PENUMBRA
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Por Juan Ram贸n Castell贸n Narv谩ez
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Este libro es una obra literaria basada en vivencias reales y en una combinación de relatos investigados por el autor, también abarca el grave sentido del mismo para construir un mundo mejor. Los nombres, personajes y lugares son totalmente ficticios cualquier parecido con la realidad es enteramente coincidencia.
Derechos de Autor © 2012 por Juan Castellón Narváez. Registro de la Propiedad Intelectual (RPI), Serie “D” 000367 Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en sistemas de información o transmitida de cualquier forma o por cualquiera de estos: electrónico, mecánico, fotocopia, grabación o de cualquier manera sin el debido permiso del Autor.
Ilustraciones: Fernando Torres – Pintor. Edición: Hebe del Socorro Zamora – Editora del Nuevo Diario. Impreso y Encuadernación: Imprenta y Offset Don Bosco.
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Reconocimientos No he sabido soñar, sin lograr que esos sueños se hagan realidad.
El agradecimiento es la virtud de reconocer a quien te brinda auxilio, por eso, al presentar esta obra, agradezco: A mi madre, Rita Narváez, por dejarme soñar libremente. A Fernando Torres, gran pintor y amigo mío, por su amistad desinteresada. A Suleyka Suárez, quien me apoyó en diversas facetas de producción. A la UNIVERSIDAD CENTROAMERICANA (UCA), institución educativa a la cual pertenezco, encaminada a formar profesionales con valores cristianos y apoyar a estudiantes con actividades extracurriculares. A LA American University (LA AU), casa de estudios a la cual pertenezco, me ha brindado su apoyo a manos abiertas y conocimientos para formarme como un profesional. A Mariano Vargas, quien es testigo fiel de lo que esta Penumbra significa para mí. A todos les doy las gracias, simplemente, porque quien se preocupa por ti estará contigo cuando más lo necesites.
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Prólogo Esta obra literaria narra acerca de los amargos días de un hombre que sufre las consecuencias de hacer siempre lo que no se debe, y quien haciendo lo que es debido encuentra algo más que la verdad ante sus ojos. Estas notas son el resultado de mi imaginación, de mi autorreflexión y crítica contra la forma como vivimos y actuamos ante situaciones delicadas como la familia y el amor. Es mi forma de pensar, y un ejemplo, que nos puede permitir la construcción de un mundo mejor en el que lo ficticio se vive día a día. No trates de encontrar en esta obra conceptos filosóficos, simplemente aprende algo tan explícito como no actuar cuando no hay que hacerlo. Al aceptar lo ineludible, hay alguien especial que siempre toca la puerta. En estas páginas hay un lugar para quienes buscan un tesoro, aquello valioso que puede, simplemente, cambiar tu forma de pensar o de vivir. Para quienes deseen descubrir un paso más claro hacia la verdad de esta vida llena de obstáculos y de procederes algunas veces negativos, dejo este libro según la historia de mis sueños.
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Para DIOS
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Penumbra La verdad no se puede ver, se descubre en la sinceridad.
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INTRODUCCIÓN
Acababa de llegar de una reunión de trabajo en la capital, como mi cargo de coordinador del Departamento de Compra y Venta de Bienes y Raíces lo asignaba. No quería saber nada de nadie, ni siquiera de mí mismo. Solo sabía que tendría que llegar a mi casa y saludar a quienes encontrase en la sala, posiblemente mi esposa. Luego me encerraría en mi cuarto alejándome así de todos, pues estaba presentando síntomas de estrés… ¡claro!, mejor dicho, la guerra contra mis acciones y mi mente. Guerra ocasionada por tantas metas que comencé, pero que jamás finalicé. Tal vez por mi inmadurez nunca había concretado ninguna de ellas, y esto me había causado estrés y ansiedad. Esto y muchas otras fallas son las que hacen que el ser humano se encuentre en un estado depresivo, pero todo cambia de uno a uno, porque cada cual batalla esta guerra estresante de forma diferente. Lo frustrante sería decir: “Sí, lucharé”, “sí, puedo seguir adelante” y no hacerlo, pues siempre el hombre tiene que demostrar que hay algo más que aire detrás de esas palabras que parecen venir del corazón. Durante los avatares de la vida, Dios parece ser de mucha importancia para algunas personas, mientras que para otras simplemente no existe. Del mismo modo, hay quienes se olvidan de Él y solo le claman en las dificultades. ¡Bueno...! Este sería el caso de la mayoría de nosotros, que aun reconociendo que muchos de nuestros actos son incorrectos los seguimos cometiendo. Algo tendría que ver con la fuerza para querer cambiar, cambiar la culpa, convertirla en paz, seguir adelante sin esa voz que señale nuestra culpabilidad, pero ¿quién tendría algo que no merece? Vivir sin culpa sería maravilloso. 8
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Los consejos que escuchas en tu mente son una voz, la voz que siempre nos visita con el fin de cambiar nuestro estado de ánimo. Tus ángeles bueno y malo. Tal vez nunca pensaste en la posibilidad de que existieran. Sin embargo, Dios los ha puesto en nuestras vidas para hacer de nosotros seres humanos de mucha fuerza y valor ante las dificultades que puedan surgir. El ser humano ha aprendido a ser infeliz teniendo la felicidad en sus manos, aunque para este momento no lo sabía, ni siquiera lo podía suponer, pero la manera de llegar a este punto… hasta ahí quiero que me acompañes. Observa cómo en el mundo no ha pasado nada nuevo, solo sus días son diferentes. Aprende de los errores ajenos, escucha a todo aquel que te hable --incluso si no es un sabio-- para que así evites hacer lo incorrecto.
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CAPÍTULO I ACEPTACIÓN Mientras vivimos, la muerte no está en la carne, está en el pensamiento.
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Nunca pierdas la cabeza en un momento agitado; cuando tu pensamiento está tibio, la experiencia te enseña que las dificultades no son razón de ser. En una mañana nublada de lunes mi esposa intentaba despertarme colocando un foco frente a mi rostro, seguramente era un truco medieval que había aprendido en sus viajes a la India, para no gastar 45 minutos de su tiempo tratando de levantarme de la cama. --¿Qué pasa, Sofía? –le pregunté levantando un poco mi voz adormecida. --Tienes que levantarte, es hora de alistarse para ir al trabajo --contestó a mi pregunta, al observar la ebriedad de mi sueño. Otro día había empezado, y con él una anécdota diferente, con aventuras inigualables y con consecuencias irreversibles. La necesidad de encontrar un nuevo camino me llamaba, y aun así no quería levantarme, sentía la necesidad de emprender primero la batalla. En fin, no procedí. Finalmente, había resuelto irme al trabajo a cumplir con mis obligaciones. Ese lunes y los días posteriores pasaron lentamente, segundo a segundo, hora tras hora, pensando en cuándo podría emprender la batalla. El importante combate contra un vicio que amenazaba con matarme, no obstante, enfrentarlo podría quizá salvarme la vida. Algunos días sometido a un cambio absoluto deberían transformar mis pesares en ánimo y triunfo. Lo que había intentado por meses o años, fracasando sin obtener ningún buen resultado, en esta ocasión sería diferente. Esta vez era decisiva. El jueves llegó, y Sofía me avisaba de un imprevisto viaje de negocios que emprendería al día siguiente.
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--Iré a Coundri, y regresaré el domingo probablemente a las cinco de la tarde. No te preocupes por la niña, la dejaré en casa de mi hermana, y el día que regrese la traeré conmigo --comentó, mostrando un poco de preocupación. No dudé en ningún momento de su fidelidad, pues conocía su profesión. Iría a una ciudad cercana a cumplir con su trabajo de asesora de imagen de un político recién introducido en la polémica nacional. El viernes por la mañana llegó su hora de partida, mas no me pude despedir debido a una urgente reunión de trabajo, solo su llamada dos horas más tarde me recordó nuevamente su existencia. Por la tarde, al llegar a casa, sentía la sensación de estar en una bodega, sin el calor de mi hija Emily ni el de mi esposa. Coloqué mi pequeño maletín sobre el comedor, como buscando algo más en qué concentrarme. Lo decidí de momento y cerré la puerta. Me hallaba en el dormitorio, sin saber cuánto tiempo podría resistir ahí. ¡La batalla empezaría y no quería perderla!, aunque seguramente la lucha contra mí mismo me derrotaría. Por un lado, se encontraba en mí el temor al fracaso por perder contra la obsesión aquella a la que llaman vicio, por otro, mis síntomas me atormentaban y no los podía alejar. Estaba desesperado, y hacía algún tiempo que ya no me sentía bien. Necesitaba sacar esos dolores que tenían el cronómetro de mi vida. Respiré profundamente recostándome sobre la cama y cerré los ojos.
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La verdadera batalla no es contra lo visible, es contra lo extraordinario, impredecible e intangible. La verdadera batalla se enfrenta de forma personal, sin objetos materiales, sin nada que resulte l贸gico, simplemente, el arma que posees eres t煤 mismo.
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CAPÍTULO II EL ÁNGEL DE MI VIDA Dame fuerza para rechazar aquello que me domina
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Desperté un tanto pasmado. No me habían traicionado mis sentidos: ya había empezado la batalla. Sentí un enorme desequilibrio en mi corazón y en mi mente, nadie sabría lo que ocurriría dentro de mí, ni mi esposa ni mi pequeña hija. El cuarto se habría encontrado a oscuras, si no hubiese sido por unos pequeños rayos de luz que lograban entrar por las rendijas de la puerta. Eché un vistazo por la ventana ubicada frente a mi cama y el exterior había cambiado. Parecía ser solo yo en el universo. Regresé a mi cama con timidez, sin siquiera saber qué podría hacer. Pensé primero en una lucha rápida, pero con esto obtendría el resultado que no quería: una derrota por una batalla sin sentido. A pesar del silencio aquel en el cual ni yo me escuchaba, nada podía garantizarme que estaba solo. Casi de inmediato tuve unos presíntomas de ansiedad, pensé rápidamente en abrir la puerta, pero había dejado la valentía empacada en algún lugar que ya no recordaba. Solo me tenía a mí para superar los tiempos de desesperación. Era necesario que ahora actuara sin malos procederes, pues todo eso fue lo que engañó a mi mente para conducirme a un mal estado. Me senté en el piso y tuve el presentimiento de que alguien más me acompañaba… ¿mi ángel?, pero no sabía cuál de ellos me visitaría para poner en tela de juicio este momento tan difícil. En el principio de los tiempos, dos ángeles disputaban la fe de un pastor de ovejas adinerado. Uno de ellos, llamado “Esteban”, velaba por la seguridad del pastor, mientras que el otro, llamado “Dan”, luchaba por retar su fe de Dios, tan robusta ante las dificultades. En fin, Dan lo retó muchas veces sin obtener resultados positivos para él. “Hágase en mí, Señor, según tu palabra”, era la frase que el pastor repetía ante las pruebas de Dan.
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Así como le sucedió al pastor, los ángeles habían llevado mi vida hasta el borde, retándome muchas veces. Cuando el doctor Aragón leyó los resultados de mis exámenes no pude creer lo que dijo, no quise escuchar la respuesta del mejor doctor de la región y del país, fue increíble… “¡No tiene cura!”. Luego de un considerable tiempo, esta voz todavía resuena dentro de mí. Mil interrogantes inundaron mi mente: ¿Qué iba a hacer con mi familia? Mi mujer trabajaba, pero no era suficiente para encargarse de mi niña de solo ocho años. Al final de todo, solo quería divertirme con ambas, pero, ¿era esta la consecuencia por no haber hecho lo correcto? ¿En qué lugar había malgastado mi tiempo? ¿Por qué había tratado tan mal a las personas más importantes en mi vida? ¿Estoy pagando por todos mi errores? Entonces, ¿pagamos por cada acción que tomamos? La escena fue aterradora, entonces surgieron en mí una serie de proyectos que jamás habían cobrado tanto valor, sin embargo, fue lo primero en que pensé cuando me dieron la posibilidad de no volver a sentir, de no volver a percibir el cariño de la persona que conquistó mi corazón y me dio el regalo más hermoso, el cual nunca tuve tiempo para desempacar y disfrutar de su magia. En este mundo todo es importante, sin embargo, hay cosas dispensables y otras necesarias. ¿Por qué es inevitable errar? ¿Por qué somos polvo expuestos al viento? En ocasiones tomamos posturas y conceptos de manera inconsciente, es decir, sin darnos cuenta. Siempre supe que el dinero no compra todo, a pesar de eso jamás consideré la posibilidad de aplicar a mi vida este tópico. Quise comprar o encontrar un medicamento capaz de sanar este dolor que llevaba dentro, sin importar qué tan caro fuese. En fin, pensar en esto no tenía caso. Enfrentar las dificultades es un proceso ambivalente entre estados físicos y emocionales. Para superarlo, cada cual decide afrontarlo o sentarse a esperar. Una vez afrontado, encuentras lo que tras varios 16
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intentos muchos no han podido descubrir, y lo que averiguarás por ti mismo. Una enfermedad crónica, sea cual fuere, es una herida en el cuerpo, y no se cura de forma externa, sino que para hacerlo debes “entrar”. La respuesta no está en un libro. A pesar de eso, un libro responde a tu pregunta. Así que la respuesta que tratas de encontrar no está aquí, se encuentra más adelante, en hojas posteriores, en experiencias venideras, en tu cofre de palabras, en la palma de tu alma y en el resto de tu vida. Oponerse a una dolencia, en la mayoría de los casos resulta ser algo casi imposible de realizar, por lo que es inevitable obviar el desánimo, la tristeza, querer aprovechar cada minuto, porque podría ser el último. Es normal, y yo no fui la excepción. El cerebro recibe un choque de palabras insuperables que sobrepasan la idea de lo que creíamos tener y de lo que esperábamos que el doctor dijese con una respuesta simple y práctica. Hasta este punto sabía que había sido puesto a prueba por mis ángeles. En la habitación comenzaba a hacer calor, y, por ende, empezaba a percibir menos tranquilidad. Deseaba con anhelo que saliera de mí algo de fuerza para no caer en la tentación, si no, sería el fin, y no habría podido vencerme. Desalentado, y aún recostado en aquel piso escuché con claridad: -- “Fortaleza”.
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CAPÍTULO III ORIENTACIÓN La perfección es un ideal que jamás hemos visto, pero sí sentido.
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¿Podrías decirme por qué es útil esta lucha contra nadie? La verdad es que mientras estuviera solo podía controlarme, dejar la ansiedad, el licor, los golpes, la infidelidad, pero… ¿qué iba a hacer cuando saliera?, ¿podría enfrentar verdaderamente el problema real que tenía entre mis manos y que estaba dejándome en el borde? Si no podía cambiar, ¿qué iba a hacer? Por lo tanto, tenía únicamente dos opciones: “un cambio” --y así quizá disfrutar en realidad lo que jamás valoré-- o “sentarme a esperar” lo que tarde o temprano vendría: la muerte. Era lo correcto dejar de huir, no escapar. Me levanté tratando de encontrar la puerta, caminé… sin encontrar ninguna salida, ninguna cerradura ni ventana… no tenía escapatoria. Parecía que me faltaba algo por hacer. Quizás estaba haciendo caso omiso a un mensaje o estaba repitiendo el mismo proceso que nunca superé, y que tampoco me ayudaba a superar. ¿Acaso nunca te ha pasado? ¿Has dicho: “nunca lo volveré a hacer”; “esta es la última vez”; “qué tonto que soy, cómo es posible que haga esto”; “no volverá a pasar”? Logras evadirlo durante algún tiempo, algunas horas, meses, años, pero a pesar de eso siempre vuelves a llorar, a llenarte de angustia por haberte traicionado: “has reincidido”. ¿Cuál crees que es la razón de este error y de este ciclo que al parecer no tiene fin? Durante cierto tiempo consideré que se debía a la falta de seriedad en el asunto, no obstante, este ya no era el caso. Se trataba del principio de la felicidad completa o del fin de mi vida. Sin embargo, para conseguir siquiera un poco de felicidad hay que recapacitar, tomar conciencia, proyectarte hacia el estado final y vivir la realidad de ese tormento. La razón de esto, entonces, es la inmadurez de nuestro pensamiento, pues necesitamos una base firme donde puedan respaldarse nuestras ideas, juicios, impulsos, temores y metas. En el escenario que vivía no supe qué hacer, ni mucho menos cómo aplicar esta respuesta. 19
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De forma inesperada murmuré, me desahogué sin pensar. No sabía si era culpable o no. En ese instante, simplemente, me declaré testigo fiel de todos mis actos, clamé perdón en el vacío aquel donde parecía no haber nada ni nadie. No tenía otra opción, y de ningún modo preferiría quedarme recostado en el piso dejando pasar el tiempo, y ser un espectador más de la tragedia que acontecía ante mis ojos. –-Soy el hombre culpable de todos los cargos de violencia contra mi esposa. He lastimado a quienes amo. Soy quien no debería, por motivos que no valen la pena. Mi ego deja marcas en mi alma vaya donde vaya, pero ya no siento nada… –-¡Se acabaron mis batallas! --grité en aquel vacío. Sentí fuego sobre mis hombros y en mi pecho; una sensación terrible, como si tal me asaran en una caldera con un fuego que no quema ni deja marcas físicas, sino un fuego que conforta. Estaba sudando exageradamente, mi ropa afirmaba la presencia de aquel sudor que no agobiaba, sudor revuelto con lágrimas… y la paz interior que me calmaba. Se abrió la puerta. Había una luz suave, candente y clara. Me levanté cansado, sin fuerzas, como si hubiera luchado contra aquello que esperaba. Di mis primeros pasos hasta aferrarme al marco de la puerta, y fijé mi vista en cada uno de los tres pasillos que conectaban al resto de la casa con mi cuarto, donde entraba una luz tierna emanada por el sol. Al parecer, no había nadie, o por lo menos nadie cerca de mí. No sabía cuánto tiempo había permanecido dentro del cuarto, comencé a caminar hasta encontrarme con una silla. De repente entraron Sofía y Emily. -–¡Hola, papi! --gritó Emily. –-¡Hola, princesa! –-contesté acariciándole su cabecita. 20
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Sofía se miraba un poco extraña, cambiada, no quiso decir una sola palabra. Me esquivó por unos minutos, hasta avisarme que la cena estaba lista. No hubo conversación el resto de esa noche, por tanto, dormir a la niña fue mi único consuelo.
Sofía se comportó igual como el día de su llegada, hasta que los meses pasaron sin que pudiese tener la amabilidad de preguntarle acerca de su comportamiento, de su silencio, de su tristeza y de su enojo. Era como si la enfermedad hubiese estado consumiendo mis palabras desde un inicio.
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Una mañana común de trabajo recibí una llamada. ¡Era Sofía! Con eso pensé que por fin había decidido hablar de su problema sin necesidad de mis interrogatorios. Mi hipótesis resultó estar equivocada, pues lo que me expresó no fue su problema, al contrario, me llamaba para decirme que se cambiaría de habitación, pues ya no soportaba los desvelos excesivos ocasionados por mis llegadas tarde y mis señas, señas aquellas que demostraban lo que nadie quiere escuchar. “Un engaño que no necesitaba de pruebas”. Mi actitud delataba mis actos. No quise retar su palabra al decir que ya no era el mismo, porque en realidad no lo sabía. La debilidad posó en mí todo el día. Cuando llegué a la casa me sentía un tanto desconfiado, necesitaba contarle a Sofía lo que me estaba sucediendo, no obstante, sabía que no tenía el suficiente valor para hacerlo. Las piernas me temblaron, caminé indeciso y pensativo por aquel pasillo con paredes color pastel, titubeando sobre si ir o no hasta su nueva recámara. Mientras tanto, me visitaban los recuerdos de los momentos felices que viví con ella, recuerdos que había olvidado, en los que lograba sentir un amor que no tocaba fondo, indescriptible, sin fin. Al llegar a su nueva recámara encontré una nota adherida a la puerta: –-“Nos fuimos a cenar a la casa de mi madre”. Claro, se llevó a mi hija dejándome solo nuevamente --pensé--. Al menos estaba tranquilo sabiendo que todavía, “literalmente”, estaban conmigo. Los siguientes minutos hicieron volver mis fuerzas, me sentía mejor. Resolví dirigirme a la cocina para servirme un vaso con leche, quería saciar mi nueva sed. Sentado en mi sillón intenté esperarlas, pero mis pupilas me engañaron y caí en un sueño incontrolable.
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CAPÍTULO IV CICATRICES Sana mi corazón con el calor de tus manos, sin martirizar mi cuerpo ni a mi familia.
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En medio de aquella oscuridad logré escuchar un ruido alto y continuo proveniente del cuarto de Sofía. Seguramente había dejado activado el despertador como parte de su rutina diaria. Sonó unas cuantas veces sin que nadie lo apagase, hasta que ya no pude más y me levanté a buscarla. Pero la presencia de aquel par de mujeres continuaba ausente. Con esto no supe si pensar en buscarlas o esperar hasta más tarde, pues era posible que durmieran en casa de su madre, si se los pedía como un regalo por no permanecer mucho tiempo con ella o por el mal clima que azotaba la ciudad. Ellas estaban bien, eso era algo indudable, pues de lo contrario ya lo hubiera sabido. Para continuar, “decidí conectarme nuevamente con mi trabajo” para así emprender un nuevo y mejor día. Desde un principio sabía que ese día cambiaría todo para mí, el mundo sería diferente. Me dirigí al trabajo, y quedé estancado en el tráfico desesperante y común de las siete de la mañana. Había una fila enorme, tal vez unos ciento veinte vehículos intentaban dar un paso inteligente para poder salir de aquella pérdida de tiempo. A mi izquierda, justo detrás de mi carro, ocurría una discusión: una señora y un joven parecían pelear por las ventas, quizá por un cliente, tal vez por algo insignificante, o debido al sol abrumador de la hora. Las discusiones, a mi parecer, siempre se han debido a la ignorancia, a la intolerancia, a la falta de cordura para sostener una conversación, pero este concepto ya no vivía en mí, se había mudado a la habitación más cercana, porque de repente se me acabó la cordura, se me agotó la paciencia, alguien la había tomado prestada de mí y decidió nunca más devolverla. En casa, en los últimos tiempos, tenía que levantar la voz para ser escuchado, o simplemente para hacer cumplir una orden; logré hacerlo una vez, a menudo, de forma ocasional, y luego de unas prácticas, por desgracia, se convirtió en un hábito, hábito que mencionaba entre líneas de firmeza: “Escúchenme, nadie más lo quiere hacer”, porque no es solo escuchar, hace falta prestar atención. En una 24
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fracción de segundos se había descongestionado el tráfico, por lo que continué hacia mi destino. Una vez que llegué al trabajo me “encarcelé” en mi oficina como mi rutina me lo asignaba. De inmediato entró Laura, mi secretaria, a entregar la correspondencia urgente, así como para informarme de lo más relevante, para que estuviera al corriente de las noticias. Solitario en mi oficina, de nuevo se apoderó de mí el recuerdo que marcó mi vida: ¡el alcohol! Desde el momento en que me lo presentaron entró en mí para quedarse. Al principio lo consumí como algo placentero y controlable, visitaba bares o “discos” durante el fin de semana, pero al paso de unos años --los cuales no vi pasar-- se convirtió en una actividad programada, en una concurrencia que había tomado posición en mi oficina. No podía desactivarla. Lo evité durante algunos días, durante algún tiempo, nada sin importancia. Era como un imán al cual no me podía sustraer, era mi hobby… ¡mi forma de entretenerme para pasarla muy bien! Ahora me encontraba tomando una vez más, y aunque tuve la idea de dejarlo, resolví no parar a sabiendas de lo que podía ocurrir. Durante tomaba me sentía bien, pero luego entraban en mí las tristezas y desilusiones que yo mismo me había causado. Era un vicio, como un gusano que devora una fruta poco a poco, sin que se note, y luego continúa abriendo más orificios hasta que la fruta queda sin nada por dentro y marcada en el exterior. Hice una llamada a casa, sin embargo, nadie levantó el teléfono. Mi mente no daba para más en aquella hora, cualquier acción me resultaba incómoda, cualquier sonido me situaba al borde. Tomé mi chaqueta, pues al asomar mi cabeza por la ventana observé cierta nubosidad preocupante. Decidí salir del trabajo para ir a casa caminando, así disminuía un poco el alcohol que había ingerido. Me relajé observando todos los monumentos de mi ciudad, tratando de disfrutar de la 25
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abundante arboleda, de los fuertes vientos, de los caminos completamente llenos de personas, cuya vida parecía marchar mucho mejor que la mía. De igual forma, miraba con discreción y firmeza las heladerías que había camino a casa, donde en varias ocasiones compré helado para mi Emily, mi querida hija. Unas cuantas millas faltaban para llegar a mi hogar. Me hallaba, paradójicamente, impaciente e indeciso por encontrarme con mi familia, ya que no quería que me viesen en aquel estado tan deprimente y vergonzante. Una vez ahí, me asomé agitado, mascando canela y menta. Al entrar, noté que la puerta estaba mal cerrada, y mi vista se fijó en el bolso puesto sobre el sofá y en las compras acomodadas en el comedor de la sala. –-¡Buenas tardes! –-exclamé con presunción, en voz alta, deseando, obviamente, ser correspondido por unas palabras de igual o de mayor cortesía. Pero no fue así. Esta vez parecía no ser escuchado por mi propia familia ¡qué pena, Dios mío! ¡Me están castigando con su silencio, con su desprecio! Proseguí caminando hasta la cocina y por los cuartos. No había nadie. Al parecer la casa estaba vacía. La recorrí sigilosamente, y encontré la puerta del sótano a medio cerrar. Del lugar emanaba una luz débil y cortante. Indeciso, bajé poco a poco, para encontrarme quizá con las personas que esperaba atendieran a mis preguntas, por qué su ausencia y por qué su silencio. Empecé a escuchar el ruido de unos papeles, pasos, golpes, al igual que murmullos. Cuando por fin descendí, se presentó con claridad a mi vista el cuerpo blanco, cabello castaño, acompañado de una silueta especial, características que pertenecían a mi esposa, situada junto a mi pequeña con grandes similitudes a la madre, pero con ojos claros y penetrantes. –-¿Cómo están? ¿Cómo la pasaron ayer por la tarde?, dejaron la puerta mal cerrada y… ¿qué están haciendo? --pregunté. 26
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–-Muy bien, estamos muy bien. Ayer mi madre estuvo contentísima de ver a la niña, se llevó una gran sorpresa por nuestra llegada, siempre le sucede eso cuando tenemos mucho tiempo de no verla. ¡La puerta mal cerrada…! –-se interrumpió a sí misma–-. ¡Qué descuido! ¡No puede volver a ocurrirme! ¡Me estoy haciendo vieja! –-Todavía no me contestas, ¿por qué están aquí? --pregunté nuevamente elevando mi tono de voz. --¿Acaso no ves? Estoy quitando las fotos de las cajas viejas que trajimos hace ocho años cuando nos mudamos a esta casa. Quiero exhibirlas en unos álbumes que compré, ya que nadie más en esta casa se acuerda de estos pequeños detalles, que recuerdan lo felices que fuimos. --Emily --ordenó Sofía sin titubear-- por favor trae los álbumes que dejamos sobre el comedor. Emily obedeció, dejándonos solos ante lo que pudiese suceder. Sin embargo, Sofía resolvió continuar desempolvando las cajas, sin prestarle mayor importancia a lo que yo pudiese decir o hacer. El ambiente se tornó más tenso, dramático y escalofriante de lo que ya estaba, hasta parecía… no estoy muy seguro todavía. --Al parecer, no puedo abrir la boca. ¡Qué calamidad! Pero cambiando de tema, ¿puedo ayudarte con eso? pregunté. El ambiente, además de hostil, era caluroso, con poca visibilidad y con telarañas por doquier, mejor dicho, era agobiante para cualquiera que pudiese estar dentro del horno que teníamos por sótano. –-Si quieres que te ayude, trae un abanico, porque acabo de venir y mírame, ya estoy a chorros y tú también.
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--A mí no me importa estar como estoy, y si no quieres hacerlo no lo hagas. Al fin que nadie te pidió ayuda, ¿o sí? –-Está bien, no lo traigas --resolví molesto. --¡Ja…! –-entonó Sofía una breve risa en forma retadora. ¿Piensas que soy uno de tus subordinados? --murmuró engreídamente. Se acercó un poco más a mi sosteniendo fuertemente unas cuantas fotos en sus manos, parecía retarme, quizá reprocharme por todos los años que me había servido en silencio. --Respóndeme, ¿soy tu subordinada? El sacerdote nos declaró “marido y mujer”, no “marido y empleada”. Perdí los estribos ante su apresurada voz por reclamos de lo que no había hecho como parte de mi contribución para hacerla feliz. La tomé de los hombros gritándole que no levantara la voz, para luego agitarla y aventarla. Mi hija había bajado con rapidez para ser sorprendida por aquella escena indigna de sus ojos, pues no debía ser mostrada por sus padres, quienes en algún momento de sus vidas decidieron traerla a esta tierra para criarla con amor. Emily se colgó de mi pantalón tratando de desgarrarlo para llamar mi atención, mientras trataba de tomar el control de los brazos de su madre, ya que esta vez decidió responder con el diálogo físico que fomenté durante un tiempo atrás. Balanceé mi cuerpo sobre mi esposa para demostrarle mi fuerza, mi valentía, mi hombría al no dejarme manipular ni controlar por ella. Ambas lloraban agitadas y cansadas, al fin, me arrodillé para sentarme y mirar el espectáculo que habían causado mis deseos incontrolables y la violencia que nunca aprendí, pero que enseñé. Sofía me golpeaba en la cabeza con suavidad, queriendo decirme lo mucho que habían cambiado las cosas, y lo demasiado que se había esforzado por mantener nuestra relación estable, relación que se había convertido en una pareja de uno. 28
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Sofía se movió con cautela para quitar de mi lado a nuestra pequeña, que se encontraba sentada, llorando incontrolable, gritando con desesperación y dolor. Sofía agitaba su cabeza con un desdén de ¡ya no más!, de… ¡mira lo que hiciste! Asomé con miedo mis ojos para ver a mi hija, sin embargo, algo extraño había en su vestimenta, en su camisa blanca se observaba la marca completa de mi calzado ¡Dios mío! pensé, pateé a mi niña. No lo podía creer, pero tampoco me sentía con la fuerza para pedirle perdón a la hija de mis entrañas. Por desgracia, mi maldito ser había ocupado el lugar de su padre, un padre que le dio todo lo que tenía y no lo que necesitaba; un esposo para su madre, el cual nunca permitió que les faltara algo, pero lo más importante: les falté yo. Hacía falta mi presencia para dar las gracias en la cena, para cuidar a mi hija cuando estaba enferma, en fin, no tenía en mí lo que ellas anhelaban tener, y no porque no podía, simplemente, no era el verdadero yo. Me había transformado en lo que nunca imaginé. Emily obedeció a las órdenes vibrantes de su madre, y juntas subieron para dejar el sótano. Yo no quería subir, pues, indudablemente, tendría que verlas marcharse de casa, verlas alejarse de mí, aunque esto fuese algo lógico. Me quedé sentado, sudoroso, en ese lugar, como un espectador de mi estupidez, a sabiendas de lo que había hecho y de lo que pude evitar.
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CAPĂ?TULO V FUERZA DE VOLUNTAD Enfrentar la realidad es revelar y aceptar tu responsabilidad de todo lo que haces, de todo lo que escondes.
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Subí a la cocina después de haberme calmado y de haber olvidado por segundos la tragedia. Las puertas estaban en pampas, fue lo primero en que mi atención se centró. Abrí la gaveta inferior de la alacena para sacar un whisky que había guardado para momentos especiales o especialmente diferentes. Llené mi vaso de vidrio y levanté el trago hasta la altura de mis ojos, deleitándome en forma detenida con su contenido, queriendo descifrar dónde se escondían las reacciones que despertaba en mí, y la respuesta de por qué era tan diferente al consumirlo. Entre tanto, resolví soltarlo. En el resultado de lo más obvio, se rompió el vaso. Sus restos lucían frente a mí, y la bebida estaba esparcida sobre mi ropa y el piso. El vaso eran mi esposa y mi hija esperando ser ocupadas, yo era el whisky que utilizaba al vaso, el cual no fue hecho para contenerlo; el descenso del vaso fueron todas las cosas que mi familia soportó para que nada pasara; el estallido fui yo y lo que hice algunos momentos antes. De esta forma, me di cuenta de que mi familia se encontraba destrozada en pequeños pedazos, y que el whisky no la podía volver a unir, para hacerlo, hacía falta un elemento diferente. Podría lograr una reconciliación si lograba pegar los pedazos de mi vaso, aunque nunca fuese el mismo otra vez. A la mañana siguiente, tomé un taxi para ir al trabajo. Esta vez, cuando llegué, entré con rapidez, Laura quiso detenerme para obtener de mí la respuesta a esta situación inestable que estaba presentando desde unas semanas antes. Seguramente mi jefe había preguntado en varias ocasiones por mi continua ausencia. A pesar de esto no presté importancia a sus preguntas, solo tomé las llaves de mi vehículo para dirigirme a la casa de mi suegra, situada a unas 75 millas de la ciudad. No había mucho tráfico en la carretera, no había probabilidades de lluvia o de tormenta, en apariencia, el tiempo estaba de mi lado. Al llegar al pequeño pueblo, una suave ventisca azotó el lugar dejándome sediento, por lo que no quise ir primero a la casa de mi suegra sin antes pasar por la gasolinera. Además, era obvio el pavor 31
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que sentiría si mis dos amores me rechazaban. Debía enfrentarlas junto a su familia, a pesar de que no sabía si su madre y sus hermanos tenían conocimiento de lo ocurrido la tarde anterior. No sabía qué me podía deparar el destino, pero sí que tenía dos posibilidades: la primera, si su familia sabía acerca de lo sucedido, al verme podrían propinarme una satisfactoria paliza, la cual no quería recibir ni nos ayudaría tampoco a solucionar nuestro asunto, y, la segunda, esperar a que se calmara la situación. Tomé el camino hacia la gasolinera más cercana, ahí, llenaría el tanque de gasolina y aprovecharía para tomarme algo, intentando calmar el incontrolable calor que azotaba el pueblo. Entré en el comedor de la gasolinera para dirigirme a los refrigeradores, observé la variedad de bebidas --incluyendo la inevitable--, pero cerré los ojos, y continué hasta calcular la posición del refrigerador de sodas. Llevé cuatro sodas conmigo a facturar. Miré mi vehículo y mi reloj como si esperara una hora específica para ir a mi destino. Mi mente me reprochaba y me lanzaba a hacerlo, no obstante, tomé el control, y ocupé la mesa más cercana. Abrí una soda para admirar el ambiente que se presentaba dentro y fuera del lugar. A mi izquierda se encontraba una pequeña familia: los padres junto a su niño recién nacido. El esposo trataba de encender un cigarrillo con un palillo de fósforo, y la dama trataba de amamantar a la criatura. Esta escena trajo a mi mente la ocasión cuando luego de una reunión de trabajo fui con unos compañeros a un restaurante para continuar una discusión que, al parecer, necesitaba de un brindis, incuestionablemente, brindamos no solo una vez, sino varias, y ello provocó la inestabilidad de mis pasos. Ese día llegué a casa muy tarde, aproximadamente a las dos de la mañana. Entré tratando de hacer el menor ruido posible, pero al parecer me estaban esperando, pues las luces estaban encendidas y 32
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escuchaba a mi esposa hablar con alguien. El sonido provenía del cuarto de mi hija, que entonces tenía cinco años. Me apresuré. Iba sin saco y con la corbata guindada del cuello. Mi hija yacía en la cama con unos paños en la frente, y Sofía hablaba por teléfono sin parar, sin respirar, con su mano izquierda en el teléfono y su mano derecha en una taza con agua tibia donde remojaba los paños. --¿Qué pasa, mi amor?, ¿qué tiene la niña?, ¿con quién hablas? -pregunté apresuradamente, y como queriendo esconder el olor a alcohol, que emanaba no solo de mi boca, sino de mi cuerpo y de mi traje. Ella observó rápidamente mi facha, al igual que el estado en que me encontraba, para en seguida responder: --Espérame un segundo, ya te contesto. Continuó hablando por teléfono, y por último dijo: “Gracias, buenas noches, disculpe la molestia”. --La niña está enferma --expresó refiriéndose a mí, arrugando la cara al sentir la esencia de mi ebriedad. --Tiene las amígdalas inflamadas y fiebre de cuarenta grados, ¡no disminuye! Hace unas tres horas que está en ese estado. Según lo que acaba de decirme el doctor Humberto, es normal, sin embargo, me recomendó bañarla y que luego le comprase el medicamento, pero no puedo salir a la calle en pijama. Trae la libreta que está en el comedor de la sala, necesito escribirte el medicamento indicado por el doctor para que vayas a la farmacia. En los pasos que daba me sentía inseguro, en cualquier momento podía caer, aun así lo disimulaba lo suficiente. Además, Sofía no podía tomar un taxi a esa hora de la madrugada. Evitar problemas era lo primordial, por lo que solo asentiría con la cabeza. Llegué de la sala con la libreta, apuntó el medicamento y salí de inmediato. 33
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Un espacio en blanco había en mi cabeza, sobre la búsqueda de la medicina de Emily. Arribé a la casa más o menos a las seis de la mañana, saqué del bolsillo de mi pantalón una caja de fósforos y me quedé dormido sobre el sillón de la sala, más ebrio de lo que había llegado horas antes esa madrugada. Así lo afirma Sofía en cada ocasión que puede, para hacerme ver mi irresponsabilidad y la fatalidad de mis errores, porque no puedo ser responsable de mí mismo, menos aún de alguien más. La decepción rondaba sobre mi cabeza, y las lágrimas rodaron en aquel instante sobre mi rostro. Encendí el carro para dirigirme directamente a aquel lugar. Pasé por primera vez por la calle de la casa, y fui lentamente para saber si estaban ahí, si estaban cerca o no. Enseguida mis cuñados reconocieron el vehículo, y cerraron la puerta de inmediato. Volví a pasar, pero en verdad no estaban dispuestas a soportar mi presencia, se habían encerrado. Lo intenté por varias horas, sin obtener resultados positivos. Regresé a casa desilusionado. Admiré desde fuera la casa donde solíamos ser felices, o al menos lo fuimos en un tiempo. Esta casa era muy bonita por fuera, pero por dentro no tenía nada: no tenía familia, no había un hogar, solo tenía a un cobarde, incapaz de resolver el problema que él mismo causó y se dejó causar, porque cuando pude decir que no, aceptaba la invitación de cualquiera con tal de divertirme de la manera como no debí. Salí del carro para entrar en la casa, pero en ese momento mi celular vibró, era un mensaje de texto que decía: --“Amor, quiero verte ahorita. ¡Me haces falta! Ven a mi departamento o vamos a otro hotel. Atte. Cindy”. La mujer con la que por tanto tiempo engañé a Sofía, me ofrecía una opción en la que podía descargar todo lo que sentía en ese momento, 34
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además, no me sentiría solo, y, obviamente, la podía invitar a casa, pues de quienes la escondía no se encontraban. Algo en mí la rechazaba, no quería saber nada, no me quería sentir peor de lo que ya estaba. Apagué mi celular sin responder el mensaje. Había decidido dejar de verla.
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CAPÍTULO VI BOLSILLOS LLENOS O VACÍOS El dinero es una meta abstracta, pero con la vista adecuada no es lo que parece.
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En la vida hay cosas buenas, las cuales se tienen que saber aprovechar. No todo es bueno, y no todo se acepta como un gran premio si no te has esforzado. Disfrutar tiene un precio. El problema es cuando este resulta ser el desprecio de tu familia o tu soledad. La cuestión es que el premio no vale el precio. El asunto está vinculado con un análisis costo-beneficio, donde el costo resulta ser mayor que el beneficio. Por fin había entendido el verdadero valor de mi esposa, lo genial de haberla conocido y lo excelente que era. Durante un tiempo la menosprecié porque la conocía demasiado, necesitaba una aventura para distraer mi mente. La consecuencia fue simple: el costo lo pago desde ahora hasta el resto de mi vida, en la consecuencia de mi cometido, mas el beneficio duró un par de meses, por un momento de placer sin amor, de palabras de ternura sin razón. Al fin tengo en mi mente la sensación de mal gusto, de que fue una estupidez y de que no valió la pena. Mi celular llevaba todo el día inactivo. Eran tal vez las siete y media de la noche, cuando sonó mi teléfono, el mensaje decía: --“Apúrate, estoy esperándote”. Esa noche tenía que quedarme en casa compartiendo con mi familia un momento de tranquilidad, ver televisión por un rato, para luego de un bostezo ir a descansar. No obstante, resolví hacer algo diferente. --Amor, ¿me acompañas a un karaoke con mis amigos? --le pregunté a Sofía. --¡No…! No quiero ir, además, no tenemos con quién dejar a la niña -respondió agotada. --Sí, tienes razón --dije como desinteresado por salir. --¡Ve tú si quieres ir a disfrutar un rato!, otro día iremos --me contestó con profunda calma y despreocupada. 37
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Tomé mi saco y me dirigí a la cochera, disimulando lo suficiente como para no llamar su atención. Una vez ahí, traté de salir con rapidez, no obstante, se acercó a la puerta del carro con el rostro fruncido y con la niña de la mano. Entonces, pasaron una serie de interrogantes por mi mente: ¿Habría olvidado el teléfono dentro de la casa?, ¿habría llamado quien no me lo esperaba para decirle cuáles eran mis planes de la noche?, ¿habría sospechado porque hice un movimiento extraño, y me iba a reclamar porque pensé que era una idiota al dejarme salir? Preguntó un tanto exaltada: --¿Acaso piensas marcharte sin darnos un beso? Un aire de tranquilidad se deslizó sobre mi cuerpo y mi mente. Todo estaba bajo control. --No, no, no, simplemente vine a calentar el motor, por supuesto que iba a regresar para despedirme de ustedes. Venga mi princesita --dije en voz alta, observando a mi hija, la cual estiró sus brazos pidiendo que no la dejara. --Otro beso para mi esposa --finalicé el tema antes de que cualquiera pudiese decir algo. Salí con tranquilidad sin dirigirme hacia un destino desconocido. El vehículo ya tenía trazada la ruta al departamento de Cindy, a quien había conocido una tarde en la presentación de una compañía asociada a la nuestra. Parqueé mi carro afuera de su apartamento, mientras ella esperaba por mí en la recepción para guiarme, como si yo no supiera el número de su habitación. Tomamos un par de copas, charlamos mucho acerca de todo, y de nada en particular. Se interesaba por todo lo que hacía sin ser fastidiosa, hostigante, y sin reprocharme ni entremeterse demasiado en mis asuntos. 38
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¡Obviamente, no podía dudar de mí! Ya sabía cómo funcionaba lo nuestro, incluso tenía conocimiento de mi estado civil. Tras un rato, llamé a casa para informar que no había ido al karaoke porque uno de mis amigos se había puesto mal, y me quedaría acompañándolo, “su estado de ebriedad no lo dejaba reconocerse siquiera, su esposa no se encontraba y necesitaba de mí”, argumenté a mi esposa, sin que hubiese una discusión, ni siquiera cierta duda o un reclamo. Lo acontecido posterior a la llamada no hace falta describirlo, la mente es lo bastante quisquillosa, por lo que debiste habértelo imaginado cuando mencioné hacia dónde me dirigía. Recordé esta pequeña anécdota de aquel entonces, “cuando todo lo sabía”, cuando todo lo que pensaba era irreal, inmaduro e insensato, pues creía divertirme con una y amar a la otra. Un hombre comprometido empieza una relación paralela a su matrimonio cuando siente o descubre que su pareja no llena ciertos espacios, no cumple con ciertos requisitos o le hace falta algo, mas no sabe qué podría ser. La probabilidad de que un hombre revele sus espacios vacíos son pocas, porque tiene el suficiente orgullo como para ocultarlo, o quizás haya llegado al punto de revelar a su pareja sus necesidades e incomodidades, y es muy posible que esta lo haya pasado por alto, sin tomar en cuenta lo que este hombre dijo con sutileza. Hay un problema en los humanos por su falta de atención. En la comunicación hemos perdido el gusto de entender y de interpretar. Perdimos el encanto de escuchar, tratando de hacer algo más que eso. Siendo todo de esta manera, la temática surge porque exigimos lo que no implementamos. Porque callamos nuestras expresiones haciendo un nudo de resentimiento, guardando un “te necesito” por miedo al descarte, al cambio de tema.
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En el caso de las parejas, se demostraría con un ejemplo sencillo: la falta de atención de las mujeres a su pareja --manejando esto como un supuesto, claro está--, pues piensan que nos importa poco su falta de atención, con tal de que nos acaramelen, nos besen y nos abracen, es decir, con tal de que nos complazcan en lo que creen hacerlo. ¿Nos importa su atención? Al final, el supuesto lo puede vivir cualquiera, y la respuesta seguirá siendo un rotundo “sí”, debido a la necesidad de atención. Somos humanos y nos encanta hablar cuando hay alguien que escucha. Sofía me había acaramelado del mismo modo en el que escuchó mis necesidades, entonces, ¿por qué lo hice? Porque la escuché y no le presté atención. Es una respuesta sencilla a una polémica con mucho contenido. A pesar de lo que pudiese planear para reparar mi escenario, perfectamente sabía que era imposible detallar mis planes en el futuro, ya que es improbable e inexistente. Solo el presente tiene valor y efecto en el minuto más cercano. Finalizó el día sin que cambiara nada en el ambiente aquel, era mejor no agitarse para no desgarrar el pensamiento con la osadía de mis recuerdos. Las personas suelen decir que un hombre arrepentido es un árbol enderezado, pero, ¿cómo podía enderezar mis raíces, si soy como soy y mi voluntad no llega más allá de unas cuantas palabras? Me alcé de mi cama para levantar del suelo una hoja un tanto llamativa, quizás infiltrada, y al ver su contenido quedé estupefacto, Emily había dibujado a la familia que añoraba, eran los pensamientos de mi hija, los que no me di la oportunidad de conocer. Una niña lloraba entristecida lejos de su casa, lejos de su padre, y con la interrogante de por qué la había lastimado cuando siempre aparentaba protegerla. Metí mi mano en mis bolsillos, saqué nuevamente mi celular, no había llamadas perdidas de Sofía ni de mis compañeros de trabajo, mucho menos de mi familia. En todo este tiempo pensé que les importaba a 40
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mis compañeros de trabajo, notando aquí la diferencia entre importar e interesar. Es más, tal vez los consideré mis amigos: mi tiempo era de ellos, mis risas y parte de mi dinero también. Hoy, nadie preguntaba por mí. Era posible que figurara en sus mentes la obvia vacante de mi puesto por mi incesante ausencia al mismo. Ya no funcionaba para ellos, ¿de qué les iba a servir si ya no me tendrían para salir durante el fin de semana o para solicitarme favores o incluso préstamos? En cambio, cabía en ellos la posibilidad de lo opuesto, “porque tengo la suerte de que mis amigos me dan piedra cuando pido pan”. Creo que todos hemos imaginado cómo serían nuestras vidas con apoyo y auxilio cuando en verdad lo necesitamos.
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CAPÍTULO VII LO MÁS IMPORTANTE Tómate un momento para respirar y hacer feliz a quienes amas.
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Me puse un traje deportivo cómodo, calcé unos tenis blancos, ¡y a correr! Cuando era un adolescente tuve el hábito de correr, pues me sentía diferente al hacerlo, mi día era otro, mi espíritu era alegre, había un nuevo sol para mí. El mapa de mi destino esa tarde era un parque situado a no más de unas cuantas cuadras al oeste. Una vez puesto en marcha sentía galopar mi corazón, agitado, lleno de una luz que emanaba oscuridad, seguí trotando… al ritmo que me permitía mi desacostumbrado sistema cardiovascular. Una fila de palmeras adornaba la entrada del parque, además de unas bancas, y escenarios de pajarillos volando. El lugar no estaba lleno de gente, al contrario, estaba sigilosamente poblado por unas personas de la tercera edad, unas cuantas muchachas que parecían recién salir de clases, y algunos niños del equipo de béisbol. De lejos me pareció familiar el que parecía ser el manager de este equipo, así que con un poco de intención pasé muy cerca de ellos, confirmando mi presentimiento. Conocía al manager del equipo, un adulto con estructura acolchonada, dueño de una voz extravagante. ¡Sí, era él!, aunque no muy cambiado desde que lo conocí en la universidad. Lo saludé asintiendo con mi cabeza, me observó con una mirada perdida, como si dijera: ¿te conozco? Aguzó su vista nuevamente, tratando de descifrar mi rostro, y se apartó del grupo para extender su mano. --¿Qué tal, John? Hace mucho tiempo que no te veo, ¿y la familia? --me preguntó de forma agitada, para ponerse al tanto de lo que hubiese ocurrido conmigo y con quienes, lógicamente, no estaban a mi lado. --Bien --respondí con inseguridad, sin siquiera preocuparme por esconder lo agobiado que me sentía. --¿Solo eso? --insistió-- ¿y Sofía?... la niña debe estar grande. Calló, por un momento, para continuar: --¿En qué grado está? 43
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--Bueno --exclamé, queriendo evitar aquella plática--, están en la casa de mi suegra, la extrañaban y decidieron visitarla, iba a ir, pero asistir a mi empleo resultó una mejor alternativa --le dije, para deshacerme de las preguntas que supuse me haría. --Pero, y vos Edgard, ¿qué haces aquí? ¿Estás viviendo cerca? No me digas que entrenas a estos niños… --posé mi mirada sobre los chiquillos que estaba a solo unos cuantos pasos, quienes parecían no haber escuchado mis palabras. --No y sí --dijo casi gritando. --No estoy viviendo cerca y sí, hombre… Alzó su mirada al cielo, demostrando sin querer lo feliz que estaba. --Me propuse como manager del equipo de mi hijo y aquí estoy. Aunque no estoy trabajando los jueves y los viernes, solicité un permiso a mi jefe, que me fue concedido acompañado de la respectiva reducción de salario. Trabajo como supervisor en una empacadora de frenos, ¡ni más rico, ni más pobre! --se jactó, encogiéndose de hombros-… por lo menos estoy con mi hijo enseñándole lo que aprendió su padre cuando era joven. Agaché mi mirada para fijarla en mis tenis, sacudí los pies como queriendo continuar con mi ruta. --¿Y tu esposa? –cuestioné, queriendo escarbar en su privacidad. --¡Ah… ella! --se refirió a su esposa a través de ese pronombre, para fruncir su rostro acabado con una sonrisa de pocas amistades--. Ella ya no está conmigo, se mudó con su nuevo “amor”. La última vez que la vi tuvimos un encuentro judicial para pelear la custodia de mi hijo. Agachó la cabeza para levantarla con rapidez e impetuosidad: --Yo gané su custodia porque no era yo quien había encontrado un nuevo amor, y aquí estoy, ya te dije, entrenando a mi pequeño y a sus amigos.
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Mi pelón lo está superando poco a poco…, esto fue apenas hace unos seis meses. --¡Hey!, Mario, ven un momento --gritó ante aquel grupo de jóvenes deportistas donde se encontraba su hijo. Era un niño mestizo, cabello rizado y ojos café oscuro. Estaba agitado, con su rostro inundado de sudor, y llevaba una vestimenta casual para todo pelotero. Su ropa se hallaba ajustada, adornándose con la tierra en la que suelen resbalarse con tal de cumplir su meta. --Saluda, hijo, al amigo de tu padre. Su nombre es John. Lo tomó por los hombros, protegiéndolo de mí o de cualquier amenaza. --Hola, señor --respondió, estirando su mano y sonando un poco inquieto. --Hola --concluí en forma sencilla--. Vete a jugar, hijo… mucho gusto, ya te devuelvo a tu padre. --¿Es difícil? --le pregunté haciendo una pausa--, ¿es difícil soportar tal situación y aún así cuidar de tu hijo y de ti mismo? –-pregunté, fijando mi vista en sus ojos temerosos de permanecer abiertos. --Sí, es difícil --reveló con una voz temblorosa y vibrante, tal como si le hubieran atado una soga al cuello--, sobre todo cuando la persona que amas con todas tus fuerzas te paga con miseria, soledad y dolor, pero todo es posible en esta tierra. Ya no creo en la palabra del hombre, ya no hay más “en las buenas y en las malas”, solo existe el “mientras sienta lo que siento”. Una lágrima rodó por su mejilla, pero cortándola con su puño se restregó los ojos y prosiguió:
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--No pierdas lo que yo perdí --me recomendó sin imaginar mi situación--, gasté mi tiempo en el trabajo ganando una miseria, desatendí a mi mujer y a mi hijo…, sé que no es excusa para ella, también sé que la carne se siente sola y es débil ante el pecado. Sin omitir un respiro continuó: --Nunca tuve un vicio, simplemente tuve el afán de mantener mi hogar como una familia digna, tómate tu tiempo --aseguró sin dudar--, tómate un momento para respirar y hacer feliz a quienes amas. --¡Échale ganas! -–exclamé, sintiéndome hipócrita--, nos vemos pronto, seguiré viniendo a correr por aquí, ya terminaremos de platicar, no te quiero atrasar. --Está bien, no te preocupes. Ve con cuidado. Se abalanzó sobre mí con un abrazo, para después regresar con su equipo. No pude relatarle mi dilema, no encontré confianza, no tuve valor. Seguramente buscaba un refugio en mí al contarme sus asuntos personales, quizá lo dijo por la respuesta que le ofrecí al preguntar por mi familia, no obstante, no podía ayudarlo, pues ni yo mismo me creí lo que dije, no me imaginaba a los dos consolándonos: él por víctima y yo por victimario. El encuentro con Edgard fue espeluznante, como una balanza desequilibrada con un contrapeso irreversible. Sin duda alguna, durante mi larga jornada laboral nunca decidí tomar una tarde, una mañana o siquiera un fin de semana para acompañar a mi pequeña a clases de natación, al acto del padre. Nunca pensé en hacerlo, ya que no cabía en mí comparar una tarde de trabajo con una actividad de mi hija. Indudablemente, siempre preferí ganar un salario extraordinario a ganarme un beso de Emily por felicitarla en sus pequeños grandes pasos. Había decidido reemplazarlo por encuentros en las noches, cuando a mi llegada yacía dormida en su cama, por lo que solo podía desearle dulces sueños o buenos días en la mañana 46
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antes de irme a la empresa. Mi horario de trabajo era de lunes a lunes, sin parar, sin tiempos libres. La compañía aprovechó mi potencial, pero nada más. Yo no los aproveché. A tu familia, a lo más importante que tienes, le puedes fallar por varias ocasiones y en eventos importantes. No pasa nada, siempre te perdonan y te reconcilias, mientras que en la empresa donde gastas tu vida, si fallas una vez significaría todo, no habría reconciliación, no habría vuelta atrás.
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CAPÍTULO VIII UN NACIMIENTO
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La sombra de la guerra parecía avecinarse para septiembre de 1972. Uno de los partidos a favor de la dictadura buscaba a todas horas a Jimmy Manzanares, el cual era algo así como el organizador y director de la contra política. La población comentaba de lo acontecido días antes, cuando una redada para asesinar a don Julio Aguirre, jefe de la Policía y representante del partido dictador, dio como resultado un ataque, bañando de pánico a toda la población de Munic. El acontecimiento se salió de las manos de todos, la balacera se escuchó un viernes a las cuatro de la tarde en el reparto Onford, donde don Julio daba una charla en la que trataba de advertir a los jóvenes de una escuela secundaria para que no fuesen miembros del “clan antipatriótico”, luego, sin aviso alguno, unos disparos sorprendieron a todos en el lugar. Tras los gritos de la muchedumbre, no se percataron de los instantáneos resultados. El francotirador no pudo cumplir con su objetivo, pues, al parecer, se había adelantado a alguna señal. Julio Aguirre había sido herido en su hombro, en cambio, tres de sus guardaespaldas no corrieron con la misma suerte, ya que fallecieron al cubrirlo después del primer disparo. En el momento, los oficiales no supieron qué hacer, no tuvieron noción alguna de dónde pudieron provenir los disparos, y destrozaron a balazos y a bombazos el edificio que había frente a la escuela. Una vez que se sintieron satisfechos, cerraron el perímetro para atrapar a la oposición, pero los hechores se habían marchado sin dejar rastros. Jimmy se encontró ahí en el momento del cometido, de hecho fue él quien disparó a don Julio. Minutos más tarde, cuando estaba en su casa, llegó hasta sus manos una nota que decía: --“Huye Jimmy, la Policía sabe todo”. No sabía quién lo había delatado, podía dudar de todos, pero en su mente solo cabían dos posibilidades: la primera apuntaba a la 49
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población que supuestamente estaba a favor de ellos, y, la segunda, a los miembros del grupo al que pertenecía. La balanza se desniveló contra su grupo, ya que este no se encontraba consolidado aún, luego de tres años de luchar en silencio con una estructura semiformal, sin embargo, no se podía adelantar a los hechos. Cualquier cosa pudo haber ocurrido. La disputa por los puestos era constante desde cuando decidieron formar el grupo. La situación para sus amigos había cambiado, el pensar en la muerte de Jimmy significaría que uno menos reclamaría la posición del alto mando en el país, una vez llevado a cabo el golpe de Estado. Cuando terminó de leer la nota y de pensar en quién pudiese ser o no su aliado, le explicó a su esposa que tenía que ausentarse por un tiempo, iría a vivir en casa de su hermana, Rebeca, a la cual no veía desde un par de años atrás, debido a su cambio de domicilio a un pequeño pueblo ubicado al oeste de Munic. Su esposa, que se encontraba muy nerviosa, se dedicó a reclamarle por jugar al héroe, mientras ella y su hija --con apenas unos meses de vida-- se morían de la angustia. No demoró mucho para llegar al pueblo, ni le fue difícil encontrar la casa de su hermana. --Abre la puerta, abre la puerta --susurré en la puerta trasera de su casa. Alguien más abrió la puerta rápidamente. Entré de inmediato para detenerme a observar a una mujer con guantes en sus manos, que lucía un tanto agitada o molesta. --¿Quién eres? --me cuestionó al notar un poco de miedo en mi rostro. --Soy Jimmy, hermano de Rebeca, ¿dónde está ella? 50
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--Se encuentra en su habitación. Tu hermana no está muy bien en estos momentos, tiene dolores de parto. Sin pedir permiso, pasé adelante tan pronto como pude. En efecto, se encontraba postrada en su cama, gimiendo, mientras su esposo ponía paños en su frente. No tengo idea de si se sorprendió al verme entrar a su recámara. Exclusivamente me acerqué para decirle: --La Policía está cerca, me buscan. Guarda silencio, por favor, si no, nos matarán a todos. Lo siento, Rebeca --me disculpé--, nunca pensé que supieran tan rápido de mi paradero. Completamente adolorida me respondió con un sí, demostrándome que no le importaba y que era capaz de hacer todo por mí. Su boca temblaba, mientras los movimientos de su cuerpo delataban su sufrimiento. En los siguientes minutos escuchamos a las familias cercanas discutir con la Policía por querer requisar sus casas, por el simple hecho de querer encontrar a alguien de quien no tenían conocimiento alguno. El silencio atormentaba nuestras mentes, hasta que fue interrumpido por un par de golpes en la puerta principal, uno de los oficiales levantó su voz y ordenó que salieran los habitantes de la casa. En el cuarto, todos nos mirábamos sin responder al llamado. La partera captó la atención del esposo de Rebeca y la mía, para explicarnos sin ninguna palabra que necesitaba avanzar con el parto. En un momento nos coordinamos para pasarle unas toallas, sábanas, además de unas cuantas herramientas de parto. La hora había llegado, le obedecimos tratando de no hacer escuchar siquiera el sonido de nuestros pasos. Un golpe en la puerta trasera nos desconcentró, la Policía seguía insistiendo, nadie sabía qué hacer, la partera prosiguió, y mis ojos sufrían al ver a mi hermana ser torturada con silencio en aquel acto tan hermoso y desgarrador. Rebeca mordía la almohada, su mirada era 51
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desorbitada, pues quería gritar de dolor, pujó durante dos minutos más, hasta que por fin logró sacar al niño de su vientre, un grito rotundo selló aquella acción tan hermosa. La Policía allanó el lugar en lo que la partera salió a la sala con el niño en brazos, de algún modo, el oficial entendió el silencio que había provocado tanta duda en ellos. Así que continuaron en la siguiente casa. Escuché cómo se marcharon sin pedir mucho detalle, abracé a mi hermana, la cual parecía verme por primera vez. --Este niño, ¿cómo se llamará? --le pregunté –John, se llamará John.
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CAPร TULO IX Alguien toca la puerta Aunque te rechazo, siempre estรกs conmigo.
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De regreso a casa, en cierto modo me sentía inconforme, paralítico, insensato, mejor dicho, me sentía un completo imbécil. El ambiente en el parque, de regreso a casa, era completamente despejado. Parecía como si nada me detuviese para llegar a ella, como si estuviera comprometido, como si alguien me estuviera esperando, de algún modo, sin saber por qué, logré sentir aquella sensación. Nuestros vecinos no especulaban nada; no preguntaban; no se asomaban; su mirada parecía atontada por verme últimamente en casa durante todo el día, pero sin mi familia. Se acercaban y se alejaban de mí de una manera extraña, no obstante, resulté ser yo el extraño que había invadido su residencial. ¡Claro!, pensaron, es solo un pobretón que había salido de su cuna que llamaba barrio. La oscuridad de aquellas paredes donde solía vivir con mi familia empezaba a atormentarme, y me preguntaba cómo estaría Sofía, ¿nos reconciliaríamos?, ¿cómo se sentiría Emily después de todo esto?, ¿volvería a verlas? Esas interrogantes y otras me hice, sofocado con el traje deportivo, el cual ahogaba mis entrañas. Forcejeé con la puerta… y renegué hasta perder los estribos. Sentí hambre luego de haber tenido una tarde tan agitada, busqué en el refrigerador sin hallar nada delicioso. Solo entonces comencé a sentir el sabor de la ausencia de mi mujer, haciendo la comida que me esperaba caliente las pocas veces que llegué temprano. Tomé solo una botella de soda, seguí buscando por todas partes sin encontrar algo apetitoso. Ante tal emergencia, ordené una pizza, y unos cincuenta minutos más tarde, un joven tocó el timbre de manera incesante y molesta. Mostraba un rostro de pánico. --¿Qué te pasó, muchacho? --le cuestioné, al ver su rostro aterrorizado y su facha desordenada.
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--Tuve un accidente en mi motocicleta al venir hacia acá, me caí…, y no pude entregarle su pizza a tiempo, así que es gratis. Miré en sus ojos algo más que la preocupación de haberse golpeado en la caída provocada por el accidente, por lo que continúe con la conversación hasta avanzar lo suficiente como para estar satisfecho. --Pero te pasa algo más, ¿qué es? --Acabo de empezar en el negocio de repartidor y no me ha ido muy bien. Parece que mi salario pagará las pizzas de este mes, tendré que renunciar. Por la forma como habló, sabía que ya no escondía nada, y eso me calmó un poco. --No te preocupes, no tienes que pagar por mi pizza al menos. Ni siquiera sabía de la promoción. Solo dame la pizza y vete de aquí, tranquilízate y consigue un nuevo empleo. Me senté en mi sillón a comer unos trozos de pizza, hasta que tocaron la puerta de nuevo, seguramente el repartidor había olvidado entregarme el ticket de la compra. Antes de abrir, observé a través del ojo de la puerta, pero no era el repartidor, era otro joven al que no conocía. --¿Qué deseas? --le interrogué. --Nada en especial que tenga que ver con un problema o con una preocupación, relájese. Como puede ver, si es que puede hacerlo, soy el cajero de la empresa donde usted solía trabajar. --Y, ¿qué con eso? --Le pregunté a mi jefe… --¿Quién es tu jefe? 55
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--Don Orlando Sequeira, jefe del Departamento de… --Yo sé quién es Orlando --lo interrumpí sin siquiera abrir la puerta--, ¿él te envió? --No, solo me comentó acerca de la posibilidad de que usted enfrentara problemas con el alcohol y con su familia. Tal vez fue su hipótesis por todo lo ocurrido en la empresa, y por su despido supongo que todo está marchando de manera lógica. Además, no quiero inmiscuirme en sus asuntos, solo vine exclusivamente para compartir algo con usted. --Entonces, déjame decirte que Orlando supone bien, ¡debería ser mago!, está en el puesto equivocado --reí con alegría para demostrar que no me afectaba mucho la situación, para luego exaltarme nuevamente. --¿Qué vas a decirme? --Lo que le voy a decir pasó hace un año y medio en mi vida. Es una experiencia personal que tal vez le sirva de algo, pero al menos ofrézcame un asiento o… ¿no piensa dar la cara? --¡Claro! --abrí entonces la puerta generosamente--, pasa adelante, siéntate por favor y toma un trozo de pizza si quieres. --Mi nombre es Antonio Villa. Hace un año y medio, cuando había terminado mis estudios universitarios, conseguí un trabajo de coordinador de cobradores en una compañía de bienes inmuebles. Con el tiempo conseguí un poco de dinero, lo suficiente como para vivir cómodo lejos de la humilde casa de mis padres. Al sentirme con mi bolsillo un tanto repleto, saltó sobre mi frente y pecho un aire de presunción, que me enseñó a sentirme diferente, a usar un arma contra todo el que quisiera derrotarme. Los hacía sentirse mal mientras me divertía con su rostro destrozado; miré con desprecio a muchas personas que cuidaron de mí cuando lo necesitaba. Creí que nunca más 56
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tendría que volver a empezar a trabajar desde abajo, igual que la servidumbre. Tuve todo para derrochar con tal de alimentar lo único que me mantenía vivo: ¡mi ego!, y es que en los negocios es una de las tantas herramientas que te hacen tomar posición. Durante un largo período estuve orgulloso de mi personalidad maquiavélica y de las pocas personas que gozaban de mi amistad. El fin justificaba los medios, después de todo. El alcohol ingresó en mi vida un poco después, asimismo, las drogas. Tras disfrutarlas por un largo lapso, empezaron los desvelos, el descuido de mi puesto de trabajo, además de un inmenso deseo de más, más de todo lo que miraba. En el proceso resultó clara la vacante de mi puesto, y así sucedió. Cuando mis fondos no dieron para más, empecé a vender mi ropa, perfumes, zapatos, en fin, todo lo que tenía, con el afán de conseguir más drogas. Al no pagar la renta tuve que regresar humillado a la casa de mis padres, se me caía la cara de vergüenza, pues fui el que dijo no necesitar más de las rocas. Los siguientes meses fueron una pesadilla para mis padres, ya que fue tanta mi ansiedad por las drogas, que incluso vendí parte de sus electrodomésticos, pues el resto de cosas se encontraban bajo llave. Les creé un infierno, sin merecerlo. Un día, sentado en la acera de la casa de mis padres, pasaron unos muchachos más o menos de mi edad. Me levantaron del estado aquel en el cual me encontraba, drogado, hediondo y mal vestido. Me invitaron a un viaje, un viaje maravilloso en el cual jamás en mi vida pensaría haber estado. Luego del viaje mi vida cambió, fui de nuevo una persona sana, pero cuando pensé jamás volver a drogarme, llegó nuevamente a visitarme esa sensación, surgió en mí una desesperación tremenda jamás sentida. Todo se había acabado y no tenía más oportunidad en la sociedad. Fui a la cochera a tomar una soga, la 57
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amarré en el techo para seguidamente atarla a mi cuello, lo suficientemente fuerte… me subí en una silla para tirarla luego lo más lejos de mí. Por fin terminarían las desgracias y los sufrimientos que había causado. Sin embargo, no fue de esa manera. Todavía no me lo explico: la soga se reventó. Yo temblaba, teniendo en cuenta que la asfixia no era la responsable…, temblaba porque sentí que alguien reventó la cuerda, un amigo que quiero presentarte.
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CAPÍTULO X La mujer de mi vida En ocasiones no hace falta que respondas a mis preguntas, no importa lo que quiera si tú dices lo contrario.
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Por la noche, en una discoteca, me encontraba en la barra tomando cerveza, esperando que pasara el tiempo. No había mucha gente en el lugar, e incluso parecía como si no fuese fin de semana. Esperé por un par de horas para que llegasen más personas, de esa manera elegiría con quién bailar, pero el ambiente fue el mismo. Tomé mucho licor hasta levantarme para ir al baño, sin embargo, cuando lo hice se me cayeron al piso unos billetes que me había devuelto el bar tender al despacharme. Al recogerlos, una hermosa mujer tropezó con una pequeña falla en el piso, para desvanecerse en mis brazos. La agarré sin pensar nada, como una reacción más. Fue mi primer impulso al verla desplomarse hacia el piso, y logré rescatarla o al menos eso pensé. En su rostro, ella dibujó un desdén extraño que me dejó sorprendido, pues no sabía si era una buena o una mala señal. Continué hacia el baño sin dejar de pensar en sus ojos, los que me resultaban familiares, aunque por más que forcé mi memoria no pude recordar dónde la había visto. Entonces concluí con un simple “no sé”, pero eso sí, era bellísima, incluso con el mal gesto que mostró. Camino a la barra, tropecé nuevamente con otra muchacha. --Lo siento --dije, sin dejar de pensar en la chica con ojos que me eran familiares. Empecé a desesperarme por llegar a la barra para verla nuevamente. --Un lo siento no lo justifica --respondió alguien de inmediato. El tono de voz un tanto gruñón llamó mi atención, y fijé mis ojos en el sitio de donde parecía venir el sonido. La coincidencia que jamás esperé, una sonrisa… me reveló todo. Daniela, una excompañera de trabajo se burlaba de mi torpeza. --¿Cómo estas, Daniela? ¡Dios mío, tanto tiempo sin verte!
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--Sí, es que ahora administro esta disco, y si vienes, casi nunca me verás --sonrió como burlándose de sí misma--, lo que sucede es que estoy detrás de todo esto observando el paso de cada trabajador, pero en fin, no creo que hayas venido solo, ¿estás con alguien en especial? --No estoy con nadie. Solo pasaba por aquí para ver con quién me encontraba. --¡Qué bien! ¿Bailamos mientras viene mi suplente? --Está bien, si por eso vine. Siempre tuve conocimiento de que Daniela bailaba muy bien, pero esto era demasiado: movía su cuerpo lentamente acercándose a mí, mientras pasaba sus manos por su cintura luciendo muy provocativa. A pesar de todo eso, no dejé de pensar en la chica fuera de lo común que me había encontrado hacía apenas unos minutos. Una mirada a la barra me sacó de ritmo, Daniela lo sintió, y me advirtió con un empujón al que sin duda tuve que obedecer. Tras bailar un par de canciones, el cansancio se posó sobre mi cuerpo, e indudablemente tendría que ir donde se encontraba la chica fuera de lo común; por otro lado, Daniela recibió un llamado de uno de los meseros, y se tuvo que retirar tan rápido que ni tuve tiempo de despedirme. Parecía un loco por buscar a alguien que no conocía, contando simplemente con una descripción: “bella”. Mis esfuerzos se volvían inútiles en cada paso que daba, tras unos pocos intentos me di por vencido, era posible que se hubiese marchado cuando me fui al baño, o tal vez no le gustó el ambiente… cualquier cosa le pudo haber ocurrido. Regresar a casa era lo mejor. En la salida de la disco me subí en un taxi que estaba parqueado frente al lugar. Dentro me encontré con una mujer cubierta por la oscuridad, que me reprendió con un mal gesto como si el lugar lo hubiese estado reservando para alguien más. El taxista preguntó: 61
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--¿Continuamos esperando, señorita? O… --Está bien, señor, podemos irnos. Antes de arrancar, el taxista cualificó mi aspecto a través del espejo retrovisor, seguramente para evitar cualquier malentendido. En ese momento, no pude cerciorarme quién era la mujer que me acompañaba. En el camino, las luminarias me ayudaron a resolver mi duda, con un vistazo a la preciosura que había perdido dentro de la disco. --¿Cómo seguiste después del tropezón cerca de la barra? --pregunté sin temor. --Bien, a pesar de que mi acompañante me dejó, y ahora ya me ves… sola. --Eso sí es una gran pena. ¿Por qué dejó tu novio tanta belleza sola? --A decir verdad, no tengo novio. Vine por primera vez a una discoteca con una amiga, le comenté que no me gustó, pero ella no me quiso escuchar, se quedó con sus otras amigas disfrutando. Y como ya pudiste observar, esperaba su regreso. Por eso fruncí mi frente al verte entrar, obviamente, no eras quien esperaba. No tenía por qué no creerle. A pesar de que su apariencia parecía del todo experimentada, había algo en ella que me hacía confiar, tenía la sensación extraña de que ella estaba diciendo la verdad. --Lo siento, no sabía, no quise… No tenía nada más que decir, aunque su detallismo centraba mi atención en su honestidad. --Cambiando de tema, ¿irás al cine a ver la película “Un sueño de amor”? --le pregunté. 62
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--La verdad, no tenía conocimiento de su estreno, pero si es así, es posible que vaya –me respondió indiferente. --¿Vamos? ¡Acompáñame, por favor, no me dejes ir solo! Traté de no observarla fijamente a los ojos, pues su timidez se avergonzaba ante mi mirada. Tomó su bolso de mano y lo colocó sobre sus piernas, se acomodó su cabello y su vestido negro para responder: --Sí. Luego de un tiempo logramos ser más que amigos, lo que trajo consigo después de unos años la pregunta más difícil de hacer para un hombre. Estacionado en un parque cercano a su casa, nos encontrábamos compartiendo nuestros planes y ambiciones, nuestros gustos y disgustos. Fue uno de los días cuando me sentía más enamorado que nunca. De repente escuchamos el sonido de una patrulla de Policía que se parqueaba justo detrás de nosotros. El oficial hablaba por el megáfono ordenando que nos mantuviéramos dentro del vehículo. Primero solicitó que encendiéramos la luz interna del carro, luego que nos bajáramos despacio y de espalda hacia a él, sin voltear a verlo y con las manos arriba. Al pasar por la cajuela del carro pidió mi nombre y el de ella, dijo que nos detuviéramos un segundo mientras consultaba nuestros nombres en la base de datos. Una vez que obtuvo la respuesta del registro, gritó grotescamente: --¡John!, arrodíllese por favor y ponga las manos sobre su cuello. No haga nada más. Escuché de repente el llanto de Sofía, temerosa de lo que pudiese pasar. Cuando me encontré arrodillado, el oficial habló nuevamente: --Vacíe sus bolsillos, por favor.
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Al registrar mis bolsillos, lo único que encontré fue una cajita que no había visto antes. El oficial seguía hablando como queriendo calmarse a sí mismo, pero ahora se dirigía a Sofía. --Sofía, por favor responda a mi pregunta. --Sí, oficial. --¿Aceptas a John como esposo? Entonces destapé la caja pequeña que sostenía en mi mano para mostrarle su anillo de compromiso. --Sí, dijo temblando de emoción. La abracé fuertemente, mientras se escondía en mi pecho llorando de emoción para decirme: --John, eres un payaso, pero te amo.
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CAPÍTULO XI El recuerdo de una princesa Continué caminando sin parar, continué imaginando sin soñar, y di las gracias por vivir.
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--Papi, papi, mis amigas irán el sábado a la piscina, ¿me llevas? --Sí, mi amor, pero pregúntale a tu mami si quiere ir. --Sí quiere ir, me dijo que te preguntara a ti si podías llevarnos. --¿Y solo quieres que las lleve? --No papi, quiero que te quedes para que juguemos… ¿vamos a jugar al tiburón? --Sí mi amor, jugaremos al tiburón. --Mmm… no hagas lo de la última vez. --Hey, ¿qué hice la última vez? --Te dormiste y me dejaste jugando con mami. Y mami no juega al tiburón porque dice que es peligroso. --¿Y tú crees que es peligroso? --Si juego contigo no es peligroso, porque tú me cuidas. --Sí mi princesita, siempre te voy a proteger. Por cierto, ¿a qué piscina vamos? --Se llama Pool & Fun. --Ahh... es cierto, ya fuimos ahí. Es un campestre ubicado a un par de horas de aquí. Después de haber aceptado mi propuesta, papi me llevó a dormir. Ese día estaba extraño, diferente, estaba de buenas. El sábado se aproximaba y estaba súper emocionada. A diferencia de otras ocasiones, esta vez papá iba a estar todo el tiempo con nosotras e íbamos jugar. Tanta era la emoción, que el viernes en la noche había buscado un bolsito rosado de playa que mi prima Elizabeth me regaló 66
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en mi cumpleaños, para empacarlo con mi traje de baño y mis sandalias preferidas. Como de costumbre, me levanté súper temprano, quizá más de lo habitual. Al momento que mis ojos se abrieron todo estaba oscuro, lo cual era señal de que sin duda era la primera en estar despierta. Me puse mis pantuflas para ir al cuarto de mis padres, jalé a papi de su pijama para que me preparase el desayuno, pero obviamente no se levantaría. Era muy seguro que levantara a mami y así seguiría durmiendo hasta minutos antes de la partida, como era su costumbre, mientras más intentaba levantarlo, más rodaba en la cama, tal como si no quisiera despertar nunca. Al ver esta actitud fui a mover a mami con sutileza, porque tiene la costumbre de tener un sueño sensible. Mami abrió sus ojos suavemente, y tirando de mis brazos me subió en la cama. Comencé a caminar sobre ellos sin lograr ningún resultado, luego se me ocurrió saltar al piso y cantar, entonces mami reguló su bata un tanto holgada a la medida de su bella figura, abrió las cortinas, y la luz inundó el cuarto, lo que despertó a papi. Él se levantó sin pensarlo, se acomodó sus pantuflas y se peinó con sus manos blancas y largas. Fue como si mi madre tuviera conocimiento de que no existía alarma alguna para papi, más que la luz del sol, por muy débil que fuera. Así, después, juntos bajamos a empezar un nuevo día, a desayunar y a prepararnos. Sentados a la mesa de la cocina, me desayunaba con unas frutas cortadas a la medida de mi pequeña garganta, y era resguardada y vigilada por mis padres, quienes al parecer se hallaban desvelados por alguna causa. Papi trataba de cuidarme, sin embargo, las noticias de la mañana merecían su atención más que yo; mami, por su parte, estaba preparando su desayuno para acompañarnos en el momento. 67
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Una vez que nos marchamos, papi se detuvo en el supermercado ubicado a unas pocas millas de nuestro destino. Comentaba que necesitaba comprar unas frutas y unas cuantas cosas que podríamos utilizar. Dentro del supermercado papi estaba un poco incómodo, parecía tener el deseo de desahogarse, se mantuvo así durante algunos minutos, daba vueltas en todo el supermercado tratando de encontrar algo que ni siquiera él sabía qué era; mami y yo le suplicábamos por su seriedad en el asunto, pues mi emoción podía más que cualquier otro acontecimiento o necesidad. Al fin de todo, resolvió no comprar nada, lo que nos hizo sentir mal a ambas. Emprendimos nuevamente nuestro viaje. Mientras nos acercábamos resolví dejar que papi y mami platicaran de lo que iba a suceder, y de cómo se iban a turnar para estar conmigo, entonces empecé a observar el ambiente de los lugares por donde pasábamos, abundantes de árboles gigantes y hermosos, casitas de ladrillos y unos cuantos negocios de comidas típicas. De pronto, mami replicó por un giro inesperado que papi hizo, mi corazón temblaba, pues ya comenzaba a dudar de que pudiese ver a mi amiguita Ana. Se estacionó cerca de una calle con varias tiendas de ropa, para después de unos segundos de silencio ordenar: --Síganme. Nosotras lo seguimos o tratábamos de hacerlo, papi aceleraba su paso a cada instante. Solo lo mirábamos caminar agitado y lleno de sudor, entró a una tienda súper linda repleta de bolsos, lentes, camisetas, etc. Nos observó fijamente y replicó de nuevo: --Elijan lo que quieran, las espero afuera. En el momento olvidamos lo sucedido antes y comenzamos a probarnos todo lo que había en lugar. Al final, mami me eligió unas sandalias blancas y un traje de baño amarillo; ella se decidió por unas 68
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sandalias del color de su nueva mini falda verde hecha con una mantilla y acompañada de una camisa de tirantes, además, relucía con sus lentes negros y con su sombrero playero. Cuando estuvimos listas, eché un vistazo afuera para hacer una seña a papi, que estaba sentado tomando un refresco. Al mirarnos se sorprendió y no dijo nada más, únicamente se notaba la felicidad en su rostro, pagó la cuenta y continuamos con el viaje. Cuando ingresamos en Pool & Fun, reconocí de inmediato la camioneta del papá de mi amiga, lo que me alegró mucho, pues ya sabía que nos divertiríamos hasta que se arrugaran nuestro deditos. Esperé que mami abriera la puerta para poder bajar del carro, así no me tendrían que decir que soy una desesperada y ansiosa, cuando en realidad, según mi criterio, estoy calmada. Juntos los tres, tomados de la mano, admiramos la deslumbrante vista del lugar, el cual se encontraba en el borde de una laguna. El viento parecía tener ganas de arrasar con todo lo que se encontrara a su alrededor, y yo tenía que tomar fuerte la mano de mi mami, pues me sentía angustiada. La miré tomar su sombrero con firmeza, mientras su cabello se esparcía por su rostro. Sin pronunciar palabra alguna, papi aceleró el paso para que lo siguiéramos; luego, sin sugerir nada, eligió una mesa ubicada cerca de la piscina, y ahí se sentó para clavar su mirada en nosotras. Se acercaba el medio día y todavía no lograba ver a mi amiga entre tanta gente. Mami empezaba a prepararme para nadar, aplicándome protector solar, entonces, como llamándola con el pensamiento jaló mi mano. --¡Hola Emily!, ¿vamos a jugar? --No, es mejor que nademos. --Vamos, entonces. 69
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En eso observé a mami con una mirada brillante. --¡Vamos! --respondí con entusiasmo. Mami había respondido con su silencio. Durante veinte minutos jugué sin parar en la parte menos profunda de aquella enorme piscina, mis ojos ya no daban a más. Perdí de vista a mis padres durante unos pocos minutos. Mami relata que papi le había pedido ordenar la comida de los tres, pero al ver su tardanza se levantó para ir a caja y ayudarla si tenía algún problema, sin embargo, antes de que los dos se percataran me había desaparecido de su vista. Al no saber qué hacer, papi le preguntó a Ana, y al no obtener respuesta se lanzó a la piscina, donde observó mi cuerpo casi en el fondo, y tan pronto como pudo me sacó. Mami lloraba preguntándole qué me pasaba, si estaba bien o si estaba con vida. Todos se aglomeraron a mí alrededor para observar el suceso; papi hizo contracciones sobre mi pecho, me dio respiración boca a boca, pero nada pasaba, era inútil. En ese momento me tomó en sus brazos, alzó su mirada al cielo, y gritó: --¡Padre, devuélveme a mi niña y nunca te abandonaré! Las lágrimas corrían por sus mejías; se sentía avergonzado, desnudo, pues las personas que había alrededor lo miraban deshecho y desconsolado. Me abrazó fuertemente, cuando de pronto empezó a salir agua de mi boca.
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CAPÍTULO XII Los síntomas comienzan Solo quiero sentir que puedo sentir y soñar cada noche tranquilo.
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El tiempo pasó sin que sucediera nada en mí. Incontable fue mi insistencia de querer comunicarme con mi hija, y, por supuesto, con Sofía. A pesar de mi pequeño esfuerzo, Sofía nunca contestó mis llamadas, era el momento perfecto para empezar mi plan de rescate. En la casa no había nadie, excepto mi presencia fría y entorpecida. Cuando llegaron las diez de la mañana, empezó en mí una sensación diferente, algo que nunca había sentido con tantas ganas: quería estar con Sofía por el resto de mi vida, hasta que la eternidad nos llevara consigo. Por fin había descubierto que no había nada que buscar en alguien más, pues con ella todo me sobraba, el calor que me brindaba era reconfortante y suficiente. Resolví comprar flores, las más hermosas, las más bellas, pero esta vez no iría hasta la casa de su madre, tuve que pagar por un servicio especial de entrega. De nuevo en la casa, meditando sobre si había recibido o aceptado mi recado, una inmensa desesperación se posó sobre mi cuerpo. Mi presión disminuyó hasta casi desmayar, y luego vomité, posiblemente era porque no estaba comiendo, pero aquello no tenía apariencia de nada bueno, era blanco como la leche. Solo en aquel lugar no me encontraba con deseos de suplicar por nada y a nadie; mis cometidos me acechaban, y no tenía vergüenza de suplicar a Dios después de burlarme de mi promesa. En cuanto me fue posible, tomé unas píldoras para detener las náuseas continuas e insoportables. El sudor caliente azotaba mi cuerpo frío, y los vómitos no se detuvieron, por lo que decidí tomar un taxi para ir al hospital más cercano. Esperé en el lugar sin saber qué hacer; de tanta presión que hacía en mi estómago salió sangre de mi nariz, y fue cuando por fin pude ser atendido, todo para que me recetaran las mismas píldoras que había ingerido con anterioridad. Una vez controlado el malestar fui a casa para descansar, sin dejar de pensar en una necesaria visita a mi médico de cabecera. Estar solo, 72
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agotado, y sobre todo un poco molesto por este malestar inoportuno, me hizo pensar en lo que debía hacer y en las promesas que debía cumplir. Una tarde agitada le dije mis votos a Sofía, sin dejar que soltara una palabra de su boca: --Hoy prometo estar a tu lado, sin importar mi situación física y económica, sin duda y sin temor, dispuesto a darte lo que tengo y lo que soy, pues en ti he encontrado el antídoto para calmar la sed de amor que tanta falta me ha hecho. Te pido que te fugues conmigo, deja que yo te pierda en un camino, en mil senderos, para enseñarte cuánto te quiero. Prefiero estar loco a recordarte y no tenerte, si mi corazón solo palpita para sentirte y darte un beso. Amor, viniste a mí en el preciso momento cuando estaban abiertas mis heridas. Una vez reservada la cita con el médico me dirigí al lugar, pero antes de llegar, una llamada de Antonio me tomó por sorpresa, me preguntaba si estaba de acuerdo con realizar un viaje a un lugar interesante, no entró mucho en detalles, solo me dijo que me quedaría fascinado, y que alguien que me conocía estaba esperando por mí. Para no agotar mi paciencia debido a su insistencia y a su tono de voz, dizque dominante, le respondí con un rotundo sí. Observé al llegar a la clínica que no estaba muy concurrida, pues había unas cuantas personas en espera, algo muy inusual, ya que Aragón era el mejor especialista en la región. Su secretaria, una señora muy amigable o mejor dicho muy charladora, estuvo pendiente de mi entrada, quise saludarla, pero me interrumpió con una seña, la cual me orientaba a la puerta del consultorio. Sin nada más que decir, entré. --¡Hola, doctor! --saludé sin ser contestado. En cambio, una sonrisa me supo responder. Agitó sus manos para mostrarme la silla, como si no 73
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conociera el procedimiento; se volteó dándome la espalda para que no pudiera escuchar ni leer de su boca las palabras que decía a la persona con la que hablaba por teléfono. De nuevo, apresuradamente, se volteó para empezar con la rutina. --¡Hey! Qué sorpresa más grande, incluso pensé que te habías curado -dijo en forma de burla--. Dime, ¿qué tienes ahora?, preguntó agitado como si en realidad le impresionara verme en el lugar. --La verdad, no estoy muy bien. Un sudor frío recorrió mi rostro de nuevo, y mi piel se erizó, seguidamente tuve que contarle con rapidez y claridad lo que había pasado, mientras él se acomodaba en su silla y asentía con la cabeza para no interrumpir mi historia. Al terminar mi relato, miró por unos segundos el techo de su clínica, como si el techo fuese a diagnosticar mi estado, y sus palabras fueron: --Ha empezado, John. Te pido que guardes la calma, porque no te puedo mentir, ¿o quieres que lo haga? Con mi rostro tímido respondí a su pregunta. --Ahora haremos lo siguiente --continuó-- quiero que te hagas unos exámenes para ver hasta dónde ha avanzado la cuestión, mientras tanto, compra esto que te voy a recetar y te lo tomas hasta que regreses con los resultados. No quiero adelantar ninguna fase, tengo que ser precavido. Ve con calma y no desesperes. Los pocos minutos que demoró escribiendo el medicamento, los sentí como un siglo. Mis ojos se enfocaron en Aragón, ya que veía cómo me recetaba con tanta tranquilidad, sin embargo, yo no podía hacer lo mismo. ¿Quién se sentaría a esperar la hora de la cena si sabe que morirá antes y no podrá probarla? El cáncer surge de muchas cosas, el mío no sé de qué proviene, continúo con la duda. Tomé la receta con el miedo que jamás había sentido. 74
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--John, una cosa más --ordenó Aragón--, ven con alguien la próxima vez, solo por si acaso a ti se te olvida algún detalle de mis indicaciones. No podía hacer nada para sentirme mejor, aun si tuviera todo lo que quisiera no podría ser feliz, pues no tendría el tiempo para disfrutarlo, siempre que alguien tiene lo que necesita, la necesidad le hace sentir que le hace falta algo más. Al subirme al carro me recosté sobre el volante por unos segundos, queriendo descansar, pensar en mis dos caminos, cambiar antes de morir o morir dejando esto como una desilusión más para mis allegados. Conduje hasta mi casa con el rostro más pálido. En el camino me daba igual estar más o menos tiempo en el semáforo, mientras que para algunos valía la pena discutir en la pista inclusive por un cambio de carril. No sabían que perdían su tiempo, pues en este mundo somos como una sombra que existe por unos segundos, y después, simplemente, es eso, una sombra. Fue realmente difícil dejar ir mis metas mientras otros luchaban por las suyas, al menos quería disfrutar un poco de tiempo con mi familia, poder valorar cada segundo a las personas que amaba, quería una tarde tranquila que no podía comprar, y un par de horas que se escurrían en mi reloj. Tan solo quería sentir que podía sentir y soñar cada noche tranquilo. En unos días, cuando obtuve los resultados en mis manos, no supe a quién llamar. En mi desesperación marqué el número de Sofía, pero el intento fue en vano. Aunque de todas formas no sabría cómo decírselo, tampoco quería mezclarme con mis vecinos, pues la noticia se divulgaría por el condominio. Solo entonces decidí llamar a Antonio, quien aceptó sin poner excusas u otros planes. En la siguiente cita se encontraba en la entrada de la clínica la secretaria del doctor, la cual sonrió con normalidad.
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-–Tiene que esperar, don John, el doctor ya atiende a alguien. Usted es el siguiente en la lista. --Está bien, gracias. Me senté en el sillón con Antonio, y durante la espera me dispuse a adelantarle un poco la situación, hasta que el paciente salió del consultorio. Entramos y Aragón notó la presencia de mi acompañante. Entregué los resultados sin decir ni una sola palabra. Mis pensamientos ya no daban más. No podría estar triste por los medicamentos que me ordenaría ingerir, más bien mi preocupación se centraba en el tiempo aproximado que me quedaba. --¡Sí, John! Los resultados coinciden con mi hipótesis, la etapa es intermedia, y si seguís mis instrucciones al pie de la letra podremos mantenerlo sin notarse mucho por unos años, primero te inyectarás en ayunas este medicamento que te indicaré, por 40 días, y cada dos meses harás una sesión de quimioterapia. Escuchar su respuesta fue un poco aliviador y desalentador, podría controlarlo lo necesario como para hacer un par de cosas, pero nada más. Por otro lado, Antonio se escondía de mi vista, y con sus manos sobre su boca rompió en llanto; se mordía sus dedos, creo que no sabía qué decirme, y claro, yo tampoco. En los siguientes momentos hubo un silencio rotundo, salimos de la clínica y fui a dejarlo a su casa, al bajarse me preguntó: --¿Iremos?... Mis palabras se habían agotado, por lo que simplemente asentí con la cabeza.
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CAPĂ?TULO XIII Un viaje inolvidable La esperanza siempre existe, es una luz que no se apaga con la muerte.
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El continuo sonido de una bocina interrumpió mi siesta de las tres de la tarde. Desperté un poco molesto con un intenso e incómodo dolor de cabeza, seguidamente tocaron a la puerta con impaciencia, con enojo, como si tal persona se enfureciese por mi retraso a una cita que no tenía en mi agenda, y, por lo tanto, no le había prestado ninguna atención. --¡John!, apúrate, es tarde --gritó un hombre antes que abriese la puerta–- ¿Qué te pasa?, seguramente no recuerdas --continuó--, debí llamar ayer en la noche para recordarte: ¡Hoy es el día del viaje, del gran viaje! Oportuno, como últimamente solía serlo, Antonio había interrumpido aquella grandiosa siesta. Tras sus palabras recordé la cita en la que había resuelto emprender con él un viaje extraordinario. Me sorprendió con su llegada, pues al menos yo ya lo había olvidado, e incluso creí que él también. En el momento no supe cómo engañarlo ni cómo encontrar una excusa para no ir. --No tengo esmoquin, además, no he alistado la ropa necesaria --dije para zafarme del viaje. Había sido la excusa más tonta, de cualquier forma, aun a sabiendas de su terquedad, tenía que intentar lo que fuese. --No lo necesitas --asumió Antonio con tranquilidad--, puedes usar short y camiseta si así lo deseas. Voy a ayudarte a empacar la valija. Solo necesitas dos pantalones y dos camisas, además de lo básico, obviamente. No tengo idea alguna de cómo arregló mi maleta y empacó de manera idónea mi medicina en diez minutos, quizás haya sido porque recientemente compartíamos mucho tiempo juntos, pero jamás pensé que lo suficiente como para que hiciera lo que hizo.
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Tomó la carretera hacia Ambler, un pueblo situado en la cumbre de la montaña con el mismo nombre. Nunca antes había ido al lugar, pues es un pueblo de producción agropecuaria, comúnmente visitado solo por mercaderes y hacendados. Al ascender por la montaña, sientes cómo el frío va humedeciendo tu cuerpo para hacerte temblar; la carretera se extiende al borde de abismos espeluznantes, y, de igual manera, puedes ver el cielo, y está tan cerca que da la impresión de que lo puedes tocar. La carretera estaba perfectamente cuidada, y las granjas parecían sacadas de un cuento. A lo largo del camino, claramente se veían grandes cantidades de vacas, de caballos e inclusive de venados corriendo libres en un bosque protegido como reserva natural. Antonio avanzó sin parar, como si quisiese llegar pronto a la cima, no obstante, tomó un sendero a media montaña. El camino peculiar me hacía sentir desde ya un tanto extraño. En cuanto nos acercábamos, un clima diferente se sentía en el sendero, y, al parecer, en toda la montaña. Sin duda, mi sorpresa fue muy grande al notar que nuestro viaje pudiese concluir en una granja, aunque todavía no estaba muy seguro. Lo más extraño fue que nuestro misterioso destino --fuera lo que fuese- era muy distinto de los otros lugares en la región, pues no tenía cercas ni rótulos, ni señal alguna que me pudiese decir exactamente dónde me encontraba. Solo sabía que el lugar era adornado con césped, y nada más. Una vez en la entrada, nos tomó unos veinte minutos llegar hasta unas enormes bodegas que supuse serían nuestra última parada. Al bajarnos del vehículo, Antonio abrió la cajuela para que tomara una chaqueta, entonces sacó de su bolsa unos gafetes con nuestros nombres. Según él, tendríamos que usarlos por unas obvias razones que no se detuvo a explicarme. 79
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Mi primera interrogante se hizo presente: --¿Cómo se llama este lugar? --Las Nubes-- fue su respuesta. Caminé con timidez hacia el primer galerón, que tenía ventanas inmensas por las que se podía apreciar lo que sucedía en el lugar. Había música muy amena interpretada por un grupo de hombres, como una banda musical o algo así; de cualquier manera, nunca los había escuchado. Noté, sin embargo, lo más insólito del lugar: hacia donde viera, solo había hombres, únicamente hombres. Algunos bailaban solos, otros acompañados y otros no sé con quién, pero todos hacían algo --según mi parecer-- fuera de lo normal, así que disminuí la velocidad de mis pasos, cuando escuché la voz de Antonio: --¿Pasa algo, John? A lo que pregunté con tranquilidad si las mujeres llegarían luego. Sin dejar que respondiese, le afirmé con seriedad mi falta de interés en una, pues ya tenía esposa por si lo olvidaba. Sobre todo le hice saber mi rechazo al alcohol, ya que lo estaba dejando o al menos lo intentaba; en algún momento le hice notar mi inquietud sobre la afinidad sexual de aquellos hombres, pues se abrazaban fuertemente como si se extrañaran de toda la vida, incluso algunos se besaban en las mejillas. --Tranquilo, no pasa nada -–respondió--, aquí nadie está esperando mujeres, ni piensa en beber alcohol ni en consumir otra clase de sustancia alucinógena, y tampoco son de otra afinidad sexual. Estos solo son... -–se detuvo por unos segundos-- …nuevos hombres. --¡Nuevos hombres! --le reclamé, como si no mirase que eran adultos y algunos de avanzada edad. --Ya te darás cuenta a su debido tiempo de cómo son las cosas en realidad --expresó, sin tener más que decir. 80
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Tras su inaceptable explicación que pudo calmar mis dudas por un momento, entramos. Unos hombres muy bien arreglados nos recibieron en la puerta, parecían ser muy pulcros al considerarlos por su aspecto. --¡Muy buenas noches! ¡Bienvenidos! --fueron las palabras de estos hombres, seguidas de un abrazo, lo cual me asustó aún más, pues hacía ya bastante tiempo que no sentía uno. Entonces asumí todo aquello sin tener más excusas o quejas, simplemente decidí esperar un poco más. Algunas personas saludaban a Antonio y a mí como si nos conocieran, como si fuésemos amigos de la infancia y no nos hubiésemos visto desde entonces, o como si realmente esperaran nuestra llegada. En el galerón había un atrio con una mesa y unas cuantas sillas, en el resto del lugar había más sillas, opuesta al atrio estaba una mesa con el que parecía ser el disc jockey del acontecimiento, un tipo joven, tal vez de unos veinticinco años. En el momento, dejé a Antonio conversar con sus amigos para sentarme a observar aquel teatro lleno de locos, dándose palmadas, abrazándose, saltando y bailando como si fuese la primera vez en su vida, y sin al parecer querer dejar de hacerlo. No obstante, había otros hombres como yo, observadores, detallistas y elocuentes. Mi única opinión fue: --Pobres, se comportan como locos bailando solos. ¿Cómo bailarán con las mujeres con quienes yo he bailado? De momento, la sesión de canto se detuvo, y un caballero tomó el micrófono para brindar las palabras de bienvenida, también comentó que esperaríamos por más personas hasta la una de la mañana, para luego retirarnos a los dormitorios.
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Me sentí un poco preocupado, pues por un lado esperaríamos casi hasta las una de la mañana por más hombres, cuando en el lugar ya había unos mil quinientos; por otro lado, aún eran las siete de la noche, lo que significaba una larga espera. Mientras tanto, continuaron los cantos. Antonio me jaló del brazo y me llevó a una pista de baile improvisada frente al atrio, su esfuerzo esta vez fue en vano o su terquedad fue poca. Cuando por fin escuché con atención la letra de la música, me di cuenta, indudablemente, de que todo se trataba de un lugar cristiano, de “personas que creen en Cristo” para definir la palabra. Me desesperé un poco, tanto, que deseaba el momento de ir a los dormitorios para olvidarme de todo, o más bien, deseaba que llegara pronto el fin de esos tres largos días. Entre tanto criticar, cesaron los cantos, y un hombre distinto se hizo cargo de la siguiente sesión. Dijo que nos iba a relatar una historia, una historia horrible que esperaba que nosotros nunca la hubiésemos vivido, y la cual separaría en tres etapas, la primera: su vida antes de conocer del lugar; la segunda, quién lo llevo al lugar, y, por último, cómo hizo para conocer a alguien que le enseñó a mejorar como persona, a recuperar todo lo que había perdido por la inmadurez y por la insensatez de sus acciones, y, por supuesto, que ese alguien le había enseñado también a pedir perdón y a perdonar por los males que había cometido. Comenzó a relatar la historia, pero no escuché nada más que la introducción, me desconcentré al ver a tanta gente en el lugar, quería saber si había alguien que me conocía o conocía a mi esposa, además, me distraje con facilidad al ver a unos hombres sirviéndonos la comida y llevando guindado un gafete que decía “servidor”, supuse que eran los empleados del lugar, aunque después de un rato dudé, pues algunos gozaban de buena presencia, lo que resulta imposible para un empleado común. No me inquieté más por eso, mi nueva atención eran unos zumbidos un tanto molestos debido a los grandes vientos 82
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ocasionados por la arboleda en la montaña, parecía que destruirían las ventanas y se llevarían consigo el techo. Del final de la historia del caballero, recuerdo que dijo: “Por esa puerta que entraron, no saldrán igual”. Claro --pensé--, voy a salir aburrido y desesperado. Pasada la historia, el caballero que había aparecido por primera vez en el atrio, subió nuevamente a presentarse, resultó ser el coordinador del evento. En esta ocasión orientaba el momento del descanso en los dormitorios rogando por el orden al salir del lugar. Ahora, yo fui quien jaló a Antonio para salir del lugar con la mayor rapidez posible. --¿Vamos a dormir todos aquí o nos vamos a un hotel? --le cuestioné, sin importar su respuesta. --Ya verás --me respondió sin satisfacer mi pregunta. Todas las personas salieron ordenadamente en filas, y se dirigieron a los dos galerones restantes. --¡Dime la verdad! --le reclamé con un tono fuerte-- ¿cuál es el galerón donde vamos a dormir? --Debajo de tu nombre hay un número que representa el galerón en que vas a dormir y la cama que te asignaron, ten calma --respondió sin irritarse ante mis continuas preguntas--, al menos dormiremos en el mismo galerón. Cuando escuché su respuesta, tuve ganas de marcharme de la granja, pero no pude hacerlo, ya que había llegado en su carro y no podía tomar un bus a esas horas de la noche. Si lo hacía, caminaría en incertidumbre el resto de la madrugada por no conocer el lugar. Las puertas de los galerones estaban abiertas, dentro no había nada, más que cientos de literas de madera una junto a la otra. Tras la búsqueda de nuestras camas, resultamos estar uno frente al otro en las camas inferiores de las literas. Esto era mi único alivio, pues si te 83
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descuidabas, alguien podía robar tus pertenencias, y ubicados de esa forma nos cuidaríamos mutuamente. Una vez cobijado entre un par de colchas que había en la cama, alguien me movió. --¡Hola, amigo! ¿Podemos cambiar de litera?, resulta que me asignaron la cama de arriba de esta litera y como verás, no puedo subir --me expresó un anciano. Titubeé un poco, molesto por haberme despertado del sueño instantáneo que obtuve esa noche, después de un mes de desvelo; renegué porque ya me había acomodado y me encontraba junto a mi amigo; aparte de eso, nunca había dormido en la cama superior de una litera, pero sin más reproches le cedí la cama. En la cama de arriba había una vista asombrosa de todas las personas que estaban en el galerón, intenté relajarme para dormirme, lo que fue imposible debido al miedo de caerme desde tan alto. Fue entonces cuando recordé nuevamente lo que había pasado con mi esposa y lo difícil que era contactarla, asimismo, no ver a tu hija ni a tu esposa por un par de meses es difícil, aun cuando sabes que huyen de tu lado, que posiblemente te odian y que nunca confiaran en ti… entre tantos pensamientos agobiantes dormité, mis pestañas ganaron, cerrándose, para llevarme a un profundo sueño. Sentí que habían transcurrido como cinco minutos, cuando una luz enorme intentó levantarme, al igual que oía una bulla exagerada ocasionada por todos los hombres del lugar. --¿Qué pasa? --pregunté a mi vecino. --¡Buenos días!, y lo que pasa es que todos se están alistando para empezar de nuevo con las actividades. --¿Qué hora es? 84
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--Las cinco de la mañana. Me expresé mal empezando el día, por el simple hecho de levantarme tan temprano. Al bajar de la litera mis ojos no creían ver lo que observaba: casi todos los hombres estaban arrodillados, incluyendo a Antonio. --Antonio, ¿qué hacen? --Platicamos con Dios, le damos gracias por un nuevo día. --¿Qué tienes en la oreja, John? --No sé, ¿qué es? --Es sangre, al parecer salió de tu oído. --Quizás es la presión, por la altura en que se encuentra la granja -respondí para escabullirme de lo ocurrido y ocultarme del miedo que sentí cuando me lo dijo. La sola idea de bañarme a esa hora y con el frío que sentía me atemorizaba, sin embargo, me atreví a hacerlo, para cuando regresé vestido del baño el dormitorio estaba cerrado, así que me dirigí al primer galerón donde estaba el salón principal, donde se llevaban a cabo las actividades. Localicé a Antonio con rapidez. Él ya me guardaba un asiento con mi desayuno. El aceptar vivir aquella experiencia me hizo entrar nuevamente para observar, y nada más. Cuatro caballeros ocuparon la mesa principal ubicada en el atrio. Antes de darle un bocado a mi desayuno, uno de ellos se levantó y dijo: --¡Muy buenos días tengan todos ustedes!, espero que hayan descansado lo suficiente, porque hoy vamos a dormirnos a la una de la mañana --hizo una pausa como conmovido, para después proseguir--. Mi nombre es José Antonio Balladares, vengo de la ciudad de Munic, 85
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tengo 33 años. Hace tres años tenía un matrimonio destruido, le pegaba a mi esposa y abusaba de ella en algunas ocasiones. Hasta que uno de esos días me di cuenta de que ese no deseaba ser yo, pues deseaba cambiar y no sabía cómo hacerlo, solo entonces un amigo me trajo aquí, pedí una oración y uno de esos hombres llamados servidores me preguntó: --¿Quieres que el Señor haga un cambio en tu vida? –-Sí, le supliqué con un llanto. --¿Aceptas a Dios como el dueño y reconstructor de tu vida? --continuó el servidor. --Sí, lo acepto --asumí con mi corazón lleno de calma y de amor. Entonces caí arrodillado para continuar con el llanto que se había desatado en mí por todo el sufrimiento que había causado a tantas personas. Por unos instantes no podía creer lo que pasaba, me creía tan malo que nunca me atreví a pedir perdón a Dios, pero Él puso amor en mí y ahora quiere poner amor en ti. Es así como conocí al varón que te quiero presentar, que está presente en mí y en ti. José Balladares relató su vida y logré escucharlo con atención. Se parecía mucho a mí con todas las cosas que había hecho; pero un día llegó a ese lugar, un amigo lo invitó y toda su vida cambió. De esta forma avanzó la mañana, luego siguieron unos cantos para terminar la primera parte con el almuerzo. Después nos reunimos en pequeños grupos de veinte personas y salimos del galerón, iríamos a cualquier parte del enorme terreno de la granja para conocernos un poco mejor. Durante el resto de la tarde caminamos y conversamos hasta que llegamos al mirador, eran aproximadamente las seis y media de la tarde y había oscurecido con rapidez. Desde el mirador se podían observar los juegos de luces 86
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producidos por los carros de la ciudad, al igual que se podían casi tocar la nubes, que aunque se encontraban a la vista era una verdadera maravilla que no se puede describir. En ese momento comprendí por qué el lugar se llamaba “Las Nubes”. A la nueve de la noche solicitaron en el salón principal personas que tuvieran la voluntad de ayudar a lavar los trastos; tuve un impulso y fui el primero en levantarme, seguido de unos cuantos grupos más. Antes de comenzar pensé que lo haríamos lo suficientemente rápido como para regresar a tiempo y escuchar el siguiente relato de vida, pues ya les había tomado interés, había algo en mí que no me hacía sentir inseguro, la palabra de esos hombres era firme, con hechos palpables; su felicidad no era simple felicidad, era un sentimiento trascendental, capaz de sentirse sin necesidad de preguntar. Un señor nos atendió en la puerta de la cocina, y nos tomó a los primeros tres del grupo diciendo: --Hay tres barriles aquí: en el primero están los tenedores sucios, ahí los restriegan; los enjuagan en el segundo, y, por último, los secan y los dejan en el tercero. ¿Alguna pregunta? Respondimos con silencio, por lo que prosiguió organizando al resto del grupo. Eran impresionantes los miles de tenedores que teníamos que lavar, y pensar que en casa me molestaba por lavar un plato. El trabajo con los tenedores fue definitivamente arduo, yo los sacaba del primer barril, el siguiente los restregaba de inmediato y el otro los secaba. Me lastimé un poco las manos con las puntas de los tenedores, sin embargo, tenía un gozo diferente, era de satisfacción por haber ayudado un poco a las personas que me atendían tan bien. Para cuando regresamos, solo había cantos. Fue entonces, cuando me dirigía a mi asiento, que unos caballeros me motivaron a bailar con 87
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ellos. De tanta agitación lo hice sin pensarlo. Gritaban con todas sus fuerzas: ¡Gracias padre celestial! ¡Muchas gracias por amarnos!, y más bailaban y brincaban. Mientras intentaba seguir su ritmo, noté cómo ahora la gran parte de los hombres bailaban y solo unos pocos miraban. Al llegar al lugar, eran unos pocos los ridículos que bailaban y el resto miraba; en cambio, después, resultaron ser unos pocos los ridículos que miraban y el resto --la mayoría-- gozaba bailando. Entendí entonces que la música nunca te saciaba, siempre estabas sediento de más cantos, de más relatos, pues siempre deseas escuchar las buenas noticias que la vida tiene para ti. Cuando llegó el momento de descansar, dormí sin siquiera intentarlo, sin siquiera recordar la vergüenza de que Antonio me hubiese visto bailar luego de haberlos llamado locos. En la mañana siguiente empezaron con los cantos y bailes de nuevo para agitar a todo el público recién levantado. Esa mañana ya no había más miedo: todos bailaban, sonreían y se abrazaban. Al finalizar la música, un nuevo personaje de la mesa principal se levantó para decir que el momento de sanación había llegado, una música suave empezó a sonar sin interrumpirlo. --Hay muchos aquí que tienen una gran cantidad de deudas. Hoy el Señor les pide que dejen esa cruz y se la den a Él, que a Él le confíen sus finanzas y todo saldrá de maravilla; pero no la malgasten en vicios, pues son cosas que los llevan al mal y los destruyen. Él no los quiere ver destruidos, los quiere ver gloriosos y con sus sueños cumplidos, pero para hacerlo tienen que obedecer sus leyes, y no leyes de hombres que se destruyen con el fracaso, pues Él jamás anda deprisa y siempre llega a tiempo. Déjale tus deudas, dice el Señor, porque Él es rico y quiere que le pidas, porque si te portas como un hijo del Rey, te puede dar las naciones si así lo deseas. 88
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Y así el hombre continuo hablando por media hora, y yo con mis ojos cerrados esperaba impaciente, como si me fuesen a llamar, y antes de terminar dijo: --Quiero que vean a su familia en sus mentes --pero yo no miraba nada, mi familia la había destruido hace unos meses--, luego continuó: yo sé de alguien aquí que tiene cáncer, y hoy va a ser sanado en el nombre de Jesús. Esa persona dé un paso al frente, por favor. Nadie decía nada, el silencio ocupó aquel lugar, pero mis piernas se tabaleaban y no podía moverme en ninguna dirección, y cuando pude hacerlo caí al suelo. El llanto me delató, cubría mi rostro con mis manos en lo que el caballero se me acercó y preguntó: --¿Aceptas a Dios como el restaurador y reconstructor de tu vida? Sin embargo, no podía decir nada con mi corazón acelerado, solo asentía con la cabeza. Tenía vergüenza ante Dios de aceptar su generosidad conmigo después de haber roto mi promesa, después de mentirle y de haberme burlado de Él. Al verme desesperado, simplemente, me dijo: --“Te doy todo lo que tengo, eres sano en el nombre de Jesús de Nazaret” --y me extendió su mano para levantarme. De inmediato sentí como un fuego que se posó sobre mi estómago, luego me sobrevinieron fuertes náuseas, por lo que me dirigí deprisa al baño. Vomité continuamente durante diez minutos en el servicio higiénico, el color del vómito era amarillo y con algunas manchas negras, descansé por unos minutos en el suelo hasta sentirme mejor. Me sentía liviano, no recordé a nadie en ese instante, solo respiré profundamente para levantarme del suelo; entonces me fijé que el cubículo de servicio higiénico estaba completamente rayado, inclusive casi no se podía apreciar la pintura del mismo. Fijé mi vista sobre algunas escrituras solo para leer notas de agradecimiento a Dios por 89
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haberlos cambiado, por haberles dado vida nueva, por haberlos sanado de distintos males. Pero no solo era ese cubículo, sino que todos estaban igual… ¡era una maravilla! De regreso, algunos se acercaron a mí para saber cómo seguía, para saber si estaba bien. Y en efecto estaba bien, algo había pasado, pero no sabía qué con exactitud. Antes del mediodía escuché un último consejo del anfitrión: -–Hoy que lleguen a su casa, si Dios quiere, hablen con las personas que les han ocasionado daño o a quienes ustedes mismos han lastimado. Pidan perdón en el nombre de Jesús, y verán cómo todo cambiará, todo será diferente. Eso sí, si piden perdón por adulterio, no digan con quién. Eso fue todo. Después de eso nos retiramos a los dormitorios para llevarnos nuestras cosas, para irnos a la verdadera batalla, a luchar por el verdadero cambio. Antonio había tenido razón, el viaje había valido la pena. Estaba alegre de haber asistido. Era cierto lo que dijo aquel hombre: “No salimos de esa puerta en la misma forma que entramos”.
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CAPÍTULO XIV Un vaso nuevo Jesús siempre está conmigo, pero en el momento de la batalla no sé dónde se esconde.
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--¡Hola! ¿Cómo está, don John? --me preguntó con mucha gentileza la que parecía ser la enfermera de turno, que aunque nunca me había conocido, aparentaba mucha confianza con respecto al trato que me daba, quizá porque era mi primera vez en quimioterapia o porque no me iba a volver a ver. Solo había escuchado unas cuantas historias de personas con el tratamiento, lo que no me incomodaba, al igual que tampoco me preocupaba por las consecuencias que este pudiera traerme. --Bien, bien… --fue lo único que me atreví a contestar, realmente no cabía en mí el porqué de su pregunta, como si pudiese estar mejor. --Tome asiento aquí, por favor, enseguida lo llevo a la sala de espera -me ordenó, punteando una silla de rueda. Entonces, y solo entonces, fue cuando realmente la preocupación me tomó de los brazos. El cuarto de espera de la clínica era el típico cuarto blanco adornado con unos cuantos cuadros en sus paredes, lo suficiente como para no criticarlo. Unos gritos de niño azotaron el lugar, la enfermera, que estaba detrás de mí, simplemente frunció sus labios demostrando pena. Ya me imaginaba que pasaría por ese dolor, pero al menos Antonio estaría esperándome para llevarme a casa después de la sesión. --¿Qué fue eso? ¿De dónde provienen esos lamentos? --pregunté con discreción. --Eso es Josué, un niño de 8 años internado en la clínica, que en este momento está recibimiento su tratamiento de quimioterapia --me respondió entre dientes la enfermera, cambiando su tono de voz de sutil a frágil. En mi mente no pasaba más nada, no quería entrar ni irme del lugar, solo tenía la opción de experimentar aquel dolor y aquel sufrimiento que parecía ganarle a todo ser humano. 92
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La puerta se abrió, y la enfermera de Josué lo colocó en la sala justo a mi lado, secó con un pañuelo la saliva que se escapaba de su boca, pero a pesar de su esfuerzo no pudo controlarla, por lo que se vio en la necesidad de usar más de una toalla. Mientras, yo le solicité toallas a mi enfermera también, así que ambas salieron y nos quedamos a solas por unos instantes. Lo observé con mucha cautela, no quería que se sintiese discriminado. Su cabello se había extinguido, su piel se miraba pálida y seca, acompañada de un cuerpo al parecer en decadencia. --¿Impresionado? --me preguntó apenas moviendo su boquita. --Sí, un poco. --¿Sabes qué es lo más difícil? --me interrogó nuevamente, como si yo tuviera la respuesta. --No, todavía no lo sé. Aun sin parecer tener fuerzas para algo respondió: --Extrañar a papá… Entonces entraron las enfermeras, y Josué empezó a vomitar un líquido blanco con manchas de sangre. Su enfermera lo sacó de inmediato, y ambos desaparecieron tras la puerta. De algún modo quería continuar nuestra conversación, pero no era posible debido a su estado; por el momento tuve que imaginar y esperar que se mejorara para poder charlar nuevamente. --¿Es idea mía o el niño hablaba con usted? --indagó la enfermera, tratando de entremeterse en lo que hubiese pasado. --Sí, en efecto. Me comentaba que extrañaba a su papá o algo así...
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--No es para menos --asumió la enfermera--, hace unos meses su papá lo trajo y pagó su hospitalización, pero tras las primeras sesiones, el señor se sintió devastado por el dolor que el tratamiento le causaba a su bebito, lloraba todo el tiempo, sin parar, noche y día. Una mañana le dijo a Josué que iría a casa para traerle ropa limpia, pero jamás volvió, y desde entonces no habló con nadie, excepto con usted hace apenas unos segundos. Me impresioné. No sabía la razón por la cual el niño había hablado conmigo. El relato resultó un tanto halagador y decepcionante a la vez, no sabía cómo existiría alguien capaz de hacer lo que su papá hizo. --Muy bien, señor John, primero tomaré unos exámenes para ver en dónde reside exactamente el cáncer --exclamó una voz proveniente del siguiente cuarto--, solo tiene que beber este líquido, una vez hecho esto procederemos --dijo el especialista. Permanecí en silencio obedeciendo las órdenes del médico y observando el completo laboratorio que ofrecía la clínica. Ingerí el medicamento, luego me encaminó hacia un cuarto pequeño y oscuro para hacerme dicho examen. --Por favor, cuando se lo ordene no respire --dijo cerrando la puerta del cuarto, donde estuve durante una media hora o quizá más. Al salir me esperaba el doctor para proceder, clavó su mirada sobre mí como pidiendo que acelerara el paso. --John… --Sí, doctor… --Hice el examen más de una vez y no le encuentro cáncer, ya no está más, desapareció... --¡Milagro! --grité, continua y desesperadamente. 94
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--Bueno, yo no me atrevería a llamar a esto un milagro --afirmó el especialista--, digamos que se auto curó. Mi grito llamó la atención de las enfermeras, las que entraron sin pedir permiso, sin tocar la puerta. Me arrodillé y apreté mis ojos, tan fuerte, que las lágrimas se derramaban, y no podía detenerlas. Alcé mis manos al cielo para decir: --¡Gracias, Señor!, ¡Gracias, Padre, por esta oportunidad! ¡Gracias, Padre!, ¡Gracias, Señor…! Una de las enfermeras me ayudó a levantarme, sin embargo, la tomé del brazo para preguntarle: --¿Dónde está Josué? --En su habitación, señor, ¿por qué? Proseguí y corrí sin parar hacia los dormitorios, mientras gritaba: --¡Josué! ¡Josué!, sal por favor. Un auxiliar de enfermería me detuvo para indicarme su cuarto, abrí la puerta sin tocar, observando cómo estaba, calmado, con sedante, oxígeno y quién sabe qué más. Mi rostro borró la sonrisa que llevaba al recordar que no todos teníamos la misma suerte. --Hijo, ¿crees en Dios? --le pregunté en voz baja, intentando acariciarlo… --Sí, creo, platico con Él todo el día. --Te pido, repite conmigo y cierra tus ojos. Señor… --Señor... --repitió el con la mayor fuerza posible. --Te pido que obres en mí, sobre tu hijo, Padre, que tanto te ama, te pido que tengas piedad de mí y perdones mis faltas, déjame ver tu luz 95
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y apártame de tanta oscuridad, que en las dificultades vea tu mano, que en mi cansancio tú seas mi aliento, y que cuando descanse sueñe contigo. Te lo pido, Padre, por tu hijo amado, Jesucristo, amén. Para cuando terminé ya estaba dormido. Le di un beso en su frente, percatándome de que ahora yo era un servidor, un servidor del grande y por lo pronto tenía que marcharme. En mi vida todo era extremadamente maravilloso: tenía esperanza, luz, ganas de vivir. De inmediato me dirigí con Antonio a la casa de mi suegra, esta vez yo manejaba su carro. El camino fue corto, y no pensé ni un segundo qué les diría, simplemente, la tempestad había pasado, al igual que habían pasado las pruebas como consecuencia de mis errores y del ángel, ángel del que pensé --según aquella historia-- traía simplemente desgracia, sin embargo, fue el que recuperó mi vida, y él pondrá siempre en tela de juicio todo en lo que crees, pues tus tesoros te representan a ti y en lo que tu vida se enfoca. Un nuevo sol brillaba para mí, y el vaso que había quebrado por fin estaba por arreglarse. Me parqueé en la acera frente a la casa, las puertas estaban abiertas. Esta vez nadie estaba esperando que yo llegase. En la sala el televisor estaba encendido, pero nadie lo veía, entré un poco más hasta la cocina, y ahí estaba ella sin Emily, al verme totalmente diferente por fuera --un tanto demacrado y delgado-- su rostro se entristeció. Se escondía de mí, tomando asiento, mientras me acercaba arrodillado. --Escúchame, Sofía --dije sin dejarla decir nada--, en el nombre de Jesús te pido perdón por todo el daño y sufrimiento que te he causado. Lamento haberte dejado sola, lamento haberte golpeado, es que… ¡no era yo! Hoy soy otra persona, dejé de tomar, hace dos meses que no bebo una sola gota de alcohol, conocí a una persona muy especial y quisiera que la conozcas, el Señor Jesús. Él entró en mi vida y me sanó de cáncer, hace tiempo que sabía, pero no pude decirte, no tenía 96
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palabras para hacerlo. Y hoy le dejo todo a Él, le entrego la decisión que tomes, pues le prometí que hiciera conmigo lo que quisiera porque es sabio, grande y poderoso. Me doblegué en sus piernas un segundo, en lo que respondió: --John, han sido tantas las cosas que me has hecho pasar. La niña llora todo el tiempo, y me pregunta dónde estás y cuándo volverás. Te amo con todo el corazón y lo sabes… me di cuenta de que habías cambiado, pero no lo creía, y sí te perdono en el nombre de Jesús. ¡Te he extrañado tanto, amor!... desde hace muchos años… ¡Qué bueno que ahora eres tú en realidad! --sus lágrimas por fin salieron. --John, déjame confesarte algo… --dijo Sofía, intentando reparar aún más lo que pasaba. --Lo que quieras… --expresé. --Ya conocí hace más de tres meses al amigo que me quieres presentar. Cuando fui a un viaje de negocios de tres días, ¿recuerdas? En realidad fui a Las Nubes con una amiga, y desde entonces todas las noches le pedí a Dios por ti, que te guiara, que te hiciera un hombre distinto, un padre y un esposo con amor para su familia. Un abrazo diferente intentaba abarcar mi cuerpo, pero no podía, así que me desprendí de las piernas de mi esposa para recibir a mi hija. --Princesita, lo siento… --¿Qué, papi? --Haberte golpeado, haberte lastimado, mi niña… --No papi, no fuiste tú…
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La uni贸n es importante, pero el perd贸n va primero.
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