NIKOS KAZANTZAKIS
Del monte de Sinaí a la Isla de Venus, Apuntes de viajes Traducción: Andrés Lupo Canaleta.
Prólogo Mi compañera pantera.......................................................................................................3 Capítulo I El monte Sinaí ..................................................................................................................5 Capítulo II Panaït Istrati encuentra a Gorki.............................................................................................................28 Capítulo III El Japón ..........................................................................................................................34 Sakura y Kokoro..........................................................................................................35 Los Mandamientos......................................................................................................37 La japonesa..................................................................................................................38 Las geishas ..................................................................................................................40 Capítulo IV China................................................................................................................................44 Teatro chino.................................................................................................................44 En una aldea china.......................................................................................................46 Capítulo V España..............................................................................................................................51 Ávila............................................................................................................................51 Toledo..........................................................................................................................55 Córdoba.......................................................................................................................59 Granada........................................................................................................................65 Salamanca....................................................................................................................68 Capítulo VI Shakespeare.....................................................................................................................71 Capítulo VII Grecia...............................................................................................................................77 El golfo de Corinto......................................................................................................77 Los castillos francos....................................................................................................81 Klemutzi......................................................................................................................84 Panigiry en Glarentza..................................................................................................87 Bassae- Hacia Esparta.................................................................................................90 Helena..........................................................................................................................95 Esparta.........................................................................................................................97 Chipre, la Isla de Venus.............................................................................................100 Homo hellenicus........................................................................................................102
PRÓLOGO MI COMPAÑERA PANTERA «El creador lucha contra una materia invisible, una materia superior a él. Y de esta lucha, también un gran vencedor sale vencido ya que nuestro más profundo secreto-el único que merecería ser dicho -permanece siempre inexpresado. El creador rechaza el dejarse limitar por los contornos materiales del arte. Cada palabra le exige un considerable esfuerzo. Mira un árbol, una flor, un héroe, una mujer, la estrella de la mañana, y no puede lanzar más que un ¡Oh! de admiración. Su corazón no puede dar cabida a otra cosa. Y cuando, al analizar este ¡K.O.!, lo quiere transformar en pensamiento, en obra de arte, para transmitirlo a los hombres, la evasión de su propia muerte no hace más que envilecerle al expresar palabras desvergonzadas, llenas de aire y de imaginación. Una noche tuve un sueño. Inclinado sobre un montón de papeles escribía, jadeante, como si estuviera dispuesta a subir una abrupta cuesta. Hacía esfuerzos desesperados para obtener el resultado apetecido, peleándome con las palabras, intentando domesticarlas…Pero las palabras se encabritaban como caballos salvajes. De repente, mientras estaba inclinado, noté que sobre mi cabeza se posaba una densa mirada. Levanté los ojos. Vi ante mí un enano de barba negra y larga hasta el suelo y que me miraba con desprecio al tiempo que meneaba lentamente su gorda cabeza. Asustado, volví de nuevo al trabajo, pero aquella mirada inexorable me traspasaba el cráneo. Cuando levanté de nuevo la cabeza, el enano seguía allí, triste y desdeñoso. Súbitamente -lo cual jamás me había ocurrido-un sentimiento de repugnancia por los papeles, los libros y los lápices, por el esfuerzo sacrílego que yo desplegaba con la finalidad de encerrar mi alma dentro de moldes de belleza. Aquella repugnancia persistía cuando me desperté. Entonces, una severa voz se elevó en mí. Era una voz familiar, pero esta mañana por primera vez, la oía con toda claridad: -¿No te da vergüenza? ¿No tienes piedad de ella? -¿De quién? -De tu alma. Deja, pues, todos esos papeles y levántate. -No hables tan alto. Lo sé, pero no puedo evitarlo. Por lo tanto, estoy seguro de que un día lo conseguiré. -Efectivamente, los débiles lo saben, pero no pueden. Por eso son débiles. Sensibles y timoratos, se pasan la vida pesando el “si” y el “no” en una balanza de precisión y mueren sosteniendo esta balanza. Y Dios, no sabiendo en dónde ponerlos-en el Infierno lo embellecerían-, en el Paraíso lo mancillarían-, los hace colgar por los pies entre la vida y la eternidad. Tú no eres más que un ser despreciable y me da vergüenza arrastrarte por todas partes detrás de mí. Me encolericé. -¡No!-me grité a mi mismo-. ¡Yo no soy despreciable! He probado ya varios caminos, pero en el extremo de cada uno, en lugar de la victoria, encontré infaliblemente un abismo. Entonces volví sobre mis pasos. -Con toda seguridad era tu incapacidad lo que encontraste. Llamamos abismo a lo que no podemos abarcar. El abismo no existe. Solamente existe el alma humana y es
ella la que da un nombre a cada cosa, según su valor o su cobardía. ¡No eres más que un cobarde! Bajo el doloroso efecto de estas palabras, me sobresalté. -¿Quién eres, pues? Tu detestable voz la oigo cada vez que llego a una encrucijada, cada vez que dudo en la elección de un camino. -Y la oirás siempre en cada una de tus huidas. -Yo no huyo…Voy siempre hacia delante abandonando todo lo que amo, desgarrando mi corazón… -¿Hasta cuando actuarás de esa manera? -Hasta el momento en que alcance la cumbre. Allí, descansaré-Sin embargo, no existe cumbre; existe solamente altitud. No existe descanso, existe solamente lucha. Tu cuerpo, tu alma, tu espíritu me causa horror. Rehúso ser tu compañero de viaje. Noté entonces un agudo dolor en el corazón, como si mi pecho fuera desgarrado por las zarpas de una fiera. Callé. La voz que cantaba el aire salvaje de las batallas, ¿era la de una de las sirenas que yo había capturado -o que me había capturado-durante uno de mis viajes? Efectivamente, recordaba que aquella voz inexorable me había acompañado durante todos mis peregrinajes. ¿Qué palabra-cepo tenía que componer para poder atraparla y poder contemplar su rostro? No tenía, pues, todavía ni forma ni consistencia, era simplemente una voz, como si fuera un corazón nuevo, un corazón sin angustia, sin deseo, un corazón terreno y en llamas, traspasando, es decir, aplastando al hombre. En espera de conocer su verdadero nombre, la llamé “mi compañera Pantera”. Después, viajamos siempre juntos. Junto lo vimos y lo gustamos todo. Partimos el pan y el vino en todas las mesas del extranjero. Sufrimos juntos y juntos disfrutamos las montañas, las mujeres y las ideas. Cuando, cargados de botín, y cubiertos de heridas, regresamos a nuestra celda desierta, la Pantera, silenciosa, se instala en mi cabeza. Este es su hito. Se instala en mi cabeza y ambos mudos-mientras ella hinca sus garras en mi carne-, pensamos en lo que ya hemos visto y en la que todavía tenemos que ver. Con un placer común comprobamos lo siguiente: el mundo visible e invisible es un misterio inexplicable, profundo, inaccesible, más allá del espíritu, del deseo y de la certidumbre. De este modo charlamos mi pantera y yo y esto nos divierte por ser tan duros, tan tiernos y tan insaciables. Reímos, jugamos y nos arañamos igual que dos amantes, y nos separamos cubiertos de sangre. Alegra vivir, caminar sobre la tierra, jugar sin miedo con la Gran Pantera y despertarse una hermosa mañana gritando: “¡Las palabras! ¡Las palabras! Yo no tengo a mis órdenes más que veintiséis soldados de plomo y, sin embargo, decreto la movilización y alzo a un ejército para derribar la Muerte. Yo pondré en pié a mis veintiséis piezas para capturar al Invisible”. Y la Pantera, encima de mí, se ríe, pues sabe que no se puede capturar al Invisible. Yo también lo sé y río con ella, pero el valor del hombre reside precisamente en el hecho de buscar y de ser consciente del Imposible. Veo ya brillar en mi imaginación costas azules, montañas quemadas por el sol, islas, mujeres con la cabeza cubierta con una pañoleta blanca… -¿Aún otra nueva salida? ¿Esta vez hacia dónde?-dice la voz zumbona de mi compañera-. No voy contigo. Pero yo sé que me seguirá, ya que ella no me abandona y yo no la abandono. No tengo más que levantar la mano y darle la consigna: -¡Vamos en marcha!»
CAPÍTULO I EL MONTE SINAÍ «El Monte Sinaí, la montaña sobre la cual Dios caminó, brillaba en mi espíritu desde hacía varios años. El mar Rojo, la Arabia Pétrea, el pequeño puerto de Raitho, el largo viaje a lomo de camello por el desierto, las peregrinaciones por las montañas terribles e inhumanas que los hebreos atravesaron gimiendo y, finalmente, el monasterio sagrado levantado en el sitio en donde apareció el “monte ardiendo” eran lugares y hazañas que, desde hacía mucho tiempo perdido en las grandes ciudades, yo deseaba ardientemente ver y poder realizar. Galilea, con su gracia idílica, sus armoniosas montañas, el mar azul y el encantador pequeño lago, se extiende detrás de las espaldas de Jesús; risueña, se parece a él como una madre se parece a su hijo. Galilea es un comentario sencillo y luminoso puesto al pie del texto del Nuevo Testamento. Dios se revela allí pacífico, sobrio y alegre como un hombre bueno. Sin embargo, el Antiguo Testamento siempre me ha impresionado más profundamente y ha tenido mucha resonancia en mi alma. Al leer este libro crudo, lleno de venganzas y de rayos que humea cuando se le toca, igual que la montaña en que Dios descendió, temblaba de deseo de ir a tocar y ver con mis propios ojos los lugares abominables en donde nació. No olvidaré jamás la conversación corta y fogosa que un día tuve con una mujer en un jardín. Yo decía: - Tengo horror a los cantos, al arte y a los libros. Todo esto me parece insípido y vano. Es como si, para saciar su apetito, le dieran, en lugar de pan y de carne, un ligero desayuno y que usted lo masticara como lo hace una cabra. Yo hablaba irritado. La mujer, ante mí, estaba pálida, con los pómulos salientes y la boca ancha que le daban el aspecto de una campesina rusa. Continué: - He aquí como nuestras almas consumidas sacian hoy en día su apetito. ¡Como las cabras! Ella me contestó riendo: - Usted me habla con cólera, pero yo pienso como usted. Existe un solo libro que no es vano; chorrea sangre y está hecho de carne y hueso: es el Antiguo Testamento. El Evangelio no es más que una manzanilla para los inocentes y los enfermos. En verdad, Jesús fue una oveja que se dejó degollar para Pascua, encima de la hierba verde, sin resistencia y balando. Jehová es mi Dios. Rudo como un bárbaro procedente de un terrible desierto y con un hacha en la cintura. Con el hacha abre mi corazón y penetra en él. Poco después añadió en voz más baja: -¿Recuerda cómo habla a los hombres? ¿Ha visto cómo las montañas y los hombres se hunden en sus palmas? ¿Cómo se conmueven los reinos bajo su pie? El hombre grita, llora, se resiste, se arroja detrás de las piedras, baja a los agujeros, haciendo esfuerzos para escapar, pero Jehová está hundido en su corazón, igual que un puñal. Desde ese momento nació en mí el deseo de conocer la cuna de este Dios bravío y de entrar en ella como se entra en el cubil de un león. Aquella mañana, al divisar la Arabia Pétrea y en la lejanía las montañas que se levantaban humeantes con el sol, me estremecí de alegría y de miedo.
Raitho, el puerto del Sinaí. Un puerto abierto, mar azul, algunas casas a lo largo de la orilla, algunos caiques pintados de amarillo, de rojo y negro. Serenidad. Las montañas, de un azul pálido, el mar, con olor de sandía fresca. Mi compañero, el pintor Kalmuk se volvió hacia mí y me dijo: -Nos hemos equivocado. Estamos llegando a una isla griega. A Signos. Pero atrás, se divisan palmeras, dos camellos están en el muelle, vuelven la cabeza por un momento hacia el mar, balanceándose ligeramente, estiran sus piernas dos o tres veces y desaparecen detrás de las casas. Esta es la Arabia Pétrea, áspera y sedienta. Contemplo el desierto que se inicia junto a las casas y me doy prisa. Una barca con una sola vela viene a recogernos. Pisamos la arena fina. Caminamos, y nuestro corazón baila. ¿Es un sueño? La arena está llena de conchas, las célebres conchas del mar Rojo. Las casas están hechas de corales, de esponjas petrificadas, de estrellas de mar y de enormes conchas. La piel morena de los hombres brilla debajo de sus albornoces blancos. Una niña de color de chocolate juega en la playa y lleva un vestido de color chillón. Algunas casas europeas construidas en madera, con galerías y jardines de muñeca cercados por cajas viejas de conservas. En este cálido paisaje árabe, una falsa nota: dos inglesas rubias asomadas a un balcón verde. Una gran plaza desierta y a su alrededor hileras de casuchas de madera. En Raitho tiene efecto, anualmente, la Gran Cuarentena de los musulmanes que regresan de La Meca, y en esta época varios millares de hombres se presentan en esta inmensa plaza. El enviado del Monte Sinaí, Tassos, que ha venido a buscarme al barco, nos explica cómo viven los hadjis (monjes musulmanes) y cómo el pueblo bulle a su llegada. Tassos es cristiano y de sangre griega; su abuelo se trasladó de Corfú a Raitho.Habla todavía algo el griego y su agradable rostro juvenil resplandece de alegría al recibirnos, ya que nosotros somos compatriotas. Pero está asimilado a la tierra de su nueva patria. Su cuerpo, su espíritu y su alma pertenecen a Arabia. Llegamos a la dependencia del monasterio de Sinaí. Allí tenemos que coger los camellos y ponernos en marcha a través de la montaña. Un gran patio, celdas a todo su alrededor, el hospicio, las dos escuelas griegas, una para los niños y la otra para las niñas, los almacenes, las cocinas y, en el centro, la iglesia. El mayor milagro de este desierto es el “higúmeno” del monasterio, el archimandrita Teodosio. Un corazón cálido lleno de amor. Escasos son losa griegos que vienen a este lugar, y el archimandrita Teodosio, alto y de aspecto noble, griego, ardiente, nacido en Tschesmé, en Asia Menor, nos acoge del mismo modo que acogería a Grecia. Todo el ceremonial de la sagrada hospitalidad que me es tan familiar: la confitura, el agua fresca, el café, la mesa puesta, el mantel blanco y oloroso, la alegría, brillando en los rostros de los que sirven al extranjero… Por la ventana se ve brillar el mar Rojo. Enfrente, a lo lejos, se perfilan, apagadas por la claridad, las montañas de Tebaida. El higúmeno y yo hablamos de las “setenta palmeras” mencionadas en las Escrituras y que los hebreos encontraron en este pueblo después de haber atravesado el mar Rojo. En seguida le pregunto por las “doce fuentes de agua”, como si le pidiera noticias de familiares expatriados. Todas estas cuestiones bíblicas concuerdan armoniosamente con el desierto que nos rodea y con las montañas de los grandes ascetas. Y cuando se me contesta que el palmeral todavía existe y que las fuentes siguen manando, me siento feliz.
En mi vida he conocido con frecuencia dichas semejantes. Después de una larga caminata, un vaso de agua fresca, un buen techo, un corazón humano que vive desconocido en un rincón de la tierra, cálido, inagotado, en espera del extranjero. Y cuando el extranjero aparece por el camino, el corazón palpita, se estremece, se regocija; ha encontrado un hombre. En hospitalidad, como en el amor, es cierto que el que da es más feliz que el que recibe. Tahema, Manssur y Ahua, los tres camelleros que tienen que guiarnos, han llegado con sus albornoces de color, la cabeza ceñida por una corona de pelos de camello y un gran yatagán en el cinto. Son obedientes beduinos de finas piernas, con pequeños ojos de águila. Nos saludan poniendo sus manos sobre el pecho, su boca y después sobre su frente. Cada uno de ellos tira de su camello, cargado de víveres, de una tienda, camas de campaña y mantas para el viaje, todo lo cual forma una especie de torre sobre el lomo del animal. Tenemos que pasar tres días y tres noches en el desierto. Aprendemos algunas palabras árabes, las más indispensables para esta vida en común durante tres días con los beduinos: fuego, agua, pan, Dios y sal. Los camellos se arrodillan gritando. Sus ojos brillan, hermosos, sin bondad, vengativos. Sus arneses están guarnecidos por penachos de pelos anaranjados y negros. -Dad algunos dátiles a los camellos para suavizarles la boca- ordena el higúmeno. El diácono Polycarpos, un rubio chipriota, trae los dátiles y los distribuye entre los beduinos y sus animales. Nos ponemos en marcha. En seguida penetramos en el desierto. Se inicia gris, interminable y árido tan pronto como abandonamos el dominio del convento de Raitho. El ritmo ondulante y paciente del camello gana al cuerpo, la sangre se concierta con la cadencia del animal, y con la sangre del alma del hombre. El tiempo confinado y envilecido por la concepción occidental, se libra de todas sus subdivisiones geométricas. Con la mecedura del “barco del silencio”, el tiempo deroga sus fronteras matemáticas y se convierte en una sustancia fluida e indivisible, un vértigo ligero y secreto que transforma el pensamiento en ilusión y en música. Abandonada así a este ritmo durante largas horas, comprendo por qué los orientales leen el Corán balanceándose hacia delante y hacia atrás. De esta forma comunican a su alma el movimiento monótono y continuo que los conduce a este gran desierto místico: el éxtasis. Durante cinco horas avanzamos a través del desierto. El sol se pone. Por fin llegamos al pie de la montaña. Tahema, que marcha a la cabeza, se detiene y da la señal. Acamparemos aquí. - ¡Krr! ¡Krr!- exclaman los guías desde el fondo de su garganta y los camellos, jadeando, doblan con dificultad sus patas delanteras, y después con estrépito, se dejan caer sobre las traseras, como si fueran casas que se derrumban. Todos nosotros procedemos a descargarlos y a levantar la tienda. Ahua va a recoger algunos pequeños trozos de madera y encendemos fuego. Manzur saca la cazuela, la mantequilla, el arroz y se pone a preparar la cena. El frío del desierto se hace áspero. Nos sentamos alrededor del fuego. Kalmuk se pone a dibujar diferentes animales sobre un trozo de papel y pregunta: - ¿Phi kaplan? (¿hay leones?). Los beduinos, consternados igual que niños a la vista de la fiera dibujada, exclaman: -¡Phi! ¡Phi! -¿Phi taabin? (¿hay serpientes?) - Phi! Phi!
Mientras tanto, Tahema mezclaba con agua una harina de maíz espumosa. Aplastaba la pasta en la sartén con sus manos negruzcas de dedos afilados y la hacía cocer como una torta. El olor del “pilaf” se extendió por el aire. Nos sentamos y nos pusimos a comer. Preparamos el té, fumamos, charlamos todavía un rato y después, cuando el fuego ya había bajado bastante, nos callamos. Una misteriosa alegría invadía mi alma. Me esfuerzo en disciplinar en mí todo este romanticismo: el desierto, la Arabia, las tiendas, los beduinos, y me burlo de mi corazón, que está excitado y late demasiado fuerte. Me tumbo debajo de la tienda y cierro los ojos; el débil e indescifrable ruido del desierto se desploma en mi espíritu. Tumbados afuera, los camellos rumían y oigo cómo trituran sus mandíbulas… Todo el desierto rumía como si fuera un camello. Al día siguiente, al alba, comienza la marcha por entre las montañas. Montañas desérticas y áridas que odian al hombre y lo rechazan. De vez en cuando, una perdiz salvaje golpea sus alas contra los peñascos negros con un ruido metálico. De vez en cuando, un cuervo da vueltas por encima de nosotros como si quisiera escucharnos antes de tomar una decisión. A lo largo del día, el ritmo del camello, la canción monótona y acunadora de Tahema, el sol que se abate sobre nosotros como si fuera de fuego, haciendo vibrar el aire encima de las piedras y de nuestras cabezas. Seguimos el camino que tomaron los hebreos al huir de Egipto hace más de tres mil años… Este desierto que estamos atravesando fue el terrible laboratorio en donde la raza de Israel conoció el hambre y la sed, en donde gimió y murió. Con un ojo ávido, miro estas rocas, una por una, sigo el camino sinuoso por la estrecha torrentera y grabo en mi espíritu todas estas cadenas de montañas inflamadas. Un día, en una playa griega, me acuerdo de ello, penetré durante largas horas en una gruta llena de pesadas estalactitas y de enormes falos de piedras que brillaban a la luz de la antorcha. Esta gruta era el antiguo cauce de un río que había cambiado su curso. La torrentera que hoy atravieso bajo el sol, brilla igualmente en mi espíritu: Jehová el Dios inexorable ha excavado estas cadenas de montañas para pasar. Antes de atravesar este desierto, el rostro de Jehová estaba falto de consistencia, pues su pueblo todavía no se había afirmado. Los Elohims estaban extendidos por el aire. No era un solo ser, sino innumerables espíritus, anónimos e invisibles. Los Elohims dieron al mundo un soplo de vida; concebían, fecundaban a las mujeres, mataban, descendían sobre la tierra como relámpagos o rayos. No tenían patria, no pertenecían a ningún país, a ninguna raza. Pero, con el tiempo, se encarnaban y mostraban su preferencia por ciertos lugares elevados como los grandes peñascos. Los hombres untaban de aceite estos peñascos, les ofrecían sacrificios, los regaban de sangre. Lo que tenían más querido, habían de ofrecerlo a Dios para aplacarlo. Le sacrificaban, pues, a su hijo primogénito o a su hija única. Lentamente, con los siglos y una vida más fácil, la vida se endulzó y se civilizó. También Dios se endulzó y se civilizó; ya no le ofrecían hombres en sacrificio, sino animales. Poco a poco se le daba aspectos abordables: ternero de oro, esfinge alada, serpiente o halcón. Así, en el limoso y pacífico Egipto, el Dios de los hebreos empezó a ablandarse. Pero de pronto llegaron los Faraones hostiles que, arrancando a los hebreos de sus campos prósperos, los arrojaron lejos en este desierto de Arabia. Entonces empezaron el
hambre y la sed, los gemidos y las sublevaciones. Sedientos y hambrientos, los judíos debieron detenerse en alguna parte cerca de aquí y gritar: - ¡Ah! ¿Por qué no fuimos muertos por la mano del Eterno en el país de Egipto, cuando estábamos saciados con los pucheros de carne y cuando comíamos abundante pan? Y Moisés, desesperado, irritado, levantó los brazos y le gritó a Dios: -¿Qué haré de este pueblo ingrato? Poco ha faltado para que me lapidaran. Y Dios, siempre inclinado sobre su pueblo, escuchaba. A veces, les enviaba codornices y maná y los alimentaba. Otras veces les enviaba la espada y los diezmaba. Cada día su rostro se hacía más feroz, cada día se reconciliaba con su pueblo. Durante la noche, se convertía en una columna de humo. Los levitas se apretujaban ante el Arca del Testamento y la dejaban en el suelo. Así, ningún extraño se atrevía a acercarse. El rostro de Dios se concentraba, se endurecía y tomaba el aspecto de Israel. No se trataba ya de espíritus anónimos, invisibles y sin patria extendidos por el aire. No era ya el Dios de toda la tierra, era Jehová, el dios de una sola raza, la raza de los hebreos, duro, vengativo y sanguinario, pues El atravesaba momentos difíciles batiéndose contra los egipcios, los amalecitas, los madianitas y el desierto. Sufriendo, intrigando y matando, El tenía que vencer y hallar la salud. Esta inhumana torrentera que atravesábamos, sin árboles, sin agua, es el terrible cauce de Jehová. Dios pasó bramando por aquí. ¿Cómo se puede conocer la raza de los hebreos sin haber atravesado y vivido en este terrible desierto? Durante tres días interminables, lo hemos recorrido a lomo de camello. La garganta quema de sed, las sienes golpean, el espíritu vacila en seguir la torrentera, sinuosa y brillante como un reptil. ¿Cómo es posible que muera una raza que durante cuarenta años fue forjada en esta hoguera? Yo, que la aprecio, me alegro de contemplar los terribles peñascos en donde nacieron sus virtudes: la voluntad, la paciencia, la obstinación, la resistencia, y por encima de todo, un Dios, carne de su carne, al que gritaban:”Danos de comer. Mata a nuestros enemigos. Danos la Tierra prometida”. Y lo obligaban por la fuerza a obedecer. Gracias a este desierto, los hebreos siguen viviendo y dominan al mundo por sus virtudes. En el día de hoy, período transitorio de cólera, venganza y violencia, los hebreos son de nuevo el pueblo elegido por el Dios terrible del éxodo de la “tierra de la esclavitud”. Hacia mediodía, teníamos que alcanzar el monasterio de Sinaí. Nos hallábamos en la meseta de Madián, a una altitud de más de mil quinientos metros. El día anterior habíamos acampado en un cementerio musulmán, plantando nuestra tienda delante de la tienda del Jeque. Nos hemos despertado con la aurora. Hacía un frío intenso, la nieve había recubierto nuestra tienda y la meseta estaba totalmente blanca. Hemos arrancado el techo de una vieja cabaña y encendido fuego. ¡Qué alegría! Las llamas se elevan, pareciendo lenguas. Nos hemos sentado a su alrededor para calentarnos. Los camellos también se han acercado, alargando el cuello por encima de nosotros. Hemos bebido kaki de dátiles y té, y después, los beduinos se han arrodillado sobre una pequeña estera y han rezado, vueltos en dirección a La Meca. Sus rostros puros, quemados por el sol, se sumergieron con éxtasis en su dios simple y primitivo. Irradiaban luz. Yo contemplaba con un profundo respeto a estos tres cuerpos probados y hambrientos cómo se alegraban y se saciaban. Manssur, Tahema y Ahua habían ascendido al cielo. Me pareció que el Paraíso se había abierto por un momento y que ellos habían penetrado en él: su Paraíso, el Paraíso de los musulmanes, el Paraíso de los beduinos.
“Sol, una verde pradera, camellos jóvenes, ovejas pastando, tiendas cuya tela está tejida con pelo de camello teñida, mujeres que llevan anillos de plata en los tobillos, con afeites de henné y kohol, con dos falsos lunares en las mejillas para embellecerse, en disposición de charlar en el umbral de las tiendas. Los platos humean: arroz, leche, pan blanco, un puñado de dátiles. Muy cerca, un cántaro de agua fresca. Y las tres tiendas mayores, los tres camellos más rápidos, las tres mujeres más hermosas, son las tiendas, los camellos y las mujeres de Mansur, de Tahema y de Ahua…” Cuando, al final de la oración, el Paraíso se cerró, cuando se encontraron nuevamente en la meseta de Madian y nos vieron sentados alrededor del fuego, los tres beduinos, reemprendieron pacientemente su modesto trabajo terrenal y se instalaron en silencio a nuestro lado. Kalmuk se había levantado y jugaba con la nieve; yo extendí la mano hacia Tahema, que se encontraba a mi derecha, y pronuncié en árabe la célebre frase del Corán: “¡No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta!” Tahema se sobresaltó como si yo hubiese descubierto su secreto. Me miró, radiante de satisfacción, y me estrechó la mano. Reemprendimos la marcha, Kalmuk y yo íbamos a pie, pues hacía frío y estábamos entumecidos. No podíamos soportar ya el ritmo lento y paciente de los camellos. Las abruptas montañas de granito verde y rojo se levantaban maravillosas delante de nosotros. A veces pasaba un pájaro, pequeño y negro, con una cabeza redonda y blanca. Kalmuk le dio el nombre de “Jockey”. Una fila de camellos apareció en el extremo del camino y brilló un momento como un bajorrelieve sobre el pecho rojo de la montaña. Nos detuvimos. Los beduinos que llegaron nos dieron la bienvenida con este saludo cordial: -Selam alekum! (La paz sea con vosotros). En seguida, conforme llegaban hasta nuestros guías, vimos cómo les cogían las manos, se inclinaban sobre sus hombros, mejilla contra mejilla y los saludaban durante un rato en voz baja. Durante nuestra marcha de tres días asistimos con frecuencia a estos encuentros cordiales: los beduinos que se encuentran en el desierto se inclinan uno sobre el hombro del otro y se estrechan las manos al tiempo que se inicia este diálogo sencillo, tan viejo como el mundo: -¿Cómo estás? ¿Cómo está tu mujer? ¿Cómo está tu camello? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? Y cuando uno de ellos ha terminado de contestar, inicia a su vez el interrogatorio. Entonces, empiezan las contestaciones del otro. A cada momento se oyen las palabras selam y Alá, y este encuentro reviste el sentido profundo y sagrado que tendría siempre que revestir un encuentro entre hombres. Con emoción contemplo a los niños del desierto de costumbres milenarias y almas sencillas. ¿De qué viven? Algunos dátiles, un puñado de maíz y una taza de café les son suficientes. Su cuerpo es enjuto, sin fuerzas; sus piernas son delgadas y nerviosas como la de las cabras; sus ojos y sus oídos son muy agudos. Después de miles de años, su vida no ha cambiado. El jefe de la tribu, el Jeque con el albornoz rojo, los juzga, los condena o los absuelve según la ley de los beduinos. Su respeto a la propiedad es un sentimiento religioso. Se puede dejar lo que se quiera en el desierto, con la condición de trazar un círculo alrededor. El espacio delimitado resulta inviolable. Habitan siempre debajo de las tiendas. En cambio, construyen pequeñas edificaciones provisionales que les sirven de almacenes. En ellas guardan todas sus
modestas riquezas: harina, arroz, café, azúcar, tabaco. Cuando marchan de viaje, la puerta de las cabañas queda abierta durante meses, pero permanecen invioladas. Si comen dátiles de una palmera ajena, deben dejar los huesos amontonados debajo del árbol. De esta forma, el propietario de los dátiles está satisfecho, pues considera que ha prestado un favor a un caminante hambriento. Pero si encuentra los huesos desparramados, lejos del árbol, el ladrón, una vez descubierto, es castigado muy severamente. Se vengan sobre sus camellos y sus cabras. Son los hombres más pobres y al propio tiempo los más hospitalarios del mundo. Tienen hambre, pero prefieren no comer con tal de tener siempre, en su tienda, algo que ofrecer al visitante. Tienen hambre pero jamás mendigan. A este respecto, me contaron que una joven beduina contemplaba un día a unos turistas, en Raitho, mientras comían. Estos le ofrecieron algunos trozos de su comida; pero ella, por orgullo, los rechazó. De pronto, se desplomó desvanecida. El gran amor del beduino es su camello. Yo veía las delicadas orejas de Tahema, de Ahua y de Mansur estremecerse al menor suspiro de sus animales. Se paran, arreglan los arneses, palpan el vientre, arrancan toda la hierba seca que pueden encontrar y alimentan al camello. Por la noche, los desensillan, extienden una manta en el suelo y limpian amorosamente su pesebre. Una vieja canción árabe alaba con imágenes de un expresionismo audaz a este amado compañero del beduino: “El camello avanza pisando la arena. Es sólido como las planchas de un lecho de muerte. Sus muslos son firmes y se parecen a la alta muerte de una ciudadela. En sus flancos las huellas de las cuerdas son semejantes a lagos sin agua llenos de guijarros. Su cráneo es duro como un yunque. Se le toca y parece que se toca una lima. Es semejante a un arca de agua que un arquitecto griego hubiese recubierto de tejas en la cima”. Hemos dejado los camellos atrás y escalamos la montaña con prisa, pues estamos impacientes por alcanzar el monasterio. Un poco de agua en una depresión, algunas palmeras, una choza de piedra. Más lejos, una cruz de hierro que se levanta en la cima de un peñasco. Nos aproximamos. Y de repente, encaramado sobre una altura, Kalmuk grita con los brazos en el aire y triunfalmente: -Nter! (¡El monasterio!) Abajo, sobre una extensión llana, se divisa, rodeado de murallas, como una fortaleza, el célebre monasterio del Sinaí. La meta de nuestra larga marcha. He deseado mucho este momento y ahora que tengo en mis manos el fruto de este gran esfuerzo, me alegro con calma. No me apresuro. Durante algunos segundos, una fuerza misteriosa me empuja a volver atrás. El áspero gozo de no recoger, de no gustar del fruto de mi deseo, me atraviesa como un relámpago. Pero de pronto empieza a soplar un viento ligero, impregnado del perfume de los árboles y de las flores. Puede ser de almendros. El hombre prevalece en mí y avanzo. Kalmuk corre delante cantando. Ahora ya distinguimos claramente el monasterio, sus murallas, sus torres, su iglesia, su ciprés. Llegamos a los jardines. Mi corazón se estremece sorprendido y contento. Me subo al seto y veo brillar con el sol, en pleno desierto, olivos, naranjos, nogales, higueras y gigantescos y divinos almendros cubiertos de flores. Hace un calor dulce, el aire es perfumado y se oye el zumbido de los pequeños insectos laboriosos. Gozo largamente de este rostro de Dios, rostro risueño que el hombre ama, rostro hecho de tierra, de agua y de sudor humano. Durante tres días he visto Su otro rostro, terrible éste, sin flores, de granito. Yo decía: “He aquí el verdadero Dios, el fuego devorador, la piedra que los deseos
humanos no pueden quebrantar”. Inclinado sobre el seto, mirando el jardín florido, comprendo mejor estas palabras del asceta: “Dios es estremecimiento y dulce lágrima”. “Los milagros son de dos clases - dice Buda-, los del cuerpo y los del alma. Yo no creo en los primeros, pero sí en los segundos.” El monasterio de Sinal es un milagro del alma. Después de catorce siglos, alrededor de un pozo, en medio de un desierto poblado de tribus rapaces, de lenguas y religiones diferentes, este monasterio resiste, igual que una ciudadanía, a las fuerzas naturales y humanas que lo asaltan. Después de nuestra marcha de tres días por el desierto, la vista de los almendros en flor hace palpitar mi corazón. “Aquí- me digo- existe una conciencia humana superior, aquí, la virtud humana domina al desierto”. Ahora camino por las murallas del monasterio y me oriento. Me encuentro en medio de las montañas bíblicas, en medio de los elevados paisajes del Antiguo Testamento. Al este, frente a mí, se levanta el monte de la Ciencia, en donde Moisés clavó la serpiente de cobre. Detrás de la montaña, el país de los amalecitas y las cadenas rocosas de Amurru. Hacia el norte, se extiende el desierto de Kedar, el Edom y las montañas Theman hasta el desierto de Moab. Al sur, el promontorio de Faram y el mar Rojo. Finalmente, hacia el oeste, se levanta la cadena de montañas de Sinal, la cima sagrada en donde Dios habló a Moisés y más lejos, Santa Catalina. En medio de estas montañas, a una altitud del quinientos metros, el monasterio del Sinal está edificado como una fortaleza, cuadrado, con altas murallas, torres y troneras. Contemplo abajo el gran patio. La iglesia se encuentra en el centro y a su lado se ve una pequeña mezquita. La media luna se mezcla fraternalmente con la cruz. Alrededor, cubiertas de nieve, reverberan las celdas, los almacenes y el hospicio. Tres monjes se calientan al sol. En el gran silencio de la montaña, sus palabras resuenan claramente. Uno de ellos explica las maravillas que ha visto en América: barcos, puentes, máquinas, mujeres. Otro explica cómo se hacen cocer los corderos asados en su país y el tercero habla de los milagros de Santa Catalina y de cómo los ángeles la levantaron y la transportaron desde Alejandría hasta la cima que lleva su nombre y cómo todavía se puede ver la huella de su cuerpo sobre las piedras. El jardín del monasterio brilla con la nieve y el sol. Los olivos murmuran dulcemente, los naranjos brillan con su follaje verde oscuro, los cipreses negros se levantan semejantes a ascetas. A todo esto se le añade un contacto que hace a uno estremecerse: lentamente, por soplos rítmicos, como una respiración, el perfume de las flores de los almendros pone las ventanas de la nariz en tensión; las ventanas de la nariz y el espíritu. Me pregunto cómo esta fortaleza monacal ha podido resistir durante tantos siglos a estos funestos soplos de viento primaveral y cómo no se ha derrumbado durante una hermosa primavera. La frase del rudo asceta que fue San Antonio alborota desde hace años mi corazón, por expresar tan profundamente el dolor humano: “Si, sentado en el desierto, descansando tu corazón, oyes de pronto la voz de un gorrión, entonces tu corazón pierde su primera tranquilidad.” Un pequeño monje de dieciocho años, con la tez pálida, sube a la cima de la torre en que me encuentro. Charlamos. Es natural de Creta. Unos azules ojeras rodean sus ojos y el sol hace brillar un espeso vello en sus mejillas. Después, un anciano de unos ochenta años, jadeando, dulce, sale de una trampa que se abre en la torre. Ya no tiene la fuerza de desear ni el bien ni el mal. Sus entrañas son las que Buda vio: vacías.
Nos sentamos los tres al sol, en un largo banco. El frailecito saca algunos dátiles y nos los distribuye. El anciano, con la mano puesta encima de la rodilla, me explica cómo fue construido el monasterio y todos los combates que tuvo que librar durante largos siglos. Como estoy sentado en medio de estas montañas irreales, su historia me parece tan sencilla y verdadera como un cuento: - Alrededor del pozo es donde las hijas de Jethro venían a abrevar sus carneros y justamente en el lugar en donde se encontraba la “zarza ardiente” fue donde Justiniano hizo construir el monasterio. Por otra parte, el emperador envío doscientas familias cristianas del Ponto y de Egipto para instalarse en sus alrededores, servirlo y defenderlo. Un siglo más tarde, Mahoma vino al mundo. Pasó por el monte Sinaí. La huella de la pezuña de su camello es todavía visible encima de una piedra roja. Entró también en el monasterio, Los monjes le dispensaron grandes honores. Mahoma estuvo contento y les legó el célebre Testamento, el Aktinamet, el cual todavía existe, escrito en caracteres cúficos sobre una piel de corzo, llevando a modo de sello la huella de la palma de la mano del profeta. En este testamento, Mahoma concede grandes privilegios a los monjes del Sinal: “ Si un monje del Sinal se refugia en la montaña o en el llano, en una caverna o en un valle, en un desierto de arena o en una mezquita, yo estaré cerca de él y lo preservaré de todo mal. Yo lo defenderé en donde quiera que se encuentre, en la tierra o en el mar, al este o al oeste, al norte o al sur. Los hombres que, en estas montañas y en estos lugares benditos, se han consagrado a la adoración, no tendrán la obligación de pagar impuestos o el diezmo de la cosecha. No serán reclutados y no pagarán la capitación.Que nadie los moleste, porque el ala de la misericordia proviene de ellos.” No obstante, durante siglos, el monasterio sufrió bastante. Los esclavos, que se hicieron musulmanes, hostigaron a los monjes para conseguir víveres y dinero. Las tribus salvajes de beduinos los atacaron para saquearlos. El gran portal permaneció cerrado y los monjes llegaban al jardín por un camino subterráneo. Las puertas de hierro bajas y los pasillos oscuros existen todavía. La entrada y la salida se encontraban a una altura de siete anas. Por estas aberturas izaban o hacían descender hombres y objetos con la ayuda de una polea. Ahora los tiempos heroicos ya han pasado. Los esclavos se han dulcificado algo y los beduinos han abandonado sus ataques. El gran portal está siempre abierto. El anciano sigue hablando. Emocionado, escucho esta débil luz de ultratumba que anima las murallas bizantinas y puebla el aire de santos y mártires. A mi lado el efebo cretense escucha la admirable leyenda dorada, en éxtasis y pálido. Abajo, en el patio, los monjes charlan tranquilamente. Otros vigilan y pesan el maíz que han traído los árabes. Por la puerta abierta de la cocina se ve una mesa llena de grandes y brillantes langostas coloradas. Fueron pescadas la vigilia en el golfo de Akaba. El padre Pahomios, sentado en el umbral de su celda y envuelto en una manta, está ocupado dibujando una gran concha. Vuelvo a encontrar el ritmo familiar de la vida monástica, y esto agita mi corazón. Me levanto y bajo a la gran terraza. Los padres recogen la nieve, hacen bolas y se divierten como niños. Están contentos porque ha nevado y así la hierba brotará en el desierto. Los carneros y las cabras comerán y los hombres tendrán su subsistencia. Algunos esclavos vienen a sentarse al pie del monasterio. Fuman y hablan ruidosamente y se acompañan con grandes ademanes. Llegan mujeres con los pies desnudos, envueltas en grandes milayas negras y sucias. A partir de la nariz, la parte inferior de su rostro está cubierta de pequeñas cadenas adornadas con monedas de plata
y conchas. Sus cabellos, atados en un moño puntiagudo sobre la frente, sobresalen como el pomo de una silla de montar. Cada una de ellas abre rápidamente su milaya y saca una criatura que deposita sobre las piedras. Los niños se reúnen debajo de la muralla del monasterio, con las manos extendidas. Esperan todos a que se abra el ventanillo desde donde se les arrojará la diaria ración de víveres: tres pequeños panes para los hombres, dos para las mujeres y los niños. Tienen que ir a buscarlos personalmente. Al abandonar sus cabañas, caminan durante horas bajo el sol ardiente o por la nieve. De esta manera viven. Recogen también saltamontes que dejan secar y luego trituran para elaborar el pan. El arzobispo, el “Señor del Desierto”, se inclina sonriente por encima de la muralla y tira a los niños gorros de colores. Los pequeños árabes chillan de alegría, cogiendo el don inesperado que les cae del cielo y, poco después, las duras cabezas negras brillan, amarillas, rojas y verdes adornadas con un pompón en lo alto. Yo contemplo con emoción a mis lejanos hermanos. Hace siglos que vagan alrededor de estas murallas bizantinas desde donde les echan, como si fueran piedras, estos pequeños panes de salvado. Viven y mueren sirviendo y amenazando el monasterio. Los monjes me explican las costumbres primitivas y patriarcales de estos árabes. Al cabo de miles de años, nada ha cambiado. Viven, se casan y mueren como en los tiempos de Jethro, el suegro de Moisés. Al igual que en aquellos tiempos, hoy todavía, solamente las muchachas se cuidan de vigilar a los carneros. Nadie las molesta. Cuando dos jóvenes se aman, se marchan secretamente durante la noche y van a la montaña. El muchacho hace sonar la flauta y la chica canta, pero no se tocan. Cuando el joven la quiere pedir en matrimonio, va a sentarse delante de la tienda del suegro y espera a que la chica regrese del pastoreo. Cuando llega, se quita su albornoz y lo arroja sobre ella. Cuando hay que concretar el matrimonio, el novio tiene que comprar a la novia, y los dos consuegros cogen una hoja de palmera y cada uno la tira por su lado para repartírsela. El padre de la novia dice: -Quiero mil libras por mi hija. Con frecuencia el pretendiente ni una sola.Pero los beduinos son orgullosos y tienen que cumplir todo el ceremonial que rodea al matrimonio. Después que el suegro dice “mil libras”, el Jeque se levanta y dice: -Tu hija vale también dos mil libras. Y el novio quiere darlas. Pero, para complacerme, regálale quinientas libras. Entonces, el suegro contesta: -Para complacerte, Jeque, le hago donación de quinientas libras. Entonces, los demás parientes se levantan: -Para complacerme regálale otras cien libras. Y cien más, y cien más aún, cincuenta, veinte… Hasta que el precio baja a una libra. En este momento, las mujeres que muelen el maíz dejan escapar una especie de graznido: ¡Lu-lu-lu! Entonces el suegro se levanta y dice: para complacer a las mujeres que muelen el maíz, yo entrego a mi hija por media libra. Y durante la noche de bodas comen, beben y despilfarran todos sus bienes. De esta forma sobreviven después de millares de años las costumbres inmutables del desierto.
* ** Es mediodía. Bajamos al refectorio. Una sala medieval abovedada, con letras góticas grabadas en las paredes de piedra. Debió de ser construida por los latinos que, durante varios siglos, convivieron con nuestros monjes en el monte Sinaí. El padre Pahomios ha pintado las paredes con exquisito amor. En el fondo de la sala, existe todavía un admirable fresco antiguo que representa el Juicio Final y debajo, la Santísima Trinidad: tres ángeles cuyas alas protegen a la pareja teogenia: el hombre y la mujer. Tomamos asiento a la gran mesa oblonga. A un extremo se sienta el arzobispo; a su derecha y a su izquierda, una veintena de padres. El hermano hospitalario Theoklitos, un cretense alegre, vivo y de mejillas sonrosadas; el sacristán Joaquín, un quiota tranquilo y dulce; el archimandrita Mateo, un chipriota silencioso y noble; el ecónomo, natural de Macedonia; Pahomios el pintor, y todos los demás. Son alrededor de cuarenta padres de los cuales la mitad reside en el monasterio. Los demás están lejos, en Creta, en Chipre, en Egipto y en las dependencias del convento del Sinaí. Todos son griegos: seis de Creta, seis de Chipre, seis de Zante, tres del Peloponeso, dos del Epiro y de Quíos y los demás de Eubea, Simi, Lemnos, Cefalonia, Tchesmé, Alatsata, Tenedos, Kydonia, Psara, Karpenissi y Macedonia. ¡Toda Grecia! Sirven langosta, legumbres, pan y un poco de vino. Los padres empiezan a comer. Nadie habla. El “lector” sube al púlpito e inicia la lectura del evangelio del día:”El regreso del hijo pródigo”. He conocido este ritmo de vida durante largos meses en varios monasterios. La comida regulada de esta forma adquiere su grande y misterioso valor. Un rabino ha dicho: “El hombre virtuoso que come, libera a Dios, que se encuentra en el pan”. El “lector”, con su gangosa dicción de eclesiástico, lee la historia del hijo pródigo: expone cómo sufrió y lloró, y cómo se vio obligado a comer algarrobas y cómo un día, no teniendo nada, regresó a casa de su padre y desde entonces no abandonó más su casa. Y yo, en medio de este recogimiento cristiano, pienso. Si se tratara de otro monasterio, perfectamente adaptado a las aspiraciones del alma moderna, yo habría propuesto que se leyera el célebre complemento a la parábola del hijo pródigo que ha escrito uno de nuestros contemporáneos: “El hijo pródigo regresó a la casa, cansado, vencido, desesperado. Por la noche fue a ver a su hermano segundo en la habitación en donde descansaba y el joven le dijo: “Escucha, ¿Sabes por qué te esperaba? Antes de que termine la noche me marcho. “Y el pródigo estrechó a su hermano entre sus brazos, le aconsejó, le persuadió de que se marchara y que se mostrase más valeroso que él. “Vamos, abrázame. Tú te llevas todas mis esperanzas. Sé fuerte. Olvídanos; olvídate de mí; no vuelvas más.” Así, mientras como tranquilamente con los padres escuchando la parábola, el hijo pródigo del Evangelio se transforma en mí y noto conmoverse los cimientos del célebre monasterio que me da hospitalidad.
* ** La comida termina. Los padres se sientan al sol. Nosotros, con el arzobispo, el sacristán y el hermano hospitalario, entramos en la iglesia.
Sorprende ver tantas riquezas. Los padres se sientan al sol. Nosotros, con el arzobispo, el sacristán y el hermano hospitalario entramos en la iglesia. Sorprende ver tantas riquezas. Hay lámparas de plata por todas partes y el iconostasio es todo de oro. Sobre las paredes y las columnas, brillan innumerables y preciosos íconos. El sacristán abre la gran sacristía y amontona ante nosotros los tesoros del monasterio: santas reliquias, vestiduras sacerdotales bordadas en oro, bordados de perlas exponentes de un maravilloso arte bizantino, mitras brillantes de la pedrería, esculturas de marfil, cruces pectorales, báculos de obispos… Todo este oro, toda esta pedrería duermen después de tantos siglos en el desierto. Y cosa más admirable todavía: la iglesia está llena de los más bellos íconos bizantinos que jamás he visto. Se trata de un museo hagiográfico único en el mundo. En la parte oriental del santuario existe un inmenso mosaico que representa la Transfiguración de Cristo. A la derecha y a la izquierda, “Moisés hablando a Dios y recibiendo las Tablas de la Ley. Debajo, los doce apóstoles y los diecisiete profetas y, en cada esquina, Justiniano y Teodora. Se encienden los cirios y el sacristán se arrodilla y abre con terror religioso la caja en donde reposa el cuerpo de Santa Catalina. La mano de la santa está cargada de sortijas y una corona real adorna su cabeza. Emocionado, Kalmuk se saca la sortija que lleva en el dedo y con piedad la ofrece a la santa. Llegamos a la capilla de la zarza ardiente. Penetramos en ella con los pies desnudos igual que Moisés: “Quítate los zapatos de tus pies, ya que el lugar en que te encuentras es tierra santa.” Las losas están cubiertas de preciosos tapices. En la parte oriental se encuentra un maravilloso mosaico que representa la Anunciación. Esta capilla está dedicada a la Anunciación, ya que la “zarza ardiente que no se consume” simboliza a la Virgen recibiendo a Dios en sus entrañas. Debajo del altar se puede ver la losa de mármol que indica el sitio exacto en donde brilló la zarza ardiente ante los ojos de Moisés. “Aquí, Moisés apacentaba el rebaño de Jethro su suegro y el ángel del Señor se le apareció con una llama de fuego en medio de una zarza. Y he aquí que la zarza estaba ardiendo, pero no se consumía.” Entramos en la biblioteca. Es célebre por sus manuscritos griegos, árabes, cúficos y siríacos. Durante rato me deleito contemplando los libros antiguos, los grabados, los inexplorados manuscritos llenos de misterio. ¡Quién sabe si en una de estas traducciones árabes no se encuentra alguna obra griega de Sófocles o de Esquilo cuyo original se ha perdido!
* ** Este día rico en impresiones me había llenado de emoción. Las vestiduras sacerdotales, las piedras preciosas, los íconos multicolores, la parábola del hijo pródigo, fundidos y mezclados en el crisol del sueño, se reconstituyen tomando formas monstruosas. Esta noche, poco antes de la aurora, a la hora en que tocaba la simandre , tuve este sueño impío: El monasterio había sido invadido por gitanos que habían acudido con sus tamboriles, sus perros y sus tamices. Instalan sus tiendas en la iglesia. Desde el iconostasio hasta la puerta de entrada habían tendido una cuerda y colgado de ella
mantas coloradas y amarillas, y ropa mojada. Los rostros de los ascetas estaban irritados y de sus bocas salían largos pergaminos ondulantes cubiertos de letras rojas: “El que ha vencido a la naturaleza se ha elevado por encima de la naturaleza”, decía uno de ellos. A su lado, San Atanasio predicaba; “¡Rebelarse contra todo: he aquí el camino de Dios!”. Y San Martiniano: “Sé bueno, hermano, en el desierto, y salva tu alma”. Santa Dorotea, subida a una columna, gritaba;”Doma tu carne”. Los gitanos habían colgado un tamboril adornado con cintas coloradas delante del icono de la Virgen y arrojado unas enaguas amarillas festoneadas de negro sobre el Santo Sudario. Sentada en el púlpito del obispo, una vieja con los ojos bizcos enseñaba el arte de leer el porvenir a tres chiquillas. Los jóvenes tocaban el tambor y bailaban; un viejo tocaba con frenesí el violín. De pronto, todo se apagó y llenando las tinieblas no quedó más que un mono. Acurrucado, con un gorro colorado en la cabeza, mondaba tranquilamente una granada podrida…
* ** Subimos hacia la Cima Sagrada, erguida como una torre, en donde Moisés vio a Dios “cara a cara” y le habló. A lo lejos se divisa la línea áspera de las cimas como si fuera crin de jabalí. El profeta dijo:” ¿Porqué os fijáis en las otras montañas cubiertas de verdor, de rebaños y productoras de queso? Sinaí es la sola y verdadera montaña, aquella en la cual descendió y aquella en que mora”. Jehová, el terrible Jeque de Israel, habita este Olimpo de los hebreos. Quema su cima como un fuego y la montaña humea.”Tened cuidado al subir a la montaña y no toquéis ninguna extremidad. Cualquiera que toque el Sinaí , hombre o animal, será castigado con la muerte. Cualquiera que vea el rostro de Dios será castigado con la muerte”. Dios es, como dijo San Atanasasio: “Fuego divino consumidor”, y Moisés: “Tenaza que lleva el carbón ardiente de Dios”. Jehová se identifica con el fuego. Los Elohims, estos innumerables espíritus que vigilan y gobiernan al mundo, se concentran en un Dios único, bravío, celoso y racial, protector de una sola tribu, la de los hebreos. Se identifica con el fuego; todo lo que se le arroja al fuego, Jehová lo devora. Los hombres ofrecen a Jehová, es decir, sus hijos e hijas primogénitos. Trepamos por los tres mil cien peldaños que conducen desde el pie de la montaña hasta la cima sagrada. Detrás de mí sigue el Padre Pahomios acompañado de Kalmuk. Los dos pintores hablan. Sencillo y cordial, el ermitaño se inclina para escuchar al artista, que, por venir del mundo, le trae grandes noticias: como se mezclan los colores actuales, cómo la pintura al óleo se seca más rápidamente, cuáles son los mejores lapices… Pasamos por debajo de una pequeña puerta abovedada excavada en la roca. En los tiempos en que los hombres, temblando de miedo, no osaban tocar la cima sagrada, un sacerdote estaba allí y les confesaba: “El que toque la Montaña de Dios, recomienda David, tiene que tener las manos inocentes y el corazón puro. Si no, morirá. Hoy, la entrada está desierta, el confesor ha muerto, la montaña ya no mata… Más arriba, pasamos por delante de la gruta en donde Elías tuvo la gran visión. No había hecho más que entrar cuando la voz de Dios se dejó oír: “Mañana tu saldrás de aquí y te detendrás delante del Señor. Entonces un fuerte viento pasará por encima de ti y pulverizará las piedras. Pero el Señor no estará en el viento. Después del viento se producirá un temblor de tierra. Pero el Señor no estará en el temblor de tierra. Después
se producirá fuego Pero el Señor no estará en el fuego. Y después del fuego soplará una dulce brisa.¡Es allí en donde se encontrará el Señor!” El Espíritu siempre viene así: después del viento, del temblor de tierra y del fuego, viene la dulce brisa. Hoy todavía viene así. Atravesamos el período del temblor de tierra. Más arriba, Pahomios se detiene y nos señala un peñasco: - Aquí es- dice- donde estaba Moisés el día en que los hebreos lucharon contra los amalecitas. Y aconteció que cuando Moisés levantaba sus manos, Israel era el más fuerte, pero cuando bajaba las manos, los hebreos huían. Entonces, dos sacerdotes, Aarón y Hur, le sujetaron las manos, cada uno por un lado, y así lo hicieron hasta la puesta del sol. De esta manera Josué diezmó a Amalek y a su pueblo, pasándolo a cuchillo. Toda la montaña tenía las huellas sobrehumanas del gigante. En el alma sencilla de Pahomios estas leyendas tomaban un aspecto apacible e histórico, como si hablara de seres gigantes, antediluvianos; dinosaurios o mamuts. Ninguna turbación, ninguna duda. Cuando alcanzamos la cima, mi corazón se estremeció. Jamás mis ojos habían visto un espectáculo semejante. Ante mí toda la Arabia Pétrea con sus montañas de color azul oscuro; más lejos, las cadenas rocosas azuladas de la Arabia Feliz y el mar que brillaba como una turquesa; al oeste, el desierto blanco humeante por el sol y atrás, muy lejos, las montañas de África. Un paisaje exótico, sin agua, sin árboles, sin nubes, desértico como un paisaje lunar. Aquí el alma de un desesperado o de un hombre noble encuentra la máxima dicha. Entramos en la pequeña iglesia de la Cima. El padre Pahomios escarba la tierra con sus uñas, buscando algún vestigio de las viejas paredes de la iglesia bizantina. Nos enseña triunfalmente piedras talladas en arco, columnitas de ventanas, cruces, inscripciones, antiguos pilones. Está bastante agitado. De repente deja escapar un gran grito. Acaba de descubrir, en un trozo de mármol, la representación de dos palomas bizantinas con los picos juntos, símbolo del Espíritu Santo. Experimento cierto malestar al contemplar esta alma sencilla dominada por la sombría manía de descubrir, de restaurar, de inmovilizar la vida y de impedir a toda costa la desaparición del pasado. En esta cima en donde Dios es llama que no se puede asir, ondulante y devoradora, este espíritu de excavación y de conservación me repugna. Me vuelvo hacia el y le digo: -¿Cómo te imaginas a Dios, padre Pahomios? Me mira sorprendido, reflexiona durante unos momentos y contesta: -Como un padre que ama a sus hijos. -¿No te da vergüenza?-le digo. ¿Te atreves a hablar así de Dios en la cima del Monte Sinaí? Dios es “fuego consumidor”. -¿Por qué me dices esto? -Para que dejes todas estas ruinas y El las queme. ¡Pahomios, no levantes la mano contra Dios! Asustado y avergonzado toma asiento. Abrimos la cesta que contiene la comida, bebemos vino y comemos pan, carne y naranjas. Yo llevo conmigo una pequeña edición de Homero. Comienzo a leer en voz alta los largos versos paganos, como si quisiera despechar al Señor. Las costas griegas desfilan ante mis ojos, los dioses del Olimpo resplandecen, las diosas descienden, sonrientes y carnales, y se unen con los mortales, y de su unión nacen héroes y no monstruos.
Mi corazón se fortalece. Aquí, sobre los tizones calcinados del Dios semita, el corazón aéreo se rebela y fortifica. Los pecados, las desobediencias, los desfallecimientos del hombre son detalles insignificantes en comparación con la lucha terrible que tiene que sostener. Si el Dios quisquilloso de los hebreos acusa al hombre en la otra vida, por sus pequeños errores, éste, podrá sostener con valentía su defensa. -Si, he pecado, robado la mujer y el buey de mi vecino, pues me gustaban; matado a mi enemigo porque él me quería matar; construido con mis manos ídolos que he adorado, mentido porque tenía miedo; odiado a mi padre que se levantaba ante mí para impedirme que pasase. “Si, he desobedecido todos los mandamientos”. Pero he subyugado a la tierra, al fuego, al agua y al aire. Si no hubiese estado allí, los animales salvajes y los gusanos te habrían devorado. Te habrías podrido en el barro de la pereza y del miedo. Soy yo quien, en la sangre y el lodo, ha gritado y ha pedido libertad. Soy yo el que, llorando, riendo, dando traspiés, te he sostenido para que Tú no te cayeras”. Pahomios está inquieto porque el día se está acabando y comienza a hacer frío. Se acerca a mí, me obliga a levantarme e iniciamos el descenso. Tomamos otro camino a través de una torrentera cubierta de nieve. De pronto, el árabe que nos precede, portador de la cesta de las provisiones, se inclina sobre la nieve y grita alegremente: - ¡Kaplan! Nos acercamos para ver qué pasa. Y efectivamente, se pueden distinguir las amplias huellas dejadas por las patas de una fiera. - ¡Un león!- dice Pahomios con la boca torcida. Kalmuk salta de alegría, pero el árabe nos explica que los leones se alejan cuando oyen al hombre, porque le tienen miedo. Pahomios se repone, pues, de su emoción mientras que Kalmuk está desolado por haber perdido esta ocasión. Yo camino delante, siguiendo las huellas del animal, y estoy contento. Me parece que Jehová ha pasado por encima de la nieve y que, asustado, ha huido hacia el desierto.
* ** Estamos sentados en la más alta cima de la cadena de montañas del Sinaí, delante de la pequeña iglesia de Santa Catalina ( 2.646 metros). El padre Moisés se ha unido a nosotros. Abajo, bajo el sol resplandeciente, y hasta donde se pierde la vista, toda la Arabia Pétrea humea. El padre Moisés, natural de Karpenissi, delgado, pequeño, deferente, es aquí el amo. Es él quien ha construido el camino que conduce a la cima y restaurado esta pequeña iglesia sobre cuyas gradas nos encontramos sentados. Es él quien se cuida del pequeño hospicio y nos ha traído edredones, carbón, víveres, íconos y raki. La olla hierve. Dos perdices que hemos matado por el camino están asándose en las brasas. Ferragui, nuestro simpático beduino, se inclina y atiza el fuego, después, su joven cuerpo, delgado y musculoso, se endereza. Kalmuk dibuja las montañas en un trozo de papel y encima de él, envuelto con una manta, Pahomios lo contempla ávidamente. Las perdices comienzan a oler bien. Nos apretamos unos contra otros en un banco de piedra y aguardamos. Hace frío, tenemos hambre y nos invade una gran alegría. El padre Moisés trae confitura, te y raki de dátiles, después nueces, almendras, miel y
finalmente un gran racimo de uva negra que había guardado desde el año anterior colgada en un saco. Los granos son jugosos y muy dulces. Moisés está contento de cuidar a los forasteros. Se mueve, entra en la iglesia, vuelve, desata las cuerdas de una asta que ha plantado en el peñasco más alto e iza la bandera griega. Coge su carabina y tira; después inicia una canción típica de Karpenissi. Un hombre bueno- pienso- puede santificar un lugar en un radio de muchos kilómetros. Este modesto monje ha construido una casa en esta cima abrupta, ha instalado un hogar, encendido fuego, izado una bandera. Ha vencido todos los poderes del Maligno. Ha vencido a la seriedad y a la tristeza; ríe y canta como un pastor y su corazón late más fuerte porque delante de él hay dos hombres desconocidos a quienes poder servir. -¿Por qué te hiciste monje, padre Pahomios? Y el padre Moisés, riendo, mofándose de sí mismo, lleno de ardor, contesta: -Desde la edad de doce años quería hacerme monje, pero el diablo ponía obstáculos en mi camino. Qué obstáculos, te preguntarás. Sencillamente, mis negocios prosperaban y yo ganaba dinero. Y ganar dinero ¿a qué conduce? ¡A olvidar a Dios! “Yo he sido factor, revendedor, zapatero. Trabajé en las minas de Laurium y después en los ferrocarriles de Ikonión. Yo me decía: cuando pierda mi dinero me haré monje. Dios me amaba. Finalmente, corté la cuerda y marché. Igual como cuando se corta la cuerda de un globo y éste se eleva hasta el cielo. He aquí de qué forma abandoné el mundo. “Estoy aquí desde hace veinte años. ¿Qué es lo que hago? Lo que hacía en el mundo. Trabajo de la mañana a la noche. Tú me dirás:” ¡Entonces es lo mismo!” Pero yo te contestaré: “¡En absoluto! Aquí, soy feliz. Allá abajo en el mundo, no lo era.”. “¿Qué es lo que hago? Construyo caminos. Todos los caminos que hemos seguido están hechos por mí. Esta es mi ofrenda. He nacido para esto. Si voy al Paraíso, será por los caminos que he construido. Se echó a reír burlándose de su esperanza; - ¡Pfff! ¡El Paraíso! No es tan fácil entrar en él. Ingenuo, glotón y friolero, Pahomios se arrebujó en su manta tranquilizándole: -Tú entrarás, Moisés… Tú entrarás, no lo dudes. El padre Moisés rió de nuevo: - Tú no tienes nada que temer. Pintas el Paraíso con tu pincel y tus colores y entras. Pero yo, es otra cosa. Es necesario que construya caminos hasta el Paraíso. Si no, no entraré. Cada uno de acuerdo a sus obras. Se volvió hacia Kalmuk y le dijo: -Tu también podrás pintar una pared, árboles, agua, ángeles y entrar en el Paraíso, igual que Pahomios. “Pero ¿y tú?- añadió volviéndose hacia mí con gran curiosidad. -¿Yo? Ya estoy en él. Para mí el Paraíso es una alta montaña en la cima de la cual se encuentra un banco de piedra. Encima del banco, nueces, uvas, dátiles y raki. Sentados a mi lado tres hombres buenos con los que hablo del Paraíso. El día transcurre de esta forma, hablando, comiendo, bebiendo y grabando nuestros nombres en las rocas. El frío se hace intenso. Entramos en la iglesia. La roca en donde los ángeles depositaron el cuerpo de Santa Catalina y en donde permaneció durante doscientos años sacó copia como si fuera de pasta y tomó la forma de la yaciente. Moisés, con una vela en la mano, nos enseña en la piedra el sitio de la cabeza, el del pecho y finalmente los pies de la santa. Nos explica su historia y su
martirio de una manera sencilla y dulce como si estuviera hablando de la tierra, de la lluvia que la rocía, del crecimiento de la fruta y de las mieses… Entramos en la celda y encendemos el brasero. En la lejanía se oye tronar como si fuera un gemido. Repentinamente, y enternecido por tanta felicidad, Kalmuk dice: -Padre Moisés, voy a dibujar una Santa Catalina y te la regalaré. Moisés tose maliciosamente. -¿Porqué toses? -¡No sé nada! He oído decir que el quiere pintar un icono Por de pronto tiene que lavarse cuidadosamente las manos, después privarse de carne (ya me entiendes) y de tabaco. Solamente con esta condición el ícono será hermoso y hará milagros. La discusión se hace viva. Pahomios escucha con las orejas tiesas. Kalmuk, joven y vigoroso, principiante en su carrera escucha atentamente los consejos que le prodiga el pintor de la barba blanca: -El pintor debe siempre tener en la cabeza la vida del santo que quiere representar. Tiene que pensar en él de día y de noche. ¿En qué momento puede coger sus pinceles para empezar a pintar? Solamente después de haber visto al santo en un sueño. Moisés se estremece de emoción. - Le diré algo que jamás he confiado a nadie. Mi oficio, como se ha dicho, es el de construir caminos. Todo el día me rompo la cabeza. ¿Hacia qué lado dirigir el camino? ¿Hacia la derecha? ¿En dónde construir el puente? ¿En dónde excavar la zanja para dar salida a las aguas? Todo esto me atormenta. Y por la noche, durante mis sueños, veo lo que tengo que hacer. He aquí porqué mis caminos son sólidos. A medianoche llegó Ferragui, cargado con pesadas mantas. Prepara nuestras camas y nos acostamos. Al alba nos despierta una violenta granizada. Nos asomamos por la pequeña puerta. La niebla es espesa e impenetrable. La nieve recubre la montaña y hace un frío intenso. -Pon a hervir el té en el caldero- ordena Moisés volviendo a cerrar la puerta. Se enciende de nuevo el brasero, el té está preparado y la salmodia comienza. Volvemos a encontrar nuestro buen humor, la sangre se enciende y tomamos la decisión de intentar el regreso. -¡Santígüense, hijos míos! - grita Pahomios tiritando de frío y de miedo. - No es del frío de lo que hay que tener miedo- dice Kalmuk para asustarlo- sino más bien de las fieras errantes y hambrientas a causa de este tiempo. ¡Sobre todo de los osos! Pahomios se santigua varias veces, entra en la iglesia y se arrodilla ante Santa Catalina. Después coge una manta, se envuelve en ella y sigue a la caravana. Nieve hasta las rodillas; el granizo choca contra nuestros cascos y nosotros reímos y saltamos mientras Moisés, calzado con botas altas, va delante y nos abre camino. Regresamos al monasterio, alegres e impacientes, como si volviéramos a la casa paterna.
* ** Durante la noche, solo en mi celda, con el espíritu profundamente impregnado por la visión del desierto, recorro el Antiguo Testamento. Pienso en el hombre que resiste, lucha y se debate en la mano de Dios, y mi corazón se oprime. La Biblia se me aparece como una cadena de montañas con numerosas cumbres de donde los profetas, atados con cuerdas, descienden chillando.
Bruscamente, cojo una hoja de papel y me pongo a escribir para consolarme.
* ** - ¡Samuel! El anciano profeta del cinturón de cuero y de los abigarrados harapos miraba a la ciudad que estaba a sus pies y no oía la voz del Padre Eterno. El sol estaba a la altura de una lanza en el cielo; de abajo ascendía el ruido de Galgala, ciudad pescadora incrustada entre las piedras rojas del Carmelo, con sus palmeras rectas como espadas y sus higueras silvestres en hilera. - ¡Samuel!- dijo de nuevo la voz del Padre Eterno-. ¡Samuel, mi fiel servidor, has envejecido, ya no me oyes! Samuel se levantó. Sus espesas cejas se juntaron en una expresión de cólera, su larga barba de doble punta se agitó semejante a un océano bajo la tempestad, sus oídos zumbaron al igual que los caracoles marinos. La maldición relinchó en él igual que una yegua sin brida. -¡Malditos!-gritó, extendiendo su esquelético brazo por encima de la ciudad bulliciosa y alegre-. Malditos sean los hombres que ríen, los inicuos sacrificios que empañan el cielo; maldita sea la mujer cuyos zuecos golpean las piedras de los caminos. “Señor, Señor, ¿se han apagado los rayos en tu mano de bronce? Tú has enviado sobre el santo cuerpo de nuestro rey la enfermedad sagrada y él cae a tierra, babea como un caracol, sopla como una tortuga. ¿Por qué? ¿Qué te ha hecho? ¡Contesta! O bien desata la peste sobre la tierra y si eres justo, arranca la esperma de los riñones de los hombres y derrámala sobre las piedras. -¡Samuel!- gritó el Padre Eterno por tercera vez-. ¡Samuel, cállate y escucha mi voz! El cuerpo del profeta se puso a temblar y como se apoyaba contra la puerta del templo, percibió de una sola vez los tres gritos del Padre Eterno. -Señor, me has llamado. ¡Heme aquí! -Samuel, llena tu cuerno de aceite y ve a Belén. No abras la boca, no aceptes por el camino la compañía de nadie y ve a llamar a la puerta de Isaías. -Yo no he estado nunca en Belén. ¿Cómo reconoceré la puerta de Isaías? -La he señalado con un dedo de sangre. Llama a la puerta de Isaías y de entre sus siete hijos, elige uno. -¿Cuál, Señor? Mis ojos se han empañado y ya no veo bien. -Cuando lo veas, tu corazón gemirá igual que un ternero. A ese hijo tienes que elegir. Palpa la coronilla de su cráneo debajo de sus cabellos y úngelo rey de los hebreos. ¡He dicho! -Pero Saúl se enterará. Me tenderá una emboscada durante mi camino de regreso y me matará. -¿Qué puede importarme eso? Yo jamás me he preocupado de la vida de mis servidores. ¡Ve! - ¡No! No iré. -Seca el sudor de tu rostro y afirma tus mandíbulas que tiemblan cuando le hablas a tu Señor. ¡Tartamudeas, Samuel! ¡Habla con claridad! -No tartamudeo. He dicho: no iré. - ¡Habla más bajo! Gritas como si tuvieras miedo. ¿Por qué no irás? Que Samuel se digne contestar. ¿Tienes miedo? - No tengo miedo. Es el amor lo que me retiene. Soy yo el que ungió a Saúl como rey de los hebreos, lo he amado más que a mis hijos, he insuflado mi alma entre sus
pálidos labios y le he dado el espíritu de profecía. Mi espíritu lo ha dominado, él es mi carne y mi alma y no lo puedo traicionar. -¿Por qué te paras? ¿El corazón de Samuel está ya vacío? - Tú eres todopoderoso, Señor. No te burles de mí. ¡Mátame! Los ojos de Samuel centellearon, abrió los brazos, agarró los dos montantes de la puerta y aguardó. - ¡Mátame!-repitió su corazón-. ¡Mátame! -Samuel…- continuó la voz del Padre Eterno, dulce y casi suplicante. Pero el anciano profeta se enfadó: ¡Mátame! No puedes hacer otra cosa. ¡Mátame! Nadie contestó. El sol declinaba; un muchacho moreno y con los pies desnudos apareció, pisando la arena del sendero, y se acercó a Samuel con terror, igual que si se aproximara al borde de un precipicio. Dejó en el umbral del templo la comida del profeta: algunos dátiles, miel, pan, un cántaro de agua, y se marchó en seguida conteniendo la respiración. Bajó por el sendero en dirección a las casas y desapareció en la choza paterna. Su madre se inclinó, lo cogió entre sus brazos y le preguntó: -¿Todavía? -Todavía- contestó el niño-. Todavía lucha con el Padre Eterno. El sol desapareció tras la montaña y la estrella de la noche se meció encima de la ciudad como el germen de un incendio. Una mujer pálida la divisó desde detrás de las celosías y se asustó: -Caerá e incendiará la casa. Las estrellas se extendieron sobre los cabellos del profeta. Centelleaban, resplandecían y se agitaban al ascender por el cielo. En medio de ellas, el profeta temblaba. Las estrellas penetraron en su corazón, se hilvanaban en sus dedos, golpeaban sus sienes; todo el firmamento estrellado jugaba y reía como juegan y ríen los guijarros en la playa. -Señor…Señor…-murmuró hacia el alba, y no pudo decir nada más. Abrió con su pesada mano la puerta bajo el templo y entró. Sus pies estaban ligeros como si hubiese poseído alas; en su barba brillaba el rocío. Cogió del altar el cuerno, lo llenó de aceite sagrado, cogió su bastón nudoso y franqueó el umbral. Unos niños que jugaban delante de la primera casa, al ver los abigarrados harapos y el turbante verde del profeta, volvieron a entrar asustados en su casa y cerraron la puerta gritando: - ¡Ya llega! Los perros se escondieron en los rincones con el rabo entre las piernas y un buey joven mugió, estirando el cuello hacia el suelo. Un ruido semejante al violento viento que azota los plátanos en otoño, atravesó el pueblo de extremo a extremo. Oyóse que las puertas se cerraban, que gritaban los niños y la voz ronca de las mujeres tras las espesas celosías. Samuel arrugó las cejas. Caminaba a grandes zancadas, golpeando su bastón contra las piedras de las calles desiertas. -Como si yo fuese la Guerra o la Peste- murmuró-. Como si yo fuese el Padre Eterno. Dos pastores, provistos de sus cayados, aparecieron en el sendero y, al divisar al profeta, se tumbaron boca abajo en el suelo. -Señor, ordéname que les machaque el cráneo. Señor, habla a mi corazón. Estoy preparado. Pero ninguna voz resonó en su cabeza y pasó, maldiciendo profundamente al género humano. El sol le quemaba, se levantaba polvo y sus pies sangraban. Tuvo sed.
-Señor- exclamó-, dame de beber. - ¡Bebe!-contestó cerca de él una voz débil como un murmullo de agua. Se volvió y vio agua que se escurría por una hendidura de la montaña y caía en una cavidad. Se inclinó, separó su barba y posó los labios sobre el agua. El frescor se extendió hasta sus talones, sus viejos huesos crujieron de placer. Después de enderezó nuevamente y continuó su camino. Atravesó viñedos, atravesó palmerales. El sol se puso. Se tumbó al pie de una palmera, puso la mano derecha debajo de la mejilla y se durmió. Los chacales se reunieron inmóviles a su alrededor. Arriba, las estrellas parecían espadas. Se levantó con la aurora y continuó su camino. Al tercer día la montaña se abrió, apareció el llano y, en medio, semejante a una serpiente aplanada, bien cebada y lenta, con escamas verdes, brilló el Jordán. Transcurrieron tres días más. Después y de pronto, más allá de los huertos, brillaron los techos blancos de Belén. Una bandada de palomas pasó por encima de la cabeza del profeta durante un momento y, de repente, se precipitó, asustada, en dirección a la ciudad. En la gran puerta Norte, oscura, con su penetrante olor a rebaño, sus ciegos y los mendigos leprosos, los sacerdotes aguardaban de pie al profeta. Temblaban y hablaban entre sí: -La lepra se abatirá sobre la ciudad. El Señor solamente desciende a la Tierra para aplastar a sus criaturas. El más anciano se armó de valor, avanzó un paso y dijo: -Yo le hablaré. Samuel llegó en una nube y sus harapos tremolaron al viento como una bandera desgarrada durante el combate. -¿Qué nos traes, Samuel? ¿La paz o la matanza? - ¡La paz!-contestó el profeta extendiendo sus brazos-. Regresad a vuestras casas, dejad vacías las calles. Quiero caminar solo. Las calles quedaron desiertas y las puertas se cerraron. Samuel atravesó la ciudad mirando y palpando las puertas cuidadosamente. En el otro extremo, sobre la última casa, distinguió el dedo de sangre. Llamó. Toda la casa se conmovió, y el anciano Isaías se levantó temblando para ir a abrir. -Viejo Isaías, deseo que la paz reine en tu casa, que tus siete hijos gocen de buena salud y que tus nueras paran hijos varones. El Señor está contigo. -Que se cumpla Su voluntad -contestó Isaías, que seguía temblando. Apareció un hombre llenando el marco de la puerta. Samuel se volvió, lo vio y sus ojos se alegraron. Era un gigante con cabellos negros y rizados, con el pecho amplio y velludo y unas piernas sólidas como columnas de bronce. Isaías dijo orgulloso: -Eliab, mi hijo mayor. Samuel se calló y aguardó a que hablara su corazón. - ¡Es este!-decía su espíritu-. ¡Es éste! Señor, ¿porqué no hablas? Aguardó durante un buen rato. Pero de pronto, la terrible voz estalló en él: -¿Qué es lo que esperas? ¿Te gusta? ¡Yo no lo quiero! Yo miro el corazón, yo escudriño los riñones, yo peso el cerebro. ¡No lo quiero! -Tráeme a tu segundo hijo- ordenó Samuel, con los labios temblorosos por la indignación. Se presentó el segundo hijo, pero el corazón de Samuel permaneció mudo y sus entrañas inmóviles.
- ¡No es él! ¡No es él! ¡No es él!-gritó rechazando a los hijos de Isaías uno a uno, después de haber sumergido su mirada detrás de sus frentes, en sus ojos, examinando sus hombros, sus rodillas y su cintura al igual como si se tratara de moruecos. Después cayó extenuado al suelo: - ¡Señor- gritó en su interior con cólera-, me has engañado! Eres maligno y no tienes piedad para los hombres. Déjate ver. ¿Por qué no hablas? Isaías, turbado, dijo: -Falta todavía David, el más joven. Está apacentando los carneros. - ¡Hazlo llamar! -Eliab-dijo el padre-, ve a llamar a tu hermano. Pero Eliab frunció las cejas y el anciano, asustado, le dijo a Aminadab: -Aminabab, ve a llamar a tu hermano. Pero éste también se negó. Todos se negaron. Entonces Samuel se levantó: - ¡Abrid las puertas! Iré solo. -¿Quieres que te describa el aspecto de su cuerpo para que lo puedas reconocer? -No, lo he engendrado antes que su padre y que su madre. Tomó el camino de la montaña renegando, tropezando con las piedras y gritando: - ¡No quiero! ¡No quiero! Y seguía su camino. Y cuando encontró a un joven que estaba de pie en medio de sus carneros y cuya cabeza resplandecía, semejante a un sol naciente, Samuel se detuvo. Entonces, su corazón gimió como un buey. - ¡David -gritó con cólera-, acércate! -Acércate tú- respondió David-. Yo no abandono a mis carneros. ¡Es él! ¡Es él! -gemía Samuel mientras avanzaba encolerizado. Se acercó, lo cogió por el hombro, le modeló la espalda, le tocó las corvas y después subió hacia la cabeza. Temblaba. -Yo soy Samuel, el siervo de Dios. El me dice ve y yo voy. El me grita, y yo grito. Yo soy su pie, su boca, su mano y su sombra sobre la tierra. ¡Inclínate! Descubrió la coronilla de la cabeza de David, derramó el aceite sagrado sobre la coronilla. ¡David es consagrado rey de los hebreos! ¡David es consagrado rey de los hebreos! ¡David es consagrado rey de los hebreos! Arrojó el cuerno vacío sobre las piedras, lo aplastó con el pie y dijo: -Señor, es así como tú has aplastado mi corazón. No quiero continuar viviendo. Siete cuervos acudieron de las profundidades del cielo; descendieron y empezaron a dar vueltas por encima de Samuel, mientras esperaban. El profeta desenrolló el turbante verde y lo extendió sobre el suelo a modo de sudario. Los cuervos cobraron ánimo y se acercaron. Cubrió su rostro con sus abigarrados harapos y ya no se movió.
* ** En un pueblo de Creta vive un hombre excepcional: Barba -Andreas. Fue este Barba-Andreas el que un día me dio la definición de la palabra lord: -Un lord- dijo- es el que da la vuelta al mundo y luego recoge un revólver y se mata. En mi vida he experimentado con frecuencia el horror de estar dominado por la sed de conocer países y pueblos y al propio tiempo tener que marcharme y abandonarlos. Se
requiere una gran fuerza y una disciplina sobrehumana para aceptar esto. Conquistado por los detalles, el corazón se aferra a las personas y a los objetos y rehúsa marchar. Esta mañana, mientras me despido del monasterio, mi corazón grita:”Nunca más”. El cuervo de Edgar Allan Poe clava graznando sus garras en mi hombro izquierdo. Me despido de los maravillosos íconos, del ciprés que se levanta solitario sobre una roca, del huerto florido, de patio, del pozo… Me despido de los hombres… -Corazón mío -digo, murmurando el verso de Homero-, sé bueno. ¡Has conocido penas más duras! Bajo la escalera y atravieso los patios, acompañado por el Obispo, por el hermano hospitalario y por el sacristán. Aparece Pahomios envuelto en su manta. -¿Tienes frío, Pahomios?-le pregunta el obispo. -Si, tengo frío, muy reverendo padre. Se aproxima para despedirse de mí, abre su manta y me entrega dos pequeños panes calientes con la imagen de Santa Catalina. -Te los envía Aarón para que los comas durante el camino. Tahema me esperaba con el camello a las puertas del monasterio. Me despedí de los admirables monjes. Jamás olvidaré su noble y cordial hospitalidad. Estreché la mano de Kalmuk que debía permanecer trabajando durante bastante tiempo en el Sinaí. Este lugar elevado del Antiguo Testamento había conquistado su corazón. Nos separamos. -Que Dios sea contigo. Comienza el regreso. Resplandecen los divinos colores del desierto, las montañas se entreabren y penetramos en él. Tahema canta dulcemente, con un tono de canción de cuna al ritmo lento del camello, y yo saboreo silenciosamente, sin prisa, la dulzura del desierto. Acampamos debajo de una palmera. Recogemos leña, encendemos fuego, preparamos el té, hacemos hervir el arroz y comemos. Después encendemos las pipas. A cada chupada, el delgado y moreno rostro de Tatema se ilumina y sus pequeños ojos de beduino brillan, encantadores, como los de una serpiente. Nos miramos mutuamente y sonreímos. Pero estamos demasiado cansados y nos acostamos uno al lado del otro para dormir. Al alba reemprendemos el camino. Los días y las noches se suceden al mismo ritmo divino. Las montañas se hacen salvajes, largas cintas verdes se incrustan en el granito rojo, y el desfiladero se hace más estrecho. De pronto vemos brillar un poco de agua en el fondo de una torrentera. Alrededor, palmeras, cañas y mimosas. Un rebaño de cabras se sostiene en equilibrio sobre las piedras. Mientras pasamos, la pequeña pastora se tapa el rostro con sus delgadas manos; pero entre sus dedos brillan dos grandes ojos de animal. El último día, hacia mediodía, abandonamos la montaña. Ante nosotros se despliega una extensión de color rosa. Si diría que es el mar. Avanzamos y me doy cuenta de que este hermoso color es debido a las nubes de arena ardiente que un tumultuoso viento levanta en el desierto. Al entrar en la tempestad de arena se nos corta la respiración. Tatema deja de cantar, se ajusta el albornoz blanco y continúa la marcha. La arena revolotea, golpea nuestros rostros y nuestras manos y las hiere. El camello pierde el equilibrio y gira sobre si mismo. Esta penosa marcha dura seis horas, pero yo me alegro secretamente de poder vivir este abominable fenómeno del desierto. De pronto, a un solo paso de nosotros, aparece el mar. Las casas de Raitho, los niños en los umbrales y el humo que sale de los tejados. En seguida, delante de la gran
puerta del convento, el archimandrita Teodosio. ¡Ah! ¡Esta fuerza alquímica del corazón humano, que transforma el desierto en amor! Los cinco días vividos en el pequeño puerto de Raitho esperando el barco, se cuentan entre los más hermosos de mi vida. Me bañaba, me tumbaba en la playa, me paseaba por debajo de los árboles del viejo palmeral bíblico; al crepúsculo contemplaba los colores de las montañas cómo brillaban y cómo se transforman con tal rapidez en rosa, violeta y azul que el ojo no los puede captar. Una confusión profunda y oscura me domina mientras paseo a lo largo de estas costas árabes del desierto. Antiguos recuerdos anteriores a mi nacimiento vagan mudos en el umbral de mi espíritu como las sombras de Hades. A veces, forzando la memoria atávica que se halla en mí para que con el recuerdo ilumine mi existencia presente, creo adivinar. Todos mis antepasados nacieron en un pueblo de Creta:”Los bárbaros”. Cuando Nicéforo Focás se adueñó de la isla ocupada por los árabes, confinó a los infieles sarracenos en ciertos pueblos que se llamaron “Los bárbaros”. Me complazco en pensar que mi sangre no es enteramente griega y que desciendo un poco de los beduinos. Probablemente, algún viejo antepasado, siguiendo a la media luna y a la bandera verde del Profeta se embarcó en una de las galeras árabes que partieron de España a la conquista de la isla donde mana la leche y la miel: Creta. Al poner pie en tierra firme, arrastró su barco y lo instaló encima de la arena y luego lo quemó para suprimir toda esperanza de retirada. De esta suerte, luchando bajo la augusta protección de la Desesperación, obligó a que las fuerzas de la desesperación vencieran. Durante mis paseos a lo largo de esta costa árabe, me esfuerzo en distinguir los gritos inarticulados que estallan en mí y en discernir el sombrío rostro del antepasado. Y el tiempo transcurre, las estrellas comienzan a colgarse enormes allá arriba; el archimandrita Teodosio, intranquilo, envía a unos beduinos en mi busca y éstos siguen la huella de mis pasos por la arena. Sentados ante una pequeña y rica mesa, el archimandrita Teodosio y yo comemos y conversamos. Un número infinito de problemas se le han planteado en este desierto y los formula con mucha claridad y buen juicio. Yo le hablo de las grandes ciudades, de las inquietudes del hombre actual… De repente me siento dominado por el diablo. A lo largo del árbol de la Sabiduría, la serpiente se arrastra y silba. Teodosio me escucha con atención: -Si tu sales de la tranquilidad de tu celda para prestar atención al mundo, padre Teodosio-le digo-, tu corazón que es ardiente y ama a los hombres, se llenará de angustia. Una nueva emoción que no existía antes de la guerra, un nuevo miedo, sombrío, religioso, se apoderará de ti. La guerra ha trastornado a todos los pueblos. Un viento de desastre sopla sobre la tierra. “La tormenta ha estallado. Se aproxima. Arrastrará a muchas figuras queridas, amuchas ideas antiguas. No hay esperanza…. -¿No hay esperanza?-dice el higúmeno dulcemente y me mira con angustia. -Una sola: saber que no hay esperanza y estar preparado. De esta forma, turbando el corazón del admirable ermitaño, transformando su serenidad en profunda inquietud, le he dado las gracias de la manera más educada…
CAPÍTULO II PANAÏT ISTRATI ENCUENTRA A GORKI Encontré a Panaït Istrati en Moscú. Una atmósfera de campo militar reinaba ese día en la ciudad empavesada. Al igual que yo, había sido invitado por la Unión Soviética a las grandes manifestaciones del décimo aniversario de la Revolución. Jamás lo había visto con anterioridad., pero conocía sus cuentos, llenos de pasión, de sangre y de gritos de congoja y su vida heroica y aventurera. Jorge Valsamis, contrabandista de la isla griega de Cefalonia, hombre inquieto, amante del peligro, dominado por ese incansable placer de la holgazanería que tienen los habitantes de su isla, había conocido en Braila a Zoitsa Istrati, una bella y robusta rumana, que le dio un hijo al que naturalmente le puso por nombre de pila el de Gerassimos, característico de los varones de su isla natal. Más tarde lo llamaron Panayotakis o Panaït. Valsamis murió cuando Panaït estaba todavía en la cuna, y su madre, una santa mujer, tierna y trabajadora, se puso a trabajar como asistenta y lavandera para poder educar a su hijo. Soñaba con darle una instrucción y después más tarde, casarlo con una buena mujer a fin de que algún día se convirtiera- si Dios lo quería- en un buen cabeza de familia rumano. Pero dentro de las venas del niño corría la sangre hirviente de un cefaloniense. Tan pronto como cumplió los doce años, el muchacho abandonó a su madre y comenzó su vida errante. Pasó hambre, cayó enfermo y durmió en las calles. Escondido algunas veces en las bodegas de buques, otras en los vagones o detrás de los camiones, recorrió clandestinamente Egipto, Palestina, Siria, Grecia, Suiza e Italia. Le quemaba una insaciable sed de vivir, de ver y de gustar todas las alegrías y todas las penas que el hombre puede experimentar en esta tierra. En el curso de sus vagabundeos lee literatura rusa, escucha historias orientales y los cuentos de las Mil y una noches. Trabaja a fin de ganar lo necesario para no morir de hambre y sucesivamente hace de mozo de taberna, dependiente de un confitero, albañil, yesero y, finalmente en la Costa Azul, fotógrafo ambulante en Niza. Un día de Enero de 1921, cansado de pasar hambre y de sufrir, decide matarse. Dos años antes, había escrito una carta de veinte páginas a Romain Rolland, en la que explicaba su vida dura y su necesidad de escuchar una voz amiga y de estrechar la mano de un verdadero hombre. Encontrar un amigo fue siempre el ardiente deseo de Istrati. Más que el amor, más que las riquezas y la gloria, es la amistad la que ha ocupado en su vida y en su obra el sitio primordial: entregarse a un amigo, que este amigo se entregara a él y juntos, inseparables, emprender la gran aventura de la vida. Con frecuencia había caído en esta dulce trampa, pero los amigos le habían traicionado e Istrati se había encontrado solo en el desierto humano. Desesperado, escribió entonces a su padre espiritual que se erguía de pie, solitario, puro, en medio de las pasiones que desgarraban Europa. Pero Romain Rolland no contestó. ( Nota: Este escritor francés 1868-1944 es autor de biografías:”Beethoven”, “Miguel Ángel” “Tolstoi” y de algunos relatos, entre las que se
destaca su obra maestra, la novela cíclica “Juan Cristóbal”. Premio Nóbel 1915). Entonces, desesperado, Istrati tomó la resolución de suicidarse. Se corta la garganta en el parque público de Niza, la muchedumbre se apiña a su alrededor. Lo trasladan al hospital. Después de una larga lucha con la muerte, recobra las fuerzas. Quince días más tarde, sin esperar su completa curación, la dirección lo arroja del hospital. En su bolsillo habían encontrado una carta dirigida al órgano comunista “L¨Humanité”, en la cual, algunas horas antes de su frustrado suicidio, saludaba a la revolución rusa y al mundo nuevo que nacería de los actuales sufrimientos de Rusia. Cuando la policía francesa tuvo conocimiento de esta carta, dio orden de expulsar del hospital a este peligroso revolucionario. Panaït se encuentra de nuevo en la calle, pero esta vez feliz, ya que finalmente ha recibido la contestación de Romaní Rolland. “No porque sea usted desgraciado me interesa-decía este ideólogo puro y bien alimentado-, sino porque veo brillar en usted la llama divina de un alma.” E invitaba a Istrati a no escribir más cartas, sino libros. Animado, Panaït se fue a París. Un compatriota zapatero, Ionescu, lo recoge, lo instala en el sótano de su almacén y le procura lo necesario para escribir al tiempo que asegura su alimentación. Algunos meses más tarde nace Kyra Kyralina. Libro lleno de pasión, de indiferencia y de un amor desenfrenado de la vida, libro alegre y dulce como un cuerpo humano. En medio de tantas novelas francesas artificiales, Kyra Kyralina brota como un grito de la garganta que quema. Romaín Rolland saluda a Istrati como el “Gorki de los Balcanes”.
* ** Al llamar a la puerta de la habitación que ocupaba en el Hotel Passage de Moscú, me alegraba ante la idea de que iba a ver a un “hombre”. Había vencido a la desconfianza que se apodera de mí cada vez que tengo que conocer a alguien. Istrati, enfermo, estaba en cama. Cuando entré, se incorporó, contento, y gritó en griego: -¡Vaya, estás ahí! El primer contacto, el más crítico, fue cordial. Nos observamos mutuamente, intentando sondearnos como dos hormigas que entrecruzan sus antenas. La cara de Istrati era enjuta, envejecida y surcada de profundas arrugas. Sus grises cabellos, en desorden, caían sobre su frente como los de un niño. Sus ojos brillaban, apasionados, sagaces, y no obstante dulces; sus labios de buco caían sensuales. Un verdadero rostro de comitadji macedónico. He leído el discurso que pronunciaste anteayer en el Congreso- dijo. Me ha gustado. No te perdiste en divagaciones. Estos pobres franceses se imaginan que con su literatura pacifista impedirán la guerra, y en el caso de que estalle, los obreros llamados perspicaces por su propaganda, se rebelarán y arrojarán las armas. ¡Tonterías! Yo conozco a los obreros. Se precipitarán de nuevo en el tumulto y la matanza comenzará otra vez. Dijiste bien: la queramos o no, estallará una nueva guerra mundial. ¡Estemos, pues, preparados! Me mira a los ojos riendo y pone su esquelética mano encima de mi rodilla. -Me habían dicho que eras un místico. Pero veo que tienes bien puestos los ojos en la cara y los pies en el suelo. Las gentes dicen cualquier cosa. Dame, pues, la mano. Nos estrechamos las manos riendo. De repente salta de su cama. Este hombre tiene algo de gato salvaje en sus movimientos flexibles y bruscos, en su mirada viva y en su gracia bravía. Enciende la estufilla de alcohol para preparar café.
-No demasiado azucarado y bien hervido- exclama con la cantinela de los camareros de los cafés griegos. Piensa en Grecia, su sangre de cefaloniense se ilumina y se pone a recitar viejos refranes aprendidos en el barrio griego de Braila, en la taberna del señor Leonidas. ¡Que no sea una mariposa para poder volar hacia ti! Grecia asciende desde el fondo de su ser, la sangre de su padre se despierta y este hijo pródigo arde en deseos de regresar al país de sus antepasados. Bruscamente, toma una decisión: -Regreso a Grecia contigo- dice con voz de mando. Después, fatigado, empieza a toser y tiene que tumbarse nuevamente para saborear las últimas gotas de su café. Hablamos acerca de su obra. El héroe principal de todos sus libros, Adrián Zographi, es el propio Istrati. Narra las historias de amor y de libertad recogidas en el curso de su vida errante o explica los recuerdos de su infancia. Y sus aventuras de adolescente. Se entrega totalmente a la amistad que le decepciona o a la mujer que engañará; se regocija cuando encuentra un alma que, en medio de la cobardía y la vulgaridad de la vida contemporánea, no transige, rehúsa someterse y pone fuego a todas sus esperanzas, incendiando el círculo de su destino. Pero, al final, Adrián es vencido, ya que sus pasiones son violentas y no las consigue dominar. Sus deseos son desordenados, indisciplinados, su corazón vagabundo, y su espíritu incapaz de coordinar todo este caos. -Tú eres Adrián expectorante- le digo riendo-. No eres un revolucionario como tu crees, sino un rebelde. El revolucionario tiene método, orden, continuidad en la acción y una brida en el corazón. Tú eres un rebelde. Es muy difícil permanecer fiel a una idea. Pero ahora que estás en Rusia, es necesario poner orden en ti. Es necesario tomar una decisión, pues tienes cierta responsabilidad. -¡Déjame! -grita Istrati como si yo le estuviera apretando la garganta. Al cabo de un rato: -¿Estás seguro?-pregunta con angustia. -He leído tu artículo publicado en “L´Humanité” en donde expresas tu indignación y tu disgusto por la civilización occidental. Juras que la abandonas definitivamente, porque se halla en trance de podrirse en la deshonestidad y la injusticia, y que te refugias en la “Nueva Tierra” para vivir y trabajar en ella. Eso me gusta. -¿Por qué? ¿También eres marxista? -No temo nada- digo riendo-. Tu decisión me gusta porque es valerosa. En el momento en que empiezas a recoger y gustar de los frutos con que sueña cada escritorgloria, riqueza, mujeres-, escupes encima de ellos con disgusto y partes. Abandonas todas las pequeñas y cómodas certidumbres para lanzarte a una nueva aventura: la cómoda certidumbre de Rusia. He aquí porque me gustas, Istrati, que mientras tanto se ha incorporado de la cama, fuma cigarrillo tras cigarrillo, visiblemente agitado. En cuanto a mí, me alegro de haber sembrado la inquietud en él, pensando que esto le será beneficioso. -Adrián Zographi el rumano ha muerto- digo con pronta alegría abrazando a Istrati como para consolarlo-. Adrián Zographi el rumano ha muerto: vive Adrián Zographi el ruso bolchevique. Huyamos a los estrechos barrios de Braila, Panaït, y ahoguémonos en ellos. Dejemos a nuestro héroe en las inacabables llanuras de Rusia. La inquietud y la esperanza del mundo aumentan cada vez más. Adrián también. El ritmo de su pequeña vida se confunde con el de la extensa Rusia y adquiere finalmente la constancia y la fe. El supremo equilibrio que Adrián buscaba en vano desde tantos años- este equilibrio entre su voluntad y la versatilidad de sus deseos- lo ha conseguido el tiempo. Ya no
tiene por concurso el destino de un débil individuo, sino la compacta masa de un pueblo inmenso. ¡Basta!- se lamenta Istrati, nervioso-. ¿Quién te ha traído aquí? Desde que estoy en este país, pienso día y noche en lo que acabas de decir. Tú me gritas: “¡Salta!” pero no me preguntas:” ¿Puedes”? -No te quiero excitar, Panaït. Todo se andará - digo con calma-. ¿No sientes curiosidad también para ver si puedes o no? -¿Cómo puedes hablar así? Se diría que se trata de un juego. Es una cuestión de vida o muerte para mí. ¿Lo comprendes? -La vida y la muerte son un juego- digo yo levantándome-. Un juego, y depende de un momento semejante que ganemos o perdamos. -¿Por qué te levantas? -Tengo que irme. Temo haberte fatigado. -¡No! Te quedarás, comeremos juntos y esta tarde iremos a ver a alguien. -¿A quién? -A Gorki. Estoy citado con él. En el día de hoy, por primera vez, veré al célebre “Istrati de Europa”.-dice, y su voz amarga deja adivinar unos celos infantiles hacia su gran modelo. Salta de la cama y se viste. Por la calle me lleva fuertemente cogido por el brazo. -Seremos amigos - me dice. Siento ya la necesidad de romperte la cara. Has de saberlo; yo no puedo concebir la amistad sin puñetazos. Es necesario de vez en cuando alborotar y romper la cara, ¿me entiendes? Entramos en un restaurante. Saca un frasquito de aceite colgado alrededor de su cuello como un amuleto y vierte el contenido en el plato. Luego, se saca del bolsillo del chaleco una pequeña caja y sazona abundantemente con pimienta el espeso caldo que nos acaban de servir. -¡Aceite y pimienta!-dice relamiéndose-. Como en Braila. -¡Por nuestro feliz encuentro!-digo yo levantando mi vaso-. ¡Por nuestro feliz encuentro!, como se dice en Creta. Comemos alegremente. Poco a poco Istrati recuerda el idioma griego y cada vez que una palabra acude a su memoria, palmotea, feliz como un niño. Se acuerda en primer lugar de las injurias y de las palabras fuertes y, como yo debo de tener aspecto de escandalizado, se echa a reír. Sin embargo, no olvida su cita y de vez en cuando mira su reloj. De pronto se levanta: -Es la hora -dice-. Vamos. Pide al camarero cuatro botellas de buen vino de Armenia y, con los bolsillos cargados de entremeses y cigarrillos, da la señal de marcha. Istrati está emocionado. Va a ver a Gorki por primera vez. Sin duda espera abrazos alrededor de una mesa bien servida y estallidos de risa o lágrimas de alegría por este encuentro de dos “hermanos”. Puede ser que espere volver a encontrar la atmósfera cálida, ahumada, ardiente y cordial que le gusta tanto. -¿En dónde tienes la cita?-le pregunto. -En Gozizdad, la Editora Gubernamental. -Panaït- le digo-, estás emocionado. No me contesta; pero, nervioso, empieza a caminar más de prisa. Había bastante gente en los grandes salones de Gozizdad. Rostros de todas las razas de los soviets. El director era, entonces, un joven tártaro, gordo, con una barba de ébano y ojos lánguidos. Se parecía a los grandes leones semihumanos que se ven en los tapices de Oriente.
Subimos la escalera. Miro a mi nuevo amigo con el rabillo del ojo y me satisface ver su cuerpo, delgado y desmadejado, sus callosas manos de obrero y sus ojos insaciables. -Panaït- le digo nuevamente con insistencia-, estás emocionado. Si-contesta-. ¿Y qué? -Ahora que vas a ver a Gorki ¿Podrás dominarte? ¿Podrás evitar lanzar exclamaciones y estrecharlo entre tus brazos? -¡No!-dice furioso-. ¡No! Yo no soy inglés. Soy griego cefaloniense. ¡Métetelo en la cabeza! Es preciso que grite, que abrace, que me entregue. Si quieres, tú puedes hacer de inglés… Para ser franco- añade tras un segundo de vacilación-, hubiera preferido estar solo. Tu presencia me irrita. -Ya lo sé- le digo riendo-, lo sé, pero no quiero perderme este espectáculo. Apenas he terminado mi frase, Gorki aparece en lo alto de la escalera, con el cigarrillo en los labios. De elevada estatura, bien plantado, las mejillas hundidas, pómulos salientes, pequeños ojos azules melancólicos e inquietos, y una boca con una indecible tristeza. Jamás he visto tanta amargura en unos labios humanos. Istrati lo reconoce en seguida y, subiendo los peldaños de tres en tres, se precipita hacia él y le coge la mano. -¡Panaït Istrati!-grita, presto a dejarse caer sobre el amplio pecho de Gorki. Pero este último le tiende la mano con calma y examina a su visitante con atención. Su rostro no refleja ni alegría ni curiosidad. -Entremos - dice. Gorki entra el primero, con grandes pasos tranquilos. Istrati le sigue nervioso. Los golletes de las botellas asoman en sus bolsillos. Tomamos asiento en un pequeño despacho lleno de gente. Por no saber Istrati el ruso, la conversación se inicia con dificultad. Está emocionado y se pone a hablar con Gorki en mal ruso. No recuerdo lo que decía, lo cual, por otra parte poco importa. Lo que importa es el calor, el sonido de su voz, sus grandes ademanes y su mirada inflamada. Gorki contestaba tranquilamente, con pocas palabras y una voz dulce y reposada, encendiendo sin descanso “Papyrus”, la nueva marca de cigarrillos rusos. Habla de su juventud, de los tiempos en que, siendo panadero en Novgorod, leía ávidamente, en invierno bajo la lámpara de petróleo, y en verano, al claro de la luna. Su sonrisa, triste, daba un tono trágico a la sosegada conversación. Este hombre había sufrido tanto en su vida, que nada, ni las fiestas soviéticas, ni los honores podían ya consolarlo. Su mirada reflejaba una tranquila pero irremediable tristeza. Mi mayor maestro -decía- fue Balzac. Cuando leía sus novelas no podía evitar aproximar el libro a la luz y mirar la página con admiración. “¿En dónde se oculta toda la vida y la fuerza que contiene esta página?”, me preguntaba.” ¿En donde se oculta este gran secreto?” -¿Y Dostoievski? ¿Gogol?-dije yo. -¡No, no! Entre los rusos, uno solo, Leskov, nadie más. Se calla un momento. -Pero más que nada -dijo -mi maestra fue la vida. Yo he sufrido mucho y he amado mucho a los que sufren. Después calló de nuevo mientras sus ojos, semicerrados, seguían el humo azul de su cigarrillo. Panaït sacó las botellas de sus bolsillos. Después les llegó el turno a los pequeños paquetes de entremeses, que dejó encima de la mesa sin atreverse a abrirlos. Se había dado cuenta de que el ambiente no se prestaba a ellos. Se había imaginado este
encuentro de otra manera. Había creído que los dos probados luchadores que ambos eran, habrían bebido, pronunciado grandes palabras, derramando lágrimas y bailado y celebrado esta victoria final. Pero Gorki parecía estar atormentado por su dolorosa vida. Asistía al milagro soviético sin perder la cabeza, y su mirada permanecía, pura, lúcida y penetrante. Se levanta. Llamado por algunos jóvenes se encierra con ellos en un despacho contiguo. Deben discutir acerca de de un programa de propaganda cultural: conferencias, nueva revista literaria… Nos quedamos solos. -Panaït- le pregunto-, ¿qué te parece el maestro? Istrati destapa una de sus botellas con nerviosidad. -No tenemos vasos- dice. ¿Sabes beber a chorro? Cojo la botella. -A tu salud, Panaït- digo-. El hombre es un animal en medio de un desierto. Alrededor de cada uno de nosotros se abre un precipicio que nos separa de los demás. No te entristezcas. Esto no es nada nuevo. -Termina de beber -dice impaciente-. Y pásame la botella que yo también tengo sed. Bebemos el ligero y oloroso “Naparouli” de Armenia. Istrati se seca la boca. -Lo sé- contesta-, pero lo olvido siempre. -Este es tu gran valor, Panaït. Si no lo supieras, serías un imbécil. Mientras que así eres un ser viviente, lleno de contradicciones, una bola de esperanzas y de decepciones, y serás así hasta la muerte. En ti la razón jamás matará el corazón. -Vámonos- termina Istrati-. Ya hemos visto a Gorki. Vuelve a meterse las botellas en el bolsillo y yo lo ayudo a recoger los paquetes. En la calle me dice: -Me ha parecido bastante frío. ¿Qué opinas? Lo he encontrado más bien amargo, desconsolado. No esperaba tanto dolor. Jamás había visto una sonrisa así. Más amarga todavía que un grito, que un sollozo o que la muerte. Ha vencido, ha escrito libros célebres, se ha hecho rico, famoso, se ha casado con una mujer hermosa, una princesa, según creo, y finalmente, y esto es lo más importante, ha visto realizarse el sueño de su vida: la liberación de Rusia. No obstante, nada de esto ha logrado consolar su corazón. - No hay como gritar, beber y llorar para consolar el corazón- exclama Panaït, indignado. -Érase una vez un emir- explico- que al enterarse de que todos los suyos habían muertos en la guerra, ordenó a los hombres de su tribu:”No gritéis, no lloréis. Es necesario que vuestro dolor permanezca vivo”. Como puedes ver, Panaït, ésta es la disciplina más noble y más salvaje que el hombre se puede imponer a sí mismo. He aquí porqué Gorki me ha gustado. Istrati no dijo nada. Gruñó algo y me miró casi con odio. Bruscamente, me asió el brazo y entonces noté que su mano temblaba. 1928.
CAPÍTULO III EL JAPÓN "Cuando cierro los ojos para ver, oír y oler un país que he visitado, experimento una inquietud y una alegría semejantes a las que me reportarían el regreso de un ser querido. Un día le dijeron a un rabino: -Cuando nos propones a los judíos regresar a Palestina, piensas sin duda en la Palestina de allá arriba, en la Palestina inmaterial, nuestra verdadera patria. Pero el rabino montó en cólera y golpeando con su bastón el suelo exclamó: -¡No! Hablo de la Palestina terrestre, de la Palestina palpable, con sus piedras, sus zarzas y su cieno. Yo tampoco me alimento de recuerdos abstractos y si esperara de mi espíritu que me librase del sinnúmero de mis vagas alegrías físicas con un solo y puro pensamiento, moriría de hambre. Cuando cierro los ojos para gozar de nuevo de un país que he visitado, son mis cinco sentidos, estos cinco tentáculos de mi cuerpo, con sus bocas ávidas, los que me empujan para traérmelo. Colores, frutas, mujeres...Perfumes de jardines, olores de callejuelas sucias y de sudor, infinitas extensiones de nieve iluminadas por relámpagos azules...Playas ardientes y ondulantes que se agitan al sol... Lloros, gritos, cantos y lejanos cascabeles de mulas, de camellos o de troikas... La hediondez repugnante de las aldeas mongolas no abandonará jamás mis fosas nasales. Y contemplaré eternamente en las palmas de mis manos- y por eternamente entiendo hasta el día en que mis manos se pudran- los melones de Bujara, las sandías del Volga y la fresca y minúscula mano de una japonesa... Existió un tiempo, en mi primera juventud, en que intenté hacer ascética mi insaciable alma, alimentándola de abstracciones. Pensaba que el cuerpo no es más que un criado cuyo deber es el de recoger las materias primas y verterlas en el laboratorio del alma, para que allí se transformen en ideas. Cuanto más el mundo exterior perdía en mí su materia, sus olores y sus ruidos, era mayor la certeza que yo tenía de encontrarme en el camino que conduce a la cima suprema del esfuerzo humano. Y estaba contento. De suerte que Buda se convirtió para mí en el más grande los dioses, el que yo amaba y apreciaba como el modelo único: “Reniega de tus cinco sentidos, deseca tu corazón, no ames nada, no odies nada, no esperes nada; para poder apagar el mundo soplando sobre él”. Pero secretamente trabajaban en mí un apetito, una sed, una raza bárbara que no se había saciado todavía de los placeres de este mundo. Mi espíritu, alardeando de hallarse plenamente satisfecho como si lo hubiese saboreado todo, escucha con una sonrisa irónica los gritos de mi corazón. Gracias a Dios, mi corazón estaba lleno de sangre, de barro y de deseos. Y una noche tuve un sueño. Vi dos labios sin rostro, unos grandes y rectos labios de mujer que me hablaban;” ¿Cuál es tu dios? Sin dudarlo contesté:” ¡Buda!”. Pero los labios se movieron de nuevo: “No, es el dios de Tocar”. Me desperté con un sobresalto. Una repentina alegría invadía mi corazón. Lo que yo no había podido encontrar durante el estado de vigilia ardiente y tentadora, lo encontraba en el seno maternal de la noche. Después de este sueño, jamás me separé de mi camino. Me esfuerzo en recobrar los años de mi juventud perdidos en adorar unos dioses sin carne y
extraños a mí. Ahora transmuto en carne las abstracciones y me alimento de ellas. Por fin he comprendido que el dios de Tocar es mi dios. Y todos los países que he conocido a partir de aquella noche, los he conocido tocándolos. Noto cómo mis recuerdos se agitan, no en mi cabeza, sino en la punta de mis dedos y en toda la superficie de mi piel. Ahora que vuelvo a pensar en el Japón, mis dedos tiemblan como si rozaran el pecho de una mujer amada. Cuando Mahoma llamó a la puerta de uno de sus jeques preferidos para hablar de asuntos de guerra, Zeinab, la mujer de su amigo, corrió a recibirlo. Pero apenas abrió la puerta, una ráfaga de viento entreabrió su ropa y descubrió su pecho. Mahoma quedó tan maravillado que olvidó de pronto a todas las mujeres que había amado. Levantó los brazos hacia el cielo y dio gracias a Dios:”Te doy gracias, ¡oh, Alá!, por haber hecho mi corazón tan inconstante.” Esta oración de agradecimiento, la hice yo mismo en el momento de embarcarme, en Port –Said , en el trasatlántico japonés que me debía de conducir a Extremo Oriente. Olvidé de golpe todos los países amados, todos mis amores geográficos legítimos e ilegítimos, para entregarme por entero a esta nueva aventura, a este lejano país en donde los ojos son alargados y la sonrisa dura y enigmática. Demos gracias, pues, a Alá por haber hecho nuestro corazón tan inconstante, y dejemos soplar el nuevo viento que nos descubrirá un poco el seno del Japón.
SAKURA Y KOKORO Al dirigirme al Japón, no sabía más que dos palabras en japonés. Sakura que significa flor de cerezo, y kokoro que significa corazón. “¿Quién sabe?- pensé entonces-. Es posible que estas dos sencillas palabras me basten...”. Hasta estos últimos años, antes de que el Japón arrojara su kimono y descubriera, ocultos tras sus cerezos, sus cañones y sus lanzas, nos imaginábamos a este país como una geisha cubierta con un kimono bordado con crisantemos, sus negros cabellos adornados con peines de nácar, zuecos rojos en los pies y en la mano un abanico de seda sobre el cual se podía leer un hai- kai sentimental: “OH tiernas flores de cerezo que os miráis en el agua cada primavera, he intentado cogeros, pero no he conseguido otra cosa que mojar mis mangas bordadas...” En nuestro pensamiento, el monte Fuji se alzaba, cubierto eternamente por la nieve y, a lo lejos, el laúd de las tres cuerdas, el kamicen, suspiraba dulcemente con una tristeza contenida...Paisaje, kimono, mujer, música, crepúsculo, se había armonizado todo con encanto y gravedad. El Japón era la geisha de las naciones. En sus alejadas aguas, sonreía, voluptuosa y misteriosa. Marco Polo, que la había denominado Cipango, la describió tan bella, sensual y cargada de oro que inflamó la imaginación de sus contemporáneos. Al propio tiempo inflamó la de Cristóbal Colón que, por amor hacia ella, partió con sus carabelas en busca de Cipango. ¿Es que quizá su anciano maestro el geógrafo Toscanini no le había escrito que esta isla estaba hecha de oro, de perlas y de piedras preciosas? ¿Qué las terrazas y los pavimentos de las casas eran de oro? Desde entonces, el ávido genovés ya no pudo apartarla de su pensamiento. Se puso, pues, en camino para despojar a este país de leyenda, pero no lo encontró jamás. Entre ellos se interponía América. Y el Japón fue descubierto cincuenta años más tarde por otro aventurero, el portugués Mendes Pinto. Su buque estuvo a punto de embarrancar y el navegante abordó la costa, vendió sus preciosas mercancías y llenó su bodega de oro y de ropas de seda. Los toscos
marineros quedaron deslumbrados por la riqueza, la nobleza y la civilización de este país.”Allí- explicaron admirados- nadie come con los dedos (según era costumbre en Europa en aquella época), sino con dos delgadas varillas de madera o de marfil.” Los aventureros, codiciosos, acudieron de todas partes. Fueron inmediatamente seguidos por los misioneros que transportaron su obra religiosa. El dulce santo Francisco Javier, que fue el primero en ir, dijo:”Este nuevo país es el gran consuelo de mi corazón”. “El pueblo japonés -decía además- es el más virtuoso y más honrado de todos los pueblos. Es bueno, confiado y coloca el honor por encima de todos los bienes del hombre.” Algunos años más tarde se construyeron iglesias, y varios millares de japoneses se hicieron bautizar; hombres del pueblo y aristócratas se arrodillaban ante el nuevo Buda: Cristo. Desgraciadamente, al propio tiempo que el cristianismo, los europeos introdujeron en este país virgen las armas, la sífilis, el tabaco y el comercio de esclavos. La civilización occidental se implantó con la llegada de comerciantes sin escrúpulos y de corsarios ladrones de mujeres. Millares de japoneses hacinados en las galeras eran vendidos en los lejanos mercados de esclavos. Por lo que respecta a los nuevos conversos al cristianismo, olvidando la tolerancia religiosa y la dulzura de su raza, organizaron persecuciones, incendiaron los monasterios budistas y arrojaron a las calderas de agua hirviendo a todos aquellos que rechazaban el bautismo. Hasta el día bendito de 1683 en que los japoneses no pudiendo resistir más, por medio de una terrible matanza, limpiaron su territorio de todo lo que era cristiano y europeo. Inclinado en la proa, miro cómo se abren y se cierran las aguas verdes del Canal de Suez. El viaje tiene que durar más de un mes, pero el cuerpo delgado del Japón, batido por el mar, se precisa ya en mi corazón. Tres cocineros japoneses cubiertos con gorros blancos, se han arrodillado delante de un pequeño rosal florido. Están silenciosos. De pronto, uno de ellos adelanta la mano y con un dedo ligero se pone a contar las pequeñas rosas. Luego cuenta los pétalos, uno a uno, y después retira su mano. Dice algunas palabras a sus compañeros, que se inclinan sobre la maceta como si se inclinaran delante de un ídolo. Amor, silencio, concentración... ¡Qué lejos estamos de Port-Said, de los gritos vulgares, de los ademanes violentos e inútiles! Los españoles y los portugueses que fueron los primeros europeos que penetraron en el Japón, debieron de parecer unos salvajes a estos seres taciturnos. Pienso en el alivio de los japoneses cuando los puertos del archipiélago se cerraron y, de nuevo, el silencio y la dulzura se extendieron sobre sus techos, puntiagudos y coloreados. Durante dos siglos, los bárbaros blancos vieron cómo rechazaban su entrada en sus puertos. Pero una mañana del verano de 1853, se advierte en aguas japonesas la presencia del buque del almirante americano Perry. Este último es portador de un ultimátum, encerrado en una caja dorada, por el cual el Japón es conminado a abrir sus puertas a los buques americanos. El almirante remite la caja dorada a los príncipes samuráis informándolos de que volverá a buscar su contestación el año siguiente. Viva emoción en el Japón.”No dejaremos que los bárbaros mancillen de nuevo nuestro sagrado suelo”. Los antepasados se incorporan en sus tumbas para gritar su indignación. Sin embargo, al año siguiente, el almirante americano aparece nuevamente con su escuadra. Algunos cañonazos son suficientes para que los japoneses comprendan. No se pueden salvar. ¿Cómo luchar contra estos diablos blancos? Tienen cañones, buques de hierro que navegan sin velas gracias a unas máquinas diabólicas. Todas las fuerzas del Mal están a su favor. No, no hay salvación. Los japoneses son
obligados a abrir sus puertos. A partir de este día, las miradas encantadas de los blancos pueden contemplar el espectáculo maravilloso: bosques de cerezos en flor durante la primavera, crisantemos multicolores en otoño, mujeres de cuerpos juveniles, ropas de seda, abanicos, templos y estatuas, pintura, un mundo imprevisto, encantador y alegre. Más tarde, los pusilánimes Loti nos pintan esta tierra profanada como un bibelot frágil, maravillosa, pero sin alma.”Las mujeres son muñecas; los hombres, enanos...” En desquite, los románticos del tipo de Lafcadio Hearn nos lo presentan como un país de alma vibrante y de sonrisa enigmática. “¿Quieres saber a qué seres se parece el corazón del Japón? Se parece a la flor del cerezo de las montañas que embalsama con el sol de la mañana”. Dulzura, delicadeza, silencio; hombres que se hacen matar sonriendo, mujeres llenas de sumisión y de profunda mudez. Después que los grandes escritores han descrito este país, resulta difícil examinarlo sin estar influido por sus visiones. Han arrojado sobre el cuerpo estrecho del Japón un kimono bordado con flores exóticas tejidas por su imaginación. A nosotros corresponde levantarlo para ver lo que cubre. Cuando me embarqué no sabía más que dos palabras: sakura y kokoro. Pero ahora que estoy en camino, adivino que si quiero tener un perfecto contacto con el Japón, será necesario añadir a mi vocabulario una tercera palabra que todavía no conozco. Esta será la palabra: Miedo.
LOS MANDAMIENTOS Vive pacíficamente cumpliendo tu deber cotidiano. Conserva siempre puro tu corazón y obra escuchando su voz. Respeta a tus antepasados. Haz tuya la voluntad del Mikado y cúmplela. Estos son los cuatro mandamientos que gobiernan el alma del japonés. Los terribles problemas metafísicos les importan poco. No acepta, como lo hace el indostano, perder su voluntad aniquilándose en el universo. Los problemas: “De dónde viene el mundo?” “¿Adónde va?”, le dejan indiferente. Los amplios horizontes intelectuales le parecen brumosos y estériles. Su mirada no traspasa el área estrecha de su patria, hecha de tierra y de mar, rica en huesos y cenizas de sus antepasados. El deber supremo, el único deber fecundo del hombre es para el japonés obrar y actuar en el círculo estrecho de su raza. El Japón: he aquí el universo del japonés. A esto se atiene totalmente. Su menudo cuerpo nervioso y vibrante como un muelle pronto a saltar, su alma ávida, pero contendida, encuentran al actuar dentro de los límites de su raza, todas las posibilidades de alcanzar su más alto desarrollo. El japonés tiene confianza en su corazón, ya que este corazón no es individual ni le pertenece en propiedad y tampoco es un trozo perecedero de carne que palpita. Es el corazón de toda su raza. Para hallar el buen camino y regular sus actos, el japonés no tiene necesidad de sistemas metafísicos. Escucha la voz infalible de su corazón, de su raza. Y la certidumbre, casi física, de esta infalibilidad hace que su acción sea sencilla, rápida y segura. El japonés no se da cuenta de vivir hasta que actúa. El ruiseñor canta:” En el principio está el canto”. El japonés dice: “En el principio está la acción”. Piensa que en esta áspera tierra la acción es la única vía de salvación. Cualquiera sea su profesión, el japonés sabe que con su trabajo puede contribuir a la prosperidad y a la salvación de su raza. El interés del individuo y el interés de la raza se identifican. Al gran emperador Meiji que, hace cerca de dos generaciones, llevó a cabo el renacimiento económico del Japón, le gustaba durante sus horas de descanso escribir
versos. Tres de estos versos son recitados por cada japonés como una oración: ¡Seas rey o ganapán, cualquiera que sea el rango que el destino te haya dado, afánate hasta el fin!... “Estate siempre preparado”. Este es el mandamiento del samurai. “Cada vez que salgas de tu casa, has como si no tuvieras que regresar jamás”. De esta forma, poco a poco, se han codificado los severos principios morales de los samuráis, reunidos en el Bushido, su código caballeresco. Honor y deber ante todo. Obediencia ciega al emperador. Audacia y desprecio a la muerte (estar preparado a morir cada segundo). Rigurosa disciplina del alma y del cuerpo. Nobleza y comportamiento agradable a los amigos. Venganza inexorable con los enemigos. Generosidad (la economía es una de las formas de la cobardía)
LA JAPONESA Iosivara y Tamanoi El que no ha tenido hijos no sabe lo que es el verdadero dolor, el verdadero ¡Ay!, me decía un día un japonés. Y otro día, en el monte Athos, atravesando una naturaleza salvaje cubierta de nieve, me encontré ante la morada de un ermitaño: una gruta en la que no había más que dos íconos, un cántaro de agua y un taburete. Sentado a la entrada, el viejo ermitaño tiritaba. Me detuve y cambié algunas palabras con él. -Es bien dura la vida que llevas, padre mío- le dije-. Está llena de sufrimientos. -No, hijo mío, estos sufrimientos no cuentan. El verdadero sufrimiento es otra cosa... -¿Qué? -Tener un hijo y perderlo. He aquí lo que yo llamo el “Ay”. No existe otro. No obstante, hoy, en un barrio populoso de Tokio, lleno de calles estrechas y tortuosas, he conocido otro ¡Ay! , más sombrío y más atroz porque deshonra al ser humano. Desde hacía varios días quería ir a visitar estos horribles barrios de Losivara y Tamanoi, pero demoraba siempre mi visita porque esta clase de espectáculo me hunde en la vergüenza y en la repugnancia. Las enfermedades del cuerpo y del alma, la decadencia del hombre, llenan mi corazón de indignación, menos por los que sufren que por la naturaleza humana que puede caer tan bajo, que por la carne y el alma, que son tan débiles. Pero esta tarde, armándome de valor, subí a un taxi y con voz baja, pues me dio vergüenza, le dije al coger: -Iosivara. Atravesamos las bulliciosas calles del centro. Empezó a llover suavemente. Se abren paraguas multicolores, el pavimento brilla... A medida que avanzamos, las casas se hacen más bajas, los transeúntes más escasos, los barrios más sombríos. De pronto vemos innumerables faroles de color. -Iosivara- anuncia el chofer, señalándome una larga calle totalmente iluminada. Me apeo del taxi. A la entrada de la calle, veo un arco de triunfo adornado con banderas de todos los países del mundo. Es la famosa Kuruba que los poetas vagabundos y los señores libertinos han cantado tanto.
Después de los siglos, Iosivara es el alegre reino del amor improvisado. Debajo del arco del triunfo en donde se pueden leer estas altivas palabras:”Escuchad mi voz vosotros que estáis lejos. Aproximaos, mirad. Entrad y veréis el Paraíso que inesperadamente se abre ante vosotros”, han pasado en alegres procesiones samuráis, artistas y hombres del pueblo. Pasemos, pues, también nosotros el umbral de este lugar de amor público y veamos. Una calle muy limpia, bares, peluquerías, farmacias, fruterías... Ciudadanos que circulan llevando pequeñas bandejas llenas de dulces...Están tranquilos, la vergüenza no les hace apresurar el paso, tienen simplemente el aspecto de regresar a su casa. Los japoneses desconocen el anatema que la religión cristiana arroja sobre la lujuria, y para ellos, el amor, como se practica en Iosivara, no es un pecado. Envalentonado, avanzo entre la muchedumbre. A derecha e izquierda se alinean pequeñas casas de madera con las puertas provistas de cortinas. Ante cada umbral, detrás de una reja, se halla un hombre con kimono, el “pregonero”, que invita a los transeúntes a que entren. A su lado, en un escaparate iluminado, estrecho como un ataúd, están expuestas las fotografías de las mujeres de la casa y el pregonero se desgañita: -Aproximaos. Mirad. Tenemos las más bellas chicas de Iosivara. Entrad. ¡Un yen, un yen! Un grupo de jóvenes y viejos se acerca y mira con atención un escaparate. Yo los sigo. En el fondo, tumbadas encima de algodón se ven las fotografías de una decena de mujeres tan llenas de afeites que se parecen extraordinariamente y es imposible distinguir unas de otras. Llevan ricos peinados artísticamente arreglados, tiene pequeños ojos inocentes y labios muy colorados. Máscaras de cadáveres de insoportable amargor. El estrecho ataúd está iluminado por una débil bombilla verde y como yo me inclino para ver los cuerpos alineados, me hace el efecto de distinguir, en el fondo de una agua verde, unas mujeres ahogadas que me miran. Sigo mi camino. El escaparate vecino está iluminado en color violeta. La cortina de la puerta se separa y un rostro enharinado aparece y me sonríe. Después, otro exactamente parecido. Después un tercero...Se diría que se recubren el rostro con una capa de polvos tan espesa para convertirse, al hacer desaparecer sus rasgos particulares, en una especie de máscara viviente. Como si estas orientales desearan no conservar en sus relaciones con los hombres su rostro propio y quisieran gustar solamente una voluptuosidad impersonal, animal y religiosa a un mismo tiempo. Camino durante dos horas mirando las mujeres. El horror que se experimenta aquí, en Iosivara, es humanamente soportable, ya que todo- casas, mujeres, voces- tienen un aspecto de indiferencia y de alegría. Pero el verdadero horror se experimenta en otro barrio, en Tamonoi. ...Calles estrechas y sombrías por donde dos personas juntas apenas pueden pasar; olores mezclados de jabón de tocador, ácido fénico y mugre humana. Barracas ruinosas con puertas agujereadas por una pequeña taquilla. Una cabeza de mujer indeciblemente trágica se enmarca estrechamente en cada abertura y el rostro, que parece modelado por una paleta, sonríe a cada transeúnte. Esta sonrisa fingida, incrustada en el afeite desecado, permanece inmóvil durante toda la noche... A veces, la boca se mueve con dificultad, murmura alguna palabra tierna y en seguida vuelve a cerrase. Pasan hombres en interminables procesiones y, para hacer su elección, miran a cada mujer atentamente. Algunas veces, pronuncian una palabra, con frecuencia una cifra: 50 sens, 30 sens, 20 sens, se callan de nuevo y caminan hacia otra puerta, en busca de la
mercancía que les gusta más y del precio más interesante... Un padre borracho arrastra a su hijo, al que lleva cogido de la mano. El niño debe tener ocho años. Va vestido con unos pantaloncitos a la europea y un sombrero de fieltro peludo de anchas alas, como los que llevan los sacerdotes católicos. El padre se detiene ante cada puerta y le enseña la mujer que se halla expuesta. Ésta lo llama sonriendo y el pequeño, asustado, empieza a llorar y se niega a salir andando. El padre ríe a carcajadas, tira del niño y lo conduce hacia otra puerta. Yo camino con pasos rápidos. No puedo soportar este terrible espectáculo. Me detengo para comprar dos manzanas como si me pudieran hacer compañía e infundirme valor. Me esfuerzo en mirar sin miedo las terribles cabezas que, con el cuello alargado, aparecen asomadas a las taquillas cuadradas. Diríase que se hallan aprisionadas en una canga, ese aparato de tormento chino que, horadado con un agujero, inmoviliza el cuello del condenado. De esta forma, estas mujeres tienen el aspecto de llevar la puerta a sus espaldas, y con ella, la casa, Tamanoi, Tokio y toda la humanidad. Yo me siento culpable, ya que es por nuestra culpa, la culpa de todos los hombres, que estas mujeres asuman la más pesada responsabilidad. Cobardemente, las abandonamos en el lugar más peligroso de la batalla. Pero bruscamente venzo mi repugnancia. Me aproximo a una pequeña ventana y contemplo la máscara que está enmarcada en ella. La capa de polvos es tan espesa que en el momento en que me sonríe, toda la costra del rostro se desprende como una vieja argamasa. Pero quedan dos ojos humanos. Un día, en una lejana ciudad del Norte, vi una mona enjaulada que, con la mejilla apoyada contra la palma de la mano, me miraba con una amargura indescriptible. De vez en cuando tosía. Sus marchitos pechos retumbaban en su vientre como dos sacos vacíos. Se diría que se lamentaba a mí por haber sido encerrada injustamente detrás de sus barrotes.”¿Por qué? ¿Por qué?”, me preguntaba dolorosamente sus ojos, casi humanos. Arrojo al instante de mi memoria este triste recuerdo y veo de nuevo el rostro de la mujer que me sonríe. Tras un terrible esfuerzo consigo también sonreír. La mujer se envalentona y me dirige algunas palabras que yo no entiendo. Pero el tono de su voz es tan dulce, tan suplicante, que noto cómo desaparece la pared que nos separaba. La pequeña puerta se ha abierto y me encuentro sentado, con las piernas cruzadas, encima de una miserable estera. Algunas fotografías de marineros están prendidas con alfileres en la pared y un colchón está extendido en el suelo. Ese colchón, en tiempos antiguos, las mujeres lo llevaban en la espalda mientras recorrían las calles. Hace frío. Silenciosa, la mujer se arrodilla y empuja hacia mí una pequeña estufa de tierra, llena de carbón encendido.
LAS GEISHAS Dante, cuando salía del Infierno, debía caminar por la calle encorvada, pálido, con la mirada asustada debido a sus horribles visiones. Yo debía tener el mismo aspecto cuando vagaba por las calles de Tokio, al día siguiente de mi visita a Tamanoi, ya que un amigo, instalado en el Japón desde hacía años, me agarró por el hombro y exclamó riendo: -Algo te lleva de cabeza. Me recuerdas al grave florentino con su cara larga como un día sin pan.
Le conté mi correría de la víspera. Mi amigo frunció las cejas. Vive en el Japón desde hace veinte años, habla perfectamente su idioma y quiere a este país como una segunda patria. -No hay que irse del Japón con esa mala impresión -me dijo-. Esta noche ven conmigo. Verás geishas tan inocentes como gacelas desnudas. Verás esa clase de mujeres que tus antepasados de la antigüedad amaban tanto y a cuyos pies aquel viejo, aquel astuto Sócrates, se sentaba como un colegial para aprender lo que son el amor, la belleza, el espíritu elevado... Verás las hetairas envueltas en su kimono de seda perfumado y te sentarás a sus pies. Si eres un buen discípulo, aprenderás también lo que es el amor, la belleza, el espíritu elevado... -¡Ya estoy harto de máscaras!-dije impaciente. -¿Qué quieres decir con eso? -Los rostros de los japoneses. Todos, hombres y mujeres sonríen como máscaras. Y no se sabe lo que hay detrás. En verdad, tengo ganas de ver de nuevo un rostro de carne tibia, un rostro vivo, que ría, que se enfade... -¿Máscaras? Pero ¡si no son máscaras ¡-dijo mi amigo riendo-. Simplemente no hay rostros. Levanta esta máscara de que hablas y debajo descubrirás otra idéntica. Y si levantas ésta, encontrarás una tercera. Y así sucesivamente. Como esas muñecas de madera japonesas que se meten unas detrás de otras. ¡No hay máscaras! Este es el Japón. Pero basta de filosofía. Ya anochece. Vamos. Dos alegres farolillos de papel están colgados delante de una casa baja. Entramos. Un patio fresco y limpio, unos pinos minúsculos en unas macetas, una pequeña fuente en donde se remojan algunas flores cortadas. Aparecen sonrientes cinco o seis muchachas jóvenes y se arrodillan con un solo movimiento para saludarnos. Después se levantan de nuevo lanzando alegres gritos: -Irasaimase! Iraisaimase! (Sed bien venidos). Nos quitan los zapatos y nos calzan unas zapatillas de piel. Subimos tras ellas una reluciente escalera de madera que huele a ciprés. Pequeñas habitaciones parecidas a las celdas de los monjes, cerradas con biombos. En cada habitación, cuyo piso está cubierto con una estera, se puede ver una mesa baja de madera laqueada, blandos almohadones, una pequeña estufa de cobre, un cuadro colgado de la pared y algunas flores en un jarrón. Nos sentamos en el suelo. Nos traen y pasteles de arroz. Después saké y piñones. Una muchacha entra y hace una reverencia tan profunda que su nariz toca la estera. -El baño está preparado-dice. Tomamos un baño de sólo dos minutos, el tiempo preciso para refrescarnos. Nos ponemos el yukata, un fino quimono que parece un pijama, y volvemos para sentarnos de nuevo sobre la alfombra. ¡Oh alegría, pureza, dulzura! Mientras bebo lentamente el saké tibio, pienso que la vida es sencilla como esta celda, que el amor es un placer inocente, sagrado como el agua que bebe el que tiene sed. Aquí, el concepto del amor se parece al de la Grecia antigua: dar gozo a una mujer y recibirlo de ella no es un pecado mortal. Las geishas se han reunido a nuestro alrededor. Nos miran y ríen. Sus ojos son puros, sin impertinencia y sin languidez. Tenemos la impresión de pasar la velada en una casa amiga donde se nos espera. Una geisha de edad madura, que ya no baila, sino que solamente toca el kamicen, se levanta. Mientras acaricia a las chicas sentadas a su alrededor, mi amigo me explica: -Hasta los quince años son maiko, es decir, geisha aprendiz. Aprenden cómo tienen que vestirse, maquillarse, bailar, hablar y cómo gustar a los hombres... A los dieciséis años se convierten en perfectas geishas que pueden cumplir su deber. Entonces se
trasladan a donde se las invita, bailan, tocan el kamicen, divierten a los hombres, reciben su paga y finalmente regresan con su “mamá”, la matrona. Esta última las ha comprado o alquilado a sus padres. Las alimenta, las viste y percibe el fruto de su trabajo. La mayor de las geishas se sienta en un rincón, coloca el kamicen encima de sus rodillas, se saca del corpiño un mediator de marfil triangular y empieza a afinar el instrumento. La más pequeña de las chicas, una novata, se levanta para bailar. Se para en medio de la habitación, se arrodilla y hace una silenciosa reverencia ante cada uno de nosotros. Menuda, encantadora con su quimono verde bordado con flores de cerezo, empieza a bailar. Es una tranquila e ingenua pantomima: una enamorada espera a su galán. La chica simula sacar de su pecho una dulce esquela, la lee y la vuelve a poner encima de su corazón. La danza continúa, imitando la espera y, de pronto, la enamorada lanza alegres gritos. Su galán ha llegado. La danza ha terminado y la pequeña se inclina de nuevo ante cada uno de nosotros, tocando la estera con su frente, y viene a sentarse sonriente a nuestro lado. Pero el kamicen sigue tocando y ahora se puede oír la voz de la mayor de las geishas que termina la historia cantando: “Estamos unidos, hombre y mujer, igualmente a través del fuego que del mar, hasta la muerte y más allá de ella:” La tercera chica, que no debe tener todavía veinte años, se lanza, con las mejillas encendidas, a bailar su danza predilecta. Su pantomima es más nerviosa que la de su compañera. El galán ya ha venido y se ha vuelto a marchar; ahora, feliz y satisfecha, ella rememora... Sus movimientos son tan vivos que de vez en cuando, el kimono negro adornado con flores de loto, se abre, dejando ver una camisa de seda rosa. La danza termina, la chica se inclina ante nosotros al igual que la primera y, jadeante, viene a sentarse a mi lado. La reunión se ha hecho muy alegre. Le ruego a mi amigo que pregunte a la mayor de las geishas cuál ha sido la mayor alegría de su vida. La mujer no contesta y nosotros insistimos. -No me acuerdo de ninguna alegría- dice -. No he tenido más que tristezas. Tenía apenas siete años cuando mi padre me vendió para pagar sus deudas. En seguida me enseñaron a bailar, tocar el kamicen y cantar para gustar a los hombres. Es un trabajo difícil, muy difícil... Interrogo también a la más joven que, apoyada contra la estufa de cobre, parece ahora una gata. -¿Cuál es tu mayor deseo? Se sonroja y se inclina hacia el fuego. La presionamos, pero se niega a contestar. Entonces la geisha mayor deja escapar una risita amarga. -Casarse-contesta en lugar de su joven compañera-. Encontrar un hombre que se case con ella. Es lo que deseamos todas. La atmósfera se enfría y yo me arrepiento mil veces de haber hecho preguntas estúpidas. La que toca el kamicen deja el instrumento encima de su pedestal y se pone a cantar: Hace años que soy geisha aquí y espero a mi galán Esta noche he soñado que ha venido, me he despertado y lloro, lloro, sigo llorando...
Las otras dos chicas se levantan y empiezan a bailar. Es una lenta persecución amorosa, sin ningún gesto obsceno. Simulan ser un hombre y una mujer que juegan inocentemente. Como dos cabritos en el campo. Traen una botella de saké y ostras. La celda está sumergida en una especie de misterio, como un templo iluminado por pequeñas bombillas rojas, como un templo en el momento de las grandes veladas. ...Olor a saké, a ostras y a polvos que se disuelven al contacto con el sudor... Cuando, hacia el alba, nos levantamos para marchar y las dos chicas se despiden de nosotros tocando el suelo con sus frentes, nos parece que salimos de un jardín florido que ha dejado en nuestras manos y en nuestros cabellos un aroma muy dulce y muy amargo de almendro en flor. Febrero-mayo, 1935."
CAPÍTULO IV CHINA TEATRO CHINO La noble dama Lau-Li celebra hoy su noventa cumpleaños. Su bisnieto, el diplomático al que conocí en el curso de un banquete, me ha telefoneado esta mañana a primera hora. -He aquí para usted una excelente ocasión de asistir a una fiesta familiar china- me ha dicho-. Mi bisabuela celebra sus noventa años. Pasaré a recogerle. Podrá presentarle sus deseos de larga vida. Lleva una trenza falsa y su menudo pie está deforme, como a usted le gustan. Sobre todo, no olvide decirle una palabra amable acerca de su belleza. Estará muy contenta y puede ser que le regale un abanico de seda. La casa de la anciana china es inmensa y no tiene más que una sola planta. Como en todas las casas del país, a la entrada, un delgado tabique, apenas mayor que un biombo, impide que los ojos miren al patio. Es el célebre Ig-Pey, el escudo que defiende a la casa de los malos espíritus. Ya que los malos espíritus, al no poder caminar en línea recta, están obligados a retroceder cuando encuentran esta pared. ¿Quiénes son estos malos espíritus? Muy probablemente se trata de las miradas de los transeúntes. Detenidas por el famoso Ig-Pey, no pueden llegar hasta las mujeres que se encuentran en el interior. Por lo que respecta a nosotros, damos la vuelta al pequeño tabique y llegamos a un amplio patio abundantemente adornado. Clavadas encima de bambúes o de estacas en las paredes, en los árboles y en las ventanas, flotan largas cintas rojas que llevan inscripciones en letras doradas. -Son las felicitaciones que ha recibido la anciana -me explica el diplomático-. En ellas han escrito:”Juventud externa”, o “Que puedas también ver al hijo de tu bisnieto”, o también: “Que tu vida sea larga como la de una viña fecunda”. Sus hijos y nietos se adelantan para recibirnos. -En total somos ochenta y dos, los ochenta y dos sarmientos de esta vieja viña -me murmura el diplomático-. Un verdadero viñedo. Entramos en el salón. Mesas grandes y pequeñas, cortinas, divanes… Estamos lejos de la divina sencillez japonesa. En un imponente sillón, guarnecido con numerosos almohadones, ocupa el trono la abuela china, encantadora, mujercita amarilla, cuya cara parece una vieja fruta. Una de sus bisnietas, situada detrás de ella, mueve un abanico de plumas de avestruz. A sus pies están sentados dos amigos, dos viejos arrugados, de vidriosos ojos. Su mirada brilla mientras que la ligera corriente de aire provocada por el abanico levanta graciosamente los rizos de su frente y de sus sienes. Mi amigo me presenta: -Es griego- le dice inclinándose ante ella como si tratara de un ídolo-. Ha venido para saludar a vuestra vejez en flor. La anciana gruñe algunas palabras incomprensibles. -Pregunta -me explica mi amigo- lo que significa griego. En este preciso momento se oye una especie de cornamusa acompañada por un fuerte redoble de tambor. Se abre una puerta, que da a una sala más grande, en donde se apretuja una multitud de invitados. En el fondo se puede ver un estrado con un telón. - ¿Qué es esto?
-Al no poder ir la anciana al teatro, éste ha venido a ella- contesta mi compañera-. Se representarán algunas comedias cortas, para hacerla reír, y luego se dará una comida en el patio y los fuegos artificiales arrojarán a los malos espíritus. Vamos a sentarnos: la representación está a punto de empezar. Se hacen circular bandejas: té, dulces, frutas, limonadas. Delante del escenario, un cartelón dice:” Considerad esta representación tal como la oigáis: verdadera o falsa. Así es la vida”. Se levanta el telón y dos muchachos vestidos de chicas empiezan a maullar alegremente. Entra un hombre joven armado con una larga espada y con la cabeza adornada con plumas Las “chicas” se arrojan sobre él y lo abrazan. Comienza un juego amoroso mediante el cual las dos rivales intentan ganar el corazón del hombre joven. Una es delgada, con largas piernas, como una cigüeña. La otra, pequeña, gordita como una codorniz. El desgraciado no sabe cuál elegir. Cuando mira a la delgada, desea a la gordita. Por esta causa, desesperado, coge su espada y se mata. El arte y la gracia de los actores son únicos. Sus cuerpos saltan muy alto, como si fueran pelotas de goma, cada vez que tocan el suelo. No existe pueblo más ligero, más prestidigitador y acróbata. Los chinos han vencido la ley de la gravedad. En Nankín vi a una mujer que, a pesar de sus pequeños pies mutilados, saltaba con una soltura sorprendente una cuerda tensa. -El chino tiene cuatro pasiones- me dice mi amigo-: los juegos de azar, la mujer, el hachís y el teatro. Y todas estas pasiones tienen su origen en el deseo de escapar de la vida real, de proporcionar alas al prosaísmo diario. El chino sufre privaciones durante toda su vida. No le queda, pues, más que la embriaguez y la ilusión. Se emborracha con la esperanza de la fortuna o de la mujer, con el sueño o con la poesía. Así, cuando una compañía de cómicos pasa por un pueblo o por una pequeña aldea, los habitantes abandonan el trabajo para transportar mesas, esteras y bancos a la plaza en donde se levantará el escenario del teatro. Desembarazados de sus preocupaciones diarias, se abandonan, con los ojos semicerrados, al hechizo de las palabras, de la música, de los colores, a la santa ilusión de los tablados. Las escuelas cierran y los campesinos de las aldeas próximas acuden vestidos con sus mejores trajes. Todos los hogares del afortunado lugar en donde se ha detenido la compañía dan hospitalidad a los visitantes. No queda ni una sola gallina en el gallinero, los huertos son devastados y todas las provisiones del año consumidas en una semana. Pero el chino acepta esta ruina ya que la alegría de ver teatro es más fuerte que su avaricia. La gran alma china, la mística, la oriental, aquella para la cual el mundo es un espectáculo, se despierta entonces y ahoga todo razonamiento. Sabe bien, que, en este espectáculo, encarnamos los papeles para los que hemos sido creados: unos interpretando a la mujer, otros al hombre o los dos a la vez, otra vez el de idiotas, héroes, mendigos. Mientras mi amigo habla, yo sueño en todas las escenas que he visto paseando por las calles chinas. El amor por el teatro es muy profundo en este país. Veamos un ejemplo: dos chinos se pelean en medio de la calle. Al instante se agolpan los espectadores a su alrededor. Los protagonistas miran a la muchedumbre con orgullo, arrojan lejos sus gorros, se arremangan y la representación empieza. Cada uno de ellos proclama su derecho con pasión. Se golpea el pecho, se arrodilla, pide justicia. Pero da menos importancia a esta justicia que a otra necesidad más profunda: la de “salvar la faz”. Lo esencial es tener razón en apariencia y recoger aplausos. Un mandarín fue condenado a ser colgado. Adivinad cuál fue su última voluntad. ¡Vestirse con su mejor traje! Para “salvar la faz…”
Entreacto. En el patio de la anciana china circula la bandeja llena de vasos y de entremeses. Los rostros de las mujeres son radiantes y, de vez en cuando, se descubre, una rodilla desnuda. El crepúsculo penetra lentamente por la puerta abierta como si fuera un monje de Buda vestido con un hábito anaranjado. Se oye de nuevo el oboe y los tambores. Esta música estridente, que recuerda los gritos de los gatos enamorados, me resulta insoportable. Resignado, me siento en un ángulo del patio. Uno de los viejos amigos de la bisabuela, que ha salido para tomar el aire, se da cuenta de mi presencia y se me aproxima sonriendo. Iniciamos la conversación. Habla un curioso francés pasada de moda, que aprendió cuando fue Embajador de China en París, hace ya mucho tiempo. Le hablo de los asuntos relativos a la situación política de su país. Desde hace algunos días, en efecto, llegan telegramas inquietantes. Los comunistas que se encuentran en la lejana región de Seu-Tchuan avanzan hacia el norte en dirección a Pekín. También los japoneses procedentes de Manchuria se dirigen en línea recta hacia la capital. -¿No tiene miedo?- le pregunto al anciano. Pero él sonríe y contesta: Después de un breve silencio, continua: -Usted sabe que el elefante cobija una multitud de parásitos en las arrugas de su cuerpo. De vez en cuando, unos pájaros de una determinada especie se posan sobre él y lo libran de esos parásitos comiéndoselos. China es este elefante. -Pero, por lo menos, temen a sus otros enemigos, mayores todavía: los Espíritus, diría yo, de la Inundación. Hace apenas algunos años que el Yang –Tse se desbordó y treinta millones de personas perecieron ahogadas. El anciano me mira y se encoge de hombros sonriendo. - ¿Qué son treinta millones? China es eterna.
EN UNA ALDEA CHINA Un día fui a una pequeña aldea china para probar mi resistencia física y moral. En medio de una inmensa llanura gris, chozas de barro, almiares de heno, y todo ello atravesado por una lenta corriente cenagosa. Hombres y mujeres semidesnudos, sumergidos hasta la cintura, transportan cubos de agua y riegan los campos plantados de arroz. Cerdos y niños se revuelcan con alegría en el cieno. Una carroña de perro, en la corriente de agua, se está pudriendo llena de gusanos y devorada por los cangrejos. Junto a la carroña, bajo el sol ardiente, unos chinos duermen con la boca abierta, mientras por entre sus dientes separados y amarillos circulan las moscas. Yo camino con paso rápido tapándome la nariz. Al llegar a la plaza de la aldea veo una docena de chinos que fuman hachís tumbados encima de sus esteras. Sus ojos son vidriosos y brilla la piel de sus delgados brazos. Nadie habla. Todos están sumergidos en un delicioso anonadamiento. En medio de esta miseria, el hachís- como para otros la religión, el ideal, el amor o el vino- es la única puerta de salvación. Les permite olvidar su vida desgraciada, entrar en un mundo mejor y transformar la terrible realidad en un sueño maravilloso. Ciertamente que la muerte llega aprisa, pero el hachís ha tenido tiempo de proporcionarles el único consuelo el único consuelo, la única alegría que ellos pueden gustar en este bajo mundo. Si las droga les llegase a faltar, la vida sería un interminable tormento. -¿Porque fumáis hachís?-le pregunté un día a un coolie que me llevaba en su cochecito.
Me miró con sus ojos tristes y ya vidriosos. Y paseando por esta terrible aldea en donde no hay un rostro sonriente, ni un tiesto de flores, ni un pájaro; pienso que, en efecto, la vida es dura. Delante de cada puerta se pueden ver dos cubos conteniendo inmundicias humanas y de vez en cuando, un rostro inquieto aparece para vigilar los cubos que un vecino podría robar. Cuando están completamente llenos los cuelgan a los extremos de un grueso bambú y los transportan a los campos, en donde los desparraman sobre el arroz. Niños desnudos y cubiertos de barro, como pequeños cerdos levantados sobre sus patas traseras, se agrupan a mi alrededor. Unos me sacuden, otros me tocan y finalmente otros esconden piedras en sus manitas. Sus ojos están llenos de odio. Si sus miradas tuvieran el poder de matar, sería hombre muerto. Lanzando agudos gritos, me enseñan los carteles rojos pegados en las paredes, donde se destacan gruesos caracteres negros. ¿Qué pueden significar estas letras? Despego subrepticiamente uno de los papeles y me los meto en el bolsillo. (Más tarde, en Nankín, se me explicó que aquello quería decir:”Muerte a los extranjeros”) Pienso tener la ocasión de probar mi resistencia. ¿Seré capaz de superar el horror que experimento? ¿Podría permanecer en esta horrorosa aldea uno o dos años sin libros, sin lápiz, ni papel, sin cartas de amigos? ¿Podría separarme, sencillamente, con valor, pacientemente, de todo lo que amo para vivir en este barro y en esta hediondez? Cuando finalizara la prueba, sería una bestia o un santo. A lo largo de las calles se arrastran mendigos que lo registran todo, buscando algo que robar o comer. Sus inquietos ojos vigilan las puertas. Van cubiertos con andrajos o casi desnudos, y llevan los riñones liados con un tejido de paja. Zapatos, hechos jirones, cohombros, cortaplumas, latas de conserva, campanillas, todo lo que poseen está colgado a una cuerda que les sirve de cinturón. Viejos y viejas, jóvenes, chiquillas, cojos, mancos, leprosos, ciegos, se abaten sobre las aldeas a bandadas, limpiándolo todo a su paso. Algunos, debilitados por la falta de alimentación todo a su paso. Algunos, debilitados por la falta de alimentación, se desploman inanimados. La hediondez y el hambre son las dos grandes divinidades de China, Confucio, Lao-Tsé y Buda no cuentan con tantos fieles como estos dos azotes. -No hay que compadecerlos -me dijo un día un chino-. No son tan desgraciados como usted supone. Si pudiera verlos por la noche cuando se acuestan, quedaría sorprendido. Todo son risas, cantos, amor y hachís, sin hablar de los juegos de azahar, a los que son muy aficionados. Se juegan todo lo que tienen: un puñado de arroz, sus harapos, sus mujeres, sus hijos y cuando lo han perdido todo, se juegan uno de sus dedos u otro pedazo de su carne. “El Infierno tiene también sus alegrías -pensé entonces-. Quizá más ardientes, seguramente más humanas que las del Paraíso.” Era casi de noche cuando descubrí, a un extremo de la aldea, una pequeña pagoda budista construida en madera. ¿Y si pasara la noche en ella? Tenía en mi bolsillo algunos plátanos y dos manzanas. Me senté en los peldaños del templo y distinguí en el fondo, en una hornacina, una pequeña estatua de Buda tallada en madera dorada rodeada por una veintena de manos que le bendecían, le amenazaban u oraban. “¡Cuántos caminos ha inventado el hombre para transformar el hambre en satisfacción!”, pensé. Buda no es más que un aire puro, alimentado por millones de almas y el hachís permite evadirse y esperar el mundo del sueño. Existen varios peldaños de iniciación y varias maneras de entrar en éxtasis y de olvidar su yo odioso: el primer peldaño, el más bajo, es el vino, y el hachís; el segundo es el amor, el tercero el ideal, el cuarto, la fe y el quinto, el más elevado, es la creación
del espíritu. Cada uno de nosotros sigue su propio camino en la medida de sus posibilidades. -¿En qué piensas?- pregunta una voz aguda detrás de mí. Me vuelvo y veo un monje cojo cuya boca ostenta un solo diente. -¿Qué has venido a hacer en nuestra aldea?- me preguntó en inglés. -A ver… -¿A ver qué? ¿El polvo, la miseria, los piojos? Entra en el templo y regresa poco después llevando un gongo negro y brillante. -¿Tienes dinero?- me pregunta-. Lo vendo. La vibración se extiende, dulce, profunda y apacible. Con el oído atento escucho el sonido que se extiende dulcemente. Cojo el gongo y empiezo a acariciarlo. Fino como el nácar, con discretas ondulaciones, da a la mano que lo acaricia una sensación voluptuosa. El monje me mira maliciosamente, se da cuenta de que muerdo el anzuelo. -Es un viejo gongo de este templo -dice-. Ya no se fabrican iguales. Antes, fundir metal era un acto religioso. Los herreros eran personajes sagrados, ascetas; casaban los diferentes metales, machos y hembras. En los fuelles trabajaban chicos y chicas. Hoy en día los herreros ya no son estimados. Nadie tiene fe, ya no se fabrican buenos gongos. Peor éste es antiguo, cómpralo. -No te pertenece -exclamo yo-. ¿Cómo puedes venderlo? -Pertenece a Buda- contesta el monje astuto-.”Todos no hacemos más que uno”, dicen las Escrituras. Yo soy, pues, Buda, y el gongo me pertenece. Guárdalo. Compré el objeto con salvaje alegría y me lo puse bajo mi cabeza a guisa de almohada. Toda la noche me pareció oír el ruido de innumerables multitudes chinas.
* ** Al no haber podido lanzar más que una rápida e impaciente ojeada, quedé insatisfecho. Entreví el inmenso cuerpo de China como un relámpago. Luego todo el Extremo Oriente se sumergió en las tinieblas. ¿Qué es lo que ha quedado? A mí me gusta, al final de cada empresa espiritual, realizar, como un comerciante, el balance de pérdidas y ganancias. ¿Qué ha quedado de esta furtiva incursión? Hormigueros de hombres, de mujeres y de niños; pies de mujeres deformados, hediondez humana y perfume de glicinas, conventos y burdeles flotantes, olores espesos y pegajosos de jazmín, de incienso y de excrementos humanos… Y detrás de esta máscara real que he podido tocar, un confuso rostro lejano, canciones tristes, viejos ascetas que, sentados con las piernas encogidas, al borde del abismo, miran serenos, con una inmutable sonrisa sobre los labios, la nada… Hoy se han refugiado en las imágenes con tejidos de seda y sus labios no son más que un ligero trazo de pincel pintado. Y yo tengo los ojos llenos de lágrimas, de lágrimas de alegría. El espíritu tamiza las sensaciones y arroja al olvido todas las que son inútiles y peligrosas para no mirar más que aquellas que puede asimilar sin peligro, con el fin de impedir que la anarquía reine en su estrecha región disciplinada. El espíritu es un codicioso comerciante que exige, después de cada viaje en donde el alma ha conocido riesgos, obtener todo el beneficio. Le arrojamos algunas piezas de cobre chinas para que se calle y, lejos de las ganancias y de las pérdidas, conservemos para el alma, que es noble y desinteresada, el mayor de los trofeos: el Buda de alabastro que vimos un día en un templo de Pekín. Subid una alta escalera, y llegaréis a un jardín colgante y entonces, a lo lejos, oiréis el tintineo de campanillas, como si algún rebaño pasase por los alrededores. Seguid
adelante y descubriréis en seguida un templo bajo de madera, cuyo techo está guarnecido de campanillas… En el interior hay tanta oscuridad que tendréis que caminar a tientas. Pero experimentaréis una agradable sensación de frescura. Afuera, sol ardiente, nubes de polvo, gritos desordenados, mendigos hediondos y cubiertos de llagas, gentes que se ponen en cuclillas, sin pudor, por los rincones; todo el aliento sucio y sagrado del hombre. Y bruscamente, en este templo, silencio, frescor, perfumes… Y pensaréis:”Buda no es otro que éste, no pido otro”. Un monje de cuya presencia no me había enterado porque estaba en un hueco, enciende la luz eléctrica. Entonces aparece Buda en el fondo del templo, tallado en traslúcido y precioso alabastro, vestido con una túnica carmesí que deja al descubierto su blanco pecho, en plena juventud, fresco y sonriente. Jamás estatua alguna me ha dado una alegría tan grande. Más que alegría lo que experimento es una especie de redención. Tengo la sensación de haber sido liberado de mi yo obsesivo y de haber roto la barrera que me separaba de la nada. Lo que la danza, la música y el espectáculo del firmamento me habían dado por sí solos hasta este día me lo ofrecía esta preciosa e inmutable materia. La primera emoción que se apodera de vosotros a la vista de este Buda es una sensación de alegría semejante a la que experimenta el nadador cuando une sus brazos, pone en tensión sus pantorrillas, se levanta sobre la punta de los pies, busca durante un breve instante el equilibrio y se arroja al mar. Así caéis en este alabastro y os perdéis en él. Os parece nadar sin ruido, como en sueños, en aguas verdes y transparentes, bajo el claro de luna. Por primera vez comprendo las enseñanzas de Buda. ¿Qué es el nirvana? ¿Extinción perfecta o absorción en el alma universal? Después de dos milenios, los sabios y los teólogos discuten, comentan y analizan, esforzándose en encontrar la significación del nirvana. Pero ante este Buda de alabastro vuestro espíritu se inunda de certidumbre. Vivís el nirvana: ni extinción ni eternidad. El tiempo y el espacio desaparecen, el problema cambia de aspecto para alcanzar su forma más elevada, que excede las posibilidades de la palabra humana. Delante de esta estatua de Buda, el cuerpo se refresca, el corazón se dulcifica y el espíritu se convierte en una lámpara tranquila en la nada. Hasta entonces, esta lámpara se agitaba en una tempestad de pasiones, iluminando glorias, intereses, rostros amados, patrias… Y de repente, a la vista de este Buda, vuestro espíritu se apaga. Mejor dicho, no se apaga, se convierte en el mismo Buda. Durante horas, permanezco inmóvil mirando este corazón del mundo, tallado en un trozo de alabastro. Y me doy cuenta de que aquí, en esta fuente de luz, en este mármol fosforescente, convergen todos los rayos de la tierra. Todos los esfuerzos del hombre. Cuando salí del templo, el sol ya estaba bajo en el cielo, que empezaba a teñirse de oro y verde. Me apoyé un momento contra un árbol del jardín para dar a mi alegría tiempo de sosegarse. Mi espíritu era semejante a un escarabajo dorado que, habiendo pasado la noche en una flor de lis, sale de ella empolvado de precioso polen. De repente descubrí, en el centro del jardín, un pedestal de mármol con molduras verdes, malvas, blancas y rosas. Me aproximé y vi. que estaba adornado por una escultura que representaba una cacería salvaje y se distinguían bien los perros, caballos jabalíes. Este abigarrado bloque de mármol debió de ser en otro tiempo el pedestal del Buda de alabastro. Pero como no cabían ambos en la pequeña capilla, los habían separado. Y ahora, sobre el pedestal en el centro del jardín, se levantaba solamente el vacío, la última y definitiva estatua del Buda esculpida en la Nada.
Durante mucho tiempo, confuso, noté la invisible presencia del dios sobre el pedestal. Me acordaba del concierto casi mudo e inmaterial que había oído la antevíspera en una casa señorial china.
* ** Una gran sala apenas iluminada. Somos una docena de silenciosos invitados. En el fondo, una tribuna tapizada de seda gris. Aparecen los músicos, saludan, y toman asiento. Algunos llevan un pequeño tambor, otros un laúd chino de siete cuerdas, el sin, y otros una especie de lira antigua. Dejan en el suelo una inmensa arpa de veinticinco cuerdas, la so. Dos jóvenes llevan cada uno una larga flauta. El anciano dueño de la casa esboza el ademán de golpear sus manos, pero sus palmas se detienen justo antes de tocarse. Esta es la verdadera señal que abre este sorprendente concierto mudo. Los violinistas levantan sus arcos y los flautistas ajustan sus instrumentos entre sus labios mientras que sus dedos se desplazan rápidamente por los agujeros. ...Profundo silencio... Los arcos se agitan por encima de las cuerdas sin rozarlas, los platillos se detienen dulcemente antes de tocar la piel de los tambores; el arpista, inclinado sobre el arpa, pasea lentamente sus manos y se para de vez en cuando, con aire arrobado, para escuchar el silencioso sonido. No se oye nada. Como si tratara de un concierto que se da muy lejos al lado de las sombras, sobre la otra orilla de la vida, y en donde, no obstante, se ve cómo los músicos tocan en inmutable silencio. Tuve miedo. Miré a mi alrededor. Los invitados, con los ojos fijos en los instrumentos de música, se hallaban sumergidos en la inaudible armonía. Seguían los movimientos de los ejecutantes, los perfeccionaban en su interior y la música muda brotaba en su alma. Una especie de señal había sido dada a la cual cada uno dejaba su corazón en libertad para perfeccionar lo imperfecto y alcanzar la cumbre de la voluptuosidad. Cuando el mudo concierto hubo terminado, me incliné hacia mi vecino y le pregunté. Este contestó sonriendo: -Para los oídos ejercitados, el sonido es superfluo. Las almas libres no tienen necesidad de acción. El verdadero Buda no tiene cuerpo
* ** Es cierto. El verdadero Buda no tiene cuerpo. Miro el pedestal vacío del jardín y, con las osadías más silenciosas e indecibles de mi espíritu, creo la estatua de Buda. “Cuando un pueblo- me digo- llegue después de miles de años a la cúspide más elevada de la civilización humana, estatuas parecidas se levantarán en medio de las plazas. Un pedestal con un nombre y nada más. El espectador superior esculpirá la estatua con sus ojos en el mármol y a su manera. “Estatuas invisibles, música silenciosa, he aquí las más grandes flores que, un día, brotarán de la raíz fangosa de nuestro cuerpo. Cuando el hombre consiga desembarazarse de la bestia”. Bendita sea esta China sucia, pues ella es el único país del mundo que, desde ahora, nos permite presentir con cierta vanidad lo que será la humanidad futura”.
CAPÍTULO V ESPAÑA El rostro de España es doble. Por un lado refleja el ardor del Caballero de la Triste Figura; por el otro, el buen sentido del positivo Sancho. La visión deslumbrante de España está siempre presente en mi espíritu: altas llanuras de Castilla y de Extremadura, carente de agua, sin árboles, guijarrosas; valles rientes de Andalucía y de Valencia, en donde crecen el naranjo, el limonero y el plátano; hombres violentos, de cuerpo seco; mujeres cuya cabellera perfumada se adorna de altas peinetas rematadas por ondulantes mantillas negras: tumulto de los puertos, de las plazas de toros y de las innumerables ferias; música con acentos árabes, lánguidas melodías llenas de pasión, y de muerte que ascienden de los umbrosos patios y de las celosías espesas de Córdoba y Sevilla; olores de jazmín, de basuras y de frutas que se corrompen; mezquitas, iglesias, palacios musulmanes, cruces erigidas en las encrucijadas de las calles abigarradas y bulliciosas; vagabundos con ojos negros de Murillo; enanos irritados y orgullosos de Velásquez; bandidos, mendigos y gitanos de Goya; personajes del Greco con los cuerpos enjutos, esbeltos, que se consumen como cirios... España se despliega y aparece en mi recuerdo como un pavo real con las alas abiertas que se pasea entre dos mares. Y yo cierro los ojos para recordarla mejor. Llueve suavemente, los Pirineos se esfuman en la bruma, aparece un alegre arco iris, un pie puesto sobre las áridas piedras de España y el otro, perdido en la tormenta del cielo, lejos, hacia Francia. Una espalda muy recta, huesuda y altiva, a la que están colgadas unas ristras de cebollas y una guitarra. Después, otra espalda. Y otra todavía...Blusas usadas de obreros; olor de sudor, de vino y de ajo; olor a ganado humano. Hombres, mujeres, frailes, todos nos apresuramos como un rebaño en la frontera. Empieza a llover más fuerte. Junto a mí, pálida y silenciosa, una religiosa se muerde los labios. Las alas blancas y tiesas de su toca están tan mojadas que caen sobre sus hombros como golondrinas muertas. Un grueso campesino que lleva una ancha faja roja y un sombrero con las alas planas, escupe y jura a causa de la lluvia. Muy cerca, un niño comienza a llorar a grandes gritos. Su madre registra unas alforjillas que lleva a la espalda, saca una hoja de col y se la da. El niño se calla y empieza a masticar beatíficamente, como un conejo. Un obrero, corto de talla, con los ojos ardientes, tiende la mano riendo. La mujer le da igualmente una gran hoja de col y vuelve a atar fuertemente los cordeles de sus alforjillas. Reímos todos e intento trabar conversación: -¿De dónde vienen? -De Francia. Hemos estado vendimiando allí como jornaleros. La mujer me alarga una hoja de col y me pongo a masticar con ellos.
ÁVILA Alta, seca, desértica, de acceso difícil, así aparece Castilla la Vieja, esta forja donde fue formada el alma española. Se ven chozas donde hombres y animales viven juntos,
pastores esqueléticos con los ojos brillantes, y otros con la piel quemada por el sol, que caminan por entre las piedras, detrás de sus hambrientas cabras. El auténtico español siente todavía profundamente la nostalgia de la vida nómada. Menosprecia al campesino que se encorva para cultivar la tierra. Cuando todavía podía disponer de esclavos árabes, era a éstos a los que confiaba este trabajo, ya que en los tiempos de su gloria, el español estaba ocupado en guerrear, viajar, vagabundear o robar en el Nuevo Mundo. No para predicar la religión de Cristo o apropiarse de riquezas. No se trataba más que de pretextos que, si hubieran faltado, habrían sido reemplazados por otros. Luchaba y vagabundeaba, pues ésta era su afición. Se esforzaba en escapar de la mediocridad de la vida apresurándose, antes de morir, realizar una gran obra. Así, en el célebre cuadro de Durero, “El Español”, montado en un caballo, es perseguido por la Muerte. Ambos caballeros galopan como dos valientes compañeros de armas hacia la tumba, pero antes de que esta carrera macabra termine, el Español mira con avidez todo lo que lo rodea: la tierra, el mar, la mujer... He aquí cómo podría explicarse la aparente contradicción del alma española que la lógica no ha permitido comprender a tantos sabios. Pasión y Nada. Estos son los dos polos alrededor de los cuales gravita. La pasión, la sed, el cálido abrazo de la vida, y al mismo tiempo la sensación de que todo esto no es más que nada y que la muerte es nuestra Gran Heredera. Pero cuanto más un alma fuerte vive cada uno de sus vanos y efímeros minutos, Para las almas fuertes, la muerte es siempre el más poderoso excitante. En el corazón de Castilla, sobre una colina, se levanta la ciudadela de Ávila. “No se encuentra en ella más que piedras y santos”. Las murallas, todavía en pie, con sus ochenta y ocho torres, sus almenas dentadas y los pasillos subterráneos desiertos, rodean las miserables casuchas de hoy y las mansiones señoriales, las iglesias y los conventos de la célebre ciudad antigua. Hace diez siglos, en este lugar, ahora silencioso, resonaba el ruido de los talleres moros, donde los Artesanos de piel morena martilleaban el bronce. La voz del almuédano se dejaría oír varias veces al día. Un chorro de agua gorjeaba sin duda en medio de la plaza y a su alrededor, dentro de las casas de grandes paredes, detrás de las celosías, ojos negros miraban ávidamente la calle. Y en el barrio judío....voces chillonas, golpeteo de zuecos con incrustaciones de pedrería verde y roja, buhoneros de ojos brillantes y astutos; harapos multicolores, ruido de la muchedumbre, perfume de especias y de los jardines secretos, sonidos de cítara bajo la luna nueva... Pero un día los cristianos llegaron del norte y los morenos artesanos, con sus mujeres maquilladas con alheña, tuvieron que abandonar la ciudad... Las mismas estrechas calles se poblaron entonces de sacerdotes montados en robustas mulas, caballeros con armadura y mujeres que llevaban cinturones de castidad bien cerrados. Un día, alrededor de 1522, un hombre hizo su entrada en Ávila, llevando a la grupa de su caballo a un niño llorando. No se podía señalar si el rostro del caballero expresaba diversión o cólera. Al llegar ante una vieja mansión señorial, el hombre desmontó, cogió al niño por el cuello y lo depositó en tierra firme. Una niña de unos siete años aproximadamente hizo entonces su aparición en el umbral de la puerta. Al ver a su hermano se mordió los labios con obstinación y no dijo nada. -Teresa- le gritó el hombre, medio sonriendo, medio furioso-, tú tienes la culpa. Tú eres la que lo incitas. Este pequeño mocoso pretende ir con los moros para predicarles el Evangelio.
Sin contestar, la niña cogió de la mano a su hermano, que seguía llorando, y le murmuró al oído con tono severo: -Rodrigo, ¿no te da vergüenza llorar? Ten paciencia, cuando seamos mayores nos marcharemos juntos. Teresa leía libros de leyendas que alimentaban su imaginación y hacían palpitar su corazón. En las ilustraciones de los libros veía moros tocados con turbantes rojos y verdes que decapitaban a santos mientras lirios blancos brotaban de la tierra que había regado la sangre de los mártires. En el cielo azul de las imágenes, admiraba la “Nueva Jerusalén” con sus paredes color esmeralda. “¡Para siempre! ¡Siempre! ¡Siempre!...” son las palabras que le gustaba repetir sin cesar, como lo hemos sabido más tarde, cuando de niña, hablaba a su hermano Rodrigo de fugas y de mártires. Así Teresa crecía bajo el severo techo paterno, en una atmósfera de fiebre y de espera, sin dejar de soñar en una vida heroica y aventurera y en partidas hacia lejanos países. La internaron en un convento. Para las hijas de la nobleza, los conventos eran en aquella época alegres instituciones donde las jóvenes monjas se reunían para conversar durante varias horas en el locutorio. Podían asimismo recibir a los miembros de sus familias y a sus amigos. Les llevaban regalos: frascos de esencia de flores, pomadas para el cuidado de la piel, frutas exóticas procedentes de las Nuevas Indias, patatas dulces, plátanos, café... Algunas veces también les llevaban hábiles acrósticos llenos de ingenio y de exageración romancesca, en donde se mezclaban el amor divino y el amor terrenal. Tales libertades transformaban los conventos en centros mundanos donde se discutía de filosofía y de arte; en academias alegres y superficiales donde, según la costumbre de la época, se hablaba del amor platónico y del amante ideal. Allí, los jóvenes nobles vivían la vida agradable que les convenía y que no habrían podido llevar en la triste casa paterno o en la lúgubre corte de Felipe II. Y el enviado de Venecia tenía razón cuando, comprobando su felicidad, había exclamado: “En estos conventos, las religiosas están ya en la antesala del Paraíso”. Después de su reclusión, Teresa había aprendido a reír, cosa que no había conocido hasta entonces. Disfrutó de la dulzura de la vida mundana y se enorgulleció del don que tenía de expresarse y de encontrar siempre en las conversaciones la respuesta más justa. Estos pequeños éxitos constituían para ella grandes alegrías. Su vida transcurría feliz, vana e indolente. Una noche tuvo bruscamente conciencia de que corría hacia su perdición y que el Infierno se abría bajo sus pies. Presa de terror exclamó: -Tengo que salvar mi alma. Mi misión consistirá a partir de este día, en introducir de nuevo en los conventos la virtud de otros tiempos. También por entonces, Don Quijote, después de haber leído todos los viejos libros de caballería, exclamaba: -Tengo que salvar mi alma. Mi misión consistirá en hacer reinar de nuevo sobre la caballería decadente la virtud de otros tiempos. Don Quijote y Santa Teresa caminan a la par. Sus gritos son idénticos, su meta es la misma: salvar su alma, es decir, dedicar su vida a un fin superior. A partir de aquella noche, comienza la aventura heroica y con frecuencia agradable de la santa. Viaja sin descansa, por ciudades y por pueblos, para predicar, hacer aplicar las nuevas reglas en los antiguos conventos y fundar monasterios modelos según sus principios. Se la ridiculiza, se le infunde miedo, se le ponen mil dificultades. Las casas que se le dan para sus monjas son ruinosas y abiertas a la lluvia. Y ninguna silla, ninguna mesa y menos aún mantas. Entonces, siempre alegre, llena de optimismo y de
humor, Santa Teresa va mendigando de puerta en puerta para recoger los muebles indispensables, un poco de pan, aceite y leña. “Amor significa energía”, decía con frecuencia. Y la santidad no es un estado de exaltación o un momentáneo acto de valentía. Exige tesoros de paciencia y de trabajo. No es un ataque, sino una guerra diaria en el fondo de las trincheras, en medio de la suciedad y del barro. Así luchó Santa Teresa. Con paciencia hizo frente al hambre, a la amenazas, al descontento, y se burló de ello con frecuencia. Cuando no había para comer más que un solo bocado de pan y las religiosas estaban tristes, ella reía: -Tanto mejor- les decía. Cuando el cuerpo engorda, el alma se debilita. Algunas veces, cuando faltaba el pan, el fuego y el jergón para dormir, Teresa cogía una bandeja de hierro y se servía de ella a modo de tambor para cantar salmos y bailar en medio del patio del convento, Reía y se burlaba de sí misma. Escandalizadas, las monjas, hambrientas, la miraban, estupefactas. Entonces, la santa se volvía hacia ellas pronunciando estas inesperadas palabras: -Todo esto me es indispensable para soportar la vida. Y con frecuencia lanzaba este grito auténticamente español: -El mismo todo no es nada. Una noche de primavera, en Salamanca, Santa Teresa se entretenía tranquilamente en pasear con las religiosas por el patio. De pronto, una pequeña monja se plantó delante de ella con una pandereta y castañuelas, y se puso a bailar y a cantar Ven, ven mi luz, Ven, mi dulce Jesús. La santa nota como sus brazos se enervan y su cuerpo se hiela. Cierra los ojos y se desploma sin conocimiento. Las religiosas asustadas, la llevan llorando a su celda y la depositan sobre su duro jergón. Cuando recobra el conocimiento escribe su notable letrilla Que muero porque no muero. Este fue su primer desvanecimiento de éxtasis. Después tenía miedo de tales momentos, ya que prefería permanecer en la Tierra y que su alma no se separara jamás de su cuerpo. Cuando una religiosa tenía una crisis histérica, Teresa ordenaba con cólera: -Qué se le dé con un látigo, eso la calmará. Para ella vivir santamente no significaba desvariar, planear por los aires y separarse de las cosas de este mundo, sino más bien trabajar, resignarse y amar. En la santidad, al igual que en el arte, la llamada inspiración, el entusiasmo, el éxtasis, el furor, incluso si emanan de Dios, son estados sospechosos que pueden descarriar a los que los sufren. Son disposiciones del alma confusas y primitivas que tienen que aclarar y afinar un incesante y severo trabajo del espíritu. Paciencia, lógica, alegría y bondad eran las cuatro pequeñas yeguas que arrastraban a Santa Teresa y a su alma. Pienso en esta maravillosa obrera que supo fundir en ella con perfecta plenitud los personajes de Don Quijote y de Sancho. Me la imagino caminando con paso rápido por las pequeñas calles desiertas de Ávila, que tan pronto suben como bajan. Desembarazando a Teresa de su sayal y de los rasgos particulares propios de su época, intento ver con toda su pureza la llama que ardía en ella. Para gozar intensamente de nuestro paso efímero por la tierra, no ha existido ni existirá nunca más que un solo medio, ya que únicamente éste nos permite movilizar y mandar todas nuestras fuerzas: someterse a un ritmo, que es superior a nuestro ritmo natural. Solamente así la vida del hombre puede ganar nobleza y unidad. Solamente así su actividad puede traspasar los restringidos límites del individuo. Y el que crea y obedezca a tal ritmo podrá vivir solo y plenamente su pequeña existencia individual.
Bien subiendo a la pira, emprendiendo una acción valerosa o simplemente descansando en el umbral de su puerta, el creyente nota la vida estallar en él, igual que un sol y, en el tiempo de un parpadeo, experimenta más alegría que la que pueden experimentar en un siglo, los hombres que no tienen fe. Aunque sea la más ascética, la fe ha sido siempre el mejor método y el más fecundo para asegurar la intensidad, no de la vida futura, sino de la que vivimos sobre esta tierra. No hay como la fe para elevar a las masas, es decir, encaminarlas a someter sus deseos y sus exigencias a un ritmo humano profundo que excede del individuo. Cuando conseguimos descubrir este ritmo, nuestro deber es aliarnos con él. ¿Cómo? Adoptando su método: transmutar en espíritu la mayor parte de la materia posible. Dentro de los límites de la naturaleza humana, es una lucha compleja e incierta. Las nociones, materia o espíritu se modifican e igualmente se suceden constantemente. Lo que para una generación es movimiento y arranque hacia el alto futuro, es, para la que la sigue, inmovilidad y pesadez. Lo que era espíritu se convierte en materia. Un solo de espíritu que asciende inflamado y creador- llámese religión, raza, ideal, patria- se extingue durante algunos siglos, y sus restos calcinados, al caer, constituyen un obstáculo para el nuevo soplo que inicia su vuelo. Hasta que a su vez, después de haber agotado toda su violencia, ésta se apaga y se transforma en obstáculo para los otros. Este ritmo que nació antes que el hombre, domina la historia del mundo. Un grupo de individuos, impulsado por sus deseos y por sus necesidades, asume el poder espiritual y temporal, establece leyes, crea civilizaciones y, al cabo de cierto tiempo, saciado, nutrido, abandona. Después le substituye otro grupo el cual asciende, más impetuoso porque tiene hambre, porque un nuevo Dios lo guía o porque, dañado, quiere recuperar sus derechos. Pero todos estos pretextos, que no obstante, son realidades, ocultan siempre el gran motivo: los hombres actúan así porque se sienten esclavos. Mejor aún: de ellos alguno es esclavo y lucha por liberarse. Antes de salir de Ávila me despido de Teresa. En otros tiempos, sin duda alguna, esta llama habría tomado otro aspecto, habría ardido de modo distinto.
TOLEDO Siempre me he imaginado a Toledo tal como lo había pintado El Greco, encaramada, ascética, en medio de una terrible tempestad, mientras la aguja de su maravillosa catedral gótica, parecida a la aguja del alma humana, rasga las nubes cargadas con el rayo divino. Uno de sus lados, con sus torres, murallas y casas, es iluminada por la chispa azul de un relámpago; el otro desaparece en la nada. Pero yo llegué a Toledo durante una mañana tranquila y dulce. Dos mujeres jóvenes que regresaban del mercado llevaban sus cestas llenas de frutas y de pimientos colorados. Las pesadas campanas de la catedral tocaban, las casas abiertas recibían la luz a raudales y dentro de los frescos patios interiores, las muchachas regaban las macetas de flores con los bordes dentados. Como sucede a veces, este primer contacto no fue para mí ni rayo ni incendio. Me pareció tan agradable como una brisa de primavera. Encuentro absurdo pedir a las célebres ciudades antiguas que nos muestren sus ruinas pintorescas o una desolación romántica, en suma, esta decoración trivial en la que se complace nuestra imaginación. Ya sé que es muy difícil contemplar un lugar con ojos nuevos cuando un gran poeta ya ha pasado por él. España es la invención de algunos poetas y pintores y de algunos turistas apasionados. Las mantillas, los toreros, las
castañuelas, los gitanos de Granada, las cigarreras de Sevilla y las huertas de Valencia han inflamado desde entonces sus espíritus. Lucho por librarme de este yugo. Como se ha dicho en los libros de leyendas, el hombre lleva sobre sus hombros dos espíritus invisibles. A la derecha, un ángel y a la izquierda un demonio. Esta mañana los noto en mí: contemplan Toledo y discuten. El demonio farfulla, frunciendo sus delgados labios irónicos: -¿Esta es la célebre ciudad imperial que teníamos tantos deseos de ver? ¿Este enorme edificio sobrecargado. Gordo como una nodriza, es la famosa catedral? ¿Y este puente corroído el admirable Alcántara? ¿Dónde están las ciudades cuya sola vista hacía palpitar nuestro corazón? Acuérdate de Jerusalén, Mykonos, Moscú, Acuérdate de Samarcanda y de Bujara. Acuérdate de Jaroslaw, Novgorod y Asís. Y desconfía de cierto romanticismo... Estas calles son sucias; estas mujeres son feas; estos rebaños de turistas, insoportables. ¡Qué fastidio! ¡Vámonos! Y el ángel murmura con su voz tranquila: - ¿Y si fuéramos a ver el Greco? Pero yo no tengo prisa. Sé lo dulce que resulta detenerse en el umbral de la felicidad. Paso por delante de la casa del Greco, que se encuentra en el barrio judío. La gran puerta está abierta. Se distingue un jardín abandonado, pero agradable y cálido. Un rosal lleno de rosas, dos o tres chumberas, una estatua antigua de mármol... La hiedra trepa a lo largo de las paredes y las descarna. Una anciana arrugada, sentada al sol, limpia mostaza como las abuelas cretenses. En el fondo del jardín, una terraza sostenida por altas columnas y, encima, una ventana enrejada. La anciana levanta la cabeza, me mira con indiferencia, y sigue su trabajo. Esta olorosa y cálida paz evoca dentro de mí a Creta. No me puedo dominar y, franqueando el umbral, le pregunto a la vieja: -Abuela, ¿puedes decirme donde nació El Greco? -No lo sé, hijo mío me contesta-. Se dice que vino por el mar. ¿Lo conociste? -Desde luego, pero yo era muy joven y ya no me acuerdo - dice. Y esta mentira no la hace enloquecer. -¿Quién era el Greco, abuela? -Un hombre que pintaba a Cristo y a sus apóstoles. Le prometo que le traeré azúcar y café si me dice la verdad. Parece alegrarse, su mejilla enrojece y murmura confidencial: -Es un tipo que nos trae a los americanos. Esto fue para mí una agradable sorpresa. Este pueblo hambriento tenía una manera sencilla y pintoresca de admirar sus grandes hombres, con la cual yo no contaba. El gran hombre es aquel que trae a los americanos, es decir, la propina y el bienestar. Sencillo, aprovechador y con los dos pies en el suelo, el campesino lo juzga todo con su vientre. Un día, me acuerdo de ello, me paseaba por la orilla del Aquelaoo. Un campesino vestido con una mugrienta enagüilla, con ojos pequeños y astutos, me precedía. De pronto, un pájaro surgió por encima de nosotros, con el viento brillante, de un verde mar oscuro y las alas de color azul oscuro. Brilló durante un momento y después se perdió entre las cañas. Lancé un grito de alegría y agarré por el brazo a mi guía. -¿Qué pájaro es? Jamás olvidaré el desdén con que aquel griego me miró. Después de haberse encogido de hombros, se dignó contestar: -¿Para qué puede servirte, mi pobre señor? No se puede comer.
El campesino estimaba inútil dar un nombre a un pájaro que no era comestible. Pero al otro, quiero decir al Greco, se le daba uno, ya que en cierto sentido era comestible. Abandono el jardín del Greco. Poco profundo, cenagoso, el Tajo se revuelca bajo el sol. Orillas desnudas, peñascos grises y puntiagudos. Ni una hoja verde. Dirijo una lenta mirada sobre las riberas del río y me regocijo al pensar que la mirada ardiente del Greco debió de amar estas piedras ascéticas. Me siento agitado como si fuese posible encontrar de nuevo allí una chispa olvidada de su pupila. Visito la casa del gran hombre, su museo, las iglesias donde se hallan sus obras. Tengo presente en el espíritu su duro combate. Tengo la vista llena de bocas ardientes, largos dedos pálidos, manos semejantes a estrellas de mar, ojos de brasas inmóviles... Todas estas maravillas se hallan allí impacientes por penetrar en mí y tomar forma. Impaciente también yo, me contengo, por saber bien que cuando llegue la hora del acuerdo perfecto, esta espera del placer, esta alegría, morirá... Me paseo por las estrechas calles de la ciudad pensando en su pasado. El día 8 de Abril de 1614, durante una alegre mañana como la de hoy, la puerta del gran cretense se hallaba abierta. Niños vestidos con blancas camisas bordadas estaban en el umbral llevando cirios amarillos. El noble y misterioso extranjero que el mar había traído cuarenta años atrás, había muerto. Todo Toledo estaba de luto. La leyenda que había creado a este cretense, taciturno pero violento, revivía aquel día en todos los labios. Su vida había sido extraña, sus palabras, raras, pero tajantes. Había dicho de Miguel Ángel: “Era un buen hombre, pero no sabía dibujar”. Había pintado las alas del ángel tan grandes que la misma iglesia se había asustado. Al Inquisidor que le preguntó: “¿De dónde vienes? ¿Por qué has venido?, contestó: “No tengo que dar cuentas a nadie”. Había contratado a unos músicos que debían tocar en la habitación contigua a la que tenía por costumbre comer. “Despilfarraba sus ducados- dijo su amigo José Martínezpara llevar un lujoso tren de vida”. Le gustaba pasear al crepúsculo por los jardines del Cardenal Sandoval y Rojas, plantados de olivos, de naranjos y de pinos, poblados de pájaros exóticos, de peces en las tazas de las fuentes y de estatuas de mujeres desnudas. Allí se encontraba con sus amigos: poetas, frailes, guerreros y prelados. A estos jardines acudían también las mujeres más cultivadas de Toledo y de las que refiere Gracián:”Decían más con una sola palabra que los filósofos atenienses con todo un libro.” Toledo lo había seducido. Era la ciudad que le convenía. Ya vacilante, conservaba los restos de su grandeza y esplendor. Sin embargo, por sus estrechas calles caminaban todavía nobles y caballeros llenos de orgullo, de lasitud y de exaltación mística, cardenales indómitos y frailes pálidos. Muchos rostros apasionados y alucinados, propios para seducir la mirada del cretense insumiso. Por sus venas corría la mejor sangre árabe. Los mismos árabes que habían conquistados España. Se habían abatido también sobre Creta, “la isla donde mana la miel y la leche” y, para resistir la tentación del regreso, para adueñarse con más seguridad del país, habían quemado sus naves tan pronto como hubieron desembarcado. Por esto el Greco descubrió en Toledo una nueva patria. Pero, contrariamente a los pintores españoles, veía por primera vez- y en un momento crítico de su hermosa juventud- el espectáculo de España, sus rostros extasiados y lívidos, el último sobresalto de una raza antes de su decadencia. Por la misma época, Cervantes inmortalizaba con las risas y las lágrimas estos mismos caballeros de la triste figura. Mientras el Greco, separando el elemento cómico conseguía gracias al trazo y al color, dar forma a un espectro eterno: el alma desesperada del hombre,
Viejas iglesias, palacios en ruinas y, entre los escombros, una fragante madreselva. Me encuentro de nuevo en el barrio judío delante de la casa del Greco. Franqueo el umbral. Me basta con lanzar una mirada ávida sobre las pinturas de colores brillantes y sobre sus lívidos personajes consumidos por una llama interior, para que en seguida se me corte la respiración. Y al igual que siempre en mis momentos de gran alegría o de gran pesadumbre, intento distraer mi espíritu de la emoción que lo embarga, para darle tiempo de comprender que alegrías y penas no son más que pasajeras fosforescencias indignas de destruir nuestro corazón. Me pongo, pues, a bromear con el anciano guarda del Museo. Hablar y reír me apacigua. Luego me callo y empiezo a contemplar la obra del Greco. Rodeado por los retratos de los apóstoles. De repente, tengo la impresión de encontrarme en medio de llamas. Bartolomé está vestido de blanco; su cabeza con rizos oscuros, pálida, hambrienta, se agita como una llama y parece querer separarse de su cuello. Hay tanta ligereza y gracia en la mano que levanta el cuchillo, que el apóstol parece más bien que sostiene una pluma y se prepara para escribir. Junto a él. Juan, con los cabellos rojos, a un tiempo efebo y femenino, aguanta un cáliz en donde bullen las serpientes. El viejo Simón, con las mejillas hundidas y los ojos indeciblemente tristes, se apoya con todo su peso sobre su lanza para no caer. Y mientras él os mira, vosotros experimentáis el incurable amargor de la inutilidad del combate. Todos los apóstoles abrasan. En la entrada, el célebre cuadro de Toledo al pie del cual y a la derecha se puede ver a Jorge, el hijo del Greco, desplegando un mapa. Del cielo desciende sobre la ciudad un grupo de ángeles. La Virgen está en medio de éstos. Se diría que es la reina de las abejas rodeada por sus amorosas obreras de vellosos vientres. Más arriba un ángel que cae, con la cabeza hacia delante, parecido a una estrella fugaz. Me acuerdo del cuadro de la “Resurrección” del museo de Madrid. En la parte inferior, los guardias, amarillos. Azules, verdosos, tumbados boca arriba, forman una masa abigarrada de donde se eleva Cristo, recto como un gran lirio blanco: flecha divina que asciende hacia el cielo tras haber vencido el peso de la materia y la muerte. Y en el frío Escorial, con un brillo metálico resplandece “El martirio de San Mauricio”; las tres armaduras: azul, esmeralda oscura y amarillo; el vestido verde del niño y la claridad de ultratumba que impregna la atmósfera os ponen en tal estado de exaltación, que os creéis proyectados en un paisaje lunar. En todos los cuadros del Greco la luz desgarra al aire con la misma violencia. Hay algo de cruel, de feroz, Así sucede en su “Inspiración del Espíritu Santo”. Los apóstoles parecen temblar como si quisieran huir, pero es demasiado tarde, ya que el espíritu se arroja sobre ellos como un halcón. Un halcón que intenta proteger su cabeza, tiene las manos llenas de sangre. Así es la luz en la obra del Greco. Devora las carnes, deroga las fronteras que separan las almas de los cuerpos y pone tensos a estos últimos como si fuesen arcos. Y qué importa que se rompan. La luz es movimiento, violencia. No proviene del sol, parece estar más bien manar de una luna trágica. El aire vibra, cargado de rayos; algunas veces, los ángeles se difunden de la bóveda celeste como amenazadores meteoritos que estallan multicolores por encima de las cabezas humanas. Por esto los rostros pintados por el Greco tienen este aspecto ceroso y extático de los espectros o también el que pueden tomar nuestras caras bajo los rayos de un inmenso relámpago azul. El Greco está atormentado por el deseo de alcanzar la esencia a través de la sustancia. Martiriza los cuerpos, los estira, los ilumina con una luz devoradora, los quema. Menospreciando las reglas del arte, absorbido por su propia visión, coge su
pincel como el caballero coge su espada y marcha delante. “La pintura -le gustaba decir -no es una técnica, un conjunto de recetas y de reglas. La pintura es ejecución, inspiración, creación estrictamente personal”. A medida que envejece, en lugar de perder su ardor, el Greco ganaba vigor. Su pulso se acelera, su “demencia” es cada vez más fecunda. Sus últimas obras: “Laooconte”, “Toledo bajo la tormenta”, son incendios. Ya no son cuerpos los que representa. El alma es un es una espada que sale de su vaina: el cuerpo humano. Algunas veces es el amor de la vida el que distingue a los personajes del Greco. Sus ángeles son atléticos, morenos, con las narices arremangadas y un ligero vello negro sobre las mejillas y encima de los labios. En la Iglesia de San Vicente de Toledo, uno de ellos empuja a la Virgen hacia el cielo con unos brazos tan robustos que, al mirarlo, uno se siente animado por el mismo ímpetu. Los retratos del Greco son de una extraordinaria intensidad. Uno se estremece a la vista de sus caballeros o de sus cardenales que salen del fondo negro del cuadro como si fuesen espectros. El Greco consideraba al cuerpo del hombre como a un obstáculo, pero también como el único medio que permite al alma manifestarse. Por eso no renegó de este cuerpo como lo hicieron los árabes que lo reemplazaron por dibujos geométricos. Cuanto más se miran sus retratos, más se nota uno dominado por un miedo metafísico. Se piensa en las fuerzas oscuras: la alquimia, la magia, la brujería, el exorcismo. Todos estos personajes pintados en forma de conservar el cuerpo que tenían sus vidas, sus mismos rasgos, sus mismos vestidos, parecen reaparecer en medio de un espejo mágico, resucitados por un poderoso brujo. De tal suerte el arte encuentra de nuevo su poder primitivo que era el de hacer revivir a los muertos. Pero a estos cuerpos resucitados les falta la dulzura, la naturalidad y el calor humano. Antes de volver a la tierra han conocido el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. El confesor de Santa Teresa, el padre Ibáñez, decía: “Teresa es grande desde los pies hasta la cabeza. Pero de la cabeza para arriba es incomparablemente más grande.” Es esta talla invisible del hombre la que el Greco se esforzó en pintar durante toda su vida.
CÓRDOBA Las cadenas de colinas que se descubren al abandonar Toledo son desérticas, doradas e inhabitables. Tienen a la vez el encanto del Ática y la desnudez de Arabia. Un castillo medieval se levanta en la más alta cima. Su deteriorada fachada tiene grandes aberturas y por sus muros trepa la hambrienta hiedra, su último enemigo. En un pueblo, una pequeña iglesia, con un blanco y fino campanario, causa desde lejos la impresión de una oca que, con el cuello extendido, baja la pendiente, seguida por todas sus compañeras: las casas. Y mientras el tren lanza humo, el rebaño se anima y corre en sentido opuesto. De vez en cuando, piedras blancas brillan sobre la tierra roja como flores de rosal silvestre. No hay sombra alguna, sino que por todas partes se extiende una luz perpendicular. De pronto, en un altozano, descubro el primer molino de viento. En pie, inundado por el sol, con su rueda semejante a un escudo, se diría que verdaderamente se trata de un guerrero de la Edad Media cubierto con su casco gris y revestido con su armadura. Entonces comprendo por qué Don Quijote tomó por gigantes a estos molinos. Luego, al otro lado de la colina, aparece un ejército de molinos. Junto a una estación, un pequeño río salta cloqueando de piedra en piedra.
Un joven soldado, corto de talla y de cabello negro, que ha terminado de comer y beber, se acoda a la ventanilla del tren y se pone a cantar. Es un canto apasionado, un canto de amor y de muerte, una melodía monótona, pero desgarradora. La voz asciende, suplicante como las voces de los almuédanos cuando llaman a los fieles desde lo alto de los alminares. Una vieja canción mora de los tiempos en que árabes y judíos no habían abandonado todavía Andalucía, renace en los labios cristalinos del soldado de los cabellos negros: Esta noche he soñado un sueño del alma mía he soñado con mi amante y abrazado lo tenía. De pronto vide una dama toda de blanco vestida, y era su pálida cara más fría que nieve fría. “¿Cómo estás aquí, mi amada, Cómo viniste, alma mía? En la casa, bien cerradas puertas y ventanas tenía.” “¡Oh, Muerte inexorable, déjame vivir un día”. “Un día no puedo darte, una hora te daría.” “Yo no soy tu amante, amado soy la muerte y Dios me envía.” Para salir a la calle él se vistió a toda prisa. “Abre la puerta, paloma, ábrela, paloma mía” “No puedo abrirla, mi madre no se durmió todavía”. “Si no la abres esta noche jamás ya me la abrirías, que la Muerte me persigue y se me acaba la vida”. “Te echaré por la ventana un cordón de seda fina. Si no basta, mis cabellos te arrojaré, vida mía”. La fina cuerda se rompe y ya la Muerte venía. “Sígueme, amado, la hora que te di aquí se termina”. Escuchando esta amarga melodía alcanzamos las fragantes llanuras andaluzas. El paisaje se hace menos salvaje, se atraviesan pueblos y se ven huertos. Redobla el calor y el departamento huele a comida, fruta y sudor. Los sombreros se multiplican, los ojos son cada vez más lánguidos, las narices, cada vez más aquilinas y las fajas cada vez rojas. En un pueblo asentado sobre una tierra gris, aparece una mujer ante la puerta de su sombría casucha. Lleva un mantón púrpura en los hombros y todo el paisaje parece
acuñado por un maravilloso sello, un sello real de cera carmín. Prodigio del que se puede disfrutar tanto en España como en Oriente. Uno se ahoga y de pronto un color, un olor inesperado de jazmín, o una canción alegran el corazón y hacen olvidar las cuitas. Nuevos viajeros, en su mayoría campesinos, suben sin cesar al tren. Tienen gruesos labios y sus afeitadas cabezas están quemadas por el sol. Cáscaras de melones, sandías y pieles de plátanos se arrastran con los pies. Se traba conversación. Mujeres tocadas con pañuelos negros ríen; ancianos silenciosos, descarnados como apóstoles martirizados, miran el suelo, con la barbilla apoyada sobre su bastón. Nadie lee, ni siquiera un periódico. En estos ojos andaluces veo vivacidad, gracia, el reflejo de una civilización espontánea, pero no veo ninguna curiosidad intelectual, ninguna inquietud. Aparecen las primeras palmeras. Esbeltas, altivas, se recortan en un cielo muy azul. Ahora se multiplican los árboles frutales, los jardines embalsaman, los laureles rosados surgen por todos partes. La impaciencia por llegar hace que las horas sean interminables. ¿Cuándo llegaremos a Córdoba? Asomado a la ventanilla, recito a media voz los versos de Lorca: Córdoba. Lejana y sola. Jaca negra, luna grande y aceitunas en mi alforja. Aunque sepa los caminos Yo nunca llegaré a Córdoba. Por el llano, por el viento jaca negra, luna roja. La muerte me está mirando desde las torres de Córdoba. ¡Ay qué camino tan largo! ¡Ay de mi jaca valerosa! ¡Ay que la muerte me espera, antes de llegar a Córdoba! Córdoba Lejana y sola. Pienso en la civilización mora de España, esta dulce y tierna civilización, llena de ardor humano. Andalucía era un jardín atravesado por innumerables canales en donde se cultiva el arroz, la caña de azúcar y el algodón. A los moros les gustaba la tierra, los árboles y las flores. Fueron ellos los que importaron a Europa la camelia, el jazmín, el albaricoque, el melocotón, la naranja y el dátil. Por lo que se refiere al hierro y al cuero, eran renombrados artistas. Ningún pueblo fabricaba espadas tan flexibles, de acero mejor templado y armaduras tan ligeras. Por otra parte, eran grandes maestros en la fabricación de tejidos de seda, porcelanas, pastelería y perfumes. También el espíritu encontraba su sitio. Hacía su nido en los jardines de Córdoba, esta Atenas de Occidente, y cantaba aquí alegremente. La biblioteca contaba con cuatrocientos mil volúmenes. Especialistas traducían al árabe los filósofos griegos. ¿Quién no ha oído hablar de Averroes, el gran cadí de Córdoba? Jurista, filósofo, médico, comentarista de las obras de Aristóteles, astrónomo, mantuvo una difícil lucha para reconciliar la teología y la ciencia. Y si de él no nos hubiese quedado más que esta frase:” La moral fundada en la esperanza de la recompensa y en el temor al castigo es indigna del hombre y de Dios; es inmoral!”, esto habría bastado para hacerlo inmortal. Orgullo y dignidad moros, nobleza de la raza, desinterés del alma indomable que no hace el bien con la esperanza de ser pagada, y que, si se niega a hacer el mal, no es por
temor al castigo. ¿Cuándo podrá el hombre fundamentar su virtud y su fe en tal desinterés? Sin duda jamás, ya que jamás podrá librarse de la esperanza y del miedo. En la corte de los reyes moros, los poetas ocupaban los puestos más elevados. No eran, como sucedía entre los bizantinos y los francos, parásitos y bufones, sino amigos íntimos de sus soberanos, sus consoladores y sus compañeros de borracheras. Eran los soldados secretos que sabían conquistar las inmortales regiones de un mundo imaginario. Un Califa le dijo a Isaa el Mossili, su poeta: -Cuando te oigo cantar, Isaa, me parece que las fronteras de mi reino se ensanchan. Les gustaba todo lo bueno que hay en este mundo; las flores, las mujeres, el vino. El poeta Moslem saluda de esta manera a su copa llena de vino. “Es una princesa. Su padre era mago y ella se ha hecho musulmana, pues deseaba nuestro beso. La hemos pedido en matrimonio y he aquí al alcahuete que, con un paso grave y oficial, nos la trae. Y, al igual que todos los orientales conciliaban los contrastes que con tanta dificultad acepta el espíritu occidental: el amor a la vida, tranquilos festines, caricias indolentes y la salvaje manía de la guerra. El poeta El Advani exhortaba así a los valerosos guerreros:”Arrójate al corazón de la batalla. Y cuando se te presente una tarea difícil, no dudes en asumir la responsabilidad. Los jardines andaluces fueron para los místicos moros una especie de Tebaida feliz. Desde estos jardines salían para recorrer, una a una, las cinco etapas del gran viaje hacia Dios: Primero, “la etapa de Renunciación”, durante la cual reniegan y rechazan los bienes terrenales. Después “la etapa de la Adoración” en la que adoran a Alá con humildad y desinterés, sin pedirle nada a cambio. Luego empieza el viaje hacia el cielo. Ya no se trata de seguir una teoría cualquiera, sino simplemente de vivir, caminar y obrar. Después viene la cuarta etapa, la del “Aniquilamiento”, en la que sacrifican su vida exterior e interior a Alá. Finalmente llegan a la cima de su ascensión, la quinta, “La vida que sigue al Aniquilamiento”. El hombre ha llegado ahora a la Faana. Ha realizado su unión con Dios, se ha convertido en Kotb, es decir, en eje del mundo, astro polar. Así, durante siete siglos, los moros riegan la tierra, labran la piedra y enriquecen su alma. Trabajo perdido. Vienen las luchas intestinas, vienen los cristianos. Los jardines se marchitan y los surtidores se secan. El ejercicio del arte, el canto y el amor son considerados como pecados mortales. La media luna se pone para todos y Córdoba desaparece en la sombra para no brillar más que en la memoria y la imaginación. En la orilla del tiempo desaparece como una ola. El poeta Tarid Eddine Atar dijo: “Se ha puesto el manto de la Nada y ha bebido en el vaso del Aniquilamiento. Ha cubierto su pecho con la mantilla de la Desaparición y se ha vestido con la toga de la Inexistencia. ¿Qué queda de este luminoso lugar en las llanuras andaluzas? Un milagro: la mezquita de Córdoba, la fresca mansión de Mahoma con sus ochocientos columnas. Llegué a Córdoba al crepúsculo. El aire era algo más fresco y se respiraba mejor. Los jardines embalsamaban, los habitantes daban su paseo vespertino por la calle principal. ¿Cómo poder olvidar jamás ese momento? Una ligera embriaguez embargaba mi espíritu. La atmósfera me pareció tibia, espesa, como si acabara de entrar en un jardín oriental. Pero pronto me di cuenta de que las mujeres llevaban un ramo de jazmín en sus cabellos. Negras mantillas transparentes cubrían sus altos peinados mientras que sus ojos aterciopelados brillaban en la oscuridad. Movían contra su pecho frágiles abanicos. Los hombres llevaban el célebre sombrero ancho y de alas duras. Tenía la impresión de ser el espectador de un teatro en donde se representa una grave pantomima española.
Una mujer coja y bizca llevaba una fuente de higos pelados. Más parecía ofrecerlos que venderlos. Una magnífica rosa amarilla adornaba sus crespos cabellos. En una esquina, una niña de seis años miraba con codicia los ramos de jazmín que vendía una anciana. Me detuve, compré uno y se lo di a la niña. Jamás olvidaré la precipitación con que cogió las flores y se las prendió en sus cabellos antes de desaparecer por las oscuras calles. Una mujer con el rostro muy pálido se asomó a su bajo balcón. Sus labios estaban pintados, sus ojos inmensos, llevaban en la mano un abanico negro. Se inclinó, apoyó su pecho contra los barrotes y se puso a mirar a los hombres que pasaban por la calle. Mahoma decía: “ Sobre todo, yo amo tres cosas en este mundo: las flores, las mujeres y la oración”. Pero en las noches de verano, cuando los cabellos de las mujeres están adornados con jazmines, estas tres cosas no son más que una. Desde lo alto de una colina árida, miro hacia el norte las bajas pendientes de las montañas e intento descubrir en la sombra azul la cima afortunada en donde el célebre sultán Abderramán hizo edificar, para una mujer, a la que amaba, un palacio maravilloso, la Medina Azahara. En este paraíso terrestre vivían 6300 mujeres, 3750 jóvenes y 12.000 guardias de Corp. y eunucos. Los techos estaban construidos con madera de ciprés, oro y nácar; las paredes con mármol transparente y mosaico dorado. Los jardines se extendían hasta el infinito y cada macizo comprendía cerca de 14.000 árboles tan hermosos unos como otros: rosales, naranjos, manzanos. Bajo sus ramas se paseaban guerreros, poetas y mujeres. El poeta Amr-ben-Abul-Kabat cantaba: “¡OH rey! En estos jardines tienes que vivir y aquí es donde tienes que acoger a la Victoria y a los Vencidos, mientras que a tu derecha estará la Decisión coronada de éxito”. Contemplo la cadena de colinas y me esfuerzo por adivinar el paraje en que se levantaba este palacio. Pero todo ha sido engullido: jardines, mujeres y filósofos. Puede que todavía quede debajo de la tierra algún brazalete, alguna copa de bronce con un versículo del Corán o alguna delicada mandíbula con pequeños dientes blancos. “Somos sollozos de carne y nadie nos oye”. Sin embargo, tenemos que continuar gritando, tenemos que rehusar someternos y, como Don Quijote, negar la existencia de la muerte. Esta noche me gusta poner en los insaciables y nobles labios de Abderramán estos versos llenos de amargura de Omar Khayyam: Oh amada mía, ¿podremos un día ambos conspirar contra el destino y apoderarnos del triste plan de este mundo? ¿No lo rasgaremos entonces en mil pedazos y trazaremos otro más conforme con la nobleza del corazón? En Córdoba el dormir es pesado y está poblado de tormentosos sueños. Las trampas de mi espíritu se han abierto y todos mis antiguos deseos, como vampiros, se han arrojado sobre mí. Por la mañana, al despertarme, lo había olvidado todo, pero mi boca estaba amarga. Mi primer pensamiento es para la fresca y misteriosa mezquita que me aguarda. Me baño y, descansado, recorro las pequeñas calles, con el corazón palpitando. No pregunto el camino y marcho con seguridad como si regresara a la casa de mis padres. De pronto, altas murallas se levantan ante mí, una amplia puerta entreabierta aparece al sol y detrás se divisan naranjos de esbeltos troncos, cargados de hojas de un verde casi negro. ¿Cómo describir la dulce y tranquila emoción que se experimenta al pasar por debajo de estos árboles y al perderse en su fresca penumbra? Las columnas brillan, se
diría que son fosforescentes. El abejorro debe de experimentar una alegría parecida a la mía cuando al mediodía penetra, metiendo la cabeza, en una gran rosa. Mi primera sensación es una alegría física. Afuera, el calor era insoportable, se respiraba mal, hería los ojos el reflejo deslumbrante de las casas pintadas con cal. Pero, franqueado el umbral, la mirada descansa, las sienes se sosiegan y se tiene la impresión de zambullirse dulcemente en un océano de frescura. Y la alegría del cuerpo trae consigo la alegría del alma. Porque no se penetra ni en la ciudadela terrible de Jehová ni en la humilde choza del Crucificado, sino en la tienda olorosa y umbrosa del Profeta de la piel morena. ¡Qué alegría verdaderamente terrena, qué equilibrio entre lo humano y lo divino! La imaginación camina por la tierra. Dios no aparece aquí rodeado de relámpagos, de ráfagas de tempestad y de montañas humeantes. Ya no aparece bajo los rasgos de un pobre y no se hace crucificar en medio de los alborotadores. Viene como un cubilete de cobre lleno de agua fresca, como un pájaro, como el querido “Bulbul”, el ruiseñor oriental. Por eso nosotros tenemos siempre que estar preparados, tener el corazón puro y el cuerpo limpio. “Dios- dijo el profeta - no mira con buenos ojos al que se presenta ante El con los cabellos en desorden”. Esta es la razón por la cual Mahoma llevaba encima un peine, tijeras, aceite perfumado y un pequeño espejo. Asimismo, esta tienda de mármol que el Profeta plantó para recibir a Dios, rebosa un tierno amor por la vida. Ni terror ni tristeza. Cuando camináis por entre las cortas y encantadoras columnas, la felicidad os embarga y estáis invadidos por una ligera embriaguez. A cada paso el corazón se hace más libre y podéis elegir vuestro camino. Pero todos los caminos son buenos y Dios está en todas partes. Estáis en Su casa y ya no os podéis perder. La emoción que experimentáis es semejante a una música cuyo motivo, melodía infinitamente simple, está dado desde la entrada bajo la forma de dos arcos superpuestos, siendo el superior más cerrado que el otro. Este motivo se repite hasta el infinito como un eco, precisión matemática para el éxtasis, vigoroso dibujo geométrico para la imaginación. Algebra y cuentos de las Mil y una noches. La luz y el aire entran por las ventanas cuyos cristales, cada vez que se desplaza la mirada, adquieren un nuevo color: púrpura, verde, azul o naranja. Este templo, bañado por una luz tamizado, es una visión multicolor ordenada por la larga sucesión de las columnas. Columnas claramente más pequeñas que las de las iglesias góticas y que tienen justamente la estatura del hombre. Son para él hermanas mayores hechas de mármol verde, amarillo, blanco o de precioso pórfido. Hay bizantinas, árabes y antiguas. En su parte inferior, brillan como si las hubiesen frotado, ya que desde hace siglos, innumerables fieles se apoyan contra ellas. Jamás he visto un templo tan alegre y tan humano. Es un himno a Dios, victorioso, pero cordial. El hombre, este eterno soldado, regresa de la guerra, llevando el buen mensaje de Dios, su general. Y en la tierra, esta tienda ha sido levantada para recibir a Dios y al Hombre en el momento de la Buena Nueva. Ante el Partenón uno queda estremecido por la sólida lógica del hombre. En las iglesias góticas, altas y sombrías selvas de piedra, el miedo os invade. Se tiene la impresión de que desde alguna parte, detrás de las columnas, como un león hambriento, el Invisible está al acecho. Aquí, en esta mezquita, la alegría desborda. El hombre pasa por debajo de las bóvedas como un conquistador. A cada paso, la sombra y la luz se transforman, las columnas cambian de sitio, nuestras hermanas de mármol se mueven a la vez, se diría que bailan, Alegría, amor a la tierra, reconocimiento hacia Alá, que creó, tan maravillosamente adaptados a las necesidades de nuestro cuerpo y de nuestra alma, los bienes terrenales: los frutos, los pájaros, la mujer y la guerra...
Me siento al pie de una columna, delante del Mihrab, el altar de los musulmanes. Aún intactos subsisten maravillosos almocárabes sobre la piedra y sobre la madera. La armonía es perfecta. En sus circunvalaciones se mezclan versículos coránicos en cristal dorado. Aquí se encontraba el Corán gigante, incrustado con rubíes y con esmeraldas que Osmán escribió con su propia mano. Era tan pesado que dos hombres juntos no conseguían levantarlo. Ha desaparecido, pero alrededor del sitio en donde estaban situadas las losas estaban gastadas, ya que los fieles se arrastraban por tierra para aproximarse a él. Mármoles transparentes, cristales multicolores, nácares, maderas preciosas, alfombras sedosas en invierno, esteras frescas en verano...Siete mil lamparillas, ochocientas lámparas de plata de las que tres eran enormes: cada una de ellas quemaba cuarenta kilos de aceite perfumado en una noche. Hasta aquí se arrastraron, como si fueran esclavos, las campanas de Santiago de Compostela. Fueron colgadas al revés por medio de cadenas de plata y transformadas en lámparas. Retiro el pie de la columna. Todas estas riquezas orientales me embriagan. Este alegre contacto con Dios me gusta como un cuento exótico. Se pasa a través de innumerables puertas, rojas, verdes, rosas, y se sigue avanzando sin encontrar jamás el fin...
GRANADA Sobre la gran puerta de la Alambra, los musulmanes habían colgado una mano abierta que recordaba a los fieles los cinco caminos que conducen a Dios: la fe, la misericordia, la oración, el ayuno y la peregrinación a la Meca. De estos cinco caminos, yo he escogido el último. Sin embargo, ignoro en dónde se encuentra La Meca y la busco por toda la tierra. La buscaré hasta el día en que se despierte en mí la palabra luminosa de un poeta árabe: “La Meca que buscas se encuentra dentro de tu corazón.” Pero hasta ese día, erraré de país en país y cada vez que crea haberlo encontrado, mi corazón se agitará en mi pecho. Y al final del viaje, cuando haya alcanzado la meta, o bien quedaré inmóvil en el corazón de mi corazón, lleno de quietud y de felicidad, o bien- ojala mi mismo corazón no pueda consolarme y la única Meca para mí, la más segura, será la tumba. Pero mientras tanto, marchemos, seamos inquietos e inconsolables, dejémonos engañar sin cesar, edifiquemos y derribemos innumerables Mecas. Si abres mi corazón, no encontrarás en él más que un sendero pedregoso por el que camina un hombre sin esperanza. Por esto me hace feliz mi entrada en Granada, mi paseo a través de sus calles de mil colores, mi ascensión hasta sus jardines desde donde se puede admirar la llanura y las cimas nevadas de Sierra Nevada, hayan hecho palpitar mi corazón como si por fin hubiese encontrado La Meca. ¿La he encontrado de verdad? No quiero calmar mi corazón por miedo de apagar su llama. Lo dejo “creer” un momento para que me pueda dar- limpio de todo razonamiento- toda la emoción posible. Cuando hayamos alcanzado la cumbre de la emoción será la hora de dejar a nuestro espíritu la libertad de soplar como un huracán y dispersar el maravilloso espejismo... Cuando franqueé la puerta de la Alambra y arrojé una mirada voraz sobre el prodigio que se ofrecía a mis ojos, pensé al momento estremeciéndome:”Todas estas cosas que están ante mí- esbeltas columnas, arcos ligeros, adornos multicolores y juegos de agua-, no son más que fruto de la imaginación. Si soplo, todo se desvanecerá”. Me creía en un cuento de las Mil y una noches. Escuchaba al alma humana que, como otra Scherezade, hacía su increíble narración. Y mientras ella hablaba, la misma Muerte
esperaba, impaciente por conocer la continuación de la historia. Con el oído atento, iba de columna en columna y todas las leyendas sangrientas tomaban, gracias a la magia del arte, un sentido simbólico, un aspecto inmaculado. Subo al Castillo. Desde lo alto se divisa el maravilloso panorama de Granada, su rica llanura y a lo lejos, las montañas inmateriales. El guía, un hombre del pueblo al que todas estas bellezas ya no conmueven, me dice: -Aquí vivían los reyes. Degustaban su vino mientras contemplaban el paisaje. Y allá abajo, en el valle, el pueblo trabajaba, -¿Le parece que era justo?- le pregunté para confundirlo. Reflexionó un momento y me da esta inesperada contestación: -Si, en aquella época era justo. Su espíritu toma vagamente la conciencia de las grandes leyes que, a cada vuelta de la historia, cambian de cara y de sentido: lo que en un momento dado es moral y legal, se convierte algún tiempo después en inmoral e ilegal. Bajamos hacia los baños. -El rey se bañaba aquí y la reina allá abajo- me explica-. Dejaba sus sandalias delante de esta pequeña puerta y, en este balcón redondo y de mármol, los músicos ciegos, sentados con las piernas cruzadas, tocaban. Si no eran ciegos, les sacaban los ojos. Las letras árabes, que asemejan festones, serpientes, cadenas de cobre o flores, se entrelazan por todas partes con gracia. En una pared, se desenrolla lentamente, como víbora adormecida, esta frase: “¡Oh Califa, que la bendición de Dios sea contigo y que te dé siempre la victoria!” Sobre la fuente, cual alegre guirnalda, se alinean estas palabras: “Este manantial es la nube benéfica que cae en forma de lluvia sobre el pueblo. Así son las manos del Califa cuando, al despertarse en la mañana, distribuyen sus bienes a sus leones, los soldados”. Y por todas partes, obstinado y penetrante, a través de los ornamentos de piedra y de las flores geométricas, el grito del Corán:” No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta”. Hechizado, vago durante largas horas por el palacio legendario sin tener el valor de marcharme, esforzándome en encontrar las verdaderas fuentes de mi alegría. Sentado largo tiempo como los fieles musulmanes delante de los arabescos descubro cuáles son las tres más profundas emociones que debo a la Alambra: La primera, la identidad de la arquitectura y de la música, identidad que ya había presentido en la mezquita de Córdoba y en el Alcázar de Sevilla. Pero aquí se me manifiesta en su forma más intensa y seductora. El último esfuerzo de la arquitectura musulmana es el de vencer a la materia. Cuando no están reemplazadas por esbeltas columnas, las paredes están cinceladas y decoradas como alfombras de Oriente, lo que les quita toda pesadez. Las columnas son cada vez más esbeltas, los arcos ondulan aéreos, los adornos se hacen geométricos. Se da un motivo, el cual es reproducido hasta el infinito con una precisión matemática y una increíble riqueza. Los músicos-arquitectos musulmanes llenan el espacio de luz, de aire y de colores. Su temeraria meta es vencer a la materia, quitarle su pesado contenido para no dejarle más que un contorno espiritual. En la Alhambra resulta patente que música y arquitectura se confunden y brotan de una misma fuente: las matemáticas. Igual que una melodía oriental monótona, seductora, con repetidas modulaciones, mi pensamiento ondea cuando contemplo la Alhambra. El alma se convierte en un ruiseñor que canta, escondido entre estas ramas floridas de piedra. “No hay más que un solo vencedor: Alá”. Esta frase se enrolla como una serpiente, se confunde con las decoraciones, después se pierde, misteriosa, en la
sombra. Una ligera embriaguez, una especie de entorpecimiento se apodera de vosotros y esto es el comienzo del éxtasis, la esencia de la música. La segunda gran emoción que se experimenta a la vista de la Alhambra es debida al estrecho parentesco entre la geometría y la metafísica. Contemplando a la Alhambra es como he comprendido mejor a mis dos queridos grandes místicos: Spinoza e Ignacio de Loyola. En este palacio es donde, por primera vez, he tenido la prueba de que una idea metafísica puede ser formulada no ya por metáforas románticas o ambigüedades idealistas, sino con la ayuda de las matemáticas y de la geometría. Tomemos, por ejemplo, un teorema de Spinoza: “Cuando el alma examina su yo y su poder de obrar, se alegra. Y cuanto más puede distinguir claramente su yo de su poder de obrar, más se alegra”. Uno comprende delante de la claridad geométrica de la Alhambra la profunda alegría del alma que se considera. Sigue el camino de su deseo con una extraordinaria lucidez. Y entonces aumenta de tal modo su alegría que espera el éxtasis: el umbral de todo poder. Del mismo modo, Ignacio de Loyola conduce a sus discípulos al éxtasis con un frío razonamiento matemático. Para ver en pensamiento la Crucifixión, para identificarse con Cristo y sentir en la carne su martirio, es preciso seguirlo con una extraordinaria lucidez hasta el Gólgota, es preciso imaginarse los árboles y las piedras del camino, las gentes- jóvenes o ancianos- en sus menores detalles; el color de sus ojos, de sus vestidos; es preciso tensar el pensamiento y aguzar los sentidos hasta lo que nace lentamente y siguiendo una línea geométrica, la imagen. Solamente así, puede alcanzar el cristiano la suprema meta: ser crucificado como el Hijo de Dios. La tercera emoción que proporciona la vista de la Alhambra es una sujeción amorosa. Se manifiesta antes que todo otro sentimiento y no es seguida de ninguna otra en el admirador superficial de la Alhambra. Reside en un nivel inferior, alimentándose de exaltación romántica y de conocimientos históricos imperfectos. Pero, en otros, esta sujeción amorosa sube de nivel en nivel y se desplaza con calma, como una teoría platónica del amor, del cuerpo hacia el alma y del alma hacia las formidables potencias primitivas- machos y hembras- que crean el mundo visible e invisible. Hay que seguir con atención todos los juegos arquitectónicos de la Alhambra para descubrir su secreto. Todas estas maravillas no son en definitiva más que dos líneas que se persiguen. Huyen, resbalan, la línea hembra se esconde juguetona, la otra corre tras ella; se encuentran, se entrelazan, se unen, forman un círculo, descansan un momento para transformarse más lejos en un polígono; pero, bruscamente, una de ellas se evade y entonces comienza de nuevo la remolineante, angustiosa y voluptuosa persecución. La Alhambra es el Cantar de los Cantares de la arquitectura. “He buscado durante las noches y en mi cama al que mi alma quería; lo he buscado, pero no lo he podido encontrar... Hijas de Jerusalén, os conjuro a que si encontráis a mi enamorado me lo traigáis... Aquí está la voz de mi enamorado, he aquí que llega, saltando por encima de las montañas y brincando sobre las laderas”. Con una angustia amorosa semejante, las eternas, las imperecederas líneas -macho y hembra- se persiguen, y partiendo de los cimientos de la Alhambra llegan hasta las cúpulas, parecidas a senos de mujer. Poco a poco, estos abrazos amorosos, al idealizarse, al perder todo acto pasional, dejan aparecer finalmente puras las dos líneas inseparables creadoras del mundo: la una, impulsión del espacio persiguiendo a la otra. Aquí, en la Alambra, se descubre como gracias a su amorosa persecución, las dos líneas trazan los versículos sagrados. De repente, todo se aclara y se comprende que estos enlazamientos no tenían más que una sola meta: formar el terrible clamor que
traspasa las paredes de la fortaleza: “No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta”. Cuando hube franqueado el umbral de la Alambra y me encontré al sol, tuve miedo. Fue como si abandonara un mundo maravilloso para entrar en otro mundo maravilloso. Ningún umbral en la tierra separa dos mundos tan diferentes. ¿Cuál es el mundo verdadero? ¿En dónde está el cuento y en dónde está la vida real? ¿Cómo conciliar la lucha cotidiana por la vida y la irreductible teoría invisible que se halla más allá de toda necesidad práctica? En el dintel de la gran puerta, en una hornacina, se encuentra una estatua de yeso coloreado de la Virgen. Es una mujer muy joven e ingenua que lleva un niño en sus brazos. En el hueco de su cabeza, rota, las golondrinas han construido su nido. Salté de alegría al verlo. Un evangelio apócrifo dice: “Los árboles, los pájaros y las aguas nos llaman. Levanta la piedra y me verás. Corta la rama, estoy dentro.” Desde abajo, desde la ciudad, uno se da cuenta de que la Alhambra es, en realidad, una potente ciudadela. Una tosca fortaleza construida únicamente para la guerra. Sus muros miden dos metros de espesor, sus torres en otros tiempos estaban llenos de guerreros, sus subterráneos de armas y sus cuadras de caballos. En el interior, tras estos gruesos muros, tenían efecto, sin por ello debilitar el poder de defensa, todos los juegos del amor y de la voluptuosidad. ¡Ah, si nuestra alma pudiera parecerse a la ciudadela de la Alambra!
SALAMANCA Ya es mediodía. Me paseo por las calles de Salamanca. Catedral, universidad, mansiones medievales, espaciosos balcones, joyas debidas al arte- este juego del hombre libre -ha desaparecido todo en el abrasamiento de la guerra civil. Corren veloces los automóviles, se ven centinelas en todas las esquinas, los oficiales suben y bajan los peldaños del antiguo palacio episcopal desde donde, invisible, vigilante, callado, Franco gobierna ahora el destino de la joven España. Vivimos una gran leyenda caliente todavía por la sangre derramada. Sentado en la antesala de Franco, en donde aguardo a que se me entregue el salvoconducto que me permitirá circular libremente, miro con interés a mi alrededor. Una música militar se detiene en el patio debajo de las altas ventanas de Franco. La multitud se agolpa y algunas mujeres acicaladas se incorporan en ésta. No falta nada: sacerdotes, soldados, mujeres, música, sombreros de todos los colores ni tampoco un jefe invisible que trabaja detrás de espesas cortinas. No falta nada. El jefe del Gabinete diplomático se me acerca. Es un hombre joven, de fisonomía distinguida y ojos cansados por el insomnio. Viene a traerme un salvoconducto que lleva la firma de Franco. -Adónde quiere ir primero?- me pregunta. -A Toledo. Los ojos del joven brillan -Jamás olvidaré -dice- el día que tomamos Toledo y que liberamos a los héroes del Alcazar. Yo estaba allí. Verdaderos espectros. La visión de estos seres extraños que subían de las catacumbas de la fortaleza nos hizo estremecer. Todos los hombres llevaban barba. Todos, hombres y mujeres, parecían muy altos por haber enflaquecido tanto. Sus ojos devoraban sus rostros. Entonces, por primera vez, comprendí al Greco. Por primera vez adiviné desde las catacumbas de su espíritu con qué doloroso esfuerzo conducía sus héroes hacia la luz.
No quiero abandonar Salamanca sin entrevistarme con el formidable puercoespín que es Unamuno. Me paseo por el jardín que se encuentra delante de la iglesia de Santa María de los Caballeros, esperando la hora de ir a llamar la puerta. Las hojas se han puesto amarillas, los álamos están dorados, tres grandes cipreses, inmóviles, levantan sus siluetas negras en el crepúsculo de fuego. Reflexiono sobre las dos grandes preguntas que quiero formular a Unamuno: 1. ¿Cuál es el deber del intelectual contemporáneo? ¿Debe tomar parte en la lucha? ¿Con quién? 2. ¿Qué piensa usted del período que estamos atravesando, tanto en España como en el mundo entero? Una nueva guerra se aproxima y ya está ahí; en España ya se ha dado la primera batalla. ¿Podemos- y debemos - evitar esta guerra? Se me hace entrar en una habitación larga, estrecha y desnuda. Pocos libros, dos grandes mesas. Dos paisajes románticos en las paredes; grandes ventanas, luz abundante. Un libro inglés se halla abierto en el escritorio. Oigo, procedente del fondo del corredor, los pasos de Unamuno, que se aproxima. Un paso cansado, arrastrado, un paso de anciano. ¿En dónde están, pues, las grandes pisadas, la juvenil agilidad de su paso que admiré en Madrid hace apenas algunos años? Cuando la puerta se abre veo a Unamuno súbitamente envejecido, literalmente hundido y ya encorvado por la edad. Pero su mirada, sigue brillante, vigilante, móvil y violenta como la de un torero. No tengo tiempo de abrir la boca cuando él ya se arroja en la plaza: -Estoy desesperado -exclama cerrando los puños-. ¿Usted piensa sin duda que los españoles luchan y se matan, queman las iglesias o dicen misas, agitan la bandera roja o el estandarte de cristo porque creen en algo? ¿Qué la mitad cree en la religión de Cristo y la otra mitad en la de Lenin? ¡No! ¡No! Escuche bien, ponga atención a lo que voy a decirle. Todo esto sucede porque los españoles no creen en nada. ¡En nada! ¡En nada! Están desesperados. Ningún otro idioma del mundo posee esta palabra. El desesperado es el que ha perdido toda esperanza, el que ya no cree en nada y que, privado de la fe, es presa de la rabia. Unamuno se calla un momento y mira por la ventana. -¿En Grecia qué hacen ustedes?-pregunta. Pero, sin aguardar mi contestación, se arroja de nuevo a la plaza: -El pueblo español está enloquecido- continúa-. Y no solamente el pueblo español, sino quizás el mundo entero. ¿Por qué? Porque el nivel intelectual de la juventud de todo el mundo ha descendido. Los jóvenes no se limitan a menospreciar el espíritu, sino que lo odian. El odio al espíritu: he aquí lo que caracteriza a toda la nueva generación. Les agrada el deporte, la acción, la guerra, la lucha de clases. ¿Por qué? Porque odian el espíritu. Yo conozco a los jóvenes de hoy, a los jóvenes modernos. Odian el espíritu.” Unamuno se levanta y va a buscar el libro inglés que quedó abierto encima de su escritorio. Busca una frase, la encuentra y me la lee. -“¿Lo ve?”-comenta. “Odian el espíritu.” En ese momento consigo deslizar una pregunta: -¿Qué deben hacer todavía los que todavía aman el espíritu? Unamuno, cosa extraña, me ha oído. Se calla durante algunos segundos y estalla de nuevo: -”¡Nada!-exclama-. ¡Nada! El rostro de la verdad es temible. ¿Cuál es nuestro deber? Ocultar la verdad al pueblo. El Antiguo Testamento dice:”El que mira a Dios a la cara, morirá”. El mismo Moisés no pudo mirarlo a la cara. Lo vio por detrás, y solamente un faldón de su vestido. Así es la vida. Engañar, engañar al pueblo para que el miserable tenga la fuerza y el gusto por vivir. Si supiera la verdad, ya no podría, ya no querría vivir. El pueblo tiene necesidad de mitos, de ilusiones; el pueblo tiene
necesidad de ser engañado. Esto es lo que sostiene en la vida. Justamente acabo de escribir un libro sobre este asunto. Es el último.” Esta sobreexcitado, sus venas se llenan de sangre, sus mejillas se tiñen de púrpura, su busto se endereza. Se diría que rejuvenece. De un salto se aproxima a la biblioteca, coge un libro, escribe apresuradamente algo en la guarda y me lo tiende: “Tome. Léalo y verá. Mi héroe (se trata del mártir San Manuel Bueno) ha dejado de creer. No obstante, continúa luchando para comunicar al pueblo la fe que él no tiene, ya que sabe que sin la fe, sin la esperanza, el pueblo no tiene fuerzas para vivir.” Lanza una carcajada sarcástica, desesperada: -Hace cerca de cincuenta años que no me he confesado, pero he confesado a sacerdotes, frailes a religiosas... Los clericales a los que gustan de la buena mesa y del vino, o que atesoran, no me interesan. Aquellos a los que les gustan las mujeres, me conmueven porque sufren. Y aún iré más lejos: aquellos que han dejado de creer me interesan más porque el drama de esos es atroz. Así es el héroe de mi libro: San Manuel Bueno. ¡Mire! Unamuno hojea el libro con gran nerviosismo. Encuentra esta frase:” La verdad es algo terrible, insoportable, mortal. Si se le levanta el velo, el pueblo ya no podrá continuar viviendo. Y el pueblo tiene que vivir, vivir, vivir...” Unamuno corta febrilmente las páginas y se pone a leer. Evidentemente, le gusta escuchar su propia voz, Terminado el libro el libro se detiene. -¿Qué piensa usted?- me pregunta-. ¿Cuál es su opinión? -Al igual que al final de la civilización greco- romana -le digo, hoy el espíritu dialéctico ha evolucionado más de lo que era necesario. No creemos ya en el Mito. Por eso la vida languidece. Yo creo que ya ha llegado el tiempo en que el espíritu dialéctico debe adormecerse para permitir que se manifiesten las profundas fuerzas creadoras del hombre. -¿Una nueva edad media?- exclama Unamuno, y sus ojos arrojan chispas-. Esto también lo dije. Se lo dije un día a Valéry: “El espíritu no puede asimilar los grandes progresos realizados. Tiene que descansar”. De pronto se oye debajo de las ventanas una música militar acompañada por los gritos ¡Arriba España! Unamuno presta atención. Cuando el ruido de la multitud se ha alejado, el anciano español continúa hablando con voz fatigada y triste: -En este momento crítico por el que atraviesa España, es indispensable que me ponga junto a los militares. Son ellos los que establecerán el orden, porque tienen el sentido de la disciplina y lo saben imponer. No preste atención a lo que se dice de mí: no me he convertido en un hombre de derechas, no he traicionado a la libertad. Pero de inmediato es urgente instaurar el orden. Verá como dentro de algún tiempo, y esto no será dentro de mucho, seré el primero en reemprender la lucha por la libertad. No soy ni fascista ni bolchevique. Yo estoy solo. Intento dirigir la conversación sobre otros temas, ya que noto que mi interlocutor sufre. Pero Unamuno sigue: -Yo estoy solo -repite mientras se levanta-, como Croce en Italia. 1926-Octubre-Noviembre 1936
CAPÍTULO VI SHAKESPEARE “En este momento amado, en este ahora dorado...”, escribía lady Montague a su hermana, hace dos siglos. Frase simple y sensual que me colma de una increíble dulzura, como si, expresando el secreto reconocimiento de la madurez, me mostrase el momento presente, colgado como un fruto azucarado del árbol de mi vida. A veces es suficiente una sencilla palabra, una brisa ligera, un sueño o el zumbido glotón de una abeja en una flor para que, bruscamente, sepamos que somos felices. En este momento amado, en este ahora dorado...yo estoy sentado en un pequeño banco en el “Jardín del Poeta”, detrás de la casa de Shakespeare, y me estoy calentando al sol. A mi alrededor flores rojas y blancas, arbustos hábilmente recortados en forma de patos, de cisnes o de pavos reales. Los álamos murmuran, el agua gorjea, dos niñas ruedan y juegan como gatos en la hierba... Las zozobras y las inquietudes se borran, pierden su veneno y se adormecen también como si fueran lagartos tomando el sol en el “Jardín del Poeta”. Se puede aferrar el momento, pleno, fresco y redondo como una granada. Con un día semejante, en un lugar semejante, el mundo se transforma en una especie de más allá; el viento y el aire se pueblan de altas presencias. Entreabriendo los ojos se puede ver sentado en el mismo pequeño banco al Maestro de este lugar con su amplia frente, su brillante calvicie, sus ojos tristes y sus gruesos labios sensuales. Tiene en las manos un gran libro de memorias que está hojeando. Si nos inclinamos no leeremos, como cabía esperar, versos trágicos o sonetos de amor, sino cifras, cuentas en libras esterlinas, en chelines, en peniques. Vuelve la página. Los alquileres han proporcionado tal cantidad, los campos tal cantidad de trigo, los carneros tanto de lana o de leche...Vuelve otra página. Garabatos ilegibles, frases dispersas. No se entiende nada. Se tienen deseos de trabar conversación, uno se prepara para decir algo, pero Shakespeare parece tan pálido, tan cansado...Tiene cincuenta y tres años, estamos en marzo, en los primeros soles y el poeta se adormece en el pequeño banco. Entonces, probamos de leer el libro abierto y tras mil esfuerzos conseguimos descifrar algunas líneas: “En el nombre de Dios, Amén. Yo, William Shakespeare, sano de espíritu y de cuerpo...” Y más abajo: “Confío mi alma a Dios, mi creador. Tengo la fe inquebrantable que solamente la gracia de Cristo nuestro salvador me permitirá participar en la vida eterna...” Más allá: “A mi hija Judith, ciento cincuenta (150) libras. A mi hermana Jeanne, veinte (20) libras. A mi nieta, Elizabeth Hall, mi vajilla, excepto las grandes bandejas de plata...” Siguen numerosas frases con una escritura incomprensible. Su mano debía de temblar, tenía prisa. La pluma se había enganchado y resbalado la tinta. En una esquina se puede leer: “A Thomas Cobb, mi espada. A M. Collins, trece libras, seis chelines y ocho peniques. A mi hija Suzanne...” Shakespeare se mueve, suspira, abre los ojos y mira a su alrededor. Pero no ve a nadie, ni siquiera a su nieta Elizabeth revolcándose en la hierba. Deja escapar un nuevo suspiro y se saca de su cinto un largo tintero de bronce adornado con un escudo que
representa una lanza de plata sobre campo de oro y un halcón con las alas desplegadas. Saca también una pluma de oca, se inclina y se pone a escribir: “A mi esposa, la cama número 2. Reflexiona un momento, duda, por fin se decide y añade: Con todo lo perteneciente a ésta” Fatigado, se para nuevamente. Dentro de un mes, el 23 de Abril, morirá. Nota ya que la vida lo abandona como si su sangre circulara por sus venas abiertas. “Me muero, Horacio... Desgraciada reina, adiós...Todos estáis pálidos y temblorosos ante esta catástrofe, mudos espectadores de esta tragedia. Si tuviera más tiempo, si este cruel portero, la muerte, no fuera tan fiel a su consigna, ¡oh!, podría deciros...Pero dejemos todo esto...Horacio, yo me muero. (“Hamlet”). Un cuervo se posa en el álamo. La rama se inclina, el pájaro funesto mira al Maestro sentado en el pequeño banco. Mira incansablemente, meneando la cabeza y con el pico bajo, como si ya oliera el cadáver. Entonces Shakespeare levanta la mano. ¿Quiere con este ademán acoger al pájaro o despedirlo? ¿Quién sabe?...Sin embargo, este esfuerzo lo agota. Su cuerpo se hace inmaterial y, transformado en bruma primaveral, se extiende sobre la hierba; sin cesar cambia de forma y como de pronto la brisa empieza a soplar, Shakespeare se deposita dulcemente transformado en rocío, sobre la tierra. Las dos niñas han desaparecido, el cuervo sigue posado en el álamo y se pone a graznar. Junto a mí, en el pequeño banco, está todavía mi compañero, un inglés jubilado al que conocí en el mismo Stratford. Fue maestro durante cuarenta años, también poeta, y el año anterior regresó a su ciudad natal para terminar en ella sus días. Dos mechones blancos de sedosa barba encuadran sus mejillas, y sus ojos parecen frescas violetas. Esta mañana me ha hecho visitar todos los lugares de peregrinación. -Aquí nació, aquí vivió, ésta es su cama, su testamento, su firma. Y esta casa. Ocupada en la actualidad por un pastelero, fue la de su hija Judith. En este puente, él se paraba para contemplar la puesta de sol... La ciudad entera vive, se arrastra, mendiga y trafica a la sombra de su gran hombre. Shakespeare la domina ahora, poderoso señor tardíamente colmado, aquel que en vida exhalaba los más profundos suspiros: “¡Ay de mí!, es verdad, he errado de aquí para allá y me he convertido en la irrisión del mundo, ensangrentando mi alma, vendiendo a bajo precio la cosa más preciosa....” Actor mediocre, su mejor papel fue el de Espectro en Hamlet. Amante desgraciado, se arrastraba a los pies de la “negra” Mary Fitton, que lo engañaba con otros más jóvenes, más ricos y más guapos. “Soy feliz a tu lado, aunque me tortures, aunque me mandes a hacer tus compras...” Gravitaba alrededor de unos jóvenes lores a los cuales dedicaba humildemente sus obras, y si los nombres de estos orgullosos nobles todavía son pronunciados, gracias a aquel pobre actor, que tuvo a bien colocarlos bajo su pluma. “El aprecio que tengo por vos, honorable señor, es infinito...Lo que he hecho, os pertenece. Lo que haga, será vuestro...” “Es tierno y sensible -según los testimonios de sus contemporáneos-, honrado, generoso, dulce y dotado de una gracia casi femenina.” “Dulce cisne de Avon”, como lo llamaba su amigo Ben Johnson. Penetraba en el alma de sus semejantes, experimentando sus penas y sus alegrías con su propio corazón. Sabía amar y en esto estribaba su secreto. No obstante, del tierno corazón de este Cisne, han salido sanguinarias aves de presa, terribles criminales que matan la inocencia, la bondad y el sueño sin que tiemble su mano. Los más grandes héroes de Shakespeare: Otelo, Coriolano, Ricardo III, Macbeth
son monstruos que, sueltos por el mundo, ya no lo abandonan. Vagan por nuestro espíritu, aumentan el terror de nuestra soledad y enriquecen las profundidades de nuestra alma. No obstante, del mismo pecho salieron igualmente otros personajes delicados, inocentes y puros: Julieta, Desdémona, Ofelia, Cordelia, Miranda, Virginia, heroínas que enriquecen las capas superiores de nuestra alma. Gracias a Shakespeare, la mujer ha adquirido nuevos timbres de nobleza y no podemos ya enamorarnos sin que floten sobre los hombros de la amada los cabellos sueltos de Ofelia o sin que surja, perfumado y ensangrentado, el pequeño pañuelo de Desdémona. Un alma inmensa que se eleva desde el fondo del Infierno hasta la cumbre del Paraíso. Si la humanidad tuviera que enviar un representante cerca de Dios para abogar por su causa, elegiría a Shakespeare. Nadie como él ha sabido manejar el género humano con tanto vigor y dulzura a la vez, brusquedad y melodía, con un arte tan encantador. Todavía vacilante y difuso en sus primeras obras, su léxico adquiere en El sueño de una noche verano y en Romeo y Julieta una musicalidad y una dulzura incomparables. El diálogo de los amantes es el canto de dos ruiseñores en las ramas floridas de la primavera. Más tarde, en Julio César, la lengua del poeta se hace densa, fuerte y agria. Evolucionando siempre, en Hamlet se enriquece con nuevas cualidades: la rapidez, la pasión, al tiempo que conserva su antigua dulzura. En cada gran tragedia, el verso se renueva, la llama arde más fuerte, el pensamiento se hace más profundo, la expresión se concreta, una pesada pasión se aloja: amargura, terror, menosprecio de los hombres. Hacia el final, con La Tempestad, Shakespeare se sosiega de nuevo, se dulcifica. Pero esta calma y esta dulzura son totalmente diferentes de la agradable música que se desprendía de las primeras piezas. En La Tempestad, uno se da cuenta de que el poeta ha atravesado todos los tormentos para alcanzar esta serenidad y que la dulzura de la obra es el resultado de un trabajo agotador, de un tratamiento de alquimia del corazón del hombre, mediante el cual son transformados en miel todos los venenos. ¿Quién, pues, mejor que Shakespeare para representarnos, si cada planeta tuviese que enviar a Dios un representante? Bruscamente, este hombre que después de Dios pudo crear el mayor número de almas, en el mismo momento en que se hizo dueño absoluto de su lengua y en que su facultad de expresión alcanzó un poder de hechizo extraordinario, bruscamente, este hombre se retiró a Stratford, una pequeña ciudad insignificante. Adquirió tierras, prestó su dinero con interés y se contentó- en pleno vigor de su edad: apenas cincuenta añoscon los insípidos gustos de la vejez: silla reservada en la iglesia, hermosa casa, vajilla de plata, criada cara, largos paseos, conversaciones tranquilas. “Su meta fue, pues, ganar dinero y no conocer la gloria. ¿Se habrá hecho inmortal sin haberlo deseado?” es la pregunta que maliciosamente se hace Pope.
* ** No lo comprendo- digo de repente, rompiendo el silencio. Mi compañero el buen jubilado que se calienta al sol junto a mí, mientras hojea lentamente un libro, me mira con aspecto sorprendido. - ¿Qué es lo que no comprende?- pregunta con su voz melosa y desagradable. - ¿Porqué dejó de crear? Había conocido las alegrías y las penas de la vida, había madurado, su corazón rebosaba de bienes como estas ricas galeras que en otros tiempos
regresaban de las misteriosas islas del Océano Índico. ¿Por qué, pues, vino a embarrancar a Stratford? - ¿Que dice? ¿Embarrancar?-exclama mi shakesperiano ofuscado-. ¿Es de Shakespeare de quién habla? ¿Lo que usted llama un naufragio no sería mejor una apoteosis? - ¿Apoteosis? No lo entiendo. -Marchó joven de esta ciudad para ir a la capital, cumplió sus deseos mejor que cualquiera en la tierra y luego, como un buen maestro artesano, regresó a su pueblo natal para vivir tranquilamente sus últimos años, disfrutar del sol y de la buena mesa, ir a misa el domingo, dar su paseo por las tardes y gozar de la consideración de sus compatriotas. En una palabra: recibe el salario que se le debía. ¿Puede una vida humana recorrer una más perfecta trayectoria? No contesto. No se puede discutir con un maestro retirado, para colmo poeta, que, al defender a Shakespeare, defiende secretamente, y con una sencillez maliciosa, su propia pequeña existencia, que ha seguido “idéntica” trayectoria. Sin embargo, esta pregunta sin contestación sigue siendo dolorosa para mí, ya que jamás he podido saber si el deber del hombre implica realmente un fin. ¿Tenemos derecho, antes de nuestra muerte y aún más allá de la muerte, a abandonar la lucha? La línea curva ha sido la que más he detestado, la que mi alma jamás ha querido admitir. Indispensable acaso, justa, inevitable, es la línea que describen individuos y civilizaciones. Al principio se baten con bravura, después intentan la gran y heroica ofensiva que los conduce a la cima, para deponer las armas y firmar la capitulación al final. De esta forma, calmados, habiendo reconocido sus fronteras y dominado su locura, se someten, sabia e inteligentemente, a la necesidad. Así es. Sin embargo, el corazón del hombre, este eterno amante del Amor, habría seguramente preferido que el sol permaneciera para siempre en su cenit. El crepúsculo, a pesar de su dulzura, sus colores y su frescor, no puede consolarlo. -Lo que me gusta más- sigue el maestro- es el fin tan humano, tan inglés, mediante el cual coronó su vida tumultuosa. Compra una casa y unas tierras, se convierte en el pilar y el orgullo de su pequeña ciudad natal, se transforma en gentleman, se procura un título nobiliario y graba sus armas (una lanza de plata en campo de oro y un halcón con las alas desplegadas) sobre el frontispicio de su puerta, sus armas, sus sellos, sus sortijas, sus platos, sus cubiertos, sus pañuelos y su ropa blanca. También sobre su losa sepulcral. Es así como los héroes colmados por la vida terminan sus días. De entre todos, son los más envidiables. Me río. - ¿Porqué se ríe?-me pregunta el jubilado, y sus patillas se estremecen amenazadoras. -Perdóneme -le digo, pero mientras hablaba, una insólita imagen ha acudido a mi pensamiento. Con frecuencia, al limpiar las entrañas de una gallina, se encuentran gran número de huevos, pequeños y grandes, todavía no formados del todo. En tal caso la gallina ha sido sacrificada demasiado pronto y hay que sentir remordimiento. ¿No es ésta su opinión? El jubilado se encoge de hombros; pero, por cortesía no contesta. “Estos orientales- debe de pensar- se burlan de los valores y del respeto. Le estoy hablando de Shakespeare y he aquí que me sale con una gallina destripada con sus huevos. Su dios, el sol, es el más desvergonzado que existe.” Se arregla las gafas y empieza a buscar una página en el libro que sostiene: - ¿Me permite?-pregunta-. Escuche lo que dice uno de nuestros grandes escritores: Thomas Carlyle.
Aclara la voz y empieza: -”Shakespeare es lo más grande que hemos producido hasta el presente. ¡Qué no daríamos para conservarlo! Si se nos preguntara: ¡Oh inglés!, ¿qué prefieres dar? ¿El Imperio de las Indias o Shakespeare? Desde luego que los políticos contestarían a su manera, pero nosotros, he aquí lo que contestaríamos: Poco nos importa poseer un Imperio o no. ¡El Imperio de Indias desaparecerá un día, Shakesperare, jamás”! Se calla. Si, Shakespeare pudiera oír estos elogios, seguro que menearía la cabeza con tristeza. La gloria póstuma dejaría indiferente a este sensual cuyos sentidos hambrientos durante su vida fueron condenados a ser mal satisfechos con sobras... - ¿En qué está pensando?-me pregunta el maestro mirándome por debajo de sus lentes. -Pienso en que esta adoración a la obra de Shakespeare ha llegado demasiado tarde. ¡Es mejor tarde que nunca!-observa mi interlocutor-. Cuando un gran hombre desconocido sabe que la consagración y la gloria llegarán un día, sufre menos. - ¿Qué sabe usted?-le pregunto, montado en cólera a mi pesar-. ¿Quién se lo ha dicho? Para los seres que aman intensamente la vida (la vida en todas sus manifestaciones: el vino, las mujeres, los viajes, los honores), para esos seres que sufren cuando están privados de todo lo que desean, mejor nunca que tarde. - ¿Por qué se enfada?-dice el maestro, sonriendo con condescendencia a este grosero y colérico oriental que soy yo. -Porque sus amigos, los lores Essex, Montgomery y Southampton sentían una especie de desprecio por él. Porque le “soplaban” las mujeres que él amaba. Porque ninguno de ellos supo adivinar quién era el modesto actor, el “dulce William” que se humillaba cuando ellos hablaban. “Al escribir Hamlet, puso al desnudo su corazón, mostrando sus heridas, lanzando un grito que nadie oyó. Fueron necesarios ciento sesenta y nueve años (cuando ya hacía largo tiempo que la garganta que lo había exhalado se había convertido en tierra) para que su grito fuera escuchado. Cierto Henry Mac Kenzie fue el primero en descubrir, hacia el año 1780, el “encanto indescriptible” de Hamlet. Fue el primero en hacer notar que un turbulento enigma se oculta detrás del pálido efebo. Enigma que, después no ha cesado de aumentar, ya que cada generación, ha cargado a Hamlet con sus propios problemas. El maestro ha cerrado los ojos. Ya no quiere escuchar más. Y yo pienso en la lenta cristalización de la leyenda shakesperiana. Mientras duró el período clásico, en donde dominaba la frase medida, el frío adjetivo, las tres unidades, Shakespeare fue mirado como un monstruo sin cabeza ni cola, como un bárbaro. Vino luego el romanticismo, que rompe los moldes y libera el alma. Las exageraciones, los numerosos adjetivos, las audaces divagaciones, las pasiones inmoderadas fueron consideradas como los nuevos mandamientos del arte. Shakespeare se convirtió entonces en el profeta legislador, portador de un nuevo decálogo. Desde entonces, al lado de la Biblia, en cada hogar inglés, se encuentra otro libro, tan grueso y tan usado a fuerza de ser leído. Es una edición de las obras completas de Shakespeare. Sin embargo- y esto es lo más sorprendente-, no existe un tipo humano más alejado de los héroes de Shakespeare que el inglés contemporáneo. Abrir un libro de Shakespeare es abrir una jaula donde están encerradas fieras, gritos y alaridos, actos de violencia, ímpetu que no puede y no quiere ser contenido, fuerzas primitivas bruscamente liberadas... Es que esta fiera isabelina continúa viviendo en el fondo de cada inglés, pero está guardada por los barrotes de hierro de la dignidad victoriana.
Un día, en Londres, estaba hablando con un escritor inglés: -¿Cómo los ingleses de hoy- le dije- pueden comprender almas tan distintas de las suyas como son las de los héroes de Shakespeare? En la actualidad, la selva shakesperiana se ha desplazado hacia países más cálidos. -Nadie- me contestó-puede comprender y amar a Shakespeare como el inglés contemporáneo. No porque se trata de un poeta de nuestra raza que escribió en nuestro idioma, sino porque en el momento en que lo escuchamos, la fiera encadenada que se oculta en el fondo de cada sajón, se libera por fin; porque en ese momento nuestros cinco sentidos se abren y gozan de todo lo que secretamente deseaban sin atreverse a disfrutarlo. Shakespeare es para nosotros la válvula de seguridad que, al levantarse, nos impide reventar. Su obra actúa sobre nosotros como los sueños obscenos que tienen los ascetas y que, al calmarlos, les permiten permanecer puros. El sol ya se ha puesto. Regreso lentamente a mi alojamiento siguiendo la orilla del río, tranquila y verde. En las primeras sombras azules del crepúsculo, distingo en las orillas los cisnes que hacen con coquetería su tocado nocturno. Curvando altivamente su cuello de serpentín picotean, limpian y peinan mediante sus largos picos amarillos su pecho hinchado. Y el plumón arrancado se deposita en la orilla del agua como si fuera espuma. Hoy han jugado, comido, volado y nadado. La noche se aproxima, y se preparan para dormir. Y yo pienso de nuevo en su hermano mayor, “El Cisne de Avon”. Junio 1936
CAPÍTULO VII GRECIA El rostro de Grecia se parece a un papiro palimpsesto sobre el que pueden encontrar superpuestas doce escrituras diferentes; primero, la escritura contemporánea; después, debajo, las de 1821(año de la guerra de Independencia), dominación turca y conquista franca; más abajo todavía, las de la edad media doria, de las civilizaciones micénicas y egea y, finalmente, la de la edad de piedra. ¿Se puede pisar el suelo de Grecia sin quedar preso de angustia? Uno se encuentra, en efecto, ante una profunda sepultura de doce pisos desde donde se levantan voces suplicantes. ¿Cuál elegir? Cada una de ellas es un alma y cada alma aspira a volver a encontrar su cuerpo. Se las escucha, agitado, sin atrever a decidirse. Para un griego, viajar por Grecia es una especie de suplicio encantador y agotador. Las voces que más le seducen no son aquellas que suscitan en su espíritu altos y orgullosos pensamientos. Son otras voces, que, no obstante, no se atreve a elegir, ya que despertarían a los muertos posiblemente más insignificantes, pero que para él son los más queridos. Cuando se detiene ante un laurel en flor en las orillas del Eurotas, entre Esparta y Mistra, la eterna lucha entre el cuerpo y el espíritu comienza de nuevo. Su corazón se esfuerza en resucitar un cuerpo señalado por la muerte y, haciendo rodar hacia atrás la rueda del tiempo, volver al 6 de Enero de 1449, fecha en la que aquí, en Mistra, este cuerpo recibió una corona de martirio. Los suspiros de sus antepasados, el recuerdo de sus cantos populares y todas las aspiraciones de la nación, le incitan a que dé preferencia a las voces de los muertos menos gloriosos. Pero el espíritu se opone, se vuelve hacia Esparta y se esfuerza, reprimiendo cierta nostalgia sentimental, en arrojar en la cima de Céades este cuerpo imperial. Para un extranjero, por el contrario, el viaje a Grecia transcurre sin dolor. Su espíritu, despojado de toda complicación sentimental, encuentra infaliblemente la esencia del país. Mientras que para el griego, esta peregrinación se complica con una multitud de recuerdos y también con una dolorosa comparación. Jamás sus impresiones pueden ser puras ni sin heridas. Un paisaje de su país no puede darle jamás- si sabe escuchar y amar- un estremecimiento de belleza. Este paisaje siempre tiene un nombre, siempre está ligado a un recuerdo -aquí los griegos fueron humillados, allá conocieron la gloria-, y de pronto este lugar se transforma en una conmovedora página de historia que lo confunde. Su espíritu está entonces atormentado por preguntas inexorables.”¿Cómo fueron creadas tantas obras de arte? ¿Qué es lo que hacemos nosotros? ¿Por qué nuestra raza está agotada? ¿Cómo continuar lo que empezó? “. Se inclina para escrutar las caras por la calle, aguza el oído para escuchar las conversaciones, con la esperanza de que percibirá un ademán, un pensamiento, un grito, capaces de confortarlo. Cuando se pasea por Corinto, Argos, Olimpia, Megalópolis, Esparta, el griego lleva sobre sus hombros una inesperada responsabilidad. En efecto, los nombres poseen una fuerza secreta irresistible; el que ha nacido en Grecia, quiéralo o no, asume, pues, una gran responsabilidad.
EL GOLFO DE CORINTO
Apaciguador, inagotable, es el encanto del golfo de Corinto. Una profunda alegría para los ojos. A la izquierda, el pino, el olivo, la viña, la tierra amarilla, las piedras tostadas por el sol. A la derecha, el mar centelleante, eternamente renovado, indolente, alegre, sin memoria. ¿Cómo retener, cómo acordarse de todos los surcos que han excavado en su pecho las antiguas proas? Estaría cubierto de arrugas. A lo lejos las montañas azules ondulan y humean en la luz. Igual que atletas desnudos, se calientan al sol. No es posible dejar de contemplar este espectáculo. El paisaje griego actúa sobre el hombre- sobre su alma, sobre su cuerpo, sobre sus más secretos pensamientos- como una música. Cada vez que se le vuelve a encontrar, uno lo siento profundamente, se somete con más humildad a su ritmo, se encuentran nuevos elementos de equilibrio y de libertad. Miro las cumbres apacibles y lejanas, el mar, los árboles luminosos de hojas espaciadas. ¡Qué nobleza, qué sencillez, qué ausencia de énfasis! Aquí todo está creado a la talla del hombre. Se alcanza el ideal siguiendo, lejos de los precipicios, caminos tranquilos. La Belleza carente de alas, como la Victoria, se disfruta perfectamente en medio de estas piedras tostadas, en este tranquilo paisaje. El encanto y la fuerza jamás se han unido en parte alguna más estrechamente que aquí, sobre la tierra austera y alegre de Grecia. Para entender a la Grecia antigua, su pensamiento, su arte, sus dioses, no existe más que un punto de partida: la tierra, la piedra, el agua, el aire de Grecia. Para entender a la Grecia antigua, su pensamiento, su arte, sus dioses, no existe más que un punto de partida: la tierra, la piedra, el agua, el aire de Grecia. También la emoción más pura, la imaginación más audaz, tienen necesidad para existir, de la materia. Y el artista encuentra esta materia sencillamente mirando como juega la luz y como las montañas permanecen inmóviles. A su alrededor busca todos estos materiales. Según su país posea mármol, granito o solamente lodo, su arte toma una dirección diferente. La resistencia de la materia regula no solamente el trabajo de sus herramientas, sino también el de su corazón. Entre él y el paisaje no se levanta ninguna barrera infranqueable. El paisaje, penetrando en el artista a través de sus cinco sentidos, modela su alma y, al modelarla, él se recrea en la imagen de esta última. Pienso en el nivel de nuestra vida intelectual y artística de hoy y quedo confundido. ¡Ah, si el paisaje fuera todopoderoso! ¡Qué suerte! Esta tierra no habría dejado de dar grandes artistas. Pero la creación es la resultante de complejas excitaciones. Es la consecuencia de un equilibrio excepcional entre varias fuerzas contrarias, manifiestas o secretas, es un momento sin regreso. Y en Grecia, en un período de millares de años, este momento no apareció más que una sola vez y apenas duró cien años. Antes, el paisaje era el mismo, lo es todavía, pero el alma que lo acogía y lo reflejaba ha cambiado. A mi alrededor, en el tren, conversaciones insignificantes, fastidiosas, trivialidades. Nadie lee, nadie mira afuera hacia el mar o hacia la tierra con una mirada nueva. Ninguna correspondencia entre el paisaje y el hombre. Uno de los más desagradables recuerdos de mi viaje es la dureza y la rapacidad de los rostros en esta región de Grecia. La gente tiene pequeños ojos de un negro intenso, que no ven nada con calma y de una manera desinteresada sino que, por el contrario, fisgan, eligen y se apoderan como si se tratara de manos. Miran el mar para ver si hay peces. Si un pájaro vuela en el cielo, lo siguen con la mirada con envidia y suspirando:”Ah, si tuviera mi fusil”. Y la visión de los olivos cargados de frutos les hace exclamar:”Este bajará el precio de aceite”. Solamente me ha ocasionado placer ver a algunos ancianos. En varios pueblos del Peloponeso han sido mis únicos compañeros. De los jóvenes, la mayor parte, leían
periódicos deportivos y hablaban de fútbol. Otros, mas “intelectuales”, permanecían horas enteras en los cafés haciendo crucigramas. Por lo que se refiere a los hombres de media edad, se dedican a la política y a los negocios. No era posible mantener ninguna conversación interesante con ellos. Solamente los ancianos, cuando la enfermedad no los había abatido, reían mientras narraban historias, considerando su vida pasada como un juego. Sin duda alguna, ya estaban liberados de las cuitas cotidianas y sus hijos o sus yernos los habían desposeídos de sus tierras, dándoles a cambio un pedazo de pan y un colchón. “Aquel que posee un campo- dijo Buda-, piensa campo, se convierte campo. Aquel que posee una casa, piensa casa, sueña casa, se convierte en casa…Solamente aquel que no posee nada es un hombre libre.” Llega la noche. En el puerto de Aégion brillan grandes mahonas, negras y rojas, en un mar añil. Los cipreses se levantan en el crepúsculo, anaranjados, rectos y rígidos, como oscuras columnas. El aire huele a uva y a mosto. Ya es de noche cuando llegamos al puerto de Patrás. Luces, cafés, sillas en la acera, fonógrafos… Olor a brea y jazmín… Paseo nocturno, pequeñas barcas de vela que regresan de una correría por el mar… A lo lejos, en la penumbra azul, se perfilan, amenazadoras y altivas, las montañas de Rumelia. En el gran restaurante a la orilla del agua en el que me he detenido, le pregunto al camarero: - ¿Cómo se llaman estas dos montañas? - ¡Miguel!- grita a uno de sus colegas. Después volviéndose hacia mí dice: -Es que yo no hace mucho tiempo que estoy aquí. Llega Miguel. -Por favor, ¿cómo se llaman esas montañas de enfrente? Miguel mira a lo lejos con atención, se diría que trata de adivinar el nombre de las montañas. Se rasca la cabeza. - ¿Cuánto tiempo hace que estás aquí, Miguel? -Cuatro años. - ¿Y no sabes sus nombres? El camarero frunce el entrecejo, irritado, pero se contiene. - ¿Qué quiere que haga con su nombre, señor? ¡No sirve para nada!
* ** Al día siguiente, desde por la mañana, me paseo por la ciudad, recorriendo con ansia sus tortuosas calles, como si el espectáculo provinciano fuese nuevo para mí. Los cafés están llenos. También los jóvenes pasan el tiempo desgranando un rosario de ámbar. Muchachas con el pecho precozmente desarrollado se pasean indolentes y asustadas. En cada calle se ven innumerables rótulos: peluquerías, limpiabotas, cuerdas de guitarra… Subo los peldaños que conducen a la fortaleza. Salvaje, abandonada, levanta sus torres en ruinas, conquistada por las hierbas aromáticas: alcaparra, menta, ajedrea. Antiguamente, esta ciudadela fue atacada por los romanos, los sarracenos, los eslavos, los francos y después los turcos. Ahora todos estos mortales han desaparecido y la habitan los ocupantes legítimos: la alcaparra, la menta y la ajedrea. Para construir la pared norte, se emplearon fragmentos de antiguas columnas. Efectivamente, hace miles de años, en esta acrópolis existía un templo de Artemisa a la que se le hacían ofrendas de caza y frutos.
La ciudad se extiende a sus pies, verdeante, atravesada por grandes calles rectas que van hasta el mar. Es un día dulce de otoño y el cielo está ligeramente cubierto. Esta mañana ha llovido un poco. Las hojas de los árboles empiezan a amarillear, algunos racimos de uva, con los granos oblongos, cuelgan todavía de las cepas. En un día de parecida dulzura desembarcaron en Patrás, para pasar luego todo el invierno, la pareja de enamorados formada por Marco Antonio y Cleopatra. Recorrieron las calles, ella, en una litera dorada que conducían unos negros gigantes y él a su vera, montado a caballo. Al mediodía, bajo el muelle en donde los habitantes de Patrás se reúnen para beber su ouzo (licor semejante al anís), comer loucoms (bombones orientales cubiertos de azúcar flor) y escuchar música. Me siento junto a tres ancianas. Con la espalda vuelta, contemplo un buque británico a punto de aparejar. El nombre Flaminia “Liverpool” está escrito con letras doradas en la proa. Dejo que mi espíritu escape tranquilamente de Patrás. El aire huele a mar y a sudor. El tabernero ha extendido su colchón y sus sábanas al sol. Otra anciana viene a tomar sitio junto a mis vecinas y desdobla un periódico. - ¿Qué noticias hay, señora Victoria?-le preguntan. - ¡Oh, nada!-contesta con una voz aguda-. Nada extraordinario. En China hay lucha y la gente muere a miles….También se dice que Rusia intervendrá y que esto provocará una guerra mundial…En España pasa lo mismo… ¡Nada extraordinario! Un guapo tenebroso aparece en el estrado con los cabellos llenos de cosmético y los ojos acicalados. Va vestido con un terno oscuro cuyo pantalón es desmesuradamente ancho. Plegando sus aristocráticos labios se pone a cantar una canción de moda, vagamente obscena, Detrás de él unos músicos tocan el violín y el contrabajo. Llevan un pañuelo blanco alrededor del cuello, a causa de la transpiración. El mar burbujea, el aire huele a melón podrido y unos tomates flotan en las olas. Los bigotudos clientes descortezan con los dientes pepitas de sandía tostadas y arrojan la cáscara lejos, en el agua. La canción termina. Aparece en escena una mujer pálida y delgada vestida de negro. Detrás dos jóvenes lúgubres, vestidos de frac, como sepultureros. La mujer empieza a bailar, los jóvenes se precipitan sobre ella, la agarran y la bailarina cae unas veces sobre el pecho de uno y otras veces sobre el del otro con gritos estridentes. De repente, la levantan el alto y suben su vestido, desvelando durante un momento su triste desnudez. Entonces, los honrados burgueses se levantan satisfechos. Es más del mediodía. Han tomado su aperitivo y ahora quieren comer. Hacia la noche se había apoderado de mí todo el aburrimiento de la vida provinciana, el aburrimiento y al propio tiempo una extraña y dulce lasitud. En Patrás, y los días siguientes en Pyrgos, Trípolis, Esparta, Argos, Nauplión, he conocido el agobiador aburrimiento de las lentas jornadas de provincia, en donde los jóvenes desgranan con sus ardientes dedos las horas de una vida monótona. Aquí un joven puede rápidamente convertirse en una especie de autómata. Pero también puede, por reacción, por orgullo o por despecho, acumular sus deseos insatisfechos y sus fuerzas inutilizadas para estallar un día en una acción valiente o en una obra de arte caracterizada por el aislamiento moral. En nuestro tiempo, solamente en la provincia se puede todavía encontrar el pudor intelectual y moral, En nuestro tiempo, solamente en la provincia se puede todavía encontrar el pudor intelectual y moral, esta preciosa timidez de la juventud. Ya que, en la capital, los ojos y los oídos de los niños pronto son corrompidos y la dudosa precocidad desnaturaliza su alma. En cambio en las silenciosas calles de provincia, en sus patios limpios y adornados con macetas de flores, en la calma de la naturaleza que rodea a la ciudad, el hombre
joven dispone de tiempo para conocer la impaciencia de la espera y para comprender cuán difícil es la realización de cada deseo. La distancia que aquí separa al deseo de la satisfacción es todavía grande y, para recorrerla, el joven tiene que ejercitar sus fuerzas más elevadas. La aspiración natural de la juventud hacia un ideal elevado tiene así la posibilidad de manifestarse. No dura más que poco tiempo, pero llega a madurar, a afirmarse. No capitula, pues, más que muy difícilmente. Tras la desvergüenza de las capitales, la esperanza de renovar la virginidad de la tierra se ha refugiado en la aburrida y encantadora provincia.
LOS CASTILLOS FRANCOS Los castillos ejercen un misterioso poder sobre el hombre. Cuando, a lo lejos, en la llanura, aparece de pronto una montaña y en la cima de esta montaña se levanta una corona de murallas en ruinas con sus torres taladradas de troneras, el alma del paseante se exalta. La baja llanura y sus pantanos por una parte, la cima de la montaña y su valerosa corona, por otra, son en cierto modo una ilustración del alma humana. Del mismo modo se abren caminos en nosotros, se construyen pueblos por donde pasan hombres y animales. Abandonamos, así, casi todo a los demás, pero seguimos guardando inviolado el más inaccesible fortín de nuestra alma. El castillo nos recuerda, por tanto, ese punto fortificado que jamás querríamos entregar, ya que es el único refugio de la conciencia, de la dignidad y del valor. Así, cuando aparece en el horizonte un castillo solitario, abandonado al viento de una cima, involuntariamente, un grito inarticulado, un grito de guerra, sale de nuestro pecho. Karitene, Nicle, Mistra, Methoni, Moroni, Monembase, se sostienen todavía en pie y, como centinelas, escrutan el aire vacío de grandeza. Al abandonar Patrás, penetro en la llanura de Acaya, rica en viñedos, olivares, membrilleros y cipreses. En Manolada: magníficos higos y uvas, paisaje tranquilo y verdeante. En Lehaina: gran iglesia, casas en medio de los árboles… Llego a Andravitsa, la gloriosa capital medieval de los francos. Sus iglesias francas ya no existen, la tierra se ha las tragado; las tumbas del príncipe de Morea y de los tres primeros Villehardouin también han desaparecido. Ahora, en los cafés, los hombres juegan a las cartas mientras en los campos, las mujeres, con un saco sobre la espalda, recogen las uvas secas extendidas por el suelo, lanzando de vez en cuando un agudo grito. Aquí, el tipo de las mujeres se aproxima al de las albanesas. Son austeras, siempre están de mal humor, trabajan sin descanso y miran al forastero sin sonreír. El sonreír aquí es un fenómeno raro. Algunas veces se ríe ruidosamente, pero casi siempre los rostros están enfurruñados. Durante todo mi viaje por el Peloponeso no he encontrado una sola sonrisa llena de serenidad, de dulzura o de cordialidad. Ni la ingenua sonrisa de los efebos de la época arcaica que denota la facilidad de una fuerza todavía virgen: sonrisa que marca el principio de las grandes civilizaciones. Ni la del hombre perfectamente civilizado que expresa una larga experiencia de la vida; sonrisa que marca el fin de las grandes civilizaciones. He dejado Andravitsa. Tenía prisa por llegar al célebre castillo de Klemutsi, cerca de Glarentza.
Divina llanura, tierra fértil, dulce naturaleza. Desde el tren, miro unos campos donde se queman unas hierbas. El fuego asciende, las ramas crujen, el humo tapa al sol. Durante un momento, el tren pasa por medio del incendio. Mi corazón empieza entonces a latir más fuerte, ya que las llamas le causan siempre una bárbara e inexplicable alegría. El corazón del hombre es bastante más viejo que su espíritu, se acuerda y echa de menos las alegrías experimentadas hace millares de años, en las cavernas de los antepasados, en los lagos o en el fondo de los bosques… El espíritu se esfuerza en vano en adaptarla, en darle un aspecto moderno, en ahogar sus clamores. El corazón no puede impedir gritar a la vista de las llamas que devoran a los árboles o a las casas, a la vista de la sangre o al contacto de una mujer en la oscuridad. Nos detenemos en el pequeño pueblo de Kavassila para esperar el tren que tiene que llevarnos a Kyllini, la antigua Glarentza. Al crepúsculo, nos sentamos en un horrible café situado a corta distancia de los vagones detenidos. Ni agua fresca, ni uvas, ni higos. Nada. Solamente café y loucoms. Enciendo mi pipa, esta fiel compañera, y me invade una extraña emoción. Sin duda porque me encuentro solo en un pueblo desconocido y llega la noche. Dos campesinos se me acercan y me dirigen la palabra. Uno es pálido, giboso, con ojos melancólicos; el otro, gordo e informe. Me hacen las eternas preguntas: de dónde soy, cuál es mi oficio, por qué viajo, cómo me llamo… Una vez informados y roto el hielo, se inicia la conversación. El gordo pone su larga mano, húmeda por el sudor, sobre mi rodilla y empieza a explicarme una historia interminable y repugnante. “Tenía eczema extendido por todo el cuerpo -dice -hasta el punto de estar medio loco”. Fue a Lehaina a ver al médico. Ninguna mejoría. Entonces se fue a Patrás. Lo mismo. Finalmente consultó con una vidente, la cual lo curó. El hombre gordo abre su chaqueta, se baja el pantalón y me enseña su fláccida carne, para convencerme. - ¿Ves?-dice. ¡Ya no tengo nada! Nos callamos. Encargo otros loucoums y otros vasos de agua tibia. Ahora ya es de noche, el aire empieza a refrescar y es la hora de las confidencias. El melancólico giboso acerca una silla. -Usted tiene el aspecto de un hombre de bien- dice. Después, bajando la voz, añade-; Tengo que pedirle un consejo. Charitos está al corriente. Charitos, el gordo del eczema, menea la cabeza y deja escapar un suspiro. -Vamos, Dimos, vamos, pobre viejo, eso te hará bien. -Tengo una mujer -empieza el otro-, que es hermosa como el agua clara. Mi padre tenía algo de dinero; ella, ninguno. Nos casamos. He hecho todo lo posible para hacerla feliz. Todo lo que deseaba lo ha tenido. Vestidos, zapatos de charol, pan blanco…Tiene también criada. No le falta nada, ¿comprendes? ¡Nada! Lo tiene todo, todo, todo… El gordo aclara su garganta y me guiña un ojo maliciosamente. Pero la desgracia del giboso me interesa y yo no tengo ganas de reír. El giboso continúa: -Con frecuencia tengo que ausentarme. Algunas veces incluso tengo que ir hasta Pyrgos. Soy corredor. Y cuando me acerco a mi casa, mi mujer me grita desde lejos por la ventana:”Todavía aquí, puerco giboso! ¡Márchate! ¡No quiero saber nada de ti”. Naturalmente, los vecinos lo oyen todo. Entonces entro en mi propia casa como un ladrón, temblando. “Si amas a algún otro, dímelo. Me da igual. Ámalo tanto como quieras. Pero yo no me dejo avasallar.” La voz del giboso tiembla. Su gordo compañero se da una palmada sobre los muslos, riendo a carcajadas. -Te lo tienes merecido, mi pobre viejo- dice-. Tú no sabes tratar a las mujeres. Yo me casé con una marisabidilla, una de esas que están orgullosas de su linaje. Ya sabes el
género… Delgada, pálida y enfermiza, el género hija de noble. Un día me dijo: “Yo, en casa de mi padre…” Te juro que no fue más lejos. La sangre se me subió a la cabeza. Es verdad que desde hacía tiempo buscaba un pretexto para darle una paliza. “¿Qué?-grité-, ¿qué? En casa de tu padre….” Cogí el primer palo que me vino a la mano y le propiné un buen castigo… ¡Como jamás había recibido ninguno! Después, pasé una cuerda alrededor del bastón y lo colgué del bastón y lo colgué a la puerta. Así no hay riesgo de que lo olvide. “He aquí lo que necesitan las mujeres, mi viejo Dimos. Hay que infundirles miedo, Nada de “querida mía” y “preciosa mía” Golpes es lo que les conviene.” Pero el pequeño giboso menea la cabeza y, volviéndose hacia mí, me mira. Jamás olvidaré la amargura, el llamamiento desesperado, el dolor de su mirada. A la hora del crepúsculo, cerca de la vía férrea, en el horrible café de un pueblo desconocido, un hombre me pedía ayuda. Debía de haber contado su pena a sus paisanos, pero éstos se habían burlado de él y ahora el desgraciado se confiaba al primer forastero. - ¿Qué tengo que hacer?-me pregunta después de un momento de silencio-. ¿Qué me aconseja? En efecto; ¿qué tenía que hacer? Me callé, mirando a lo lejos un álamo y un laurel florido que embalsamaba. Me acordé de una playa de arena plantada de laureles en donde había visto unos niños que jugaban mientras dos caballos nadaban en el mar relinchando. Sus relucientes cabezas aparecían sobre las olas, sus cuellos se inclinaban unas veces a la derecha y otras veces a la izquierda y sus fosas nasales temblaban de placer. -No tienes más que divorciarte- dijo el gordo Charitos. - ¡No puedo!-murmuró el giboso volviéndose de nuevo hacia mí. - ¿Qué tengo que hacer?-me preguntó de nuevo con angustia. - ¡El tren!- gritó en ese momento un momento un empleado del ferrocarril, y se puso a tocar una pequeña campana. Me levanté. El giboso no hizo ningún movimiento. Me miró cómo me marchaba, inmóvil, silencioso. Como si viera desvanecerse su última esperanza. Charitos se dio prisa en coger mis maletas y subírmelas al vagón. Después, guiñándome un ojo un ojo me dijo: - ¡Bien merecido lo tiene! Giboso como es, no debería haberse casado. ¡Bueno, se casó con ella, pero por lo menos que le pegue! ¡Golpes: he aquí lo que les conviene a las mujeres! ¿Qué le parece a usted? Todo es justo en este bajo mundo. Así como el gusto de la sal se extiende por todo el agua de una cubeta en la que se ha echado un grano, la verdad se extiende por todas partes sobre la tierra, imperceptible, pero penetrante y amarga como una lágrima. Cuando el tren se puso en marcha, me sentí aliviado. Escapaba así a las preguntas que se me formulaban, evitaba tener que intervenir y, por consiguiente, tener que reducir el reino de la verdad o el de la mentira. El giboso continuaría su dolorosa existencia mientras el gordo Charitos contemplaría, al fin tranquilizado, al lado de su mujer domesticada y feliz, el milagroso bastón que cuelga sobre su puerta. La noche había llegado por fin y yo no distinguía nada. De vez en cuando una estación, ruido, una linterna, unos ojos que brillaban, unas manos colgando fuera de las portezuelas. La sombra se animaba un momento y después, de golpe, las voces se apagaban, las linternas también continuábamos rodando, silenciosos, hacia el mar. ¡Kavassila! Este nombre me viene de nuevo al espíritu con una repentina claridad. Ahora sé por qué, cuando me senté en el horrible café, se apoderó de mí esta emoción. Los dos campesinos, con sus penas, cambiaron el curso de mis ideas, pero ahora que me encuentro solo y libre, lo comprendo todo. El nombre del pueblo me había
inconscientemente recordado una figura muy antigua que yo amaba: el místico bizantino Nicolás Kavassila. Es autor de un admirable libro que leí durante varias noches, encerrado en una celda del monte Athos. El padre Arsenio, un monje delgado, con la tez biliosa, estaba a mi lado y me alumbraba con una vela. Yo leía en voz alta y el padre Arsenio escuchaba sin entender una sola palabra, y quizás porque no comprendía, su imaginación no lograba sino transportarlo más hacia su paraíso. Lloraba y la vela temblaba. Entonces, para consolarlo, cogí su mano y me acuerdo todavía de los nobles mandamientos de nobleza y de sacrificio que nos dictaba el gran místico: “Continuamente este mundo lleva en gestación al hombre nuevo”. “Humilde materia es el cuerpo y, por su movimiento continuo, impide al divino sello guardar su inmovilidad”. Así, solitario, en la noche del vagón, hojeaba mi memoria y el tiempo pasado. Hasta el momento en que llegamos a Kyllini, la Glarentza de la Edad Media. Una hora de camino nos separaba del castillo franco de Klemutsi, que era la meta de nuestro paseo del día siguiente.
KLEMUTZI. El tiempo está nubloso, pero dulce. He pasado una buena noche en la pequeña casa de la señora Nicolette, en Kyllini, cerca del mar. Al alba y acompañado por el guía Fotis, me pongo en marcha hacia el célebre castillo de Klemutsi. El sendero trepa entre los juncos, los madroños, los asfódelos florecidos y las chumberas. Cuanto más subimos, más se extiende la llanura con sus olivares y sus viñedos y sus esbeltos, nobles y encantadores cipreses. Estos paisajes de Acaya y de Elida ejercen una extraña seducción. Poseen un elemento peligrosamente seductor, algo femenino… Paz, mujer, hogar, niño, mesa dispuesta, cama limpia, vida humilde y eterna, todas las tentaciones del paisaje hembra… Aquí el guerrero depone las armas a pesar suyo. Aguza el oído, escucha el dulce zumbido de las hojas del olivo y sonríe a la vida. Partió bravío para conquistar el mundo pero se enredó en un grupo de mirtos… Así fue cómo un día, hace ahora ya más de siete siglos, los francos hicieron su aparición en este país. Godofredo de Villehardouin se había puesto en camino con cien caballeros y algunos arqueros para conquistar el Peloponeso. Protegidos por armaduras de hierro, levantaban sus escudos y blandían sus interminables lanzas.”Sólo de oír relinchar a sus caballos -dijo el poeta-, las yeguas griegas estaban preñadas.” Los autóctonos, debilitados por los tres grandes azotes de la época: los impuestos, los piratas y los señores, no tenían ni la posibilidad ni el deseo de resistir. Los cien caballeros extendieron el terror. Precedidos por sus popes, los campesinos salían a la calle para recibirlos sosteniendo incensarios e iconos. Se arrodillaban ante ellos, juntaban las manos y no pedían más que una cosa: que se respetara su religión. Los guerreros, preocupados poco por el Reino del Cielo, no tenían más que una sola meta: el poder terrenal. Divertidos, dejaban en libertad a los sacerdotes, sus iglesias y sus feudos celestes. En cambio, se repartían las tierras, ocupaban las ciudades y construían castillos. Solamente resistieron dos o tres señores. Estos fueron León Hamaretos de Lacedemonia, Doxapatris Voutsaras en el castillo de Arakova y el terrible señor de Corinto, de Argos y de Nauplisa: León Sguros. Este último luchó valerosamente para
defender sus bienes, pero al final, perdida toda esperanza, montó su caballo y se precipitó con él desde lo alto del Acrocorinto. Algunos meses más tarde, toda la Morea, excepto Monembase, caía en manos de los francos. Fue dividida siguiendo el plan feudal francés y repartida entre doce señores, el primero de los cuales, entre sus iguales, era el príncipe de Acaya. Estos terribles conquistadores habían decidido permanecer durante todo el año sobre sus caballos, armados y preparados para el combate, ya que eran pocos, en una tierra extranjera, en medio de centenares de miles de habitantes: griegos, eslavos, albaneses, bohemios y judíos. Pronto el paisaje empezó su cerco, dulce y silencioso. A su acción se añadió la de las mujeres de su país, estas mujeres morenas de tez color de trigo, cabellos negros y grandes ojos. Los rubios conquistadores sufrieron cada vez más su seducción. Se unieron a ellas y olvidaron su patria. Los hijos, a los que se les llamaba Gasmules, hablaban la lengua del país, se volvían griegos. Empezaba una nueva conquista. “Si todos los griegos, excepto uno, hubiesen sido exterminados- decía el cronista-, éste enseñaría su lengua a los conquistadores y los transformaría en griegos,” - ¿En qué piensas?-me pregunta el guía Fotis. - ¿Sabes quiénes eran los dueños de este país antes de nuestra liberación?-le pregunto. -Desde luego que lo sé. Eran los turcos. - ¿Y antes de los turcos? -Los francos. - ¿Y qué fue de ellos? - ¡Se los dominó!-exclama Fotis abriendo una enorme boca y dejando ver unos dientes amarillos y puntiagudos-. ¡Se los dominó, amo! ¡Fueron reducidos a polvo! Es muy de mañana. Caminamos en silencio. El camino sube sin cesar entre dos hileras de pequeños cipreses con las copas de un verde tierno. Un pajarillo con el pecho pálido se posa sobre una rama joven que se dobla bajo su peso. De repente oímos un sonido de campanas procedente de una umbrosa torrentera. Son dos campanas con voz alegre y argentina: dos voces agudas que se siguen con afán por las torrenteras de la montaña, como dos perdices. - ¿Qué es esto?-le pregunto a Fotis, el cual, quitándose su gorro, se santigua con rápidos movimientos. -Por allí hay un pequeño convento, Nuestra Señora de los Blanchernes. Hoy celebra su fiesta. Se ríe. - ¿Entiendes el lenguaje de las campanas? Me encojo de hombros. -Está bien, te lo explicaré- continúa-. Cuando hacen dong, dong, dong, quiere decir:”Cristianos, dad cinco dracmas en la colecta. Y cuando hacen ding, ding, ping, “solamente un dracma”. Créeme, amo, son más bien los curas los que llaman, no es Nuestra Señora. Mi guía comienza de nuevo a santiguarse como si sus propias palabras le hubiesen asustado. -Perdóname, Santa María -gruñe-. Tú no tienes la culpa. Tú no tienes necesidad más que de una esponja para la limpieza de tu icono y de una lamparilla… ¡Nada más! Mientras los curas… Baja la voz y me dice en tono confidencial: -Apuesto a que por economía ponen aceite de semillas en la lamparilla...
Nos cruzamos con una pequeña anciana cargada con una cesta. Se para y nos ofrece algunos higos que nos refrescan. Pasan dos muchachas montadas en un asno. Las dos son rubias y con los ojos azules. La sangre del conquistador franco circula todavía por las venas de los habitantes de Morea. De pronto, en una revuelta, me detengo contento. Muy alto, sobre la cima de la montaña, se perfila el célebre castillo de Klemutsi, dañado pero siempre en pie. Su construcción tardó tres años. Villehardouin se apropió de las ricas rentas del clero latino para edificar estas murallas, estas torres, estas puertas…Los curas lo maldecían, pero él, burlándose continuaba levantando su castillo. Esta ciudadela estaba tan bien fortificada que, según los cronistas del tiempo, los francos, aunque hubiesen sido expulsados en cualquier otra parte, habrían podido reconquistar la Morea. Algunos años más tarde, acuñaron sus primeras monedas, adornadas con cruces cuadradas, castillos y lises reales. Despido al guía, ya que tengo deseos de estar solo. Al pie de la fortaleza, bajo el sol ardiente, se extiende el pueblo. Los perros empiezan a ladrar, cabezas cubiertas con pañoletas se asoman a las puertas, unos pequeños cerdos negros, parecidos a grandes ratas, corren unos detrás de otros, con el aspecto muy preocupado. Dos albañiles inclinados sobre una pared dejan de trabajar y se me quedan mirando con la paleta en la mirada. - ¿Foráneos?-me grita un anciano. -Si, foráneo - digo acelerando el paso. -Ven a tomar un café. Pero me guardo mucho de contestar y me pongo a escalar la montaña. Estoy impaciente por llegar arriba. Las charlatanerías, las invitaciones y todo el interés que os pueden demostrar no cuentan para nada, mientras un castillo solitario se levanta encima de vosotros y os llama. Cuando, después de franquear la gran puerta entreabierta, penetrando en las deterioradas salas de estilo gótico y luego en los patios herbosos, me detuve finalmente en el piso superior, sobre una piedra, una súbita alegría me invadió. Como si en mí el tiempo acelerara su marcha y en el espacio de un relámpago viera a los francos desembarcar en el Peloponeso, saquear el país, poblarlo de niños rubios, de castillos salvajes y, por último desaparecer. ¡Qué alegría, efectivamente, para una alma impaciente la de ver cómo el tiempo, demasiado lento para su gusto, adopta por un momento el ritmo que ella sueña! A cada uno de mis pasos, amenazadores bandos de cuervos levantaban el vuelo, ocultaban el sol y se posaban de nuevo graznando en el otro extremo de la fortaleza. Sobre las laderas de las montañas y abajo, en la llanura, las campanillas de los invisibles carneros murmuraban como un fresco riachuelo con el calor. Me detuve ante una ventana gótica y contemplé la llanura de Glarentza, que se extendía, serena y fecunda, mientras el mar humeaba a su alrededor. A lo lejos, brillaban las divinas islas: Zante, Cefalonia y, vaporosa como un espejismo azul, Itaca. ¡Qué estupor debió de sacudir a los griegos caídos a la categoría de raias cuando vieron desembarcar a los francos, esos glotones, aficionados a las mujeres, grandes bebedores, gallardos invencibles! Sorprendidos, todavía temblando, las gentes del país debieron de agolparse a su alrededor y mirarlos con temor. ¡Cómo se divertían, gracias a los trovadores que se habían llevado consigo y que cantaban el amor acompañándose con extraños instrumentos musicales! Amor nuevo, romántico, caracterizado a la vez por la adoración religiosa, la sensualidad y la pureza. Bailes nuevos, canciones nuevas, nueva concepción de la
vida… Época en la que el materialismo reinaba por todas partes y donde, no obstante, se perseguía secreta y obstinadamente el pájaro inmaterial que es el Espíritu. Cuerpos inmensos, almas generosas, risas estruendosas, pensamiento libre, desprecio de la muerte…Los francos se vestían con vivos colores y brillaban al sol. Intrépidos, atacaban en la proporción de uno contra ciento. Poco a poco, los habitantes de la región, adquiriendo de nuevo el valor, procuraron imitar a los conquistadores en sus maneras de comer, cantar y hacer la guerra. Las mujeres se mezclaron con ellos y sus cuerpos se convirtieron en los talleres secretos en donde se preparaba, al igual que se forma un niño, la nueva civilización greco-franca. Los raias se hicieron más fuertes, la carne murió y el espíritu floreció. En la Grecia clásica se injertó una extraña civilización romántica y esta operación dio nacimiento a inesperadas obras literarias. Ya se anunciaba el nacimiento, en suelo griego, del supremo Gasmule, fruto de los amores de Fausto y de Helena, que debía tener de su madre un cuerpo divino y de su padre un alma insaciable, perdidamente romántica… Durante largo rato, acodado en la ventana gótica, disfruté del espectáculo de la tranquila llanura de Glarentza y evoqué las desaparecidas sombras de los francos. En medio de estas ruinas, se está tentado de pensar digna y valerosamente en el aspecto más grave de la vida: la muerte. Pero no tuve tiempo. De repente, oí ruido de pasos y las voces de dos mujeres. Eran dos francesas, una de piernas cortas y locuaz y la otra alta y callada. Las seguía un hombre joven que tenía una cara delgada, irónica, y unos ojos grises. La visión se desvaneció, el castillo había sido tomado de nuevo, los francos regresaban… Abandoné la ventana y, unos momentos más tarde, me alejaba a toda prisa.
PANIGIRY EN GLARENTZA Cuando, después de haber abandonado las alturas de Klemutsi, llegué al caserío de Kyllini, el panIgyri (fiesta campesina) llegaba a su apogeo. Hombres y mujeres venidos de todos los pueblos cercanos se habían reunido en este viejo monasterio bizantino y celebraban la fiesta de la Virgen de los Blanchernes, comiendo en abundancia y emborrachándose en las tabernas de la orilla del mar. Estas habían sido decoradas como las iglesias, con laureles rosas y banderas; los violinistas habían venido de Zante, que se encuentra enfrente; las carretas descargaban sin cesar mujeres excitadas que lanzaban gritos, niños llorando, mantas y toda clase de cestas llenas de provisiones. No obstante, todavía ayer, esta misma playa tenía una indecible nobleza con su arena rubia y algunas ruinas que quedaban de la célebre Glarentza franca. Había llegado el alba y yo me paseaba por la orilla del mar, mirando con delicia las huellas que mis pies dejaban en la arena. En el silencio de la mañana el espíritu conoce libremente las duras voluptuosidades que ama: las ciudades destruidas, las guerras, las riquezas, el trabajo humano cuyos cimientos descansan en el vacío. Y entonces, igual que un halcón lanza un largo grito en medio de las ruinas, porque sabe que ha llegado a este punto elevado desde donde el abismo se le aparece como una patria. Hace seis o siete siglos, en el puerto actualmente en decadencia de Glarentza, reinaba la mayor animación. De aquí partían los barcos cargados de tejidos de seda, de uvas, de bellotas, de higos, de miel, de aceite, de cera… Se dirigían hacia Venecia, Ancona, Durazzo, Alejandría. En el palacio que ya no existe, se reunía el gran Tribunal de Acaya que decidía los matrimonios principescos, la guerra o la paz.
Aquí se reunía además el “Tribunal de los burgueses” que juzgaba las diferencias entre los autóctonos y las que éstos oponían a los francos. Y en esta iglesia gótica en ruinas, los frailes franciscanos, venido de Asís, cantaban las vísperas mientras contemplaban, a través de las estrechas ventanas, este mar fresco e inmutable. Y cuando Villehardouin I, que había amado mucho a Glarentza, murió, la población se entregó, según las crónicas, a desgarradas lamentaciones: “Grandes fueron las lamentaciones en toda la Morea, ya que era apreciado y se le amaba por su noble bondad y por su sabiduría…” Pero hoy, sobre la arena de esta playa, reaparecen, en medio de las piedras y de los árboles, los hombres, estos seres obstinados que, vencidos sin cesar por la Muerte, sepultados bajo tierra, resucitan siempre. Reaparecen nuevos, sin memoria. Evolucionan ahora en esta Glarentza que fue tan habitada, y no se acuerdan de nada. En las tabernas se sientan a la mesa, beben vino, comen carne y bailan. La playa se anima de nuevo. Los vendedores ambulantes venden pasteles de miel, pistachos, pepitas tostadas, melocotones… Uno de ellos grita con una voz aguda y antipática: “¡Iconos, benjuí, clave de los sueños, cancioneros, novelas!...” Las mujeres tienen la tez amarilla, los niños circulan con enormes vientres hinchados. Las fiebres palúdicas han devastado la raza, Uno de los espectáculos que más entristecen cuando se recorre el Peloponeso es el de una población que perece, asolada por este azote. Las personas, minadas por la fiebre, están tristes, sin energía, no tienen valor ni moral ni físico, y no sienten la necesidad de un ideal. Hace falta que llegue algo excepcional, un panygiri, una boda, hace falta que se emborrachen para que la risa aparezca de nuevo en sus labios. La dominación turca, que dejó huellas, las fiebres palúdicas y la dura vida del campo son otras tantas miserias que les impiden reír. Su cuerpo es débil, atávicas pesadillas los oprimen siempre, y su espíritu no está lo suficientemente civilizado, no ha adquirido todavía esa ligereza de que tendría necesidad para entretenerse. Nosotros, los griegos, estamos en trance de atravesar un período transitorio especialmente desagradable. Ya no somos esclavos, pero todavía no somos seres libres. Hoy, en esta fiesta, las gentes gritan y cantan, animadas por el vino. Al igual que el mal genio que, habiendo arrancado los tejados de las casas, desvela numerosos secretos de una manera semejante el vino descubre aquí el secreto de cada uno. Oigo gritos, cantos, cuodlibetos, pero no una risa franca, pura. Ni un solo hombre que, ante el espectáculo de esta multitud en regocijo, ante el espectáculo del mar o también del vaso de vino colocado ante él, ría simplemente por la alegría de vivir. Se ríe en cambio cuando alguien resbala y cae, cuando otro prueba que le salga bien un juego y le falla, o cuando una broma llega a herir al que ha apuntado. Solamente un anciano, Barba (Barba, en griego, tío. Colocado antes de un nombre: padre) Thanassis, ríe de buena gana. Debe de tener unos ochenta años y es natural de un pueblo cercano a Kavassila. Sus mejillas son sonrosadas; sus ojos, grises y sin pestañas; su bigote, cuidadosamente alisado. Mira a los chicos y a las chicas que bailan, y no se puede aguantar en su sitio. De un salto se levanta, da algunos pasos sobre sus torcidas piernas y después, con su voz cascada, se pone a cantar. Es una canción lúgubre, llena de falsas notas y de pasión. Finalmente, se hunde en su asiento, completamente agotado. Me siento a su lado para poder mirarlo mejor. He conocido a numerosos ancianos como éste, atraídos todavía por las mujeres y que aman a la vida que pronto tienen que abandonar. Pero el viejo Marketos, el mendigo, que está sentado en la misma mesa, menea su gruesa cabeza con desprecio. Es un terrible cefaloniense, tuerto y manco. Sus andrajos
huelen a tabaco y a grasa. Su brazo mutilado está armado con un gancho mediante el cual agarra el pan, la carne, la fruta. Se vuelve hacia mí y me dice: -Ven, te invito a un vaso. Mi nombre es Marketos. -No, soy yo el que invita -le digo-. Podríamos decir a Barba Thanassis que nos acompañara. -Déjalo -exclama-, nos aguará la fiesta. No hace más que hablar de mujeres, y es ridículo. Mira a lo que comparo yo a las mujeres…Dame medio cigarrillo y te lo enseñaré. Coge el cigarrillo entre sus labios, lo enciende y, mediante un brusco soplo, ¡pfff!, despide el humo. - ¡Pff!…Estos son, para mí, las mujeres. No son más que esto. Una bocanada de humo. ¿Sabes por qué? Porque yo he conocido bien a las mujeres. Mientras que este mentiroso de Thanassis, habla mucho sin haber visto nada. Un extraño brillo celoso brilla en su único ojo, redondo como el de un cíclope. Todo el mundo se interesa en Barba Thanassis, le ofrecen bebida, bromean constantemente con él, pero nadie se fija en este bravío cefaloniense que ha corrido medio mundo. - Es a mí a quien tienes que escuchar y no a él - repite atrapando mi rodilla con su gancho-. He viajado mucho, las he visto de todos los colores, he pasado hambre, he robado, matado, he estado en la cárcel, me he fugado…Es, pues, a mí a quien tienes que escuchar, El es un charlatán que jamás se ha movido de su pueblo. Es un terrateniente, un viñador que tiene hogar y niño. ¡Puah! Dijo y escupió al suelo como si se tratara de la criatura más repugnante de la naturaleza. -Puedo tener un ojo de menos -continuó-, pero las personas que no tienen más que un solo ojo ven mejor que las que tienen dos. ¡Y las que no tienen ninguno, lo ven todo! Créeme… ¡De veras! Barba Thanassis, ¡nos rompéis los oídos! ¡Bebe tu vaso! Cogió el suyo y lo vació de un solo trago. -Debería darte vergüenza- añadió-. ¿Eres o no un hombre? Los verdaderos hombres jamás cuentan historias de faldas. El pobre Barba Thanassis no replicó. -Los verdaderos hombres cuentan hechos de armas, historias de robos o de muertes, viajes…-continuó el viejo Marketos lanzando chispas por la frente-. Yo, un día en Constantinopla… -Esa ya la sabemos de memoria -interrumpió Barba Thanassis con un gesto de desesperación. -Es posible- contestó el otro-, pero el señor no lo sabe. Y se puso a contar una historia inverosímil: cómo, en el curso de uno de sus viajes de marinero, había caído en manos de los corsarios, fue llevado a Constantinopla, arrastrado a un cementerio, en donde se acababa de enterrar a un bajá, y descendió a la tumba…donde había arrancado una cadena de oro… Visión sorprendente, rica en detalles, que recordaba las narraciones de Stevenson. La recuerda demasiado mal para explicarla, pero guardo todavía el recuerdo del encanto, del color y de la precisión de su relato, los lugares admirablemente descritos, las murallas de Constantinopla, sus mezquitas, aquella noche oriental, el cadáver verde que ya había empezado a hincharse y de cuyo cuello colgaba la gruesa cadena de oro. Este don de narrador todavía no lo había encontrado en nadie, excepto en Panait Istrati. El calor era sofocante, el viejo Marketos seguía hablando, mientras el vino y el humo de las carnes que estaban asando, embalsamaban el aire. Pasa una carreta cargada
de sandías. Algunos se precipitan en su dirección en y regresan poco después, cargados de voluminosos frutos. Los cortan y se refrescan. El viejo mendigo ha dejado de hablar. Con el rostro hundido en media sandía, devora a buenos bocados la pulpa roja con las pepitas. Una fruta transforma a la gente. Endulza el alma, aligera el cuerpo. Se diría que todo se encadena admirablemente en esta tierra, ya que aparece un simpático músico que se detiene delante de nuestra mesa. Sus ojos son azules y verdes; sus dedos, largos y delgados. Se sienta y, con lentos ademanes, saca de una talega colorada su santuri, lo coloca sobre sus rodillas y se pone a tocar mientras canta. Melodías llenas de pasión oriental y de eternos deseos, monótonos cantos repetidos sin cesar, lastimeros y que hacen perder la cabeza. Se desfallece, los cimientos del alma se conmueven, el corazón se convierte en una fruta podrida. Los concurrentes a la fiesta caen bruscamente en desmayo y sus ojos se enternecen. Cada griego, exteriormente vivo y nervioso, oculta a un lánguido oriental. El tocador de santuri ha terminado. Se seca el sudor del rostro. Después saca de su bolsillo una pequeña taza y empieza a recaudar. Finalmente, se sienta, cruza sus brazos y descansa…
BASSAE- HACIA ESPARTA Los tres días que separan Olimpia del templo de Apolo en Bassae se levantan y zumban en mi espíritu como tres plátanos. Yo estaba arrobado por el verdor, las aguas, los apacibles valles, el perfume de la ajedrea; por las acogedoras montañas, por este eterno paisaje griego inundado de luz, hecho a la talla del hombre. A cada momento, no obstante permanecer inmutable, se transforma. No cansa jamás. Posee a la vez una unidad interna y una variedad que se renueva sin descanso. ¿No es este el mismo ritmo el que gobierna también el arte griego que ama, comprende y expresa este eterno paisaje? Contemplad una escultura de la gran época clásica. No está inmóvil. Un invisible escalofrío de vida la recorre, se mueve imperceptiblemente como el ala del halcón cuando planea en el cielo. Un ojo experimentado descubre que esta escultura acaba un movimiento que dominaba en las obras de la anterior generación, al tiempo que esboza la forma de las obras futuras. La estatua vive, se mueve, perpetúa la tradición y prepara el futuro con una audacia disciplinada. A los antiguos no les gustaban las evoluciones bruscas. Aceptan piadosamente la tradición y, si la sobrepasan, lo hacen conformándose. Si un creador encuentra una solución técnica, una nueva actitud, una nueva sonrisa, todos acogen este bien como si se tratara de un bien común. Lo utilizaban sin ninguna protesta por parte del inventor y, además, se esforzaban, en la medida de sus posibilidades, en perfeccionarlo, añadiéndole el fruto de su propia inspiración. El arte no era un negocio personal; el artista representaba a su ciudad y a su raza y no tenía otra meta que la de inmortalizar el gran momento vivido por la colectividad. Sus relaciones con el pueblo eran estrechas. No tenían más que una sola ambición: poder expresar los deseos, las esperanzas y las necesidades de la colectividad. Y como esta última era fiel a las tradiciones, así, el artista, al recibir como una herencia familiar el arte del pasado, se esforzaba en perpetuarlo.
Esta alta lección de sumisión y de audacia los artistas de la antigüedad la han sacado ciertamente del paisaje griego que, al tiempo que conserva su unidad, se renueva sin descanso. Camino bajo los plátanos, atravieso arroyos, separo cañas para pasar… Y de nuevo encuentro una hilera de plátanos que bordean la orilla…Comparo este paisaje alternativo con una música cuyo motivo vuelve siempre. De vez en cuando, un rebaño baja por la pendiente y da la impresión de ver correr un arroyo sobre las piedras. A veces también, entre los robles verdes, aparece, un aire temeroso, un pastor con la piel curtida, semejante a un fauno, con sus orejas separadas y sus carnosos labios. Se tienen deseos de pasar la mano por sus cabellos grasos y calientes para descubrir los dos pequeños cuernos que deben de ocultarse en ellos. Otras veces son campesinos los que cruzan el camino. Entonces el sol deja de brillar y el corazón se encoge, ya que la mayoría de ellos han envejecido antes de la edad y carecen de alegría. -¿Por qué tienen la piel amarilla?-le pregunté a Nicolás, nuestro guía. -Tienen las fiebres. Subimos una cuesta. Las piedras humean al sol. Cojo unas grandes flores violetas que parecen lirios salvajes. Se las enseño a Nicolás. - ¿Qué nombre dan a éstas flores? El guía las mira de lado: -Ia (malvas) - me contesta utilizando con orgullo el antiguo nombre de la flor. Me tomaba por un extranjero y, habiendo aprendido algunas palabras de griego antiguo en la escuela primaria, me las servía a cada momento. He aquí las dos plagas de Grecia; las fiebres palúdicas y los “antepasados” de la antigüedad. Miraba la larga y delgada nuca de Nicolás, que caminaba delante. Iba vestido con ropas destrozadas, pero sus orígenes lo llenaban de orgullo, En un recodo del sendero, se detuvo y levantó el brazo: - ¡Las columnas!-anunció levantando en alto su esquelético cuello. Yo acudí impaciente. Sabía que el templo que se encontraba allí, obra de Ictinos, era uno de los más hermosos de toda Grecia y que había sido construido por el célebre arquitecto después del Partenón. En estas montañas se habían refugiado los figalienses, huyendo de la peste, y, para dar gracias a Apolo Epikurios por haberlos preservado, habían levantado este templo. Desde lejos, entre dos colinas, en medio de los árboles, yo distinguía un lado del templo. Las columnas eran de piedra azulada, la soledad completa: ni un pájaro, ni un pastor, ni un arroyo. En el fondo, hacia el sur, cerrando el horizonte, ondulaba, azul pálido, poderoso y sereno, el Taigeto. A mí me cuesta disfrutar en seguida de los templos antiguos. Al primer encuentro quedo del todo insensible. Hace falta que transcurra cierto tiempo, que invoque intensamente la razón y que mi mirada se familiarice para estar finalmente en disposición de disfrutar de la sencillez y de la sabiduría, de la fuerza y del encanto de un templo antiguo. Necesité, pues, bastante tiempo para descubrir la profunda correspondencia que existe entre el paisaje y el monumento que tenía ante mí. Poco a poco, a fuerza de ejercicio, el templo se me apareció como un fragmento de la montaña diestramente encajado entre las demás elevaciones, hecho de la misma roca y siguiendo un mismo ritmo. Y solamente después de haber mirado durante tiempo las piedras, me di cuenta de que cortadas y dispuestas de tal forma, expresaban la esencia de todo el desierto montañoso de su alrededor. El templo era como la cabeza del paisaje, el lugar sagrado en donde brillaba su espíritu.
Aquí no sorprende el arte de la antigüedad. Conduce dulcemente, por un sendero humano, sin la menor fatiga, hasta la cumbre. De la casa del guardián salió una pequeña anciana. Llevaba en la mano dos higos y un racimo de uvas. Eran los primeros frutos maduros de esta alta meseta. Una pequeña anciana delgada, dulce, alegre, que ciertamente habría sido hermosa en su juventud. - ¿Cómo te llamas?-le pregunté. -María. Pero al ver que cogía mi lápiz para apuntar su nombre me detuvo con su mano arrugada: -Marigitcha- corrigió con una ligera emoción. Como si deseara, ya que se le iba a fijar en escritura, salvar más bien su otro nombre, el nombre cariñoso que despertaba seguramente en su memoria los más dulces momentos de su vida. -¡Marigitcha! -repitió, temiendo no haber sido entendida-. ¡Marigitcha! Y yo me sentí feliz de comprobar que, aun en este viejo cuerpo asolado, la femineidad tenía todavía profundas raíces. - ¿Qué es esto?-le pregunto señalando el templo. -Ya lo ves hijo mío. ¡Son piedras! -Entonces, ¿porqué vienen a visitarlas? La anciana dudó un momento: después bajando la voz, dijo: ¿Eres extranjero? -No, soy griego. Entonces, cobrando ánimos, se encogió de hombros: - ¡Ah, estos idiotas de europeos!-dijo estallando en carcajadas. No era la primera vez que veía a una anciana guardiana de templo antiguo burlarse así, incrédula, de los monumentos de cuya custodia estaba encargada. Por lo que se refiere a los guardianes de las iglesias, a fuerza de frecuentar los santos se familiarizan con ellos e incluso a veces llegan a desenvolverse de maravillas. Saben, además, que desde que viven junto a ellos, no han realizado un solo milagro. Entonces miran a los ingenuos peregrinos con una mirada burlona. Una anciana cretense que custodiaba algunas columnas antiguas en ausencia de su marido, me dijo, enseñándome a dos extranjeros que habían venido del otro extremo de la tierra: -Hasta este momento, hijo mío, yo conocía setenta y siete clases de locuras. ¡Ahora me doy cuenta de que hay setenta y ocho! La anciana Magiritcha miraba contenta como comía los higos y rebuscaba la uva agraz que me había traído. - ¿Qué piensas de la situación política?-le pregunté para incomodarla. - ¡Oh, hijo mío- me contestó con una inesperada altanería-, aquí estamos muy altos, lejos del Bien y del Mal! “Estamos”, es decir, el templo y yo. Y decía “lejos” con el tono orgulloso que hubiese tomado decir:”Por encima”. Más que la vista del templo, me satisfacía la contestación de la anciana mujer. Me paseé por debajo de las columnas. Había llovido la antevíspera y el agua, todavía pura, estaba inmóvil en los huecos. Me incliné sobre un charco y miré cómo pasaban veloces nubes blancas… Subo en el automóvil, impaciente para llegar a Esparta. Me acuerdo bien de la llanura florida vista en el curso de otros viajes, los viejos mármoles herbosos y, a lo lejos, Mistra, con sus encantadoras iglesias, sus palacios en ruinas y la pesada corona de su castillo. Ya he contemplado esta maravilla, pero sé que el hombre no atraviesa jamás dos veces el mismo río; el mundo se renueva y yo voy a
ver otra Esparta. Mejor dicho, no es el mundo sino el hombre el que se renueva y el río que nosotros atravesamos dos veces no es el mismo que corre en nosotros mismos. Quiero saber si mi alma se ha renovado. He aquí porqué tengo prisa en contemplar a Esparta. Estuve ya en Mistra, en primavera, con una mujer. Los limoneros estaban floridos. Su aroma era tan embriagador que la mujer tuvo que apoyarse sobre una piedra para no desmayarse. En ese momento, oímos detrás de nosotros una voz fresca de muchacho joven que, inocentemente todavía, pero con una pasión precoz, cantaba a la mujer: La tierra se come mis pies, el aire mis cabellos y una morenita devora mi corazón… Se hubiera dicho, de pronto, que el camino resplandecía, que las piedras se cubrían de flores, se hubiera dicho que la propia Bella Helena se aparecía entre los laureles rosas. Contuvimos nuestra respiración escuchando la voz que se apagaba lentamente. Me volví hacia mi compañera. Sus ojos estaban empañados. - ¿Te das cuenta de lo felices que somos?- le dije-. He aquí a dos seres efímeros, un hombre y una mujer, dispuestos a buscar a Helena después de millares de años. El mundo está sembrado de sangre, las pasiones estallan en el infierno de la vida moderna, mientras Helena, inmortal, inmaculada, inmutable, contempla cómo transcurre el tiempo. Habíamos llegado a la puerta del museo. En el interior, se encuentran dos o tres bajorrelieves que representan a Helena entre sus hermanos, un hermoso caballo y gran número de máscaras cómicas en barro cocido. No permanecimos en él mucho tiempo, ya que nos dábamos perfecta cuenta de que es fuera, en este pequeño jardín florido, donde se encuentra Helena. La tierra huele bien y sobre los limoneros el rocío brilla con el sol. Un brusco soplo de viento agita una rama de lilas mojada que me golpea el rostro. Me estremezco como ante el contacto de una mano invisible, y toda la tierra me revela de pronto la imagen de Helena: levantando con una mano sus velos bordados con flores silvestres y con la otra ocultando su boca, la virgen eternamente renovada sigue a un hombre, el más fuerte, y, mientras su pie de níveo tobillo se levanta, aparece su talón cubierto de sangre, como el de la Victoria. - ¡Qué superioridad sobre la naturaleza la del gran poeta, creador de tipos eternos!murmura tristemente mi compañera-. Esta Helena, por ejemplo, no debía ser más que una hermosa mujer entre las otras miles que han pisado la tierra y desaparecido. Debieron de raptarla, como frecuentemente en nuestros pueblos se rapta a las chicas guapas. E incluso si este rapto fue la causa de una guerra, todo, la guerra, la mujer y las matanzas se habrían sumido en el olvido si el poeta no hubiera tendido la mano para salvarlas. A él debe Helena su inmortalidad. - ¿Esto te causa dolor? -Tengo pena por todas las demás mujeres que han desaparecido sin haber sido advertidas por ojos milagrosos. Tengo pena por todos los demás pueblos que han luchado, deseado, construido ciudades, poblado momentáneamente el desierto y que han sido engullidos, sin tan siquiera dejar tras ellos un pedazo de piedra, un dibujo grabado sobre una piel o un pedazo de bronce, un jarrón pintado, un verso…Si hubieran dejado vestigios, todos estos pueblos desgraciados vivirían todavía en nosotros mismos y continuarían en nuestro corazón su lucha y sus aspiraciones. He aquí por qué yo no amo a Helena. Ha tenido demasiada suerte. -Yo creo que nada se pierde- le digo a mi melancólica compañera-, y no tienes que envidiar a Helena. Ella ha entrado en nuestra sangre. Todos los hombres y todas las
mujeres la han recibido en comunión y resplandecen todavía con su brillo. Helena ha compartido generosamente su suerte entre todas las mujeres y, como un inmenso grito, ha atravesado los siglos despertando en el fondo de cada hombre el deseo de la belleza. Y después, cada hombre otorga la belleza de Helena a la mujer amada, aunque sea la más insignificante. Si Helena no viviera en nuestra imaginación, la chica que va a la fuente, por ejemplo, no tendría tanta importancia. Y yo, querida compañera, no te miraría en este momento con tanta turbación. Gracias a Helena, el deseo se ha ennoblecido y la nostalgia de un abrazo perdido calma a la bestia existente en nosotros. Basta con que Helena arroje una hierba mágica en nuestra copa para que todo pesar sea olvidado. Basta con que toque a los niños feos para que éstos se embellezcan. Monta sobre el buco de la thimele . mueve su pie con la sandalia desatada y toda la tierra se convierte en un inmenso viñedo. El anciano poeta Stesícoro, por haber hablado de ella con irreverencia, se quedó ciego. Arrepentido, cogió su lira y, en el curso de una fiesta, temblando, cantó ante los griegos su celebre palinodia: Lo que ti he dicho no es verdad, ¡oh Helena! No, tú no subiste a bordo de las rápidas naves Y jamás alcanzaste las murallas de Troya. “Y lloró mientras levantaba los brazos, pero al mismo tiempo que las lágrimas, la luz subió a sus ojos. Helena había obrado su milagro. “Los griegos organizaron importantes juegos a los que dieron el nombre de helenias. Se podría comparar la tierra a una palestra y Helena a la inaccesible y sin duda inexistente apuesta del combate. Pues no olvides, querida mía, que una tradición apócrifa fue transmitida a los mystes, según la cual la verdadera Helena no se encontraba en Troya durante el largo asedio de los aqueos. En la ciudad no había más que un ídolo. La verdadera había huido a Egipto y estaba en un templo sagrado, lejos de los pecados de los hombres. - ¡Lo que dices me ha trastornado- exclama mi compañera! Ya que no es imposible que nosotros también luchemos por el ídolo de Helena. Se pretende que en el Hades, las sombras se reaniman bebiendo sangre. ¿No podría un día la sombra de Helena, que ha bebido tanta sangre, volver a la vida? ¿No puede un día el ídolo encontrar de nuevo su cara para que finalmente podamos estrechar un verdadero cuerpo? Experimento una secreta alegría al escuchar estas amargas y terribles preguntas y pienso: “¡Qué maravilloso receptor es el cuerpo de la mujer! Es capaz de hacer totalmente suya la angustia del hombre. El cerco místico que rodea a los dos cuerpos- el cuerpo del hombre y el de la mujer- se cierra con una irresistible dulzura y se diría entonces que el espíritu se hace carne y, como un varón, penetra el cuerpo de la mujer que, con sumisión, se abre tranquilamente, desesperadamente, alegremente para recibirlo.” - ¿Por que no hablas?-pregunto. -El alma puede tener vergüenza, exactamente como el cuerpo- murmura ella enrojeciendo, como si adivinara mis pensamientos. Subimos una pequeña colina cerca de Esparta y, abarcando con una última mirada el olivar, el Eurotas y el Taigeto, experimentamos un encogimiento del corazón. De pronto, mi compañera estalla en sollozos, pero como yo la miro, cesa de llorar y se echa a reír. Las lágrimas brillan todavía sobre sus pestañas. Está pálida. Una tupida red de venas se dibuja en sien. Parece haber adelgazado como si una fuerza invisible hubiese consumido su rostro. Ahora han transcurrido más de treinta años y ella sigue siendo mi compañera en esta tierra…
HELENA La llanura de Esparta ¿es sensual y tierna- sus laureles rosas y sus limoneros tienen un perfume embriagador-, o bien todo su encanto se desprende del cuerpo mil veces amado de Helena? Sin duda, el Eurotas no tendría hoy esta seducción corruptora si no alcanzara, como un “afluente” de Helena, el mito inmortal. Tierra, mares, ríos de grandes y queridos nombres, se unen y se arrojan, inseparables en lo sucesivo en nuestro corazón. Ya que por donde ha pasado la criatura que ha inspirado a un gran poeta- Helena, Prometeo, Desdémona-, la orilla florece eternamente, la piedra grita eternamente, el sauce se inclina y se baña eternamente en el río. Cuando seguís las humildes orillas del Eurotas, os parece que vuestras manos, vuestros cabellos, vuestros pensamientos se impregnan del perfume de una mujer imaginaria, pero mucho más real, más tangible que la mujer que amáis y tocáis. Es el atardecer. Me paseo a lo largo del Eurotas, cansado pero feliz. No quiero levantar los ojos, por saber que si mi mirada se encontraba con el Taigeto, toda mi alegría me abandonaría. Este primer atardecer quería pasarlo solo con el lejano e inmortal perfume de Helena. Desde luego, yo no había venido por ella, pero siempre es un deber para el hombre olvidar por un momento su meta, por importante que ésta sea, a causa de Helena. Puede ser- ¿quién sabe?- que este momento de infidelidad sea el más seguro de los botines en esta tierra, Jamás carne alguna ha permanecido tan firme, tan dulce como esta sombra creada por Homero. Jamás carne alguna ha permanecido tan fecunda. Cuando los griegos, como dice la leyenda, fueron a saludar al sabio nacido en el Ganges y a preguntarle el remedio que curaría a su patria, sumida en la anarquía, los severos ascetas de Buda los acogieron con alegría y uno de ellos dijo: El asceta: “Así son los griegos, eternos hijos de la imaginación, peces aturdidos que, agitándose en la red del pescador, creen nadar libremente en el mar inmenso. Su historia no es más que un sueño constituido por mar azul, campos pobres, barcos y caballos. Con estos elementos inexistentes, representan, trabajan y crean en su sueño guerras, dioses, leyes e ideas. “¡Desgraciados! Durante años luchasteis en Troya por Helena y jamás os disteis cuenta de que luchabais solamente por su sombra. “Armasteis navíos y os pusisteis en camino con jefes, profetas y caballos. Viajasteis durante vuestro sueño. Divisasteis una ciudadela, estabais inflamados y gritasteis:¡He aquí Troya!” “Y como distinguisteis algunos puntos negros que se movían sobre las murallas de las ciudadela, gritasteis:” ¡He aquí nuestros enemigos!” “ Y vuestras sombras se mezclaron en el suelo, después se separaron y, nuevamente, se mezclaron durante diez años! “Y todo esto, desgraciados, no era más que un juego de luz y sombra. Helena, por la que derramasteis vuestra sangre, vivía, intacta, invisible, muy lejos, en un templo a la orilla del Nilo. Y no era más que su ídolo lo que sitiaba en Troya. “Era Mara, el Espíritu del Mal, el que había creado la ciudadela y los navíos y la generosidad, y la cólera de Aquiles, y vuestros corazones que gritaban venganza y pillaje. O, como vosotros os jactáis: venganza y libertad”. Y entonces, me imagino que el primero de los dos griegos contestó más o menos esto: Primer griego:” ¡Si Helena no fue más que una sombra, bendita sea esa sombra! Porque al luchar por ella, hemos ensanchado nuestro espíritu y fortalecido nuestro
cuerpo. Al regreso a nuestro país, nuestro corazón estaba lleno de aventuras y de valor; nuestros barcos estaban repletos de copas de bronce, de telas bordadas y de mujeres de Oriente. “Durante diez años, hemos dado nuestra sangre a esta sombra, para que bebiendo en abundancia de ella, recuperara fuerzas y volviera de Egipto, para que la carne humana se coagulara de nuevo, sagrada y caliente, alrededor de ella.” “Y después de diez años de súplicas y de lucha, ella vino. “Y cuando Menelao, llevándolo en brazos, salió del palacio en llamas, pasó por encima del cadáver de Príamo, franqueó el umbral de Troya, pisó los guijarros de la orilla, penetró en el agua hasta la cintura y depositó a Helena en su nave, los griegos quedaron deslumbrados por la belleza de esta mujer incomparable.” “Estos diez años resplandecieron en sus espíritus como un solo momento y todas las montañas de Grecia fueron iluminadas, súbitamente inundadas, se dijo, por un sol que anunciaba la gran nueva.” “Los siglos han pasado, pero Helena, inmortal, vive en las canciones, tiene su sitio a la mesa de los señores y en las reuniones de los pueblos. Por la noche, sube a las camas de los recién casados -pues es ella la verdadera, la eterna desposada- y todas las mujeres de Grecia se asemejan a ella. “¡Es la novia de los griegos!” Después, el segundo griego debió de hablar al asiático de la siguiente forma: Segundo griego: “¡Los dioses sean loados! Antes de que esto conmoviera nuestro canto, Helena no era más que una sombra entre las demás mujeres, Sin ninguna esperanza de inmortalidad en esta tierra. Se paseaba por el cañaveral del Eurotas, se sentaba delante del bastidor, daba órdenes a las criadas, subía y bajaba los peldaños del palacio, igual que una sombra. Habría muerto como todas las demás mujeres y no habría quedado nada de ella. “Pero de pronto pasó el poeta y su canto, levantándose como el mar, se la llevó.” “He aquí como nosotros damos cuerpos a las sombras. He aquí como nos hacemos más fuertes que la vanidad de la vida. “Toda la tierra, ascetas, se me aparece como una Helena, sumergida en las lágrimas y en los juegos, humeante al salir de su baño, inclinada, sigue a un hombre, el más fuerte y, mientras levanta su pie, su pequeño talón brilla, cubierto de sangre, como el de la Victoria.” “Toda la vida, ascetas, es una sombra y solamente el hombre fuerte, por el combate y por la sangre, puede hacerla su esposa y fecundarla.” Y el monje budista debió de contestar mientras sonreía irónicamente: El asceta: “Por el combate y por la sangre, caéis todavía más irremediablemente en la trampa del Maligno. La verdadera Helena, sabedlo bien, no es más que una sombra en la gran frente de lo Inexistente. “¡Oh vanos sueños de un espíritu ebrio y extraviado! ¿Hasta cuándo os enredaréis en pequeñas cuitas y os contentaréis con fáciles alegrías? ¿Hasta cuándo os retorceréis como escorpiones entre las pinzas de amor y de muerte de la tierra, el gran Escorpión? “Levantaos, expulsad a la pesadilla de la vida, despertaos, desarraigad el deseo, arrancad los corazones, gritad: “ ¡No quiero más!” Venid, os confundiréis con la tierra, con la buena lluvia, con el viento sagrado. Os extenderéis al pie de los árboles, entraréis de nuevo en el seno de la tierra. Regresaréis a vuestra patria”. Y el primer representante de Grecia debió de contestar: El primer griego: “Oigo a toda la tierra, montañas, ríos, árboles, animales, que me grita: “¡Dame un rostro, pues no quiero desaparecer! Mírame: ¡quiero vivir!”
“Cuando estoy sobre la montaña y miro las ruinas desde lejos, oigo un gran clamor que se levanta por encima de los mármoles como si en sus entrañas de piedra se encontraran dioses y hombres extendiendo sus brazos en súplica para que yo los libertara. “Vosotros, los ascetas, os cruzáis de brazos y, ociosos, pensáis…” ¡Helena no existe, Helena no existe! Pero nosotros, los griegos, advertimos profundamente que Helena significa: luchar por Helena.
ESPARTA ¿Quién fue el antiguo que dijo:”Llegará un día en que se buscarán las huellas de Esparta sin encontrarlas”? Así, cruelmente, el espíritu se venga. Si uno no escribe un hermoso verso, si uno no esculpe en el mármol, si uno no expresa en una forma perfecta una idea- no importa cuál, basta con que su forma sea perfecta-, está perdido, tanto si se trata de un individuo o de un pueblo. De esta suerte hablaba un viejo poeta con quien aquel día, buscaba las ruinas de Esparta. Nacido en la gruesa y fecunda Normanda, la de las melancólicas nieblas y de los manzanos doblados bajo el peso de sus frutos, toda su vida había deseado la luz de Grecia y la sombra de los olivos. Ahora su perilla gris olía a ajedrea griega, como la de los machos cabríos. Miraba el Eurotas, los plátanos, la tierra seca y se alegraba de no ver las ruinas de la austera Esparta. - ¡Nada! ¡Absolutamente nada!-exclama triunfante-. ¡No queda nada! Esto está bien. -Queda Helena. -No pertenece a ellos. Era una hermosa mujer como ha habido muchas. Habría regresado a la tierra como todas los demás. Pero el poeta se adueñó de ella, la puso en sus versos y ahora, inmortalizada, navega en la memoria de la raza blanca. Me callé. Voces antiguas aprobaban en mí al viejo normando. Otras, más jóvenes, silbaban rencorosamente en mi corazón. Separé las hierbas, trepé sobre un peñasco y me puse a gritar despechado: - ¡Aquí está el templo de Artemisa! Pobres e insignificantes ruinas de un templo antiguo, anfiteatro en el cual se asistía a la “prueba de la resistencia”, en el transcurso de la cual los atletas, desnudos, golpeados con una vara a los pies de una estatua de madera salpicada de sangre, tenían que rivalizar en valor pues pertenecería al que soportara más valientemente el dolor, -Todos los hermosos efebos han muerto- dijo el viejo poeta mirando con decepción las piedras sin escultura y han regresado a la tierra. Si por lo menos se hubiese representado a uno de ellos, todos los cuerpos que brillaban alrededor de este altar habrían sido salvados. Me callé. También yo había bebido el filtro mágico del arte. La vida, la felicidad, la gloria, los esfuerzos del hombre pasan sobre la tierra igual que sombras y desaparecen. Solamente el sello de la belleza permanece eternamente grabado sobre la materia. Sin embargo, en nuestra época, el sufrimiento humano es bastante mayor. La injusticia, la angustia, la absurdidad,traspasan los límites de la resistencia del más insensible de los seres humanos. Durante todos estos últimos años, el eje de la tierra se ha desplazado. El eje de la tierra y también el eje del corazón del hombre. Y en los más sensibles también han cambiado los centros de interés. Cada época sólo puede conocer profundamente aquello de lo cual tiene más necesidad. Entre todas las ideas y obras de
los tiempos pasados, selecciona únicamente aquellas que pueden conocer, asimilar y transformar en acción. Es demasiado tarde, para que mi compañero, enamorado de lo bello, modifique su corazón. Todas las virtudes que, antes de la guerra, se situaban en primer plano, en la vanguardia, han pasado ahora de moda, están fuera de uso y se consideran como obstáculos de la vida cuyo eje se ha desplazado. Veloz llegará el día-ya está ahí- en donde ya no gustaremos la gracia, la nobleza, la dulzura de la belleza, ni el encanto de la paz. Siglo de hierro. Y Esparta que está ahí, y el Taigeto, y el frontón de Olimpia en donde chocaron los lapitas y los centauros, nos dictarán entonces el más alto y el más fecundo de los mandamientos. Ya que recetarán fielmente el salvajismo, la precipitación y la codicia de este tiempo. Dejemos Esparta. El sol está a punto de ponerse, los olivos chorrean luz y algunas nubes cargadas de oro velan el occidente. A derecha e izquierda de nuestro camino, se alinean chumberas y pitas. Nos cruzamos con una muchacha. Tiene las cejas negras y bien arqueadas, amplias caderas y lleva en el hombro una cesta llena de uva. En un terreno llano, unos diez jóvenes juegan al fútbol. Sus frentes son estrechas; sus cabellos, negros y rizados; sus piernas, cortas y peludas. Acalorados por el juego, huelen a macho cabrío. -Ninguna nobleza- murmura el poeta- ninguna gracia. Son unos bárbaros. Nos detenemos un momento para seguir su juego violento. Mi amigo mira con disgusto y yo me esfuerzo en encontrar un sentido a esta violencia. -¡Vámonos!-dice mi compañero-. Estamos perdiendo el tiempo. Mire aquella nube más abajo. ¿Verdad que parece un cisne? ¡Fíjese, ahora, su pico se pone colorado! -Hoy en día- digo yo siguiendo mi pensamiento -la belleza es una especie de opio. Creamos, por cobardía, paraísos artificiales, para no ver la dureza de la vida que nos rodea, para no oír la voz del deber de nuestra época. Porque cada época tiene su propio deber y en función de este último se define cada vez la más alta virtud. Antiguamente, el supremo deber del hombre era el de crear y sentir la Belleza. Más tarde, el deber más alto era la Santidad y se consideraba que el hombre superior era aquel que, despreciando los bienes de este mundo, se ponía en camino para el gran desierto azul: el cielo. “Hoy en día, el supremo deber es la bravura. Es necesario estar armado hasta los dientes y estar siempre preparado. Es necesario maltratar el cuerpo, no por desprecio sino porque es el arma más importante y tiene que estar preparado para duras pruebas. Vivimos un nuevo período espartano de la tierra. La bravura, la sobriedad, la disciplina, la concepción austera de la vida, son las grandes virtudes de nuestro tiempo. En nuestros días, el cobarde, el indisciplinado, el sensible es nuestro hombre perdido. También aquel que por ejemplo, viene a Esparta, y busca estatuas y encantadores motivos sobre las piedras. Levante la cabeza y mire el Taigeto. El es nuestro actual monte Sinaí. Sobre sus rocas se hallan grabados los nuevos mandamientos de nuestro tiempo: “Hiere, no ahorres tu vida, no ahorres la vida de tu enemigo. No has nacido para ser feliz. Para ti no hay más que un solo dios: ¡yo, la Guerra!” Entramos en las anchas calles de Esparta. Los cafés están atestados. Los jóvenes juegan a las damas. Afuera, las muchachas se pasean. Y el Taigeto se levanta encima de las cabezas como una espada. No conozco ninguna otra montaña en el mundo cuyo significado sea más claro. Cuando miráis al Taigeto, vuestro pecho se ensancha, todos vuestros pequeños cálculos desaparecen, vuestra vida pasada os parece pequeña e insignificante, y os asalta el deseo de partir para un difícil y peligroso viaje. Y al pie de la montaña: cafés, rostros amarillos por las
fiebres, jóvenes ocupados en jugar a las damas, cantos lastimeros que llenan de languidez. Miro allá abajo las laderas del Taigeto, intentando descubrir, en la sombra del crepúsculo, la cima en la cual se arrojaba a los recién nacidos deformes, la Céade. Una cima igual tendría que abrirse en el corazón de cada hombre y en los alrededores de cada ciudad. Pero nuestra educación cristiana, nuestro humanitarismo, nuestra sensiblería, nuestra voluntad de salvar a los inútiles, son hasta el momento obstáculos para semejante selección. Pero ¿hasta cuándo? Ya se esteriliza a los locos, a los impotentes, a los enfermos. Las razas se purifican. Movidas por un seguro instinto que las lleva a asegurar su supervivencia, se preparan. No todas, sin embargo. Solamente aquellas que han comprendido el sentido de nuestra época. Ningún lugar en la tierra responde tan bien al espíritu de nuestra época como este valle en donde, hace milenios, una raza emprendió la tarea de crear un nuevo tipo de hombres. De todas las metas que nos podemos fijar en la vida, los espartanos habían elegido la más difícil de alcanzar. El hombre era entonces un animal hecho para la carrera. Esbelto, despierto, endurecido; su fuerza estaba acumulada en él como en un muelle y tenía que estar siempre preparado para dispararse. Desde el momento de la concepción- y aún antes- y hasta la muerte, esta meta colmaba despiadadamente la vida de los espartanos. No estaba permitido ni un momento de ternura o de dulzura. También Afrodita estaba armada y la voluptuosidad era una difícil hazaña. El amor era el resultado del combate y de la victoria; un niño era una piedra angular en las murallas vivientes de la patria. Los efebos se desnudaban y sacrificaban perros a Ares Enyalios, dios de la guerra, al cual le habían atado los pies para impedirles que abandonara Esparta. Mataban a los ilotas sin razón, para adiestrarse. Bailaban, cantaban, hacían música, pero en la justa medida para las necesidades de la guerra. El individuo no existía, la alegría individual tampoco y tampoco la libertad. La vida era una caza salvaje. El mundo se dividía en dos: caza y cazadores, víctimas y sacrificadores. Una necesidad semejante aparece con un ritmo regular sobre la tierra. Ciertamente, la vida es también otra cosa. Es alegría, descanso, canciones, belleza y sonrisa. También es bondad. Pero en determinados momentos de la historia se convierte en una enorme partida de caza salvaje. Y precisamente hemos entrado en uno de esos momentos. Algunas razas lo han comprendido y obran en consecuencia; algunos hombres lo han comprendido y gritan al igual que centinelas:” ¡A las armas!” Como si hubiese adivinado los pensamientos que en mí despertaba la visión del Taigeto, mi viejo compañero me dijo con cierto temor en la voz: -Si la suerte que nos espera es la guerra, hagamos lo posible para trasladarla únicamente a un plano intelectual. Que los hombres dejen de matarse entre ellos, que cese la bestialidad de la guerra. He vivido varios años en las trincheras, y mis ojos y mis manos, mis sueños están todavía llenos de sangre. ¿Por qué dejar que la bestia predomine en nosotros? -Todos los vegetarianos -le contesté- todos los pacifistas y demás sentimentales, levantan los brazos y gritan: “¡Paz! ¡Paz!”. Pero la vida sigue sus propias leyes oscuras que se muestran inferiores a la virtud del hombre. Trágica es la guerra, trágicas son la vida, el amor y el alma humana. Vivimos en la angustia, el pecado y la incertidumbre. Nos esforzamos en coger lo que podemos de estos elementos para transmutarlos en espíritu. “La guerra engendra angustias espantosas, entusiasmos y reconciliaciones inesperadas. Pensad, pues, en la condensación de fuerzas que se debe de realizar en el seno de una raza cuando ésta se prepara para atacar. Pensad, pues, qué formidable
movilización y qué disciplina son necesarias en este momento. ¡Y después qué explosión! ¿No ocurre lo mismo con las plantas y los animales? Durante todo el año obtienen vigor del agua, del aire, de la tierra y del sol. Acumulan, atesoran fuerzas. Y cuando llega la hora del amor gastan de golpe, en este momento pródigo, todas las riquezas acumuladas para su reproducción. “La guerra es un inmenso momento de amor. No se trata ya de dos seres que se unen con la finalidad de concebir a un niño, sino de dos grandes ejércitos que se encuentran, en medio de clamores, en una unión sangrante. Uno de ellos, el que aporta el nuevo semen, es siempre el hombre; el otro, aquel que, sumiso, lo recibe llorando y lo fecunda con su sangre, es siempre la mujer. “La guerra es el indisputado soberano de nuestro tiempo”. Cumplamos, pues, bravamente con nuestro deber de soldado.” Tenía esta conversación con el viejo poeta, que bebía lentamente su café y que por primera vez comía un loucom. La golosina se le pegaba a los dientes, estaba sofocado y había vertido el azúcar hasta su barba. - ¿Cómo se come el loucom?-me pregunta, tosiendo. -Se moja primero en el agua- dije mirándolo sin compasión y con una malevolencia de la que no me habría creído capaz.
CHIPRE, LA ISLA DE VENUS Chipre es la verdadera patria de Venus. Jamás he visto un país tan lleno de femineidad y jamás he respirado un aire tan cargado de dulces y dañosas sugestiones. Una débil lasitud se apodera de vosotros cuando llegáis, una especie de somnolencia, de languidez. Y cuando el sol se pone, cuando empieza a soplar una ligera brisa, cuando los pequeños caiques de ponen a bailar sobre el agua, cuando los niños, con las manos llenas de jazmín, invaden el muelle, vuestro corazón se abandona y se ofrece como la diosa de la Vida Universal. Hace apenas unos días, paseándome por las montañas de Judea, oí este grito inexorable que subía de la tierra:” ¡ Que la mano sea cortada para continuar glorificando al Señor”! ¡Qué la pierna sea cortada para bailar eternamente!” Bajo el ardor del sol, el desierto vibraba y las cimas de las montañas humeaban; se notaba la presencia de un dios cruel, sin agua, sin corazón, sin mujer, y el espíritu zozobraba. Ahora, sentada en medio del mar como una sirena, Chipre dulcificaba con su canto mi espíritu asustado por la visión de las montañas de Judea. Franqueando en una sola noche el estrecho mar, había pasado sin trancisión desde el campo de Jehová hasta el lecho de Venus...Yendo de Famagusta a Lárnaca y de Lárnaca a Limasol, me acercaba al lugar sagrado del mar, cerca de Pafos, en donde nació de la espuma esta máscara femenina del misterio. A medida que me aproximaba, percibía en mí dos corrientes contrarias. Una me empujaba hacia la pendiente que conduce al placer; era una corriente natural. Una piedra lanzada al aire, obligada a quebrantar su voluntad, vuelve a caer alegre. Del mismo modo, un pensamiento lanzado, incapaz de subir, cansado en seguida, vuelve a caer a la tierra. La otra corriente era contra natura. Un absurdo increíble: negación de la ley de la gravedad, negación del sueño. ¿Cuál de las dos corrientes debía de seguir y, diciéndome:”Esta es mi voluntad”, establecer la jerarquía de las virtudes y de los actos?
Estos pensamientos ocupaban mi espíritu la mañana de mi salida de Limasol a Pafos. Mediodía. El paisaje es áspero e insignificante. Algarrobos, bajas montañas, tierra roja… De vez en cuando un granado florido se ilumina en medio de la blancura, otras veces dos o tres olivos que agitan tranquilamente sus ramas haciendo menos duro el paisaje. Atravesamos el cauce seco de un río bordeado de laureles rosas. Un mochuelo posado sobre un puente de piedra, permanece inmóvil, cegado por la claridad. Poco a poco, la naturaleza se hace más dulce. Llegamos a un pueblo rodeado de huertos. Los albaricoques brillan dorados; los nísperos, en racimos, brillan entre el espeso follaje. Las mujeres, gordas, toscamente vestidas, se asoman a los umbrales. Los hombres juegan a las cartas en los cafés. Una muchacha lleva sobre su hombro un gran cántaro decorado con dibujos primitivos. Asustada por mi presencia se aleja y, parándose sobre una piedra, me mira. Pero como le sonrío, adquiere confianza y su rostro se ilumina. Pregunto a la muchacha: - ¿Cómo te llamas?- convencido de que contestará:”Afrodita”. Pero dice: -María. -¿Está todavía muy lejos Pafos? No me entiende y se sonroja. - ¿Quieres decir Kuklia, hijo mío?-interviene una anciana-. ¿Allí donde está el palacio de Nuestra Señora de los laureles rosas? No, no está muy lejos. Mira: allá abajo. En seguida, detrás de los algarrobos. - ¿Por qué se le llama Kuklia?-pregunto. - ¿Es que no lo sabes? Allí es donde se encuentran las muñecas ( Kukla, en griego, significa muñeca), unas pequeñas estatuas de barro cocido. Si cavas un poco, también encontrarás. ¿Por casualidad eres un lord? -¿Y para qué sirven esas muñecas? -No lo sé hijo mío. Unos dicen que son dioses, otros que son diablos… ¿A quién creer? El automóvil arranca de nuevo. El chofer tiene prisa. Abandonamos el pueblo y el mar se extiende a nuestra izquierda, inmenso, de un azul oscuro, lleno de espuma. De repente, al volver la cabeza hacia el otro lado, descubro en la cumbre de una colina las ruinas de un curioso castillo lleno de innumerables ventanas. Adivino que se trata de la catedral de Afrodita. Al contemplar las líneas de montañas circundantes, el mar, la pequeña llanura donde acampaban los peregrinos, intento aislar este divino marco de la diosa amada para encontrar de nuevo la primera visión. Pero, como ocurre con frecuencia, mi corazón permanece indiferente, ya que desdeña estos juegos vanos de la imaginación. El chofer se para ante una taberna y llama: - ¡Señora Kalíopi! La tabernera aparece en el umbral. Alta, fuerte, de unos treinta años aproximadamente, adiposa y picarona, esta seductora Afrodita campesina, llena todo el marco de la puerta. Al verla, el chofer suspira, se atusa su negro bigote y dirigiéndose a ella le dice: -Acércate. No tengas miedo. La mujer cloquea con coquetería y da algunos pasos hacia delante. Aguzo el oído, curioso por escuchar la conversación. El hombre dice: -Prepárame para mañana dos okes de loucoms… ¡de los buenos!
El rostro de la mujer adquiere de nuevo seriedad. -Veintiocho piastras y no menos - contesta. - ¡Dieciocho! - ¡Veinticuatro! El hombre la mira y con un tono resignado dice: - ¡Está bien! Digamos veinticuatro para complacerte. El trato se ha cerrado. Un indecible dulzor se extiende sobre el paisaje. Este corto e insignificante diálogo es suficiente para inundar mi corazón de alegría. Ni el gran templo, ni el célebre paisaje, ni los recuerdos que con ellos se relacionan habían conseguido conmoverme lo que este corto instante humano que para mí resucita a Afrodita. Invadido por esta alegría, subo lentamente la colina sagrada. Por el camino encuentro ajedrea, asfódelos, ababoles, todos estos familiares encuentros de las montañas griegas. Más lejos diviso a un pastor, su rebaño, sus perros y un borriquillo que da saltos, asombrado todavía de descubrir el mundo. El sol se ha puesto, las sombras se alargan y cubren la tierra, la estrella de la noche brilla en el cielo. Penetro en las ruinas abandonadas, sin experimentar la menor emoción. Me siento sobre una piedra, vacío de pensamientos, y no hago esfuerzo alguno para excitar mi imaginación. Me encuentro vagamente cansado, vagamente alegre, estoy a gusto, sentado sobre esta piedra. Poco después me pongo a contemplar los insectos que se dan caza en el aire o en la hierba. Y de pronto un miedo misterioso se apodera de mí. Al principio no puedo adivinar la causa, pero pronto la descubro con espanto. Hace ya mucho tiempo, cuando todavía era un adolescente, un día, al mediodía, vi en el cauce de un río seco, entre las piedras, dos insectos verdes y graciosos que se acoplan. Se trata de dos mantis religiosas. Me aproximé sin hacer ruido, conteniendo mi respiración, pero bruscamente la sorpresa hizo que me detuviese. El macho, débil y minúsculo, se esforzaba en acabar su sagrada misión. Cuál no fue mi terror cuando me di cuenta de que no tenía cabeza y que la hembra estaba tranquilamente a punto de comérsela. En seguida vi cómo se volvía y cómo arrancaba el cuello y después el pecho del macho mientras que éste, aferrado a ella, continuaba su acto… Esta escena volvía ahora a mi imaginación. Ya es de noche. Un anciano que me había visto desde la colina de enfrente, se había acercado hasta detenerse detrás de mí sin atreverse a aproximarse. Cuando me levanto para marcharme, me interpela: -Señor- dice-, te he traído una antigüedad. ¿La compras? Me pone en la mano un pequeño objeto que en la sombra no logro distinguir. El viejo enciende una cerilla. Entonces, distingo una pequeña piedra carmesí sobre la que está grabada una cabeza de mujer tocada con un casco. Al dar vueltas al objeto en todos los sentidos, observo que de la cimera del casco se halla representada una cabeza de guerrera al revés. Pienso en el dios Ares. Afrodita lleva al hombre como adorno sobre su cabeza…Este detalle me causa desasosiego. Inconscientemente, devuelvo la piedra. -No. No me gusta. Pasé la noche en un hotel muy cerca de allí. Hacia el alba tuve un sueño. Tenía cogida una rosa negra y mientras la contemplaba, la flor, lentamente, vorazmente, me roía la mano.
HOMO HELLENICUS
Todos los grandes pueblos que han tenido una misión histórica han poseído su propio grito: los hebreos llamaban a Dios, los hindúes buscaban más allá del mundo visible para descubrir su esencia, los chinos se esforzaban en poner orden en la vida terrestre y los egipcios, desde el fondo de sus tumbas, reclamaban la inmortalidad. Por lo que respecta a los griegos, por haber fijado sus miradas sobre este mundo, asumieron una gran y difícil misión: cambiar la anarquía y la esclavitud en libertad. Muchos son los que deslumbrados por los templos y las estatuas, la mitología, la filosofía y el arte griegos, afirman que la secreta misión de esta civilización fue la Belleza; que Grecia ha tenido la tarea de convertir los gritos inarticulados de Oriente en palabras comprensibles; de transformar a los ídolos deformes de Asia en armoniosas estatuas, de transubstanciar la fértil Astarté en Afrodita. Sin embargo, si queremos llevar más lejos nuestro examen, nos damos cuenta de que el sentido secreto del destino griego fue constantemente la transmutación de la esclavitud en libertad. En efecto, a través de todos los sucesos de la historia griega, aparentemente contradictorios, se descubre una armonía interna, un elemento estable e inmutable que ha constituido la esencia de esta raza: es la lucha por la libertad. Esta lucha fue el verdadero milagro griego. Recordad los lejanos tiempos en que empezó la historia humana e imaginad el estado de las poblaciones prehelénicas: entre Oriente y Occidente, en la encrucijada geográfica más sagrada de la historia, se encuentra Grecia. Un pequeño país estéril, pobre, despedazado por el mar y habitado por algunos labradores y algunos pescadores. Hacia el sudeste se extienden los terribles imperios totalitarios de Egipto, de Asiria y de Persia. Hacia el nordeste viven razas salvajes que pueblan densos bosques o inmensas llanuras y que se alimentaban de carne cruda, de bellotas y de raíces. Dos enormes rebaños humanos: en el primero, los hombres son esclavos, sin haber todavía concebido la noción de la dignidad humana; en el segundo, viven dentro de una completa anarquía, sin la menor huella de organización, persiguiéndose y matándose entre sí. El hombre no había alcanzado todavía el noble y difícil equilibrio entre la esclavitud y la anarquía. Vivía como una temible fiera: encadenado o desenfrenado. En este momento crítico aparece el Homo Hellenicus. Y por primera vez, el espíritu puede distinguir claramente el camino que tiene que seguir la humanidad. Ni a la derecha, hacia el precipicio de la esclavitud, ni a la izquierda, hacia el de anarquía. El griego es el primero que traza un estrecho sendero entre ambos precipicios: el sendero de la libertad. Y es también el primero en este planeta que adquiere conocimiento de sus derechos y de sus deberes. Los derechos que acaba de adquirir no se le suben a la cabeza y sus nuevas obligaciones no le abruman. Al conservar los elementos positivos del individualismo primitivo y al aceptar los de la sumisión disciplinada, realiza este milagro humano que se llama Libertad. El griego es igualmente el primer hombre que tiene conciencia de la dignidad humana. Se opone a los tiranos - del interior y del exterior y se atreve a decir: “¡No!” a las fuerzas bárbaras, considerablemente superiores a las suyas. Al trazar el sendero de la libertad, la raza griega realiza para todos los siglos futuros la redención del hombre. Su combate es duro: cada parcela de su tierra está regada de sudor y de sangre. Desde la llanura de Maratón hasta las murallas de Missolonghi y desde Missolonghi hasta las legendarias montañas del Epiro del Norte y desde aquí hasta la isla mártir de Chipre, se puede seguir, paso a paso, siglo tras siglo, la marcha de la libertad sobre el suelo griego.
Y así mismo en los tiempos presentes, en medio de la desvergüenza contemporánea, Grecia, altiva, pobre, vestida de pingajos, cubierta con su propia sangre, la sangre de las heridas que le abrieron sus amigos, se pone en pie, llevando sobre sus cabellos, como la Libertad, una corona trenzada con algunas hierbas que todavía quedan sobre su tierra asolada ((esta ultima frase es una alusión a un célebre verso del poeta nacional de Grecia, Dionisios Solomos). De esta forma se pasea hoy, de montaña en montaña, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad sobre la isla heroica de Chipre, la Libertad. De esta forma, además, y desde hace siglos, magullada sin cesar, pero inmortal, se pasea en la historia griega. Y Grecia, caminando hacia delante, arriesgando su vida, le abre el camino. Heroico alumbramiento que un destino cruel obliga a continuar en una interminable ascensión. Privada de sueño, hambrienta, perseguida por sus enemigos y por sus aliados, Grecia, llevando su cruz, sigue trepando por la colina del martirio, que es también la de una resurrección eternamente renovada. 1937.