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BIOCOMBUSTIBLES
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La Ciencia para Todos En 1984 el Fondo de Cultura Económica concibió el proyecto editorial La Ciencia desde México con el propósito de divulgar el conocimiento científico en español a través de libros breves, con carácter introductorio y un lenguaje claro, accesible y ameno; el objetivo era despertar el interés en la ciencia en un público amplio y, en especial, entre los jóvenes. Los primeros títulos aparecieron en 1986 y, si en un principio la colección se conformó por obras que daban a conocer los trabajos de investigación de los científicos radicados en México, diez años más tarde la convocatoria se amplió a todos los países hispanoamericanos y cambió su nombre por el de La Ciencia para Todos. Con el desarrollo de la colección, el Fondo de Cultura Económica estableció dos certámenes: el concurso de lectoescritura “Leamos La Ciencia para Todos”, que busca promover la lectura de la colección y el surgimiento de vocaciones entre los estudiantes de educación media, y el Premio Internacional de Divulgación de la Ciencia Ruy Pérez Tamayo, cuyo propósito es incentivar la producción de textos de científicos, periodistas, divulgadores y escritores en general cuyos títulos puedan incorporarse al catálogo de la colección. Hoy, La Ciencia para Todos y los dos concursos bienales se mantienen y aun buscan crecer, renovarse y actualizarse, con un objetivo aún más ambicioso: hacer de la ciencia parte fundamental de la cultura general de los pueblos hispanoamericanos.
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Comité de selección de obras
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Dr. Antonio Alonso Dr. Francisco Bolívar Zapata Dr. Javier Bracho Dr. Juan Luis Cifuentes Dra. Rosalinda Contreras Dra. Julieta Fierro Dr. Jorge Flores Valdés Dr. Juan Ramón de la Fuente Dr. Leopoldo García-Colín Scherer (†) Dr. Adolfo Guzmán Arenas Dr. Gonzalo Halffter Dr. Jaime Martuscelli Dra. Isaura Meza Dr. José Luis Morán López Dr. Héctor Nava Jaimes Dr. Manuel Peimbert Dr. José Antonio de la Peña Dr. Ruy Pérez Tamayo Dr. Julio Rubio Oca Dr. José Sarukhán Dr. Guillermo Soberón Dr. Elías Trabulse
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Joaquín Pérez Pariente
BIOCOMBUSTIBLES
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Sus implicaciones energéticas, ambientales y sociales
La Ciencia para Todos / 240
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Primera edición 2016 Primera edición electrónica, 2016 La Ciencia para Todos es proyecto y propiedad del Fondo de Cultura Económica, al que pertenecen también sus derechos. Se publica con los auspicios de la Secretaría de Educación Pública y del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
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Hecho en México - Made in Mexico
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ÍNDICE
Prólogo I. Factores que condicionan el desarrollo de fuentes de energía alternativas Una breve introducción histórica El escenario energético mundial Reservas y consumo de energía fósil. Perspectivas de agotamiento del petróleo El escenario ambiental. Emisiones de gases de efecto invernadero El escenario legislativo II. Combustibles sintéticos obtenidos a partir de fuentes distintas del petróleo y de la biomasa El refinamiento del petróleo Transformación del carbón y el gas natural en combustibles líquidos. El proceso Fischer-Tropsch Los inconvenientes del proceso de transformación del carbón en hidrocarburos líquidos Obtención de gasolina a partir de metanol ¿Una vía no contaminante para la obtención de gasolina a partir del metanol?
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III. Qué son y cómo se obtienen los biocombustibles Biocombustibles gaseosos Biocombustibles líquidos IV. Sostenibilidad de los biocombustibles. Balances de emisiones de gases de efecto invernadero y de energía Los agrocombustibles en la Unión Europea Producción de etanol a partir de residuos agroforestales Análisis del ciclo de vida de los biocarburantes. Balance de emisiones de gases de efecto invernadero Balance de energía del proceso de producción de los biocombustibles Competencia entre agrocombustibles y alimentos por el uso de la tierra fértil Las microalgas como fuente de biodísel y el problema del fósforo. Una falsa solución a la pugna por la tierra Las verdaderas causas de las políticas de estímulo a la producción de biocombustibles. Algunos casos de estudio Agrocombustibles y procesos de acaparamiento de tierras Conclusiones Anexo. Unidades Glosario Bibliografía
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A mi familia, y a todos aquellos que no quieren cambiar un árbol por un paraguas
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PRÓLOGO
Nuestra civilización se ha edificado, desde hace aproximadamente un siglo y medio, sobre la disponibilidad de fuentes de petróleo abundantes y fáciles de extraer. Pero esos cimientos ya no son tan sólidos como se pensaba, porque nuestra demanda de petróleo a escala planetaria es tan grande que las nuevas reservas que se descubren no son capaces de satisfacerla. En ese escenario, el petróleo escaseará cada vez más, lo que sin duda causará un continuo aumento de su precio. A esa amenaza real para la supervivencia de la civilización, tal como la conocemos ahora, se le ha añadido más recientemente otra no menos preocupante: la combustión del petróleo junto con la de las otras dos fuentes de energía fósil —el carbón y el gas natural—, da lugar a la emisión hacia la atmósfera de ingentes cantidades de gases de efecto invernadero, a los que se atribuye el aumento de la temperatura media del planeta que está teniendo lugar desde mediados del siglo XIX aproximadamente. Este fenómeno de calentamiento global tendrá consecuencias sobre las condiciones climáticas, que afectarán necesariamente el desarrollo de nuestra civilización, que dispone cada vez de menos tiempo para adaptarse de manera razonable a esos cambios bruscos. La convergencia en el tiempo de esos dos fenómenos: escasez de petróleo y cambio climático, es la causa principal por la que se necesita desarrollar combustibles alternativos para el transporte que no sólo no dependan del petróleo, sino tampoco del carbón ni del gas natural. Una de las opciones, que se están poniendo en práctica desde hace ya algunos años en diversos países, es la utilización de combustibles obtenidos de la biomasa, denominados biocombustibles, con el objetivo de sustituir con ellos, de manera progresiva, los combustibles obtenidos de fuentes fósiles y, muy en particular, los carburantes líquidos. En la práctica, esos dos biocombustibles son el etanol, obtenido de cultivos como el maíz o la caña de azúcar —que se utiliza en lugar de la gasolina—, y el denominado biodísel, obtenido a partir de aceites vegetales que provienen de cultivos como la soya, la colza o la palma aceitera, que es un sustituto del dísel. Ambos biocombustibles provienen, por lo tanto, de cultivos específicos que se destinan a su producción, y por esa razón es preferible denominarlos agrocombustibles. Los biocombustibles se han introducido en la vida cotidiana de muchos países occidentales, y también de los que están en vías de desarrollo, porque ya se utilizan en los automóviles y en otros medios de transporte colectivo, sustituyendo parcial o, en algunos casos, totalmente a los carburantes tradicionales derivados del petróleo. El argumento más extendido a favor del uso de los agrocombustibles, desde el punto de
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vista ambiental, es que su consumo no produce emisiones de dióxido de carbono, porque la cantidad de éste, que se emite durante su combustión, es la misma que la de la planta de la que se obtiene fija durante su crecimiento. Es decir, se llega a un balance cero de emisiones. Sin embargo, son cada vez más numerosas las voces que cuestionan esta visión simplista en el asunto de las emisiones y señalan, además, que al fin y al cabo los agrocombustibles requieren ingentes cantidades de productos vegetales que también son alimentos, compitiendo por lo tanto con la disponibilidad de éstos, en un mundo en el que buena parte de la población apenas consigue alimentarse de manera satisfactoria, cuando no pasa hambre. ¿Cuál es la realidad de los biocombustibles respecto de su viabilidad como alternativa energética aceptable desde el punto de vista de su sostenibilidad, es decir, que no comprometan la seguridad alimentaria y que no perjudiquen el medio ambiente? Este ensayo se propone ofrecer un conjunto de materiales cuyo análisis conduce a encontrar una respuesta a esa pregunta. Su objetivo es examinar la realidad práctica de los biocombustibles aquí y ahora, su contribución real para mitigar las emisiones de gases de efecto invernadero, su potencial real para constituirse en una fuente verdaderamente alternativa a los combustibles derivados del petróleo y su impacto real en la competencia con la producción de alimentos. El análisis de todos esos aspectos sólo puede realizarse teniendo en cuenta el proceso completo de la producción de los agrocombustibles; es decir, desde que se inicia el cultivo de las plantas de las que se obtiene la materia prima con la que se fabrica el biocombustible, hasta que éste está listo para ser utilizado en un vehículo. A pesar de que parece razonable y hasta necesario que el estudio del impacto energético, ambiental y social de los biocombustibles parta de esa premisa de análisis global del proceso, son escasos los estudios que así lo hacen, reducidos casi todos a los ambientes académicos y sólo disponibles en publicaciones especializadas. Este ensayo nace con la intención de ofrecer una visión de conjunto del problema, que sea asequible para un lector medio no especializado, interesado sin embargo en adquirir los conocimientos necesarios que le permitan formarse una opinión sobre un asunto de tanta trascendencia como es la propuesta de quemar alimentos —porque de eso se trata al fin y al cabo— en los motores de millones de vehículos que circulan o que se pretende a toda costa que circulen por nuestras carreteras. El ensayo está estructurado en cuatro capítulos. En el primero, tras una breve introducción histórica, se presentan los escenarios energético, ambiental y legislativo sobre los que se asientan las propuestas de uso de los biocombustibles. En el segundo se analizan las distintas alternativas que existen para obtener carburantes sintéticos de fuentes distintas del petróleo y de la biomasa. El tercer capítulo describe la naturaleza y las propiedades de los biocombustibles y los procesos mediante los que se obtienen. Esos tres capítulos sirven de base para el cuarto, en el que se tratan con detalle los impactos energéticos y ambientales que condicionan la sostenibilidad de los biocombustibles, tomando como punto de partida del análisis los supuestos beneficios que se les atribuyen. No todos los aspectos han sido tratados con igual profundidad, y varios de ellos se podrían haber expuesto de manera más extensa, pero el objetivo de este libro no es tanto acumular información como analizar la que existe
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para extraer las correspondientes consecuencias. Aunque el estudio está centrado en aspectos científicos y técnicos, no por ello se han obviado las graves consecuencias sociales que sufren numerosos países en vías de desarrollo como resultado de las políticas de estímulo al uso de los biocombustibles implementadas en los países desarrollados.
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I. Factores que condicionan el desarrollo de fuentes de energía alternativas
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UNA BREVE INTRODUCCIÓN HISTÓRICA La evolución de la especie humana ha estado asociada desde sus orígenes al empleo de recursos energéticos provenientes de su entorno natural, es decir, de la biósfera.1 De ello es ejemplo el uso de la energía humana o la de los animales para la realización de múltiples labores, o el de la madera como combustible. En el primer caso, una parte de la energía química contenida en los alimentos se utiliza en el metabolismo de seres humanos y animales, lo que hace posible que nos sostengamos sobre nuestras extremidades, que nos desplacemos o que realicemos distintas labores que conllevan un trabajo mecánico. En el segundo, la energía química contenida en la madera se transforma en calor y luz durante su combustión, pero el origen último de esa energía se encuentra en la radiación solar que desencadenó el proceso de fotosíntesis durante la vida del árbol del que se obtuvo esa madera. Por lo tanto, desde una perspectiva energética, todos los seres vivos, incluidos los seres humanos, somos hijos del Sol, la principal fuente de energía externa al planeta que alimenta la biósfera, que se complementa con la energía proveniente del interior de la Tierra. Los seres humanos han aprovechado desde hace milenios esos procesos de conversión de un tipo de energía en otro para sus propias necesidades, y esas transformaciones han caracterizado de manera indeleble a las diferentes civilizaciones que han existido en nuestro planeta; es más, la evolución de las sociedades humanas ha estado estrechamente ligada a cambios en la naturaleza de las fuentes de energía dominantes en cada periodo de esa evolución. Pensemos en las sociedades clásicas, en las que la principal fuente de energía mecánica provenía de los animales y los esclavos. Admiramos el fruto de la creatividad humana en los restos legados por antiguas civilizaciones ya extinguidas, pero no olvidemos que la construcción de cada pirámide que se yergue en los desiertos de Egipto o en las selvas de Centroamérica ha requerido una enorme cantidad de energía humana, mano de obra esclava en su mayoría. Los avances tecnológicos que permitieron el aprovechamiento de una fuente de energía primaria como el viento, con la invención y la mejora del velamen, hicieron posibles los viajes marítimos a largas distancias, impensables si la única manera de propulsar un barco hubiera sido mediante remos, es decir, utilizando la energía humana. Ello permitió aumentar enormemente el tamaño y la carga útil de los buques, la columna vertebral de los grandes
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imperios marítimos que han existido. Además de servir como medio de propulsión de los barcos, el viento también se ha aprovechado como fuente de energía primaria, transformándose en energía mecánica en los molinos, igual que la energía de las corrientes de agua de los ríos ha servido para impulsar diversos artefactos que transforman la energía cinética y potencial del agua en energía mecánica. Pero esas fuentes de energía, con toda la potencia que son capaces de desarrollar, tienen una gran limitación, y es que escapan por completo al control del ser humano. Podemos desarrollar ingeniosos sistemas para incrementar el aprovechamiento de la fuerza del viento cuando éste existe, pero no podemos provocar que el viento sople. La única energía mecánica independiente de factores ambientales de la que hasta hace aproximadamente tres siglos hemos podido disponer es la nuestra propia o la de los animales, pero ambas tienen obvias limitaciones, como se acaba de exponer. Sin embargo, tenemos a nuestro alcance una fuente particular de energía química, una energía que podemos transportar de un lugar a otro en cantidades sólo limitadas por nuestra capacidad de recolección y transporte, que podemos utilizar y transformar a voluntad en energía térmica y luminosa mediante su combustión, y que, a escala de la civilización humana, es independiente de factores ambientales: se trata de la madera. El uso de la madera y el carbón vegetal derivado de ella hizo posible el nacimiento de la cerámica, de la metalurgia y, en una medida considerable, también de las grandes construcciones basadas en materiales pétreos. Además de la madera, se han utilizado también otros productos capaces de arder a temperaturas suficientemente elevadas, es decir, de transformar su energía química en calorífica o lumínica, como el sebo, la cera de abejas o los aceites vegetales, mucho más limitados en cuanto a cantidad disponible, y, por esa razón, usados casi exclusivamente para iluminación. Ese conjunto de materias tiene un origen biológico, es producto de la actividad de seres vivos, y por ese motivo se integra a lo que se denomina biomasa, entendiendo por tal el conjunto formado por toda la materia de naturaleza biológica que existe en la biósfera de nuestro planeta, ya sea vegetal o animal, incluidos los microorganismos. Se ha utilizado antes la expresión “energía primaria”, y conviene definirla con claridad para comprender mejor lo que sigue. Se denomina energía primaria a toda fuente de energía que existe en la naturaleza antes de transformarse en otra. El petróleo, el carbón, el gas natural son fuentes energéticas primarias, igual que la energía nuclear, la proporcionada por el viento o la energía solar. No obstante, con el fin de cuantificar adecuadamente las distintas fuentes de energía y poder comparar unas con otras, en algunos casos se considera energía primaria a aquella que proviene de la primera transformación de una fuente energética natural. Es fácil comprender la razón de lo anterior con un ejemplo, como el de los generadores de energía eléctrica movidos por el viento, los aerogeneradores que utilizan la energía eólica. Es muy sencillo determinar la energía eléctrica producida por un aerogenerador en el transcurso de un determinado periodo, pongamos por caso un año, pero ¿cómo mediríamos la energía asociada
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al viento que ha soplado en el entorno del aerogenerador en el transcurso de ese año, de la cual sólo una parte es aprovechada por el sistema para producir electricidad? Algo similar ocurre en el caso de la energía fotovoltaica (aunque en este caso se podría determinar con bastante fiabilidad la energía solar total que incide sobre una superficie determinada del suelo en el transcurso de un año) o en las centrales hidroeléctricas, en los que se considera como energía primaria, para efectos de balances de energía, la energía eléctrica que producen. La primera gran revolución tecnológica en el campo de la energía consistió precisamente en el descubrimiento de la manera de convertir la energía química en energía mecánica, y el dispositivo capaz de lograrlo fue la máquina de vapor, inventada en el siglo XVIII.2 Esencialmente, se trata de un sistema de transformación de energía térmica de origen químico, producida por la combustión de madera, por ejemplo, en energía mecánica, el primer sistema que haya existido nunca capaz de realizar esa transformación. Por primera vez en la historia, la humanidad dispuso de un sistema de producción de energía mecánica independiente de la tracción animal o humana, o de factores ambientales, y en eso radica la enorme trascendencia de esta invención. La máquina de vapor es capaz de producir una gran cantidad de energía mecánica, pero necesita para ello consumir grandes cantidades de energía primaria. Por este motivo, el empleo eficaz de ese sistema llevó consigo, simultáneamente, el uso de una fuente de energía primaria con mayor energía por unidad de masa y de volumen que la madera: el carbón de origen fósil. Así, la invención de la máquina de vapor trajo consigo una enorme demanda de ese nuevo tipo de fuente de energía primaria, escasamente utilizado hasta entonces. Pero no sólo fue este factor técnico el que favoreció el uso del carbón en lugar de la madera para alimentar las máquinas de vapor. En efecto, las enormes cantidades de madera que había que quemar en las calderas de las otrora poco eficientes máquinas de vapor produjo una verdadera escasez de ese combustible en muchas regiones europeas, causando una marcada deforestación, que se añadía a la que se venía produciendo desde hacía siglos debido a la expansión de la agricultura, de la ganadería y de la población. En realidad, la acelerada deforestación que se produjo en los países europeos a partir del siglo XVIII tendría su equivalente hoy en día en la que tiene lugar en numerosos países en vías de desarrollo, que intentan satisfacer la creciente demanda de alimentos de su población reconvirtiendo regiones arboladas en terrenos de cultivo o pasto, un proceso agravado por el uso masivo de madera como combustible. La máquina de vapor tiene otra característica importante, que la diferenciaba de todo lo que había existido hasta entonces en cuanto a medios para producir energía mecánica: produce mucha mayor densidad de energía, no sólo en términos de energía producida por unidad de tiempo —es decir, de potencia— sino también en lo que se refiere a energía producida por dispositivo o por unidad de peso o volumen del dispositivo. Es decir, una única máquina de vapor es capaz de realizar el mismo trabajo que varias decenas o cientos de animales de tiro, pero requiere un espacio mucho menor. Esa característica, su alta densidad de energía, permitió realizar tareas que antes sólo se podían abordar con gran dificultad o eran imposibles
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empleando tracción animal. Esta circunstancia revolucionó los métodos de transporte y condujo al nacimiento, en el siglo XIX, de uno totalmente nuevo: el ferrocarril, además de transformar de manera radical el transporte marítimo y fluvial al independizarlo de la existencia de viento. Ello favoreció la construcción de buques de un tonelaje muy superior al conocido hasta entonces e hizo posible la navegación en condiciones meteorológicas desfavorables para los barcos impulsados por velas. La implementación masiva de la máquina de vapor en numerosos procesos industriales constituyó el factor esencial de lo que se conoce como Revolución industrial, que se inició en el siglo XVIII pero que se desarrolló con toda su fuerza a lo largo del siglo XIX. El otro aspecto relevante en la historia de la tecnología energética introducido durante ese último siglo fue el descubrimiento y la aplicación industrial de sistemas de transformación de la energía mecánica en energía eléctrica. La energía eléctrica puede considerarse un sistema eficaz de transporte de la energía producida en las máquinas de vapor o en las centrales hidroeléctricas, que además puede reconvertirse en energía mecánica a pequeña escala mediante los motores eléctricos, o transformarse de nuevo directamente en energía térmica o luminosa. La introducción masiva de la energía eléctrica constituyó por sí misma una gran revolución tecnológica, que hizo posible, con el correr del tiempo, la introducción de numerosos equipamientos tecnológicos en los hogares. No obstante, este hecho no debe hacernos olvidar que la principal fuente de energía primaria empleada durante todo el siglo XIX y comienzos del siglo XX fue el carbón fósil. El gas que comenzó a usarse en las ciudades europeas en el alumbrado público, desde comienzos del siglo XIX, también se obtenía del carbón mineral mediante su destilación; es decir, su tratamiento a alta temperatura en ausencia de aire, lo mismo que el residuo de la destilación —el coque, una sustancia muy rica en carbono—, encontraba aplicaciones importantes en la industria siderúrgica dedicada a la producción de hierro y acero, los otros elementos esenciales de la Revolución industrial. En las últimas décadas del siglo XIX tuvieron lugar varios descubrimientos científicos e invenciones que sentaron las bases de las nuevas tecnologías energéticas del siglo XX. El primero de ellos lo constituyen los vehículos autónomos propulsados por un combustible, es decir, la transformación directa de energía química en mecánica, sin utilizar vapor de agua como mediador, como ocurría en la máquina de vapor. El primer vehículo de esas características fue desarrollado por el ingeniero francés Jean Lenoir en 1863, y utilizaba una mezcla explosiva de aire y gas. No obstante, la patente del primer motor de cuatro tiempos, el ancestro directo de los modernos motores de combustión interna, se debe al también ingeniero francés Alphonse E. Beau de Rochas en 1861. Esos primeros automóviles experimentaron en las décadas siguientes continuas mejorías técnicas que permitieron tanto incrementar la potencia del motor como reducir el enorme consumo de combustible de los modelos primitivos. Al igual que ocurrió en el siglo anterior con la máquina de vapor, que requería para su funcionamiento el consumo de un combustible hasta entonces poco utilizado, el carbón, el nuevo motor térmico, necesitaba grandes cantidades de un nuevo combustible, esta vez el
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petróleo. Existen en diversos lugares de la superficie terrestre afloramientos de petróleo que han permitido que este producto haya sido conocido y utilizado ya desde la Antigüedad (se le menciona en textos de la cultura asiria del siglo VII a.C.). No obstante, los comienzos de la moderna industria del petróleo datan de 1859, con la apertura de los campos petrolíferos de Pensilvania, en los Estados Unidos.3 Inicialmente, el petróleo se utilizaba sobre todo para iluminación, sustituyendo al sebo, la cera de abeja y los aceites vegetales, ya que era más barato y proporcionaba una luz mucho más clara. Para este fin no se utilizaba el petróleo bruto, que es una mezcla compleja de diversos hidrocarburos, sino uno de los productos que se obtenían de su destilación: el queroseno, mediante la cual también se obtenían aceites lubricantes y ceras parafínicas.4 El líquido que destila a menor temperatura que el queroseno es esencialmente la gasolina, que era por lo tanto en aquellos primeros tiempos un subproducto de la destilación del petróleo de poca utilidad, y además muy volátil e inflamable, lo que a menudo originaba incendios en las destilerías. La industria del petróleo exhibió un veloz desarrollo desde el momento de su nacimiento, poniendo a disposición de la naciente industria del automóvil, a finales del siglo XIX, grandes cantidades de gasolina a un precio muy bajo. El gran incremento que experimentó la producción de vehículos de transporte a partir de entonces sustituyó la demanda de combustible para iluminación como motor de la industria petrolífera, cuyo desarrollo estuvo dedicado a partir de entonces a satisfacer la creciente demanda de combustibles para los distintos tipos de vehículos, automóviles, camiones, trenes, barcos, aviones, etc. El petróleo además tiene otra característica destacable desde el punto de vista energético, y es que posee una densidad de energía que es de al menos el doble que la del carbón; esto es, un kilogramo de petróleo crudo libera en su combustión el doble de energía que un kilogramo de carbón. Este concepto, densidad de energía, es de gran importancia a la hora de comparar el rendimiento energético de distintos tipos de combustibles, y existen notables diferencias en la energía almacenada por unidad de peso entre diferentes combustibles líquidos, como lo refleja el cuadro I.1. Las diferencias de densidad de energía que existen entre los alcoholes como el etanol y el metanol, por un lado, y la gasolina o el gasóleo, por otro, se deben a que los primeros contienen, además de carbono e hidrógeno, oxígeno, que no contribuye a la liberación de calor cuando se queman. Cuanto mayor es la proporción en peso de oxígeno que tienen, menor es su poder calorífico; por eso es menor el del metanol que el del etanol.5 Por una razón similar el poder calorífico de la madera, que contiene oxígeno y agua, es la mitad que el del carbón vegetal, que está constituido casi exclusivamente por carbono. La densidad de energía es un concepto muy importante a la hora de comparar adecuadamente los combustibles fósiles con los biocombustibles, biodísel y etanol, porque ambos tienen un poder calorífico inferior al del gasóleo y la gasolina, respectivamente.
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CUADRO I.1. Densidad de energía de combustibles, expresada en millones de juliosa (MJ) por kilogramo (kg)
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a El julio (también se puede escribir joule en español) es la unidad de medida de la energía en el Sistema Internacional. Recibe su nombre del físico británico James Prescott Joule (1818-1898). b El bagazo es el residuo leñoso de la caña de azúcar que queda después de extraer su jugo.
El siguiente episodio de la revolución energética del siglo XX tenemos que buscarlo también a finales del XIX, en las investigaciones emprendidas en diversos laboratorios europeos para determinar la naturaleza de las radiaciones emitidas por la materia sometida a tratamientos físicos particulares. Pocos meses después del descubrimiento de los rayos X, en marzo de 1896, el físico francés Henri Becquerel descubrió la primera prueba experimental de la existencia de la radiactividad asociada a los minerales de uranio. Ése fue el punto de partida de las investigaciones de la tesis de doctorado de Marie Curie, supervisada por su esposo Pierre Curie, que desembocaría en el descubrimiento de nuevos elementos químicos radiactivos, el polonio y el radio, y en la determinación de la naturaleza de las radiaciones emitidas por ambos. Esos descubrimientos le valieron a Marie Curie el premio Nobel de física en 1903, compartido con su esposo y con Becquerel, y el de química en 1911, ya en solitario.6 A partir de esos estudios pioneros, las investigaciones acerca de las propiedades del núcleo atómico que se desarrollaron a lo largo de la primera mitad del siglo XX desembocaron en la puesta en marcha, en 1957, en los Estados Unidos, de la primera planta comercial para
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producir energía eléctrica a partir de energía nuclear, con una potencia de 60 megavatios. En este tipo de centrales, la energía térmica liberada en los procesos de fisión de núcleos de uranio se transforma en energía eléctrica; se trata, por lo tanto, de centrales térmicas en las que el calor proviene de procesos nucleares y no de la combustión de gas natural o carbón. El material radiactivo que alimenta las centrales, el isótopo7 del uranio-235, posee una densidad de energía varios órdenes de magnitud mayor que la de combustibles como el petróleo, el gas natural o el carbón: un solo gramo de uranio suministra tanta energía como varias toneladas de combustibles fósiles comunes. A esa primera central nuclear le siguieron otros centenares distribuidas en diferentes países, pero a pesar de lo anterior los combustibles fósiles siguen siendo, incluso en la actualidad, la principal fuente de energía primaria para la producción de energía eléctrica a escala mundial, aunque su contribución varía notablemente de un país a otro; de hecho, la mayoría de los países no dispone de centrales nucleares, mientras que, en el extremo opuesto, un país como Francia obtiene casi la totalidad de su energía eléctrica de ese tipo de centrales. Los nuevos tipos de energía primaria cuyo consumo se ha ido introduciendo a lo largo del tiempo han desplazado sólo parcialmente a las energías ya existentes, de manera que esa evolución histórica ha conducido a la situación actual, en la que coexisten distintos tipos de energías primarias, con pautas de evolución diferenciadas, que además presentan una distribución geográfica muy desigual, asociada básicamente al nivel de desarrollo de los diferentes países. Así, mientras en los que podemos llamar desarrollados el consumo de energía proveniente de la biomasa es muy reducido, en otros, como los pertenecientes al África subsahariana, constituye aún la principal fuente energética.
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EL ESCENARIO ENERGÉTICO MUNDIAL El consumo total de energía en el mundo ha experimentado un enorme incremento desde mediados del siglo XIX aproximadamente, como se muestra en la Figura I.1. Ese crecimiento se debe sólo en parte al aumento de la población mundial, ya que ésta se ha multiplicado casi por cinco desde finales del siglo XIX hasta alcanzar los 7 000 millones de habitantes actuales, mientras que el consumo de energía ha aumentado unas 50 veces en ese mismo periodo. Es decir, el consumo de energía aumenta mucho más rápidamente de lo que lo hace la población, lo que significa que asistimos a un continuo incremento de la cantidad de energía que como media consume cada habitante del planeta, lo que constituye una característica básica del desarrollo económico de las sociedades modernas. Nuestras sociedades son grandes devoradoras de energía. No obstante, existen diferencias en el consumo de energía por habitante entre distintos países, no sólo de naciones desarrolladas respecto a las que están en vías de desarrollo, sino incluso entre los propios países desarrollados, por lo que ese parámetro no siempre está relacionado con la riqueza económica de un país, expresada, por
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ejemplo, en términos de su producto interior bruto por habitante, y eso es una consecuencia de las diferencias entre los respectivos modelos socioeconómicos y la eficiencia en el uso de la energía. Estados Unidos tiene el dudoso privilegio de ocupar el primer lugar del mundo en consumo de energía por habitante, que es más del doble de la que corresponde a un ciudadano de la Unión Europea.
Figura I.1. Evolución del consumo de energía en el tiempo. Tomando como referencia los datos correspondientes al año 2010, las curvas representan, de arriba abajo: petróleo, carbón, gas natural, biomasa (incluidos biocombustibles), nuclear y solar + eólica + geotérmica. 1 exajulio = 10 18 julios = 10 12 MJ. Un exajulio equivale a la energía de 23.9 x
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10 6 toneladas de petróleo. (Fuente: The Oil Drum.)
Por lo tanto, no siempre un mayor consumo de energía indica un mayor grado de bienestar o de desarrollo. Pensemos, por ejemplo, en el consumo de gasolina de un automóvil de gran cilindraje comparado con otro de menor potencia, cuando ambos pueden transportar el mismo número de pasajeros a la misma distancia en tiempos comparables; de la misma manera, la eficiencia energética del transporte por ferrocarril es muy superior a la del transporte por carretera, en términos de unidad de energía requerida para transportar una unidad de carga, por ejemplo, la energía necesaria para transportar una tonelada de material, o un pasajero. Con el fin de comparar adecuadamente entre sí las diferentes fuentes de energía, es necesario expresar en las mismas unidades su contenido energético, y una de las unidades más ampliamente utilizadas es la tonelada equivalente de petróleo, expresada de manera abreviada como tep (en inglés, toe). El contenido energético de una tonelada de petróleo equivale aproximadamente al de dos toneladas de carbón común, o al de 1 000 m3 de gas natural. A escala mundial, según se representa en la Figura I.2, el petróleo representa aproximadamente un tercio del total de energía primaria consumida; el carbón y el gas natural, casi una cuarta parte cada uno, y el resto se distribuye entre la energía nuclear y las llamadas energías renovables, entre las que se encuentran la energía solar, la energía eólica, la energía
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eléctrica proveniente de centrales hidroeléctricas, y la energía de la biomasa, entre las que se hallan los biocombustibles. Se utiliza la expresión “energías renovables” para denominar aquellas que se encuentran en la naturaleza en cantidades prácticamente inagotables, o bien que se pueden regenerar por medios naturales. La mayoría de las energías consideradas renovables dependen directa o indirectamente del Sol, y por lo tanto son fuertemente dependientes de factores climáticos. Conviene no olvidar un aspecto de la definición de energía renovable al que a menudo no se presta la suficiente atención, y es la necesidad de que para considerar como renovable una fuente de energía, ésta tiene que poder renovarse por medios naturales. Éste es un aspecto clave a la hora de valorar adecuadamente la conveniencia del empleo masivo de energías que no tienen un origen fósil, y que en principio se consideran renovables.
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FIGURA I.2. Distribución del consumo de energía primaria a nivel mundial. (Fuente: Agencia Internacional de la Energía.)
Hemos hecho referencia antes al consumo masivo de madera en los inicios de la Revolución industrial, o al que tiene lugar en muchas regiones del mundo incluso hoy en día, cuya consecuencia más visible es una acelerada deforestación, ya que se consume la madera a mucho mayor velocidad de la que el bosque de la que se extrae puede regenerar. De esa manera, no se respeta el principio que hace que una energía sea renovable y, por lo tanto, en esas condiciones, la energía procedente de la biomasa no lo sería. A lo largo de este estudio veremos que esa circunstancia se produce con demasiada frecuencia; es más, constituye prácticamente la norma en lo que se refiere a los biocombustibles. Sería necesario considerar con mayor atención la relación que mantiene nuestra civilización como consumidora de materia viva de la biósfera, con el medio de la que la obtenemos. Con frecuencia los ritmos de crecimiento de la materia viva imponen un límite físico a nuestra capacidad de asimilar esa materia; es decir, el propio sistema natural regula nuestro apetito
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por ella. Pensemos, por ejemplo, en la manera en que tradicionalmente se han tratado los rebaños de animales: ningún propietario de una cabaña de ganado en su sano juicio sacrifica a todos los animales para vender su carne, a pesar del beneficio económico inmediato que podría obtener, porque sabe que necesita al menos mantenerla, cuando no aumentarla, de manera que los animales sólo se utilizan, por así decirlo, consumiéndolos o vendiéndolos, en la medida en que nacen animales suficientes para, al menos, sustituir a los desaparecidos por un motivo u otro. Es más, el rebaño sólo crece si nacen y sobreviven más animales de los que desaparecen. En este ejemplo, el ganadero sabe perfectamente que un sacrificio excesivo de animales puede hacer desaparecer la cabaña entera. Pero ¿qué ocurre cuando se explota en exceso un bosque para obtener madera, o se deforesta para replantar otro tipo de especie vegetal utilizada como combustible, por ejemplo? La respuesta a escala local es sencilla: no ocurre nada o, mejor dicho, no ocurre aparentemente nada; podemos seguir respirando de la misma manera como lo hacíamos cuando existía el bosque, seguirá lloviendo como lo hacía, y si no es así, siempre lo podemos atribuir a factores climáticos a gran escala que escapan a nuestro control, aunque, obviamente, las poblaciones locales que utilizan esos recursos forestales sufrirán la escasez de los mismos debido a la sobrexplotación. ¿Cuál es la diferencia entre los dos casos: la conservación de materia viva, animal en el caso del rebaño, y la sobrexplotación forestal? La ausencia de una respuesta inmediata y claramente perceptible de la biósfera en el segundo caso. Esa falta de consecuencias inmediatas derivadas de los procesos de destrucción de ecosistemas naturales en el pasado ha causado el colapso de civilizaciones de ámbito incluso regional, y esos casos son interesantes como punto de referencia desde el cual podemos valorar en su justa medida las actuaciones que en el ámbito de la energía podríamos desarrollar en esta civilización que abarca ya el planeta entero.8 No percibimos en nuestro entorno líneas rojas que nos marquen los límites que no podemos traspasar, y esto puede traer consecuencias desastrosas a escala global.
RESERVAS Y CONSUMO DE ENERGÍA FÓSIL. PERSPECTIVAS DE AGOTAMIENTO DEL PETRÓLEO No es aventurado señalar, como lo vienen haciendo distintas voces desde hace ya algunas décadas, que nos acercamos de manera acelerada a lo que sin duda se puede definir como crisis energética a escala planetaria, a cuyo origen contribuyen varios factores. En primer lugar, el agotamiento de los combustibles fósiles, entre los que se cuentan el petróleo, el carbón y el gas natural. Con un aumento continuo tanto de la población como del consumo por habitante de esos combustibles, nos hemos visto obligados a tomar conciencia de un hecho bien conocido pero que, sorprendentemente, nunca se ha considerado como un factor determinante en ninguno de los varios modelos de desarrollo económico que se han experimentado en el siglo XX —incluido el que domina en la actualidad—: el planeta alberga
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una cantidad limitada de arqueocarbono, es decir, de carbono fósil, que procede de los seres vivos que poblaron la Tierra hace millones de años.9 En el pasado, cuando sólo una muy pequeña parte de la población del planeta consumía energía fósil de manera poco intensiva, las reservas de esos combustibles parecían ciertamente ilimitadas. La continua demanda de esos combustibles se satisfacía perforando nuevos pozos en nuevos campos petrolíferos, o abriendo nuevas minas de carbón. El enorme incremento en el consumo de esas energías primarias al que hemos asistido en las últimas décadas, causado por un desarrollo económico desigual pero continuo a escala planetaria, nos sitúa en un escenario dominado por la creciente escasez de los combustibles fósiles y el consecuente e imparable incremento de precios. En el caso más conocido, el del petróleo, lo anterior se atribuye a menudo a factores coyunturales, a conflictos políticos o militares que ciertamente pueden hacer oscilar su precio dentro de un cierto margen en una escala temporal reducida, pero se oculta así la verdadera causa subyacente del aumento de precio a largo plazo, que no es otra que una producción que ya no es capaz de satisfacer la demanda siempre creciente. De esas tres fuentes de energía —el petróleo, el carbón y el gas natural—, es precisamente el primero el que se está agotando a mayor velocidad. Si el consumo de petróleo no hace más que aumentar incesantemente, el descubrimiento de nuevas reservas no hace sino seguir la tendencia opuesta. El descubrimiento de nuevas reservas de petróleo convencional decayó a partir de la década de los setenta del siglo pasado, y desde comienzos de los años ochenta la velocidad de consumo de petróleo ya aumentaba a un ritmo más rápido que el del descubrimiento de nuevas reservas. En esta situación, hace tiempo que los expertos pronostican que alcanzaremos un cenit en la extracción de crudo convencional a escala mundial, lo que se denomina “pico del petróleo”, o peak-oil, en inglés. Este concepto fue acuñado por el geofísico estadunidense Marion King Hubert, que en 1956 pronosticó con acierto que la producción de petróleo convencional en los Estados Unidos llegaría a su máximo en la década de los setenta y disminuiría a partir de entonces. Es decir, si se representa en una gráfica como la Figura I.3 la producción y las reservas en función del tiempo, se alcanza un máximo o un “pico”. A partir del momento en que se alcanzara ese máximo en la producción mundial asistiríamos a una irreversible y continua disminución de la misma. El concepto de la propia existencia del “pico del petróleo” a escala mundial no ha estado exento de debate, igual que las previsiones en cuanto a la fecha en que se podría alcanzar ese máximo de producción, que obviamente depende del escenario de crecimiento de la demanda y de las reservas que se descubran. Sin embargo, la realidad se ha ido imponiendo con el paso del tiempo. Cuando, en 2006, realizaba un estudio para publicarlo en el Instituto de España, en un libro sobre contaminación y salud, apuntaba que los expertos de la Agencia Internacional de la Energía vaticinaban que el cenit de la extracción de crudo podría situarse entre 2018 y 2027, aunque otros estudios adelantaban esa fecha a los primeros años de la próxima década, es decir, en la que ahora nos encontramos. Al carecer de la suficiente perspectiva temporal, no podía saber entonces que la
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cifra de producción de petróleo convencional de 2005 ya no aumentaría en los años siguientes; es decir, acabábamos de entrar de manera inexorable en ese periodo de máxima producción de petróleo convencional tan largo tiempo vaticinado. Según se representa en la Figura I.4, el techo de producción que ya hemos alcanzado se sitúa en 74 millones de barriles por día (mbpd; un barril de petróleo corresponde a 159 litros de este producto), unas 10 millones de toneladas de petróleo diarias, aproximadamente 3 700 x 106 toneladas anuales.
FIGURA I.3. Representación esquemática del “pico del petróleo” de Hubert. La curva de la izquierda representa el
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descubrimiento de reservas; la de la derecha, la producción. (Fuente: Peak Oil News and Message Boards.)
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FIGURA I.4. Evolución mundial de la producción de petróleo convencional. (Fuente: Administración de Información
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Energética de los Estados Unidos.)
Sin embargo, el consumo de hidrocarburos líquidos es de 86 mbpd, es decir, superior a la producción de petróleo, y esa diferencia pone de manifiesto que ya estamos consumiendo una cantidad significativa de hidrocarburos líquidos que no proviene del petróleo convencional. Una parte de estos hidrocarburos se obtiene del gas natural, cuyo consumo es muy elevado y está en continuo crecimiento.10 Sumados estos hidrocarburos a los del petróleo, se obtiene un total de 82 mbpd. Los otros cuatro millones de barriles diarios ya provienen de fuentes que se denominan no convencionales —es decir, cuyo origen no es el petróleo convencional ni el gas natural—, entre las que se encuentran los biocombustibles, con un total de 1.5 mbpd, correspondiendo los restantes a los obtenidos a partir de crudos ultrapesados y de arenas asfálticas. Es decir, aproximadamente 5% de los hidrocarburos líquidos que se consumen en la actualidad provienen de fuentes no comunes, y ese porcentaje aumenta de manera constante de un año a otro. En este escenario de escasez irreversible de petróleo fácilmente extraíble, el que hemos llamado convencional, es urgente hacerse la siguiente pregunta: ¿cuál es la capacidad real que esas fuentes no convencionales de hidrocarburos pueden tener para compensar la disminución de la producción de petróleo? Lo referente a los biocombustibles constituye precisamente el objetivo de este estudio, y lo analizaremos en los capítulos sucesivos. Por lo tanto vamos a concentrarnos ahora en el potencial de esos otros recursos no convencionales.
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Los denominados hidrocarburos ultrapesados abundan sobre todo en la cuenca del río Orinoco, en Venezuela (véase la Figura I.5). Estos hidrocarburos son muy viscosos y tienen una densidad mayor que la del agua. Contienen una gran cantidad de azufre, del orden de 4% en peso, y de metales pesados como níquel y vanadio. Están compuestos sobre todo por hidrocarburos aromáticos de muy alto peso molecular, que son difíciles de procesar mediante las tecnologías convencionales que se utilizan para el refinamiento de petróleos más ligeros. Esa cuenca petrolífera posee enormes reservas, en cuya cuantificación difieren distintas fuentes, estimándose entre 210 x 109 y 500 x 109 barriles, lo que supone entre 15 y 30% de las reservas mundiales de petróleo tanto convencional como no convencional conocidas en la actualidad. No obstante, hay que tener en cuenta que sólo un porcentaje de entre 5 y 30% de esa cantidad podría ser realmente extraído de las profundidades en las que se encuentra, por la gran viscosidad y densidad del crudo. Además, se estima que el coste energético de todo el proceso de extracción y procesado es muy superior al del petróleo convencional, por lo que las emisiones de CO2 que se producirían serían al menos tres veces mayores que las resultantes de la extracción y el refinamiento del petróleo convencional, y el balance de energía también sería inferior. Un segundo grupo de fuentes no convencionales de hidrocarburos líquidos es el formado por las arenas asfálticas y los esquistos bituminosos. Las arenas asfálticas son esencialmente rocas arcillosas o arenas impregnadas con hidrocarburos muy pesados, y abundan sobre todo en Canadá, en particular en la provincia de Alberta, con unas reservas estimadas de 175 x 109 barriles. Es posible extraer hidrocarburos líquidos de esas arenas calentándolas con vapor de agua a alta temperatura, pero el proceso presenta graves inconvenientes. En primer lugar, teniendo en cuenta que se trata de un recurso energético, es necesario considerar el balance de energía del conjunto del proceso, es decir, cuánta energía hay que invertir en el tratamiento de las arenas por cada barril de hidrocarburo líquido obtenido de ese tratamiento. Este concepto, balance de energía, es esencial en cualquier análisis de fuentes alternativas de energía, y veremos posteriormente su gran importancia en el caso de los biocombustibles. En el caso del petróleo convencional, todo su procesado requiere consumir aproximadamente 10% del total de la energía contenida en el petróleo crudo inicial, un balance bastante positivo. Sin embargo, en el procesado de las arenas asfálticas el balance es muy pobre, ya que aproximadamente por cada tres barriles de hidrocarburos producidos se requiere el consumo de un barril equivalente de energía, es decir, la tercera parte de lo producido, ya que hay que tratar las rocas de partida a alta temperatura con vapor de agua para que desprendan bajo la forma de hidrocarburos líquidos una parte del carbono y el escaso hidrógeno que contienen. Esto trae consigo que sea necesario consumir grandes cantidades de un combustible como el gas natural, por ejemplo, para tratar dos toneladas de arena asfáltica de las que se obtiene un único barril de hidrocarburos líquidos. Además de esto, el proceso requiere siete barriles de agua, que después queda fuertemente contaminada por restos de hidrocarburos. La explotación de los
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esquistos bituminosos, rocas sedimentarias arcillosas que contienen restos de materia orgánica que no pudo completar su transformación a petróleo convencional, presenta problemas similares a los de las arenas asfálticas.
FIGURA I.5. Cinturón petrolífero de la cuenca del río Orinoco. (Fuente: Administración de Información Energética de los
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Estados Unidos.)
La experiencia actual de Canadá en la explotación de esos recursos energéticos pone en evidencia con toda su crudeza los graves problemas que eso conlleva, y cuestiona profundamente las previsiones excesivamente optimistas que se realizaron en el pasado respecto de la contribución de esas arenas a la producción mundial de hidrocarburos líquidos, que la Agencia Internacional de la Energía calculó en 5 mbpd para 2030 o 2035, una cifra que probablemente nunca se alcance, so pena de un coste energético y ambiental difícil de soportar, sin mencionar el coste económico que supone el proceso, lo que conduciría a un precio del barril muy superior al actual, ya de por sí elevado. También se está recurriendo a la explotación de yacimientos petrolíferos en aguas profundas, lejos de las plataformas continentales. Brasil es uno de los países con tecnologías más avanzadas en la explotación de ese tipo de yacimientos. Aunque los intensos trabajos de prospección realizados en los últimos años han llevado al descubrimiento de importantes reservas mundiales de este tipo de crudos, el total de las reservas descubiertas en todo el mundo en la actualidad representa menos de la mitad de las reservas de petróleo de Arabia Saudita. Por lo tanto, aunque ciertamente es posible que se descubran nuevos yacimientos, e incluso contando con una futura explotación de la cuenca del océano Ártico, no podemos esperar compensar la falta de petróleo convencional con esas reservas de petróleos no convencionales. En la Figura I.6 se representan las reservas de petróleo totales, incluyendo las
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no convencionales, para los países del hemisferio occidental. El consumo actual de hidrocarburos líquidos provenientes de diversas fuentes, excluyendo los biocombustibles, es de unos 30 x 109 barriles anuales, mientras que las reservas totales estimadas de todas las fuentes de hidrocarburos convencionales y no convencionales se sitúan en 1 500 x 109 barriles. Además, es necesario tener en cuenta el fuerte ritmo de crecimiento de las economías china e india, que sin duda va a conducir a consumos reales de petróleo superiores a los previstos en la mayoría de los escenarios. Si se comparan las cifras de consumo y las de reservas, y las dificultades que entraña la explotación de las reservas no convencionales, es fácil concluir que ya hemos entrado en un periodo histórico caracterizado por una enorme y fundada incertidumbre respecto de nuestra capacidad para satisfacer la demanda de combustibles líquidos, incluso a los niveles de consumo actuales. La era del petróleo barato ya será para siempre cosa del pasado, igual que la seguridad en el suministro.
FIGURA I.6. Reservas de petróleo en el hemisferio occidental, incluyendo los no convencionales. (Fuente: Administración de Información Energética de los Estados Unidos.)
El gas natural aparece como la segunda fuente de carbono fósil de importancia, por delante del carbón, y con una marcada tendencia a incrementar su consumo en todo el mundo. La producción mundial actual de gas natural se calcula en alrededor de 2.9 x 109 tep por año, mientras que las reservas se estiman en unos 187 x 109 tep, una cifra algo inferior al total de las reservas de petróleo probadas actualmente. Al ritmo del consumo actual de gas natural, las reservas se acabarían antes de un siglo. Aunque se está registrando un fuerte incremento del
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consumo de gas natural en todo el mundo, a un ritmo anual promedio de 1.6%, el descubrimiento de nuevas reservas crece a un ritmo similar, y podríamos afirmar que la disponibilidad de gas natural en las próximas décadas va a ser similar a la del petróleo. En el cuadro I.2 se recoge el consumo y las reservas de las distintas fuentes de energía de origen fósil. Las reservas probadas de carbón conocidas en la actualidad son superiores a las de petróleo. Si se mantuviese el actual ritmo de consumo de carbón, las reservas durarían 118 años. No obstante, hay que tener en cuenta que la relación entre reservas y producción era casi el doble (212) en el año 2000, y sigue una marcada tendencia a disminuir en el tiempo, debido al gran aumento de la demanda de carbón en todo el mundo, sobre todo en China, que dispone de 13% de las reservas, mientras que Estados Unidos tiene el 28%. China es responsable de 48% de todo el carbón que se produce en el mundo. A sus actuales ritmos de producción, Estados Unidos agotaría sus reservas en 241 años, pero China sólo dispondría de reservas para 35 años. Sin embargo, está aumentando su producción, dedicada toda ella a consumo interno, a un ritmo anual de 9%, con lo que, de seguir incrementando su consumo al mismo ritmo, agotará todas sus reservas de carbón antes de 20 años. Este hecho sin duda va a causar grandes tensiones políticas a escala mundial, porque China tampoco dispone de reservas importantes de petróleo y de gas natural, lo que significa que no podrá lograr en absoluto su independencia energética. Aunque se han expuesto de manera conjunta los problemas asociados al empleo masivo de los tres tipos de combustibles fósiles, es necesario distinguir el petróleo de los otros dos, porque sobre él se basa todo nuestro sistema de transporte, y, a diferencia de lo que ocurre con el carbón y con el gas natural, no puede remplazarse fácilmente por otras fuentes de energía primaria que realicen esa misma función. Por esta razón, todo lo que afecta la disponibilidad de petróleo produce una natural y fundada preocupación tanto en la población como en las administraciones de los distintos países. No obstante, como se expondrá en el siguiente capítulo, tanto el carbón como —sobre todo— el gas natural pueden desempeñar un papel esencial para garantizar el suministro de hidrocarburos líquidos al menos durante una etapa, probablemente no muy prolongada, que nos permitiría el tránsito hacia un sistema energético más estable, menos dependiente de los hidrocarburos líquidos para su funcionamiento que el actual; aunque, reconozcámoslo, el nivel de desarrollo que hemos alcanzado en unos países, o al que se aspira a llegar en otros, requiere inevitablemente un gran consumo de energía. Por lo anterior, aunque por las razones expuestas es comprensible que sea el petróleo el que centra la atención en los análisis sobre el modelo energético actual, no hay que olvidar que el problema esencial al que nos enfrentamos en realidad no consiste en encontrar combustibles alternativos al petróleo, sino en disponer de fuentes de energía primaria abundantes que no sean de origen fósil. Como veremos en el capítulo siguiente, ya existen soluciones tecnológicas para la producción de hidrocarburos líquidos de fuentes no fósiles, cuya puesta en práctica sin embargo requiere grandes cantidades de energía. El problema se reduce entonces a evaluar las
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distintas fuentes de energía primaria no fósil que tenemos a nuestro alcance para satisfacer las necesidades energéticas globales de nuestra civilización, necesidades que inexorablemente van a continuar aumentando en las próximas décadas. CUADRO I.2. Producción y reservas de las distintas energías de origen fósil en 2011. Las reservas de carbón se estiman en 861 x 10 9 toneladas
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FUENTE: British Petroleum Global.
Se ha repetido de manera intencionada la expresión “energía primaria” en los párrafos anteriores para llamar la atención del lector hacia un punto clave en cualquier discusión sobre potenciales fuentes de energía alternativa, porque con mucha frecuencia se ofrecen soluciones energéticas que despiertan un comprensible interés social, pero que sin embargo nunca podrán constituirse como alternativas reales al sistema energético actual porque no son fuentes de energía primaria. Este libro centra su atención en un caso particular: el de los biocombustibles, pero existen otros, el más conocido de los cuales sea probablemente el del hidrógeno. Para que un recurso energético sea considerado fuente de energía primaria no sólo debe encontrarse en la naturaleza, sino que debe proporcionar más energía que la que se invirtió en el proceso que permite su transformación en energía aprovechable. Es fácil comprender esa definición con un ejemplo. Una buena parte del petróleo crudo se transporta en grandes buques desde los lugares de producción, por ejemplo desde Medio Oriente hacia Europa y los Estados Unidos, en cuyas refinerías se transforma en distintos hidrocarburos aprovechables como combustibles para diversos fines. Esos grandes petroleros transportan decenas de miles de toneladas de petróleo crudo, y sin duda en su largo viaje desde los campos petrolíferos hasta las refinerías consumen una cierta cantidad de combustibles, por supuesto inferior a la que transportan. Y ahí reside una de las razones para que se utilicen esos enormes buques: transportar la mayor cantidad posible de petróleo con el menor consumo de combustible posible. Como se indicó antes, el conjunto de operaciones que conlleva el procesado del petróleo consume aproximadamente 10% de la energía del crudo inicial, una parte del cual corresponde al combustible utilizado por los buques petroleros. Tenemos ahí sin duda una fuente de energía primaria, que nos proporciona más energía que la consumida desde el lugar de producción hasta la estación de servicio en la que llenamos el depósito de combustible de
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nuestro vehículo. Imaginemos ahora otro escenario en el que sustituimos uno de esos grandes buques petroleros por unos cuantos miles de pequeños barcos, cada uno de los cuales transportase unos pocos barriles de petróleo. Es fácil comprender que la cantidad de combustible consumido por esa numerosa flota durante su travesía desde los lejanos campos petrolíferos de Medio Oriente hasta Europa o los Estados Unidos sería muy grande, incluso superior a la del petróleo que transporta, y, si ocurriese esto último, lo que inicialmente era una fuente de energía primaria, habría dejado de serlo. El hidrógeno es un caso extremo de esa situación, ya que no existe sobre la Tierra ninguna fuente natural de hidrógeno puro, cosa comprensible dada su extrema reactividad en las condiciones oxidantes que imperan en la atmósfera de nuestro planeta. Sin embargo existe un compuesto natural muy abundante que contiene grandes cantidades de hidrógeno —combinado con oxígeno, eso sí—: el agua. Un litro de agua contiene 111 gramos de hidrógeno. Se puede separar el hidrogeno del agua, por supuesto, y hace más de dos siglos que se sabe cómo hacerlo, mediante electrólisis por ejemplo, pero ese proceso requiere una gran cantidad de energía eléctrica, que es recuperada sólo parcialmente en forma de calor cuando el hidrógeno se hace reaccionar con oxígeno para dar de nuevo agua. Por esta razón se dice que el hidrógeno es un vector energético, es decir, un almacén y transportador de energía, como lo es la electricidad, pero no una fuente de energía primaria. Por lo tanto, si se pretendiese sustituir los combustibles derivados del petróleo por hidrógeno, que se puede transformar directamente en energía eléctrica mediante el dispositivo denominado pila de combustible, con lo que habría que sustituir los vehículos convencionales actuales por otros eléctricos, aumentaría enormemente el consumo total de energía primaria.
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EL ESCENARIO AMBIENTAL. EMISIONES DE GASES DE EFECTO INVERNADERO El escenario energético que se acaba de dibujar, marcado por un progresivo e irreversible agotamiento de las fuentes de carbono fósil sobre las que se sustenta nuestro modelo de civilización, es uno de los factores desencadenantes de la crisis energética en la que nos encontramos ya inmersos. Pero no es el único. Ese voraz consumo de energía fósil también ha causado cambios significativos en la composición química de la atmósfera del planeta, al liberar en ella enormes cantidades de dióxido de carbono (CO2), que junto con el agua es el producto de la combustión del carbón, gas natural y petróleo. Ese dióxido de carbono pasa a incorporarse al ciclo del carbono, como se conoce al proceso por el que el fitoplancton marino y las plantas asimilan el dióxido de carbono, transformándolo —gracias a la luz solar — en moléculas orgánicas complejas que conforman los organismos biológicos. A su vez, la respiración de las plantas libera dióxido de carbono, al igual que la descomposición de la
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materia orgánica. El dióxido de carbono de la atmósfera se encuentra en equilibrio con el que está disuelto en los océanos, el que se fija en forma de caliza y el que fijan los organismos vivos. Todo ese conjunto de equilibrios dinámicos que imperan en la biósfera mantiene una determinada concentración de dióxido de carbono en la atmósfera, que en épocas históricas —antes de la Revolución industrial— era de 275 partes por millón (ppm). Sin embargo, el uso masivo de combustibles fósiles ha ocasionado una rápida inyección de enormes cantidades de dióxido de carbono en la atmósfera, sólo una parte del cual ha tenido tiempo de ser asimilado de manera natural por la biósfera, lo que ha dado como resultado un lento pero continuo incremento de su concentración en la atmósfera, desde la época en la que se empezaron a quemar cantidades significativas de combustibles fósiles —hacia finales del siglo XIX—, hasta alcanzar las 380 ppm actuales. Esa cantidad parece de todos modos ciertamente pequeña; equivale a poco más del volumen de una lata corriente de refresco en 1 000 litros de aire, pero es suficiente para alterar visiblemente el frágil, complejo y sutil equilibrio dinámico que existe entre todos los elementos que conforman la biosfera de nuestro planeta. En la Figura I.7 se observa que la temperatura media de la Tierra ha aumentado aproximadamente 0.6 grados en el siglo XX, en estrecho paralelo con el aumento en ese mismo periodo de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera. El aumento simultáneo de la temperatura y del dióxido de carbono podría ser resultado de una simple coincidencia, si no fuera porque conocemos el mecanismo por el cual ese gas, el dióxido de carbono, junto con otros gases presentes en la atmósfera, desempeña un papel esencial en el mantenimiento de una temperatura media en el planeta que hace posible la manifestación de la vida tal como la conocemos. Ese mecanismo se denomina efecto invernadero, por analogía con lo que sucede en un invernadero de plantas, aunque los fenómenos físicos que producen un aumento de temperatura en ambos casos son completamente diferentes (Figura I.8).
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FIGURA I.7. Evolución de la temperatura media global y de la concentración de CO2 en la atmósfera desde 1900.
El efecto invernadero se produce en la Tierra porque los gases presentes en la atmósfera, en particular el dióxido de carbono, el vapor de agua y el metano, son transparentes a la radiación solar incidente en las regiones visible e infrarroja cercanas, que representan la mayor parte de la energía del espectro solar. Esa radiación, por lo tanto, penetra en el aire y calienta la superficie terrestre. Sin embargo, la radiación infrarroja emitida por la superficie del planeta tiene una longitud de onda más larga, y esos gases de efecto invernadero absorben justamente esa radiación infrarroja de onda larga, con lo que se calientan y mantienen las capas bajas de la atmósfera y el suelo a una temperatura moderada. Gracias a este fenómeno físico natural la temperatura media en la Tierra es de unos 15 °C, en lugar de los -18 °C que tendríamos si no existieran en la atmósfera esos gases. El efecto invernadero, por lo tanto, en sí mismo es beneficioso para sostener la rica diversidad biológica que puebla el planeta, que sin duda sería muy distinta si la temperatura media anual fuese como la que se registra, por ejemplo, en la base McMurdo de la isla de Ross, en el extremo sur de la Antártida. Aunque el brusco aumento de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera en tiempos recientes es de carácter antropogénico —es decir, fruto de actividades humanas—,
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también se han registrado en épocas anteriores variaciones importantes tanto de la concentración de este gas como de la temperatura media del planeta, y siempre se encuentra una evolución paralela de ambos. Es decir, los periodos cálidos siempre van asociados con altas concentraciones de dióxido de carbono, y eso se ha producido por causas enteramente naturales. Durante la época en que vivieron los dinosaurios, la era Mesozoica, hace entre 250 y 65 millones de años, se estima que la temperatura media fue al menos 10 °C superior a la actual, que es de 15 °C.
FIGURA I.8. Descripción del efecto invernadero.
El dióxido de carbono es, junto con el vapor de agua presente en la atmósfera, el principal responsable del efecto invernadero. No obstante, hay otros gases minoritarios que también contribuyen de manera importante a ese fenómeno. Los principales son el óxido nitroso (N2O), el metano (CH4), los hidrocarburos —en los que parte del hidrógeno que contienen se ha sustituido parcial o totalmente por átomos de flúor, denominados hidrofluorocarbonos (HFC) y perfluorocarbonos (PFC), respectivamente— y el hexafluoruro de azufre (SF6). No se considera, para efectos de su influencia en la variación de la temperatura, el vapor de agua, ya
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que su concentración promedio permanece aproximadamente constante. Cada uno de esos gases proviene de manera fundamental de un tipo de proceso emisor bien diferenciado. Así, en lo que se refiere a las emisiones antropogénicas, el principal origen del dióxido de carbono es la quema de combustibles fósiles y la deforestación; el metano proviene de la extracción y la quema de combustibles fósiles, seguido muy de cerca en importancia por el que proviene de la cría de ganado, de los arrozales o de la combustión de biomasa. El óxido nitroso es emitido de manera natural por procesos microbianos que actúan sobre compuestos de nitrógeno del suelo y el agua, y proviene de los océanos y los bosques tropicales. Su principal fuente antropogénica son los cultivos agrícolas, debido al uso intensivo de fertilizantes que contienen nitrógeno, que pueden representar de la cuarta parte a la mitad de todas las fuentes emisoras de este gas, seguido por la quema de combustibles fósiles, biomasa y el que proviene de actividades industriales. La capacidad de cada uno de esos compuestos químicos para calentar la atmósfera no es la misma y se mide con un parámetro denominado potencial de calentamiento global. Éste se define como la capacidad de calentamiento de un kilogramo de ese gas emitido a la atmósfera en relación con la que tiene un kilogramo de dióxido de carbono que se toma como referencia. El valor de este parámetro es de 1 para el CO2, que se toma como referencia, 21 para el CH4, 310 para el N2O, y valores comprendidos entre 140 y 12 000 para los hidrocarburos parcialmente fluorados, es decir, los que contienen hidrógeno y flúor. Esos valores del potencial de calentamiento global significan que un kilogramo de metano tiene el mismo poder de calentamiento que 21 kilogramos de dióxido de carbono, o que, para igual concentración de CO2 y de N2O, este último contribuye 310 veces más que el primero al calentamiento global. Por lo tanto, el efecto invernadero de cada gas es función de dos factores: su potencial de calentamiento y su concentración en la atmósfera, y el producto de ambos convierte al CO2 en el mayor contribuyente al calentamiento global generado por los gases de efecto invernadero, con aproximadamente 74%, seguido por el metano y el óxido nitroso (véase la Figura I.9). En la actualidad, la emisión mundial de todos los gases de efecto invernadero es de 31 x 109 toneladas equivalentes de CO2 anuales; es decir que el poder de calentamiento de todos los gases de efecto invernadero provenientes de distintas fuentes equivale al que tienen esas toneladas de CO2. Resulta interesante comparar las emisiones de esos gases provenientes de distintas actividades, porque hacerlo nos permite apreciar mejor en qué sector convendría aplicar en un futuro políticas energéticas que tiendan a mitigar su liberación a la atmósfera. Los resultados que se obtienen se representan en la Figura I.10. La mayor parte de las emisiones provienen de usos energéticos; la producción directa de energía contribuye con una cuarta parte del total de emisiones. Lo anterior es comprensible si tenemos en cuenta que la gran mayoría de la energía eléctrica se produce a partir de carbón y gas natural. El resto se reparte de manera aproximadamente similar entre distintas fuentes; la segunda emisora es la industria, pero es seguida muy de cerca por las emisiones que provienen
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de la deforestación, con 17% del total, que superan incluso a todas las del transporte, con 13%, que en su mayoría proviene de los combustibles que se obtienen del petróleo y cuya contribución es similar a la de la agricultura. El caso de la deforestación es especialmente relevante porque como resultado de la masiva destrucción de bosques en todo el planeta se originan más gases de efecto invernadero que los ocasionados por todos los sistemas de transporte, lo que equivale prácticamente a decir que es superior a la que proviene del uso del petróleo. Y es bastante probable que esa cifra de 17% resulte conservadora, habida cuenta de lo difícil que resulta cuantificar el grado de deforestación de un bosque y las emisiones de gases que provienen de la destrucción no sólo de la biomasa de la superficie, los árboles y los arbustos, sino también la que procede de la rica capa orgánica del suelo.
FIGURA I.9. Contribución relativa de los distintos gases de efecto invernadero. (Fuente: Panel Internacional del Cambio
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Climático [IPPC], 2007.)
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FIGURA I.10. a) Contribución de los distintos sectores de actividad a las emisiones totales de gases de efecto invernadero, expresada en gigatoneladas equivalentes de CO2 (1 Gt = 10 91) para los años 1990 y 2004; b) distribución porcentual de las emisiones de los distintos sectores de actividad en 2004. (Fuente: Cuarto informe del IPPC, 2007.)
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El comercio de combustibles fósiles se encuentra perfectamente inventariado por diversos organismos internacionales, y por lo tanto su contribución puede realizarse con bastante exactitud; pero la determinación del impacto de la deforestación en las emisiones de gases de efecto invernadero está sujeta a mayor incertidumbre, ya que incluso el cálculo de la superficie boscosa deforestada mediante el estudio de imágenes de alta resolución de los satélites está sujeta a márgenes de error relativamente elevados, a pesar de los avances que se han realizado en los últimos años en los métodos de análisis de imágenes tomadas por satélites, sobre todo en Brasil. Por ese motivo, algunas fuentes elevan la contribución de la deforestación a las emisiones totales hasta 20% e incluso 25%, cifras en todo caso enormes que en general no despiertan tanta alarma social como las de los combustibles fósiles. Probablemente nuestra percepción sería otra si fuesen nuestros bosques los que ardieran a las puertas de los suburbios de nuestras ciudades europeas, estadunidenses o japonesas; si en lugar de contemplar los penachos de humo visibles en las imágenes por satélite tomadas de cualquier bosque tropical a miles de kilómetros de nuestros hogares, tuviésemos que respirar ese mismo aire viciado que inhalan los habitantes de esas regiones. La distribución de emisiones de la Figura I.10 también suscita una reflexión interesante. Si en la actualidad eliminásemos todas las emisiones provenientes de las centrales generadoras de electricidad, e incluso del transporte, y fuesen remplazadas por sistemas que no emitiesen absolutamente nada, algo no obstante completamente imposible, no habríamos hecho más que reducir a la mitad —por mucho— las emisiones de esos gases. Tenemos un país europeo que se aproxima a esa situación y que podemos tomar como caso de estudio. Se trata de Francia, cuya producción de energía eléctrica es de origen nuclear, gracias a lo cual tiene un alto grado de independencia energética; posee además una agricultura muy desarrollada y sus ciudadanos disfrutan de un alto nivel de vida. En ese país la mayor contribución a las emisiones proviene del transporte, con 27% del total, seguido prácticamente a partes iguales, y con valores de alrededor de 20% cada uno, por el sector agropecuario —debido a la emisión de metano de la ganadería y de óxido nitroso de los fertilizantes agrícolas—, la industria y la construcción. En esas circunstancias, la emisión de gases de efecto invernadero en Francia por persona y año se sitúa en 8.6 toneladas anuales, inferiores a las de un país de renta similar como Alemania, y más de dos veces menores que las de un ciudadano de los Estados Unidos, que supera las 20 toneladas. En efecto, existen diferencias muy marcadas en emisiones per cápita entre diferentes países, como lo recoge la Figura I.11, aunque también es cierto que el ritmo de aumento de las emisiones es muy superior en países en vías de desarrollo como la India y sobre todo China, que en Europa, los Estados Unidos o Canadá, que registran leves variaciones interanuales en los últimos años, cuando no una reducción, con lo que las diferencias entre ellos tienden a acortarse. China sobrepasó a los Estados Unidos en 2007 en el volumen de emisiones, pero cuando se consideran los datos por habitante, cada ciudadano chino es responsable de una emisión cinco veces menor que uno estadunidense. Esas diferencias se deben a las que existen en el consumo de energía per cápita entre distintos
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países y regiones del mundo (véase la Figura I.12). Un ciudadano estadunidense consume el doble de energía que uno europeo, y casi cinco veces más que uno chino. Podemos seguir analizando las consecuencias globales del modelo francés, a modo de hipótesis. Las cifras de emisiones indican que se trata de un sistema socioeconómico de alta eficiencia en el consumo de energía, que obtiene un alto rendimiento en términos de nivel de desarrollo por cada unidad de gas de efecto invernadero emitido a la atmósfera, y cuyo uso de recursos fósiles se limita al transporte y a fines industriales, pero no a la producción de energía. Creo que caben pocas dudas acerca de que muchos países en vías de desarrollo aceptarían de buena gana alcanzar algún día un nivel de vida como el que disfrutan los ciudadanos de Francia, y supongamos que eso llegase a ocurrir; al fin y al cabo todos compartimos la idea de que el desarrollo económico en términos de producto interno bruto por habitante debería dar lugar a una mejora generalizada del nivel de vida, y a una distribución más justa de la riqueza generada por el conjunto de los ciudadanos de un país. Supongamos que eso fuese así: ¿cuál sería la repercusión para el conjunto del planeta de una estructura energética como la de Francia en lo que se refiere a emisiones? La población mundial es de 7 000 millones de personas, y si las emisiones per cápita fuesen como las de ese país europeo, las emisiones totales a nivel mundial ascenderían a 60 x 109 toneladas al año, el doble que las actuales. Es una cifra elevada, sin duda, pero sería mucho mayor de seguir todos el modelo estadunidense, suponiendo que su voraz consumo de materias primas de todo tipo no hiciese físicamente imposible extenderlo al conjunto de la humanidad.
FIGURA I.11. Emisiones per cápita por países. (Fuente: Cuarto informe del IPPC, 2007.)
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FIGURA I.12. Consumo de energía per cápita.
Lo que ese ejemplo hipotético pretende reflejar es que el incremento del nivel de bienestar de la población mundial en su conjunto, un objetivo con el que nadie estaría en desacuerdo, lleva aparejado, muy probablemente de manera irremediable, un incremento de los gases de efecto invernadero, incluso en el más favorable de los escenarios. El examen del caso francés es especialmente interesante, ya que nos sitúa en un escenario que sería similar al que se produciría en diversos países desarrollados, entre ellos los de la Unión Europea, si obtuviesen su energía eléctrica de fuentes distintas a las de los combustibles fósiles, ya fuese nuclear, eólica o solar. En este caso, el sector agropecuario aparece como uno de los principales responsables de las emisiones. Como se verá más adelante, si a eso unimos la contribución del CO2 proveniente de la deforestación, que avanza a pasos agigantados en la mayoría de los países en vías de desarrollo, prácticamente todos ellos situados en las regiones ecuatoriales y tropicales del planeta, las más ricas en biomasa, entonces disponemos de un panorama mucho más realista para evaluar en términos de emisiones de gases de efecto invernadero las propuestas de uso masivo de biocarburantes, que en la práctica significa combustibles líquidos como el bioetanol y el biodísel obtenidos a partir de plantas cultivadas.
EL ESCENARIO LEGISLATIVO La mayoría de los expertos está de acuerdo en atribuir a la emisión de gases de efecto invernadero el brusco aumento que ha experimentado la temperatura media del planeta desde
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finales del siglo XIX, aunque también existen voces discrepantes que expresan al menos dudas en atribuir a las emisiones antropogénicas en exclusiva ese incremento de temperatura. En todo caso, el temor a las consecuencias de las alteraciones climáticas que pueden derivarse de ese aumento brusco de temperatura a medio e incluso a corto plazo, ha llevado al lanzamiento de distintas iniciativas intergubernamentales cuya finalidad es mitigar las emisiones de esos gases. La más importante de ellas y la primera que pretendía tener carácter vinculante entre los países signatarios se conoce como Protocolo de Kioto, un acuerdo multinacional firmado por la mayoría de los países del planeta en 1997, entre los que no se encontraba Estados Unidos, y que entró en vigor en 2005. Este acuerdo estableció una reducción de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero de 5.1% para 2012, en relación con los niveles de 1990. El Protocolo de Kioto establece diferencias en la variación del porcentaje de emisiones entre distintos países. En el caso de España, por ejemplo, autorizó un aumento de 15% de las emisiones, mientras que para el conjunto de la UE-1511 fijó una disminución de 8% de las emisiones globales. Es importante destacar que a pesar del reconocimiento de la contribución de la deforestación al conjunto de emisiones no se incluyó en el protocolo ninguna norma reguladora respecto de ella. Como se acaba de exponer, la mayoría de los combustibles fósiles se utiliza para la generación de energía eléctrica y para el transporte. La sustitución de fuentes de carbono fósil por otras fuentes de energía primaria en la producción de energía eléctrica sin duda reduce las emisiones de CO2 y, por lo tanto, contribuye a mitigar el calentamiento global. Por este motivo, asistimos a un gran desarrollo de energías alternativas o emergentes para la generación de electricidad, como la eólica o la solar, que en principio tienen un carácter renovable. Si bien se están produciendo en algunos países avances significativos en este aspecto, el sector del transporte posee características diferenciadas que es necesario abordar de manera distinta al caso de la generación de energía eléctrica. El transporte contribuye con 13% al total de las emisiones —una cifra no desdeñable pero de todos modos claramente inferior a las de otros sectores de actividad— y depende casi en su totalidad de los hidrocarburos líquidos obtenidos del petróleo. Por otra parte, como se comentó antes, hemos entrado ya en una era de creciente escasez de petróleo en sus distintas variedades. Ambos hechos aconsejan poner en marcha iniciativas que procuren tanto asegurar las necesidades del transporte, como eliminar o, al menos, mitigar las emisiones que provienen de ese sector. Una primera opción consiste en mejorar la eficiencia energética de los motores que utilizan combustibles tradicionales, con el fin de reducir el consumo de energía por unidad de potencia producida, y en ese ámbito ocurren continuos avances, pero también hay que reconocer que probablemente ya sólo quede un escaso margen de mejora. Por otra parte, a diferencia de lo que ocurre con los sistemas de generación de energía eléctrica a gran escala, no se han encontrado todavía fuentes de energía primaria distintas a los combustibles basados en compuestos de carbono que proporcionen la alta densidad de energía y la autonomía que necesita un vehículo de transporte por carretera, un barco o un avión. Las
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soluciones propuestas consisten básicamente en el empleo de vehículos de motor eléctrico que usan como fuente de energía baterías eléctricas, o que emplean hidrógeno almacenado en depósitos en el propio vehículo, para generar energía eléctrica mediante un dispositivo que se conoce como pila de combustible, un sistema capaz de convertir directamente la energía química de un combustible en energía eléctrica. Se están llevando a cabo grandes inversiones por parte de empresas privadas y de agencias gubernamentales con el fin de mejorar la eficiencia energética de esos sistemas y facilitar su implementación a escala masiva. Sin embargo, el problema de fondo de ambas opciones es que se necesitan fuentes de energía primaria para obtener tanto la energía eléctrica almacenada en la batería como el hidrógeno consumido en la pila de combustible, ya que no existen en la Tierra fuentes naturales de este elemento químico altamente reactivo. Existe un consenso entre los expertos en materia de energía en que la estrategia más adecuada para hacer frente tanto a la escasez de combustibles fósiles como al calentamiento global del planeta derivado de las emisiones de gases de efecto invernadero, teniendo en cuenta la naturaleza de los sistemas de producción, transporte y consumo de energía actuales, consiste en la diversificación de las fuentes de energía primaria, reduciendo progresivamente el empleo de fuentes de carbono fósil en la producción de electricidad, hasta llegar a abandonar completamente su uso en este sector, y el empleo de combustibles alternativos para el transporte que, aun basándose en compuestos de carbono, no dependan del petróleo. Siguiendo esta estrategia, la Unión Europea, los Estados Unidos y Brasil en particular están desarrollando desde hace años una decidida política de estímulo al empleo de biocombustibles para el transporte. Las razones para hacerlo no son las mismas en los tres casos, ya que tanto para los Estados Unidos como para Brasil el único objetivo es asegurar, en la medida de lo posible, la independencia energética en un sector estratégico clave como es el transporte, es decir, disminuir su dependencia de las importaciones de crudo. Recordemos que Estados Unidos no firmó el acuerdo de Kioto, y Brasil comenzó a utilizar como combustible el etanol obtenido de la fermentación del azúcar de caña en la década de los setenta, por razones que analizaremos en su momento, pero que nada tienen que ver con un deseo de reducir sus emisiones, algo que ni siquiera figuraba en aquella época en la agenda de ningún gobierno u organismo internacional. Sin embargo, la Unión Europea sí aduce tanto razones de seguridad energética como de moderación de las emisiones de gases de efecto invernadero en su decidida y persistente apuesta por los biocombustibles. El análisis a profundidad de ese supuesto beneficio que tiene la sustitución de los combustibles derivados del petróleo por los que se obtienen de materias primas de origen vegetal, sobre las emisiones de gases de efecto invernadero, constituye precisamente el tema central de este ensayo, y tendremos ocasión de tratarlo posteriormente, pero ahora interesa exponer el alcance de la política comunitaria de estímulo al uso de biocombustibles líquidos para el transporte, para comprender en toda su dimensión sus devastadoras consecuencias. La Unión Europea puso en marcha, a comienzos de la última década del siglo pasado, un conjunto de iniciativas, desarrolladas a lo largo de los años en diversas directrices
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comunitarias, destinadas a sustituir una parte de los combustibles derivados del petróleo utilizados en el transporte por biocombustibles. La directiva de 2003 fijaba como objetivo que los biocombustibles representasen 5.75% de todo el combustible utilizado en el transporte en 2010, una proporción que se elevaba hasta 8% para 2020, y a 25% para 2030. Los dos biocombustibles líquidos utilizados actualmente son el etanol para los vehículos de gasolina, al que suele denominarse bioetanol, y un producto derivado de aceites vegetales como el girasol, la soya y la palma, con propiedades muy parecidas a las del gasóleo derivado del petróleo, y que se denomina biodísel. La normativa comunitaria permite añadir hasta 10% de etanol a la gasolina y hasta 7% de biodísel al gasóleo de automoción. Una nueva directriz de 2009 estableció como objetivo 10% de biocarburantes en los combustibles utilizados para el transporte. Otros países han aprobado leyes similares a las europeas. Estados Unidos se propone como objetivo que en 2030 el 30% del combustible que se utilice en el país para el transporte provenga de los biocombustibles. Considerando la enorme cantidad de petróleo que se consume en el mundo, las expectativas de mercado de los biocombustibles son muy altas, incluso para porcentajes de empleo de biocombustibles aparentemente modestos, y conllevan un tráfico internacional de estos productos derivados de la biomasa que, como veremos más adelante, se estructura en un flujo masivo de estos materiales biológicos desde los centros de producción en países de áreas tropicales y subtropicales hacia los centros de consumo, sobre todo Europa, que tiene unas grandes expectativas de incremento de sus importaciones de biocarburantes por las razones que se expondrán más adelante. Sin embargo, los principales países productores de biocombustibles, los Estados Unidos y Brasil, dedican la gran mayoría de su producción al consumo local. Ése es el escenario propiciado por políticas que pretenden sobre todo el autoabastecimiento energético, que en algunos casos, como el europeo, aún arguyen razones ambientales, y que a la postre se van a manifestar como una apuesta profundamente errónea.
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II. Combustibles sintéticos obtenidos a partir de fuentes distintas del petróleo y de la biomasa
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EL REFINAMIENTO DEL PETRÓLEO Los combustibles utilizados en los distintos medios de transporte deben reunir unas características particulares para cada uno de ellos, y cualquier combustible alternativo a los que se obtienen del petróleo, ya sean biocombustibles u otros procedentes de fuentes como el gas natural o el carbón, deben tener características similares a las del petróleo, para que puedan sustituir a los combustibles tradicionales que se emplean hoy en día sin tener que remplazar o modificar los motores de los vehículos actuales. El petróleo crudo, tal como se extrae de los pozos, no es un compuesto químico puro, sino una mezcla muy compleja de diversos hidrocarburos —es decir, sustancias que están compuestas de carbono e hidrógeno— que además contiene cantidades variables de azufre, nitrógeno y metales pesados como níquel y vanadio. El refinamiento del petróleo crudo consiste en una serie de procesos físicos y químicos cuya finalidad es separar y transformar los compuestos químicos que contiene en otros de valor comercial que sean aprovechables en diversos sectores, como gasolina, gasóleo, combustible de aviación, lubricantes y otros productos básicos para la industria petroquímica. Esas operaciones de tratamiento del crudo se realizan en las refinerías, que son esencialmente grandes fábricas en las que se lleva a cabo una serie de procesos complejos y sofisticados cuya finalidad es obtener el mayor rendimiento posible de esos productos de cada barril de crudo, adaptándose siempre a las demandas de los consumidores finales. Existen actualmente en el mundo alrededor de 700 refinerías —140 de ellas en los Estados Unidos—, cada una de las cuales procesa una media de unos 100 000 barriles de petróleo diarios, cerca de 15 000 toneladas, aunque las más grandes pueden llegar a tratar ocho veces esa cantidad. Las inversiones de capital que necesita la construcción y el funcionamiento de una refinería son enormes, por lo que sólo están al alcance de un puñado de grandes compañías privadas, con Exxon-Mobil a la cabeza, seguida de British Petroleum y de la angloneerlandesa Shell, o son fruto de la inversión estatal. El funcionamiento de las refinerías está sujeto a continuas mejoras con el fin de obtener la mayor cantidad posible de productos valiosos de cada barril de crudo procesado, al menor coste financiero y energético posible. Con la actual tecnología de tratamiento de crudo se obtiene por término medio 50% de su volumen de gasolina, entre 16 y 20% de gasóleo (fuel oil medio o dísel), entre 10 y 12% de combustible de aviación, entre 3 y 4% de fuel oil
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pesado, y el resto de lubricantes, gases condensados, asfaltos y un residuo carbonoso denominado coque (véase la Figura II.1). El porcentaje de cada uno de esos productos que puede obtenerse de un barril de petróleo depende del tipo particular de crudo, es decir, de su origen y de las condiciones del proceso de refinamiento que, dentro de unos límites, pueden favorecer el gasóleo frente a la gasolina, o viceversa. Los crudos ligeros, los más fáciles de extraer, son cada vez más escasos, y los más comunes son ahora mucho más pesados de lo que lo eran hace unas décadas, con lo que los procesos de refinamiento se tienen que reajustar continuamente para satisfacer la demanda de combustible a pesar de las crecientes dificultades para tratar ese tipo de petróleos. Gracias a las mejoras introducidas en los procesos de refinamiento, hoy en día se obtiene de cada barril el doble de gasolina que en los años cuarenta. Dicho de otra manera, de no ser por ello, el consumo de petróleo actualmente sería el doble de lo que es, y su precio superior al actual.1
FIGURA II.1. Distribución de productos obtenidos de un barril de petróleo convencional.
Las refinerías tienen que reajustar continuamente sus operaciones para satisfacer la demanda mundial de combustibles, cuya estructura experimenta notables variaciones con el tiempo. Así, la demanda de productos ligeros e intermedios ha ido creciendo continuamente, en detrimento de la de productos más pesados. Por otra parte, es importante destacar que en las refinerías no sólo se producen combustibles líquidos, sino también compuestos gaseosos que son esenciales tanto para el consumo doméstico e industrial —como el butano y el
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propano—, como, sobre todo, para la industria petroquímica, como el etileno y el propileno. Estos dos últimos compuestos químicos forman la base de la industria de los plásticos, ya que a partir de ellos se obtienen polietileno y polipropileno mediante reacciones químicas realizadas en condiciones adecuadas. Por lo tanto, no sólo nuestros sistemas de transporte, sino también buena parte de la industria química y manufacturera, dependen directamente de productos obtenidos en las refinerías a partir del petróleo crudo. Otro aspecto esencial en el funcionamiento de las refinerías concierne no sólo al rendimiento de los combustibles obtenidos, sino a su calidad ambiental. La combustión de los carburantes en motores de combustión interna no sólo genera dióxido de carbono y agua, sino también monóxido de carbono e hidrocarburos, resultantes de una combustión incompleta, óxidos de nitrógeno, compuestos de azufre, y, en los motores dísel sobre todo, partículas pequeñas. Con el fin de reducir esas emisiones de contaminantes se han adoptado diversas medidas en dos aspectos distintos. Por una parte, mejorar la eficiencia de los motores, lo que además de ventajas ambientales produce un ahorro de combustible, y por otra se han introducido medidas legislativas en numerosos países para reducir progresivamente el contenido de ciertas sustancias contaminantes en los combustibles, en particular el azufre y los hidrocarburos aromáticos, pero sobre todo el benceno, cuya actividad carcinogénica está probada. Lo anterior ha sometido a fuertes exigencias a los procesos de refinamiento, pero ha dado lugar a combustibles con un nivel de emisiones contaminantes muy inferior al que tenían hace poco más de una década. El azufre, sobre todo, se ha reducido más de 50 veces en ese tiempo, hasta alcanzar concentraciones que en la Unión Europea son de 10 partes por millón (ppm) en la gasolina y el gasóleo. Una tendencia similar han experimentado los compuestos aromáticos, sobre todo el benceno, el más ligero de todos ellos y el más perjudicial para la salud. Teniendo en cuenta el escenario de escasez de petróleo en el que nos encontramos, y si se apuesta por mantener los actuales sistemas de transporte basados en motores de combustión interna —la opción más razonable a corto y mediano plazos a pesar de los avances que se están realizando en los vehículos eléctricos—, los combustibles actuales derivados del petróleo que se acaban de describir tienen que sustituirse por otros que desempeñen las mismas funciones pero obtenidos de otras fuentes. Como esos combustibles están basados en carbono, tenemos que preguntarnos qué otras fuentes de este elemento están a nuestro alcance. Son básicamente de dos tipos, aunque ambas provienen de la biósfera. En primer lugar, el carbón y el gas natural, fuentes fósiles que se originaron por la transformación en ausencia de oxígeno de ingentes masas de materiales biológicos sepultados hace millones de años, seres vivos que entonces formaban parte de los ecosistemas terrestres y marinos. La segunda ruta parte de fuentes de carbono presentes actualmente en la biósfera; por una parte el carbono fijado en la biomasa, y por otra el dióxido de carbono existente en la atmósfera. Esas rutas se recogen en la Figura II.2. Ambas rutas se diferencian en un hecho esencial. Si partimos de fuentes fósiles, entonces
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continuarán las emisiones de dióxido de carbono y de otros gases de efecto invernadero a la atmósfera, pero las tecnologías que se necesita utilizar para su transformación en combustibles son bien conocidas y se pueden implementar en poco tiempo. Además, tienen un rendimiento energético positivo, es decir, producen más energía que la que se necesita para su elaboración industrial, por lo que podemos considerarlas como fuentes de energía verdaderamente primarias.
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FIGURA II.2. Rutas de obtención de combustibles líquidos a partir de fuentes distintas del petróleo.
La otra ruta parte de materiales y compuestos químicos que contienen carbono existentes en la biósfera actual, bien sean de origen biológico, es decir, que formen parte de la biomasa, como especies vegetales por ejemplo, o se trate del dióxido de carbono que está presente en la atmósfera en equilibrio con el conjunto de la biomasa. Ya que la materia vegetal incorpora en ella carbono atmosférico bajo la forma de dióxido de carbono durante la fotosíntesis, cuando se quema no hace sino liberar a la atmósfera el dióxido de carbono que incorporó previamente, por lo que esta ruta descrita de manera tan simplificada no contribuiría a la emisión de gases de efecto invernadero. Es decir, al final del proceso tendríamos un balance cero de emisiones. Más adelante se expondrán los motivos por los cuales esta visión simplista no se ajusta en absoluto a la realidad, ya que la utilización de combustibles derivados de la biomasa puede incluso producir emisiones superiores a las que provienen de los combustibles fósiles.
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TRANSFORMACIÓN DEL CARBÓN Y EL GAS NATURAL EN COMBUSTIBLES LÍQUIDOS. EL PROCESO FISCHER-TROPSCH La transformación tanto del carbón como del gas natural en combustibles líquidos se realiza generalmente a través de una primera etapa intermedia en la que ambos combustibles fósiles se hacen reaccionar con vapor de agua a alta temperatura, con el fin de obtener una mezcla de gases que consiste sobre todo en monóxido de carbono (CO) e hidrógeno (H2), denominada “gas de síntesis”, acompañada de algunos otros subproductos como dióxido de carbono y óxidos de nitrógeno. El nombre “gas de síntesis” hace referencia a que esta mezcla de gases constituye el punto de partida para la síntesis industrial de compuestos químicos tan importantes como amoniaco, metanol e hidrocarburos líquidos. A pesar de que los procesos que parten de carbón o de gas natural son similares en lo esencial desde un punto de vista químico, existen entre ellos diferencias que hacen aconsejable tratarlos de manera independiente. El carbón se puede transformar en combustibles líquidos, un proceso que recibe el nombre genérico de licuefacción, mediante dos rutas distintas: una directa y otra indirecta, esta última la más empleada. La primera de ellas, desarrollada por el químico alemán Friedrich Bergius entre 1910 y 1925, y que le valió el premio Nobel de Química en 1931, consiste en el tratamiento del carbón parcialmente diluido en un disolvente como el naftaleno, con hidrógeno a alta temperatura y alta presión. En estas condiciones se produce una hidrogenación parcial del carbón, es decir, se incorpora hidrógeno a la vez que se produce una ruptura de la compleja estructura molecular del carbón, dando como resultado una mezcla de hidrocarburos similar a la que forma el gasóleo obtenido del petróleo. El hidrógeno hay que obtenerlo de otra fuente, por ejemplo el agua, lo cual consume una gran cantidad de energía, que se añade a la que necesita el proceso de hidrogenación, lo que hace que el rendimiento energético del conjunto sea bastante bajo. Este procedimiento se empleó en Alemania durante la segunda Guerra Mundial, ya que el país no disponía de fuentes autóctonas de petróleo y apenas tenía acceso a recursos externos, que se reducían a los yacimientos de la región de Ploiesti, en Rumania. El segundo procedimiento, que es indirecto, consta de dos etapas. En la primera de ellas, el carbón se hace reaccionar a alta temperatura y alta presión con vapor de agua y con algo de oxígeno. La reacción del vapor de agua con el carbón produce una mezcla de dos gases: monóxido de carbono e hidrógeno, acompañados de pequeñas cantidades de dióxido de carbono y otros gases.2 Por lo tanto, un material sólido como el carbón se transforma en una mezcla de gases, por lo que este proceso se denomina gasificación. Como luego veremos, este proceso no es exclusivo del carbón, sino que se puede aplicar al tratamiento de diversas materias ricas en carbono, como el gas natural, la madera o residuos de biomasa, aunque con
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ciertas limitaciones. La gasificación del carbón es un proceso que se puso en práctica a escala industrial a comienzos del siglo XIX, ya que la mezcla de monóxido de carbono e hidrógeno arde muy bien, utilizándose para iluminar las ciudades primero europeas, comenzando con Londres, y después estadunidenses, y también para calefacción. Esa mezcla gaseosa se denominaba “gas ciudad”, y el nombre ya hacía referencia al lugar en el que se utilizaba. El proceso produce como residuo alquitranes, mezclas complejas de diversos compuestos químicos con muy bajo contenido de hidrógeno, esencialmente compuestos aromáticos, el fenol entre ellos, que constituyeron la base de la industria de los colorantes sintéticos a partir de la segunda mitad de ese siglo. Aunque la gasificación del carbón fue sustituida por el uso del gas natural como sistema de iluminación de las grandes ciudades, ha encontrado aplicaciones para mejorar la eficiencia energética de las centrales eléctricas alimentadas con carbón. En una central eléctrica convencional el carbón se quema directamente para producir vapor de agua a alta temperatura, que se utiliza para mover una turbina que genera electricidad, y su rendimiento energético es aproximadamente de 35% como máximo; es decir que sólo 35% de la energía contenida en el carbón inicial es transformada en electricidad. Sin embargo, en las centrales en las que se emplea una tecnología que utiliza la gasificación del carbón, el rendimiento energético puede llegar a 50%. Se trata de una mejora importante, ya que reduce la cantidad de carbón consumida por unidad de energía eléctrica producida, y por lo tanto supone una sensible disminución de las emisiones de CO2. El gas de síntesis puede utilizarse de dos maneras distintas como combustible para vehículos dotados de motores de combustión interna. Por una parte, puede inyectarse directamente en el motor, pero esto supone que los vehículos deben transportar consigo todo el sistema de producción del gas, muy voluminoso y pesado. Este sistema se ha utilizado en épocas de grave escasez de gasolina, por ejemplo durante la segunda Guerra Mundial, cuando aquélla estaba reservada casi exclusivamente a usos militares, y también en la posguerra, o en España tras la Guerra Civil, cuando se conoció como gasógeno. En estos casos incluso se usaba madera como materia prima para generar el gas de síntesis en las calderas que remolcaban los vehículos. La eficiencia energética de estos sistemas era muy baja y éstos además eran muy contaminantes, pero al menos podían hacer funcionar un automóvil, un camión o un tractor con una tecnología autónoma y relativamente simple, en una situación en que no había ningún combustible alternativo. Debido a esos graves inconvenientes, el gas de síntesis no se utiliza directamente como combustible, sino que se transforma en hidrocarburos líquidos mediante dos procedimientos distintos, como se representa en la Figura II.2. En el primero de ellos, el gas de síntesis se transforma en una mezcla de hidrocarburos similar a la del dísel, y en el segundo se convierte primero en metanol, que en una segunda etapa se transforma en gasolina. Vamos a analizar cada uno de esos procedimientos por separado.
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En los años veinte del siglo pasado, el químico alemán Franz Fischer y su colega, el ingeniero industrial Hans Tropsch, desarrollaron un método de su invención para la conversión del gas de síntesis en hidrocarburos líquidos. El método consiste en tratar el gas de síntesis a una temperatura de alrededor de 250 °C y una presión de unas 60 atmósferas (atm), en presencia de un metal que actúa como catalizador, generalmente hierro o cobalto. Este procedimiento es conocido como síntesis Fischer-Tropsch (FT, de manera abreviada) en honor de sus dos inventores. En realidad se trata de una reacción de hidrogenación catalítica del monóxido de carbono que da lugar a la formación de hidrocarburos lineales líquidos, conocidos como parafinas, acompañados de subproductos como olefinas, pequeñas cantidades de alcoholes y parafinas sólidas, como ceras. Esta mezcla se refina posteriormente para obtener dísel y gasolina. Sirviéndose de esta tecnología, Alemania tenía funcionando en 1944, el penúltimo año de la segunda Guerra Mundial, 25 plantas industriales que producían 124 000 barriles de combustible por día, alrededor de 6.5 x 106 toneladas anuales. Acabada la guerra, los científicos alemanes responsables de estos proyectos fueron trasladados por los Estados Unidos a suelo estadunidense para continuar trabajando en proyectos de investigación sobre combustibles sintéticos dentro de programas financiados por el gobierno federal. Teniendo en cuenta que el conjunto del proceso consiste en la transformación del carbón en compuestos líquidos, se denomina en inglés coal to liquids (CTL, “carbón a líquidos”). Después de 1950 las únicas instalaciones que utilizaban esta tecnología fueron construidas por el gobierno racista sudafricano que estableció el sistema del apartheid para hacer frente al embargo de petróleo decretado por la comunidad internacional. En ese país siguen funcionando en la actualidad dos grandes plantas industriales operadas por la compañía Sasol, que suministran 25% del dísel y la gasolina que consume Sudáfrica y procesan 45 millones de toneladas de carbón al año. El funcionamiento de las plantas no está exento de graves problemas ambientales. El carbón se debe purificar antes de ser procesado, lo que genera enormes cantidades de residuos con un alto contenido en azufre y en cenizas, que no tienen interés comercial y que se acumulan a razón de unas 50 millones de toneladas anuales. Además, para producir un barril de combustible hay que emplear cinco barriles de agua, que hay que tratar posteriormente para eliminar los contaminantes que contienen y proceder al menos en parte a su reutilización. Recientemente, China se ha interesado por esta tecnología, por la misma razón por la que lo sigue haciendo Sudáfrica: porque no dispone de recursos petrolíferos y sí de importantes reservas de carbón. Se ha mencionado el empleo de un catalizador en el proceso FT, y efectivamente ésa es la clave de su funcionamiento. Probablemente el lector no esté familiarizado con expresiones como catalizador, o catálisis, lo que aconseja explicar su significado, porque todos los procesos de obtención de combustibles líquidos, incluidos los que proceden del petróleo, necesitan emplear catalizadores. Un catalizador es una sustancia que produce un aumento de la velocidad de una reacción química dada sin que sea consumida en la propia reacción. Este
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comportamiento tiene grandes ventajas, ya que permite, por ejemplo, disminuir la temperatura a la que transcurre una determinada reacción, con el consiguiente ahorro de energía, porque la actividad del catalizador compensa la disminución de velocidad de reacción ocasionada por esa menor temperatura. Los catalizadores pueden ser líquidos, gaseosos o sólidos, y son estos últimos los que se utilizan en el proceso FT. Los catalizadores presentes en los organismos biológicos se denominan enzimas y son parte esencial de la vida tal como la conocemos en la Tierra. Gracias a ellos se pueden regular y controlar las complejas reacciones que transcurren en las células, y si por algún motivo su funcionamiento se altera o una enzima determinada no está presente por alguna alteración genética, se producen graves consecuencias para el organismo. Los catalizadores están presentes también en la industria; se calcula que alrededor de 80% de los procesos industriales involucra el empleo de al menos un catalizador. Aunque en las definiciones comunes de catalizador se resalta su papel de acelerar las reacciones químicas, en la inmensa mayoría de los procesos químicos reales en los que se usan catalizadores, su gran ventaja estriba en que favorecen de manera selectiva una reacción en particular de entre las muchas que tienen lugar en su ausencia. De esta manera, permiten la obtención de un determinado compuesto químico de manera muy selectiva, es decir, casi en exclusiva y sin que se formen otros. Esto es precisamente lo que ocurre con los catalizadores de la reacción FT, que producen preferentemente hidrocarburos, en lugar de alcoholes u olefinas, que también se forman, pero sólo como impurezas, y siempre en cantidad muy inferior a la que se obtiene en ausencia de catalizador. Como tantas veces ocurre con los grandes descubrimientos científicos, éstos no se producen en laboratorios aislados, encerrados en una burbuja, sino que los científicos que los protagonizan están permanentemente informados de los descubrimientos y las invenciones de sus colegas, leen las revistas especializadas, acuden a congresos, visitan los laboratorios de otros colegas; en definitiva, están sujetos a un continuo flujo de información. Esto no excluye la genialidad del inventor aislado, del científico que realiza una aportación revolucionaria en su campo, pero incluso así, nada de eso sería posible sin la gran cantidad de influencias, a veces aparentemente pequeñas, que existen a su alrededor. El caso del descubrimiento de la reacción de FT no fue una excepción. En los últimos años del siglo XIX los químicos franceses Paul Sabatier y Jean-Baptiste Senderens —este último también sacerdote— descubrieron que metales finamente divididos —es decir, reducidos a partículas muy pequeñas, como el níquel o el platino— eran capaces de añadir hidrógeno a una gran cantidad de compuestos orgánicos. Como parte del programa experimental que emprendieron para elucidar la naturaleza de esas reacciones químicas, en 1902 encontraron que también el monóxido de carbono era capaz de reaccionar con hidrógeno para dar metano, en presencia del metal níquel que actuaba como catalizador. Ésta fue la primera vez que se obtuvo un hidrocarburo —el metano— a partir de la mezcla de gas de síntesis. Prácticamente durante los mismos años, los alemanes Fritz Haber, químico, y Carl Bosch, ingeniero, trabajaban en otra reacción de extrema importancia, que también implicaba
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la adición de hidrogeno a una molécula sencilla y muy poco reactiva: el nitrógeno, con el objetivo de sintetizar amoniaco. Ambos recibirían el premio Nobel por esos estudios, que permitieron a la humanidad disponer por primera vez de una fuente de fertilizantes nitrogenados para la agricultura, cuya cantidad era virtualmente inagotable y que sustituyó a los cada vez más escasos compuestos de nitrógeno de origen biológico utilizados hasta entonces, o al amoniaco que se obtenía como subproducto de la gasificación del carbón. La síntesis de amoniaco requería en los primeros tiempos someter la mezcla de nitrógeno e hidrógeno a altas temperaturas (entre 600 y 700 °C) y a presiones hasta de 200 atm, lo que obligó a un gran desarrollo de la ingeniería del proceso para encontrar materiales y dispositivos que pudiesen soportar las severas condiciones de reacción. Además, requería la intervención de un catalizador, que aumentaba la velocidad de reacción hasta niveles que permitían la industrialización del proceso. Se ensayaron muchos metales de diversos grupos del sistema periódico, y finalmente se encontró que el más adecuado era el hierro, aunque también se utiliza el rutenio, mucho más caro, en algunas instalaciones industriales. Sobre la base de esos antecedentes y de la experiencia de la industria química alemana en procesos catalíticos y en sistemas que trabajaban a alta presión, Fischer y Tropsch pudieron desarrollar su proceso de síntesis de combustibles a partir de gas de síntesis. Ambos ensayaron diversos catalizadores, entre ellos el hierro que se utilizaba en la síntesis del amoniaco, y encontraron que funcionaba bastante bien para su proceso. Además del hierro, también se puede utilizar el cobalto, aunque es más caro. Esos metales generalmente se dispersan en un soporte refractario, como la alúmina o la sílice, para obtener de esa manera partículas de metal muy pequeñas, inferiores a una décima de micra, que ofrecen una gran superficie de contacto entre el metal y la mezcla de CO e H2, lo que mejora la velocidad de la reacción.
LOS INCONVENIENTES DEL PROCESO DE TRANSFORMACIÓN DEL CARBÓN EN HIDROCARBUROS LÍQUIDOS
Aquellos países que históricamente han instalado fábricas de combustible sintético con base en la tecnología FT, lo han hecho acuciados por una gran escasez de combustible, y la razón por la que hoy en día se pretende fomentar esta tecnología es similar. No porque falte combustible en la actualidad, sino por las previsiones de que el petróleo no va a ser capaz de satisfacer, a largo plazo, la insaciable demanda mundial de combustibles líquidos. Pero ahora ha entrado en el escenario un segundo actor que estaba ausente a mediados del siglo pasado, o al menos del que nadie había advertido su sigilosa presencia: la amenaza de un cambio climático brusco debido a las emisiones antropogénicas de gases de efecto invernadero, sobre todo de CO2. Por lo tanto, es necesario analizar cualquier recurso energético propuesto como alternativa al petróleo desde dos puntos de vista, y así se hace a lo largo de este ensayo. Por
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una parte, su balance de energía, o rendimiento energético, y, por otra, sus emisiones de CO2 o, mejor, CO2 equivalente, por unidad de recurso energético producida.3 El balance de energía o rendimiento energético se calcula considerando cuánta energía primaria hay que utilizar para producir una unidad de energía del recurso energético en cuestión, considerando —y esto es de extrema importancia— todo el ciclo de producción de éste. Esto es lo que en inglés se denomina from well to wheel, que se puede traducir como “desde el pozo hasta la rueda”, es decir, desde el lugar donde se extrae el recurso —el pozo de petróleo en el caso de esta fuente de energía— hasta que está listo para ser usado en un vehículo. En el caso del petróleo, se calcula que se emplea aproximadamente 12% de la energía del crudo en el proceso de refinamiento, por lo que su rendimiento o eficiencia energética es de 88%, aunque algunas fuentes la elevan hasta 90%. Sin embargo, el rendimiento energético en el proceso FT es sólo de 40%, menos de la mitad que en el caso del petróleo. Esto significa que por cada unidad de energía producida se necesita emplear 2.4 unidades de energía en forma de carbón. En la práctica, esto implica que por cada barril de combustible producido, que tiene un peso de 134 kilogramos, se necesita emplear 800 kilogramos de carbón. Estos datos pueden variar ligeramente en función del tipo de carbón utilizado, pero se trata en todo caso de un proceso con muy baja eficiencia energética. La consecuencia de todo ello es que para producir mediante este método la misma cantidad de combustible líquido procedente del petróleo que se consume actualmente, habría que duplicar al menos el consumo actual de carbón. El análisis de las emisiones de CO2 del proceso conduce a conclusiones aún más desfavorables. Debido al bajo contenido energético del carbón en comparación con el petróleo, y a la baja eficiencia energética del proceso, una planta de producción de combustible FT genera 20 veces más emisiones de ese gas que una refinería de petróleo por unidad de combustible producido, y asciende a 1 400 kilogramos de CO2 por barril. La producción de un único millón de barriles por día generaría en un año 8% de todo el CO2 emitido actualmente por los Estados Unidos en ese periodo, una cifra astronómica. Estados Unidos produjo en 2011 5.6 mbpd, 55% de sus necesidades. Esto significa que si produjese todo el combustible líquido que necesita a partir de carbón mediante el proceso FT duplicaría sus actuales emisiones debidas al transporte. A estos graves problemas ambientales habría que añadir el hecho de que el coste de una fábrica de FT al menos es el doble que el de una refinería. Por lo tanto, la producción de hidrocarburos líquidos a partir de carbón mediante el proceso FT presenta graves inconvenientes: una baja eficiencia energética y un enorme coste ambiental. Sin embargo, este proceso figura en la agenda energética de las sucesivas administraciones estadunidenses, incluida la de Obama. La razón de ello, según declaran las propias administraciones, reside en la búsqueda de la seguridad energética del país: como Estados Unidos posee grandes reservas de carbón —de hecho las mayores del mundo—
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podría disminuir su dependencia de las importaciones de petróleo utilizando esa tecnología, y así asegurarse la disponibilidad de combustible aun en caso de grave crisis energética mundial. Es decir, razones no muy distintas a las que condujeron a la Alemania nazi y al régimen racista sudafricano a construir sus plantas industriales del proceso FT. Pero ese objetivo, lograr la seguridad energética basada en el autoabastecimiento, también es el verdadero motivo, como se expondrá más adelante, por el que Estados Unidos está desarrollando una decidida política de estímulo al empleo de biocombustibles obtenidos a partir de cultivos agrícolas domésticos. Las razones por las que China está impulsando la construcción de instalaciones industriales para producir combustibles a partir de carbón son las mismas que las de los Estados Unidos, o incluso más urgentes: China apenas posee reservas de petróleo, mientras que Estados Unidos no sólo cuenta con ellas sino que además es el tercer productor mundial, detrás de Arabia Saudita y Rusia. En otras palabras, el enorme ritmo de crecimiento económico de China causará que sus importaciones de petróleo superen pronto a las de los Estados Unidos, y lo harán extremadamente vulnerable frente a cualquier circunstancia que dificulte su suministro. Para los dos países, las consecuencias ambientales de esa estrategia energética pasan a un segundo plano, cuando no son simplemente desdeñadas. A ambos lados del Pacífico, la autosuficiencia de combustibles líquidos a cualquier precio es la condición indispensable para la hegemonía mundial. El gas natural también se puede utilizar como materia prima de partida para obtener el gas de síntesis, para lo cual se hace reaccionar con vapor de agua a alta temperatura, un proceso que se conoce como reformado. En etapas posteriores, la mezcla de monóxido de carbono e hidrógeno que constituye el gas de síntesis se transforma en hidrocarburos líquidos, por lo que el conjunto del proceso consiste en una transformación de un gas —el gas natural, constituido esencialmente por metano— en una mezcla de hidrocarburos líquidos. El gas natural es la materia prima de partida preferida por la industria química para la producción de metanol, hidrógeno y amoniaco, así como alcoholes y ácido y anhídrido acéticos; además, existen en el mundo alrededor de un millar de plantas industriales que producen gas de síntesis partiendo de gas natural. La reacción de reformado del gas natural con agua transcurre a alta temperatura y requiere el suministro continuo de calor, además de la presencia de un catalizador de níquel para aumentar la velocidad de reacción. Ya se indicó antes que todos los procesos de obtención o transformación de hidrocarburos, bien sea partiendo de petróleo o de otras fuentes de carbono, incluyendo los biocombustibles, son de naturaleza catalítica, en el sentido de que requieren el empleo de al menos un tipo de catalizador. Desde el punto de vista energético y ambiental, en general son aplicables al gas natural las conclusiones expuestas, para el caso en el que se utilice carbón como materia prima para la producción de hidrocarburos líquidos mediante el procedimiento FT.
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OBTENCIÓN DE GASOLINA A PARTIR DE METANOL La segunda vía para obtener hidrocarburos líquidos a partir de gas de síntesis se lleva a cabo en dos etapas. En la primera de ellas se obtiene metanol, que en la segunda etapa se transforma en hidrocarburos. El metanol es el más sencillo de los alcoholes, ya que contiene un único átomo de carbono; su fórmula química es CH3OH. Durante mucho tiempo fue conocido como “alcohol de madera”, debido a que se obtenía mediante la destilación seca de la madera, un proceso en el que ésta se calienta a temperatura moderada en ausencia de aire, para evitar que arda. Se obtienen incluso pequeñas cantidades de metanol en la destilación de materias vegetales fermentadas para fabricar licores, como el aguardiente, cuyo contenido en metanol está regulado debido a su alta toxicidad. Esos procedimientos tradicionales, dependientes de la biomasa, fueron sustituidos progresivamente a partir de la tercera década del siglo XX por procedimientos de síntesis química. La producción de metanol a partir del gas de síntesis fue desarrollada por científicos alemanes de la compañía BASF en la década de los veinte, y también necesita el concurso de un catalizador. Inicialmente se empleaban temperaturas y presiones muy elevadas, que podían llegar hasta las 300 atm. Sin embargo, con la introducción, en la década de los sesenta, de un nuevo catalizador mucho más eficaz que los anteriores, basado en un óxido de cobre y cinc, pudo reducirse la temperatura y la presión de trabajo en el reactor, que ya es inferior a las 100 atm. Esto ha supuesto un gran ahorro de energía y de la inversión necesaria para construir las plantas de producción, y, en consecuencia, una sensible disminución del precio de ese alcohol. Existen hoy en día alrededor de un millar de fábricas de metanol en todo el mundo, que producen unas 40 millones de toneladas anuales de este producto, cuyo consumo aumenta a un ritmo de 4% anual. La gran mayoría de ellas utiliza gas natural como materia prima, y así se produce el gas de síntesis en la propia planta. Éste, una vez purificado convenientemente, es conducido a los reactores en los que se transforma en metanol. La tecnología necesaria para poner en marcha las plantas de producción está en manos de un puñado de empresas, una sola de las cuales —la británica Johnson Matthey que, a su vez, adquirió esta tecnología a la también británica Imperial Chemical Industries (ICI)— copa 60% del mercado mundial. La tecnología más avanzada utilizada en la fabricación de combustibles líquidos, incluidos los del petróleo, está en manos de un pequeño número de empresas, de capital estadunidense y británico casi todas ellas. El metanol es un compuesto químico muy valioso que se utiliza en la síntesis de ácido acético y formaldehído, entre otros productos, y su tecnología de producción a partir del gas de síntesis está bien establecida en sus líneas generales, sujeta no obstante a continuas mejoras con el fin de optimizar, en la medida de lo posible, la economía del proceso. Sin embargo, el interés que despierta el metanol en el campo de la energía es más reciente, y se remonta a 1972. En ese año, un grupo de científicos de la empresa estadunidense dedicada al negocio del petróleo Mobil Oil, que más tarde se fusionó con la compañía Exxon para constituir el gigante
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empresarial Exxon-Mobil, experimentaba en los laboratorios de la compañía con el fin de explorar las propiedades de un nuevo tipo de catalizador que acababan de descubrir, en particular su actividad para transformar diversos compuestos orgánicos en otros que pudieran ser de interés comercial. Observaron que cuando ese nuevo catalizador se ponía en contacto con metanol a temperatura de unos 400 °C, se obtenía un producto líquido con características similares a las de la gasolina. Esos investigadores acababan de descubrir una nueva ruta para transformar el gas de síntesis en combustibles líquidos, la primera invención de ese tipo desde la de los alemanes Fischer y Tropsch 50 años antes, y que iba a tener una gran repercusión tecnológica. En realidad, ajustando las condiciones del proceso y las propiedades del catalizador, se puede obtener no sólo gasolina sino también otros hidrocarburos gaseosos como el etileno, el propileno y el buteno, que se utilizan en la industria petroquímica para la fabricación de plásticos. Es decir, a partir del metanol y gracias al nuevo catalizador, se podían preparar algunos de los productos más importantes que se obtienen habitualmente en las refinerías a partir del petróleo (véase la Figura II.3).
FIGURA II.3. Rutas de transformación del metanol en hidrocarburos.
El proceso de conversión del metanol en gasolina en las publicaciones especializadas se conoce de manera abreviada como MTG, a partir de las iniciales de su nombre en inglés (methanol to gasoline). La primera planta industrial se instaló en Nueva Zelanda, comenzó a operar en 1985 e integraba los tres procesos: la obtención del gas de síntesis a partir de gas natural; su conversión en metanol, y la de éste en gasolina. La planta fue clausurada en 1996 por razones de rentabilidad económica. Aquella invención supuso una gran revolución en los campos tanto de la catálisis como de la energía, porque su desarrollo fue coincidente con la denominada crisis del petróleo de los años setenta, en concreto con la enorme subida del precio del crudo de 1973, que marcó el fin de la era del petróleo barato y sin duda supuso un estímulo para comenzar a explorar nuevas tecnologías para la obtención de combustibles sintéticos que no dependiesen del petróleo. Los que entonces iniciábamos nuestra carrera
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como investigadores en el campo de la catálisis, recién obtenido el doctorado, pudimos constatar de primera mano la excitación que se produjo en los laboratorios extranjeros ante aquel descubrimiento, que abría perspectivas insospechadas y, por qué no decirlo, nos proporcionaba en los inicios de nuestra profesión un aliciente añadido; sabemos que lo inesperado suele aguardar agazapado tras lo aparentemente simple, pero no siempre, ni mucho menos, se muestra capaz de contribuir a resolver un problema de tal trascendencia como el energético. El artífice de esa transformación de una molécula tan sencilla como el metanol —que sólo consta de un átomo de oxígeno, cuatro de hidrógeno y uno de carbono— en gasolina —que es una mezcla compleja de hidrocarburos que contienen entre cuatro y 10 átomos de carbono, que adoptan distintas estructuras moleculares—, es un material cristalino de aspecto pulverulento, pero que visto a través de un potente microscopio electrónico que aumenta la imagen miles de veces, aparece compuesto por pequeños cristalitos que no sobrepasan el tamaño de una micra —la milésima parte de un milímetro— y que está constituido básicamente por oxígeno, silicio y aluminio. Ese material es un aluminosilicato sintético que pertenece a una familia de silicatos emparentados con los feldespatos o las arcillas, minerales abundantes en la corteza terrestre, pero muy distintos a ellos por sus propiedades. Esa familia de silicatos se conoce con el nombre genérico de zeolitas, y la zeolita que cataliza la transformación del metanol en gasolina se denomina ZSM-5. Es muy probable que el detergente en polvo que tiene en su hogar contenga una cierta cantidad de zeolita sintética distinta a la anterior, que se utiliza para disminuir la concentración de los cationes de calcio y magnesio que contiene el agua, un proceso que se conoce como “ablandamiento” del agua, lo que favorece el lavado. Aunque las zeolitas son minerales que se encuentran en la corteza terrestre, en general son poco abundantes y sus principales yacimientos se encuentran por lo general asociados a materiales volcánicos en regiones con actividad sísmica, como México, China, Japón o Italia. El primer mineral de esta familia fue descubierto en 1756 por el químico sueco Axel Fredrik Cronstedt, quien le dio el nombre de zeolita, palabra de raíces griegas derivada de ζέω, zéō, y λίθος, líthos, cuya traducción literal sería “piedra que hierve”. Poco podía imaginar su descubridor la enorme importancia tecnológica que tendría su descubrimiento dos siglos después.4 Los cristalitos de las zeolitas no son macizos, sino que, vistos bajo un microscopio electrónico, se nos aparecerían como un queso gruyer en el que los huecos serían todos del mismo tamaño y estarían dispuestos de manera regular. Pues bien, los huecos de los cristales de la zeolita zsm-5 tienen justo el tamaño de las moléculas de los hidrocarburos que forman la gasolina, por lo que, cuando el metanol penetra en el interior de los cristales y reacciona transformándose en hidrocarburos, sólo puede formar los que son de tamaño similar a los de esas cavidades, pero no mayores.5 La gasolina que se obtiene en el proceso MTG es de alto octanaje y, si se toma la precaución de eliminar los compuestos de azufre que puede contener el gas natural que se utiliza para
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fabricar el gas de síntesis, no contiene compuestos de azufre ni de nitrógeno, por lo que no es necesario recurrir a los costosos procesos de purificación que se realizan en las refinerías para eliminar esos compuestos de los combustibles derivados del petróleo. Uno de los inconvenientes de esta reacción es que no puede producir dísel (mezcla de hidrocarburos que contienen entre 10 y 16 átomos de carbono; predominan los de 14), ni combustible para aviación (mezcla de hidrocarburos que contienen entre nueve y 14 átomos de carbono; los más abundantes son los de 11), ya que, como se ha explicado, esos hidrocarburos son demasiado grandes como para formarse en el espacio restringido que existe en el interior de las cavidades de la zeolita zsM-5. De esta manera, desde el punto de vista de su potencial como alternativa al petróleo para obtener combustibles líquidos, el proceso MTG es complementario al de Fischer-Tropsch. Además, en principio, cualquier recurso energético que proporcione gas de síntesis —como el gas natural, el carbón o, como se expondrá en el siguiente capítulo, incluso biomasa como la madera— puede utilizarse como fuente primaria de carbono para el proceso. El balance de energía de la propia reacción de transformación del metanol en gasolina es bastante favorable, del orden de 90%, ya que se trata de un proceso exotérmico —es decir, que desprende calor—, y ese calor contribuye a mantener la temperatura a la que transcurre la reacción, disminuyendo así el aporte externo de combustible. Desde ese punto de vista, la eficiencia energética de la transformación de metanol a gasolina es similar a la del procesado del petróleo crudo para obtener los distintos combustibles e hidrocarburos que se producen en las refinerías. Desgraciadamente, no existen en el planeta depósitos naturales de metanol; no hay lagos subterráneos de este alcohol esperando a que los encontremos y extraigamos de ellos su precioso contenido. Por lo tanto, hay que tener en cuenta el balance de todo el proceso MTG, incluyendo la síntesis del metanol a partir de gas natural. Cuando se considera de manera global, la eficiencia energética cae hasta el 50%. Esto significa que por cada unidad de energía producida, por ejemplo por cada barril de gasolina obtenida, la mitad se ha consumido en su proceso de producción. Esa energía proviene de fuentes fósiles, de gas natural o de carbón. Dicho de otra manera, si quisiéramos producir toda la gasolina que hoy en día consumimos en el mundo mediante este proceso, habría que duplicar el consumo de energía fósil que se dedica al transporte, en este caso bajo la forma de gas natural o carbón, en lugar de petróleo. Este aumento de consumo conllevaría irremediablemente un incremento de las emisiones de dióxido de carbono, de manera que todo el proceso de fabricación de una tonelada de gasolina a partir de gas natural mediante el proceso MTG produce la emisión de 1.7 toneladas de dióxido de carbono, a las que habría que sumar las producidas por la combustión de esa tonelada de gasolina en el motor de los vehículos que la utilizan. Esas emisiones son cuatro veces más de las que se producen en la obtención de esa misma tonelada de gasolina en las refinerías. De lo expuesto hasta ahora respecto de la obtención de combustibles sintéticos a partir de fuentes de carbono fósil distintas a las del petróleo, que son el gas natural y el carbón, se
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pueden extraer varias conclusiones. En primer lugar, que existen las tecnologías para la obtención tanto de gasolina como de gasóleo y de combustible para aviación a partir de esas dos fuentes primarias. En segundo lugar, que el empleo de esas tecnologías conlleva un aumento de las necesidades de energía fósil, que prácticamente se duplica, y que como consecuencia de ello las emisiones de gases de efecto invernadero se incrementan en la misma medida (véase el cuadro II.1). Las conclusiones que se acaban de exponer no pueden estar más claras. Sin embargo, asistimos a un renovado interés por la instalación de plantas industriales para la obtención de combustibles sintéticos mediante las dos rutas que se acaban de describir. Considerando los altos niveles de emisiones de dióxido de carbono que originan ambos procesos, no hay ninguna duda de que la razón no puede ser contribuir a mitigar las emisiones causadas por el empleo de petróleo, ya que ocurre precisamente lo contrario. Sus causas se descubren con facilidad si analizamos las estrategias energéticas de los países que están promoviendo esas tecnologías, los Estados Unidos y China. En ambos casos, el objetivo es reducir, en la medida de lo posible, su dependencia de las importaciones de petróleo, con el fin de aumentar su seguridad energética reduciendo su vulnerabilidad en caso de grave crisis internacional que dificulte su suministro. Los gobiernos de ambos países impulsan el empleo de carbón y gas natural nacional como materia prima para la síntesis de combustibles líquidos, mediante diversas iniciativas legislativas y, como se expondrá en capítulos posteriores, ésa también es la razón por la que la administración Obama favorece el desarrollo de los biocombustibles líquidos a partir de biomasa, esencialmente del maíz producido en suelo estadunidense. Esa política energética en el sector del transporte tiene como consecuencia un gran aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero, que difícilmente va a compensarse sustituyendo esos dos combustibles fósiles en la producción de energía eléctrica por otras fuentes de energía primaria, que prácticamente se reducen a la solar, la eólica y la nuclear. CUADRO II.1. Eficiencia energética y emisiones producidas en la elaboración de los correspondientes combustibles mediante los procesos FT y MTG comparados con los del procesado del petróleo
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¿UNA VÍA NO CONTAMINANTE PARA LA OBTENCIÓN DE GASOLINA A PARTIR DEL METANOL?
El gas de síntesis que se convierte en metanol no sólo contiene monóxido de carbono, sino también pequeñas cantidades de dióxido de carbono que también reacciona con el hidrógeno del gas de síntesis al igual que lo hace el monóxido de carbono para dar metanol como producto. Esto significa que el CO2 puro puede reaccionar con hidrógeno para formar metanol, de acuerdo con la siguiente ecuación química:
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CO2 + 3H2 → CH3OH + H2O ΔH298 K = -49.51 kJ/mol Esta reacción es ligeramente exotérmica, pero menos que la reacción del CO con el hidrógeno para dar también metanol. La reacción se lleva a cabo a una temperatura de unos 250 °C, y a unas 50 atm de presión, y también funciona con el mismo catalizador de cobre y cinc disperso sobre un sólido refractario, como la alúmina, que se utiliza para la reacción entre el CO y el H2. Es decir que desde el punto de vista práctico los procesos de síntesis de metanol a partir de CO o de CO2 son muy similares. La viabilidad técnica de la transformación directa del CO2 en metanol abre perspectivas muy interesantes respecto de la posibilidad de obtener, por esa ruta, combustibles líquidos que no produzcan una emisión neta de gases de efecto invernadero. El investigador estadunidense de origen húngaro George Olah, que recibió en 1994 el premio Nobel de Química por sus estudios sobre las reacciones de los hidrocarburos en presencia de sustancias extremadamente ácidas que se denominan “super-ácidos”, ha desarrollado el concepto de “economía del metanol”, que ha expuesto en diversos artículos científicos y, más ampliamente, en un libro que publicó en 2006. El concepto básico de esta propuesta consiste en el reciclado químico del CO2 mediante su reacción con hidrógeno para producir metanol y su derivado el dimetiléter, a partir de los cuales se pueden obtener combustibles a través del proceso MTG. Según esa propuesta, se podría capturar el CO2 producido por las centrales térmicas de carbón o gas natural en lugar de liberarlo a la atmósfera, transformándolo en metanol en una fábrica que funcionara al lado de la propia central térmica. Aunque la combustión posterior de los combustibles obtenidos a partir de ese metanol liberaría CO2 a la atmósfera, se habría evitado una buena parte de las emisiones. No obstante la propuesta va más allá, pues propone el reciclado químico del CO2 presente en la atmósfera, capturándolo primero y transformándolo a continuación en metanol, con lo que se lograría su reciclado completo y, por consiguiente, su concentración en la atmósfera se estabilizaría. Este proceso de reciclado químico del CO2 sería equivalente al que tiene lugar de manera natural en la biósfera mediante la fotosíntesis (véase la Figura II.4).
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FIGURA I1.4. Reciclado químico del CO2. (Fuente: adaptado de Green Car Congress.)
La propuesta del profesor Olah sin duda es atractiva, pero no se pueden soslayar algunas de las dificultades que entraña su realización práctica. La primera la encontramos en el balance de energía del proceso en su conjunto. Aunque la reacción de síntesis del metanol a partir de la mezcla de dióxido de carbono e hidrógeno libera algo de calor, el proceso global requiere consumo de energía, como ya se explicó en el caso de la fabricación de metanol a partir del gas de síntesis. Sin embargo, el problema principal reside en la manera en que se obtiene el hidrógeno. El gas de síntesis ya lo contiene, pero si partimos de CO2 necesitamos obtener el hidrógeno de alguna parte, y en el planeta no hay fuentes naturales de este gas extremadamente reactivo. Se podría obtener del gas natural, pero esto no soluciona el problema, porque junto con el hidrógeno se obtiene también dióxido de carbono. En realidad, desde un punto de vista ambiental, la mejor opción es extraer el hidrógeno de su principal fuente en el planeta, el agua, en la que se encuentra combinado con el oxígeno, constituyendo 11% de su peso. El procedimiento clásico para hacerlo es la electrólisis, pero para eso hay que emplear energía eléctrica, y ahí reside el problema. Con la tecnología disponible en la actualidad, que ha experimentado notables mejoras con el paso de los años, la eficiencia energética de la electrólisis es de alrededor de 75%, lo que implica que la obtención de un kilogramo de
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hidrógeno puro por electrólisis consume 53 kilovatios hora (kWh) de energía eléctrica, lo que equivale a 190 MJ (1 MJ = 106 julios, unidad de energía) o al contenido energético de cuatro kilogramos de gasolina. El contenido energético de un kilogramo de metanol es la mitad que el de un kilogramo de gasolina, aproximadamente 23 MJ. Es decir, si pudiéramos utilizar metanol puro como combustible en nuestro automóvil, tendríamos que utilizar el doble de metanol en peso que de gasolina para recorrer una distancia determinada. Un kilogramo de metanol contiene 125 gramos de hidrógeno, cuya obtención mediante electrólisis consume 24 MJ de energía eléctrica; por lo tanto, se consume más energía en producir a partir del agua el hidrógeno necesario para obtener una cierta cantidad de metanol, que la energía que esa cantidad proporciona como combustible. Pero la producción de hidrógeno no es ni mucho menos el único proceso que consume energía. Al igual que ocurre con la producción convencional de metanol a partir de gas de síntesis, la eficiencia energética del proceso de fabricación de metanol partiendo de dióxido de carbono es inferior a 70%, en el mejor de los casos. Además, habría que incluir en el balance el consumo de energía necesario para extraer el dióxido de carbono de la atmósfera, o para separarlo de los gases que provienen de una central térmica y concentrarlo antes de inyectarlo junto con el hidrógeno en los reactores químicos en los que se lleva a cabo la reacción de síntesis de ese alcohol. Por las razones expuestas, incluso si la eficiencia de la electrólisis experimentase alguna mejora como fruto de futuros avances tecnológicos, el balance energético global del proceso de obtención de metanol a partir de CO2 sería inevitablemente negativo; es decir, se necesita aportar más energía al proceso que la que contiene el metanol obtenido. Por lo tanto, podemos considerar al metanol como un almacén y transportador de energía, pero no como una fuente de energía primaria. La energía necesaria para hacer funcionar el proceso debe provenir de alguna otra fuente. Si por razones ambientales excluimos los combustibles fósiles, podemos recurrir a energías renovables como la solar, la eólica, la derivada de las olas y las mareas, la energía geotérmica o la energía nuclear —de fisión en la actualidad, mas en un futuro lejano quizá de fusión—. En abril de 2012 la compañía Carbon Recycling International abrió en Islandia una planta comercial de producción de metanol a partir de CO2, utilizando hidrógeno obtenido de la electrólisis del agua. En ella, tanto el dióxido de carbono como toda la energía eléctrica necesaria provienen de la estación generadora de energía eléctrica geotérmica que existe en la península de Reykjanes. La planta utiliza una potencia de cinco megavatios anuales, y produce 5 x 106 litros de metanol al año, que equivalen a 2.5% del mercado islandés de gasolina, con la cual se pretende mezclar al 3%, de acuerdo con las normativas europeas y estadunidenses sobre combustibles. Esta iniciativa supone sin duda un avance importante a la hora de demostrar las posibilidades de realización práctica comercial del concepto elaborado por el profesor Olah utilizando energía renovable, pero también nos recuerda las dificultades a las que se va a enfrentar esa estrategia si se propone contribuir de manera significativa a reducir la dependencia de los combustibles fósiles en el sector del transporte. En efecto, su puesta en
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práctica de manera masiva incrementaría enormemente la demanda global de energía eléctrica de origen renovable, que aún está poco desarrollada y apenas es capaz de cubrir el continuo y rápido incremento de la demanda de este tipo de energía que experimentan muchos países. A ello hay que añadir un factor económico, ya que la energía es cara y la cantidad que se use en la fabricación de un determinado producto incidirá directamente en el precio final de éste. A pesar de lo anterior, y teniendo en cuenta las consideraciones expuestas, se puede afirmar que actualmente existe la tecnología básica para transformar el CO2 atmosférico en combustibles líquidos y en los distintos tipos de hidrocarburos que necesita la industria química, dependiendo el impacto ambiental de todo el proceso de la fuente de energía primaria que se utilice.
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III. Qué son y cómo se obtienen los biocombustibles
Todas las tecnologías que se acaban de exponer para la fabricación de combustibles sin utilizar petróleo parten de compuestos ricos en carbono que se encuentran en la biósfera, ese delgado manto vital que envuelve el planeta. Los combustibles fósiles representados por el gas natural y el carbón proceden de organismos que hace millones de años formaban parte de ella. El dióxido de carbono de la atmósfera que se podría transformar en metanol es resultado del sutil equilibrio que ese gas mantiene con el conjunto de los elementos que conforman la biósfera, los océanos y los seres vivos que pueblan los mares y la tierra. Ahora es el momento de tratar el potencial energético del componente principal de la biósfera actual del planeta, el que alberga de manera muy concentrada buena parte del carbono total que contiene: los organismos biológicos que la pueblan. El conjunto formado por todos ellos se denomina biomasa, pero también se engloban bajo ese nombre organismos biológicos muertos y todos aquellos materiales que en rigor ya no pertenecen a un organismo biológico vivo pero que recientemente han formado parte de él, todos los cuales, vivos y no vivos, continúan formando parte del ciclo del carbono que está en continuo funcionamiento en el planeta. En este sentido, los restos orgánicos de desecho acumulados por la actividad humana forman parte de la biomasa, o los residuos de las labores agrícolas, o la madera que se obtiene de los árboles. Se engloban en ella los de origen tanto animal como vegetal, pero desde el punto de vista de su utilización como recurso energético nos interesan sobre todo los últimos, ya que la cantidad de biomasa de origen animal es muy escasa, por lo que apenas se ha utilizado como fuente de calor en cantidades masivas; su uso se ha reservado casi exclusivamente para iluminación, como en el caso de las grasas animales, el sebo o la cera de abejas. Los materiales que componen el conjunto de la biomasa pueden tratarse de diferentes maneras según su naturaleza para generar distintos tipos de combustibles, tal como se representa en la Figura III.1. Así, un mismo material como la madera puede utilizarse directamente para producir energía simplemente quemándola. O podría calentarse a baja temperatura para obtener pequeñas cantidades del alcohol metanol, que pudiera utilizarse como combustible. O podría tratarse con aire a alta temperatura para ser transformada en una mezcla de gases combustibles que contiene monóxido de carbono e hidrógeno (un proceso que se denomina gasificación porque buena parte de la madera inicial se transforma en un gas, o más exactamente, en una mezcla de gases). De acuerdo con este ejemplo, los combustibles que se obtienen a partir de la biomasa pueden ser sólidos, líquidos o gaseosos.
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FIGURA III.1. Transformaciones y aplicaciones energéticas de la biomasa.
Centraremos el estudio en los combustibles líquidos y en aquellos compuestos gaseosos obtenidos de la biomasa que pueden utilizarse como sustitutos de combustibles líquidos para hacer funcionar un motor de combustión interna, ya sea de tipo dísel o de gasolina. Existen dos tipos de biocombustibles gaseosos y otros dos líquidos que en la práctica se han utilizado y se utilizan como combustibles. Los dos primeros son el biogás y la mezcla gaseosa que proviene de la gasificación de la madera. Los dos biocombustibles líquidos son el bioetanol y el biodísel. El primero es simplemente el alcohol etanol producido por la fermentación de azúcares, el mismo tipo de alcohol que contiene el vino; el segundo es un derivado de aceites vegetales. Existen otros productos extraídos de la biomasa que también podrían utilizarse como combustibles, pero antes tendrían que resolverse los graves inconvenientes de carácter técnico que impiden su uso, como se expondrá más adelante. En la medida en que casi la totalidad de esos biocombustibles se utiliza en el sector del transporte, pueden denominarse también biocarburantes.
BIOCOMBUSTIBLES GASEOSOS Biogás El primero de ellos, el denominado biogás, proviene de la descomposición en ausencia de aire de materias vegetales, un proceso biológico conocido como digestión anaerobia. Su interés estriba en que produce una mezcla de gases, principalmente metano y dióxido de carbono en proporciones de 50-75% del primero, y 25-50% del segundo. Además, suele contener pequeñas cantidades de compuestos de azufre, en particular de sulfuro de hidrógeno,
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nitrógeno y trazas de siloxanos, compuestos volátiles que contienen silicio. Debido a su origen biológico, esa mezcla de gases se conoce como biogás. El prefijo bio- se introduce en numerosas expresiones para señalar que el producto así nombrado procede de materiales biológicos, aunque con demasiada frecuencia, y de manera totalmente equivocada, se pretende que esas tres letras delante de un nombre le confieran de manera automática un estatus de bajo e incluso nulo impacto ambiental, carente de efectos perjudiciales sobre el medio ambiente. Veremos que lo anterior responde, en la mayoría de los casos, más bien a intereses comerciales que a resultados científicamente comprobados. En la Unión Europea el uso del prefijo bio- —o de nombres que contengan bio- o biológico— está reservado exclusivamente para referirse a aquellos alimentos obtenidos mediante agricultura biológica. Fuera de este contexto su uso es equívoco por lo menos, y, por tal motivo, en este ensayo ese prefijo sólo indica que el producto en cuestión es de origen biológico, generado por la actividad de seres vivos, como el biogás, o que forma parte de ellos, como la madera. Las instalaciones para producir biogás han proliferado en numerosas ciudades de países desarrollados, alimentadas generalmente por los residuos orgánicos que genera su población y asociadas por lo tanto a centros de reciclaje de residuos urbanos o a depuradoras de aguas residuales. Se trata en estos casos de instalaciones relativamente grandes. El biogás puede destinarse esencialmente a cuatro usos distintos. Una vez purificado adecuadamente, puede inyectarse en la red general de distribución de gas natural, por su alto contenido de metano. Si la instalación productora es lo suficientemente grande, puede utilizarse como combustible para generar energía eléctrica sustituyendo al gas natural. En tercer lugar, puede comprimirse en botellas a alta presión y utilizarse bajo esa forma como combustibles en vehículos como autobuses urbanos, sustituyendo a combustibles fósiles como el gasóleo. Finalmente, en instalaciones de gran tamaño puede hacerse reaccionar con vapor de agua para obtener gas de síntesis, cuya utilidad para la síntesis de combustibles líquidos ya fue expuesta anteriormente. En el cuadro III.1 se presenta la evolución de la producción de biogás en la Unión Europea, expresada en miles de toneladas equivalentes de petróleo (ktep). Aunque las cifras para 2012 son estimadas, la Unión Europea se acercó en ese año a una producción de biogás de 10 millones de toneladas equivalentes de petróleo. La gran mayoría del biogás se utiliza en la Unión Europea para la generación de energía eléctrica, y así se aprovecha también el calor que se genera en las centrales. Apenas se utiliza para el transporte, salvo en Suecia, que en 2009 produjo 109 000 toneladas equivalentes de petróleo de este gas, 36% de las cuales se utilizaron como combustible para autobuses o se introdujo en la red de distribución de gas natural. Existen grandes diferencias entre los diversos países europeos, tanto en las cantidades producidas como en el tipo de materia que se utiliza como fuente de biogás. Alemania es el primer productor europeo de biogás, con 50% del total en 2009 y 7 100 plantas de producción operativas a comienzos de 2012, seguido de Reino Unido con 21%, y de Francia, con 6%. España produjo 2% del total. Las diferencias entre los distintos países no se reducen a las
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cantidades producidas, sino que también abarcan los materiales que se utilizan para su generación. Los dos casos representativos extremos son Alemania y Reino Unido. En este último, todo el biogás proviene de vertederos y de lodos de depuradoras, al igual que ocurre en Letonia, Finlandia y Estonia. Por el contrario, en Alemania 85% del biogás no proviene del tratamiento de residuos, sino de maíz que se cultiva expresamente para ser utilizado como materia prima en las plantas generadoras, a cuyo cultivo se dedican 800 000 hectáreas, una cifra muy elevada si se compara con los 3.3 millones de hectáreas que en ese país se dedican a la producción de trigo. La razón de esto es que el gobierno alemán subsidia a los agricultores que dedican sus cultivos a producir gas, lo que representa como mínimo una competencia desleal frente a los agricultores que dedican sus campos a cultivos alimentarios, y un cambio significativo del uso que se hace de terrenos agrícolas fértiles, que se destinan a producir energía en lugar de alimentos. Ese tipo de cultivos agrícolas cuyo fruto —en este caso maíz— se dedica a la producción de energía, se denominan cultivos energéticos, y los combustibles derivados de éstos se deben denominar por eso agrocombustibles, ya que son obtenidos mediante labores agrícolas del mismo tipo de las que se realizan para obtener alimentos, y ésta será la denominación que utilizaremos en adelante cuando sea pertinente. CUADRO III.1. Evolución de la producción de biogás en la Unión Europea expresada en miles de toneladas equivalentes
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de petróleo (las cifras correspondientes a 2012 son estimadas)
En el cuadro III.1 no se recoge por separado el biogás que proviene de cultivos energéticos porque, sorprendentemente, los documentos elaborados por distintos organismos vinculados de una u otra manera a la Unión Europea no lo detallan. Con tal omisión se oculta la realidad. Y es que, teniendo en cuenta que el resto de los países europeos emplean una combinación de cultivos energéticos y residuos en sus plantas productoras, se puede asegurar que alrededor de la mitad del biogás producido en Europa proviene de cultivos energéticos. Los planes de la Unión Europea respecto del futuro del biogás, establecidos en la Directiva Europea de Energías Renovables 2009/20/EC, prevén un importante crecimiento de su producción, que debería duplicarse en el año 2020 respecto de la de 2010, y en ese incremento se espera que
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Alemania tenga un papel preponderante. Teniendo en cuenta la procedencia del biogás, y que su producción a partir de cultivos energéticos es la que ha experimentado mayor aumento en los últimos años como se deduce de los datos del cuadro III.1, no es aventurado afirmar que esos planes suponen una apuesta deliberada de la Unión Europea por los agrocombustibles, en este caso domésticos, que, de cumplirse las previsiones, van a suponer muy probablemente más que duplicar la superficie que hoy en día se les dedica en Europa para la generación de biogás. El caso del biogás ilustra muy bien las consecuencias de la política energética de la Unión Europea, imitada por otros países, que se extienden a mucha mayor escala a los biocombustibles líquidos. Aunque las directrices europeas mencionan expresamente el empleo de residuos para la generación del biogás, en la práctica los cultivos energéticos contribuyen de manera decisiva a su producción, y sobre ellos se sostienen los planes futuros de la Unión Europea para su expansión. Hay razones tecnoeconómicas y políticas para ello. Aunque los residuos orgánicos de diferente naturaleza ciertamente pueden generar biogás, su eficiencia es muy baja, porque el contenido energético de los residuos por unidad de peso es muy pequeño. Esto implica que para generar una unidad de energía en forma de biogás se necesitan instalaciones mucho mayores que si se utiliza un material con alta concentración energética, como los cereales y el maíz en el caso de Alemania, ricos en hidratos de carbono. Además, los costes de transporte de la materia prima a la planta de procesado también son mayores por la misma razón, por lo cual se tiende a situar las fábricas cerca del lugar de donde proceden los residuos que utiliza la instalación. Las razones políticas se expondrán con detalle más adelante, pero están relacionadas con la búsqueda de la mayor independencia energética posible por parte de la Unión Europea en su conjunto, encabezada por Alemania. Aunque este país es el de mayor potencia económica de la Unión, apenas cuenta con recursos energéticos propios y tiene una alta densidad de población, lo que lo ha llevado a realizar una fuerte apuesta por lo que se denomina energías renovables, entre ellas el biogás. En 2010, el 11% de la energía eléctrica de origen renovable de Alemania provino del biogás: 2% de la energía eléctrica consumida. Sin embargo, los problemas ocasionados por el uso masivo de cultivos como fuente de materia prima para las plantas productoras comienzan a ser reconocidos en ese país. Al haber menos tierra disponible para cultivos de alimentos, los precios de éstos aumentan, y es necesario importar los que se han dejado de producir al dedicar una parte importante de los suelos fértiles al cultivo de los agrocombustibles. Por esas razones, el gobierno federal alemán introdujo, a comienzos de 2012, modificaciones a la Normativa sobre Fuentes de Energía Renovables, con el fin de estimular el empleo de residuos en pequeñas plantas de biogás, medidas criticadas por la asociación alemana de productores de este biocombustible. Es muy probable que si las nuevas disposiciones del gobierno alemán se aplican de manera efectiva, los objetivos previstos en la estrategia energética de la Unión Europea respecto del biogás no puedan cumplirse. Pensemos en lo que ocurriría si esos planes se llevasen a cabo:
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Alemania dedica 8 000 km2 de tierra fértil a cultivos energéticos para producir aproximadamente sólo 2% de la energía eléctrica que consume, lo que ya ha causado un impacto negativo considerable en la producción de alimentos del país. Esa superficie constituye 7% de toda la tierra de labor de Alemania, que difícilmente podría soportar un incremento significativo del área destinada a agrocombustibles sin comprometer gravemente su producción de alimentos. Este conflicto entre producción de alimentos y producción de energía volveremos a encontrarlo de manera mucho más intensa en los agrocombustibles líquidos, con el agravante de que en este caso no es la producción de alimentos de un país desarrollado la que está amenazada, sino la de países en vías de desarrollo que apenas pueden alimentar a su población. Probablemente el uso más interesante del biogás tiene lugar en esos últimos países, en los que sirve como combustible doméstico para cocinar, sustituyendo a la madera o al carbón vegetal utilizados de manera tradicional.1 Ya se indicó antes que en numerosos países la madera sigue siendo el principal combustible, y cuando esto ocurre en regiones densamente pobladas con ecosistemas pobres en materia vegetal, esa circunstancia contribuye de manera decisiva a su degradación. Además, el humo proveniente de la quema de madera y carbón vegetal para cocinar alimentos en el interior de las reducidas y mal ventiladas viviendas que proliferan en muchos países en vías de desarrollo, ocasiona un alto nivel de afecciones pulmonares y oculares crónicas, sobre todo en mujeres, que son quienes se ocupan de las labores culinarias, y en los niños pequeños que las acompañan o a los que cargan consigo mientras realizan esas tareas. Cualquiera que haya visitado las áreas rurales de esos países reconocerá este problema. Los primeros dispositivos para obtener biogás, que se conocen como biodigestores, se instalaron en India en 1897, aunque algunos se remontan hasta 1859. No obstante, esa temprana iniciativa no fue secundada entonces en el propio país. El biogás comenzó a desarrollarse en la India a partir de los años setenta del siglo pasado, y se estima que en comunidades rurales y urbanas se han instalado a la fecha cientos de miles de biodigestores, destinados a uso doméstico, aunque no todos están en uso continuo. Los biodigestores domésticos más simples pueden fabricarse con bidones de plástico, asegurando bien los conductos de gas a las estufas en las que se cocina. En otros casos son instalaciones fijas, que requieren cavar un pozo poco profundo de unos pocos metros cúbicos, en el que se vierten los materiales de desechos cuya fermentación produce el biogás. Los biodigestores pueden alimentarse con restos orgánicos, como peladuras de patatas, residuos de cereales o de comida, o con estiércol (este último, el más habitual en India). Una ventaja adicional de estos dispositivos es que, cuando el mantenimiento del biodigestor se realiza adecuadamente, el residuo que deja el proceso de fermentación bacteriana conserva todos los elementos inorgánicos inicialmente presentes en el estiércol, por lo que constituyen excelentes abonos. Para que las bacterias proliferen y realicen su labor necesitan, por lo menos, una temperatura mayor a 10 °C (35 °C es la temperatura óptima), por lo cual las regiones tropicales son las más adecuadas para este tipo
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de instalaciones. El rendimiento de un biodigestor es relativamente reducido. Los biodigestores domésticos que se utilizan en la India, alimentados con estiércol de vaca, necesitan aproximadamente 50 kg diarios de esta materia para producir 2 m3 de gas, lo que quizá permite cocinar un par de horas diarias, como máximo. Esa cantidad de estiércol proviene aproximadamente de seis o siete animales, algo que no todas las familias poseen. En las áreas rurales de la India habitualmente se utiliza el estiércol de vaca como combustible, y los biodigestores suponen una manera de utilizarlo que evita su combustión directa —tan inconveniente desde el punto de vista sanitario, según se expuso antes—, preservando al mismo tiempo las cualidades del residuo como abono. En otras experiencias realizadas en Nairobi, Kenia, los dos o cuatro kilogramos de residuos orgánicos que se generan en la preparación de alimentos de una unidad familiar proporcionan gas para cocinar a lo sumo una hora diaria en verano y la mitad de ese tiempo en invierno, algo ciertamente escaso. El problema básico de estos sistemas domésticos de generación de biogás es que los residuos orgánicos realmente inservibles que genera una familia en países en vías de desarrollo son muy escasos, tienen muy bajo poder energético y, en consecuencia, generan poco gas metano en el biodigestor. Lo que en Europa consideramos materiales de desecho allí siempre tiene alguna utilidad, pues siempre habrá un ser vivo que recicle lo que otro no ha podido asimilar. En relación con lo anterior, y aunque se refiere a materiales de otra naturaleza, me parece pertinente la siguiente observación. Los envases de plástico de todo tipo de líquidos se acumulan en nuestras ciudades y nos obligan a establecer complejos sistemas de reciclado. El viajero occidental que se desplace a un país como Etiopía podrá ser testigo de la gran cantidad de tiendas y tenderetes que cuelgan del exterior de sus modestos negocios grandes racimos de botellas y recipientes de plástico vacíos de distintas formas, tamaños y colores, que se ofrecen a la venta al igual que otras mercancías más convencionales.
Gasificación de la madera En épocas de una enorme escasez de petróleo, como aconteció en la segunda Guerra Mundial, o en los años posteriores a la Guerra Civil española, se ha utilizado la madera como fuente de combustible en vehículos motorizados, alimentando el motor no con gasolina ni gasóleo sino con los gases que provenían de la combustión parcial de madera que tenía lugar en un recipiente voluminoso o gasificador que el vehículo —automóvil, camión, autobús o tractor— remolcaba. También se pueden utilizar esos gases en aplicaciones estacionarias, para alimentar los motores que generan energía eléctrica en pequeñas centrales, o que mueven bombas de agua o molinos. En los años cuarenta llegó a haber en todo el mundo alrededor de un millón de gasificadores, la gran mayoría instaladas en vehículos. Además de esos usos tradicionales de la gasificación de la madera, más recientemente se ha propuesto el empleo de
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la mezcla de gases convenientemente purificada como materia prima para fabricar dísel mediante el proceso Fischer-Tropsch. Esta aplicación requiere grandes instalaciones y consume mucha madera, aunque también puede utilizar residuos vegetales. En los gasificadores se puede utilizar madera o carbón vegetal (o también carbón), aunque si se emplea carbón vegetal hay que tener en cuenta que en su fabricación se emplea hasta 70% de la energía inicialmente contenida en la madera, lo que hace que el conjunto del proceso sea muy poco eficiente desde el punto de vista energético. Los gases generados en el proceso de gasificación están formados por 40% de gases combustibles, principalmente monóxido de carbono e hidrógeno, y metano en menor cantidad. El resto son gases no combustibles y consisten principalmente en nitrógeno, dióxido de carbono y vapor de agua. El proceso también genera alquitranes, ácidos y polvo, que suelen ocasionar problemas de funcionamiento en la instalación, y que hay que eliminar antes de introducir la mezcla gaseosa en el motor. El gas que se obtiene del gasificador tiene menor poder calorífico que el vapor proveniente de la gasolina, comparados al mismo volumen, por lo que la potencia de los vehículos propulsados por esa mezcla de gases es alrededor de 30% menor que la del mismo vehículo propulsado por gasolina. Durante la segunda Guerra Mundial, prácticamente los únicos vehículos que funcionaban en Suecia —camiones, automóviles, autobuses, unos 70 000 en 1942— lo hacían utilizando gas de la madera como combustible. Acabada la contienda, el gobierno sueco aún mantuvo un programa estratégico que contemplaba volver a utilizar ese gas en caso de producirse una situación de emergencia extrema que dificultase gravemente o impidiese las importaciones de petróleo. Suecia es un país con una extensa masa forestal, con un elevado índice de superficie boscosa por habitante, completamente autosuficiente en la producción de energía eléctrica, 60% de la cual proviene de centrales nucleares, y el otro 40% de centrales hidroeléctricas. En esas condiciones, su única dependencia energética del exterior reside en el sector de los combustibles para transporte, provenientes del petróleo. En caso de problemas en su suministro, el gobierno sueco planea utilizar una cantidad de madera para su uso como combustible en vehículos de transporte por carretera que equivale a un máximo de 13 millones de toneladas equivalentes de petróleo (mtep), que se utilizaría a lo largo de varios años. Debido a las limitaciones del suministro, ésa sería la máxima cantidad de madera disponible sin comprometer la autorregeneración de sus bosques, ya que la madera también se destina a otros usos. Suecia importa anualmente 17 millones de toneladas de petróleo, por lo que ese plan de emergencia ni siquiera alcanzaría al consumo de un año, lo cual implicaría necesariamente una drástica reducción del consumo de gasolina y dísel, pero al menos permitiría atender las necesidades esenciales del transporte y de la agricultura. Los estudios realizados con camiones alimentados con gas de madera demuestran que un kilogramo de gasóleo equivale a 3.6 kilogramos de madera: una eficiencia energética de 70%. Un automóvil Volvo 240 convenientemente adaptado para usar ese gas consume 30 kg de madera por cada 100 km, a una velocidad de 110 km/h, aunque los resultados de otros vehículos son menos positivos, ya que necesitan entre 50 y 60 kg por 100 km. A pesar de lo
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