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Lepra

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ILa primera vez que fui a Manicuare tenía dieciséis o diecisiete años. Viajé es un verbo muy grande para un trayecto tan corto con un grupo de amigos y amigas de un grupo cultural-político a la celebración de un aniversario más del nacimiento del poeta Cruz María Salmerón Acosta. No recuerdo si nos invitaron o la iniciativa partió de nosotros, pero en todo caso nos encontramos allá con los miembros de Grupo Cultural Cruz Salmerón Acosta, quienes, a pesar de tener nuestra edad, de alguna manera parecían mayores y más serios, estudiantes del último año de bachillerato o recién salidos del liceo.

También fue la primera vez que crucé el golfo de Cariaco. La distancia que media entre Cumaná y Manicuare es apenas de cinco o seis kilómetros. Esos breves kilómetros pueden hacerse largos cuando se viaja en un frágil bote que de vez en cuando recibe el fuerte golpe de una ola en el costado y lo estremece todo y alguna señora mayor clama al cielo y se santigua. Pero casi nunca pasa nada malo. Y el paisaje es de una belleza sobrecogedora. A la que edad que tenía entonces, todo lo que se hace por primera vez es emocionante, magnífico, cada cosa es un descubrimiento, y eso fue para mí cruzar el golfo y llegar a Manicuare. El muelle precario, las calles de tierra, las aguas negras buscando el mar, eso importaba muy poco.

Confieso que no sabía nada de Salmerón Acosta en ese primer viaje. Ni siquiera había leído «Azul», su poema más famoso.

Fuimos a la casa de su familia. Aún vivía uno de sus hermanos, y nos reunimos alrededor de aquel anciano que parecía frágil y triste a escucharle contar algunas anécdotas del poeta y de su familia. Luego subimos un pequeño cerro detrás de la casa familiar hasta la que ocupó el poeta en sus últimos años, la pequeña vivienda que le permitió estar cerca y lejos de su familia, aislado del pueblo pero no inaccesible. Un cuarto con una vista extraordinaria hacia el golfo, el cielo y el mar, y Cumaná.

Había una luz purísima por todas partes. El sol es una presencia casi sobrenatural en Manicuare, y aún más en aquella elevación.

Más tarde nos dirigimos a un acto en la plaza dedicada al poeta, donde hay un busto en su honor. Se hizo una semblanza algo grandilocuente de su vida y comencé a comprender que el poeta era una especie de santo secular de la población. Miembros del Grupo Cultural representaron, ataviados como patiquines caraqueños de los años 20 del siglo pasado, episodios de su vida. Su vida, su pasión, su tormento, su muerte, sus milagros. La gente asistía emocionada a un acto que conocía de memoria. Los niños recitaban sus poemas.

El calor ya era una tortura, una garra sobre las cabezas de visitantes y locales, pero nadie se quejaba, nadie se fue hasta que se dijeron las últimas palabras.

Regresamos a mitad de la tarde, cuando el golfo ya estaba un poco más agitado, pero nos distraíamos con

los delfines que entonces abundaban y ahora parecen haber desaparecido.

No solo recordamos mal lo que hemos vivido; recordamos peor lo que pensamos o sentimos sobre lo vivido, sin embargo estoy casi seguro de que entendí poco de lo que significaba el poeta de Manicuare para su gente y para la literatura venezolana, aunque sí tuve más que un atisbo de su tragedia, de su dolor y su fortaleza. Aquella tragedia humana que se desplegó esa mañana y ese mediodía de manera fragmentaria, arbitraria, llena de buenas intenciones, honesta, exaltada, ingenua, tocó en mi interior una pequeña llama que ha permanecido encendida y que me ha ayudado en ciertos momentos a descifrar un camino incierto.

Más de cuatro décadas después de aquel primer contacto con la poesía y la vida de Cruz María Salmerón Acosta, Lepra, este libro de Alberto Hernández, me lleva a simas más profundas de comprensión (me resisto a usar la palabra por el regusto excesivamente racional que tiene, pero no encuentro otra que acoja a la vez el sentido intelectual y el anímico) que solo había llegado a avizorar a pesar de la «larga frecuentación», para usar una expresión de Jorge Luis Borges, del poeta de Manicuare.

María Salmerón Acosta se llama a sí mismo «Un pobre poeta que casi no existe», al parecer refiriéndose a una expresión despectiva de Andrés Eloy Blanco, a quien está dedicado el poema, que es un saludo y homenaje

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