De la casa de maría a nuestras casas

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De la casa de María a nuestras casas: Su misericordia de generación en generación Don Roberto Carelli Introducción Pretenden hacérnoslo olvidar, pero qué importante es tener padres y madres: ¡nos dicen que nuestra vida es querida, acogida, amada, preciosa! Tener un padre, una madre significa pertenecer, tener un origen y un destino, disfrutar de una vida quizá difícil, pero llena de sentido, disponer de una autoridad y de un afecto incondicionado capaces de sostenernos en las más grandes pruebas de la vida. Lo saben muy bien quienes han tenido esta experiencia desde pequeños, y aunque dolorosamente, también aquellos a quienes esta experiencia les fue negada o herida. Para nosotros, cristianos, sea cual sea nuestra historia personal, es fuente de gran gozo y consuelo saber que Dios es nuestro Padre y la Iglesia nuestra Madre: Es un don maravilloso del que nadie está excluido, pero al que nadie está obligado: porque Dios es Amor, no quiere imponerse, o ser soportado, y por su amor, en cambio, desea solamente ser amado. Además nosotros, de la Familia Salesiana, tenemos la satisfacción de tener en el cielo otro padre, ¡y qué padre! ¡Es Don Bosco, un gran santo! No es poca cosa: ¡no todas las familias espirituales tienen el privilegio de tener como padre a un santo, con un corazón y una fecundidad tan grandes! Y tenemos, además en el cielo una Madre, ¡y qué Madre! Es la Auxiliadora, la Madre de Dios y de la Iglesia, la criatura más bella a los ojos de Dios y la mayor colaboradora de sus obras: a ella debemos la santidad de Don Bosco, porque Dios lo confió a Ella que le ha guiado en la vida y ha estado en el origen de toda su obra. En el itinerario formativo de este año, orientado todo él al Congreso mariano que se celebrará en Turín al final del año bicentenario del nacimiento de Don Bosco, nuestro compromiso será el de honrar a Don Bosco con especial atención a Aquella que le fue dada como Madre y Maestra, que lo ha engendrado y guiado en el camino y en las pruebas de la fe, y que él ha honrado como Inmaculada y Auxiliadora, el reflejo más puro del amor de Dios y el miembro más santo de la Iglesia, ciertamente la criatura más feliz de la infinita felicidad de Dios, y la más fecunda de su sobreabundante fecundidad. El acontecimiento del bicentenario debería, en primer lugar, suscitar una inmensa gratitud en nosotros: ¡Qué honor tener a Don Bosco por padre y a la Auxiliadora por Madre! Y después movernos a la oración y a la misión. Invoquémoslo así: Querido padre, Don Bosco, concédenos la gracia de sentirte como padre, maestro y amigo; y llévanos a amar a María Inmaculada y Auxiliadora como tú la has amado, como Madre y Maestra, y enséñanos a poner en Ella, como guía en el camino y sostén en nuestras pruebas, una confianza plena y filial. El argumento del año está bien indicado en el título. Las tres dimensiones que lo especifican, el templo de María, nuestras casas y la convergencia de las generaciones –y en consecuencia la atención al culto a Dios, al amor familiar y a la preocupación educativa– coinciden en un único objetivo: Hacer fermentar los afectos y madurar las relaciones en la Iglesia, en la


Familia Salesiana y en la familia humana. No es poca coincidencia que este año se celebre el Sínodo sobre la familia y el año dedicado a la vida consagrada: nos permite honrar a Don Bosco unidos en el itinerario de toda la Iglesia. Nuestra tarea será, principalmente la de realizar el deseo de don Viganò, VII sucesor de Don Bosco, quien ante el prodigio de la Basílica y la expresión Hic domus mea, inde gloria mea que explicita el sentido y su destino, auguraba el desarrollo de una “teología del templo” capaz de explicar toda la riqueza de Gracia y de gracias que desde allí se han difundido por todo el mundo para el pueblo de Dios y para salvación de innumerables escuadrones de jóvenes pobres y abandonados. El itinerario prevé una serie de diez catequesis, cada una de ellas, después de haber profundizado un aspecto del multiforme misterio de la “casa de María” en relación a nuestras casas, a nuestras familias, a los hijos y a su educación, ofrecerá cada vez tres sugerencias operativas para imitar a María en su Fiat (la fe), en su Stabat (la cruz) y en su Magnificat (la alegría), inspirados en las líneas fundamentales del Sistema Preventivo: la “razón” remitirá a la lógica del diálogo, la “religión” será un invitación a vivir y obrar constantemente en la presencia de Dios en las pequeñas y grandes cosas de la vida, la “amabilidad” nos impulsará a trabajar con las formas concretas del amor según el corazón de Dios. 1. La casa de María y el diálogo del amor Comenzamos nuestro itinerario formativo partiendo de una, pero que nos sitúa inmediatamente en el corazón de las cosas y moviliza nuestra vida personal, familiar y comunitaria. Si bien se considera, existe una profunda semejanza entre el corazón de Dios, el cuerpo de María y los muros del templo: los tres dan idea de la “casa” como lugar de acogida y punto de partida, como lugar de morada y por el que actuar, lugar de donde partir y al que volver. Así es el misterio de Dios, Amor trinitario y Creador del mundo, que nos acoge en sí y nos distingue de sí para llevarnos a la comunión consigo; así es el misterio de toda madre, que nos lleva en su seno para traernos al mundo; es así el misterio del Templo en el que experimentamos la presencia de Dios para poder irradiar su gloria; y así es, de modo eminente, el misterio de María, que en la Encarnación ha sido verdaderamente la “casa de Dios”, el Arca de la Alianza, el primer Tabernáculo de la historia: en Él el Hijo de Dios ha encontrado morada en el mundo para ser su Redentor. Por eso la realidad de la “casa” alude a la ley fundamental del amor, que es siempre comunión y distinción de personas. En concreto, el amor verdadero requiere siempre afecto y respeto, justa cercanía y justa distancia, equilibrio entre instinto de acercamiento y necesidad de alejamiento, capacidad de poseer y de renunciar, deseo de crear lazos entre las personas y atención en respetar su libertad. En este sentido, lo que amenaza el amor no es solo el desamor, sino también el exceso de amor, allí donde los lazos, aun con las mejores intenciones, ahogan la libertad, no la dejan madurar, no las abren a nuevas relaciones. Cuando no se respira libertad, el amor ya no es pertenencia, sino posesión, y cuando falta la linfa del afecto, la libertad pierde la orientación del amor y queda desorientada, sin sentido. Por el contrario, madurar en el amor es saber estar en casa y saber salir de ella: es vencer la tentación de cerrarse, tener la valentía de abrirse, mantenerse lejos del doble riesgo de volver a mil temores o de acumular experiencias insensatas.


Contemplemos la experiencia de Jesús que es la revelación del Amor hecha persona: precisamente en la renuncia a su vida y en la separación de sus discípulos ha demostrado un amor más grande y una vida que supera a la muerte. Y miremos a María, que ha extendido a nosotros su maternidad, precisamente pasando del Fiat al Stabat, del parto glorioso de Belén a donde la palabra fue crucificada, experimentando el desgarro de su corazón al perder al Hijo. Y miremos, finalmente, a Don Bosco: amadísimo de Mamá Margarita, pero enviada por ella, todavía jovencísimo, a trabajar fuera de casa, huérfano de padre, incomprendido por su hermano Antonio y privado de la ayuda y del afecto de don Calosso, asumirá la sabiduría del amor propio en la convicción de que “no basta amar”, es necesario que un muchacho “reconozca que es amado”. Y con esto basta: la partida de la educación no se juega fundamentalmente en la instrucción y en la protección, sino en el reconocimiento y en infundir ánimo, en tener una casa, una familia, una comunidad; es recibir la vida, aprender a vivir y lanzarse a la vida. Esta es, en síntesis, la regla de la “casa”: tener una casa es recibir la vida y aprender a vivir, con el objetivo de construir nuevas casas y, a su vez, engendrar nueva vida. De aquí podemos sacar al menos tres sugerencias para el diálogo de amor con Dios, en familia y en comunidad.

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II.

III.

Dios no es una meta inalcanzable ni un cómodo refugio: en Jesús, Dios nos ha dado a nosotros, pobrecitos, su vida y desea que también nosotros demos nuestra vida a los demás, especialmente a los más pobres. El creyente tiene claras dos cosas: el primado de la gracia y el ejercicio de la libertad. Significa que no se puede creer en el Dios de la vida y renunciar a vivir: tener fe es al mismo tiempo poner la propia confianza en Dios y decidir valientemente de sí mismo. El Evangelio habla bien claro: “no el que dice Señor, Señor, sino el que hace la voluntad del Padre”, es verdadero discípulo del Reino: y no basta saber la verdad, porque solo “quien realiza la verdad llega a la luz”, y sucede entonces que “a quien tiene se le dará. Y tendrá abundancia, pero a quien no tiene se le quitará hasta lo que tiene”. Tenemos entonces que preguntarnos: ¿Cómo es mi oración, mi diálogo con Dios? ¿Sé poner el Él humildemente mi confianza y exponer valientemente mi vida por amor a los demás? ¿Sé recoger el corazón y desplegar las fuerzas, abandonarme y comprometerme? En la relación entre generaciones, lo fundamental con los hijos es dar confianza y exigir responsabilidades, renunciando a actitudes impositivas o protectoras, y dando con convicción testimonio adulto de un deseo vital y de un amor por la vida que genera relaciones y obras nuevas, que multiplica relaciones de amistad y formas de solidaridad. Hay que lamentar, en cambio, el anularse ante los hijos o a considerarlos como nulidad.: nunca habrá verdadero diálogo si falta el reconocimiento y la promoción de la identidad propia y del otro. Finalmente, en las relaciones comunitarias, la ley del Templo, en el que se recibe el amor de Dios para usar e irradiar caridad, exige que no se separe comunión y misión, identidad cristiana y entrega al mundo. Es la indicación autorizada y apasionada del papa Francisco en su hermosa carta apostólica sobre la alegría del Evangelio: la Iglesia en todas sus expresiones, en las más íntimas como en las organizativas, nunca debe perder la intención y el aspecto misionero. Escuchemos y atesoremos sus mismas bellísimas palabras: “La intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante y la comunión esencialmente se con-


figura como comunión misionera…la reforma de las estructuras que exige la conversión pastoral, solo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras… El objetivo de estos procesos participativos no será principalmente la organización eclesial, sino el sueño misionero de llegar a todos” (Evangelii Gaudium 23.27.31). 2. Las casas de María y los lugares de la gracia Es una ley del espíritu: las cosas más preciosas son las más vulnerables, y los valores más altos son los más marginados. Sucede lo mismo en el misterio de la “casa”, por la muy humana experiencia de habitar, de pertenecer, de hospedar, de construir ambientes favorables a los lazos de amor y de crecimiento de la vida. Duele, pero no maravilla: en una cultura que reduce al hombre a un individuo, todo aquello que es “casa” es en cierto modo pisoteado: los templos de Dios se vacían, mientras se llenan los santuarios del consumo y se multiplican las liturgias del entretenimiento; las familias sufren y se dividen, y mientras tanto se promueve el reconocimiento civil de cualquier agregado afectivo; incluso el cuerpo de la mujer, con la legalización de las prácticas abortivas, de seno de la vida se convierte en lugar de muerte. Y sin embargo la de la “casa” es una experiencia radical, que impregna la vida de todos de muchas maneras: nuestra primera y última casa es Dios, , porque todo existe en el fuego de su Amor; viene luego el mundo, la casa de todos: el esplendor del “cosmos”, que en griego significa “orden” y “belleza”, nos dice que el hombre se mueve en un ambiente sensato, que reclama la verdad, la bondad y la belleza del Creador de mil modos y maneras; además, nuestra vida es acogida en un espacio anónimo, pero en la tierra y en la historia de un pueblo: sin el don de la lengua y de la cultura de una nación, nuestra vida no sería vida humana, expresión de aquella libertad que nos hace originales respecto a todas las creaturas que habitan en la tierra; viene después el nido familiar, lugar de los más íntimos y queridos afectos: en la familia se desarrolla el cuerpo, se enciende el pensamiento, se plasma nuestro corazón, y se aprende a vivir y a amar y en ella está la madre, la primera casa del hombre: en ella recibimos el don de la existencia, ella es el primer rostro que encuentra nuestro rostro, en ella Dios pone la inolvidable noticia de Sí como Amor y Ternura. Y en fin, situadas entre el cielo y la tierra, entre la morada de Dios y las casas de los hombres, están las iglesias, ¡lugares donde Dios se hace presente entre los hombres y adonde los hombres se les concede estar en la presencia de Dios! ¡Sin estas casas habitadas por el misterio, el cielo permanecería inaccesible y el mundo estaría cerrado en sí mismo! El problema está en que también como cristianos debemos curarnos de algunas enfermedades antiguas y modernas que malinterpretan e insensibilizan el misterio de la “casa” y del “templo”. Pensemos con qué facilidad, en tanta gente que hace peregrinaciones, visita santuarios, enciende velas votivas o hace novenas a María o a los Santos, surgen continuamente dudas y objeciones: “Si Dios está en todas partes, ¿por qué ir a la Iglesia? En el fondo, si el culto cristiano es espiritual, ¿A qué tantas prácticas? ¿No será superstición y beatería?”. “Y si es verdad que Dios sabe todo y conoce nuestro corazón, ¿por qué rezar, por qué confesarse, por qué ofrecer sacrificios? ¿No se va contra la dignidad y libertad de conciencia? Y, además, ¿a qué todo este amor a María? ¿No basta Jesús? ¿No se corre el riesgo de adorar a una creatura y ponerla en el mismo plano que al Creador? ¿Por qué María ha hablado a Don Bosco de la


Iglesia como de su casa? ¿No es la casa de Jesús? ¿Por qué ha hablado de su gloria? ¿No está en juego la gloria de Dios?” Puntualicemos: ¡aquí es necesario liberarse decididamente de los esquemas rígidos de los espiritualistas y de los esquemas líquidos de los secularistas, de las visiones nostálgicas de los tradicionalistas y de las ideologías de los progresistas! Por una parte, en efecto, hay quien reduce el culto a un rito, la fe a doctrina, la caridad a obra asistencial; pero por otra, existen también aquellos para los cuales todo dogma es dogmatismo, todo rito, ritualismo, toda moral, moralismo. Los unos preocupados por la identidad cristiana, combaten la doctrina del diálogo; los otros, en nombre de la apertura al mundo, reclaman la exigencia del diálogo desvalorizando los valores de verdad de la doctrina. Pero los primeros, aun considerándose espirituales, se ligan demasiado a las cosas, mientras los segundos, aun siendo seculares, desprecian las pequeñas cosas. Dos posiciones – se entiende- cristianamente impensables: desde el momento en que Jesús que es verdadero hombre y verdadero Dios, es la Palabra hecha carne, el cristiano tratará siempre de decir la verdad en la caridad y de hacer caridad en la verdad, evitando con todo cuidado, separar doctrina y moral, teoría y práctica, valores universales y costumbres concretas.. Intentemos, pues, poner un poco de orden y un poco de luz. La pregunta teológica que tiene en cuenta todas las objeciones intelectuales y los desequilibrios eclesiales a los que hemos aludido, puede formularse así: ¿Por qué la gracia se localiza? ¿Porque Dios vincula su presencia y su acción a ciertos lugares y tiempos? I.

II.

III.

Antes de responder, una advertencia que ya la expresaron muy bien dos grandes pensadores como Marcel y De Lubac: ¡estemos atentos para no transformar el misterio en un problema! Dios, en su sabiduría infinita, ha elegido obrar así: ¡aun siendo él mismo nuestra morada, ha querido poner en nosotros su morada! ¡Está bien, por tanto, plantearse interrogantes no tanto para objetar, cuanto para comprender! Esto es posible, porque el misterio de la gracia nos supera pero no es irracional. Para dar un intento de respuesta, digamos ante todo que la gracia se localiza porque nosotros somos localizados, vivimos en el espacio y en el tiempo, existimos en nuestro cuerpo, en el cuerpo social y en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Es pues, el templo, el cuerpo de Jesús, la Iglesia y las iglesias son la “declinación” del amor de Dios, del testimonio de su condescendencia con nosotros, pequeñas y pobres creaturas. Al mismo tiempo, el deseo de Dios de habitar en nuestras casas hasta hacer de nosotros su casa, expresa y garantiza la verdad, la bondad y la belleza de nuestra finitud: Dios nos elige como socio de una alianza de amor, asume nuestra pequeñez ¡porque nos quiere a su altura! Todo esto es propio del amor. Dios no teme nuestra pequeñez y nosotros no debemos temer su infinitud, porque en el amor, el que es grande se abaja y quien es pequeño es ensalzado, el que es Señor se hace siervo y al que es siervo se le hace amigo. Más, la gracia tiene tiempos y lugares, porque el amor humano, como el amor divino, es concreto y diferenciado. Como en la familia no existe solo el afecto, sino que el afecto se expresa y se desarrolla en gestos y en obras, así en las iglesias y santuarios el encuentro con Dios se expresa y se realiza en los signos y gestos litúrgicos, en presencias específicas y en gracias particulares.


IV.

V.

Profundizando: la gracia busca acogida en el mundo de los hombres, para que los hombres sean acogidos en el mundo de Dios. Aquí se manifiesta la fascinación inconfundible de las casas de Dios. En las iglesias el cielo y la tierra se encuentran: en ellas, el misterio se hace presencia y las cosas se hacen partícipes del misterio, por eso la vida cristiana, como se percibía espléndidamente en Don Bosco, se convierte en un caminar con los pies en la tierra y con el corazón en el cielo, vivir entre las cosas visibles como si se viese lo invisible, interpretar la vida injertados ya en la vida eterna. De todos modos, dando una simple ojeada a las Escrituras sobre el tema del “templo”, se aclaran inmediatamente muchas cosas sobre el modo de obrar de Dios. Ya desde el A. T., a través de las palabras del profeta Natán, Yahveh se revela como el que primero rechaza, pero después acepta el propósito del rey David de construirle un templo: el Dios que ha creado los cielos y que los cielos no pueden contener, es el mismo Dios que desea habitar en la tierra. Las casas de Dios nos dicen, entonces, que la grandeza de Dios se empareja bien con la humildad, la omnipotencia con la debilidad, porque este es el milagro del amor: Conceder espacio al otro y tomar espacio en el otro, dilatar el corazón del otro y hacerse pequeño para poder habitar en él. La Encarnación confirma definitivamente el estilo humilde y maravilloso de Dios: El verbo se hace carne por la potencia del Espíritu en la humildad del seno de María: ¡La pequeña esclava del Señor, que desde la eternidad habita en el corazón de Dios, ahora se convierte en la historia, en la más bella morada de Dios! Del misterio de Cristo se llega en fin al misterio cristiano y la lógica es la misma: como la verdad del Templo de Jerusalén se cumple en el nuevo templo que es el Cuerpo de Cristo, así el Cuerpo de Cristo, mediante la efusión del Espíritu y el don de la Eucaristía, transforma en templo espiritual a todos aquellos que creen en Él, y las iglesias cristianas son entonces los lugares en los que somos edificados como “templo santo del Señor”, como morada de Dios por medio del Espíritu” (Ef 2,21-22).

Si este es el misterio del templo, entonces dos cosas se nos sugieren inmediatamente y serán nuestro compromiso principal en esta segunda etapa del camino. I.

¡Secundemos los modos de obrar de la Gracia! No busquemos una fe intelectualista, siempre buscando explicaciones, ni una fe moralista, demasiado atenta a nuestras conductas: son todos ellos, modos que siguen escondiendo mucho orgullo. Acerquémonos más bien a Dios con sencillez, aprendiendo a gustar las prácticas que a lo largo de los siglos el pueblo de Dios ha reconocido como auténticas. Y guardémonos de despreciar la piedad popular: más bien, y es el empeño que Don Bosco ha confiado de manera particular a los miembros de ADMA, promovámosla con la práctica convencida, el ejemplo humilde y gozoso, la propuesta serena y decidida. En este punto están de acuerdo los místicos, los maestros y los pastores. Oigamos a Grignon de Montfort:

El falsario non altera, por lo común, más que el oro y la plata, rarísimamente los demás metales, porque no vale la pena. Así el espíritu maligno no falsifica tanto las otras devociones cuanto las devociones de Jesús y María –la devoción a la Sagrada Comunión y la de la Santísima Virgen- porque son, entre las devociones, lo que el oro y la plata entre los metales. Es pues, importantísimo conocer las falsas devociones a la Santísima Virgen:


1. Los devotos críticos: critican casi todas las prácticas de piedad que las personas sencillas practican ingenua y santamente en honor de la Virgen. Ponen en duda todos los milagros y las narraciones de autores dignos de fe, se irritan al ver a la gente sencilla y humilde rezar de rodillas a Dios ante un altar o una imagen de María; 2. Los devotos escrupulosos: son personas que temen deshonrar al Hijo honrando a la Madre, rebajar a uno ensalzando a la otra... Del mismo parecer era también San Ignacio, que al final de los Ejercicios exhortaba de esta manera: Se ensalcen las reliquias de los santos, venerando a aquellas y rezando a estos; aprobando visitas, peregrinaciones, indulgencias, jubileos, cruzadas y velas encendidas en las iglesias. Se alaben las disposiciones de ayunos y abstinencias, como las de las cuaresma, las cuatro témporas, las vigilias, los viernes y los sábados; alábense también las penitencias, no solo las internas sino también las externas. Se alaben los ornamentos y los edificios de las iglesias, así como las imágenes, venerándolas como lo que representan. Y recientemente, para relanzar la piedad popular con todo su potencial misionero, en vista de la nueva evangelización, ha intervenido también el papa Francisco en la carta Evangelii Gaudium: En la piedad popular puede percibirse el modo en que la fe recibida se encarnó en una cultura y se sigue transmitiendo. En algún tiempo mirada con desconfianza, ha sido objeto de revalorización en las décadas posteriores al Concilio. Fue Pablo VI en su exhortación apostólica Evangelii nuntiandi quien dio un impulso decisivo en este sentido. Allí explica que la piedad popular “refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer” y que “hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe”... El caminar juntos hacia los santuarios y participar en otras manifestaciones de la piedad popular, también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí mismo, un gesto evangelizador. ¡No coartemos ni pretendamos controlar esa fuerza misionera!... Solo desde la connaturalidad afectiva que da el amor podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de los pueblos cristianos, especialmente en sus pobres... Quien ama al santo Pueblo de Dios no puede ver esas acciones solo como una búsqueda natural de la divinidad. Son la manifestación de una vida teologal animada por la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones. (n. 123-126). II.

Como en sus casas María nos educa al orden y a la belleza en la alabanza y el servicio de Dios, así la Virgen quiere educarnos a hacer de nuestras casas unas iglesias domésticas, en las que circula el afecto y se respira a Dios, en las que se presta atención y servicio, en las que las relaciones son familiares y al tiempo respetuosos, en las que se está atento a los tiempos y a los ambientes comunes, en las que se cuida el orden y la belleza de las estancias y de los objetos, en las que no se dejan al azar los tiempos de trabajo y de descanso, así como los del hablar y del silencio.


Podríamos sintetizar así el compromiso del mes: liturgias bien celebradas y casas bien ordenadas. Para expresarlo con palabras litúrgicas: Tratemos de ser “¡fieles en el servicio y ardientes en la alabanza!”.


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