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TRANSICIONES DE LA ANTIGÜEDAD AL FEUDALISMO por P e r r y An d e r s o n
Traducci贸n de S a n t o s J u l i谩
ÍNDICE
P r ó lo g o . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Agradecimientos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1 4
PRIMERA PARTE I.
LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA
1. 2. 3. 4.
El m odo de producción e sc la v ista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Grecia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El mundo helenístico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Roma. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
II.
10 23 40 48
LA TRANSICIÓN
1. El marco g erm á n ic o . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Las invasiones. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Hacia la síntesis. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
105 110 127
SEGUNDA PARTE I.
EUROPA OCCIDENTAL
1. 2. 3. 4. 5.
El m odo de producción f e u d a l. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Tipología de las formaciones sociales. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El lejano n o r t e . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La dinámica f e u d a l. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La crisis general. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
II.
1. 2. 3. 4. 5.
147 155 175 185 201
EUROPA ORIENTAL
Al El El La Al
este del Elba. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . freno nómada. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . m odelo de desarrollo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . crisis en el este. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . sur del D a n u b io . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
217 221 233 251 271
Índice de nombres. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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PRÓLOGO
Son necesarias unas palabras para explicar el alcance y la inten ción de este ensayo, con ceb id o com o prólogo de un estudio m ás am p lio cuyo tem a se sitú a inm ediatam ente después: El E s ta d o absolutista. Am bos lib ros están directam ente articulados entre sí y, en ú ltim o térm ino, p lantean una sola línea argu m ental. La relación entre am bos —A ntigüedad y feudalism o en uno, absolu tism o en otro— n o es inm ediatam ente perceptib le en la habitual persp ectiva de la m ayor parte de los estu dios. N orm alm ente, la histo ria antigua está separada de la h istoria m edieval p or un abism o profesional que m uy pocas obras contem poráneas pretenden colm ar: la separación entre am bas está arraigada in stitu cion alm en te tan to en la enseñanza com o en la investigación . La d istan cia con vencional entre la historia m edieval y la h isto ria m oderna e s (¿natural o paradójicam ente?) m ucho m enor, aunque en to d o caso ha sid o suficiente para im p osib ilitar cualquier a n álisis del feu d alism o y el ab solu tism o dentro de una m ism a perspectiva. La b ase argu m ental de e sto s estu d io s intercon ectad os es que, en determ inados aspecto s im portantes, las su cesivas form as p olíticas que constituyen su o b jeto central d eb en analizarse de e se m odo. E l presente en sayo explora el m undo social y p olítico de la Antigüedad clásica, la naturaleza de su transición hacia el m undo m edieval y la resultante estru ctu ra y evolución del feudalism o en Europa; uno de su s tem as cen trales será e l de las divisiones regionales del M editerráneo y de E uropa. E l libro sigu ien te analizará el a b so lu tism o en continua referencia al feu d alism o y a la A ntigüedad, com o leg ítim o heredero p olítico de am bos. Las razones para iniciar u n estu d io com parado del E stado ab solu tista con una incursión en la A ntigüedad clásica y el feudalism o se harán evid entes a lo largo del segu ndo libro y se resum irán en sus con clu sion es, que intentarán situar la esp ecificid ad del con ju n to de la experiencia eu rop ea en un m arco internacional m ás am plio, a la luz de lo s an álisis de am bos volúm enes.
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Prólogo
Es preciso, sin em bargo, in sistir desde el com ienzo en el carácter lim itado y provisional de los análisis presentados en cada uno de estos libros. La erudición y el rigor académ ico del historiador p rofesional están a u sen tes de ellos. En su sentido e specífico, escribir historia e s inseparable de investigar directam ente los m ateriales originales del pasado, ya sean arqueológicos, epigráficos o de archivos. Los estu d ios que siguen no aspiran a esa dignidad. Más que verdaderos escritos de historia, e stos libros se basan sim plem ente en la lectura de las obras disponibles de los historiad ores m odernos, lo que es un asunto m uy diferente. Por consigu ien te, el aparato de referencias que acom paña al texto es lo contrario de lo que denota una obra de historiografía académ ica. Quien p osee autoridad no necesita citarla: las propias fuentes — los m ateriales prim arios del pasado — hablan por él. El tip o y la am plitud de las notas que apoyan el texto de e sto s dos libros indican sim plem ente el nivel secundario en el que están situad os. N aturalm ente, los m ism os historiadores producen a veces obras com parativas o de sín tesis sin p oseer siem pre ni n ecesariam en te un conocim iento profundo de toda la gam a de testim o n io s relativos al tem a de su trabajo, aunque el ju icio de eso s historiadores estará norm alm ente m atizado por el dom inio de su especialidad. En sí m ism o, el esfuerzo para describ ir o com prender estructuras o épocas históricas m uy am plias no n ecesita excesivas disculpas ni justificacion es; sin él, las investigaciones esp ecíficas y locales reducen su propio alcance potencial. De todas form as, es cierto tam bién que ninguna interpretación es tan falible com o la que se basa en conclusiones ob ten idas fuera de sus fuentes básicas, pues siem pre es su scep tib le de ser invalidada por los nuevos descubrim ientos o las revisiones de nuevas investigaciones prim arias. Lo que generalm ente acepta una generación de h isto riadores puede ser desechado por la investigación de la siguiente. Por tanto, cualquier tentativa de form ular afirm aciones generales basadas en las op inion es existen tes, por m uy eruditas que éstas sean, tien e que ser inevitablem ente precaria y condicional. Si esto es así, las lim itacion es de esto s ensayos son esp ecialm ente grandes, d eb id o a la am plitud del tiem po que abarcan. En efecto, cuan to m ás am plio sea el tiem po histórico analizado, m ás com prim ido tenderá a ser el tratam iento dado a cada una de su s fases. En e ste sentido, toda la d ifícil com plejidad del pasado — que só lo puede aprehenderse en el rico lienzo p intad o por el h istoriador— perm anece en buena m edida fuera del alcance de e sto s estu d ios. Los análisis que en ellos
Prólogo
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se encuentran son, por razones de espacio y de com petencia, diagram as rudim entarios; nada m ás. Al ser breves esbozos para otra historia, lo que pretenden es proponer algunos elem entos de d iscu sión m ás que exponer tesis cerradas o com prehensivas. La discusión a la que están destinados se sitúa principalm ente en el cam po del m aterialism o histórico. Los objetivos del m étodo elegido en la utilización del m arxism o se explican en el prólogo a El E sta d o absolutista, donde se harán visibles con m ás claridad en la estructura form al de la obra. Ahora sólo es necesario exponer los principios que han regido el em p leo de las fuentes en am bos estu d ios. Como en toda investigación esencialm en te com parativa, las autoridades en las que se basa este estu d io son m uy diversas y m uy variadas, tanto en su carácter intelectual com o en el político. N o se ha concedido ningún privilegio esp ecial a la historiografía m arxista com o tal. A pesar de los cam bios experim entados en las décadas recientes, la inm ensa m ayor parte de las obras históricas rigurosas del siglo XX han sid o escritas por historiadores ajenos al m arxism o. El m aterialism o h istórico no es una ciencia acabada n i todos sus autores han p oseíd o una categoría sim ilar. Algunos cam pos de la historiografía están dom inados por la investigación m arxista; en otros m uchos, las contribuciones no marxistas son superiores en cantidad y en calidad a las m arxistas, y hay, quizá, m ás cam pos en los que no existe ninguna intervención m arxista. En un estu d io com parativo que debe tener en cuenta obras procedentes de tan diversos horizontes, el único criterio perm isible de discrim inación es su solidez y su coherencia intrínseca. La m áxim a consideración y respeto hacia la erudición de los historiadores situados fuera de las fronteras del m arxism o n o es incom p atib le con la búsqueda rigurosa de una investigación h istórica m arxista, sino que, por el contrario, es su condición. Y a la inversa, Marx y Engels nunca pueden ser tom ados al pie de la letra: los errores de sus escritos históricos no pueden ser elud id os ni ignorados, sino que es preciso identificarlos y criticarlos. H acer esto no es alejarse del m aterialism o histórico, sin o volver a él. En el conocim iento racional, que e s necesariam ente acum ulativo, no hay ningún lugar para ningún tipo de fideísm o, y la grandeza de los fundadores de las nuevas ciencias nunca ha con stitu id o una prueba contra las equivocaciones o los m itos, del m ism o m odo que nunca ha sid o deteriorada por ellos. En este sentido, tom arse «libertades» con el nom bre de Marx significa sim plem ente entrar en la libertad del m arxism o.
AGRADECIMIENTOS D esearía expresar m i agradecim iento a Anthony Barnet, Robert Brow ning, Judith Herrin, Victor K iernan, Tom N airn, Brian Pearce y Gareth Stedm an Jones por sus com entarios críticos a éste y al siguiente ensayo. Dada la naturaleza de am bos, no es una m era necesidad convencional absolverlos de cualquier responsabilidad por los errores de hecho o de interpretación que esto s ensayos contengan.
PRIMERA PARTE I.
LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA
La división de Europa en E ste y O este ha sido, desde hace tiem po, algo convencional entre los historiadores y se rem onta, de hecho, al fundador de la m oderna historiografía positiva, Leopold Ranke. La piedra angular de la prim era obra im portante de Ranke, escrita en 1824, fue un «Esbozo de la unidad de las naciones latinas y germ ánicas», en el que trazó una línea que cortaba el continente y excluía a los eslavos del E ste del com ún destino de las «grandes naciones» del Oeste, que serian el tem a de su libro. «No puede afirm arse que esos pueblos pertenezcan tam bién a la unidad de nuestras naciones; sus costum bres y su constitu ción los han separado desde siem pre de ella. En e sta época no ejercieron ningún influjo independiente, sino que aparecen com o m eros subordinados o antagonistas. Ahora y siem pre, esos pueblos están bañados, por así decir, por las olas refluen tes de los m ovim ientos generales de la historia»1 . Sólo O ccidente participó en las m igraciones bárbaras, las cruzadas m edievales y las m odernas conquistas coloniales que eran, para Ranke, los drei grosse Atemzüge dieses unvergleichlichen Vereins: «los tres grandes hálitos surgidos de esta unión incom parable»2. Pocos años después, Hegel señalaba que «en cierta m edida, los eslavos han sido atraídos a la esfera de la Razón occidental», pues «en ocasiones, y en calidad de guardia avanzada —com o nación interm edia— , tom aron parte en la lucha entre la Europa cristiana y el Asia no cristiana». Pero el m eollo de su visión de la historia de la región oriental del continente era m uy sem ejante al de Ranke. «Con todo, este conjunto de pueblos queda excluido de nuestra consideración, porque hasta ahora no han aparecido com o un elem en to independiente en la serie de fases que ha asum ido la Razón en el m u n d o » 3. Siglo y m edio después, los histo1 Leopold von Ranke, Geschichte der romanischen und germanischen Völker von 1494 bis 1514, Leipzig, 1885, p. XIX. 2 Ranke, op. cit., p. xxx. 3 G. W. F. Hegel, The philosophy of history, Londres, 1878, p. 363. [Filosofía de la historia, Madrid, Gredos, 1972.]
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La an tigü edad clásica
riadores contem poráneos evitan norm alm ente ese tono. Las categorías étnicas han dado paso a los térm inos geográficos, pero la distinción entre E ste y Oeste y su datación a partir de la Edad Oscura perm anecen prácticam ente idénticas. D icho de otra form a, su aplicación com ienza con la aparición del feudalism o, en aquella era histórica en que com enzó a invertirse de form a decisiva la relación clásica de las regiones del Im perio romano: el E ste avanzado y el O este atrasado. E ste cam bio de signo puede observarse en casi todos los estu d ios sobre la transición de la Antigüedad a la Edad Media. Así, las explicaciones de la caída del Im perio propuestas en el m ás reciente y m onum ental estud io sobre la decadencia de la Antigüedad —The later R om a n E m pire, de Jones— giran continuam ente en to m o a las diferencias estructurales entre el E ste y el O este en el seno del Im perio. El E ste, con sus ricas y num erosas ciudades, su econom ía desarrollada, su pequeño cam pesinado, su relativa unidad cívica y su lejanía geográfica de los m ás duros ataques bárbaros, sobrevivió; el O este, con su población m ás dispersa y sus ciudades m ás débiles, su aristocracia de m agnates y su cam pesinado oprim ido por las rentas, su anarquía p olítica y su vulnerabilidad estratégica frente a las invasiones germ ánicas, su c u m b ió 4. El fin de la Antigüedad quedó sellado en ton ces por las conquistas árabes que dividieron las dos orillas del M editerráneo. El Im perio oriental se convirtió e n Bizancio, un sistem a p olítico y social diferente a l resto del continente europeo. En este nuevo espacio geográfico que surgió en la Edad O scura, la polaridad entre Oriente y Occidente invirtió su connotación. B loch em itió e l autorizado ju icio de que «a partir del siglo VIII existió un grupo claram ente delim itado de sociedades, en la Europa occidental y central cuyos elem en tos, por m uy. diversos que fuesen, estaban sólidam ente cim entados en profundas sim ilitu d es y en relaciones constantes». E sta región fue l a qu e dio origen a la Europa m edieval: «La econom ía europea de la Edad Media —en la m edida en que este adjetivo, tom ado de la vieja nom enclatura geográfica de las “cinco partes del m undo”, puede usarse para designar a una verdadera realidad hum ana— es la del bloque latino y germ ano, bordeado por unos pocos islo tes celtas y por unas cuantas franjas eslavas, y con ducido gradualm ente hacia una cultura com ún [ . . . ] Así com4 A. H. M. Jones, The later R om an E m pire, 282-602, Oxford, 1964, vol. II , páginas 1026-68.
La an tig ü eda d clásica
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prendida y así delim itada, Europa es una creación de la Alta Edad M ed ia»5. B loch excluyó expresam ente de su definición social del con tin en te a las regiones que h oy form an la Europa oriental: «La m ayor parte del Oriente eslavo n o pertenece en m odo alguno a ella [ . . . ] E s im p osib le analizar juntas, en el m ism o o b jeto de u n estu d io cien tífico, sus condiciones eco nóm icas y las de sus vecinos occid entales. Su estructura social radicalm ente diferente y su esp ecialísim a vía de desarrollo im piden en ab so lu to ese tipo de confusión. Caer en ella sería com o m ezclar a E uropa y los p aíses europeizados con China o Persia en una h istoria econ óm ica del siglo X IX » 6. Los sucesores de B loch han respetado sus órdenes. La form ación de Europa y la germ inación del feu dalism o se han confinado generalm ente a la h istoria de la m itad occid en tal del continente, excluyendo de este análisis a la m itad oriental. El autorizado estudio de Duby sobre la econ om ía feudal tem prana, que com ienza en el siglo IX, se titu la ya L ’écon om ie rurale e t la vie d es cam pagnes dans l’O ccid en t m é d ié v a l7. Las form as culturales y políticas creadas por el feud alism o en el m ism o período — la «secreta revolución de e sto s siglos»8— constituyen el núcleo principal del libro de Southern The m a k in g o f th e M iddle Ages. La am plitu d del títu lo ocu lta una elip sis por la que se identifica im p lícitam en te un tiem p o esp ecífico con un espacio determ inado. La prim era frase del libro declara: «El tem a de este libro es la form ación de Europa occid ental desde finales del siglo X hasta principios del X III» 9. Aquí, el m undo m edieval se convierte en Europa occid ental to u t court. Así pues, la distinción entre O riente y O ccidente se refleja en la historiografía m oderna desde el m ism o com ien zo de la era posclásica. Sus orígenes, en efecto, son coetán eos a los del m ism o feudalism o. Por con siguien te, to d o estu d io m arxista de las diferentes evoluciones h istóricas del con tin en te debe analizar ante todo la m atriz general del feud alism o europeo. S ólo cuando se haya hecho esto será p o sib le considerar h asta qué p unto y en qué dirección e s p osib le trazar una h istoria divergente de sus regiones occid ental y oriental. 5 Marc Bloch, Mélanges historiques, París, 1963, v o l. I, pp. 123-4. 6 Bloch, op. cit., p. 124. 7 Georges Duby, L’économ ie rurale et la vie des campagnes dans l’Ocdent médiéval, París, 1962; traducción inglesa, Londres, 1968. [Economía rural y vida cam pesina en el O ccidente m edieval, Barcelona, Península, 1973.] 8 R. W. Southern, The m aking of the M iddle Ages, Londres, 1953, p. 13. 9 Southern, op. cit., p. 11.
1.
EL MODO DE PRODUCCIÓN ESCLAVISTA
La génesis del capitalism o ha sido ob jeto de m uchos estudios inspirados en el m aterialism o h istórico desde el m ism o m om ento en que Marx le dedicara algunos fam osos capítulos de El capital. La génesis del feudalism o, p o r el contrario, se ha quedado casi sin estudiar dentro de la m ism a tradición y nunca ha sido integrada en el corpus general de la teoría m arxista com o específico tipo de transición hacia un nuevo m odo de producción. Sin em bargo, y com o tendrem os ocasión de ver, su im portancia para el m odelo global de h istoria quizá no sea m enor que la de la transición al capitalism o. El solem ne juicio de Gibbon sobre la caída de Rom a y el fin de la Antigüedad aparece hoy, paradójicam ente, quizá por vez prim era en toda su verdad: «Una revolución que todavía sienten y que siem pre recordarán todas las naciones de la T ierra » 1. A diferencia del carácter «acum ulativo» de la aparición del capitalism o, la g én esis del feudalism o en Europa se derivó de un colap so «catastrófico» y convergente de dos anteriores y d iferentes m od os de producción, cuya recom binación de elem entos desintegrados liberó la específica sín tesis feudal, que, en consecuencia, siem pre retuvo un carácter híbrido. Los dos p redecesores del m odo de producción feudal fueron, naturalm en te, el m odo de p rod u cción esclavista, ya en trance de descom posición y sobre cuyos cim ientos se había levantado en otro tiem po todo el enorm e edificio del Im perio rom ano, y los dilatados y deform ados m odos de producción 1 The history of the decline and fall of the R om an Em pire, vol. I, 1896 (edición Bury), p. 1. Gibbon se retractó de este juicio en una nota manuscrita destinada a una revisión de su libro en la que limitaba su referencia sólo a los países de Europa, y no a los del mundo. «¿Tienen Asia y Africa, desde Japón a Marruecos, algún sentimiento o recuerdo del Imperio romano?», se preguntaba (op. cit., p. xxxv). Gibbon escribió demasiado pronto para ver en qué medida habría de «sentir» el resto del mundo el impacto de Europa y de las consecuencias finales de la «revolución» que había descrito. Ni el remoto Japón ni el vecino Marruecos quedarían inmunes a la historia que esa revolución había inaugurado.
El m o d o de p ro d u cció n escla vista
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prim itivos de los invasores germ anos que sobrevivieron en sus propias t ier ras tr as las conquistas bárbaras. E stos dos mundos radicalm ente d istintos habían sufrido una lenta desintegración y una silenciosa interpenetración durante los últim os siglos de la Antigüedad.
Para ver cóm o se produjo todo esto es necesario volver la m irada hacia la m atriz originaria de toda la civilización del mundo clásico. La Antigüedad grecorrom ana siem pre constituyó un universo cen trado en las ciudades. El esplendor y la seguridad de la tem prana polis helénica y de la tardía república romana, que asom braron a tantas épocas p osteriores, representaban el cenit de un sistem a p olítico y de una cultura urbana que nunca ha sido igualado por ningún otro m ilenio. La filosofía, la ciencia, la poesía, la historia, la arquitectura, la escultura; el derecho, la adm inistración, la m oneda, los im puestos; el sufragio, los debates, el alistam iento m ilitar: todo eso surgió y se desarrolló hasta unos niveles de fuerza y de com plejidad inigualados. Al m ism o tiem po, sin em bargo, este friso de civilización ciudadana siem pre tuvo sobre su posteridad cierto efecto de fachada en tr o m p e l’oeil, porque tras esta cultura y este sistem a político urbanos no existía ninguna econom ía urbana que pudiera m edirse con ellos. Al contrario, la riqueza m aterial que sostenía su vitalidad intelectual y cívica procedía en su inm ensa mayoría del cam po. El m undo clásico fue m a v is a e invariablem ente rural en sus básicas proporciones cuantitativas. La agricultura representó durante toda su historia el ám bito absolutam ente dom inante de producción y proporcionó d e form a invariable las principales fortunas de las ciudades. Las ciudades grecorrom anas nunca fueron predom inantem ente com unidades de m anufactureros, com erciantes o artesanos, sino que en su origen y principio constituyeron agrupaciones urbanas de terratenientes. Todos los órdenes m unicipales, desde la dem ocrática Atenas a la Esparta oligárquica o la Rom a senatorial, estuvieron dom inados especialm ente por propietarios agrícolas. Sus ingresos provenían de los cereales, el aceite y el vino, los tres productos b ásicos del m undo antiguo, cultivados en haciendas y fincas situadas fuera del perím etro físico de la propia ciudad. D entro de ésta, las m anufacturas eran escasas y rudim entarias: la gam a norm al de m ercancías urbanas nunca se extendió mucho m ás allá de los textiles, la cerám ica, los m uebles y los ob-
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La a n tigü edad clásica
jetos de cristal. La técnica era sencilla, la dem anda lim itada y el transporte enorm em ente caro. El resultado de ello fue que en la Antigüedad las m anufacturas se desarrollaron de form a característica no a causa de una creciente concentración, com o ocurriría en épocas posteriores, sin o por la descontracción y la dispersión, ya que la distancia, m ás que la división del trabajo, dictaba los costes relativos de producción. Una idea gráfica del peso com parativo de las econom ías rural y urbana en el mundo clásico la proporcionan los respectivos ingresos fiscales producidos por cada una ellas en el Im perio rom ano del siglo IV d. C., cuando el com ercio urbano quedó definitivam ente som etido por vez prim era a un im p u esto im perial con la collatio lustralis de Constantino: los ingresos procedentes de este im puesto en las ciudades nunca superaron el 5 por ciento de los im pu estos sobre la tie r r a 2. N aturalm ente, la distribución estadística del producto de am bos sectores no b asta para restar im portancia econ óm ica a las ciudades de la Antigüedad, porque en un m undo uniform em ente agrícola el beneficio bruto del com ercio urbano tal vez no sea m uy bajo, pero la superioridad neta que puede proporcionar a una econom ía agraria sobre todas las dem ás tal vez sea decisiva. La condición previa de este rasgo distintivo de la civilización clásica fue su carácter c o s te r o 3. La A ntigüedad grecorrom ana fue quintaesencialm ente m editerránea en su m ás profunda estructura, porque el com ercio interlocal que la unía só lo podía realizarse por mar. El com ercio m arítim o era el único m edio viable de intercam bio m ercantil para distancias m edias o largas. La im portancia colosal del m ar para el com ercio puede apreciarse por el sim ple hecho de que en la época de D iocleciano era m ás barato enviar trigo por barco desde Siria a España — de un extrem o a otro del M editerráneo— que transpor2 A. H. M. Jones, The later Roman E m pire, v o l. I, p. 465. El im puesto era pagado por los negotiatores, es decir, prácticamente por todos los que se dedicaban a cualquier tipo de producción comercial en las ciudades, ya fuesen mercaderes o artesanos. A pesar de su mínim o rendimiento, este im puesto se reveló como algo profundamente opresivo e impopular para la población urbana; hasta tal punto era frágil la economía de las ciudades. 3 Max Weber fue el primer investigador que hizo hincapié en este hecho fundamental, en sus dos grandes y olvidados estudios, «Agrarverhältnisse im Altertum» y «Die Sozialen Gründe des Untergangs der Antiken Kultur». Véase G esam m elte Aufsätze zur Sozial- und W irtschaftsgeschichte, Tubinga, 1924, pp. 4 ss., 292 ss.
E l m o d o d e p ro d u cció n e sc la v ista
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tarlo 120 kilóm etros en carretas4 . Así, n o es casual que la zona del E geo —laberinto de islas, puertos y prom ontorios— haya sido el prim er hogar de la ciudad-Estado; n i que Atenas, su principal ejem plo, haya basado su fortuna com ercial en el transporte m arítim o; ni que, cuando la colonización griega se extendió hacia el O riente P róxim o en la ép oca h elenística, el puerto de A lejandría se convirtiera en la m ayor ciudad de E gipto y fuera la prim era capital m arítim a de su historia; n i que Roma, fin alm ente, se convirtiera a su vez, aguas arriba del Tíber, en una m etrópoli costera. El agua era el m ed io in su stitu ib le de com u nicación y com ercio que hacía p o sib le un crecim ien to de una con cen tración y com plejid ad m uy superior al m ed io rural que lo sosten ía. El m ar fue el veh ículo del im previsible esplendor de la A ntigüedad. La esp ecífica com binación de ciudad y cam po que caracterizó al m undo clá sico fue operativa, en últim o térm ino, d ebido únicam en te al lago situado en su centro. E l M editerráneo es e l ú n ico gran m ar interior en toda la circunferencia de la Tierra: só lo él ofrecía a una im portante zona geográfica la velocid ad del transporte m arítim o ju n to con los refugios terrestres contra los v ien to s y el oleaje. La p osición única de la Antigüedad clásica en la h istoria n o puede separarse de e ste p rivilegio físico. E n otras palabras, e l M editerráneo proporcionó el necesario m arco geográfico a la civilización antigua, pero su contenido y novedad h istóricas radican, s in em bargo, en la base social de la relación entre ciudad y cam po que se estab leció en su interior. E l m od o de p roducción esclavista fue la invención decisiva de l m undo grecorrom ano y lo que proporcionó la base últim a tanto de sus realizaciones co m o de su eclipse. E s preciso subrayar la originalidad d e e ste m odo de producción. La esclavitud ya había existid o en form as diferentes durante toda l a Antigüedad en el O riente Próxim o, co m o habría de existir m ás adelante e n toda Asia; pero siem pre había sid o una condición juríd icam en te im pura —-que con frecuencia tom aba la. form a de servidum bre por de u das o dé t raba jo f o rzado— , en tre otros tip o s m ixtos de servidum bre, y form ado sólo una categoría m uy reducida en un continu o am orfo de dependencia y falta de libertad que llegaba h asta m uy arriba en la escala social5. La esclavitu d nunca fue el tip o p redom in an te de extracción de ex4 Jones, The later Roman E m pire, II, pp. 841-2. 5 M. I. Finley, «Between slavery and freedom», C om parative Studies in Society and H istory, VI, 1963, pp. 237-8.
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La antigü edad clásica
cedente en e s t a s , m onarquías p rehelén icas, sino un fenóm eno residual que ex istía al m argen de la principal mano de obra rural. Los im perios sum erio, babilónico, asirio y egipcio — E stados fluviales, basados en una agricultura intensiva y de regadío que contrasta con el cu ltivo de tierras ligeras y de secano del m undo m editerráneo posterior— no fueron econom ías esclavistas, y sus sistem as legales carecían de una concepción estrictam en te definida de la propiedad de bienes m uebles. Las ciudades -Estado griegas fueron las prim eras en hacer de la esclavitud algo absoluto en su form a y dom inante en su extensión, transform ándola así de puro instrum ento secundario en un sistem ático m odo de producción. N aturalm ente, el mundo helén ico clásico no se basó nunca de form a exclusiva en la utilización del trabajo de esclavos. En las diferentes ciudadesEstado de Grecia, los cam pesinos libres, los arrendatarios dependientes y los artesanos de las ciudades siem pre coexistieron en diversas form as con los esclavos. Su propio desarrollo interno o externo podía cam biar n otablem ente la proporción de am bos de un siglo a otro: cada form ación social concreta es siem pre una específica com binación de diferentes m odos de producción, y las de la Antigüedad no constituyeron una excepción6. Pero el m odo de producción d o m in an te en la Grecia clásica, el que rigió la articulación com pleja de cada econom ía local e im prim ió su sello a toda la civilización de la ciudadE stado, fue el de la esclavitud. E sto m ism o habría de ocurrir tam bién en Rom a. El m undo antiguo nunca estu vo m arcado en su totalidad y de form a continua y om nipresente por el predom inio del trabajo esclavo. Pero las grandes épocas clásicas en las que floreció la civilización de la Antigüedad —Grecia en los ‘ A lo largo de este libro generalmente se preferirá el término «formación social» al de «sociedad». En el uso marxista, el propósito del concepto de formación social consiste precisamente en subrayar la pluralidad y heterogeneidad de los posibles modos de producción dentro de una totalidad histórica y social dada. Por el contrario, la repetición acrítica del término «sociedad» conlleva con demasiada frecuencia la presunción de una unidad subyacente de lo económico, lo político y lo cultural dentro de un conjunto histórico, cuando de hecho esta simple unidad e identidad no existen. A no ser que se especifique lo contrario, las formaciones sociales so n , pues, en este libro combinaciones concretas de diferentes m odos de producción organizados baio el predom inio de uno de ellos. Para esta distinción, véase Nicos Poulantzas, Pouvoir politique et classes sociales, París, 1968, pp. 10-12. [Poder político y clases sociales en el E stado capitalista, Madrid, Siglo XXI, 1972, pp. 4-7] Una vez aclarado esto, sería una pedantería evitar por completo el familiar término de «sociedad» y aquí no realizaremos ningún esfuerzo por evitarlo.
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siglos V y IV a. C. y Roma desde el sig lo II a. C. hasta el siglo II d. C.— fueron aquellas en las que la esclavitud fue masiva y general entre los otros sistem as de trabajo. El solsticio de la cultura urbana clásica siem pre presenció tam bién el cenit de la esclavitud, y la decadencia de la prim era, en la Grecia helenística o en la R om a cristiana, se caracterizó invariablem ente por la reducción de la segunda. A falta de estad ísticas fiables, es im posible calcular con exactitud la proporción global de población esclava en la tierra originaria del m odo de producción esclavista, la Grecia posarcaica. Las estim acion es m ás dignas de crédito varían enorm em ente, pero una reciente valoración es que la proporción de esclavos/ciu d ad an os libres en la Atenas de Pericles era aproxim adam ente de 3 a 27; en épocas diversas, el núm ero relativo de esclavos en Quíos, Egina o Corinto fue probablem ente mayor, m ientras que en Esparta la población ilota siem pre superó con creces a la ciudadana. En el siglo IV a. C., A ristóteles podía escribir sin darle m ayor im portancia que «los Estados están obligados a tener un gran núm ero de esclavos», m ientras que Jenofonte elaboraba un plan para restaurar la riqueza de Atenas en el que «el E stado poseería esclavos públicos hasta que hubiera tres por cada ciudadano ateniense»8. Así pues, en la Grecia clásica l os esclavos fueron utilizados por prim era vez y de form a habitual en la artesanía, la industria y la agricultu7 A. Andrewes, Greek society, Londres, 1967, p. 135, quien afirma que el total de mano de obra esclava era en esta zona de 80 a 100.000 hombres en el siglo V . cuando el número de ciudadanos ascendía quizá a unos 45.000. Este orden de magnitud exige probablemente un consenso más amplio que otras estim aciones más bajas o más elevadas. Pero todas las modernas historias de la Antigüedad se resienten de la falta de una información digna de crédito sobre el volumen de las poblaciones y de las clases sociales. Jones pudo calcular la proporción de esclavos y ciudadanos en el siglo IV, cuando ya había disminuido la población de Atenas, en 1: 1 sobre la base de las importaciones de grano en la ciudad: Athenian democracy, Oxford, 1957, pp. 76-9. Finley, por su parte, ha argumentado que esa proporción pudo llegar a ser de 3 ó 4: 1 en los períodos punta de los siglos V y IV: «Was Greek civilization based on slave labour?», Historia, VIII, 1959, pp. 58-9. La monografía moderna más extensa, aunque incompleta, sobre el tema de la esclavitud antigua el libro de W. L. Westermann, The slave systems of Greek and Roman antiquity, Filadelfia, 1955, p. 9, llega a un número global sem ejante al aceptado por Andrewes y Finley, esto es, entre 60 y 80.000 esclavos a comienzos de la guerra del Peloponeso. 8 Aristóteles, Politics, VII, iv , 4 [Política, Madrid, Espasa-Calpe, 1972]. Jenofonte, Ways and means, IV, 17. [La economía y los medios de aumentar las rentas.]
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ra en una escala superior a la dom éstica. Al m ism o tiem po, y m ientras el u so de la esclavitud s e h acía general, su n atu raleza se hizo correlativam ente absoluta: ya no con sistía en una form a relativa de servidum bre entre otras m uchas, situada a lo largo de un continuo gradual, sino en una condición extrem a de pérdida com pleta de libertad, que se yuxtaponía a una libertad nueva y sin trabas. La form ación de una subpoblación esclava nítidam ente delim itada fue, precisam ente, lo que elevó la ciudadanía de las ciudades griegas a cim as h asta en ton ces desconocidas de libertad jurídica consciente. La libertad y la esclavitud helénicas eran indivisibles: cada una de ellas era la condición estructural de la otra, en un sistem a diádico que no tuvo precedente ni equivalente en las jerarquías sociales de los im perios del O riente Próxim o, que no conocieron ni la noción de ciudadanía libre ni la de propiedad s e r v il9. E ste profundo cam bio jurídico fue en sí m ism o el correlato social e ideológico del «milagro» económ ico producido por la aparición del m odo de producción esclavista. La civilización de la Antigüedad clásica representaba, com o ya hem os señalado, la suprem acía anóm ala de la ciudad sobre el cam po en el m arco de una econom ía predom inantem ente rural: era la a n títesis del prim er m undo feudal que le sucedió. A falta de una industria m unicipal, la condición de posibilidad de esta grandeza m etropolitana era la existencia de trabajo e sclavo en el cam po, porque sólo los esclavos podían liberar de sus bases rurales a los m iem bros de una clase terrateniente tan radicalm ente que llegaran a transm utarse en ciudadanos esen cialm ente urbanos, por m ás que siguieran extrayendo de la tierra su riqueza básica. A ristóteles expresó la resultante id eología social de la tardía Grecia clásica con esta ocasional prescripción: «En cuanto a los que deben cultivar la tierra, si cabe elegir, deben preferirse los esclavos, y tener cuidado de que no sean todos de la m ism a nación, y principalm ente de que no sean belicosos. Con estas dos condiciones serán excelen tes para el trabajo y no pensarán en rebelarse. D espués e s conveniente m ezclar con los esclavos algunos bárbaros que sean siervos y que tengan las m ism as cualidades que aquéllos»l0. En el cam po rom ano fue característico del m odo de producción esclavista com pletam ente desarrollado el hecho de que incluso las funciones de 9 Westermann, The slave system s of Greek and Roman antiquity, páginas 42-3; Finley, «Between slavery and freedom», pp. 236-9. 10 Politics, IV, ix, 9. [Política, IV, ix .]
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dirección fueran delegadas en in sp ectores y adm in istradores esclavos, que ponían a trabajar en los cam pos a cuadrillas de esclavos11. A diferencia del señorío feudal, la finca con esclavos perm itía una perm anente disyunción entre la residencia y la renta; el excedente con el que se am asaban las fortunas de la clase poseedora podía extraerse sin su presen cia en las tierras. El vínculo entre el produ ctor rural in m ediato y el apropiador urbano de su producto no era con su etu d in a rio ni estaba condicionado p o r la localización de la tierra, com o ocurriría m ás tarde con la servidum bre adscripticia. Al contrario, ese vínculo era el acto com ercial universal de la com pra de m ercancías que se realizaba en las ciudades, donde el com ercio esclavista tenía sus típicos m ercados. El trabajo esclavo de la Antigüedad clásica encarnaba, pues, dos atributos contrad ictorios en cuya unidad radica el secreto de la paradójica precocidad urbana del m undo grecorrom ano. Por una parte, la esclavitud representaba la m ás radical degradación rural im aginable del trabajo, esto es, la conversión de ios hom bres en m e d io s inertes d e producción m ediante su privación de todos los derechos sociales y s u asim ilación legal a las b estia s de carga. La teoría rom ana definía al esclavo agrícola com o in s tru m e n tu m vocale, herram ienta que habla, y lo situaba un grado por encim a del ganado, que constituía un in s tru m e n tu m sem ivocale, y dos grados por encim a de los aperos, que eran el in str u m e n tu m m u tu m . Por otra parte, la esclavitu d era sim ultán eam ente la m ás drástica com ercialización urbana con ceb ible del trabajo, es decir, la reducción de toda la persona del trabajador a un o b jeto estandarizado de com pra y venta en los m ercados m etropolitanos de interc a m b io de m ercancías. El d estin o de la inm ensa m ayoría de los esclavos en la Antigüedad clásica er a e l trabajo agrícola (aunque no fuera así siem pre ni en todas partes, sí lo f u e en donjunto): su concentración, reparto y en vío se efectuaba norm alm ente desde los m ercados de las ciudades, en las que m uchos de ello s, naturalm ente, tam bién estaban em pleados. La escla11 La misma ubicuidad del trabajo esclavo en el cenit de la república y el principado romanos tuvo el efecto paradójico de promover a determinadas categorías de esclavos a posiciones administrativas o profesionales de responsabilidad, lo que a su vez facilitó la manumisión y la subsiguiente integración de los hijos de los libertos cualificados en la clase de los ciudadanos. E ste proceso no fue tanto un paliativo humanitario de la esclavitud clásica, cuanto una nueva prueba de la abstención radical de la clase dirigente romana de cualquier forma de trabajo productivo, incluso de tipo ejecutivo.
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vitud era, pues, el gozne econ óm ico que unía a la ciudad y el cam po, con un desorbitado b eneficio para la polis. M antenía aquella agricultura cautiva que perm itía la diferenciación radical de una clase dirigente urbana de sus orígenes rurales y a la vez prom ovía el com ercio entre las ciudades que era el com plem ento de esta agricultura en el M editerráneo. Entre otras ventajas, io s e sclavos eran un a m ercancía em inentem ente m óvil en un m undo en que los obstácu los en el transporte tenían una im portancia capital para la estructura de toda la econom ía12. Los esclavos podían ser en viados por barco de una región a otra sin ninguna dificultad; podían ser adiestrados en num erosos y diversos oficios; adem ás, e n las épocas de oferta abundante, los esclavos intervenían para m antener bajos los costes allí donde trabajaban obreros asalariados o artesanos independientes, debido al trabajo a lte r n a tiv o que proporcionaban. La riqueza y el b ien estar de la clase urbana propietaria de la Antigüedad clásica —y, sobre todo, la de Atenas y Roma en el m om ento de su esplendor— se basaron en el am plio excedente producido por la om nipresencia de esté sistem a de trabajo, que no dejó intacto n in g ú n o tro. El precio pagado por este in strum ento brutal y lucrativo fue, sin em bargo, m uy alto. En la época clásica, las relaciones esclavistas de producción fijaron algunos lím ites insuperables a las fuerzas de producción de la Antigüedad. Sobre todo, esas relaciones tendieron en ú ltim o térm ino a paralizar la productividad de la agricultura y de la industria. En la econom ía de la Antigüedad clásica se produjeron tam bién, por supuesto, algunas m ejoras técnicas. Ningún m odo de producción está desprovisto de progresos m ateriales en su fase ascendente, y el m odo de producción esclavista registró, en su m ejor m om ento, algunos avances im portantes en el equipam iento económ ico desarrollado en el m arco de su nueva división social del trabajo. Entre ellos se puede señalar la expansión de los cultivos vinícolas y oleícolas m ás rentables; la introducción de m olinos giratorios para el grano y la m ejora en la calidad del pan. Adem ás, se diseñaron nuevas prensas de husillo, se desarrollaron m étodos de soplado de vidrio y se perfeccionaron los sistem as de calefacción. Es probable que avanzaran tam bién la com binación de cu ltivo s, los con ocim ien tos botánicos y el drenaje de los cam pos1 3. En el m undo clásico, por tanto, no se 1 2Weber, «Agrarverhältnisse 13 im Altertum», pp. 5-6. Véase especialmente F. Kiechle, Sklavenarbeit und technischer Fort
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produjo una sim ple paralización final de la técnica, pero, al m ism o tiem po, nunca se produjo una im portante gama de invenciones que em pujaran a la econom ía antigua hacia unas fuerzas de producción cualitativam ente nuevas. En una p erspectiva comparada, no hay nada m á s sorprendente que el global estancam iento tecnológico do la Antigüedad14. Será suficiente com parar el historial de sus ocho siglos de existencia, desde el ascenso de Atenas hasta la caída de Rom a, con el equivalente periodo de tiem po del modo de producción feudal que le sucedió, para percibir la diferencia entre una econom ía relativam ente estática y otra dinámica. Más llam ativo todavía fue, por supuesto, el contraste dentro del propio m undo clásico entre su vitalidad cultural y superestructural y su em botam iento infraestructural. La tecnología m anual de la Antigüedad fu e e x ig u a y prim itiva, no sólo si se m ide por el patrón externo de una historia posterior, sino, sobre todo, si se com para con su propio firm am ento intelectual, que en m uchos asp ectos fundam entales siem pre se m antuvo por encim a del de la Edad M edia. Sin duda, la estructura de la econom ía esclavista fue, en lo fundam ental, la responsable de esta extraordinaria desproporción. A ristóteles, que para las épocas posteriores fue el pensador m ás im portante y representativo de la Antigüedad, resum ió lacónicam ente este principio social con la frase: «El E stado perfecto no adm itirá nunca al trabajador m anual entre los ciudadanos, porque la m ayor parte de ellos son hoy esclavos o extranjeros»15. E se E stado representaba la norm a ideal del m odo de producción esclavista, que nunca se realizó en ninguna form ación social del m undo antiguo. Pero su lógica siem pre estuvo presente de form a inmanente en la naturaleza de los sistem as económ icos clásicos. Una vez que el trabajo m anual quedaba profundam ente asociado a la falta de libertad, no existía ningún espacio social libre para la invención. Los sofocantes efectos de la esclavitud sobre la técnica no fueron un sim ple producto de la baja prod u ctividad m edia d el propio trabajo esclavista y ni siquiera del sch ritt im röm ischen Reich, Wiesbaden, 1969, pp. 12-114; L. A. Moritz, Grain-miils and flour in classical Antiquity, Oxford, 1958; K. D. White, Roman farming, Londres, 1970, pp. 123-4, 147-72, 188-91, 260-1, 452. 14 El problema general está planteado enérgicamente, como de costumbre, por Finley, «Technical innovation and economic progress in the ancient world», Econom ic H istory R eview , XVIII, num. 1, 1955, pp. 2945. Para las realizaciones específicas del Imperio romano, véase F. W. Walbank, The awful revolution, Liverpool, 1969, pp. 40-1, 46-7, 108-10. 15 Politics, III, iv, 2. [Política, III, iii, 2.]
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volum en de su utilización, sino que afectaron sutilm en te a todas las form as de trabajo. Marx intentó expresar el tip o de acción que ejercieron en una fr ase fam osa, aunque teóricam ente críptica: «En todas las form as de sociedad existe una determ inada producción que asigna a todas las otras su correspondiente rango e influencia y cuyas relaciones, por lo tanto, asignan a todas las otras el rango y la influencia. E s una ilum inación general en la que se bañan todos los colores y que m odifica las particularidades de éstos. Es com o un éter particular que determ ina el peso esp ecífico de todas las form as de existencia que allí tom an relieve»16. Como es evidente, los esclavos agrícolas tenían m uy p ocos incentivos para realizar sus tareas económ icas de form a com petente y concienzuda cuando se relajaba la vigilancia; su em pleo óptim o tenía lugar en los viñedos y los olivares. Por otra parte, m uchos artesanos y algunos agricultores esclavos poseían a m enudo una destreza notable, dentro de los lím ites de las técnicas dom inantes. La com pulsión estructural de la esclavitud sobre la técnica no residía tanto en una causalidad intraeconóm ica (aunque ésta era im portante en sí m ism a) cuanto en la m ediata ideología social que rodeaba a la totalidad del trabajo m anual en el m undo clásico y contam inaba al trabajo asalariado e incluso al independiente con el estigm a de la deshonra17. En general, el trabajo esclavo no era m enos productivo que el libre e incluso en algunos cam pos su productividad era superior, pero sentó las bases de am bos, de tal form a que entre ellos nunca se desarrolló una gran divergencia en un esp acio económ ico com ún que excluía la aplicación de la cultura a la técnica para producir inventos. El divorcio entre el trabajo m aterial y la esfera de la libertad era tan rígido que los griegos n o tenían siquiera una palabra en su idioma para expresar el con cep to de trabajo, ni com o fu n ción social ni en cuanto conducta personal. Él trabajo agrícola y el artesanal se consideraban esencialm ente co m o «adaptaciones» 16 G rundrisse der K ritik der politischen Ökonomie, Berlin, 1953, p. 27. [E lem entos fundam entales para la crítica de la economía política, Madrid, Siglo XXI, 1972, pp. 27-8]. 17 Finley señala que el término griego penia, que habitualmente se opone a ploutos com o «pobreza» a «riqueza», tiene en realidad el sentido peyorativo más amplio de «trabajo penoso» o de «obligación de trabajar», y puede abarcar incluso a los pequeños y prósperos arrendatarios, sobre cuyo trabajo se cierne también la misma sombra cultural: M. I. Finley, The ancient economy, Londres, 1973, p. 41. [La economía de la Antigüedad, Madrid, FCE, 1975.]
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a la naturaleza y n o com o transform aciones de ésta; am bos eran form as de servicio. Platón tam bién desterró im plícitam ente a los artesanos de la p o lis; para él «el trabajo es algo ajeno a los valores hum anos y en algunos a sp ectos in clu so parece ser la an títesis de lo que es esen cial al hom bre»18. La técnica, considerada co m o instru m en tación prem ed itada y progresiva del m undo natural p or el hom bre, era in com p atible con la asim ilación global del hom bre al m undo natural com o su «instrum ento parlante». La productividad quedaba fijada por la perenne rutina del in stru m e n tu m vocalis, que devaluaba tod o trabajo al im pedir la preocupación p erm anente p or los sistem as de econom ía. La vía típica de expansión para cualquier E stado de la Antigüedad siem pre fue, pues, una vía «lateral» —la conquista geográfica— y n o el avance econ óm ico. En consecuencia, l a civilizáción clásica tuvo un carácter inherentem ente colonial: la ciudad-E stado celular se reproducía invariablem ente a sí m ism a, en las fases de auge, por m ed io del pob lam ien to y la guerra. Los saqueos, los tribu tos y lo s esclavos eran los ob jetos fundam entales del engrandecim iento, m ed ios y a la vez fines de la exp ansión colonial. E l p oderío m ilita r estaba quizá m ucho m ás ligado al crecim ien to econ óm ico que en ningún otro m od o de producción anterior o posterior, d eb ido a que la principal fuente del trabajo esclavo era n orm alm ente la captura de prisioneros de guerra, m ientras que la form ación de tropas libres urbanas con d estin o a la guerra dependía del m antenim iento de la producción interna p or lo s escla v o s. Los cam pos de batalla proporcionaban m ano de obra para los cam pos d e c e r e a l e s y, viceversa, los trabajadores cau tivos perm itían la creación de 18 J. P. Vernant, M ythe et pensée chez les Grecs, París, 1965, pp. 192, 197-9, 217. [M ito y pensam iento en la Grecia antigua, Barcelona, Ariel, 1974.] Los dos ensayos de Vernant, «Prométhée et la fonction technique» y «Travail et nature dans la Grèce ancienne» ofrecen un análisis sutil de las distinciones entre poiesis y praxis, y de las relaciones del agricultor, el artesano y el prestam ista con la polis. Alexandre Koyré intentó demostrar en una ocasión que el estancam iento técnico de la civilización griega no se debió a la presencia de la esclavitud o a la devaluación del trabajo, sino a la ausencia de la física, que se hizo im posible por la incapacidad de los griegos para aplicar las medidas m atemáticas al mundo terrestre: «Du monde de l’à peu près à l’univers de la précision», C ritique, septiem bre de 1948, pp. 806-8. Al hacer esto, Koyré intentaba explícitamente evitar una explicación sociológica del fenómeno; pero, como el mismo Koyré adm itió im plícitam ente en otro lugar, la Edad Media tampoco conoció la física y, sin embargo, produjo una tecnología dinámica: no fue el itinerario de la ciencia, sino el curso de las relaciones de producción, lo que marcó el destino de la técnica.
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ejércitos de ciudadanos. En la Antigüedad clásica pueden observarse tres grandes ciclos de expansión im perial, cuyos rasgos sucesivos y cam biantes estructuraron el m odelo global del m undo grecorrom ano: el ciclo aten iense, el m acedonio y el rom ano. Cada uno de ellos representó una solución específica a los problem as p olíticos y organizativos de la conquista ultram arina, solución que quedó integrada y superada por la siguiente, sin que nunca se transgredieran las bases subterráneas de una co m ún civilización urbana.
2.
GRECIA
La aparición de las ciudades-E stado helenas en la zona del Egeo es anterior a la época clásica, y con las fuentes disponibles, no escritas, sólo pueden apreciarse sus rasgos generales. Tras el colapso de la civilización m icénica hacia el año 1200 a. C., Grecia sufrió una prolongada «Edad Oscura» en la que la escritura desapareció y la vida económ ica retrocedió a un estadio dom éstico rudim entario: es el m undo prim itivo y rural reflejado en la épica de H om ero. Fue en la siguiente época de la Grecia arcaica, del 800 al 500 a. C., cuando cristalizó por vez primera y m uy lentam ente el m od elo urbano de la civilización clásica. En algún m om ento antes de la aparición de los docum entos históricos, las m onarquías locales fueron derrocadas por las aristocracias tribales y, bajo el dom inio de estas noblezas, se fundaron o desarrollaron algunas ciudades. El gobierno aristocrático de la Grecia arcaica coincidió con la reaparición del com ercio de larga distancia (principalm ente con Siria y con el Oriente), con las prim eras acuñaciones de m oneda (inventadas en Lidia en el siglo VII) y con la escritu ra alfabética (derivada de Fenicia). La urbanización progresó ininterrum pidam ente, extendiéndose a ultram ar por el M editerráneo y el Euxino, hasta que a finales del período de la colonización, a m ediados del siglo V I, había alrededor de 1500 ciudades griegas en la patria helénica y en el extranjero, prácticam ente ninguna de ellas alejada más de 40 kilóm etros de la costa. En lo esencial, estas ciudades eran n úcleos residenciales donde se concentraban los agricultores y los terratenien tes. En la pequeña ciudad típica de esta época, los agricultores vivían dentro de sus m urallas y cada día salían a trabajar a los cam pos, volviendo de noche, aunque el territorio de las ciudades siem pre incluía una circunferencia agraria con una población enteram ente rural asentada en ella. La organización social de estas ciudades todavía reflejaba buena parte del pasado tribal del que habían surgido: su estructura interna estaba articulada en unidades hereditarias cuya nom enclatura de parentesco representaba una traslación urbana de
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las tradicionales divisiones rurales. Así, los habitantes de las ciudades estaban norm alm ente organizados —en orden descendente de tam año y pertenencia— en «tribus», «fratrías» y «clanes». Los clanes eran grupos exclusivam ente aristocráticos y las «fratrías» quizá fueran originalm ente sus clientelas populares1 . De las constitu ciones políticas form ales de las ciudades griegas en la era arcaica se conoce poco, ya que —a diferencia de las de Rom a en un estadio equivalente de desarrollo— no sobrevivieron en la época clásica, pero es evidente que estaban basadas en el dom inio privilegiado de una nobleza hereditaria sobre el resto de la población urbana, d om inio que se ejercía norm alm ente por m edio del gobierno sobre la ciudad de un con sejo exclusivam ente aristocrático. La ruptura de este orden general acaeció en el últim o siglo de la era arcaica, con la aparición de los «tiranos» (ca. 650-510 antes de Cristo). E stos autócratas rom pieron el d om inio de las aristocracias ancestrales sobre las ciudades; representaban a los nuevos terratenien tes y a una riqueza m ás reciente, acum ulada durante el. crecim ien to económ ico de la época precedente, y basaban su poder, en una m edida m ucho m ayor, en las concesion es hechas a la m asa no privilegiada de los habitantes de la ciudad. Las tiranías del siglo VI constituyeron, en efecto, la crítica transición hacia la p o lis clásica, porque en e ste período de sacudidas fue cuando se echaron los cim ien tos económ icos y m ilitares de la civilización clásica de Grecia. Los tiranos fueron el producto de un doble proceso que tuvo lugar en las ciudades helénicas de finales del período arcaico. La llegada de la m oneda y la expansión de una econom ía m onetaria fueron acom pañadas de un rápido aum ento en el com ercio y la población global de Grecia. La ola de colonización ultram arina de los siglos VIII al VI fue la expresión m ás obvia de esta evolución. M ientras tanto, la superior productividad de los cultivos helénicos de vino y olivo, m ás intensivos que la coetánea agricultura cerealista, proporcionó quizá a Grecia una ventaja relativa en los intercam bios com erciales dentro de la zona m editerrá n ea 2. Las oportunidades económ icas ocasionadas por este crecim ien to crearon un estrato de propietarios agrícolas enriquecidos en fecha reciente, que no procedían de las filas de la nobleza tradicional y se beneficiaban probablem ente en al1 A. Andrewes, Greek society, Londres, 1967, pp. 76-82. 2 Véanse las pruebas en William McNeill, The rise of the W est, Chicago, 1963, pp. 201, 273. [La civilización de Occidente, Barcelona, Vosgos, 1973.]
G recia
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gunos casos de las em p resas com erciales auxiliares. La nueva riqueza de este grupo n o iba em parejada a u n poder equivalen te en la ciudad. Al m ism o tiem p o, e l aum ento de la población y la expansión y d islocación de la econom ía arcaica provocaron profundas ten sion es sociales entre la clase rural m ás pobre, que era siem pre la m ás suscep tib le de verse degradada o som etid a a los terraten ien tes nobles y que ahora estaba expuesta a nuevas presion es e in certid u m b res3. La presión com binada del d escon ten to rural por abajo y de las nuevas fortunas por arriba quebraron el estrech o círculo del dom inio aristocrático en las ciudades. El resultado característico de los levan tam ientos p o lítico s que tuvieron lugar en las ciudades fue la aparición de las fugaces tiranías de finales del siglo VII y del VI. Los tiranos eran norm alm ente un os arribistas de considerable riqueza, cuyo poder p erson al sim bolizaba el acceso del grupo social del que procedían a los honores y las posiciones elevadas dentro de la ciudad. Su victoria, sin em bargo, fue p o sib le generalm ente só lo p or la u tilización que hicieron de las reivindicaciones radicales de los pobres, y su s realizaciones m ás duraderas fueron las reform as económ icas en favor de las clases populares que tuvieron que con ceder o tolerar para asegurar su poder. En co n flicto con la nobleza tradicional, los tiranos bloquearon ob jetivam ente la m onopolización de la propiedad agraria, que era la tendencia final del d om inio ilim itado de aquélla y que am enazaba con causar ten sion es sociales crecien tes en la Grecia arcaica. Con la ú nica excepción de la llanura interior de Tesalia, las pequeñas propiedades agrarias fueron conservadas y consolid adas durante esta época en toda Grecia. Dada la carencia de testim o n io s docum entales del período p reclásico, las d iferentes form as en las que tuvo lugar este proceso tienen que ser reconstruidas a partir de sus efectos p osteriores. La prim era rebelión im portante contra el dom in io aristocrático que desem bocó en la im plantación de una tiranía, apoyada en las cla ses b ajas, tuvo lugar a m ediados del siglo V II en Corinto, donde la fam ilia de lo s B aquíadas fue derrocada de su tradicional control sobre la ciudad, u n o de los prim eros cen tros com erciales que flo reció en Grecia. Pero son las reform as solónicas de A tenas las que ofrecen e l ejem plo 3 W. G. Forrest, The em ergence of Greek dem ocracy, Londres, 1966, páginas 55, 150-6 [La dem ocracia griega, Madrid, Guadarrama, 1967], que insiste en el nuevo crecimiento económ ico del campo; A. Andrewes, The Greek tyrants, Londres 1956, pp. 80-1, que acentúa la depresión social de la clase de los pequeños agricultores.
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m ás claro y m ejor docum entado de l o que probablem ente fue el m od elo general de la época. Solón, que no era un tirano, fue investido del poder suprem o para que sirviera de m ediador en las encarnizadas luchas sociales entre ricos y pobres que estallaron en el Atica a com ien zos del siglo V I. Su m edida m ás d ecisiva con sistió en abolir la adscripción por deudas a la tierra, m ecanism o típ ico por el que los pequeños propietarios eran víctim as de los grandes terraten ien tes y se convertían en sus arrendatarios dependientes, o los arrendatarios se convertían en cautivos de los propietarios aristócratas4. El resultado fue im pedir el crecim ien to de las fincas nobiliarias y estabilizar el m odelo de las pequeñas y m edianas propiedades, que a partir de entonces caracterizaron al cam po del Atica. E ste orden econ óm ico fue acom pañado de una nueva adm inistración política. S olón privó a la nobleza de su m onopolio de los cargos al dividir a la población de Atenas en cuatro clases de rentas. A las dos clases superiores les concedió el derecho a las suprem as m agistraturas; a la tercera, el acceso a los cargos adm inistrativos in feriores, y a la cuarta y últim a, un voto en la asam blea de ciudadanos, que a partir de entonces se convirtió en un a in stitu ción regular de la ciudad. Pero estas disp osicion es no estab an destinadas a durar. En los treinta años siguientes, Atenas experim entó un rápido crecim iento com ercial con la creación de una m oneda de la ciudad y la m ultiplicación del com ercio local. Los con flictos sociales entre los ciudadanos se renovaron y agravaron rápidam ente, culm inando en la tom a del poder por el tirano Pisístrato. Bajo su dom inio, la form ación social aten iense adoptó su configuración definitiva. Pisístrato patrocinó un program a de construcciones que proporcionó trabajo a los artesanos y trabajadores urbanos y presidió el florecien te desarrollo del tráfico m arítim o m ás allá del Pireo. Pero, sobre todo, P isístrato ofreció una asistencia financiera directa al cam pesinado ateniense en form a de créditos públicos que afianzaron su autonom ía y seg u rid a d 5 en vís4 No se sabe con certeza si los campesinos pobres del Atica eran arrendatarios o propietarios de sus tierras antes de las reformas de Solón. Andrewes afirma que quizá fueran lo primero (Greek society, páginas 106-7), pero las generaciones posteriores no conservan ningún recuerdo de una distribución de tierras efectuada por Solón. La tesis de Andrewes parece, pues, improbable. 5 M. I. Finley, The ancient Greeks, Londres, 1963, p. 33 [Los griegos de la Antigüedad, Barcelona, Labor, 1973] considera la política de Pisístrato más importante para la independencia económica del campesinado ático que las reformas de Solón.
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peras de la polis clásica. La supervivencia incondicional de los pequeños y m edianos agricultores estaba garantizada. Este proceso económ ico —cuya inversa ausencia habría de definir m ás tarde la h istoria social de R om a— parece que fue sim ilar en toda Grecia, aunque los hechos en que se apoyó no están en parte alguna tan docum entados com o en Atenas. En el resto de Grecia, el tam año m edio de las propiedades rurales posiblem ente era m ayor, pero sólo en Tesalia predom inaban las grandes fincas de la aristocracia. La base económ ica de la ciudadanía helena habría de ser la m odesta propiedad agrícola. Aproxim adam ente al m ism o tiem po en que se llegaba a este ajuste social, en la era de las tiranías, tuvo lugar un cam bio significativo en la organización m ilitar de las ciudades. A partir de entonces, los ejércitos se com pusieron esencialm ente de hoplitas, infantería pesada que constituyó una innovación griega en el m undo m editerráneo. Cada hoplita se equipaba, a sus expensas, con arm as y armadura: una soldadesca de este tipo presuponía un razonable nivel econ óm ico y, de hecho, los soldados hoplitas siem pre procedían de la clase m edia agraria de las ciudades. Su eficacia m ilitar habría de m ostrarse en las sorprendentes victorias griegas sobre los persas en el siglo siguiente, pero lo m ás im portante fue, en definitiva, su posición central dentro de la estructura política de las ciudades-Estado. La condición previa de la posterior «dem ocracia» griega o de la extendida «oligarquía» fue una infantería de ciudadanos que se arm aban a sí m ism os. E sparta fue la prim era ciudad-E stado que encarnó los resultados sociales del sistem a m ilitar hoplita. Su evolución en la época preclásica constituye un curioso contrapeso de la de Atenas. Esparta, en efecto, no con oció ninguna tiranía, y la falta de este habitual ep isodio transicional prestó un carácter peculiar a sus in stitu cion es econ óm icas y políticas, m ezclando en un m olde sui generis rasgos avanzados y arcaicos. La ciudad de Esparta conquistó desde fecha tem prana un hinterland relativam ente am plio en el P eloponeso, prim ero hacia el este, en Laconia, y después hacia el oeste, en M esenia, y esclavizó a la m ayor parte de los habitantes de am bas regiones, que se convirtieron en «ilotas» del Estado. E ste engrandecim iento geográfico y este som etim ien to social de la población de los alrededores se consiguieron bajo el dom inio m onárquico. En el transcurso del siglo V II, sin em bargo, y tras la conquista inicial de M esenia o la p osterior represión de una rebelión m esenia, y com o consecuencia de ella, tuvieron lugar en la sociedad espar2
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tana algunos cam bios radicales, atribuidos tradicionalm ente a la figura m ítica del reform ador Licurgo. De acuerdo con la leyenda griega, la tierra se dividió en partes iguales que se d istribuyeron entre los espartanos en kleroi o parcelas, cultivadas por los ilotas, que eran propiedad colectiva del Estado. Más tarde, esas propiedades «antiguas» se consideraron inalienables, m ientras que los terrenos más recientes se consideraban propiedad privada que podía venderse y co m p ra rse6. Todos los ciudadanos tenían que abonar cantidades fijas en especie a la syssitia o m esa com ún servida por cocineros y cam areros ilo tas; quienes fueran incapaces de cum plir esa obligación perdían autom áticam ente la ciudadanía y se convertían en «inferiores», desgracia contra la que p osiblem ente fue establecida la posesión de lotes inalienables. El resultado final de este sistem a fue la creación de una intensa unidad colectiva entre los espartanos, que se llam aban a sí m ism os con todo orgullo hoi hom oioi, los «iguales», aunque la com pleta igualdad económ ica no fue en ningún m om ento un verdadero rasgo de la ciudadanía espartana7. El sistem a p olítico que surgió sobre la base de los kleroi fue correlativam ente nuevo para su tiem po. La m onarquía nunca desapareció por com pleto, com o sucedió en las otras ciudades griegas, pero quedó reducida a un generalato hereditario y lim itada por una doble titularidad, investida en dos fam ilias reales8. En los dem ás aspectos, los «reyes» espartanos eran sim plem ente m iem bros de la aristocracia y participaban sin privilegios especiales en el con sejo de los treinta ancianos o gerousia que gobernaba originariam ente a la ciudad. El conflicto típico entre m onarquía y nobleza en la prim era época arcaica se resolvió aquí por m edio de un com prom iso in stitu cion al entre am bos. Sin em bargo, durante el siglo V II la m asa de los ciudadanos llegó a con stituir una asam blea plenaria de la ciudad, con derecho a decidir sobre la política que le presentaba el con sejo de ancianos, que, a su vez, se convirtió en un cuerpo 6 Se ha puesto en duda la realidad de una originaria división de tierras e incluso de una posterior inalienabilidad de los kleroi; véase, por ejem plo A. H. M. Jones, Sparta, Oxford, 1967, pp. 40-3. Andrewes, aunque con precaución, concede más crédito a las creencias griegas: G reek society, pp. 94-5. 7 La extensión de los kleroi que apuntalaban la solidaridad social de Esparta ha sido muy debatida, con estim aciones que varían desde 8 a 36 hectáreas de tierra cultivable; véase P. Oliva, S parta and her social p ro b lems, Amsterdam-Praga, 1971, pp. 51-2. 8 Para la estructura de la constitución, véase Jones, Sparta, pp. 13-43.
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electivo, m ien tras que lo s cin co m agistrados anuales o éforos tuvieron en adelante la suprem a autoridad ejecutiva p or elección directa de tod o s los ciudadanos. Las decisiones de la asam b lea podían ser rechazadas p or e l v e to de la gerousia, y los éforos disponían de una excep cion al concentración de poder arbitrario, pero a p esa r de ello la con stitu ción espartana que cristalizó en la época p reclásica era en lo social la m ás avanzada de su tiem po. E sa co n stitu ció n representaba, en efecto, el prim er derecho de v o to hoplita que se conquistó en G recia9, y su introd ucción se sitúa a m enudo en el papel desem peñado por la nueva in fantería pesada en la con q u ista o el aplastam iento de la población som etida de M esenia. A partir de entonces, E sparta siem p re fu e fam osa p or la inigualada disciplina y e l valor de sus sold ados hoplitas. Las singulares cualidades m ilitares de los espartanos fueron consecu encia, a su vez, de la generalización del trabajo de los ilotas, que liberó a los ciudadanos de toda función productiva directa y les perm itió entrenarse p rofesion alm en te para la guerra con una dedicación plena. E l resultado fue la creación de un cuerpo de unos och o o nueve m il ciudadanos de Esparta, económ icam ente autosuficien tes y p olíticam en te libres, m ucho m ás am plio e igualitario que cualquier otra aristocracia coetánea o cualquier otra o ligarquía p osterior en Grecia. El extrem o conservadurism o de la form ación social y e l sistem a p o lítico espartanos en la época clásica, que les hace parecer o b so leto s y atrasados en el siglo V, fue en realidad el p rod u cto de los n otab les éxitos de sus transform aciones innovadoras del sig lo V II. Fue el prim er E stado griego que alcanzó una con stitu ción hoplita y el ú ltim o que la m odificó: el m od elo prim igenio de la era arcaica sobrevivió h asta la m ism a víspera de la defin itiva extinción de Esparta, m edio m ilen io después. E n el resto de Grecia, co m o ya h em os visto, las ciudadesE stad o evolucionaron m ás len tam en te hacia su form a clásica. N orm alm ente, las tiranías fueron las necesarias fases interm edias de desarrollo. Su legislación agraria o sus innovaciones m ilitares prepararon la polis h elén ica del siglo V . Pero todavía fue n ecesaria una nueva y com p letam ente decisiva innovación para la llegada de la civilización griega clásica. Se trata, naturalm ente, de la in trod ucción en gran escala de la esclavitud. La conservación de la pequeña y m ediana propiedad de la tierra había resu elto en el Atica y en toda Grecia una creciente 9 Andrewes, The G reek tyran ts, pp. 75-6.
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crisis social, pero por sí m ism a habría conducido a la paralización del desarrollo p olítico y cultural de la civilización griega en un nivel «beocio» al im pedir la aparición de una división social del trabajo y de una superestructura urbana m ás com plejas. Las com unidades relativam ente igualitarias de cam pesinos pueden congregarse físicam en te en ciudades, pero lo que no pueden crear, en la sim plicidad de su estado, es una brillante civilización ciudadana del tip o que la Antigüedad iba a presenciar ahora por vez prim era. Para eso se requería la generalización de una fuerza de trabajo excedente y cautiva que em ancipara al estrato dirigente y le perm itiera construir un nuevo m undo civil e intelectual. «En general, la esclavitud fue fundam ental para la civilización griega en el sentido de que su abolición y su stitu ción por trabajo libre —si a alguien se le hubiera ocurrido intentarlo— habría dislocado toda la sociedad y acabado con el o cio de las clases altas de Atenas y Esparta»10. Así pues, no fue algo puram ente fortuito que la salvación del cam pesinado independiente y la cancelación de la servidum bre por deudas fueran rápidam ente seguidas, en las ciudades y en el cam po de la Grecia clásica, de un nuevo y extraordinario aum ento en el u so del trabajo de esclavos. En efecto, cuando los extrem os de la polarización social quedaron bloqueados dentro de las com unidades helenas, la clase dom inante recurrió lógicam ente a la im portación de esclavos para resolver la escasez de m ano de obra. El precio de los esclavos —en su m ayoría tracios, frigios y sirios— era bajísim o, n o m uy superior al costo de un año de m antenim iento11; lo que perm itió que su em pleo se generalizase en toda la sociedad griega hasta el punto de que incluso los m ás hu m ildes artesanos o los p equeños agricultores con frecuencia podían poseerlos. E sta evolución económ ica tam bién se había anticipado en Esparta, porque la previa creación de una m asa rural de ilotas en Laconia y M esenia fue lo que perm itió la aparición de la fraternidad de los espartanos, la prim era población esclava num erosa de la Grecia p reclásica y la prim era clase libre de hoplitas. Pero en este caso, com o en todos los dem ás, la prioridad espartana bloqueó la p osterior evolución: la condición de los ilotas se detuvo en una «form a subdesarrollada» de e sc la v itu d 12, porque los 10 Andrewes, Greek society, p. 133. Compárese con V. Ehrenburg, The Greek state, Londres, 1969, p. 96: «Sin metecos o esclavos, difícilmente habría existido la p olis.» 11 Andrewes, Greek society, p. 135. 12 Oliva, Sparta and her social problem s, pp. 43-4. Los ilotas poseían
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ilotas no podían ser com prados, ni vendidos, ni m anum itidos, y eran propiedad colectiva en vez de privada. La esclavitud plenam ente m ercantil, regida por las leyes del m ercado, fue introducida en Grecia en las ciudades-Estado que habrían de ser los rivales de Esparta. En el siglo V , durante el apogeo de la polis clásica, Atenas, Corinto, Egina y prácticam ente todas las ciudades de alguna im portancia tenían una num erosa población esclava que con frecuencia superaba a la de ciudadanos libres. Fue la im plantación de esta econom ía esclavista —en las m inas, la agricultura y la artesanía— lo que perm itió el repentino florecim ien to de la civilización urbana de Grecia. N aturalm ente, su im pacto —com o ya hem os indicado antes— no se lim itó a lo económ ico. «La esclavitud no era, por supuesto, una mera necesidad económ ica, sino que era vital para el conjunto de la vida social y p olítica de los ciudadanos»13. La polis clásica estaba basada en el nuevo descubrim iento conceptual de la libertad, posibilitado por la institu ción sistem ática de la esclavitud: frente a los trabajadores esclavos, el ciudadano libre aparecía ahora en todo su esplendor. Las prim eras in stitu ciones «dem ocráticas» de la Grecia clásica aparecieron en Quíos a m ediados del siglo V I; la tradición afirm a tam bién que Quíos fue la primera ciudad griega que im portó en gran escala esclavos procedentes del bárbaro O riente14. En Atenas, las reform as de S olón fueron seguidas por un vertiginoso aum ento de la población esclava en la época de la tiranía, a la que siguió, a su vez, una nueva constitución elaborada por C lístenes que abolió las tradicionales division es tribales de la población, con sus oportunidades para el clien telism o aristocrático, reorganizó a los ciudadanos en «dem os» locales y territoriales e instituyó la elección por sorteo para un am pliado C onsejo de los Q uinientos, que dirigiría los asuntos de la ciudad en com binación con la asamblea popular. Durante el siglo V tuvo lugar la generalización de esta fórm ula p olítica «probuléutica» en las ciudades-E stado de Grecia: un con sejo reducido proponía las decisiones públicas a una asam blea m ás am plia que las votaba, pero que carecía de derecho de iniciativa (aunque en los E stados m ás populares la asam blea conquistaría m ás adelante ese derecho). Las variaciones en la com p osición del consejo y la asam blea, y en la elección de los m agistrados del E stado que dirigían su adm itambién sus propias fam ilias y en ocasiones fueron utilizados para realizar tareas militares. 13 Victor Ehrenburg, The G reek state, p. 97. 14 Finley, The ancient Greeks, p. 36.
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nistración, definían el grado relativo de «dem ocracia» o de «oligarquía» dentro de cada polis. El sistem a espartano, dom inado por un eforado autoritario, fue el evidente antípoda del ateniense, que llegó a estar centrado en la asam blea plenaria de ciudadanos. Pero la línea esencial de dem arcación no pasaba por la ciudadanía constituyente de la polis, p or m ás que ésta estuviera organizada y estratificada, sino que separaba a los ciudadanos —ya fuesen los 8.000 espartanos o los 45.000 atenienses— de los no ciudadanos y de los no libres. La com unidad de la polis clásica, independientem ente de sus divisiones de clase internas, estaba erigida sobre una m ano de obra esclavizada de la que recibía toda su form a y toda su sustancia. E stas ciudades-E stado de la Grecia clásica se enzarzaron en con stan tes rivalidades y agresiones m utuas. D espués de que el p roceso de colonización hubiese llegado a su fin al term inar el sig lo V I, la vía típica de expansión fue la conquista y el tributo m ilitar. Con la expulsión de las fuerzas persas de Grecia a principios del siglo V , Atenas conquistó de form a gradual el poder preem inente entre las ciudades rivales del m ar Egeo. El Im perio ateniense levantado en la generación que va de Tem ístocles a Pericles parecía contener la prom esa, o la am enaza, de la u nificación política de Grecia bajo el gobierno de una sola polis. Su base m aterial se asentaba en la situ ación y los rasgos peculiares de la propia Atenas, que territorial y dem ográficam ente era la m ayor ciudad-Estado helena, aunque sólo tuviese unos 2.500 kilóm etros cuadrados de extensión y unos 250.000 habitantes. El sistem a agrario del Atica ejem p lificab a el m od elo general de la época, aunque quizá de una form a esp ecialm ente pronunciada. Según las m edidas helenas, la gran propiedad agraria era la finca de 40 a 80 hectáreas15. En el Atica había m uy pocas fincas grandes, e in clu so los terratenientes ricos poseían cierto núm ero de fincas pequeñas m ás que latifundios concentrados. Las propiedades de 30 e in clu so 20 hectáreas se situaban por encim a de la m edia, m ientras que las parcelas m ás pequeñas n o superaban probablem ente las dos hectáreas. H asta finales del siglo V , las tres cuartas partes de los ciudadanos libres poseían alguna propiedad r u r a l16. Los esclavos aseguraban el servicio dom éstico, el trabajo del cam po — donde cultivaban norm alm ente las haciendas de los ricos— y el trabajo artesano. Probablem ente su núm ero era in ferior al 15Forrest The emergence of Greek dem ocracy, p. 46. 16 M. I. Finley, S tudies in land and credit in ancient Athens, 500-200 b. C., New Brunswick, pp. 58-9.
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de los trabajadores libres en la agricultura y quizá en la artesanía, pero form aban un grupo m ucho m ayor que el total de lo s ciudadanos. E n el siglo V quizá hubiera en Atenas de 80.000 a 100.000 esclavos p or unos 30.000 a 40.000 ciu d a d a n o s17. Un tercio de la pob lación lib re vivía en la m ism a ciudad y la m ayor parte de los restantes en las aldeas de los inm ediatos alrededores. La in m en sa m ayoría de los ciudadanos estab a form ada p or las clases de los «hoplitas» y los «thetes», quizá en una proporción resp ectiva de 1 a 2. E sto s ú ltim os con stitu ían el secto r m ás pobre de la población, sien d o incapaces de equiparse a sí m ism os para los deberes de la infantería pesada. Legalm ente, la división en tre h op litas y th etes se hacía por los ingresos, p ero no por la ocupación o la residencia: lo s hoplitas eran p osib lem en te artesanos urbanos, m ientras que quizá la m itad de los th e tes eran cam pesin os pobres. Por encim a de esta s dos ciases in feriores había dos órdenes m ucho m ás reducidos de ciudadanos acom odados, cuya élite form aba un n ú cleo de unas 300 fam ilias ricas, situadas en la cim a de la sociedad a te n ie n s e 18. E sta estructura social, con su reconocida estratificación , pero tam bién con su falta de abism os radicales den tro del cuerpo de lo s ciudadanos, sen tó las b ases de la dem ocracia política de Atenas. A m ediad os del sig lo V , el C onsejo d e los Q uinientos, que supervisaba la adm in istración de A tenas, se seleccionaba por sorteo del co n ju n to de ciudadanos, para evitar los peligros del predom inio y el clien telism o autocráticos, asociados con las eleccion es. De los p u esto s im portantes del E stado, los únicos electivos eran los diez generalatos m ilitares que, lógicam ente, recaían siem pre en el estrato sup erior de la ciudad. El consejo d ejó de p resentar resolu cion es controvertidas a la asam blea de ciudadanos — que ahora concentraba ya la plena soberanía y la iniciativa p olítica— y se lim itab a a preparar el orden del día y a som eterle los tem as d ecisivos para su aprobación. La asam blea celebraba un m ín im o de 40 sesio n es anuales, a las que posiblem en te a sistían por térm ino m edio m ás de 5.000 ciudadanos, ya que se n ecesitab a un q u o ru m de 6.000 para la liberación de m uchos tem as rutinarios. La asam blea debatía y determ inaba directam ente todas las cu estio n es p olíticas im portantes. E l sistem a ju d icial que flanqueaba al núcleo legislativo de la polis estaba com p u esto p or jurados, seleccion ad os p or sorteo entre 17 Westermann, The slave system s of Greek and R om an A ntiquity, página 9. 18 A. H. M. Jones, Athenian dem ocracy, Oxford, 1957, pp. 79-91.
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los ciudadanos, que recibían una paga por sus obligaciones para perm itir el servicio de los pobres, com o en el caso de los con sejeros. E ste principio se extendió durante el siglo IV a la asisten cia a la m ism a asam blea. Puede decirse que no existía ningún funcionariado perm anente, ya que los cargos adm inistrativos se distribuían por sorteo entre los consejeros, y la dim inuta fuerza de p olicía estab a com puesta por esclavos escitas. N aturalm ente, la dem ocracia popular directa de la constitución aten iense se diluía en la p ráctica por el predom inio in form al sobre la asam blea de los p o líticos profesionales, procedentes de las fam ilias de la ciudad tradicionalm ente ricas y de alta cuna (o m ás tarde de los nuevos ricos). Pero este predom in io social nunca se afianzó o solid ificó legalm ente y siem pre estuvo exp uesto a trastornos y enfren tam ientos a causa de la naturaleza dem ótica del sistem a p olítico en el que tenía que ejercerse. La con trad icción en tre am bos fue fundam ental para la estructura de la polis ateniense y encontró un sorprendente reflejo en la condena unánim e de la insólita dem ocracia de la ciudad, efectuada por los pensadores que encarnaron su inigualada cultura: T ucídides, S ócrates, Platón, A ristóteles, Isocrates o Jenofonte. Atenas nunca produjo una. teoría política dem ocrática: prácticam ente todos los filósofos e historiadores áticos de alguna im portancia tuvieron convicciones oligárquicas19. A ristóteles con d ensó la quintaesencia de sus opiniones en su breve y significativa proscripción de los trabajadores m anuales de la ciudadanía del E stado id e a l20. El m odo de producción esclavista que subyacía a la civilización ateniense encontró necesariam ente su expresión id eológica m ás prístina en el estrato social privilegiado d e la ciudad, cuyas cim as intelectuales fueron p osib les gracias al plustrabajo realizado en los abism os silen cio so s de la polis. La estructura de la form ación social ateniense, así constituida, no fu e por sí m ism a su ficien te para generar su suprem acía im perial en Grecia. Para conseguir e sto fueron necesarios otros dos rasgos esp ecífico s de la econom ía y la sociedad aten ien ses, que la situaron aparte de cualquier otra ciudad-Estado helena del siglo V . En prim er lugar, el Atica tenía en Laurión las m inas de p lata m ás ricas de Grecia. E xtraído principalm en19 Jones, Athenian dem ocracy, pp. 41-72, documenta esta divergencia, pero no se percata de sus im plicaciones para la estructura del conjunto de la civilización ateniense, contentándose con defender la democracia de la polis contra los pensadores de la ciudad. 20 Politics, III, iv, 2, antes citado.
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te por grandes grupos de esclavos —alrededor de 30.000— , el m ineral de esta s m inas financió la construcción de la flota ateniense que venció en Salam ina a los barcos persas. La plata ateniense fue desde el principio la condición del poderío naval de Atenas. Adem ás, hizo posib le la aparición de una moneda ática que, caso excepcional entre las m onedas griegas de la época, fue am pliam ente aceptada en el extranjero com o instrum ento del com ercio interlocal, contribuyendo así decisivam ente a la prosperidad com ercial de la ciudad. E sta prosperidad se vio favorecida todavía m ás por la excepcional concentración en Atenas de extranjeros «m etecos», a quienes estaba prohibida la propiedad de la tierra, pero que llegaron a dom inar la actividad com ercial e industrial de la ciudad, a la que convirtieron en punto central del Egeo. La hegem onía m arítim a que así se acum uló en Atenas estaba relacionada funcionalm ente con la organización política de la ciudad. La clase hoplita de agricultores m edianos, que proporcionaba la infantería de la polis, ascendía a unos 13.000, es decir, un tercio de todos los ciudadanos. La flota ateniense, sin em bargo, estaba tripulada por m arineros p rocedentes de la clase m ás pobre de los thetes; a los rem eros se les pagaba un salario y estaban de servicio ocho m eses al año. Su núm ero era prácticam ente igual al de los soldados de a pie (12.000), y su presencia contribuyó a asegurar la am plia base dem ocrática del sistem a político ateniense, a diferencia de las otras ciudades-Estado de Grecia en las que sólo la categoría hoplita proporcionaba la base social de la p olis21. La superioridad m onetaria y naval de Atenas fue lo que dio fuerza a su im perialism o, del m ism o m odo que favoreció su dem ocracia. Los ciudadanos de Atenas estaban exentos casi por com pleto de toda form a de im p uestos directos. En especial, la propiedad de la tierra — que estaba legalm ente lim itada a los ciudadanos— no soportaba ninguna carga fiscal, lo que constituía una condición básica para la autonom ía campesina dentro de la polis. Los ingresos públicos interiores de Atenas procedían de las propiedades estatales, de los im puestos indirectos (tales com o los derechos portuarios) y de las obligatorias «liturgias» financieras ofrecidas a la ciudad por los ricos. E sta benigna fiscalidad se com plem entaba con la paga 21 La tradición afirma que la victoria de los marinos en Salamina hizo que las demandas de derechos políticos por los thetes fuesen irresistibles, del mismo modo que las campañas de los soldados contra Mesenia probablemente habían conquistado para los hoplitas espartanos su ciudadanía.
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pública por los servicios de los jurados y con un am plio em p leo naval, com binación que ayudó a garantizar el notable grado de paz pública que caracterizó a la vida p olítica de A tenas22. Los costes económ icos de esta arm onía popular se desplazaron hacia la expansión exterior de Atenas. El Im perio ateniense que surgió a raíz de las guerras persas fue un sistem a esencialm ente m arítim o, destinado a subyugar coercitivam ente a las ciudades-E stado griegas del Egeo. La colonización propiam ente dicha desem peñó en su estructura un papel secundario, aunque en m odo alguno desdeñable. Es significativo que Atenas fuese el único E stado griego que creó una clase especial de ciudadanos en el extranjero o «clerucos», a quienes se dieron tierras coloniales confiscadas a los rebeldes aliados extranjeros y que —a diferencia del resto de los colonos helenos— conservaban todos los derechos ju ríd icos en la m etrópoli. El continuo establecim iento de cleruquías y colonias ultram arinas durante todo el siglo V perm itió a la ciudad la prom oción de m ás de 10.000 atenienses de la condición de thetes a la de hoplitas por m edio de la con cesión de tierras en el exterior, con lo que al m ism o tiem po reforzó enorm em ente su poderío m ilitar. Sin em bargo, la base fundam ental del im perialism o ateniense n o radicaba en estas colonias. El auge del poderío de Atenas en el Egeo creó un orden p o lítico cuya verdadera función con sistió en coordinar y explotar las costas e islas ya urbanizadas por m edio de un sistem a de tributos m onetarios recaudados para el m antenim iento de una flota perm anente, que era nom inalm ente el com ún defensor de las libertades griegas frente a las am enazas orientales, p ero que de hecho era el in strum ento central de la opresión im perialista de Atenas sobre sus «aliados». E n el año 454, el tesoro central de la Liga de Delos, creada en principio para luchar contra Persia, fue transferido a Atenas; en el 450, la negativa de A tenas a perm itir la d isolu ción de la liga tras la paz con Persia convirtió a aquélla en un im perio de fac to. En el m om ento de su e splendor, durante la década de 440, el sistem a im perial ateniense abarcaba a unas 150 ciudades, principalm ente jónicas, que pagaban una sum a anual en dinero al teso ro central de Atenas y no podían m antener flotas propias. E l trib u to total procedente del im perio era, según los cálculos, un 50 p or ciento superior a los ingresos interiores del Atica, e indudablem ente 22 M. I. Finley, Democracy ancient and m odern, Londres, 1973, pp. 45, 48-9; véanse también sus observaciones en The ancient econom y, páginas 96, 173.
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financió la superabundancia civil y cultural de la polis de Per ic le s B. En A tenas, la arm ada que pagaba el im perio proporcion aba em p leos esta b les a la cla se m ás num erosa y m enos p rivilegiada de los ciudadanos, y las obras públicas que financiaba — entre ellas el Partenón— constituyeron los m ás insignes em b ellecim ien to s de la ciudad. E n el exterior, los escuadrones a ten ien ses vigilaban las aguas del E geo, m ientras que los delegados p o lítico s, los com andantes m ilitares y los com isarios volantes garantizaban la docilidad de las m agistraturas en los E stad os so m etid o s. Los tribunales aten ien ses ejercían los poderes de la represión ju d icial sobre los ciudadanos de las ciudades aliadas so sp ech o so s de d e s le a lta d 24. Pero los lím ites del p o d erío exterior de Atenas se alcanzaron m uy pronto. P robablem ente, ese poderío estim u ló el com ercio y las m anufacturas en el Egeo — donde se extendió por d ecreto el u so de la m oneda ática y se suprim ió la piratería— , aunque lo s m ayores b en eficio s del crecim ien to com ercial se acum ularon en la com un idad m eteca de la propia Atenas. El sistem a im perial gozaba tam bién de las sim patías de las clases m ás pobres de las ciu dad es aliadas, porque la tutela ateniense sign ificab a p o r lo general la in stalación local de regím enes dem ocráticos, acordes con los de la propia ciudad im perial, y la carga financiera d e lo s trib u to s recaía sobre las clases a lt a s 25. Pero A tenas fue incapaz de con segu ir una integración in stitu cional de e sto s aliados en un sistem a político unificado. La ciudadanía a ten ien se era tan am p lia en el interior que n i siquiera fue p o sib le extenderla en el exterior a los n o atenienses, ya que esto habría sido fu n cion alm en te contrario a la dem ocracia resid encial directa de la asam b lea de m asas, realizable únicam ente d en tro de un esp a cio geográfico m uy pequeño. Así pues, y a p esar de los acen to s populares del gobierno ateniense, los fu n dam entos «dem ocráticos» in teriores del im p erialism o de P ericles generaron n ecesariam en te la explotación «dictatorial» de su s aliados jó n ico s, q u e ten d ieron in evitablem ente a ser arrojad os con rapacidad hacia la servidum bre colonial; y esto fue 23 R. Meiggs, The Athenian E m pire, Oxford, 1972, pp. 152, 258-60. 24 Meiggs, ibid., pp. 1714, 205-7, 215-6, 220-33. 25 G. E. M. De Ste. Croix dem uestra de forma convincente esta sim patía: «The character o f the Athenian Empire», H istoria, vol. VIII, 19541955, pp. 1-41. En la Liga de Delos había algunos aliados oligárquicos —Mitilene, Quíos o Sam os— y Atenas no intervino sistem áticam ente en la constitución de sus ciudades, pero los conflictos locales se aprovecharon normalmente com o oportunidades para el establecim iento forzoso de sistem as populares.
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así porque no había ninguna base para la igualdad o la federación, que quizá habría perm itido una constitución m ás oligárquica. Al m ism o tiem po, sin em bargo, la naturaleza dem ocrática de la po lis aten iense —cuyo p rin cip io no era la representación, sino la p articipación directa— im posibilitaba la creación de una m aquinaria burocrática capaz de som eter por m edio de la coerción adm inistrativa a un exten so im perio territorial. Apenas existía un aparato de E stado separado o profesional en la ciudad, cuya estru ctu ra p olítica se d efinía esencialm ente por su rechazo de cuerpos esp ecializad os de funcionarios —civiles o m ilitares— situad os aparte de los ciudadanos ordinarios: la dem ocracia aten ien se significaba, precisam ente, el rechazo de sem ejan te división entre «E stado» y «sociedad»26. Por tanto, tam poco existía ninguna base para una burocracia im perial. El exp ansion ism o ateniense, en consecuencia, se derrum bó relativam ente p ronto debido tanto a las contradicciones de su prop ia estructura com o a la resisten cia — que su estructura facilitaba— de las ciudades m ás oligárquicas de la Grecia interior, encabezadas por Esparta. La liga espartana poseía las ventajas contrarias de las debilidades atenienses: una confederación de oligarquías, cuya fuerza se basaba directam ente en los propietarios h oplitas m ás que en una m ezcla con los m arineros dem óticos y cuya unidad n o entrañaba, por tanto, ni tributos m on etarios ni el m on opolio m ilitar de la m ism a ciudad hegem ónica de E sparta, cuyo poder siem pre fue intrínsecam ente m enos am enazador para las otras ciudades griegas que el de Atenas. La falta de un im portante hinterland hacía que el poderío m ilitar de Atenas — tan to en reclutam iento com o en recursos— fu ese dem asiado débil para resistir una coalición de rivales terrestres27. La guerra del P eloponeso unió el ataque de sus pa26 Para Ehrenburg, ésta era su gran debilidad. La identidad entre Estado y sociedad era necesariamente una contradicción, porque el Estado tenía que ser único m ientras que la sociedad siempre era plural a causa de su división en clases. De ahí que o bien el Estado reproducía esas divisiones sociales (oligarquía) o bien la sociedad absorbía al Estado (democracia): ninguna de estas soluciones respetaba una distinción institucional, que para Ehrenburg era inmutable, y de ahí que ambas llevaran en sí m ismas el germen de su propia destrucción: The Greek s ta te , p. 89. Naturalm ente, para Marx y Engels la grandeza de la democracia ateniense residía precisam ente en este rechazo estructural. 27 En general, las líneas divisorias entre «oligarquía» y «democracia» correspondían con bastante exactitud en la Grecia clásica a las discrepancias entre las orientaciones hacia el mar y las orientaciones hacia tierra firme. Los m ism os factores m arítim os que prevalecían en Atenas también estaban presentes en su zona de influencia jónica, mientras que
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res a la rebelión de sus súbditos, cuyas clases propietarias se unieron a las oligarquías con tinentales una vez com enzada la guerra. Sin em bargo, y a pesar de todo, fue n ecesario el oro de Persia para financiar una flota espartana capaz de acabar con el dom inio aten iense del m ar antes de que el Im perio ateniense fu ese derrotado d efinitivam ente en tierra por Lisandro. A partir de entonces, no existió ninguna posib ilidad de que Jas ciudades helenas generasen un E stado im perial unificado desde su centro, a pesar de la relativam ente rápida recuperación económ ica de los efectos de la larga guerra del Peloponeso: la m ism a paridad y m ultiplicidad de los centros urbanos de Grecia los neutralizaba colectivam en te para una expansión exterior. Las ciudades griegas del siglo IV se hundieron en el agotam iento a m edida que la polis clásica experim entaba crecientes d ificultad es en las finanzas y en el reclutam iento m ilitar, síntom as de un inm inente anacronism o.
la mayor parte de los aliados de Esparta en el Peloponeso y en Beocia estaban más profundamente afincados en la tierra. La principal excepción fue, naturalmente, Corinto, el centro comercial tradicionalmente rival de Atenas.
3.
EL M U N D O H E L E N IST IC O
El segundo gran ciclo de la conquista colonial tuvo su origen en la periferia rural septentrional de la civilización griega, que poseía una superior reserva dem ográfica y cam pesina. En un prim er m om ento, el Im perio m acedonio fue una m onarquía tribal de las m ontañas del interior, zona atrasada que había conservado m uchas de las relaciones sociales de la Grecia posm icénica. El E stado m onárquico de M acedonia, debido a que m orfológicam ente era m ucho m ás prim itivo que las cuidadesE stado del sur, no se había m etido con ellas en un callejón sin salida y se m ostró capaz de superar sus lím ites en la nueva época de decadencia de aquéllas. La base territorial y política de M acedonia le perm itió una coherente expansión internacional, una vez que se hubo aliado a la civilización m ucho m ás desarrollada de Grecia. La m onarquía m acedonia era hereditaria, aunque estaba su jeta a la confirm ación de una asam blea m ilitar de los guerreros del reino. Legalm ente, toda la tierra era propiedad del m onarca, pero en la práctica una nobleza tribal que afirm aba tener parentesco con el rey poseía fincas de éste, form ando un cortejo de «com pañeros» reales del que procedían sus consejeros y gobernadores. La m ayoría de la población estaba form ada por cam pesinos arrendatarios libres y había pocos esclavos1 . La urbanización era escasa y la propia capital, Pella, era m uy pequeña y de reciente creación. E l auge del poderío de M acedonia en los Balcanes durante el reinado de Filipo II recibió un tem prano y decisivo im pulso co n la anexión de las m inas auríferas de Tracia —equivalentes a las m inas de plata del A tica en el siglo anterior— , que proporcionaron a M acedonia la financiación indispensab le para la agresión e x te r io r 2. El éxito de los ejércitos de Filipo al vencer a las ciu1 N. G. L. Hammond, A history of Greece to 322 b. C., Oxford, 1959, páginas 535-6. 2 Los ingresos procedentes de las minas de oro de Tracia fueron superiores a los de las minas de plata de Laurión, en el Atica; Arnaldo Momigliano, Filippo il Macedone, Florencia, 1934, pp. 49-53, Hace el es-
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dades-E stado de Grecia y al unificar la península helénica fue debido ese n c ia lm e n te a sus in novaciones m ilitares, que reflejaban la d iferente com p osición social del interior tribal de la Grecia del norte. La caballería — arm a aristocrática que en Grecia siem pre estuvo subordinada a los h op litas— fue renovada y vinculada elásticam en te a la infantería, que, a su vez, abandonó parte de la pesada arm adura h oplita a cam bio de una m ayor m ovilidad y del u so m asivo de la lanza en el cam po de batalla. El resultado fue la fam osa falange m acedonia, flanqueada por la caballería, y victoriosa desde Tebas a Kabul. La expansión de M acedonia no se debió únicam ente, com o es lógico, a la destreza de su s com andantes y soldados o a su disponibilidad inicial de m etales p reciosos. La prim era condición de su irrupción en Asia fue la previa absorción de la propia Grecia. La m onarquía m acedonia con solid ó sus avances en la península creando nuevos ciudadanos, griegos o no, en las regiones conquistadas y urbanizando su propio hinterland rural, con lo que dem ostró su capacidad para la adm inistración de extensos territorios. El im pulso cultural y p olítico que recibió de la integración de los centros urbanos m ás avanzados de la época le perm itió realizar en unos p oco s años, b ajo el reinado de Alejandro, la asom brosa con qu ista de to d o el O riente Próxim o. Sim bólicam ente, la flota in su stitu ib le que transportó y avitualló a las invencibles tropas de Asia siem pre fue griega. El Im perio m acedonio unitario que surgió tras G augam ela y que se extendía desde el Adriático h asta el o céan o Indico no sobrevivió al propio Alejandro, que m urió antes de poder darle u n m arco in stitu cion al coherente. Los problem as sociales y adm inistrativos que planteaba el im perio pueden vislum brarse en los in ten tos de Alejandro para fusionar a las noblezas m acedónica y persa por m edio de m atrim onios oficiales; pero el hallazgo de soluciones a aquellos p roblem as quedó para sus su cesores. Las luchas intestinas entre los generales m acedonios —los diádocos— term inaron con el reparto del im p erio en cuatro zonas principales: M esopotam ia, E gipto, Asia M enor y Grecia. A partir de entonces, las tres prim eras aventajaron netam ente a la ú ltim a en im portancia p olítica y económ ica. La dinastía seléucida gobernó Siria y M esopotam ia; T olom eo fundó el reino lágida en Egipto; m edio siglo desp u és, el rein o atálida de Pérgam o se convirtió en la p oten cia dom inante del Asia M enor occidental. La civilización tudio más lúcido de la primera fase de la expansión macedonia, que en general ha atraído relativam ente poco a la moderna investigación.
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La antigü edad clásica
helenística fue esencialm ente el producto de estas nuevas m onarquías griegas de Oriente. Los E stados h elen ísticos eran creaciones híbridas que dieron form a, sin em bargo, al m odelo histórico global del M editerráneo oriental durante los siglos siguientes. Por una parte, presidieron el m ás im presionante auge de fundaciones urbanas nunca visto en la Antigüedad clásica: por iniciativa espontánea o por patrocinio real brotaron grandes ciudades griegas por todo el Oriente Próxim o, ccn virtién dolo en la región m ás densam ente urbanizada del m undo antiguo y helenizando de forma perdurable a todas las clases dirigentes locales de las zonas en que se crearon3. Si el núm ero de estas fundaciones fue inferior al de la colonización de la Grecia arcaica, su tam año fue infinitam ente superior. La m ayor ciudad de la Grecia clásica fue Atenas, co n una población total de unos 80.000 habitantes en el siglo V a. C . Los tres centros urbanos m ayores del m undo h elen ístico —A lejandría, Antioquía y Seleucia— quizá llegaran a los 500.000 habitantes. La distribución de estas nuevas fundaciones fue desigual, ya que el centralizado E stado lágida de E gipto recelaba de la autonom ía de la p olis y no patrocinó m uchas nuevas ciudades, m ientras que el E stado seléucida las m u ltiplicó activam ente y en Asia M enor la nobleza creó sus propias ciudades im itando el ejem p lo h e lé n ic o 4. E stas nuevas fundaciones urbanas fueron pobladas por doquier con soldados, adm inistradores y com erciantes griegos y m acedonios que proporcionaron el estrato social dom inante en las m onarquías epigonales de los diádocos. La proliferación de ciudades griegas en Oriente estuvo acom pañada por un alza notable del com ercio internacional y de la prosperidad com ercial. Alejandro había d esatesorado las arcas reales persas, inyectando en el sistem a de cam bios del O riente Próxim o los tesoros aquem énidas acum ulados y financiando así un rápido increm ento en el volum en de transacciones m ercantiles en el M editerráneo. El sistem a m onetario del Atica se generalizó por todo el m undo helenístico 3 La mayoría d e las nuevas ciudades fueron creadas desde abajo por los terratenientes locales; pero las mayores y más im portantes fueron, naturalmente, fundaciones oficiales de los nuevos soberanos macedonios. A. H. M. Jones, The Greek city from Alexander to Justinian, Oxford, 1940, páginas 27-50. 4 Para las diferencias entre la política de los Lágidas y los Seléucidas, véase M. Rostovtsev, The social and econom ic history of the Hellenistic w orld, Oxford, 1941, v o l. I , pp. 476 ss. [H istoria social y económica del mundo helenístico, Madrid, Espasa, 1973.]
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—con la excepción del E gipto tolem aico— , facilitando el com ercio y la navegación m arítim a internacionales5. La ruta m arítim a triangular entre Rodas, Antioquía y Alejandría se convirtió en el eje del nuevo espacio m ercantil creado por el Oriente helenístico. La adm inistración lágida de E gipto desarrolló la actividad bancaria hasta unos niveles de com plejidad nunca superados en las épocas posteriores de la Antigüedad. La em igración y el ejem plo griegos im plantaron con todo éxito, pues, el m odelo urbano del M editerráneo oriental. Al m ism o tiem po, sin em bargo, las anteriores form aciones sociales del Oriente Próxim o —con sus tradiciones económ icas y políticas m uy d iferentes— ofrecieron una im perm eable resistencia a los m odelos griegos en el cam po. Así, el trabajo esclavo no pudo extenderse por las zonas rurales del interior del Oriente helenístico. Contrariam ente a la leyenda popular, las cam pañas de Alejandro no fueron acom pañadas por una esclavitud en masa, y la proporción de esclavos no parece haber aum entado de forma apreciable al com pás de las conquistas m a ced o n ia s6. En consecuencia, las relaciones agrarias de producción quedaron relativam ente al m argen del dom inio griego. Los sistem as agrícolas tradicionales de las grandes culturas fluviales del Oriente Próximo com binaban la existen cia de terraten ien tes, arrendatarios dependientes y cam pesinos propietarios con una propiedad m onárquica últim a o inm ediata de la tierra. La esclavitud rural nunca había tenido m ucha im portancia económ ica. Las pretensiones regias al m onopolio de la tierra databan de hacía siglos. Los nuevos E stados h elen ísticos heredaron este m odelo, com pletam ente extraño al de la patria griega, y lo conservaron con pocos cam bios. Las principales divergencias entre ellos se refirieron al grado en que las dinastías de cada reino im pusieron la propiedad regia de la tierra. El E stado lágida de Egipto —la m ás rica y m ás rígidam ente centralizada de las nuevas m onarquías— exigió un m onopolio legal absoluto de la tierra situada fuera de las fronteras de las pocas poleis. Los m onarcas lágidas arrendaron prácticam ente toda la tierra, dividida en pequeñas parcelas y con arrendam ientos a corto plazo, a un cam pesinado m iserable, explotado directam ente por el Estado, sin ninguna seguridad en la titularidad de su tierra y obligado al trabajo forzado en las 5 F. M. Heichelheim, An ancient economic history, v o l. III, Leyden, 1970, p. 10. 6 Westermann, The slave system s of Greek and Roman Antiquity, páginas 28-31.
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obras de reg a d ío 7. La dinastía seléucida de M esopotam ia y Siria, que regía un com plejo territorial m ucho m ás extenso y enm arañado, nunca intentó un control tan rígido de la explotación agraria. Las tierras reales de las provincias se concedieron a nobles o adm inistradores y se toleraron las aldeas autón o m as de cam pesinos propietarios junto con los laoi, arrendatarios dependientes que constituían el grueso de la población rural. Significativam ente, sólo el Pérgam o atálida, el más occidental de los nuevos E stados h elen ísticos, situado al otro lado del Egeo en la m ism a Grecia, utilizó el trabajo agrícola de esclavos en las fincas de los reyes y los a ristó cra ta s8. Los lím ites geográficos del m odo de producción inventado en la Grecia clásica fueron los de las regiones adyacentes del Asia Menor. Si las ciudades tuvieron un m odelo griego m ientras el cam po conservaba el oriental, la estructura de los E stados que integraban a am bos fu e inevitablem ente sincrética, con una m ezcla de form as helénicas y asiáticas en las que el legado secular de las últim as tuvo un predom inio innegable. Los m onarcas h elen ísticos heredaron las tradiciones abrum adoram ente autocráticas de las civilizaciones fluviales del Oriente Próxim o. Los m onarcas diádocos gozaron de un poder personal ilim itado, com o el que tuvieron su s inm ediatos predecesores orientales. Las nuevas dinastías griegas añadieron, adem ás, una sobrecarga ideológica al peso que ya tenía la autoridad real en la zona, con el estab lecim iento de la adoración a los gobernantes, decretada de form a oficial. La divinidad de los reyes nunca había sid o una doctrina del Im perio persa derrotado por Alejandro, sino que fue una innovación m acedónica, instituida por vez prim era por Tolom eo en E gipto, donde había existido un antiguo culto a los faraones antes de la absorción persa y que ofrecía de form a natural un suelo fecundo para el culto a los m onarcas. La divinización de los reyes se convirtió en una norm a ideológica general en todo el m undo h elen ístico. El m olde adm inistrativo típico de los nue7 Para algunas descripciones de este sistem a, véase Rostovtsev, The social and economic h istory of the H ellenistic w orld, v o l. I , pp. 274-300; hay también un estudio analítico de las diversas formas de utilización del trabajo en el Egipto lágida, en K. K. Zel’in y M. K. Trofimova, Formi Zavisim osti v V ostochnom Sredizem nom or’e E llenisticheskovo Perioda, Moscú, 1969, pp. 57-102. 8 Rostovtsev, The social and economic history of the H ellenistic w orld, volumen II, pp. 806, 1106, 1158, 1161. Los esclavos también fueron muy empleados en las minas e industrias reales de Pérgamo. Rostovtsev piensa que seguía habiendo gran abundancia de esclavos en las tierras griegas durante la época helenística (op. cit., pp. 625-6, 1127).
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vos estados m onárquicos exp erim entó una evolución sim ilar: una estructu ra fundam en talm ente oriental, refinada con algunas m ejoras griegas. E l alto personal civil y m ilitar del E stad o procedía de los in m igrantes m aced onios o griegos y de sus descendientes. N o hubo ningún in tento de conseguir la fu sión étnica con las aristocracias indígenas tal com o A lejandro había pretendido durante algún tie m p o 9. Se creó una burocracia considerable —instru m en to im perial del q u e careció p or com p leto la Grecia clásica— , a la que se asignaron con frecuencia am biciosas tareas adm in istrativas, sob re tod o en el E gipto lágida, donde recayó sobre ella la dirección de la m ayor parte de la econom ía rural y urbana. La integración del reino seléu cid a siem pre fue m ás débil y su ad m in istración com prendió una proporción de no griegos su perior a la de las burocracias atálida y lá g id a 10; su carácter siem pre fue tam bién m ás m ilitar, com o correspondía a su m ayor exten sión , a diferen cia de los funcion arios escribas dé Pérgam o y de E gipto. Pero en todos e sto s E stados, la existencia de las burocracias reales centralizadas fu e acom pañada de una ausen cia de sistem a s legales desarrollados que estabilizaran o universalizaran su s fu n cion es. D onde la voluntad arbitraria del soberano era la única fu en te de todas las decisiones públicas, n o p odía surgir u n derecho im personal. La adm inistración h elen ística del O riente Próxim o nunca produjo u n os códigos legales u nificad os y se lim itó a im provisar sobre lo s sistem as coexisten tes de origen griego o local, todos ellos su jetos a la intervención personal del m onarca11. La m aquinaria burocrática del E stad o esta b a condenada, p or esa m ism a razón, a term inar en una cúsp ide inform al y aleatoria de «am igos del rey», grupo fluid o de co rtesan os y com andantes que form aba el séquito in m ed iato del soberano. La con stitu ció n am orfa de los sistem as de E stad o h elen ístico s se reflejaba en su carencia de denom inaciones territoriales: eran sim plem ente las tierras de la dinastía que las explotaba y que proporcionaba su ú nica designación. E n estas con d icion es no p od ía plantearse el problem a de una 9 Con mucha frecuencia se ha exagerado el cosm opolitism o de Alejandro, basándolo en pruebas débiles; para una crítica eficaz de los argum entos en su favor, véase E. Badian, «Alexander the Great and the unity of mankind», en G. T. Griffith, Alexander the Great; the main problem s, Cambridge, 1966, pp. 287-306. 10 De hecho, los iranios quizá superaran a los griegos y los macedonios en las instituciones del Estado seléucida; C. Bradford Welles, Alexander and the H ellenistic w orld, Toronto, 1970, p. 87. 11 P. Petit, La civilisation hellénistique, París, 1962, p. 9; V. Ehrenburg, The Greek S tate, pp. 214-7.
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genuina independencia política de las ciudades del Oriente helenístico: los días de la polis clásica quedaban m uy lejos. Las libertades m unicipales de las ciudades griegas de Oriente no eran desdeñables si se com paran con el d esp ótico m arco exterior en el que estaban insertas. Pero esta s nuevas fundaciones se situaban en un m edio m uy diferente al de su m adre patria y, por consiguiente, nunca adquirieron la autonom ía ni la vitalidad de sus antecesoras. El cam po, por abajo, y el Estado, por arriba, form aban un m edio que bloqueaba su dinam ism o y las adaptaba a los rum bos seculares de la región. Quizá m ejor que en ningún otro caso, su destino está ejem p lificado por Alejandría, que se convirtió en la nueva capital m arítim a del Egipto lágida y llegó a ser en el espacio de unas p ocas generaciones la m ayor y m ás floreciente ciudad griega del m undo antiguo, el eje económ ico e intelectual del M editerráneo oriental. Pero la riqueza y la cultura de Alejandría bajo el dom inio de los T olom eos se obtuvo a un coste m uy elevado. En un cam po poblado por cam pesinos dependientes ( laoi) y en un reino dom inado por una om nipresente burocracia real no podían surgir ciudadanos libres. Incluso en la m ism a ciudad, las actividades financieras e industriales — que en la Atenas clásica fueron com petencia de los m etecos— no se vieron favorecidas por la desaparición de la antigua estructura de la polis, porque la m ayoría de las principales m anufacturas urbanas — aceite, textiles, papiros o cerveza— eran m onop olios reales. Los im pu estos eran arrendados a em presarios privados, pero bajo un control estricto del Estado. La característica polarización conceptual entre libertad y esclavitud, que había definido a las ciudades de Grecia en la época clásica, estaba fundam entalm ente ausente de Alejandría. De form a sugerente, la capital lágida fue al m ism o tiem po el escenario del ep isod io m ás fecundo en la historia de la tecnología antigua: el M useo alejandrino fue el progenitor de casi todas las p ocas in novaciones sign ificativas del m undo clásico, y su p en sio n ista C tesibio fu e uno de los escasos inventores notables de la Antigüedad. Pero in clu so en este ca so el principal m otivo de la m onarquía al fundar el M useo y prom over sus investigacion es fue la búsqueda de m ejoras m ilitares y m ecánicas y no de instru m en tos econ óm icos o que sirvieran para ahorrar trabajo, y la m ayor parte de las actividades del M useo reflejaban este enfoqu e singular. Los im perios helen ísticos —m ezclas eclécticas de form as griegas y orien tales— extendieron el espacio de la civilización urbana de la Antigüedad clásica diluyendo su sustancia, pero fueron incapaces, por esa m ism a razón, de su-
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perar sus lim itaciones autóctonas12. A partir del año 200 a. C., el poderío im perial de Rom a avanzaba a sus expensas hacia el este, y a m ediados del siglo II sus legiones habían derribado todas las barreras de resisten cia en el Oriente. Sim bólicam ente, Pérgamo fue el prim er reino h elenístico que se incorporó al nuevo Im perio rom ano cuando su últim o soberano atálida dispuso de él, según su voluntad, com o ofrenda a la Ciudad Eterna.
12 El sincretismo de los Estados helenísticos no justifica los ditirambos de Heichelheim, para quien representan «milagros de organización económica y administrativa», cuya absurda destrucción por una Roma bárbara detuvo la historia durante los próximos mil quinientos años. Véase An ancient economic history, vo l. III, pp. 185-6, 206-7. Rostovtsev es algo más comedido, pero también aventura el juicio de que la conquista romana del Mediterráneo oriental fue un lamentable desastre que lo desintegró y lo «deshelenizó», com prom etiendo «antinaturalmente» la integridad de la misma civilización romana: The social and economic history of the H ellenistic world, vol. II , pp. 70-3. Los antepasados lejanos de estas actitudes se remontan, desde luego, a Winckelmann y al culto a Grecia de la Ilustración alemana, cuando tenían alguna importancia intelectual.
4.
ROMA
El auge de Rom a representó un nuevo ciclo d e la expansión urbano-im perial, que significó n o sólo un desplazam iento geográfico del centro de gravedad del m undo antiguo hacia Italia, sino un desarrollo socioecon óm ico del m odo de producción iniciado en Grecia que hizo posible un dinam ism o m ucho m ayor y m ás duradero que el producido en la época h elenística. Los prim eros pasos de la R epública rom ana siguieron el curso n ormal de cualquier ciudad-E stado clásica en su fase de ascensión: guerras locales con las ciudades rivales, anexión de tierras, som etim iento de los «aliados», fundación de colonias. Sin em bargo, en un aspecto fundam ental, el expansionism o rom ano se d istin guió desde el com ienzo de la experiencia griega. La evolución con stitucion al de la ciudad conservó el poder político aristocrático hasta la m ism a fase clásica de su civilización urbana. La m onarquía arcaica fue derrocada p or una nobleza en la prim erísim a fase de su existencia, a finales del siglo VI a. C., en un cam bio estrictam en te com parable al m od elo helénico. Pero a partir de entonces, y a diferencia de las ciudades griegas, Rom a nunca conoció las sacudidas del gobierno de los tiranos que rom pieran el predom inio de la aristocracia y condujeran a una p osterior dem ocratización de la ciudad, basada en una firm e agricultura de pequeños y m edianos propietarios. En lugar de ello, una nobleza hereditaria m antuvo in tacto su poder por m edio de una con stitu ción civil extrem adam ente com pleja, que sufrió im portantes m odificaciones populares en el transcurso de una prolongada y feroz lucha social dentro de la ciudad, pero que nunca fue abrogada ni sustituida. La R epública estuvo dom inada por el Senado, que, a su vez, estu v o controlado durante los dos prim eros siglos de su existencia por un pequeño grupo de. clanes patricios. La pertenencia al Senado, al que se accedía por cooptación, era vitalicia. Los m agistrados anuales, a cuya cabeza estaban los dos cónsules, eran elegidos por las «asam bleas del pueblo», que com prendían a todos los ciudadanos de Roma, aunque organizados en unidades «centu-
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riadas» de p eso desigual para garantizar una m ayoría de las clases poseedoras. Los consulados eran los cargos ejecutivos suprem os del E stado y estuvieron legalm ente m onopolizados hasta el año 366 a. C. por el orden cerrado de lo s patricios. E sta estructura prim igenia encarnaba el dom inio político de la pura y sim ple aristocracia tradicional. Posteriorm en te fue m odificada y transform ada en dos aspectos im portantes, tras las sucesivas luchas que originaron el equivalente rom ano m ás cercano a las fases griegas de «tiranía» y «dem ocracia», pero que en cada ocasión se quedaron radicalm ente cortas respecto al desenlace final de Grecia. Ante todo, los «plebeyos» recién enriquecidos obligaron a la nobleza «patricia» a concederles el acceso a uno de los dos consulados anuales a partir del año 366 a. C., aunque sólo cerca de doscientos años después, en el 172 a. C., am bos cón su les fueron plebeyos por vez prim era. E ste cam bio len to condujo a una am pliación en la com posición del m ism o Senado, porque los antiguos cónsules pasaban a ser autom áticam ente senadores. El resultado de ello fue la form ación social de una am p lia nobleza, que incluía tanto a fam ilias «patricias» com o a «plebeyas», y no el derrocam iento político del sistem a de gobierno aristocrático, com o había ocurrido en G recia durante la época de los tiranos. Cronológica y sociológicam ente superpu esta a esta pugna entre los estratos m ás ricos de la R epública tuvo lugar una lucha de las clases m ás pobres pa r a con seguir m ayores derechos dentro de ella. La presión de estas clases d esem b ocó m uy pronto en la creación del tribunado de la plebe, rep resen tación corporativa de las m asas populares de ciudadanos. Los tribunos eran elegidos todos los años por una asam blea de «tribus» que, a d iferencia de la asam blea «centuriada», fue en principio genuinam ente igualitaria. Las «tribus» eran realm ente territoriales, com o en la Grecia arcaica, y no division es de la población en razón del parentesco; había cuatro en la propia ciudad y 17 fuera de ella (lo que es un índ ice del grado de urbanización de la época). El tribunado form aba un organism o ejecu tivo secundario y paralelo, d estinado a proteger a los pobres contra la opresión de los ricos. F inalm ente, a p rin cipios del s ig lo I I I , las asam bleas tribales que elegían a lo s tribunos obtuvieron derechos legislativos, y los m ism os tribunos consiguieron el derecho nom inal de veto sobre los actos de los cón sules y los decretos del Senado. El sen tid o de esta evolu ción correspondía al p roceso que ya había conducido a la p olis dem ocrática de Grecia. Pero el proceso se detuvo, tam bién en esta ocasión, antes de que llegara
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a am enazar con una nueva constitu ción política para la ciudad. El tribunado y la asam blea tribal se añadieron sim plem ente a las institucion es centrales ya existen tes del Senado, los consu lados y la asam blea centuriada. Así, no entrañaron una abolición interna del com plejo oligárquico de poder que dirigía a la República, sino unos añadidos exteriores cuya im portancia práctica fue con frecuencia m ucho m enor que su potencial form al. En efecto, la lucha de las clases m ás pobres fue dirigida generalm ente por plebeyos ricos, que se hacían cam peones de la causa popular para defender sus propios intereses de arribistas, y esto continuó siendo verdad incluso después de que los nuevos ricos hubieran conseguido el acceso al propio orden senatorial. Los tribunos, que n orm alm ente eran hom bres de considerable fortuna, se convertían así durante largos períodos en instrum entos dóciles del Senado1 . La suprem acía aristocrática dentro de la R epública no recibió ninguna fuerte sacudida; sim plem ente, una plutocracia de ricos engrosó las filas de una nobleza de nacim iento, utilizando am bas unos am plios sistem as de «clientelism o» para asegurarse el com placiente seguidism o de las m asas urbanas y prodigando el soborno habitual para garan tizar la elección a las m agistraturas anuales a través de la asam blea centuriada. La R epública rom ana m antuvo, pues, el dom inio oligárquico tradicional, por m edio de una com pleja constitución , hasta la época clásica de su historia. La resultante estructura social de los ciudadanos rom anos fue, por tanto, inevitablem ente d istinta de la que había caracterizado a la Grecia clásica. La nobleza p a tr icia . había luchado desde m uy pronto para concentrar en sus m anos la propiedad de la tierra, reduciendo a los cam pesinos libres m ás pobres a la servidum bre por deudas (com o en Grecia) y apropiándose el ager publicus o tierras com unales que éstos utilizaban para p astos y cultivos. La tendencia a reducir al cam pesinado, por m edio de la servidum bre por deudas, a la condición de arrendatarios dependientes fue detenida, aunque persistiera el problem a de las d e u d a s2, pero no lo fue la expropiación del ager 1 P. A. Brunt, Social conflicts in the R om an Republic, Londres, 1971, páginas 58, 66-7. Este librito es un análisis magistral de las luchas de clases durante la República a la luz de la moderna investigación histórica. 2 Brunt, Social conflicts in the R om an Republic, pp. 55-7. La institución legal de la servidumbre por deudas —el nexum— fue abolida en el año 326 a. C. Brunt quizá minimiza un poco las consecuencias de esta abolición al insistir en el hecho de que el nexum pudo resucitar después en otras versiones de carácter informal. La historia de la formación social romana habría sido ciertamente muy distinta si durante la Repú-
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publicus ni la d e p r e s ió n d e los pequeños y m edianos agricultores. Para estabilizar la propiedad rural de los ciudadanos ordin a n o s de R om a no se produjo ninguna insurrección económ ica o p olítica com parable a la que había ocurrido en Atenas o, de form a diferente, en Esparta. Cuando, finalm ente, los Gracos intentaron seguir el cam ino de Solón y P isístrato era ya demasiado tarde. Por entonces —sig lo II a. C.— se necesitaban m edidas. m ucho m ás radicales que las adoptadas en Atenas para salvar la situación de los pobres —nada m enos que una redistribución de la tierra, exigida por los herm anos Graco— con la posibilidad tanto m enor de que pudieran llevarse a cabo contra la op osición aristocrática. De hecho, en la R epública romana nunca tuvo lugar una reform a agraria duradera o sustancial, a pesar de la con stante agitación y turbulencia en torno a esta cu estión durante la época final de su existencia. El dom in io p olítico de la nobleza bloqueó todos los esfuerzos que se hicieron para invertir la incesan te polarización social de la propiedad de la tierra. El resultado fue la continua erosión de la clase de agricultores m odestos que había constituido el esqueleto de la polis griega. El equivalente rom ano de la categoría de los h oplitas —hom bres que podían equiparse a sí mism os con las arm aduras y arm as necesarias para el servicio de infantería en las legiones— eran los assidui, es decir, «los. asentados en la tierra», que poseían l o s necesarios requisitos de propiedad para portar sus propias armas. Por debajo de ellos estaban los proletarii, ciudadanos sin propiedades, cuyo único servicio al E stad o consistía sim plem ente en tener hijos ( proles) . La creciente m onopolización de la tierra por la aristocracia se tradujo, pues, en un continuo descenso del número de assidui y en un inexorable aum ento en la extensión de la clase de los proletarii. Por otra parte, el expansionism o m ilitar de R om a tam bién tendió a reducir las filas de los assidui, de las que procedían los soldados y las bajas en los ejércitos que lo llevaban a cabo. A consecu en cia de tod o esto, h acia finales del sig lo III a. C., los proleta rii ya constituían probablem ente la m ayoría absoluta de los ciudadanos y fue preciso llam arlos para c o n te n e r la am enaza de la invasión de Italia por blica se hubiera consolidado un campesinado jurídicamente dependiente bajo una clase social de terratenientes. De hecho, el endeudamiento rural condujo a la concentración de la propiedad agrícola en manos de la nobleza, pero no a una fuerza laboral adscrita al suelo y puesta a su disposición. La esclavitud habría de proporcionar la mano de obra para sus fincas, produciendo una configuración social muy diferente.
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Aníbal; m ientras los r equisit os de p ropiedad de lo s a s s idui se reducían a la m itad, hasta que en el siglo siguiente aquéllos descendieron por debajo del m ínim o de su b siste n c ia 3. Los pequeños propietarios nunca desaparecieron por com pleto en Italia, pero fueron alejados progresivam ente hacia los rincones m ás rem otos y precarios del país, hacia las regiones pantanosas o m ontañosas que no atraían a los grandes propietarios. Así, la estru ctura del sistem a p o lítico rom ano en la época republicana acab ó diferenciándose profundam ente d e todo precedente griego, porque m ientras el cam po se llenaba de grandes dom inios nobiliarios, la ciudad se poblaba de una m asa proletarizada, desprovista de tierras o de cualquier ot ra propiedad. E sta am plia y desesperada subclase, una vez com pletam ente urbanizada, perdió toda voluntad de retornar a la condición del pequeño propietario y pudo ser m anipulada con frecuencia por las cam arillas aristocráticas contra los proyectos de reform a agraria apoyados por los agricultores a s s i d u i 4. Su p osición estratégica en la capital de un im perio en expansión obligó, en últim o térm ino, a la clase dirigente rom ana a pacificar sus inm ediatos intereses m ateriales por m edio de distribuciones públicas de grano. E sos repartos fueron, en realidad, el m ezquino sustituto de la distribución de la tierra, que nunca tuvo lugar. Para la oligarquía senatorial que controlaba la R epública era preferible un proletariado pasivo y consum ista a un cam pesino recalcitrante y productivo. Ahora ya es posible analizar las repercusiones que esta configuración social tuvo sobre el curso esp ecífico del expansionism o rom ano. El desarrollo del poderío civil rom ano se d istinguió de los ejem plos griegos en dos aspectos fundam entales, directam ente relacionados am bos con la estructura interna de la ciudad. En prim er lugar, Rom a se m ostró capaz de am pliar 3 Brunt, Social conflicts in the Rom an Republic, pp. 13-4 . Incluso después de que Mario aboliera los requisitos de propiedad para la conscripción, las legiones continuaron teniendo una com posición mayoritariamente rural. Brunt: «The army and the land in the Roman Revolution», The Journal of Rom an Studies, 1962, p. 74. 4 Tiberio Graco, tribuno defensor de una Lex Agraria, denunció el empobrecimiento de los pequeños propietarios: «Los hombres que luchan y mueren por Italia comparten su aire y su luz, pero nada más [. . . ] Luchan y mueren para mantener la riqueza y los lujos de otros, y aunque reciben el título de dueños del mundo, no tienen ni un simple pedazo de tierra que sea suyo». (Plutarco, T iberius and Caius Gracchus, IX, 5). Tiberio Graco, ídolo del pequeño campesinado, fue linchado por una multitud urbana inflamada contra él por los patronos senatoriales.
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su prop io sistem a p o lítico para in clu ir a las ciudades italianas que subyugó en e l transcurso de su expan sión peninsular. A diferencia de A tenas, R om a exigió a sus aliados, desde el principio, soldad os para su s ejército s y n o dinero para su tesoro, con lo que aliviaba el p eso de su dom inio en tiem pos de paz y los ataba firm em en te a ella en tiem p os de guerra. E n esto, Rom a siguió el ejem p lo de E sparta, aunque su control m ilitar centralizado sobre las tropas aliadas fue siem pre m ucho mayor. Pero, adem ás, R om a fu e capaz de conseguir q u e estos aliados se integraran en su propio sistem a p o lítico de una form a a la que nunca pudo aspirar ninguna ciudad griega. Lo que perm itió este h ech o fue la peculiar estru ctu ra social de Roma. Incluso la m ás oligárquica de las po leis griegas de la época clásica estab a basada fundam entalm ente en una cla se m edia de ciudadan os propietarios que hacía im p osib les las extrem as disparidades econ óm icas en tre ricos y pobres dentro de Ia ciudad. El autoritarism o p o lítico de E sparta — caso ejem plar de la oligarquía helénica— no sign ificó un a polarización de clases en tre lo s ciudadanos, sin o que, com o ya hem os visto, fue acom pañado en la época clásica de un señalado igu alitarism o económ ico, que prob ablem en te incluía la co n cesió n a todos los espartanos de propiedades estatales inalienables, precisam ente para salvar a lo s h oplitas del tipo de «proletarización» que sufrieron en R o m a 5. La polis clásica de G recia conservó, cualquiera que 5 La decadencia de Esparta tras la guerra del Peloponeso fue acompañada, por el contrario, de un enorme abismo económ ico entre los ciudadanos ricos y los empobrecidos, en el marco de una contracción demográfica y una desmoralización política. Pero las tradiciones de igualdad marcial se mantuvieron tan intensa y profundam ente que en el sig lo II antes de Cristo, en el m ism o punto final de su historia, Esparta presenció los sorprendentes episodios de los reyes radicales Agis II, Cleómenes III y, sobre todo, Nabis. El programa social de Nabis para la reactivación de Esparta incluía el exilio de los nobles, la abolición del eforado, la concesión de ciudadanía a los súbditos locales, la emancipación de los esclavos y la distribución a los pobres de las tierras confiscadas. Era probablem ente el conjunto de medidas revolucionarias más coherente y de más amplio alcance jam ás formulado en la Antigüedad. Esta últim a explosión de la vitalidad política helénica se oculta con demasiada frecuencia com o si se tratara de una posdata aberrante o marginal a la Grecia clásica. En realidad, arroja una reveladora y retrospectiva luz sobre la naturaleza del sistem a político espartano en el mom ento de su esplendor. En una de las confrontaciones más dramáticas de la Antigüedad, en el punto exacto de la intersección entre el eclipse de Grecia y la ascensión de Roma, Nabis se enfrentó a Quinto Flaminio —jefe de los ejércitos enviados para extirpar el ejem plo de la subversión espartana— con estas significativas palabras: «No exijáis que Esparta se pliegue a vuestras propias leyes e instituciones [...] V osotros escogéis vues-
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fuese su grado relativo de dem ocracia y oligarquía, una unidad cívica enraizada en la propiedad rural de su inm ediata vecindad; por esta m ism a razón, la polis griega era territorialm ente inelástica e incapaz de extenderse sin perder su propia identidad. La constitu ción rom ana, por el contrario, no era sólo form alm ente oligárquica, sino que su contenido era m ucho m ás profundam ente aristocrático, porque se basaba en una estratificación ecón om ica de la sociedad rom ana de un orden com pletam ente distinto. E sto hizo p osible la am pliación de la ciudadanía rom ana a las clases dirigentes sim ilares de las ciudades aliadas de Italia, que eran socialm ente análogas a la m isma nobleza rom ana y se habían beneficiado de las conquistas ultram arinas de Rom a. Las ciudades italianas se rebelaron finalm ente contra Rom a en el año 91 a. C., cuando fue rechazada su petición de ciudadanía rom ana, algo que ningún aliado de Atenas o de Esparta había pedido jam ás. Pero incluso en esta ocasión, el objetivo de su guerra fue un E stado peninsular italiano con una capital y un Senado, en consciente im itación del orden unitario rom ano, y no una vuelta a las dispersas independencias m u n icip a les6. La rebelión italiana fue sofocada m ilitarm ente en la larga y encarnizada lucha de la llam ada guerra social. Pero en m edio del p osterior torbellino de las guerras civiles dentro de la R epública, entre las facciones de Mario y Sila, el Senado pudo conceder las reivindicaciones políticas básicas de los aliados, porque el carácter de la clase dirigente rom ana y de su C onstitución facilitaban una am pliación viable de la ciudadanía a las otras ciudades italianas, gobernadas por un patriciado urbano de carácter sim ilar al de la clase senatorial, con la riqueza y el oció necesarios para participar, inclu so desde lejos, en el sistem a p olítico de la R epública. La nobleza italiana no satisfizo de form a inm ediata todas sus aspiraciones políticas de cargos centrales en el E stado rom ano y, tra caballería e infantería de acuerdo con sus requisitos de propiedad y deseáis que unos pocos sobresalgan en riqueza y que las gentes del común estén som etidas a ellos. Nuestro legislador no quiso que el Estado estuviera en manos de unos pocos, a quienes vosotros llamáis Senado, ni que ninguna clase tuviera supremacía en el Estado. Nuestro legislador creía que por la igualdad de fortuna y de dignidad habría muchos que empuñarían las armas por su país» (Livio, H istories, xxxiv, xxxi, 17-18). 6 P. A. Brunt, «Itálian aims at the time of the Social War», The Journal of R om an Studies, 1965, pp. 90-109. Brunt cree que el siglo de paz en Italia tras la derrota de Aníbal fue una de las razones que convencieron a los aliados de las ventajas de la unidad política.
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tras la concesión de la ciudadanía, sus ulteriores am biciones habrían de constitu ir una poderosa fuerza para las transform aciones sociales de una época posterior. Pero su integración política representó, a pesar de todo, un paso decisivo en la futura estructura de todo el Im perio rom ano. La relativa flexibilidad institucional que esa integración dem ostraba dio a Roma una ventaja notable en su ascensión im perial, porque con ella se evitaron los dos polos entre los que se había dividido y hundido la expansión griega: el cierre prem aturo e im potente de la ciudad-Estado o el m eteórico triunfalism o m onárquico efectuado a costa de ella. La fórm ula política de la República de Rom a representó un avance notable en eficacia relativa. Con todo, la innovación decisiva de la expansión de Roma fue en ú ltim o térm ino económ ica, y con sistió en la introducción, p o r v ez prim era en la Antigüedad, de los grandes latifundios esc lavistas. Como ya hem os señalado, la agricultura griega utilizó am pliam ente a los esclavos, pero estuvo lim itada a zonas pequeñas, con una población escasa, debido a que la civilización griega siem pre tuvo un carácter precariam ente costero e insular. Además, y sobre todo, las fincas del Atica o M esenia cultivadas por esclavos siem pre tuvieron una extensión muy m odesta, quizá de una m edia situada entre 12 y 24 hectáreas, com o m ucho. E ste m odelo rural estaba ligado, naturalm ente, a la estructura social de la polis griega, que carecía de grandes concentraciones de riqueza. La civilización helenística había conocido, por el contrario, enorm es concentraciones de tierras en m anos de las dinastías y de la nobleza, pero no una esclavitud agrícola generalizada. La R epública rom ana fue la prim era que unió a la gran propiedad agraria el trabajo de esclavos en el cam po a gran escala. La aparición de la esclavitud co m o m odo organizado de producción inauguró, com o ya había sucedido en Grecia, la época clásica propiam ente dicha de la civilización rom ana, el apogeo de su poderío y de su cultura. Pero si b ien en Grecia había coincidido con la estabilización de las pequeñas fincas y de un cuerpo com pacto de ciudadanos, en Rom a quedó sistem atizada por una aristocracia urbana que gozaba ya del dom inio social y económ ico de la ciudad. El resultado de ello fue la nueva in stitu ción rural del gran latifundio esclavista. La m ano de obra utilizada en estas enorm es propiedades, que surgieron a partir de finales del siglo III, fue sum inistrada por la esp ectacu lar serie de campañas que dieron a Roma el dom inio del m undo m editerráneo: las guerras púnicas y m acedónicas, las guerras contra Yugurta y
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M itrídates y la guerra de las Galias, que colm aron a Italia de m ilitares cautivos en beneficio de la clase dirigente. Al m ism o tiem po, las feroces y sucesivas batallas que tuvieron lugar en el m ism o suelo de la península —las guerras de Aníbal y las guerras social y civil— pusieron bajo el control de la oligarquía senatorial o de sus facciones victoriosas grandes territorios expropiados a las víctim as derrotadas en otros con flictos, de forma especial en el sur de Ita lia 7. Por otra parte. esas m ism as guerras en el exterior y en el interior acentuaron dram áticam ente la decadencia del cam pesinado rom ano, que en otros tiem pos había con stitu ido la sólida base de p equeños propietarios de la pirám ide social de la ciudad. La continua situación de guerra entrañaba una m ovilización sin fin. Los ciudadanos assidui, llam ados años tras año a la legión, caían a m illares bajo sus banderas, m ientras que los supervivientes eran incapaces de conservar sus tierras, absorbidas de form a crecien te p or la nobleza. D esde el año 200 al 167 a. C., el 10 p or cien to o m ás de todos los hom bres libres y adultos de Rom a estuvieron alistados perm anentem ente en el ejército. E ste gigantesco esfu erzo m ilitar sólo era posible porque la econom ía civil en la que se apoyaba podía funcionar hasta ese punto gracias al trabajo de los esclavos, que liberaba las correspondientes reservas de m ano de obra para los ejércitos de la R ep ú b lica 8. A su vez, las guerras victoriosas proporcionaban m ás cautivos-esclavos para enviar a las ciudades y las fincas de Italia. El resultado final de todo ello fue la aparición de unas propiedades agrarias, de una inm ensidad hasta en ton ces desconocida, cultivadas por esclavos. En el s ig lo I a. C., lo s nobles m ás poderosos, com o Lucio D om icio Ahenobarbo, podían poseer m ás de 80.000 hectáreas. E stos latifundios representaban un nuevo fenóm eno social que transform ó el cam po italiano. Como es natural, los latifundios no form aban necesaria e invariablem ente bloques com pactos de tierra, cultivados com o unidades sin g u la r e s9. El caso característico era que lo s latifundis7 Donde estaban concentrados los dos enemigos más irreconciliables de Roma durante las guerras contra Aníbal y la guerra social: los samnitas y los lucanos. 8 P. A. Brunt, Italian m anpower, 225 b. C.-a. D. 14, Oxford, 1971, p. 426. 9 Esto también sucedía en todo el Imperio, incluso después de que se hicieran más frecuentes los bloques concentrados de tierras, agrupados en massae. La incapacidad para comprender este aspecto fundamental del latifundismo romano ha sido relativamente común. Un ejem plo reciente es el principal estudio ruso sobre el Im perio tardío: E. M. Shtaer-
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tas poseyeran u n gran núm ero de fin cas o villae de m ediana extensión, a veces contiguos, pero quizá en otras tantas ocasiones distrib uidos p or todo el país y planificados de tal m odo que varios adm inistradores y agentes ejercieran una vigilancia óptim a. Pero in clu so esta s propiedades dispersas eran m ucho m ás exten sas que sus predecesoras griegas y con frecuencia superaban las 120 hectáreas (500 iugera) de extensión, m ientras que las fincas concentradas, co m o la sed e de Plinio el Joven en Toscana, podían alcanzar o superar las 1.200 h e c tá r e a s10. El auge de los latifu nd ios italianos condujo a una gran extensión de los ranchos ganaderos y a la com binación del cultivo de vino y aceituna con el de lo s cereales. El in flu jo del trabajo esclavo era tan grande que a finales de la R epública no sólo la agricultura italiana dependía de él, sino que había invadido tam bién la m ayor parte del com ercio y la industria hasta el punto de que quizá el 90 por ciento de los artesanos de Rom a eran de origen escla vo 11. La naturaleza de la gigantesca sacudida social que entrañó la expansión im perial de R om a y la básica fuerza m o triz que la sostu vo pueden apreciarse a partir de la profunda transform ación dem ográfica qu e acarreó. Brunt calcula que en el año 225 a. C. había en Italia unos 4.400.000 personas libres fren te a 600.000 esclavos; en el año 43 a. C. había quizá alrededor de 4.500.000 habitan tes libres frente a 3.000.000 de esclavos, e inclu so es p osib le que se experim entara un d esm an, K rizis R abovladel’cheskovo Stroia v Z padnij P rovintsiaj R im skoi Im perii, Moscú, 1957. Todo el análisis de Shtaerman sobre la historia social del siglo III se basa en uña contraposición irreal entre la villa de mediana extensión y e l gra n latifundium ; a la primera la denomina «la forma de propiedad antigua» y la identifica con las oligarquías municipales de la época, y al segundo lo convierte en un fenómeno «protofeudal», característico de una aristocracia extramunicipal. Véase K rizis R abovladel’cheskovo Stroia, pp. 34-45, 116-7. En realidad, los latifundia siempre estuvieron com puestos principalm ente de villae, y las lim itaciones «municipales» sobre la propiedad de la tierra nunca tuvieron gran importancia; por el contrario, los saltus o fincas extraterritoriales, situadas fuera de los lím ites municipales, representaron siempre, probablem ente, una proporción insignificante de todo el territorio imperial. (Para esto último, en lo que Shtaerman pone un énfasis exagerado, véase Jones, The later R om an E m pire, I I , pp. 712-3.) 10 Véase K. D. White, «Latifundia», B ulletin of the In stitu te of Classical Studies, 1967, núm. 14, pp. 76-7. White insiste en que los latifundios podían ser o bien fin cas mixtas en gran escala, como la de Plinio en Toscana, o ranchos para la ganadería. Estas últim as fueron más frecuentes en el sur de Italia, mientras las primeras lo fueron en las tierras más fértiles del centro y el norte 11 Brunt, Social conflicts in the R om an Republic, pp. 34-5.
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censo neto en la población libre m ientras se quintuplicaba la población esclava12. En el m undo antiguo nunca se había visto nada sem ejante. El poten cial pleno del m odo de producción esclavista se desplegó por vez prim era en R om a, que lo organizó y lo llevó a la con clusión lógica que Grecia nunca había experim entado. El m ilitarism o depredador de la República rom ana fue su principal palanca de acum ulación económ ica. La guerra aportó tierras, tributos y esclavos; los esclavos, los tributos y las tierras proporcionaron el m aterial para la guerra. Pero la trascendencia h istórica de las conquistas rom anas en la cuenca m editerránea no puede reducirse en m odo alguno a las fortunas espectaculares de la oligarquía senatorial. El avance de las legiones realizó en el conjunto de la historia de la Antigüedad un cam bio m ucho m ás profundo que ése. El poderío de Rom a integró al M editerráneo occidental y a su hinterland del norte en el m undo clásico. E sta fue la decisiva realización de la R epública que, a diferencia de sus cautelas diplom áticas en Oriente, dirigió desde el principio su fuerza anexionista fundam entalm ente hacia Occidente. La expansión colonial griega en el M editerráneo oriental, com o hem os visto, adoptó la form a de una p roliferación de fundaciones urbanas, creadas en prim er lugar desde arriba por los m ism os soberanos de M acedonia e im itados enseguida desde abajo por los terraten ien tes lócales de la zona, y todo esto acaecía en una zona con una previa historia, extraordinariam ente larga, de civilización desarrollada, que se rem ontaba m ucho m ás allá que la de la m ism a Grecia. La expansión colonial rom ana en el M editerráneo occidental tuvo un con texto y un carácter básicam ente d istinto. H ispania y la Galia —y m ás tarde el N órico, la Recia y B ritania— eran tierras rem otas y prim itivas, pobladas por com unidades tribales celtas y m uchas de ellas sin ningún contacto h istórico con el m undo clásico. Su integración en él planteaba problem as de un orden com pletam ente distin to al de la helenización del O riente Próxim o, porque estas tierras no sólo estaban atrasadas social y culturalm ente, sino que representaban, adem ás, zonas in teriores de un tipo que la Antigüedad clásica nunca había sido capaz h asta entonces de organizar eco12 Brunt, Ita lian m anpow er, pp. 121-5, 131. Para la enorme magnitud del tesoro que la clase dirigente romana saqueó en el extranjero, aparte de la acumulación de esclavos, véase A. H. M. Jones, «Rome», Troisième Conference Internationale d ’H istoire Econom ique (Munich, 1965), 3, París, 1970, pp. 81-2. Esta ponencia versa sobre el carácter económico del imperialism o romano.
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nóm icam ente. La m atriz prim igenia de la ciudad-Estado fue la estrecha franja del litoral y el m ar, y la Grecia clásica nunca la abandonó. La época helenística había conocido la urbanización intensiva de Jas culturas ribereñas del Oriente Próximo, basadas desde hacía m ucho tiem po en los regadíos fluviales y reorientadas ahora parcialm ente hacia el mar (m odificación sim bolizada por el cam bio de M enfis a Alejandría). Pero el desierto com enzaba inm ediatam ente detrás de toda la línea costera del sur y el este del M editerráneo, de tal form a que la profundidad de la colonización nunca fue muy grande en África del Norte ni en el Oriente. El M editerráneo occidental no ofrecía, sin em bargo, ni un litoral ni un sistem a de regadíos a las nuevas fronteras de Roma. Aquí, por vez prim era, la Antigüedad clásica se enfrentaba a grandes exten siones del interior, desprovistas de una previa civilización urbana. La ciudadEstado romana, que había desarrollado el latifundio rural esclavista, fue la que se m ostró capaz de dom inar esas tierras. Las rutas fluviales de H ispania y la Galia fueron testigos de esta penetración. Pero el ím petu irresistible que llevó a las legiones hasta el Tajo, el Loira, el Tám esis y el Rin fue el del m odo de producción esclavista plenam ente im plantado en el cam po, sin ningún lím ite ni im pedim ento. En esta época fue cuando se registró probablem ente el m ayor avance de la Antigüedad clásica en el ám bito de la tecnología agraria: el descubrim iento del m olino giratorio para m oler el grano cuyos prim eros testim onios, en sus dos form as principales, se encuentran en Italia y España a m ediados del siglo II a. C . 13, coetáneos de la expansión rom ana en el M editerráneo occidental y sím b olos de su dinam ism o rural. El éxito en la organización de la producción agrícola a gran escala por m ano de obra esclava fue la condición previa de la conquista y la colonización perm anentes de los grandes hinterlands del oeste y el norte. H ispania y la Galia fueron, junto a Ita lia , las provincias rom anas m ás profundam ente m arcadas por la esclavitu d h asta el definitivo final del Im perio14. El com ercio griego había penetrado en Oriente; la 13 L. A. Moritz, Grain-mills and flour in classical Antiquity, Oxford, 1958, pp. 74, 105, 115-6. 14 Jones, «Slavery in the Ancient world», pp. 196, 198. Posteriormente, Jones tendió a suprimir la Galia y a limitar las zonas de alta densidad de esclavitud a Hispania e Italia: The later R om an Em pire, II, pp. 793-4. Pero en realidad existen buenas razones para mantener su afirmación original. A partir del primer período imperial, la Galia del sur estuvo caracterizada por su cercanía a Italia en la estructura económica y social: Plinio la consideraba casi como una extensión de la península, Ita-
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agricultura latina «abrió» Occidente. N aturalm ente, los rom anos tam bién fundaron ciudades en el M editerráneo occidental y, significativam ente, las construyeron a orillas de los ríos navegables. La m ism a creación de una econom ía rural esclavista dependía de la im plantación de una próspera red de ciudades que representaran los puntos term inales de sus excedentes y su principio estructural de articulación y control. En esta época se construyeron Córdoba, Lyon, Am iens, Tréveris y cientos de ciudades m ás. Su núm ero nunca igualó al de la sociedad del M editerráneo oriental, m ucho m ás vieja y m ás densam ente poblada, pero fu e m uy superior al de las ciudades fundadas por Roma en Oriente. E fectivam ente, la expansión rom ana en la zona helen ística siguió un curso m uy diferente al de su m odelo en las tierras celtas de O ccidente. Durante m ucho tiem po fue m ás dubitativa e incierta y se dirigió a bloquear las in tervenciones que pudieran causar im portantes desequilibrios en el sistem a de E stados vigente (Filipo V, Antíoco III) y a crear reinos clientes m ás que provincias co n q u ista d a s15. Así, fue m uy significativo que incluso después de la derrota del últim o gran ejército seléucida en M agnesia, en el año 198, durante lo s cincuenta años siguientes no se anexionara ningún territorio oriental y que Pérgam o no pasara pacíficam ente a la adm inistración rom ana hasta el año 129 a. C., gracias al testam ento de su leal m onarca m ás que a una decisión senatorial y se convirtiera así en la prim era provincia asiática del Im perio. A partir de entonces, cuando Rom a se percató de las enorm es riquezas que estaban disponibles en Oriente y los jefes m ilitares consiguieron m ayores poderes im periales en el extranjero —en el sig lo I a C.— , la agresión se hizo m ás rápida y sistem ática. Pero los regím enes republicanos adm inistraron generalm ente las rentables provincias asiáticas, que sus generales arrebataban ahora a sus solia verius quam provincia, «más Italia que provincia». La tesis de los latifundios esclavistas en la Narbonense parece, por tanto, que no presenta problemas. La Galia del norte, por el contrario, tenía un carácter mucho más primitivo y estaba menos urbanizada. Pero fue aquí precisamente —en la región del Loira— donde estallarían durante el Imperio tardío las grandes rebeliones de los bagaudes, descritas expresam ente por sus contemporáneos como levantamientos de esclavos rurales (véase página 102, n. 84). Parece lógico, por tanto, alinear toda la Galia, con España e Italia, como una importante región de agricultura esclavista. 15 E. Badian, R om an im perialism in the late R epublic, Oxford, 1968, páginas 2-12, compara con gran penetración la política romana en Oriente y Occidente.
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beranos h elen ísticos, con un m ín im o de cam bio social o interferen cia política, declarando haberlas «liberado» de sus déspotas y con ten tán dose con los exuberantes ingresos fiscales de la región. E n el M editerráneo orien tal n o se introdujo la e sclavitud agraria a gran escala y los n u m erosos prisioneros de guerra h echos esclavos eran em barcados hacia O ccidente para ser em pleados en la m ism a Italia. Los adm inistradores y aventureros rom anos se apropiaron de las fincas de la m onarquía, pero dejaron in tactos sus sistem as de trabajo. La principal innovación del dom inio rom an o en Oriente tuvo lugar en las ciudades griegas de la zona, en las que se im pusieron determ inados requ isitos de propiedad para acceder a los cargos m unicipales, con ob jeto de vincularlas m ás estrecham ente a las norm as oligárquicas de la Ciudad E terna. En la práctica, este hecho sólo dio una codificación jurídica al poder de facto de los notab les locales que ya dom inaban esas ciudades16. César y Augusto crearon en O riente un as pocas colonias urbanas, específicam ente rom anas, para asen tar a proletarios y veteranos latinos en Asia. Pero esta s colonias dejaron m uy p oco rastro. Significativam ente, cuando se con struyó una nueva serie de ciudades durante el principado (sobre tod o en la época de los Antoninos) fu eron esen cialm en te fundaciones griegas, coherentes con el previo carácter cultural de región. N unca hubo ningún inten to de rom anizar las provincias orientales; quien sufrió toda la carga de la latinización fue Occidente. La frontera lin güística — que iba desde Iliria a la Cirenaica— delim itaba las dos zonas b ásicas del n uevo orden im perial. La con qu ista rom ana del M editerráneo en los dos últim os siglos de la R epública, y la trem enda expansión de la econom ía senatorial que prom ovió, fue acom pañada en el interior de un desarrollo su perestructural sin preceden tes en el m undo antiguo. Fue en este período, efectivam en te, cuando el derecho civil rom ano apareció en toda su unidad y singularidad. Desarrollado gradualm ente desd e el año 300 a. C., el sistem a legal rom ano se preocupó esen cia lm en te de regular las relaciones inform ales de con trato e in tercam b io en tre ciudadanos privados. Su orientación fundam ental se basaba en las transacciones económ icas — com pra, venta, alquiler, arrendam iento, herencia, fianza— y en sus con com itan tes de tip o fam iliar, m atrim oniales o testam en tarios. Las relaciones públicas del ciudad an o con el E stad o y la relación patriarcal del cabeza de fam i16 Jones, The G reek cities fro m Alexander to Justinian, pp. 51-8, 160.
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lia con sus subordinados tenían una im portancia secundaria respecto al desarrollo central de la teoría y la práctica legal; las prim eras se consideraban dem asiado m udables para ser objeto de una jurisprudencia sistem ática, m ientras que la segunda abarcaba la m ayor parte del ám bito inferior del crim en17. La verdadera im portancia de la jurisprudencia republicana no ra d ica b a en ninguna de ellas. Lo que constituyó el terreno peculiar de su notable avance no fue el derecho público o crim inal, sino el derecho civil que regía los pleitos sobre la propiedad entre las partes en litigio. El desarrollo de una teoría legal de carácter general era com pletam ente nuevo en la Antigüedad. E se desarrollo no fue una creación de funcionarios estatales o de abogados en ejercicio, sino de juristas especializados y aristocráticos que perm anecían al m argen del proceso de litigación y aportaban op in iones sobre cuestiones de principio legal m ás que de asuntos de hecho a la judicatura que veía los casos reales. Los juristas de la República, que carecían de estatu s oficial, desarrollaron una serie de «figuras contractuales» abstractas, aplicables al análisis de actos particulares de las relaciones com erciales y sociales. Su inclinación intelectu al era m ás analítica que sistem ática, pero el resultado acum ulativo de su trabajo fue la aparición, por vez prim era en la historia, de u n cuerpo organizado de jurisprudencia civil com o tal. El desarrollo econ óm ico del intercam bio m ercantil que acom pañó en Italia a la construcción del sistem a im perial rom ano, basado en la utilización generalizada de la esclavitud, encontró así su reflejo jurídico a finales de la Repúb lica en la creación de un derecho com ercial sin precedentes. La decisiva y gran hazaña del nuevo derecho rom ano fue, pues, com o era lógico, su descubrim iento del concepto de «propiedad a b s o lu ta » o d o m in iu m ex iure Q uiritium 18. N ingún sistem a legal anterior había conocido nunca la noción de una propiedad privada sin restriccion es. En Grecia, en Persia o en Egipto, la propiedad siem pre fue «relativa» o, dicho de otra form a, siem pre estuvo condicionada por los derechos superiores o colate17 Para un estudio claro sobre la aparición y la naturaleza de la jurisprudencia de este período, véase F. H Lawson, «Roman Law», en J. P. Balsdon (comp.) , The Romans, Londres, 1965, pp. 102-10 ss. 18 El mejor estudio moderno sobre el derecho romano da la debida importancia a este hallazgo: H. F. Jolowicz, H istorical int roduction to the stu dy of R om an Law, Cambridge, 1952, pp. 142-3, 426. La plena propiedad privada era «quintari a» porque era un atributo de la ciudadanía romana en cuanto tal: se trataba de una propiedad absoluta, pero no universal.
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rales de otras autoridades o partes, o bien por las obligaciones respecto a ellas. La jurisprudencia rom ana fue la prim era que em ancipó a la propiedad privada de toda lim itación extrínseca, desarrollando la nueva distinción entre la m era «posesión» o control fáctico de los bienes y la «propiedad» o título legal absoluto sobre ellos. El derecho rom ano de propiedad —en el que un sector m uy sustancial estaba destinado lógicam ente a la propiedad de esclavos— representó la prístina destilación conceptual de la producción com ercializada y del intercam bio de m ercancías en e l m arco de un am plio sistem a de Estados que había hecho posible el im perialism o republicano. Del m ism o m odo que la civilización griega fue la prim era en desprender el p olo absolu to de la «libertad» del continuo político de condiciones y derechos relativos que siem pre había predom inado antes de ella, así tam bién la civilización rom ana fue la prim era en separar el color puro de la «propiedad» del espectro econ óm ico de la p osesió n opaca e indeterm inada que la había precedido. La propiedad quiritaria, la consum ación legal de la extensiva econom ía esclavista de Rom a, significó un punto de llegada trascendental, destinado a perdurar m ás allá del m undo y la era que lo habían engendrado. La R epública había conquistado para Rom a un im perio, pero sus propias victorias la hicieron anacrónica. La oligarquía de una sola ciudad n o podía m antener unido al M editerráneo en un solo sistem a político: la m ism a m agnitud de su éxito la había dejado pequeña. El ú ltim o siglo de conquistas republicanas, que llevaron a las legiones h asta el E ufrates y el canal de la Mancha, fu e acom pañado de vertiginosas tensiones sociales dentro de la propia sociedad rom ana, resultado directo de los m ism os triunfos obtenidos con regularidad en el extranjero. La agitación cam pesina en dem anda de tierras había sido ahogada con la supresión de los Graco, pero reaparecía ahora, dentro del propio ejército, adoptando form as nuevas y amenazadoras. La continua llam ada a filas había deb ilitad o y reducido ininterrum pidam ente al conjunto de la clase de pequeños prop ietarios, pero su s aspiraciones económ icas se m antuvieron y encontraron ahora su expresión en las crecientes presiones realizadas a partir de la época de M ario en dem anda de concesiones de tierra para los veteranos licenciados, am argados supervivientes de los deberes m ilitares que recaían con tanta fuerza sobre el cam pesinado rom ano. La aristocracia senatorial se había beneficiado enorm em ente del saqueo financiero del Mediterráneo que siguió a las progresivas anexiones realizadas por
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Rom a, haciendo fortunas inm ensas en tributos, extorsiones, tierras y esclavos, pero no tuvo ninguna preocupación por proporcionar ni siquiera una m ódica com pensación a la tropa, cuyas batallas le habían procurado esas inauditas riquezas. Los legionarios recibían una hum ilde paga y eran licenciados sin contem placiones y sin ninguna recom pensa p or los largos períodos de servicio en los que no sólo arriesgaban sus vidas, sino que perdían tam bién con frecuencia sus propiedades. Haberles pagado una prim a al licenciarlos habría significado establecer un im puesto —por m uy ligero que fuese— sobre las clases poseedoras, cosa que la aristocracia dirigente se negó a considerar. El resultado fue la creación de una tendencia in herente a los ejércitos del ú ltim o período de la R epública a retirar su lealtad m ilitar del E stado y dirigirla hacia los generales v ictoriosos que podían garantizar a sus soldados, por su poder personal, b otin es o donativos. E l vínculo entre el legionario y el jefe m ilitar se hizo cada vez m ás parecido al que existía entre patrón y cliente en la vida civil. A partir de la época de M ario y Sila, los soldados m iraban a sus generales en busca de recom pensas económ icas y los generales utilizaban a sus soldados para su escalada política. Los ejércitos se convirtieron en instrum entos de los com andantes populares y las guerras em pezaron a transform arse en aventuras privadas de los cónsules am biciosos. Pom peyo, Craso y César determ inaron sus propios planes estratégicos de conquista y agresión en Bitinia, Partia y Galia19. Las rivalidades faccionales que tradicionalm ente habían dividido la p olítica m unicipal se transfirieron, por consiguiente, al teatro m ilitar, m ucho m ás vasto que los e strechos lím ites de Roma. La consecuencia inevitable habría de ser la aparición de las grandes guerras civiles. Al m ism o tiem po, si la m iseria cam pesina fue el subsuelo del desorden y de la turbulencia m ilitar a finales de la República, la d ifícil situación de las m asas urbanas agudizó enorm em ente la crisis del poder senatorial. Con la extensión del Im perio, la capital de R om a aum entó su tam año de form a incontrolable. El creciente éxodo rural se com binó con las m asivas im portaciones de esclavos y produjeron entre am bos una vasta m etrópoli. En tiem pos de César, Rom a tenía probablem ente una p oblación de unos 750.000 habitantes, con lo que superaba inclu so a las m ayores ciudades del m undo h elen ístico. E l ham 19 Badian subraya la novedad de esta evolución en Roman im perialism in the late Republic, pp. 77-90.
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bre, la enferm edad y la pobreza se cebaban en los atestados suburbios de la capital, en los que pululaban los artesanos, trabajadores y p equeños ten d eros, y a fu esen esclavos, m anum itidos o lib r e s 20. Las m ultitud es urbanas habían sido m ovilizadas astutam ente por los m aniobreros de la n obleza contra los reform adores agrarios en el s ig lo I I , operación que se repitió un a vez m ás con el abandono de Catilina por la plebe rom ana, que sucum bió en la form a clásica a la propaganda oligárquica contra un enem igo «incendiario» del Estado, a quien sólo perm anecieron fieles h asta el final los pequeños propietarios de Etruria. Pero éste fue el ú ltim o de sem ejantes episodios. A partir de en ton ces, el proletariado rom ano parece haberse liberado defin itivam en te de la tutela senatorial. En los últim os años de la R epública, su d isp osición de ánim o se hizo cada vez m ás am enazadora y h o stil h acia el orden p olítico tradicional. D ebido a la ausencia virtual de una fuerza de policía sólida y eficaz en una ciudad rebosante de tres cuartos de m illón de habitantes, la inm ediata presión m asiva q u e. las insurrecciones urbanas podían provocar e n las crisis de la R epública era considerable. O rquestado por el tribuno Clodio, que arm ó a algunos sectores de los pobres de R om a en los años 50, el proletariado urbano obtuvo por vez prim era un reparto libre de trigo en el año 53 a. C., que a partir de entonces se convirtió en un hecho perm anente de la vida p olítica rom ana: el núm ero de sus b en eficiarios se había elevado a 320.000 en el año 46 a. C. Por otra parte, el clam or p opular fue lo que dio a Pom peyo el m ando extraordinario del ejército que p u so en m archa la desintegración m ilitar definitiva del orden senatorial; el entu siasm o popular, lo que hizo a César tan peligroso para la aristocracia una década m ás tarde, y el recibim iento popular lo que le garantizó su recepción triunfal en Rom a después de pasar el R ubicón. Tras la m uerte de César, fue una vez m ás el tu m u lto popular en las calles de R om a ante la ausencia de su heredero lo que ob lig ó al Senado a p ed ir a Augusto que aceptara la renovación de los pod eres consulares y dictatoriales en los años 22-19 a. C., ép oca del defin itivo entierro de la República. Finalm ente, aunque quizá sea lo m ás im portante de todo, el inm ovilism o au top rotector y el azaroso desgobierno de la nobleza rom ana e n la dirección de las provincias la hizo cada vez m ás in com peten te para dirigir u n im perio cosm opolita. Sus 20 P. A. Brunt, «The Roman mob», P ast and Present, 1966, pp. 9-16.
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privilegios exclusivos eran incom patibles con la progresiva unificación de sus conquistas ultram arinas. Las provincias com o tales eran todavía im potentes para oponer una sólida resisten cia a su egoísm o rapaz. Pero la propia Italia — la prim era provincia que consiguió la paridad form al de derechos civiles en la generación anterior, después de una rebelión violenta— no lo era. Los terratenientes italianos habían conquistado la integración jurídica en la com unidad rom ana, pero todavía no habían penetrado en el núcleo central del poder y de los cargos senatoriales. Su oportunidad para intervenir decisivam ente en la política llegó con el estallid o de la ronda final de guerras civiles entre los triunviros. Los terratenientes de las provincias italianas acudieron en tropel en apoyo de Augusto, defensor declarado de sus tradiciones y prerrogativas contra el om inoso y extravagante orientalism o de Marco Antonio y su partido21. Su adhesión a la causa de A ugusto, con el fam oso juram ento de fidelidad prestado por «tota Ita lia » en el año 32, le aseguró la victoria de Accio. Es significativo que cada una de las tres guerras civiles que determ inaron el destino de la R epública siguieran la m ism a pauta geográfica: todas fueron ganadas por el bando que controlaba O ccidente y perdidas por el partido asentado en O riente, a pesar de su superior riqueza y recursos. Las batallas de Farsalia, F ilipos y Accio se libraron en Grecia, avanzada del h em isferio derrotado. Una vez m ás se puso de m an ifiesto que el centro dinám ico del sistem a im perial rom ano estaba en el M editerráneo occidental. Pero m ientras la prim igenia base territorial de César estu vo en las provincias bárbaras de la Galia, Octaviano forjó su bloque político en la m ism a Italia y, en consecuencia, su victoria fue m enos pretoriana y m ás duradera. El nuevo Augusto recogió el poder suprem o uniendo tras de sí a las m últip les fuerzas del descontento y la desintegración existen tes en la R epública de la últim a época. Augusto fue capaz de reunir a una plebe urbana desesperada y a unas hastiadas tropas cam pesinas contra una pequeña y odiada élite gobernante, cuyo opulento conservadurism o la exponía a una contum elia popular cada vez mayor; pero, sobre todo, Augusto se apoyó en los terratenientes de la provincia italiana que buscaban ahora su p articipación en los cargos y los ho21 El papel de la clase terrateniente italiana en la subida de Augusto al poder es uno de los tem as centrales del más fam oso estudio sobre este período: R. Syme, The Roman revolution, Oxford, 1960, pp. 8, 286-90, 359-65, 384, 453.
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nores del sistem a que habían ayudado a construir. De Accio surgió una m onarquía estable y universal, porque sólo ella podía superar el estrecho m unicipalism o de la oligarquía senatorial de Roma. La m onarquía m acedónica se había superpuesto repentinam ente a un vasto y extraño contin en te y fue incapaz de producir una clase dirigente unificada que pudiera gobernarlo p o st fac t o, a pesar de que p osiblem ente Alejandro se percatara de que ése era el problem a estructural básico con el que se enfrentaba. La m onarquía rom ana de Augusto, por el contrario, llegó puntualm ente cuando sonó su hora, ni dem asiado pronto ni dem asiado tarde: el difícil paso de la ciudad-Estado al im perio universal —fam iliar transición cíclica de la Antigüedad clásica— se realizó con un éxito notable bajo el principado. Las tensjones m ás peligrosas d e l últim o período republicano fueron reducidas gracias a una serie de m edidas políticas astutas, destin adas a estabilizar de nuevo el orden social rom ano. Ante todo, Augu sto concedió parcelas de tierra a los m iles de soldados desm ovilizados después de las guerras civiles, pagando a m uchos de ellos con su fortuna personal. Estas concesio n es —com o las que Sila había hecho antes— probablem ente se hicieron en su m ayoría a costa de otros pequeños propietarios, que fueron desalojados para dejar sitio a los veteranos que volvían a sus casas, y, por tanto, no sirvieron para m ejorar m ucho la situación social del conjunto del cam pesinado ni para transform ar el m odelo general dé la propiedad agrícola en Ita lia 22; pero sí sirvieron para calm ar las dem andas de la 22 El problema de las tierras concedidas a los veteranos de guerra por César, el triunvirato y Augusto ha dado lugar a varias interpretaciones diferentes. Jones cree que esas concesiones redistribuyeron de hecho la propiedad agraria entre los soldados-campesinos en una medida suficiente para apaciguar el descontento rural en Italia a partir de entonces, y de ahí la relativa paz social del principado después de las tormentas de la última fase de la República: A. H. M. Jones, Augustus, Londres, 1970, pp. 141-2. Brunt sostiene, por el contrario, de forma persuasiva, que las concesiones de tierras fueron a menudo meras confiscaciones de pequeñas parcelas de soldados o partidarios de los ejércitos derrotados en las guerras civiles, transferidas a las tropas de los ejércitos victoriosos, sin dividir por ello las grandes fincas —acaparadas por los oficiales terratenientes— ni cambiar sustancialmente el modelo global de la propiedad en el campo. «Probablemente, la revolución romana no produjo ningún cambio permanente en la sociedad agraria de Italia.» Véase «The army and the land in the Roman revolution», p . 84; Social conflicts in the Rom an R epublic, pp, 149-50.
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im portante m inoría del cam pesinado en arm as, que con stituía el sector clave de la población rural. César ya había duplicado la paga de quienes estaban en servicio activo, y ese aum ento se m antuvo bajo el principado. Más im portante todavía fue que, a partir del año 6 d. C., los veteranos recibieron una prim a en m etálico al licenciarse, que equivalía al salario de trece años y se pagaba con cargo a una tesorería m ilitar creada especialm ente para ello y financiada por pequeños im p u estos sobre las ventas y la herencia con que se gravó a las clases p oseedoras de Italia. La oligarquía senatorial se opuso encam izadam ente, para su propia perdición, a la im p la n ta ció n de estas m edidas, pues con la inauguración del nuevo sistem a la disciplina y la lealtad volvieron al ejército, que fue reducido de 50 a 28 legiones y convertido en una fuerza perm anente y p r o fe sio n a l23. Todo esto h izo posible el cam bio m ás im portante de todos: en la época de Tiberio se redujo la llam ada a filas y se liberó así a los pequeños propietarios de Italia de la carga secular que había provocado unos sufrim ientos tan extendidos durante la R epública, lo que probablem ente constituyó un beneficio m ás tangible que todos los planes de reparto de tierras. En la capital, el proletariado urbano fue aplacado con distribuciones de trigo que superaron los niveles alcanzados en tiem p os de César y que podían garantizarse m ejor con la incorporación al Im perio del granero de Egipto. Adem ás, se puso en práctica un am bicioso program a de construcciones, que ofreció a los plebeyos considerables oportunidades de em pleo, y se m ejoraron n otablem ente los servicios m unicipales de la ciudad con la creación de un eficaz cuerpo de bom beros y abastecim ien to de agua. Al m ism o tiem po, las cohortes pretorianas y la policía urbana se estacionaron perm anentem ente en Rom a para sofocar los tum ultos. En las provincias, m ientras tanto, se abandonaron las aleatorias e incontroladas extorsiones realizadas por los arrendadores de im p u estos durante la R epública —uno de los peores abusos del viejo régim en— y se estab leció un sistem a fiscal uniform e, que se com ponía de un im puesto sobre la tierra y una capitación y estaba basado en cen sos m uy exactos. A consecuencia de e llo aum entaron los ingresos del E stad o central m ientras que las regiones periféricas dejaron de sufrir el pillaje de los publicanos. Los gobernadores provinciales recibieron a partir de en ton ces salarios regulares. El sistem a judicial fue reestructurado con ob jeto de 23 Jones, Augustus, pp. 110-11 ss.
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am pliar notablem en te — tan to para los italianos com o para los habitan tes de las provincias— las posib ilid ad es de recurrir contra las d ecision es arbitrarias. Tam bién se creó un servicio p osta l im perial que enlazó por vez prim era a través de un sistem a regular de com u nicacion es a todas las dispersas provincias del Im p e r io 24. E n las zonas m ás rem otas se establecieron colonias y m u nicip ios rom anos y com unidades latinas, con una fuerte con centración en las provincias occidentales. Tras una generación de destructoras luchas civiles se restableció la paz interior y con ella la prosperidad de las provincias. Por lo que respecta a las fronteras, la v ictoriosa conquista e integración de los im portantes corredores situad os entre el este y el oeste — la Recia, el N órico, Panonia e Iliria— lograron la definitiva integración geoestratégica del Im perio. Iliria, en particular, fue a partir de en ton ces el nudo m ilitar m ás im portante del sistem a im perial en el M ed iterrán eo25. D entro de las nuevas fronteras, la llegada del principado sign ificó la prom oción de las fam ilias m unicipales italianas a las filas del orden senatorial y a la alta adm inistración, donde con stitu yeron ahora u n o de los b astion es del poder de Augusto. El Sen ado dejó de ser la autoridad central del E stado rom ano, n o porque fuera privado de poder o de prestigio, sino porque a partir de enton ces se convirtió en instru m en to obediente y subordinado de los su cesivos em peradores, volviendo a la vida p olítica únicam en te durante los interregnos o las disputas dinásticas. Pero m ientras la in stitu ció n del Senado se convertía en u n im pon ente cascarón de su anterior identidad, el orden senatorial —purgado y renovado p or las reform as del principado— continuó sien do la clase dirigente del Im perio y dom inando la m aquinaria im perial del E stado in clu so después de que se hicieran norm ales los n om b ram ientos de e quites para un n úm ero m ayor de cargos dentro de ella. Su capacidad para asim ilar a sus filas cultural e ideológicam ente a los recién llegados fu e notable: ningún represen tante de la vieja nobleza 24 Jones, Augustus, pp. 95-6, 117-20, 129-30, 140-1. 25 Syme, The R om an revolution, p. 390. La tentativa de Augusto de conquistar Germania en una época en la que estaban llegando al país las grandes migraciones teutónicas procedentes del Báltico, fue el único fracaso exterior im portante del reinado; contrariamente a las expectativas oficiales de la época, la frontera del Rin fue definitiva. Para una reciente reevaluación de los objetivos estratégicos romanos de este tiem po, véase C. M. Wells, The G erm an policy o f August, Oxford, 1972, pp. 1-13, 149-61, 246-50.
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patricia de la R epública dio nunca una expresión tan poderosa a su visión del m undo com o Tácito, que fue un m odesto provinciano de la Galia del Sur en la época de Trajano. La op osición senatorial sobrevivió durante siglos después de la creación d el Im perio, en inactiva reserva o rechazo de la autocracia im plantada por el principado. A tenas, que había conocido la dem ocracia m ás libre del m undo antiguo, no produjo ningún teórico ni defensor im portante de ella. Paradójica aunque lógicam ente, Rom a, que sólo había conocido una estrecha y opresora oligarquía, dio origen a los cantos por la libertad m ás elocuentes de la Antigüedad. N unca existió ningún equivalente griego del culto latino a la Libertas, in ten so o irónico en las páginas de Cicerón o Tácito26. La razón es evidente si se considera la diversa estructura de las dos sociedades propietarias de esclavos. En R om a no existió ningún con flicto social entre la literatura y la política: el poder y la cultura estaban concentrados, bajo la R epública y el Im perio, en una aristocracia m uy sólida. Cuanto m ás reducido fue el círculo que gozaba de la característica libertad m unicipal de la Antigüedad, m ás pura fue la defensa de la libertad que legó a la posteridad, todavía m em orable e im presionante después de m il quinientos años. N aturalm ente, el ideal senatorial de libertas fue reprim ido y negado por la autocracia im perial del principado, y la resignada aquiescencia de las clases poseedoras de Italia ante la nueva adm inistración no fue m ás que el extraño rostro que adoptó su propio dom inio en la época venidera. Pero ese ideal nunca fue anulado por com pleto, ya que la estructura política de la m onarquía rom ana que ahora abarcaba a todo el m undo m editerráneo nunca fue la de las m onarquías h elen ísticas del Oriente griego que le precedieron. El E stado im perial rom ano se basaba en un sistem a de leyes civiles, y no en el m ero capricho real, y su adm inistración pública nunca interfirió gravem ente en el m arco legal básico establecido por la Repúbli26 Para las cam biantes connotaciones de este concepto véase Ch. Wirszubski, Libertas as a political idea at Rome during the late Republic and early E m pire, Cambridge, 1950, que traza la evolución de la libertas desde Cicerón, cuando todavía era un ideal vivo, público, hasta su muerte final en la ética subjetiva y quietista de Tácito. Wirszubski señala las divergentes connotaciones de libertas y eleutheria, pp. 13-14. Esta última estaba inficionada por la idea de gobierno popular y nunca fue com patible con la dignidad aristocrática, que era inseparable de la primera; en consecuencia, nunca recibió un honor similar en el pensam iento político griego.
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ca. En realidad, el principado elevó por vez prim era a los juristas rom anos a posiciones oficiales dentro del E stado, cuando Augusto eligió en calidad de consejeros a algunos prom inentes jurisconsultos y confirió autoridad im perial a sus interpretaciones de la ley. Por otra parte, los m ism os em peradores tuvieron que legislar a partir de entonces por m edio de edictos, adjudicaciones y rescriptos para responder a las cuestiones o a las peticiones de sus súbditos. El desarrollo de un derecho público autocrático a través de los decretos im periales hizo a la legalidad rom ana m ucho m ás com pleja y com plicada de lo que había sido durante la República. La distancia política recorrida desde el legum s e rv i su m u s ut liberi esse po ssim u s («som os siervos de la ley para poder ser libres») de Cicerón hasta el quod p rin c ip i placuit legis habet vicem («la voluntad del príncipe tiene fuerza de ley») de U lpiano habla por sí s o la 27. Pero los principios fundam entales del derecho civil — sobre todo los que regían las transacciones económ icas— quedaron sustancialm ente intactos tras esta evolución autoritaria del derecho público, que en m odo alguno invadió el ámbito interciudadano. Los p receptos establecidos durante la República continuaron protegiendo jurídicam ente la propiedad de las clases poseedoras. En un plano inferior, el derecho crim inal, esencialm ente destinado a las clases bajas, siguió siendo tan arbitrario y represor com o siem pre lo había sido, esto es, siguió siendo una salvaguardia social para todo el orden dom inante. El principado conservó, pues, el clásico sistem a legal de Roma, aunque le superpuso los nuevos poderes innovadores del em perador en el ám bito del derecho público. Ulpiano form ularía m ás tarde, con su característica claridad, la distinción que articulaba bajo el Im perio a todo el corpus jurídico: el derecho privado, quod ad singulorum utilita tem pertinet, estaba separado específicam en te del derecho público, quod ad statu m rei romanae spectat. El prim ero no sufrió ningún eclip se por la extensión del segundo28. Antes bien, fue el Im perio el que pro27 Es importante no adelantar las fases sucesivas de esta evolución. La máxima constitucional de que el emperador estaba legibus solutus no significaba que estuviera por encima de todas las leyes durante el principado, sino que podía pasar por alto aquellas restricciones cuya dispensa era legalmente posible. La frase sólo adquirió un significado más amplio bajo el dominado. Véase Jolowicz, H istorical introduction to the stu dy of Roman Law, p. 337. 28 Por supuesto, algunos emperadores individuales, como Nerón, confiscaron arbitrariamente fortunas senatoriales. Esas exacciones constituían la marca de los soberanos más detestados por la aristocracia, pero
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dujo en el sig lo III las grandes sistem atizaciones de la ju risprudencia civil en la obra de Papiniano, U lpiano y Paulo, prefectos de los Severos, que transm itieron a las épocas p osteriores el derecho rom ano com o un cuerpo codificado. La solidez y la estabilidad del E stado im perial rom ano, tan diferente de todo lo que había producido el m undo h elen ístico, tenía sus raíces en este legado. La historia posterior del principado fue, en buena m edida, la de una creciente «provincianización» del poder central dentro del Im perio. Una vez roto el m onopolio de los cargos políticos centrales, poseído hasta entonces por la aristocracia rom ana, un proceso gradual de difusión integró en el sistem a im perial a un sector cada vez m ás am plio de las clases terratenientes occidentales residentes fuera de Ita lia 29. E l origen de las sucesivas dinastías del principado es un testim o n io directo de esta evolución. La casa patricia rom ana Julio-Claudia (de Augusto a Nerón) fue seguida por la dinastía m unicipal italiana de los Flavios (de V espasiano a D om iciano), a la que sucedió una serie de em peradores con an tecedentes provincianos, de H ispania o la Galia m eridional (de Trajano a M arco Aurelio). H ispania y la Galia narbonense eran las m ás antiguas conquistas rom anas en O ccidente y, por tanto, sus estructuras sociales eran las m ás cercanas a las de Italia. La com p osición del Senado reflejaba tam bién las m ism as pautas, con una creciente adm isión de dignatarios rurales procedentes de la Italia transpadana, la Galia m eridional y la H ispania m editerránea. La unificación im perial con que había soñado Alejandro parecía sim bólicam ente realizada en la época de Adriano, prim er em perador que recorrió personalm ente sus inm ensos dom inios de uno a otro confín. Form alm ente fue consum ada con el decreto de Caracalla del año 212 d. C. por el que se concedía la ciudadanía rom ana a casi todos los habitantes libres del Imperio. La unificación política y adm inistrativa fue acom pañada de la seguridad exterior y la prosperidad económ ica. El reino de Dacia fue conquistado y anexionadas sus m inas de oro; se extendieron y consolidaron las fronteras asiáticas. Las técnicas agrícolas y artesanales m ejoraron un poco: las prensas de husillo fom entaron la producción de aceite; las m áquinas am asadoras facilitaron la m anufactura del pan y se hizo general el nunca tuvieron una forma continua o institucional y no afectaron sustancialmente a la naturaleza colectiva de la clase terrateniente. 29 R. Syme, Tacitus, II, Oxford, 1958, pp. 585-606, documenta en el primer siglo del Imperio «el auge de los provincianos».
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m étod o de soplado del v id r io 30. La nueva pax rom ana fue acom pañada, sobre todo, de una esp lénd ida oleada de rivalidad m unicipal y de con stru ccion es urbanas en casi todas las provincias del Im perio, que explotaron el descub rim iento arquitectónico rom ano del arco y la bóveda. La época antonina fue quizá el p eríodo culm inante de las co n stru ccion es urbanas en la Antigüedad. El desarrollo econ óm ico fue acom pañado del florecim ien to de la cultura latina en el principado, cuando la poesía, la historia y la filo so fía hicieron eclo sió n después de la relativa austeridad in telectu al y estética de la R epública. E sta fue, para la Ilustración, la Edad de Oro, «el p eríodo de la historia del m undo en e l que fue m ás feliz y próspera la condición de la raza hum ana», según las palabras de G ib b o n 31. Durante cerca de dos siglos, la sosegada m agnificencia de la civilización urbana del Im perio rom ano ocu ltó los lím ites y las ten sion es subyacentes a la base productiva sobre la que se asentaba. El m odo de producción esclavista de la Antigüedad, a d iferen cia del sistem a econ óm ico feudal que le sucedió, no disponía de ningún m ecanism o natural e interno de autorreproducción, porque su fuerza de trabajo nunca podía estabilizarse h om eostáticam en te dentro del sistem a. T radicionalm ente, la o ferta de esclavos dependía en buena m edida de las conquistas extranjeras, ya que prob ablem en te los p risioneros de guerra siem pre representaron la principal fuen te de trabajo servil en la Antigüedad. La R epública había saqueado todo el M editerráneo en b u sca de m ano de obra para instalar el sistem a im perial rom ano. El principado detuvo la expansión en los tres sectores que quedaban para un p o sib le avance: Germania, Dacia y M esopotam ia. Con el cierre final de las fronteras im periales, d espués de Trajano, el m anantial de los cautivos de guerra se secó de form a inevitable. El com ercio de esclavos no pudo suplir la escasez resultante, porque su s propias reservas siem pre habían dependido de las op eraciones m ilitares. La periferia bárbara que rodeaba a todo el I m perio continuó su m in istrando esclavos, com prados en la frontera- por los m ercaderes, pero no en cantidades su ficien tes para resolver el problem a de la oferta en situ acion es de paz. En consecuencia, los precios 30 F. Kiechle, S klavenarbeit und technischer F ortschritt, pp. 20-60, 103105. El libro de Kiechle intenta refutar las teorías marxistas sobre la esclavitud en la Antigüedad, pero, en realidad, las pruebas reunidas y algo exageradas por él entran perfectam ente en los cánones del materialismo histórico. 31 The h istory of the decline and fall of the Rom an E m pire, I, p. 78.
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com enzaron a. subir drásticam ente: en los siglos I y II d. C. eran de ocho a diez veces m ás altos que en los siglos II y I antes de C r isto 32. E sta alza radical en los costes p u so cada vez m ás de m anifiesto las con tradicciones y los riesgos d e l trabajo esclavista para sus propietarios. En efecto, cada esclavo adulto representaba una inversión perecedera de capital para el propietario de esclavos, que tenía que perderse in to to a su m uerte, de tal form a que la renovación de la m ano de obra servil (a diferencia de la m ano de obra asalariada) exigía una fuerte inversión previa en un m ercado que se había hecho cada vez m ás rígido. Porque, com o Marx ya había señalado, «el capital abonado en la com pra del esclavo no pertenece al capital m ediante el cual se extrae del esclavo la ganancia, el plustrabajo. Por el contrario. Es capital que el poseedor de esclavos ha enajenado, deducción del capital del que dispone en la producción real»33. Adem ás, claro está, el m antenim iento de la prole de los esclavos era una carga financiera im productiva para el propietario que inevitablem ente tendía a m inim izar o a descuidar. Los esclavos agrícolas vivían en ergastula sem ejantes a barracones, en cond iciones m uy cercanas a las de las prisiones rurales. Las m ujeres esclavas eran m uy pocas, ya que generalm ente resultaban im productivas para los propietarios debido a la falta de em pleos disponibles para ellas, aparte de las tareas dom ésticas34. De ahí que la com posición sexual de la población esclava rural siem pre estuviera radicalm ente desequilibrada y se caracterizara por la ausencia virtual de conyugalidad. El resultado quizá haya sido un índice habitualm ente bajo de reproducción que puede haber dism inuido el volum en de la m ano de obra de generación en g en era ció n 35. Para contrarrestar este descenso, p arece que los terraten ien tes practicaron la crian32 Jones, «Slavery in the ancient world», pp. 191-4 . 33 Marx, Capital, Moscú, 1962, III, pp. 788-9. [El capital, Madrid, Siglo XXI, 1979, libro III, vol. 8, pp. 1028-9.] Marx se refería al uso de la esclavitud en el m odo de producción capitalista del siglo XIX, y, como diremos más adelante, es peligroso extrapolar sus observaciones a la Antigüedad sin más. Pero, en este caso, la sustancia de su comentario se puede aplicar m u tatis m utandis al m odo de producción esclavista en cuanto tal. Más adelante, Weber afirmaría lo mismo en «Agrarverhältnisse im Altertum», pp. 18 ss. 34 Brunt, Italian m anpowev, pp. 143-4, 707-8. 35 Weber insistió con fuerza en este punto: «Die sozialen Gründe des Untergangs der antiken Kultur», pp. 297-9; «Agrarverhältnisse im Altertum» p. 19. «El coste de mantener mujeres y criar niños habría representado un lastre para e! capital destinado a la inversión del propietario.»
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za de esclavos de form a crecien te al final del principado, concediendo prem ios a las esclavas por tener hijos36. Aunque existen pocos testim on ios sobre el volum en de la crianza de esclavos en el Im perio, este recurso debió de m itigar durante cierto tiem po la crisis experim entada por todo el m odo de producción después del cierre de las fronteras, pero no pudo aportarle una solución a largo plazo. Por otra parte, la población rural libre no creció lo suficiente para com pensar las pérdidas del sector esclavista. La preocupación im perial por la situación demográfica en el cam po la puso de m an ifiesto Trajano en época muy tem prana con la institu ción de créditos públicos a los terratenientes para atender al m antenim iento de los huérfanos locales, presagio de la inm inente escasez. El decreciente volum en de la m ano de obra no podía ser com pensado tam poco con los aum entos en su productividad. La agricultura esclavista de finales de la R epública y principios del Im perio fue m ás racional y rentable para los terratenientes que cualquier otra form a de explotación de la tierra, debido en parte a que los esclavos podían ser utilizados todo el tiem po m ientras que los arrendatarios eran im productivos durante 36 Columela recomendaba dar premios de maternidad a las esclavas en el sig lo I d. C., pero hay pocos casos documentados de una crianza sistem ática de esclavos. Finley ha argumentado que del mismo modo que los plantadores del sur de los Estados Unidos practicaron con éxito la crianza de esclavos durante el siglo XIX, donde la población esclava aumentó después de la abolición del comercio de esclavos, no hay ninguna razón para que esa misma conversión no haya tenido lugar en el Imperio romano después del cierre de las fronteras: véase The Journal of Roman Studies, x l v i i i , 1958, p. 158. Pero la comparación no es pertinente. Los plantadores sureños de algodón suministraban la materia prima a la principal industria manufacturera de una economía capitalista mundial: sus costes de trabajo podían elevarse hasta los niveles internacionales de beneficio, de unas dimensiones sin precedentes, realizados por este modo de producción capitalista después de la revolución industrial de principios del siglo XIX. Aun así, la condición de la crianza de esclavos fue probablemente la integración nacional del sur en la más amplia economía asalariada del conjunto de los Estados Unidos. En América Latina, donde la mortalidad de los esclavos fue absolutamente catastrófica, no se alcanzó un índice semejante de reproducción. En el caso del Brasil, la población había descendido a un quinto de su nivel de 1850 en la época en que la esclavitud fue formalmente abolida. Véase el instructivo ensayo de C. van Woodward, «Emancipation and reconstruction. A comparative study», 13th International Congress of Historical Sciences, Moscú, 1970, pp. 6-8. La esclavitud en la Antigüedad clásica fue, por supuesto, mucho más primitiva que la de América del Sur. No existe ninguna posibilidad objetiva de que haya precedentes de la experiencia del sur de Estados Unidos.
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considerables períodos del a ñ o 37. Catón y Colum ela enum eraron cuidadosam ente todas las diversas tareas a las que podían dedicarse bajo techo y fuera de estación cuando no había cam pos que cultivar ni cosechas que recolectar. Los artesanos esclavos eran tan habilidosos com o los libres, ya que ellos eran quienes tendían a determ inar el nivel general de destreza de todos los oficios por su em pleo en ellos. Por otra parte, la eficacia de los latifundia dependía de la capacidad de su adm inistrador o vilicus (el eslabón débil del fundus) y adem ás la supervisión de los trabajadores esclavos era notablem ente difícil en los extensos cam pos de cereales38. Pero sobre tod o nunca pudieron su perarse ciertos lím ites inherentes a la productividad esclavista. El m odo de producción esclavista no estu vo desprovisto en absoluto de progresos técnicos; com o ya hem os visto, su expansión en O ccidente se caracterizó por algunas im portantes innovaciones agrícolas, entre ellas la introducción del m olino giratorio y de la prensa de husillo. Pero su dinám ica era m uy lim itada, ya que se basaba esencialm ente en la incorporación de trabajo m ás que en la explotación de tierra o en la acum ulación de capital. Así, a diferencia de los m odos de producción feudal o capitalista que le sucedieron, el m odo de producción esclavista p oseía m uy poca tendencia objetiva al avance tecnológico, ya que su tipo de crecim iento por adición de trabajo constitu yó u n cam po estructural resistente, en últim o térm ino, a las innovaciones tecnológicas, aunque en principio n o las excluyera. Por tanto, y aunque n o sea com pletam ente verídico decir que la tecnología alejandrina continuó sien d o la base 37 K. D. White, «The productivity of labour in Roman agriculture», A ntiquity, xxxix, 1965, pp. 102-7. 38 En esas fincas cultivables es donde los comentarios de Marx sobre la eficacia de los esclavos encuentran quizá su mayor justificación: «Al trabajador se lo distingue aquí, según la certera expresión de los antiguos, sólo como instrum entum vocale [instrum ento hablante] del animal com o instrum entum sem ivocale [instrum ento sem im udo] y de la herramienta inanimada como instrum entum m utuum [instrum ento m udo], Pero él mismo hace sentir al animal y la herramienta que no es su igual, sino hombre. Adquiere el sentimiento de la propia dignidad, de la diferencia que lo separa de ellos, maltratándolos y destrozándolos con am ore.» Capital, Moscú, 1961, I, p. 196. [El capital, Madrid, Siglo XXI, 1975, libro I, volumen I, p. 238.] Debe recordarse, sin embargo, que, en E l capital, Marx se refería esencialmente al uso de esclavos en el modo de producción capitalista (Estados sudistas de América) y no al m odo de producción esclavista como tal. Nunca formuló una teoría acabada de la función de la esclavitud en la Antigüedad. Por otra parte, la investigación moderna ha revisado radicalmente muchas de sus afirmaciones sobre la esclavitud americana.
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inam ovib le de lo s procesos de trabajo en el Im perio rom ano, ni qu e en los cuatro siglos de su existen cia nunca se introdujo ningún tip o de in stru m entos que ahorraran m ano de obra, sí es verdad que lo s lím ites de la econom ía agrícola rom ana se alcanzaron m uy p ron to y se m antuvieron rígidam ente. Los insuperables ob stá cu lo s sociales a un m ayor progreso técn ico y las lim itacion es fundam entales del m odo de producción esclavista recibieron su m ás sorprendente ilustración en el d estin o de los dos inventos m ás im portantes ocurridos bajo el principado: el m olino de agua (en Palestina, a com ienzos del s ig lo I d. C.) y la m áquina segadora (en la Galia, durante el s ig lo I d. C.) . El in m en so p otencial del m olino hidráulico —b á sico para la p osterior agricultura feudal— es evidente, ya que representaba la prim era utilización práctica de la fuerza inorgánica a la p rod ucción económ ica. Com o Marx com entaría, «con el m olino hidráulico, el Im p erio rom ano nos había legado la form a elem en tal de toda m aq u in aria»39. El Im perio, sin em bargo, n o hizo un u so general del invento, que fue prácticam ente ignorado durante el principado. En el Im perio tardío su incidencia fu e algo m ás frecuente, aunque n o parece haberse convertido nunca en u n in strum ento norm al de la agricultura antigua. A sim ism o, la cosech adora con ruedas, introducida para acelerar la siega en los clim as llu viosos del norte, nunca fue adoptada fuera de la G a lia 40. E n este caso, la falta de interés era el reflejo de una incapacidad m ás general para cam biar lo s m étod os de la agricultura m editerránea de secano — con su arado ligero y el sistem a de rotación bienal— e n las tierras m ás den sas y húm edas del n orte de Europa, que necesitaban nuevos in stru m en tos de trabajo para su plena explotación. Am bos casos dem uestran que la m era técnica nunca es por sí m ism a un prim er m o to r del cam bio económ ico: lo s inven tos hech os por individuos con cretos pueden perm anecer a isla d o s durante siglos h a sta qu e no surjan las relaciones sociales que ú n icam ente pueden p onerlos en funcionam iento com o tecnología colectiva. E l m od o de producción esclavista ofrecía poco esp acio y p o co tiem p o para el m olin o o la cosechadora: la agricultura rom ana lo s ignoró h asta el fin. Significativam ente, los ún icos tratados im portantes de inventos o 39 Capital, I, p. 348. [E l capital, libro I, vol. 3, p. 424.] 40 Para el molino hidráulico en la Antigüedad tardía, véase Moritz, G rain-mills and flour, pp. 137-9; Jones, The later R om an E m pire, II, páginas 1047-8. Para la cosechadora, véase White, Rom an farming, páginas 542-3.
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técnicas aplicadas que han sobrevivido al Im perio rom ano son m ilitares o arquitectónicos, redactados esencialm ente para sus com plejos de arm am ento y fortificacion es y para su repertorio de ornam entación civil. Para la enferm edad del cam po no existía, sin em bargo, ninguna salvación urbana. El principado presenció una actividad sin precedentes en m ateria de construcciones urbanas en el M editerráneo, pero la expansión cuantitativa en el núm ero de grandes y m edias ciudades durante los dos prim eros siglos del Im perio nunca se vio acom pañada por una transform ación cualitativa de la estructura de la producción global. Ni la industria ni el com ercio pudieron acum ular nunca un volum en de capital o de experiencia por encim a de los lím ites estrictos establecidos por el sistem a econ óm ico de la Antigüedad clásica. La regionalización de las m anufacturas, debido a los costes de transporte, im pidió la concentración industrial y el desarrollo de una división del trabajo m ás avanzada en las m anufacturas. Una población com p uesta en su inm ensa m ayoría por cam pesinos m íseros, trabajadores esclavos y pobres urbanos reducía los m ercados de consum o a una escala m uy pequeña. Aparte de los arrendam ientos de im pu estos y de los contratos públicos de la época republicana (cuya im portancia descendió enorm em ente en el principado, después de las reform as fiscales de A ugusto), nunca se desarrollaron com pañías com erciales ni existieron las deudas consolidadas; el sistem a crediticio siguió siendo, pues, m uy rudim entario. Las clases poseedoras m antuvieron su tradicional desdén hacia el com ercio. Los com erciantes constituían una categoría despreciada que se reclutaba con frecuencia entre los libertos, ya que la m anum isión de los esclavos adm inistrativos y dom ésticos fue siem pre una práctica m uy extendida que reducía con regularidad los m ás altos rangos de la población esclava de las ciudades, m ientras que la contracción de la oferta exterior pudo haber dism inuido gradualm ente el núm ero de artesanos serviles en las ciudades. La vitalidad econ óm ica de ésta s siem pre fue lim itada y dependiente: su curso reflejaba m ás que contrarrestaba el del cam po. En las ciudades no había recursos que pudieran invertir la relación entre am bos. Por otra parte, una vez que el principado se hubo consolidado, el carácter del propio aparato de E stad o im pidió el desarrollo de las em presas com erciales. En efecto, el E stado era con m ucho el m ayor con sum idor del Im perio y e l único verdadero foco para la producción m asiva de artículos de prim era necesidad que podría haber creado un dinám ico sector m anufacturero. Sin
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em bargo, esta tendencia se vio reprim ida por la política de abastecim ientos y la peculiar estructura del E stado imperial. Durante toda la Antigüedad clásica, las obras públicas ordinarias — carreteras, edificios, acueductos, alcantarillas— eran realizadas norm alm ente por trabajadores esclavos. El Im perio rom ano, con su m aquinaria estatal enorm em ente aum entada, presenció la correspondiente extensión de este principio, porque todos los arm am entos y una considerable proporción de los sum inistros para su aparato civil y m ilitar term inaron siendo producidos autárquicam ente por sus propias industrias, m anejadas por un personal subm ilitar o por esclavos estatales h ered ita rio s41. Así, el único sector m anufacturero verdaderam ente im portante quedó sustraído en buena m edida al intercam bio m ercantil. La utilización perm anente y directa del trabajo esclavo por el E stado rom ano —rasgo estructural que perduró hasta el m ism o Im perio bizantino— fue uno de los fundam entos b ásicos de la econom ía p olítica de la Antigüedad tardía. La infraestructura de la esclavitud encontró una de sus expresiones m ás concentradas dentro de la propia superestructura im perial. De esta form a pudo expandirse el Estado, pero la econom ía urbana obtuvo pocos beneficios de este desarrollo; antes bien, su m agnitud y su p eso tendieron a ahogar la iniciativa com ercial privada y la actividad em presarial. Y una vez que la expansión exterior hubo cesado ya no se produjo ningún aum ento de la producción en la agricultura ni en la industria dentro de las fronteras im periales que pudiera detener la silenciosa decadencia de su m ano de obra se r v il42. 41 Para algunos comentarios sobre la tradición de la utilización de esclavos en las obras públicas, véase Finley, The Ancient economy, p. 75. En las casas de la moneda y factorías textiles imperiales (que suministraban los uniformes al aparato de Estado, obligatorios tanto para los civiles como para los militares a partir de Constantino) trabajaban esclavos estatales. Lo mismo sucedía con los grandes cuerpos de trabajadores manuales en el cursus publicus o servicio postal imperial, que formaba el sistem a central de comunicaciones del Imperio. Los establecimientos de armas se mantenían a base de trabajadores hereditarios con rango militar, que eran marcados con hierro para impedir que se libraran de su condición. En la práctica, no existía una gran diferencia social entre ambos grupos sociales. Jones, The later Roman Empire, II, páginas 830-7. 42 Finley ha propuesto en fecha reciente una ingeniosa reinterpretación de la recesión de la esclavitud hacia finales del principado. Finley afirma que el intervalo entre el cierre de las fronteras (realmente el año 14 d. C.) y el comienzo de la decadencia de la esclavitud (después del 200 d. C.) es demasiado largo para que el primero pueda explicar al segundo. Sugiere, pues, que el mecanismo básico debe buscarse sobre todo
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E l resultado de todo ello fue una incipiente crisis, a principios del siglo n i, en el sistem a económ ico y social que m uy pronto se transform ó en un colap so general del orden político tradicional en m edio de violentos ataques exteriores co n tra el Im perio. La repentina escasez de fu e n te s . —u n o de los síntom as de la crisis de m ediados del siglo III— hace m uy difícil trazar retrospectivam ente su rum bo o sus m ecanism os e x a c to s 43. Es en la decadencia de la importancia de la ciudadanía dentro del Imperio, que condujo a la distinción jurídica entre las dos clases de honestiores y hum iliores y a la reducción del campesinado libre a la condición dependiente bajo el agobiante peso político y fiscal del Estado imperial. Una vez que hubo un número suficiente de trabajadores indígenas reducido a una condición dependiente de explotación (cuya forma ulterior fue el colonado) las importaciones de trabajadores cautivos foráneos se hicieron innecesarias y la esclavitud tendió a desaparecer: véanse sus análisis en The Ancient economy, pp. 85-7 ss. Esta explicación adolece, sin embargo, de la misma dificultad que él atribuye al análisis que rechaza. En efecto, la eliminación política de toda ciudadanía verdaderamente popular y la decadencia económica del campesinado libre se consumaron mucho antes de la disminución de la esclavitud; en buena m edida, ambas se produjeron durante el último período de la República. Incluso la distinción entre honestiores y hum iliores se remonta, como mucho, a principios del sig lo II, esto es, cien años antes de la crisis de la economía específicamente esclavista, que el m ism o Finley reconoce que debe ser datada a partir del siglo III . Quizá pueda detectarse cierto ánimo sutil contra el Estado imperial romano bajo la superficie de los argumentos de Finley, qué realmente hace responsable a la autocracia del Imperio de las transformaciones de su sistem a económico. Es preferible realizar un análisis materialista que parta de las contradicciones internas del propio modo de producción esclavista. El hiato cronológico sobre el que Finley llama correctamente la atención es posible que se deba a los efectos mitigadores de la crianza dom éstica y de la compra en las fronteras que tuvieron lugar en el período intermedio. 43 La gran línea divisoria de mediados del siglo III es todavía la fase más oscura de la historia imperial romana, incomparablemente menos documentada y estudiada que la caída de los siglos IV y V. La mayor parte de los estudios existentes son muy incom pletos. Rostovtsev ofrece una extensa descripción en The social and econom ic h istory of the Roman E m pire, Oxford, 1926, pp. 41748. [H istoria social y económ ica del Im perio romano, Madrid, Espasa-Calpe, 1937.] Pero su estudio está viciado por el insistente anacronismo de sus conceptos analíticos, que de forma incongruente convierte a los terratenientes municipales en «burguesía» y a las legiones imperiales en «ejércitos campesinos» formados en orden de batalla contra ella, e interpreta toda la crisis en términos de polaridad entre ambos. Meyer Reinhold ha escrito una eficaz crítica marxista de estos temas ahistóricos de la obra de Rostovtsev: «Historian of the ancient world: a critique of Rostovtseff», Science and Society, otoño de 1946, X, núm. 4, pp. 361-91. Por último, el análisis marxista más conspicuo de esta época, K rizis R abovladel’chescovo Stroia de E. V. Shtaerman, adolece también de un grave defecto que se deriva de la rígida contraposición que hace Shtaerman entre la villa esclavista de ta-
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posible que en los ú ltim o s años de la época de los Antoninos ya salieran a la su p erficie algunas ten sion es graves. La presión germ ana sobre las fronteras del D anubio había desem bocado en las largas guerras contra los m arcom anos; M arco Aurelio había devaluado en un 25 por ciento el denarius de plata; la pr i m e ra exp losión im portante de ban dolerism o social ya había estallad o con la am enazadora ocu p ación de grandes zonas de la Galia e H ispania por las bandas arm adas del desertor Materno, que in clu so pretendió invadir Italia durante el desastroso reinado de C ó m o d o 44. La subida al trono, después de una breve guerra civil, de la casa de los Severos llevó al poder a una dinastía africana; la rotación regional del cargo im perial parecía funcionar una vez m ás al restab lecerse aparentem ente el orden y la prosperidad. Pero de pronto la inflación se desbocó m isteriosam en te a m edida que la m oneda se devaluaba una y otra vez. A m ediados de siglo se prod ujo un colapso com pleto de la m oneda de plata, que redujo el denarius al 5 por ciento de su valor tradicional; hacia finales de siglo, los precios del trigo se habían disparado h asta unos n iveles 200 veces superiores a los de com ienzos del principado45. La estabilidad p olítica degeneró al m ism o ritm o que la estabilidad m onetaria. En los caóticos cincuenta años que van desde el 235 al 284 no hubo m enos de 20 em peradores, 18 de los cuales m urieron de m uerte violenta, uno cautivo en el extranjero y otro víctim a de la peste: destin os todos que sim bolizan una época. Las guerras civiles y las u surpaciones fueron prácticam ente ininterrum pidas desde M axim ino el T racio h asta D iocleciano, y se vieron mezcladas con una secu en cia devastadora de invasiones y ataques e x tr a n je r o s a lo largo de las fronteras que afectaban duram ente al interior. Los francos y otras tribus germ ánicas asolaron repetidam ente la Galia y llegaron con Sus saqueos hasta H ispania; los alam anes y los yutungos m archaron sobre Italia; los carpos invadieron la D acia y la Mesia; los hérulos asaltamaño mediano como «antigua forma de propiedad» y el gran latifundium como evolución «proto-feudal» de la aristocracia extramunicipal. Véase supra, nota 9, p. 56. 44 Para Materno, véanse las recientes y penetrantes observaciones de M. Mazza, L otte sociale e restaurazione autoritaria nel terzo secolo d. C., Catania, 1970, pp. 326-7. 45 F. Millar, The Roman E m pire and its neighbours, Londres, 1967, páginas 241-2. [E l Im perio rom ano y sus pueblos lim ítrofes, vol. 8 de la Historia Universal Siglo XXI, Madrid, 1973.] Hay un estudio muy amplio de la gran inflación en Mazza, L otte sociale e restaurazione autoritaria, páginas 316-408.
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ron Tracia y Grecia; los godos cruzaron el m ar para saquear el A sia Menor; la Persia sasánida ocupó Cilicia, Capadocia y Siria; Palm ira separó a Egipto; los m oros y los blem ios nóm adas hostigaron el norte de Africa. En fechas diferentes, Atenas, Antioquía y A lejandría cayeron en m anos de los enem igos; París y Tarragona fueron incendiadas y la m ism a Rom a tuvo que ser nuevam ente fortificada. El torb ellin o político interior y las invasiones extranjeras trajeron m uy p ronto con sigo sucesivas epidem ias que debilitaron y redujeron las poblaciones del Imperio, dism inuidas ya con las destrucciones de la guerra. Las tierras fueron abandonadas y en la producción agrícol a aum entó la escasez de su m in istros46. El sistem a de im p u esto s se desintegró con la depreciación de la m oneda y los pagos fiscales retrocedieron a entregas en especie. La construcción urbana sufrió una repentina parálisis, arqueológicam ente atestiguada en todo el Im perio; en algunas regiones, los centros urbanos decayeron y se r ed u je r o n 47. En. Galia, donde se m antuvo durante quince años un E stado im perial separatista con su capital en Tréveris, se produjeron en los años 283-284 grandes levantam ientos rurales de las m asas explotadas, la prim era insurrecc i ó n d e lo s bagaudas q u e habrían de repetirse m ás tarde e n la historia de las provincias occidentales. Durante unos cincuenta años — del 235 al 284— y bajo una fuerte presión interna y externa, la sociedad rom ana pareció llegar a su colapso final. Sin em bargo, a finales del sig lo III y principios del I V se produjo una transform ación y recuperación del E stado im perial. La seguridad m ilitar fue gradualm ente restablecida por una serie m arcial de generales danubianos y balcánicos que tom aron sucesivam en te la púrpura: Claudio II derrotó a los godos en Mesia; Aureliano expulsó a los alam anes de Italia y som etió a Palmira; Probo an iq uiló a los invasores germ ánicos de la Galia. E sto s éxitos prepararon el cam ino para la reorganización de toda la estru ctu ra del E stado rom ano en la época de D iocleciano, proclam ado em perador en el año 284, que a su vez hizo posible el precario resurgim iento de los cien años 46 Roger Rémondon, La brise de l’E m pire romain, París, 1964, pp. 85-6. [La crisis del Im perio romano, Barcelona, Labor, 1967.] Rémondon tiende a atribuir la crisis de mano de obra en el campo esencialmente al éxodo rural hacia las ciudades, como consecuencia de la urbanización generalizada. P e r o , en realidad, uno de los fenóm enos más sólidamente comprobados de la época fue el descenso en la construcción urbana. 47 Millar, The Roman E m pire and its neighbours, pp. 2434, insiste especialmente en la repentina paralización del desarrollo urbano como prueba básica de la profundidad de la crisis.
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siguientes. La m edida m ás im portante fue el a u m en to radical de los ejércitos im periales p o r m ed io de la reim plantación del reclutam iento obligatorio: e l núm ero de legiones se duplicó en el transcurso del siglo, llegando a una fuerza total de unos 450.000 hom bres. A partir de finales del sig lo II y principios del III un creciente núm ero de soldados fue estacionado en puestos de guardia situados a lo largo de las rutas principales para m antener la seguridad interior y vigilar el c a m p o 48. Más tarde, a partir de la época de Galieno, hacia el 260, se desplegaron en profundidad, tras las fronteras im periales, unos ejércitos de choque que perm itían una m ayor m ovilidad contra los ataques exteriores, dejando que unidades secundarias de limitanei vigilaran el perím etro exterior del Im perio. Un gran núm ero de voluntarios bárbaros se incorporaron al ejército y form aron en adelante m uchos de sus regim ientos m ás selectos. Más im portante todavía fue que todos los altos m andos m ilitares se confiaron ahora únicam ente a hom bres de rango ecuestre; la aristocracia senatorial fue desplazada, por tanto, de su posición tradicionalm ente central en el sistem a político a m edida que el suprem o poder im perial pasaba cada vez más al cuerpo de oficiales profesionales del ejército. El m ism o Diocleciano tam bién cerró sistem áticam ente a los senadores el acceso a la adm inistración c iv il49. Las provincias se m ultiplicaron por algo m ás de dos al ser divididas en unidades más reducidas y m anejables, y el funcionariado en ellas establecido aum entó proporcionalm ente para garantizar un control burocrático m ás estrecho. D espués del desbarajuste de m ediados de siglo s e estableció un nuevo sistem a fiscal que fundió los principios del im puesto sobre la tierra y la capitación en una 48 Millar, The Roman Empire and its neighbours, p. 6. La multiplicación de estas stationes era un síntoma del creciente malestar social del período comprendido entre Cómodo y Carino. Sin embargo, las interpretaciones de la tetrarquía como una junta de emergencia para el restablecimiento del orden político interno, esbozadas por Shtaerman y Mazza, son demasiado forzadas. Shtaerman considera al régimen de Diocleciano como el producto de una reconciliación entre los dos tipos de propietarios cuyo conflicto caracteriza, según ella, a esta época en la que los grandes latifundistas se adelantaron a la amenaza de una insurrección social desde abajo. Véase Krizis Rabovladel’cheskovo Stroia, páginas 479-80, 499-501, 508-9. Un crítico ruso ha señalado, entre otras objeciones, que todo el esquema de Shtaerman olvida curiosamente las masivas invasiones externas que constituyen el principal trasfondo de la tetrarquía: V. N. Diakov, Vestnik Drevnei Istorii, 1958, IV, p. 126. 45 Véase especialmente M. Arnheim, The senatorial aristocracy in the later Roman Empire, Oxford, 1972, pp. 3948.
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sola unidad, calculada sobre la base de cen sos nuevos y exhaustivos. Por vez prim era en el m undo antiguo se introdujeron los cálculos presupuestarios anuales, que pudieron aju star los niveles de im puestos a los gastos corrientes (que com o era de esperar se elevaron incesantem ente). La trem enda expansión m aterial de la m aquinaria de Estado que resu ltó de todas estas m edidas contradijo inevitablem ente los in ten tos ideológicos de D iocleciano y de sus sucesores para estabilizar gracias a ella la estructura social del Im perio tardío. Los decretos que encerraban a grandes grupos de población en grem ios hereditarios sim ilares a las castas, después de la turbulencia del m edio siglo pasado, podían tener poco efecto p r á c tic o 50; la m ovilidad social probablem ente aum entó algo debido a la am pliación de las nuevas vías de prom oción m ilitares y burocráticas dentro del E sta d o 51. Los fugaces esfuerzos para fijar los p recios y los su eldos adm inistrativos en tod o el Im perio fueron todavía m enos realistas. Por otra parte, la m ism a autocracia im perial superó fácilm ente todos los lím ites tradicionales im puestos por la op inión senatorial y por la costum bre al ejercicio del poder personal. El «principado» dio paso al «dom inado» cuando lo s em peradores, a partir de Aureliano, se autodenom inaron do m in u s et deus e im pusieron la cerem onia oriental de la postración de cuerpo entero ante la presencia real, la p ro s k y n e sis con la que Alejandro había inaugurado los Im perios h elen ísticos del O riente Próxim o. El carácter político del dom inado se ha interpretado frecuentem ente com o un desplazam iento del centro de gravedad del sistem a im perial rom ano hacia el M editerráneo oriental, que se consum aría p oco después con el auge de C onstantinopla, la nueva Rom a a orillas del B osforo. N o hay duda de que las provincias orientales prevalecían ahora dentro del Im perio en dos aspectos fundam entales. E conóm icam ente, la crisis del 50 R. Macmullen, «Social mobility and the Theodosian Code», The Journal of Roman Studies, l i v , 1964, pp. 49-53. La tesis tradicional (por ejemplo, la de Rostovtsev) de que Diocleciano im puso una estructura prácticamente de castas en el Imperio tardío está desacreditada. Es evidente que la burocracia imperial fue incapaz de hacer cumplir los decretos imperiales y de vigilar a los gremios. 51 El mejor análisis breve de la ascensión social a través de la máquina del Estado es el de Keith Hopkins, «Elite m obility in the Roman Empire», P ast and Present, núm. 32, diciembre de 1965, pp. 12-26, que insiste en los límites necesarios de este proceso: la mayoría de los nuevos dignatarios del Imperio tardío siempre fueron cooptados entre la clase terrateniente de las provincias.
Rom a m odo de produ cción escla v ista tardío a fectó con m ás fuerza a O ccidente, donde estab a m ucho m ás profundam ente arraigado, y lo dejó en una situ ación com parativam ente peor, al n o p oseer ya un d inam ism o au tóctono que le perm itiera contrarrestar la tradicional riqueza de O riente, con lo que com enzó a hundirse com o la parte m ás pobre del M editerráneo. C ulturalm ente, su em puje se diluyó tam bién de form a creciente. A f inales de la época de los A ntoninos ya habían renacido la filosofía y la historia griegas: el lenguaje literario de M arco Aurelio, por no hablar de Dión Casio, ya no era el latín. M ucho m ás im portante fue, por sup uesto, el len to crecim ien to de la nueva religión que habría de im plantarse en el Im perio. E l cristian ism o había nacido en O riente y allí se extend ió p rogresivam ente durante todo el sig lo III, m ien tras O ccidente perm anecía relativam ente inm une en com paración. Pero, a pesar de las apariencias, estos cam bios fundam entales n o se reflejaron en la m ism a m edida en la estructura p olítica del E stado porque realm ente no se produjo una h elenización de la cúspid e dirigente del sistem a p olítico im perial y todavía m en os su com pleta orientalización. La rotación orbital del poder din ástico se detuvo curiosam ente antes de llegar al O riente g rec o le v a n tin o 52. La dinastía africana de los Severos parecía destinada a llevar a cabo una suave transm isión del cargo im perial a una nueva región, cuando la fam ilia siria en la que S ep tim io Severo había contraído m atrim onio preparó la subida al tron o de un joven local, presen tad o falsam en te co m o su n ieto, que se convirtió en el em perador H eliogábalo en el año 218. E l ex otism o cultural — relig ioso y sexual— de este a d olescen te hizo a su corto reinado m uy célebre en tod os los p o steriores recuerdos rom anos. Heliogábalo fue rápidam ente rem ovido por una opinión senatorial profundam ente h o stil, b a jo cuya tutela le su ced ió su descolorido prim o Alejandro Severo — otro m enor, que había sid o educado en Italia— antes de ser asesin ado en el año 235. A partir de entonces, só lo un oriental, un rep resen tante extrem adam ente atíp ico de aquella región, llegó a ser em perador de Roma: Julio 52 E ste hecho fundam ental ha sido olvidado con mucha frecuencia. La lista moderadamente ecuménica de las sucesivas dinastías, hecha por Millar, es en realidad gravemente engañosa: The Roman E m pire and its neighbours, p. 3. Más adelante, Millar observa que sólo gracias a un «accidente del destino» Heliogábalo y su primo pudieron ser los primeros emperadores procedentes del Oriente griego «antes que ningún senador de la próspera burguesía de Asia Menor» (p. 49). En realidad, ningún griego de Asia menor llegó a ser nunca emperador antes de la división del Imperio.
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Filipo, un árabe procedente del desierto de Transjordania. Sorp rendentem ente, ningún griego de Asia M enor ni de la m ism a Grecia, ningún otro sirio y ni un solo egipcio consiguieron nunca la púrpura im perial. Las regiones m ás ricas y urbanizadas del Im perio fueron incapaces de garantizar un vínculo directo con la cim a del E stado que las gobernaba. Esas regiones perm anecieron m arginadas por el carácter irreductiblem ente rom ano del Im perio, fundado y con stru ido por Occidente, que siem pre fue m ucho m ás hom ogéneo que el heteróclito Oriente, donde por lo m enos tres im portantes culturas (la griega, la siria y la egipcia, por no hablar de las otras destacadas m inorías de la región) se disputaban el legado de la civilización heleníst ic a 53. En el sig lo III, los italian os ya no constituían una m ayoría en el Senado, un tercio del cual procedía generalm ente del Oriente grecoparlante. Pero m ientras el Senado tuvo algún poder en la selección y con trol de los em peradores, siem pre eligió a representantes de las clases terratenientes del O ccidente latino. Balbino (H ispania) y Tácito (Italia) figuraron entre los últim os candidatos senatoriales que alcanzaron la dignidad im perial en el sig lo III. Porque, al m ism o tiem po, el centro del poder p olítico dejó de estar en la capital para pasar al cam po m ilitar de las zonas fronterizas. Galieno fue el últim o soberano de esta época que residió en Roma. A partir de en ton ces los em peradores habían de hacerse y deshacerse fuera del ám bito de la influencia senatorial, por m edio de luchas faccio nales entre los jefes m ilitares. E ste cam bio p olítico fu e acom pañado de un nuevo y decisivo cam bio regio nal en la com posición dinástica. Desde m ediados del s ig lo I I I , el poder im perial pasó con sorprendente regularidad a los generales procedentes de una zona atrasada, antaño conocida con el nom bre genérico de Iliria, que ahora form aba el bloque de provincias com prendidas por Panonia, D alm acia y M esia. E l predom inio de esto s em peradores danubiobalcánicos se m antuvo com o una constante hasta la caída del E stado rom ano en O ccidente e incluso después de ésta. D ecio, Claudio el Godo, Aureliano, Probo, D iocleciano, C onstantino, Galerio, Joviano, V alentiniano y Justiniano se cuentan entre e llo s 54 y su com ún origen regional es todavía 53 En Oriente había, pues, cuatro idiomas literarios locales —griego, sirio, copto y arameo—, mientras que en Occidente no existía ningún otro idioma escrito aparte del latín. 54 Syme sugiere que Maximino el Tracio —que probablemente era de Mesia y no de Tracia— y posiblem ente también Tácito deberían añadirse
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m ás sorprendente si se tiene en cuenta que entre ellos no existió parentesco de ningún tipo. H asta com ienzos del siglo VI, el único em perador im portante que no procedió de esta zona fue un hispano, T eodosio, que venía del lejano o este del Imperio. La razón m ás obvia del auge de esto s gobernantes panonios e ¡lirios radica en el papel desem peñado por las provincias danubianas y balcánicas en el sum inistro de soldados para el ejército: am bas zonas eran ya entonces una reserva tradicional de soldados y oficiales profesionales para las legiones. Pero había tam bién algunas razones m ás profundas para la nueva preem inencia de esta región. Panonia y D alm acia fueron las conquistas clave de la expansión en tiem pos de Augusto, porque com pletaron el básico cordón geográfico del Im perio al cerrar el abism o que existía entre sus sectores oriental y occidental. D esde aquel m om ento, Panonia y Dalm acia siem pre actuaron com o el puente estratégico central que unía a las dos m itades del territorio im perial. Todos los m ovim ientos de tropas efectuados por tierra a lo largo del eje este-oeste tenían que pasar por esta zona, que, en consecuencia, se convirtió en el punto de apoyo de m uchas im portantes guerras civiles del Im perio, a diferencia de las típicas batallas navales en Grecia durante la época republicana. El control de los puertos de los Alpes Julianos perm itía un rápido descenso y una veloz resolución de los con flictos en Italia. A partir de Panonia tuvo lugar la victoria de V espasiano en el 69, el triunfo de Septim io en el 193, la usurpación de D ecio en el 249, la tom a del poder por D iocleciano en el 285 y la asunción de C onstancio en el 351. Más allá de la im portancia estratégica de esta zona estaba, sin em bargo, su especial posición social y cultural dentro del Im perio. Panonia, Dalm acia y M esia eran regiones intratables, cuya proxim idad con el m undo griego nunca había conducido a su integración en él; fueron de las últim as provincias continentales rom anizadas y su conversión a la agricultura convencional de la villa se produjo necesariam ente m ucho después y fue m ás incom pleta que la de Galia, H ispania o Áfr ic a 55. El modo de producción esclavista nunca alcanzó en ellas la m ism a maga esta lista: E m perors and biography. Studies in the H istoria Augusta, Oxford, 1971, pp. 182-6, 246-7. Los otros pocos emperadores de esta época parecen haber sido todos occidentales. Treboniano Galo, Valeriano y Galieno eran de Italia, Macrino era de Mauritania, y Caro probablemente de la Galia meridional. 55 P. Oliva, Pannonia and the onset of crisis in the Roman Empire, Praga, 1962, pp. 248-58, 345-50.
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nitud que en las otras provincias latinas del continente occidental, aunque es posible que al final registrara allí algunos avances m ientras retrocedía ya en las regiones m ás antiguas: en un estudio sobre el Im perio a finales del siglo IV se describe a Panonia com o im portante exportador de esclavos56. La crisis de la agricultura esclavista no fue, por consiguiente, tan tem prana o tan radical, y el núm ero de propietarios libres y arrendatarios fue m ás considerable, de acuerdo con un m od elo rural m ás cercano al de Oriente. Indudablem ente, la vitalidad de esta región, en m edio de la decadencia de O ccidente, n o estuvo desconectada de esa distin ta form ación. Pero, al m ism o tiem p o , su función política fundam ental era inseparable de su latinidad; lingüísticam ente, era rom ana y no griega, la m ás cruda y oriental extrem idad de la civilización latina. Por tanto, no fue sólo su situación territorial en el p unto de articulación continental entre Oriente y Occidente lo que determ inó su im portancia; su posición en el lado correcto de la frontera cultural fue lo único que hizo posible su sorprendente preem inencia en un sistem a im perial que en su m ás profunda naturaleza y en su origen era todavía un orden rom ano. El cam bio dinástico hacia las tierras atrasadas del D anubio y los B alcanes representaba el m ayor m ovim iento p osib le hacia Oriente del sistem a p olítico rom ano, para m antener unido al Im perio, com patible con la conservación de su íntegro carácter latino. El vigor m ilitar y burocrático de los nuevos dirigentes de Panonia e Iliria había conseguido estabilizar nuevam ente el E stado im perial a com ienzos del siglo IV . Pero la restauración adm inistrativa del Im perio se realizó a costa de una grave y crecien te fisura dentro de la estructura global del poder. La unificación política del M editerráneo trajo con sigo una vez m ás la división social en el seno de las clases dom inantes. La aristocracia senatorial de Italia, Hispania, la Galia y Africa continuó siendo el estrato económ icam ente m ás p od eroso de O ccidente debido a la tradicional concentración de sus riquezas. Pero ahora estaba separada del aparato del m ando m ilitar, que era la fuente del poder político im perial, el cual había pasado frecuentem en te a oficiales arribistas procedentes de los em p obrecidos Balcanes. Así se introdujo en el orden dirigente del dom inado un antagonism o estructural, que nunca había existido en el principado y que finalm ente habría de ten er fatales consecuencias. D iocleciano lo llevó a su extrem o con la férrea 56 Shtaerman, K rizis R abovladel’cheskovo Stroia, p. 354.
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discrim inación contra los candidatos senatoriales para prácticam ente todos los cargos de im portancia, ya fuesen civiles o m ilitares. En esta form a exacerbada, el con flicto n o podía durar: C onstantino invirtió la p olítica de su predecesor hacia la nobleza tradicional de O ccidente y la cortejó sistem áticam ente con nom bram ientos para los gobiernos de provincias y con honores adm inistrativos, aunque no con jefaturas m ilitares, de las que había sido alejada de form a perm anente. El Senado fue am pliado y en su sen o se creó una nueva élite patricia. Al m ism o tiem po, la com p osición de la aristocracia en toda la exten sión del Im perio se transform ó radicalm ente debido al gran cam bio in stitu cion al del reinado de C onstantino: la cristianización del E stad o d esp ués de la conversión del em perador y de su victoria sobre M ajencio en el puente Milvio. Significativam ente, la nueva religión oriental sólo conquistó el Im perio cuando fue adoptada por un césar en O ccidente. Un ejército procedente de Galia fue el que im p uso un credo originado en Palestina, sím bolo y accidente paradójico, o síntom a quizá, del d om inio p olítico del núcleo latino del sistem a im perial romano. El efecto in stitucional inm ediato m ás im portante del cam bio religioso fue quizá la prom oción social de un gran núm ero de «funcionarios cristianos», que habían hecho sus carreras adm inistrativas gracias a su lealtad a la nueva fe, a las extensas filas de los cla rissim i del siglo i v 57. La m ayor parte de ellos procedían de Oriente, donde llegaron a dom inar el segundo Senado esta b lecid o por C onstancio II en C onstantinopla. Su integración en la eficaz m aquinaria del dom inado, con la proliferación de nuevos cargos b urocráticos, reflejó y reforzó el ininterrum pido crecim ien to de las dim ensiones totales del E stad o en la sociedad rom ana tardía. Por otra parte, el establecim iento del cristian ism o com o Iglesia oficial del Im perio añadió a partir de enton ces una enorm e burocracia clerical — donde previam ente no había ex istid o ninguna— al ya trem endo p eso del aparato secular del E stado. D entro de la m ism a Iglesia se produjo probablem ente un p roceso sim ilar de expansión de la m ovilidad social, ya que la jerarquía eclesiástica procedía principalm ente de la clase de los curiales. L o s salarios y estipendios de esto s dignatarios religiosos, extraídos de las inm en57 Para este fenóm eno, véase Jones, «The social background of the struggle between paganism and Christianity», en A. Momigliano (comp.) , The conflict betw een paganism and Christianity in the fourth century, Oxford, 1963, pp. 35-7.
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sas rentas devengadas por la riqueza corporativa de la Iglesia, fueron m uy pronto superiores a los de los rangos equivalentes de la burocracia secular. C onstantino y sus sucesores dirigieron su nuevo reparto con un pródigo derroche palatino; las indicciones y los im p uestos subieron de form a inexorable. M ientras tanto, y sobre todo, C onstantino aum entó el tam año del ejército con la creación de nuevas unidades de infantería y caballería y la construcción de sus reservas estratégicas. A lo largo del siglo IV el ejército llegó a sum ar cerca de 650.000 soldados, casi cuatro veces m ás que a com ienzos del principado. El Im perio rom ano de los siglos IV y V se vio, pues, gravado con u n vasto y exagerado aum ento de sus superestructuras m ilitar, p olítica e ideológica. Por otra parte, la expansión del Estado, fue acom pañada de una contracción en la econom ía. Las pérdidas dem ográficas del sig lo I I I nunca se volvieron a recuperar. Aunque no puede calcularse el descenso estad ístico de la población, el continuo abandono de las tierras cultivadas (los agri d e se rti del Im perio tardío) constituye la prueba inequívoca de una curva general descendente. En el siglo IV , la renovación política del sistem a im perial produjo un cierto aum ento tem poral en la construcción urbana y un restab lecim iento de la estabilidad m onetaria con la em isión del so lidus de oro. Pero estas dos recuperaciones fueron lim itadas y precarias. El crecim iento urbano se concentró en buena m edida en los nuevos centros m ilitares y adm inistrativos situados bajo el patrocinio directo de los em peradores: Milán, Tréveris o Sérdica y, sobre todo, Constantinopla. N o fue un fenóm eno económ ico espontáneo y no pudo detener la progresiva decadencia de las ciudades. Las oligarquías m unicipales, que en épocas anteriores habían presidido unas ciudades orgullosas y llenas de vida, fueron som etidas a una creciente supervisión e interferen cia a com ienzos del principado, cuando se nom braron desde Roma a unos curatores im periales de carácter especial para que vigilasen las capitales de las provincias. Pero, a partir de la crisis del sig lo III, la relación entre el centro y la periferia se invirtió de form a curiosa: los em peradores tuvieron que esforzarse continuam ente por convencer o coaccionar a la clase de los decuriones, encargada de la adm inistración m unicipal para que cum plieran con sus obligaciones hereditarias en los con sejos m unicipales, m ientras esto s terratenientes locales abandonaban sus responsabilidades cívicas (y los gastos consiguientes) y las ciudades m orían por falta de fondos p úb licos o de inversiones privadas. La típica
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«huida de los decuriones» se dirigía hacia los rangos superiores de los ca rlissim i y de la burocracia central, donde estaban exentos de obligaciones m unicipales. M ientras tanto, en los niveles sociales m ás bajos, los pequeños artesanos abandonaban las ciudades en busca de seguridad y de trabajo en las fincas de ios grandes m agnates del cam po, a pesar de los decretos oficiales que prohibían esas m igraciones58. La gran red de carreteras que unía a las ciudades del Im perio —y que siem pre fueron con struccion es estratégicas m ás que com erciales— quizá tuvieran en algunos casos un carácter negativo para las econom ías de las regiones que atravesaban, ya que fueron meras vías de alojam iento de soldados y de recaudación de im puestos más que rutas de com ercio o de inversión. En estas condiciones, la estabilización de la m oneda y la reconversión de los impuestos en dinero en el siglo IV no representó una auténtica revitalización de la econom ía urbana. Antes bien, el nuevo sistem a m onetario inaugurado por C onstantino com binó m onedas selectas de oro, para uso del E stado y de los ricos, con unidades de cobre, constantem ente depreciadas, para las necesidades de los pobres, sin ninguna escala de valores entre am bas, de tal form a que en la práctica se crearon dos sistem as m onetarios separados, evidencia palm aria de la polarización social del Im perio ta r d ío 59. En la m ayor parte de las provincias, el com ercio y la industria urbana decayeron progresivam ente a la vez que se p roducía una gradual e indudable ruralización del Imperio. N aturalm ente, la crisis final de la Antigüedad tuvo su origen en el propio cam po. M ientras las ciudades se paralizaban o decaían, en la econom ía rural tuvieron lugar cam bios trascendentales que presagiaban la transición hacia otro m odo distinto de producción. Ya hem os señalado los lím ites inexorables del m odo de producción esclavista cuando las fronteras im periales dejaron de avanzar; esos lim ites precedieron y subyacieron a los trastornos políticos y económ icos del sig lo III . Ahora, en las condiciones recesivas del Im perio tardío, el trabajo esclavista —ligado siem pre a un sistem a de expansión política y mi58 Weber observó correctamente. que este éxodo fue exactamente lo contrario del modelo típico medieval de la huida de los campesinos de la tierra a las ciudades para conseguir trabajo y libertad urbana. «Die sozialen Gründe des Untergangs der antiken Kultur», pp. 306-7. 59 Hay un buen análisis de la situación monetaria en André Piganiol, L’Empire chretien (325-395), París, 1947, pp. 294-300. Véase también Jones, «Inflation under the Roman Empire», Economic History Review, V, núm. 3, 1953, pp. 301-14. 4
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litar— se hizo cada vez m ás escaso y m o lesto y, e n c onsecuencia, los terratenientes lo convirtieron progresivam ente en una adscripción a la tierra. Un cam bio d ecisivo se produjo cuando la curva del precio de los esclavos —que, com o ya hem os visto, subió de form a ininterrum pida durante los prim eros doscientos años del principado, debido a la escasez de la oferta— com enzó a m antenerse y a caer durante el sig lo III, sign o seguro de la contracción en la d em an d a60. Progresivam ente, los p ropietarios dejaron de preocuparse de form a directa p o r el m antenim iento de m uchos de sus esclavos y, con ob jeto de que se cuidaran de sí m ism os, los establecieron en pequeñas parcelas, cuyo plusproducto r eco g ía n 61. Las grandes fincas ten d ieron a dividirse en reservas señoriales centrales, trabajadas todavía por esclavos, rodeadas por una gran m asa de tenencias cam pesinas, cultivadas por siervos. Es p osib le que con este cam bio la productividad se increm entara m arginalm ente, aunque no el producto total, dado el descenso global de la m ano de obra en el cam po. Al m ism o tiem po, las aldeas de los p eq u eños propietarios y de los arrendatarios libres —que siem pre habían existid o en el Im perio junto a los esclavos— cayeron bajo el «patrocinio» de los grandes m agnates rurales, en su búsqueda de p rotección contra las exacciones fiscales y el reclutam ien to forzoso por el Estado, y llegaron a ocupar unas p osicion es económ icas m uy sim ilares a las de los antiguos e sclavos. El resultado de este p roceso fue la aparición y el predom inio final, en la m ayor parte de las provincias, del colonus, esto es, el arrendatario cam pesino dependiente que estab a vinculado a la finca de su señor y le pagaba por su parcela rentas en esp ecie o en dinero, o la cultivaba bajo un acuerdo de reparto de la cosecha (las prestaciones de trabajo propiam ente dichas eran anorm ales). Los coloni se quedaban generalm ente con la m itad del producto de sus parcelas. Las ventajas económ icas q u e la clase explotadora obtenía con este nuevo sistem a de trabajo s e pusieron brutalm ente de m anifiesto cuando los terratenientes 60 Jones, «Slavery in the ancient world», p. 197; Weber, «Agrarverhältnisse in Altertum», pp. 271-2. Weber sobreestim a la caída definitiva de los precios de esclavos durante el Imperio tardío; como Jones demuestra, los precios bajaron aproximadamente hasta la mitad del nivel que tenían en el sig lo II, pero los esclavos continuaron siendo una mercancía relativamente cara, excepto en las provincias fronterizas. 61 El m ejor análisis de éste proceso es el ensayo póstum o de Marc Bloch, «Comment et pourquoi finit l’esclavage antique?», Armales E. S. C., 2, 1947, pp. 30-44, 161-70.
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se m ostraron d isp u estos a pagar m ás del precio de m ercado de un esclavo para evitar la llam ada a filas de un c o l o n u s 62. Diocleciano había decretado que los arrendatarios debían considerarse ad scritos a su s aldeas a efectos de la recaudación de im p u estos y, en consecu en cia, los pod eres jurídicos de los terratenientes sobre los coloni aum entaron ininterrum pidam ente durante los siglos IV y V con lo s su cesivos decretos de Constantino, V alente y Arcadio. M ientras tanto, lo s esclavos agrícolas dejaron de ser gradualm ente m ercancías convencionales h asta que V alen tinian o I —el ú ltim o gran em perador pretoriano de O ccidente— prohibió form alm en te su venta separados de las tierras que tra b a ja b a n 63. Así, por un p roceso convergente, se form ó en el Im perio tardío una clase social dé productores rurales dep end ientes, jurídica y econ óm icam ente distintos de los esclavos y de los arrendatarios libres o de los p equeños propietarios. La aparición de e sto s colon os no significó una dism inución en la riqueza o en el p o d er de la clase terrateniente: al contrario, debido precisam ente a que absorbió a los antiguos pequeños cam pesinos ind ep en dien tes y al m ism o tiem po alivió l o s problem as de la d irección y supervisión de las grandes fincas, este p roceso en trañ ó un aum ento global en las dim ension es de l as fin cas de la aristocracia rom ana. Las p osesion es totales de los m agnates rurales — frecuentem ente dispersas p o r m uchas provincias— alcanzaron su c en it en el siglo V . N aturalm ente, la esclavitud no desapareció en absoluto. E l sistem a imperi a l no pod ía p rescin dir de ella, porque el aparato de E stad o todavía se basaba en unos sistem as esclavistas de aprovisionam iento y com u nicacion es, que conservaban casi toda su fuerza tradicional h asta el m ism o fin del Im perio en O ccidente. Aunque su papel en la producción artesanal urbana descend ió de form a notable, los esclavos proporcionaban en todas partes un lu joso servicio d om éstico a las clases p oseed oras. Por otra parte, los esclavos continuaron siendo relativam ente nu m erosos en el cam po, trabajando los latifundios de los terraten ien tes de las provincias, al m en os en Italia y en H ispania, y probab lem ente tam bién en la Galia en m ayor grado de lo que a m enudo se supone. M elania, m ujer noble que se convirtió a la religión a principios del siglo V , quizá poseyera 25.0 0 0 esclavos ú n icam en te en 62 aldeas situadas en sus p ose62 Jones, The later Roman E m pire, II, p. 1042. 63 Jones The later R om an E m pire, II, p. 795.
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siones locales cerca de Rom a64. El sector esclavista de la econom ía rural, la población esclavista dedicada al servicio y las industrias esclavistas p erten ecien tes al Estado eran m ás que suficientes para asegurar que el trabajo continuara m arcado por la degradación social y que los inventos estuvieran alejados del ám bito laboral. «Al m orir [la esclavitu d ] dejó detrás de sí su aguijón venenoso bajo la form a de proscripción del trabajo productivo por los hom bres libres», escribió Engels. «Tal es el callejón sin salida en el cual se encontraba el miando romano»65. Los aislados descubrim ientos técnicos del principado, ignorados en los m om entos culm inantes del m odo de producción esclavista, perm anecieron igualm ente ocultos en la época de su desintegración. La tecnología no recibió ningún im pulso con la conversión de los esclavos en coloni. Las fuerzas de producción de la Antigüedad perm anecieron bloqueadas en sus niveles tradicionales. Pero con la form ación del colonato, e l h ilo c o nductor de todo el sistem a económ ico se desplazó, pasando básicam ente a la relación establecida entre el productor rural dependiente, el señor y el E stado. En efecto, la enorm e m aquinaria m ilitar y burocrática del Im perio tardío exigía un precio terrible a una sociedad cuyos propios recursos económ icos ya habían dism inuido. La aparición de exacciones fiscales urbanas debilitó al com ercio y la producción artesana en las ciudades. Pero, sobre todo, una abrum adora carga de im puestos cayó incansable e insoportablem ente sobre el cam pesinado. Los presupuestos anuales o «indicciones» se duplicaron entre el año 324 y el 364. A finales del Im perio, el volum en de los im puestos sobre la tierra era p robablem ente tres veces superior al de la República tardía, y el E stado absorbía entre un cuarto y un tercio del producto agrícola bruto Adem ás, el coste de la recaudación de im puestos recaía sobre el sujeto, que podía pagar hasta un 30 por ciento por encim a de las tarifas oficiales para aplacar y m antener a los funcionarios que le esq u ilm a b a n 67. Los im 64 En total, Melania poseía tierras en Campania, Apulia, Sicilia, Tunicia, Numidia, Mauritania, Hispania y Britania y, con todo, sus ingresos únicamente eran para sus contemporáneos los de una familia senatorial de mediana riqueza. Véase Jones, The later Roman E m pire, I I , pp. 793, 782, 554. 65 Marx-Engels, Selected w orks, Londres, 1968, p. 570. [Obras escogidas, 2 vols., Madrid, Akal, 1975, v o l. II , p. 317.] 66 A. H. M. Jones, «Over-taxation and the decline of the Roman Empire», A ntiquity, xxxi i i , 1959, pp. 39-40. 67 Jones, The later Rom an E m pire, I, p. 468.
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puestos eran recaudados a m enudo por los propios terratenientes, que podían evadir sus propias obligaciones fiscales a la vez que hacían cum plir las de sus coloni. La Iglesia establecida —un com plejo institucional que, a diferencia de las anteriores civilizaciones del O riente Próxim o, era desconocido en la Antigüedad clásica— añadía una nueva carga parasitaria a la ya difícil situación de la agricultura, de la que extraía el 90 por ciento de sus rentas. El lujo osten to so de la Iglesia y la im placable avaricia del E stado se vieron acom pañados por una drástica concentración de la propiedad privada rural, ya que lo s grandes m agnates de la nobleza adquirieron las fincas de los terraten ien tes m enores y se apropiaron las tierras de los antiguos cam pesinos libres. El Im perio estab a, pues, desgarrado por las crecien tes dificultades económ icas y la polarización social cuando transcurrían los últim os años del siglo IV . Pero esto s procesos sólo llegaron a su fin en O ccidente con el colapso de todo el sistem a im perial ante los invasores bárbaros. El análisis co nvencional de este desastre final recurre a la concentración de la presión germ ánica sobre las provincias occidentales y a su vulnerabilidad estratégica, generalm ente superior a la de las provincias orientales. Según el célebre epitafio de Piganiol, l’E m p ire romain n ’est pas m o r t de sa belle m o r t; il a été a s s a s s in é 68. E ste análisis tiene el m érito de in sistir en el carácter irreductiblem ente catastrófico de la caída del Im perio en Occidente contra los num erosos intentos eruditos de presentarlo com o una m utación p acífica e im perceptible, de la que apenas se percataron quienes la v iv ie r o n 69. Pero la creencia de que «la debilidad interna del Im perio no pudo haber sido un factor im portante de su decadencia» es claram ente in so ste n ib le 70. Esta 68 «El Imperio romano no murió de muerte natural; fue asesinado»: L’E m pire chrétien, p. 422. 69 La opinión extrema fue expresada por Sundwall: das w eström ische Reich ist ohne E rschütterung eingeschlafen («el Imperio romano de Occidente cayó dormido sin convulsiones»): J. Sundwall, W eström ische Studien, Berlín, 1915, p. 19; frase muy citada desde entonces, especialmente por Dopsch, y recientemente adoptada todavía por K. F. Stroheker, Germ anentum und Spätantike, Zu rich, 1965, pp. 89-90. Estos diversos juicios no han estado libres de la intromisión del sentimiento nacional. 70 Esta es la última frase de la obra de Jones: The later Roman Em pire, II, 1068, pero el peso de sus propias pruebas contradice esa conclusión. La grandeza y los límites de Jones como historiador están resumidos en la breve y soberbia nota de Momigliano, Quarto contribuito alla storia degli stu di classici e del mondo antico, Roma, 1969, pp. 645-7, que critica con justicia esta conclusión.
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creencia n o ofrece una explicación estructural de las razones por las que el Im perio de Occidente sucum bió ante las bandas prim itivas de invasores que lo recorrieron durante e l siglo V , m ientras que el Im perio de Oriente — contra el que sus ataques habían sido inicialm ente m ucho m ás peligrosos— se libró y sobrevivió. La respuesta a esta cu estión radica en todo el desarrollo h istórico previo de am bas zonas del sistem a im perial rom ano. Los análisis ortodoxos sitúan casi siem pre su crisis final en un m arco tem poral excesivam ente corto; en realidad, las raíces de los dispares destinos del M editerráneo oriental y occidental en el siglo V se rem ontan hasta los orígenes de sus respectivas integraciones en el ám bito rom ano a com ienzos de la expansión republicana. Como hem os visto, el O ccidente fue el verdadero cam po de pruebas de la expansión im perial rom ana, el escenario de la auténtica y decisiva am pliación de todo el universo de la Antigüedad clásica. Aquí fue donde se transportó con éxito y se im plantó en un terreno social prácticam en te virgen la econom ía esclavista republicana, p erfeccio nada en Italia. Aquí fue donde se fundaron la inm ensa m ayoría de las ciudades rom anas. Aquí fue donde siem pre residió el grueso de la clase dirigente de las provincias que se elevó al poder con el principado. Aquí fue donde la lengua latina se convirtió — prim ero oficial y después popularm ente— en el principal idiom a hablado. En Oriente, por el contrario, la conquista rom ana únicam ente se superpuso y coordinó a una civilización helen ística avanzada, que ya había estab lecid o la «ecología» social básica de la región: las ciudades griegas, el h in terlan d cam p esin o/n ob iliario, la m onarquía oriental. E l m odo de producción esclavista desarrollado que im p u lsó al sistem a imperial rom ano se estableció, pues, desde su origen, principalm ente en Occidente. Por tanto, era lógico y presum ible que las contradicciones internas de este m odo de producción llegaran tam bién a su conclusión m ás extrem a en O ccidente, donde no fueron am ortiguadas ni bloqueadas por ninguna form a h istó rica anterior o alternativa. Los síntom as fueron m ás extrem os allí donde el m edio era m ás puro. Así, para em pezar, el descenso en la población del Im perio a partir del siglo III tuvo que afectar con m ás rigor a O ccidente, m ucho m enos densam ente habitado, que a Oriente. Los cálculos exactos son im posibles, aunque puede estim arse que en el Im perio tardío la población de E gipto ascendía probablem ente a unos 7.500.000 habitantes, m ientras que la Galia tenía
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quizá alrededor de 2 .500.00071. Las ciudades de Oriente eran, desde luego, m ucho m ás num erosas y conservaron su vitalidad com ercial en un grado m uy superior. La brillante ascensión de C onstantinopla com o segunda capital del Im perio fue el m ayor éxito urbano de los siglos IV y V. A la inversa, no fue u n accidente_que l os latifu nd ios esclavistas estuvieran m ás concentrados hasta el m ism o final del Im perio en Italia, Hisp ania y la Galia, es decir, donde se habían estab lecid o en prim er lugar. E s m ás sorprendente que el m odelo geográfico del nuevo sistem a del colon ato siguiera la m ism a división básica. La in stitu ción del colonato p rocedía de Oriente, especialm ente de E gipto, donde apareció por vez prim era. E s, por tanto, lla-, m ativo que su conversión en un im portante sistem a rural tuviera lugar en O ccidente, donde llegó a predom inar en un grado m ucho m ayor que en la agricultura h elen ística del M editerráneo o r ie n ta l72. A sim ism o, el p a tro c in iu m f ue en su origen un fenóm eno com ún a Siria y E gipto, donde norm alm ente representaba la con cesión de una protección oficial m ilitar a las ciudades contra los abusos com etid os por los pequeños funcionarios del E stado. Pero fue en Italia, la Galia e H ispania donde llegó a sign ificar la entrega que un cam p esin o hacía de sus tierras a un terrateniente, el patrón, que después se las cedía de nu ev o co m o ten en cia tem poral (el llam ado preca rio ) 73. E ste tipo de patrocinio nunca lleg ó a e s t a r ta n extendido en Oriente, donde las aldeas libres conservaron a m enudo sus propios con cejos autónom os y su indep en den cia com o com unidades rurales durante m ás tiem p o que las m ism as ciudades m unicipales74, y donde, por consiguien te, lapequeña propiedad cam pesin a — com binada con ten en cias adscripticias y dependientes— su b sistió en un grado m u ch o m ayor que en O ccidente. La carga im positiva im perial tam b ién parece haber sid o relativam ente m ás ligera en Oriente: es p o sib le que, al m enos en Italia, las exacciones fisca les sobre la tierra ascendieran durante el siglo V al doble de las de Egipto. Adem ás, los índices oficialm en te adm itid os de extorsión p or parte de lo s recaudadores de im p u estos, en form a de «honorarios» p or sus servi71 Jones, The later R om an E m pire, II, pp. 1040-1. 72 Joseph Vogt, The decline o f Rom e, Londres, 1965, pp. 21-2. [La decadencia de Roma, Madrid, Guadarrama, 1968.] 73 M. T. W. Arnheim, The senatorial aristocracy in the later Roman E m pire, Oxford, 1972, pp. 149-52; Vogt, The decline of Rom e, p. 197. 74 Jones, The G reek city fro m Alexander to Justinian, pp. 2724.
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cios, parecen haber sido seis veces m ás altos en O ccidente que en O rien te75. Finalm ente, y sobre todo, am bas regiones estuvieron dominadas por unas clases p oseedoras significativam ente diferentes. En Oriente, los propietarios rurales constituían una nobleza m edia, basada en las ciudades y acostum brada a estar excluida del p oder p o lítico central y a obedecer las órdenes reales burocráticas: fue la única ala de la clase terrateniente de provincias que nunca produjo una dinastía im perial. Con e l aum ento de la m ovilidad ascendente en el Im perio tardío y J a creación de una segunda capital en C onstantinopla, este estrato proporcionó el grueso de la adm inistración estatal de Oriente. Fueron ellos quienes form aron la inm ensa m ayoría de los «funcionarios cristianos» y atestaron el nuevo Senado de C onstantinopla, am pliado h asta 2.000 m iem bros por C onstancio II y com p u esto únicam ente por funcionarios y dignatarios arribistas de las provincias de habla griega. Su riqueza era m ás lim itada que la de sus m ás viejos y m ás altos colegas de Roma, su poder local era m enos opresivo y, en consecuencia, su lealtad al Estado era m a y o r 76. D esde D iocleciano a M auricio prácticam ente no hubo en O riente ninguna guerra civil, m ientras O ccidente fue asolado por las repetidas usurpaciones y las luchas internas en el seno de la clase de los m agnates. En parte, esto se debió a la tradición política de la veneración helen ística hacia los sagrados soberanos reales, todavía fuerte en aquella región, pero fue tam bién un reflejo del diferente equilibrio social entre el E stado y la nobleza. N ingún em perador de O ccidente i ntentó nunca frenar la expansión del patrocin iu m , a p esar de que sustraía g r a n d e s áreas territoriales a la vigilancia de los agentes del Estado; sin em bargo, los sucesivos em peradores de O riente legislaron repetidam ente contra él durante el siglo i v 77. La aristocracia senatorial de O ccidente representaba una fuerza com pletam en te distinta. En estos m om entos ya no com prendía a la m ism a red de fam ilias de los com ienzos del principado: los b ajísim o s ín d ices de natalidad de la aristocracia 7 5 J o n es, The later R om an E m pire, I, pp. 205-7, 468; III, p. 129. Posiblem ente, en Italia los im puestos se llevaban hasta los dos tercios de la cosecha de los cam pesinos. Naturalmente, los terratenientes no pagaban una parte comparable de la carga fiscal. Sus obligaciones eran especialmente evadidas en Occidente. Para Sundwall, la incapacidad del Estado imperial para gravar adecuadamente a la aristocracia terrateniente fue la causa de su colapso final en Occidente; W eström ische Studien, p. 101. 76 Peter Brown, The w o rld of late A ntiquity, Londres, 1971, pp. 434. 77 Jones, The later R om an E m pire, II, pp. 777-8.
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rom ana y la turbulencia p olítica de la época posterior a los Antoninos habían elevado al. poder a nuevos linajes en todo Occidente. Los terratenientes provinciales de la Galia e Hispania perdieron im portancia política en la capital a m ediados del Im perio78. Por otra parte, es digno de m ención que la única zona que produjo en esta época una «dinastía» separatista fue la Galia, donde una serie de usurpadores regionales —Pó stum o, V ictorino y Tétrico— m antuvieron un régim en relativam ente estable, cuyo poder se extend ió hasta H ispania, durante m ás de una década. N aturalm ente, la nobleza italiana se había m antenido m ás cerca del centro del sistem a político im perial. Sin em bargo, la llegada de la tetrarquía recortó drásticam ente las prerrogativas tradicionales de la aristocracia rural en todo Occidente, aunque no redujo su fuerza económ ica. A lo largo del sig lo III, la clase senatorial había perdido sus m andos m ilitares y buena parte de su influencia política, pero nunca fue privada de sus tierras y nunca olvidó sus tradiciones: las fincas, que siem pre fueron las m ás exten sas del Im perio, y los recuerdos de un pasado antiim perial. D iocleciano, de orígenes extrem adam ente hum ildes y de visión toscam ente cuartelera, había privado al orden senatorial de casi todos los gobiernos provinciales y lo había excluido sistem áticam ente de los altos cargos adm inistrativos de la tetrarquía. Sin em bargo, su sucesor Constantino invirtió esa p olítica antiaristocrática y abrió de nuevo am pliam ente los altos rangos del aparato burocrático im perial de O ccidente a la clase senatorial, ahora fusionada con el orden ecuestre para form ar la única nobleza de los clarissimi. Bajo su gobierno, los praesid es y vicarii senatoriales se m ultiplicaron una vez m ás por Italia, H ispania, el norte de Africa y por el resto de O ccid en te79. E l m otivo del acercam iento de Constantino a la aristocracia occidental puede deducirse del otro gran cam bio de su reinado: su conversión al cristianism o. El orden senatorial de O ccidente era no sólo el sector económ ica y políticam ente m ás poderoso de la nobleza rural del Im perio, sino tam bién el reducto ideológico del paganism o tradicional 78 Para algunos análisis del papel de las noblezas de Hispania y la Galia en el Imperio tardío, véase K. F. Stroheker, «Spanische Senatoren der spätromischen und w estgotischen Zeit», G ermanentum und S p ätantike, pp. 54-87; y Der senatorische Adel im sp ä tantiken Gallien, Tubinga, 1948, pp. 13-42. Stroheker insiste en la tardía rehabilitación política conseguida por ambas, después de su eclipse en el siglo III, en la época de Graciano y Teodosio. 79 Arnheim, The senatorial aristocracy in the later Roman Empire, páginas 216-9, ofrece cálculos estadísticos.
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y potencialm ente el m ás hostil a las innovaciones religiosas de Constantino. La reintegración de esta clase en la élite adm inistrativa im perial se inspiró probablem ente, a corto plazo, en la necesidad de congraciarse con ella en m edio de los peligros que representaba el establecim iento del cristianism o com o religión oficial del Im p e rio 80. Pero, a largo plazo, lo que aseguró su rehabilitación política fueron las fortunas y las conexiones de las grandes fam ilias patricias de Occidente: lo s clanes em parentados de los Anicios, B eticios, E scipiones, C eionios, Acilios y otros. Porque, en efecto, la aristocracia senatorial de O ccidente, m arginada políticam ente bajo la tetrarquía, se había recuperado económ icam ente hasta un nivel increíble. Los altos índices de absorción y los b ajos índices de natalidad habían conducido a concentraciones cada vez m ayores de propiedad territorial en las m anos de un núm ero cada vez m ás reducido de m agnates, hasta el punto de que los ingresos m edios de la aristocracia occidental durante el siglo IV fueron aproxim adam ente cinco veces superiores a los de sus p redecesores del siglo i 81. Los em peradores que sucedieron a C onstantino fueron con frecuencia oficiales m ilitares de baja extracción social, reclutados a m enudo, desde Joviano en adelante, en las scholae palatinae o guardias de palacio82, pero todos ellos, in clu so el francam ente antisenatorial V alentiniano I, acabaron por confiar a los c larissim i los puestos civiles claves de la adm inistración occidental, desde la prefectura pretoriana para abajo. La diferencia con Oriente es im presionante: allí, las m ism as funciones burocráticas eran ocupadas por plebeyos, y aquellos pocos aristócratas que conseguían nom bram ientos eran a m enudo — lo que 80 Arnheim, op. cit., pp. 5-6, 49-51, 72-3. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que por mucha resistencia que la clase senatorial de Occidente opusiera a la cristianización imperial, dentro de sus propias filas, y de modo informal, toleraba la diversidad religiosa en las pautas de conducta y de matrimonio. Véase Peter Brown, Religio n and so ciety in the age of St. Agustine, Londres, 1972, pp. 161-82. 81 Brown, The w orld of late Antiquity, p. 34. Durante el Imperio tardío —y en un tiempo de exacciones fiscales sin precedentes— la aristocracia terrateniente probablemente extrajo en rentas una parte del excedente agrícola superior a la que el Estado imperial obtenía en impuestos; véase Jones, «Rome», Troisième Conference Internationale d ’Histoire Econom ique, p. 101. 82 Joviano, Valentiniano I, Valente y Mayoriano fueron oficiales de las scholae. Para un análisis penetrante de la función de la tardía élite militar del Imperio, véase R. I. Frank, Scholae Palatinae. The palace guards o f the later Roman E m pire, Roma, 1969, especialm ente pp. 167-94.
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es todavía m ás sorprendente— o c c id e n ta le sB3. La m aquinaria m ilitar del Im perio de O ccidente se m antuvo fuera del centro de la red aristocrática occid en tal. Pero con la m uerte de Valentiniano, en el año 375, la plutocracia senatorial recuperó progresivam ente el cargo im perial de m anos del ejército y con ciego eg o ísm o patricio d estrozó gradualm ente todo el aparato d efensivo que había con stitu id o la preocupación fundam ental de lo s em peradores m ilitares desde D iocleciano. La evasión fiscal y la negativa al reclu tam ien to forzoso habían sido m ales endém icos entre la clase terraten ien te occidental. Su ya probado carácter civil recib ió ahora un nuevo im pulso con el p aso de los m andos m ilitares de O ccidente a los generales germ anos, que eran étn icam en te incapaces de asum ir la dignidad im perial, co m o habían h ech o su s p red ecesores de Panonia, y estaban exp u esto s a la xen ofobia popular de los soldados que dirigían com o nunca lo habían estad o los generales de los Balcanes. A rgobasto o E stilicón , un franco y un vándalo, nunca pudieron transform ar su autoridad m ilita r en un poder p olítico estable. Una serie de em p erad ores d éb iles, Graciano, Valentiniano II y H onorio, p u do ser m anipulada por las cam arillas aristocráticas de R om a contra eso s generales, aislados y extranjeros, cuyas resp onsab ilid ades en la defensa n o les garantizaban ya el dom inio o la seguridad del interior. Al fin, y de form a fatal, la nobleza terraten ien te de O ccidente reconquistó una influ en cia fundam ental dentro del E stad o im perial. Al cabo de un os años, e ste golpe a ristocrático desde arriba fu e seguido de insu rreccion es m asivas desde abajo. Ya desde finales del sig lo II I se habían p rod ucid o esporádicas rebeliones cam p esin as en la Galia e H ispania: esclavos fugitivos, desertores del ejército, colon i arruinados y pobres rurales se habían unido periód icam en te en bandas de salteadores, llam ados bagaudes, que durante años in term inab les habían desencadenado guerras de guerrillas con tra las guarniciones m ilitares y los notables de las provincias, sien d o necesaria en ocasion es la intervención directa del em perador para som eterlos. E stas insu rreccion es, que n o tu vieron eq u ivalen te en O riente, com binaban las reb elion es ta n to con tra la esclavitud co m o contra el colonato, esto es, contra los sistem a s d e trabajo in icial y final del O ccidente agrícola. A com ienzos del sig lo V , y en m edio de la insop ortab le p resió n de lo s im p u esto s y las rentas y de la 83 Arnheim, The senatorial aristocracy in the later R om an E m pire, páginas 167-8.
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destrucción e inseguridad de las fronteras que siguió a la restauración senatorial, las insurrecciones de los bagaudes explotaron con una nueva y superior intensidad en los años 407-417, 435-437 y 442-443. En la zona rebelde central de la Armórica, que se extendía hacia el norte desde el valle del Loira, los insurgentes cam pesinos crearon un E stado prácticam ente independiente, expulsando a los funcionarios, expropiando a los terratenientes, castigando con la esclavitud a los propietarios de esclavos y creando su propio ejército y sistem a ju d ic ia l84. La polarización social de O ccidente acabó, pues, en un doble y som brío final, en el que el Im perio fue desgarrado desde arriba y desde abajo por fuerzas del interior antes de que otras fuerzas del exterior le dieran el golpe de gracia.
84 Para los bagaudes, véase V. Sirago, Gallia Placidia e la trasformazione politica d e ll’Occidente, Lovaina, 1961, pp. 376-90; E. A. Thompson, «Peasant revolts in late Roman Gaul and Spain», Past and Present, noviembre de 1952, pp. 11-23, que es con mucho el mejor relato sinóptico. La importancia de la esclavitud gala es evidente por los informes de la época. Thompson comenta: «Nuestras fuentes parecen indicar que estas rebeliones se debieron ante todo a los esclavos agrícolas o, en todo caso, estos esclavos desempeñaron en ellas un papel fundamental» (p. 11). La otra categoría principal de pobres agrícolas —los coloni dependientes— participó también, sin duda alguna, en las insurrecciones de la Galia e Hispania. Los erráticos circum celliones de Africa del Norte eran, por el contrario, trabajadores rurales libres de una condición más elevada, inspirados por el don atismo. El carácter social y religioso de este movimiento hace de él un fenóm eno aparte que nunca fue tan masivo ni tan peligroso como los bagaudes. Véase B. H. Warmington, The N orth African provinces from Diocletian to the Vandals, Cambridge, 1954, páginas 78-8, 100.
PRIMERA PARTE II.
LA TRANSICIÓN
1.
EL MARCO GERMÁNICO
E n este m undo decadente de oligarcas sibaritas, de defensas d esm anteladas y de m asas rurales d esesperadas fue en el que entraron los bárbaros germ anos cuando cruzaron el Rin helado e l últim o día del año 406. ¿Cuál era el sistem a social de estos invasores? Cuando, en tiem pos de César, las legiones rom anas tropezaron por vez prim era con las tribus germ anas, eran agric u l t o r e s sedentarios con una econom ía predom inantem ente p a sto ril. Entre ello s im peraba un m odo de producción primitiv o y com unal . La prop iedad privada de la tierra era desconocida y tod os los años los je fe s de las tribus decidían qué p a r te del su elo com ún habría de ser arada y asignaban las diversas p orcion es a lo s clanes resp ectivos, que cultivaban y se apropiaban los cam pos de form a colectiva. Las redistribuciones p eriódicas im pedían grandes diferencias de riqueza entre clan es y fam ilias, aunque los rebaños eran propiedad privada y con stitu ían la riqueza de los p rin cipales guerreros de las trib us1 . E n tiem pos de paz n o había jefaturas que gozaran de autoridad sobre to d o un pueblo; los jefes m ilitares de carácter excep cional se elegían en tiem p o de guerra. M uchos clanes eran todavía m atrilineales. E sta rudim entaria estructura social se m odificó m uy pronto con la llegada de los ro m anos al Rin y con su ocupación tem poral de A lem ania h asta el Elba durante el sig lo I d. C. E l com ercio de artículos de lujo a través de la frontera produjo rápidam ente una crecien te estratificación in terna en las tribus germ ánicas: para com prar l o s artículos rom anos , l o s je fes guerrer o s de las tribus vendían ganado o asaltaban a otras tribus para capturar esclavos con 1 Esta descripción sigue a E. A. Thompson, The early Germans, Oxford, 1965, pp. 1-28, estudio marxista de las form aciones sociales germánicas desde César a Tácito que constituye un m odelo de claridad y elegancia. Las obras de Thompson forman un ciclo inestim able que abarca en realidad toda la evolución de la sociedad germánica en la Antigüedad, desde esta época hasta la caída del reino visigodo de Hispania, unos siete siglos después.
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La transición
ob jeto de exportarlos a los m ercados rom anos. E n tiem pos de Tácito; la tierra ya había dejado de ser asignada a los clanes y era distribuida directam ente a personas concretas, m ientras dism inuía la frecuencia de las red istrib uciones. El cultivo era todavía m uy cam biante, debido a la existencia de terrenos forestales desiertos, y las tribus carecían, por tanto, de una gran fijeza territorial. E ste sistem a agrario favorecía la guerra estacional y perm itía frecuentes y m asivos m ovim ientos m igrato r io s 2. Una a ristocracia hereditaria, con riquezas acum uladas, form aba un con sejo p erm anen te que ejercía el poder estratégico en la tribu, aunque una asam blea general de guerreros libres todavía podía rechazar sus propuestas. Estaban surgiendo, adem ás, linajes d inásticos de carácter casi m onárquico de los que salían jefes electi v os situados por encim a del consejo. Pero, sobre to do, los dirigentes de-cada tribu habían r eunido a su alrededor a «séquitos» de guerreros para las expediciones de saqueo que trascendían las unidade s clánicas de parentesco. E sto s séq uitos procedían de la nobleza, se m antenían con el producto de las tierras que se les habían asignado y estaban alejados de toda participación en la producción agraria; form aban el n ú cleo de una perm anente d ivisión de clases y de una autoridad coactiva institucion alizad a en el m arco de estas prim itivas form aciones so c ia le s 3. Las luchas entre guerreros del com ún y am b iciosos jefes nobiliarios para usurpar el poder dictatorial dentro de las tribus apoyándose en la fuerza de sus séq u itos leales estallaron cada vez con m ás frecuencia. El m ism o Arm inio, vencedor en el bosque de Teutoburgo, fue aspirante y víctim a de uno de ellos. La diplom acia rom ana atizaba activam ente esas d isp utas internas, por m ed io de subvenciones y alianzas, con o b jeto de neutralizar la presión de los bárbaros 2 M. Bloch, «Une m ise au point: les invasions», Mélanges H istoriques, I, París 1963, pp. 117-8. 3 Thompson, The early Germans, pp. 48-60. La formación de un sistema de séquitos es en todas partes un paso preliminar decisivo en la transición gradual de un orden tribal a otro feudal, porque constituye la ruptura definitiva con un sistem a social regido por relaciones de parentesco. El séquito puede definirse siempre como una élite que trasciende la solidaridad de parentesco al sustituir los vínculos biológicos por vínculos convencionales de lealtad, e indica la próxima desaparición del sistem a de clanes. Naturalmente, una aristocracia feudal plenamente formada tendrá su propio (y nuevo) sistem a de parentesco, que sólo ahora comienzan a estudiar los historiadores; pero estos sistem as nunca serán su estructura dominante. Hay un buen estudio de este punto fundamental en el estim ulante artículo de Owen Lattimore, «Feudalism in history», Past and Present, núm. 12, noviem bre de 1957, p. 52.
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sobre la frontera y de que cristalizara un estrato de dirigentes aristócratas d eseosos de colaborar con Roma. Así pues, e conóm ica y políticam ente, por m edio del intercam bio com ercial y de la intervención diplom ática, la presión rom ana aceleró la diferenciación social y la desintegración de los m odos de producción com unales en los bosques germ ánicos. Lo s p u eb los que tenían un con tacto m ás estrecho con el Im perio revelaban tam bién, in evitablem ente, las estructuras sociales y económ icas m ás «avanzadas» y la m ayor lejanía del m odo de vida tradicional de las tribus. Los alam anes en la Selva Negra y, sobre todo, los m arcom anos y los cuados en Bohem ia tenían villas de estilo rom ano, con fincas cultivadas por esclavos capturados en las guerras. Los m arcom anos, adem ás, habían som etido a otros p ueb los germ anos y, en el sig lo II, habían creado un E stado organizado con un gobierno real en la región del D anubio central. Su im perio fue derrocado muy pronto, pero era ya un síntom a de la configuración de] futuro. Ciento cincuenta años después, a principios del siglo IV , los visigodos que habían ocupado Dacia después de que Aureliano retirara de allí sus legiones, m ostraron n u e v o s signo s de ese m ism o proce s o s o c i al. Sus técnicas ag rícolas eran m ás avanzadas y ellos m ism os eran en su m ayoría labradores dedicados al cultivo, con algunas artesanías rurales (utilizaban la rueda d e alfarero) y un alfabeto rudim entario. La econom ía visigoda de esta antigua provincia rom ana, con sus fuertes y sus ciudades residuales, dependía ahora tanto del com ercio transdanubiano con Europa que los rom anos podían recurrir con éxito al bloqueo com ercial com o arm a decisiva de guerra contra ellos. La a sam blea general de los guerreros había desaparecido por com pleto. Un consejo confederado de optim ates ejercía ahora la autoridad política central sob re unas aldeas obedientes. Los optim ates form aban una clase poseedora, con fincas, séquitos y esclavos, claram ente diferenciada del resto de su p u e b lo 4. En efecto, cuanto m ás perduraba el sistem a im perial rom ano, más tendía el poder de su in flu jo y de su ejem p lo a arrastrar a las tribus situadas en la frontera hacia una m ayor diferenciación social y hacia niveles m ás altos de organización política y m ilitar. A partir de la época de M arco Aurelio, los sucesivos aum entos de la presión bárbara sobre el Im perio no fueron, 4 E. A. Thompson, The Visigoths in the time of Ulfila, Oxford, 1966, especialmente pp. 40-51; otro diáfano estudio que constituye la continuación de su primer trabajo.
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pues, rachas fortuitas de m ala suerte de Rom a, sin o que en buena m edida fueron las consecuencias estructurales de su propia existencia y de su triunfo. Los lentos cam bios provocados en su entorno exterior, por im itación e intervención, se harían acum ulativos: el peligro de las fronteras germ ánicas creció a m edida que la civilización rom ana las transform aba gradualm ente. M ientras tanto, y dentro del propio Im perio rom ano, los ejércitos im periales utilizaban en sus filas a un núm ero creciente de guerreros germ anos. La diplom acia rom ana había in ten tado tradicionalm ente, y siem pre que era p osible, rodear las fronteras del Im perio con un glacis exterior de foederati, jefes aliados o clientes que conservaban su independencia fuera de las fronteras rom anas, pero que defendían los intereses rom anos dentro del m undo bárbaro a cam bio de su b ven cion es financieras, apoyo político y protección m ilitar. E n el Im perio tardío, sin em bargo, el gobierno im perial recurrió al reclutam iento habitual de soldados procedentes de esas tribus para sus propias unidades. Al m ism o tiem po, los refugiados o cautivos bárbaros eran asentados en tierras desiertas en calidad de laeti, con la obligación de prestar servicio m ilitar en el ejército a cam bio de sus propiedades. Adem ás, m uchos guerreros germ ánicos libres se alistaban com o voluntarios en los regim ientos de Rom a, atraídos por la perspectiva de la paga y la prom oción dentro del sistem a m ilitar del Im p e r io 5. A m ediados del siglo IV , un porcentaje relativam ente alto de generales, o ficiales y soldados palatinos de choque eran de origen germ ánico y estaban cultural y políticam ente integrados en el universo social de Roma: generales francos com o Silvano o Arbogasto, que alcanzaron el rango de m agister m ilitu m o com andante en jefe de O ccidente, eran m oneda corriente. Había, pues, cierta m ezcla de elem en tos rom anos y germ ánicos dentro del propio aparato del E stado im perial. Los efectos sociales e ideológicos que la integración en el m undo rom ano de un gran núm ero de soldados y oficiales teutónicos tuvo sobre el m undo germ ánico que de form a provisional o perm anente habían dejado atrás, no son difíciles de reconstruir: representaron un p oderoso refuerzo de las c orrientes d e estratificación y diferenciación ya p resen tes en las sociedades tribales de allende las fron teras. La autocracia política, el rango social, la disciplina m ilitar y la 5 Frank, Scholae Palatinae, pp. 63-72; Jones, The later Roman Em pire, II, pp. 619-22.
E l m a rco g erm án ico
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rem uneración m onetaria fueron le c c io n e s aprendidas en e l exter io r y fácilm en te asim iladas en el in terior por los jefes y los optim ates. Asi, en la época de las V ölkerw an deru n g en del siglo V, cuando toda G erm ania sufrió la conm oción provocada por la presión de lo s hunos — invasores n óm adas procedentes de Asia central— y las tribus com enzaron a lanzarse a través de las fronteras rom anas, las fuerzas internas y externas habían llevado a la sociedad germ ánica a una considerable distancia de las form as que tenía en los días de César. Ahora, una nobleza c o n séq u ito solidificad a y la riqueza individual de la tierra había suplantado casi por d oquier a la tosca igualdad originaria de los clanes. La larga sim b iosis de las form aciones sociales rom ana y germ ánica en las regiones fronterizas había colm ado gradualm ente el abism o que existía entre am bas, aunque todavía su b sistiera en m uchos aspectos im p ortan t e s 6. De la colisión y fusión de am bas en su cataclism o final habría de surgir, en últim o térm ino, el feudalism o.
6 En nuestro siglo, y como reacción contra las concepciones tradicionales, ha existido algunas veces entre los historiadores la tendencia a exagerar el grado de la sim biosis previa entre ambos mundos. Un ejem plo extremo es la tesis de Porshnev, según la cual toda la infraestructura romana se basaba en la mano de obra esclava de los cautivos bárbaros, y, por tanto, ambos sistem as sociales estaban desde el comienzo estructuralm ente ligados: las asambleas d e guerreros de los primeros pueblos germánicos serían sim plem ente la respuesta defensiva a las expediciones romanas en busca de esclavos. De acuerdo con esta concepción, el Im perio Siempre form ó una «unidad com pleja y antagónica» con su periferia bárbara. Véase B. F. Porshnev, Feodalizm i N arodni Massie, Moscú, 1964, pp. 510-2. Esta opinión exagera enormem ente el papel de la mano de obra esclava en el Imperio tardío y proporción de esclavos traídos del lim es germánico incluso a com ienzos del Imperio.
2.
LAS IN V A S IO N E S
Las invasiones germ ánicas que asolaron el Im perio de Occidente tuvieron lugar dos fases sucesivas, cada una de las cuales siguió un m odelo y un a dirección diferentes. La prim era gran oleada com enzó con la trascendental m archa por los hielos del Rin de una incierta confederación de suevos, vándalos y alanos en la noche invernal del 31 de diciem bre del año 406. En unos pocos años, en el 410, los visigodos habían saqueado Roma al m ando de Alarico. D os décadas después, en el 439, los vándalos habían tom ado Cartago. En el 480 ya se había e stablecido en el antiguo suelo rom ano el prim ero y tosco sistem a de E stados bárbaros: los burgun d io s en Saboya, los visigodos en A qui tania, los vándalos en el norte de Africa y los ostrogodos en el norte de Italia. El carácter de esta pasm osa irrupción inicial — que sum inistró a las épocas posteriores sus im ágenes arquetípicas de los com ienzos de la Edad Oscura— fue, en realidad, m uy com plejo y contradictorio, porque fue al m ism o tiem po e l ataque m ás radicalm ente destructor de los pueblos germ ánicos contra el O ccidente rom ano y el m ás claram ente conservador en su respeto hacia el legado latino. La unidad m ilitar, política y económ ica del Im perio de O ccidente quedó irreversiblem ente destrozada. U nos pocos ejércitos rom anos de co m ita ten ses sobrevivieron durante algunas décadas después de que fueran barridas las defensas fronterizas de los limitanei; pero, aisladas y rodeadas por territorios dom inados por los bárbaros, las bolsas m ilitares autónom as com o la Galia del N orte sólo servían para poner de m an ifiesto la com pleta dislocación del sistem a im perial en cuanto tal. Ahogada o a la deriva su adm inistración tradicional, las provincias cayeron en el desorden y la confusión endém icos; el bandidaje y la rebelión social se adueñaron de grandes zonas; las culturas locales, arcaicas y en terradas, resu rgían a m edida que la pátina rom ana se agrietaba en las regiones m ás rem otas. En la prim era m itad del sig lo V , el orden im perial había sido asolado por la irrupción de los bárbaros en todo el O ccidente.
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Con todo, las tribus germ ánicas que hicieron pedazos al Imperio occidental no eran capaces de sustituirlo por un orden p olítico nuevo o coherente. La diferencia en «los niveles de agua» entre am bas civilizaciones era todavía dem asiado grande y, para unirlas, se necesitaba un conjunto artificial de esclusas. Los pueblos-b árb aros p ertenecientes a la prim era serie de invasiones tribales, a pesar de su progresiva diferenciación social, eran todavía unas com unidades extrem adam ente prim itivas e incipientes cuando irrum pieron en el O ccidente rom ano. N inguno de ellos había conocido jam ás un E stado territorial dur a d e r o ;en lo religioso, todos eran ancestralm ente paganos; la m ayor p ar t e carecían de escritura; p ocos poseían un sistem a de propiedad articulado o estabilizado. La fortuita conquista de vastas extensiones dé las antiguas provincias rom anas les presentó naturalm ente una serie de problem as insolubles de apropiación y adm inistración inm ediatas. E stas dificultades intrínsecas se intensificaron a causa de la pauta geográfica seguida por la prim era oleada de invasiones. Porque en estas Völkerwanderungen propiam ente dichas — que a m enudo fueron inm ensas peregrinaciones a través de todo el continente— el asentam iento final de cada p u eb lo bárbaro quedó muy lejos de su punto de partida. Los visigodos se trasladaron desde los Balcanes a España; los ostrogodos desde Ucrania a Italia; los vándalos desde Silesia a Tunicia; los burgundios desde Pom erania a Saboya. No hubo ningún caso de una com unidad bárbara que se lim itara a ocupar las tierras rom anas directam ente contiguas a su originaria región de residencia. El resultado fue que los grupos de colonos germ anos en el sur de Francia, Hispania, Italia y el norte de Africa tuvieron desde el principio un núm ero necesariam ente reducido, debido a los largos itinerarios recorridos y a la im posibilidad de recibir refuerzos por la m igración n a tu r a l1. Los im provisados dispositivos de los prim eros E stados bárbaros reflejaban esta situación de relativa debilidad 1 El único dato digno de confianza sobre el volumen de las primeras invasiones es que la comunidad vándala, contada por sus jefes antes de cruzar Africa del Norte, tenía 80.000 miembros, que formaban un ejército de unos 20 a 25.000 hombres: véase C. Courtois, Les vandales et l’Afrique, París, 1955, pp. 215-21. La mayor parte de los pueblos germánicos que irrumpieron por las fronteras imperiales en esta época tenían probablemente un tamaño similar, y sus ejércitos rara vez sumaban más de 20.000 hombres. Russell estima que alrededor del 500 d. C. la máxima población bárbara posible dentro del antiguo Imperio de Occidente no ascendía a más de un millón de un total de 16 millones de habitantes. J. C. Russell, Population in Europe, 500-1500, Londres, 1969, p. 21.
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y aislam iento. En consecuencia, se apoyaban fuertem ente en las preexistentes estructuras im periales, que de form a paradójica conservaron, siem pre que fue subjetivam ente p osible, en com binación con sus equivalentes germ ánicos para form ar un sistem ático dualism o institucional. El prim ero y m ás trascendental problem a que las com unidades tuvieron que decidir después de sus victorias en el cam po de batalla fue el de la d isposición económ ica de la tierra. La solución norm alm ente adoptada fue un m od elo sim ilar al de las anteriores prácticas rom anas, particularm ente fam iliares a los soldados germ anos, y, al m ism o tiem po, una ruptura radical con el pasado tribal, orientándose hacia un futuro social claram ente diferenciado. Los visigodos, burgundios y ostrogodos im pusieron a los terratenientes locales rom anos el régim en de la h ospitalitas. Derivado del antiguo sistem a im perial de alojam iento, en el que habían participado m uchos m ercenarios germ anos, concedía a los «huéspedes» bárbaros dos tercios de la extensión cultivada de las grandes fincas en Borgoña y Aquitania y un tercio en Italia, cuyo m ayor tam año global perm itía que se les asignara una parte m enor de las villae individuales y donde, adem ás, las fincas que no estu viesen divididas pagaban un im puesto esp ecial para igualar el sistem a. El h osp es burgundio recibía tam bién un tercio de los esclavos rom anos y la m itad de las tierras fo r e sta le s2. En H ispania, los visigodos tom arían m ás tarde un tercio de las reservas señoriales y dos tercios de las tenencias en todas las fincas. U nicam ente en Africa del N orte, los vándalos se lim itaron a expropiar al grueso de la nobleza local y de la Iglesia, sin ningún tip o de com prom isos o concesiones, opción que a largo plazo les c o staría m uy cara. La distribución de tierras b ajo el sistem a de «hospitalidad» probablem ente afectó m uy p oco a la estructura de la sociedad rom ana local: dado el p eq u eñ o núm ero de con quistadores bárbaros, las so r tes o parcelas que se les asignaban nunca abarcaron m ás que a una parte de los te rritorio s situados b ajo su dom inio. N orm alm ente, este d om inio estaba muy concentrado debido a su tem or a la dispersión m ilitar después de la ocupación: los asentam ientos agrupados de los ostrogod os en el valle del Po constituyeron un m odelo típ ico N o hay ninguna señal de que la división de las grandes fincas 2 La descripción más completa de los diversos convenios de h ospitalitas es la de F. Lot, «Du régime de l ’hospitalité», Recueil des travaux historiques de Ferdinand Lot, Ginebra, 1970, pp. 63-99; véase también Jones, The later Roman E m p ire, II, pp. 249-53; III, p. 46.
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tropezara con una resisten cia v iolen ta por parte de los propietarios latinos. Por lo dem ás, su efecto sobre las com unidades germ ánicas tuvo que ser n ecesariam en te m uy drástico, porque las s o rte s no se asignaban in d istin tam en te a los guerreros germ ánicos recién llegados. Al contrario, en todos los pactos entre rom anos y bárbaros sobre las divisiones de las tierras que han llegado h asta n osotros intervienen únicam ente dos personas: el terraten ien te provincial y un germ ano, aunque posteriorm ente las s o rtes fueron cultivadas en realidad por cierto núm ero de germ anos. Parece probable, por tanto, que se apropiaran de las tierras los optim ates de los clanes que inm ediatam ente asentaban en ellas a los hom bres de su s tribus com o arrendatarios o , p osib lem en te, com o p equeños propietarios p o b r e s 3. S ocialm ente, los prim eros se convirtieron de golpe en los iguales de la aristocracia provincial, m ientras que los ú ltim os cayeron directa o indirectam en te bajo su dependencia económ ica. E ste p roceso — sólo tangencialm ente visib le a partir de los docum en tos de la época— fue m itigado sin duda por los recuerdos todavía recientes del igualitarism o forestal y por la naturaleza arm ada de toda la com unidad invasora, que garantizaba al guerrero ordinario su condición de lib re. Inicialm ente, las sortes n o fueron propiedad plen a o hereditaria, y los soldados del com ún que las cultivaban conservaron p r o b a b le m e n te la m ayor parte de sus derechos consuetudinarios. Pero la lógica del sistem a era evidente: al cabo de una generación, aproxim adam ente, ya se había con solid ad o sobre la tierra una aristocracia germ ánica, con un cam p esinad o dependiente situado por debajo de ella e in clu so en algunos casos con esclavos in d íg en a s4. La estratificación de clases cristalizó rápidam ente una vez que las federaciones tribales de carácter nóm ada se asentaron territorialm ente dentro de las antiguas fronteras im periales. La evolu ción p olítica de los p u eblos germ ánicos después de 3 Esta es la reconstrucción de Thompson: «The Visigoths from Fritigern to Euric», H istoria, vol. XII, 1963, pp. 120-1, que es e l más agudo de los recientes análisis de las consecuencias sociales de esos asentamientos. Bloch creía que las so rtes se distribuían, dentro de la comunidad tribal, por rangos y de forma desigual, a partir de un fundo com puesto por todas las tierras confiscadas, creando así, desde el principio, grandes terratenientes germánicos y pequeños campesinos más que arrendatarios dependientes; pero, aunque esta hipótesis sea correcta, el resultado final probablem ente no habría sido muy diferente: Mélanges Historiques, I, pp. 134-5. 4 E. A. Thompson, «The Barbarian kingdoms in Gaul and Spain», N ottingham M ediaeval Studies, VII, 1963, p. 11.
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las invasiones confirm ó y reflejó esos cam bios económ icos. La form ación del Estado era ahora ineluctable y, c o n él, la autoridad central coercitiva sobre la com unidad de guerreros libres. El paso de una a otro se consiguió, en algunos casos, únicam ente después de largas y tortuosas convulsiones internas. La evolución p olítica de los visigod os a m edida que se abrían paso por Europa, desde A drianópolis hasta Toulouse, entre los años 375 y 417, es una secuencia gráfica de tales ep isod ios, en los que un poder real autoritario —activam ente ayudado y favorecid o por las influencias rom anas— aseguró gradualm ente su dom inio sobre una turbulenta soldadesca tribal, hasta que con la llegada a Aquitania, lugar de descanso tem poral, pudo af i r m arse por fin un E stado dinástico institucionalizado dentro d el m arco im p e r ia l5. El «Libro de las C onstituciones» m onárquico, prom ulgado por el nuevo reino de B orgoña poco después, fue consagrado por un pequeño grupo de 31 nobles principales, cuya autoridad había elim inado ya de form a m anifiesta todo influ jo popular en las leyes de la com unidad tribal. El E stado vándalo de Africa se convirtió en la m ás im placable autocracia, debilitada únicam ente p or un sistem a sucesorio excepcionalm ente im predecible e in s ó lito 6. Y a sí com o e l proyecto económ ico de los prim eros asen tam ientos germ ánicos se basaba en un reparto form al de las tierras rom anas, así ta m b ién la form a política y jurídica de los nuevos E stados germ ánicos estaba fundada en un dualism o oficial que adm inistrativa y legalm ente dividía al reino en dos órden es d istin to s prueba evidente de la incapacidad de los invasores para dom inar a la vieja sociedad y organizar un sistem a p olítico nuevo y coherente que la abarcara. Los reinos germ ánicos característicos de esta fase eran todavía m onarquías rudim entarias, con inseguras norm as sucesorias, que se basaban en los cuerpos de la guardia real o en los séq uitos d o m é s tic o s 7, situados a m itad de cam ino en5 Thompson, «The Visigoths from Fritigern to Euric», pp. 105-26, ofrece una admirable descripción de este complicado itinerario geopolítico. 6 Para el proceso de transición de los vándalos desde un tribalismo conciliar a una autocracia real, obstaculizada por el sistem a sucesorio tanistry, véase Courtois, Les vandales et l’Afrique, pp. 234-48. 7 La creencia tradicional en la existencia generalizada de séquitos germánicos hasta la Alta Edad Media ha sido duramente atacada por Hans Kuhn, «Die Grenzen der germanischen Gefolgschaft», Zeitschrift der Savigny-Stiftung für Rechstgeschichte (Germanistische Abteilung), l x x x v i , 1956, pp. 1-83, que afirma, apoyándose ampliamente en pruebas filológicas, qué los séquitos iibres propiam ente dichos fueron un fenóm eno relativamente raro, inicialmente lim itado al sur de Alemania, y no deben confundirse con los servidores m ilitares no libres o Dienstmänner, que en su
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tre los secuaces personales del pasado tribal y los nobles terrate n ie n te s del futuro feudal. D ebajo de ésto s se situaban los guerreros y cam pesinos del com ún, residencialm ente segregados, donde era posible —y especialm ente en las ciudades— , del resto de la población. La com unidad rom ana, por su parte, conservó norm alm ente su estructura adm inistrativa, con sus unidades y funcionarios condales, y su propio sistem a jurídico, desem peñados ambos por la clase terrateniente de las provincias. E ste dualism o se desarrolló sobre todo en la Italia ostrogoda, donde se yuxtapusieron un aparato m ilitar germ ánico y una burocracia civil rom ana durante el gobierno de Teodorico, que conservó la mayor parte del legado de la adm inistración im perial. N orm alm ente, subsistieron dos códigos legales diferentes, respectivam ente aplicables a cada población: un derecho germ ánico derivado de las tradiciones consuetudinarias (m ultas tarifadas, jurados, vínculos de parentesco, juram entos) y un derecho romano que se m antuvo prácticam ente sin cam bios desde el Im perio. Los sistem as legales germ ánicos m ostraban a m enudo fuertes influencias latinas, inevitables un a vez que las costum bres orales se convirtieron en códigos escritos: en el sig lo V , los burgundios y los visigodos tom aron n um erosos elem entos del código im perial de T eodosio I I 8. Por otra parte, el espíritu de estos elem en tos era generalm ente hostil a los principios de parentesco y de clan insertos en las antiguas tradiciones báropinión estaban mucho más extendidos. Sin embargo, el propio Kuhn vacila ante el problema de si los séquitos tribales existieron durante las Völkerwanderungen, y finalmente parece admitir su presencia (compárense pp. 15-16, 19-20, 79, 83). En realidad, el problema de la Gefolgschaft no puede resolverse verdaderamente recurriendo a la filología: el mismo término es de acuñación moderna. La impureza de sus formas era inherente a la inestabilidad de las formaciones sociales tribales que aparecieron en Germania antes y después de las invasiones: los servidores no libres, cuyos posteriores descendientes fueron los m inisteriales medievales, pudieron dar paso a seguidores libres con desplazamientos en las relaciones sociales, y viceversa. Las circunstancias de la época permitían frecuentemente poca precisión etimológica o jurídica en la definición de los grupos armados que rodeaban a los sucesivos jefes tribales. Naturalmente, la territorialización política que siguió a las invasiones produjo, a su vez, más organismos m ixtos y de transición del tipo arriba esbozado. Para una vigorosa refutación de las tesis de Kuhn, véase Walter Schlesinger, «Randbemerkungen zu drei Aufsätzen über Sippe, Gefolgschaft und Treue», B eiträge zur deutschen Verfassungsgeschichte des M ittelalters, volumen I, Gotinga, 1963, pp. 296-316. 8 J. M. Wallace-Hadriil, The Barbarian West, 400-1000, Londres, 1967, página 32.
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baras: la autoridad de estos nuevos E stados m onárquicos tuvo que construirse contra el influ jo tenaz de e sta s pautas d e parentesco m ás a n tig u a s9. Al m ism o tiem po, h ubo pocas o nulas tentativas de alterar la legalidad estrictam en te latina que regía la vida de la población romana. Así, en m uchos aspectos las estructuras jurídicas y políticas de Rom a quedaron intactas dentro de esto s prim eros reinos bárbaros, ya que sus bastardos correlatos germ ánicos se añadieron m eram ente a su lado. La pauta ideológica fue sim ilar. Todos los grandes invasores germ ánicos eran todavía paganos en vísperas de su irrupción en el I m p e r io 10. La organización social tribal era inseparable de la religión tribal. El paso p olítico a un sistem a territorial de E stados fue igualm ente acom pañado de form a invariable p or l a conversión ideológica al cristianism o, que en todos los casos parece haberse producido una generación después del cruce inicial de las fronteras. E ste hecho no fue el fruto del celo m isionero de la Iglesia católica, que ignoró o desdeñó a los recién llegados al Im perio11, sino la obra ob jetiva del p roceso rem odelador del propio trasplante, cuyo signo interior fue un cam bio de fe. La religión cristiana consagraba el abandono del m undo subjetivo de la com unidad ciánica: un orden divino m ás am plio era el com plem ento espiritual de una autoridad terrenal m ás sólida. Tam bién en este caso la prim era oleada de invasores germ ánicos reprodujo la m ism a m ezcla de respeto y d istanciam iento hacia las in stitu cion es del Im perio. Los invasores adoptaron unánim em ente el arrianism o, y no la ortodoxia católica, y aseguraron en con secu en cia su d istinta identidad religiosa dentro del com ún u niverso del cristianism o. La 9 Thompson, «The Barbarian kingdoms in Gaul and Spain», pp. 1516, 20. 10 Vogt niega esto en The decline of Rome, pp. 218-20. Pero las pruebas acumuladas por Thompson en su ensayo «Christianity and the Northern Barbarians», en A. Momigliano (com p.), The c o n flic t b e tw e e n p a g a n ism a n d C h ristia n ity in th e fo u r th c e n tu ry , Oxford, 1963, pp. 56-78, parecen convincentes. En esta época, la única excepción parece haber sido el escaso contingente de rugios convertidos en la Baja Austria antes del año 482. 11 La pretensión de Momigliano de que una de las razones de la im portancia del cristianismo en el tardío Imperio romano fue que tenía un programa para integrar a los bárbaros por medio de la conversión, mientras que el paganismo clásico sólo ofrecía la exclusión, parece pura fantasía: The c o n f l i c t betw een paganism and C h r i s t i a n i t y in the f o u r t h century, pp. 14-5. En realidad, la Iglesia católica no hizo prácticamente ninguna labor proselitista oficial entre los pueblos germánicos en estas fechas.
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con secuencia fu e u n a Iglesia germ ánica «paralela» a la Iglesia rom ana en todos los p rim eros r e in o s b árbaros. N o se produjo ninguna p ersecu ción arriana contra la m ayoría de la población católica, excepto en el África vándala, donde se había exprop iado a la antigua aristocracia y reprim ido con fuerza a la Iglesia. En otras partes, las dos fes coexistieron pacíficam ente, y durante el siglo V generalm ente fue m ínim o el p roselitism o entre am bas com unidades. E s m ás, los ostrogod os en Italia y los visigod os en H ispania h icieron legalm ente difícil para los rom anos la adopción de su propio credo arriano con ob jeto de asegurar la separación de am bas p ob lacion es12. E l arrianism o germ ánico no fue ni fortu ito ni agresivo; fue, por el contrario, u n sím b olo de separación den tro de una cierta unidad aceptada. El im p acto econ óm ico, p o lítico e ideológico de la prim era oleada de invasion es bárbaras quedó así relativam ente lim itado en su alcance p ositivo una vez que hubo culm inado la prim era e irreversible dem olición de las defensas im periales. C onscientes de la disparidad entre lo que habían destruido y lo que podían construir, la m ayoría de los dirigentes germ anos se afanaron por restaurar la m ayor parte p osib le de los edificios rom anos que in icialm en te habían derribado. El m ayor de esos dirigentes, el ostro g o d o Teodorico, creó en Italia un m eticuloso condom inio adm inistrativo, adornó su capital, patrocinó el arte y la filo so fía p o sclá sico s y dirigió las relaciones exteriores de acuerdo con un tradicional e stilo im perial. En general, estos reinos bárbaros m odificaron las estructuras sociales, económ icas y cu lturales del tardío m undo rom ano de form a relativam en te lim itada y m ás por fisión que por fusión. Significativam ente, se m antuvo la esclavitud agrícola en gran escala junto con las otras in stitu cio n es rurales b ásicas del Im perio de Occidente, incluyendo el colonato. Los nuevos nob les germ ánicos no m ostraron, lógicam ente, ninguna sim patía por los bagaudes, y en ocasion es fueron u tilizados por los terratenientes rom anos, que ahora eran sus iguales sociales, para liquidarlos. Únicam ente el últim o dirigente o stro g o d o Totila, enfrentado con los victoriosos ejércitos b izantinos, recurrió in extrem is a la em ancipación de los esclavos en Italia — lo que prueba su im portancia— para consegu ir el apoyo popular en un intento final y desesperado antes de su d estru cción 13. Aparte de este he12 E. A. Thompson, «The conversion o f the Visigoths to catholicism», Nottingham Mediaeval Studies, IV, 1960, pp. 30-1; Jones, The later Roman Empire, II, p. 263. 13 Santo Mazzarino, «Si può parlare di rivoluzione sociale alla fine del
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cho aislado, los vándalos, burgundios, ostrogodos y visigodos conservaron las cuadrillas de esclavos en las grandes fincas donde los habían encontrado. E n el O ccidente m editerráneo, la esclavitud rural continuó sien do un im p o r ta n te fenóm eno económ ico. En particular, la H ispania visigoda parece haber tenido un núm ero excepcion alm en te am plio de esos esclavos, a juzgar por las disp osicion es legales punitivas referentes a su control y por el hecho de que posiblem ente sum inistraran la m ayoría del reclutam ien to forzoso para el ejército perm anente14. Así, m ientras las ciudades continuaban su decadencia, el cam po salió casi indem ne de la prim era ola de invasiones, aparte del desorden creado p or la guerra y por la guerra civil y de la introducción de fincas y cam p esin os germ anos junto a sus p rototipos rom anos. El índice m ás elocuente de los lím ites que en esta fase tuvo la penetración bárbara fue que en ningún sitio cam bió la frontera lingüística entre el m undo latino y el teutónico: ninguna región del O ccidente rom ano fue lingüísticam ente germ anizada por ninguno de esto s prim eros conquistadores. En el m ejor de los casos, su llegada se lim itó a dislocar el predom inio rom ano en los rincones m ás rem otos de las provincias de tal form a que perm itió la reaparición de los idiom as y las culturas locales prerrom anas: el vasco y el celta experim entaron m ás avances que el germ ánico a principios del siglo V. mondo antico?», Centro Ita lia no di S tu di sull’Alto M edioevo, Setlim ani di Spoleto, IX, 6-12 de abril de 1961, pp. 415-6, 422. Mazzarino cree que los cam pesinos insurgentes de Panonia participaron en las invasiones vándalo-alanas de Galia del año 406, lo que representaría el único caso de alianza bárbaro-campesina contra el Estado imperial. Pero la evidencia sugiere que las fuentes del siglo V se refieren en realidad a los antiguos federados ostrogodos, asentados temporalmente en Panonia en medio de la población local. Véase Laszlo Varady, Das letzte Jahrhundert Pannoniens (316-476), Amsterdam , 1969, pp. 218 ss. Por otra parte, la indicación de Thompson de que los visigodos y los burgundios podían haber sido asentados hasta cierto punto por las autoridades romanas en Aquitania y Saboya para sofocar el peligro de las insurrecciones locales de los bagaudes es, posiblemente, una suposición incorrecta: «The settlem ent of the barbarians in Southern Gaul», The Journal of Roman Studies, x l v i , 1956, pp. 65-75. 14 Thompson, «The Barbarian kingdoms in Gaul and Spain», pp. 25-7; Robert Boutruche, Seigneurie et féodalité, París, 1959, I, p. 235. [Señorío y feudalism o, Buenos Aires, Siglo X X I, 1973.] Los aspectos legales y militares de la esclavitud visigoda están documentados en Thompson, The Goths in Spain, Oxford, 1969, pp. 267-74, 318-19 [Los godos en España, Madrid, Alianza, 1971], y con mayor extensión en Charles Verlinden, L’esclavage dans l’E urope médiévale, I, Brujas, 1955, pp. 61-102.
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La vida de esto s prim eros E stados bárbaros no fue m uy duradera. La expansión franca sojuzgó a los burgundios y expulsó de la Galia a los visigodos. Las expediciones bizantinas aplastaron a los vándalos en África y, tras una larga guerra de desgaste, exterm inaron a los ostrogodos en Italia. Finalm ente, los invasores islám icos arrollaron a los visigodos en H ispania. Detrás quedaron m uy pocos rastros de sus respectivos asentam ientos, excepto en lo s reductos m ás norteños de Cantabria. La siguiente oleada de m igraciones germ ánicas fue la que determ inó, de form a profunda y perm anente, el definitivo mapa del feudalism o occidental. Los tres episod ios principales de e sta segunda fase de la expansión bárbara fueron, por supuesto, la conquista franca de la Galia, la ocupación anglosajona de Inglaterra y —un siglo después y siguiendo una dinám ica propia— el d escenso lom bardo sobre Italia. El c a rácter y probablem ente t am bién l a m agnitud de estas m igraciones fueron m uy diferentes a los de la prim era o le a d a 15, porque en todos los casos representaron una extensión relativam ente m odesta y lineal desde una base geográfica de partida adyacente. Los francos habitaban lo que ahora es B élgica antes de infiltrarse hacia el sur en la Galia del N orte. Los anglos y los sajones estaban localizados en las costas alem anas del mar del Norte, enfrente de las inglesas. Los lom bardos se habían congregado en la Baja Austria antes de invadir Italia. Las líneas de com unicación entre las nuevas regiones conquistadas y las patrias recién habitadas eran por tanto m uy cortas, de tal m odo que constantem en te podían llegar nuevos contingentes de tribus idénticas o aliadas para reforzar a los prim eros em igrantes. El resultado fue un lento y gradual avance en la Galia, una oscura plétora de desem barcos en Inglaterra, y una serie gradual de d eslizam ientos hacia el sur en Italia, que poblaron a estas an-, tiguas provincias rom anas m ucho m ás densam ente que las prim eras irrupciones m ilitares de la época de los hunos. Únicam ente las prim eras invasiones lom bardas conservaron el carácter ép ico de una V ölkerw and erung m ilitar propiam ente dicha, pero incluso en este caso aflojaron su m archa y se contuvieron a m edida que se extendían m ás lejos y m ás profundam ente que la anterior ocupación ostrogoda. Y aunque el po15 Para una comparación de las dos oleadas de migraciones, véase Lucien Musset, Les invasions. Les vagues germ aniques, París, 1965, páginas 116-7 ss. [Las invasiones. Las oleadas germánicas, Barcelona, Labor, 1967.] El libro de Musset es, con mucho, la obra de síntesis m ás clarividente sobre todo el período.
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der lom bardo habría de centrarse en las llanuras del norte, com o fue tam bién el caso de sus predecesores, sus asentam ientos extendieron por vez prim era la penetración bárbara hasta el sur de Italia. Las m igraciones francas y anglosajonas fueron continuos m ovim ientos de colonización arm ada hacia regiones donde previam ente existía un verdadero vacío p olítico. La Galia del N orte era la avanzadilla del ú ltim o y desam parado ejército rom ano sesen ta años después de que el sistem a im perial hubiera caído en todo el Occidente. El p oderío rom ano en Britania nunca fue desafiado en el cam po de batalla, sin o que expiró dulcem ente cuando hubo desaparecido su cordón um bilical con el continente, recayendo tod o el país una vez m ás en las jefaturas m oleculares celtas. La profundidad de e sta segunda ola de m igraciones puede apreciarse p or los cam bios lingüísticos que provocó. Inglaterra fue germ anizada en bloque a m edida que se extendía la colonización anglosajona y las m árgenes celtas de la isla ni siquiera sum inistraron una dosis de vocabulario a la lengua de los conquistadores, prueba de la tenue rom anización de la provincia m ás septentrional del Im perio, que evidentem ente nunca afectó a la m asa de la población. En el continente, la frontera de las lenguas rom ances retrocedió hasta una banda de territorio de 80 a 160 kilóm etros de profundidad desde Dunquerque a B asilea, y de 160 a 320 kilóm etros al sur del Alto D a n u b io 16. E l franco legó unas 500 palabras al vocabulario francés y el lom bardo alrededor de 300 al italiano (m ientras que el visigótico dejó só lo 60 al español y el suevo cuatro al portugués). La sed im en tación cu ltural de la segunda ola de conquistas fu e m ucho m ás profunda y duradera que la prim era Una de las principales razones de este fenóm eno fue, naturalm ente, que la prim era ola ya había barrido com pletam ente toda resistencia organizada por e l sistem a im perial en Occidente. Sus propias creaciones fueron m eras im itacion es y se revelaron m uy frágiles, y la m ayoría de ellas ni siquiera in ten taron ocupar todo el terreno disponible. Las m igraciones siguientes tuvieron ya el p eso y el espacio para construir en O ccidente form as sociales m ás acabadas y duraderas. E l rígido y frágil dualism o del siglo V desapareció progresivam ente en el VI (excepto en la últim a fortaleza de los E stad os d e la p r im era generación, la España visigoda, donde desapareció en el siglo VII). G radualm ente tuvo lugar un len to p roceso de fusión 16 Musset, Les invasions. Les vagues germaniques, pp. 172-81.
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que integró a elem en tos germ ánicos y rom anos en una nueva sín tesis que habría de su stitu ir a a m b o s. E l m ás im portante de esto s acon tecim ien tos — la aparición de un n uevo sistem a agrario— es desafortunadam ente el que ofrece una luz m ás débil a la h istoriografía p osterior. La econom ía rural de la Galia merovingia y de la Italia lom barda es todavía uno de los capítulos m ás oscuros en la h istoria de la agricultura occidental. Con todo, e ste periodo ofrece tam bién algunos h ech os evidentes. Y a no se hacía u so del sistem a de hospitalitas. N i los francos n i los lom bardos (y a fo rtio ri tam p oco los anglosajones) procedieron a un reparto regulado de las propiedades territoriales rom anas. En su lu gar parece que se im p u so un m odelo dual y m ás am orfo de asentam iento. Por una parte, los dirigentes francos y lom bardos se lim itaron a con fiscar en gran escala los latifun dios locales, anexionándolos al tesoro real o distribuyéndolos entre sus séq u itos nobiliarios. La aristocracia senatorial que sobrevivió en la Galia del N orte había retrocedido en su m ayor parte al su r del Loira in clu so antes de que Clodov eo derrotara al ejército de S iagrio en el año 476 y tom ara posesión de los desp ojos provinciales de su victoria. En Italia, lo s reyes lom bardos no realizaron ningún in ten to de congraciarse a los terraten ien tes rom anos, que fueron aniquilados y elim inados donde quiera que pusieron algún obstáculo a la apropiación de la tierra; algunos fueron reducidos in clu so a la condición de esclavos17. Así pues, el cam bio de m anos de la gran propiedad agraria fue prob ablem en te m ucho m ayor en la segunda ola de invasion es que en la prim era. Por otra parte, sin em bargo, y com o la m asa d em ográfica de las últim as migraciones fue considerablem en te superior al de las prim eras y el ritm o de su avance a m enu d o m ás len to y constante, el com pon ente popular y cam p esin o del nuevo orden rural fue t am bién m á s señalado. E sp ecialm en te en este período fue cuando las com unidades aldeanas, que habrían de co n stitu ir un rasgo posterior tan sob resalien te del feu d alism o m edieval, parecen hab er arraigado por vez prim era y de form a notable en Francia y en otras partes. En m edio de la inseguridad y la anarquía de los tiem p os, las aldeas se m u ltiplicaron m ientras decaían las villae co m o unidades organizadas de producción. E ste fen óm en o puede atribuirse, por lo m enos en la Galia, a dos procesos convergentes. E l derrum be del dom inio rom ano 17 L. M. Hartmann, G eschichte Italien s im M ittelalter, II/ II, Gotha, 1903, páginas 2-3.
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socavó la estabilidad del in stru m en to básico de la colonización rural latina, e l sistem a de villae. A su s esp ald as resurgió ahora un paisaje celta m ás antiguo, que m ostraba prim itivas aldehuelas de cabañas y viviendas cam pesinas, oculto por la rom anización de la Galia. Al m ism o tiem po, las m igraciones de las com unidades locales germ ánicas hacia el sur y el oeste —que ya no tuvieron necesariam ente un carácter b élico — llevaron consigo m uchas tradiciones agrarias de sus tierras n a tiv a s tribales, m enos erosionadas por e l tiem p o y el viaje que en la época de Jas prim eras y épicas V ölkerwanderungen. Así reaparecieron en lo s nuevos asentam ientos de los em igrantes las parcelas alo-diales cam pesinas y las tierras com unales de la aldea, legados d irectos de los b osq u es nórdicos. Por otra parte, el posterior estad o de guerra de la época m erovingia condujo a la captura de nuevos esclavos, traídos especialm ente de las zonas fronterizas de Europa central. En la con fu sión y la oscuridad de esta ép oca es im posib le calcular las proporciones de la com binación final de fincas de nob les germ anos, tenencias dependientes, pequeñas propiedades cam pesinas, tierras com unales, villae rom a n a s su p ervivien tes y esclavitud rural. E stá claro, sin em bargo, que en Inglaterra, Francia e Italia, un cam pesinado nativo y libre fue inicialm ente uno de los elem entos de las m igraciones anglosajona, franca y lom barda, aunque su volum en no puede determ inarse. En Italia, las com unidades cam pesinas lom bardas estaban organizadas en colonias m ilitares, con su propia adm inistración autónom a. En la Galia, la nobleza franca recibió tierras y cargos en todo el cam po siguiendo un m odelo notablem ente d istin to del asentam iento rural franco, lo que indica claram ente que los em igrantes del com ún no eran necesariam ente arrendatarios dependientes del anterior estra to de los o p tim a te s 18. En Inglaterra, las invasiones anglosajonas provocaron un cola p so rápido y total del sistem a de villae, que de todas form as era m ás precario que en el contin en te debido a la lim itad a exten sión de la rom anización. En este caso, sin em bargo, los señ ores bárbaros y l os cam pesinos libres coexistieron tam bién en d iferentes c o m b in a c io n e s después de las m igraciones, con una tendencia general hacia un aum ento de la dependencia rural a m edida que aparecían unidades p olíticas m ás estab les. En Inglaterra, el abism o m ás abrupto que existía entre los órdenes rom ano y germ ánico condujo p osib lem en te a un cam bio m ás radical en los m étodos 18 Musset, Les invasions. Les vagues germaniques, p. 209.
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del cultivo agrícola. En todo caso, el m odelo de los asentam ientos rurales anglosajones contrastaba notablem ente con el de la agricultura rom ana que le había precedido y prefiguraba algunos d e los m á s im portantes cam bios de la p osterior agricultura feudal. M ientras las fincas rom anas estaban situadas norm alm ente en terrenos m on tañ osos con suelos ligeros, que se parecían a los de tipo m editerráneo y podían cultivarse con arados superficiales de m adera, las anglosajonas estaban situadas habitualm ente en valles con su elos densos y húm edos, cuyos habitantes utilizaban arados de hierro; m ientras la agricultura rom ana tenía un com ponente pastoril m ás im portante, los invasores an glo sa jo n es tendieron a despejar grandes zonas de bosque y pantanos para convertirlas en tierras cu ltiv a b le s19. Las dispersas aldehuelas celtas dieron pasos a aldeas centralizadas, en l a s q u e se com binaba la propiedad individual de las tierras cam p esin as con el coarado colectivo de los cam pos abiertos. Los jefes y señ o res locales consolidaron sus poderes personales por encim a de esto s asentam ientos y a m ediados del siglo VII ya se había afirm ado en la Inglaterra anglosajona una aristocracia legalm ente definida y h ered ita ria 20. Así, esta segunda ola de invasiones, a la vez que producía por doquier una aristocracia germ ánica dotada de fincas m ás extensas que nunca, pobló tam bién el cam po con duraderas com unidades aldeanas y con n ú cleos de pequeña propiedad cam pesina. Al m ismo tiem po, tam bién surtió con frecuencia a la esclavitud agrícola de prisioneros de guerra de la é p o c a 21. Sin em bargo, todavía no pudo organizar esto s dispares elem en tos de la econom ía rural de la Edad M edia en un nuevo y coherente m odo de producción. Políticam ente, la segu n da oleada de invasiones m arcó o presagió el fin de las adm inistraciones y los derechos dualistas con la desaparición del legado ju ríd ico rom ano. Los lom bardos no hicieron nada para repetir en Italia el paralelism o ostrogodo, sin o que refundieron el sistem a civil y jurídico del país en la s regiones que habían ocupado, prom ulgando un nuevo código legal basado en las norm as tradicionales germ ánicas, pero redactado en latín, que m uy pronto predom inó sobre el dere19 H. R. Loyn, Anglo-Saxon England and the Norman conquest, Londres, 1962, pp. 19-22. 20 Loyn, Anglo-Saxon England and the N orm an conquest, pp. 199 ss. 21 Para la continua im portancia de los esclavos a finales de la Alta Edad Media, véase Georges Duby, Guerriers et paysans, París, 1973, páginas 41-3. [G uerreros y cam pesinos, Madrid, Siglo XXI, 1976.] 5
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cho rom ano. Los reyes m erovingios conservaron un doble siste ma legal, pero con la creciente anarquía de su reinado, los recuerdos y las norm as latinas se desvanecieron progresivam ente. E l derecho germ ánico pasó a ser gradualm ente el dom inante, m ientras los im pu estos sobre la tierra, heredados de Rom a, se derrum baron ante la resistencia de la población y de la Iglesia a una fiscalidad que ya n o correspondía a un servicio p úblico ni a un E stado centralizado. La recaudación de im p u estos desapareció progresivam ente de los reinos francos. E n Inglaterra, el derecho y la adm inistración rom anos ya habían desaparecido casi por com p leto antes de la llegada de los anglosajones, de tal form a que nunca se p lan teó este problem a. Incluso en la España visigoda, el único E stado bárbaro cuyos orígenes se rem ontaban a la prim era oleada de invasiones, el derecho y la adm inistración dualistas llegaron a su fin en los últim os años del siglo VII, cuando la m onarquía de T oledo abolió definitivam ente el legado rom ano y som etió a toda la población a un sistem a godo m odificado22. Por otra parte, y a la inversa, el separatism o religioso germ ánico com enzó a desaparecer, Los francos adoptaron directam ente el catolicism o con el bautism o de Clodoveo en los últim os años. del s ig lo V , d espués de su victoria sobre los alam anes. Los anglosajones fueron convertidos gradualm ente del paganism o en el siglo VII por las m ision es rom anas. Los visigodos abandonaron en España su arrianism o con la conversión de R ecaredo en el 587. E l reino lom bardo aceptó el ca tolicism o en el año 653. P ari pa ssu con estos cam bios se produjo un constante intercam bio m atrim onial y un p roceso de asim ilación de las dos clases terraten ientes, la rom ana y la germ ana, allí donde coexistían. E ste proceso fue m ás lim itad o en Italia por el exclusivism o lom bardo y el revanchism o bizantino, que im pidieron entre am bos la pacificación duradera de la península; por otra parte, su co n flicto echó las bases de la división secular entre norte y sur en ép ocas posteriores. Pero en la Galia avanzó ininterrum pidam ente bajo el dom inio m erovingio. A com ienzos del siglo V II estaba sustancialm ente term inado con la con so lidación de una sola aristocracia rural, cuyo carácter no era ya senatorial n i de séquito. La m ezcla sim ilar de las ram as rom ana y germ ánica en la Iglesia exigió m ucho m ás tiem po: prácticam ente todos los ob isp os de la Galia continuaron sien d o rom anos durante la ma22 Para los posibles antecedentes históricos de este proceso, véase Thompson, The Goths in Spain, pp. 216-7.
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yor parte del siglo V I, y en la jerarquía eclesiástica la fusión étn ica com p leta no tu vo lugar h asta el siglo VIII 23. La sup erp osición de m eras adap tacion es dualistas a las form as im periales rom anas n o produjo, sin em bargo, una nueva fórm ula política, sólid a y perm anente, a fin ales de la Edad Media. E n todo caso, el abandono de las tradiciones avanzadas d e la A ntigüedad clásica con d u jo a una regresión en el grado de com plejidad y de eficacia de los E stad os sucesores, agravada por las con secuen cias de la expan sión islám ica en el Mediterráneo a partir de p rincip ios del siglo V II, que paralizó el com ercio y b loq ueó a Europa o ccid en tal en un aislam iento rural. Es p osib le que las m ejoras clim áticas del siglo V II, que en E uropa se plasm aron en un ciclo de tiem p o algo m ás cálido y seco, y el aum ento en el crecim ien to dem ográfico beneficiaran a la econ om ía r u r a l24. Pero en la co n fu sión p olítica de la época p o co se puede apreciar el influjo de eso s progresos. Las m onedas de oro desaparecieron d espu és del año 650, a consecuencia tanto de los end ém icos déficits com erciales con el Oriente bizantino com o de las con q u istas árabes. La m onarquía m erovingia se m ostró incapaz de m antener el control de la acuñación d e m onedas, que se degradó y d isp ersó paulatinam ente. E n la Galia, los im pu estos p ú blicos cayeron en el olvido; la d iplom acia se en tu m eció y se hizo m ás lim itada; la adm inistración se em b otó y se redujo. Los E stad os lom bardos de Italia, divididos y debilitados p or los en claves bizantinos, perm an ecieron siem pre prim itivos y a la defensiva. E n estas condiciones, es lóg ico que la realización p ositiva m ás im portante de los E stados bárbaros fuera quizá la m ism a conquista de Germ ania, llevada a cabo en el siglo VI p or las cam pañas merovingias h asta el río W é se r 25. E stas adq u isiciones integraron por vez prim era a las tierras de las que procedían las m igraciones en el m ism o u niverso p o lítico que las antiguas provincias im p eriales y, e n con secuen cia, unificaron en un solo orden terri23 Musset, Les invasions. Les vagues germ aniques, p. 190. 24 Esta hipótesis es formulada por Duby: Guerriers et paysans, páginas 17-19. Pero las pruebas son demasiado escasas para deducir conclusiones fehacientes. En general, Duby tiende a presentar de esta época una interpretación más optim ista que otros historiadores. Así, considera la desaparición de la m oneda de oro com o un signo de la revitalización del comercio, y las m onedas de plata más pequeñas de esta época, como un índice de transacciones com erciales m ás fluidas y frecuentes, es decir, lo contrario de la opinión habitual sobre la historia monetaria merovingia. 25 Musset, Les invasions. Les vagues germaniques, pp. 130-2.
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torial y cultural a las dos zonas cuyo conflicto inicial había dado origen a la Edad Oscura. El d escen so de los niveles institucion ales de la civilización urbana en la Galia franca acom pañaron y perm itieron su elevación relativa en la Germania bávara y alam ana. Sin em bargo, in cluso en este cam po, la adm inistración m erovingia fue singularm ente tosca y pobre: los condes enviados a gobernar m ás allá del Rin no introdujeron n i l a escritura, ni la m oneda, ni el cristianism o. En sus estructuras económ icas, sociales y p olíticas, Europa occid ent al había dejado atrás el p recario dualism o de las prim eras décadas que siguieron a la Antigüedad; había tenido lugar, entre tan to, un áspero proceso de m ezcolanza, pero lo s resultados todavía eran inform es y h eteró clito s N i l a sim ple y u x t a p osición ni una to sca m ezcla podían dar origen a un nuevo m odo de producción general, capaz de salir del. callejón sin salida de la esclavitud y el colonato, y con él un nuevo orden social intern am ente coherente. En otras palabras, ú n icam en te una auténtica síntesis podía conseguir esto. Sólo unas pocas señales prem onitoras anunciaban la llegada a esa m eta final. La m ás llam ativa fue la aparición, evidente ya en el siglo V I, de sistem as antroponím icos y top oním icos com pletam ente nuevos —que com binaban elem en tos lingüísticos germ ánicos y rom anos en unidades organizadas extrañas a am bos— en las tierras fronterizas situadas entré la Galia y G erm ania26. La lengua hablada, lejos de seguir siem pre a los cam bios m ateriales, puede en ocasiones an ticiparse a ellos.
26 Musset, Les invasions. Les vagues germaniques, p. 197.
3.
HACIA LA S ÍN T E S IS
La sín tesis histórica que finalm ente tuvo lugar fue, por supuesto, el feudalism o. El térm ino exacto —S ynthese— es de Marx, junto con otros historiadores de su tie m p o 1. La colisión catastrófica de dos m odos anteriores de producción —prim itivo y antiguo—- en disolución produjo finalm ente el orden feudal que se extendió por toda la Europa m edieval. Que el feudalism o occidental fue el resultado esp ecífico de una fusión de los legados rom ano y germ ánico era ya evidente para los pensadores del R enacim iento, cuando por prim era vez se pu so a debate su g é n e sis 2. La controversia m oderna sobre esta cuestión se rem onta esencialm en te a M ontesquieu, que en la Ilustración afirm ó que los orígenes del feudalism o eran germ ánicos. Desde entonces, el problem a de las «proporciones» exactas de la m ezcla de elem entos rom anogerm ánicos que finalm ente generó el feudalism o ha suscitado las pasiones de los sucesivos historiadores nacionalistas, e incluso e l m ism o tim bre del final de la Antigüedad se ha alterado frecuentem en te de acuerdo con el p atriotism o del cronista. Para D opsch, que escribía en Austria después de la prim era guerra m undial, el colapso del Im perio rom ano fue la m era culm inación de siglos de absorción pacífica por los pueblos germ ánicos y fue vivido por los hab itantes de O ccidente com o una tranquila liberación. «El m undo rom ano fue conquistado gradualm ente desde dentro por los gem ían os, que habían penetrado en él pacíficam ente durante 1 En su principal exposición del m étodo histórico, Marx hablaba de los resultados de las conquistas germánicas como un proceso de «interacción» (W echselwirkung) y «fusión» (Verschm elzung), el cual generó un nuevo «modo de producción» (Produktionw eise), que fue una «síntesis» (Synthese) de sus dos predecesores: Grundrisse der K ritik der politischen Ökonomie (Einleitung), Berlin, 1953, p. 18. [Elem entos fundam entales para la critica de la economía política (B orrador), Madrid, Siglo XXI, 1972.] 2 Para el debate del Renacimiento, véase D. R. Kelley, «De origine feudorum: The beginnings of a historical problem», Speculum , xxxix, abril de 1964, núm. 2, pp. 207-28; las afirmaciones de Montesquieu están en De l’esprit des lois, libros xxx y x x x i.
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siglos y habían asim ilado su cultura e in clu so asum ido frecuentem ente su adm inistración, de tal form a que la rem oción de su dom inio p o lítico fue sim plem ente la consecu en cia final de un largo p roceso de cam bio, com o la rectificación de la nom enclatura de una em presa cuyo viejo nom bre ha d ejado de corresponder desde hace tiem po a los verdaderos directores de la firm a [ . . . ] Los germ anos no fueron enem igos que destrozaron o aniquilaron la cultura rom ana, sino que, p or el contrario, la conservaron y d esarrollaron»3. Para Lot, que escribía en Francia aproxim adam ente en la m ism a época, el fin de la Antigüedad fue un desastre inim aginable, el h olocau sto de la civilización: el derecho germ ánico fue responsable de la «perpetua, desbocada y frenética violencia» y de la «inseguridad en la propiedad» de la época siguiente, cuya «espantosa corrupción» la convirtió en un «período de la historia verdaderam ente desventurado»4. En Inglaterra, donde n o h ubo confrontación, sino una sim ple cesura, entre los órdenes rom ano y germ ánico, la controversia se desplazó hacia la inversa invasión de la conquista norm anda, y Freem an y R ound polem izaron sucesivam ente sobre los m éritos relativos de las contribuciones «anglosajona» o «latina» al feud alism o lo c a l5. Los rescold os de estas disputas todavía están candentes h oy y los h istoriadores soviéticos tuvieron duros intercam bios sobre ellos en una recien te conferencia celebrada en R u sia 6. N aturalm ente, la mez3 Alfons Dopsch, W irtschaftliche und soziale Grundlagen der europäischen K ulturentw icklung aus der Zeit von Caesar bis auf K arl den G rossen, Viena, 1920-1923, v o l. I, p. 413. 4 Ferdinand Lot, La fin du monde antique et le débu t du M oyen Age, Paris, 1952 (reedición), pp. 462, 469 y 463. Lot acabó su libro a finales de 1921. 5 Para Freeman, «la conquista normanda supuso el derrocamiento temporal de nuestra entidad nacional. Pero fue sólo un derrocamiento temporal. Para un observador superficial puede parecer que el pueblo inglés fue borrado momentáneamente de la lista de las naciones, o que solam ente existió com o cautivo de señores extranjeros en su propia tierra. Pero en unas pocas generaciones llevamos al cautiverio a nuestros conquistadores. Inglaterra volvió a ser Inglaterra una vez más». Edward A. Freeman, The history of the Norman conquest of England, its causes and results, Oxford, 1867, v o l. I, p. 2. El panegírico del legado anglosajón de Freeman fue atacado por Round en su exaltación no menos vehemente de la llegada normanda. En el año 1066, «el larguísimo cáncer de la paz había dado sus frutos. La tierra estaba madura para el invasor, y un Salvador de la Sociedad estaba cerca»; la conquista normanda llevó por fin a Inglaterra «algo m ejor que los áridos apuntes de nuestra desierta crónica nativa». J. H. Round, Feudal England, Londres, 1964 (reedición), páginas 304-5, 247. 6 Véase la larga discusión en Srednie Veka, fase. 31, 1968, del inform e
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cla exacta de lo s antiguos elem en tos rom anos o germ ánicos en el m od o de producción feudal puro com o tal tiene, en realidad, m ucha m en os im portancia que su resp ectiva distribución en las diversas form aciones sociales que aparecieron en la Europa m edieval. En otras palabras, lo que se n ecesita, com o verem os m ás adelante, n o es ta n to un a sim p le genealogía com o una tip olo gía del feu d alism o europeo. El origen prim igenio de las in stitu cio n es específicam ente feudales parece a m enu d o inextricable, dada la am bigüedad de las fu en tes y el p aralelism o d e la evolu ción de lo s dos sistem as sociales an teced en tes. Así, el vasallaje puede haber tenido su s raíces fundam en tales tan to en el co m ita tu s germ ano com o en la clien tela galorrom ana: dos form as de séquito aristocrático que existiero n en am bos Iad o s d el Rin m ucho antes del fin del Im p erio y contribuyeron indudab lem ente a la aparición definitiva del sistem a v asallático7. E l b en eficio, con el que finalm ente se fundió para form ar el feudo, puede rem ontarse igualm ente a las p rácticas eclesiá stica s rom ano-tardías y a los repartos trib ales de tierra de los g e r m a n o s8. El señorío, por su parte, procede ciertam en te d eí fu n d u s o villa galorrom ana, que n o tiene ningún equivalente bárbaro porque son grandes fincas au to su ficien tes, cultivadas p or cam pesinos dependientes o colon i que entregan a su señ or terrateniente productos en esp ecie, en lo que es u n o b v io presagio de una econom ía s e ñ o r ia l9. Por el contrario, los enclaves com unales de la aldea realizado por A. D. Liublinskaia, «Tipologiia Rannevo Feodalizma v Zapadnoi Europe i Problema Romano-Germanskovo Sinteza», pp. 1744. Los participantes fueron: O. L. Vainshtein, M. Ya. Siuziumov, Ya. L. Bessmertny, A. P. Kazhdan, M. D. Lordkipanidze, E.V. Gutnova, S. M. Stam, M. L. Abramson, T. I. Desnitskaia, M. M. Friedenberg y V. T. Sirotenko. Obsérvese en particular el tono de las intervenciones de Vainstein y Siuziumov, defensores respectivam ente de las contribuciones bárbara e imperial al feudalismo; el segundo —un historiador de Bizancio— pone una inconfundible nota nacional antigermana. En general, los bizantinistas soviéticos parecen profesionalm ente inclinados a privilegiar el peso de la Antigüedad en la síntesis feudal. La respuesta de Liublinskaia a la discusión es serena y está llena de sensibilidad. 7 Compárese Dopsch, W irtschaftliche und soziale Grundlagen, II, páginas 225-7, que sitúa a los leudes como directos antecesores de los medias fueron los bucellari i o lugartenientes galorrom anos, y los antrustiones (guardia palatina) o leudes (séquito militar) francos. Para estos últim os, véase Carl Stephenson, M ediaeval institutions, Ithaca, 1954, páginas 225-7, que sitúa a los leudes com o los directos antecesores de los vassi carolingios. 8 Dopsch, W irtschaftliche und soziale Grundlagen, II, pp. 332-6. 9 Dopsch, ibid., I, pp. 332-9. La etim ología de los términos clave del feudalism o europeo arroja quizá una pequeña luz sobre sus variados orí-
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m edieval fueron b ásicam ente una herencia germ ánica, vestigio de los prim eros s istem as rurales forestales después de la evolución general del cam pesinado bárbaro desde las tenencias alodiales a las dependientes. La servidum bre desciende probablem ente del esta tu to clásico del colonus y de la lenta degradación de los cam pesinos germ anos libres por la «encom endación» casi coercitiva a los guerreros de los clanes. El sistem a legal y con stitucion al que se desarrolló durante la Edad M edia fue igualm ente híbrido. U na ju sticia de carácter popular y una tradición de ob lig a cio n es form alm ente recíprocas entre dom inantes y dom inados dentro de una com unidad tribal com ún dejaron una p rofunda huella en las estructuras jurídicas del feudalism o, incluso allí donde lo s tribunales populares n o sobrevivieron, com o en Francia. El sistem a de E stados que más tarde apareció dentro de las m onarquías feudales debía m ucho, en especial, a esta últim a. Por otra parte, el legado rom ano de un derecho codificad o y escrito tuvo tam bién una im portancia capital para la esp ecífica sín tesis jurídica de la Edad Media, m ientras que la herencia con ciliar de la Iglesia cristiana clásica fue sin duda alguna fundam ental para el desarrollo del sistem a de E stad os10. E n la cum bre del sistem a p olítico m edieval, la in stitu ción de la m onarquía feudal representó inicialm ente una cam biante am algam a entre el jefe guerrero germ ánico, semi el ectivo y con rudim entarias funciones secu lares, y el soberano im perial rom ano, autócrata sagrado de poderes y responsabilidades ilim itados. Tras el colap so y la con fu sión de la Edad Oscura, el com p lejo i n fr a y supraestructural que habría de co n stitu ir l a estructura general de una totalidad feudal en Europa tenía, pues, un doble origen. Una sola institución , sin em bargo, abarcó todo el período de transición de la Antigüedad a la Edad M edia en una esencial continuidad: la Iglesia cristiana. La Iglesia fue, d e s d e luego, el principal y frágil acueducto a tr a v é s d e l cual las reservas culturales del m undo clásico p asaron a l nuevo universo de la Europa feudal, cuya cultura se había hecho clerical. La Iglesia, extraño o b jeto h istó rico p a r excellence, cuya peculiar genes. «Fief» [feudo] se deriva del germano antiguo vieh, que significa rebaños. «Vassal» [Vasallo] procede del celta kwas, que originalmente significaba esclavo: Por otra parte, «village» [aldea] se deriva de la villa romana; «serf » [siervo], de servus, y «manor» de mansus. 10 Hintze subraya esta filiación en su ensayo «W eltgeschichtliche Bedingungen der Repräsentativeverfassung», en Otto Hintze, G esam m elte Abhandlungen, vol., I, Leipzig, 1941, pp. 134-5.
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tem poralidad nunca ha coincidido con la de una sim ple secuencia de un sistem a económ ico o p olítico a otro, sino que se. ha superpuesto y sobrevivido a m uchos en un ritm o propio, nunca ha recibido un tratam iento teórico en el m arco del m aterialism o h is tó r ic o 11. Aquí no podem os hacer nada para rem ediar esta laguna. Pero son p recisos algunos breves com entarios sobre la im portancia de su papel en la transición de la Antigüedad al feudalism o, ya que alternativam ente se ha exagerado o descuidado en buena parte de los estu d ios h istóricos de esta época. En la Antigüedad tardía, la Iglesia cristiana co n trib u yó indudablem ente — com o ya hem os visto— al d ebilitam iento de la capacidad de resistencia del sistem a im perial rom ano. Y lo hizo, n o por sus doctrinas desm oralizantes o por sus valores extram undanos, com o creían los historiadores de la Ilustración, sin o por su enorm e volum en m undano. En efecto, el vasto aparato clerical que engendró en el Im perio tardío fue una de las principales razones del excesivo peso parasitario que agotó a la econom ía y la sociedad rom anas, porque de esta form a una segunda y superpuesta burocracia se sum ó a la ya opresiva carga del E stado secular. En el siglo V I, los ob ispos y el clero de lo que quedaba del Im perio eran m ucho m ás num erosos que los funcionarios y agentes adm inistrativos del Estado, y recibían sueldos considerablem ente m ás altos12. La carga intolerable de este p esad ísim o edificio fue un determ inante fundam ental del colapso del Im perio. La lím pida tesis de Gibbon de que el cristianism o fue una de las dos causas fundam entales de la caída del Im perio rom ano — resum en expresivo del idea11 Procedente de una minoría étnica postribal, triunfante en la Antigüedad tardía, dominante en el feudalismo, decadente y renaciente bajo el capitalismo, la Iglesia romana ha sobrevivido a cualquier otra institución —cultural, política, jurídica o lingüística— históricam ente coetánea suya. Engels reflexionó brevemente sobre su larga odisea en Ludwig Feuerbach and the end of the German classical philosophy (Marx-Engels, Selected w orks, Londres, 1968, pp. 628-31) [Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, en Marx-Engels, Obras escogidas, vol. I I , Madrid, Akal, 1975, pp. 377-426], pero se lim itó a registrar la dependencia de sus transformaciones con respecto a las experimentadas por la historia general de los modos de producción. Su específica autonomía y adaptabilidad regional —extraordinaria desde cualquier perspectiva que se adopte— todavía tienen que ser seriamente exploradas. Lukács creía que radicaba en una relativa permanencia de la relación del hombre con la naturaleza, sustrato invisible del cosm os religioso, pero nunca se aventuró más allá de algunas notas marginales sobre la cuestión. Véase G. Lukács, H istory and class consciousness, Londres, 1971, pp. 235-6 [H istoria y conciencia de clase, Barcelona, Grijalbo, 1976]. 12 Jones, The later R om an E m pire, v o l. II , pp. 933-4, 1046.
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lism o de la Ilustración— perm ite así una actual reform ulación m aterialista. Con todo, esa m ism a ig lesia fue tam bién el ám bito m ovedizo de los prim eros síntom as de la liberación de la técnica y la cultura de los lím ites de un m undo con stru id o sobre la esclavitud. Las extraordinarias realizaciones de la civilización grecorrom ana fueron propiedad de un pequeño estrato dirigente, enteram ente divorciado de la producción. E l trabajo m anual estaba identificado con la servidum bre y, eo ipso, era degradante. E conóm icam ente, el m odo de producción esclavista condujo a una parálisis técnica: en su m arco n o existía ningún im pulso para introducir m ejoras que ahorraran trabajo. Com o ya hem os visto, la tecnología alejandrina p ersistió en conjunto durante tod o el Im perio romano: se produjeron p ocos inventos im portantes y ninguno de ellos fue am pliam ente aplicado. Por otra parte, la esclavitud hacía culturalm ente p osib le la elusiva arm onía entre el hom bre y el universo natural que caracterizó al arte y la filosofía de la m ayor parte de la A ntigüedad clásica: la exención n o cuestionada del trabajo fue una de las condiciones que posib ilitaron su serena ausencia de ten sión con la naturaleza. El trabajo de transform ación m aterial e incluso su supervisión fue un ám bito su stancialm ente exclu id o de su esfera. Con todo, la grandeza del legado intelectual y cultural del Im perio rom ano no sólo se acom pañó de un in m ovilism o técnico, sino que, por sus m ism as condiciones, estuvo lim itada al estrato m ás reducido de las clases dirigentes de la m etrópoli y las provincias. El índice m ás elocuente de su lim itación vertical fue el hecho de que la gran m asa de la población residente en el Im p erio pagano no sabía latín. La lengua del gobierno y de las m isivas era el m onopolio de una pequeña élite. La ascensión de la Iglesia cristiana supuso por vez prim era una subversión y transform ación de este m odelo, porque el cristian ism o rom pió la unión entre el hom bre y la naturaleza, el esp íritu y el m undo de la carne, dando la vuelta p oten cialm en te a las relaciones entre am bas en dos direcciones opuestas y atorm entadas: el ascetism o y el a c tiv ism o B. D e form a inm ediata, 13 Naturalmente, la ruptura no fue exclusiva de la nueva religión, sino que también se extendió al paganismo tradicional. Brown evoca este hecho de form a característica: «Después de varias generaciones de actividad pública aparentemente satisfactoria, fue com o si una corriente que pasara suavemente desde la experiencia interior del hombre al mundo exterior se hubiera interrumpido. El calor que procedía del entorno familiar [...] La máscara clásica ya no encajaba en el amenazador e inescru-
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la victoria de la Iglesia en e l Im p erio tardío n o hizo nada para cam biar las actitud es tradicionales h acia la tecnología o la esclavitud. A m brosio de M ilán exp resó la nueva op inión oficial cuando con d en ó com o im pías in clu so las ciencias puram ente teóricas de la astronom ía y la geom etría: «N o con ocem os los secretos del em perador y, sin em bargo, pretendem os conocer lo s de Dios»14. Igualm ente, lo s Padres de la Iglesia, desde Pab lo h asta Jerón im o, aceptaron un ánim em en te la esclavitud, lim itándose a acon sejar a lo s esclavos que fueran obedientes con su s am os y a ésto s q u e . fueran ju sto s con sus esclavos. D espués de todo, la verdadera libertad n o podía encontrarse en este m und o 15. En la práctica, la Iglesia de e sto s siglos fue con frecuencia una gran propietaria in stitu cion al de esclavos, y sus ob isp os pudieron ejercer en ocasio n es sus derechos legales so bre su propiedad fu gitiva con algo m ás que un ordinario celo p u n itiv o 16. S in em bargo, en los m árgenes del esp ecífico aparato eclesiástico, el desarrollo del m ona q u isin o apuntaba en una diferente y p osib le dirección. cam pesinado egipcio poseía, una tradición de retirada a erm itas solitarias y d esiertas, o anachoresis, com o form a de p rotesta con tra la recaudación de im puesto s y otros m ales sociales. A fin ales del sig lo III d. C., A ntonio transform ó esa tradición en su anacoretism o ascético y religioso. A principios del siglo IV , Pacom io la desarrolló hacia un cen o b itism o com un al en las zonas cultivadas a orillas del N ilo, table centro del universo», The w o rld o f late A ntiquity, pp. 51-2. Pero, com o Browns indica, la respuesta pagana más intensa a este hecho fue el neoplatonism o, últim a doctrina de reconciliación interior entre el hom bre y la naturaleza y primera teoría de la belleza sensual redescubierta y apropiada en otra época por el Renacimiento. 14 E. A. Thompson, A R om an reform er and inventor, Oxford, 1952, páginas 44-5. 15 Engels observó con desdén que «el cristianism o no ha tenido absolutam ente nada que ver en la extinción gradual de la esclavitud. Durante siglos coexistió con la esclavitud en el Im perio romano y más adelante jam ás ha im pedido el com ercio de esclavos de los cristianos», MarxEngels, Selected w orks, p. 570 [O bras escogidas, vol. I I , p. 317]. Esta afirmación es algo perentoria, com o puede apreciarse por el matizado análisis de Bloch sobre la actitud de la Iglesia ante la esclavitud en «Comment et pourquoi finit l ’esclavage antique?» (especialmente pp. 3741). Pero las conclusiones sustanciales de Bloch no se alejan demasiado de las de Engels, a pesar de los necesarios m atices que le añade. Para estudios m ás recientes y confirm ativos sobre las primeras actitudes cristiana» hacia la esclavitud, véase Westermann, The slave system s of Greek and R om an A ntiquity, pp. 149-162; A. Hadjinicolaou-Marava, Recherches sur la vie des esclaves dans le m onde byzantin, Atenas, 1950, pp. 13-8. 16 Por ejem plo, véase Thompson, The G oths in Spain, pp. 305-8.
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donde se im puso el trabajo agrícola y el estudio tanto com o la oración y el ayuno17. F inalm ente, en la década del 370, B asilio ligó por vez prim era el ascetism o, el trabajo manual y la in strucción intelectual en una regla m onástica coherente. Sin emb argo, y aun que esta evolu ción pueda considerarse r e tr o s p e c tivam ente com o uno de los prim eros signos de un lento y profundo cam bio de las actitud es sociales hacia el trabajo, la expansión del m onaquisino en el tardío Im perio rom ano probablem ente se lim itó a agravar el parasitism o económ ico de l a Iglesia al alejar de la producción a un m ayor volum en de m ano de obra. P osteriorm ente, tam poco desem peñó un papel esp ecialm ente tónico en la econom ía bizantina, donde el m onaquism o oriental se hizo m uy pronto, en el m ejor de los casos, m eram ente contem plativo y, en el peor, o cio so y oscurantista. Por otra parte, trasplantado a O ccidente y reform ulado por B enito de N ursia durante las som brías profundidades del siglo VI, los principios m onásticos se m ostraron desde la tardía Edad Oscura organizativam ente eficaces e ideológicam ente in flu yen tes porque en las órdenes m onásticas de O ccidente, el trabajo intelectual y el m anual quedaron provisionalm ente unidos al servicio de D ios. Las faenas agrícolas adquirieron la dignidad de la adoración divina y fueron realizadas por m on jes instruidos: laborare e st orare. Con ello caía indudab lem ente una de las barreras culturales para el descubrim iento y el progreso tecnológico. Sería un error atribuir este cam bio a algún poder autosuficiente en el sen o de la I g le s ia 18: el d iferente rum bo de los acontecim ien17 D. J. Chitty, The desert a city, Oxford, 1966, pp. 20-1, 27. Es una lástim a que lo que posiblem ente sea el único estudio reciente y completo del primer monaquismo tenga un carácter tan unilateralmente devocional. Los comentarios de Jones sobre los resultados mixtos del monaquism o en la Antigüedad tardía son agudos y pertinentes: The later Roman E m pire, II, pp. 930-3. 18 Este es el principal defecto del ensayo de Lynn White, «What accelerated technological progress in the Western Middle Ages?», en A. C. Crombie (comp.) , Scientific change, Londres, 1963, pp. 272-91, exploración audaz de las consecuencias del monaquismo que, en cierto modo, es superior a su Mediaeval technology and social change, porque aquí no se fetichiza a la técnica como primera causa histórica, sino que por lo menos se la liga a las instituciones sociales. La afirmación de White sobre la importancia de las des-animización ideológica de la naturaleza por el cristianism o como una condición previa de su posterior transformación tecnológica parece seductora, pero olvida el hecho de que el Islam fue responsable poco después de una Entzauberung der Welt mucho más com pleta, sin que ello produjera un im pacto notable sobre la tecnología m usulmana. La importancia del monaquismo como disolvente premonitor del sistem a clásico de trabajo no debe exagerarse.
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tos en el este y el o este debía ser por sí solo suficiente para poner de m an ifiesto que fue el com p lejo total de relaciones sociales —-y no la específica in stitu ción religiosa— lo que en ú ltim a instancia asignó las funciones económ icas y culturales del m onaquism o. Su carrera productiva sólo pudo com enzar cuando la desintegración de la esclavitud clásica hubo liberado los elem entos de una dinám ica diferente que habría de culm inar con la form ación del feudalism o. Más que el rigorism o, lo sorprendente es la ductilidad de la Iglesia en esta d ifícil transición. Al m ism o tiem po, sin em bargo, la Iglesia fue sin duda alguna directam ente responsable d e otra enorm e y silenciosa transform ación en los ú ltim os siglos del Im perio. La m ism a vulgarización y corrupción de la cultura clásica, que Gibbon habría de denunciar, fue en realidad parte de un gigantesco proceso d e asim ilación y adaptación a una población m ás amplia, que habría de arruinarla y, sim ultáneam ente, rescatarla en m edio del colapso de su tradicional infraestructura. La más sorprendente m anifestación de esta transm isión fue, una vez más, el idiom a. H asta el sig lo III, los cam pesinos de la Galia o Hispania habían hablado sus propias lenguas celtas, im perm eables a la cultura de la clase dirigente clásica: en esta época, una conquista germ ánica de esas provincias habría tenido consecuencias incalculables para la p osterior historia de Europa. Sin em bargo, con la cristianización del Im perio, los obispos y el clero de las provincias occidentales, al em prender la conversión de las m asas de población rural, latinizaron para siem pre su lengua en el transcurso de los siglos IV y V19. Las lenguas rom ances fueron el resultado final de esta popularización, uno de los esenciales vínculos sociales de continuidad entre la An19 Brown, The w orld of late A ntiquity, p. 130. En ciertos aspectos, esta obra es la más brillante meditación sobre el fin de la época clásica producida en muchos años. Uno de sus temas centrales es la creatividad vital de la adulterada transmisión, a órdenes más bajos y a épocas posteriores, de la cultura clásica por el cristianism o, que produjo el arte típico de la Antigüedad tardía. La degradación social e intelectual fue la prueba saludable que lo salvó. La semejanza de esta concepción —expresada por Brown con mucha más fuerza que por cualquier otro escritor— con la típica noción de Gramsci de la relación entre el Renacimiento y la Reforma es digna de atención. Gramsci opinaba que el esplendor cultural del Renacimiento —refinamiento de una élite aristocrática— tuvo que hacerse tosco y sombrío en el oscurantism o de la Reforma para así pasar a las masas y reaparecer en últim o término sobre unos fundamentos más amplios y más libres, II m aterialism o storico, Turín, 1966, p. 85 [El m aterialism o histórico, Buenos Aires, Nueva Visión, 1971],
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tigüedad y la Edad Media. Para hacer evidentes las consecuencias de una conquista germ ánica de estas provincias occidentales sin una previa latinización, só lo hay que considerar la trascendental im portancia de esta hazaña. E sta realización fundam ental de la prim era Iglesia indica su verdadero lugar y función en la transición hacia el feu d alism o. Su eficacia autónom a n o hay que encontrarla en el ám bito de las relaciones económ icas o de las estructuras sociales — donde a veces se ha buscado equivocadam ente— , sin o en toda la lim itación y la inm ensidad de la esfera cultural situada por encim a de aquéllas. La civilización de la A ntigüedad clásica se definía por el desarrollo de unas superestructuras de una so fisticación y com plejidad sin igual, situadas sobre unas infraestructuras m ateriales de una tosquedad y sim plicidad relativam ente invariantes: en el m undo grecorrom ano siem pre existió una dram ática desproporción entre la bóveda del cielo in telectual y p o lítico y la estrechez del suelo económ ico. Cuando llegó su cola p so final, nada era m enos ob vio que el hecho de que su legado superestructural — ahora inm en sam en te d istan te de las inm ediatas realidades sociales— habría de sobrevivirle, por m uy suavizada que fuera su form a. Para ello era necesaria una vasija específica, suficientem ente alejada de las in stitu cion es clásicas de la Antigüedad y, sin em bargo, m oldeada en su seno y, por tanto, capaz de librarse de la h ecatom be general para transm itir los m isteriosos m ensajes del p asado a un futuro m enos avanzado. La Iglesia cum plió objetivam ente esa función. En determ inados asp ectos fundam entales, la civilización superestructural de la Antigüedad fue superior a la del feu d alism o durante un m ilenio, esto es, hasta la ép oca que habría de llam arse con scien tem en te a sí m ism a su R enacim iento, para poner de m an ifiesto la regresión interm edia. La condición de su poder diferido, a través de los siglos caóticos y prim itivos de la Edad Oscura, fue la duración de la Iglesia. N inguna otra transición dinám ica de un m odo de producción a otro revela la m ism a d ifu sión en el desarrollo superestructural; ninguna otra contiene tam poco una in stitu ción de tanta envergadura. La Iglesia fue, pues, el puente indispensab le en tre dos épocas en una transición «catastrófica» y no. «acum ulativa» entre dos m odos de producción (cuya estructura divergió necesariam en te in to to de la transición entre el feu d alism o y el capitalism o). Significativam ente, la Iglesia fue el m entor oficial del prim er in ten to sistem ático para «renovar» el Im perio en Occidente, la m onarquía carolingia. Con el E stad o carolingio co-
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m ienza la h isto ria del feu d alism o propiam ente dicho, porque este en o r m e esfu erzo id eológico y adm in istrativo para «recrear» el sistem a im perial del v iejo m undo, gracias a una típica inversión, con tenía y encubría l a involuntaria colocación de los cim ientos del nuevo. E n la era carolingia fu e cuando se dieron los p asos decisivos para la form ación del feudalism o. La im ponen te expansión de la nueva d inastía franca dio, sin em bargo, pocas señ ales inm ediatas de su legado final a Europa. Su tem a claram ente dom inante fue la u n ificación política y m ilitar de O ccidente. La victoria de Carlos M artel en Poitiers frente a lo s árabes en el año 753 d etu vo el avance del Islam , q u e acababa de ab sorb er al E sta d o v isigod o en España. D esp ués, en treinta v eloces años, C arlom agno anexionó la Italia lom barda, con q u istó Sajonia y F risia e in corporó Cataluña. Así se convirtió en el ú n ico soberano del co n tin en te cristiano fuera de las fronteras de B izancio, con la excepción del inaccesible litoral asturiano. En el año 800, Carlom agno asum ió el título de em perador de O ccidente, in existen te desde hacía m ucho tiem po. La expan sión carolingia no fu e un m ero engrandecim iento territorial. Sus p reten sion es im periales respondían a una verdadera revitalización adm inistrativa y cultural dentro de las fronteras del O ccidente continental. E l sistem a m onetario se reform ó y estandardizó y se volvió a recuperar el control central sobre la acuñación de m onedas. En estrecha coordinación con la Iglesia, la m onarquía carolingia p atrocinó una renovación de la literatura, la filo so fía y la educación. Se enviaron m ision es religiosas a las tierras paganas situadas fuera del Im perio. La extensa y nueva zona fronteriza de Alem ania, am pliada p or el so m etim ien to de las tribus sajonas, fue cuidadosam ente atendida por vez prim era y sistem áticam en te convertida al cristianism o, program a facilitad o por el desplazam iento de la corte carolingia hacia el este, a Aquisgrán, situada a m itad de cam ino entre el Loira y el Elba. Adem ás, se tejió una red adm inistrativa, m uy elaborada y centralizada, sobre todas las tierras que se extienden desde Cataluña a S ch lesw ig y desd e N orm andía a E stiria. Su unidad b ásica fue el condado, derivado de la antigua civitatis rom ana. Los nobles de confianza eran nom brados condes con pod eres m ilitares y judiciales para gobernar esas regiones en una clara y firm e delegación de la autoridad pública, revocable por el em perador. Quizá h ubo en tod o el Im perio entre 250 y 350 de e sto s dignatarios, a quienes n o se pagaba un salario, sin o que recibían una parte proporcio-
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nal de las rentas locales de la m onarquía y concesiones territoriales en el c o n d a d o 20. Las carreras condales no estaban lim itadas a un solo distrito: un noble com petente podía ser transferido sucesivam ente a distin tas regiones, aunque en la práctica no eran frecuentes las revocaciones ni los traslados de condado. Los lazos interm atrim oniales y las em igraciones de las fam ilias terratenientes desde las diversas regiones del Im perio crearon cierta base social para una aristocracia «supraétnica», im buida de ideología im p e r ia l21. Al m ism o tiem po, a este sistem a regional de condados se superpuso un grupo central m ás reducido de m agnates clericales y seculares, procedentes en su m ayoría de Lorena y A lsacia y que a m enudo estaban m ás cerca del séq uito personal del propio em perador. De este grupo salían los m issi d om in ici, reserva m óvil de agentes im periales directos, enviados en calidad de plenipotenciarios para enfrentarse a los problem as esp ecialm ente duros y difíciles de las provincias rem otas. Los m issi se convirtieron en una institución regular del gobierno d e Carlomagno a partir del año 802; enviados norm alm ente en parejas, progresivam ente se reclutaron de entre los ob isp os y abades, para aislarlos de las presiones locales que pudieran ejercerse sobre sus m isiones. E llos eran quienes aseguraban en principio la efectiva integración de la extensa red condal. Cada vez se utilizaron m ás los docum entos escritos, en un esfu erzo por m ejorar las tradiciones del analfabetism o sin adornos heredado de los m erovingios22. Pero en la práctica había m uchas rupturas y dem oras en esta m aquinaria, cuyo funcion am ien to siem pre fue extrem adam ente lento y m olesto, a falta de una seria burocracia palatina que proporcionara la integración im personal del sistem a. Con todo, y dadas las cond iciones de la época, el alcance y la m agnitud de los ideales adm inistrativos carolingios constituyeron un logro form idable. Pero las verdaderas y prom etedoras innovaciones de la época estaban en otra parte, esto es, en la gradual aparición de las in stitu cion es fundam entales del feudalism o por debajo del aparato del gobierno im perial. La Galia m erovingia ya había conocido el juram ento de fidelidad personal al m onarca reinante y la concesión de tierras reales a los servidores nobles. Pero 20 F. L. Granshof, The Carolingians and the Frankish monarchy, Londres, 1971, p. 91. 21 H. Fichtenau, The Carolingian E m pire, Oxford, 1957, pp. 110-3. 22 Ganshof, The Carolingians and the Frankish monarchy, pp. 125-35.
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estos dos hechos nunca se com binaron en un solo e im portante sistem a. Los so b eranos m erovingios distribuyeron norm alm ente las tierras directam ente a sus se g u id o r e s leales, tom ando el térm ino eclesiástico beneficium para designar estas concesiones. Más tarde, m uchas de las tierras distribuidas de esta forma fueron confiscadas a la Iglesia por el linaje de los Arnulfos con objeto de reunir nuevos soldados para sus ejército s23, m ientras la Iglesia era com pensada por Pipino III con la introducción de los diezm os, que en adelante con stituyeron Ia única aproxim ación a un im p uesto g en era l en el reino franco. Pero fue la época de Carlomagno la que anunció el com ienzo de la síntesis fundam ental entre las donaciones de tierra y los vínculos del servicio. Durante el últim o período del siglo VIII, el «vasallaje ( hom enaje personal) y el «beneficio» (concesión de tierras) se fundieron lentam ente, y en el transcurso del siglo IX el «beneficio» se asim iló progresivam ente, a su vez, al «honor» (cargo y ju r isd ic c ió n p ú b lic o s )24. Las con cesiones de tierra por los soberanos dejaron de ser sim p les regalos para convertirse en tenencias condicionadas, disfrutadas a cam bio de servicios dados bajo juram ento, y los cargos adm inistrativos m ás bajos tendieron a aproxim arse legalm ente a ellas. Una clase social de y a s si dominici, vasallos directos del em perador que recibían sus b eneficios del propio Carlom agno, se desarrolló ahora en el cam po, form ando una clase terrateniente local entrem ezclada con las autoridades condales del Im perio. E stos vassi reales fueron quienes constituyeron el núcleo del ejército carolingio, llam ado año tras año para prestar sus servicios e n las continuas cam pañas extranjeras de Carlom agno. Pero el sistem a se extendió m ucho m ás allá de la directa lealtad al em perador. Otros vasallos eran titulares de b en eficios de príncipes que, a su vez, eran vasallos del suprem o soberano. Al m ism o tiem po, las «inm unidades» legales inicialm ente específicas de la Iglesia —exenciones jurídicas de los perjudiciales códigos germ ánicos concedidas a principios de la Edad Oscura— com enzaron a extenderse a los guerreros seculares. A partir de entonces, los vasallos dotados de estas inm unidades estaban a salvo de las interferencias de los condes en sus propiedades. El resultado final de esta evolución convergente fue la aparición del «feudo», com o con cesión delegada de tierra investida con poderes jurí23 D. Bullough, The age of Charlemagne, Londres, 1965, pp. 35-6. 24 L. Halphen, Charlemagne et I’E m pire carolingien, Paris, 1949, páginas 198-206, 486-93; Boutruche, Seigneurie et féodalité, I, pp. 150-9.
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La tran sición
dicos y políticos a cam bio del servicio m ilitar. A proxim adam ente en la m ism a época, el desarrollo m ilitar de una caballería fuertem ente arm ada contribuyó a la consolidación del nuevo vínculo institucional, aunque no fue directam ente responsable de su aparición. Tuvo que pasar un siglo para que el pleno sistem a de feudos se m oldeara y echara raíces en O ccidente, pero su prim er e inconfundible núcleo ya era visib le bajo Carlom agno. M ientras tanto, las continuas guerras del reinado tendieron a degradar progresivam ente la situación de la m ayoría de la población rural. Las condiciones del cam pesinado libre y guerrero de la sociedad germ ánica tradicional habían sido los desplazam ientos en el cultivo de tierras y un tipo de guerra local y estacional. Cuando los asentam ientos agrícolas se estabilizaron y las cam pañas m ilitares se hicieron m ás am plias y prolongadas, la base m aterial de la unidad social entre la guerra y el cultivo se quebró inevitablem ente. La guerra se convirtió en la lejana prerrogativa de una nobleza m ontada, m ientras que un cam pesinado sedentario trabajaba en casa para m antener un ritm o perm anente de cultivo, desarm ado y cargado con la provisión de sum in istros para los ejércitos reales25. El resultad o fue un deterioro general en la posición de la m asa de población agraria y, así, tam bién fue en este período cuando tom ó form a la característica unidad feudal de producción, cultivada por un cam pesinado dependiente. En la práctica, el Im perio carolingio fue una zona territorial cerrada, con un com ercio exterior insignificante, a pesar de sus fronteras de los m ares M editerráneo y del N orte, y con escasa circulación m onetaria. Su respuesta económ ica al aislam iento fue el desarrollo de un sistem a señorial. La villa del reinado de Carlom agno ya anticipaba la estructura del señorío de com ienzos de la Edad M edia, e sto es, una gran finca autárquica com puesta por las tierras del señor y una m u ltitud de pequeñas p a r c e l a s de los c a m p e s i n os. La-exten sión de esto s dom inios nobiliarios o clericales era con frecuencia m uy considerable, de 800 a 1.600 hectáreas. D ebido a los prim itivos m étodos de cultivo, el rendim iento agrario era m uy bajo e in clu so la proporción 1: 1 n o era en absoluto desconocida26. La específica reserva señorial, el m ansu s indom inicatus, podía abarcar quizá hasta un cuarto de toda la extensión; 25 Véanse las penetrantes observaciones de Duby: Guerriers et paysans, p. 55. 26 J. Broussar, The civilization of Charlemagne, Londres, 1968, pp. 5760; Duby, G uerriers et paysans, p. 38.
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el resto era cultivado norm alm ente por los se rv i o m ancipia asentados en p equeños «m ansos». E sto s siervos c o n stitu ía n la gran m asa de la m ano de obra rural dependiente y, aunque su denom inación legal era todavía la de la palabra rom ana equivalente a «esclavo», su condición estaba realm ente m ás cerca de la del futuro «siervo» m edieval, cam b io que quedó registrad o p or un desp lazam ien to sem án tico en el u so del térm ino servu s en el siglo V III. E l erg a stu lu m ya había desaparecido. Los m ancipia carolingios eran generalm ente fam ilias cam pesin a s adscritas a la tierra y obligadas a entregas en especie y a la prestación de trabajo personal a sus señores; exacciones que, de hecho, eran probablem ente superiores a las de los antiguos colonos galorrom anos. Las grandes fincas carolingias podían contener tam bién cam p esinos arrendatarios libres (en los m ans es ingenu iles), obligados a entregas y prestaciones, p ero sin una dependencia servil; pero é sto s eran m ucho m enos com un es27. Lo m ás frecuente era que lo s m an cipia fu esen com plem entados, para el trabajo en las tierras del señor, con trabajadores asalariados y con verdaderos esclavos, que en m odo alguno habían desaparecido todavía. Dada la am bigua term inologia de la época, es im p osib le fijar con alguna exactitud el volum en de la verdadera m ano de ob ra esclava en la E uropa carolingia, pero se ha calculad o en tre un 10 y un 20 p or cien to de la población r u r a l28. El sistem a de villa e n o significa, naturalm ente, qu e la propiedad de la tierra se hubiera hecho exclusivam ente aristocrática. E ntre la s grandes exten sion es de los dom in ios señ oriales tod avía su b sistía n p equeñas parcelas alod iales p oseíd as y cultivadas p or cam p esin os libres (pagenses o m ed io cres). Su cantidad relativa todavía no ha sid o determ inada, aunque está claro que en los prim eros años de Carlom agno una parte apreciable de la población cam pesina se situaba por en cim a de la con d ición de servidum bre. Pero, a partir de en ton ces, las relaciones rurales b ásica s de producción de una nueva era se im plantaron de form a progresiva. A la m u e r t e de C arlom agno, las in stitu cio n es fundam entales del feudalism o ya estaban presen tes b a jo la bóveda de un Im27 R.-H. Bautier, The econom ic d evelopm en t o f m ediaeval Europe, Londres, 1971, pp. 44-5. 28 Boutruche, Seigneurie et féodalité, I, pp. 130-1; véase también el análisis de Duby, Guerriers et paysans, pp. 100-3, Hay un buen análisis del cambio general experim entado en la Francia carolingia entre la esclavitud y la servidumbre com o estatus legal en C . Verlinden, L’esclavage dans l’E urope m édiévale, I, pp. 733-47.
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La transición
perio seudorrom ano centralizado. De hecho, m uy pronto se hizo evidente que la rápida expansión de beneficios, y su creciente condición hereditaria, tendía a socavar el pesado aparato de Estado carolingio, cuyo am bicioso crecim iento nunca había correspondido a su verdadera capacidad de integración adm inistrativa, debido al nivel extrem adam ente bajo de las fuerzas productivas en los siglos VIII y IX. La unidad interna del Imperio se hundió m uy pronto entre las guerras civiles dinásticas y la creciente regionalización de las clases de los m agnates que antes lo habían m antenido unido. A esto siguió una precaria división tripartita de O ccidente. Los salvajes e inesperados ataques exteriores, procedentes de todos los puntos cardinales, por m ar y tierra, realizados por los invasores vikingos, sarracenos y m agiares, pulverizaron en tonces tod o el sistem a paraim perial de gobierno condal que todavía quedaba en pie. N o había ningún ejército o arm ada perm anente que pudiera resistir esos asaltos; la caballería franca era lenta y torpe de m ovim ientos; la flor y nata id eológica de la aristocracia carolingia había perecido en las guerras civiles. La estructura política centralizada, que C arlom agno había legado, se derrum bó. En el año 850, prácticam ente todos los b en eficios eran hereditarios en todas partes; en el 870 ya se habían desvanecido los últim os m issi dom inici; en la década de 880, los vassi dom inici habían derivado en potentados locales; en la de 890 los condes se habían convertido realm ente en señores regionales hereditarios29. En las últim as décadas del siglo IX , a m edida que las bandas vikingas y m agiares asolaban las tierras de Europa occidental, fue cuando com enzó a utilizarse por vez prim era el térm ino feudum , la verdadera palabra m edieval para designar el «feudo». Tam bién fue en tonces cuando especialm ente el cam po de Francia se vio surcado de castillos y fortificaciones privados, erigidos por señores rurales sin ninguna autorización im perial, con ob jeto de resistir los nuevos ataques bárbaros y afincar su p oderío local. Para la población rural este nuevo paisaje lleno de ca stillo s era tanto una protección com o una prisión. El cam pesinado, que ya había caído en una creciente su jeción durante los ú ltim o s años del gobierno de Carlom agno, deflacionistas y desgarrados por la guerra, fue ahora 29 Boussard, The civilization of Charlemagne, pp. 227-9; L. Musset, Les invasions. Les second assaut contre l’Europe chrétienne, París, 1965, páginas 158-65 [Las invasiones. E l segundo asalto contra la Europa cristiana, Barcelona, Labor, 1968].
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definitivam ente arrojado a una condición de servidum bre generalizada. El afincam iento de los toneles y terratenientes locales en las provincias por m edio del naciente sistem a de feudos y la co n so lid a c ió n de sus dom inios y de su señorío sobre el cam p esin ad o serían los cim ien tos del feudalism o que lentam ente se solid ificó por toda Europa en los dos siglos siguientes.
SEGUNDA PARTE I.
EUROPA OCCIDENTAL
1.
EL MODO DE PRODUCCIÓN FEUDAL
E l m odo de producción feudal que apareció en Europa occidental se caracterizaba por una unidad com pleja. Con frecuencia, las definiciones tradicionales del feudalism o han dado cuenta de este hecho sólo parcialm ente, con el resultado de que es d ifícil realizar un análisis de la dinám ica del desarrollo feudal. El feudalism o fue un m odo de producción dom inado por la tierra y por la econom ía natural, en el que ni el trabajo ni los p roductos del trabajo eran m ercancías. El productor inm ediato —el cam pesino— estab a unido a los m edios de producción —la tierra— por una relación social específica. La fórm ula literal de esta relación la proporciona la d efinición legal de la servidum bre: glebae adscripti, o adscritos a la tierra; esto es, los siervos tenían una m ovilidad jurídicam ente lim ita d a 1. Los cam pesinos que ocupaban y cultivaban la tierra no eran sus propietarios. La propiedad agrícola estaba controlada privadam ente por una cla se de señores feudales, que extraían un plusproducto del cam pesinado por m edio de relaciones de com pulsión político-legales. E sta coerción extraeconóm ica, que tom aba la form a de p restaciones de trabajo, rentas en especie u obligaciones consuetudinarias del cam pesino hacia el señor, se ejercía tanto en la reserva señorial, vinculada directam ente a la persona del señor, com o en las tenencias o parcelas cultivadas por el cam pesino. Su resultado necesario era una amalgama jurídica de explotación econ óm ica con autoridad política. E l cam pesin o estab a su jeto a la ju risd icción de su señor. Al m ism o tiem po, los derechos de propiedad del señor sobre su 1 Cronológicamente, esta definición legal apareció mucho después del fenóm eno fáctico que designaba. Fue una definición inventada por los juristas del Derecho romano en los siglos XI y XII y popularizada en el siglo XIV. Véase Marc Bloch, Les charactères originaux de l’histoire rurale française, París, 1952, pp. 89-90 [La historia rural francesa: caracteres originales, Barcelona, Crítica, 1978]. Encontraremos repetidos ejemplos de este retraso en la codificación jurídica de las relaciones económicas y sociales.
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tierra eran norm alm ente só lo de grado: el señor recibía la investidura de sus derechos de otro noble (o nobles) superior, a quien tenía que prestar servicios de caballería, e sto es, provisión de una ayuda m ilitar eficaz en tiem p o de guerra. En otras palabras, recibía sus tierras en calidad de feudo. A su vez, el señor ligio era frecuentem en te vasallo de un superior fe u d a l2, y la cadena de esas tenencias dependientes vinculadas al servicio m ilitar se extendía hacia arriba h asta llegar al p unto m ás alto del sistem a —en la m ayoría de los casos, un m onarca— , de quien, en últim a instancia, toda la tierra podía ser en principio dom inio em inente. A com ienzos de la época m edieval, los vínculos interm edios característicos de esa jerarquía feudal, entre el sim ple señorío y la m onarquía soberana, eran la castellanía, la baronía, el condado y el principado. La con secuencia de tal sistem a era que la soberanía p olítica nunca se asentaba en un so lo centro. Las funciones del E stado se desintegraban en una distribución vertical de arriba abajo, precisam ente en cada uno de los niveles en que se integraban por otra parte las relaciones políticas y económ icas. E sta parcelación de la soberanía era consustancial a todo el m odo de producción feudal. De ahí se derivaron tres características estructurales del feudalism o occidental, todas ellas de una im portancia fundam ental para su dinám ica. En prim er lugar, la supervivencia de las tierras com unales de las aldeas y de los alodios de los cam pesinos, los cuales, procedentes de los m odos de producción prefeudales, aunque no generados por el feu d alism o tam poco eran incom patibles con él. La d ivisión feudal de soberanías en zonas particularistas con fronteras superpuestas, y sin ningún centro de com petencia universal, siem pre perm itía la existencia de entidades corporativas «alógenas» en sus in tersticios. Y así, aunque la clase feudal intentara de vez en cuando im poner la norm a de nulle t erre sans seigneur, en la práctica nunca lo consiguió en ninguna form ación social feudal: las tierras com unales — dehesas, prados y b osques— y los alodios dispersos siem pre fueron un sector im portante de la autonom ía y la re2 El homenaje ligio era técnicamente una forma de homenaje que tenía primacía sobre todos los demás en aquellos casos en que un vasallo debiera fidelidad a muchos señores. En la práctica, sin embargo, los señores ligios se hicieron muy pronto sinónimos de cualquier superior feudal, y el homenaje ligio perdió su primigenia y específica distinción, Marc Bloch, Feudal society, Londres, 1962, pp. 214-18 [La sociedad feudal, México, u t e h a , 1958].
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sisten cia cam pesinas, con decisivas consecuencias para la productividad agraria t o t a l3. A dem ás, dentro del m ism o sistem a señorial, la estructura escalon ada de la propiedad quedaba expresada en la característica división de las, tierras entre el d om inio del señor, organizado d irectam ente por sus adm inistradores y cu ltivad o por su s villan os, y las parcelas de los cam p esin o s, de las que recibía un p lu sp rod u cto com plem entario, p ero cuya organización y con trol de la producción estaba en m anos de lo s prop ios v illa n o s 4. Así p ues, n o existía una concentración sen cilla y horizontal de las dos clases b ásicas de la econom ía rural en un a so la y h om ogénea form a de propiedad. D entro del señorío, las relaciones de produ cción estaban m ediadas a través de un esta tu to agrario dual. P or otra parte, existía a m en ud o una nueva disyunción entre la ju sticia a la que estaban som etid os los siervos en los tribunales señoriales [ manorial] de su señ or y las ju risd iccion es señoriales [ seigneurial] del señ orío territorial. Los señ oríos n o coincidían norm alm ente con cada aldea, sin o que estab an d istribuidos entre varias de éstas; de ahí que, a la inversa, en cualquier aldea estuvieran entrem ezclados un a m u ltitu d de dom inios señoriales de diferen tes señ o res. P or en cim a de e ste enm arañado laberinto ju3 Engels siem pre subrayó correctam ente las consecuencias sociales de las com unidades de aldea, integradas por las tierras comunales y el sistem a de rotación trienal, para la condición del campesinado medieval. E sto fue, afirmó en E l origen de la fam ilia, la propiedad privada y el E stado, lo que dio «a la clase oprimida de los cam pesinos, hasta bajo la más cruel servidumbre de la Edad Media, una cohesión local y una fuerza de resistencia que no tuvieron a su disposición los esclavos de la Antigüedad y n o tiene el proletariado moderno», Marx-Engels, Selected w orks, Londres, 1968, p. 575 [O bras escogidas, Madrid, Akal, 1975, I I , páginas 323-4]. Basándose en la obra del historiador alemán Maurer, Engels creía equivocadam ente que esas comunidades, cuyo origen remontaba hasta los comienzos de la Edad Oscura, eran «asociaciones de marcas» cuando, en realidad, éstas fueron una innovación de finales de la Edad Media, que aparecieron por vez primera en el siglo XIV . Pero este error no afecta a lo esencial de su argumento. 4 Los señoríos medievales tuvieron una estructura variable según el equilibrio relativo que en ellos existió entre esos dos componentes. En un extremo había [unas pocas] fincas consagradas por completo a la reserva señorial, tales com o las «granges» cistercienses cultivadas por legos; en el otro extremo había también algunas fincas arrendadas por com pleto a cam pesinos arrendatarios. Pero el tipo más extendido fue siempre una combinación de dom inio señorial y tenencias en diversas proporciones: «Esta com posición bilateral del señorío y de sus rentas siempre fue la verdadera nota distintiva del señorío típico», M. M. Postan, The m ediaeval econom y and society, Londres, 1972, pp. 89-94.
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rídico se situaba n orm alm ente la haute ju stice de los señoríos territoriales, cuya zona de com p etencia era geográfica y no cocorrespondiente a los d o m in io s5. La clase cam pesina de la que se extraía el plusprod u cto en este sistem a habitaba, pues, un m undo social de p reten sion es y poderes superpuestos, cuyas diversas y plurales «instancias» de explotación creaban latentes intersticios y discrepancias, im p osibles en un sistem a jurídico y econ óm ico m ás unificado. La coexistencia de las tierras com unales, alodios y parcelas, con el propio dom inio señorial, era constitutiva del m odo de producción feudal en Europa occidental y tuvo consecu encias fundam entales para su desarrollo. En segundo lugar, e in clu so m ás im portante que lo anterior, la parcelación de soberanías produjo en Europa occidental el fenóm eno de la ciudad m edieval. Una vez m ás, la génesis de la producción m ercantil urbana n o debe situarse dentro del feudalism o com o tal, porque evid en tem ente es anterior a él. Sin em bargo, el m od o de producción feudal fue el p rim e ro que le perm itió un desarrollo a u tó n o m o en el m arco de una econom ía natural agraria. El hecho de que las m ayores ciudades m edievales nunca pudieran rivalizar en m agnitud con las de los im perios de la Antigüedad, o de Asia, ha ocultado frecuentem ente la verdad de que su función dentro de la form ación social era m ucho m ás avanzada. E n el Im perio rom ano, con su elaborada civilización urbana, las ciudades estaban subordinadas al dom inio de los terraten ien tes nob les que vivían en ellas, pero no de ellas. En China, las vastas aglom eraciones de las provincias estaban controladas p or los burócratas m andarines que residían en un d istrito esp ecial separado de toda actividad com ercial. Por el contrario, las paradigm áticas ciudades m edievales de Europa, q ue ejercían el com ercio y la m anufactura, eran com unas autogobernadas, que gozaban de una autonom ía corporativa, p olítica y m ilitar resp ecto a la nobleza y a la Iglesia. Marx vio esta d iferencia con toda claridad y la expresó de form a m em orable: «La h istoria antigua clásica es historia urbana, pero de ciudades basadas sobre la propiedad de la tierra y la 5 Hay un excelente análisis de los rasgos básicos de este sistem a en B. H. Slicher van Bath, The agrarian h istory of W estern Europe, Londres, 1963, pp. 46-51 [H istoria agraria de Europa occidental, Barcelona, Península, 1974]. Do nde no había señoríos territoriales, como en la mayor parte de Inglaterra, los diversos señoríos que existían dentro de una misma aldea daban a la comunidad campesina un margen considerable para su autorregulación; véase Postan, The m ediaeval economy and society, p. 117.
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agricultura; la historia asiática es una especie de unidad indiferente de ciudad y cam po (en este caso, las ciudades verdaderam ente grandes deben ser consideradas m eram ente com o campam ento señorial, com o una superposición sobre la estructura propiam ente económ ica); la Edad Media (época germ ánica) surge de la tierra com o sede de la historia, historia cuyo desarrollo posterior se convierte luego en una contraposición entre ciudad y cam po; la [h isto ria ] m oderna es urbanización del cam po, no, com o entre los antiguos, ruralización de la ciu d a d » 6. Así pues, la oposición dinám ica entre ciudad y cam po sólo fue posible en el m odo de producción feudal: oposición entre una econom ía urbana de crecien te intercam bio m ercantil, controlada por m ercaderes y organizada en grem ios y corporaciones, y una econom ía rural de intercam bio natural, controlada por nobles y organizada en señoríos y parcelas, con enclaves cam pesinos com unales e individuales. N o es p reciso decir que la preponderancia de esta últim a era enorm e: el m odo de producción feudal fue aplastantem ente agrícola. Pero sus leyes de m ovim iento, com o verem os, estaban regidas por la com p leja unidad de sus diferentes zonas y n o por el sim ple predom inio del señorío. Por últim o, en el vértice de toda la jerarquía de dependencias feudales siem pre hubo una oscilación y una am bigüedad intrínsecas. La «cúspide» de la cadena era en algunos aspectos im portantes su eslab ón m ás débil. E n principio, el m ás alto nivel de la jerarquía feudal en cualquier territorio de Europa occidental era necesariam ente distin to, no en especie, sin o sólo en grado, de los niveles subordinados de señoríos situados por debajo de él. D icho de otra form a, el m onarca era un soberano feudal de sus vasallos, a quienes estaba ligado por vínculos recíprocos de fidelidad, y no un soberano suprem o situado por encim a de sus súbditos. Sus recursos econ óm icos residían casi exclusivam ente en sus dom inios personales com o señor, y sus llam adas a sus vasallos tenían una naturaleza esencialm ente m ilitar. N o tenía acceso p olítico directo al con ju n to de la población, ya que la jurisdicción sobre ésta estaba m ediatizada por innum erables niveles de subinfeudación. El m onarca, en efecto, sólo era señor de sus propios dom inios; en el resto era en gran m edida una figura cerem onial. El m od elo puro de este sistem a, en e l que el poder p o lítico estaba estratificad o hacia abajo de tal form a que 6 Karl Marx, Pre-capitalist form ations, Londres, 1964, pp. 77-8 [Elem entos fundam entales para la crítica de la economía política, Madrid, Siglo XXI, 1972, I, p. 442].
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su cim a n o conservaba ninguna autoridad cualitativam ente distinta ni plenipotenciaria, nunca existió realm ente en la Europa m ed iev a l7, porque la falta de un m ecanism o realm ente integrador en lo m ás alto del sistem a feudal, exigido por este tip o de sistem a político, suponía una am enaza perm anente a su estabilidad y supervivencia. Una fragm entación com p leta de la soberanía era incom patible con la unidad de clase de la propia nobleza, porque la anarquía potencial que im plicaba suponía necesariam ente la dislocación de todo el m odo de producción en el que se basaban sus privilegios. Había, pues, una contradicción interna en el feudalism o entre su esp ecífica y poderosa tendencia hacia una descom p osición de la soberanía y las exigencias absolutas de un centro final de autoridad en el que pudiera tener lugar un a recom posición práctica. El m od o de producción feudal de O ccidente especificó, pues, desde su origen, la soberanía: h asta cierto punto, ésta existió siem pre en un ám bito ideológico y jurídico situado m ás allá del de aquellas relaciones vasalláticas cuya cúspide podían ser los potentados ducales o condales y poseía unos derechos a los que ésto s últim os n o podían aspirar. Al m ism o tiem po, el verdadero poder real siem pre tenía que afirm arse y extenderse contra la disp osición espontánea del conjun to del sistem a p o lítico feudal, en una lucha constan te para establecer una autoridad «pública» fuera del com pacto entram ado de las ju risdicciones privadas. E l m odo de producción feudal de O ccidente se caracterizó, pues, desde su origen y en su m ism a estructura p or una ten sión y contradicción dinám icas dentro del E stado centrífugo que produjo y reprodujo orgánicam ente. 7 El Estado de los cruzados en Próximo Oriente se ha considerado con frecuencia como el más cercano a una perfecta constitución feudal. Las construcciones ultramarinas del feudalismo europeo se crearon ex nihilo en un medio extraño y asumieron, por tanto, una forma jurídica excepcionalmente sistem ática. Engels, entre otros, subrayó esa singularidad: «¿Es que el feudalismo correspondió a su concepto? Fundado en el reino de los francos occidentales, perfeccionado en Norm andía por los conquistadores noruegos, continuada su form ación por los normandos franceses en Inglaterra y en Italia meridional, se aproximó más a su concepto en Jerusalén, en el reino de un día, que en las A ssises de Jerusalem [código de Godofredo de Bouillon para el reino de Jerusalén en el siglo XI. N. del E.] dejó la más clásica expresión del orden feudal», Marx-Engels, Selected correspondence, Moscú, 1965, p. 484 [C orrespondencia, Buenos Aires, Cartago, 1973, p. 422]. Pero incluso en el reino de los cruzados las realidades prácticas nunca correspondieron a la codificación legal de sus juristas baroniales.
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E ste sistem a p o lítico im p o sib ilitó necesariam ente la aparición de una exten sa burocracia y dividió funcionalm ente de una nueva form a al d om in io de clase. Porque, p or una parte, la parcelación de la soberanía en la Europa de la Alta Edad Media condujo a la form ación de un orden id eológico com pletam ente separado. La Iglesia, que en la A ntigüedad tardía siem pre había esta d o directam en te integrada en la m aquinaria del Estado im perial y subordinada a ella, ahora se convirtió en una in stitu ció n em in en tem en te autónom a dentro del sistem a p olítico feudal. Al ser la ú nica fu en te de autoridad religiosa, su dom in io sob re las creencias y lo s valores de las m asas fue inm enso, pero su organización eclesiá stica era diferente a la de cualquier m onarquía o n ob leza secular. D ebido a la dispersión de la coerción, que era in trín seca al naciente feu d alism o occidental, la Iglesia p ud o defender, cuando fu e necesario, sus intereses corporativos desd e un red u cto territorial y por m edio de la fuerza arm ada. Los co n flicto s in stitu cion ales entre los señoríos laicos y religiosos fueron, pu es, endém icos en la época m edieval y su resultado fue una escisió n en la estructura de la legitim id ad feudal, cuyas co n secu en cias cu lturales para el p osterior desarrollo in telectual habrían d e ser considerables. Por otra parte, el propio gob iern o secu lar se redujo de form a notable a un nuevo m olde y se convirtió esen cialm en te en el ejercic io de la «justicia», q ue b ajo el feud alism o ocupó una p osición funcional co m p letam en te d istin ta de la que hoy tiene bajo el capitalism o. La ju sticia era la m odalidad central del poder p olítico, especificada com o tal p or la m ism a naturaleza del sistem a p olítico feudal. Com o ya h em os visto, la jerarquía feudal pura excluía toda form a d e «ejecutivo», en el m oderno sentid o d e un aparato ad m inistrativo p erm anente del E stado para im poner el cu m p lim ien to de la ley, ya que la parcelación de la soberanía lo hacía innecesario e im p osible. Al m ism o tiem po, tam poco había esp acio para un «legislativo» del tip o posterior, debido a que el orden feudal n o p o seía ningún con cep to general de innovación política p or m ed io de la creación de nuevas leyes. Los m onarcas cum plían su fu n ción conservando las leyes tradicionales, p ero no inventando otras nuevas. Así, durante cierto tiem po, el poder p o lítico llegó a esta r prácticam ente identificado con la sola fu nción «judicial» de in terp retar y aplicar las leyes existen tes. Por otra parte, ante la falta de una burocracia pública, la coerción y la adm in istración locales —los poderes de policía, de im poner m ultas, recaudar peajes y hacer cum plir las leyes— se añadieron in evitab lem ente a la función judicial.
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Por tanto, siem pre es n ecesario recordar que la «justicia» m edieval incluía realm ente un abanico m ucho m ás am plio de actividades que la ju sticia m oderna, debido a que ocupaba estructuralm ente una p osición m ucho m ás central dentro del sistem a político global. La ju sticia era el nom bre ordinario del poder.
2.
TIPOLOGÍA DE LAS FORMACIONES SOCIALES
H asta aquí h em os analizado la génesis del feudalism o en Europa occidental com o una sín tesis de elem entos liberados por la convergente disolución de los m odos de producción p rim itiv o com unal y esclavista. H em os esbozado después la estructura constitutiva del m odo de producción feudal desarrollado com o tal en O ccidente. Queda ahora por m ostrar brevem ente de qué form a la naturaleza intrínseca de esta síntesis produjo una tipología variada de form aciones sociales en la época m edieval, ya que el m odo de producción que acabam os de esbozar nunca existió en «estado puro» en ninguna parte de Europa, del m ism o m odo que tam poco existiría m ás adelante el m odo de producción capitalista. Las form aciones sociales concretas de la Europa m edieval siem pre fueron sistem as com plejos, en los que sobrevivieron y se entrem ezclaron con el feu dalism o propiam ente dicho otros m odos de producción: los esclavos, por ejem plo, existieron durante toda la Edad Media, y los cam pesinos libres nunca fueron liquidados por com pleto en parte alguna durante la Edad Oscura. Así pues, es esencial analizar, aunque sea m uy rápidam ente, la diversidad del m apa del feud alism o occidental tal com o se presentó a partir del siglo IX . Las historiadoras soviéticas Liublinskaia, Gutnova y Udaltsova han propuesto correctam ente una clasificación tripartita1. En efecto, la región central del feudalism o europeo fue aquella en la que tuvo lugar una «sín tesis equilibrada» de elem entos rom anos y germ ánicos, esen cialm en te el norte de Francia y sus 1 A. D. Liublinskaia, «Tipologiia Rannevo Feodalizma v Zapadnoi Evrope i Problema Romano-Germanskovo Sinteza», Srednie Veka, fasc . 31, 1968, pp. 9-17; Z. V. Udaltsova y E. V. Gutnova, «Genezis Feodalizma V Stranaj Evropy», 13th W orld Congress of H istorical Sciences, Moscú, 1970. El problema de una tipología fue planteado anterior y brevemente por Porshnev en su Feodalizm i N arodni Massi, citado más arriba, pp. 507-18. El artículo de Udaltsova y Gutnova es serio y minucioso, aunque no siempre puedan aceptarse sus particulares conclusiones. Las autoras consideran al Estado bizantino de comienzos de la Edad Media como una de las variantes del feudalism o, con una seguridad que es difícil compartir.
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zonas lim ítrofes, esto es, el corazón del Im perio ca r o lin g io 2. Al sur de esta zona, en Provenza, Italia y E spaña la disolución y recom binación de los m odos de producción bárbaro y antiguo tuvo lugar b ajo el legado dom inante de la Antigüedad. Al norte y al este, en Alemania, Escandinavia e Inglaterra, donde el dom inio rom ano nunca había llegado o só lo había echado pequeñas raíces, se produjo por el contrario, una lenta transición hacia el feud alism o b ajo el predom inio indígena de la herencia bárbara. La sín tesis «equilibrada» generó el feudalism o de form a m ás rápida y com pleta y produjo su form a clásica, que a su vez tuvo un gran im pacto sob re zonas exteriores con un sistem a feudal m enos articu la d o 3. Aquí fu e donde apareció por vez prim era la servidum bre, donde se desarrolló un sistem a señorial, donde la ju sticia señorial fue m ás profunda y, en fin, la subinfeudación jerárquica fue m ás tupida. Por su parte, los su b tipos del norte y del sur se distinguieron sim étricam en te por la presencia de fuertes vestigios de sus resp ectivos m odos de producción anteriores. En Escandinavia, A lem ania y la Inglaterra anglosajona, un cam pesinado alodial con fuertes instituciones com unales m antuvo, hasta m ucho después del com ienzo de una diferenciación jerárquica estab le en la sociedad rural, el desarrollo de los vínculos de dependencia y la consolidación en una aristocracia terrateniente de los guerreros de clan. La servidum bre n o se introdujo en Sajonia h asta los siglos XII y XIII y en sen tid o estricto nunca se estab leció en Suecia. Por otra parte, en Italia y en las regiones adyacentes la civilización urbana de la Antigüedad tardía nunca desapareció por com pleto, y a partir del siglo X floreció una organización política m unicipal, m ezclada con el poder eclesiá stico allí donde la Iglesia había heredado la posición del viejo patriciado senatorial, a la vez que las concepciones legales rom anas sobre la propiedad com o algo libre, heredable y alienable definieron 2 Para una reciente tentativa de identificar cinco subtipos regionales dentro del feudalism o que apareció en la Galia posbárbara, véase A. Ya. Shevelenko, «K Tipologii Genezisa Feodalizma», V oprosy Istorii, enero de 1971, pp. 97-107. 3 La expansión de las relaciones feudales por toda Europa siempre fue topográficamente desigual dentro de cada una de las principales regiones. Las zonas montañosas ofrecieron en todas partes resistencia a la organización señorial, que era intrínsecamente difícil de im poner y poco rentable de mantener en las altiplanicies rocosas y estériles. De ahí que las montañas tendieran a conservar bolsas de comunidades cam pesinas pobres pero independientes, económica y culturalmente más atrasadas que las llanuras señorializadas y capaces de defender m ilitarmente sus magras fortalezas.
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d esde el prin cip io las norm as feu dales sobre la tie r r a 4. El m apa del tem prano feu d alism o europeo com prendía, pues, esencialm ente, tres zonas que se exten dían de n orte a sur, delim itadas a grandes rasgos p or la densidad resp ectiva de alodios, feudos y ciudades. E n este m arco es p o sib le esbozar ahora algunas de las principales diferencias que existía n entre las principales form acion es sociales de Europa occid ental en esta época y que tendrán con frecuencia im portan tes rep ercu sion es ulteriores. En cada u n o de e sto s casos, n u estro o b jetiv o principal será el m odelo de las relaciones rurales de p roducción, la exten sión de los enclaves urbanos y, esp ecialm en te, el tip o de E stad o p o lítico que surgió en la Alta E dad M edia. E ste ú ltim o o b jetivo estará dom inado in evitablem en te p or e l estu d io de los orígenes y vicisitudes de la m onarquía en lo s d iversos p aíses de Europa occidental. Francia, al ser la patria central del feudalism o europeo, puede estu d iarse con relativa brevedad. En efecto, el norte de Francia siem p re se a ju stó al arqu etíp ico sistem a feudal m ás estrecham ente que ninguna otra región del continente. E l colap so del Im p erio carolin gio en el siglo IX fue seguido p or un to rb ellin o de guerras internas y de invasiones nórdicas. En m ed io de la anarquía y la inseguridad generales tu vo lugar una universal fragm entación y localización del p oder nobiliario, que se concentró progresivam ente a lo la rg o de todo el país en fortalezas y castillo s selecto s en unas con d iciones que aceleraron la dependencia de un cam p esinad o exp u esto a la constante am enaza de las rapiñas vikingas o m u su lm a n a s5. En esta época inhóspita, el poder feudal se pegó, p ues, a la tierra con una fuerza singular. Las severas ju risd iccio n es señoriales sobre una m asa rural caída en servidum bre, que había perdido todos sus tribunales populares, prevalecieron prácticam ente por doquier, aunque el sur, donde fu e m ayor la im pronta de la Antigüedad, quedó algo m enos feudalizado, con una m ayor proporción de tierras nob les p oseíd as d irectam en te y no com o feudo y con 4 Los alodios germánicos siempre fueron diferentes de la propiedad romana, ya que al ser una forma de transición entre la propiedad comunal e individual de la tierra en las aldeas constituían un tipo de propiedad privada sujeto todavía normalmente a obligaciones y ciclos consuetudinarios dentro de la comunidad y no eran libremente alienables. 5 La descripción de esta época realizada por Bloch en la primera parte de La société féodale es justam ente célebre. Para la expansión de los castillos, véase Boutruche, Seigneurie et féodalité, II, París, 1970, páginas 31-9.
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una superior población cam pesina n o dependiente6. El carácter m ás orgánico del feu d alism o del norte le aseguró la iniciativa económ ica y p olítica durante toda la Edad Media. Sin em bargo, a finales del sig lo X y principios del XI el m odelo general francés form aba una jerarquía feudal insólitam ente extensa, construida de abajo arriba, a m enudo con m últiples v ínculos de subinfeudación. E l com plem ento de este sistem a vertical era una extrem a división territorial. A finales del siglo X había m ás de 50 d ivisiones p olíticas diferentes en el conju n to del país. Seis grandes poten tados ejercían un poder provincial autónom o: los duques o condes de Flandes, N orm andía, Francia, Borgoña, A quitania y T oulouse. El ducado de Francia fue el que finalm ente proveyó el n ú cleo para la construcción de una nueva m onarquía francesa. Inicialm en te confinada a un débil enclave en la región de Laon-París, la casa real capeta consolidó lentam ente su base y afianzó progresivam ente los derechos de soberanía sobre los grandes ducados a fuerza de agresión m ilitar, ayuda clerical y alianzas m atrim oniales. Los prim eros grandes arquitectos de su poder fueron Luis VI y Sigerio, que pacificaron y unificaron el propio ducado de Francia. El auge de la m onarquía capeta en los siglos XII y XIII estu v o acom pañado por un notable progreso económ ico, con extensas roturaciones de tierra tanto en el dom inio real com o en los de sus vasallos ducales y condales, y con la aparición de florecien tes com unas urbanas, particularm ente en el lejan o n orte. El reinado de Felipe Augusto a com ienzos del siglo XIII fue d ecisivo para el establecim iento del poder m onárquico com o un verdadero reino sobre los ducados: N orm andía, Anjou, M aine, Turena y Artois fueron anexionados al dom inio real, que triplicó su extensión. La inteligente adhesión de las ciudades del n orte reforzó todavía m ás el poder m ilitar de los Capetos. Sus soldados y sus transportes fueron los que aseguraron la decisiva victoria francesa sobre las fuerzas angloflam encas en B ouvines en el año 1212, m om ento crucial en las luchas p olíticas internacionales de la época. Luis V III, su cesor de Felipe Augusto, to m ó triunfalm ente la m ayor parte del Languedoc y exten d ió así el dom inio capeto h asta el Medi6 Esta configuración estuvo acompañada por la mayor supervivencia de la esclavitud en el sur de Francia durante toda la Edad Media: para el tráfico renovado de esclavos a partir del siglo XIII, véase Verlinden, L’esclavage médiéval, I, pp. 748-833. Como veremos más adelante, hay una repetida correlación entre la presencia de esclavos y el carácter incompleto de la servidumbre en diferentes regiones de la Europa feudal.
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terráneo. Para adm inistrar las tierras directam ente bajo el control real se creó un funcionariado relativam ente am plio y leal de baillis y séneschaux. Sin em bargo, el tam año de esta burocracia era un índice no tanto del poder intrín seco de los reyes franceses cuanto de los problem as a los que se enfrentaba toda adm inistración unitaria del p a í s 7. La peligrosa conversión de las regiones recién adquiridas en infantazgos controlados por príncipes capetos m enores era tan sólo otro signo de las dificultades inherentes a esta tarea, porque m ientras tanto subsistía el poder independiente de los m agnates de las provincias y tenía lugar una fortificación sim ilar de sus aparatos adm inistrativos. El p ro ceso básico que se produjo en Francia fue, pues, una lenta «centralización concéntrica», en la que el grado de control real ejercid o desde París era todavía m uy precario. Después de las victorias de Luis IX y de Felipe el H erm oso, esta inestabilidad interna se hizo dem asiado evidente. En las prolongadas guerras civiles de los próxim os tres siglos (guerra de los Cien Años y guerras de religión) el arm azón de la unidad feudal francesa fue repetida y peligrosam ente rasgado, sin que nunca llegara a dividirse definitivam ente. E n Inglaterra, por el contrario, los conquistadores norm andos im portaron del exterior un feudalism o centralizado y lo im plantaron sistem áticam en te desde arriba en una tierra com pacta, que sólo tenía un cuarto de la extensión de Francia. La form ación social anglosajona, que sucum bió an te la invasión norm anda, había con stitu id o el ejem plo europeo m ás desarrollado de una transición potencialm ente «espontánea» de una sociedad germ ánica a una form ación social feudal, no afectada por ningún im pacto directo de Rom a. N aturalm ente, Inglaterra se había visto profundam ente afectada desde el siglo IX por las invasiones escandinavas. En los siglos VII y VIII, las sociedades locales anglosajonas habían evolucionado lentam ente hacia unas jerarquías sociales consolidadas, con un cam pesinado subordinado pero sin una unificación política de las isla y sin un gran desarrollo urbano. A partir del año 793, los crecientes ataques noruegos y daneses m odificaron gradualm ente el ritm o y la dirección de este desarrollo. La ocupación escandinava —en el siglo IX de la m itad de Inglaterra y, después, su conquista e integración plena en un im perio del m ar del N orte a co7 Para el sistem a adm inistrativo de los Capetos, véase Charles PetitDutaillis, Feudal m onarchy in England and France, Londres, 1936, páginas 233-58.
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m ienzos del siglo X I— tuvo un doble e fecto sobre la sociedad anglosajona. La colonización nórdica favoreció generalm ente la aparición de ciudades y estableció com unidades cam pesinas libres en las regiones de m ás densa inm igración. Al m ism o tiem po, la p resión m ilitar vikinga produjo en el con ju n to de la isla unos procesos sociales parecidos a los que tuvieron lugar en el continente en la época de los grandes barcos: la constante inseguridad rural condujo a un auge de la encom endación y a una creciente degradación del cam pesinado. E n Inglaterra, la carga económ ica de los señores locales sobre la población rural se com binó con los im puestos exigidos p or el rey para la defensa, con o b jeto de que los anglosajones resistieran o aplacaran la agresión danesa, que constituyeron el prim er im puesto regular —los geld m o neys— recaudado en E uropa occidental a finales de la Edad O scu ra8. A m ediados del sig lo X I ya se había liquidado el dom inio escandinavo y restaurado un reino anglosajón recien tem ente unificado. E n esta época, los cam pesinos eran por lo general arrendatarios sem id ep en d ien tes, excepto en las zonas nordorientales de la antigua colonización danesa, donde abundaban las parcelas alodiales d e s o k e m e n * . Todavía existían esclavos, que com prendían alrededor del 10 por cien to de la m ano de obra y eran econ óm icam en te m ás im portantes en las lejanas regiones occid en tales, donde la resisten cia celta a la conquista anglosajona había sido m ás larga y donde los esclavos ascendían a un q uinto o m ás de la población total. Una aristocracia local de th eg n s* * dom inaba la estructura social rural y explotaba fincas de tip o protoseñor ia l9. La m onarquía poseía un sistem a adm inistrativo relativam ente avanzado y coordinado, con im puestos, m oneda y ju sticia reales im plantados efectivam ente en tod o el país, aunque, por otra parte, no se había estab lecid o un sistem a fijo de su cesión dinástica. Pero la fundam ental debilidad exterior de este reino isleñ o fue la carencia de aquel vínculo estructural entre la propiedad de la tierra y el servicio m ilitar que con stitu yó e l fun8 Loyn, Anglo-Saxon England and the N orm an conquest, pp. 139, 195-7, 305, 309-14. * sokem en: arrendatarios obligados a la prestación de diversos servicios, excepto de caballería. ** thegns: quienes recibían tierras del rey por los servicios militares; jefes de clan, barones. 9 E. John insiste, quizá con demasiada fuerza, en los poderes políticos de esta nobleza: «English feudalism and the structure of Anglo-Saxon society», Bulletin of the John R ylands Library, 19634, pp. 1441.
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d am ento del sistem a con tin ental de feu d os10. Los thegns eran una infantería nobiliaria, que entrab a en batallas libradas todavía arcaicam ente a pie. E l ejército anglosajón era, pues, una m ezcla de housecarls (m iem bros del séq u ito m ilitar del rey) y f y r d s (m ilicia popular), que n o podían c on la caballería norm anda acorazada, punta de lanza m ilitar de una sociedad feudal m uch o m ás plen am en te desarrollada en los m árgenes de las tierras francesas, donde el v ín cu lo entre la propiedad territorial y el servicio ecu estre había sid o durante m ucho tiem po el eje del orden social. E vid en tem en te, los propios norm andos eran invasores n órd icos que se habían asentado y fundido en el norte de Francia só lo un sig lo an tes. La con q u ista norm anda, que fue resultado del d esarrollo desigual de dos com unidades bárbaras enfrentadas m utuam ente a través del canal, una de las cuales había exp erim en tad o una fusión «rom ano-germ ánica», generó, pu es, en Inglaterra una sín tesis «tardía» de dos form aciones sociales relativam en te avanzadas. El resultado fue la peculiar com b in ación de un E sta d o altam ente centralizado y de una resisten te ju sticia popular, que a partir de entonces caracterizó a la Inglaterra m edieval. Inm ediatam en te desp ués de su victoria, G uillerm o I procedió a una distrib ución planificada y sistem á tica de unos 5.000 feudos co n o b jeto de ocupar y so m eter al país. C ontrariam ente a los h ábitos con tinen tales, los sub vasallos tenían que jurar lealtad n o só lo a su s señores in m ediatos, sin o tam bién al propio 10 Henry Loyn, The N orm an conquest, Londres, 1965, pp. 76-7, y G. O. Sayles, The m ediaeval foundations of England, Londres, 1964, pp. 210, 225. Por lo general, ambos tienden a minimizar la distancia política entre las form aciones sociales anglosajona y anglonormanda. Es curioso que Sayles rinda homenaje al legado de Freeman com o fuente de inspiración de la investigación moderna. El racismo extremo de Freeman es, naturalmente, digno de tenerse en cuenta: los africanos eran «monos horribles»; los judíos y los chinos, «sucios extranjeros», m ientras que los normandos eran parientes teutónicos de los sajones «que habían ido a la Galia para cubrirse con un barniz francés y fueron a Inglaterra pava quedar limpios de nuevo» (sic); para documentación, véase M. E. Bratchel, E dw ard A ugustus Freeman and the Victorian interpretation of the N orm an conquest, Ilfracombe, 1969. Pero todo eso puede ignorarse tácitam ente porque su mensaje central, el drama m ísticam ente ininterrumpido de la historia inglesa, a diferencia de la del continente europeo, con sus rupturas revolucionarias, todavía es amplia y fervorosamente creído. Los acariciados m otivos ideológicos de la inviolada «continuidad» de Inglaterra desde el siglo X al XX vuelven con insistencia onírica a la mayor parte de la historiografía local. Loyn termina su serio y útil libro con el típico artículo dé fe: «En el campo de las instituciones, la continuidad es el tem a esencial de la historia inglesa», The Norman conquest, página 195.
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m onarca, donante ú ltim o de toda la tierra. Los reyes norm andos explotaron todavía m ás los restos prefeudales de la form ación social anglosajona para reforzar su Estado: la m ilicia popular se añadió en algunas o casion es a la convencional hueste m edieval y a las tropas de p a la c io 11; pero todavía fue m ás im portante que, adem ás de las rentas devengadas por las grandes propiedades reales y la exacción de las cargas feudales, se siguiera recaudando el im p u esto tradicional de defensa, el danegeld, fenóm eno extraño al sistem a ortodoxo de ingresos de una m onarquía m edieval. E n esta época, el E stado anglonorm ando representaba, pues, el sistem a in stitucional m ás u n ificado y sólido de E uropa occidental. E l régim en señorial m ás desarrollado se estab leció princip alm ente en el sur y en el surcentro del país, donde la eficacia de la explotación señorial aum entó n otablem en te con la intensificación de las prestaciones de trabajo personal y la evid en te degradación del cam pesinado local. En el resto del p aís quedaron extensas zonas de pequeñas p ropied ades, gravadas sólo levem ente con obligaciones feudales y habitadas por una población rural que se libró de una inm ediata situ ación servil. Sin em bargo, la tendencia a la servidum bre general era inconfundible. En los cien años siguientes, bajo las d inastías norm anda y angevina, se produjo una progresiva igualación hacia abajo de la condición jurídica del cam pesinado inglés, h asta que e n el siglo X II los villani y los nativi form aron una sola clase de siervos. Por otra parte, dada la com pleta desaparición del derecho rom ano en Inglaterra y la ausencia de toda experiencia neoim perial del tip o carolingio, los tribunales de los shires y los hundreds* de la form ación social anglosajona — que originariam ente fueron las sedes de la ju sticia popular com unal— sobrevivieron dentro del nuevo orden. D om inados ahora, naturalm ente, por delegados reales p rocedentes de la clase señorial, constituyeron, sin em bargo, un sistem a de ju sticia «pública» algo m enos im placable con los pobres que la ju risd icción privada señorial que 11 Para algunos estudios del sistem a militar posterior a la conquista, véase J. O. Prestwich, «Anglo-Norman feudalism and the problem of continuity», Past and Present, núm. 26, noviembre de 1963, pp. 35-57, que es una crítica saludable de los m itos parroquianos y chauvinistas de la continuidad; y Warren Hollister, «1066: the feudal revolution», American H istorical R eview, vol. l x x i i i , num. 3, febrero de 1968, pp. 708-723, que ofrece un breve resum en histórico de la controversia sobre esta cuestión. * shire y hundred: divisiones territoriales de Inglaterra antes de la conquista.
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fue en todas partes la n o r m a l12. El cargo de sheriff nunca se hizo hereditario después de la purga radical efectuada por Enrique II en el siglo XII para im pedir este peligro, m ientras que la ju sticia real propiam ente dicha se extendía gracias a las assize courts* del m ism o soberano. Eran p ocas las ciudades, cualquiera que fu ese su tam año, y no gozaban de una independencia sustancial. El resultad o fue la creación de un sistem a p olítico feudal con subinfeudación lim itada y con una gran flexibilidad y unidad adm inistrativas. Alem ania ofrece el p olo opu esto a esta experiencia. Allí, las tierras de los francos orientales eran en su m ayor parte conquistas recientes del Im perio carolingio y quedaban com pletam ente fuera de las fronteras de la Antigüedad clásica. El elem ento rom ano en la final sín tesis feudal era por tanto m ucho m ás débil y estab a m ediado desde lejos por el nuevo dominio ejercid o por el E stad o carolingio sobre estas regiones fronterizas. Así, m ientras en Francia la estructura adm inistrativa de los condados coincidía con el viejo civitatus rom ano y regía un sistem a de vasallaje progresivam ente articulado, con un campesin ad o servil por debajo de él, el carácter prim itivo-com unal de la sociedad rural germ ánica —organizada legalm ente todavía sobre una base casi tribal— im posibilitaba una reproducción directa de este m odelo. Los con des que gobernaban en nom bre del em perador poseían inciertas ju risdiccion es sobre unas regiones vagam ente definidas, sin dem asiado poder real sobre los tribunales populares locales y sin un firm e apoyo en extensas p osesion es reales13. En Franconia y Lorena, contiguas al norte de Francia y parte ya del reino m erovingio, se había desarrollado una aristocracia p rotofeudal y una agricultura servil. Pero en la inm ensa m ayoría de A lem ania —Baviera, Turingia, Suabia y Sajonia— todavía existía un cam pesinado alodial libre y una nobleza de clanes federados, no organizada en ninguna red de vasallaje. El señorío germ ánico con stitu ía tradicionalm ente «un 12 Los tribunales señoriales florecieron, por supuesto, y el poder económico real de los señores ingleses ciertamente no fue menor durante la Edad Media que el de sus equivalentes continentales, com o subraya Hilton. R. H. Hilton, A m ediaeval society: The W est M idlands a t the end of. the tw elfth century, Londres, 1964, pp. 227-41. * Las assize courts eran las sesiones periódicas que se celebraban en todos los condados de Inglaterra para administrar justicia civil y criminal. 13 Sidney Painter, The rise o f the feudal monarchies, Ithaca, 1954, página 85.
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m edio co n tin u o » 14 en el que las gradaciones de rango tenían escasa sanción form al y la m ism a m onarquía no estaba investida con ningún valor especial y superior. La adm inistración im perial carolingia se im puso sobre una form ación social que carecía de las com plejas jerarquías de dependencia que estaban surgiendo en Francia; en este m ed io m ás p rim itivo su recuerdo sobrevivió por tan to m ucho m ás. Por otra parte, Alem ania n o fue azotada con la m ism a intensidad que Francia por la nueva oleada de ataques bárbaros de los siglos IX y X, ya que m ientras Francia fue asolada por los tres invasores — los vikingos, m agiares y sarracenos— , Alem ania sólo tuvo que enfrentarse a los m agiares. E stos nóm adas fueron finalm ente derrotados en Lechfeld, en el este, m ientras que en el oeste Norm andía tuvo que ser cedida a los vikingos. Alem ania se libró así de las peores tribulaciones de la época, com o habría de dem ostrar la recuperación relativam ente rápida de los O tones. Pero la herencia p olítica carolingia, m enos borrada aquí, no proporcionó ningún su stitu to duradero de una sólida jerarquía señorial. Y así, con el colap so de la propia dinastía, se produjo durante el siglo X algo sem ejante al vacío p o lítico en toda Alem ania. En ese vacío aparecieron m uy pronto «troncos» ducales usurpadores, de carácter tribal, que establecieron un débil control sobre las cinco principales regiones del país, Baviera, Turingia, Suabia, Franconia y Sajonia. El peligro de las invasiones m agiares indujo a estos duques rivales a elegir a un m onarca form al. A partir de entonces, la h istoria de la m onarquía alem ana habría de ser la de los intentos abortados para crear una pirám ide orgánica de lealtades feudales sobre esta in satisfactoria base. El m ás p oderoso (y no feudal) de los troncos ducales, Sajonia, proveyó la prim era dinastía que in ten tó unificar el país. M ovilizando la ayuda de la Iglesia, los soberanos oton es de Sajonia som etieron progresivam ente a sus rivales clericales y establecieron la autoridad real en toda Alem ania. Para proteger su flanco occidental, Otón I asum ió tam bién el m anto im perial que había pasado de los carolingios al d ecrép ito «reino m edio» de Lotaringia, que incluía a Borgoña y al norte de Italia. En el este, Otón I extendió las fronteras germ anas hacia los territorios eslavos y estab leció la soberanía sobre B ohem ia 14 Die H errschaftsform en gehen kontinuierlich ineinander über. Esta acertada frase fue acuñada por Walter Schlesinger, «Herrschaft und Gefolgschaft in der germanisch-deutschen Verfassugsgeschichte», B eiträge zur deutschen Verfassungsgeschichte des M ittelalters, v o l. I, Gotinga, 1963, p. 32.
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y Polonia. La «renovación» o tom an a fue id eológica y adm inistrativam ente la ú ltim a su cesora del Im perio carolingio. Com o éste, tam bién exp erim entó una revitalización cultural clasicista y reivindicó u n dom inio universal. Pero su duración habría de ser todavía m ás breve. Porque, en efecto, los éxitos de lo s O tones crearon a su vez nuevas d ificu ltad es y peligros para un E stad o germ ánico unitario. E l som etim ien to de los m agnates ducales p or la dinastía sajona se tradujo, en la práctica, en un a m era liberación de un estrato de nob les situ ados p or d eb ajo de aquéllos y, por tanto, se lim itó a desplazar hacia abajo el p roblem a de la anarquía regional. La dinastía sálica que le su ced ió en el siglo XI intentó enfrentarse a la extendida resisten cia y turbulencia aristocrática p or m ed io de la creación de una clase esp ecial de m in iste riales regios no libres, que con stitu yeron un cuerpo de castellanos y adm inistradores leales im plantados en todo el país. E ste recurso a funcionarios serviles, in vestid os con p oderosos puestos políticos, aunque sin una eq uivalente p osición social, agraciados frecu en tem en te con fincas, aunque sin privilegios vasalláticos y, en con secu encia, extraños a cualquier jerarquía nobiliaria, fueron la prueba de la continua debilidad de la función m onárquica en una form ación social que n o tenía aún ningún sistem a global de relaciones sociales feud ales en el p lan o de la aldea. En la superficie, la dinastía sálica registró algunos progresos notables hacia u n gobierno im perial centralizado: fueron suprim idas las reb elion es de la aristocracia d isidente de Sajonia, se fundó un a capital p erm anente en G oslar y se am plió enorm em en te él d om inio real. En e ste m om ento, sin em bargo, la lu cha de las Investiduras con el p ap ad o paralizó una m ayor consolidación del poder real. La lucha de G regorio V II con Enrique IV por el control de los nom bram ientos episcopales desen cadenó la guerra civil generalizada en Alem ania, ya que la nobleza local aprovechó la oportunidad para levantarse contra el em perador con las b end iciones papales. Durante los cincuenta años de lucha continua tuvo lugar en A lem ania un gran cam bio social: en esa situación de im placables depredaciones, anarquía y v iolen cia social, la aristocracia germ ana destrozó la base alodial de la p ob la ció n libre n o noble, que siem pre había predom inad o en Sajonia y Turingia y que había ten id o una considerable presen cia en B aviera y Suabia. El cam pesinado fue reducido a la servidum bre a m edida que desaparecía la justicia pública y popular, se im ponían las p restacion es feudales y se in ten sificab an y codificab an las obligaciones m ilitares entre los
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m iem bros de la propia clase nobiliaria, a cuyos rangos se añadieron ahora los m inisteriales, en m edio del torbellino de la época y de las grandes transform aciones en las fam ilias tradicionales15. En el siglo X II llegó, por fin, un feudalism o cabal, retrasado durante tanto tiem po en Alem ania. Pero ese feudalism o se construyó contra la integración m onárquica del país, a diferencia de Inglaterra, donde la jerarquía social feudal fue instalada por la m onarquía norm anda, o de Francia, donde precedió a la aparición de la m onarquía y fue reorientada lentam ente en torno a ella durante el pro ceso de centralización concéntrica. Una vez ocurrido esto , los efecto s políticos fueron irreversibles. La dinastía H oh enstau fen, que surgió después de que la nueva estructura social hubo cristalizado, intentó edificar un renovado poder im perial sobre su base, aceptando la m ediatización de jurisdiccion es y las ram ificaciones de vasallaje que se habían desarrollado en Alem ania. El propio Federico I tom ó en realidad la delantera al organizar una nueva jerarquía feudal de una com plejidad y rigidez sin precedentes —el Heerschildordnung— y al crear una clase principesca a partir de sus tenentes in capite, elevándolos por encim a del resto de la nobleza al rango de R eichsfürsten 16. La lógica de esta política consistía en convertir a la m onarquía en una soberanía esp ecíficam ente feudal, abandonando toda la tradición de la adm inistración real carolingia. Sin em bargo, su com plem ento necesario era apoderarse de unos dom inios reales suficientem ente am plios para que proporcionaran al em perador una base financiera autónom a con la que hacer efectiva su soberanía. Y com o los dom inios de la fam ilia H ohenstau fen en Suabia eran absolutam ente in su ficien tes para esto y la agresión directa contra los principios germ anos no era oportuna, Federico intentó convertir a Italia del N orte —que nom inalm ente siem pre había sido feudo del Im perio— en un firm e bastión exterior del poder real m ás allá de los Alpes. Para el papado, esta activación de los vínculos que ligaban a las soberanías de Alemania e Italia entrañaba un golpe fatal a su propio poder en la península, especialm ente debido a que Sicilia, en su retaguardia, fue añadida a las p osesion es im periales por Enrique VI. La consiguiente renovación de la guerra entre el Im perio y el papado canceló finalm ente toda p osibilidad de im plantar una m onarquía im pe15 Geoffrey Barraclough, The origins of modern Germany, Oxford, 1962, páginas 136-40, es el estudio clásico. 16 Barraclough, ibid., pp. 175-7, 189-90.
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rial estable en la propia Alem ania. Con Federico II, la dinastía H ohenstaufen adquirió un carácter y una orientación esencialm ente italianizados, m ientras Alem ania era abandonada a sus propios dispositivos señoriales. D espués de otros cien años de guerra, el resultado final fue la neutralización de toda m onarquía hereditaria en el siglo XIII, cuando el Im perio se hizo definitivam ente electivo, y la conversión de Alem ania con un confuso archipiélago de principados. Si el establecim ien to del feudalism o germ ánico estuvo caracterizado y dificultado por la persistencia de instituciones tribales que se rem ontaban a la época de Tácito, la evolución del feudalism o en Italia fue abreviada y m oldeada en la m ism a m edida por la supervivencia de las tradiciones clásicas. En el siglo V I, la reconquista de la m ayor parte de la península, emprendida por los bizantinos contra los lom bardos, a pesar de la destrucción m aterial que acarreó, había ayudado a conservar aquellos vestigios durante la fase crítica de la Edad Oscura. En todo caso, el asentam iento de los bárbaros había sido relativam ente débil y, en consecuencia, Italia nunca perdió la vida urbana m unicipal que había p oseíd o durante el Im perio romano. Las principales ciudades volvieron a actuar m uy pronto como centros m ercantiles para el tráfico com ercial a través del Mediterráneo y florecieron com o puertos y centros de distribución m uy avanzados respecto a otras ciudades europeas. La Iglesia heredó buena parte de la p osición social y p olítica de la antigua aristocracia senatorial. H asta el siglo X I, los obispos fueron los habituales dirigentes adm inistrativos de las ciudades italianas. Debido al predom inio de los com ponentes romanos en la sín tesis feudal de esta zona, donde la herencia legal de Augusto y Justiniano tuvo inevitablem ente un gran peso, las relaciones de propiedad nunca se alinearon unilateralm ente con la corriente principal de los m odelos feudales. D esde los siglos oscuros, la sociedad rural siem pre fue m uy heterogénea, com binando feudos, cam pesinos propietarios libres, latifundios y terratenientes urbanos según las diversas regiones. Los señoríos propiam ente dichos habían de buscarse predom inantem ente en Lombardía y en el norte, m ientras que la propiedad territorial estaba m ás concentrada en el sur, donde los latifundios clásicos cultivados por esclavos perduraron bajo el dom inio bizantino hasta la Alta Edad M e d ia 17. Las pequeñas propiedades 17 Philip Jones, «The agrarian development of mediaeval Italy», Second International Conference of Econom ic H istory, Paris, 1965, p. 79.
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cam pesinas probablem ente eran m ás num erosas en el centro m o n ta ñ o so del país. En consecuencia, el sistem a señorial fue siem pre m ucho m ás débil en Italia que al norte de los Alpes y el auge de las com unas urbanas fue m ás tem prano y m ás im portante que en cualquier otro sitio. En un prim er m om ento, las ciudades estu vieron dom inadas por pequeños nobles feudales, b ajo el gobierno de sus obispos. Pero a finales del siglo XI las jurisdicciones señoriales ya iban dism inuyendo en el cam po, m ientras que la lucha de las investiduras daba a las com unidades m ercantiles de las ciudades la oportunidad de sacudirse los señoríos eclesiásticos y de in stituir verdaderos autogobiernos com unales, p rim ero b ajo la form a de un sistem a «consular» electivo y m ás tarde contratando a adm inistradores profesionales de fuera, los p o d e s tà del siglo XIII. Aproxim adam ente desde el año 1100, esas com unas dom inaron todo el norte de Italia y em prendieron la conquista sistem ática de los cam pos que las rodeaban, atacando lo s feu dos señoriales y aboliendo las inm unidades feudales, arrasando los ca stillos y forzando la sum isión de los señores cercanos. El ob jetivo de esta agresiva expansión urbana era la con q u ista de un contado territorial del que a partir de entonces la ciudad pudiera extraer im puestos, tropas y grano para aum entar su propio poder y prosperidad vis-à-vis de sus rivales18. Las relaciones rurales se transform aron radicalm ente por la expansión del contado, ya que las ciudades tendieron a introducir nuevas form as de dependencia sem icom ercializada para el cam pesinado, que se situaban m uy lejos de la servidum bre: la m ezzadria o reparto contractual de la cosecha se hizo habitual en la m ayor parte del norte y el centro de Italia durante el siglo X III . El desarrollo de las m anufacturas dentro de las com unas desem b ocó entonces en un aum ento de las ten sion es sociales entre los m ercaderes y m agnates (estrato dom inante con propiedades rurales y urbanas) y los grupos artesanos y profesionales organizados en grem ios y m arginados del gobierno de la ciudad. En sig lo X III , la ascensión p olítica de estos últim os encontró una curiosa expresión en la in stitu ción del capitano del popolo, que a m enudo gozaba de un difícil condom inio con el p o d e s tà dentro de los m ism os recintos: el m ism o cargo era un sorprendente recuerdo del tribuno de 18 Para toda esta evolución, v é a se Daniel Waley, The Italian city-republics, Londres, 1969, pp. 12-21, 56-92 [Las ciudades-República italianas, Madrid, Guadarrama, 1970].
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la Rom a c lá s ic a 19. E ste frágil eq uilib rio n o duró m ucho tiem po. En el siglo XIV, las com unas lom bardas cayeron una tras otra b ajo el d om in io de tiranías p erson ales y hereditarias: las signorie; desde enton ces el p od er se concentró en m anos de aventureros autócratas, en su m ayor parte ex feudatarios o co n dottieri. En los cien años sigu ien tes, T oscana siguió la m ism a dirección. Las regiones m ás avanzadas de Italia se convirtieron, pues, en el tablero de lu cha de las ciudades-E stado, en el que, a diferencia del resto de Europa, el cam po circundante fue anexionado a las ciudades y nunca pudo edificarse una pirám ide rural feudal. N aturalm ente, la p resencia del papado en toda la península, vigilando contra la am enaza de un E stado secular superpoderoso, con stitu y ó u n im portante obstáculo adicional para la aparición de una m onarquía peninsular. S ó lo en dos regiones de Italia se im plantó un sistem a político-económ ico plen am en te feudal, y no es un m ero accidente que am bas fueran en esen cia «extensiones» del feudalism o europeo m ás orgánico y poderoso, el centrado en Francia. Piam onte, lindante con Saboya, era un territorio fronterizo al otro lado de los Alpes, y en esas tierras altas, situadas lejos de la influencia de las com unas de las llanuras, se desarrolló una jerarquía señorial y un cam pesinado dependiente. Pero en esta época, el extrem o nororiental de la península era dem asiado pequeño y pobre para tener alguna im portancia en el conjunto de Italia. M ucho m ás pod eroso era el reino m eridional de Nápoles y Sicilia, que habían creado los norm andos después de conquistarlo a los b izan tin os y árabes en el siglo X I. En este rein o se distribuyeron feudos y surgió un verdadero sistem a señorial, com pletado con infantazgos y servidum bre. La m onarquía que dom inó este sim ulacro m eridional de la sín tesis francesa se reforzó todavía m ás por las con cepciones orientalizadas de suprem acía real debidas a las p ersisten tes influencias árabes y bizantinas. E ste E stado autén ticam ente feudal fue el que p roporcionó a F ederico II la b ase para su in ten to de conquistar y organizar toda Italia en una m onarquía m edieval unificada. Por razones que se considerarán m ás adelante, este 19 Max Weber, Econom y and society, Nueva York, 1968, v o l. III, páginas 1308-9 [Econom ía y sociedad, 2 vols., México, FCE, 2.ª ed., 1964]; Daniel Waley, The Italian city-republics, pp. 182-97. Una razón fundamental de la aparición de las instituciones del popolo fueron las extorsiones fiscales de los patriciados; véase J. Lestocquoy, Aux origines de la b o u rgeoisie, París, 1952, pp. 189-93.
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proyecto fracasó. La división de la península en dos sistem as sociales d iferentes habría de perdurar durante siglos. En España, sólo dos siglos separaron la ocupación visigoda de la conquista m usulm ana. En ese espacio de tiem po sólo pudieron aparecer las com bin acion es m ás con fu sas de elem entos germ ánicos y rom anos; en efecto, después de los asentam ientos bárbaros, y durante la m ayor parte de este período, se produjo, com o ya h em os Visto, una com pleta separación legal y adm inistrativa de las dos com unidades. En estas condiciones no era posible ninguna sín tesis avanzada. La España cristiana cayó un siglo antes de que Carlom agno creara el Im perio que actuó com o el verdadero incubador del feudalism o europeo. La herencia visigoda fue, pues, virtualm ente barrida por la conquista islám ica, y la sociedad cristiana residual de Asturias tuvo que volver a em pezar desde algo m uy parecido a cero. A partir de ese m om ento, la esp ecífica lucha h istórica de la R econquista fue el determ inante fundam ental de las form as del feudalism o español, m ás que la originaria colisión y fusión de las sociedades bárbara e im perial. E ste hecho básico apartó a España de los otros países de Europa occid en tal desde m uy pronto y produjo una serie de características que no son hom ologables a las de los principales tipos del feudalism o europeo. En e ste sentido, la m atriz de la sociedad m edieval española fue siem pre distinta. La excepción del m odelo general fue Cataluña, que fue incorporada al reino carolingio en el siglo IX y, en consecuencia, sufrió la experiencia habitual de los vassi dominici, el sistem a de b en eficios y la adm inistración condal. En la Alta Edad Media, la condición del cam pesinado experim entó una progresiva degradación, sem ejante a la de la Francia contem poránea, con prestaciones personales especialm ente duras y un sistem a señorial desarrollado. La servidum bre catalana fue establecida por los señores locales a lo largo de d oscientos años, desde m ediados del siglo X I en a d e la n te 20. En la zona occidental, por el contrario, las peculiares condiciones de la larga lucha contra el poder m oro dieron origen a una doble evolución. Por una parte, la «lenta reconquista» inicial a partir del extrem o norte hacia abajo creó un a am plia tierra de nadie —las presuras— entre los E stados cristiano y m usulm án que, en las condiciones generales de escasez de m ano de obra, fue colonizada por cam pesinos libres. E stas presuras debilitaron tam bién 20 J. Vicens Vives, H istoria de los rem ensas en el siglo XV, Barcelona, 1945, pp. 26-37.
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la jurisd icción señorial en los territorios específicam ente cristianos, ya que las tierras vacías ofrecían a los fugitivos un refugio p o te n c ia l21. A m enudo, las com unidades de cam pesinos libres se encom endaban colectivam en te a los señores en busca de protección, dando lugar a las llam adas behetrías. En las frágiles y fluctu antes form aciones sociales de esta clase, con constantes y perturbadoras correrías a am bos lad os de las cam biantes líneas de dem arcación religiosa, había poca posibilidad de que tom ara form a una jerarquía feudal plenam ente delim itada. El carácter religioso de las guerras fronterizas significó, adem ás, que el esclavizam iento de los cautivos fue en España una práctica social habitual que duró m ucho m ás tiem po que en ninguna otra parte de Europa occidental. La disponibilidad de una m ano de obra m usulm ana esclavizada retrasó por lo general la consolidación de una clase de siervos cristianos en la península Ibérica (com o ya hem os visto, la norm a general de la época m edieval fue una correlación inversa entre am bos sistem as de trabajo). D esde com ienzos del siglo X I tuvo lugar en Castilla y León una n otable extensión de las fincas señoriales y de los grandes dom inios22. Los solariegos o villanos castellanos no fueron en absoluto insignificantes a partir de esta época, pero nunca constituyeron la m ayoría de la población rural. La expansión de la frontera aragonesa fue relativam ente m enos im portante y, en consecuencia, la servidum bre fue m ás pronunciada en sus altiplanicies del interior. En los siglos X y XI, los m onarcas de los reinos cristianos debieron su excepcional autoridad a sus suprem as funciones m ilitares en la cruzada perm anente hacia el sur y a la pequeña extensión de sus E stados m ás que a una soberanía feudal muy articulada o a unos dom inios reales c o n so lid a d o s23. E xistía el vasallaje personal, los beneficios territoriales y las jurisdicciones señoriales, pero se m antenían com o elem entos disociados que todavía n o se habían fundido para form ar un verdadero sistem a de feudos. Una clase indígena de caballeros villanos residía paradójicam ente en las ciudades y proporcionaba el servicio de caballería para el avance hacia el sur a cam bio de privilegios 21 J. Vicens Vives, Manual de historia económica de España, Barcelona, 1959, pp. 120-5. 22 Luis G. de Valdeavellano, H istoria de España, Madrid, 1955, I/ II, páginas 293-304. 23 C. Sánchez Albornoz, E stu dios sobre las instituciones m edievales españolas, México, 1965, pp. 797-9.
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m unicipales y fis c a le s 24. D espués del año 1100, la influencia feudal francesa sobre la corte y la Iglesia castellanas condujo a la m u ltiplicación de los señoríos territoriales que, sin em bargo, no adquirieron la autonom ía de sus m odelos de allende los Pirineos. Las iniciativas cistercien ses fueron tam bién responsables de la creación de las tres grandes órdenes m ilitar-m onásticas —Santiago, Calatrava y Alcántara— que a partir de entonces desem peñaron un papel fundam ental en Castilla. E ste anóm alo com plejo de instituciones duró h asta finales del siglo X II , y para entonces la R econquista ya había avanzado gradualm ente hacia la línea del Tajo. E n ton ces, en el siglo XIII, prácticam ente todo el sur cayó repentina y velozm ente ante la «R econquista rápida». Andalucía fue absorbida en treinta años. Con esta enorm e e inesperada ganancia territorial, todo el p roceso de colonización se invirtió y se creó en el sur un orden agrario que fue exactam ente el op u esto al que se había desarrollado en el norte. Las cam pañas victoriosas habían sido organizadas y dirigidas en una m edida considerable por las grandes órdenes m ilitares de Castilla, cuya estructura característica había sido copiada al enem igo islá m ico para la prosecución de la fe. E stas cofradías guerreras tom aron ahora vastas exten sion es de tierras y se apropiaron de las ju risd icciones señoriales sobre ellas. De los jefes m ilitares de este siglo habría de salir la m ayor parte de la clase social de los grandes que a partir de entonces dom inaría el feudalism o español. El artesanado m usulm án fue rápidam ente expulsado de las ciudades hacia el em irato islám ico de Granada. E ste golpe afectó sim ultáneam ente a la agricultura m usulm ana de pequeños propietarios, que tradicionalm ente estaba ligada a la econom ía urbana de Andalucía. El posterior aplastam iento de las rebeliones cam pesinas m oras despobló la tierra. Se produjo, pues, una grave escasez de m ano de obra que sólo p udo resolverse por m ed io de la reducción de la m a n o de obra rural a la servidum bre, condición que pudo im ponerse con facilidad gracias a la llegada de los ejércitos nobiliarios al M editerráneo. La con strucción de vastos latifundios en Andalucía se vio favorecida todavía m ás por la conversión general de las tierras dedicadas al cu ltivo a pastos extensivos para el ganado lanar. E n estas duras condiciones, la m ayor parte de los soldados de a p ie que 24 Elena Lourie, «A society organized for war: mediaeval Spain», Past and Present, núm. 35, diciembre de 1966, pp. 55-66. E ste artículo ofrece un competente resumen de algunas de las principales líneas de la historiografía medieval española.
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habían ganado pequeñas parcelas en el sur, las vendieron a los grandes terraten ien tes y regresaron al n o r te 25. E l n uevo m odelo del sur rep ercutió ahora sob re Castilla: para im pedir el drenaje de m an o de obra de su s fin cas por la m ás rica aristocracia andaluza, los hidalgos del norte ataron con nuevos vínculos de depend en cia a su cam pesinado, hasta que en el siglo XIV ya había ap arecido en la m ayor p arte de E spaña una clase cada vez m ás sim ilar de villan os. Las m onarquías castellana y aragonesa, que todavía no eran in stitu cio n es plenam ente con solidadas, extrajeron, sin em bargo, b en eficio s sustanciales de esta feudalización de sus aristocracias guerreras. S e reforzaron las tradicion es de fidelidad m ilitar al rey en cuanto com andante en jefe, se creó una nobleza poderosa, aunque todavía leal, y se estab ilizó sobre la tierra una clase social de cam pesinos siervos. E n el extrem o litoral atlá n tico de la p enínsula Ibérica, Portugal fue la ú ltim a m onarquía feudal im portante que apareció en Europa occidental. La región n oroccid en tal de la H ispania rom ana había recib id o a los suevos, ú n ico pueblo germ ánico de la prim igenia con fed eración que había cruzado el Rin en el 406 que se asen tó en las tierras prim eram ente conquistadas. Los suevos dejaron tras de sí el m ayor con ju n to de topónim os germ ánicos de la península, el pesad o arado del n o rte y el efím ero recuerdo del prim er rey bárbaro católico de Europa, antes de que fueran con q u istad os y absorbidos por el reino visigodo en el siglo V I. D esde ese m om ento, las tierras occid en tales de Iberia tuvieron una h istoria m uy poco diferente a la del resto de la península, ya que, com o la propia España, conocieron la conquista m usulm ana y un red u cto m ontañ oso cristian o situado fuera de su alcance. Su h isto ria ind ep en d ien te volvió a com enzar cuan d o Portugal — que en ton ces só lo era una m odesta exten sió n de tierra entre el M iño y el D uero— fue concedido com o infantazgo de Castilla-León a un vástago del duque de B orgoña en el año 1095. C incuenta años d espu és, su n ieto fundó la monarquía portuguesa. E n esta d istan te región fronteriza habría de repetirse, y exagerarse, la m ayor p arte del m odelo general del desarrollo español. La R econ qu ista del sur fue m ucho m ás rápida que en E spaña y, por con siguiente, desem bocó en un poder real todavía m ás pronunciado. T odo el país quedó libre de la ocu p ación m usulm ana con la captura del Algarve en el 1249, e sto es, dos siglos an tes de la c a íd a d e Granada. D ebido 25 G. Jackson, The m aking of the m ediaeval S p ain, Londres, 1972, páginas 86-8 [Introducción a la E spaña m edieval, Madrid, Alianza, 1975].
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en buena parte a este hecho, n o apareció ninguna jerarquía intraseñorial form alizada y el separatism o nobiliario fue débil. El subvasallaje quedó lim itado a unos pocos y poderosos m agnates, com o la casa de Braganza. Un grupo restringido de cavaleiros-vilãos form aron una élite aldeana relativam ente próspera con arrendam ientos en fitéu ticos. La pequeña propiedad cam pesina fue m ínim a, excepto en el lejano norte, ya que en Portugal no hubo una fase «lenta» de R econquista, com parable a la de Castilla y León. La gran m asa de la población rural la constituían los arrendatarios que pagaban rentas feudales en grandes fincas con reservas señoriales relativam ente escasas. Las obligaciones prediales y fiscales ju ntas podían ascender h asta el 70 por ciento de la producción del productor directo y las p restacion es adicionales de trabajo podían ser de uno a tres días a la sem ana, aunque éstas no eran u n iv er sa le s26. Por otra parte, la servidum bre de la gleba ya estaba desapareciendo en el siglo XIII debido, al m enos en parte, a la abundancia de cautivos m usulm anes en el sur, m ientras que el com ercio m arítim o con Inglaterra y Francia crecía tam bién de form a significativa. Al m ism o tiem po, la im portancia de las órdenes religiosas m ilitares para el m odelo social del Portugal m edieval fue incluso superior a la de España. La distribución de la propiedad territorial dentro de la clase dom inante fue probablem ente única en Europa occidental. H asta la revolución de Avis, en el año 1383, los ingresos anuales de la m onarquía eran aproxim adam ente iguales a los de la Iglesia y am bos juntos representaban entre cuatro y ocho veces m ás que los ingresos totales de la n o b le z a 27. E sta centralización extrem a de la propiedad feudal era un vivo indicador de la singularidad de la form ación social portuguesa. Com binada con la ausencia de una servidum bre ad scripticia y con el increm ento del com ercio ultram arino a partir del siglo X III, esa centralización destinó desde m uy pronto a Portugal a un futuro diferente.
26 A. H. de Oliveira Marques, A sociedade m edieval portuguesa, Lisboa, 1964, pp. 143-4. 27 Armando Castro, Portugal na E uropa do seu tem po, Lisboa, 1970, páginas 135-8.
3.
EL LEJANO NORTE
El carácter y la trayectoria diferencial de las form aciones sociales escandinavas a partir de la Edad Oscura constituyen un problem a fascinante para el m aterialism o h istó rico y un control n ecesario —y tan a m enudo olvidado— para cualquier tipología m arxista general del desarrollo regional e u r o p e o 1. Aquí disponem os de poco espacio para explorar esta com pleja y escasam ente docum entada cuestión. Pero es esencial un breve esbozo de la tem prana evolución de esta área para com prender el papel crucial desem peñado después por Suecia en la historia de la Europa m oderna. Bastará decir desde ahora que el determ inante h istórico fundam ental de la «especificidad» escandinava fue la peculiar naturaleza de la estructu ra social vikinga, que desde el primer m om ento separó a toda la zona del resto del continente. Escandinavia había quedado com pletam ente fuera del m undo romano, com o es obvio. En los siglos de la pax romana, la vida de sus poblaciones tribales no se había v isto dislocada ni acelerada por la contigüidad de los legionarios y los m ercaderes del limes. Aunque la gran oleada de invasiones bárbaras de los 1 En una célebre observación, Hecksher comentó que «los países de segunda fila» no tenían derecho a esperar que su historia fuese estudiada generalmente. Argumentando que «todo estudio histórico debe conducir al descubrimiento de leyes generales o al discernimiento de los mecanismos de una importante evolución», Hecksher concluía que la evolución de tierras tales com o Suecia sólo tenía importancia en la medida en que bosquejara un m odelo internacional más amplio o se conformara a él. El resto podía abandonarse sin más: «No compliquemos innecesariamente las tareas de la ciencia» (E. Hecksher, «Un grand chapitre de l’histoire du fer: le monopole suédois», Armales, núm. 14, marzo de 1932, p. 127). En realidad, las tareas de la ciencia histórica no pueden considerarse cumplidas si ésta ignora una región que contradice muchas de sus categorías aceptadas. La evolución escandinava no es un mero catálogo de particularidades que pudiera añadirse opcionalmente a un inventario indefinido de formas sociales. Sus mismas desviaciones entrañan, por el contrario, algunas lecciones generales para cualquier teoría global del feudalism o europeo en la época medieval como en la moderna.
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siglos IV y V había inclu id o entre ellas a m uchos pueblos de origen escandinavo, especialm ente los godos y los b u rg u n d io s2, éstos ya hacía m ucho tiem po que se habían asen tad o en tre el resto de las p oblaciones germ ánicas del otro lado del B áltico antes de su irrupción en el Im perio. La E scandinavia propiam ente dicha salió, pues, prácticam ente indem ne del gran dram a del colap so de la Antigüedad. Así, a finales de la Edad Oscura, después de tres siglos de dom inio franco o lom bardo sobre las antiguas provincias del O ccidente rom ano y la correspondiente evolución y sín tesis social que había echado los cim ien tos de un feud alism o plenam ente desarrollado, las form aciones sociales del lejan o norte conservaron virtualm ente intacto el prim itivo m od elo interno de las com unidades tribales germ ánicas del tiem po de Tácito: un cam pesinado arm ado (bondi), un con sejo libre de agricultores-guerreros (thing), una clase dirigente de los jefes de clan (dirigidos p or los jarls), un sistem a de séq u ito para las expediciones de saqueo (h ird h ) y una m onarquía precaria y sem ie lec tiv a 3. En el siglo V III, esta s rudim entarias sociedades escandinavas se convirtieron, a su vez, en una de las fronteras bárbaras del «restaurado» Im perio carolingio al expandirse por Alem ania del N orte h asta Sajonia, siguiendo una línea adyacente a la contem poránea Dinam arca. El con tacto fue seguido de una repentina y devastadora reproducción de las invasiones bárbaras lanzadas hacia el sur para atacar al Im perio rom ano. D esde el siglo VIII al IX, las bandas vikingas asolaron Irlanda, Inglaterra, los P aíses B ajos y Francia y llegaron en sus m erodeos hasta España, Italia y Bizancio. Los agricultores vikingos colonizaron Islandia y Groenlandia y los soldados y com erciantes vikingos crearon el prim er E stado territorial en Rusia. E stas invasiones se han considerado a m enudo com o el «segundo asalto» contra la Europa cristiana. En realidad, su estructura fue decisivam ente distinta de la de los bárbaros germ ánicos que habían provocado el fin de la Antigüedad en O ccidente. En prim er lugar, porque no fueron verdaderas V ölkerwanderungen, debido a que en ellas n o se produjeron m igra2 Procedentes quizá de Gotland y Bornholm, respectivamente. 3 Un sabroso estudio reciente en un idioma no escandinavo es el de Gvvyn Jones, A history of the Vikings, Oxford, 1968, pp. 145-55. Kuhn pretende que el hirdh fue una tardía innovación anglodanesa de los siglos X y XI, reimportada de nuevo posteriormente a Escandinavia, pero la suya es una opinión aislada: «Die Grenzen der germanischen Gefolgschaft», pp. 43-7.
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cion es terrestres de p ueb los enteros, sin o que fueron expedicion es m a rítim a s n ecesariam en te de un núm ero m ucho m ás lim itado. La investigación m oderna ha reducido drásticam ente los cálculos exagerados que habían realizado las aterrorizadas víctim as de las exp ed icion es vikingas. La m ayoría de las bandas de m erodeadores n o ascend ían a m ás de 300 ó 400 hom bres; el m ayor grupo que atacó a Inglaterra en el siglo IX no llegó jam ás a los 1.0004. En segu nd o lugar, y principalm ente, la expan sión vikinga tu vo un n otab le carácter comercial: los ob jetivos de sus exp ed icion es ultram arinas n o incluían solam ente tierra para colonizar, sin o tam b ién m oneda y m ercancías. En lo que fue u n contraste diam etral con sus p redecesores, los vikingos saquearon algunas ciudades e n su avance, p ero fundaron y construyeron m uchas m ás. Las ciudades fueron, efectivam ente, los ganglios de su com ercio. A dem ás, la m ateria básica de e ste com ercio estab a con stitu id a por los esclavos, que se capturaban y transportaban d esde toda Europa, p ero sobre todo d esde el occid en te celta y e l o rien te eslavo. N aturalm ente, es n ecesario distingu ir en esta ép oca los respectivos m odelos de expansión noruega, danesa y sueca, ya que las diferencias entre ello s fueron m u ch o m ás q ue m eros m atices reg io n a les5. En el extrem o flan co occid ental del ataque ultram arino, los vikingos noruegos fueron im pulsados, probablem ente, por la escasez de tierras de sus m ontañas de origen; aparte del sim ple botín , los noruegos buscaban norm alm ente tierra para asentarse, sin que les im portara lo in h ó sp ito del m edio: adem ás de invadir Irlanda y E scocia, ello s fu eron quienes poblaron las heladas islas F eroe y descubrieron y colonizaron Islandia. Las exped icion es danesas por el centro, que conquistaron y poblaron el n ord este de Inglaterra y N orm andía, fueron asaltos m uch o m ejor organizados, b a jo una disciplinada jefatura cuasi m onárquica y crearon unas socied ad es ultram arinas m ás com pactas y jerárquicas, en las que el tesoro extorsionado y el im p u esto a cam b io de p rotección (com o el danegeld) se em plearon localm en te para la con stru cción de una ocupación territorial estable. E n el flan co oriental extrem o, la expansión de la 4 P. H. Sawyer, The age of Vikings, Londres, 1962, p. 125. Este es el estudio más sobrio y riguroso sobre este tema, aunque es también el más conciso sobre las estructuras sociales internas de Escandinavia. 5 Véase Lucien Musset, Les invasions: le second assaut contre l’Europe chrétienne (V IIe-X Ie siècles), París, 1965, pp. 115-8 [Las invasiones. El segundo asalto contra la E uropa cristiana, Barcelona, Labor, 1966]; Johannes Bronsted, The Vikings, Londres, 1967, pp. 31-6, ofrece una exposición similar, aunque m enos adecuada.
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piratería sueca tuvo una orientación predom inantem ente com ercial: la penetración de los varegos en R usia no estab a im pulsada por la colonización de tierra, sin o por el control de las rutas del com ercio fluvial hacia B izancio y el oriente m usulm án. M ientras que los típ icos E stados vikingos fundados en el A tlántico (Orcadas, Islandia o Groenlandia) eran com unidades de colon os agrícolas, el reino varego de Rusia fue un im perio com ercial construido sobre la venta de esclavos al m undo islám ico, inicialm ente a través de los janatos jázaro y búlgaro y m ás tarde directam ente desde el m ism o em porio central de Kiev. El com ercio varego en el oriente eslavo fue de tal m agnitud que, com o ya hem os visto, creó la nueva y perm anente palabra para designar la esclavitu d en toda Europa. Su im portancia fue esp ecialm ente grande para Suecia, d ebido a su notable especialización en esta form a de pillaje escandinavo. Pero el tráfico ruso no fue m ás que el concentrado regional de una característica general y fundam ental de la expansión vikinga. En la m ism a Islandia, lejana antípoda de Kiev, las tierras de la nobleza sacerdotal de los g o d a r fueron cultivadas desde el principio por esclavos celtas, cautivados y transportados desde Irlanda. La m agnitud y la pauta de las expediciones vikingas en busca de esclavos por toda Europa están todavía a la espera de un estu dio h istó rico a d e c u a d o 6. Pero, para nuestro actual propósito, en lo que es p reciso in sistir con m ás fuerza —y en lo que a m enudo m en os se in siste— es en el im pacto fundam ental que el uso generalizado de la m ano de obra esclava tuvo dentro de las propias tierras escandinavas. Porque el resultado de este com ercio depredador en el exterior sería, paradójicam ente, la conservación de buena parte de la prim itiva estructura de la sociedad vikinga en el interior. Las form aciones sociales escan dinavas fueron las últim as de Europa que hicieron un u so amplio y norm al de la m an o de obra esclava. «El esclavo fue la piedra angular de la vid a vikinga en el in terio r» 7. Com o hem os 6 E. I. Bromberg, «Wales and the mediaeval slave trade», Speculum , volumen XVII, núm. 2, abril de 1942, pp. 263-9, considera las operaciones vikingas en la zona del mar de Irlanda y formula algunos juicios enfáticos sobre la actitud de la Iglesia cristiana hacia el comercio en la Alta Edad Media. 7 Jones, A history of the Vikings, p. 148. E l estudio más com pleto de la esclavitud escandinava lo ofrecen P. Foote y D. M. Wilson, en The Viking achievement, Londres, 1970, pp. 65-78. Esta obra subraya correctamente la importancia fundamental de la mano de obra esclava para las realizaciones económicas y culturales de la sociedad vikinga, p. 78.
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visto, el m odelo típico de las com unidades tribales en la fase inicial de la diferenciación social fue el predom inio de una aristocracia guerrera cuyas tierras eran cultivadas por esclavos cautivos. La p resencia de esta m ano de obra exterior fue precisam ente lo que perm itió la coexistencia de una nobleza con un cam pesinado indígena libre, organizado en clanes agnaticios. El plustrab ajo n ecesario para la aparición de una nobleza terrateniente todavía no tuvo que extraerse de los parientes em pobrecidos; en este estadio, la esclavitud es norm alm ente una «salvaguardia» contra la servidum bre. Las form aciones sociales vikingas, en las que había una constante im portación y reposición de esclavos extranjeros (thralls), no experim entaron pues ningún tipo de evolución hacia la dependencia feudal y la adscripción de la m ano de obra, sino que, por el contrario, se m antuvieron com o com unidades de clanes extrem adam ente vigorosas y prim itivas — de las que Islandia ofrece el ejem plo heroico— en el rem oto e hiperbóreo borde de la Europa medieval. H asta el siglo XII, las aldeas de cam pesinos escandinavos conservaron un m odelo social m uy cercano al de los pueb los germ ánicos del sig lo I . Todos los años se repartían colectivam ente los lotes de tierra a cada fam ilia, de acuerdo con las norm as convencionales y dentro de una com unidad jurídica que se regía por sus propias c o stu m b r e s8. Las tierras com unes de tipo ortodoxo —bosques, pastos y dehesas— eran com partidas por las aldeas o las com unidades vecinales. La plena propiedad individual só lo se reconocía después de cuatro, seis o m ás generaciones de p osesión y por lo general se lim itaba a los nobles. Un agricultor ordinario o bondi podía tener una m ano de obra de tres esclavos, y un nob le p osib lem ente llegaba a tr e in ta 9. Am bos asistían ju n tos a las asam bleas ciánicas libres 8 Luden Musset, Les peuples scandinaves au Moyen Age, París, 1951, páginas 87-91. Para quienes estén lim itados a otras lenguas occidentales, este libro excelente constituye con mucho el mejor estudio de la Escandinavia medieval. Musset añade que incluso en Noruega e Islandia, donde había colonias dispersas y una agricultura trashumante y pastoril, una extensa comunidad «vecinal» redistribuía la tierra cultivable y compartía las praderas. Hay una exposición muy interesante de la forma odal de tenencia de la tierra en Escandinavia y de sus m últiples connotaciones sociales en A. Gurevich, «Représentations et altitudes à l’égard de la propriété pendant le Haut Moyen Age», Annales ESC, mayo-junio de 1972, pp. 525-9. El término «alodio» puede estar ligado etimológicamente a «odal» por metátesis; en cualquier caso, los lím ites de la propiedad alodial vienen indicados, en una forma extrema, por la posesión odal vikinga. 9 Jones, A history of the Vikings, p. 148.
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de thingar, que estaban organizadas en su cesivos niveles, desde el de «centena» en adelante. Aunque realm ente estaban dom inadas por los o p tim a te s locales, estas asam bleas representaban a toda la com unidad rural y podían vetar las iniciativas de los nobles, com o ya ocurría en los tiem pos de Tácito. Todos los hom bres libres eran reclutados en una leva naval o leding para el m antenim ien to de los navios de guerra. Las dinastías reales, debilitadas por unos m ecanism os de su cesión fortu itos e inestables, sum inistraban unos reyes que tenían que ser «elegidos» por una thing provincial para confirm ar su accesión al trono. Las expediciones vikingas de rapiña y esclavización en el exterior conservaron, pues, una relativa libertad de clanes y una igualdad jurídica en el interior. D espués de tres siglos de incursiones y colonizaciones en el extranjero, la dinám ica de la expansión vikinga llegó a su fin con el ú ltim o gran ataque noruego a Inglaterra en el año 1066, en el que Harald Hardrade, antiguo jefe varego en B izan cio, fue derrotado y m uerto en Stam ford Bridge. Sim bólicam ente, los frutos de esta expedición fueron recogidos tres sem anas después en H astings por los norm andos, com unidad ultram arina danesa que había hecho suyas las nuevas estructuras m ilitares y sociales del feudalism o e u r o p e o 10. Las prim eras invasiones vikingas habían precipitado la cristalización del feudalism o en el siglo IX en m edio de la desintegración del Im perio carolingio. Ahora este feudalism o fue perfeccionado y fortalecido en un exten so sistem a institucional y se reveló decisivam ente superior a los im provisados y destartalados ataques de las tradicionales cam pañas vikingas. La caballería pesada con q u istó Inglaterra, que había rechazado a los grandes navios. A partir de enton ces, la relación de fuerza entre el lejan o norte y el resto de Europa occidental se invirtió: desde ahora el feudalism o occidental habría de ejercer una lenta y con stan te presión sobre Escandinavia y transform arla gradualm ente en su propio m odelo. Para em pezar, el fin de la expansión exterior vikinga condujo inevitablem ente por sí m ism o a cam bios endógenos radicales dentro de E scandinavia, porque este h ech o entrañaba que la oferta de m ano de obra esclava dejaba realm ente de existir y con ella las viejas estructuras sociales se quebraron p ro g resiv a m en te11. En efecto, una vez que dejó de existir la 10 Cuya proeza al lanzar una victoriosa invasión feudal por m ar se debía, naturalmente, a sus antecedentes escandinavos. 11 La esclavitud desapareció finalmente de Islandia, Dinamarca y Sue-
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con sta n te reserva de trabajo fo rzo so proced en te del exterior, la diferen ciación social só lo p od ía avanzar a partir del progresiv o so m etim ien to de los agricultores b on di a la nobleza local y de la aparición de arrendatarios d epend ientes que cultivaban las tierras de un a aristocracia con fu ertes raíces, cuyo poder social era ahora m ás territorial que m arítim o. El corolario de e ste p ro ceso fu e la estab ilización gradual del gobierno real y la con versión del ja rla r regional en gobiernos provinciales que d om inaron el trab ajo del thing local. La in troducción gradual del cristia n ism o en E scandinavia — conversión qu e n o se com p le tó h asta finales del sig lo X II— ap oyó y aceleró en todas partes la tran sición de las trad icion ales com unidades sem itribales a lo s sistem as esta ta les m onárquicos; con ellas cayeron, naturalm ente, las paganas religiones nórdicas que habían sido la id eología indígena del v iejo orden de clanes. E stos cam bios internos ya eran v isib les durante el siglo X II. T odo el im pacto exterior del feu d alism o eu rop eo sob re los confines nórdicos del co n tin en te se dejó sen tir en el siglo XIII. La prim era y victoriosa u tilización de la caballería pesada tu vo lugar en el año 1134, en la batalla de Fotevik, donde los caballeros m ercenarios germ anos dem ostraron su valor en E scania. Pero la organización m ilitar del feu d a lism o n o se transplantó d efin itivam en te y con todas sus con secu en cias sociales al n orte h asta después de que el ejército danés de V alderm ar II — el dirigente escandinavo m ás p od ero so de toda la E dad M edia— fu ese aplastado por las hueste s de los príncip es germ anos del n o rte en B ornhöved en el año 1227, a causa de la su perioridad ecu estre de esto s ú ltim os12. S ch lesw ig fue el prim er feu d o propiam ente dicho que con ced ió la m onarquía danesa en 1253. Las arm as heráldicas, los sistem as de títu lo s y las cerem on ias de h om en aje siguieron m uy pronto. E n los años 1279-80, la aristocracia sueca con siguió la exención juríd ica de los im p u estos (f r ä sle) a cam bio de la ob lig a ció n form al del serv icio de caballería (r u s ttjä nst) al m onarca. La nobleza se convirtió, p ues, en una clase legalm ente separada de acuerdo con los criterios con tin en tales e investida con feud os (länar) p or los m onarcas. La con solid ación de las aristocracias locales en una nobleza feudal fue seguida de una cia durante los siglos XII, XIII y XIV respectivam ente, Foote y Wilson, The Viking achievem ent, pp. 77-8. 12 Erik Lönroth, «The Baltic countries», en Cam bridge E conom ic H istory of E urope, III, Cambridge, 1963, p. 372 [«Los países bálticos», en H istoria económ ica de E uropa, I I I , Madrid, Revista de Derecho Privado. 1967.]
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constan te degradación de la con dición cam pesina en todos los p aíses escandinavos durante los siglos de la últim a depresión m edieval. H acia 1350, los cam p esin os noruegos sólo poseían las dos quintas p a rtes de la tie r r a 13. En el siglo XIV, la nobleza sueca prohibió el porte de arm as a la antigua clase de los bondi y Se esforzó por vincularlos a la tierra, dictando leyes que exigían p restacion es de trabajo forzoso a la población rural errante14. Los thingar quedaron reducidos a funciones judiciales m uy lim itadas y el pod er p o lítico central se concentró en un con sejo de m agnates o råd, que norm alm ente dom inó la p olítica m edieval de este período. La tendencia hacia un m o delo continental era ya inequívoca en la época de la Unión de K almar, que en el año 1397 unió form alm ente a los tres reinos escandinavos en un so lo E stado. A pesar de todo, el feu dalism o escandinavo nunca consiguió recuperar el tiem po perdid o por su tardío com ienzo y se m ostró incapaz de erradicar com p letam ente las poderosas in stitu cion es y trad icion es rurales de un cam pesinado independiente, cuyos derechos p opulares y cuyas asam bleas de agricultores eran todavía un vivo recuerdo en el cam po. H ubo, adem ás, otro determ inante fundam ental de esta excepción nórdica: la m ayor parte de la zona salió virtualm ente indem ne de las invasiones extranjeras durante la B aja Edad M edia y el com ienzo de la época m oderna y, por tanto, el co eficien te de guerra feudal, cuyo continuo desgaste ten ía invariablem ente efecto s depresivos sobre las lib ertades cam pesinas, fue considerablem ente m enor que en otras zonas. D inam arca presenta un ca so especial, ya que era una exten sión del territorio continental y, por tanto, estaba m ás su jeta a las in flu encias e intrusiones germ anas a través de la zona fronteriza de Schlesw ig-H olstein, y finalm ente se alineó m uy estrech am en te con el m odelo social de su entorno im perial. A pesar de ello, el cam pesinado danés n o fue plen am ente reducido a la servidum bre hasta m uy tarde, en el siglo X V II, y fue n uevam ente em ancipado cien años después. N oruega, que finalm en te cayó b ajo el dom inio de Copenhague, 13 Foote y Wilson , The Viking achievem ent, p. 88. 14 Musset, Les p euples scandinaves au Mogen Age, pp. 278-80. Frälse significaba «libre» y originariamente se oponía a «esclavo» cuando se aplicaba habitualmente, a la clase social de agricultores bondi. El cambio sem ántico de la palabra hasta denotar los privilegios nobiliarios, por encima y frente a las obligaciones de los campesinos, condensaba toda la evolución social de la Escandinavia de la Baja Edad Media. Véanse Foote y Wilson, The Viking achievem ent, pp. 126-7.
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estu vo dom inada por un a aristocracia de habla danesa, pero conservó una estructura rural m ás tradicional. Suecia, sin em bargo, representó el ejem plo m ás puro del tipo general de las form aciones sociales escandinavas en la Baja Edad Media. Durante todo este período, Suecia fue la zona m ás atrasad a de toda la región15. Fue el últim o país que conservó la esclavitud, que realm ente había perdurado hasta com ienzos del siglo XIV, ya que só lo fue abolida form alm ente en 1325; el ú ltim o país que fue cristianizado y el últim o país que consiguió una m onarquía unificada, que se reveló m ás débil que las de sus vecinos. Cuando el servicio de caballería fue introdu cid o a finales del siglo X III, n o tenía ya el peso opresor de su equivalente danés, debido en parte al refugio estratégico de la latitud sueca y en parte a que la topografía local —una alfom bra de bosques, lagos y ríos— siem pre fue inhóspita a la caballería m ontada. Así, las relaciones rurales de producción nunca fueron com p letam ente feudalizadas. Hacia finales de la Edad M edia, y a pesar de las usurpaciones de la aristocracia, el clero y la m onarquía, el cam pesinado sueco todavía estaba en p o sesió n de la m itad de todas las tierras cultivadas del país. Aunque estas tierras serían declaradas después d o m in iu m d irec tu m del m onarca por lo s ju ristas reales y rodeadas de restriccion es reales al arrendam iento y la división de las parcelas16, en la práctica constituyeron un am plio sector alodial obligado a pagar im p u estos a los reyes, pero no sujeto a otras cargas o p restacion es. La otra m itad del cam pesinado cultivaba tierras propiedad de la m onarquía, la Iglesia y la nobleza y estab a sujeta a rentas y prestaciones feudales a sus respectivos señores. Los nob les su ecos se declaraban «reyes de sus propios cam pesinos» a finales del siglo XV (Suspensión de Kalm ar, 1483), y afirm aban en el siglo XVII que los campe15 Las leyes suecas sobre la tierra de los siglos XIII y XIV muestran una sociedad todavía sorprendentemente sim ilar en muchos aspectos a la dibujada por Tácito en su relato sobre la Germania del sig lo I; las dos diferencias principales son la desaparición de las tribus y la existencia de una autoridad estatal central: K. Wuhrer, «Die schwedischen Landschaftsrechte und Tacitus’ Germania», Z eitschrift der Savigny-Stiftung für R echtsgeschichte (Germ. Abteilung), l x x x ix , 1959, pp. 1-2. 16 Oscar Bjurling subraya estas restricciones: «Die ältere schwedische Landwirtschaftspolitik in Uberblick», Z eitschrift fü r Agrargeschichte und Agrar Soziologie, Jg. 12, Hf t. I, 1964, pp. 39-41. Pero en una perspectiva comparada no alteran la im portancia fundamental de los pequeños propietarios campesinos.
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sinos com o clase eran m e d iate s u b d i t i 17; pero, una vez m ás, las verdaderas relaciones de fuerza entre las clases nunca perm itieron que en la práctica esas p retensiones pasaran a ser realidad. La servidum bre propiam ente dicha nunca llegó a estab lecerse en Suecia y la ju sticia señorial fue prácticam ente desconocida: los tribunales eran populares o reales y los códigos (gå rd srä tt) y p risiones señoriales sólo fueron im portantes durante una corta década en el siglo XVII. Así pues, n o fue accidental que cuando apareció un sistem a de E stad os a principios de la época m oderna, Suecia fuera el ú n ico país im portante de Europa en el que los cam pesinos estaban representados. A su vez, la in com pleta feudalización de las relaciones rurales de producción tuvo inevitablem ente efectos lim itadores sobre el sistem a p olítico nobiliario. El sistem a de feudo, im portado de Alemania, nunca reprodujo el estricto m odelo continental. Antes bien, los tradicionales cargos adm inistrativos de la m onarquía, para los que se había nom brado a destacados nob les, fueron asim ilados ahora a los feudos con una delegación regional de soberanía; pero estos län continuaron sien d o revocables por decisión real y n o se convirtieron en cuasi propiedad hereditaria de los nobles investid os18. E sta falta de una jerarquía feudal articulada n o entrañó, sin em bargo, la p resen cia de una m onarquía esp ecialm en te poderosa en su cim a. Por el contrario, y com o en el resto de Europa, sign ificó una cúspide m onárquica extrem adam ente débil para el sistem a p olítico. E n la Suecia de la Baja Edad Media n o hubo una m onarquía feudal ascendente, sin o una vuelta, en los siglos XIV y XV, a un gobierno ejercid o por una råd o consejo de m agnates, para el que la Unión de Kalmar, presidida nom inalm ente p or una dinastía danesa en Copenhague, proporcionó una pantalla situada a conveniente distancia.
17 Para la célebre frase de Per Brahe a este respecto, véase E. Hecksher, An econom ic history of Sweden, Cambridge (Estados Unidos), 1954, página 118. 18 Michael Roberts, The early Vasas, Cambridge, 1968, p. 38; Lucien Musset, Les peuples scandinaves au Moyen Age, pp. 265-7.
4.
LA D IN ÁM ICA FEU D A L
El feu d alism o apareció, pues, en Europa occidental en el siglo X, se expandió durante el siglo X I y alcanzó su cen it a finales del siglo X II y durante to d o el siglo X III . Una vez trazadas algunas de sus diversas vías de im plantación en los principales países de Europa occidental, pod em os ahora estu d iar el notable p ro greso econ óm ico y social que e l feu d alism o r e p r e se n tó 1. En el siglo X III , el feu d alism o europeo había producido una civilización unificada y desarrollada que representaba un avance trem endo sobre las rudim entarias y confusas com unidades de la Edad Oscura. Los ín dices de e ste avance fueron m últiples. E l prim ero y m ás fundam ental de ellos fue el gran salto 1 Uno de los avances más im portantes de la historiografía medieval en las últim as décadas ha sido la plena conciencia del dinam ism o del modo de producción feudal. Inm ediatam ente después de la segunda guerra mundial, Maurice Dobb podía escribir repetidam ente en sus clásicos Studies in the developm en t of capitalism , el «bajo nivel de la técnica», el «escaso producto de la tierra», la «ineficacia del feudalism o como sistem a de producción» y el «estacionario nivel de la productividad del trabajo en esa época» (Londres, 1967, reedición, pp. 36, 42-3 [E stu dios sobre el desarrollo d el capitalism o, Buenos Aires, Siglo XXI, pp. 55, 61-2]). A pesar de las advertencias de Engels, esas opiniones estuvieron probablemente muy extendidas entre los marxistas durante esos años, aunque debe advertirse que Rodney Hilton puso objeciones específicas, criticando a Dobb, por su «tendencia a dar por supuesto que el feudalism o fue un sistem a económ ico y social siempre e inevitablem ente atrasado [...] En realidad, hasta cerca del final del siglo XIII , el feudalism o fue en conjunto un sistem a expansivo. En el siglo IX e incluso antes se produjeron cierto número de innovaciones técnicas en los m étodos productivos que supusieron un gran avance sobre los m étodos de la- Antigüedad clásica. Grandes zonas de bosques y pantanos fueron transformados al cultivo, la población aumentó, se construyeron nuevas ciudades y en todos los centros culturales de Europa occidental se podía encontrar una vigorosa y progresiva vida artística e intelectual» (The M odern Q uarterly, vol. 2, núm. 3, 1947, páginas 267-8). En la actualidad, la mayoría de los autores, marxistas y no marxistas, estarían de acuerdo con la afirmación general de Southern cuando habla de la «secreta revolución de estos siglos»: véanse sus observaciones en The m aking of the M iddle Ages, pp. 12-13, para la importancia que este período de la evolución europea tuvo para la historia del mundo.
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adelante en el excedente agrario producido p or el feudalism o. Las nuevas relaciones rurales de producción perm itieron, en efecto, un sorprendente increm ento en la productividad agrícola. Las innovaciones técnicas que constituyeron los instrum ento s m ateriales de este avance fueron, esencialm ente, la utilización del arado de hierro par e l cultivo, los arreos rígidos para la tracción equina, el m olin o de agua para la energía m ecánica, los abonos para la m ejora del suelo y el sistem a de rotación trienal de los cultivos. La inm ensa im portancia de estos descubrim ientos para la agricultura m edieval — en los que tuvieron una gran repercusión las previas transform aciones ideológicas aportadas por la Iglesia— es indiscutib le, pero no deben aislarse com o variables fetichizadas y determ inantes en la historia económ ica de la é p o c a 2. En realidad, es evidente que la sim ple existencia de estas m ejoras no era una garantía de su am plia utilización. Al contrario, hay un lapso de unos dos o tres siglos entre su inicial y esporádica aparición en la Edad Oscura y su con stitución en un sistem a diferenciado y predom inante en la Edad M ed ia 3, porque sólo la form ación y consolidación de las nuevas relaciones sociales de p rod u cción fue precisam ente lo que posib ilitó su em p leo en una escala general; sólo después de la cristalización de un feud alism o desarrollado en el cam po pudieron ser am pliam ente apropiadas. En la dinám ica interna del m odo de producción, y no en la llegada de una nueva tecnología, que fue una de sus expresiones m ateriales, es donde hay que buscar el m otor básico del progreso agrícola. H em os indicado desde el p rincip io que el m odo de producción feudal se definía, entre otras características, por una gradación escalonada de la propiedad que, por tanto, nunca fue perfectam en te divisible en unidades hom ogéneas e intercam bia2 El volumen de Lynn White, Mediaeval technology and social change, Londres, 1963 —el estudio más detallado de los inventos feudales— hace precisamente eso: el molino y el arado se convierten en demiurgos de grandes épocas históricas. El fetichism o de esos artefactos y la manipulación de las pruebas por White han sido ásperamente criticados por R. H. Hilton y P. H. Sawyer, «Technical determinism: the stirrup and the plough», Past and Present, núm. 24, abril de 1963, pp. 90-100. 3 Duby señala que las mejoras en los arados y los arreos eran todavía bastante raras entre el campesinado europeo de los siglos IX y X y que la tracción equina no se extendió hasta el siglo X II: Rural econom y and country life in the m ediaeval W est, p. 21. La mayor cautela de Duby contrasta con las conjeturas sin freno de White: la diferencia en sus fechas no es un puro problema de precisión cronológica, sino de posición causal de la técnica dentro de la agricultura feudal. E ste te m a se desarrolla m ás arriba.
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b les. E ste principio organizativo generó el dom inio em inente y el feudo revocable en el plano caballeresco; en el plano de la aldea, determ inó la división de la tierra entre el dom inio señorial y las parcelas de los cam pesinos, sobre las que los derechos del señor estaban, a su vez, diferenciados por grados. Esta div isión fue precisam ente la que m odeló la doble form a de confrontación de clase entre señores y cam pesinos en el m odo de producción feudal. Porque, por una parte, el señ or intentaba naturalm ente m axim izar las p restaciones de trabajo personal en su reserva señorial y las entregas en especie procedentes de las parcelas de los cam pesinos4. El nivel de organización alcanzado por el noble feudal en su dom inio tenía frecuentem ente una im portancia fundam ental para la aplicación de las nuevas técnicas. El ejem p lo m ás obvio de esto, am pliam ente docum entado por B loch, lo constitu ye la introducción del m olin o de agua, que necesitaba una cuenca de cierta exten sión para ser rentable y que dio así origen a una de las prim eras y más duraderas de todas las banalités o m onopolios de explotación señoriales: la obligación d e l cam pesinado local de llevar su grano para ser m olid o en los m olin os del s e ñ o r 5. En este caso, el señor feudal era verdaderam ente, en palabras de Marx, «el director y dom inador del proceso de producción y de tod o el p roceso de la vida s o c ia l» 6, o, dicho de otra form a, una necesidad funcional del progreso agrícola. Al m ism o tiem po, claro está, este progreso se alcanzó en b en eficio represivo del propietario del m olino y a costa del villano. Otras banalités tuvieron un carácter m ás estricta m en te confiscador, pero en su m ayor parte se derivaron del u so coercitivo de los superiores m edios 4 Van Bath indica que tuvo que encontrarse un equilibrio entre la explotación de la reserva señorial y de las parcelas de los campesinos de aproximadamente 1 : 2, con objeto de no agotar la fuerza de trabajo de los villanos y poner así en peligro el cultivo de la propia reserva señorial, a menos que hubiera una oferta adicional de trabajo asalariado, The agrarian history of W estern Europe, pp. 45-6. La experiencia de Europa oriental no parece confirmar esta hipótesis, ya que, como veremos, las prestaciones de trabajo personal pudieron ser allí muy superiores a las de Occidente. 5 Bloch trazó la aparición y la importancia de este últim o en un célebre ensayo, «The advent and triumph of the water-mili», reimpreso ahora en Land and w ork in m ediaeval Europe, Londres, 1967, pp. 136-68. Las banalités fueron introducidas normalmente en los siglos X y XI, después de que el sistem a señorial se hubo consolidado, en un nuevo golpe del martillo señorial. 6 Capital, III, pp. 860-1 [ EI capital, libro m , vol. 8, p. 1120]. Marx se refiere retrospectivam ente a toda la época anterior a la llegada del capitalismo.
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de producción controlados por la nobleza. Las banalités fueron profundam ente odiadas a lo largo de toda la Edad M edia y siem pre constituyeron uno de los principales o b jetos del ataque popular durante los levantam ientos cam pesinos. El papel directo del señor en la dirección y la supervisión del proceso de producción descendió a m edida que aum entaba el excedente; desde m uy pronto, adm inistradores y agentes adm inistraron las grandes fincas para una alta nobleza que había pasado a ser económ icam ente parasitaria. Por debajo del nivel de los m agnates, sin em bargo, los nobles m ás p equeños y los interm ediarios m inisteriales ejercían norm alm ente una fuerte presión sobre la tierra y el trabajo para tener una m ayor producción a d isposición de los propietarios; la im portancia social y económ ica de este estrato tendió a crecer ininterrum pidam ente durante el período m edieval. A partir del año 1000, la clase aristocrática en su con ju n to se con solid ó gracias a nuevas pautas de herencia, destinadas a proteger la propiedad nobiliaria contra la división, y todos los sectores de la nobleza desarrollaron un creciente apetito por el consum o de ob jetos agradables y lu josos que actuó com o pod eroso estím u lo para la expansión de la oferta de bienes del cam po, así com o para la introducción de nuevas exacciones, com o la taille, que se recaudó por vez prim era de los cam pesinos h acia finales del siglo XI. Un signo característico del papel señorial en el desarrollo de la econom ía feudal de esta época fue la expansión de la viticultura durante el siglo X II: el vin o era una bebida selecta y los viñedos eran em presas típicam ente aristocráticas que entrañaban un grado m ás alto de trabajo especializado y de rentabilidad que los cultivos de c e r e a les7. De form a m ás general, dentro del con ju n to del sistem a señorial, la productividad neta del dom inio del señor era sustancialm ente superior a la de las parcelas cam pesinas que lo ro d eab an 8, lo que con stitu ye una prueba no só lo de la apropiación de la m ejor tierra por la clase dom inante, sin o tam bién de la relativa racionalidad económ ica de su explotación. Por otra parte, el im pulso m asivo del desarrollo agrícola m edieval provenía de la clase social de los productores inm edia7 Duby, Guerriers et pay sans, pp. 266-7. 8 M. Postan, «England», The Cambridge econom ic h isto ry of Europe, volumen I, The agrarian life of the M iddle Ages, p. 602 [«Inglaterra», H istoria economica de Europa, I, La vida agraria en la E dad Media, Madrid, Revista de Derecho Privado, 1948]; The m ediaeval econom y and so ciety, p. 124.
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tos, porque el m odo de p rod ucción feudal que surgió en Europa occidental ofrecía gen eralm ente al cam p esinado el esp acio m ín im o para aum entar el p rod u cto que quedaba a su disposición en el m arco de las duras ob ligacion es del sistem a señorial, El cam pesino norm al ten ía que proporcionar p restaciones de trabajo en el dom inio del señ or — a m en ud o h asta tres días por sem ana— y num erosas obligacion es adicionales; sin em bargo, quedaba libre para in ten tar durante el resto de la sem ana aum en tar la producción en sus propias parcelas. Marx observó que «la productividad de los restantes días de la sem ana de los que dispone el propio produ ctor directo es una m agnitud variable, que debe desarrollarse en el curso de su experiencia [...] Aquí está dada la posib ilid ad de cierto desarrollo e c o n ó m ic o » 9. Las rentas feudales recaudadas sobre la producción de las parcelas cam pesinas tendieron a adquirir cierta regularidad y estabilidad, cuyo carácter con su etud in ario sólo podían m odificar los señores com o resu ltad o de un cam bio radical en el equilibrio local de fuerzas entre am bas clases s o c ia le s 10. H abía, pues, un m argen para que los resu ltados de una m ejor productividad b en eficiaran al p rod u ctor directo. Así, la Alta Edad M edia se caracterizó por una continua expansión del cu ltivo cerealista y, dentro de él, por un cam bio hacia m ejores cosechas de trigo, que fue obra esen cia lm en te de un cam pesin ado que consum ía pan co m o alim en to básico. Se produjo tam b ién una transición gradual h a cia el u so de caballos para las faenas de arado, m ás rápidos y m ás eficaces que los bueyes que les habían precedido, aunque tam b ién m ás caros. Un creciente núm ero de aldeas llegó a p o seer forjas para la producción local de herram ientas de hierro, a m ed ida que se desarrollaba un 9 Capital, III, p. 774 [E l capital, libro III, vol. 8, p. 1010]. 10 R. H. Hilton, «Peasant movem ents in England before 1381», en Essays in econom ic history, v o l. I I , comp. E. M. Carus-Wilson, Londres, 1962, pp. 73-5. Marx subrayó la necesidad de esta regularidad para la coherencia del conjunto del modo de producción: «Además, está claro que aquí, como siempre, a la parte dom inante de la sociedad le interesa santificar lo existente confiriéndole el carácter de ley y fijar como legales sus barreras, dadas por el uso y la tradición. Prescindiendo de todo lo demás, por otra parte, esto se produce por sí solo apenas la reproducción constante de la base de las condiciones im perantes, de la relación en la que se basa, asum e con el correr del tiempo una forma regulada y ordenada; y esta regla y este orden son, de por sí, un factor im prescindible de cualquier m odo de producción que pretenda asumir solidez social e independencia del mero azar y la arbitrariedad», Capital, volum en III, p p. 7734 [E l capital, libro III, vol. 8, p. 1009].
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artesanado rural d is p e r so 11. Las m ejoras en el equipo técnico así creado tendieron a rebajar la dem anda de prestaciones de trabajo personal en los dom inios señoriales, perm itiendo el correspondiente aum ento de la producción en las parcelas cam pesinas. Al m ism o tiem po, sin em bargo, y a m edida que la población crecía con la expansión de la econom ía m edieval, la exten sión m edia de las parcelas del cam pesinado dism inuyó incesan tem en te a causa de su fragm entación, descendiendo quizá de unas 40 hectáreas en el siglo IX a unas 8 ó 12 hectáreas en el siglo x iii 12. El resultado norm al de este proceso fue la creciente d iferenciación social en las aldeas, cuya principal línea divisoria separaba a aquellas fam ilias que poseían yuntas para arar de aquellas que no las poseían. Un incipiente estrato de cam pesinos acom odados acaparaba norm alm ente la m ayor parte de los b en eficios del progreso rural d entro de la aldea y tendía frecuentem en te a reducir a los cam pesinos m ás pobres a la p osición de jornaleros dependientes que trabajaban para ellos. Sin em bargo, tanto los cam pesinos p rósperos com o los pobres se oponían estructuralm ente a los señores que vivían a costa de ellos y durante toda la época feudal se libraron entre ambos con stan tes y silen ciosas luchas por los arrendam ientos (que ocasionalm ente estallaron en guerras abiertas, aunque en conjun to esto fue poco frecuente en los siglos que estam os estu diando). Las form as que adoptó la resistencia cam pesina fueron m uy variadas: recurso a la ju sticia pública (donde existía, com o en Inglaterra) contra las desorbitadas pretensiones señoriales; incum p lim iento colectiv o de las prestaciones de trabajo (protoh u elgas); p resion es para ob tener reducciones directas de las rentas o engaños en los p eso s del producto o en las m ediciones de tie r r a 13. Por su parte, los señores, fuesen laicos o eclesiástico s, recurrían a la fabricación legal de nuevas obligaciones, a la violencia d irectam ente coercitiva para im poner au11 Véase Duby, Guerriers et paysans, pp. 213, 217-21. 12 Rodney Hilton, Bond men m ade free, Londres, 1973, p. 28 [Siervos liberados, Madrid, Siglo XXI, 1978]. 13 Para estas diferentes formas de luchas, clandestinas unas y abiertas otras, véase R. H. Hilton, A m ediaeval society: the W est Midlands, páginas 154-60; «Peasant movem ents in England before 1381», pp. 76-90; «The transition from feudalism to capitalism», Science and Society, otoño de 1953 pp. 343-8 [«Comentario», en R. Hilton, comp. La transición del feudalism o al capitalism o, Barcelona, Crítica, 1977], y Witold Kula, Théorie econom ique du s y s tèm e féodale, La Haya-París, 1970 pp. 50-3, 146 [Teoría económica del sistem a feudal, Buenos Aires, Siglo XXI, 2.ª ed., 1976].
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m entos de rentas y a la apropiación de tierras com unales o disputadas. Las luchas por las rentas podían generarse, pues, en am bos polos de la relación feudal y tendían a estim ular la productividad en sus dos extrem os14. Los señores y los cam p esin os estaban objetivam en te inm ersos en un p roceso conflictivo cuyas consecuencias globales llevarían hacia adelante al conjunto de la econom ía agrícola. Un área de con flicto social fue esp ecialm en te im portante en su s consecuencias para el desarrollo del m odo de producción en cuanto tal. Las disputas en to m o a la tierra fueron obviam ente endém icas en una situación en la que el suelo com unal de la aldea no era en absoluto un su elo prim ordialm ente agrícola y en la que grandes extension es de tierra eran pantanos, brezales o selvas vírgenes. La roturación y conversión de tierras n o cultivadas era, por tanto, la vía m ás fructífera de expansión de la econom ía rural en Ia Edad Media y la m ás espectacular expresión de la m ayor capacidad productiva de la agricultura feudal. De hecho, entre los años 1000 y 1250 tuvo lugar un vasto m ovim iento de ocupación y colonización de nuevas tierras. Se14 Duby, por el contrario, atribuye únicamente al campesinado el ímpetu económ ico básico de esta época. En su opinión, la nobleza dirigió el crecimiento de la economía europea en el período comprendido entre los años 600 y 1000 por medio de la acumulación de botines y tierras en la guerra; el campesinado dirigió el desarrollo de la economía entre los años 1000 y 1200 gracias al avance del cultivo rural en el marco de una nueva paz; la burguesía urbana dirigió el desarrollo del período que comienza en el 1200 por medio del comercio y las manufacturas de las ciudades: Guerriers et paysans, passim . La simetría un poco sospechosa de este esquema no está sostenida, sin embargo, por las m ismas pruebas de Duby. Es muy dudoso que la influencia global de la guerra descendiera seriamente después del año 1000 (como Duby concede en una ocasión, página 207), mientras que el activo papel señorial en la economía de los siglos XI y XII está ampliamente documentado por el propio Duby. Por otra parte, es difícil comprender por qué deba concederse a las actividades militares de la nobleza una preeminencia económica tan grande en el período anterior al año 1000 a expensas del trabajo campesino. De hecho, el vocabulario de Duby oscila significativamente en la localización de los «orígenes del dinamismo económico» en cada fase (compárense las form ulaciones aparentemente contradictorias de las pp. 160 y 169 y de las páginas 200 y 237, que asignan sucesivamente una prioridad causal a la guerra y al cultivo en la fase 1, y a los nobles menores y a los campesinos en la fase 2). Estas oscilaciones reflejan verdaderas dificultades de análisis dentro del magistral estudio de Duby. En realidad, es absolutamente im posible asignar una exacta proporción económica a los roles subjetivos de las clases sociales en pugna de esta época: la estructura objetiva del m odo de producción fue lo que puso en movimiento sus respectivas y diversas realizaciones en la forma de una lucha social antagónica.
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ñores y cam pesinos participaron decididam ente en este p roceso de expansión. Las talas de los cam pesinos fueron generalm ente am pliaciones poco sistem áticas de los lím ites existen tes de tierra cultivable a costa de los b osques y pastizales de los alrededores. Las roturaciones nobiliarias fueron norm alm ente em presas posteriores y m ás am plias que m ovilizaron m ayores recursos para la recuperación de tierras m ás difíciles15. El rescate m ás arduo de tierras rem otas y yerm as fue obra de las grandes órdenes m onásticas, sobre todo de los cistercien ses, cuyas abadías fronterizas ofrecían una prueba tangible de los b en eficios del antinaturalism o católico. La duración de la vida de un m onasterio no era la de un barón. El m on asterio n o tenía que recuperar en una sola generación la inversión en trabajo hum ano necesaria para las roturaciones d ifíciles. La explotación de las regiones m ás rem otas e inhóspitas, que se recuperaban para el cu ltiv o o el p astoreo y n ecesitaban una proyección económ ica a largo plazo, era em prendida frecuentem en te por las órdenes religiosas. E stas, a su vez, eran tam bién con frecuencia especialm ente opresivas para el cam pesinado, ya que sus com unidades clericales residían m ás tiem po en sus tierras que los caballeros o barones, que a m enudo podían estar fuera, en las expediciones m ilitares. Las presiones y pretensiones conflictivas que se originaban a consecuencia de estas disputas por las nuevas regiones constituían, pues, una nueva form a de lucha de clases por la tierra. En algunos casos, y con o b je to de conseguir m ano de obra para la roza de bosques y brezales, los nobles liberaban a los cam pesinos de la condición servil; para las grandes em presas, sus agentes o locatores tenían que prom eter norm alm ente a los alistados especiales exenciones feudales. En otros casos, las roturaciones cam pesinas eran tom adas y expropiadas posteriorm ente por los n obles, y los pequeños propietarios que vivían en ellas quedaban reducidos, por tanto, a la servidum bre. De un m odo m ás general, a finales del siglo X II y durante el XIII pudieron observarse m ovim ientos profundam ente contradictorios en la sociedad rural de Europa occidental. Por una parte, las tierras señoriales se redujeron y las p restacion es de trabajo personal dism inuyeron en la m ayor parte de las regiones, con la n otable excepción de Inglaterra. En los dom inios señoriales se hicieron m ás frecuentes los trabajadores esta cio 15 Véase el estudio de Duby, Rural econom y and cou n try life in the m ediaeval W est, pp. 72-80.
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nales, pagados en salarios p ero su jetos a obligaciones consuetudinarias, m ientras que el arrendam iento de las reservas señoriales a arrendatarios cam pesinos aum entaba enorm em ente a costa del cu ltivó directo. E n algunas zonas, especialm ente quizá en el norte de Francia, las com unidades de cam pesinos y aldeas com praban su libertad a u n os señores ansiosos de obten er ingresos en m e tá lic o 16. Por otra parte, la m ism a época p resen ció tam bién una nueva oleada de servidum bre, que privó d e su libertad a grupos sociales anteriorm ente libres y añadió un n uevo rigor y p recisión a las definicion es jurídicas de la falta de libertad, con la form ulación por vez prim era a partir de finales del siglo X I de la d octrina de la «servidum bre de la gleba». Las tierras de los cam pesin os libres, que a diferencia de las tenencias de los villan os estaban sujetas a reparto por herencia, cedieron sim ultán eam ente en m uchas regiones ante las presion es señoriales y se convirtieron en tenencias dependientes. Las p o sesio n es alodiales retrocedieron y se esfum aron generalm ente en esta época, que fue testig o adem ás de una m ayor expansión del sistem a de f e u d o 17. Todas estas conflictivas tendencias agrarias eran m a n ifestacion es de la silen ciosa lucha social p or la tierra que dio a esta era su vitalidad económ ica. E sta o cu lta aunque in cesan te e im placable tensión entre dom inantes y dom inados, entre los señ ores m ilitares de la sociedad y los productores d irectos som etid os a ellos, fue lo que produjo la gran expansión m edieval de los siglos XII y XIII. E l resu ltad o n eto de esta s p resiones dinám icas, innatas a la econom ía feudal de O ccidente, fue Un aum ento considerable de la producción global. N aturalm ente, el au m ento de la extensión de tierra cultivada n o p uede cuan tificarse a escala con tinental debido a la im posib ilidad de estab lecer proporciones m edias a causa de la diversidad de clim as y tierras, aunque no hay duda de que p rácticam en te en todas partes fue m uy considerable. Los h istoriadores han calculado, sin em bargo, con alguna m ayor precisión, aunque todavía con cautela, los aum entos en las cosechas. El cálculo de Duby es que entre los siglos IX y XIII los rendim ientos m ed ios co sech a/siem b ra aum entaron com o m ínim o de 2,5/1 a 4 /1 , y que la parte de la cosecha que quedaba a d isp osición del p rodu ctor se duplicó: «En los 16 Normalm ente esas compras fueron obra de cam pesinos ricos que dominaban las aldeas situadas en regiones con relaciones de mercado, ya fuese en Francia o en Italia: Hilton, Bond men m ade free, pp. 80-5. 17 Boutruche, Seigneurie et féodalité, II, pp. 77-82, 102-4, 276-84.
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cam pos de Europa occid ental tuvo lugar, entre el período carolingio, y el am anecer del siglo X III, un gran cam bio en la productividad, el ú n ico de la h istoria hasta los grandes avances de los siglos XVIII y XIX [ ...] A finales del siglo XIII, la agricultura m edieval había alcanzado u n nivel técn ico equivalente al de los años que precedieron inm ediatam ente a la revolución agrícola»18. La espectacular aceleración de las fuerzas de producción desencadenó, a su vez, la correspondiente expansión dem ográfica. Entre los años 950 y 1348, la población total de Europa occidental p osiblem ente creció m ás del doble, pasando de unos 20 a 54 m illones de personas19. S e ha calculado que la esperanza m edia de vida, que había sid o de unos veinticinco años en el Im perio rom ano, se elevó a treinta y cinco años en el siglo XIII en la Inglaterra fe u d a l20. En el m arco de esta sociedad que se m ultiplicaba, el com ercio se revi talizó después de su larga decadencia durante la Edad Oscura, y un m ayor núm ero de ciudades crecieron y prosperaron com o puntos de intersecció n de los m ercados regionales y com o centros m anufactureros. El auge de esto s en claves urbanos n o puede separarse de la levadura agrícola que los rodeaba. Es absolutam ente incorrecto aislar a uno de otro en cualquier análisis que se haga de la Alta Edad M ed ia21. Por un lado, la m ayor parte de las nuevas ciudades fueron, en su origen, prom ovidas o protegidas por señores feudales, para quienes con stitu ía un ob jetivo natural acaparar los m ercados locales u ob ten er grandes b en eficios del com ercio de larga d istancia concentrándolo bajo su égida. Por otro, el fuerte aum ento en los precios cerealísticos experim entado entre 1100 y 1300 —un salto de alrededor del 300 por 18 Rural econom y and country life in the m ediaeval W est, pp. 103-12. Esta pretensión de Duby sobre la época medieval parece exagerada, véanse los cálculos realizados por Van Bath sobre las cosechas en la agricultura posmedieval, infra, pp. 267-8. Pero su énfasis en la magnitud del desarrollo medieval exige un consenso general. 19 J. C. Russell, Late ancient and mediaeval populations, Filadelfia, 1958, páginas 102-13. Parece ser que, de hecho, la población de Francia, Gran Bretaña, Alemania y Escandinavia se triplicó durante esos siglos; los índices más lentos de crecimiento en Italia y España hacen que dism inuya la media global. 20 R. S. Lopez, The birth of Europe, Londres, 1967, p. 398. 21 Una opinión expresada con frecuencia es que, en palabras de Postan, las ciudades de esta época fueron «islas no feudales en océanos feudales» (The m ediaeval econom y and society, p. 212). Esa descripción es incompatible con cualquier análisis comparado de las ciudades medievales dentro de una tipología histórica más amplia del desarrollo urbano.
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ciento— proporcionó la b ase inflacionista propicia para la venta de todas las m ercancías urbanas. Sin em bargo, una vez cim entadas y puestas en m archa económ icam ente, las ciudades m edievales consiguieron m uy pronto una autonom ía relativa, que adoptó una form a p olítica visible. D om inadas en un prim er m om ento por agentes señoriales (Inglaterra) o por pequeños nobles residentes en ellas (Italia), posteriorm ente crearon unos patriciados específicam ente urbanos, procedentes en su m ayor parte de las filas de los antiguos interm ediarios feudales o de triunfantes m ercaderes y m anufactureros22. E stos nuevos estratos patricios controlaban una econom ía urbana en la que la producción llegó a estar fuertem ente regulada por los grem ios, que generalm ente aparecieron en las últim as décadas del siglo X II. En estas corporaciones n o existía separación alguna entre el productor artesano y los m edios de producción, y los pequeños m aestros form aban una m asa plebeya situada inm ediatam ente debajo de la propia oligarquía mercantil-manufacturera. Sólo en las ciudades flam encas e italianas apareció por debajo de este artesanado, y con una identidad y unos intereses esp ecíficos, úna clase social asalariada de trabajadores urbanos de cierta m agnitud. El m odelo de gobierno m unicipal variaba de acuerdo con el p eso relativo de la actividad «manufacturera» o «m ercantil» de las respectivas ciudades. Donde la prim era actividad tenía una im portancia fundam ental, los grem ios artesanos tendieron finalm ente a conseguir alguna participación en el poder civil (Florencia, Basilea, Estrasburgo, Gante); m ientras que allí donde predom inaba de form a decisiva la segunda, las autoridades de la ciudad norm alm ente se reducían a los m ercaderes (Venecia, Viena, N urem berg, Lübeck) 23. Las m anufacturas a gran escala estaban concentradas esencialm ente en las dos regiones densam ente pobladas de Flandes y el norte de Italia. Los tejid os de lana eran naturalm ente el sector m ás expansivo, ya que su productividad probablem ente se m ultiplicó por m ás de tres con la introducción del telar horizontal de pedal. Sin em bargo, los m ayores beneficios cosechados por el capital urbano m edieval procedían indudable22 J. Lestocquoy, Aux origines de la bourgeoisie: les villes de Flandre e t de l ’Italie sous le gouvernem ent des patriciens (X Ie-XVe siècles), París, 1952, pp. 45-51, estudia los orígenes de las oligarquías florentina, genovesa y sienesa, A. B. Hibbert, «The origin of the mediaeval town patriciate», Past and Present, núm. 3, febrero de 1953, pp. 15-27, es el mejor análisis del problema. 23 Véanse las observaciones de Guy Fourquin, H istoire économique de l’Occident médiéval, París, 1969, pp. 240-1.
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m ente del com ercio de larga distancia y de la usura. Dado el continuo (aunque decadente) predom inio de una econom ía natural y la todavía rudim entaria red de transportes y com unicaciones de Europa, las oportunidades de com prar barato y revender caro en m ercados im perfectos eran desproporcionadam ente lucrativas. El capital m ercantil pudo ob ten er b en eficios m uy altos por la sim ple m ediación entre esferas separadas de valores de u s o 24. El sistem a de ferias de la Champaña, que unió a los Países B ajos con Italia desde el siglo XII h asta principios del XIV, se convirtió en el célebre eje de estas transacciones interregionales. Por otra parte, la fusión estructural de lo econ óm ico y lo político que definió al m odo de producción feudal n o podía reducirse únicam ente a la extracción señorial del p lu sproducto agrícola. La coerción extraeconóm ica de carácter político-m ilitar fue utilizada tam bién con toda libertad por las oligarquías patricias que llegaron a dom inar las ciudades m edievales: expediciones arm adas para im poner m onopolios, incursiones de castigo contra los rivales, cam pañas para im poner peajes y levas al cam po circundante. El punto m ás alto de esta aplicación de la violencia política para la dom inación forzosa de la producción y el com ercio se alcanzó, por supuesto, con el anexion ism o de las ciudades italianas, con su ávida su jeción y extorsión de las provisiones y la m ano de obra de sus conquistados contados rurales. El carácter antiseñorial de las incursiones urbanas en Lom bardía o Toscana n o las hacía antifeudales en sen tid o estricto: eran m ás bien m odalidades urbanas del m ecanism o general para la extracción del plusp rod u cto característico de la época y dirigido contra los com petidores rurales. A pesar de ello, las com unidades corporativas urbanas representaron indudablem ente una fuerza de vanguardia en el conjun to de la econom ía m edieval, porque só lo ellas estaban dedicadas únicam ente a la producción m ercantil y se basaban exclusivam ente en el intercam bio m onetario. N aturalm ente, el m ism o volum en de los beneficios realizados por la otra gran vocación com ercial de los m ercaderes es prueba de su papel fundam ental a este respecto en el m arco de la rarefacción m onetaria general de la época. El pináculo de las fortunas patricias fue la banca, donde podían obtenerse astronóm icos tipos de interés por los exorbitantes p réstam os concedidos a príncipes y nob les faltos de dinero líquido. Marx señaló que «la 24 Véase Marx, Capital, III, pp. 320-5.
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usura parece vivir en los poros de la producción, así com o en Epicuro los d ioses viven e n los interm undos. Es tan to m ás difícil con segu ir dinero cu an to m en os form a m ercantil se con stituya en la form a generalizada del producto. Por eso, el usurero n o conoce lim itación alguna salvo la capacidad de pago o de resisten cia de quien n ecesita d in e r o » 25. E l carácter «parasitario» de esta s operaciones n o las h acía , sin em bargo, necesariam ente im productivas desde el p u n to de vista económ ico: de los exuberantes ríos de la usura corrían a m enudo caudalosos afluentes de inversiones hacia las m anufacturas o los transportes. La vu elta de la m oneda de oro a Europa a m ediados del siglo X III, con la sim ultánea acuñación e n 1252 del ja n u a r iu s y el florín en Génova y Florencia, fue el sím b olo resplandeciente de la vitalidad com ercial de las ciudades. Fueron ellas tam bién las que devolvieron a la Europa feudal el dom inio de los m ares lim ítrofes, prenda decisiva de su expansión. La econ om ía urbana de la Edad M edia era absolutam en te ind isociab le del transporte y el com ercio m arítim o; no fu e accidental que sus dos grandes centros regionales, en el norte y el su r de Europa, estu vieran cerca del litoral. La prim era condición para el auge de las ciudades italianas fue el esta b lecim ien to de su suprem acía naval e n el M editerráneo occidental, que quedó lim p io de flotas islám icas a principios del siglo X I. E sta suprem acía fue seguida de dos nuevos avances internacionales: el d om in io del M editerráneo oriental, con la victoria de la prim era cruzada, y la apertura de rutas regulares para el com ercio atlántico, desde el M editerráneo hasta el canal de la M a n ch a 26. El p od erío m arítim o de Génova y Venecia fue lo que garantizó a E uropa occidental un continuo superávit com ercial con Asia, superávit que financió su vuelta al oro. E l volu m en de la riqueza acum ulada en estas ciudades m editerráneas p uede apreciarse p or m ed io de esta sim ple com paración: en el añ o 1293, só lo los im p u estos m arítim os del puerto de Génova produjeron tres v eces y m edia m ás que todas las rentas reales de la m onarquía fr a n c e sa 27. Com o ya h em os señalado, la condición estructural que po25 Capital, III, p. 585 [E l capital, libro III, vol. 7, p. 772]. 26 Bautier, The econom ic d evelopm en t of m ediaeval Europe, pp. 96100, 126-30, subraya correctam ente la im portancia de estos avances. 27 Lopez, The birth of E urope, pp. 260-1. Ese fue un año excepcional en Génova: los ingresos fueron cuatro veces más altos que en 1275 y dos veces más que en 1334. Pero la m ism a posibilidad de alcanzar esa cima es tam bién bastante sorprendente.
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sibilitó este poder y esta prosperidad urbana fue la parcelación de la soberanía característica del m odo de producción feudal en Europa. S ólo este hecho perm itió la autonom ía po lítica de las ciudades y su em ancipación del control señorial o m onárquico directo, que separó rad icalm en te a Europa occidental de los E stados orien tales de la m ism a época, con sus concentraciones m u nicipales m ucho m ás extensas. La form a más m adura que ad optó esta autonom ía fue la com una, in stitución que recuerda la diferencia irreductible que existía entre la ciudad y el cam po in clu so dentro de su unidad feudal. La com una era, en efecto, una confederación basada en el juram ento de lealtad recíproca entre iguales: la conjuratio28. E sta prom esa jurada con stitu ía una anom alía en el m undo m edieval porque, aunque las in stitu cion es feudales de vasallaje y fidelidad tuvieran un carácter enfáticam ente m utuo, eran, sin em bargo, vínculos de obligaciones entre superiores e inferiores en una expresa jerarquía de rango. Se definían por la d esigualdad m ás incluso que por la reciprocidad. La conjuratio urbana, pacto fundador de la com una y una de las aproxim aciones históricas realm ente m ás cercana a un «contrato social» form al, entrañaba un p rincip io nuevo y diferente: una com unidad de iguales. Por su naturaleza, era odiada y tem ida por nobles, prelados y m onarcas: la com una era un «nom bre nuevo y detestable» para G uibert de N ogent, a principios del siglo x i i 29. En la práctica, la com una quedó lim itada, naturalm ente, a una estrecha élite dentro de las ciudades. Su ejem plo inspiró ligas interciudadanas en el norte de Italia y en Renania y finalm ente, por extensión, ligas de caballeros en Alemania. Sin em bargo, la novedad m ás prom etedora de la institución se derivaba del autogobierno dé las ciudades autónom as, que se rem ontaba precisam ente a la coyuntura en la que las ciudades lom bardas se sacudieron la dom inación señorial de sus obispos y cortaron así la cadena de dependencia feudal en la que pre28 Weber, Econom y and society, III, pp. 1251-62. Las específicas observaciones de Weber sobre las ciudades medievales son casi siempre exactas y agudas, pero su teoría general le impidió captar las razones estructurales de su dinamismo. Weber atribuía el capitalismo urbano de Europa occidental esencialmente a la posterior pugna entre nacionesEstados cerrados: General econom ic h istory, Londres, 1927, p. 337 [H istoria económica general, Madrid, FCE, 1974]. 29 Frase que llamó la atención tanto de Marx (Selected correspondence, p. 89) com o de Bloch (Feudal society, p. 354). Para otro prelado, Jacques de Vitry, las comunas eran «violentas y pestilentes», Lopez, The birth of Europe, p. 234.
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viam ente estaban integradas. Las com unas de tipo italiano nunca tuvieron un carácter universal en Europa, sino que constituyeron el privilegio de las regiones económ icam ente m ás avanzadas. Así, las otras dos grandes zonas en las que pueden encontrarse son Flandes y —un siglo después— Renania. Sin em bargo, en estas dos zonas existieron gracias a las cartas de autonom ía concedidas por soberanos feudales, m ientras que las ciudades italianas ya habían dem olido definitivam ente y para siem pre la soberanía im perial sobre Lombardía en el siglo XII. Las com unas fueron tam bién im portantes, durante un siglo aproxim adam ente, en las regiones vasalláticas situadas fuera de los dom inios reales del norte de Francia, donde su influencia garantizó un trato tolerante de las bonnes villes del centro y del sur por parte de la m o n a rq u ía 30. En Inglaterra, por su parte, donde el p redom inio de las com unidades m ercantiles extranjeras era un signo de la relativa debilidad de la clase burguesa local, las ciudades eran dem asiado pequeñas para alcanzar la im portancia económ ica necesaria para la em ancipación política, con la excepción de Londres, que, al ser la capital, fue m antenida de form a directa bajo el control r e a l31. En la isla nunca se establecieron com unas propiam ente dichas, lo que habría de ten er im portantes consecuencias para su posterior evolución constitu cional. En toda Europa occidental, los centros urbanos conquistaron, sin em bargo, cartas básicas y una existencia m unicipal corporativa. Las ciudades m edievales representaron en todos los p aíses un com ponente económ ico y cultural absolutam ente crucial del orden feudal. Sobre esa doble base del im presionante progreso agrícola y de la vitalidad urbana se elevaron los m ajestu osos m onum entos estético s e intelectuales de la Alta Edad Media, las grandes catedrales y las prim eras universidades. Van Bath señala: «En el siglo X II se abrió un período de exuberante desarrollo en la Europa occidental y m eridional. Tanto en el cam po cultural com o en el m aterial se alcanzó un punto culm inante en los años com prendidos entre 1150 y 1300 que no fue igualado de nuevo hasta m ucho después. E ste avance se produjo no sólo en la teología, la filosofía, la arquitectura, la escultura, la vidriería y la literatura, sin o tam bién en el bien estar m aterial»32. 30 C. Petit-Dutaillis, Les com m unes f rançaises, París, 1947, pp. 62, 81. 31 En el año 1327, Londres recibió de Eduardo III una carta formal de libertades, pero a finales de la Edad Media la ciudad estaba firmem ente sometida al poder central de la monarquía. 32 The agrarian history of W estern Europe, p. 132.
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Los orígenes de la arquitectura gótica, artefacto suprem o de esta «exuberancia» cultural, constituyeron una llam ativa expresión de las energías unitarias de la época: su lugar de nacim iento fue el norte de Francia, corazón del feu d alism o desde Carlom agno, y su fundador fue Sigerio, abad, regente y patrón, cuya triple vocación fue reorganizar y racionalizar el señorío de Saint D enis, consolidar y extender el poder de la m onarquía capeta para Luis VI y Luis VII y lanzar sobre Europa un estilo aéreo de construcción, cuyo program a poético era su propio verso r e lig io so 33. E stos logros interiores de la civilización m edieval de O ccidente tuvieron su reflejo exterior en su expansión geográfica. Del año 1000 al 1250, el em puje del m odo de producción feudal produjo en su m om ento culm inante las exp ed iciones internacionales de las cruzadas. Las tres grandes puntas de esta expansión se localizaron en el B áltico, la península Ibérica y el Oriente Próxim o. Brandem burgo, Prusia y Finlandia fueron conquistadas y colonizadas por caballeros germ anos y suecos. Los m oros fueron expulsados desde el Tajo a la sierra de Granada; Portugal quedó com pletam ente lim p io y allí se fundó un nuevo reino. Palestina y Chipre fueron arrebatados a los m usulm anes. La conquista de C onstantinopla, que acabó d efinitivam ente con los vestigios del viejo Im p erio de Oriente, parecía consum ar y sim bolizar el vigor triunfante del feudalism o occidental.
33 Véase el estimulante ensayo de Erwin Panofsky sobre Sigerio en Meaning in the visual arts, Nueva York, 1955, pp. 108-45.
5.
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Y, sin em bargo, a los cien años, una trem enda crisis general aso ló a to d o el con tin en te. C om o verem os, esta crisis a m enudo ha aparecido retrosp ectivam en te co m o la gran línea divisoria que separó lo s d estin os d e Europa. Sus causas todavía están por estu diar y analizar sistem áticam en te, aunque en la actualidad sus elem en tos fen om en ológicos está n bien docum entados1 . E l determ inante m ás p rofu n do de esta crisis general radica, probablem ente, en un «bloqueo» de los m ecanism os de reproducción del sistem a en el de su s ú lti mas capacidad e s. P arece claro, en particular, que el m otor b ásico de las roturaciones rurales, que había im p u lsad o durante tres siglos a toda la econom ía m edieval, superó fin alm en te los lím ites objetivo s de la tierra y de la estructura social. La población siguió crecien do m ientras las cosech as ocupaban las tierras m arginales todavía d ispon ib les para su roturación, dados los niveles existen tes de la técnica, y el su e lo se degradaba p or la precipitación y el m al u so. Las ú ltim as reservas de tierras recientem ente roturadas eran norm alm en te de baja calidad, suelos húm ed os o ligeros donde eran m ás d ifíciles los cultivos y en los que se sem braban cereales in feriores, tales com o la avena. Por 1 El m ejor estudio general de la crisis es, todavía, el de Léopold Génicot, «Crisis: from the Middle Ages to M odem Times», en The agrarian life of the M iddle Ages, pp. 660-741. Véase también R. H. Hilton, «Y eutil une crise générale de la féodalité?», Armales ESC, enero-marzo de 1951, páginas 23-30. Duby ha criticado recientem ente la idea «romántica» de una crisis general basándose en que durante los últim os siglos de la Edad Media tuvieron lugar im portantes progresos culturales y urbanos en algunos sectores. «Les sociétés médiévales: une approche d’ensemble», Annales ESC, enero-febrero de 1971, pp. 11-12. Sin embargo, esto es confundir el concepto de crisis con el de retroceso. Ninguna crisis general de ningún m odo de producción es nunca una sim ple caída vertical. La aparición limitada de nuevas relaciones y fuerzas de producción no sólo era com patible con el punto m ás bajo de la depresión, a m ediados del siglo XIV, sino que a menudo era uno de los aspectos que la integraba, particularmente en las ciudades. N o hay ninguna necesidad de poner en cuestión la existencia de una crisis general sim plem ente porque haya sido adornada en la literatura romántica.
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otra parte, las tierras som etid as desde hacía m ás tiem po al arado sentían ya la vejez y la decadencia debido a la m ism a antigüedad de sus cu ltivos. El avance de las tierras destinadas al cereal se había co n segu id o frecu entem en te a costa de la dism inución de los pastizales, lo que naturalm ente afectó a la cría de anim ales y, con ella, al su m in istro de abonos para la m ism a tierra c u ltiv a d a 2. El p rogreso de la agricultura m edieval sufrió ahora su prop io castigo. La roturación de bosques y tierras b ald ía s n o fue acom pañada de un cuidado sim ilar en su conservación: en los buenos tiem p os se utilizaron m uy p oco los fertilizantes, de tal m odo que las capas altas de tierra quedaron rápidam ente exhaustas; las inundaciones y los vendavales de polvo se hicieron m ás fr e c u e n te s3. Adem ás, la diversificación de la econom ía feudal europea con el desarrollo del com ercio internacional había provocado e n algunas regiones una dism inución de la producción de grano a costa de otras ram as de la agricultura (vino, lino, lana, ganadería) y, por tanto, un aum ento 2 Sin duda alguna, el m ejor análisis de estos procesos de la tardía agricultura feudal se encuentra en Postan, The m ediaeval econom y and society, pp. 57-72. El libro de Postan está consagrado a Inglaterra, pero las im plicaciones de sus análisis tienen un alcance general. 3 Postan, «Some econom ic evidence of declining population in the later Middle Ages», Econom ic H isto ry R eview , núm. 3, 1950, pp. 238-40, 244-6; Van Bath, The agrarian h istory o W estern E urope, pp. 132-44. Estos hechos son una prueba clara de una crisis de las fuerzas de producción en el seno de las relaciones de producción dominantes. Indican precisamente lo que Marx entendía por una contradicción estructural entre ambas. Una explicación alternativa de la crisis, avanzada en su día y de forma provisional por Dobb y Kosm insky, es empíricamente cuestionable y teóricamente reduccionista. E stos autores argumentaban que la crisis general del feudalism o en el siglo XIV se debió esencialm ente a una escalada lineal, a partir del sig lo X I, de la explotación nobiliaria que provocó finalmente una serie de rebeliones campesinas y, en consecuencia, un derrumbamiento del viejo orden. Véase E. A. Kosminsky, «The evolution o feudal rent in England from the 11th to the 15th centuries», Past and Present, núm. 7, abril de 1955, pp. 12-36; M. Dobb, Stu dies in the developm ent o capitalism , pp. 44-50 [E stu dios sobre el desarrollo del capitalism o, páginas 63-70]. Dobb es más matizado. Pero esta interpretación no parece ajustarse a la tendencia general de las relaciones de renta en la Europa occidental de esta época y, por otra parte, tiende a convertir la teoría de Marx de las com plejas contradicciones objetivas en un simple enfrentamiento subjetivo de las voluntades de clase. La resolución de las crisis estructurales de un m odo de producción depende siempre de la intervención directa de la lucha de clases, pero la germinación de esas crisis puede coger por sorpresa a todas las clases de una totalidad histórica dada, al proceder de unos planos estructurales distintos de los de su propia confrontación inmediata. Lo que determina su resultado final es, como veremos en el caso de la crisis feudal, su choque dentro de esa situación de crisis general.
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en la dependencia de las im portaciones con sus peligros consiguientes4. En el m arco de este equilibrio ecológico cada vez m ás precario, la expansión dem ográfica podía caer en la superpoblación al prim er golpe de m ala cosecha. Los prim eros años del siglo XIV estuvieron plagados de esos desastres: 1315-1316 fueron años de ham bre en Europa, Las tierras com enzaron a abandonarse y el ín dice de natalidad a caer in clu so antes de los cataclism os que m ás adelante asolaron al continente. En algunas regiones, co m o el centro de Italia, las rentas exorbitantes del cam pesin ado ya estaban dism inuyendo su índice de reproducción en el siglo x iii 5. Al m ism o tiem po, la econom ía urbana tropezó ahora con algunos obstácu los decisivos para su desarrollo. N o hay ninguna razón para creer que la pequeña producción m ercantil en la que se basaban sus m anufacturas estuviera en este m om en to seriam ente dañada por las restricciones grem iales y p or el m on op olism o patricio que dom inaban las ciudades. Pero el m ed io b ásico de circulación para el intercam b io m ercantil quedó indudablem ente paralizado por la crisis, ya que a partir de las prim eras décadas del siglo XIV hubo una escasez generalizada de dinero que a fectó inevitablem ente a la banca y al com ercio. Las razones fundam entales de esta crisis m onetaria son oscuras y com plejas, pero uno de sus principales factores fue la llegada al lím ite ob jetivo de las propias fuerzas de producción. E n la m inería, com o en la agricultura, se alcanzó una barrera técnica en la que la explotación se hizo inviable o perjudicial. La extracción de plata, a la que estaba conectado tod o el sector urbano y m onetario de la econom ía feudal, dejó de ser practicable o ren tab le en las principales zonas m ineras de Europa central, porque n o había form a de abrir pozos m ás profundos o de refinar los m inerales m ás im puros. «La extracción de plata llegó casi a su fin en el siglo XIV. 4 Esta tendencia puede exagerarse en ocasiones. Bautier, por ejemplo, reduce prácticamente toda la crisis económica del siglo XIV a un adverso efecto marginal del beneficioso progreso de la especialización agrícola, resultado de una progresiva división internacional del trabajo: The econom ic developm ent o m ediaeval Europe, pp. 190-209. 5 D. Herlihy, «Population, plague and social change in rural Pistoia, 1201-1450», Econom ic H istory R eview , XVIII, núm. 2, 1965, pp. 225-44, documenta este fenómeno en Toscana. Por otra parte, la economía rural de Italia central fue bastante atípica en el conjunto de Europa occidental: sería, pues, incorrecto generalizar las relaciones de renta a partir del caso de Pistoia. Hay que señalar, además, que el resultado de la superexplotación toscana fue un descenso de la fertilidad campesina y no la rebelión.
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En Goslar hubo quejas por el aum ento del nivel de las aguas subterráneas y tam bién hubo problem as con el agua en las m inas de Bohem ia. La recesión ya había com enzado en Austria en el siglo X III. La actividad m inera se paralizó en Deutschbrod en el año 1321; en Freisach, alrededor del 1350, y en Brandes (Alpes franceses), en to m o al 1320»6. La escasez de m etales provocó repetidos envilecim ientos de la m oneda en un país tras o tro y, en consecuencia, una inflación galopante. E sto, a su vez, provocó un efecto de tijeras en las relaciones entre los precios urbanos y a g ríco la s7. El descenso de la población cond u jo a una contracción en la dem anda de artículos de subsistencia, de tal form a que los p recios del grano se hundieron a partir de 1320. Las m anufacturas urbanas y los bienes caros producidos para el consum o señorial gozaban, por el contrario, de una clientela relativam ente inelástica y selecta y aum entaron progresivam ente sus precios. E ste p roceso contradictorio afectó radicalm ente a la clase noble, ya que su m odo de vida se había hecho cada vez m ás dependiente de los bienes de lu jo producidos en las ciudades (el siglo XIV habría de presenciar el apogeo de la ostentación feudal con las m odas de la corte borgoñona, que se extendieron por toda Europa), m ientras que el cultivo de sus tierras y las rentas serviles p rocedentes de sus dom inios producían unos ingresos progresivam ente decrecientes. El resultado fu e un descenso en las rentas señoriales, que, a su vez, desencadenó una oleada sin precedentes de guerras, ya que en todas partes los caballeros intentaron recuperar sus fortunas por m edio del s a q u e o 8. En A lem ania e Italia, esta búsqueda de botín en tiem pos de escasez produjo el fenóm eno del bandidaje desorganizado y anárquico de los señores individuales: los im placables R a u b ritte rtu m , de Suabia y Renania, y los indeseables condottieri, que se extendieron desde la R om aña por tod o el norte y el cen tro de Italia. En España, las m ism as presiones generaron un estad o en d ém ico de guerra civil en Castilla al escindirse la nobleza en facciones rivales en to m o a los problem as de la sucesión d inástica y del poder real. Y en Francia, sobre todo, la guerra de los Cien Años 6 Van Bath, The agrarian history of W estern E urope, p. 106. 7 Véase H. Miskimin, «Monetary m ovem ents and market structures. Forces for contraction in fourteenth and fifteenth century England», Journal of Econom ic H istory, xxiv, diciembre de 1963, núm. 2, pp. 483-90; Génicot, «Crisis: from the Middle Ages to Modern Times», p. 692. 8 Para la crisis de los ingresos de la nobleza, véase el estudio de Fourquin, H istoire économique de l’Occident m édiéval, pp. 335-40.
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— m ezcla feroz de guerra civil en tre las casas de lo s Capetos y B orgoña y de lucha internacion al en tre Inglaterra y Francia, que tam bién en volvió a las poten cias flam enca e ibérica— hundió al país m ás rico de E uropa e n u n desorden y una m iseria sin igual. E n Inglaterra, el ep ílo g o de la definitiva derrota contin en tal en Francia fue el «gangsterism o» señorial de las guerras de las R osas. La guerra, vocación caballeresca del noble, se convirtió en su actividad profesional: los servicios de caballería dieron p a so p rogresivam en te a los capitanes m ercenarios y a la v iolen cia a sueldo. La p ob lación civil fue en todas partes la víctim a. Para com p letar este panoram a de desolación, la crisis estructural estu v o sob red eterm in ada p or una catástrofe coyuntural: la in vasión de la p e ste negra p roced en te de Asia en el año 1348. E ste fue un fen ó m en o exterior a la historia europea que se estrelló con tra ella de form a sim ilar a com o habría de h acerlo la colon ización europea contra la s sociedades am ericanas o africanas en los siglos p osterio res (el im p acto de las epidem ias en el Caribe ofrece quizá una adecuada com paración). P asando de Crim ea a lo s B alcan es p or el m ar N egro, la p este atravesó co m o un tifó n toda Italia, E spaña y Portugal, se curvó hacia el norte en d irección a Francia, Inglaterra y los Países B ajos y fin alm en te se volvió de n u evo hacia el este por Alem ania, E scandinavia y R usia. Con la resisten cia dem ográfica ya debilitada, la p este negra se abrió p a so con su guadaña en tre la población del con tin en te, segan do quizá una cuarta parte de su s habitan tes. A partir de en ton ces, los brotes de p este se h icieron end ém icos en m uchas regiones. Si se cuentan esas repetidas ep idem ias auxiliares, el nú m ero de m uertos hacia 1400 fue p osib lem en te de dos qu intos del t o t a l9. El resultado fu e una devastadora esca sez de m a n o de obra, precisam ente cuando la econ om ía feu dal estab a bloq ueada p or sus graves contradiccion es internas. E sa acum ulación de desastres provocó una d esesp erad a lucha de cla ses p or la tierra. La cla se no9 Russell, Late ancient and m ediaeval population, p. 131. En reacción contra las interpretaciones tradicionales, se ha puesto de moda entre los historiadores m odernos reducir el hincapié en el im pacto de las epidemias del siglo XIV en la econom ía y la sociedad europeas. En cualquier visión comparativa, esta actitud revela un sentido de la proporción extrañamente defectuoso. El conjunto de m uertos de las dos guerras mundiales del siglo actual infligió menos daños a la vida que la peste negra. Incluso es difícil concebir cuáles habrían sido las consecuencias en una época posterior de una pérdida neta del 40 por ciento de la población total de Europa en el espacio de dos generaciones.
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ble, am enazada por l as deudas y la inflación, se enfrentaba ahora a una m ano de obra descend en te y hostil. Su reacción inm ediata fue el in ten to de recuperar su excedente atando a los cam pesinos al señorío o reduciendo drásticam ente los salarios en la ciudad y en el c am po. Los Statutes o Labourers decretados en Inglaterra en los años 1349-1351, inm ediatam ente después de la peste negra, se cuentan entre los program as m ás fríam ente explícitos de exp lotación en toda la historia de la lucha de clases en E u r o p a 10. La Ordonnance francesa de 1351 repitió en lo esen cial d isp osicion es sim ilares a los estatu tos in g le s e s 11. Las Cortes de Castilla, reunidas en V alladolid, decretaron ese m ism o año la regulación de los salarios. Los príncipes alem anes siguieron m uy pronto ese camino: en Baviera se im pusieron con troles sem ejan tes en el año 135212. La m onarquía p ortuguesa aprobó su s leyes de las seism arías dos décadas después, en 1375. S in em bargo, este in ten to señorial de reforzar la con dición servil y hacer que la clase productora pagara el co ste de la crisis se enfrentó ahora con una feroz y violenta resisten cia, dirigida a m enudo por los cam pesinos m ás cultos y prósperos, que m ovilizó las m ás profundas p asiones populares. Los co n flicto s sordos y localizados que habían 10 «Y así fue posteriorm ente ordenado por nuestro señor el rey, y con el asentimiento de los prelados, condes, barones y el resto de su consejo, contra la malicia de los servidores, que estaban ociosos y no deseaban servir después de la peste sin sueldos excesivos, que tal tipo de servidores, tanto hombres como mujeres, debían ser obligados a servir, recibiendo los sueldos y salarios acostumbrados, en los sitios en que tenían que servir en el vigésimo año del reinado del actual rey, o cinco o seis años antes, y que los m ism os servidores que se negaran a servir en estas condiciones debían ser castigados con el encarcelamiento de sus cuerpos [...] los servidores, sin tener en cuenta la ordenanza, sino su comodidad y su singular codicia, se niegan a servir a los grandes y a los otros, a no ser que tengan ropas y sueldos dobles o triples de los que ganaban en el año 20 o antes, para gran daño de los grandes y el empobrecim iento de toda la comunidad», A. R. Myers (comp.), English historical docum ents, vol. IV, 13271485, Londres, 1969, p. 993. El estatuto se aplicó a todos aquellos que no poseían tierra suficiente para su propia subsistencia, obligándoles a trabajar para los señores a sueldo fijo; de ahí que también afectara a los pequeños propietarios. 11 E. Perroy, «Les crises du XIVe siè cle», Annales ESC, abril-junio de 1949, pp. 167-82. Perroy señala que hubo un triple determinante de la depresión de mediados del siglo en Francia: una crisis cerealista debida a las malas cosechas en 1315-20; una crisis financiera y monetaria que llevó a las sucesivas devaluaciones de 1333-45, y una crisis demográfica como consecuencia de las epidem ias de 1348-50. 12 Friedrich Lütge, «The fourteenth and fifteenth centuries in social and econom ic history», en G. Strauss (com p.), Pre-Reformation Germany, Londres, 1972, pp. 349-50.
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caracterizado la larga expansión feudal se fundieron repentinam en te en grandes exp losion es regionales o nacionales durante la depresión feudal en unas sociedades m edievales que ahora estaban ya m ucho m ás integradas económ ica y políticam ente13. La penetración del intercam bio m ercantil en el cam po había debilitado las relaciones consuetudinarias y la llegada de los im p u estos reales se sup erp u so con frecuencia en las aldeas a las tradicionales exacciones nobiliarias: am bos hechos tendieron a centralizar en grandes m ovim ientos colectivos las reacciones populares contra la extorsión y la represión señorial. Ya en la década de 1320, Flandes occid en tal había sid o escenario de una feroz guerra cam pesina contra las exacciones fiscales de su soberano francés y contra las rentas y diezm os de su nobleza y de su Iglesia local. En 1358, el norte de Francia ardió en llam as con la gran jacquerie, posib lem ente el m ayor levantam iento cam pesino registrado en Europa occidental desde los bagaudes, desencadenada por las con fiscacion es y el pillaje m ilitar de la guerra de los Cien Años. Más tarde, en 1381, estalló la rebelión de los cam pesinos en Inglaterra, precipitada por una nueva capitación, con los ob jetivos m ás avanzados y radicales de todos esto s levantam ientos: nada m en os que la com p leta abolición de la servidum bre y la abrogación del existente sistem a legal. En el siglo siguiente les tocó a los cam pesinos calabreses rebelarse contra su s señores de Aragón en las grandes rebeliones de 1469-1475. En España, ios siervos rem ensas se m ovilizaron contra la exten sión de los «m alos usos» im puesto s por sus señores y se produjeron las am argas guerras civiles de 1462 y 148414. E stos fueron só lo los principales episodios de un fenóm en o de am plitud continental que se extendió desde D inam arca h asta M allorca. M ientras tanto, en las regiones m ás desarrolladas, Flandes e Italia del N orte, tenían lugar revoluciones com unales autónom as: en 1309, los pequeños m aestros y tejedores de Gante arrebataron el poder al patriciado y derrotaron en Courtrai al ejército nobiliario enviado para aplastarlos. E n 1378, Florencia experim entó una insurrección todavía m ás radical cuando los h am brientos cardadores de lana o ciom pi — que no eran artesanos, sin o obreros asalariados— establecieron una breve dictadura. 13 Véase H ilton, Bond men made free, pp. 96 ss. 14 En el siglo XIV ya se habían producido serios disturbios en ambas zonas: en las tierras napolitanas bajo el dominio angevino de Roberto I (1309-43) y en Cataluña en la década de 1380.
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Todas estas rebeliones de los explotados fueron derrotadas y reprim idas políticam ente, con la excepción parcial del m ovim iento rem ensa15, pero su im pacto en el resultado final de la gran crisis del feud alism o en Europa occidental fue, a pesar de todo, m uy profundo. Una de las conclusiones m ás im portantes que pueden deducirse de un exam en de la gran crisis del feudalism o europeo es que —contrariam ente a las creencias am pliam ente com partidas por los m arxistas— el «m odelo» característico de una crisis en un m odo de producción no es aquel en que unas vigorosas fuerzas (económ icas) de producción irrum pen triunfalm ente en unas retrógradas relaciones (sociales) de producción y establecen rápidam ente sobre sus ruinas una productividad y una sociedad m ás elevadas. Por el contrario, las fuerzas de producción tienden norm alm ente a estancarse y retro c e d e r dentro de las existentes relaciones de producción; éstas tienen que ser entonces radicalm ente cam biadas y reordenadas antes de que las nuevas fuerzas de producción puedan crearse y com binarse en un m odo de producción globalm ente nuevo. D icho de otra forma; en una época de transición, las relaciones de producción cam bian por lo general antes que las fuerzas de producción, y no al revés. Así pues, la consecuencia inm ediata de la crisis del feudalism o occidental no fue una rápida liberación de nueva tecnología ni en la industria ni e n la agricultura, que tendría lugar únicam ente despué s de un intervalo considerable. La consecuencia directa y decisiva fue m ás bien una extensa transform ación social en el cam po de Occidente, porque las violentas rebeliones rurales de la época condujeron im perceptiblem ente, a pesar de su derrota, a cam bios en el equ ilib rio de las fuerzas de clase en pugna por la tierra. En Inglaterra, los salarios rurales habían descen d id o notablem en te con la proclam ación del Statute o f Labourers, p ero después de la rebelión de los cam pesinos com enzaron a subir en una curva ascend en te que continuó durante tod o el siglo si15 Sólo un campesinado desafió victoriosam ente a la clase feudal en Europa. El caso de Suiza es ignorado con frecuencia en los estudios sobre las grandes insurrecciones rurales de la Baja Edad Media en Europa. Pero, aunque el movimiento cantonal suizo representa ciertamente en muchos aspectos una experiencia histórica sui generis, distinta de las rebeliones campesinas de Inglaterra, Francia, España, Italia o los Países Bajos, no puede separarse com pletamente de ellas, ya que fue uno de los episodios centrales de la misma época de depresión agrícola y de lucha social por la tierra. Su trascendencia histórica se analiza en la continuación de este estudio, Lineages of the absolu tist State, pp. 301-2. [E l E stado absolutista, Madrid, Siglo XXI, 1979, pp. 306-307.
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guie n t e 16. E n A lem ania fu e evid en te el m ism o proceso. En Francia, el caos eco n ó m ico provocado por la guerra de los Cien Años d islo có tod o s los factores de producción y, por tanto, los salarios se m antuvieron en un prim er p eríodo relativam en te estab les, ajustad os a los inferiores niveles de producción; p ero tam bién aquí com enzaron a sub ir apreciablem ente a finales del s ig lo 17. En Castilla, los niveles salariales se cuadruplicaron en la década de 1348-58, d espu és de la p este n e g r a 18. La crisis general del m odo de produ cción feudal, lejos, pues, de em peorar la con dición de los productores directos en el cam po, acab ó m ejorándola y em ancipándolos. De hecho, fue el m om ento d ecisivo en la d isolu ción de la servidum bre en O ccidente. Indudablem ente, las razones de un resultado de tan inm ensa im portancia hay que buscarlas, ante to d o y sobre todo, en la doble articulación del m odo de producción feudal, que hem os subrayado desde el p rin cip io de este estudio. Fue principalm ente el secto r urbano, estru cturalm ente p rotegido por la parcelación de la soberanía en el sistem a p o lítico m edieval, el que se desarrolló h asta un p u nto en e l que podía cam biar decisivam ente el resu ltad o de la lucha de c lases en el sector rural19. La localización geográfica de las grandes rebeliones cam p esinas de finales de la Edad M edia en O ccidente es por sí m ism a elocu ente. P rácticam en te en tod o s Jos casos, las rebelion es acaecieron en zonas con p o d erosos centros urbanos, que actuaron o b jetivam en te com o ferm en to d e esas insurrecciones populares: B rujas y Gante, en Flandes; París, en el norte de Francia; Londres, en el su d este de Inglaterra, y Barcelona, en Cataluña. La presencia de grandes ciudades siem pre com portaba la irradiación de las relaciones m ercantiles en los cam pos de los alrededores y, en una ép oca de transición, las tensiones 16 E. Kosminsky, «The evolution of feudal rent in England from the 11th to the 15th centuries», p. 28; R. Hilton, The decline o f serfdom in m ediaeval England, Londres, 1969, pp. 39-40. 17 E. Perroy, «Wage-labour in France in the later Middle Ages», Econom ic H istory R eview, segunda serie, VIII, núm. 3, diciembre de 1955, páginas 238-9. 18 Jackson, The m aking of th e m ediaeval Spain, p. 146. 19 Las interconexiones estructurales entre el predominio rural y la autonomía urbana del m odo de producción feudal en Europa occidental pueden apreciarse con toda claridad en el ejem plo paradójico de Palestina. Allí, prácticamente, toda la comunidad de cruzados —magnates, caballeros, com erciantes, clérigos y artesanos— estaba concentrada en las ciudades (la producción rural se dejó en manos de los campesinos indígenas). En consecuencia, fue una zona en la que no existió ninguna autonomía municipal y donde nunca surgió un estam ento local de burgueses.
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de una agricultura se m icom ercializada resultaron ser m ucho m ás graves para el arm azón de la sociedad rural. En el sudeste de Inglaterra, los arrendatarios eran m enos num erosos que los servidores y trabajadores sin tierras en los distritos m ás afectados por la rebelión de los c a m p e sin o s20. En la guerra de Flandes, los artesanos rurales tuvieron m ucha im portancia. Las regiones de París y B arcelona eran las zonas económ icam ente m ás avanzadas de Francia y E spaña respectivam ente, con la m ás alta densidad de intercam bio m ercantil de cada país. Por lo dem ás, el papel de las ciudades en las rebeliones cam pesinas de la época n o se lim itó a sus efectos de zapa sobre el tradicional orden señorial situad o en sus cercanías. M uchas ciudades apoyaron o ayudaron activam ente de una u otra form a a las rebeliones rurales, b ien por una incipiente sim patía popular, desde la base, o b ien por el cálculo patricio de sus propios intereses, desde arriba. Las pobres gentes del com ún de Londres se unieron a la rebelión de los cam pesinos por solidaridad social, m ientras que los ricos burgueses del régim en de E tienne Marcel en París prestaron un apoyo táctico a la jacquerie en busca de sus propios objetivos políticos. Los com erciantes y los grem ios de Barcelona se m antuvieron alejados de las insurrecciones de los rem ensas, p ero los tejedores de Brujas e Ypres fueron los aliados naturales de los cam pesino del Flandes m arítim o. Así pues, objetiva y, a m enudo, subjetivam ente, las ciudades influyeron en el carácter y la dirección de las grandes reb elion es de la época. Sin em bargo, las ciudades n o intervinieron en el destino del cam po única o principalm ente durante estas explosiones críticas, ya que nunca dejaron de hacerlo en situaciones de una superficial paz social. En O ccidente, la red relativam ente densa de ciudades ejerció una con tin ua in fluencia gravitacional sobre la relación de fuerzas sociales del cam po. Por una parte, el predom inio de esto s centros com erciales hacía que escapar a la servidum bre fuera una perm anente posibilidad para los cam pesinos d escontentos. El dicho alem án S ta d tlu ft m acht frei («el aire de la ciudad h ace libre») era la norm a de los gobiernos de las ciudades de toda Europa, ya que los siervos fugitivos representaban una entrada de m ano de obra positiva para las m anufacturas urbanas. Por otra parte, la presencia de estas ciudades presionaba con stan tem en te a los nobles b elicosos a recibir sus ingresos en form a m onetarizada. Los señores ne20 Hilton, Bond men m ade free, pp. 170-2.
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cesitaban dinero y no podían arriesgarse, m ás allá de cierto punto, a em pujar a sus cam pesinos hacia la vagancia o los em pleos urbanos. Se veían obligados, en consecuencia, a aceptar una relajación de los vínculos serviles e n el cam po. El resultado fue una lenta pero ininterrum pida conm utación de las p restacion es p or rentas en dinero y un creciente arrendam iento de la reserva señorial a los cam pesinos. E ste proceso com enzó antes, y llegó m ás lejos, en Inglaterra, donde la proporción del cam pesinado libre había sid o siem pre relativam ente alta. Las tenencias tradicionalm ente serviles se habían convertido silenciosam ente, hacia el año 1400, en arrendam ientos n o serviles, y los villanos habían pasado a ser e n fite u ta s21. En el siglo siguiente tuvo lugar probablem ente un aum ento sustancial en los ingresos totales de los cam pesinos ingleses, que se com binó con una diferenciación social profundam ente acentuada en su seno a m edida que un estrato de cam pesinos ricos (y e o m e n ) se hizo con el predom inio en m uchas aldeas y el trabajo asalariado se extendió por los cam pos. La escasez de m ano de obra era, sin em bargo, tan grave en la agricultura que sim ultáneam ente a la reducción de las extensiones cultivadas, las rentas agrícolas descendieron, los precios de los cereales cayeron y los salarios aum entaron: afortunada aunque efím era coyuntura para el prod uctor d ir e c to 22. La nobleza reaccionó, por una parte, dedicándose con m ás intensidad al pastoreo para abastecer a la industria lanera que se había desarrollado en las nuevas ciudades pañeras, com enzando ya un m ovim iento de cercam ientos (enclosures) , y, por otra, im poniendo el com p lejo sistem a de secuaces asalariados y de violencia a sueldo, la carta partida (indenture) y las letras patentes (le tte r p atent), que ha sido designado com o el «feudalism o bastardo» del siglo x v 23, y cuyo principal teatro de operaciones fue el de las guerras entre los York y los Lancaster. La nueva coyuntura fue probablem ente 21 R. H. Hilton, The decline of serfdom in m ediaeval England, páginas 44 ss. 22 M. Postan, «The fifteenth century», E conomic H istory Review, volumen IX, 1938-9, pp. 160-7, describe esta concatenación. Postan ha señalado recientemente que la creciente prosperidad campesina pudo haber conducido también durante cierto tiempo a un descenso en el nivel de comercialización en el campo, ya que las fam ilias de las aldeas retuvieron una mayor parte del producto agrícola para su propio consumo: The m ediaeval economy and society, pp. 201-4. 23 K. B. MacFarlane, «Bastard feudalism», Bulletin of the In stitu te of H istorical Research, vol. XX, núm. 61, mayo-noviembre de 1945, pp. 161-81.
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m ás propicia para la clase caballeresca, beneficiari a del sistem a de secuaces, que para las tradicionales fam ilias de m agnates. El p roceso de conm utación adoptó en Inglaterra la form a de una transición directa de las prestaciones de trabajo personal a las rentas en dinero. En el con tin en te se produjo, en líneas generales, una evolución algo m ás lenta que p asó de las prestaciones de trabajo a las rentas en esp ecie y posteriorm ente a las rentas en dinero. E sto fue así tanto en Francia, donde el efecto final de la guerra de los Cien Años sería que los cam pesinos quedaran en posesión de sus parcelas, com o en la Alem ania su d o ccid en ta l24. El m odelo francés se caracterizó por dos notas peculiares. Los señores recurrieron a la venta directa de la em ancipación con m ás frecuencia que en ninguna otra parte, con ob jeto de obtener el m áxim o b en eficio inm ediato de la transición. Al m ism o tiem po, la ju sticia real tardía y el derecho rom ano se com binaron para hacer que las tenencias cam pesinas después de la em ancipación tuvieran un carácter m ás hereditario que en Inglaterra, de tal form a que la pequeña propiedad se h izo finalm ente m ás firm e. E n Inglaterra, la gentry, o grandes propietarios, consiguió im pedir este fenóm eno, m antenien d o los títulos de arrendam iento en fitéu tico inseguros y tem porales y perm itiendo así una expulsión m ás fácil de los cam pesinos de la tierra en una fecha p o ste r io r 25. En E spaña, la lucha de los cam pesinos rem ensas de Cataluña contra los «seis m alos usos» term inó finalm ente con la S entencia de Guadalupe de 1486, por la que F em an d o de Aragón em ancipó form alm ente a los cam pesinos de esas cargas. Adquirieron así una p osesión estable de sus parcelas, m ientras que los señores conservaban sobre ellos derechos jurisdiccionales y legales. Para 24 Kohachiro Takahashi, «The transition from feudalism to capitalism», Science and society, XVI, núm. 41, otoño de 1952, pp. 326-7 [«Contribución al debate», en R. Hilton, comp., La transición del feudalism o al capitalismo, Barcelona, Crítica, 1977]. La evolución de las prestaciones de trabajo a las rentas en dinero fue más directa en Inglaterra debido a que la isla no había experimentado previamente la tendencia continental hacia las rentas en especie durante el siglo XIII ; las exacciones de trabajo habían sobrevivido, pues, en su forma original durante más tiempo que en los otros países. Para las oscilaciones experimentadas en Inglaterra durante los siglos XII y XIII (relajación, seguida de intensificación de los servicios), véase M. Postan, «The chronology o f labour services», Transactions of the Royal H istorical Society, XX, 1937, pp. 169-93. 25 M. Bloch , Les caractères originaux de l’histoire rurale française, páginas 131-3. Bloch señala que precisamente a causa de este arraigo campesino los señores franceses lucharon duramente a partir del siglo XV para reconstruir los grandes dominios, por medios legales y económicos, con un éxito considerable, pp. 134-54.
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desalentar el ejem p lo de la rebelión, el m onarca im puso m ultas sim u ltán eam en te a tod os aquellos que habían participado en las reb eliones de los r e m e n sa s26. En Castilla, com o en Inglaterra, la clase terraten ien te reaccionó a la escasez de m ano de obra del siglo XIV p o r m ed io de una am plia conversión de la tierra a la cría de la oveja, que a partir de entonces se convirtió en la ram a dom inante de la agricultura en la m eseta. En térm inos generales, la producción de lana fue una de las m ás im portantes solu cion es señoriales a la crisis agrícola; en el últim o p eríod o m edieval, la p roducción europea creció tal vez de tres a cin co veces en el ú ltim o período m e d ie v a l27. En las cond iciones de Castilla, la servidum bre de la gleba carecía ya de una ju stifica ció n económ ica, y en 1481 las Cortes de Toledo concedieron finalm en te a lo s siervos e l derecho a abandonar a sus señ ores, con lo que se abolían sus vínculos de adscripción. E n A ragón, donde e l pastoreo nunca había ten id o gran im portancia, las ciudades eran déb iles y existía una jerarquía feudal m ás rígida, el sistem a represivo señorial n o se vio seriam ente a fectad o durante la B aja Edad M edia, y la servidum bre de la gleba se m antuvo b ien en ra iza d a28. E n Italia, las com unas casi siem p re habían luchado co n scien tem en te contra las ju risd iccion es señoriales, separando e n su c o n tad o las funcion es de señor y terraten ien te. B olonia, por ejem plo, había em ancipado a su s siervos con una resonante declaración ya en 1257. De h echo, la servidum bre h abía desaparecido casi por com p leto en el norte de Italia a p rincip ios del siglo XIV, esto es, dos o tres generaciones an tes de que el m ism o p roceso tuviera lugar en Francia o In g la terra 29. E sta precocidad confirm a, pues, la regla d e que la fuerza disolvente de las ciudades fue lo que garantizó fu nd am en talm en te la desintegración de la servidum bre en O ccidente. E n la Italia m eridional, con su carácter fu ertem en te señorial, la d esastrosa despoblación del siglo XIV con d u jo a la anarquía y a las luchas internas de la nobleza y a una nueva oleada de ju risd iccion es señoriales. Tuvo lugar una am plia recon versión de tierras cultivadas al pastoreo y un aum en to en la exten sión de lo s latifundios. E l levan26 Vicens Vives, H istoria de los rem ensas en el siglo X V , pp. 261-9. 27 Bautier, The econom ic developm en t of m ediaeval Europe, p. 210. 28 Para el carácter y la persistencia de la servidumbre en Aragón, véase Eduardo de Hinojosa, «La servidumbre de la gleba en Aragón», La España Moderna, 190, octubre de 1904, pp. 33-44, 29 Philip Jones «Italy», en The agrarian life of the M iddle Ages, páginas 406-7.
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tam ien to calabrés de los años 1470, a diferencia de prácticam ente todas las otras rebeliones rurales de Europa occidental, careció por com pleto de resonancia urbana: el cam pesinado no conquistó su libertad y el cam po se hundió en una larga depresión económ ica. Por su parte, el tem prano e ilim itado predom inio de las ciudades en el norte de Italia aceleró la llegada de las prim eras form as de cultivo com ercial a gran escala con la utilización de trabajo asalariado —iniciado en Lom bardia— y el desarrollo de los arrendam ientos a corto p lazo y de la aparcería, que com enzó a extenderse lentam ente hacia el norte, atravesando los Alpes hasta llegar en el curso del siglo al sur y al oeste de Francia, B orgoña y los Países B ajos orientales. Hacia el 1450, el dom inio señorial cultivado por m ano de obra servil era un anacronism o en Francia, Inglaterra, Alemania occidental, Italia del N orte y la m ayor parte de España.
SEGUNDA PARTE II.
EUROPA ORIENTAL
1.
AL E ST E DEL ELBA
Al o tro lad o del Elba, e l resu ltad o econ óm ico de la gran crisis fu e diam etralm ente op u esto. Es p reciso volver ahora a la h istoria de las vastas regiones situadas al e ste del corazón del feu d alism o europeo, m ás allá d e la línea del D anubio, y a la d iferente naturaleza de las form aciones sociales que allí se habían d e sa r r o lla d o 1. Para n u estros p rop ósitos, la característica m ás fundam ental de la gran llanura que se extiende desde el E lba hasta el D on p ued e defin irse co m o la ausencia perm an en te de aquella esp ecífica sín tesis o ccid en tal entre un m odo de producción tribal-com unal en p ro ceso de desintegración, basado en una agricultura prim itiva y dom inado por rudim entarias aristocracias guerreras y u n m o d o de producción esclavista en vías de d isolu ción , con una am plia civilización urbana basada en el in tercam bio m ercantil y en un sistem a im perial d e E stado. Al o tro lad o de la línea del lim es franco no hubo ninguna fu sión estru ctural de form as h istóricas dispares que pueda com pararse a la que tuvo lugar en O ccidente. E ste h ech o crucial fue el d eterm inante h istórico b ásico del desarrollo desigual de Europa y d e l p ersisten te atraso del este. Las inm en sas y atrasadas regiones situadas m ás allá de los Cárpatos siem pre habían quedado fuera de los lim ites de la A ntigüedad. La civilización griega había salpicado el litoral del m ar N egro de colonias d isp ersas en E scitia. Pero estas tenues avanzadillas m arítim as nunca llegaron a penetrar en el interior del P onto y fueron fin alm ente expulsadas por la ocupación sárm ata de las estep as del sur de Rusia, dejando só lo tras d e sí algunos restos a r q u e o ló g ic o s2. La civilización rom ana realizó la 1 Al sur del Danubio, la península Balcánica formaba una región distinta, apartada del resto de Europa oriental por su integración en el Imperio bizantino: Su diferente destino se estudiará en un posterior análisis de la Europa sudoriental. 2 R ostovtsev, en su primera obra im portante, subrayaba que las influencias orientales siempre fueron más notables que las griegas en el sur de Rusia, que nunca fue helenizado de forma duradera: Iranians and G reeks in South Russia, Oxford, 1922, pp. VIII-IX, Para un estudio mo-
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hazaña decisiva de conquistar y colonizar la m ayor parte del continente de Europa occidental, p ero esta im presionante expan sión geográfica de las estructuras de la Antigüedad clásica nunca se repitió con una profundidad com parable en Europa oriental. La anexión de D acia por Trajano representó el único avance significativo en el interior de este continente: avance m od esto y pronto abandonado. El interior oriental nunca quedó integrado en el sistem a im perial r o m a n o 3 y ni siquiera poseyó los con tactos m ilitares y econ óm icos con el Im perio que siem p re m antuvo G erm ania aun sin pertenecer a él. La influencia diplom ática, com ercial y cultural de Rom a siguió siendo profunda en Germ ania después de la evacuación de las legiones, y el conocim iento que los rom anos tenían de ella, íntim o y exacto. N inguna relación de este tip o ex istió nunca entre el Im perio y los territorios bárbaros del este. Tácito, adm irablem ente inform ado acerca de la estru ctura social y la etnográfica germ ánicas, no tenía prácticam ente idea de los pueblos situados m ás allá. H acia el este, el espacio estaba en blanco, era m ítico: cetera iam f a b u lo s a 4. derno de las colonias del mar Negro, véase J. Boardman, The G reeks overseas, Londres, 1964, pp. 245-78. 3 Hay que señalar que Dacia formaba un saliente aislado, situado como una cuña vulnerable fuera de la línea de las fronteras imperiales en dirección a las altiplanicies transilvanas, y que no se realizó ningún intento de ocupar los espacios vacíos form ados por las llanuras hacia Panonia en el oeste y hacia Valaquia en el este. Es posible que la renuncia romana a penetrar más profundamente en el interior de Europa oriental estuviera relacionada con la falta de acceso naval a la región, comparada con el extenso litoral de Europa occidental, y de ahí que pueda considerarse como un resultado de la estructura intrínseca de la civilización clásica. Quizá sea significativo que Augusto y Tiberio pensaran, al parecer, en una expansión estratégica del poderío romano en Europa central desde el Báltico hasta Bohemia, ya que esta línea perm itía potencialmente un m ovim iento de pinza desde el norte y el sur, utilizando expediciones anfibias por el mar del N orte y los ríos germanos, del m ism o tipo que las dirigidas por Druso y Germánico. La fundamental campaña de Bohemia del año 6 d. C. se basó tal vez en la proyectada unión del ejército de Tiberio, avanzando desde el Ilírico, con un segundo ejército que subiera por el Elba: Wells, The G erman policy of Augustus, p. 160. Las tierras interiores de Europa oriental situadas más allá del Elba no ofrecían el m ism o tipo de acceso. De hecho, incluso la absorción de Bohem ia se reveló empresa excesiva para las fuerzas romanas. Otra razón del fracaso del Imperio para extenderse por las regiones situadas más al este puede haber sido el carácter estepario de Ja mayor parte del terreno, habitado normalmente por nómadas sármatas (marco natural que se estudia más adelante). 4 Quod ego ut incom pertum in m edio relinquam: «el resto son leyen-
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N o es, por tanto, accidental que todavía hoy se conozca muy p o co acerca de las m igraciones y los desplazam ientos tribales en Europa oriental a principios de la era cristiana, aunque fueran de una enorm e m agnitud. Es evidente que las grandes llanuras al norte del Danubio —que fueron el lugar de residencia de los ostrogod os, visigod os y vándalos— quedaron parcialm ente vacías por las V ölkerw anderungen de las tribus germ ánicas hacia Galia, Italia, H ispania y Africa del N orte durante el siglo V. E fectivam ente, en ton ces tuvo lugar una m archa general de las poblaciones germ ánicas hacia el oeste y el sur, que dejaron libre el terreno para el avance de otro grupo étnico de pueblos tribales y agrícolas que vinieron detrás. Los eslavos eran originarios probablem ente de la región del Dniéper-PripetBug y com enzaron a extenderse por el vacío dejado por los germ anos en el este a partir de los siglos V y VI5. En sus rem otos lugares de origen debió de producirse un gran auge dem ográfico que explique el carácter gigantesco de este m ovim iento. H acia finales del siglo V I, las tribus eslavas habían ocupado prácticam ente toda la inm ensa extensión que va desde el B áltico al Egeo y, por atrás, hasta el Volga. El ritm o y la distribución exactos de esta s m igraciones son todavía oscuros, pero su repercusión social general en los siglos posteriores es, sin em bargo, bastante c la r a 6. Las com unidades agrícolas eslavas evolucionaron lentam ente hacia una estructura interna m ás diferenciada, siguiendo el m ism o cam ino ya anteriorm ente tom ado por los germ anos. La organización tribal dio paso a un sistem a nuclear de aldeas, que agrupaban a fam ilias asociadas en tre sí, con una propiedad crecien tem ente individualizada. Las aristocracias guerreras con grandes posesiones produjeron, en prim er lugar, unas jefaturas m ilitares que disponían únicam ente de excepcionales p oderes tribales y, después, unos príncipes m ás estab les y con autoridad sobre confederaciones m ás am plias. Los séq uitos o guardia de corps de esto s líderes constituyeron en todas partes el em brión de una das, que yo abandono po r no estar comprobadas», últimas palabras con las que Tácito interrumpe bruscamente su Germania. 5 F. Dvornik, The Slavs, Their early history and civilization, Boston, 1956, pp. 345, que tiende a localizar la cuna de los eslavos algo más hacia el oeste, entre el Vístula y el Oder; y L. Musset, Les invasions: le second assaut contre l’Europe chrétienne (V II-IX e siècles), pp. 75-9, que afirma: «Este inm enso avance se parece más a una inundación de tierras vacías que a una conquista» (p. 81). 6 Para un esbozo típico, ver S. H. Cross, Slavic civilization through the ages, pp. 17-8. 8
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clase dirigente y terrateniente que dom inaba a un cam pesinado no servil. En este aspecto, la d ru ž ina rusa fue esen cialm en te sem ejante al Gefolgschaft germ ánico o al hirdh escandinavo, a pesar de las variaciones locales que existían dentro y entre ellos7. La esclavitud a base dé prisioneros de guerra fue tam bién a m enudo otra característica de estas rudim entarias form aciones sociales, que proporcionaba criados d om ésticos y trabajadores del cam po a la nobleza de clanes, ante la ausencia de una clase social de siervos. Las institu cion es políticas com unales, con asam bleas o tribunales populares, sobrevivieron con frecuencia hasta coexistir con una jerarquía social hereditaria. La agricultura se m antuvo en un n ivel extrem adam ente prim itivo, predom inando durante largo tiem po las técnicas de rozas por fuego en m edio de bosques sin fin. En los prim eros m om entos hubo poco desarrollo urbano. En otras palabras, la evolución de los pueblos eslavos en el este fue una reproducción, m ás o m enos fiel, de la evolución de los pueblos germ ánicos que los habían precedido, antes de su irrupción en el Im perio rom ano y de la asim ilación de la civilización m ucho m ás avanzada de éste, en una disolución catastrófica de sus anteriores y respectivos m odos de producción. E sta evolución, bloqueada por no recibir «ayudas», subraya la im prescriptible im portancia de la Antigüedad en la form ación del feudalism o occidental.
7 Frantisek Graus, «Deutsche und Slawische Verfassungsgeschichte», H istorische Zeitschrift, c x l v i i , 1963, pp. 307-12.
2.
E L F R E N O N ÓMADA
Al m ism o tiem po, la lenta evolu ción de las com unidades agrícolas eslavas del este hacia unos sistem a s e sta b le s de E stado se vio repetidam ente interrum pida y hecha pedazos por las sucesivas oleadas de invasiones nóm adas procedentes del Asia central que, a partir de la Edad Oscura, se extendieron por toda Europa, llegando con frecuencia h asta las m ism as fronteras de O ccidente. E stas invasiones, que ejercieron un influjo fundam ental en la h isto ria de E uropa oriental, fueron el precio que tuvo que pagar la geografía de la región. E sta zona, en efecto, n o só lo era territorialm ente adyacente a las fronteras asiáticas del pastoreo nóm ada y tuvo que soportar, por tanto, el p eso de los ataques m ilitares nóm adas contra Europa — de lo s que O ccidente se vio libre por su interm edio— , sino que en su m ayor parte com partía tam bién una sim ilitud topográfica con las estepas asiáticas, de las que salían a raudales periódicam ente los p ueblos nóm adas. D esde las costas del m ar Negro h asta los b osq u es al norte del D niéper y desde el Don hasta el Danubio, una am plia franja de tierra que incluía la m ayor parte de la m oderna U crania y Crim ea y que se introducía en R um ania y , Hungría form aba una llana pradera europea, naturalm ente inclinada al p astoreo, que, al ser m enos árida que la estep a asiática, perm itía tam bién un a agricultura sedentaria1 . E sta zona form aba el ex ten so corredor p ón tico por el que las confederaciones nóm adas se lanzaron una y otra vez para saquear y con quistar a las socied ades agrícolas asentadas m ás allá y del que ellas m ism as se convirtieron en dueños en una sucesión caleidoscópica. El d esarrollo de una agricultura estable entre los bosq u es de Europa oriental se vio siem pre dificultado por la introducción en ellos de la cuña de tierra semiesteparia del Asia y por los destructores ataques que realizaron los nóm adas. 1 Para la descripción y el estudio de las praderas pónticas, véase D. Obolensky, The Byzantine C om m onwealth, Londres, 1971, pp. 34-7; W. H. McNeill, E u rope’s stepp e fron tier 1500-1800, Chicago, 1964, pp. 2-9.
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La prim era y m ás célebre de estas sacudidas fue el espeluznante avance de los hunos, que p u so en m archa la caída del m ism o Im perio rom ano en el siglo V, al agitar a todo el m undo germ ánico. M ientras las tribus teutónicas huían en m asa, dirigiéndose hacia las fronteras im periales, él jefe huno Atila establecía un rein o depredador al otro lado del D anubio desde el que saqueaba a toda Europa central. Más tarde, en el siglo VI, los ávaros saquearon en su avance tod o el este, estableciendo su dom inio sobre las poblaciones locales eslavas. En el siglo VII, la caballería búlgara fue el azote de las llanuras panonias y trasdanubianas. En los siglos IX y X fueron los nóm adas m agiares quienes asolaron grandes regiones desde sus reductos de Europa oriental. E n los siglos XI y XII, los pechenegos y los cum anos pillaron sucesivam ente Ucrania, los Balcanes y los Cárpatos. Por últim o, en el siglo XIII , los ejércitos m ongoles invadieron Rusia, aplastaron la resistencia que les opusieron polacos y húngaros y, después de invernar a las puertas de O ccidente, retornaron a Asia, saqueando los B alcanes a su paso. E ste asalto, el últim o y m ayor de todos, dejó la huella social y política m ás perm anente. La Horda de Oro, ram a turca de la hueste de Gengis Jan asentada cerca del Caspio, m antuvo sobre R usia un yugo tributario durante cien to cincuenta años. La pauta y la frecuencia de estas invasiones las convirtió, pues, en una de las coordenadas básicas de la form ación de Europa oriental. S i la m ayor parte de la historia de Europa oriental puede definirse, en prim era instancia, por la ausencia de la Antigüedad clásica, se d iferenció de la historia de Europa occidental, en segunda instancia, por la presión del pastoreo nóm ada. La prim era h istoria del feud alism o occidental es la historia de una sín tesis entre los m o d o s de producción primitivo-com unal y esclavista en pro ceso de disolución, esto es, en tre form aciones sociales basadas en el cam po y la ciudad. La prim era historia del feu d alism o oriental es en ciertos aspectos la historia de la im posibilidad de una sín tesis sem ejante entre una sociedad agrícola sedentaria y una sociedad pastoril depredadora, esto es, en tre los m odos de producción del cam po y la estepa. E videntem ente, n o hay que exagerar el im pacto de las invasiones nóm adas, p ero está claro que retrasaron sensib lem ente la evolución interna de las sociedades agrícolas de Europa oriental. Para hacer m ás evidente el carácter de este im pacto, son precisos algunos com entarios sobre las particularidades de la organización económ ica y social de lo s nóm adas, porque el pastoreo nóm ada representa un m odo de producción
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diferente, con su dinám ica, sus lím ites y sus contradicciones, que no deben confundirse con los de la agricultura tribal o feudal. H istóricam ente, dom inó las zonas lim ítrofes de Asia con Europa durante las Edades Oscura y M edia, dem arcando las fronteras exteriores del continente. E ste nom adism o no constituyó sim plem ente una form a prim ordial de econom ía, m ás tem prana y m ás tosca que la de la agricultura cam pesina sedentaria. T ipológicam ente fue quizá una evolución p osterior en aquellas regiones áridas y sem iáridas en las que norm alm ente se d esa rr o lló 2. En realidad, la paradoja del pastoreó nóm ada fu e que en cierto sentido representó una explotación del m undo natural m ás especializada y cualificada que la agricultura prefeudal, aunque sus lím ites fuesen tam bién m ás estrechos. Fue una vía de desarrollo que se desgajó del prim itivo cultivo agrícola y realizó unos im presionantes progresos iniciales, pero finalm ente se m etió en un callejón sin salida, m ientras que la agricultura cam pesina reveló lentam ente su potencial, muy superior para el avance social y técnico acum ulativo. Sin em bargo, en el período interm edio, las sociedades nóm adas poseyeron frecuentem en te una fundam ental superioridad p olítica sobre las sociedades sedentarias en cuanto a organización y ejercicio del poder, cuando am bas entraron en conflicto. E sta superioridad, a su vez, tenía unos lím ites rígidos y contradictorios. Por la m ism a lógica de su m odo de producción y de su fuerza m ilitar, los pastores turcos y m ongoles de esta época siem pre fueron superados en núm ero por las p oblaciones agrícolas eslavas, a las que dom inaron, y su dom inio fue norm alm ente efím ero, excepto cuando se ejerció cerca de sus lugares de origen. Las form aciones sociales nóm adas se definieron por el carácter m óvil de sus m edios b ásicos de producción: los rebaños, y no la tierra, constituyeron siem pre la riqueza fundam ental del pastoreo trashum ante y articularon la naturaleza de su sistem a de p ro p ied a d 3. Las sociedades nóm adas com binaron, 2 Owen Lattimore, Inner Asian frontiers of China, Nueva York. 1951, páginas 61-5, 361-5; N om ands and com m issars, Nueva York, 1962, pp. 34-5. 3 Esta postura básica fue mantenida por S. E. Tolibekov en su importante ensayo, «O Patriarjal’no-Feodal’nij Otnosheniiaj U Kochevij Narodov», V oprosi Istorii, enero de 1955, núm. 1, p. 77, en contraposición a otros especialistas soviéticos que participaron en una discusión acerca del nomadismo en las páginas de la misma revista, iniciada por el artículo de L. P. Potapov, «O Sushchnosti Patriarjal’no-Feodal’nij Otnosheníaj U Kochevij Narodov Srednei Azii i Kazajstana», V oprosi Istorii, junio de 1954, núm. 6, pp. 73-89. El resto de los participantes —L. P. Potapov, G. P. Basharin, I. Ya. Zlatkin, M. M. Efendiev, A. I. Pershits,
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pues, de form a característica la propiedad individual del ganado con la apropiación colectiva de la tierra. Los anim ales pertenecían a las fam ilias m ientras que sus p astos eran usufructo de los clanes o tribus agnaticias. La propiedad de la tierra no sólo era colectiva, sin o que, adem ás, no era una posesión fija, a diferencia de una sociedad agrícola en que la tierra es o b jeto de ocupación y cultivo perm anentes, porque el pastoreo nóm ada entrañaba precisam ente un traslado constante de rebaños y m anadas de unos pastos a otros en un com plicado ciclo estacional. En palabras de Marx, «en tribus pastoras nóm adas la tierra, al igual que las otras condiciones naturales, aparece con un carácter ilim itado elem ental, por ejem p lo en las estepas y altiplanicies asiáticas. Se la utiliza para pastaje, etcétera, es consum ida por los rebaños, que a su vez son base de la existen cia de los pueblos pastores. Se com portan con la tierra com o con su propiedad, aun cuando nunca fijan esa propiedad [. . . ] En este caso, de lo que hay apropiación y repro ducción es de hech o del rebaño y n o de la tierra, la que, no o b stante, es siem pre utilizada tem porariam ente, en form a colectiva, en los puntos en que se hace a lto » 4. La «propiedad» de la tierra significaba, pues, el disfrute de una cañada interm itente y regulada. Según Lattim ore, «la ’propiedad’ decisiva es el derecho a m overse, no el derecho a acam p ar»5. La trashum ancia fue un sistem a de u so cíclico y no de dom inio absoluto. La diferenciación social podía progresar, pues, rápidam ente dentro S. Z. Zimanov— sostuvieron que la tierra, y nos los rebaños, constituía el medio fundamental de producción de las form aciones sociales nómadas, y esta postura fue sancionada por una intervención editorial al final del debate (Voprosi Istorii, enero de 1956, núm. 1, p. 77). El desacuerdo tuvo lugar dentro de un consenso general de que las sociedades nómadas eran en esencia «feudales», aunque con una mezcla de vestigios «patriarcales»; de ahí la noción de «feudalismo patriarcal» para designar las estructuras sociales nómadas. Tolibekov fue acusado por sus colegas de haber debilitado indebidamente la fuerza de esta clasificación al subrayar las divergencias entre los tipos de propiedad nómada y señorial. En realidad, el nomadismo representa evidentem ente un modo de producción completamente distinto, que no puede asimilarse al feudalismo agrícola, como Lattimore ha mantenido con acierto desde hace tiempo: Inner Asian fron tiers of China, pp. 66 ss. Está bastante claro que el propio Marx creía que el pastoreo nómada constituía un modo de producción diferente, como puede apreciarse en sus comentarios sobre las sociedades de pastores en su Introducción de 1857: G rundrisse d er K ritik der politischen Ö konomie (Einleitung), pp. 19, 27 [E lem entos..., pp. 18, 28]. Sin embargo, Marx se refirió equivocadamente a los mongoles como pueblo dedicado primordialmente a la ganadería. 4 K. Marx, Pre-capitalist form ations, pp. 88-9 [E lem en tos..., p. 451]. 5 Lattimore, Inner Asian fron tiers of China, p. 66.
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de las socied ad es nóm adas sin rom per p or ello necesariam ente su unidad ciánica, porque la riqueza de la aristocracia pastoril estab a basada en la m agnitud de su s rebaños y pudo ser com patib le durante m u ch o tiem p o con un ciclo com unal de m igración y pastoreo. In clu so los nóm adas m ás pobres poseían n orm alm ente algunos anim ales, de tal form a que la clase n o propietaria de productores dep en dien tes era prácticam ente im posible, aunque las fam ilias nóm adas del com ún debían diversas prestacion es y servicios a los jefes y notab les de los clanes. Una con stan te lucha interna p or las estepas d esem bocó tam bién en el fenóm en o de los clanes vin cu lad os com o «súbditos» que em igraban ju n to al clan v icto rio so desem peñando una función su b o rd in a d a 6, m ientras que los cautivos en acciones m ilitares podían convertirse tam bién en esclavos d om ésticos, aunque éstos nunca fueron nu m erosos. Las asam bleas de los clanes se reunían para las d ecision es im portantes; la jefatura tribal era tradicion alm en te se m ie le c tiv a 7. E l estra to aristócrata controlaba norm alm ente la asignación de los p astos y la regulación de las tra sh u m a n cia s8. Así organizadas, las socied ades nóm adas m ostraron una n otable habilidad en la u tilización de su in h ósp ito entorno. El clan típ ico reunía una m ezcla cuidadosam ente variada de anim ales, en la que se incluían caballos, vacas, cam ellos y ovejas, sien d o esta s últim as las que proporcionaban la principal form a social de riqueza. El cuidado de esto s anim ales exigía diferentes destrezas y diversas clases de pastizales. Adem ás, los com plejos ciclos anuales de m igración exigían un conocim iento exacto de toda la gam a de terrenos diferentes en sus respectivas estacion es. La explotación práctica de esto s m edios de producción com binados entrañaba un grado elevado de disciplina 6 B. la. Vladimirtsov, O bshchestvennii S tro i Mongolov. Mongol’skii Kochevoi Feodalizm, Leningrado, 1934, pp. 64-5. El libro de Vladimirtsov sobre los m ongoles fue un estudio pionero en este campo, cuyo influjo sobre los investigadores soviéticos es todavía grande en la actualidad. El comentario editorial de V oprosi Istorii, de 1956, citado antes, le rinde homenaje, aunque rechaza la noción de Vladimirtsov de un feudalismo nómada específico, distinto del feudalism o de las sociedades sedentarias (pp. cit., p. 75). 7 Vladimirtsov, O bshchestvennii S to ri Mongolov, pp. 79-80. 8 I. la. Zlatkin, «K Voprosu o Sushchnosti Patriarjal’no-Feodal’nij Otnoshenii u Kochevij Narodov», V oprosi Istorii, abril de 1955, núm. 4, páginas 78-9. Zlatkin subraya que el nómada dependiente —cuya incidencia y grado de sujeción sobreestima— estaba vinculado a la persona de su señor itinerante, y no a la tierra: «Estas relaciones se nomadizaron, por decirlo así, junto con el nómada» (p. 80).
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colectiva, una realización conjunta de las tareas y una m aestría técnica. Para poner el ejem p lo m ás obvio: el dom inio nóm ada de la equitación com portaba probablem ente un nivel de trabajo cualificado m ás a lto que cualquier labor técnica en la agricultura cam pesina m edieval. Al m ism o tiem po, sin em bargo, el m odo de producción nóm ada tenía unos lím ites extrem adam ente rígidos. Para em pezar, só lo podía m antener a una pequeña m ano de obra: los pueblos nóm adas siem pre eran am pliam ente superados en núm ero por sus rebaños, ya que la proporción entre anim ales y hom bres necesaria para m antener la trashum ancia en las estepas sem iáridas era m uy elevada. Tam poco eran posib les grandes aum entos de la productividad, com parables a lo s del cultivo de la tierra, ya que el m edio básico de producción n o era el su elo — cualitativa y directam ente m aleable— , sin o los rebaños que dependían de la tierra, a la que el nom adism o dejaba intacta y que, por tanto, esencialm ente sólo perm itía un aum ento cuantitativo. El h echo de que en el m odo de producción nóm ada los ob jeto s y los m edios b ásicos de trabajo fuesen idénticos — el ganado— planteaba lím ites insuperab les a la productividad del trabajo. Los ciclos p astoriles de producción eran m u ch o m ás largos que los agrícolas y carecían de intervalos para el desarrollo de la artesanía rural. Adem ás, todos los m iem bros del clan —inclu id os los jefes— participaban en ellos y, en con secuencia, im posibilitaban la aparición de una división del trabajo m anual y m ental y, por tanto, de la e scritu ra 9. Sobre todo, el nom ad ism o excluía, prácticam ente por definición, la form ación de ciudades o el desarrollo urbano, m ientras que la agricultura sedentaria en últim a instancia siem pre los prom ovía. A lcanzado cierto punto, el m odo de producción nóm ada estaba condenado, pues, al estancam iento. En sus áridas tierras de origen, las sociedades nóm adas norm alm ente eran pobres y ham brientas. Rara vez eran autosuficientes y solían intercam biar productos con las cercanas com unidades agrícolas en un pobre sistem a c o m er cia l10. Pero tenían una vía de expansión a la que habitualm ente recurrieron de form a espectacular: el tributo y la conquista. Porque la equitación, que era la cualificación económ ica básica de los 9 Véase el excelente análisis de Tolibekov, «O Patriarjal’n o -F eodal’nij Otnosheniiaj», pp. 78-9. 10 M. M. Efendiev, A. I. Pershits, «O Sushchnosti Patriarjal’no-Feodal’nij Otnoshenii u Koch evitkov-Skotovodov», V oprosi Istorii, noviembre de 1955, núm. 11, pp, 65. 71-2; Lattimore, Inner Asian frontiers of China, pp. 332-5.
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pastores nóm adas, los equipaba tam bién de form a preem inente para la guerra. Los nóm adas proporcionaron inevitablem ente la m ejor caballería del m undo. E llos fueron los prim eros en desarrollar los ejércitos de arqueros m ontados, y su suprem acía en esta arm a fue, desde Atila hasta Gengis Jan, el secreto de su form idable poderío m ilitar. La incom parable habilidad de la caballería nóm ada para cubrir vastas distancias a gran velocidad, y su capacidad para el m ando y la organización en expediciones d e largo alcance fueron otras arm as nuevas y decisivas para la guerra. Las características estructurales de las form aciones sociales nóm adas tendieron, pues, a generar un típico ciclo de expansión y contracción depredadoras, en el que los clanes de las estepas podían transform arse repentinam ente en grandes im perios y caer de nuevo con idéntica rapidez en la m ás polvorienta oscuridad11. El p roceso com enzaba norm alm ente con correrías sobre los centros o las rutas com erciales cercanos, objetos inm ediatos de control y pillaje (prácticam ente todos los pueblos nóm adas m ostraron un profundo sentido de la riqueza m onetaria y de la circulación m ercantil)12. La fase siguiente consistía en la fusión de clanes y tribus rivales de la estepa en confederaciones con vistas a la agresión e x t e m a 13. Inm ediatam en te se desencadenaban las guerras de conquistas, que a m enudo se extendían una tras otra por espacios inm ensos y entrañaban las m igraciones de pueblos enteros. El resaltado final podía ser un im perio nóm ada de una gran m agnitud: en el caso extrem o de los m ongoles, un territorio im perial m ás extenso que cualquier otro sistem a estatal que haya ex istid o antes o después. La naturaleza de esto s im perios los condenaba, sin 11 El estudio más vivido de este proceso es E. A. Thompson, A history of A ttila and the Huns, Oxford, 1948, que traza el desarrollo de la primera gran invasión nómada de Europa. 12 Marx com entó en una ocasión: «Los pueblos nómadas son los primeros en desarrollar la forma de dinero por dos razones: porque todas sus pertenencias son m óviles y revisten, por tanto, la forma de directamente enajenables, y porque su modo de vida les pone de continuo en contacto con entidades comunitarias distintas de la suya, incitándolos, en consecuencia, al intercambio de productos», Capital, I, p. 88 [El capital, libro I, vol. 1, p. 108]. Naturalmente, Marx se equivocaba al creer que las formaciones sociales nómadas fueron las primeras en inventar el dinero. 13 Vladimirtsov, Obshchestvenii S troi Mongolov, p. 85. Esta fase también produjo en el caso de los mongoles un paralelismo auténtico con el fenóm eno de los séquitos en las formaciones sociales prefeudales, esto es, grupos contraclánicos de guerreros libres o nokod al servicio de los dirigentes tribales, Vladimirtsov, op. cit., pp. 87-96.
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em bargo, a una corta vida, porque invariablem ente estaban construidos sobre un tributo elem ental: la extorsión directa del tesoro y la m ano de obra de las sociedades conquistadas y som etidas, que por regla general eran socialm ente m ás avanzadas que la propia sociedad nóm ada que, por lo dem ás, las dejaba intactas. El botín m onetario era el ob jeto fundam ental de lo que el historiador rum ano Iorga llam ó «E stados depredadores»14: su sistem a im p ositivo estaba sim plem ente destinado a m antener a las fuerzas nóm adas de ocupación y a proporcionar unos ingresos saneados a la nueva aristocracia de la estep a que estaba al frente del E stado tributario. Secundariam ente, las sociedades som etidas se veían obligadas con frecuencia a proporcionar soldados para un sistem a m ilitar nóm ada enorm em ente am pliado, y artesanos para una capital p olítica nóm ada recientem ente construida15. Las operaciones adm inistrativas de los E stados nóm adas se lim itaban norm alm ente a la recaudación de im p uestos, el control de las rutas com erciales, las redadas de soldados y la deportación de artesanos. Eran, por tanto, construcciones puram ente parasitarias, sin raíces en el sistem a de producción, a cuya costa vivían. El E stado tributario se lim itaba a acaparar un excedente exorbitante del sistem a de distribución existente, sin transform ar p or ello sustancialm ente la econom ía y la sociedad som etidas m ás que bloqueando y atrofiando su desarrollo. Sin em bargo, con el estab lecim iento de esto s im perios, la sociedad nóm ada exp erim en tó unos cam bios rápidos y radicales. La conquista m ilitar y la explotación fiscal estratificaron inevitable y rígidam ente las originarias com unidades de clan; el paso de una confederación tribal a un E stad o tributario generó autom áticam ente una dinastía m onárquica y una nobleza dirigente, separada de los nóm adas del com ún organizados en ejércitos regulares bajo el m ando de aquélla. En los casos en que se conservó la originaria base territorial del nom adism o, la creación de ejércitos de cam paña perm anentes dividió verticalm en te a la sociedad nómada; un im portante secto r quedó se14 Véase N. Iorga, «L’interpénétration de l ’Orient et de l ’Occident au Moyen Age», B ulletin de la Section H istorique, XV, 1929, Academia Romana, p. 16. Iorga fue uno de los primeros historiadores europeos que captó la importancia y la especificidad de estos Estados para la historia de las regiones orientales del continente; los posteriores historiadores rumanos le deben mucho. 15 Véanse las descripciones en G. Vernadsky, The M ongols and Russia, Yale, 1953, pp. 118, 213, 339-41. Los ejércitos mongoles también alistaban a artesanos para sus cuerpos de ingeniería.
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parado desde en tonces de su tierra natal pastoril para dedicarse al privilegiado deber del ejército de guarnición en los te rritorios exteriores conq uistados, donde las riquezas eran superiores. E ste sector tendió a hacerse progresivam ente sedentario y a asim ilarse a las p ob laciones m ás desarrolladas o m ás num erosas que estaban bajo su control. El resultado final sería una com pleta desnom adización del ejército y la adm inistración de ocup ación y la fusión religiosa y étnica con la clase dom inante lo c a l16. A este p roceso seguía norm alm ente la desintegración social y p olítica de todo el im perio, a m edida que los clanes nóm adas m ás pobres y m ás prim itivos del interior quedaban desgajados de las ram as privilegiadas y corrom pidas del exterior. En los casos en que to d o un p u eb lo nóm ada em igra b a para form ar un im p erio en nuevas tierras, reaparecían los m ism os dilem as: o b ien la nobleza nóm ada abandonaba gradualm ente y p or com pleto el p a sto reo y se m ezclaba con la clase terrateniente indígena, o bien toda la com unidad perm anecía sem ip astoril y superpuesta a los pueblos som etidos, en cuyo caso la superioridad dem ográfica de éstos conduciría finalm ente a una rebelión victoriosa y a la destrucción de los co n q u ista d o r e s17. En efecto, el estra to de control nóm ada sobre los p ueblos conq uistados fue siem p re num éricam ente m uy débil a causa de la lógica inherente al nom adism o: en el caso extrem o de los dom inios de G engis Jan, la proporción de m ongoles con resp ecto a los pu eb los tributarios era de 1 a 10018. Los im perios nóm adas, fu esen exp edicionarios o m igratorios, estaban condenados al m ism o ciclo de expansión y desintegración, debido a que el p a storeo trashum ante, com o m od o de producción, era estru ctu ralm en te in com p atib le con una adm i16 Lattimore, Inner Asian fron tiers o f China, pp. 519-23, que se centra principalm ente en el ejem plo mongol. Naturalm ente, nunca se produjo una com pleta asimilación cultural entre los conquistadores m ongoles ni manchúes de China; en ambos casos se conservó una identidad étnica separada hasta el derrocamiento de las respectivas dinastías por ellos creadas. 17 Thompson, A history of A ttila and the Huns, pp. 177-83, describe el caso de los hunos. Thompson se equivocaba, sin embargo, al suponer que los hunos abandonaron el pastoreo después de crear su Imperio de Panonia a lo largo del Danubio. Su existencia fue demasiado corta para ello. El investigador húngaro Harmatta ha señalado que un abandono rápido de la cría de caballos habría socavado la base inmediata del poderío m ilitar de los hunos en Europa central, J. Harmatta, «La société des huns á l’époque d’Attila», Recherches Internationales, núm. 2, mayojunio de 1957, pp. 194, 230. 18 Vernadski, The m ongols and Russia, pp. 130-1.
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nistración tributaria estab le com o sistem a político. Los dirigentes nóm adas dejaban de ser nóm adas o dejaban de gobernar. El pastoreo trashum ante podía existir, y existió, en una precaria sim b iosis con la agricultura sedentaria en las áridas zonas de la estepa, conservando cada uno su esp ecífico carácter y su terreno y dependiendo del otro en un lim itado intercam bio de productos. Pero cuando los clanes de pastores establecieron un E stado depredador sobre las poblaciones agrarias sedentarias y en su propio territorio, nunca pudieron form ar con ellas una s í n t e s i s 19. N o surgieron nuevas form as sociales o económ icas. El m odo de producción nóm ada siem pre fue una vía histórica m uerta. Si tal fue el curso norm al de un ciclo com pleto de conquista nóm ada, tam bién hubo, sin em bargo, algunas im portantes variaciones dentro de la pauta com ún de los esp ecíficos pueblos pastores que cayeron sobre Europa oriental a partir de la Edad Oscura, las cuales pueden ser señaladas brevem ente. La principal fuerza de atracción geográfica para los ejércitos de arqueros m ontados que invadieron sucesivam ente el continente era la llanura panónica de la H ungría m oderna, porque la región de Alfö ld que se extien de entre el D anubio y el Tisza —la p u sz ta húngara— era la zona topográfica de Europa que m ás se parecía en cierto asp ectos a las estep as del Asia central: una sabana llana, sin árboles, ideal hasta el día de hoy para la cría de c a b a llo s20. Adem ás, la p u s z ta panónica ofrecía ventajas 19 Brown ha comparado recientemente los respectivos destinos de los Im perios romano y chino, enfrentados a sus invasores bárbaros, condenando la rígida incapacidad del primero para asimilar a sus conquistadores germanos y sobrevivir a ellos como civilización, a diferencia de la elástica capacidad del segundo para tolerar y absorber a sus señores mongoles: Religion and society in the Age of Saint Augustine, pp. 56-7; The w orld of late A ntiquity, p. 125. Tal comparación es, sin embargo, un paralogismo que revela los lím ites de la «psicología histórica», que es la marca distintiva, y el mérito, de la fecunda obra de Brown. Porque la diferencia entre ambos resultados no fue consecuencia de las actitudes culturales subjetivas He las civilizaciones clásicas de Roma y China, sino de la naturaleza material de las form aciones sociales que entraron en conflicto en Europa y Asia, respectivamente. El nomadismo del desierto de carácter extensivo no podía fundirse con la agricultura de regadío de carácter intensivo del Estado imperial chino, y toda la polaridad económica y demográfica entre ambos fue, en consecuencia, absolutamente distinta de la que dio origen a la síntesis romano-germánica en Europa occidental. Las razones de la im posibilidad de una síntesis sem ejante pueden encontrarse en Lattimore, Inner Asian frontiers of China, pp. 512 ss. 20 Las peculiaridades sociológicas de esta zona, algunas de las cuales han durado hasta nuestro siglo, aparecen con toda claridad en A. N. J.
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estratégicas naturales debido a su localización en el centro de Europa y ofrecía una base territorial desde la que podían lanzarse ataques radiales en cualquier dirección sobre el resto del continente. Los hunos establecieron aquí su im perio; los ávaros m ontaron sus cam pam entos circulares en la m ism a región; los búlgaros la eligieron com o su prim er lugar de descanso; los magiares la convirtieron finalm en te en su patria perm anente; los pechenegos y los cum anos buscaron entre ellos su refugio final, y los m ongoles, cuando invadieron Europa, llegaron hasta allí para hacer un alto y pasar el invierno. De estos pueblos, sólo los nóm adas m agiares se hicieron sedentarios después de su derrota del año 955 en Lechfeld, asentándose finalm ente com o com unidad agrícola perm anente en la cuenca del Danubio. El Im perio de los hunos fue destrozado sin dejar rastros por una rebelión de la población som etida, principalm ente de tribus germ ánicas, en N edao a m ediados del siglo V , y los hunos desaparecieron para siem pre de la historia. El Im perio ávaro fue derrocado en el siglo VII por su población tributaria eslava, y no dejó detrás ningún vestigio étn ico en Europa. Los búlgaros, otro pueblo turco-tártaro, fueron expulsados de Panonia, pero im plantaron un jan ato en los B alcanes sudorientales, cuya nobleza se asim iló finalm ente a su población som etida y se eslavizó en el siglo IX . Los pechenegos y los cum anos, después de dom inar las actuales regiones de Ucrania m eridional y Ruman ía durante dos siglos, fueron finalm ente dispersados en los siglos XI y XIII por los ejércitos bizantino y m ongol respectivam ente; sus restos europeos huyeron a Hungría, donde la clase dirigente m agiar los integró para reforzar su separación cultural y étnica de sus vecinos eslavos. En fin, los ejércitos m ongoles abandonaron el Gobi en el siglo XIII para participar en la lucha dinástica que siguió a la m uerte de Gengis Jan, pero un subsector turco de las h uestes m ongoles, la Horda de Oro, impuso sobre R usia un depredador sistem a de dom inio durante ciento cincuenta años antes de que, a su vez, saltara hecho pedazos por una incursión de Tam erlán en sus dom inios del Caspio. La excepcional longevidad del poderío de la Horda de Oro se deb ió esen cialm en te a su fortuna geográfica. R usia era el país europeo situ ado m ás cerca de las estep as de Asia y el único que podía ser som etid o al yugo tributario de los conquistadores nóm adas desd e las fronteras de su propio territorio pastoril. Den Hollander, «The great Hungarian plain. A European frontier area», C om parative studies in society and history, III, 1960-1, pp. 74-88, 155-69.
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La capital de la H orda de Oro, situada cerca del Caspio, estaba preparada para la intervención y el control m ilitar de la R usia agraria, a la vez que perm anecía dentro de las estepas, con lo que evitaba los dilem as de una directa superposición o de un lejano control m ilitar en el país conquistado. N aturalm ente, el im pacto de estos su cesivos ataques nóm adas contra Europa oriental fue desigual. Pero el e fecto general con sistió en retrasar y frustrar el desarrollo autóctono de las fuerzas de producción y de los sistem as de E stad o en el este. Así, el Im perio ávaro anegó y m anipuló las grandes m igraciones eslavas del siglo V I, de tal form a que de sus avances territoriales n o surgieron unas form as políticas equivalentes, a diferencia de la form ación de E stados durante la época de las m igraciones germ ánicas en Occidente. El prim er E stad o eslavo autóctono, la fantasm al Gran Moravia del siglo IX , fue derribado por los m agiares. El principal orden p o lítico de la Alta Edad M edia en el este, la R usia de Kiev, quedó profundam ente debilitado en prim er lugar por los ataques de los pechenegos y los cum anos a sus flancos y, después, fue com pletam ente arrasado por los m ongoles. En com paración, Polonia y H ungría sólo recibieron m agulladuras de la invasión m ongola; con todo, las derrotas de Legnitsa y S ajo acabaron en Polonia, y durante una generación, con la unificación de los Piasta, y destrozaron en H ungría a la dinastía Arpad, dejando a am bos p aíses en el desorden y la confusión. El redivivo E stado búlgaro —un sistem a p o lítico eslavizado desdé hacía tiem po— fue arrastrado a un abrupto final por la retirada que los m ongoles efectuaron a través de su territorio. En ciertos aspectos, la región m ás afectada de todas fue el área de la m oderna Rum ania, que quedó som etida a la depredación y la dom inación nóm ada de form a tan continuada que n o pudo surgir ningún sistem a estatal antes de la expulsión de los cum anos en el siglo X III. A con secuencia de ello, toda la historia p osterior a la retirada rom ana de Dacia en el siglo III perm anece envuelta en la oscuridad. El m anto nóm ada sirvió de fon do oscuro y recurrente para la form ación del este m edieval.
3.
EL MODELO DE DESARROLLO
E n el m arco de e ste con tex to h istó rico general p u ed e analizarse ahora la evolu ción interna de las form aciones sociales de Europa oriental. Marx escrib ió una vez, en una carta a Engels en la que analizaba el desarrollo polaco, que «aquí puede considerarse que la esclavitud surgió de form a puram ente económ ica, sin el v ín cu lo in term ed io de la conquista y del dualism o étnico»1 . E sta frase indica con b astan te exactitud la naturaleza del p roblem a planteado por la aparición del feudalism o al este d el Elba. C om o ya hem os visto , éste se caracterizó fundam entalm en te p or la ausencia de la A ntigüedad, con su civilización urbana y su m od o de producción esclavista. S in em bargo, hablar de una vía «puram ente económ ica» al feu d alism o en Europa oriental es una excesiva sim p lifica ció n que olvida el hecho de que las tierras del e ste se convirtieron precisam ente en parte del con tin en te que llegó a ser E u rop a y que, p or tanto, n o pudieron escapar a algunos determ inantes generales — estructurale s y su perestructurales— del m odo de producción feudal que había surgido en O ccidente. El m o d elo inicial de las com unidades agrícolas eslavas que ocuparon la m ayor parte de la m itad oriental del con tin en te situada al n orte del D anubio ya se ha señalado antes. A lgunos siglos desp ués de las m igraciones, estas com unidades eran todavía am orfas y prim itivas, ya que su desarrollo n o fue acelerado por ningún contacto previo con form as urbanas o im p eriales ni por una fu sión posterior con ellas, dado que carecieron de un legado procedente de la Antigüedad clásica. La tribu y el clan social fueron durante largo tiem po las unidades básicas de la organización social; el paganism o ancestral quedó intacto; h asta el siglo V III, las técnicas agrícolas fueron rudim entarias, con pred om in io del cultivo en tierras desbrozadas por fu ego en los b osq u es de las llanuras del este; ni siquiera se registraron E stad os autóctonos com o los de los m arcom anos y cuados, que habían existid o durante breve tiem p o a lo largo del lim es rom ano. Paulatinam ente, sin em bargo, 1 Marx-Engels, Selected correspondence, Londres, 1965, p. 95.
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fue avanzando la diferenciación social y la estratificación política. La lenta tran sición hacia el cultivo regular aum entó el excedente disponible para la plena cristalización de una nobleza guerrera, desvinculada de la producción económ ica. Las aristocracias de clan consolidaron su dom inio por m ed io de la adquisición de grandes propiedades y la utilización de cautivos de guerra com o m ano de obra esclava para cultivarlas. E l pequeño cam pesinado, con sus propiedades individuales, conservó en ocasiones sus in stitu cion es populares de asam blea y ju sticia, p ero por lo dem ás q u ed ó so m etid o a su poder. A partir de en ton ces aparecieron príncipes y jefes, cuyos secuaces se agruparon en los habituales séq uitos arm ados, que constituyeron desde entonces el nú cleo de una clase dom inante estabilizada. E sta m aduración de una jerarquía social y política se vio acom pañada m uy pronto por una im presionante m ultiplicación de pequeñas ciudades durante los siglos IX y X, fenóm en o que fue com ún a R usia, Polonia y Bohem ia. Inicialm ente, al m enos en Polonia, estas ciudades fueron centros tribales fortificados y dom inados por los castillo s lo c a le s 2. Pero tam bién se convirtieron de form a natural e n el núcleo del com ercio y la artesanía regional, y en R usia — donde es m enos conocida su organización p olítica— revelaron una división urbana del trabajo relativam ente avanzada. Cuando los escandinavos llegaron a Rusia, la denom inaron Gardariki —la tierra de las ciudades— debido a que allí encontraron m u ch os centros com erciales. La aparición de estas g ró d y polacas y goroda rusas fue quizá la novedad m ás im portante que se produjo en tierras eslavas durante este período, dada la com pleta ausencia previa de urbanización en el este. E ste fue el p u n to m ás alto de la evolución social endógena de Europa oriental en la Edad Oscura. En efecto, el p osterior desarrollo p olítico de toda la región se situ ó desde ahora bajo un fundam ental influjo exógeno. Él auge del feud alism o europeo occiden tal y el im pacto del exp an sion ism o escandinavo habrían de sentirse profundam ente m ás allá del Elba. A partir de este m om ento, habrá que recordar siem pre la proxim idad con tin ental de sistem as económ icos y sociales m ás avanzados y adyacentes a ella para analizar el curso de los hechos en la propia E uropa oriental. El profundo in flu jo que de diferentes form as ejercieron sobre las estructu2 Henryk Lowmianowski, «La genèse des Etats slaves et ses bases sociales et économiques», La Pologne au X Ie Congrès International des Sciences H istoriques a Rom e, Varsovia, 1955, pp. 29-33, resumen de las opiniones actuales sobre el primer desarrollo eslavo.
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ras políticas y los sistem as estatales del este m edieval pueden apreciarse por la co n sisten cia de los testim on ios filosóficos que lo a cred ita n 3. Así, prácticam ente todas las palabras eslavas fundam entales para designar durante este período el rango y el dom inio p olítico m ás elevado —es decir, el vocabulario de la superestructura estatal— se derivan de térm inos germ ánicos, latinos o turanios. El tsa r — «em perador»— ruso está tom ado del caesar rom ano. E l krol polaco, el kral sudeslavo — «rey»— procede del nom bre ep ónim o del propio Carlomagno, Carolus Magnus. E l knyaz ruso — «príncipe»— se deriva del alem án antiguo kuning-az, m ientras que d ru ž ina (d ru žyna en polaco) — «séquito»— quizá procede del g ó tico dringan. El boyar — «noble»— ruso y sudeslavo es una palabra turania, adoptada de la aristocracia nóm ada de las estepas, que designó en prim er lugar a la clase dirigente búlgara. El ry tiry checo —«caballero»— es el reiter alem án. Las palabras polaca y checa para «feudo» —Xan y lan— son tam bién sim ples transcripciones del alem án l e h e n 4. E ste enorm e pred om in io de térm inos extranjeros (casi siem pre occidentales, germ ánicos o rom anos) es por sí m ism o elocuente. Y, a la inversa, es m uy significativo que quizá la palabra puram ente eslava m ás im portante en la esfera superestructural — el v e o v o d a ruso o e l w o je w o d a polaco— 3 En la actualidad, estos testim onios se ignoran frecuentemente, por cortesía convencional, debido a las chauvinistas pretensiones alemanas de que tales testim onios mostrarían que las primeras sociedades eslavas eran «incapaces» de formar un Estado por sí mismas, lo que condujo a los historiadores del este a negarlos o minimizarlos. Los ecos de estas controversias todavía no se han silenciado por completo, como puede verse consultando F. Grauss, «Deutsche und Slawische Verfassungsgeschichte», H istorische Z eitschrift, c x l v i i i , 1963, pp. 265-317. Las preocupaciones que las inspiran son, por supuesto, completamente ajenas al materialism o histórico. Afirmar la obvia verdad de que las formaciones sociales eslavas eran en general más primitivas que las germánicas a principios de la Edad Media, y que aprendieron políticamente de ellas, no equivale a asignar a ninguno de esos grupos unas intrínsecas características «étnicas», sino sim plem ente a decir que las primeras iniciaron una vía sem ejante de evolución después que las segundas, por determinadas razones históricas, que en sí m ismas no dictaron en m odo alguno sus respectivas trayectorias posteriores, las cuales, naturalmente, se caracterizaron por un desarrollo desigual y no rectilíneo. No tendría que ser necesario repetir estas perogrulladas. 4 F. Dvornik, The Slavs in European h istory and civilization, New Brunswick, 1962, p p . 121, 140; L. Musset, Les invasions. Le second assaut contre l’E urope chrétienne, p. 78; Georges Vemadsky, K ievan Russia, Yale, 1948, p . 178; K. Wuhrer, «Die Schwedischen Landschaftsrechte und Tacitus’ Germania», Z eitschrift des Savigny-Stiftung fü r Rechtsgeschichte (Germ anische Abteilung), l x x x ix , 1959, p p . 20-1.
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signifique sim plem ente «aquel que dirige a los guerreros», esto es, el jefe tribal m ilitar de la prim era fase de la evolución social, descrita por Tácito. E ste térm ino sobrevivió hasta convertirse durante la Edad Media en un título form al. Por lo dem ás, casi todo el vocabulario de los rangos fue tom ado del exterior. En la form ación de las estructuras estatales del este hubo adem ás un segundo catalizador exterior: la Iglesia cristiana. Del m ism o m odo que la transición de com unidades tribales a sistem as p olíticos territoriales en la época de los asentam ientos germ ánicos en O ccidente estuvo invariablem ente acom pañada por la conversión religiosa, así tam bién en el e ste la fundación de E stados m onárquicos coincidió puntualm ente con la adopción del cristianism o. Como ya hem os señalado, el abandono del paganism o tribal fue norm alm ente una condición ideológica previa a la desaparición de los principios ciánicos de organización social y al establecim iento de una jerarquía y una autoridad p olítica centralizada. El éxito de la obra de los em isarios eclesiá stico s procedentes del exterior — católicos u ortodoxos— fue por tanto un com ponente esencial en el proceso de la form ación de los E stados en Europa oriental. El principado de B ohem ia fue fundado por la dinastía de los Premíslidas, cuando su prim er soberano, Vaclav, que gobernó desde el 915 hasta el 929, se convirtió en un ardiente cristiano. El prim er E stado polaco unitario se creó cuando el potentado M iecislao I, fundador de la dinastía de los Piasta, adoptó sim ultáneam ente la fe católica y el títu lo ducal en el año 966. El reino varego alcanzó su form a com pleta en la R usia de Kiev cuando el príncipe ruríkida V ladim iro aceptó el bautism o ortodoxo en el año 988 con o b jeto de obtener un m atrim onio im perial con la herm ana del em perador bizantino B asilio II. Los nóm adas húngaros se asentaron y organizaron en u n E stado real de form a sem ejante con la conversión del prim ero de los Arpad, E steban, que —com o M iecislao— recibió de Rom a su credo (966-7) y su m onarquía (1000), el u n o a cam bio de la otra. En tod os estos casos, la adopción del cristian ism o por los príncipes fue seguida de una cristianización oficial de sus súbditos: era un acto inaugural del Estado. En m uchos casos, estallaron después reacciones paganas populares en Polonia, Hungría y Rusia, en las que se m ezclaron la p rotesta religiosa y social contra el nu evo orden. Sin em bargo, la innovación religiosa fue un paso m ás difícil en la consolidación de los E stados m onárquicos que el tránsito de una nobleza de séqu ito a una nobleza territorial. Ya
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hem os v isto que la aparición de un sistem a de séq u ito m arca en todas partes una ruptura d ecisiva con los vínculos de parente sc o co m o p rin cip io b ásico de la organización social; un séquito representa el um bral para la tran sición de una aristocracia tribal a una feudal. U na vez que se form a el séq u ito del príncipe — grupo de n ob les de varios clanes que constituyen el p erson al entorno m ilitar del príncipe, e l cual los m antiene econ óm icam ente con sus b ienes y reparte con ellos su botín de guerra a cam bio del servicio leal en el com bate y la adm inistración— se convierte h ab itu alm en te en el prim er instrum ento fundam ental del gobierno real. Ahora bien, para que de este séq u ito m ilitar salga un a nobleza esp ecíficam en te feudal es necesario todavía un paso crucial: su territorialización com o clase terratenien te. E n otras palabras, e l grupo com pacto de guardias y guerreros reales se debe d isp ersar para convertirse en señores con dom inios provinciales, p oseíd os co m o feudos en vasallaje a su m onarca. E ste p aso estructural estu v o invariablem ente lleno de peligros, ya que la fase final de tod o el m ovim ien to siem pre am enazó con anular los avances de la prim era fa se al producir una nobleza local anárquica y recalcitrante a toda autoridad real centralizada, Así surgía fatalm ente el peligro de una desintegración del originario E stad o m onárquico, cuya unidad estab a asegurada con m enos dificultades, paradójicam ente, en e l esta d io m enos avanzado del séquito dom éstico. La im plantación de un sistem a de feudos estab le e integrado con stitu yó, pu es, un p ro ceso extrem adam ente difícil. E n O ccidente, ese sistem a só lo apareció después de varios siglos de rudim entarios y con fu sos tan teos durante la Edad Oscura y se con solid ó fin alm en te entre el derrum bam iento general de la autoridad m onárquica unitaria en el siglo X , m edio m ilen io desp ués de las in vasion es germ ánicas. Por tanto, no es extraño que en el e ste tam p oco hubiera un p rogreso lineal d esde los prim eros E stad os d in ásticos de los P rem íslidas, los Piasta y los R uríkidas a los sistem a s feud ales plenam ente acabados. Por el contrario, en todos esto s casos —B ohem ia, Polonia y R usia— se prod u jo una recaída final e n la confusión y el desorden, regresión p olítica en la qu e el poder de los príncipes y la unidad territorial se fragm entaron o e c lip sa r o n 5. C onside5 La experiencia de Europa oriental constituye un aviso saludable contra las desaforadas p reten sion es de los historiadores locales acerca del Estado anglosajón de Inglaterra, presentado a menudo como realizador de una transición prácticamente plena de éxito al feudalism o en vísperas de la invasión normanda, debido al carácter unitario de su gobierno
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radas en una perspectiva com parada, estas vicisitudes de los prim eros sistem as estatales del este tenían sus raíces en los problem as planteados p or la forja de una nobleza señorial coherente dentro de un sistem a p o lítico m onárquico unitario, que a su vez presuponía la creación de un cam pesinado servil, adscrito a la tierra y en c ond iciones de sum inistrar u n excedente a una jerarquía feudal desarrollada. Por definición, un sistem a de feudos n o podía surgir m ientras n o existiera una m ano de obra servil que proporcionara sus productores inm ediatos. En O ccidente, la aparición y la generalización definitiva de la servidum bre sólo había tenido lugar, una vez m ás, en el transcurso del sig lo X , después de toda la experiencia de la Edad Oscura y del Im perio carolingio que le puso fin. La econom ía rural característica de esa larga época que va del siglo V al IX había tenid o — com o hem os v isto — un carácter m uy m ixto y fluido, con la coexistencia en su sen o de esclavos, pequeños propietarios, arrendatarios libres y cam pesinos dependientes. En el este n o había existid o previam ente un m odo de producción esclavista, por lo que el p u nto de partida de la evolución hacia la servidum bre tu vo que ser necesariam ente d istin to y m ás prim itivo. Pero tam bién aquí la sociedad rural inm ediatam ente p osterior al esta b lecim ien to de los sistem as de E stado siem pre fue h eterogénea y transitoria: la inm ensa m ayoría del cam pesinado no había experim entado todavía la servidum bre. El feu dalism o oriental só lo p u do nacer después de sus n ecesarios dolores de parto. Si tal fue en el este el m od elo general de la prim era fase de desarrollo, hubo n aturalm ente im portantes diferencias en la trayectoria económ ica, p olítica y cultural de las distintas regiones, que es p reciso exam inar ahora. Rusia representa el caso m ás interesan te y com plejo d eb id o a que allí se m anifestó quizá algo sem ejante a una vacilante som bra «oriental» de la síntesis occidental. El prim er E stado ruso fue creado a finales del siglo IX y principios del X por piratas y m ercaderes su ecos que bajaron desde E scandinavia por las rutas flu v ia le s6. Allí enconreal. En realidad, la sucesión dinástica estable ó un coherente sistem a de feudos no habían aparecido todavía en la Inglaterra anglosajona, cuyo avance relativo se habría derrumbado posteriorm ente en un desorden y una regresión sem ejantes a los que experimentaron los primeros Estados esclavos, debido a la común ausencia de una herencia clásica. La conquista normanda, producto de la síntesis romano-germánica del Occidente continental, fue lo que impidió ese retroceso. 6 El sentim iento nacionalista ruso ha conducido repetidamente, tanto en el siglo XIX como en el XX, a negar los orígenes escandinavos del Esta-
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traron una sociedad que ya había producido m uchas ciudades locales en los bosq ues, pero n o una unidad ni un sistem a político regional. Los com erciantes y soldados varegos que llegaron a R usia establecieron m uy p ron to su suprem acía política sobre estos centros urbanos, enlazando las vías fluviales del Voljov y el V olga hasta crear una sola zona de tránsito económ ico desde el m ar B áltico al m ar N egro y fundando un E stado cuyo eje de autoridad política iba desde N ovgorod hasta Kiev. Como ya hem os v isto en otro lugar, el E stad o varego radicado en Kiev tuvo un carácter com ercial, pues se ed ificó para controlar las rutas com erciales entre Escandinavia y el m ar Negro, y su principal objeto de exportación con sistió en esclavos, destinados al m undo m usulm án o a B izancio. E n el sur de Rusia se form ó un em porio de esclavos —cuya zona de captación era todo el este eslavo— que proveyó a las tierras m editerráneas y persas conquistadas por los árabes y al Im perio griego. El E stado jázaro, situado m ás al este, que previam ente había dom inado el lucrativo com ercio de exportación a Persia, fue elim inado, y los dirigentes varegos conquistaron así el acceso directo a las rutas del C a sp io 7. E stas im portantes operaciones com erciales del E stado de Kiev contribuyeron a dar a Europa su nueva y perm anente palabra para designar a los esclavos: sclavu s apareció por vez prim era en el siglo X . Los com erciantes varegos tam bién em barcaban cera, pieles y m iel, que durante toda la Edad M edia fueron los principales artículos rusos de exportación, pero su im portancia siem pre fue m enor. El desarrollo urbano de Kiev, que le sitú a aparte de cualquier otro centro de Europa oriental, se basaba esencialm ente en un com ercio que por en ton ces representaba ya un creciente anacronism o dentro de la econom ía occidental. Con todo, si los dirigentes nórdicos de K iev dieron el inicial im pulso p olítico y la experiencia com ercial al prim er Estado ruso, lo que m ás contribuyó a la relativa com plejidad superestructural de la R usia de Kiev fue el estrecho con tacto diplodo de Kiev (y desde luego la procedencia de la propia palabra «Rus»). No es preciso demostrar aquí el anacronismo de tal historiografía «patriótica», que tiene su equivalente en los m itos ingleses sobre la «continuidad», a la que se ha aludido antes. 7 Hay un análisis equilibrado de la naturaleza del papel de los varegos en Rusia, en Musset, Les invasions. Le second assaut, pp. 99-106, 261-6. Es preciso tener en cuenta que la palabra eslava que significa ciudad, gorod, es, en definitiva, la misma que el antiguo término nórdico gardr, pero no es seguro que aquélla proceda de ésta. Foote y Wilson, The Viking achievem ent, p. 221.
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m ático y cultural con B izancio a través del m ar Negro. Es aquí donde m ás evidente resulta un paralelism o lim itado con el Im pacto del Im perio rom ano sobre el O ccidente germ ánico. En concreto, tanto la lengua escrita com o la religión — los dos com ponentes b ásicos de todo sistem a ideológico de aquella época— fueron im portados de Bizancio. Los prim eros príncipes varegos de Kiev habían concebido a su capital com o una base para la expediciones de piratería contra Bizancio y Persia (especialm ente contra el prim ero, brillante recom pensa para el pillaje). Sin em bargo, sus ataques fueron rechazados dos veces, en los años 860 y 941, y p oco d espués el prim er príncipe varego que llevó un nom bre eslavo, Vladim ir, adoptó el cristianism o. Los alfabetos glagolítico y cirílico fueron inventados por sacerdotes griegos específicam ente para los idiom as de los pueblos eslavos y para la causa de su conversión a la fe ortodoxa. La Rusia de Kiev adoptó ahora una escritura y un credo y, con ellos, la in stitu ción bizantina de una Iglesia estatal. Clérigos griegos fueron enviados a Ucrania para levantar una jerarquía eclesiástica que gradualm ente se hizo tan eslavizada com o habría de hacerse la casa dom inante y sus séquitos. Esta Iglesia sería posteriorm ente el m edio para el trasplante ideológico de la tradición im perial autocrática del Im perio de Oriente, in cluso después de la posterior desaparición de éste. El in flu jo adm inistrativo y cultural de B izancio parecía perm itir, pues, una precaria sín tesis rusa en el este que podría com pararse a la sín tesis franca en O ccidente, tanto en sus precoces realizaciones com o en sus inevitables recaídas, seguidas por el caos y la reg r esió n 8. Sin em bargo, los lím ites de estas com paraciones son evidentes. E ntre Kiev y B izancio no había ningún territorio com ún que pudiera servir de base para una verdadera fusión. El Im perio griego, que ya estaba m uy lejos de su predecesor rom ano, sólo podía transm itir im pulsos parciales y distantes a través del Euxino. Así, es natural que durante esta época nunca apareciera en R usia una 8 Marx equiparó el Imperio carolingio al varego en The secret dip lo ma tic history of the eighteenth century, Londres, 1969, p. 109 [La diplomacia secreta, Madrid, Taller de Sociología, 1979]. Pero este libro es una fabulación llena de fobia y, ciertamente, la peor obra de historia escrita por Marx; sus errores son innumerables. Cuando fue reeditada por vez primera a comienzos de siglo, Riazanov, como intelectual marxista, escribió una crítica sobria: «Karl Marx über den Vorsprung der Vorherrschaft Russlands in Europa», Die Neue Zeit (E rgänzungshefte n.° 5), 5 de marzo de 1909, pp. 1-64. El editor contem poráneo del texto no ha sabido mostrar la más mínima distancia respecto a él.
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jerarquía feudal orgánica com o la que g estó el Im perio carolingio. Lo que sorprende es, por el contrario, la naturaleza heteróclita y am orfa de la sociedad y la econom ía de Kiev. Una clase dom inante de prín cipes y boyardos, procedente de la druzina varega, recaudaba tributos y controlaba el com ercio en las ciudades, donde norm alm ente su bsistían los concejos oligárquicos o vece, vestigios de las antiguas asam bleas populares. Los boyardos p oseían grandes dom inios, con una m ano de obra m ixta, com pu esta por esclavos, p eon es za k u p y (cam pesinos adscritos por deudas) y trabajadores asalariados. Junto a estos dom inios existía un consid erab le cam pesinado libre, organizado en com unidades de a ld e a 9. El E stad o de Kiev alcanzó el cen it de su poder a principios del siglo X I con el reinado de Y aroslav (1015-36), el últim o de sus príncipes con conexiones escandinavas y am biciones varegas. Durante su reinado se realizaron las últim as aventuras exteriores: un ataque m ilitar contra B izancio y una expedición al Asia central. D esde m ediados del siglo X I, la dinastía de los Ruríkidas y su nobleza fueron com pletam ente rusificadas. Pronto se cortaron las grandes rutas com erciales hacia el sur, prim ero por la ocupación cum ana de U crania del sur y después por las cruzadas. Las ciudades italianas tom aron ahora el control del com ercio islá m ico y bizantino. Kiev, que había sid o la avanzadilla económ ica de Bizancio, decayó ju n to con las m etrópolis griegas situadas al sur. El resultado de este aislam iento fue un cam bio notable en la evolu ción de la form ación social de Kiev. La contracción del com ercio estuvo acom pañada inevitablem ente por el hundim iento de las ciudades y el increm ento de la im portancia de los terraten ientes locales. Privada de sus ingresos com erciales p rocedentes del m ercado de esclavos, la clase social boyarda se volvió hacia el interior para ob tener una com pen sación con la am pliación de sus dom inios y el aum ento del excedente a g r íc o la 10. La consecuencia fue una 9 Un estudio global de la estructura social de Kiev puede encontrarse en Vernadski, Kievan Russia, pp. 131-72, al que perjudica, sin embargo, la creencia de Verbadski de que el «capitalismo» y la «democracia» estaban latentes de alguna forma en el sistem a comercial y en los vestigios concejiles del Estado de Kiev, caprichosos errores de categoría heredados de Rostovtsev. 10 K. R. Schmidt, «The social structure of Russia in the early Middle Ages», X Ie Congrès International des Sciences H istoriques, Upsala, 1960, Rapports III, p. 32. Schmidt analiza el hincapié de las historiografías opuestas, desde Kliuchevski en adelante, en la riqueza agrícola o com ercial de las clases dirigentes de Kiev.
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notable presión económ ica sobre los cam pesinos, que ahora com enzaron a descender hacia la servidum bre. Sim ultáneam ente, la unidad política del E stad o de Kiev com enzó a fragm entarse en principados m ediatizados que se destrozaron entre sí a m edida que la casa de los Ruríkidas se desintegraba en luchas dinásticas. El localism o señorial se desarrolló ju n to a la creciente degradación del cam pesinado. La vía de desarrollo en tierras checas y polacas se vio afectada principalm ente, com o es natural, por la influencia germánica m ás que por la escandinava o bizantina. Sin em bargo, en este entorno m ás occidentalizado puede observarse una evolución sim ilar. Las prim eras form aciones sociales de estas regiones no eran d iferentes de la prim era R usia de Kiev, aunque sin el am plio com ercio fluvial que co n stitu yó la b ase de su excepcional crecim ien to urbano. Así pues, las aristocracias locales dom inaron m uy am pliam ente en el este a una m ezcla de productores inm ediatos en la que se incluían pequeños propietarios, esclavos y peones. E ste fen óm eno fue un reflejo de la transición desde estructuras sociales sim ples — cuyos clanes guerreros habían utilizado a prisioneros esclavos para cultivar sus tierras a falta de un cam pesinado dependiente— a sistem as estatales diferenciados, con la crecien te subordinación de toda la m ano de obra rural gracias a los m ecanism os del endeudam iento cam pesino y a la práctica de la encom endación. En Polonia, Silesia, B ohem ia o M oravia, las técnicas agrícolas se m antuvieron con frecuencia en un nivel m uy prim itivo con el cultivo de rozas abiertas por fu ego y los cam pos de pastoreo todavía practicados por una h eterogénea población de propietarios libres, arrendatarios y esclavos. La prim era estructura política que surgió fue, a p rincip ios del siglo V II, un E stado boh em io algo fantasm al, estab lecid o por el m ercader franco Sam o, dirigente de la rebelión eslava local que derrocó al Im perio ávaro en Europa central. El E stado de Sam o, que fue probablem ente un rein o para controlar el com ercio, com o el de los prim eros varegos en R usia, n o fue capaz de convertir a la población de la zona y no duró m u c h o tie m p o 11. D oscientos años después apareció m ás al e ste una estructura de m ayor solidez, el Gran E stado de M oravia del siglo IX . 11 G. Vernadski, «The beginnings of the Czech State», Byzantion, 1944-5, XVII, pp. 315-28, afirma —contra toda evidencia— que Samo fue un mercader eslavo «dedicado a la idea de la cooperación intereslava», misión improbable que es una prueba más de los daños causados por el nacionalism o en el campo de la historiografía de la Edad Oscura.
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E ste principado se basaba en num erosos castillos y fortificaciones aristocráticas y fue una im portante p otencia en los confines del Im perio carolingio, cuya alianza diplom ática buscó B izancio contra el expansionism o franco. Aquí, los herm anos ortodoxos Cirilo y M etodio fueron enviados a su monarca, R atislao, con la m isión de instruirle y convertirle, para lo que habían creado el alfabeto eslavo. Sus esfuerzos fueron desbancados, en últim o térm ino, por sacerdotes católicos enviados por Roma. Las tierras checas se transform aron, sin em bargo, en la prim era cabeza de playa de la conversión cristiana del este antes de que el E stado de Moravia fuera destruido por una invasión m agiar a principios del siglo X. A partir de entonces tuvo lugar en B ohem ia, m enos gravem ente dañada por la devastación nóm ada, una gradual recuperación política, A principios del siglo X I ya había aparecido de nuevo un E stado checo, esta vez con una estructura social m ás avanzada, que incluía una prim era versión del sistem a de feudos. La renovación de los Otones había provocado un gran aum ento de la presión germ ánica sobre las m arcas orientales del Im perio. El desarrollo p olítico de Bohem ia quedó sujeto a partir de entonces al contradictorio im pacto de la intervención y la influencia germ ánicas en las tierras checas. Por una parte, este hecho aceleró la form ación de in stituciones feudales (por im itación) y estim uló la adhesión de la nobleza eslava a su propio E stado local, sim bolizado por el culto ferviente a su santo patrón, W en cesla o 12. Por otra parte, bloqueó la consolidación de una m onarquía estable, ya que los em peradores germ ánicos, desde Otón I en adelante, reivindicaron Bohem ia com o feudo del Im perio y exacerbaron las rivalidades dinásticas dentro de la aristocracia checa. El E stad o unitario de Bohem ia se vio m uy pronto com prom etido por una larga y agotadora lucha por el dom inio político en tre las fam ilias de los Prem íslidas y los Slavnikovic, que hundió al país en repetidas guerras civiles13. A finales del siglo X II, los feudos de B ohem ia eran hereditarios y el cam pesinad o se veía som etido a crecientes obligaciones señoriales a m edida que en los cam pos echaba raíces una aristocracia provincial. D ebido a ese m ism o proceso, el poder p olítico central quedó debilitado y com prom etido a m edida que Bohem ia recaía en las disputas y divisiones en tre los príncipes. En Polonia, la organización tribal y clásica duró m ás tiem 12 F . Graus, «Origines de l’Etat et de la noblesse en Moravie et en Bohème», Revue des E tudes Slaves, vol. 39, 1961, pp. 43-58. 13 F. Dvornik, The Slaves. Their early history and civilization, pp. 115-300.
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po. En el siglo IX existía una vaga confederación regional de polaos con su centro en Gniezno. H asta la llegada del jefe Piasta, M iecislao I, a finales del siglo X , n o se form ó el prim er E stado unitario de Polonia. M iecislao adoptó el cristianism o en el año 966 y lo im puso en sus dom inios com o religión organizadora del nuevo sistem a p o lític o 14. La m isión que triunfó en Polonia fue obra de la Iglesia rom ana, que llevó con ella el latín, convertido desde entonces en el idiom a culto oficial del país (lo que indica la relativa brusquedad del cam bio en los planos social y cultural que acom pañó a la aparición del E stado de los Piasta y que contrasta con la m ás tem prana y m ás lenta evolución de Bohem ia; la nobleza polaca habría de u tilizar el latín com o su habitual idiom a escrito hasta m ucho después de que cayera en desuso en el O ccidente p o sm ed ieval). El papado confirm ó a M iecislao en su títu lo ducal a cam bio de su fidelidad religiosa. Su ducado se basó en un ex ten so y bien engarzado sistem a de séquitos, una d ružyna de alrededor de 3.000 nobles que estaban estacionados en la com itiva del duque o en las guarniciones regionales de los g ró d y fortificados que cubrían todo el país. La utilización de los m iem bros de este séquito real com o com andantes de los castillos representaba un eficaz in strum ento interm edio en el p aso de una aristocracia dom éstica a otra territorial. El prim er E stad o de los Piasta se benefició del incipiente desarrollo urbano del anterior siglo pagano y extrajo ingresos respetables de los centros com erciales locales. El hijo de M iecislao, B o lesla o I, desarrolló rápidam ente el poderío de los Piasta, extendiendo geográficam ente el reino de Polonia por m edio de la anexión de Silesia y el avance hacia Ucrania y reclam ando el títu lo real. Pero tam bién en este caso la tem prana solidez y u nidad política del E stado resultó ser una falsa prom esa. La m onarquía polaca, com o la bohem ia, fue el blanco de con stan tes m aniobras diplom áticas y m ilitares de Alemania. Los em peradores germ ánicos reclam aron la jurisdicción im perial sobre am bas regiones y finalm ente consiguieron bloquear la consolidación de la autorización real en Polonia (donde M iecislao II renunció al títu lo m onárquico) y avasallarla en Bohem ia (que se convirtió en feudo form al del I m p e r io )15. Además, la rapidez con que 14 Aleksander Gieysztor, «Recherches sur les fondem ents de la Pologne médiévale: état actuel des problèmes», Acta Poloniae H isto rica, IV, 1961, páginas 19-25. 15 Para la política germánica de este período, véase especialmente F. Dvornik, The m aking of Central and E astern E urope, Londres, 1949,
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se había construido el E sta d o de lo s P iasta se reveló com o su ruina interna. En el año 1031 se p rod u jo una violenta insurrección social y religiosa, que com b inó una reacción pagana contra la Iglesia, un a rebelión cam pesina contra el aum ento de la presión señorial y un levan tam iento a ristocrático contra el p oder de la dinastía dom inante. Los señores polacos expulsaron a M iecislao II del país y lo dividieron en voivodatos provinciales. Su h ijo C asim iro fue restaurado con la ayuda de B ohem ia y de K iev, p ero desde en ton ces su E sta d o central quedó gravem en te debilitado. En el sig lo X II, la delegación de poder en los infantazgos regionales realizada por los Piasta lo arruinó defin itiva y com pletam ente. P olonia se dividió en innum erables pequeños ducados, m ientras que en el cam po decaía la pequeña propiedad cam pesina y se m ultiplicaban las exacciones señoriales. Las tierras eclesiá stica s y nobiliarias abarcaban únicam ente al 45 por cien to de la p ob lación rural, p ero la tendencia estaba c la r a 16. H acia el sig lo X II, en Polonia, com o en todas partes, la cond ición del cam p esinad o n ativo se fue deteriorando len tam en te en dirección a la servidum bre. E ste p roceso fue com ún en R usia, Livonia, Polonia, B ohem ia, H ungría y Lituania y, en general, tom ó la form a d e una expansión ininterrum pida de las grandes fincas p or las aristocracias locales, un descen so en el nú m ero de propietarios libres, un aum ento de arrendam ientos cam p esin os y, en fin, una convergencia gradual de los arrendatarios dep en dien tes y de lo s esclavos cautivos o castigados a esa p en a en una sola m asa rural carente de libertad, situada de h ech o b ajo la ju risd icción señorial, aunque todavía n o form alm ente s e r v il17. Pero e ste p roceso fu e rep entinam ente paralizado e invertido. D urante los siglos XII y XIII, el feud alism o occidental se expandió rápidam ente h acia el exterior, desde E spaña a Finlandia y desde Irlanda a Grecia. Dos de esto s avances fueron esp ecialm en te im portantes y duraderos, los realizados en la península Ib érica y en el este, m ás allá del Elba. Pero m ientras la R econquista desalojaba en E spaña y Portugal a una civilización avanzada, aunque decadente, y entrañaba escasas o nulas m ejoras económ icas in m ed iatas en las tierras recién conquistadas páginas 194-6, 217-35, y The Slavs: Their early h istory and civilization, páginas 275-92. 16 H. Lowmianski, «Economic problem s of the early feudal Polish State», Acta Poloniae H istorica, III, 1960, p. 30. 17 Jerome Blum, «The rise of serfdom in Eastern Europa», American H istorical R eview, l x v i i , num. 4, julio de 1957, pp. 812-15.
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(el posterior dinam ism o u ltram arino de am bas estaba todavía m uy lejos), la principal colonización germ ánica del este provocó un crecim iento radical de la producción y de la productividad en las tierras a las que afectó. Las form as de esta colonización variaron enorm em ente. Brandem burgo y Pom erania fueron ocupadas por príncipes y m argraves procedentes del norte de Alem ania. Prusia y Livonia fueron conquistadas por organizaciones m ilitares de cruzados: la Orden Teutónica y los Caballeros de la Espada. B ohem ia, Silesia y hasta cierto punto Transilvania fueron pobladas gradualm ente con inm igrantes de O ccidente que form aron p u eblos y aldeas ju n to a los habitantes eslavos sin provocar cam bios radicales en el sta tu quo político. Polonia y Lituania acogieron tam bién a com unidades germ ánicas, principalm ente de com erciantes y artesanos urbanos. Las tribus paganas del B á ltico —b oru sos y otras— fueron som etidas m anu m ilita ri por la Orden Teutónica; contra los eslavos abodritas que habitaban en tre el E lba y e l Oder se lanzó la llam ada «cruzada contra los vendos». Pero, aparte de estos sectores, el grueso de la colonización fu e una em presa relativam ente pacífica, que a m enu do se vio alentada por las aristocracias eslavas locales, ansiosas de colonizar sus propios espacios escasam ente poblados con una m ano de obra nueva y relativam ente cu a lific a d a 18. Las condiciones esp ecíficas de esta colonización determ inaron su im pacto peculiar sobre las form aciones sociales del este. La tierra era abundante, aunque m uy cubierta de bosques y no siem pre de excelente calidad (el su elo del litoral b áltico era arenoso); la población, p or o tra parte, escaseaba. S e h a calculado que el total de habitantes de Europa oriental, incluyendo a Rusia, quizá ascendiera a 13 m illones a com ienzos del siglo XIII, fren te a unos 35 m illon es en la zona m ás pequeña de Europa o c c id e n ta l19. La m ano de obra cualificada tenía que ser transportada hacia el este en convoyes organizados de colonos reclutados en las regiones densam ente pobladas de Renania, Suabia, Franconia y Flandes. Era tan urgente la necesidad que había de ellos y tan grandes lo s problem as de la ordenación de su tránsito, que los nob les y e l clero que inspiraron la m archa hacia el este tuvieron que conceder considerables derechos sociales a los cam pesinos y b urgu eses que colonizaron las nue18 La propia Orden Teutónica fue invitada a Prusia, en el año 1228, por el duque polaco de Mazovia. 19 Russell, Late ancient and m ediaeval population, p. 148.
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vas tierras. E l cam pesinado m ás d iestro de Europa en los trabajos de drenaje y construcción de diques, tan esenciales para la roturación de regiones n o cultivadas, tenía que buscarse en los Países B ajos, y se realizaron esfuerzos particulares para atraerlos al este. Pero los Países B ajos del N orte eran un rincón de Europa que nunca había con ocid o un sistem a propiam ente señorial y cuyo cam pesinado estaba ya m ucho m ás libre de obligaciones serviles que sus equivalentes franceses, ingleses o germ ánicos del siglo XII. Por tanto, ju n to a ellos tuvo que ser aceptado el «derecho flam enco», el cual pronto ejerció un influjo general sobre el esta tu to del cam pesinado colonial, num éricam ente germ ano en su mayoría, que nunca había gozado de tal libertad en sus tierras de o r ig e n 20. Así pues, en el este recién colonizado existió poca ju risd icción señorial sobre los cam pesinos, a quienes se concedieron arrendam ientos hereditarios que conllevaban rentas en esp ecie pero pocas prestaciones de trabajo; adem ás, se perm itió a los agricultores que vendieran el u su fru cto de sus parcelas y que se fueran definitivam ente de sus lugares de asentam iento. Las aldeas form aban com unidades rurales regidas por alcaldes hereditarios (a m enudo el organizador inicial de la em igración) y n o por m andato señorial. E stas colonias transform aron rápidam ente tod o el m odelo agrícola desd e el E lba h asta el V ístula y m ás allá. Se talaron bosques y se introdujeron por vez prim era los arados de hierro y el sistem a de rotación trienal: la ganadería retrocedió y el cultivo de grano se extendió por prim era vez. El com ercio de exportación de m adera se desarrolló de form a notable. Bajo el im pacto de e ste proceso, con su producción y su excedente m ucho m ás altos, la nobleza indígena y las órdenes de crazados aceptaron progresivam ente las norm as de la agricultura cam pesina introducidas desde el oeste. En consecuencia, la condición del cam pesinado nativo de Polonia, Bohem ia, Silesia, Pom erania y dem ás p aíses, que venía hundiéndose en la servidum bre desde antes del com ienzo de la colonización germ ánica, experim entó ahora una notable m ejora por la asim ilación de la condición de los recién llegados. M ientras tanto, los cam pesinos prusianos, som etidos inicialm ente a servidum bre por la Orden Teutónica, fueron em ancipados en el transcurso del siglo siguiente. Las aldeas autónom as, con sus propios alcaldes 20 M. Postan, «Economic relations between Eastern and Western Europe», en Geoffrey Barraclough (comp.), Eastern and W estern Europe during the M iddle Ages, Londres, 1970, p. 169.
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y tribunales, se extendieron, la m ovilidad rural se am plió y la productividad creció en la m ism a medida. El aum ento en la producción de cereales y m adera estim uló, a su vez, un resultado m ás im portante todavía en la colonización del este: el crecim iento de ciudades y centros com erciales por toda la costa del B áltico durante el siglo X III: R ostock, Danzig, W ismar, Riga, Dorpat y Reval. E stos centros urbanos eran com unas independientes y turbulentas, con un próspero com ercio de exportación y una agitada vida política. D el m ismo m odo que el «derecho flam enco» había im pulsado la m ejora en las relaciones sociales de la agricultura indígena, así tam bién el «derecho germ ánico», calcado de la Carta de Magdeburgo, ejerció u n in flu jo análogo en el estatu to de las ciudades tradicionales del este. E specialm ente en Polonia, las ciudades que hospedaron con frecuencia a im portantes colonias de com erciantes y artesanos germ anos recibieron ahora lo s Derechos de Magdeburgo: Poznan, Cracovia y la recientem ente fundada Varsovia fueron beneficiari as de este p r o c e s o 21. En Bohem ia, los burgueses germ anos crearon una red m ás densa de colonización urbana, basada en las industrias m ineras y m etalúrgicas de la zona y con una participación m ás im portante de artesanos y com erciantes checos. Así pues, en el siglo X III el este colonial fue la sociedad fronteriza del feudalism o europeo, proyección im presionante de su propio dinam ism o expansivo, que al m ism o tiem p o tuvo sobre el sistem a herm ano algunas de las ventajas que las sociedades fronterizas del cap italism o europeo habrían de tener en Am érica y Oceanía: m ayor igualdad y m ovilidad. Carsten resum e así las características de su prim er período: «El sistem a propiam ente señorial, con sus restriccion es a la libertad y sus ju risd iccion es privadas, no fue transferido al este, com o tam poco lo fue la servidum bre. La p osición de los cam pesinos fue m ucho m ejor de lo que era en Occidente, y esto incluía tam bién a la población autóctona. Las diferencias de clase en el este eran m enos rígidas: los nobles se trasladaban a las ciudades y se convertían en burgueses, m ientras los burgueses adquirían fincas y los alcaldes de las aldeas tenían feudos. Toda la estructura de la sociedad, com o podía esperarse de una zona colonial, era m ucho m ás libre y flexible que en Europa occidental. S ó lo parecía cuestión de tiem po que el este d e j a r a de estar atrasado y pasara a pertenecer a las partes m ás desarrolladas de Europa. 21 Roger Portal, Les Slaves, París, 1965, p. 75.
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N aturalm ente, esto ya podía aplicarse a las ciudades hanseáticas de la costa del B áltico, esp ecia lm en te a las ciudades vendas y a D an zig » 22. R usia, que quedó m ás allá de los con fín es de la penetración germ ánica, experim entó, sin em bargo, durante estos siglos una evolución con algunos paralelos cu riosos, aunque con un ritm o diferente y en un diferente contexto. E ste fenóm eno fue el resultado de la desintegración del E stad o de K iev en los siglos XII y XIII b a jo la p resión de las desgracias externas y las debilidades internas. C om o ya h em os visto , las cruzadas cortaron las rutas com erciales del m ar N egro a C onstantinopla y el m undo islám ico, en las que tradicionalm ente había florecido el com ercio de Kiev. D esde el este, las correrías de los cum anos con stituían un a continua am enaza, m ientras que en el interior el sistem a del «seniorato» de los príncipes condujo a una maraña de guerras y d esórdenes c iv ile s 23. El m ism o Kiev fue saqueado a m ediados del siglo XIII p or el príncipe de Suzdal. Setenta años despu és se abatió com o un huracán la últim a gran invasión nóm ada procedente del Asia central: p rácticam ente toda Rusia, excep to la zona del noroeste, fue asolada y sojuzgada por los m ongoles p o co tiem p o desp ués de la m uerte de Gengis Jan. Quizá una décim a parte de la pob lación p ereció en este desastre. Su con secuen cia fue un cam b io p erm anente en el eje de la civilización rusa, que se trasladó de la cuenca de Kiev a los b osq u es h asta entonces d eshabitados y vírgenes del triángulo del Oka-Volga, en el noreste, aproxim adam ente al m ism o tiem po que se am pliaban las filtracion es dem ográficas a través del Elba. E n la recom p osición gradual de la form ación social rusa en el n o reste tuvieron lugar m uchos efecto s sociales idénticos a los q u e habían caracterizado a la zona del B áltico. La rotura22 F. L. Carsten, The origins of Prussia, Oxford, 1954, p. 88. 23 Dvornik ofrece dos explicaciones contradictorias del sistem a patrimonial de Kiev, especialm ente intrincado, que condujo a estos desórdenes. En un primer mom ento lo atribuye a una institución germánico-escandinava, el tanistry, por el que un señor no era sucedido por su hijo, sino por su hermano menor, y éste por su sobrino mayor, institución que sólo se encuentra entre los vándalos de Africa y los asentam ientos nórdicos de Escocia. Pero, en otro lugar, Dvornik lo asimila a la jerarquía del «seniorato» de los duques Piasta de Polonia y a los sistemas checos de sucesión del siglo X II y afirma que era un principio eslavo el que un país fuese patrimonio de la casa dominante, cuyos miembros deberían participar todos juntos en su gobierno. Compárese The Slavs: Their early history and civilization, p. 213, y The Slavs in European history and civilization, pp. 120-1.
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ción y colonización de vastos espacios despoblados detuvieron la m archa del cam p esin ado ru so hacia la dependencia servil perm anente, que ya estaba m uy avanzada e n los ú ltim os siglos del E stado de Kiev. Los príncipes se vieron obligados a ofrecer exenciones de cargas, derechos com unales y m ovilidad personal a los cam pesinos para ind u cirlos a asentarse en las tierras recientem en te desbrozadas. Los nobles y los m onasterios siguieron el m ism o cam ino, aunque con controles señoriales m ás estrictos sobre las nuevas aldeas. La autoridad política se subdividió y feudalizó todavía m ás entre los señores territoriales, m ientras que los cam p esinos conseguían una m ayor lib e rta d 24. Cuanto m ayor fue la lejanía de las principales sed es de poder p o lítico en la región central, m ayor fu e tam bién el grado de libertad que el cam pesinado con sigu ió de esa forma: la libertad fue m ás plena en los rem otos b osq u es del norte, donde las jurisd icciones señoriales só lo llegaban de form a esporádica. Al m ism o tiem po, el cam b io del eje dem ográfico y económ ico del p a í s hacia el triángulo del Oka-Volga estim u ló enorm em ente a las ciudades com erciales de N ovgorod y Pskov, en el noroeste, en la zona interm edia entre R usia y la Livonia colonizada por los germ anos. A p artir de en ton ces, la R usia central sum inistró cereal al im perio com ercial de N ovgorod, con sus exacciones tributarias a las tribus subárticas del norte y su papel fundam ental en el com ercio del B áltico. Aunque regida por una asam blea m unicipal, N ovgorod no era en realidad una com una m ercantil com parable a las ciudades germ ánicas de la costa: el v e te estaba dom inado por los terratenientes boyardos, m uy distintos de los burgueses de la H ansa. Sin em bargo, la influencia germ ánica era m uy p od erosa en la ciudad, que tenía una am plia com unidad de com erciantes extranjeros y — caso único en las ciudades rusas de antes o después— un sistem a de grem ios para su s artesanos inspirado en O ccidente. N ovgorod ofreció, pues, el eslabón estratégico que unió a R usia y a las otras tierras de Europa oriental en u n sistem a econ óm ico intercom unicado.
24 Hay un buen análisis de este doble proceso en el ensayó de Marc Szeftel, «Aspects of Russian feudalism», en Rushton Coulborn (com p.), Feudalism in history, Princeton, 1956, pp. 169-73.
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LA C R IS IS E N EL E S T E
En el este, la crisis del feudalism o europeo com enzó después, y probablem ente sus dim ensiones absolutas fueron m ás m itigadas, m ientras que en R usia se escalonó según una diferente secuencia tem poral. Pero, en cualquier caso, su im pacto relativo fue posib lem ente superior porque afectó a una estructura social m ás reciente y m ás frágil que la de Occidente. El golpe fue m ás difuso, pero la resisten cia que encontró fue m ás débil. Es necesario tener p resentes esos dos asp ectos contradictorios de la crisis general en el este, porque solam ente su com binación hace inteligible su evolución y su resultado final. Los estudios convencionales tienden a situar toda la depresión feudal de los siglos XIV y XV dentro de una crisis económ ica continental incorrectam ente considerada hom ogénea. Sin em bargo, es evidente a prim era vista que el m ecanism o b ásico de la crisis feudal en O ccidente —un «avance excesivo» y un «atasco» de las fuerzas de producción en el m ism o lím ite de las relaciones sociales de producción existen tes, que cond ujo a un colapso dem ográfico y a una recesión económ ica— no podía reproducirse en el este. Pues aquí la im plantación de nuevas técnicas agrarias y de una nueva form ación social era todavía relativam ente reciente y n o había alcanzado en absoluto los lím ites de su p osible expansión. La densidad de superpoblación que existía en O ccidente en 1300 era desconocida en el este. Grandes zonas de tierra cultivable tenían que ser desbrozadas todavía a lo largo del V ístula y el Oder cuando ya escaseaban las tierras marginales en to rno al Rin, el Loira o el Tám esis. Era, pues, muy poco probable la sim ultánea repetición endógena en el este de la crisis de O ccidente. En realidad, durante un largo período del siglo XIV, Polonia y Bohem ia parecían haber alcanzado su apogeo político y cultural. La civilización urbana checa llegó a su apogeo bajo la casa de Luxem burgo, antes de su vertiginosa caída en la Liga de los Barones y las guerras h usitas1. En su 1 Durante este período, la prosperidad de Bohemia se basó en el descubrimiento de las minas de plata de Kutna Hora, que se convirtieron 9
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breve resplandor bajo Carlos IV, B ohem ia fue la B orgoña de Europa oriental. Polonia se libró de la gran peste y salió vencedora de la guerra de los Trece Años; C asim iro III fue el contem poráneo y equivalente de Carlos IV; la casa de los Jagellón unió a Polonia con Lituania para form ar el m ayor E stad o territorial del continente. Tam bién en Hungría, los reyes angevinos, Carlos R oberto y Luis I organizaron una poderosa m onarquía feudal, cuya influencia y prestigio fueron considerables en todo el este y que b ajo Luis quedó unida a P olonia en una unión personal. Pero esta vitalidad p olítica n o podía resistir m ucho tiem po al cam bio de clim a econ óm ico que se produjo en toda Europa oriental, rezagado resp ecto al de O ccidente pero visiblem en te ligado a él, pues es evidente que a principios del siglo XV había una depresión en am bas partes de Europa. ¿Cuáles fueron las verdaderas razones de la crisis en el este? Ante todo, naturalm ente, en el vasto arco de los territorios afectados por la colonización germ ánica se produjo el repentino corte de todo el im pulso económ ico y dem ográfico transm itido por ella. Cuando los centros del feudalism o en O ccidente quedaron atrapados en un am plio frente por la recesión, su proyección sobre las tierras fronterizas del este se debilitó en la m ism a m edida. El ím petu de la colonización dism inuyó y se desvaneció. A principios del siglo XIV ya aparecieron las siniestras señales de aldeas desiertas y cam pos abandonados en Brandem burgo y Pom erania, que en parte se debían a la m igración m ás hacia el este de unos cam pesinos que habían crecido acostum brados a la m ovilidad. Pero tales desplazam ientos indicaban en sí m ism os uno de los peligros de todo el p roceso colonizador. Precisam ente porque la tierra era abundante, podía ser explotada durante breve tiem po y abandonada después, según un proceso recurrente del tipo que habría de erosionar la tierra en otros con tin en tes y épocas. La tierra arenosa del litoral báltico era especialm en te propensa al agotam iento, a no ser que recibiera un tratam iento cuidadoso, y aquí tam bién la inundación y la erosión avanzaron paulatinam ente. Adem ás, el d escen so en los precios de los cereales en Occidente a causa de la vertiginosa caída de la dem anda afectó inevitablem ente al este, donde ya había com enzado un m od esto com ercio de exportación de grano. El índice de los precios del centeno en K önigsberg duen el principal productor de Europa después del año 1300, cuando en el resto de los países se produjo un descenso general: R. R. Betts, «The social revolution in Bohemia and Moravia in the later Middle Ages», Past and Present, núm. 2, noviembre de 1952, p. 31.
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rante el siglo siguien te reflejó con toda fidelidad el descenso de los precios de trigo registrados en las ciudades de Occidente2. Al m ism o tiem po, y com o ya h em os dicho, los estrangulam ien tos en las técnicas m ineras afectaron a los stock s de m etales acuñables en todo el con tinen te, aunque las m inas de B ohem ia se viesen m enos afectadas que las de Sajonia. La devaluación de la m oneda y el d escen so de las rentas señoriales, vivam ente sentidas en B randem burgo, P olonia y otros países, fueron el com ún resultado. E l este n o se vio libre tam poco de los azotes que en O ccidente acom pañaron a la gran crisis, los terribles «efectos» de la depresión, que se convirtieron en las «causas» de su reiteración. La p este, el ham bre y la guerra asolaron las llanuras del este n o m en os que las del oeste. Entre los años 1340 y 1490 h u b o 11 brotes im portantes de peste en P r u sia 3 y 20 epidem ias en R usia desde 1350 a 14504: el m ism o m onarca m o scovita Sim eón m urió a causa de ella, juntó con su h erm ano y dos h ijos, en el año 1353. Sólo Polonia, entre las grandes zonas de Europa, se libró en general de la peste negra. B oh em ia n o fu e tan afortunada. En Prusia, las m alas cosechas de 1437-9 fueron las peores en un siglo. M ientras tanto, las luchas m ilitares asolaban todas las regiones im portantes del este. Los otom an os invadieron Serbia y B ulgaria a finales del siglo XIV, som etién dolas a una h isto ria local apartada de la del resto de Europa. Más de 150 cam pañas se libraron en R usia contra los m ongoles, litu an os, germ anos, su ecos y búlgaros. Las continuas correrías y b atallas fronterizas despoblaron las zonas situadas entre Brandem burgo y Pom erania. Las fuerzas polacas aplastaron a la Orden T eutónica en Grünewald, en el año 1410, con un ejército reclutado en toda la Europa oriental, e invadieron Prusia en los años 1414, 1420 y 1431-3. D espués de dos décadas de una paz precaria com enzó en 1453 el con flicto final, m u ch o m ás m ortífero: la guerra de los Trece Años, que hizo pedazos a la Orden T eutónica y arruinó com pletam ente a Prusia oriental por una generación. La despoblación y la deserción m asiva de los cam pos fue el resultado final de esta feroz y prolongada lucha. En B ohem ia, las largas guerras husitas de principios del siglo XV tuvieron el m ism o e fecto al provocar la decadencia y pulverización de la econom ía rural a m edida que los ejércitos rivales avanzaban y retrocedían p or sus tierras. Pero 2 Van Bath, The agrarian h istory of W estern Europe, p. 139. 3 Carsten, The origins of Prusia, p. 103. 4 Blum, Lord and peasant in Russia, p. 60,
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este suprem o drama de la Baja Edad M edia no se lim itó únicam ente a las tierras checas. El em perador Segism undo reclutó por toda Europa h u estes asalariadas para aplastar las insurgentes ligas husitas, m ientras los ejércitos taboritas de Procopió el R apado extendían la guerra contra el Im perio y la Iglesia h asta el interior de Austria, Eslovaquia, Sajonia, Silesia, Brandem burgo, Polonia y Prusia; sus colum nas itinerantes y sus plataform as para el transporte de cañones abrieron una senda de destrucción a lo largo de tod o el cam ino hacia Leipzig, N urem berg, B erlín y Danzig. Por otra parte, m ientras las rebeliones sociales de O ccidente vinieron después de los co n flictos m ilitares, o fueron incidentes al m argen de ellos (la gran jacquerie), en el este am bos estuvieron inextricablem ente unidos: las grandes guerras y las insurrecciones form aron una m ism a cosa. Las dos grandes conflagraciones del B áltico y B ohem ia fueron tam bién violentas guerras civiles. E n Erm land, los cam pesinos se rebelaron durante una breve pausa del con flicto prusiano-polaco. La m ism a guerra de los Trece Años fu e una salvaje y generalizada in su rrección social en la que las ciudades com erciales de Danzig y Torun se aliaron con los grandes propietarios rurales y con despiadados e incontrolados m ercenarios en una rebelión cuyo objetivo fue el derrocam iento de la burocracia m ilitar de la Orden T eutónica. A finales del siglo XIV, Bohem ia fue tam bién escenario de turbulentos con flictos señoriales durante el reinado de W enceslao IV, con bandas errantes de asesinos a sueldo rondando por los cam pos en b usca de botín; en estas sucias peleas fue donde Jan Žižka, el futu ro com andante de la causa husita, hizo su entrenam ien to m ilitar antes de servir en un grupo que lu ch o en G rünewald al lado del m onarca polaco. Inm ediatam ente después, de 1419 a 1434, explotaron las guerras husitas, fenóm eno sin precedentes en la historia m edieval que unió a burgueses, pequeños propietarios, artesanos y cam pesinos contra los terratenientes nob les, los patricios urbanos, la dinastía y los ejércitos extranjeros en una extraordinaria lucha social y protonacional b ajo las banderas de la r e lig ió n 5. Los 5 Frederick Heymann, John Zizka and the H ussite Revolution, Princeton, 1965, es la principal obra sobre las guerras husitas que puede encontrarse en un idioma no checo. Estudio cálido y bien escrito, es excesivamente breve en los análisis sociales y se detiene en la muerte de Žižka en 1424. Heymann subraya con todo acierto él carácter sin precedentes de la insurrección husita, pero incurre en un anacronismo al pretender que fue la primera de la gran cadena de revoluciones modernas,
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A rtículos de la com unidad de los pobres rurales que fundaron la ciudad de Tábor en las colinas de B ohem ia expresan, quizá, el grito m ás profundo en busca de una im posible liberación de toda la h istoria del feu d alism o europeo6. El m ilenarism o radical fue suprim ido m uy p ronto dentro del bloque husita, pero la lealtad de los cam pesinos y artesanos que proveyeron de soldados a la causa husita, bajo sus dirigentes Žižka y Procopio, no vaciló. Quince años tuvieron que pasar antes de que esta insólita insurrección armada, que depuso a un em perador, desafió al papado y derrotó a cin co cruzadas enviadas contra ella, fuera finalm ente sofocada y el país recuperara una paz m oribunda. A principios del siglo XV, las otrora fuertes monarquías de Polonia, B ohem ia y H ungría se habían desintegrado en m edio de la usurpación y el desorden señorial y sus crecientes presiones sobre el cam pesinado. A m ediados de siglo se produjo una breve y coordinada recuperación en los tres países con la subida al trono de Jorge de Podĕbrady en las tierras checas, la de M atías Corvino en H ungría y el reinado de Casimiro IV en Polonia, todos ellos soberanos com p etentes que durante cierto tiem p o restablecieron la autoridad real, deteniendo el avance hacia la fragm entación nobiliaria. Pero a finales del siglo los tres reinos habían caído de nuevo en una com ún debilidad, y esta vez su decadencia era ya irrem ediable. En Polonia, la m onarquía sería sacada a subasta por la szlachta, y en B ohem ia y H ungría fue anexionada por los H absburgo. En esta zona nunca volvió a aparecer ningún E stad o din ástico lo c a l7. Rusia, por otra parte, entró en crisis antes que el resto del este, co n la desintegración del E stado de Kiev y la conquista m ongólica, y tam bién com enzó a recuperarse antes. La peor fase antecesora de la holandesa, inglesa, americana y francesa, pp. 477-9. La rebelión husita pertenece claramente a otra serie histórica, Josef Macek, The H ussite m ovem ent in Bohemia, Praga, 1958, es una exploración mucho más detenida de la composición de clase de las fuerzas contendientes, pero esencialmente sólo es un esbozo que resume las grandes obras de investigación del autor en checo. 6 «En esta época, ningún rey reinará; ningún señor dominará sobre la tierra; no habrá servidumbre; todos los intereses e im puestos cesarán y nadie obligará a nadie a hacer nada, porque todos serán iguales, hermanos y herm anas.» Los artículos milenaristas de Tábor, del año 1420, en Macek, The H ussite m ovem ent in Bohemia, p. 133. 7 Para este modelo, véase R. R. Betts, «Society in Central and Western Europe: its development towards the end of the Middle Ages», Essays in Czech H istory, Londres. 1969, pp. 255-60, que es uno de los más importantes ensayos comparativos de la evolución agrícola de Europa occidental y oriental durante esta época.
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de la época «no m onetaria», cuando la actividad económ ica se hundió tan to que la m oneda autóctona desapareció p or com pleto, estaba superada en la segunda m itad del siglo XIV. Prim ero b ajo la dirección de Suzdal y después de M oscú tuvo lugar una len ta y espasm ódica reunificación de las tierras de Rusia central, aun cuando dom inaba el yugo tributario de los m ongoles. Sin em bargo, n o hay que exagerar su éx ito inicial, ya que durante otro siglo los m ongoles se m ostraron capaces de infligir los castigos pertinentes a la excesiva autonom ía rusa. M oscú fue saqueado de form a resonante en el año 1382 en venganza por la derrota m ongol en K ulikovo dos años antes. Adem ás, los m ongoles adoptaron la costum bre de deportar a los artesanos, en b en eficio propio, a su cam pam ento asiático de Sarai-Batu, ju n to al m ar Caspio. Se ha calculado que, a consecuencia de sus correrías, el núm ero de ciudades rusas se redujo a la m itad y la producción artesanal quedó virtualm ente elim inada durante cierto tie m p o 8. Las incesantes guerras civiles entre los E stados de los d istintos príncipes durante el gradual proceso de reunificación (se han docum entado m ás de 90 entre los años 1228 y 1462) contribuyeron tam bién a la recesión agrícola y al abandono de las tierras: aunque quizá fuera m ás am biguo que en el resto de Europa oriental, el fenóm eno de las p u s to š i — tierras vacías— estaba todavía m uy extendido en los siglos XIV y XV9. Situado fuera del alcance de la em igración germ ánica y dentro del radio de la tutela m ongol, el desarrollo de R usia no debe alinearse m ecánicam ente con el del litoral b áltico o el de las llanuras polacas: tuvo su propio ritm o y sus propias anom alías. N aturalm ente, Sarai tuvo m ás im portancia para ese p roceso que Magdeburgo. Sin em bargo, y en el m arco de estas diferencias, parece in discutib le la enorm e analogía de sus trayectorias. 8 Blum, Lord and peasant in Russia, pp. 58-61. 9 Hilton y Sm ith en su reveladora introducción a R. E. F. Sm ith (comp.), The enserfm ent of the Russian peasantry, Cambridge, 1968, p. 14, ponen en duda la interpretación que hace Blum de las referencias documentales a las p u sto ši, argumentando que también podrían indicar tierras a la espera de nuevas roturaciones y asentam ientos, y no propiedades abandonadas. Los autores se preguntan hasta qué punto hubo en Rusia una recesión demográfica o económica durante los siglos XIII y XIV (páginas 15, 26). Russell, por su parte, calcula un descenso neto en la población del 25 por ciento —de ocho a seis millones— entre 1340 y 1450, equivalente a las pérdidas de Italia en el m ism o período, y necesariamente un retroceso más grave, porque el crecim iento de la población rusa ya había sido «notablemente lento» en la época precedente, Population in E urope 500-1500, pp. 19, 21.
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La depresión agrícola tuvo en el este una nueva y fatal consecuencia. Las ciudades com erciales del B áltico, Polonia y Rusia, m ás recientes y m enos robustas, fueron m u ch ísim o m enos capaces de resistir la repentina escasez y contracción d e su entorn o rural que los m ás grandes y m ás antiguos centros urbanos de O ccidente. E stos representan, en efecto, el ú n ico sector im portante de la econom ía occiden tal que a pesar de todas sus crisis avanzó constantem en te, entre tum ultos populares y bancarrotas, durante los siglos XIV y XV. De hecho, y a pesar de las m uertes causadas p or epidem ias y ham bres, la población urbana total de Europa o ccid en tal probablem ente creció h asta el año 1450. Las ciudades del este, sin em bargo, estaban m u ch o m ás expuestas. Las ciudades de la H ansa quizá igualasen hacia el año 1300 a los p uertos italianos en su volum en de transacciones. Sin em bargo, el valor de su com ercio, que se com ponía sob re to d o de im p ortaciones de paños y exportacion es de p rodu ctos agrícolas fo restales y naturales (m adera, cáñam o, cera y pieles), era m ucho m e n o r 10; no es p reciso decir que esas ciudades n o controlaban ningún co n ta d o rural. Adem ás, ahora se enfrentaban con la in ten sa com petencia m arítim a de Holanda: los barcos holan d eses com enzaron a navegar por el Sound en el siglo XIV, y a fin ales del XV registraban el 70 por cien to del tráfico que lo atravesaba. P recisam ente para enfrentarse a e ste reto, las ciudades germ ánicas, desde Lübeck a Riga, constituyeron form alm en te en el añ o 1367 la Liga H anseática. Pero la federación n o les sirvió para nada. Cogidas entre la com peten cia holand esa por m ar y la depresión agrícola por tierra, las ciudades de la H ansa quedaron definitivam ente paralizadas. Y con su decadencia desapareció la causa principal de la vitalidad com ercial de las localidades situadas m ás allá del Elba. E sta debilidad de las ciudades fu e la causa fundam ental que perm itió a los nob les adoptar una solu ción para la crisis, que Ies estaba estructuralm ente bloqu ead a en O ccidente: una reacción señorial que d estruyó len tam en te tod os los derechos cam pesinos y red ujo sistem áticam ente a la servidum bre a los arrendatarios que trabajaban en los grandes dom inios señoriales. La razón económ ica de esta situ ación, op uesta diam etralm ente a la que en ú ltim o térm ino se adoptó en O ccidente, radica en la relación en tre tierra y trabajo en el este. E l colap so dem o10 Henri Pirenne, Econom ic and social h istory of m ediaeval Europe, Londres, 1936, pp. 148-52 [H istoria económ ica y social de la E dad Media, México, FCE, 1963, p p . 110-2].
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gráfico, aunque en térm inos absolu tos probablem ente fuese m enos duro que en O ccidente, creó una ten sión relativam ente superior en lo que ya era una endém ica escasez de m ano de obra. Dados los vastos esp acios escasam ente poblados de Europa oriental, la huid a de los cam pesinos constituía un grave peligro para los señores m ientras la tierra continuara siendo potencialm ente m uy abundante. Al m ism o tiem po, existían pocas oportunidades de dedicarse a form as de agricultura que exigieran m enos m ano de obra, co m o la industria de la lana, que había venido en ayuda de los acosados señores de Inglaterra y Castilla, porque la agricultura y el cultivo de cereales con stituían las form as obvias de producción en las tierras del este, inclu so antes de que com enzara un am plio com ercio de exportación. Por tanto, la relación entre tierra y trabajo im pulsaba a la clase nobiliaria h acia las restriccion es forzosas de la movilidad cam pesina y hacia la form ación de grandes dom inios señoriales11. Pero la rentabilidad económ ica de ese cam ino no era la m ism a que su p osibilidad social. La independencia y el poder de atracción de ciudades y m unicipios, in clu so en una form a dism inuida, con stitu ía un o b stácu lo m an ifiesto para la im posición coercitiva de una servidum bre generalizada al cam pesinado. Ya h em os v isto que la «interposición» objetiva de las ciudades en la estructura global de clases fue precisam ente lo que b loq u eó la in ten sificación final de los vínculos serviles com o respu esta a la crisis en O ccidente. La condición previa de la im placable y regresiva transform ación del cam po que tuvo lugar en el e ste fue, por tanto, la aniquilación de la autonom ía y la vitalidad de las ciudades. La nobleza era perfectam ente con scien te de que no podría conseguir el aplastam iento de los cam pesinos h asta que n o hubiera elim inado o sojuzgado a las ciudades. E im p lacab lem ente p u so m anos a la obra. Las ciudades de Livonia se resistieron activam ente a la introducción de la servidum bre; las de B randem burgo y Pom erania, m ás som etid as desde siem pre a las presiones de señores y príncipes, n o opusieron resisten cia. Am bas, sin em bargo, fueron indistintam en te derrotadas en su lucha contra sus adversarios señoriales en el cu rso del siglo XV. Prusia y B ohem ia, cuyas ciudades habían sid o trad icionalm ente m ás poderosas, fueron las únicas zonas del este que de form a m uy significativa conocieron ver11 E ste postulado fundamental fue enunciado en su form a clásica por Dobb, Studies in the developm en t of capitalism , pp. 53-60, y ha sido desarrollado posteriorm ente por Hilton y Smith, The enserfm ent of the Russian peasantry, pp. 1-27.
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daderos levantam ientos cam pesinos y una violenta resistencia social contra la nobleza en esta época. Con todo, al final de la guerra de los Trece Años, todas las ciudades prusianas, excepto K önigsberg, estaban arruinadas o anexionadas a Polonia. Königsberg se opu so al avance de la servidum bre p ero 110 pudo detenerlo. La derrota final de los husitas, en cuyos ejércitos habían peleado codo a codo los cam pesinos y los artesanos pobres, selló tam bién el d estin o de las ciudades autónom as de Bohem ia: alrededor de cincuenta fam ilias de m agnates m onopolizaban el poder p olítico a finales del siglo XV, y a partir del año 1487 lanzaron un despiadado ataque contra los debilitados centros urbanos12. E n R usia, donde las ciudades m ercantiles de N ovgorod y Pskov nunca habían p oseíd o una estructura m unicipal sem ejante a las de otras ciudades europeas, ya que estaban dom inadas com pletam ente por terratenientes boyardos y no ofrecían garantías de libertad personal dentro de sus m urallas, la concentración del poder nob iliario en los E stad os de Suzdal y M oscovia se enfrentó a ellas con espíritu sim ilar. La independencia de N ovgorod fu e suprim ida por Iván III en el año 1478; la crem a de sus boyardos y m ercaderes fue deportada, sus dom inios confiscados y repartidos y a partir de entonces un gobernador real o n a m estn ik rigió la ciudad directam ente para el z a r 13. P oco después, B asilio III som etió a Pskov. Las nuevas ciudades creadas en la R usia central eran centros m ilitares y adm inistrativos situados desde el com ienzo bajo e l control de los príncipes. Pero la política sistem áticam en te m ás antiurbana de todas fue desarrollada por los terratenientes polacos. ‘ En Polonia, la nobleza suprim ió los centros com erciales locales para entenderse directam ente con los m ercaderes extranjeros, estab leció precios m áxim os para los bienes producidos en las ciudades, se apropió de los derechos de m anufactura y procesad o (fabricación de cerveza), p rohibió a los habitantes de las ciudades la propiedad de tierras y, naturalm ente, im pidió la recepción de lo s cam pesinos fugitivos en las ciudades: m edidas que se dirigían en su totalidad contra la m ism a existencia de una econom ía urbana. E l resu ltad o inevitable de este proceso, repetido en un país tras otro, fue un len to y general agostam ien to de la vida de las ciudades en toda Europa oriental. El 12 F. Dvornik, The Slavs in European histo ry and civilization, New Brunswick, 1962, p. 333. 13 Para este episodio, véase G. Vem adski, Russia at the daw n of the M odern Age, Yale, 1955, pp. 54-63.
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proceso fue m ás lim itado en B ohem ia gracias a la oportuna alianza entre el patriciado urbano germ ánico y los señores feudales checos contra los h usitas, y en Rusia, cuyas ciudades nunca habían gozado de las libertades corporativas de los puertos hanseáticos y, por tanto, n o representaban una am enaza sem ejante para el poder señorial: Praga y M oscú sobrevivieron con las m ayores poblaciones de la región. En las tierras de Brandem burgo, Pom erania y el B áltico, colonizadas por los germ anos, la desurbanización fue tan com pleta que en una fecha t a n tardía com o 1564 la m ayor ciudad de Brandem burgo, B erlín, contaba só lo con el ridículo núm ero de 1.300 casas. E sta derrota histórica de las ciudades fue lo que abrió cam ino a la im posición de la servidum bre en el este. Los m ecan ism os de la reacción señorial fueron innum erables y en la m ayor parte de las zonas se codificaron algún tiem p o después de que los cam bios sustanciales ya se hubieran efectu ad o en la práctica. Pero el m odelo general fue idéntico en todas partes. Durante los siglos XV y XVI se redujo gradualm ente la m ovilidad de los cam pesinos de Polonia, Prusia, R usia, B randem burgo, B ohem ia y Lituania; se im pusieron castigos por sus huidas; se utilizaron las deudas para vincularlos a la tierra y las cargas se hicieron m ás d u r a s14. Por vez prim era en su historia, el este presenciaba ahora la aparición de una verdadera econom ía señorial. En Prusia, la Orden T eutónica decretó en el año 1402 la expulsión de las ciudades, durante el tiem p o de cosecha, de aquellos que carecieran de dom icilio fijo; la vuelta de los cam pesinos fugitivos a sus señores en el año 1417; la regulación de salarios m áxim os para los jornaleros en 1420. Durante la 14 Para un panorama de todo este proceso, véase el articulo de Blum, «The rise of serfdom in Eastern Europe», American H istorical R eview, julio de 1957, ensayo precursor cualesquiera que sean las reservas que pueda inspirar su esquema explicativo. Efectivamente, Blum propone cuatro razones básicas para explicar la servidumbre final del campesinado de Europa oriental: el aumento del poder político de la nobleza, el desarrollo de las jurisdicciones señoriales, el impacto del mercado de exportación y la decadencia de las ciudades. Las dos primeras se limitan a redescribir el fenómeno de la servidumbre, pero no lo explican. La tercera, como veremos, no es plausible empíricamente. La cuarta es la única causa realmente válida, aunque, naturalmente, necesita a su vez ser explicada. En general, el artículo de Blum carece de la profundidad temporal o de la plenitud comparativa suficientes para situar en toda su plenitud el fenómeno de la servidumbre del este. E sto sólo puede realizarse cuando se ha establecido adecuadamente la distinta formación histórica de las dos zonas de Europa. Sin embargo, sus deficiencias en este sentido no restan valor a los señalados m éritos del ensayo de Blum, que continúa siendo un hito en el análisis del problema.
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guerra de los Trece Años, la O rden enajenó tierras y jurisdicciones en m asa a los m ercenarios que habían contratado para luchar contra los p olacos y la U nión, con el. resultado de que un territorio previam ente d om inado p or pequeños cam pesinos que pagaban rentas en esp ecie a una burocracia m ilitar que se las apropiaba y las p on ía a la venta, p resen ció ahora la transferencia de tierras en gran escala a una nueva nobleza y la consolidación de grandes dom inios y de ju risd iccion es señoriales. E n 1494 los terraten ien tes pru sianos habían conseguido e l derecho de ahorcar sin previo ju icio a los fugitivos. Finalm ente, la Orden, debilitada, se d isolvió a p rin cipios del siglo XVI, sim ultáneam ente con la represión de las rebeliones cam pesinas y la secularización de las tierras de la Iglesia, y lo s caballeros que quedaban se m ezclaron con la aristocracia local para form ar una sola cla se social, los Ju n kers, que a partir de entonces dom inó a un cam pesinad o privado de sus derechos consuetudinarios e irreversiblem ente adscrito a la tierra. En Rusia, el ataque contra los pobres rurales estu v o igualm ente unido a una rem odelación dentro de la propia clase feudal. E l auge de las fincas asignadas por servicios, o p o m e s t’e, a co sta del patrim onio alodial, o v o čina, b a jo los au sp icios y en b en eficio del E stado m oscovita, produjo, d esd e fin ales del siglo XV, el n uevo estrato de una im placable nobleza terrateniente. La exten sión m edia de los dom inios feu dales descend ió tem p oralm ente a la vez que se producía una in ten sificación de las exacciones del cam pesinado. Las cargas y las prestacion es aum entaron incesantem ente, m ientras los p o m e ščik i p rotestaban contra las pautas de m ovilidad cam pesina. En 1497, el código adm inistrativo de Iván III abrogó form alm ente el tradicional derecho de los cam pesinos libres de deudas a abandonar las tierras según su propia voluntad y lim itó sus salidas a la sem ana anterior y p osterior a la festivid ad de San Jorge. E n el siglo sigu iente, y b ajo su sucesor, Iván IV, aum entaron progresivam ente las prohibiciones de abandonar las tierras, p rim ero b a jo el pretexto de las coyunturales «em ergencias nacionales» creadas por las catástrofes de las guerras de Livonia; d esp ués, a m edida que el tiem p o pasaba, las proh ibicion es se h icieron norm ales y absolutas. En B ohem ia, la redistrib ución de la tierra tras los levantam ien tos hu sitas, que d esem b ocó e n la d esp osesión de una Iglesia propietaria h asta en ton ces de un tercio de toda la superficie cultivada del país, prod u jo enorm es latifundios nobiliarios y una sim ultánea dem anda de una m an o de obra estab le y dep en d ien te que los cultivase. Las guerras habían causado un
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gran despoblam iento y escasez de m ano de obra. En consecuencia, se tendió inm ediatam ente a las restriccion es coercitivas de los m ovim ientos del cam pesinado. E n 1437, tres años después de la derrota de P rocopio en Lipany, el Tribunal de la Tierra dictó norm as para la persecu ción de los fugitivos; en 1453, el S n em prom ulgó de nuevo el m ism o principio; finalm ente, la adscripción form al y legal fu e decretada por un E statu to de 1497 y por la Ordenanza de la Tierra de 150015. E n el siglo siguiente se in ten sificaron las p restaciones de trabajo personal, y el desarrollo de los viveros de peces y de la producción de cerveza, característicos de las fincas checas, añadió nuevos em olum entos a las rentas señoriales16, p ero la supervivencia de un respetable enclave urbano en la econom ía parece haber lim itado el grado local de exp lotación rural, ya que las prestaciones de trabajo fueron aquí m ás reducidas que en los otros países. En Brandem burgo, la p rohibición de la m igración estacional, decretada por Polonia en 1496, agravó seriam ente el problem a de m ano de obra de los terraten ien tes germ anos y contribuyó a precipitar la expropiación de las parcelas de lo s pequeños cam pesinos y la integración forzosa de la fuerza de trabajo rural en los dom inios señoriales, que sería la característica m ás notable del siglo p r ó x im o 17. En Polonia fue donde la reacción señorial llegó m ás lejos. La nobleza había obtenido de la m onarquía derechos ju risdiccionales y de otra índole a cam bio del dinero n ecesario para ganar las guerras contra la Orden Teutónica. La reacción de la clase terrateniente contra la escasez de m ano de obra de la época fue la prom ulgación de los E statu tos de Piotrkow , que por vez prim era vincularon form alm ente a los cam pesinos a la tierra y prohibieron a las ciudades que los acogieran. E n el siglo XV experim entaron un rápido crecim ien to los dom inios feudales o fo lw a rk y, que se desarrollaron con esp ecial densidad a lo largo de las rutas fluviales que conducían al B áltico. Así pues, en toda Europa oriental tuvo lugar en esta época Una tendencia jurídica general hacia la servidum bre. La legislación adscripticia de los siglos XV y XVI n o consiguió estab lecer de golpe la servidum bre d e todos los 15 R. R. Betts, «Social and constitutional development in Bohemia in the Hussite period», Past and Present, núm. 7, abril de 1955, pp. 49-51. 16 A. Klima y J. Macurek , «La question de la transition du féodalisime au capitalisme en Europe centrale (XVI-XVIIIe siècles)», 10th International Congress of H istorical Sciences, Upsala, 1960, p. 100. 17 Hans Rosenberg, «The rise of the Junkers in Brandenburg-Prussia 1410-1653», American H istorical R eview , vol. xl i x, octubre de 1943 y enero de 1944, p. 231.
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cam pesinos del este. En cada país se produjo una distancia considerable entre los códigos legales que prohibían la m ovilidad y las realidades sociales del cam po. E ste fenóm eno fue igualm ente cierto en Rusia, B ohem ia o P o lo n ia 18. Los instrum entos para im poner la servidum bre de la gleba eran todavía m uy deficientes, y las huidas de las aldeas continuaron incluso después de que se decretasen contra ellas las m edidas m ás represivas, favorecidas ilícitam ente en algunas ocasiones por los m ism os grandes m agnates, deseosos de atraer a la m ano de obra de terraten ientes m ás pequeños. En Europa oriental no existía aún la m aquinaria p olítica que perm itiera una rigurosa y com pleta servidum bre. Pero el p aso decisivo ya se había dado: las nuevas leyes anticiparon el futuro sistem a econ óm ico del este. A partir de ese m om ento, la p osición del cam pesinado se hundió inexorablem ente. La degradación ininterrum pida del cam pesinado en el siglo XVI coincidió con la expansión de una agricultura exportadora, p ues los m ercados occidentales se abastecieron cada vez m ás con los cereales procedentes de los dom inios señoriales del este. A proxim adam ente a partir de 1450, con la recuperación económ ica de O ccidente, las exportaciones de grano realizadas por el V ístula superaron por vez prim era a las de m adera. El com ercio de grano se aduce a m enudo com o la razón m ás fundam ental de la «segunda servidum bre» de Europa oriental19. Los testim on ios existen tes n o parecen avalar, sin embargo, esa conclusión. Rusia, que no exportó trigo hasta el siglo XIX, experim entó una reacción señorial n o inferior a la de Polonia o A lem ania oriental, que tuvieron un com ercio floreciente desde el siglo XVI. Por otra parte, y dentro ya de la propia zona exportadora, la tendencia hacia la servidum bre precedió cronológicam ente al despegue del com ercio de grano, que únicam ente tuvo lugar después de la subida de los precios cerealísticos y la expansión del con su m o occidental con el b oom general del si18 Compárense las observaciones muy similares en R. H. Hellie, Enserfm ent and m ilitary change in M uscovy, Chicago, 1971, p. 92; W. E. Wright, Serf, seigneur and sovereign. Agrarian reform in eighteenth century Bohemia, Minneapolis, 1966, pp. 8-10; Marian Malowist, «Le com-merce de la Baltique et le problème des luttes sociales en Pologne aux XVe et XVIe siè cles», La Pologne au X e Congrès International des Sciences H istoriques, pp. 133-9. 19 Véase, por ejem plo, M. Postan, en E astern and W estern Europe in the M iddle Ages, pp. 1704; Van Bath, The agrarian h istory of Western Europe, pp. 156-7; K. Tymieniecki, «Le servage en Pologne et dans les pays limitrophes au Moyen Age», La Pologne au X e Congrès International des Sciences H istoriques, pp. 26-7.
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glo XVI. N aturalm ente, e l G u tsh errsch aft especializado en exportaciones de centeno n o era d esconocido en Pom erania o Polonia ya en el siglo X III , p ero estadísticam ente nunca fue una actividad dom inante y tam poco lo sería en lo s dos siglos posteriores. E l verdadero esplendor de la agricultura exportadora del este — de las fincas señoriales denom inadas abusivam ente en ocasiones «plantaciones em presariales»— fue el siglo XVI. Polonia, principal país productor de la región, exportaba a com ienzos del siglo XVI alrededor de 20.000 toneladas de centeno al año. Cien años después esta cifra se había m ultiplicado por m ás de och o hasta alcanzar las 170.000 toneladas en 161820. El núm ero anual de barcos que atravesaban el Sound aum entó en el m ism o período de una m edia de 1.300 a otra de 5.00021. Los precios del grano en Danzig, principal puerto para el tráfico de cereales, eran siem pre entre un 30 y un 50 por cien to m ás altos que en los centros in teriores de Praga, Viena y Liubliana e indicaban el ím petu com ercial del m ercado de exportación, aunque el nivel general de p recios de grano en el este fuera todavía aproxim adam ente la m itad que en O ccidente a finales del siglo x v i 22. Con todo, el papel del com ercio del B áltico en la econom ía cerealista de Europa oriental no debe exagerarse. De hecho, en Polonia, que era el principal país im plicado en este com ercio, las exportaciones de grano sólo representaron del 10 al 15 por cien to de la producción total en los m om en tos culm inantes, ya que durante la m ayor parte del siglo XVI las proporciones fueron m uy inferiores a e s o 23. 20 H. Kamen, The iron century. Social change in E urope 1550-1660, Lonres, 1971, p. 21 [E l siglo de hierro, Madrid, Alianza, 1977]. 21 J. H. Parry, «Transport and trade routes», Cam bridge Econom ic H istory of Europe, vol. IV , The economy of expanding E urope in the sixteenth and seventeenth centuries, Cambridge, 1967, p. 170 [«El transporte y las rutas comerciales», H istoria económica de Europa, IV, La economía de expansión en Europa en los siglos X V I y X V II, Madrid, e d er sa , 1977]. 22 Aldo de Maddalena, Rural E urope 1500-1700, Londres, 1970, pp. 42-3; Kamen, The iron century, pp. 212-13. 23 W. Kula, Théorie économique du s y s tèm e féodal, pp. 65-7. Véase también Andrzej Wyczanski, «Tentative estim ates of Polish rye trade in the sixteenth century», Acta Poloniae H istorica, IV, 1961, pp. 126-7. Las cifras utilizadas por Kula fueron calculadas originalmente para la Polonia del siglo XVIII anterior al reparto, pero Kula supone que sirven como media para todo el período de los siglos XVI al XVIII. El índice de comercialización de todas las cosechas fue quizá del 35 al 40 por ciento del producto neto. La proporción de las exportaciones en el m ercado total del grano fue, pues, del 25 al 40 por ciento, que, com o Kula señala, era una cifra muy considerable.
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E l im pacto del com ercio de exportación Sobre las relaciones sociales de producción n o debe sub estim arse, pero norm alm ente tom ó la form a de u n au m en to en el ín dice y n o de una innovación en el tip o de exp lotación feudal. Es, por tanto, m uy significativo que las p restacion es de trabajo personal —índice transparente del grado de extracción de plusproducto del cairípesinado— aum entaran notab lem en te del siglo X V al XVI en Brandem burgo y P o lo n ia 24. A fin ales del siglo XVI se elevaban a unos tres días a la sem ana en M ecklem burgo, m ientras que en P olonia se exigían algunas v eces n o m enos d e seis días a la sem ana a los villan os em pobrecidos, privados a m enudo de parcelas de su propiedad. Pues, ju n to a la in ten sificación del índice de explotación, la aparición de una agricultura exportadora a gran escala con d ujo tam bién de form a inevitable a la incautación de las tierras de las aldeas y a una expansión general de la su p erficie cultivada. De 1575 a 1624, las tierras señoriales aum entaron en un 50 por cien to en la M arca M e d ia 25. En Polonia, la p roporción entre reservas señoriales y cultivos cam pesinos en las propiedades de la nobleza se elevó a unos niveles prácticam en te d escon ocid os e n el O ccidente m edieval: entre 1500 y 1580, la m edia se situaba alrededor de 2 : 3 y 4 : 5, lo que im plicab a un aum ento de la m ano de obra asa la ria d a 26. E l estrato de los antiguos cam pesinos ricos o roln ik i quedó elim inado en todas partes. Al m ism o tiem po, claro está, el com ercio de cereales por el B áltico aceleró las tendencias antiurbanas de los terratenientes locales, porque el flu jo exportador los liberaba de la dependencia de las ciudades locales. Ahora tenían a su disposición un m ercado que les aseguraba un os continu os ingresos en m etálico y un su m in istro final de b ien es m anufacturados, sin los inconvenientes de las ciudades p olíticam en te autónom as a su vera. Ahora só lo ten ían que asegurar que las ciudades existen tes quedaran m arginadas por los con tactos directos en tre los com erciantes extranjeros y los terraten ien tes locales. Y e so fue precisam en te lo que com enzaron a hacer. Los barcos holandeses dom inaron m uy p ron to to d o el trá fico del centeno. E l resulta24 Blum, «The rise of serfdom in Eastern Europe, p. 830. 25 Kamen, The iron century, p. 47. 26 A. Maczak, «The social distribution of landed property in Poland from the 16th to the 18th century», Third International Conference of E conom ic H istory, Paris, 1968, p. 469; A. Wyczanski, «En Pologne. L’économ ie du domaine nobiliaire moyen (1500-1580)», Annales ESC, enero-febrero de 1963, p . 84.
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do final fue un sistem a agrícola que dio origen a unidades de producción m ucho m ás exten sas, en algunas regiones, que los prim eros dom inios feu dales de O ccidente, los cuales en sus extrem os siem pre ten d ieron a fragm entarse en parcelas arrendadas. Los enorm es b en eficio s del com ercio de exportación, en el siglo de la revolución de los p recios en O ccidente, podían sosten er los co stes de la sup ervisión y organización señorial de la producción en una escala m uy superior. El centro del com plejo productor se desplazó hacia arriba, del pequeño productor al em presario fe u d a l27. Pero la perfección final de este sistem a n o debe con fu nd irse con la originaria respuesta estru ctu ral de la nobleza del e ste a la depresión agrícola de los siglos XIV y XV, que estu v o determ inada por el equilibrio global de fuerzas de cla se y por el resu ltad o de una violen ta lucha social dentro de las propias form aciones sociales de Europa oriental. La agricultura señorial que se con so lid ó en Europa oriental durante el prim er p eríod o de la época m oderna fue, sin em bargo, m uy diferente en algunos asp ectos fundam entales a la de Europa occiden tal durante el prim er p eríod o de la época m edieval. Ante todo, fue un sistem a agrícola econ óm icam ente m ucho m enos dinám ico y productivo, consecuen cia fatal de la m ayor opresión social de las m asas rurales. E l principal progreso que experim en tó durante sus tres o cuatro siglos de existencia fue sólo extensivo. A partir del siglo XVI, el desbroce de tierras avanzó len ta e irregularm ente en la m ayor parte del este en un m ovim ien to sem ejante a la roturación del O ccidente m edieval. E ste proceso se v io en orm em en te d ificultado por el problem a, e sp ecífico de esta región, de las estepas pónticas que llegaban h asta E uropa oriental, co n ocid o hábitat de los depredadores tártaros y los saqueadores cosacos. La penetración polaca en V olinia y Podolia durante el siglo XVI y a com ienzos del XVII fue p osib lem en te la expansión agrícola m ás rentable de la época. La definitiva conquista rusa de los vastos espacios desiertos situados al este, con la colon ización agrícola de Ucrania, no se 27 S. D. Skazkin, «Osnovnye problem i tak Nazyvaemovo ‘Vtorovo Izdanii Krepostnichestva’ v Srednei i Vostochnoi Evrope», V oprosi Istorii, febrero de 1958, pp. 103-4, ensayo profundo y escrupuloso. Debido a la m asa numérica de pequeños propietarios, la propiedad media polaca no era estadísticamente muy grande: alrededor de 130 hectáreas en el sig lo XVI, pero la extensión de las propiedades de los magnates, concentradas en unas pocas fam ilias aristócratas, era enorme, llegando en ocasiones a cientos de miles de hectáreas con su correspondiente número de siervos.
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consum ó hasta finales del siglo xvi i i 28. En ese m ism o período, los colonos austríacos p usieron por vez prim era en explotación grandes zonas de Transilvania y el Banato. La m ayor parte de la p u szta húngara n o se vio afectada por los cultivos agrícolas hasta m ediados del siglo x ix 29. La siem bra del sur de Rusia representó, en definitiva, la m ayor roturación cuantitativa de tierras en toda la h istoria del continente, y durante la era de la revolución industrial, Ucrania habría de convertirse en la reserva cerealista de Europa. El desarrollo extensivo de la agricultural feudal en el este, aunque m uy lento, fue en definitiva im ponente, pero nunca se vio igualado por avances intensivos en la organización o la productividad. La econom ía rural continuó sien d o tecnológicam ente atrasada y nunca generó im portantes innovaciones com o las que habían caracterizado al Occidente m edieval, e in clu so p u so de m a n ifiesto con frecuencia una prolongada resistencia a la adopción de estos prim eros avances occidentales. Así, la p o d sek a , o sim ple apertura de rozas en el bosque, fue el sistem a predom inante en M oscovia hasta el siglo XV, y la rotación trienal de cultivos no se introdujo hasta la década de 146030. Los arados de hierro con vertedera fueron descon ocidos durante m ucho tiem p o en las regiones del este que n o se vieron afectadas por la colonización germánica; la soka, o sim ple arado de m adera que sólo arañaba la tierra, fue una herram ienta norm al del cam pesino ruso hasta el siglo XX. A pesar de la continua escasez de p ien sos, no se desarrollaron nuevos cultivos h asta la im portación de maíz en los Balcanes durante la época de la Ilustración. Como consecuencia de tod o ello, la productividad de la agricultura feudal del este fue, en general, terriblem ente baja. Las cosechas de cereales eran todavía de 4 : 1 en el siglo XIX, es decir, estaban en un os niveles alcanzados por E uropa occidental desde el siglo XIII y superados en el siglo x v i 31. 28 Para la importancia de su colonización final, véanse las observaciones de McNeill, E urope’s step p e fron tier 1500-1800, pp. 192-200. 29 Den Hollander, «The great Hungarian plain», pp. 155-61. 30 A. N. Sajarov, «O Dialektike Istoricheskovo Razvitiia Russkovo Krest’yantsva», V oprosi Istorii, 1970, núm. 1, p. 21; Hellie, Enserfment and m ilitary change in M uscovy, p. 85. 31 Véanse los análisis de B. H. Slicher van Bath, «The yields of different crops (mainly cereals) in relation to the seed c. 810-1820», Acta H istoriae Neerlandica, II, 1967, pp. 35-48 ss. Van Bath clasifica las cosechas de trigo en cuatro niveles históricos de productividad: el estudio A tiene una cosecha media de 3: 1; el B, de 3: 1 a 6: 1; el C, de 6: 1 a 9: 1, y el D, de más de 9: 1. La transición del estadio B al C tuvo lugar antes del
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Tal fue el retraso h istórico de Europa oriental. La causa fundam ental de este resultado prim itivo — si se m ide con patronos interfeudales— hay que buscarla en la naturaleza de la servidum bre en el este. Las relaciones rurales de producción nunca perm itieron el m argen definido de autonom ía y productividad cam pesinas que había existido en Occidente: lo im pedía la uniform e concentración de señorío económ ico, ju ríd ico y personal que caracterizó al sistem a señorial de Europa oriental. El resultado fue a m enudo la existencia de una relación entre reservas señoriales y tierras arrendadas absolutam ente distinta a la de Occidente; la szlach ta polaca alcanzó sistem áticam en te una proporción doble o triple que la del O ccidente m edieval, llevando la extensión de sus fo lw a rk y hasta los m ism os lím ites del agotam iento rural. A sim ism o, se exigieron prestaciones de trabajo personal hasta lím ites desconocidos en Europa occidental (prestaciones en principio «ilim itadas» en H ungría y, en la práctica, de unos cin co o seis días por sem ana en Polonia) 32. El efecto m ás llam ativo de esta superexplotación señorial fue la inversión de la pauta global de productividad de la agricultural feudal anterior. M ientras que en O ccidente las cosechas eran norm alm ente m ás altas en las reservas señoriales que en las parcelas de los cam pesinos, en el este las parcelas con seguían con frecuencia unas tasas de productividad superiores a las de las reservas aristocráticas. En la Hungría del siglo XVII , la productividad de los cam pesinos fue en ocasion es el doble que la de las reservas señoriales33. En Polonia, las tierras de los señores, que doblaron su extensión por la absorción de los propietarios m edios, quizá aum entaran sus ingresos reales en poco m ás de un tercio: hasta tal punto fue radical el d escen so de la producción cuando sus siervos se vieron presionados de esa fo r m a 34. Los lím ites del feudalism o del este — que redujeron y definieron todo su desarrollo histórico— fueron lo s de su organización social del trabajo; las fuerzas rurales de producción quedaron atrapadas dentro de unos lím ites relativam ente estrechos debido al tipo y al g rado de explotación del productor directo. año 1500 en la mayor parte de Europa occidental, mientras que la mayor parte de Europa oriental estaba todavía en el estadio B en la década de 1820. 32 Zs. Pach, Die ungarische Agrarentwicklung im 16-11 Jahrhundert. Abbiegung von W esteuropäischen Entwicklungsgang, Budapest, 1964, pp. 568; R. F. Leslie, The Polish question, Londres, 1964, p. 4. 33 Kamen, The iron century, p. 223. 34 De Maddalena, Rural Europe, 1500-1750, p. 41.
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E ngels se refirió, en una céleb re frase, a la reacción señorial de Europa orien tal a finales de la Edad M edia y com ienzos de la Edad M oderna, denom inándola la «segunda servidum b r e » 35. E s p reciso aclarar la am bigüedad de esa definición con o b jeto de situar definitivam en te la vía oriental al feudalism o en su verdadero con tex to histórico. S i por esa frase se entiende que la servidum bre v olvió a E uropa oriental, que llegó por segunda vez para perseguir a los pobres, la expresión es sencillam ente incorrecta. Com o ya h em os visto, la servidum bre propiam ente dicha nunca había ex istid o previam ente en el este. Pero si con ella se en tiend e que E uropa experim entó dos oleadas diferen tes de servidum bre, prim ero la de O ccidente (del siglo IX al XIV) y después la del este (del siglo XV al XVIII), entonces es una fórm u la que define exactam ente el verdadero desarrollo h istó rico del con tinen te. Con ella p odem os in v e rtir el habitual pu n to de v ista desd e el que se observa la servidum bre del este. C onvencionalm ente, los h istoriadores presentan este fenóm eno com o una regresión h istó rica a partir de las libertades previas que existían en el este antes de la reacción señorial. Pero la verdad e s que esas libertades fueron la in te rru p c ió n de un lento proceso au tócton o de feudalización servil en el este. Pues lo que B loch llam aba el «desarrollo de los vín cu los de dependencia» ya estaba en m archa cuando la expansión occidental m ás allá del Elba y la transm igración rusa h asta el Oka y el Volga lo detuvieron de form a repentina y tem poral. La reacción señorial en el este, a partir de finales del siglo XIV, puede considerarse, por tanto, en una p e r s p e c tiv a m ás am plia, com o una reanudación de u n m archa au tóctona hacia un feu d alism o articulado, que había sid o bloqueada y desviada desde fuera por espacio de dos o tres siglos. E sta m archa com en zó después y fue m ucho m ás len ta y vacilante q u e en O ccidente, debido sobre todo, com o ya hem os visto, a que n o tu vo detrás ninguna «síntesis» originaria. Pero un a vez desenm arañada, la lín ea de su trayectoria parece señalar, en ú ltim o térm ino, hacia un orden social sem ejan te al que an tes había ex istid o en las regiones m enos urbanizadas y m ás atrasadas del O ccidente m edieval. A partir del siglo XII, sin em bargo, ya n o era p o sib le una evolución puram ente endógena. Con la in tru sión de O ccidente el d estin o del este 35 Marx-Engels, Selected correspondence, p. 355 [Correspondencia, página 329]. Engels alude aquí a su ensayo sobre la Marca, en el que se inclina claramente por la primera interpretación de la frase, incluyendo equivocadam ente a toda Alemania en el proceso asi descrito (Werke, XIX, páginas 317-30).
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cam bió, inicial y paradójicam ente, hacia una m ayor em ancipación del cam pesinado y, finalm ente, hacia la catástrofe com ún de una larga depresión. Por últim o, la vuelta autóctona a un sistem a señorial estu v o determ inada y caracterizada por toda la h istoria interm edia, de tal form a que desde entonces fue irrevocablem ente d istin ta a la que habría sido si se hubiera desarrollado en un relativo aislam iento. Sin em bargo, la distancia básica entre este y o este se m antuvo durante todo ese tiem po. La historia de Europa oriental estuvo inm ersa desde el principio en una tem poralidad esen cialm en te distinta a la de la evolución de Europa occidental. H abía «com enzado» m ucho después, y de ahí que, in clu so tras su in tersección con la de Occidente, pudiera reanudar una evolución m ás tem prana hacia un orden econ óm ico que ya había sido superado y dejado atrás por el resto del contin ente. La coexisten cia cronológica de las zonas op u estas de Europa y su crecien te interpretación geográfica crea la ilu sión de la sim p le contem poraneidad de am bas. En realidad, el este tenía que recorrer todavía tod o el ciclo histórico del desarrollo servil p recisam ente cuando O ccidente se estaba librando de él. E sta es, en definitiva, la razón m ás profunda de que las consecuencias económ icas de la crisis general del feud alism o europeo fu esen diam etralm ente opuestas en am bas regiones: con m utación de cargas y desaparición de la servidum bre en O ccidente y reacción señorial e im plantación de la servidum bre en el este.
5.
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Todavía queda por analizar una subregión diferente, cuya evolución histórica la alejó del resto de Europa oriental. Puede decirse que los B alcanes representan una zona tipológicam ente análoga a E scandinavia en su relación diagonal con la gran línea divisoria que atraviesa el continente. E xiste, en efecto, una curiosa sim etría inversa entre los respectivos destinos de la Europa noroccidental y sudooriental. Ya hem os señalado que Escandinavia fue la única región im portante de Europa occidental que nunca se integró en el Im perio rom ano y que, por tanto, nunca participó en la «síntesis» prim igenia entre los m odos de producción esclavista, ya en disolución, de la Antigüedad tardía y los desorganizados m odos de producción primitivocom unales de las tribus germ ánicas que invadieron el Occidente latino. Sin em bargo, y por las razones antes exam inadas, el lejano norte entró finalm ente en la órbita del feudalism o, aunque conservando las form as duraderas de su distancia inicial con respecto a la com ún m atriz «occidental». En el extrem o sur de Europa oriental puede trazarse un proceso inverso, pues si Escandinavia produjo en ú ltim o térm ino una variante occidental del feudalism o sin contar con la ventaja del legado urbanoim perial de la Antigüedad, los Balcanes no pudieron desarrollar una variante oriental estab le del feudalism o a pesar de la am plia presencia m etropolitana del E stado que sucedió a Roma en aquella región. Bizancio m antuvo un Im perio burocrático centralizado de Europa sudoriental, con grandes ciudades, intercam bio com ercial y esclavitud durante setecientos años después de la batalla de A drianópolis. D urante ese tiem p o tuvieron lugar en los B alcanes diversas invasiones bárbaras, repetidos conflictos fronterizos y desplazam ientos territoriales. Con todo, en esta región de Europa nunca se realizó la fusión final de am bos m undos, tal como sucedió en O ccidente. Lejos de acelerar la aparición de un feudalism o desarrollado, el legado bizantino pareció bloquearlo: económ ica, p o lítica y culturalm ente, toda el área de Europa orien tal
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situada al sur del Danubio, con su punto de partida aparentem ente m ás avanzado, se quedó detrás de las vastas y desiertas tierras de su frontera norte, que prácticamente carecían de toda experiencia anterior de civilización urbana o de form ación e statal. El verdadero centro de gravedad de Europa oriental pasó a descansar en sus llanuras del norte, h asta tal p u n to que la larga época p osterior de dom inio otom ano sobre los Balcanes habría de im pulsar a m uchos historiadores a excluirlos por com pleto de Europa o a reducirlos a un m argen indeterm inado de ella. Pero el largo p roceso social que finalm ente acabó en la conquista turca tiene un gran interés in trín seco para el «laboratorio de form as» que ofrece la historia de Europa, a causa precisam ente de su anóm alo resultado final: e l estancam iento y la regresión secular. La especificidad de la zona de los B alcanes plantea dos problem as: ¿cuál fue la naturaleza del E stado bizantino que durante tan to tiem po sobrevivió a l Im perio rom ano? ¿Por qué n o se produjo una sín tesis feudal duradera de tipo occid en tal en el choque entre B izancio y los bárbaros eslavos y turan ios que invadieron la península a partir de finales del siglo V I y se asentaron allí posteriorm ente? La caída del Im perio rom ano de O ccidente estu vo determ inada fundam entalm ente por la dinám ica del m odo de producción esclavista y por sus contradicciones, una vez que se hubo detenido la expansión im perial. La razón esen cial de por qué fue el Im perio de O ccidente, y no el de Oriente, el que se derrum bó en el siglo V radica en el hecho de que allí fue donde la agricultura esclavista y extensiva había encontrado su hábitat propio con las conquistas rom anas de Italia, H ispania y la Galia. En eso s territorios no había ninguna civilización anterior y m adura que pudiera resistir o m odificar la nueva in stitu ción latina del latifundio esclavista. Así pues, en las provincias occidentales fue donde la inexorable lógica del m odo de producción esclavista alcanzó su expresión más com pleta y fatal, debilitand o y derrum bando en últim o térm ino todo el edificio im perial. En el M editerráneo oriental, la ocupación rom ana nunca se superpuso a una tabula rasa sim ilar. Ai contrario, aquí encontró un m edio costero y m arítim o al que la gran oleada de expansión griega de la época helenística ya había poblado densam ente d e ciudades com erciales. E sta previa colonización griega fue la que estab leció la ecología social básica del este, del m ism o m odo que la p osterior colonización rom ana establecería la de Occidente. Dos rasgos fundam entales de este m odelo helenístico fueron —com o ya hem os dicho— la relativa densidad de
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las ciudades y la relativa m o d estia de la propiedad rural. La civilización griega había desarrollado la e sc la v itu d agrícola, p e r o n o su organ ización extensiva, en un sistem a de latifundios, y, p or otra parte, su desarrollo urbano y com ercial había sid o m ás esp on tán eo y p olicén trico que el de Rom a. Aunque no tiene nada que ver con esta prim era divergencia, el com ercio fue en todo caso y de form a in evitable m u ch o m ás in ten so a lo largo de las fronteras del Im perio persa y del m ar R ojo que en los confin es del A tlántico despu és de la u n ificación rom ana del M editerráneo. E l resu ltad o fu e que la in stitu ción rom ana de la gran finca esclavista nunca ech ó raíces en las provincias orientales con la m ism a p rofundidad que en las occid en tales: su introd u cción siem pre se vio am ortiguada por e l persisten te m od elo urbano y rural del m undo h e le n ístic o , e n el que la pequeña propiedad cam pesina nunca recib ió ataques tan fu riosos co m o en la Italia p o sterio r a las guerras púnicas, y do n d e l a vitalidad m unicipal tenía a su s espaldas una tradición m ás vieja y m ás a u tócton a. Egipto, granero del M editerrán eo oriental, tuvo su s c o lo sa les p r o p i e t a r i o s de esclavos del Apión, p ero a pesar de e llo siem pre fue una región en la que predom inaron los pequeños propietarios. Así, cuando llegó el tiem po de la crisis para to d o el m o d o de producción esclavista y su superestructura im perial, su s efecto s quedaron m ucho m ás m itigados en Oriente, debido precisam ente a que la esclavitud siem pre había sid o allí m ás lim itada. L a solidez interna de la form ación social de las provincias orien tales n o se v io, en consecuencia, tan sacu dida p o r la d ecadencia estructural del m odo de producción dom inante del Im perio. El d esarrollo de u n colon ato a partir del siglo IV fue m enos notable; el poder de los grandes terraten ien tes p a ra so c avar y desm ilitarizar al Estado im perial fue m en os form idable; la prosper idad c o m e r c ia l de las ciudades n o sufrió un e clip se t a n g r a n d e 1. Fue esta configuración intern a la que d io al O riente la firm eza y elasticidad p olítica para resistir a las invasiones bárbaras que derrum baron al Occid ente. Sus ventajas estratégicas, citadas tantas veces p ara e x p lic a r su supervivencia en la época de Atila y Alarico, fueron en realidad m uy precarias. B izancio estaba m ejor fortificad o que R om a gracias a su s defensas m arítim as, pero estab a tam bién m ucho m ás cerca del alcance de los ataques bárbaros. Los hunos y los visigod os com enzaron sus incursiones en M esia, n o en Galia o en el N órico, y la prim era derrota 1 Véase supra, pp. 96-99.
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fulgurante de la caballería im perial tuvo lugar en Tracia. El godo Gainas alcanzó en el m ando m ilitar de Oriente una p osición tan prom inente y peligrosa com o la del vándalo E stilicón en Occidente. N o fue la geografía la q ue determ inó la supervivencia del Im perio bizantino, sin o una estructura social qu e, a diferencia de O ccidente, se m ostró capaz de expulsar o asim ilar victoriosam en te a sus en em igos exteriores. La prueba decisiva llegó para el Im perio de Oriente a c o m ien zos del siglo V II, cuand o fue casi arrollado por tres grand es asaltos procedentes de d istin tos puntos cardinales, cuya concaten ación sign ificó una am enaza m uy superior a tod o lo que tuvo que resistir en su h istoria él Im perio de Occidente: las invasiones eslavas y ávaras de los B alcanes, la m archa de lo s persas h asta A natolia y, finalm ente, la definitiva conquista árabe de Egipto. y Siria. B izan cio resistió a esta triple catástrofe por m edio de una galvanización social cuya naturaleza y alcance exacto todavía es o b je to de d isc u sió n 2. Es claro, sin em bargo, que la aristocracia de provincias tuvo que experim entar enorm es sufrim ien tos p or las desastrosas guerras y ocupaciones de la época y que el m od elo existente de propiedad m ediana y grande quedó p robablem ente dislocado y desorganizado, y e sto tiene que haber sid o especialm ente cierto en el reino del usurpador Focas, p rodu cto de una rebelión de am otinados en las filas del e jé r c ito 3. Es igualm ente evidente que la adscripción de los cam pesinos a l a Tie rr a , im plantada por e l sistema tardorrom ano del colonato, desapareció progresivam ente de Bizancio, dejando, tras de sí una gran m asa de com unidades d e aldeas libres, form adas p or cam pesinos con parcelas p rivadas e individuales y con responsabilidades fiscales colectivas hacia el E sta d o 4. Es p osible, aunque en m od o alguno seguro, que el 2 La interpretación clásica de este período puede encontrarse en G. Ostrogorsky, H istory of the Byzantine State, Oxford, 1968, pp. 92-107, 133-7; P. Charanis, «On the social structure of the later Roman Empire», Byzantion, XVII, 1944-5, pp. 39-57. Algunos de sus aspectos fundamentales han sido seriamente impugnados en los últim os años, véase infra nota 5. 3 Para el impacto de las invasiones, véase Ostrogorsky, H istory óf the B yzantine State, p. 134. Los historiadores soviéticos han elegido el episodio de Focas para llamar la atención sobre ello, véase, por ejemplo, M. la. Siuziumov, «Nekotorie Problemi Istorii Vizantii», V oprosi Istorii, marzo de 1959, núm. 3, p. 101. 4 E. Stein, «Paysahnerie et grands domaines dans l ’Empire byzantin», Recueils de la Société Jean Bodin, II, Le servage, Bruselas, 1959, pp. 12933; Paul Lemerle, «Esquisse pour une historie agraire de Byzance: les sources et les problè mes», Revue H isto rique, 119, 1958, pp. 63-5.
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aparato im perial de la época de H eraclio prom oviera una división m ás radical de la propiedad de la tierra por m edio de un sistem a m ilitar de soldados pequeños propietarios que recibían para su m antenim iento tierras del E stad o a cam bio de servicios de guerra, originando así las them as bizantinas5. En cualquier caso, se produ jo una sustancialr e cuperació n m ilitar que ante to d o consiguió derrotar a los persas e inm ediatam ente —después de la conquista islám ica de E gip to y Siria, cuya lealtad a B izancio fue socavada por la heterodoxia religiosa— 5 Esta es la principal vexata quaetio de los estudios mesobizantinos. La tesis de Stein y Ostrogorsky —desde hace tiempo aceptada ortodoxia—, según la cual Heraclio fue el autor de una reforma agraria que creó un campesinado de soldados mediante el establecim iento del sistema de them as, se ha puesto seriamente en duda. Lemerle la ha sometido a una triple crítica, afirmando en primer lugar que no existe ninguna prueba verdadera de que Heraclio creara el sistem a de themas (que apareció gradualmente después de su reinado en el siglo VII); en segundo lugar, que las «tierras militares» o strateia fueron un desarrollo posterior sobre el que no existe documentación antes del siglo X , y por último, que los titulares de esas tierras nunca fueron soldados, sino que únicam ente tenían la obligación fiscal de mantener financieramente a un caballero del ejército. El efecto de esta crítica es despojar al reinado de Heraclio de toda importancia estructural en los campos agrícola y m ilitar y proyectar sobre las instituciones rurales de Bizancio un grado de continuidad superior al que hasta ahora se había sospechado. Véase P. Lemerle, «Esquisse pour une histoire agraire de Byzance», Revue Historique, vol. 119, pp. 70-4; vol. 120, pp. 43-70, y «Quelques remarques sur le rè gne d’Heraclius», S tu di Medievali, I, 1960, pp. 347-61. Algunas opiniones sem ejantes sobre el problema m ilitar se desarrollan en A. Pertusi, «La formation des thèmes byzantins», B erichte zum X I Internationalen B yzantinisten-Kongress, Munich, 1958, pp. 1-40, y W. Kaegi, «Some reconsiderations on the them es (seventh-ninth centuries)», Jahrbuch der österreichischen byzantinischen G esellschaft, XVI, 1967, pp. 39-53. Ostrogorsky ha replicado en su K orreferat al artículo de Pertusi de 1958 antes citado (Berichte, pp. 1-8), y en «L’exarchat de Ravenne et l’origine des thèmes byzantins», V II Corso di Cultura sull’Arte ravennate e bizantina, Ravena, 1960, pp. 99-110, en el que afirma que la creación de los exarcados occidentales de Ravena y Cartago a finales del siglo VI presagiaba el establecim iento poco después del sistem a de themas. Ostrogorsky ha recibido el apoyo del bizantinista soviético A. P. Kazhdan, que ha rechazado las opiniones de Lemerle en «Eshchio Raz ob Agrarnij Otnosheniiaj v Vizantii IV-XII vv», Vizantiiskii Vremennik, 1959, XVI, 1, pp. 92-113. La disputa sobre los orígenes del sistem a de them as gira en buena medida en torno a una sola frase de Teófanes (historiador que escribió doscientos años después de la época de Heraclio y, por consiguiente, no es posible resolverla). Es preciso añadir que la opinión de Lemerle, según la cual el aumento de libertad de los cam pesinos en la época mesobizantina se debió fundamentalmente a las emigraciones eslavas, que resolvieron la escasez de mano de obra dentro del Imperio e hicieron así inútil la adscripción a la tierra, es mucho menos convincente que su crítica de las explicaciones que la remontan al sistem a de themas.
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detener a los árabes en la barrera del Tauro. E n el siglo siguiente, la dinastía isauria construyó la prim era arm ada im perial perm anente, c a p az de dar a B izancio la su p erio ridad m arítim a contra las flotas árabes, y com enzó la lenta reconquista del sur de los Balcanes. Los fundam entos sociales de esta renovación p olítica radican evidentem ente en la am pliación de la base cam pesina de las aldeas autónom as dentro del Im perio, fuese o n o directam ente facilitada por el sistem a de them as: la gran preocupación de los últim os em peradores p or conservar las com unidades de pequeños propietarios, dado su valor fiscal y m ilitar para el E stado, no deja lugar a d u d a s6. B izancio sobrevivió, pues, durante toda la Edad Oscura de O ccidente con un territorio reducido, p ero prácticam ente con tod a la panoplia superestructural de la Antigüedad clásica intacta. N o se produjo un corte drástico en la vida u rb a n a 7; las m anufacturas de lujo se m antuvieron, el com ercio m arítim o aum entó in clu so ligeram ente y, sobre todo, su b sistió la adm inistración centralizada y la recaudación uniform e de im puestos p or el E stado im perial, que, en la noche de O ccidente, fue un distante polo de unidad visib le desde la lejanía. La m oneda ofrece el índice m ás claro de este éxito: el besante de oro bizantino se convirtió en el patrón m ás universal de la época en el M ed iterrán eo8. Sin em bargo, por esta renovación hubo que pagar el precio de una parálisis. El Im perio bizantino se desprendió del suficiente lastre de la Antigüedad para sobrevivir en una nueva época, pero no tanto que le perm itiera desarrollarse dinám icam ente en ella. El Im perio quedó clavado entre los m odos de producción esclavista y feudal, incapaz de retornar aI prim ero y de avanzar hacia el segundo, m etid o en un callejón sin salida que 6 Ostrogorsky, H istory of the Byzantine State, pp. 272-4, 306-7. 7 La suerte que corrieron las ciudades desde el siglo VII al IX es otro foco de controversia. Kazhdan sostiene que durante esta época se produjo un verdadero colapso de las ciudades: «Vizantiiskie Goroda v VIIIX vv», Sovietskaia Arjeologiia, vol. 21, 1954, pp. 164-88; pero su descripción ha sido modificada con éxito por Ostrogorsky, «Byzantine cities in the early Middle Ages», D umbarton Oaks Papers, num. 13, 1959, pp. 47-66, y Siuziumov, «Vizantiiskii Gorod (Seredina VII-Seredina IX v.)», Vizantiiskii Vremennik, 1958, XIV, pp. 38-70, que han demostrado sus muchas lagunas. 8 R. S. Lopez, «The dollar of the Middle Ages», The Journal of Economic H istory, XI, verano de 1951, núm. 3, pp. 209-54. Lopez señala que, aunque la estabilidad monetaria de Bizancio pone de m anifiesto sus presupuestos equilibrados y su comercio bien organizado, no im plica necesariamente un excesivo crecimiento económico. Es posible que la economía bizantina de esta época se mantuviera estacionaria.
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en ú ltim o térm in o só lo p od ía conducir a su extinción. Pues, por una parte, la vía de vuelta a una econom ía de esclavitud generalizada estab a cerrada, ya que só lo un inm enso program a im perial de expansión podía haber creado la fuerza de trabajo cautiva necesaria para recrearlo. De hecho, el E stado bizantino siem pre in ten tó recon qu istar su s territorios perdidos en Europa y Asia, y cuando su s cam pañas eran v ictoriosas, el sto c k de esclavos dentro del Im perio aum entaba inm ediatam ente al traer los soldados su b o tín a casa, fen óm en o que adquirió su m ayor trascendencia con la con q u ista de Bulgaria por B asilio II a principios del siglo X I. E xistían, adem ás, los cóm odos m ercados de Crimea, por los que se exportaban continuam ente los esclavos en dirección sur, h acia los Im perios bizantino y árabe, y que probab lem ente fueron los prim eros proveedores de Consta n tin o p la 9. Pero ninguna de esas fu en tes puede com pararse con las grandes redadas que habían creado las fortunas de Rom a. L a esclavitu d n o d e sa p a r e c ió en ab so lu to de Bizancio, p ero n unca llegó a predom inar en su agricultura. Al m ism o tiem po, la so lu ció n rural que había salvad o al este del d estin o del o este — la con solidación , por debajo de las grandes fincas, de la p equeña pro p ie d a d d e la tierra— se reveló inevitablem ente co m o una solución provisional, ya que la presión interna ejercida por las clases d irigentes de provincias para crear un colonato dependiente fu e rechazada en los siglos VI y VII, p ero en el sig lo X se había reafirm ad o un a vez m ás de form a inexorable. Los decretos de la d inastía «m acedonia» denuncian una y otra vez la im placable apropiación de las tierras de los cam pesin os y el som etim ien to de los p obres por los potentados rurales de la época, los d u n a to i o «poderosos». El E stado im perial central se opuso ferozm en te a la concentración de la tierra en m anos de las oligarquías loca les, porque am enazaba con destru ir sus reservas de reclu tam ien to y recaudación de im p u esto s al su straer a la p obla ció n agraria del d om inio de la a d m in istración pública, del m ism o m odo que lo habían hecho el p a tr o c iniu m y el colon ato de la R om a tardía: un siste m a paraseñorial en el cam po significaba el fin de un aparato m ilitar y fiscal m etrop olitan o capaz de im poner la autoridad im perial en to d o e l reino. Pero lo s in ten to s de los sucesivos em 9 A. Hadjinicolau-Marava, R echerches sur la vie des esclaves dans le m onde byzantin, Atenas, 1950, pp. 29, 89; R. Browning, «Rabstvo v Vizantiiskii Imperii (600-1200 gg)», Vizantiiskii Vremennik, 1958, XIV, páginas 51-2. El artículo de Browning es la m ejor síntesis sobre este tema.
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peradores de con ten er la m area del poder de los d u n atoi se revelaron necesariam ente vanos, pues la adm inistración local encargada de hacer cum plir sus decretos estaba controlada casi p or com p leto por las m ism as fam ilias cuya influencia pretendían lim ita r 10. Así, n o sólo avanzó la polarización económ ica en el cam po, sino que adem ás la red m ilitar de los th em as cayó progresivam ente en m anos de los m agnates locales. Su m ism a descentralización, que in icialm ente fue la condición de su robu sta vitalidad, facilitó ahora su con fiscación por las cam arillas de potentados provinciales al estar socavada su prim igenia base dé pequeños propietarios. La estabilización de las tardías form as antiguas en la renovación bizantina de los siglos VII y VIII se vio com prom etida, pues, de form a creciente por las tendencias hacia una desintegración protofeudal de la econom ía y la sociedad rural. Por otra parte, si bien era im p osib le un retroceso duradero hacia el tipo de form ación social característico de la Antigüedad, el avance hacia un feu d alism o desarrollado se v io igualm ente frustrado. Pues el suprem o aparato burocrático de la autocracia bizantina perm aneció esen cialm ente intacto durante los quinientos años que siguieron a Justiniano: la m áquina centralizada del E stad o en C onstantinopla nunca perdió la soberanía global, adm inistrativa, fiscal y m ilitar, sobre el territorio im perial. El principio de una tributación universal nunca prescribió, aunque después del siglo X I se produjeron distancias cada vez m ás frecuentes en tre ese principio y la práctica. Las funciones económ icas del E stad o de la Antigüedad tardía nunca desaparecieron. De form a m uy significativa, la esclavitud hereditaria siguió dom inando en el sector de las m anufacturas estatales, com o ya había ocurrido en el Im perio rom ano, y este sector gozó, a su vez, de privilegios m onopolistas que le dieron una im portancia fundam ental para el com ercio de exportación y para la industria de ab astecim ien to de B iz a n c io 11. La e specífica y profunda conexión entre el m odo de producción esclavista y la superestructura del E stado im perial que había caracterizado a la Antigüedad se m antuvo, pues, hasta los últim os siglos de B izancio. Por otra parte, la m ano de obra esclava del 10 El auge del poder económ ico y político de los dunatoi es un tema común a todos los. modernos historiadores bizantinos: uno de los m ejores estudios es todavía uno de los primeros, C. Neumann, Die W eltstellung des byzantinischen Reiches vor den Kreuzzügen, Leipzig, 1894, páginas 52-61, que es en muchos aspectos un estudio precursor. 11 Browning, «Rabstvo», pp. 45-46.
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sector privado de la econom ía n o era en m odo alguno despreciable: n o só lo con tin uó sum inistrando el grueso del servicio dom éstico de los ricos, sin o que fue utilizada adem ás en las grandes fincas hasta el siglo X II. Si en la actualidad es imposible determ inar la extensión estad ística de la esclavitud agrícola en el Im perio bizantino, se puede conjeturar, sin em bargo, que su im pacto estructural en las relaciones rurales no fue despreciable, pu es el nivel relativam ente b ajo de las prestaciones de trabajo personal de los cam pesinos dependientes —paroikoi— durante el últim o período de la historia bizantina, unido a las dim ensiones relativam ente grandes del cultivo señorial, puede haber sido una consecuencia de la disponibilidad de mano de obra esclava para los m agnates rurales, aunque su verdadera incidencia se m antuviera aislada12. De esta form a, la prepotente burocracia im perial y la residual econom ía esclavista contribuyeron con stantem ente a bloquear las tendencias espontáneas de la polarización de clases en el cam po hacia la explotación feudal d e la tierra y el separatism o señorial. Además, y por las m ism as razones, las ciudades tam poco tuvieron nunca la oportunidad de desarrollarse en dirección al com unalism o m edieval. La autonom ía m unicipal de las ciudades, que había sido Ja célula básica del prim er Im perio rom ano, ya estaba en franca decadencia en la época de la caída del Im perio de Occidente, aunque m antuviera todavía alguna realidad en el de Oriente. El esta b lecim ien to del sistem a de them as bizantino desem bocó a escala local en la degradación p olítica de las ciudades, aunque de todas form as su vida pública se veía progresivam ente ahogada por el p eso de la capital y de la corte. Todos los vestigios de autonom ía m unicipal fueron abolidos form alm ente por un decreto de León VI, que se lim itaba a consum ar un largo p roceso h is tó r ic o 13. En esta situación, las ciudades bizantinas — que ya habían p erdido las antiguas form as de privilegio— nunca fueron capaces de reconquistar las form as feudales de libertad, dentro del sistem a im perial. En el estrecho marco del E stado autocrático n o podían surgir las libertades m unicipales. 12 Browning, «Rabstvo», p. 47. 13 Ostrogorsky, «Byzantine cities in the early Middle Ages», Dumbarton Oaks Papers, num. 13, 1959, pp. 65-6. La misma recodificación legal abrogó antiguos derechos del Senado y de la clase curial al sistematizar la centralización administrativa de la burocracia imperial bizantina: Ostrogorsky, H istory of the B yzantine State, p. 245. León VI reinó desde el año 886 hasta el 912.
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Dada la ausencia de una parcelación radical de la soberanía, era estructuralm ente im posible una dinám ica urbana de tipo occidental. La apertura de una vía de desarrollo feudal fue obstaculizada en los cam pos y las ciudades de B izancio por la fuerza contrapuesta de su com plejo institucional clásico tardío y de su correspondiente infraestructura. Un sín tom a revelador de este callejón sin salida fue la naturaleza jurídica de la aristocracia y la m onarquía del Im perio bizantino. Pues hasta su triste fin, la púrpura im perial nunca fue propiedad hereditaria de una dinastía ungida, por m uy fuerte que fuera la legitim ación popular de que gozara, sin o que legalm ente siem pre fue lo que había com enzado a ser en los lejanos días del principado de Augusto, e sto es, un cargo electivo sobre el que ejercían derechos form ales o fácticos de investidura el Senado, el ejército y el pueblo de Constantinopla. La cúspide sem idivina de la burocracia im perial era la sede de una función im personal, afín a la del funcionariado uniform e situado por debajo de ella, y distinta por ese m ism o hecho de la m onarquía personal del Occidente feudal. La nobleza que dom inaba a través de ese E stado adm inistrativo n o era m enos diferente de los señores nob les de O ccidente. En B izancio nunca cristalizó un sistem a hereditario de títulos: los honores eran conferidos básicam ente por las responsabilidades oficiales en el Im perio, com o lo habían sido en la ú ltim a época de Roma, y n o pasaban a una segunda generación. D e hecho, in clu so se desarrolló m uy lentam ente un sistem a de apellidos aristocráticos (en abierto contraste con la m ás genuina sociedad señorial de Armenia y Georgia, en el vecino Cáucaso, con su com pleto sistem a de r a n g o s)14. Las arraigadas dinastías de du natoi de Anatolia, que progresivam ente consiguieron dislocar la estructura del E stado m etropolitano, se desarrollaron en una fase relativam ente tardía: la m ayor parte de las fam ilias célebres — Focas, E sclero, Com neno, Diógenes— n o se elevaron a la preem inencia antes de los siglos IX y X 15. Por otra parte, l o s terratenientes bizantinos — com o los latifundistas rom anos de una época anterior— siem pre residie14 Véanse los penetrantes comentarios de C. Toumanoff, «The background to Manzikert», Proceedings of the X l l l t h International Congress of Byzantine Studies, Londres, 1967, pp. 418-9. El título de clarissimi era, desde luego, legalmente hereditario en el Imperio romano tardío, pero al m ism o tiempo perdió la mayor parte de su importancia ante los nuevos títulos burocráticos, que no eran transmisibles: Jones, The later Roman Empire, v o l. II, pp. 528-9. 15 S. Vryonis, «Byzantium: the social basis of decline in the eleventh century», Greek, Roman and Byzantine Studies, vol. 2, 1959, núm. 1, p. 161.
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ron en las ciudades16, siguien do una pauta que contrasta profundam en te con el dom icilio rural de la nobleza feudal de Occid en te y su fun ción original m ucho m ás directa en la producción agrícoIa . La clas e dom inan te de B izancio se m antuvo, pues, a m itad de cam in o entre los c l a ris s im i de la A ntigüedad tardía y los barones de la Alta Edad M edia. En su propio cuerpo llevaba in scrita la frustrada ten sió n del Estado. E sta profunda e in trínseca parálisis de tod o el sistem a econ óm ico y p o lítico es lo que explica el carácter extrañam ente estéril e inm óvil del Im perio bizantino, com o si el m ism o hecho de su longevidad lo vaciara de vitalidad. E l callejón sin salida de los m odos de producción rurales con d u jo al estancam iento de la tecn ología agrícola, que n o exp erim en tó prácticam ente ningún avance im portante durante un m ilen io, si se exceptúa la in troducción de unos p ocos cultivos especializados en la época de H eraclio. Los arneses prim itivos y asfixiantes de la Antigüedad se conservaron h asta el final de la h istoria bizantina y nunca se adop tó la collera m edieval. A sim ism o se ignoró el arado p esa d o en favor del u so del ineficaz y tradicional arado de m adera. Com o m ucho, se aceptó el m o lin o de agua, tardío regalo del Im perio r o m a n o 17. La gran serie de innovaciones que durante el m ism o períod o transform aron la agricultura de Occ idente nunca se aclim ataron en el árido m ed io m editerráneo, de tierra pob re, y su lugar nunca fue ocupado por m ejoras autóctonas. D urante el reinado de Justiniano se produjo un avance d ecisivo en las m anufacturas: la introducción de la industria de la seda en C onstantinopla, donde la fábricas estatales gozaron a partir de en tonces de una p osició n m onopolista en el m ercado europ eo de exportación h asta e l auge de las ciudades m ercantiles de I t a lia 18. Pero in clu so en e ste caso se trataba de un secreto técn ico robado a O riente m ás que de un descubrim ien to a u tócton o y, aparte de eso, p oca co sa digna de atención 16 G. Ostrogorsky, «Observations on the aristocracy in Byzantium», D um barton Oaks Papers, núm. 25, 1971, p. 29. 17 Para los arneses, véase Lefebvre des N oettes, L’attelage et le cheval d e selle à travers les ages, Paris, 1931, pp. 89-91; para el arado, A. G. Haudricourt y M. J.-B. Delammare, L’hom m e et la charrue à travers le m onde, París, 1955, pp. 276-84; para el m olino de Agua, J. L. Teall, «The Byzantine agricultural tradition», D um barton Oaks Papers, núm. 25, 1971, páginas 51-2. El artículo de Teall muestra lo que parece ser un optim ism o injustificado acerca de la agricultura bizantina, el cual se apoya en unas pruebas demasiado limitadas. 18 R. S. Lopez, «The silk trade in the Byzantine Empire», Speculum , X X , número 1, enero de 1945, pp. 1-42, subraya la im portancia internacional del m onopolio bizantino de paños preciosos.
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se desarrolló jam ás en los talleres de Bizancio. A sim ism o, el gran florecim ien to cultural del sig lo V I fue seguido por un hieratism o cada vez m ás estrech o y rígido, cuya relativa m onotonía de form as de p en sam ien to y arte ofrece un lúgubre contraste con las de la Antigüedad tardía. (N o fue pura coincidencia que el prim er y verdadero despertar intelectual y artístico tuviera lugar cuando el Im perio entró por fin en una crisis irreversible, porque só lo en ton ces se rom pió su parálisis social.) La verdad que se escond e en el célebre ju ic io de Gibbon sobre B izancio sólo ha podid o confirm arse, en éste com o en otros casos, por explicaciones p o steriores que entonces eran inaccesib les19. En un so lo ám bito, sin em bargo, e s , la historia de Bizancio turbulenta y accidentada: el de sus incesantes com bates. La conqu ista — o m e io r , la reconquista— militar f u e e l tem a dom inante y recurrente de su existencia, desde la época de Justiniano h asta la de los P aleólogos. La reivindicación territorial y universal, com o su ceso r del Im p e riu m R om anum , fue el principio perm anente de su p olítica e x te r io r 20. E n este sentido, la conducta del E stad o bizan tin o estu vo regida, de una form a básica e incesante, por su m atriz de la Antigüedad. D esde su m ism o n acim iento com o entidad im perial separada, intentó recuperar las tierras perdidas que anteriorm ente habían prestado obediencia a Rom a. Pero debido al tiem p o entretanto transcurrido, l a realización literal de e sta am bición quedó desprovista 19 The decline and fall of the R om an E m pire, capítulo x l v i i i . Naturalmente, el lenguaje de Gibbon es enormem ente exagerado («una tediosa y uniform e historia de debilidad y miseria»), para disgusto de los historiadores posteriores, entre quienes ningún pasaje de su libro está más pasado de moda. Pero el tratamiento que Gibbon daba a Bizancio estaba dictado, en realidad, por la arquitectura global de su H istory: mientras la caída de Roma era «una revolución que siempre recordarán todas las naciones de la Tierra», el destino de Bizancio estaba sólo «pasivam ente conectado» con «las revoluciones que han cambiado el estado del mundo» (subrayado de Gibbon: I, p. 1; V, p. 171). Las im plícitas distinciones conceptuales aquí indicadas son perfectamente racionales y actuales. 20 E s te tem a de la historia de Bizancio ha sid o subrayado con gran fuerza por H. Ahrweiler, Byzance et la m er, París, 1966; véanse especialm ente pp. 389-95. La insistencia de Ahrweiler en que las ambiciones navales del Imperio bizantino fueron básicam ente las responsables de su colapso final, al exigir demasiados recursos y desviarlo de la consolidación de su poderío terrestre, es mucho más dudosa. Lo fundamental para la definitiva caída del Estado fue más bien el esfuerzo militar global exigido por las sucesivas reconquistas, en las que los ejércitos siempre tuvieron un volum en muy superior al de las flotas.
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de todo sentido, ya que B izancio no podía esperar que se rep itiera la triunfante serie de conquistas y esclavitud que había llevado a las legiones rom anas de un confín a otro del Mediterráneo, porque el m odo de producción esclavista ya hacía tiem po que había sid o superado en O ccidente y que se había vuelto recesivo en el este. N o h abía, por tanto, ningún espacio social ni econ óm ico para su expansión m ilitar; no podía alumbrar un orden h istóricam ente nuevo. Y el resultado fue que las sucesivas olas del exp ansionism o bizantino rom pieron contra la m ism a base im perial de la que habían salido y acabaron por erosionarla y debilitarla. Una m isteriosa fatalidad visitó prácticam ente a todos los grandes reinados de la reconquista. Así, la grandiosa recuperación de Italia, el norte de Africa y el sur de E spaña por Justiniano en el siglo V I no sólo fue liquidada por las invasiones lom bardas y árabes, sin o que, en la generación siguiente, ya habían caído los Balcanes, Siria y Egipto. Asim ism o, los fulgurantes avances de los em peradores «macedonios» a finales del siglo X y principios del XI fueron seguidos, de una form a igualm ente repentina y desastrosa, por el colapso del poderío bizantino en A natolia ante los selyúcidas. En el siglo X II, la renovada expansión de M anuel Com neno, que llevó a sus ejércitos hasta Palestina, D alm acia y Apulia, zozobró una vez m ás en la catástrofe, porque los turcos galoparon hacia el E geo y los francos saquearon Constantinopla. Incluso en el epílogo final de su existencia es visible la m ism a pauta: la reconquista de B izancio por los Paleólogos en el siglo X III condujo al abandono de N icea y a la reducción definitiva del Im perio a una pequeña zona de Tracia, tributaria de los Otoman os durante los cien años anteriores a su entrada en Constantinopla. Cada fase de expansión fu e seguida, por tanto, de una c o n tra c ció n m ás drástica, castigo indefectib le de aquélla. Este ritm o quebrado es lo que h ace a la historia de B izancio tan diferente de la de Rom a, con su curva relativam ente suave de ascensión, estabilización y decadencia. E s evidente que dentro de la serie enum erada m ás arriba h ubo una crisis verdaderam ente decisiva que d eterm inó de form a irrevocable el d estin o del Im perio: el período que va desde las cam pañas búlgaras de B a silio II h asta la victoria selyúcida de M anzicerta en el siglo XI. E ste período se ha considerado norm alm ente com o una fase en la que, después de los brillantes éxitos m ilitares del ú ltim o em perador m acedonio, la burocracia «civil» de C onstantinopla desm an teló sistem áticam ente los ejércitos provinciales del Im perio, con ob jeto de detener la ascensión de
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los m agnates rurales que habían llegado a controlar su m ando y am enazaban en consecuencia la integridad de la m ism a adm inistración im perial c e n tra l21. El auge de esos oligarcas de las provincias era, a su vez, un reflejo de la d esp osesión del pequeño cam pesinado que ahora estaba alcanzando una trascendencia irresistible. A ello siguió el feroz estallid o de con flictos cortesanos y guerras civiles que debilitaron definitivam ente las defensas de Bizancio, ya gravem ente dañadas p or la p olítica desm ilitarizadora de las cam arillas burocráticas de la capital. La llegada de los turcos a Oriente p ropinó entonces el golpe de gracia. H asta aquí, esta línea general de explicación es ciertam en te correcta, pero su presentación im p lica a m enudo un contraste erróneo entre los triunfos del reinado de Basilio II y los reveses que le siguieron y, p or tanto, n o p uede ofrecer un análisis convincente de las razones que m ovieron a los grupos p o lítico s que dom inaron la corte de C onstantinopla después de 1025 a actuar en la form a aparentem ente suicida en que lo hicieron. E n realidad, la prolongada ten sión de las guerras búlgaras de B a silio II, con sus grandes gastos y su enorm e m ortandad, fue lo que preparó probablem ente la vía para el repentino colapso de los cincuenta años siguientes. Los ejércitos bizantinos se habían m antenido tradicionalm ente con un núm ero global de soldados relativam ente m odesto. D esde el siglo VI, el tam año m edio de un cuerpo expedicionario siem pre había sid o de unos 16.000 hom bres; todo el aparato m ilitar del E stado en e l siglo IX ascendía quizá a unos 120.000 hom bres, cifra m uy inferior a la del Im perio rom ano tardío, que probablem ente ayuda a explicar la m ayor estabilidad interna del E stado b iz a n tin o 22. Pero desde el reinado de Juan Z im isces, a m ediados del siglo X , el tam año de los ejércitos im periales aum entó ininterrum pidam ente hasta alcanzar un volum en sin precedentes b a jo el reinado de B asilio. E sta carga tuvo que ser reducida después de su m uerte porque ya aparecían signos am enazadores de inflación y de una incip iente devaluación tras varios siglos de estabilidad de los precios dentro del Im perio. La m oneda se depreció rápidam en21 Véanse, inter alia, Ostrogorsky, H istory of the Byzantine S tate, páginas 320-1, 329-33, 341-5 ss.; Vryonis, «Byzantium: the social basis o f decline in the eleventh century», pp. 159-75. 22 J. Teall, «The grain supply o f the Byzantine Empire, 330-1025», Dumbarton Oaks Papers, núm. 13, 1959, pp. 109-17. Probablemente, el cambio estuvo relacionado en parte con la evolución de la infantería legionaria de Roma a la caballería pesada de Bizancio.
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te a partir del reinado de M iguel IV (1034-41). La p olítica interior de los em peradores «m acedonios» había con sistid o en refrenar la avidez econ óm ica y las am biciones p olíticas de los d u n a to i provinciales. Los soberanos «civiles» de m ediados del siglo X I continuaron esta tradición, pero dándole un sesgo peligrosam en te n u e v o 23, p ues intentaron reducir los th em as locales, que gradualm ente se habían convertido en el brazo m ilitar del poder d e los m agnates, sobre to d o en Anatolia. Con e llo se proponían, p or una parte, aliviar la tesorería y, por otra, controlar a los nob les lejanos, cuya am bición e insubordinación constitu ían siem pre un a am enaza p olítica para la paz pública. La introd ucción de las catafractas o arm aduras pesadas a finales del siglo X había au m entado la carga financiera de los them a s en las provincias y h abía h ech o m ás d ifíciles de m antener lo s antiguos sistem a s de defen sa local. Los nuevos regím enes b urocráticos de C onstantinopla que sucedieron a la b elicosa d inastía «m acedonia» se inclinaron, p ues, p or b uscar un m ayor apoyo en los regim ientos de choq ue o tagm ata que estaban estacionados cerca de la capital y tenían un m ayor com ponente p rofesion al y extranjero. Las unidades de caballería de los ta g m a ta siem pre habían aportado el n ú cleo m ilitar m ás firm e d e lo s ejército s im p eriales con su m ejor d isciplina y entrenam ien to. Probablem ente, lo s soldad os licenciados de los th em as se alistaron ahora, h asta cierto punto, en estos regim ientos p rofesionales, que fueron enviados de form a crecien te a m isiones provinciales o fronterizas, al m ism o tiem p o que aum entaba en ello s continu am en te la p roporción de m ercenarios extranjeros. E l tam año total del aparato m ilitar de B izancio quedó m uy red ucid o co n esta p olítica «civilista», que sacrificó la fuerza estratégica a lo s in tereses econ óm icos y p olíticos de la burocracia de la corte y de los dignatarios m etropolitanos. Su resultado fue partir por la m itad la unidad global del E stado bizantino en un co n flicto que o p u so a la s ram as civil y m ilitar del orden im perial, sorp ren dentem ente sim ilar a aquella fatal división que había p reced id o a la caída d el Im perio ro m a n o 24. 23 N. Svoronos, «Société et organisation intérieure dans l’Empire byzantin au XIe siècle: les principaux problèmes», Proceedings of the X llth International Congress o f B yzantine Studies, pp. 380-2, aventura en la que los nuevos emperadores civiles también intentaron elevar el papel de las «clases medias» comerciantes de las ciudades, democratizando el acceso al Senado, con objeto de crear un contrapeso a los magnates rurales (hipótesis dudosa que se basa en categorías inadecuadas). 24 La diferencia más obvia e im portante entre ambos conflictos fue que la élite m ilitar del Bizancio tardío era principalm ente una clase de
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Pues los d u n a to i ofrecieron una resistencia feroz a la nueva política, y en ese m om ento el equilibrio de poder en el cam po había llegado dem asiado lejos para que tal solución pudiera im p on erse con éxito. Su ú n ico efecto fue provocar una dem oledora serie de guerras civiles en A natolia entre las facciones «m ilitar» y «burocrática» de la clase dom inante, que desm oralizaron y desorganizaron tod o el sistem a defensivo de Bizancio. La persecución religiosa y étnica de las com unidades arm enias que se habían reincorporado recientem ente al Im perio creó una m ayor con fu sión y agitación a lo largo de la vulnerable frontera oriental. El escen ario estab a listo para la hecatom be de M anzicerta. En el año 1071, el sultán selyúcida Alp Arslan, abriéndose cam ino desde el C áucaso hacia Egipto por el sur, se encontró con los ejércitos de R om ano IV D iógenes y los aniquiló, capturando al m ism o em perador. E n el cam po de batalla, los auxiliares arm enios, los m ercenarios francos y pechenegos y los regim ientos bizantinos al m ando de un rival «civilista», desertaron o traicionaron a las banderas im periales. Anatolia quedó com o un vacío sin d efensas en el que penetraron, sin encontrar ningún serio esfu erzo de resistencia, los nóm adas turcom anos durante las décadas siguien tes25. E l dom inio bizantino en Asia M enor no fue derrocado por la erupción de una V ö lkerw an derung m asiva del tip o godo o vándalo, ni por una ocupación m ilitar organizada del tip o persa o árabe, sino por una m igración gradual de grupos de nóm adas a las altiplanicies. E l carácter fragm entario y anárquico de las sucesivas incursiones turcas no fue, sin em bargo, una garantía de su transitoriedad. Al contrario, la crecien te nom adización que resu ltó de ellas fue terratenientes de la provincia de Anatolia, mientras que el mando del ejército romano tardío estaba com puesto en su mayor parte por oficiales profesionales, primero de los Balcanes y después bárbaros (véase supra, páginas 82-88, 98-101. Probablemente, el cambio se debió en buena medida a la introducción de la caballería armada con catafractas tras la implantación del sistem a de them as, que creó a los potentados militares locales del Imperio bizantino. Por tanto, las líneas divisorias fueron divergentes en cada caso: en Roma, el aparato del alto mando estaba centrado en las ciudades y el poder de los terratenientes civiles en el campo; en Bizancio, los magnates m ilitares dominaban en las provincias y los burócratas civiles en la capital. De ahí el estallido de guerras civiles entre ambos bandos en el Imperio griego y la mayor conciencia de la naturaleza de sus antagonismos entre los contem poráneos (compárese a Psellos con Ammiano). Las semejanzas estructurales entre los procesos de Roma y Bizancio fueron, por lo demás, muy llamativas. 25 Claude Cahen, «La première pénétration turque en Asie Mineure (seconde moitié du x i6 siè cle», Byzantion, 1948, pp. 5-67.
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a largo plazo m ás destructora para la civilización griega en A natolia que la conquista m ilitar centralizada de los Balcanes por los posteriores ejércitos otom anos. Las incursiones caóticas y los feroces p illajes de los turcom anos desurbanizaron lentam ente una región tras otra, dislocando las poblaciones agrícolas sedentarias y destrozando las institucion es culturales cristianas26. La desorganización nóm ada de la econom ía rural dism inuyó finalm ente con la aparición del sultanato selyúcida de Iconio en el siglo X III, que restableció la paz y el orden en la m ayor parte de la A natolia turca. Pero el respiro sólo habría de ser tem poral. M ientras tanto, el m ism o carácter inform al de los asentam ientos turcom anos en el interior perm itió que el Estado bizantino de finales del siglo XI sobreviviera y contraatacara desde las costas del Asia M enor, aunque nunca pudiera reconquistar las llanuras centrales. En la época de los Comnenos, las oligarquías m ilitares de las provincias, que ya habían acum ulado poder en sus tierras y a la cabeza de sus tropas locales, consiguieron finalm ente el control del E stado im perial. Los principales grupos de m agnates no fueron elevados a cargos cortesanos por Alejo I, que los reservó para las diversas ramas de su fam ilia con o b jeto de protegerse contra los poderosos d u n atoi rivales, pero la pequeña y m edia nobleza consiguió lo que se había propuesto. Las barreras contra la feudalización fueron cayendo progresivam ente. A la nobleza terrateniente se le concedieron b eneficios adm inistrativos o pronoiai, que les dieron poderes fiscales, judiciales y m ilitares sobré territorios delim itados a cam bio de servicios esp ecíficos prestados al Estado. Los Com nenos m ultiplicaron esto s ben eficios, que finalm ente se hicieron hereditarios con los P a le ó lo g o s27. Los nobles 26 Existe ahora una documentación y un estudio muy completo de este proceso en S. Vryonis, The decline of mediaeval hellenism in Asia Minor and the process of islam ization from the eleventh through the fifteenth century, Berkeley-Los Angeles, 1971, pp. 145-68, 184-94 (estudio fundamental). Vryonis tiende quizá a sobrestim ar la responsabilidad de los conflictos civiles-militares dentro de la clase dominante bizantina en el colapso griego de Manzicerta y posteriormente («el fenómeno más decisivo de todos», pp. 76-7, 403), pero en su descripción de los mecanismos sociales de la posterior turquificación de Anatolia es una autoridad. 27 G. Ostrogorsky, Pour l’histoire de la féodalité byzantine, Bruselas, 1954, pp. 9-257, es el estudio clásico de la institución de la pronoia. Ostrogorsky sostiene qué «la pronoia en Bizancio y en las tierras sudeslavas, como el feudo en Occidente y el p o m e st’e en Rusia es la manifestación de una feudalidad avanzada» (p. 257), pretensión discutible que se analiza más adelante.
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consiguieron «inm unidades» o ekskou sseiai de la ju risd icción de la burocracia central y recibieron donaciones de tierras m onásticas para su u so personal (c h a ristik a ). N inguna de estas form as institu cion ales alcanzó la lógica o el orden del sistem a feudal de Occidente; en el m ejor de los casos, só lo fueron versiones parciales e im perfectas de éste. Pero su dirección social estaba clara. Los cam pesinos libres fueron degradados progresivam ente a l a condición de arrendatarios dependientes o paroikoi, que gradualm ente llegó a aproxim arse a la de lo s siervos de Europa occidental. La econom ía urbana de la capital, con sus m anufacturas estatales y la exportación de artículos de lujo, fue sacrificada entretanto a los acuerdos diplom áticos con V enecia y Génova, cuyos m ercaderes gozaron m uy pronto de una absoluta suprem acía com ercial dentro del Im perio a causa de los privilegios con que fueron colm ados por la bula de oro de 1084, que les exim ía de los im puestos im periales sobre las ventas. En su decadencia económ ica, B izancio —invirtiendo su tradicional balanza com ercial— perdió ahora su m onopolio de la seda y se convirtió en im portador n eto de paños y de otras m anufacturas acabadas de Occidente, y a cam bio exportó m aterias prim as com o trigo y aceite a I ta lia 2S. Su sistem a adm inistrativo decayó h asta tal p u n to que los gobernadores regionales residían frecuentem ente en la capital y se lim itaban a realizar incursiones por sus provincias para recaudar tributos en unas expediciones apenas disim uladas de sa q u e o 29. M ercenarios y aventureros engrosaban las filas de sus ejércitos, y los cruzados vigilaban con una confiada avaricia. La tom a y el saqueo de C onstantinopla por una expedición franco-veneciana en 1204 rom pió finalm ente y desde el exterior la unidad de lo que quedaba del E stado im perial. En ese m om en to se im portó un sistem a feudal occidental com p leto de feudos y vasallajes, especialm ente en la Grecia central y m eridional, donde los señores francos introdujeron un m od elo sim ilar al de ultram ar. Pero esta im plantación artificial no duró m ucho tiem po. El régim en griego su cesor de N icea, abandonado en la periferia del antiguo Im perio, fue capaz de reagrupar con grandes esfuerzos los restos dispersos del 28 M. la. Siuziumov, «Borba za Puti Razvitiia Feodal’nij Otnoshenii v Vizantii», V izantiiskie Ocherki, Moscú, 1961, pp. 52-7. 29 J. Herrin, «The collapse of the Byzantine Empire in the tw elfth century: a study of a mediaeval economy», University of Birm ingham H istorical Journal, XII, num. 2, 1970, pp. 196-9, que dibuja con vivos colores aquella época.
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territorio b izantino y de recon stru ir una vez m ás un fantasm al E stad o im perial en C onstantinopla. Por enton ces, la clase social de terratenientes p ron oiar se había c o n v e r tid o en titu lar hereditaria de sus beneficios; la in m en sa m ayoría de los cam p esinos eran paroikoi; las relaciones vasalláticas habían sido asim iladas en las concepciones p olíticas del gobierno local, y la fam ilia dom inante de los Paleólogos había con ced ido patrim on ios a la nobleza; las com unidades de m ercaderes extranjeros p o seía n franquicias y enclaves au tónom os. E n el cam po se m ultiplicaron las tierras m onásticas y los terraten ien tes seculares recurrían frecuentem en te al pastoreo exten siv o para esta r en con diciones de trasladar sus propiedades durante las correrías tu r c o m a n a s30. Pero esta aparen te «feudalización» final de la form ación social b izantina nunca alcanzó una coherencia orgánica o e sp o n tá n e a 31. Sus institu cio n es e ran un sim ulacro d e form as occidentales y carecían por co m p leto de la dinám ica h istó rica que había producido a é stas (señal qu e advierte contra cualquier in ten to de interpretar los m od os de producción p or m ed io de una com paración atem poral de sus elem en tos). Pues las form as feudales del Im p erio bizantino tardío fueron el resu ltad o final de una desc o m po sició n secu lar de u n sistem a p o lítico im perial unitario que había perm an ecido en su m ayor parte intacto durante siete siglos. O, en otras palabras, fueron e l producto de un p roceso diam etralm ente op u esto al que dio origen al feudalism o occidental, una reco m p o sició n orgánica de dos m odos de producción anteriores y d esh ech os en una nueva sín tesis que habría 30 E m st Werner, Die G eburt einer G rossm acht-Die Osmanen (1300-1481), Berlín, 1966, pp. 1234, 145-6. 31 El problema de si alguna vez surgió un verdadero feudalism o bizantino en el ocaso del Im perio griego ha supuesto una tradicional línea divisoria entre los bizantinistas. Ostrogorsky ha echado el peso de su autoridad sobre la opinión de que la sociedad bizantina tardía fue esencialm ente feudal: para su producción m ás reciente, véase «Observations on the aristocracy in Byzantium», pp. 9 ss. Asimismo, los historiadores soviéticos siempre han afirmado la existencia de un feudalism o bizantino (y tienden con frecuencia a fechar su aparición un poco antes). Una reciente reafirmación búlgara de esta postura puede encontrarse en Dimitar Angelov, «Byzance et l’Europe occidentale», E tu des H istoriques, Sofía, 1965, pp. 44-61. Lemerle, por el contrario, ha negado categóricamente que el feudalism o se haya im plantado jam ás en Bizancio, y la mayor parte de los investigadores occidentales están de acuerdo con él. El estudio comparativo de Boutruche, conceptualmente más refinado, rechaza también la noción de que el com plejo p ro noia-ekskousseia-paroikoi haya constituido nunca un auténtico sistem a feudal: Seigneurie et féodalité, v o l. I, pp. 269-79.
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de liberar unas fuerzas productivas de una m agnitud sin preceden tes. En el crepúsculo del dom inio bizantino n o se produjo ningún aum ento de la densidad dem ográfica, de la productividad agrícola n i del com ercio urbano. Como m ucho, la desintegración del v iejo sistem a estatal m etropolitano perm itió cierta efervescencia in telectual y cierta agitación social en el reducido perím etro de su poder en Grecia. La captura económ ica de la capital por los m ercaderes italianos condujo a la entrega del com ercio nativo a unas pocas de las ciudades de p rovincias m ejor protegidas, y el aum ento del tráfico cultural con O ccidente disolvió el d om in io d el oscurantism o ortodoxo. El ú ltim o ep isod io im portante de la historia de Bizancio —estallido final de vitalidad— com binó p a rad ójicam en te l a m anifestación de lo s nuevos ferm en tos generados por el incipiente feudalism o del Oriente griego con la in fluencia de los procesos derivados de la crisis del decadente feu dalism o del O ccid en te latinó. En T esalónica, segunda ciudad del Im perio, una rebelión m unicipal contra la usurpación im perial de los m agnates Cantacucenos m ovilizó las pasiones antim ísticas y antioligárquicas de las m asas urbanas, con fiscó y distribuyó las propiedades de los m onasterios y de lo s ricos, y durante siete años resistió los ataques del grueso de la clase terrateniente, apoyada por los O tom anos32. La inspiración de esta feroz lucha social, sin precedentes en los n ovecien tos años d e h istoria bizantina, procedió quizá de la revolución com unal genovesa de 1339, uno de los grandes eslab on es d e las in surrecciones urbanas durante la últim a crisis m edieval de Europa o c c id e n ta l33. La supresión de la «república» de los zelotas en T esalónica fue, naturalm ente, inevitable: la decadente form ación social bizantina era incapaz de m antener una form a urbana tan avanzada, que presuponía un ton o económ ico y social com pletam ente distinto. Con su derrota, desapareció para siem pre la historia independiente de 32 P. Charanis, «Internal strife in Byzantium during the fourteenth century, B yzantion, XV, 1940-1, pp. 208-30, analiza el carácter y la trayectoria de esta rebelión. 33 Siuziumov pretende, por el contrario, que el m odelo de la rebelión de Tesalónica fue el resurgimiento «nacional» de Cola di Rienzo en Roma, y no la rebelión puramente «municipal» de Génova, y que sólo se convirtió en un problema comunal al final, en su última fase. Según él, la insurrección fue esencialm ente obra de una clase empresarial urbana, cuyo objetivo era la restauración de un Estado imperial central, capaz de proteger contra los peligros turco y occidental. Tal interpretación de los zelotas de Tesalónica parece excesivamente forzada en lo que, por otra parte, es un estim ulante ensayo: «Borba zu Puti Razvitiia Feodal’nij Otnoshenii v Vizantii», p. 60-3.
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Bizancio. D esde finales del siglo XIV, el renovado nom adism o turcom ano devastó A natolia occidental e invadió los últim os reductos del h elen ism o en Jonia, a la vez que los ejércitos otom anos se desplazaban desde G allípoli hacia el norte. C onstantinopla pasó el ú ltim o siglo de su existencia com o tributaria olvidada del poderío turco en los Balcanes.
Ahora p uede plantearse ya este problem a: ¿por qué, durante toda e sta larga historia, n o se produjo nunca en los Balcanes una fu sió n dinám ica entre los órdenes sociales bárbaro e imperial, que habría creado un feudalism o ascendente de tipo occid en ta l? ¿Por qué no hubo u na sín tesis heleno-eslava comparable en su alcance y efectos a la sín tesis romano-germánica? En efecto, es p reciso recordar que las invasiones tribales penetraron en la gran m asa de tierras que se extiende del Danubio al A driático y al Egeo a finales del siglo V I y principios del VII y que, por tanto, las fronteras eslava y bizantina retrocedieron y avanzaron en toda la península Balcánica durante m ás de setecien tos años de contactos y conflictos perm anentes. El destino de las tres grandes regiones de la península fue, naturalm ente, distinto y puede resum irse com o sigue. La gigantesca oleada ávaro-eslava de los años 580-600 cayó sobre toda la península y sum ergió desde el Ilírico, M esia y Grecia hasta la zona m ás al sur del Peloponeso. La pérdida del Ilírico para la m igración y colonización eslava cortó el histórico vínculo terrestre del m undo im p e r ia l rom ano; ningún otro acontecim ie n to habría de ser. m ás d ecisivo para la ruptura de la unidad entre Europa oriental y occidental durante la Edad Oscura. H acia el sur, tuvieron que pasar dos siglos antes de que Bizancio fuera capaz de com enzar la reconquista sistem ática de Tracia y M acedonia en la década de 780, y otros veinte años más antes de que el P eloponeso fuera d efinitivam ente som etido. D esde entonces, la m ayor parte de Grecia fue gobernada sin interrupción desde C onstantinopla hasta la conquista latina de 1204. Por su parte, la M esia colonizada por los eslavos fue invadida por los búlgaros, nóm adas turanios procedentes de R usia central, que establecieron allí un janato a finales del siglo VII. D os siglos despu és, la clase dom inante búlgara se había eslavizado y presidía un p od eroso Im perio cuyo control se adentraba hasta M acedonia occidental. D espués de una serie de épicas luchas m ilitares con Bizancio, el E stad o búlgaro fue derrocado p or Juan Z im isces y B asilio II, y desde el año 1018
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quedó incorporado, durante m ás de ciento cincuenta años, al Im perio griego. Pero en el año 1186 una rebelión búlgaro-válaca acabó victoriosam ente con la ocupación bizantina, y surgió un segundo Im perio búlgaro que dom inó de n uevo los B alcanes hasta que fu e sacudido por las invasiones m ongoles de los años 1240. La antigua zona ilírica vegetó, por el contrario, fuera de la órbita del sistem a p olítico bizantino durante cuatro siglos antes de ser parcialm ente reconquistada y parcialm ente reducida a la condición de cliente por B asilio II, a com ienzos del siglo X I. E l dom inio griego se estableció aquí de. form a tenue y precaria só lo durante un siglo, puntuado por num erosas rebeliones, hasta que surgió en el año 1151 un rein o serb io unido. A m ediados del siglo XIV, el Im perio serbio se había convertido, a su vez, en el principal poder de los B alcanes, hum illando al de Bulgaria y Bizancio, antes de que se desintegrara en vísperas de la conquista turca. ¿Por qué esta pauta alternativa n o pudo generar una sólida sín tesis feudal y ni siquiera un orden h istórico duradero? Las tierras de toda la zona fueron arenas m ovedizas para la organización social y la form ación del Estado. N o hay nada m ás sorprendente que la facilidad con la que los otom anos tom aron finalm ente p osesió n de él, después de que todos los poderes locales se hubieran hundido en una ineficacia com ún a finales del siglo XIV. La respuesta a aquella pregunta radica seguram ente en el peculiar punto m uerto a que se llegó entre los órdenes bárbaro y tardío im perial en los B alcanes. El Im perio bizantino, tras la pérdida de la península en lo s siglos VI y VII, era todavía dem asiado fuerte para ser destrozado desde fuera, y fue parcialm ente capaz de recuperar allí su poder después de un intervalo de doscientos años. Pero en la época siguiente, los pueblos eslavos y turan ios que habían colonizado los B alcanes se desarrollaron y m ultiplicaron tanto que n o pudieron ser asim ilados cuando, a su vez, fueron finalm ente reconquistados, de tal form a que el dom inio griego nunca fue capaz d e integrarlos en B izancio y en últim o térm ino se reveló efím ero. E sta m ism a ecuación puede form ularse de form a negativa. Las com unidades eslavas que constituían la gran m ayoría de los prim eros colonizadores bárbaros de los Balcanes eran socialm ente dem asiado prim itivas en la época de H eraclio para ser capaces dé estab lecer unos sistem as políticos del tipo que habían creado las tribus germ ánicas en el Occidente m erovingio. Por otra parte, el E stado bizantino — debido, com o ya hem os visto, a su propia estructura interna— fue incapaz de so m eter e integrar
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dinám icam ente a los p ueb los trib ales según el m od elo que había caracterizado a la R om a im p eria l. E l resu ltad o fue que ninguna de am bas fuerzas p u d o p revalecer de form a perm anente so bre la otra, m ientras q u e am bas pudieron infligirse daños rep etid os y m ortales. E l choqu e en tre am bas fuerzas no adoptó la form a de un cataclism o general del que pudiera surgir una nueva sín tesis, sin o la de una len ta y recíproca trituración y agotam iento. Los signos d istin tivos de e ste p roceso, que alejó a E uropa sudoriental de la occid ental, pueden indicarse de diversas form as. Por tom ar en prim er lugar dos ín d ices «culturales» sen sib les, el m o d elo global de evolu ción religiosa y lingüística fue m uy diferen te e n esta zona. E n O ccidente, los invasores germ án icos se convirtieron al cristia n ism o arriano durante la época de las con qu istas. D espués, fueron gradualm ente atraídos a la Iglesia católica y, con pocas excep cion es, sus idiom as desaparecieron ante las lenguas rom ances de su s poblaciones som etidas y latinizadas. E n el su deste, p or el contrario, los eslavos y los ávaros que anegaron los B alcane s a finales del siglo V I eran p ueblos paganos y durante cerca de tres siglos la m ayor parte de la pen ín su la p erm an eció sin cristianizar (el revés m ás esp ectacular que haya su frid o jam ás el cristian ism o en el continente). A dem ás, cuando los búlgaros pasaron a ser, a finales del siglo IX , los prim eros bárbaros convertidos, hubo que conced erles un patriarcado ortodoxo autónom o, equivalente a una Iglesia «nacional» independiente. Los serbios habrían de conseguir tam b ién este privilegio en e l siglo X II. Al m ism o tiem po, y m ientras Grecia era p o c o a p o co rehelenizada lingüísticam ente despu és de su recon qu ista p or B izancio a finales del sig lo VIII y prin cipios del IX, to d o el in terior de la península Balcánica conservó la lengua eslava, h asta tal punto que precisam en te para con segu ir la conversión de sus habitantes, los m isioneros griegos C irilo y M etodio, de T esalónica (que entonces todavía era una ciudad fronteriza y bilingüe) tuvieron que inven tar el alfabeto gla g o lítico esp ecífica m en te d estinado al grup o de lenguas eslavas de la r e g ió n 34. E n los B alcanes, pues, la «asim ilación» cultural siguió un orden e xactam en te inverso: m ientras en O ccidente la herejía particularista dio paso a la ortodoxia un iversalista y al latin ism o lingüístico, en el sudeste 34 G. Ostrogorsky, «The Byzantine background to the Moravian mission», D um barton Oaks Papers, núm. 19, 1965, pp. 15-6. Para el carácter de las escrituras glagolítica y cirílica, véase D. Obolensky, The Byzantine C om m onwealth, Londres, 1971, pp. 139-40.
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el paganism o con d u jo a la ortodoxia separatista encerrada en un n o h elen ism o lin gü ístico. La p osterior conquista m ilitar bizantina no fue capaz de cam biar en ab solu to este dato cultural básico. La gran m asa de la pob lación eslava de la península h abía cristalizado en e ste aspecto fuera del radio del control bizantino. La superior d en sidad dem ográfica de los asentam ien tos puede explicar en parte la diferencia con las invasiones germ ánicas. Pero n o cabe duda de que la naturaleza del m ed io bizantino inicial fu e tam bién un determ inante de prim era im portancia. S i en el plano cultural las relaciones entre bárbaros y bizantinos revelan la relativa debilidad de los segundos, en lo s planos p olítico y econ óm ico indican en n o m enor m edida lo s lím ites peculiares de los prim eros. Los problem as generales de la prim era form ación estatal eslava ya se han analizado antes. La experiencia esp ecíficam en te balcánica los sitúa a plena luz. Parece claro, en realidad, que la organización m ilitar de los nóm adas ávaros fue la que determ inó y dirigió la prim era m archa de los bárbaros hacia los B alcanes, que hizo posible su conquista. Los eslavos, que lucharon en calidad de auxiliares suyos, los superaban netam en te en núm ero y se quedaron en las nuevas tierras, m ientras que las hordas ávaras retornaron a sus bases de Panonia para aparecer de nuevo en correrías periódicas contra C onstantinopla, p ero sin asentarse en la p e n ín su la 35. Las m igraciones eslavas se extendieron por unos territorios que durante siglos habían con stitu id o parte integrante del sistem a im perial rom ano y que incluían al m ism o corazón de la civilización clásica, Grecia. Con todo, durante los tres siglos que siguieron a sus invasiones, esto s pueblos n o produjeron ningún sistem a p olítico transtribal del que haya quedado algún rastro. El prim er E stado que se creó en los Balcanes fue obra de otro pueblo nóm ada tu ranio, los búlgaros, cuya superioridad m ilitar y p olítica sobre los eslavos les perm itió crear, al sur del Danubio, un poderoso janato que m uy p ron to se enfrentaría frontalm ente a Bizancio. La clase dirigente «protobúlgara» de boyardos dom inaba una form ación social m ixta, el grueso de cuya población eran cam pesinos eslavos libres. E stos pagaban tributos a sus señores turanios, que com ponían una aristocracia m ilitar de dos rangos, organizada todavía sobre una base de clan. A finales del siglo IX , el idiom a protobúlgaro había d es35 P. Lemerle, «Invasions et migrations dans les Balkans depuis la fin de l’epoque romaine jusqu’au VIIe siècle», Revue H istorique, ccxi, abril-junio de 1954, pp. 293 ss.
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aparecido y el jan a to había sido cristianizado form alm ente: el sistem a de clanes el paganism o cayeron juntos, com o en todas partes, y m uy p ronto toda la clase boyarda se había eslavizado, aunque con un cierto barniz cultural g r ie g o 36. A principios del siglo X , el nuevo soberano búlgaro Sim eón lanzó un ataque grandioso y directo contra Bizancio, tom ó por dos veces A drianópolis, llegó en sus correrías hasta el golfo de Corinto y puso sitio a Constantinopla. La declarada am bición de Sim eón no era otra que convertirse en soberano del Im perio de Oriente, y en la persecución de su ob jetivo consiguió arrancar a B izancio la concesión del título im perial de «zar». Finalmente, después de largas cam pañas, sus ejércitos fueron derrotados por el jefe croata Tom islav, y Bulgaria se hundió en la debilidad y el desorden durante el reinado de su h ijo Pedro. El prim er m ovim iento religioso inconfundiblem ente radical de la Europa cristiana, el bogom ilism o, se extendió en este m om ento com o expresión de la protesta cam pesina contra el enorm e coste de las guerras de S im eón y de la polarización social que las había acom pañado37. E l E stado búlgaro sufrió un nuevo revés con las destructoras guerras ruso-bizantinas que se libraron en su territorio. Una im portante renovación m ilitar y política durante el reinado del zar Sam uel, a finales del siglo X, condujo, sin em bargo, a un n uevo con flicto global con Bizancio, que se prolongó durante veinte años. Com o ya h em os visto, esta larga y despiadada lucha fue la que acabó finalm ente con las fuerzas del sistem a im perial bizantino y preparó el cam ino para su colapso en Anatolia. N aturalm ente, sus consecuencias fueron todavía m ás desastrosas para Bulgaria, cuya existencia independiente se extinguió durante m ás de cien to cincuenta años. La ocupación bizantina durante los siglos XI y XII provoc ó un rápido aum ento d e la s grandes fincas y una in ten sificación de la presión fiscal cen tral y de las exacciones nobiliarias griegas y búlgaras sobre el cam pesinado. En B ulgaria se introdujo por vez prim era la in stitu ción de la p ro n o ia y se m ultiplicaron las inm unidades o ekskou sseia. Un n úm ero crecien te de antiguos 36 S. Runciman, A h istory of th e first Bulgarian Em pire, Londres, 1930, páginas 94-5; I. Sakazov, Bulgarische W irtschaftsgeschichte, Berlín, Leipzig, 1929, pp. 7-9. 37 Un sacerdote ortoxodo de la época resumía asi las doctrinas sociales de Bogomil: «Enseñan a su propio pueblo a no obedecer a sus señores, injurian a los ricos, odian al zar, ridiculizan a los ancianos, condenan a los boyardos, consideran viles a los ojos de Dios a quienes sirven al zar y prohíben a todos los siervos que trabajen para sus amos», Obolensky, The Byzantine Com m onwealth, p. 125.
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cam pesinos libres cayó en la condición dependiente de los paroikoi, m ientras la esclavitud se extendía sim ultáneam ente por m ed io de la cautividad de los prisioneros de guerras lo c a le s 38. Como era de esperar, el bogom ilism o revivió y se produjeron repetidas rebeliones populares contra el dom inio bizantino. En el año 1186, dos jefes válacos, Pedro y Asén, encabezaron una insurrección victoriosa que derrotó a las expediciones de castigo enviadas contra ellos por los g rieg o s39. E n ese m om en to se construyó un «segundo» Im perio búlgaro, cuya jerarquía adm inistrativa, p rotocolo cortesano y sistem a tributario se tom aron directam ente de los de Bizancio; el núm ero de cam pesin os libres continuó descendiendo m ientras que el a lto estrato boyardo consolidaba su poder. A com ienzos del siglo X III, el zar Ioan n itsa (K alojan) to m ó de nuevo al ob jetivo tradicional de las dinastías búlgaras: el asalto a C onstantinopla y la asu n ción del títu lo im perial universal que acom pañaba a su control. Sus tropas derrotaron y m ataron al em perador latin o Balduino p o co después de la cuarta cruzada, y su su cesor llevó victoriosam ente las banderas búlgaras hasta el Adriático. Pero a los diez años ese nuevo E stado se había derrum bado ante el asalto de los m ongoles. Las poblaciones eslavas de la antigua región del Ilírico desarrollaron m ucho m ás lentam ente, por lo general, un sistem a p olítico postribal, debido a la falta de una clase m ilitar nóm ada inicialm ente superior. La diferenciación social avanzó de form a m ás gradual y la organización de clanes se m ostró m uy resisten te. E l prim er reino croata (900-1097) fue absorbido por H ungría y n o d esem peñó ningún papel independiente. En el sur, los ž u pani hereditarios gobernaron, desde sus colonias fortificadas, los territorios locales com o patrim onios fam iliares, cuya adm inistración se dividía entre sus p a r ie n te s40. Los pri38 Dimitar Angelov, «Die bulgarische Länder und das bulgarische Volk in der Grenzen des byzantinischen Reiches im XI-XII Jahrhundert (10181185)», Proceedings of the X IIth International Congress of B yzantine Studies, pp. 155-61. Mientras las ekskousseiai no fueron prácticam ente nunca inmunidades «integrales» porque siempre conservaron cargas públicas sobre los paroikoi, las concesiones búlgaras equivalentes de esta época otorgaban unos poderes señoriales más amplios sobre el campesinado. Véase G. Cankova-Petkova, «Byzance et le développement social et économique des Etats balkaniques», Actes du Prem ier Congrès International des Etudes Balkaniques et Sud-Est Européennes, Sofía, 1969, pp. 344-5. 39 El estudio más claro de este levantamiento es R. L. Wolfí, «The ‘Second Bulgarian Empire’. Its origin and history to 1024», Speculum , XXIV, número 2, abril de 1949, pp. 167-206. 40 Dvornik, The Slavs. Their early history and civilization, pp. 162-3.
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m eros principados que h icieron su aparición fueron, en el siglo XI, los de Zeta y R ascia, creaciones antibizantinas que los em peradores C om nenos suprim ieron con un éxito sólo parcial. A finales del sig lo X II, el gran ž upan E steban N em anja unió los dos territorios en un so lo rein o serb io y adquirió del papa el títu lo real. Pero aunque los esfuerzos bizantinos por reconq uistar Serbia fueron detenid os, tuvieron que pasar otros cien años antes de qu e los notables de sus clanes fragm entados hubieran su frid o u n p ro ceso integrador su ficien te para form ar una clase terraten ien te unificada, con derechos señoriales sobre un cam pesinad o servil y con capacidad m ilitar para extender el territorio d e la m onarquía serbia. E l eclip se de Bulgaria y Bizan cio a principios del siglo XIV les dio la oportunidad de conseguir el d om in io de los B alcanes. E steban D usan anexionó Macedonia, Tesalia y el E p iro y se p roclam ó em perador de serb ios y griegos, en Skoplje, en el añ o 1346. La estructura social y p olítica del Gran Im p erio serb io está docum entada en el exten so código legal o Z akonn ik, que fue elaborado poco después b a jo el m ando de D ušan. La nobleza dom inante poseía tierras alodiales hereditarias, que eran cultivadas por cam pesinos dep en dien tes o se b ri —versión serbia de los p a ro ik o i bizantinos— su jetos a prestaciones de trabajo personal que estaban vinculados form alm en te a la tierra por d ecreto real. La m onarquía tenía am plios poderes autocráticos, p ero estaba rodeada y asesorada por un co n sejo p erm anen te de m agnates y prelados. Duš an abolió el títu lo de zupan, con sus rem iniscencias de clan, y lo su stitu yó por el griego de kefalija, palabra bizantina para designar a u n gobernador im perial. La corte, la cancillería y la adm inistración eran burdas copias de las de C on stan tin op la41. Algunas ciudades costeras del D anubio ejercieron el autogob ierno m unicipal gracias a sus estrech os vínculos con las ciudades italianas. Las m inas de p lata que sum inistraban la m ayor parte de los ingresos reales eran explotadas por esclavos y dirigida por sajones. El Im perio serb io fue sin duda alguna el E stad o eslavo m ás avanzado que surgió en los Balcanes m edievales. E n el carácter m ixto de su sistem a p o lític o , a m edio cam ino entre un sistem a abiertam ente feudal y una burocracia autocrática, son visib les las corrientes encontradas de Occidente y Bizancio. Pero la m ism a heterogeneidad de sus elem en41 S. Runciman, «Byzantium and the Slavs», en N. Baynes y H. Moss (comp.) , Byzantium : An introduction to E ast Roman civilization, Oxford, 1948, pp. 364-5; Dvornik, The Slavs in European h istory and civilization, páginas 142-6.
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tos lo condenaba a una vida m uy breve. A los pocos años de la m uerte de D ušan ya se había vuelto a desintegrar en despotados enfrentados e infantazgos divididos. A aquel E stado le suced ió una últim a poten cia eslava. Durante los cincuenta años de la segunda m itad del siglo XIV le llegó a B osnia e l tu m o de dom inar a lo largo del Adriático, p ero la fe bogom ilita de su dinastía y el carácter electivo de su m onarquía hicieron a esta avanzadilla m ontañosa incapaz de em ular al Im perio serb io que le había precedido. E l enfren tam iento circular en tre Bizancio, Bulgaria y Serbia había term inado, pues, a finales del siglo XIV en una com ún decadencia y regresión. El frágil sistem a estatal de los Balcanes m edievales estaba en crisis general antes de que le sorprendiera la conquista otom ana. Las razones estructurales de la incapacidad de está región para producir una sín tesis feudal indígena ya se han señalado, y la n aturaleza de los abortados E stados búlgaro y serbio se lim ita a subrayarlas. Pues su característica m ás sorprendente, en cualquier perspectiva europea com parada, es su recurrente e im posib le im itación de la autocracia im perial del propio Bizancio. N o pretendían ser reinos, sin o im perios, y sus soberanos n o buscaban cualquier título im perial, sin o el del universal a u to k ra to r grecorrom ano. Y así, los Im perios búlgaro y serbio intentaron copiar el sistem a adm inistrativo intern o de los E stados bizantinos y tom ar p osesión externa de ellos por m edio de la conquista y la sucesión directas. Esa tarea era intrínsecam ente inviable para ellos y condujo fatalm ente a una excesiva extensión política y social: la transición directa de un sistem a de gobierno local tribal a o tro im perial b u rocrático estaba m ás allá de los recursos de cualquier nobleza de la región y, a falta de un s is tem a económ ico urbano o esclavista, n o correspondía a una verdadera infraestructura económ ica. De ahí la ruina recíproca d e la lucha triangular en busca de un dom inio im perial que, en aquellos m om entos, era ya Un anacronism o ilusorio. Pero, al m ism o tiem po, la época en que aquella ruina se consum ó era tam bién la de la depresión gene ral en toda Europa. La docum entación sobre la econom ía rural de los Balcanes durante esta época es todavía dem asiado escasa — debido en parte al posterior arrasam ien to de sus in stitu cion es por los otom anos— para form ular ahora ju icios seguros acerca de sus tendencias internas. Pero aquí, com o en todas partes, las grandes p estes se llevaron tam bién su tributo. C álculos recien tes indican que entre los años 1348 y 1450 se p rod ujo un d escen so dem ográfico global del 25
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por ciento — de unos 6 a 4, 5 m illones de habitantes— en lo que en cualquier caso ya era una región escasam ente poblada42. Por otra parte, tam bién estallaron ahora rebeliones sociales en los B alcanes. De la «Comuna» de T esalónica ya hem os hablado; al m ism o tiem p o que ella se produjo, en el año 1342, una insurrección cam pesina en las llanuras de Tracia contra los terratenientes provinciales de B izancio que allí residían. Kotor y Bar, a orillas del Adriático, fueron escen ario de insurrecciones m unicipales. En Bulgaria, una rebelión popular llevó durante poco tiem po al poder a un usurpador plebeyo en el año 1277, y durante el siglo XIV creció el núm ero de vagabundos y bandidos a m edida que la tierra se concentraba progresivam ente. Las ten sion es de la pretendida construcción del Estado im perial por las diversas aristocracias de la península condujeron naturalm ente a m ayores exacciones fiscales y personales sobre los pobres, que respondieron con recelo y m alestar. Hay que destacar que no se produjo prácticam ente ninguna resisten cia popular en el cam po a la llegada de los otom anos, excepto —lo que es significativo— en las prim itivas fortalezas alpinas de Albania, donde la organización tribal y ciánica im posibilitaba la gran propiedad de la tierra y obstruía la diferenciación social. En B osnia, donde los cam pesinos bogom ilitas habían sido perseguidos de form a esp ecial por la Iglesia católica com o herejes «patarinos» y hechos esclavos por los m ercaderes de V enecia y R a g u sa 43, las m asas rurales y algunos sectores de la nobleza local acogieron con agrado el dom inio turco y se convirtieron en buen núm ero al Islam . Braudel, en efecto, ha escrito de form a categórica: «La conquista turca de los Balcanes pudo llevarse a cabo porque se aprovechó de una pasm osa revolución social. Una sociedad señorial, inexorable para el cam pesino, v ió se sorprendida por el choque y acabó derrum bándose por sí sola. La conquista, que m arca el fin de los grandes terratenientes, es tam bién, desde ciertos puntos de vista, la “liberación de los p ob res”. El Asia M enor fue conquistada pacientem ente, lentam ente, al cabo de siglos de oscuros esfuerzos; la península de los Balcanes n o resistió, por así decirlo, al in v a so r» 44. E sta afirm ación es, sin em bargo, dem asia42 J. C. Russell, «Late mediaeval Balkan and Asia Minor population», The Journal of the Economic and Social H istory of the Orient, III, 1960, páginas 265-74; Population in Europe 500-1500, p. 19. 43 Werner, Die G eburt einer Grossmacht-Die Osmanen, pp. 229-33. 44 F. Braudel, La M éditerranée et le monde m éditerranéen à l’époque de Philippe II, París, 1949, p. 510 [El M editerráneo y el mundo medite-
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do sum aria. En realidad, había pocos signos de un derrum bam iento esp ontáneo o directo del orden social indígena antes de los ataques turcos. La clase noble era en todas partes cada vez más opresora y sus sistem as políticos estaban en crisis. Pero no puede excluirse la posibilidad de una recuperación posterior. El asalto de los otom anos fue lo que destruyó toda posibilidad de un m ayor desarrollo autóctono de los B alcanes. Los cam pos de Maritza y K osovo, en los que cayeron derrotadas las aristocracias búlgara y serbia, se defendieron con ahínco: n o fue un sim ple paseo turco. Por otra parte, una vez que los otom anos infligieron sus golpes decisivos, las precarias estructuras esta tales de los Balcanes carecían de reservas para continuar la lucha contra la invasión islám ica. D espués de que lo s príncipes y nobles locales hubieran sido derrotados, la única posibilidad que quedaba de rechazar la m area turca resid ía en las expediciones defensivas organizadas por el feudalism o occidental para salvar los Balcanes. D esde V iena se enviaron dos cruzadas internacionales, que fueron sucesivam ente aplastadas por los ejércitos otom anos en N icópolis y Varna en los años 1396 y 1444. El feudalism o occidental, sum ido ahora en una com pleta tribulación, ya no era capaz de las victorias de sus prim eros tiem pos. En m ed io de estos desastres, l a Europa sudoriental se unió efím eram en te al destino general del con tin en te antes de alejarse otra vez de form a m á s radical que nunca.
E l m undo m edieval acabó, pues, en una crisis generalizada. Las tierras origin arias del feud alism o de O ccidente y los territorios del este a los que aquél se había extendido o donde fue incapaz de desarrollarse fueron el escenario de profundos p rocesos de rráneo en la época de Felipe II, 2 vols., México, FCE, 1953, I, p. 550]. El contraste de Braudel entre el ritmo de conquista en Asia menor y los Balcanes es equívoco en la medida en que da por supuesto que la variable fundamental era el relativo vigor de la resistencia cristiana. Pues Anatolia fue ocupada gradualmente por soldados de las tribus turcomanas, en oleadas sucesivas de emigración espontánea, mientras que los Balcanes fueron conquistados por un Estado militar altam ente organizado en la nueva form a del sultanato otomano. Con su característica escrupulosidad, Braudel ha rectificado, en la segunda edición revisada de su libro, la última frase del párrafo antes citado, que ahora dice: «parece que la península Balcánica no ofreció resistencia al invasor» (subrayado de Braudel), y añade en una nota que si el estudio realizado por Angelov es correcto, la resistencia búlgara fue más viva de lo que su texto perm ite pensar. Véase La M éditerranée et le monde m éditerranéen à l’époque de Philippe II, París, 1966, II, p. 11.
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d isolución y m u ta ció n socioecon óm ica a principios del siglo XV. E n el um bral de la ép o ca m od erna, cu ando las m urallas d e C onstantinopla cayeron an te los cañones turcos, las consecuencias de e sto s cam bios para el ord en p o lítico de E uropa todavía perm anecían ocultas. Ahora queda p or explorar el desenlace del sistem a de E stad os que recib ió de ella s el ser.