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Capítulo 13

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Capítulo 20

Capítulo 20

Capítulo 13

Dorian salió de la habitación y empezó a subir, seguido muy de cerca por Basil Hallward. Caminaban sin hacer ruido, como se hace instintivamente de noche. La lámpara arrojaba sombras fantásticas sobre la pared y la escalera. El viento, que empezaba a levantarse, hacía tabletear algunas ventanas.

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Cuando alcanzaron el descansillo del ático, Dorian dejó la lámpara en el suelo y, sacando la llave, la introdujo en la cerradura. –¿De verdad quieres saberlo, Basil? –le preguntó en voz baja. –Sí.

–No te imaginas cuánto me alegro –respondió, sonriendo. Luego añadió, con cierta violencia–: eres la única persona en el mundo que tiene derecho a saberlo todo de mí. Estás más estrechamente ligado a mi vida de lo que crees –luego, recogiendo la lámpara, abrió la puerta y entró en la antigua sala de juegos. Una corriente de aire frío los asaltó, y la lámpara emitió por unos instantes una llama de turbio color naranja. Dorian Gray se estremeció–. Cierra la puerta –le susurró a Basil, mientras colocaba la lámpara sobre la mesa.

Hallward miró a su alrededor, desconcertado. Se diría que aquella habitación llevaba años sin usarse. Un descolorido tapiz flamenco, un cuadro detrás de una cortina, un antiguo cassone italiano, y una librería casi vacía era todo lo que parecía encerrar, además de una silla y una mesa. Mientras Dorian Gray encendía una vela medio consumida que descansaba sobre la repisa de la chimenea, Basil advirtió que todo estaba cubierto de polvo y que la alfombra tenía muchos agujeros. Un ratón corrió a esconderse tras el revestimiento de madera. La habitación entera olía a moho y a humedad. –De manera que, según tú, sólo Dios ve el alma, ¿no es eso? Descorre la cortina y verás la mía.

La voz que hablaba era fría y cruel. –Estás loco, Dorian, o representas un papel –murmuró Hallward, frunciendo el ceño.

–¿No te atreves? En ese caso lo haré yo –dijo el joven, arrancando la cortina de la barra que la sostenía y arrojándola al suelo.

De los labios del pintor escapó una exclamación de horror al ver, en la penumbra, el espantoso rostro que le sonreía desde el lienzo. Había algo en su expresión que le produjo de inmediato repugnancia y aborrecimiento. ¡Dios del cielo! ¡Era el rostro de Dorian Gray lo que estaba viendo! La misteriosa abominación aún no había destruido por completo su extraordinaria belleza. Quedaban restos de oro en los cabellos que clareaban y una sombra de color en la boca sensual. Los ojos hinchados conservaban algo de la pureza de su azul, las nobles curvas no habían desaparecido por completo de la cincelada nariz ni del cuello bien modelado. Sí, se trataba de Dorian. Pero, ¿quién lo había hecho? Le pareció reconocer sus propias pinceladas y, en cuanto al marco, también el diseño era suyo. La idea era monstruosa, pero, de todos modos, sintió miedo. Apoderándose de la vela encendida, se acercó al cuadro. Abajo, a la izquierda, halló su nombre, trazado con largas letras de brillante bermellón.

Se trataba de una parodia repugnante, de una infame e innoble caricatura. Aquel lienzo no era obra suya. Y, sin embargo, era su retrato. No cabía la menor duda, y sintió como si, en un momento, la sangre que le corría por las venas hubiera pasado del fuego al hielo inerte. ¡Su cuadro! ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué había cambiado? Volviéndose, miró a Dorian Gray con ojos de enfermo. La boca se le contrajo y la lengua, completamente seca, fue incapaz de articular el menor sonido. Se pasó la mano por la frente, recogiendo un sudor pegajoso.

Su joven amigo, apoyado contra la repisa de la chimenea, lo contemplaba con la extraña expresión que se descubre en quienes contemplan absortos una representación teatral cuando actúa algún gran intérprete. No era ni de verdadero dolor ni de verdadera alegría. Se trataba simplemente de la pasión del espectador, quizá con un pasajero resplandor de triunfo en los ojos. Dorian Gray se había quitado la flor que llevaba en el ojal, y la estaba oliendo ofingía olerla. –¿Qué significa esto? –exclamó Hallward, finalmente. Su propia voz le resultó discordante y extraña. –Hace años, cuando no era más que un adolescente –dijo Dorian Gray, aplastando la flor con la mano–, me conociste, me halagaste la vanidad y me enseñaste a sentirme orgulloso de mi belleza. Un día me presentaste a uno de tus amigos, que me explicó la maravilla de la juventud, mientras tú terminabas el retrato que me reveló el milagro de

la belleza. En un momento de locura del que, incluso ahora, ignoro aún si lamento o no, formulé un deseo, aunque quizá tú lo llamaras una plegaria… –¡Lo recuerdo! ¡Sí, lo recuerdo perfectamente! ¡No! Eso es imposible. Esta habitación está llena de humedad. El moho ha atacado el lienzo. Los colores que utilicé contenían algún desafortunado veneno mineral. Te aseguro que es imposible. –¿Qué es imposible? –murmuró Dorian, acercándose al balcón y apoyando la frente contra el frío cristal empañado por la niebla. –Me dijiste que lo habías destruido. –Estaba equivocado. El retrato me ha destruido a mí. –No creo que sea mi cuadro.

–¿No descubres en él a tu ideal? –preguntó Dorian con amargura. –Mi ideal, como tú lo llamas… –Como tú lo llamaste.

–No había maldad en él, no tenía nada de qué avergonzarse. Fuiste para mí el ideal que nunca volveré a encontrar. Y ése es el rostro de un sátiro.

–Es el rostro de mi alma.

–¡Cielo santo! ¡Qué criatura elegí para adorar! Tiene los ojos de un demonio.

–Todos llevamos dentro el cielo y el infierno, Basil –exclamó Dorian con un desmedido gesto de desesperación. Hallward se volvió de nuevo hacia el retrato y lo contempló fijamente. –¡Dios mío! Si es cierto –exclamó–, y esto es lo que has hecho con tuvida, ¡eres todavía peor de lo que imaginan quienes te atacan! –acercó de nuevo la vela al lienzo para examinarlo. La superficie parecía seguir exactamente como él la dejara. La corrupción y el horror surgían, al parecer, de las entrañas del cuadro. La vida interior del retratado se manifestaba misteriosamente, y la lepra del pecado devoraba lentamente el cuadro. La descomposición de un cadáver en un sepulcro lleno de humedades no sería un espectáculo tan espantoso.

Le tembló la mano; la vela cayó de la palmatoria al suelo y empezó a chisporrotear. Hallward la apagó con el pie. Luego se dejó caer en la

desvencijada silla cercana a la mesa y escondió el rostro entre las manos.

–¡Cielo santo, Dorian, qué lección! ¡Qué terrible lección! –no recibió respuesta, pero oía sollozara su amigo junto a la ventana–. Reza, Dorian, reza –murmuró–. ¿Qué era lo que nos enseñaban a decir cuando éramos niños? «No nos dejes caer en la tentación. Perdona nuestros pecados. Borra nuestras iniquidades.» Vamos a repetirlo juntos. La plegaria de tu orgullo encontró respuesta. La plegaria de tu arrepentimiento también será escuchada. Te admiré en exceso. Ambos hemos sido castigados.

Dorian Gray se volvió lentamente, mirándolo con ojos enturbiados por las lágrimas. –Es demasiado tarde –balbució.

–Nunca es demasiado tarde. Arrodillémonos y tratemos juntos de recordar una oración. ¿No hay un versículo que dice: «Aunque vuestros pecados fuesen como la grana, quedarían blancos como la nieve»?

–Esas palabras ya nada significan para mí. –¡Calla! No digas eso. Ya has hecho suficientes maldades en tu vida. ¡Dios bendito! ¿No ves cómo esa odiosa criatura se ríe de nosotros?

Dorian Gray lanzó una ojeada al cuadro y, de repente, un odio incontrolable hacia Basil Hallward se apoderó de él, como si se lo hubiera sugerido la imagen del lienzo, como si se lo hubieran susurrado al oído aquellos labios burlones. Las pasiones salvajes de un animal acorralado se encendieron en su interior, y odió al hombre que estaba sentado a la mesa más de lo que había odiado a nada ni a nadie en toda su vida. Lanzó a su alrededor miradas extraviadas. Algo brillaba en lo alto de la cómoda pintada que tenía enfrente. Sus ojos se detuvieron sobre aquel objeto. Sabía de qué se trataba. Era un cuchillo que había traído unos días antes para cortar un trozo de cuerda y luego había olvidado llevarse. Se movió lentamente en su dirección, pasando junto a Hallward. Cuando estuvo tras él, lo empuñó y se dio la vuelta. Hallward se movió en la silla, como disponiéndose a levantarse. Arrojándose sobre él, le hundió el cuchillo en la gran vena que se halla detrás del oído, golpeándole la cabeza contra la mesa, y apuñalándolo

después repetidas veces.

Sólo se oyó un gemido sofocado, y el horrible ruido de alguien a quien ahoga su propia sangre. Tres veces los brazos extendidos se alzaron, convulsos, agitando en el aire grotescas manos de dedos rígidos. Dorian Gray aún clavó el cuchillo dos veces más, pero Basil no se movió. Algo empezó a gotear sobre el suelo. Dorian Gray esperó un momento, apretando todavía la cabeza contra la mesa. Luego soltó el arma y escuchó.

Sólo se oía el golpear de las gotas de sangre que caían sobre la raída alfombra. Abrió la puerta y salió al descansillo. La casa estaba en absoluto silencio. Nadie se había levantado. Durante unos segundos permaneció inclinado sobre la barandilla, intentando penetrar con la mirada el negro pozo de atormentada oscuridad. Luego se sacó la llave del bolsillo y regresó a la habitación del retrato, encerrándose dentro.

El cuerpo seguía sentado en la silla, tumbado en parte sobre la mesa, la cabeza inclinada, la espalda doblada y los brazo caídos, extrañamente largos. De no ser por el irregular desgarrón rojo en el cuello, y el charco oscuro casi coagulado que se ensanchaba lentamente sobre la mesa, se podría haber pensado que la figura recostada no hacía otra cosa que dormir. ¡Qué deprisa había sucedido todo! Sintió una extraña tranquilidad y, acercándose al balcón, lo abrió para salir al exterior. El viento se había llevado la niebla, y el cielo era como la rueda de un monstruoso pavo real, tachonado de innumerables ojos dorados. Al mirar hacia la calle vio al policía del barrio haciendo su ronda y dirigiendo el largo rayo de su linterna sorda hacia puertas de casas silenciosas. La mancha carmesí de un coche de punto brilló en la esquina para desaparecer un instante después. Una mujer con un chal agitado por el viento avanzaba despacio, con paso inseguro, apoyándose en las rejas de los jardines. De cuando en cuando se detenía y volvía la vista atrás. En una ocasión empezó a cantar con voz ronca. El policía se le acercó y le dijo algo. La mujer se alejó a trompicones, riendo. Una ráfaga de viento muy frío azotó la plaza. Las luces de gas parpadearon, azuleando, y los árboles desnudos agitaron sus negras ramas de hierro. Dorian Gray se estremeció y regresó a la habitación, cerrando el balcón.

Al llegar a la puerta hizo girar la llave y la abrió. Ni siquiera se volvió para lanzar una ojeada al cadáver. Comprendía que el secreto del éxito consistía en no darse cuenta de lo sucedido. El amigo que

había pintado el retrato fatal, causante de todos sus sufrimientos, había desaparecido de su vida. Eso era suficiente.

Fue entonces cuando se acordó de la lámpara. Era un ejemplo más bien curioso de artesanía musulmana, labrada en plata mate con incrustaciones de arabescos de acero bruñido, tachonada de turquesas sin pulimentar. Quizás su criado la echara de menos e hiciera preguntas. Vaciló un momento, pero acabó entrando de nuevo y recuperándola. Esta vez no pudo por menos que ver el cadáver. ¡Qué inmóvil estaba! ¡Qué horriblemente blancas y largas parecían las manos! Era como una espantosa figura de cera.

Después de cerrar nuevamente la puerta con llave, Dorian Gray bajó en silencio la escalera. Los crujidos de algunos escalones le parecieron ayes de dolor. Se detuvo varias veces y esperó. No: todo estaba en silencio. Era tan sólo el ruido de sus pasos.

Al llegar a la biblioteca, vio en un rincón el abrigo, la gorra y el maletín. Había que esconderlos en algún sitio. Abrió un ropero secreto, oculto en el revestimiento de madera, donde ocultaba sus curiosos disfraces, y los dejó allí. Podría quemarlos sin problemas más adelante. Luego sacó el reloj. Eran las dos menos veinte.

Se sentó y empezó a pensar. Todos los años –todos los meses casi–se ahorcaba a alguien en Inglaterra por un crimen similar al que acababa de cometer. Se diría que había surgido en el aire una locura asesina. Alguna roja estrella se había acercado demasiado a la Tierra… Si bien, ¿qué pruebas había en contra suya? Basil Hallward abandonó la casa a las once. Nadie lo había visto entrar de nuevo. La mayoría de los criados estaban en Selby Royal. Su ayuda de cámara se había acostado… ¡París! Sí. Basil se había marchado a París en el tren de medianoche, tal como se proponía hacer. Habida cuenta de la curiosa reserva que lo caracterizaba, pasarían meses antes de que surgieran las primeras sospechas. ¡Meses! Todo podía estar destruido mucho antes.

Una idea se le pasó de repente por la cabeza. Se puso el abrigo de piel y el sombrero y salió al vestíbulo. Luego se detuvo, al oír en la acera los pasos lentos y pesados del policía y ver en la ventana el reflejo de la linterna sorda. Esperó, conteniendo la respiración.

Al cabo de unos momentos descorrió el cerrojo y salió sigilosamente, cerrando después la puerta con gran suavidad. Luego empezó a tocar la campanilla de la entrada. Unos cinco minutos

después apareció su ayuda de cámara, vestido a medias y con aire somnoliento.

–Siento haber tenido que despertarle, Francis –dijo Dorian Gray, entrando en la casa–, pero me olvidé de las llaves. ¿Qué hora es? –Las dos y diez parpadeando. –respondió el criado, mirando el reloj y

–¿Las dos y diez? ¡Horriblemente tarde! Despiérteme mañana a las nueve. Tengo que hacer un trabajo urgente. –Sí, señor. –¿Ha venido alguna visita esta tarde? –El señor Hallward. Estuvo aquí hasta las once, y luego se marchó para tomar el tren. –¡Ah! Siento no haberlo visto. ¿Dejó algún mensaje? –No, señor, excepto que le escribiría desde París, si no lo encontraba en el club.

–Nada más, Francis. No se olvide de llamarme mañana a las nueve.

–Sí, señor.

El criado se alejó por el corredor, arrastrando ligeramente las zapatillas.

Dorian Gray arrojó sombrero y abrigo sobre la mesa y entró en la biblioteca. Durante un cuarto de hora estuvo paseando, mordiéndose los labios y pensando. Luego tomó un anuario de una de las estanterías y empezó a pasar páginas. «Alan Campbell, 152 Hertford Street, Mayfair». Sí; era el hombre que necesitaba.

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