediatamente contratado para incorporarse y entrenar a los cadetes de la Escuela Militar que funcionaba en Managua desde su creación en 1904. En la cárcel de Matagalpa en esos días de la visita presidencial, guardaba prisión el sacerdote que por muchos años había estado a cargo de esa parroquia. Se trataba del padre Eusebio Zelaya, quien se saludaba y reconocía como pariente con el Presidente de la República y había sido detenido por desacatar la disposición de no usar el traje talar fuera de los muros de su iglesia. El sábado por la mañana visitó al Presidente Zelaya el rico comerciante de la ciudad y amigo personal de ambos, don Paulino Castellón, solicitando la libertad del sacerdote. El Presidente con mucha cortesía, le manifestó que accedería gustoso a extender la orden de libertad de su amigo y pariente, siempre y cuando el cura obedeciera las leyes y saliera de la cárcel sin sotana. El presbítero Zelaya para sorpresa de don Paulino, respondió iracundo a la condición presidencial: 19. En francés: paso en falso.

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—Dígale a ese bizco de mierda que por ahora tenemos como presidente en Nicaragua, que venga él mismo, si se atreve, a quitarme la sotana. Qué lástima que el Padre Irigoyen ya esté a estas alturas gozando de la presencia del Señor y no combatiendo con nosotros tantas arbitrariedades de este pérfido tiranuelo. Con semejante repuesta el sacerdote hacía alusión al estrabismo que padecía el Presidente Zelaya en su ojo derecho. Se refería también al sacerdote Policarpo Irigoyen, que había engendrado a varios hijos del celibato o del campanario –según se decía– incluyendo al padre del General Zelaya. El padre Eusebio permaneció en prisión por varios meses más, antes de ser desterrado junto a otros religiosos que se oponían a las disposiciones legales implementadas principalmente por el ministro Altamirano, señalado urbi et orbi como fanático anticlerical. A las ocho de la mañana del martes 27 de marzo, atendiendo la sugerencia hecha al Presidente Zelaya por una comisión de distinguidos ciudadanos de Jinotega para que éste tomara la ruta de montaña, salimos rumbo a la famosa Ciudad de las Brumas. La población esperaba con ansiedad que en la visita presidencial se concretara la llegada a ese departamento de la línea ferroviaria que con gran pompa se había anunciado. Pasamos por las diversas haciendas propiedad de extranjeros: la Hammonia de Fred Bösche, La Galia de Alfaro y Escamilla, La Concordia de Julius Benk, y a mediodía estábamos en La Fundadora, propiedad del ciudadano británico Charles Potter y sus hermanos. La comitiva era ahora de unos sesenta montados, ya que había crecido con algunas personalidades de Matagalpa. Contrastaba lo colorido de todas sus vestimentas, con el verdor profundo de esas montañas de la cordillera Isabelia. Almorzamos en esa finca sentándonos en una larga mesa donde se nos atendió con la proverbial etiqueta británica, sirviendo exquisitos vinos franceses para satisfacer el exigente paladar del General Zelaya. Por la tarde fuimos invitados por el anfitrión para que visitásemos a una legua de distancia un lugar donde se almacenaba el café de las propiedades aledañas y desde cuyas alturas se divisaba en lontananza las planicies del valle de Sébaco. Nos expuso el señor Potter el proyec164


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to de deslizar los sacos de café por medio de un sistema de cables de acero, por fuerza de gravedad, ahorrándose de esa forma las dificultades del transporte de la producción de la zona en carretas y en mulas. Con su especial acento inglés explicaba que tal sistema era utilizado en Canadá para trasladar trozas de madera. Su iniciativa no tuvo eco alguno entre los visitantes, más que la expresión de uno de los asistentes que calificó el proyecto y al lugar como Disparate de Potter. Al día siguiente seguimos por las haciendas La Sajonia, El Palacio, Las Mercedes hasta llegar a la famosa Jigüina, donde pernoctamos varios días compartiendo con sus dueños alemanes Münkel-Müller y numerosos miembros de esa hospitalaria colonia extranjera. Por casualidad se encontraba en esta propiedad como huésped de los anfitriones alemanes el investigador británico Mervyn Palmer, con quien el Presidente simpatizó mucho desde un inicio. Este científico siempre impecablemente vestido a la mejor usanza inglesa, usaba constantemente rapé, impregnando su ropa con el penetrante aroma de ese polvo. Jugó a las cartas con el General, a quien le manifestó el honor que tenía al conocerle, y comentaba luego que con el apretón de manos que tuvo al saludar al Presidente Zelaya la primera vez, se había percatado que se trataba de un hombre de hierro, de recia personalidad que haría mucho bien a los nicaragüenses. Su rostro nunca lo traiciona; nunca se sabe cuando está disgustado y cuando está contento. Tiene el enigma propio de los grandes hombres –repetía Palmer a sus contertulios. Enseguida hizo prolongados comentarios históricos acerca de las reglas electorales para la selección del primer ministro en Gran Bretaña y su sistema parlamentario tan en boga en Europa. El Presidente Zelaya con rostro serio y circunspecto, le replicó a Mr. Palmer: —En Nicaragua la democracia existe hoy en día y se practica de forma directa y permanente. En su distante país británico, la población estuvo dividida en el pasado entre los que guerreaban, los que rezaban y los que trabajaban. Y los tres estamentos votaban. En su presencia organizaré en su honor una elección con los mismos componentes nacionales. Ya verá Usted lo bien que funciona nuestro sistema político electoral, casi a la perfección. Lo que ocurre para desgracia nuestra es que en otros países 165


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civilizados como el suyo, después de unas elecciones se da de inmediato la unidad para respaldar a las autoridades electas; en cambio acá la unión se da también de inmediato, pero para buscar como derrocarlas. El Presidente promovió y organizó rápidamente con los trabajadores de la finca Jigüina, una elección con las mesas para el escrutinio entre las Tres Divinas Personas: En la una se votaba por José, en la otra por Santos y en la última por Zelaya. Santos resultó el ganador en estas elecciones representando a aquellos que trabajan según el tradicional esquema británico. Habían perdido los que rezan y los que hacen la guerra. Salimos en la comitiva presidencial a tempranas horas hacia Jinotega, cruzando en nuestras bestias el caudaloso río que lleva ese mismo nombre. Enseguida lo que se conoce como el cuarto, tercero, segundo y primer paso del río Viejo que serpentea en los alrededores de la ciudad. Las aguas eran cristalinas, y muchos se apearon de sus bestias para preparar sus respectivos refrescos del famoso tiste, la popular bebida nicaragüense a base de maíz, cacao y dulce. Llegamos a finales de la mañana. Yo nunca antes había estado allí, aunque esta ciudad me fuese familiar ya que el padre de Julián, mi tío Nicolás Irías mencionaba con frecuencia su incursión militar acá en años pasados durante la Guerra Nacional. Me llamaba la atención su limpieza inusual, estar rodeada de montañas, lo esquivo del sol a pesar de estar en verano, escuchar a los roncos monocongos y haber visto a un venado corriendo por una de sus tres calles polvorientas que corren de norte a sur. Desde el lugar conocido como Las Trincheras, para la recepción oficial se habían colocado árboles de pino cada diez metros, con abundantes banderas tanto de Nicaragua como las rojas del partido liberal. Como de costumbre, el Presidente se alojó en las oficinas del Cabildo donde, esa misma noche de la fiesta de gala ofrecida en su honor, le esperaba una joven y agraciada doncella que le habían llevado para compartir su lecho por algunas horas. Un reconocido personaje de la ciudad se había visto envuelto en un lío judicial a causa de un homicidio, por lo cual las autoridades departamentales le sugirieron que para obtener el indulto presidencial se le presentase como ofren166


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da esa noche a su hija quinceañera. Por tal motivo, el General Zelaya se retiró rápidamente de los salones del baile luego de los saludos de rigor, generando semejante descortesía gran molestia en la sociedad jinotegana, que lucía ciertamente para el gusto del Presidente, como un páramo sexual. Algunos miembros de la comitiva nos alojamos en un hotel propiedad de don Enrique Gülke, muy cerca del parque bautizado con el nombre de Blanca en ocasión de esa memorable visita, honrando así el nombre de la esposa del General. Emulando a su Presidente esa misma noche, Adolfo se ausentó del hotel, al que regresó cuando ya amanecía en la brumosa ciudad de Jinotega, después de una cálida cita de amor que tenía. Hubo al día siguiente de nuestra llegada un desfile escolar. Todos los niños vestían uniforme blanco de gala, con una gola marinera en el cuello de la camisa, quepis blanco con visera de charol con una banda azul en la base del mismo. Era sorprendente la marcialidad de los muchachos que desfilaban en escuadra, llevando siempre la bandera al centro de la columna. Sobre sus hombros cargaban relucientes rifles de madera. Los toques de corneta y redobles de tambor podían causar la envidia de la más prestigiosa de las academias militares. Complacido con el desfile el Presidente Zelaya se comprometió para reforzar el equipo de maestros de la escuela de Jinotega, a nombrar en esa ciudad al prestigioso educador guatemalteco Tadeo Sánchez y Rosal. En honor del ilustre visitante se preparó un extenso programa popular para deleite del pueblo, que incluía las famosas parejas o carreras de caballos y las sangrientas competencias del pato colgante o el gallo enterrado; estos juegos consisten en que los jinetes corren en sus bestias y con sus propias manos arrancan la cabeza al primero de los animalitos que guinda de un cordel, o se descabeza igualmente al segundo que tiene enterrado su cuerpo y que solamente asoma ésta antes de ser arrancada. Había música en el pueblo y un enorme palo lucio o encebado, en cuyo extremo superior se colocaba un premio para aquel trepador que con abundante ingesta de licor, lo alcanzara. Debido quizás a la distancia de Jinotega con la capital, los jefes políticos y representantes personales del Presidente Zelaya, frecuentemen167


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te cometían arbitrariedades y abusos en contra de los pobladores. Eso había pasado pocos años atrás, con el coronel Rafael C. Medina, de quien distinguidos ciudadanos de Jinotega como Manuel Morales, Alberto Alfaro, Trinidad Castellón y Teodoro Martínez, se habían quejado ante el Presidente. Esta vez y antes de abandonar Jinotega, una comisión de ciudadanos visitó al General Zelaya para denunciar los reiterados abusos de su representante Gustavo Escobar, joven amigo de Zelaya y jefe político del departamento. Éste había organizado el programa de la visita presidencial, incluyendo la ofrenda virginal desflorada en la misma noche de la llegada de Zelaya. El General acompañado siempre de Julián y de Adolfo, escuchó atentamente todo el extenso historial de abusos por parte de la autoridad departamental, expuesto por don Sixto Pineda, empleado de la firma comercial alemana dueña de la Hacienda Jigüina. Ordenó el Presidente Zelaya a raíz de esa visita, mantenerle informado del comportamiento de Escobar. A principios de abril y a primeras horas de la mañana salimos hacia Estelí, la tierra natal del poderoso ministro Adolfo Altamirano. Pasamos por lo que llaman los jinoteganos tierra caliente, antes de llegar a esta otra localidad del norte de Nicaragua. Teníamos programado permanecer allí durante una semana para tratar de conquistar a muchos liberales, que apoyaron abiertamente la rebelión de 1896 y seguían con posiciones adversas hacia el Presidente Zelaya. Por esta razón y antecedentes de animadversión hacia el Tigre de la Barranca, es que desde 1897 el departamento de Estelí incluyendo su cabecera, había pasado a ser administrado por Jinotega. Fuimos recibidos con gran entusiasmo por la población. Pero había más alegría en este pueblo por la presencia del ministro Altamirano, donde había nacido e iniciado la fortaleza de su carrera política al ser electo su diputado en 1893. Le vitoreaban constantemente y le calificaban como el próximo Presidente de Nicaragua. Viva Altamirano, jodido. Que viva Adolfo jueputa, eran los gritos que se oían por doquier en Estelí. A un miembro de la comitiva presidencial le escuché decir: Se va a enredar el ministro Altamirano con estas manifestaciones, las que ignoro si son espontáneas o bien previamente organizadas. En la 168


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vida nunca hay que creer ni en lágrimas de mujer, ni en rencura de perros ni en apoyos populares. Un destacado orador del lugar de apellido Rodríguez, en sus palabras de bienvenida se expresó en los siguientes encomiásticos e hiperbólicos términos: Si la célebre Grecia fue grande y admirada por sus hombres que la llenaron de gloria; si la Francia rebosó de alegría y fue majestuosa con su Napoleón; si los Estados Unidos contemplaron a Washington como la figura más soberbia que se destacaba en la nación; Nicaragua, la humilde Nicaragua, se inunda hoy de verdadero gozo teniendo en su seno a hombres de la talla de Zelaya y Altamirano, preclaros hijos de nuestra tierra quienes son como el Moisés y Salomón de los israelitas. Quedaba la duda quién de los políticos criollos mencionados era Salomón, constructor de templos y temprano heredero del rey y quién era Moisés, el salvador de su pueblo. Zelaya se notaba incómodo, así como lo estaba el mismo doctor Altamirano, quien consideraba imprudente la manifestación de sus seguidores. Para colmo, el domingo 8 de abril avisaron que don Sixto Pineda había disparado tres balazos al famoso jefe político de Jinotega y protegido del General Zelaya. Según se conoció, el joven representante de Zelaya en Jinotega había agredido a don Sixto por haber denunciado sus abusos ante el Presidente Zelaya. En torno a esta situación, Adolfo con Julián discrepaban en sus opiniones. Aquel era partidario que para mantener el principio de respeto a la autoridad, sería aconsejable que el hechor fuese pasado por las armas de inmediato de conformidad a la draconiana Ley de Excepción vigente. Julián opinaba al contrario, que había que proceder con prudencia y someter al homicida a un juicio con las reglas de un proceso legal. El General decidió acortar su viaje y regresar de inmediato a Managua no sin antes enviar un telegrama a las autoridades de Jinotega: Al momento que muera el jefe político de ese departamento, el autor de los disparos debe ser pasado por las armas. Cúmplase. J.S. Zelaya. El mensaje remitido llevaba la consabida contraseña utilizada por quienes rodeaban al Presidente: se trataba de una orden-ruego. Lo que 169


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significaba que la instrucción debía cumplirse a cabalidad, por tratarse de una orden presidencial, pero con el ruego para sus ejecutores de no informar acerca de la forma utilizada para su estricto cumplimiento. Adolfo comentaba que a partir de ese fusilamiento, Jinotega sería una verdadera ciudad, ya que para alcanzar ese destacado rango citadino se necesitaba contar no solamente con nacimientos y muertes en su población, sino también con ejecuciones sumarias como la de don Sixto Pineda. Antes de marcharnos de Estelí, con la aquiescencia y decidido apoyo de los respetados dirigentes Irías y Altamirano, se otorgó nuevamente la autonomía de este departamento, el que retornaba a su status quo ante,20 al ser separado administrativamente de Jinotega. Con esta disposición se complacía a los habitantes de Estelí y también a estos cercanos colaboradores del General. Durante el camino de regreso a Managua, el Presidente Zelaya se mostró silencioso; bastante menos comunicativo que en otras oportunidades, lucía verdaderamente molesto. El resto de los miembros de la comitiva, como suele ocurrir cuando el Jefe está incómodo, se esmeraba casi en no hacer siquiera ruido. Se guardaba riguroso silencio en el trayecto de regreso a la capital.

20. En latín, la situación anterior.

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1 6 . U N A PAT R I A G R A N D E Cuando hace apenas unos pocos días en este verano de 1906, íbamos cabalgando Julián y yo rumbo a Jinotega acompañando al Presidente Zelaya y pasábamos por el Llano Grande, no podía menos que rememorar al general Rubén Alonso, el primer ministro de Fomento que tuvo en su administración. Quiso el General Alonso con gran visión en el futuro, construir la capital no sólo de Nicaragua sino de Centroamérica en este paradisíaco lugar de Jinotega muy cerca del valle de Apanás. La reunificación de estos países que conformaron hace menos de un siglo la gran Patria de Centroamérica, ha sido una constante preocupación e ilusión de todos nosotros los arquitectos de la Revolución liberal del 93 y particularmente para mí, Adolfo Altamirano, como canciller de la República. Fue verdaderamente una lástima que al romperse el Pacto Federal en 1838, nos hubiésemos dividido en cinco pequeñas parcelas, cinco diferentes repúblicas. Fuimos una misma nación en el pasado, con comunidad de lengua, de origen y también de problemas, aunque ahora no solamente estamos divididos, sino que también distanciados. Además somos tan diminutos que pareciéramos cinco paisajes y no cinco países; algunos detractores nuestros nos señalan a los cinco pequeños estados como actores de una ópera cómica. Cinco republiquetas. También con la unión de Centroamérica hemos querido lógicamente lograr la expansión del liberalismo en toda la región y solucionar de una vez por todas los problemas de estos pueblos y los conflictos limítrofes con nuestros vecinos. Reunificados, lógicamente no existirían las fronteras. El ministro Alonso tenía ya conseguido un empréstito con los ingleses para la construcción de la nueva ciudad. Lamentablemente, el presidente de la República nunca tomó en serio esa propuesta para 171


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construir Rubenia, como se llamaría la nueva capital de Centroamérica. Fue una lástima que aquel visionario ministro de Estado, poco tiempo después se haya distanciado del General Zelaya en 1896 por razones políticas. Hace pocas semanas fui expresamente a visitar en León, su lugar de origen y residencia al ex ministro General Alonso; le invité para que regresara al lado de mi General Zelaya a colaborar con nuestro gobierno, como lo hice yo tiempo después de aquella desafortunada odisea de la revolución de occidente en 1896. El General Alonso me manifestó enfáticamente, con cierta amargura es cierto, que le sería difícil su retorno al gobierno por razones de dignidad, aunque él confesaba guardarle profundo respeto y aprecio al Tigre de la Barranca. Decía que siempre pensaba primero en Nicaragua y también en el liberalismo, dos factores que a mi juicio dejaban abierta la puerta del retorno al lado del Presidente Zelaya. Fueron vanos mis argumentos esa vez y no pude convencerlo para su reintegro. Yo pensaba al escuchar esos sentidos razonamientos, que la dignidad en política no existe y nunca ha existido; esa rimbombante y cacareada dignidad que se menciona, acaba siempre cuando se presenta la primera oportunidad. Solamente los ríos no se vuelven; de la política uno nunca se sale, le manifesté al despedirme. Igual cosa pasó con otro gran dirigente liberal, el general Paulino Godoy, desterrado en El Salvador, quien después de la rebelión de 1896 siempre ha rechazado las propuestas para regresar a Nicaragua y reintegrarse a nuestro gobierno. Prefiere también por dignidad, según sus palabras, seguir pegando botones en ese país extranjero antes que claudicar en sus principios. Si de algo estoy seguro, es que el Presidente Zelaya ha querido alcanzar la unión de la familia liberal y también de todos los países centroamericanos; ya sea por la razón o por la fuerza, como acostumbra repetirlo. Él tiene y bien lo sabe, un indiscutible liderazgo político y militar en toda la región. Conocedor de mis ideas unionistas y lealtad hacia su persona, por eso me asignó entre otras responsabilidades, la del Ministerio de Relaciones Exteriores e Instrucción Pública. Como revolucionarios, nuestra vocación por una Centroamérica unida es genuina y verdadera. Por ello es que al iniciar esta nue172


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va era liberal, en la misma constitución política que dictamos en diciembre de 1893, para que quedara grabado en piedra y para perpetua memoria, en su primer artículo los diputados declarábamos a Nicaragua, como una porción disgregada de la República de Centroamérica y facultamos en consecuencia, al poder ejecutivo para ratificar tratados con cualquier estado de la Federación, como necesidad primordial para proceder a la unión con las otras repúblicas del istmo. Esa moción parlamentaria fui yo quien la presentó en aquel momento y por ello se conoció como la iniciativa Altamirano. Era tal el espíritu centroamericanista que animaba a todos los que rodeábamos al Presidente Zelaya, que en la misma Ley Electoral promulgada para seleccionar a los diputados constituyentes de 1893 le dimos oportunidad a los nacidos en cualquiera de los cinco países de la región, para elegir y ser electos también en igualdad de derechos que cualquier otro nicaragüense. Fue así como el doctor Policarpo Bonilla, liberal hondureño de nacimiento y luego Presidente de ese país, fue electo aquella vez como diputado en representación del departamento de Carazo sin que tuviese ningún tipo de arraigo en ese lugar. Esta importante cartera ministerial de la Cancillería ha sido ocupada por diferentes correligionarios en esta Administración, que han honrado el cargo en Relaciones Exteriores: José Madriz, José Dolores Gámez, Manuel Coronel Matus, Fernando Sánchez, José Francisco Aguilar, Joaquín Sansón, Genaro Lugo, Julián Irías, entre otros. Han sido numerosos los cancilleres nombrados por el General Zelaya en su gabinete, porque al Jefe nunca le ha gustado que sus amigos ocupen un ministerio por largo tiempo; le encanta moverles de posición gubernamental para que no echen raíces y adquieran experiencia, solía decir para justificar tanto cambio. Ya en 1895, hace diez años, las condiciones eran propicias bajo el liderazgo del Tigre de la Barranca para convertir a nuestro país en el abanderado de la unidad de los cinco países de Centroamérica. En Honduras, con el apoyo de Nicaragua había llegado a la Presidencia un viejo aliado como lo fue Policarpo Bonilla, cercano amigo del General. En El Salvador, el presidente general Rafael Gutiérrez se proclamaba simpatizante de nuestro gobierno. Ciertamente que Costa Rica 173


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en cambio, jamás ha mostrado interés en la famosa unificación. Mejor sola que mal acompañada es su divisa en torno a la unión centroamericana y con cierta grosería los costarricenses manifiestan que una doncella no se mezcla jamás con prostitutas. El problema radica también en la República de Guatemala, donde el presidente Manuel Estrada Cabrera ha sido enemigo feroz y rival eterno del Presidente Zelaya. Se disputan entre sí el liderazgo regional, aunque debo confesar que ambos mandatarios y hombres fuertes, en algunas cosas son muy parecidos. Definitivamente que los dos quieren el poder, pero en su propio patio y para ellos. Por la vocación unionista que le caracteriza y su cercanía con los mandatarios de esas naciones hermanas, el Presidente Zelaya estaba vivamente interesado en la creación junto a Honduras y El Salvador, de la República Mayor de Centroamérica. Se convocó para que los plenipotenciarios de los tres países, en el transcurso del mes de mayo de 1895 se reunieran en Managua antes que los respectivos presidentes viajasen al puerto de Amapala en Honduras, donde quedaría consagrada la famosa constitución de la República Mayor. Se había fijado como fecha límite el 20 de junio de ese año para la firma del tratado fundacional del nuevo esquema de la República de Centroamérica. El canciller de Nicaragua, lo era entonces, mi gran amigo Manuel Coronel Matus. Todo se daba con excepcional rapidez, a matacaballo como le gusta siempre cabalgar a mi General Zelaya. Pero con igual rapidez fracasó la famosa República Mayor de Centroamérica, luego de una lamentable y efímera existencia de apenas dos años. En aquellos turbulentos meses fueron innumerables las revueltas de todo género y calibre para derrocar al General Zelaya, algunas de ellas apoyadas por gobernantes centroamericanos que le temían o le odiaban. También es innegable que la oligarquía conservadora, sintiéndose golpeada y amenazada, había comenzado a conspirar en contra de nuestro gobierno desde que en octubre de 1895, aprobamos en Nicaragua la famosa ley del Impuesto sobre el Capital. Esta ley servía para bajar los impuestos indirectos que pagaba la población entera y lograr así un sistema fiscal más equitativo para favorecer a los más desposeídos. El capital, sin excepción alguna, siempre es reacio para pa174


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gar impuestos y por eso abogan con fuerza por mantener esa justicia derivada de los tributos indirectos. Haciendo un recuento de todas las revueltas no creo que exista otro gobierno que aguante tanto. En el año 1894 tuvimos guerra en contra de Honduras. Pero la primera rebelión seria y peligrosa en contra del Presidente Zelaya, fue la de los leoneses en 1896 y en la cual me involucré apoyándola con entusiasmo. Siempre me he arrepentido de esa nefasta maniobra que me llevó a un indeseado y doloroso destierro, que es el calvario de los idealistas, que luego con el tiempo se transforman indefectiblemente en ciudadanos olvidados. Hubo maniobras consecutivas durante esos años sombríos para desestabilizar o derrocar al gobierno del General. Se develaron planes elaborados por parte de sus enemigos, como aquel organizado por Pedro Calderón Ramírez y sus compinches leoneses, auxiliados por dos costarricenses para capturar al General Zelaya en 1896. Lo harían prisionero en una emboscada siniestra planificada para un jueves, ya que se conocía que religiosamente ese día de la semana visitaba alrededor de las diez de la noche, a una su joven amante segoviana residente en el centro de Managua, cerca de la Parroquia. Cumplidamente el Presidente hacía ese amoroso y un tanto sigiloso recorrido en su calesa, acompañado solamente de un ayudante personal. Lo espiaron ese día hasta las cuatro de la madrugada, pero el Presidente por suerte se atrasó en reunión de trabajo con sus ministros. Los conspiradores y también su amante de turno, quedaron esperándole esa noche de verano. Pero los planes subversivos no pararon allí. El 17 de septiembre de 1897 fracasó otra revuelta dirigida por Pedro José Chamorro, que invadiría Nicaragua por el puerto de San Juan del Sur en el Pacífico. Poco después, en febrero de 1898, se dio la famosa revolución del volcán Mombacho, organizada siempre por los conservadores reaccionarios para derrocar al Presidente Zelaya. El 3 de febrero de 1899 también se levantó en armas en contra del Jefe, el general Juan Pablo Reyes Solís, gobernador e intendente liberal en el litoral atlántico, que tanto le debe al Reincorporador de la Mosquitia. Honestamente fue el General Zelaya quien le dio ver175


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dadera forma a nuestro mapa, con su visión, valentía y audacia para incorporar a este vasto territorio, habitado por indios misquitos, negros, sumos y zambos. Menos mal que el cambio de siglo del XIX al XX trajo finalmente a nuestro partido, al país y al gobierno nicaragüense un relativo remanso de paz. Perseverante y obsesivo por la unidad centroamericana, en enero del año 1902, el General Zelaya quiso invitar en el puerto de Corinto para una reunión cimera de los cinco mandatarios del istmo. Quería con particular astucia que firmaran todos el tan necesario Tratado de Paz y Amistad entre sus vecinos. Su amigo, el hondureño Terencio Sierra estaba de acuerdo con la reunión, al igual que el presidente salvadoreño Tomás Regalado. Estábamos inspirados en los idearios unionistas de grandes próceres como Justo Rufino Barrios, de Guatemala, a quien llamaban La Fiera; de Francisco Morazán, de Honduras; Gerardo Barrios, de El Salvador y el epónimo Máximo Jerez en Nicaragua. Solamente Costa Rica nunca ha tenido, en su historia, un dirigente proclive a la ansiada unidad de los países de la región. Reacios en tales momentos para este tipo de acercamiento entre los países vecinos, lo fueron Guatemala y por supuesto Costa Rica. Por tal motivo, el General Zelaya me había nombrado su agente confidencial para trasladarme a Guatemala y convencer al general Estrada Cabrera para que asistiera a la convocatoria presidencial de Corinto. Otro emisario confidencial fue don Max Sacasa, para invitar al presidente Rafael Iglesias, de la vecina y retrechera República de Costa Rica. El presidente tico por supuesto fue mucho más cortés y decente con el delegado presidencial nicaragüense, si comparamos su actuación con las groserías que tuvo para conmigo en Guatemala el dictadorzuelo de Manuel Estrada Cabrera. Éste me hizo perseguirle infructuosamente por diferentes ciudades de ese país para poder trasmitir la invitación de su homólogo nicaragüense. Del puerto de San José, donde yo había desembarcado, viajé a la ciudad de Guatemala, luego a Escuintla, Quezaltenango y San Marcos, para volver luego a Quezaltenango, lugares donde por recados del dictador se me indicaba que sería atendido por él mismo. 176


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Al fin me recibió el famoso Estrada Cabrera en el Palacio Nacional de Guatemala, después de varios días de persecución presidencial, viajando yo de la Ceca a la Meca. Aceptó aparentemente la invitación del General Zelaya y prometió viajar a Nicaragua para la reunión presidencial programada en Corinto, haciendo protestas de amistad y consideración hacia el anfitrión. Tuve de inmediato el pálpito que no era sincero y que pretendería desairar a su rival y homólogo nicaragüense. Y pensaba por supuesto que en la diplomacia, al igual que en la política y en el amor, confiar en la amistad es exponerse al fracaso y al error. A mi regreso a Managua pude enterarme además, del férreo control de seguridad ejercido por el dictador guatemalteco, quien logró interceptar y descifrar todos los mensajes en clave que me eran enviados desde Nicaragua. Los mensajes también cifrados que yo enviaba al General Zelaya nunca llegaron a su destino, dolosa labor que hacía el caudillo en Guatemala para entorpecer la misión confidencial que me habían encomendado. Finalmente, en Corinto por primera vez se reunieron algunos, aunque no todos los presidentes centroamericanos. Por supuesto que como persona cercana y de confianza, yo acompañaba al General Zelaya en esa ocasión. Recuerdo perfectamente el improvisado y conceptuoso discurso de bienvenida que pronunció en tal oportunidad, con amigables términos de fraternidad, unión y liberalismo con el que recibía a los presidentes que concurrían al evento. La sorpresa de esa noche la dio el presidente Tomás Regalado de El Salvador, quien sin decir agua va se soltó en denuestos en contra de Estrada Cabrera, su colega guatemalteco, ausente por impedimentos insuperables surgidos, tal fue el mensaje entregado a última hora por la delegación de ese país. Con sus varias copas entre pecho y espalda, el mandatario salvadoreño había calificado al presidente guatemalteco como cobarde y maestro circense con sus tinterilladas estúpidas, propias de su falsía política. Al escuchar esas expresiones de inmediato nos aproximamos con Julián –ya que compartíamos mesa– para decirle en voz baja al Presidente Zelaya que la situación suscitada con la intervención del presidente salvadoreño, podría llevar a un rompimiento definitivo con su 177


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colega Estrada Cabrera. Con sus ojos vivaces asintió con nuestras preocupaciones, pero a pesar de sus ingentes esfuerzos de conciliación, la delegación de Guatemala presidida por el general Molina Guirola se retiró airada del lugar, abandonando las pláticas presidenciales. Ellos solamente permanecieron unas cuatro horas en Corinto, fracasando las gestiones de don Fernando Sánchez y José Dolores Gámez para conciliar las posiciones encontradas. La primera reunión de los cinco países del área había fracasado. Quedaron sólo los cuatro presidentes restantes con la República de Guatemala ausente, sin representación alguna. El famoso Presidente Regalado, siguió esa vez haciendo de las suyas en el puerto de Corinto, incluyendo practicar puntería con su revólver en altas horas de la noche, tomando como blanco los bombillos de iluminación que estaban colocados en las proximidades del edificio de la Comandancia, que servía de alojamiento para los huéspedes de honor. Variados comentarios críticos se generaron en relación al constante estado de ebriedad del Presidente Regalado. Para muchos era inconcebible que un jefe de Estado no tuviese la capacidad para moderar sus ímpetus etílicos, afectando la imagen de su país y dando un pésimo ejemplo a sus conciudadanos. Pragmático como soy, siempre he creído que al contrario, hay que sacar ventaja de aquellas personas que están postradas frecuentemente ante el dios Baco. Allá ellos con su vicio del alcoholismo; ese es su problema personal, si les gusta vivir embriagados en detrimento de su propia imagen. Finalmente se firmó el 18 de enero de 1902 entre los cuatro presidentes, el famoso y ansiado Tratado de Amistad, auspiciado por el Presidente Zelaya. Ese tratado fue bueno y eficaz solamente para los vecinos. La tranquilidad en Nicaragua no ha sido nunca duradera y pocos meses más tarde, en abril de 1902, se sacudió Managua con la voladura del Cuartel de Artillería con la complicidad nuevamente de los enemigos del régimen. Luego siguió en contra del Presidente Zelaya la famosa Guerra del Lago o de los vapores en el verano de 1903, dirigida por ese eterno 178


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conspirador cachureco de Emiliano Chamorro quien junto a 23 conservadores asaltó el cuartel de Juigalpa y al día siguiente se tomó el puerto lacustre de San Ubaldo, mientras otros revoltosos se tomaban las ciudades de Acoyapa y La Libertad en el departamento de Chontales. El General Chamorro aparece por todas partes, en todo bochinche en contra del gobierno; por eso es que le dicen El Cadejo, en alusión a ese omnipresente mítico animal del cual hablaban nuestros ancestros y la gente sencilla del campo. Por supuesto que toda acción genera una reacción y fue así que nuevamente se atiborraron las cárceles con rebeldes granadinos donde se les guardaba con cadenas, grillos, cepos y carlancas, obligándoles a trabajos forzosos de pico y pala. También debo reconocer con tristeza que se libraban batallas en contra nuestra en el campo de las letras, del intelecto que usaba las armas del verbo y la pluma. La inteligencia más preclara del liberalismo, la del doctor José Madriz había publicado en 1904 unos folletos venenosos en contra del Presidente Zelaya y las miserias de Nicaragua, como él decía. Al igual que Gámez, yo no pude guardar silencio ante semejante iniquidad y escribí una respuesta contundente en un opúsculo que llamé: Por Nicaragua, por el Partido Liberal, por el General Zelaya. El Panterismo Nicaragüense de raíces conservadoras, atacaba igualmente con gran virulencia al Presidente Zelaya y sus seguidores, calificándoles de una turba de mentidos liberales, verdaderos traficantes políticos, que, en su insaciable sed de placeres y de riquezas, lo han devorado todo: hombres, ideas, cosas, leyes, República. Ante estos infundios y denuestos en contra del régimen, recuerdo la férrea defensa al gobierno con su brillante pluma de don José Dolores Gámez. Replicaba a los conservadores con estos vigorosos términos: —Aun no hace muchos años, los que morían en Nicaragua sin llenar ciertas formalidades del rito católico, que era la religión oficial en tiempos de los conservadores, eran sepultados con oprobiosa befa fuera de los cementerios. Con frecuencia se veía en aquellos memorables tiempos, a los comandantes de armas de los pueblos y a los altos empleados de la Policía, profanar los hogares por orden de los curatos, y llevar con baldón a la cárcel pública y como grandes delincuentes, a personas que vivían maritalmente sin las bendiciones de la Iglesia. En las calles de las principales 179


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poblaciones, se veía casi a diario el espectáculo vergonzoso de gendarmes, que, con bayoneta calada se lanzaban sobre inofensivos transeúntes, que no se habían puesto de rodillas al pasar el cura con el santo viático. Los conservadores se figuraban de ser algo así como los levitas del pueblo hebreo, encargados del arca santa en que se conservaba incólume la voluntad de nuestros antepasados. Las batallas de todo tipo y calibre se daban no solamente en nuestro territorio. Es preciso también admitir que el Jefe no da tregua alguna ante sus proyectos y, en consecuencia, ha mandado tropas nicaragüenses para cumplir sus designios políticos internacionales, tanto a los países vecinos como a las naciones distantes de Colombia, Ecuador y Panamá. También se había proyectado a inicios de nuestro gobierno liberal, una expedición militar que nunca se organizó para lograr la liberación de Cuba. Siempre nos recordaba el Presidente Zelaya que el liberalismo no tenía fronteras, ni límites de ninguna naturaleza. En mayo de 1903 me envió como su ministro plenipotenciario ante el ilustrado gobierno de El Salvador, el pulgarcito de Centroamérica. Había transcurrido muy poco tiempo desde la famosa ejecución de Castro y Guandique por la voladura del Cuartel de Artillería de Managua. A raíz de ese juicio militar y político a la vez, recuperé la total confianza del General sirviéndole como Auditor de Guerra en el correspondiente proceso. Seguía siempre obedientemente sus instrucciones, las que me dictaba en la Casa Número Uno, o bien en la bella quinta Saratoga, cerca de la laguna de Apoyo en Masaya, donde le acompañaba con frecuencia junto a algunas jóvenes damitas que nos distraían de las tensiones gubernamentales del momento. Cada vez que se sentía agobiado por problemas propios de su cargo, el Presidente recuperaba la paz y tranquilidad en los brazos de alguna mujer, que preferentemente no fuese su esposa. La misión diplomática que se me encomendó fue un tanto escabrosa y conflictiva. El mismo presidente de El Salvador, el pintoresco Pedro José Escalón, puso como condición previa para recibir mis cartas credenciales como Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario del General Zelaya, que se pusiera en libertad a muchos prisione180


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ros conservadores capturados en Nicaragua, que habían estado involucrados en las correrías del general Emiliano Chamorro. El colmo es que quiso ese mandatario salvadoreño, como si tuviese autoridad en nuestro país, que se anularan las numerosas contribuciones establecidas por El Jefe para sufragar los enormes gastos bélicos en Nicaragua. Todo lo anterior no son más que recuerdos de un pasado reciente en el que he sido actor o testigo calificado. Muy pronto seguiré sirviendo al gobierno de mi Presidente Zelaya nuevamente en el extranjero. En pocas semanas, para ser exacto, el 15 de mayo de este año 1906 zarparé hacia Europa y algunos países de Sur América en representación de Nicaragua con amplios poderes, con el itinerario trazado: pasaré por Honduras buscando a dos delegados de ese país que viajan al Viejo Continente por las mismas razones. Luego a París y de allí nos embarcaremos a Buenos Aires; enseguida a la República Oriental del Uruguay hasta llegar a Río Janeiro para representar a Nicaragua en la Tercera Conferencia Panamericana programada para agosto de este año, donde abordaremos el asunto del arbitraje para la solución de conflictos entre los países de la región y otros temas de gran trascendencia para nosotros. Concluida esta reunión en Brasil, viajaremos de nuevo a Europa para estar presentes en el Congreso Universal de la Haya. Me interesa especialmente estudiar tanto en Francia como en Alemania, los sistemas docentes en esos países para considerar su posterior implementación en Nicaragua. Afortunadamente la organización de ese viaje la he dejado en las experimentadas manos del poeta Rubén Darío, un verdadero y respetado cosmopolita que se desempeña como cónsul general de Nicaragua en París. Éste me acompañará en calidad de secretario de la delegación que presido. Creo además que políticamente me será de gran utilidad ausentarme del país; se sentirá mi ausencia durante varios meses y los frutos los cosecharé a mi regreso. Además con Darío hemos cultivado una buena amistad y tiene gustos similares a los míos, sobre todo en el campo de las letras, la buena mesa y las mujeres bellas.

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17. EL INFIERNO DE ABRIL Al regresar a Managua en ese mes de abril del año 1906, después de varias semanas de viaje a los departamentos del septentrión, el ambiente político en la capital estaba tenso. Y el calor también era excepcional en ese mes que históricamente ha sido el más cálido en toda la franja del Pacífico nicaragüense. En el puerto lacustre de San Francisco del Carnicero, antes de abordar el vapor hacia la capital, Julián y Adolfo tuvieron una discusión que no se pudo mantener bajo la sombra de la discreción. Como nunca antes, esta vez lucían ambos amigos molestos, incómodos, distanciados entre sí; posiblemente la actitud del Presidente también les había exacerbado los ánimos. La molestia del General Zelaya era más que evidente después de los sucesos de Estelí y el fusilamiento de don Sixto Pineda en Jinotega, el que tendría inevitablemente algunas repercusiones en su imagen gubernamental. En ese puerto yo presenciaba, por primera vez, una seria discusión entre estos dos íntimos amigos. Comenzaron a discrepar acerca de lo acontecido en Jinotega para culminar ambos adjudicándose falencias personales como la reconocida afición al alcohol por parte de Julián y la evidente satiriasis o sexopatía que padecía Adolfo. Cuando desembarcamos en Managua fue muy fría y distante la despedida. También por primera vez después de muchos años, transcurrieron varios días de la semana sin compartir, sin verse, sin hablarse, sin encontrarse entre ellos. La hermosa casa de habitación que ocupaban Julián y Adilia en Managua no estaba lejos del Palacio Nacional. Tenía una amplia ventana casi del tamaño de una puerta que daba hacia el oeste de la calle, con una celosía de madera que permitía mayor frescura en el am183


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biente de la alcoba principal. Prudencio, el jardinero e hijo de crianza de la casa, me había relatado sin malicia alguna, un raro comportamiento de Adolfo quien en los últimos días pasaba diariamente por la acera y sin penetrar a la casa ni preguntar por sus moradores, con su bastón tocaba la celosía de la misma forma como se rasga una guitarra en el momento de su afinamiento. Como siempre el ministro se desplazaba muy bien vestido, con su infaltable chaleco del que asomaba una leontina de oro, sombrero canotier y en su mano izquierda un fino bastón negro con una cabeza emblemática de águila en su empuñadura de plata. Así significaba que el bastón lacado no era más que un objeto suntuoso y elegante, que no le era necesario para ayudarse a caminar. Inquieto, jugaba siempre con la cadena de oro que colgaba de uno de los cargadores de la pretina del pantalón, haciéndola girar alrededor de su índice al lado derecho y en seguida hacia el izquierdo. El ministro de Relaciones Exteriores y de Instrucción Pública, doctor Altamirano, vivía en el barrio de la Parroquia a unos cuatrocientos metros de distancia de la casa de Julián. Arrendaba en ese sector del centro de la ciudad su vivienda, ya que ambos a pesar de la proximidad con el Presidente Zelaya y sus elevados cargos no contaban con capital suficiente para tener su propia residencia. Los dos han sido de modestos capitales y de mucho peso político. En casa del Ministro Altamirano vivían inicialmente tanto su madre, ahora fallecida y su hermana Laura, las dos mujeres más importantes en su existencia, según él mismo lo decía. Es una casa de dos pisos, con un patio interior con numerosas plantas que refrescaban el corredor al fondo del cual Adolfo tenía una ancha hamaca. Allí hacía siempre su siesta después de almorzar y con frecuencia se tendía antes de retirarse por las noches a su aposento. Generalmente, en la hamaca analizaba documentos oficiales y recibía ciertas visitas que frecuentaban su hogar. Algunas veces se quedaba dormido y amanecía tendido en ella; era su lugar preferido. El Tigre de la Barranca, por su parte, no daba tregua a sus actividades políticas, tanto en el ámbito doméstico como en el internacional. En el vecino país de El Salvador, su presidente Tomás Regalado preparaba una invasión al territorio guatemalteco dominado por el 184


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enemigo jurado de Zelaya, el licenciado don Manuel Estrada Cabrera. El presidente nicaragüense dispuso enviar a un agente confidencial para entrevistarse con el presidente salvadoreño y apoyar la empresa bélica planificada para mediados de 1906, que podía terminar de una vez por todas con la dictadura guatemalteca encabezada por el acérrimo enemigo de Nicaragua. Los salvadoreños contaban además con el apoyo del gobierno hondureño de don Manuel Bonilla. Como siempre, quedaba Costa Rica al margen de esta acción colectiva en contra de Guatemala, acción que calificaban los ticos como pleito entre comadres y mancebas, en un pequeño mercado del istmo. En el fondo lo que se daba era una lucha sin cuartel entre los gobernantes de Nicaragua y Guatemala, los generales José Santos Zelaya y Manuel Estrada Cabrera. Se les conocía como los Porfiritos, ya que ambos gozaban de la amistad y protección del poderoso presidente de México Porfirio Díaz, a quien trataban de imitar en sus actitudes y políticas locales. El miércoles 25 de abril en horas de la noche, el ministro de Gobernación de Nicaragua doctor y general Julián Irías fue llamado de urgencia por el Presidente Zelaya para encomendarle esa famosa misión secreta a la vecina República de El Salvador. Le llevaría a su homólogo salvadoreño cuantiosos recursos económicos para fortalecer la invasión a Guatemala. El Tigre le expuso a Julián acerca de su proyecto, no sin antes preguntar acerca del estado de salud de doña Adilia, cuyas dolencias eran de sobra conocidas por todos. Obsecuente, como siempre, Julián no dudó un minuto en cumplir con lo solicitado por su amigo, por su jefe, don José Santos Zelaya. A pesar que en su hogar se daba una delicada situación en los últimos días por los serios padecimientos y quebrantos de salud de su esposa. Ella tenía calenturas muy altas y achaques, con interminables repelos, escalofríos, bascas secas y cefaleas. Al principio, por los vómitos que padecía se pensó en un posible embarazo. Sin embargo, extrañamente le comenzaron a aparecer unas manchas rojas en diferentes partes de su cuerpo; en la espalda primero y luego en su rostro. El doctor Luis H. Debayle, dueño y director de la famosa Casa de Sa185


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lud, había viajado a Managua desde León para atender a doña Adilia en varias oportunidades. Le había diagnosticado que padecía de tifus exantemático, lo que la población ignara calificaba también de fiebre chontaleña. Otros incautos amigos que llegaban del campo, diagnosticaban con aires doctorales que doña Adilia tenía el famoso cólico miserere, cuya cura se alcanzaba con la purga de fraile, o bien opinaban algunos otros que padecía del vómito prieto para lo cual nada era mejor que el remedio casero del polvito de la puerta, que por sus propiedades antibióticas, curaba automáticamente la rasquiña y el sarpullido. Lo cierto es que muchas personas amigas que llegaban a visitar a la esposa del doctor Irías, con cierta inocencia, buena voluntad y cariño emitían opiniones acerca de la enfermedad que le aquejaba. Todos respetaban a los prestigiosos facultativos y médicos de cabecera, pero campantemente diagnosticaban que lo que tenía la paciente era un simple resfrío de la sangre, originado en un mal aire y que debía tener especial cuidado, principalmente con los alimentos helados, tales como las frutas tan dañinas para la salud. Recomendaban que lo mejor sería sin recibir la luz del día y lejos de cualquier ventana, guarecerse prudentemente en la habitación. Tendría que evitar según estos espontáneos consejeros de la salud, las corrientes de viento, los baños y por supuesto las famosas cenas por la noche. De baños y cenas, las sepulturas están llenas, se oía decir a los visitantes. Otros repetían en el mismo sentido y con igual autoridad: poco baño, poco daño. Con frecuencia se mencionaba y sugería para que tratara a doña Adilia, el nombre de Ciriaco Putoy, un curandero herbolario de Diriomo que nunca se equivocaba en el diagnóstico de sus enfermos y sus correspondientes curas, a base de cáscaras y mágicas pociones, según decían estos visitantes. Recuerdo perfectamente a un estudiante de medicina que visitaba la casa de Julián para manifestarle solidaridad ante la enfermedad de doña Adilia, quien con aires doctos decía que en la universidad había aprendido que si el problema es la cabeza, antipirina le doy. Si es el pecho, mentolatum. Si es por detrás, lavativas y si adelante perganmanato. Para dolor de parto y fiebres secundinas aplicar bicarbonato y sulfato de 186


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quinina, decía en alta voz para que los contertulios se compenetrasen de sus vastos conocimientos médicos. La autoridad constituida, por la elevada investidura de Julían ponía a disposición del prestigioso facultativo educado en Francia, Dr. Debayle, un tren expreso para trasladarlo desde León. El galeno vestía siempre de impecable traje blanco, incluyendo sus zapatos y su infaltable corbata negra de lazo. El sabio Debayle en esas visitas médicas, llamaba por teléfono al Presidente Zelaya para informarle acerca de la salud de la esposa de su poderoso Ministro y amigo, aunque hablaban siempre francés entre ellos. Recuerdo que el médico repetía las mismas palabras: Mon Dieu, Mon Dieu,21 aunque no podíamos descifrar de que se trataba la conversación que se daba en extraña lengua. Pocos días antes de nuestra partida hacia El Salvador, mientras el doctor Debayle hacía hervir el instrumental adecuado para inyectar a la paciente, se explayó explicando a Julián en la misma recámara, acerca de las bacterias que originan la enfermedad de doña Adilia por picaduras de piojos, pulgas o garrapatas y los síntomas correspondientes que podían llevar a la paciente, en algunos casos, hasta el delirio. Otra eminencia médica nicaragüense, pero de Granada, era constantemente consultado acerca de los síntomas y tratamiento aplicado a la enferma de tifus. Se trataba del doctor Juan José Martínez, seguidor en medicina de la escuela de Lister, en contraposición del doctor Luis H. Debayle, discípulo de Pasteur. Doña Adilia conservaba a pesar del famoso tifus exantemático que le habían diagnosticado, su reconocida prestancia y belleza. De regular tamaño, cuerpo esbelto, blanca su tez y abundante cabellera. Su rostro, aún con leves manchas rojas características de la enfermedad, conservaba una belleza inigualable, con su nariz fina y respingada, así como los ojos de profundo color azul, en constante movimiento, en una mirada siempre graciosa y femenina. Antes de partir hacia El Salvador en la misión oficial, llegó a casa de Julián su amigo, el ministro de Instrucción Pública y además can21. En francés, Dios mío, Dios mío.

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ciller de Nicaragua, doctor Adolfo Altamirano. Con el afecto y amistad cultivada durante más de veinte años, quería saludarle para disipar cualquier mal entendido surgido durante el reciente viaje al septentrión y reiterarle su inquebrantable lealtad. Julián le comentó acerca de la misión encomendada y su preocupación por el estado de salud de su esposa Adilia. Pero concedía prioridad a la misión confidencial, que como una muestra de confianza hacia él, le había sido encomendada por el General Zelaya. —No te preocupés por nada mi hermano querido. Los amigos estamos para responder en los momentos difíciles y en las dificultades, y acudir aun sin ser llamados. Es cierto que la sangre puede convertir a los seres humanos en hermanos; pero solamente el afecto y la lealtad les convierten en verdaderos y genuinos amigos, a veces más fieles y leales que los impuestos por la consanguinidad. La amistad duplica las alegrías y disminuye las angustias. Soy tu hermano de siempre y juntos hemos recorrido largos trechos de nuestra existencia; yo estaré atento a lo que pase en tu casa y a la enfermedad de Adilita, mientras regresas de El Salvador en esta misión crucial para el éxito de nuestro Gobierno. De todas formas ya tendremos la oportunidad de hablar más extensamente, porque me dijo mi Subsecretario Ramón Sevilla, que también asistirás como padrino a su próximo matrimonio en León, que coincide con la fecha del viaje confidencial encomendado por el General, le dijo Adolfo mientras se despedían con un estrecho abrazo. Ambos amigos, Altamirano e Irías, eran considerados ciertamente como los más cercanos colaboradores del Presidente Zelaya, ocupaban destacadas posiciones y se les veía por ello como los naturales sucesores presidenciales, como sus delfines. Como siempre yo acompañaba a Julián y el sábado 28 de abril partimos en el tren presidencial hacia León, para cumplir con el compromiso social del matrimonio y luego dirigirnos hacia El Salvador. Llegamos a las cinco de la tarde, cuando la luminosidad del cielo tropical comienza a menguar; el recibimiento brindado en la estación del ferrocarril al General Zelaya fue apoteósico. Se escuchaban salvas de cañón en la apacible ciudad de León para saludar al ilustre visitante. Las campanas de las iglesias repicaban a 188


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todo vuelo; los silbatos de las fábricas se hacían oír, así como los acordes marciales de la banda de los Supremos Poderes y por supuesto llovían los inevitables discursos con que los leoneses saludaban al Presidente de la República y su distinguida comitiva. Como era común en esos desplazamientos había mensajes de salutación a su figura. Frente a la estación se destacaba un vistoso arco de bienvenida con la siguiente leyenda: General Zelaya, estáis en vuestra casa. Pasad. Cada leonés será, para guardaros, escudo inquebrantable que os defienda. Otro arco en el centro de la ciudad, ornamentado con abundantes flores, frutas y palmas decía: El León de 1893, saluda a su Jefe en 1906. En el carruaje presidencial se desplazaba por las calles empedradas de León, el presidente de la República acompañado de sus dos más cercanos ministros e íntimos amigos entre sí, Adolfo y Julián. Desde las aceras de la ciudad se lanzaba una lluvia de pétalos de flores a la imponente comitiva; en algunas esquinas estaban colgadas figuras de aves que al pasar se abrían dejando caer mensajes, hojas de colores y los infaltables versos leoneses de saludo. Los seguidores y simpatizantes del General Zelaya, luchaban siempre por penetrar al recinto donde se encontraba el Presidente con sus inseparables dos ministros, para saludarle o al menos acercársele y colocarse al alcance de su vista. Esa misma noche de nuestro arribo, el general Rubén Alonso ofreció en su residencia una cena en honor de su antiguo amigo General Zelaya, de quien se había distanciado a raíz de los sucesos conocidos como la rebelión de occidente en 1896, diez años atrás. Fue muy emotiva la reconciliación entre los dos viejos amigos que habían estado juntos en la gesta liberal de julio de 1893. También asistió a esa cena el general Ignacio Chaves, ex presidente provisional de Nicaragua y distanciado del Presidente por circunstancias similares desde 1896. Como una especial deferencia sentaron a Julián en la mesa principal ocupada por el invitado de honor y su anfitrión; se aprovechó la oportunidad para analizar el programa de la visita presidencial en León que duraría una semana. La cena del encuentro y la reconciliación, como se conoció el homenaje brindado por el General Alonso al presidente de la República y 189


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su comitiva, se suspendió abruptamente por un detalle trivial según lo manifestaban algunos de los concurrentes. Uno de los invitados especiales, y diminuto cantante de apellido Montealegre perteneciente a una de las familias más conocidas de la vecina ciudad de Chinandega, en el curso de la cena se levantó intempestivamente de su mesa para cantar en honor del homenajeado, un chotis español denominado Pichi, el que estaba de gran moda tanto en España como en nuestro continente. El General Zelaya no se sentía cómodo con el espectáculo y menos aun cuando el joven en apariencia y fino artista en ciernes, ofrecía seguir con sus manifestaciones en las tablas, anunciando con aguda voz, y marcando su decisión con los elevados tacones de sus zapatos, que a continuación además bailaría en obsequio al ilustre visitante, una sevillana al mejor estilo español. El Tigre de la Barranca molesto por lo inoportuno del improvisado y menudo artista chinandegano, decidió retirarse de la cena antes de lo previsto, argumentando que el cantante y bailarín había convertido la cena en una velada de escuela para parvularios. En homenaje a la presencia del primer magistrado de la nación en la ciudad, se celebrarían numerosos conciertos tanto en el parque Jerez como en el atrio de la iglesia de la Merced, en los que alternarían bandas y orquestas de Managua y León. Para el jueves 3 de mayo estaba programado en honor del ilustre visitante, la presentación de una famosa obra en el teatro municipal llamada El loco de Dios. Ésta había sido seleccionada para esa noche cultural por el ministro de Instrucción Pública, doctor Altamirano, a pesar de algún malestar de la sociedad leonesa que consideraba como irreverente la pieza teatral; se trata de una obra del autor español José de Echegaray, recientemente laureado en 1904 como Premio Nobel de la literatura y estrenada en la ciudad de México. El ministro Altamirano, parodiando una frase de ese escritor manifestaba que si algún pecado tenía Dios, es que perdonaba mucho, aludiendo al Presidente y a sus enemigos conservadores que se acogían constantemente a las amnistías anuales decretadas en el mes de julio por el gobierno del General Zelaya. Al día siguiente en horas de la mañana del domingo 29 de abril se celebró en la iglesia de La Merced, la boda del subsecretario de Instruc190


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ción Pública y de Relaciones Exteriores, don J. Ramón Sevilla Castellón con la señorita Dolores Sacasa. Fueron padrinos el presidente General Zelaya, el ministro Altamirano, inmediato superior jerárquico del contrayente y también Julián. Estos dos últimos eran cercanos amigos del novio, nacido en Pueblo Nuevo en las Segovias de Nicaragua, hijo del hondureño Florencio Sevilla Alvarado quien había instalado en aquella ciudad una pequeña imprenta que atendía junto a su esposa Emilia Castellón Calderón, cercana pariente de los padres de Julián. Aun cuando existían nexos de parentela del novio con el obispo de Nicaragua monseñor Simeón Pereira y Castellón, éste se encontraba desterrado de Nicaragua razón por lo cual el vicario y simpatizante liberal, José Francisco Villamí estuvo a cargo de la ceremonia nupcial. La recepción fue ofrecida en la hermosa casa de los padres de la novia, don Antíoco y doña Ramona Sacasa, contando con distinguidos invitados como el doctor Luis H. Debayle, Leonardo Argüello, Horacio Aguirre, Camilo Castellón, Juan B. Sacasa, Ramón Lovo y Juan Rafael Navas. Antes que concluyera la fiesta, Julián y yo nos retiramos para dirigirnos en tren expreso a Corinto para luego tomar el vapor Momotombo que nos llevaría a El Salvador y cumplir así con la misión confidencial encomendada por el Presidente Zelaya. Con una abierta sonrisa en los labios, Adolfo se despidió de Julián no sin antes desearle buen viaje y manifestarle que no se preocupara por nada. Todo estará bajo control, finalizó diciéndole. Julián con ese viaje cumplía a cabalidad con su cometido cerca del presidente Regalado en El Salvador, tratando de realizar su misión de la forma más expedita posible, para regresar rápidamente a Nicaragua. Le ofreció el apoyo incondicional del gobierno nicaragüense en la proyectada invasión en el mes de mayo a Guatemala, y le hizo entrega al presidente salvadoreño de una fuerte suma de dinero como fraterna contribución para el éxito de la empresa. A Julián le inquietaba mucho la salud de su señora. Se le notaba por primera vez, tenso, inquieto, irritable, con palpitaciones aceleradas en su corazón, según me decía. Tengo querido primo, malos presentimientos y no sé por qué razón. A veces solamente el alma conoce e in191


terpreta el lenguaje, de todo aquello que el cerebro ignora, me manifestó en un bizarro comentario. Cuando regresamos a Nicaragua el día lunes 7 de mayo ya había comenzado cumplidamente el invierno con sus fuertes y prolongadas lluvias. Nos habíamos desplazado en poco lapso de tiempo en tren, vapor, a caballo y también en el coche que al llegar del puerto de Corinto a la estación de Managua, nos trasladó directamente a la Casa Número Uno. Julián quería informar cuanto antes a don Santos acerca de la misión confidencial encomendada.


1 8 . D Í A D E G U A R DA R Hoy es domingo 17 de noviembre. Ya el final lo siento próximo. Día de guardar, solía decir mi madre cuando oscuro todavía, nos preparaba los domingos para asistir a misa en El Ocotal, en la parroquia de La Asunción. Recuerdo que grandes y chicos de todas las familias acudíamos a la iglesia para escuchar los elocuentes sermones del padre Luis Gamero y entregar además los diezmos y las ofrendas religiosas de rigor. Esta mañana recibí temprano la grata visita de José María Castellón, ministro de Hacienda en el último gabinete de don Santos; estoy seguro que fueron aquellos dorados tiempos liberales los mejores para la República. Ha sido Chema, como le llamamos a José María los amigos de mayor confianza, un hombre muy minucioso y además honesto a carta cabal. Hablamos por supuesto ese día, de las recientes elecciones en los Estados Unidos, donde el pasado lunes 11 de noviembre de este año 1940, volvió a ser electo Franklin D. Roosevelt como presidente de ese país. Comentábamos igualmente sobre los ataques de las fuerzas alemanas a la ciudad de Coventry en Gran Bretaña, en este preludio de lo que pareciera ser una nueva guerra mundial. Me complace particularmente la presencia de Chema, al igual que la de los numerosos amigos y compañeros que con frecuencia suelen visitarme. Eso me hace pensar lógicamente, que el final está próximo. Salí de mi habitación, lo que hago muy rara vez ahora, para recibir a mi viejo compañero en la función pública. Me sentía bastante mejor después del baño con agua tibia que me habían calentado en el fogón de la cocina. Me gusta el pijama rojo, de seda cruda que visto la mañana de hoy. Todos mis pijamas por cierto son rojos, es el color insignia de mi partido. Me cubrí también con mi bata de baño, azul, con estampadas franjas verticales blancas. Es el color de la bandera de Nicaragua. 193


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Las sillas mecedoras de mimbre que ocupábamos en el corredor de la casa lucían débiles para el peso corporal de José María; al contrario, yo he perdido unas cuantas libras debido a mi enfermedad. Estaban orientados los asientos hacia el jardín interior de nuestra vivienda, donde doña Adilia cultiva plantas aromáticas de jazmín del cabo y unas lindas rosas de variados colores. Un ramo rosado de ellas, las había colocado en la imagen que tenemos en nuestra habitación de Jesús del Gran Poder. Eso es lo único que heredé de mis padres; una imagen de considerable tamaño que la familia Calderón había también conservado por herencia de sus ancestros. Ese Jesús fue traído en tiempos pasados desde Guatemala, aunque de evidente manufactura española. Con Chema siempre hemos cultivado una excelente amistad. Fuimos compañeros en el gabinete de gobierno del General Zelaya. Además, él también tiene cercanos parientes en el norte de Nicaragua de donde yo provengo. Esta mañana me trajo a enseñar, con lujo de detalles, copia del finiquito del Tribunal de Cuentas de la nación cuando hace casi 31 años, me tocó como ministro general hacer el traspaso de Gobierno al doctor José Madriz en diciembre de 1909. Los documentos están muy bien conservados, en un folder crema amarrado con una cinta roja en sus extremos. Recordamos durante nuestro encuentro muchas anécdotas. Hablamos del pasado, de nuestro compartido pasado en la política. De nuestro consenso aquel año de 1909, para proponerle al presidente de la República que fuese designado el doctor José Madriz como su sucesor. Era la figura que más convenía a Nicaragua, al Partido Liberal y al mismo don Santos. El General, in pectore y también abiertamente se inclinaba para que yo asumiera la presidencia de la República luego de su renuncia, o que fuese designado el ministro Camilo Castellón, hermano de Chema. Pero yo tenía la certeza que mi nombre, aunque aceptado por todo el liberalismo, sería vetado automáticamente por los inefables gringos. Por supuesto que no todos estaban satisfechos, en ese entonces, con nuestra sugerencia acerca de la necesaria sucesión en la Presidencia. A lo mejor ni el mismo don Santos estaría contento que Chema y yo visualizáramos alguna otra figura para sucederle. Cuando se ha 194


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tenido el poder, se suele pensar que nadie tiene la capacidad suficiente para servir de relevo. Pero afortunadamente los dos fuimos esa vez escuchados por el General. Hubo otros funcionarios que por servilismo le aconsejaban que designara como su sucesor, ni más ni menos, que a su mismo yerno Joaquín Pasos Castigliolo, esposo de Juanita Bone, su hija mayor. Recordamos con Chema cómo con un simple juego de prendas, a orillas del lago en Granada, esta pareja se había arreglado para casarse con la complacencia de todos. Nunca se me olvida que cuando se orquestó ese matrimonio de conveniencia en 1906, entre dos componentes de familias prominentes pero que políticamente se adversaban, José Dolores Gámez le dijo al General Zelaya: Comenzamos casando así a nuestras hijas y terminaremos después, entregando el Poder a los reaccionarios conservadores. Como siempre era tan ocurrente y mordaz don José Dolores; creo que fue él mismo quien con sorna le puso los apodos de yerno de la nación y el desteñido, como era llamado Joaquín Pasos por la población nicaragüense. Pero lo cierto es que a contar de ese matrimonio, elementos vinculados a la sociedad de Granada y al Partido Conservador comenzaron a ocupar elevadas posiciones de gobierno. Los pro bonos, se les decía, por sus negociaciones con la hacienda y los bonos del Estado, bajo el alero y la protección de don Santos. Aunque los liberales les llamábamos con desdén los penis, por las largas temporadas de cárcel que habían pasado en la Penitenciaría de Managua. Fue una excepción que el Presidente Zelaya nos escuchara aquella vez en torno a seleccionar al doctor Madriz como su sucesor, ante la nefasta condena de la nota Knox. Delenda est Zelaya,22 podíamos parodiar a Catón refiriéndose a la destrucción de Cartago en la antigüedad. El Tigre por lo general, como todos los poderosos en la política, no prestaba oídos a sus consejeros tradicionales. Prueba de ello es que no atendió mi opinión acerca de las graves consecuencias que sobrevendrían a su Gobierno, con el fusilamiento de los dos famosos 22. Alocución latina que significa “Zelaya debe ser destruido”.

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norteamericanos Lee Roy Cannon y Leonard Groce el 16 de noviembre de 1909. Recuerdo que aquel día estaba yo bastante enfermo con una gripe muy fuerte y me levanté de la cama para prevenir al Presidente del peligro que vislumbraba al ser pasados por las armas estos dos aventureros extranjeros. Llegué tarde al despacho presidencial y en vez de picarles la cresta al fusilar a los gringos, como decía el General refiriéndose a los norteamericanos, se le revirtió la cosa y a la larga todo le salió muy mal al Jefe. Por razones de seguridad, el traspaso de poder en aquel mes de diciembre de 1909, no se hizo en el Palacio Nacional donde sesionaba el Parlamento, sino que en un salón especial muy bien resguardado del Campo de Marte de Managua. Con amargura en aquella ocasión, el Presidente Zelaya repetía refiriéndose a la nota del Secretario de Estado gringo: Dos pesas y dos medidas diferentes, tienen los países fuertes tratándose de los débiles. Cuando hoy abordamos con Chema el tema de las finanzas públicas de esa época, me extendí bastante en la conversación. Tenía que hablar con él de mi trayectoria y del esfuerzo ímprobo de ambos para colaborar con el Jefe y con su Gobierno. Los temas de reales y de dinero, sobre todo ajenos, no es bueno tratarlos con ligereza. José María me prestó mucha atención, cuando le hablaba saboreando un refresco de pitahaya que nos habían servido: —En mi vida pública mi querido Chema, manejé sumas enormes de dinero. Cuando me desempeñé como Ministro de don Santos; en Gobernación, en la Policía, de Justicia, de Beneficencia, de Instrucción Pública, de Fomento y Obras Públicas, en Relaciones Exteriores, como diputado, como diplomático, como Presidente del Congreso, como Ministro General a contar de agosto de 1909 y también Representante del Ejecutivo en la Costa del Caribe. En fin, ocupé todas las mejores y más jugosas dependencias del Estado. También en los campos de batalla le presté siempre valiosos servicios al General Zelaya. —En cada una de las posiciones alcanzadas, fui honrado y cumplí con las enseñanzas y principios éticos inculcados por mis padres. Salí siempre limpio, sin que la menor sospecha ensombreciera mi gestión como hom196


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bre público. Y ve Chema, estas dos manos están absolutamente limpias; al anverso y al reverso. He sido liberal hasta los tuétanos, de huesos colorados; desde niño me vistieron con pañales rojos, aunque la política siempre debe estar separada de la Hacienda y vinculada más bien a la Justicia y la Moral. Nadie puede señalarme de haberme quedado con un chelín del dinero que manejaba de forma transparente en los diferentes cargos que ocupé. Siempre fue sagrado para mí ese dinero del pueblo nicaragüense. Muchos políticos me han señalado como un tonto, por salir de las esferas gubernamentales con el mismo patrimonio con que había entrado. Pero yo creo que el mejor capital es el adquirido con honradez y que salir del gobierno cargado de riquezas y dinero no es inteligencia, sino desvergüenza y deshonestidad. —Le fui siempre leal a don Santos, con la misma lealtad que serví durante mi vida entera al Partido Liberal. Y a Nicaragua por supuesto. —Tú has de recordar mi querido Chema, que durante nuestro gobierno había mucha controversia acerca de los cadáveres a ser sepultados en los panteones del país. En honor a la verdad, por un principio de igualdad y tolerancia nunca estuve de acuerdo con la prohibición para enterrar en los cementerios públicos a los suicidas, a los masones y apóstatas como disponía nuestra Santa Madre Iglesia. Fíjate cuanta incertidumbre existe acerca del lugar del eterno descanso; no sé si sabes que los restos de Andrés Castro, de Florencio Xatruch y del doctor José Leonard nadie sabe dónde han ido a parar. Han desaparecido aun siendo figuras destacadas en Nicaragua y como no tenían familiares cercanos, menos que se sepa donde están sus cenizas. —Debo confesarte mi entrañable amigo Chema con la mayor confianza del mundo, que nunca antes he tenido temor a la muerte. Mi vida entera ha estado siempre expuesta al peligro y el mítico Caronte jamás me ha inspirado miedo. En 1907, corrí riesgos en la ciudad catracha de Amapala en el golfo de Fonseca, cuando estuve a la cabeza de nuestras tropas que lucharon en contra de los ejércitos combinados de Honduras y El Salvador. Igual pasó también en otras batallas como El Bluff y en Tisma en 1910. —Fui de los pocos que acompañé a don Santos hasta Corinto, cuando en 1909 partía hacia el exilio en el buque General Guerrero, enviado gentilmente por el presidente Díaz de México. Se decía públicamente que 197


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se fraguaba ese día un atentado en su contra. Por tal motivo viajamos en un vapor hasta el puerto de Momotombo, desayunamos en la hacienda El Diamante, propiedad del jefe, y no tomamos el tren expreso que hubiese sido lo lógico. De todas formas se detonó una bomba en un carro del ferrocarril y del susto, al enterarse doña Leonnie, la suegra de don Santos, murió de un infarto al miocardio pensando que allí habíamos perecido. —Estuve también en primera línea cuando los liberales desembarcamos en Cosigüina en 1926, en el vapor Concón, durante la Guerra Constitucionalista. Luego expuse mi vida siendo ministro de Gobernación durante el Golpe de Estado que el General Somoza le diera a su tío el presidente Sacasa, al subir sin escolta caminando solitario y desafiando las balas hasta la Loma de Tiscapa. —Y mi formación bien lo sabes no es la de un militar, aunque empuñé siempre las armas cuando ha sido necesario. Pero ahora Chema, debo confesarlo, tengo pavor a la muerte, la que tantas veces en el pasado se ha asomado con su guadaña en la ventana de mi vida. Tiemblo ante ella como nunca lo hice en el peligro inminente de la manigua en tiempos pasados. —Quiero descansar para siempre acá en Managua, al lado de mi adorada y leal esposa Adilia y de todos mis hijos; que no me pase lo de los miembros de la familia política del General que quedaron sus restos dispersos por diferentes lugares en el mundo. Su suegra Leonnie enterrada aquí en el cementerio de San Pedro; su marido don Alejandro y suegro de don Santos, en Cherburgo en Francia, quien murió en el barco poco antes de llegar con doña Blanca en el viaje emprendido hacia el exilio. Y el colmo, el coronel Louis Cousin, cuñado del General y quien fuera su secretario privado e Inspector General del Ejército de Nicaragua, sepultado en Chichigalpa. —Ahora estoy al borde del sepulcro y listo para dar un salto a la eterna oscuridad. Previsor como siempre he sido, tengo ya lista la bóveda donde quedarán mis restos en el Cementerio General, al occidente de Managua. Estará cubierta por una piedra de granito que he traído desde El Ocotal mi tierra natal y tierra también de mis padres. No quiero epitafio alguno. Allí estaré muy cerca de la primera rotonda en ese campo santo. Lástima que ya no hay espacio y está clausurado el Cementerio de San Pedro, para 198


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estar por siempre cerca del Jefe. Me hubiese gustado dormir el sueño eterno en las cercanías y en compañía de tantos correligionarios y buenos amigos.

—Volviendo a lo que hablábamos inicialmente mi querido Chema. En asuntos de dinero como te consta, me atrevo a levantar altiva mi frente sin rubor alguno. Puedo ver derechamente a los ojos de cualquier nicaragüense y no cambiarme de acera al caminar por las calles. Siempre actué correctamente. No me arrepiento de nada, absolutamente de nada cuanto hice en mi carrera pública. Termino ahora mi vida en una digna modestia. —Muero pobre como nací hace 67 años. Sin heredar a mis hijos más que los valores morales en que yo crecí y que siempre he respetado. —El erario fue para mí tan sagrado como la hostia que en un rato más, hoy domingo, me traerá monseñor José Antonio Lezcano y Ortega. Bastó que Chema escuchara el nombre del señor Arzobispo para que se levantara de inmediato de la silla, con intenciones de despedirse. Exaltado, rojo su semblante, hizo remembranzas de la cruenta lucha en tiempos del General Zelaya para separar a la Iglesia del Estado. Acto seguido y de pies, mirándome fijamente me dijo: —No sé qué jodidos se trae entre manos, ahora que te viene a ver, ese fraile cotonudo (en alusión, al traje que vestía el arzobispo con el copón que portaba y que guardaba la sagrada hostia). —Julián, recordá que ese curita Lezcano es granadino de nacimiento. Ninguna buena ficha ha de ser. El único acto sensato que le conozco en su vida, es haber apoyado en el siglo pasado a mi pariente Simeón Pereira para que fuese escogido como Obispo de Nicaragua. Lezcano nos detesta a los liberales, desde cuando estuvo desterrado en París en 1895. ¡Qué lindo lugar para un destierro! Pero regresó sin embargo, tan mojigato y zonzo que como se fue. El tal Lezcano fue diputado y hasta presidente del Congreso en tiempos de los conservadores cachurecos. Le pidió a Adolfo Díaz que le devolviera los bienes que habían pertenecido a la Iglesia; lo que le interesaba solamente a ese cura era su propia bolsa. Debes recordar que se opuso abiertamente cuando el Presidente Moncada, por el terremoto del año 31 quiso cambiar de lugar a Managua. Quería por supuesto seguir siendo Obispo de la capital; eso era todo. Es duro de cacumen ese curita. Y siguió imparable en su diatriba: 199


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—Es ahora que valoro aún más cuánta razón tuvo el General Zelaya en prohibir la celebración de los patronos titulares en los pueblos de Nicaragua; el santoral sólo servía para engordar diariamente las alcancías de los curas. —Un aplauso se merece el Jefe por haberles prohibido en 1905 disfrazarse con sotanas, con el famoso traje talar. Así les obligaba a que se vistieran como hombres. Y les impidió utilizar las calles que pertenecen a todos, con fines religiosos; cero autorización para celebrar procesiones en ellas. ¡No se jugaba con el General Zelaya! —Celebro también que el General le arrebatara a la Iglesia Católica todos sus bienes: esas capellanías y cofradías, solamente producían rentas que terminaban en manos de los obispos, sus familias y los frailes insaciables. Lástima que Zelaya permitió, haciéndose de la vista gorda, que el Obispo Pereira salvara muchas propiedades poniéndolas a nombre de parientes suyos y otros camanduleros camuflados. No eran los asuntos de conciencia que preocupaba a esos bípedos tonsurados, sino los de la bolsa. Eso es lo que les chimaba. —Me gusta que les haya quitado a los curas el negocio de los cementerios para enterrar a los muertos, que junto a las misas revestidas constituían un fuerte ingreso para ellos. Se delegó la administración y dirección de los panteones a las municipalidades del Estado, prohibiendo además el enterramiento de cadáveres en los templos y lugares no autorizados para ello. Los ritos católicos que comienzan desde el nacimiento de las personas, luego con el matrimonio y finalmente con la muerte, todo controlado por la Iglesia, fue la base de los Censos y control sobre los ciudadanos. —Y con la enseñanza laica que impusimos, no seguirán metiéndole tonterías en la mente a nuestra niñez y juventud. El Estado debe estar separado y sobre todo por encima de la Iglesia. Los contratos civiles como el matrimonio deben tener prelación sobre el casamiento eclesiástico. Te has de recordar muy bien cuando quisieron aquellos curitas criollos, obstaculizar las reformas liberales excomulgando al General Zelaya. No hicieron mella. Lo que se ha ganado con las balas, no se pierde con sanciones ni con papelitos de la Iglesia Católica. —Se dijo y se criticaba, en aquel entonces, que en nuestro gobierno habían golpeado a unos curas en Somoto. Falta de palo les hizo; más duro 200


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les hubieran dado con las famosas varas flexibles de tamarindo y papaturro que nunca se quiebran. Es bien sabido que los principios, como las primeras letras, a punta de chicote y con sangre entran. Decime Julián, agregó aún más exaltado: — ¿Por qué jodidos, hasta los nombres se cambian los obispos, poniéndose una Y griega entre los dos apellidos? A Simeón Pereira y Castellón, mi pariente, yo lo quise mucho. Pero sólo lo conocíamos antes, en Pueblo Nuevo, como Simeón Pereira. Eso es un invento para poner distancia con la gente, así como inventaron a las monjas que hasta se cambian de nombre cuando ingresan a los conventos para ahorrarse el pago en los servicios domésticos. Con la famosa confesión de los creyentes, otro invento que llaman sacramento, lo que han creado los frailes es una valiosa red de espionaje para sus propios intereses. A propósito, no habrás olvidado que el día de San Luis Gonzaga, ponían un buzón en el altar mayor de las iglesias, donde los feligreses hacían sus peticiones por medio de cartas que eran leídas por los curas antes de quemarlas para enterarse así de los secretos de familia y aumentar el poder sobre los creyentes. —Menos mal que cuando forzaron al Jefe que saliera del país en 1909, en una trama de la Iglesia y la casa Sarracena que era donde despachaban los gringos cabrones, no había ya ni ochenta sacerdotes en todo el país. —Ya verás ahora que se aparezca el cura Lezcano en tu casa; hasta el modo de hablar y caminar cambian estos cuervos sotanudos. Mejor me voy antes de seguirme arrechando. Que te mejorés Julián –terminó diciendo– con mucha vehemencia mi amigo Chema. Se marchó con su forma especial de caminar, inclinado su cuerpo hacia adelante y dando pequeños pasos, rápidos y cortos. Sus manos siempre en movimiento, como si contase dinero con los dedos. Entendí que por delicadeza de su parte, y especial deferencia para mí, no mencionara en su larga diatriba anticlerical el nombre del Ministro que refrendó todos los decretos con que se había hostigado, vejado y lacerado a nuestra Santa Madre Iglesia, permitiendo además el ingreso al país de diferentes iglesias protestantes. Calló el nombre de aquél que fue el gestor y el cerebro, en todo lo que significó separación de ésta con el Estado. Los traidores, al igual que los Judas, se han 201


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repetido a través de la historia; han engañado a sus países, a sus partidos, a sus familias, a sus amigos más cercanos. Yo soy creyente, fiel a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana pero también como liberal, tolerante a la vez. Por eso escuché a Chema, con mucha paciencia. Cuando se despidió de mí tuve el presentimiento que sería la última vez que le vería. En esa mañana, como Janus, vimos dos caras en una misma moneda. El día domingo de la visita de Chema, pasaron por mi mente episodios que se hicieron famosos en los tiempos de la administración de don Santos. El destierro en noviembre de 1899, de figuras prominentes como el Obispo de Nicaragua, Monseñor Simeón Pereira y Castellón. Tan docto lo era Simeón, como su pariente el sacerdote y doctor Remigio Casco, otro desterrado; ambos provenientes de Pueblo Nuevo, donde tengo numerosos familiares y amigos. Recuerdo que fue expulsado nuevamente el Obispo Pereira en 1905, junto a los seminaristas Alejandro González Robleto, Azarías H. Pallais y Porfirio Zapata. En torno a esas circunstancias, viene a mi memoria el encarcelamiento de los Padres Eusebio Zelaya y Francisco Aguirre, en Matagalpa el primero, y en la Penitenciaría Nacional de Managua, el segundo. Los sermones de este último en la iglesia La Merced de Granada, fueron considerados como subversivos en aquel momento. El Padre Aguirre se había pronunciado desde el púlpito a favor del color verde del Partido Conservador para atacar a los liberales. Encarcelado junto a los jóvenes cachurecos granadinos, Miguel Cuadra Pasos y Fernando Guzmán, se hizo famosa y pública su negativa –por dignidad sacerdotal– para llevar a vaciar al escusado, la lata que había servido de bacín nocturno para limpiar los intestinos de los prisioneros. Recuerdo que cobró notoriedad en esos tiempos, la golpiza a chicotazos que en 1905 le dieron al Padre Gaitán y al Padre Víctor Pérez, por órdenes del jefe político en Somoto, la que mencionara recientemente mi amigo Chema. Habían recibido, dos paquetes, o sea doscientos golpes de vara y según se decía, con pleno conocimiento y aprobación del jefe.

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Manda Pilatos que azoten al Cordero, pensé cuando escuché el sonido de la campanilla con que el acólito anunciaba la llegada de los santos óleos. En la sala principal, por donde se penetraba a la casa, escuché la voz de mi amigo el Arzobispo José Antonio Lezcano y Ortega. Llegaba Monseñor luciendo sus vistosos ornamentos sacerdotales, con una sobrepelliz y un sombrero de teja que cubría su cabeza. Era acompañado de algunos sacerdotes que ayudaban a sostener el palio arzobispal. Lucía un solideo episcopal color púrpura y una casulla morada. Cuando visitaba a algún enfermo acudía de previo a cualquiera de los templos existentes en Managua para retirar la sagrada hostia de los baldaquines que tenían las iglesias en San Sebastián, San Antonio, Santo Domingo y Candelaria. A mí me correspondía la parroquia de San Antonio. Cuando el Arzobispo caminaba por las calles en sus funciones religiosas, los coches tirados por caballos detenían su marcha y los cristianos genuflexos llevaban al suelo sus rodillas derechas en señal de respeto. Al acercarse a mi cama, me hizo al comenzar la señal de la cruz en mis manos y en la frente; más que una confesión fue una cálida y extensa conversación la que tuvimos. Con mucha solemnidad al terminar la visita me bendijo con la frase sacramental: Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Fili et Spiriti Sancti Amen.23

23. En latín: yo te absuelvo de todos tus pecados, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Así sea.

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1 9 . E L N E G R O M E S D E M AYO Tan pronto pusimos pie en el puerto de Corinto al regresar del viaje confidencial a El Salvador, Julián le envió un telegrama urgente o 22 al Presidente Zelaya comunicándole haber cumplido con su delicada misión y estar de regreso en Nicaragua. Como siempre yo le acompañaba, ya que era su primo, su cercano amigo, su confidente, su memoria. Tomamos un tren expreso que nos esperaba en la estación y nos dirigimos hacia la capital. Cuando le anunciaron al General Zelaya en la Casa Número Uno la llegada de su emisario y agente confidencial, de inmediato recibió a Julián ese lunes 7 de mayo. Complacido leyó también el Tigre de la Barranca una misiva manuscrita, enviada por el presidente Tomás Regalado, del hermano país salvadoreño, donde explicaba detalladamente los planes a seguir en la invasión que terminaría de una vez por todas con la dictadura del eterno rival del General Zelaya, el licenciado Manuel Estrada Cabrera, de Guatemala. Un antiguo reloj de pie en el amplio salón donde despachaba el señor Presidente marcaba las seis y treinta de la tarde. El ministro Irías fue atendido por el Presidente con la calidez de siempre; luego de una amistosa y franca conversación, abundante en detalles acerca del viaje confidencial del emisario, El Tigre le manifestó a su amigo estar bien informado de la salud de doña Adilia, gracias al ministro Altamirano. Julián pidió permiso para retirarse ofreciendo sus explicaciones por no aceptar la invitación a cenar esa noche. En una calesa presidencial nos marchamos presurosos hacia su casa de habitación. Llegamos a la residencia pocos minutos después. En la sala principal de la casa se encontraban numerosas amistades que visitaban a doña Adilia en su lecho de enferma, las que también se congregaban para saludar el regreso a Nicaragua del poderoso ministro de Estado. 205


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—Viva el Partido Liberal, gritó Julián como era siempre su costumbre al ver en su casa a tantos amigos y correligionarios reunidos en una manifestación de aprecio y amistad hacia su familia. —Viva, fue la consabida e inmediata respuesta de los visitantes, quienes presurosos se acercaban para estrechar su mano y por supuesto, ver y hacerse notar en un gesto propio de las relaciones políticas y sociales. Enseguida desde las afueras de su habitación, en altas voces para ser oído por ella, Julián saludó a Lilita, como llamaba muy raras veces en la intimidad de su hogar a su esposa Adilia, anunciándole que ya se encontraba de regreso en casa. A los pocos minutos, amoroso como siempre entró a la alcoba; desde afuera, después de un largo silencio se oía que la pareja conversaba en voz baja y luego se escucharon llantos, sollozos, susurros y también voces de ternura. Los visitantes que se encontraban en el corredor y la sala, desconcertados, con miradas de asombro se marcharon presurosos de la vivienda, olfateando que algo grave ocurría en el seno de esa ejemplar familia. Yo como siempre me quedé para servir en algo a Julián, en caso fuese necesario. Esa casa que siempre estaba en movimiento con numerosas y frecuentes visitas, grupos de amigos y conversaciones altisonantes, enseguida quedó silenciosa y solitaria. Luego, salió Julián del aposento principal, con una expresión bragada, grave y adusta. Serio, sereno, pálido el rostro pero firme a la vez; con mirada opaca y penetrante me solicitó fuese a preguntar si el doctor Adolfo Altamirano Castillo se encontraba en su casa de habitación. Me supuse trataría de comentar con su amigo de siempre acerca de la misión realizada en El Salvador, o sobre algún problema surgido en su hogar y que compartiría como era su costumbre, con su compañero de toda una vida. Me llamó la atención sin embargo y causó extrañeza que esta vez se refería secamente al alto funcionario, a su amigo inseparable, por su título profesional, su nombre y apellidos y no como siempre le había llamado: Fito, Adolfo, ministro, compadre, colega, correligionario o simplemente hermano. Cumpliendo con el encargo fui informado en la casa del canciller y ministro de Instrucción Pública, que el doctor Altamirano estaba 206


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de viaje en Granada haciendo una visita de cortesía a su amigo Manuel Coronel Matus y su esposa doña Blanca, por el nacimiento semanas atrás de su primogénito José. Me dijeron que estaría de regreso en un tren nocturno que arribaría a Managua a eso de las nueve y treinta de la noche. Julián al conocer acerca del paradero de Adolfo, guardó un largo silencio y comenzó a servirse unas copas de coñac en el corredor de su casa. Había llegado a visitarle su hermano Gabriel, quien desempeñaba las delicadas funciones de jefe político en El Ocotal y se encontraba de paso en la ciudad. Ese lunes 7 de mayo de 1906, una fuerte lluvia caía sobre Managua con ráfagas de viento; relámpagos y truenos irrumpían en un cielo tropical encapotado, dejando en el ambiente un penetrante olor a tierra mojada. Eran las primeras aguas que caían a la entrada del invierno. Llamó a Prudencio, el viejo jardinero e hijo de crianza con quien habló detenidamente. Julián se encontraba esta vez sin su inseparable saco y chaleco que siempre le hacían lucir como un personaje elegante en el mundo oficial en el que se desenvolvía. Estaba ahora en cuerpo de camisa, con ligas en cada una de las mangas para recogerlas y en su cintura, en la pretina del pantalón crema que vestía, cargaba el revólver Smith Wesson, niquelado, que le había obsequiado el presidente de Venezuela. En un rincón del corredor de la casa hablando en voz baja, frente al jardín y cerca del aposento de Adilia que yacía enferma a pocos metros de distancia, siguieron los dos hermanos Irías tomando de la botella del Rémy Martin. Un rato después se escuchó el pitazo del tren que anunciaba su llegada a la estación de Managua, no muy lejos de las viviendas de ambos ministros; la ciudad permanecía silenciosa, con excepción del croar de algunas ranas en el jardín de la casa. Después de un buen rato de conversación con su hermano Gabriel, aspiró Julián profundamente como si quisiera llenar de fuerza y de oxigeno sus pulmones. Le pidió a éste que le acompañara; al topar su mirada conmigo solicitó me quedara en casa por cualquier urgencia del momento que tuviese su esposa. Al advertir semejante tensión, decidí cautelosamente seguirles a prudente distancia por las calles empedradas y empapadas de Managua, por las cuatro cuadras que 207


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distaba de la residencia de Altamirano. Por primera vez veía a Julián salir de su vivienda en mangas de camisa, sin la vestimenta adecuada y con un revólver a la vista, el que minutos antes observaba y manipulaba con mucho detenimiento, abriendo el tambor y verificando su carga letal de seis proyectiles calibre 38. Pocos minutos habían transcurrido después de las diez de esa noche. Las puertas de la casa de dos pisos que ocupaba el Ministro Altamirano fueron abiertas por Nemesio, el viejo empleado de confianza. Del amplio y ventilado corredor arrancaba una escalera de madera que conducía a los aposentos superiores de la hermosa vivienda, construida cerca del lago de Managua en el sector de la Parroquia. En el segundo piso de la residencia del Ministro Altamirano, vivía su hermana Laura quien estaba encinta, casada con don Horacio Espinoza Vado originario de Nandaime; ellos ya descansaban a esa hora. Entraron los dos hermanos sin problema alguno a la casa; Julián a pasos rápidos y atrás Gabriel tratando de alcanzarle. Adolfo estaba tendido en una hamaca al fondo del corredor, leyendo algunos documentos oficiales y saludó efusivamente al percatarse de la presencia siempre grata de su amigo, de su hermano en afectos y luchas. Julián, secamente le pidió a Gabriel que le dejara un momento a solas con Adolfo y allí se percató también, que yo le había seguido con cierta angustia marcada en mi rostro. Tenía el pálpito que una tragedia inminente se anunciaba… Luego de unos pocos minutos en que conversaron a solas los dos ministros y tomaban una copa de cognac, ambos se alteraron, elevaron las voces y se escuchó a Julián decirle enfáticamente: —Canalla, traidor voy a matarte; sos un desgraciado y tu felonía no tiene perdón de Dios. Adolfo ya se había levantado de la hamaca. Dos estruendos de bala interrumpieron las voces agitadas de ellos y el silencio de la noche. Gabriel corrió hasta el lugar donde se encontraban y trató de colocarse entre ambos. Pocos segundos después, escuché otros cuatro balazos que resonaron en la casa y que desencadenaron el aullido de los perros que siempre cuidaban la vivienda y también las casas del vecindario. Eran las diez y cuarenta minutos de esa noche fatídica. 208


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Julián de inmediato salió presuroso a la calle dirigiéndose a su casa con pasos ligeros. Su pantalón crema y camisa blanca manga larga, estaban salpicadas de sangre lo que indicaba que los balazos fueron disparados a muy corta distancia. Estaba ligeramente lesionado en su antebrazo y Gabriel había recibido un leve impacto de bala en su pierna izquierda, que no había fracturado el hueso. Era en verdad sangre de hermanos la que llevaba Julián en sus vestimentas. Muy cerca de la residencia del todopoderoso Ministro Altamirano, vivía el prestigioso médico doctor Rodolfo Espinoza Ramírez, elocuente político y amigo de la familia a quien se le conocía por sus habilidades oratorias con el sobrenombre de Borbollón en el círculo íntimo de sus amistades. A los pocos minutos de los balazos, se hizo presente en el escenario de los hechos y examinó de inmediato el cuerpo de Adolfo que yacía tirado en el suelo, en un charco de sangre. Con triste expresión en los ojos manifestó que el doctor Adolfo Altamirano Castillo había muerto y no había nada por hacer. No formuló ninguna pregunta acerca de las circunstancias de los hechos. Otro médico vecino llegó presuroso y entre ambos emitieron el dictamen de defunción: El occiso tenía una primera herida en la cara palmar derecha, lo que hace suponer que por instinto extendió su mano para inútilmente tratar de evitar el impacto del disparo. La segunda bala se alojó por debajo y la tercera por encima del ombligo, muy próximas entre ambas; el cuarto disparo fue a nivel de la clavícula izquierda saliendo a nivel del hombro derecho. El quinto balazo entró también al nivel de la clavícula impactando la arteria subclavia, quedando al nivel de la punta de la escápula bajo la piel. El sexto disparo había destrozado el corazón del occiso. Las balas dos y cinco habían dañado la región epigástrica, sin salida alguna, siendo mortales los balazos dos, tres, cinco y seis. De inmediato me hice cargo de mi primo Gabriel para llevarle al Hospital General de Managua que no estaba muy distante del lugar de los hechos, en las proximidades del lago Xolotlán. Extrañamente nadie de los presentes hizo comentario alguno acerca del autor, ni tampoco acerca de las circunstancias de la muerte del doctor Altamirano. Daba la impresión que los allí presentes hubiesen presagiado los hechos de sangre acaecidos esa noche. 209


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Me dirigí luego a casa de Julián; las puertas estaban herméticamente cerradas, con sus luces apagadas, y decidí regresar a tempranas horas del día siguiente. Como de costumbre a las siete de la mañana del martes 8 de mayo ya estaba Julián en pie, impecablemente vestido con un traje azul, corbata de seda con tonos similares, su infaltable chaleco y un sombrero canotier cerca de la silla que ocupaba. Se podía apreciar que había ingerido licor durante la noche y tenía en sus manos una misiva dirigida al presidente de la República, la que atendiendo su solicitud llevé con carácter de urgencia a la Casa Número Uno; se trataba de la carta de renuncia a los cargos que desempeñaba en el Poder Ejecutivo como ministro de Gobernación, Justicia, Policía, Culto y sus Anexos. Se supo que el Presidente Zelaya quería información detallada acerca de lo acontecido entre sus dos más cercanos y eficientes ministros, cuya fraterna amistad entre ellos era harto conocida. Al inicio su reacción fue severa en condena de los sucesos, aunque rápidamente cambió de actitud debido, sin lugar a dudas, a los informes recibidos y a consideraciones políticas y eminentemente partidarias. Por decreto presidencial fue nombrado para ocupar la vacante de Julián, mientras se levantaba el instructivo de rigor, el doctor Isidro Alfonso Oviedo quien se había desempeñado como su viceministro y leal colaborador en la cartera de Gobernación. En las primeras horas de esa mañana del martes, se publicaba por Bando militar en todas las cabeceras y ciudades importantes de Nicaragua con sus correspondientes telegramas de seguimiento, la disposición del Poder Ejecutivo representado esta vez por el ministro de la Guerra don Camilo Castellón, declarando ocho días de duelo y ordenando fuese mantenida a media asta la bandera nacional en todas las oficinas públicas y dependencias del Estado. Fue elaborado el programa oficial para las exequias del doctor Altamirano, las que tendrían lugar en horas de la tarde de ese mismo 8 de mayo. Se rendirían honores de ministro de la Guerra al occiso. Su cadáver permanecería en Capilla Ardiente en el Palacio Nacional, ocupando para su vela el salón de sesiones del Poder Legislativo. Su féretro abierto a medias, fue colocado en un túmulo a vista de todos, en 210


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el oriente de la sala ornada con crespones negros, en el mismo lugar del sitial del presidente del Congreso.

Los restos mortuorios del alto dignatario ministerial estuvieron siempre acompañados de una Guardia de Honor, tanto de civiles como del Ejército Nacional. Hasta el momento de la inhumación del cadáver se dispararía según el programa una salva de cañón cada hora. La Banda de los Supremos Poderes interpretaría marchas fúnebres de forma constante y se ordenaba el cierre de todos los planteles de educación por un término de ocho días. La palabra oficial en nombre del Estado nicaragüense, la llevaría el prestigioso intelectual segoviano y cercano amigo del finado, don Manuel Maldonado. La tenida fúnebre organizada por la Logia de Masones de Managua a medio día en punto, causó gran revuelo entre los asistentes, ya que se veía a una docena de destacados miembros de la sociedad y de la administración del General Zelaya, rodeando al féretro y ceñidos a sus cinturas los mandiles del rito escocés antiguo y aceptado en una ceremonia extraña para los asistentes a la vela mortuoria. Se ubicaron los que siempre se tratan como hermanos entre sí, con mucha seguridad y desplante alrededor del féretro, cubierto parcialmente con la bandera azul y blanca de Nicaragua. El cadáver estaba vestido de riguroso traje negro y tenía colocados dentro de la urna, un par de simbólicos guantes blancos. Con un mallete de madera don José Dolores Gámez, Venerable Maestro de la Orden Masónica, de traje negro y al igual que sus hermanos luciendo un corbatín de duelo en el cuello de su alba camisa, golpeaba por tres veces la frente del ilustre desaparecido llamándole con toda solemnidad por su nombre: —Querido Hermano, Adolfo Altamirano Castillo. Querido Hermano Adolfo Altamirano Castillo. Querido Hermano Adolfo Altamirano Castillo. Con la frase angustiosa de no responde se dio inicio a aquel extraño ritual, donde se formaba un círculo que los masones llaman cadena fraternal, entrecruzándose los brazos y tomados de las manos, pasando al oído una palabra en secreto, cadena que quedaba inconclusa con el eslabón del Doctor Altamirano quien ahora vagaría en las tinieblas por el Oriente Eterno. Muchos de los concurrentes al sepelio 211


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confundieron esa ceremonia esotérica con alguna manifestación militar, por las vestimentas de los hermanos masones pertenecientes a la Logia Progreso Número 1, dirigidos por el Gran Maestro quien siempre estuvo ubicado detrás de la cabeza del difunto. Algunos aplaudieron frenéticamente, cuando con toda solemnidad el masón de mayor rango decía refiriéndose al occiso: —Sus formas visibles se han desvanecido, pero nos queda su nombre, su memoria, el ejemplo de sus virtudes y de su benéfica acción. La muerte no es más que el principio de una nueva vida; quien ha vivido como hombre de bien no debe temerla. Así sea, concluyeron los masones, pronunciando las sacramentales palabras de: salud, fuerza, unión, mientras por tres veces consecutivas movían verticalmente sus manos entrelazadas. Lucila, la hija adolescente del finado, estudiante en un colegio en la ciudad de León había llegado horas antes del sepelio por ferrocarril expreso, haciendo brotar lágrimas entre los concurrentes por las escenas desgarradoras de dolor, al aproximarse al ataúd de su padre. El orden a seguir durante las exequias, como corresponde a un preclaro funcionario de Estado y alto servidor de la Patria, como lo fue el doctor Adolfo Altamirano, quedaba establecido así: Estudiantes de la Escuela de Señoritas de Managua. La Escuela de Varones, con uniforme de gala. El Estado Mayor del Ejército Nacional de Nicaragua. El féretro con los despojos del ilustre desaparecido, llevando en sus manos los cuatro cabos de las cintas mortuorias, el ministro de Hacienda, don Félix Romero; el de Gobernación, doctor Isidro Alfonso Oviedo Cordero; el de La Guerra, don Camilo Castellón; y el de Fomento, don José Dolores Gámez. Ubicada inmediatamente después de la urna mortuoria, que al salir a la calle fue depositada en una cureña, se encontraba la familia doliente representada por su hija Lucila y la hermana del finado, Laura de Espinoza con su esposo Horacio que siempre le acompañaba. El presidente de la República con sus ministros integrantes del gabinete de gobierno. 212


La Asamblea Nacional en pleno.

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El Poder Judicial. El jefe político y la ilustre municipalidad de Managua con su alcalde Francisco Cajina a la cabeza. La Sociedad de Artesanos; las Facultades de Derecho y Notariado. Cerrando el desfile, la Banda de los Supremos Poderes y la Escuela Militar, así como una Banda de Guerra y Batallón de Infantería. Tan pronto se hizo presente a las exequias el General Zelaya, partió la procesión fúnebre hacia el cementerio de San Pedro; eran las 16:35 horas. Llovía fuertemente sobre Managua y el cielo estaba gris, como si también llorara la muerte del destacado funcionario. A pesar de las condiciones del tiempo, un acompañamiento silencioso de más de dos mil personas en calles y aceras de Managua, honraban al ilustre desaparecido en su viaje sin retorno. El ministro Oviedo, quien al inicio llevaba el cabo de la cinta luctuosa que se desprendía del féretro, fue relevado de la tarea fúnebre ya que tenía dificultades para caminar, al haber recibido años atrás un balazo que le destrozó el fémur; sus compañeros le llamaban jocosamente por ello: punto y coma. Nutridas delegaciones de Masaya, León y Granada se hicieron presentes en una Managua desbordada y transida de dolor. Numerosos oradores hicieron uso de la palabra en el trayecto al cementerio: Manuel Maldonado, Alfonso Valle, Silvano Matamoros y David Campari en representación del Cuerpo Diplomático y Consular. Por primera vez se escuchó a una mujer, Josefa Toledo de Aguerri, pronunciar un discurso en nombre de los planteles de educación en el país. Contrariando la compostura tradicional en los entierros, el público aplaudía a los elocuentes oradores que concluían sus palabras con abundancia de metáforas y ricos pensamientos. Invocando a Bossuet, en uno de los discursos se pronunció una frase lanzada como artero dardo aunque con objetivo desconocido: La política es un acto de equilibrio y de lucha sin cuartel, entre la gente que quiere entrar y aquellos que no quieren salir. 213


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En el transcurso de toda la ceremonia oficial en honor del doctor Altamirano se formaron grupos entre los asistentes, los que especulaban y elaboraban con exuberante imaginación tropical los diferentes escenarios, causas y motivos, el desenlace y consecuencia del drama que vivían dos familias segovianas, tragedia que también sufría en partida doble el liberalismo nicaragüense y la administración del General Zelaya, al ver envueltos en esa dolorosa situación a dos de sus más preclaros exponentes. El profundo silencio que reinaba en el Cementerio de San Pedro en el momento solemne del enterramiento del cadáver del ilustre desaparecido, solamente fue interrumpido con el llanto de Lucila, la joven hija del muerto, con las salvas de artillería y las descargas de rifles que correspondían a los honores de ordenanza brindados al cadáver del alto funcionario. Un grupo de miembros destacados de la sociedad granadina se hizo presente en el funeral, encabezado por el doctor Carlos Cuadra Pasos. A este tribuno le oyeron evocar la circunstancia vivida tiempos atrás, durante un viaje que hiciera a Managua para recoger la firma del Presidente Zelaya en su diploma como abogado; solícitamente fue ayudado en aquella oportunidad por el Ministro Altamirano, quien le invitó ese día granjeándose sus simpatías, a brindar con una copa de champán por el éxito del nuevo profesional. Refería que el difunto se había mostrado en ese entonces, particularmente interesado sobre el tema de la tesis de graduación, que versaba sobre El divorcio. Fue muy clara la posición de Cuadra Pasos en esos dolorosos momentos en que abundaban las conjeturas acerca de los lamentables acontecimientos a los que se les quería dar un sesgo político de celos pasionales o intrigas de poder. Efectivamente, se especulaba que el doctor Altamirano era una amenaza por su reconocida popularidad para la permanencia del General Zelaya en su gobierno y también para cualquiera de los aspirantes a sucederle, especialmente para Julián. Ante esos infundios el doctor Cuadra Pasos manifestaba categórico que el doctor Irías había procedido en justicia según tenía información, resguardando el honor de su casa y castigando la traición de su íntimo amigo. Con su vasta cultura se explayó el abogado granadino ha214


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blando acerca del antiguo concepto de hybris o desmesura en el ejercicio del poder, terminando con una expresión de la antigua Grecia en alusión al difunto: aquél a quien los dioses quieren destruir, lo llevan primero a cometer actos de locura. Se aplicaba el término de hybris al héroe que lograba la gloria y borracho de éxito se comportaba como un Dios, capaz de cualquier cosa. En la política −finalizó diciendo Cuadra Pasos− los amigos son a veces más peligrosos que los mismos enemigos. También se hicieron presente y marchaban juntos en el funeral, un grupo de segovianos del norte del país, entre los que se destacaban el general Erasmo Calderón Carballo, don J. Ramón Sevilla y el doctor Trinidad Castellón. Ellos enumeraban tantas coincidencias que se habían dado entre los protagonistas del drama entre dos hermanos liberales que fueron como almas gemelas. Ambos nacidos en el norte de Nicaragua, de familias acomodadas, cuyas casas natales estaban ubicadas frente a la Plaza Principal de Estelí y de El Ocotal. Hijos de padres militares, ya que el doctor Rafael Altamirano se había desempeñado como tal en El Salvador, y Nicolás Leoncio Irías tuvo destacada actuación en la Guerra Nacional de Nicaragua. Juntos, Adolfo y Julián habían cursado estudios en León, Granada y Guatemala, cultivando una fraterna amistad y afinidad. Ambos humanistas, abogados de profesión, de pluma fácil y combativa, educadores, liberales doctrinarios, con ideas coincidentes y con meteóricas carreras políticas hasta llegar a ser los hombres más poderosos que rodeaban al Presidente Zelaya. Fueron los dos, maestros, diputados, diplomáticos, ministros, magistrados y cancilleres. Eficientes funcionarios e incansables trabajadores, se sabía que ambos acostumbraban dormir solamente unas cinco horas por las noches, dedicados con especial esmero y tesón al desempeño de sus cargos ministeriales. Circulaba en este grupo de segovianos el rumor que el cortejo fúnebre había pasado cerca de la casa de Julián, quien con lágrimas en los ojos le vio desfilar a través de una discreta rejilla en su vivienda. —Se vive en estos momentos de dolor un verdadero drama para Nicaragua, para la administración del General Zelaya, para el liberalismo en particular y también para dos muy queridas familias del norte del país. 215


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Parece mentira que en el mismo poder político, siempre se concentran las leyes que destruyen indefectiblemente la amistad, lo que se ha comprobado hoy al correr sangre entre hermanos, sentenció con mucha amargura y aire reflexivo el prestigioso ministro, general Erasmo Calderón. —Ese ataúd, agregó don Trinidad Castellón al señalar el féretro, no contiene solamente un cadáver sino que lleva un corazón noble mancillado ahora por la sangre de hermanos. Es cierto que uno de ellos fue un furibundo anticlerical y el otro es un profundo creyente religioso; pero supieron superar sus diferencias en cuanto a la fe se refiere y practicaron entre ambos la suprema virtud del liberalismo, cual es la tolerancia. Llamó la atención durante las exequias, la presencia de los dos médicos más prestigiosos de Nicaragua que junto a un pequeño grupo de profesionales vinculados a esa ciencia, exponían sus criterios sobre la enfermedad que en esos momentos padecía doña Adilia. Tanto el doctor Luis H. Debayle desde León, como el doctor Juan José Martínez desde Granada, frecuentemente se habían trasladado a Managua para atender a la paciente, a quien de alguna forma se relacionaba en callada voz con la muerte del doctor Altamirano. El doctor Debayle, con su leve acento extranjero decía: Cuánta razón tienen mis colegas, los facultativos franceses, al exclamar ante cualquier homicidio misterioso: Cherchez la femme,24 lo que nos lleva necesariamente a encontrar a una fémina como causa frecuente de todos los actos de violencia. Sin embargo, es preciso aclarar que el tifus exantemático padecido por la señora Adilia, entre algunas de sus características, genera altas fiebres que pueden llevar al paciente hasta el delirio, con peligrosas alucinaciones alejadas de la realidad, refiriéndose a los padecimientos de la esposa del doctor Irías. Ese martes 8 de mayo entrada ya la noche después del entierro, los concurrentes se retiraron del cementerio de San Pedro. Quedaron sin embargo algunos rezagados que luego se juntaron en El postrer adiós, un bar cercano al camposanto donde un grupo de intelectuales se daban 24. Expresión francesa que significa: buscar a la mujer, o sea buscar la causa de un evento adverso.

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cita para comentar acerca de los trágicos acontecimientos de ese día. En el grupo abundaban las fantasiosas conjeturas acerca de la muerte violenta del inolvidable Ministro recién inhumado.

Los contertulios bebían harto aguardiente y por supuesto que en la medida que los condumios y nepentes aumentaban, las especulaciones y ejercicios imaginarios crecían. En el Postrer Adiós estaban compartiendo penas y también placeres, entre otros Onesíforo Estrada, Cipriano Uriarte, Simeón Gadea, Macario López, Félix García y Bonifacio Castro, todos cercanos colaboradores del régimen del General Zelaya. Los hombres nuevos como se les conocía. Uno de ellos, con manifiesta admiración a los reconocidos atributos donjuanescos del finado, decía con desparpajo que el doctor Altamirano había enamorado abiertamente a doña Adilia, la esposa de su amigo el doctor Irías. Recordaba que se trataba finalmente, de una dama de origen costarricense, mujeres que siempre han sido reconocidas y tenidas en Nicaragua como coquetas, pícaras y casquivanas. Hubo sin embargo una reacción inmediata de Simeón otro de los contertulios, reprochando semejante afirmación y señalando a su amigo de tener la boca demasiado libre para lastimar la fama ajena y especialmente de una gran dama, como doña Adilia. Conociendo muy bien al doctor Irías, de haber existido una mácula en su honor de hombre de bien, solamente con sangre pudo ser lavada. Un integrante de este grupo comentaba también haber tenido una interesante versión de parte de Prudencio, el viejo jardinero de la casa del doctor Irías. Durante la ausencia de este último, el difunto doctor Altamirano habría llegado con aviesas intenciones a la vivienda de su amigo con el pretexto de indagar acerca de la salud de doña Adilia. En unas flores que le llevaba de obsequio había puesto una cantidad suficiente de cloroformo para adormecer a la enferma y abusar luego de ella, violándola. Se decía que todo lo anterior le fue confesado por Prudencio al cura de la Parroquia, quien le habría manifestado al penitente jardinero que solamente él como sacerdote estaba comprometido al silencio, por el secreto de confesión. Que nada impedía para que ese trabajador que era como hijo de casa, y que había acudido a la confesión sacerdotal en búsqueda de paz espiritual, le contara todo 217


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lo acontecido a su patrón quien fuese siempre como un padre para él. Se mencionaba que Prudencio le había reafirmado a Julián, la misma versión expresada por su esposa el día de su regreso a Nicaragua procedente de El Salvador. Otro de los presentes manifestó con aires de seguridad, que había sido con un pañuelo empapado de cloroformo que se había anestesiado a la esposa del doctor Irías y no con el ramo de flores ofrecido a la enferma. Uno de los contertulios en la cantina El Postrer Adiós expresaba con énfasis que no habría sido cloroformo, cuyo olor es muy penetrante y desagradable el usado para drogar a doña Adilia, sino que se hizo con la flor conocida como burundanga o floripón, la que se obtiene fácilmente en los campos nicaragüenses. Al inhalar el aroma de esa flor silvestre, los efectos son inmediatos y genera una actitud complaciente de la víctima, agregaba el exponente con docta postura. Corría también la especie que el doctor Altamirano cortejaba secretamente a la hija mayor del Presidente Zelaya. Que además, jocosamente y con alarde frívolo, el finado recordaba las palabras de una pitonisa en León que en su temprana juventud le había leído las cartas del Tarot, donde le señalaban una agitada vida en el frondoso campo sexual y una muerte prematura vinculada a esa profunda y arraigada vocación. Según decían en esa mesa, Adolfo siempre repetía que nunca estarán demás las mujeres, así como nunca habrá mujeres de los demás. Efectivamente, a raíz de esa tragedia muchas versiones circulaban en la ciudad entera tratando de encontrar una explicación a los lamentables sucesos de ese famoso lunes 7 de mayo. Se inventan siempre tantas cosas para explicar lo que aparentemente es inexplicable. Cipriano Uriarte, segoviano del norte de Nicaragua, frecuentemente utilizaba frases en latín para expresarse y exponer así su vasta cultura. En dos ocasiones en esa reunión en la cantina había pronunciado con toda solemnidad: Historia scribitur ad narrandum, non ad probandum. Jamás se podrá probar nada de esta historia, dijo muy seriamente. En ese vecino cementerio de San Pedro, Hic deletur omnis dissensio, allí se acaban todas las diferencias agregó, haciendo la traducción inmediata al español como siempre lo acostumbraba.

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En algún momento de ese encuentro en que los concurrentes daban sus diferentes opiniones sobre los trágicos sucesos recientes, un personaje oriundo de Jinotega, famoso por hablar siempre en versos, pidió silencio, golpeó la mesa con la palma de su mano y poniéndose de pie, don Juacho Castro recitó lo siguiente: Y van a hacer un panteón, Para nuestros grandes hombres, Donde se verán los nombres De todo ilustre varón… Este pueblo justiciero Glorifica muy sincero Al grande que pueda honrarlo, Mas, para glorificarlo… Lo hace cadáver primero. La mesera que atendía a los parroquianos en la cantina donde se encontraba el grupo de intelectuales y artistas liberales, al escuchar en prosa y en verso diferentes versiones expresadas con especial apasionamiento sobre la muerte trágica del doctor Adolfo Altamirano, le manifestó presa de nervios al dueño de la cantina: Ay, diosmillito lindo, que horrible lo que he me ha tocado oír en denante a estos señores; acá pronto va a llover fuego con tantas historias sobre el finado y será entonces el fin del mundo.

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20. LETUM NON OMNIA FINIT Los diarios del país entero destacaron la noticia de la muerte trágica del ministro Adolfo Altamirano, a sus 35 años de edad. En ninguno de ellos se hablaba de las circunstancias de los sucesos que acabaron con la vida del prestigioso funcionario y menos aún se mencionaba el nombre del autor de los disparos. Yo guardaba en mi poder un ejemplar de cada uno de los periódicos de circulación nacional: La República de Chinandega, El Combate de Granada, El Independiente y La Voz del Pueblo de León, La Estrella de Granada y El Liberal de Managua. Todos se declaraban impactados por el sensible fallecimiento del doctor Altamirano y utilizaban merecidos panegíricos para el difunto. Con mucho tino y delicadeza manifestaban que los dolientes en esta tragedia eran la República de Nicaragua y el Partido Liberal. Durante los días posteriores a esa dolorosa muerte, según decía don J. Ramón Sevilla Castellón quien había sido designado por el Presidente Zelaya para suceder como canciller al difunto, llegaron numerosas notas verbales oficiales presentando las más sentidas condolencias al gobierno de la República de Nicaragua por el acontecimiento del lunes 7 de mayo en horas de la noche. Las legaciones diplomáticas residentes en nuestro país, presentaban igualmente sus sentimientos de solidaridad en nombre de sus respectivos gobiernos, teniendo especial cautela en la calificación de los hechos que señalaban, exclusivamente con su lenguaje diplomático, como: sensible fallecimiento, trágicos sucesos, inesperada muerte, deceso súbito, lamentables acontecimientos. A su vez los diplomáticos nicaragüenses acreditados en el extranjero, solicitaban con urgencia a su Cancillería, información adicional y detalles sobre los nefandos hechos que conmovieron a la sociedad y al Gobierno del General Zelaya. Uno de ellos, Rubén Darío, cónsul de Nicaragua en París se encontraba de visita en la capital del Reino 221


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Unido de Gran Bretaña, cuando doña Paca, su inseparable compañera, le avisó por la vía telegráfica acerca de la muerte trágica de su cercano amigo y canciller, doctor Adolfo Altamirano Castillo. Los periódicos nacionales en los días siguientes guardaban prudente silencio acerca de esos hechos en que se vieron involucrados dos altos exponentes del gobierno de la República y respetados miembros de la sociedad nicaragüense. Las circunstancias y comentarios que se daban alrededor de los acontecimientos eran impublicables para esos diarios, habida cuenta de la elevada posición gubernamental y social de los protagonistas. Una gruesa cortina de silencio y misterio tapaba el hecho de la sangre de hermanos, sangre roja liberal que había corrido recientemente entre los dos más preclaros y poderosos exponentes del régimen del hombre fuerte de Nicaragua, general José Santos Zelaya. Al cumplirse un mes de la muerta trágica del canciller Adolfo Altamirano, se organizaron diferentes actos oficiales en memoria del ilustre desaparecido. Esas honras tributadas el 7 de junio de 1906, en el cementerio de San Pedro de Managua donde descansan sus restos, estuvieron muy concurridas, con cantidad de maestros y alumnos de los diferentes planteles educativos de la capital. El director del Instituto de Primaria de Managua, profesor Juan José Rodríguez García desfiló con sus compañeros docentes hasta la tumba del prestigioso funcionario para rendir tributo de estimación y de público reconocimiento al benefactor de la juventud y de la niñez en Nicaragua, como dijese en sus elocuentes palabras el doctor Manuel Coronel Matus en esa ocasión. A los hombres que prestan eminentes servicios a la Patria, ella les debe gratitud imperecedera. A los que sirven eficazmente a la enseñanza popular, la deuda, es de la humanidad entera, agregaba ese brillante orador haciendo un reconocimiento a la extensa carrera educativa del doctor Altamirano. Llamaba la atención la presencia en tales actos de dos parientes muy cercanos del presidente de la República: Louis Cousin y Roberto C. Bone, lo que servía para incrementar las especulaciones acerca de los lamentables acontecimientos de principios de mayo, de un mes atrás. 222


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La calumnia azotó su frente, decían en voz queda algunos de los concurrentes en el homenaje brindado al exitoso político y educador. El doctor Adolfo Altamirano fue azotado por el odio que sus propios méritos le atrajeron. Es más vergonzoso a veces desconfiar de los amigos, que engañarlos, repetían otros entre ese grupo de cercanos compañeros y simpatizantes del difunto. El hecho sangriento ocurrido el 7 de mayo de 1906 entre dos elevados dignatarios de la República, hijos de su tiempo, estrechamente vinculados entre sí, fue el tema ineludible de conversación y también de especulación en todos los niveles de la sociedad nicaragüense. Corrían profusamente explicaciones, chismes, cuentos, leyendas, causas, circunstancias y eventuales efectos de esa desdicha vivida en días pasados. Pero ciertamente que nadie, absolutamente nadie, con excepción de los mismos protagonistas conocieron las interioridades de lo acontecido. Y el uno, ahora yace muerto en su tumba del cementerio y el otro, guardaba un silencio sepulcral por respeto a su familia, según lo manifestaba. Sin embargo, los rumores de todo tamaño y color circulaban de boca en boca en Nicaragua entera. Se decía con cierta perfidia que a su amigo y causante de su propia muerte, el doctor Altamirano le habría ofrecido esa noche de los fatídicos sucesos, en compensación a lo acontecido y que se interpretaba con diferentes matices, los favores de una dama con quien cultivaba relaciones sentimentales y estaría próximo a contraer matrimonio. Se murmuraba también que el día de la tragedia, Altamirano quiso huir del lugar y fue perseguido por el doctor Irías hasta darle alcance y balacearlo en su propia casa. Que Gabriel, hermano de éste, quien resultó herido la noche de los acontecimientos, le había agarrado por detrás para recibir las balas del famoso revólver que cargaba el hechor. Corría el rumor que en esos fatales sucesos y al regresar después de los hechos a su casa de habitación, el doctor Irías estaba ebrio y trazó una línea imaginaria a la entrada de su vivienda manifestando que el que se atreva a cruzarla se considere hombre muerto. Algunas personalidades cercanas a las víctimas y que conocieron muy de cerca a los protagonistas de la tragedia, rememoraban la cir223


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cunstancia de una supuesta rivalidad por amores entre Altamirano e Irías, que se remontaba a los tiempos en que ambos estudiaban en León, donde se disputaban un romance de adolescentes con una niña llamada Catalina Salazar. Otros daban a los hechos un sesgo político, donde intervenían los celos y la competencia entre actores gubernamentales de primer orden en aquel momento, incluyendo al Presidente Zelaya. Unos pocos recordaban que frecuentemente escuchaban a los dos íntimos amigos ufanándose al manifestar el compromiso solemne entre ambos, de asumir responsabilidades económicas de aquél que sobreviviera para con la familia del difunto. Así como la obligación del sobreviviente para redactar un epitafio para perennizar la sincera amistad entre ambos, al momento de la muerte de cualquiera de ellos. Había quienes también exhumaban de sus memorias la famosa historia que habían escuchado tantas veces, acerca de la lectura del Tarot en una famosa cantina de León, La miel de los gorriones, al estudiante Adolfo Altamirano. Entonces le señalaban, según se recordaba, que tendría una vida y también una azarosa muerte, vinculada a su constante y explosiva actividad sexual, reafirmándole que en esos menesteres no hay ética ni moral alguna. Le habían anunciado en la misteriosa y gitanesca lectura de cartas, que moriría a temprana edad rodeado de inmenso cariño general y de manos de alguien afectivamente muy cercano en su vida. Numerosos correligionarios del Partido Liberal coincidían ante la circunstancia especial de los trágicos sucesos, en lo difícil que es distinguir quién es la víctima y quién el victimario en estos hechos lamentables de dos hijos de su tiempo. Algunos repetían a propósito de los sucesos acaecidos, un pasaje del Quijote de la Mancha, quien al dirigirse a Sancho Panza le decía: Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida. Los tres Poderes con que funciona el Estado nicaragüense, se involucraron y conocieron rápidamente acerca de los sucesos acontecidos en la noche del 7 de mayo. En una sesión extraordinaria de la Asamblea Legislativa convocada por el presidente de la República de conformidad a la Constitución vigente de 1905, elaborada bajo la presidencia del doctor Irías, se declaraba con toda celeridad que ante las circuns224


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tancias de los hechos, no había lugar a formación de causa en contra del ciudadano Julián Irías Sandres, a quien se le concedió la cortesía de tribuna para exponer y ejercer personalmente la defensa de su caso. En el Poder Judicial al igual que en el Ejecutivo, en relación con estos trágicos sucesos, se enfatizaba y argumentaba acerca de lo que se conoce como Crimen de Honor. Éste tipifica y exime de responsabilidad en la muerte abrupta de una persona, si ella se da por manos de algún miembro de la familia que considera haber sido previamente agraviada o deshonrada por la víctima. Entre los principales móviles esgrimidos con semejante argumento, se encuentra el haber padecido una agresión sexual. Los antecedentes fueron en consecuencia archivados con toda celeridad y asentimiento del gobierno para quien no era conveniente mantener el caso en la palestra pública. El doctor Irías rápidamente fue nombrado por el Presidente Zelaya como su ministro plenipotenciario cerca del gobierno salvadoreño y fungió en febrero de 1907, como asesor de la delegación nicaragüense en el Tribunal de Arbitraje instalado en San Salvador, para conocer de la querella interpuesta por Honduras, acorde al Convenio de Corinto de 1902. Pocos meses después, como una providencial circunstancia coadyuvante para disimular y distraer la atención acerca de los hechos de ese trágico mes de mayo, surgió un conflicto armado entre Nicaragua y los ejércitos combinados de Honduras y El Salvador, conflicto que en marzo de 1907 culminó en Namasigüe con el triunfo de las tropas de nuestro país. Esa guerra, una de las tantas en que se involucraba la administración del General Zelaya, centró la atención de la población nicaragüense y por supuesto de los medios de comunicación existentes. El doctor y general Julián Irías se destacó de manera sorprendente, encabezando triunfador las fuerzas nacionales en el sitio del puerto hondureño de Amapala en el golfo de Fonseca, donde se encontraba refugiado su presidente, general Manuel Bonilla, antes de rendirse en marzo de 1907. En Nicaragua se le dio seguimiento a la famosa invasión a la República de Guatemala, razón por la que Julián Irías había viajado secretamente para brindar apoyo al gobierno de El Salvador. En la bata225


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lla de El Jícaro, librada en julio de 1906 en contra de Estrada Cabrera, el presidente salvadoreño Tomás Regalado perdió la vida y su vecino guatemalteco se llevó el cadáver como botín de guerra, no sin antes salarlo para evitar su descomposición. El dictador Estrada Cabrera quería conservar semejante trofeo momificado, pero fue devuelto a sus familiares gracias a la intervención del ministro mexicano Federico de Gamboa. La participación del General Zelaya y su agente confidencial, quien había visitado recientemente al presidente salvadoreño fue decisiva en esos hechos de guerra. El doctor y general Julián Irías Sandres, continuó colaborando durante los años siguientes en la administración pública y al lado del Presidente Zelaya de quien fuera su más cercano colaborador. Siguió disfrutando en Nicaragua junto a su señora doña Adilia Trejos de Irías y pequeños hijos, del aprecio de la clase política y de la ciudadanía en general. Cuando el Tigre de la Barranca presentó su renuncia forzada a la Jefatura de Estado en diciembre de 1909, el doctor Irías había sido nombrado previamente como ministro general y jefe de gabinete del Ejército Nacional de Nicaragua, para traspasar la presidencia al doctor José Madriz. Más tarde, con la caída de los liberales en 1912, el doctor Irías continuó batallando desde el exilio en Estados Unidos y en Costa Rica para que su Partido retomara el poder, participando activamente en la Revolución Constitucionalista de 1926. Siempre fue como una brasa viva y palpitante en los hornos del trópico nicaragüense, donde ardían constantemente las pasiones partidaristas. Su residencia la había fijado algunas veces en Managua y otras en León, donde gozaba junto a su familia de general consideración y respeto. El Presidente Moncada en 1928, le designó ministro de Relaciones Exteriores, siendo luego ministro de Gobernación y Anexos en la presidencia del doctor Juan B. Sacasa en 1932. Murió en la madrugada del miércoles 20 de noviembre de 1940, siendo presidente del Consejo Nacional de Elecciones de Nicaragua. Falleció en el onceavo mes del año, número al que guardó veneración por conmemorarse entre los liberales el 11 de julio, como la más gloriosa de las efemérides y además por su nombre Julián Irías, que cabalísticamente contaba de once letras. 226


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Inmediatamente después de su fallecimiento, el presidente de Nicaragua Anastasio Somoza García en Consejo de Ministros decretó ocho días de duelo nacional en honor del ilustre desaparecido, tal como lo hiciera para el doctor Altamirano el Presidente Zelaya, treinta y cuatro años atrás. La ceremonia del funeral fue por cuenta del Estado y se realizó al día siguiente, también en una tarde lluviosa, con similar solemnidad a las exequias que años antes se habían brindado a quien fuese su íntimo amigo, Adolfo Altamirano Castillo. El programa oficial de los funerales, con honores de presidente de la República fue minuciosamente elaborado por la oficialidad gubernamental, al igual que en aquellas exequias de 1906 se disponía el orden siguiente para la ceremonia: Banda de la Guardia Nacional. Tres pelotones del Ejército: Pelotón de la Academia Militar, Pelotón de la Guardia Presidencial y Pelotón del Cuerpo de Policía. Féretro sobre la cureña de un cañón, cubierto con la bandera nacional y seguido del Presidente de la República o su representante oficial. La familia doliente conformada por la viuda doña Adilia Trejos de Irías, sus hijos doctores Ulises y Julián Irías y señora, doña Adilia y Leonardo Jackman, doña Ángela y el capitán Carlos Zelaya Cousin, doña Dolores y don Guillermo Aitken, sus hermanos Alonso Irías, doña Isabel Irías viuda de Young y Luisa Emilia Young. Secretarios y Subsecretarios de Estado. Representantes del Congreso Nacional y de la Corte Suprema de Justicia. Jefe del Estado Mayor de la Guardia Nacional y altos oficiales del Ejército. Miembros del Cuerpo Diplomático y Consular. Representantes de la Junta Directiva Nacional y Legal del Partido Liberal Nacionalista y de las Juntas Departamentales. Representantes del Distrito Nacional, encabezados por don J. Santos Zelaya Cousin, Ministro por la Ley. Otras comisiones y público en general. 227


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La oficialidad vistió uniformes de gala y los invitados especiales, el jaquet de rigor. Durante el día de los funerales se dispararon un cañonazo cada hora, y al inhumarse el cadáver, veintiuno. A la salida del Palacio Nacional, pronunció un sentido discurso en nombre del Poder Ejecutivo, el ministro de Gobernación doctor Leonardo Argüello. Con voz firme y solemne dijo en elocuente referencia al ilustre fallecido: Nicaragua ha perdido con tu muerte, a uno de sus Grandes Vivos. Pero también ha acrecentado el número de sus Grandes Muertos. La población de Managua se desbordó igual que en los funerales de 1906 para acompañar en sus exequias al ilustre desaparecido. Miles de personas de todo el país se hicieron presentes en los funerales. Los calificativos en los medios de comunicación que otorgaron enorme despliegue noticioso al deceso, dentro y fuera de Nicaragua, fueron igualmente generosos para el eminente, ilustre, integérrimo y esclarecido político y ciudadano. La primera dama de la República doña Salvadora Debayle de Somoza, vistiendo de riguroso luto acompañó permanentemente a la viuda del finado, doña Adilia Trejos de Irías. En el funeral representaban al Partido Liberal Nacionalista, políticos de la talla de don Vicente Zamora, don Andrés Vega Bolaños y Aurelio Montenegro. Pronunció en esa oportunidad en nombre del liberalismo, un elocuente discurso con lujo de recursos oratorios don Andrés, conocido como el indio Largaespada. El Presidente Somoza se excusó de no asistir a las exequias por estar ese día aquejado con un fuerte resfrío. Se hizo representar por el jefe del Estado Mayor de la Guardia Nacional, general Adán Medina Castellón, quien acompañó al féretro con todos los honores de ordenanza hasta el Cementerio General. Allí el difunto había señalado previamente el lugar para su inhumación. Había escogido además una lápida que cubriría su tumba, donde solamente aparecería sin epitafio alguno el nombre de JULIÁN IRÍAS SANDRES. 228


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Pío Irías, el primo hermano y cercano amigo de siempre del poderoso político nicaragüense, vivió siempre pobre y murió en la más absoluta miseria en el norteño lugar de Pueblo Nuevo, enterrado en el famoso cementerio particular de la ciudad. Adilia, una vez fallecido su marido el doctor y general Julián Irías, se marchó para siempre a vivir rodeada del cariño de su familia, a su tierra natal, Costa Rica. Los dos amigos de antaño, Irías y Altamirano, fueron cada quien en su ámbito y en sus tiempos, devotos de la botella y de la baraja del amor. Pero el destino también baraja a su manera y caprichosamente las cartas de la vida. Los restos de quien fuese en un distante pasado el íntimo amigo, compañero de estudios y trayectoria política del doctor Irías, casi en silencio fueron exhumados después de permanecer por muchos años en el cementerio de San Pedro, para ser depositadas sus cenizas en el panteón de Managua. Paradójicamente esos restos se encuentran en una capilla católica, perteneciente a cercanos parientes de apellido Pastora donde reposa para siempre aquel que impulsó grandemente, no sólo la educación en Nicaragua, sino además la separación del Estado y la iglesia Católica. Fue el gestor de la política anticlerical del gobierno del general J. Santos Zelaya. Ahora está sepultado en sagrado, como se decía antiguamente para alcanzar en los rituales católicos. Allí se lee en una placa únicamente: ADOLFO ALTAMIRANO CASTILLO. En ese cementerio descansa pues, bajo una sencilla lápida, también sin epitafio alguno y muy cerca de la tumba de su viejo compañero, aquel que le ocasionó la muerte a Altamirano en el mes de mayo de 1906. En el pórtico de entrada en el cementerio general de Managua, se encuentra la significativa leyenda en latín que reconoce que la muerte no acaba con todas las cosas. En la tumba terminan el poder, la riqueza, el orgullo, la vanidad, el amor y el odio. Pero estar juntos en el cementerio de Managua, estar cerca para siempre aunque sea en un eterno silencio, sin cruzarse palabras, ni elogios ni cargos ni reproches, es también una forma superior de la amistad entre los dos hijos de su tiempo. LETUM NON OMNIA FINIT. 229



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