Permanente mente ausente
Omar Paolo MartĂnez RodrĂguez Editorial Esperpento
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ermanente mente ausente
Editorial Esperpento
Ilustraci贸n de portada: Jorge Garibaldi Ortega M茅xico hoy (2006)
Colecci贸n Escritores Morelenses
Permanente mente ausente
Omar Paolo MartĂnez RodrĂguez
Editorial Esperpento Morelos, 2013
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra –incluido el diseño tipográfico y de portada–, sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito del editor.
© Omar Paolo Martínez Rodríguez Edición y diseño editorial: Juan Francisco García Reynoso Asesoría editorial: Félix Vergara En algún lugar de nuestro cafetero y centro de Cuernavaca, Morelos. Hecho e impreso en México.
Prólogo
Al leer el libro que presenta Paolo Rodríguez, me sentí transportada a una época en la que el pensamiento de la oposición se realizaba en el marco de un contexto que mostraba dicha oposición en términos de conflicto, desde el punto de vista social y también desde la perspectiva existencial. Es decir, me remitió a tiempos en los que poner en evidencia las contradicciones, era sinónimo de desvelar las perversas intenciones de un sistema que lejos de ofrecer oportunidades para todos, construía callejones sin salida para la resolución de los acuciantes problemas sociales y, asimismo, nos revelaba la existencia en términos de ambigüedad, lo que conducía al desasosiego. Las primeras décadas del siglo XX se caracterizaron, desde el punto de vista de las expresiones artísticas y literarias, precisamente por este afán de destacar las contradicciones de la propia existencia humana. Algunos movimientos de vanguardia se manifestaron por mostrar el enigma de la existencia, lo que dificultaba pensar afirmativamente en asuntos como la realización del ser humano, la felicidad, el bienestar. La realidad del mundo del intercambio de mercancías en el marco del capitalismo, caracterizada por las oposiciones, planteaba la necesidad de revelar también estéticamente las contradicciones. Ya desde el epígrafe, Paolo Rodríguez señala su afiliación a este espíritu de época. La elección de Heráclito, autor de estas frases, no nos debe confundir. Recordemos que el filósofo de la antigüedad
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griega fue retomado con gran resolución por todos aquellos artistas que querían alejarse del pensamiento de la unidad, decretado por Parménides, para aproximarse a la comprensión de la existencia como fluir, como decía el pensador de Efeso, a través de esta metáfora: “Nadie se baña en el río dos veces, porque todo cambia en el río y en el que se baña”. En este sentido debemos comprender el epígrafe elegido por Rodríguez para iniciar la lectura del libro: “Inmortales los mortales, mortales/ los inmortales, viviendo su muerte,/ muriendo su vida”. Como se observa, esta configuración se sustenta en las contradicciones: los seres humanos vivimos nuestra muerte o morimos nuestra vida. Dicho de otro modo, al morir vivimos/ al vivir morimos. Esta ambigüedad vertebra el libro que aquí se presenta. En los textos que constituyen esta propuesta, hay una queja constante ante el absurdo de la vida, en sus diferentes manifestaciones, debido a esta imposibilidad de asir certezas sobre las cuales construir el sentido de la vida. En algunos fragmentos, las expresiones de absurdo alcanzan notas muy abstractas, próximas al lenguaje propiamente reflexivo; más que literario, filosófico. En otros momentos, hay cierto lirismo. No es fácil identificar un estilo, aunque sí un tono; en general, el desasosiego atraviesa la escritura de libro que aquí se presenta. En las páginas primeras, en un apartado llamado “Teorías 1 y 2” se lee: “Tengo dos teorías, no sobre la vida, pero sí sobre el mundo —al menos el mundo que es el que ni tú ni yo desconocemos—, mismas que parten de dos experiencias comunes: mundanas, absurdas, mediocres, y demás adjetivos inspirados en la vivencia cotidiana”. La cotidianidad se manifiesta en términos de hastío, de una especie de Spleen baudeleriano y el absurdo está presente como constitutivo existencial. Las preocupaciones en torno al sentido de la vida, están relacionadas con meditaciones sobre el tiempo y la identidad: “Y los muertos resucitarán y los resucitados morirán, y cuando usted abandone esta hoja, seré yo quien lo haya hecho y al momento en que yo suelte estas malditas palabras, será usted quien sobará sus brazos,
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por las heridas provocadas, entonces…” La voz narrativa reflexiona sobre la vida y la muerte y sobre el yo y el tú, a partir de la situación espacio-temporal. Quién soy yo, quién el otro, en dónde estamos ubicados, parecen ser interrogantes que cruzan la mayor parte de la obra. Como se observa en las líneas anteriores, el autor no sólo apela a la metafísica, sino que combina expresiones del lenguaje cotidiano, con expresiones abstractas. En el siguiente fragmento, llamado “Antena”, esta aproximación se corrobora: “Hace ya días que mi antena ha permanecido apagada. Aquella luz roja, breve, palpitante, destellante, por ráfagas perpendiculares ha sido quebrada, por el mitin rutinario, sin escucha, sin sentido, en zigzag arrancada por las manos congeladas de un amanecer colérico, triste, multitudinario de días y días, coagulados, espesos de gente”. Una vez más, el autor se refiere a la cotidianidad, ahora, en términos de rutina. Con la metáfora de la antena, que funciona también como sinécdoque, la voz narrativa habla de sí misma: mi antena ha permanecido apagada. Es decir, yo o mi conciencia, quizá, ha permanecido apagada. Esta conciencia ha quedado quebrada por la rutina; ha quedado sin sentido. Además, esta conciencia ha sido arrancada por la tristeza. Se opta por combinar formas de expresión de la vida cotidiana, como ocurre al elegir la palabra antena, con formas más convencionales, como hablar de amanecer triste. De nuevo, nos encontramos con la contradicción: el amanecer es colérico y triste. La experiencia común nos indica que la tristeza y la cólera no coexisten; en este caso sí, lo cual amplía la experiencia misma, en términos de posibilidad. Además, el adjetivo colérico crea cierta ambigüedad porque puede pensarse que se trata del amanecer colérico, tal como se indica sintácticamente, pero también puede sugerirse que se trata de esta conciencia colérica, frenética, debido a su tristeza. El libro que se presenta promueve este sentido de ambigüedad y contradicción, en el marco de un contexto diferente al de la primera mitad del siglo XX. Ahora, las contradicciones forman parte de la vida cotidiana, por lo que han perdido su poder cuestionador. La contradicción y el absurdo no relevan o denuncian más al mundo;
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no funcionan ya como manifestaciones de contracultura. Esta época llamada posmoderna se caracteriza por exponer las contradicciones como modo de existencia asumido, como forma de vida. Surge entonces una pregunta, ¿es este arte todavía provocador? ¿Cómo? Finalmente, un comentario sobre el título. Permanente Mente Ausente puede leerse de varias maneras, por lo que también resulta ambiguo. Puede interpretarse así: la mente está de manera permanente ausente o así: yo estoy permanentemente ausente. Sea como sea, hay aquí también ambigüedad y reducción al absurdo. Algo no puede ser permanentemente ausente, porque no sería. Ni la mente ni el yo pueden ser o estar de manera permanente ausentes, porque no habría tal ausencia. Sólo puede hablarse de ausencia de aquello que ha estado presente. Esas dos hipótesis son, por tanto, falsas. En este juego de palabras se resume la intención del libro: conducir al lector por caminos de ambigüedad y de desasosiego, siempre con la esperanza de que la tensión entre contrarios, nos ofrezca la oportunidad de comprender/nos más y mejor. Deseamos que en tiempos llamados posmodernos, estas expresiones detonen, de alguna manera, la acritud que conduzca a los lectores a preguntarse más sobre sí mismos, sobe su actuar en un mundo atribulado y las posibilidades de realizar acciones que nos soliciten una vida menos dolorosa, con los otros, en el marco de la ambigüedad. Dra. Angélica Tornero Salinas Directora de la Facultad de Humanidades Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM)
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Inmortales los mortales, mortales los inmortales, viviendo su muerte, muriendo su vida Herรกclito
Teorías 1 y 2 (Exordio)
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ás de 12045 días de naufragio, entre libros, bajo la lluvia, con la permanente resaca de una lenta intoxicación. ¡La alegría, la alegría!, se levantarán las voces enseguida, pero cada letra de cada página alimenta su propia desventura. Me gusta chupar la lluvia que escurre de mis cabellos, me gusta la música y últimamente me di cuenta de que basta un solo recuerdo hermoso, de alguien a quien no volverás a hallar en tu vida, para que la sonrisa vuelva a ascender luminosa sobre la ciénaga oscurecida de tu rostro humedecido. Tengo dos teorías, no sobre la vida, pero sí sobre el mundo —al menos el mundo que es el que ni tú ni yo desconocemos—, mismas que parten de dos experiencias comunes: mundanas, absurdas, mediocres, y demás adjetivos inspirados en la vivencia cotidiana. Ahora, en este momento, en el mismo instante en que esto escribo, has sido tú el que lo ha estado haciendo, en el mismo lugar y bajo las mismas circunstancias que “yo”; así como yo he sido el que lo ha leído, en el mismo lugar y bajo la misma situación que “tú”. En todas partes y en todas ocasiones y circunstancias, ni “tú” ni “yo” existimos como tales. Sólo desempeñamos —y aquí viene lo más alegre de la cosa-— los mismos papeles eternamnte; incluso tu misma postura yo ya la tuve, y tú la mía, y si no, ya la tendremos en algún momento, como un infinito catálogo de formas de “ser” que se repiten; como
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moldes de idénticas imágenes que sólo llenamos con nuestra porción, no, no de vida, insisto que la vida es otra cosa, sino de simple y llana permanencia. Y aquí viene la segunda teoría que desarrollo a partir de la antes expuesta, y, cabe aclarar que “el nihilismo”, defiende la ausencia de sentido, entre otros, pero yo pienso que existen múltiples sentidos, pero ninguno en particular, como en lo que a continuación expongo. Así que cada situación que llenamos con nuestra permanencia, en donde la “experiencia” cabe desde lo paupérrimo a lo más excelso, no es sino una repetición en el vacío, como la proyección de una película sin pantalla, y lo peor, sin espectadores, porque nos hallamos permanentemente ausentes. Y, sin embargo, no podemos experimentar nada cuando sólo somos una representación de infinitos disparos eléctricos, formas en las que sólo somos a manera de ausencia. El que pasea en una bonita camioneta con chofer, será el paralítico que vende chicles en la esquina, y el que no puede caminar correrá un maratón, cuando el corredor sea una prostituta, y la que vendía su sexo ahora se lo esconde sólo a unos cuantos ministros, y los ángeles harán negocios chuecos para asfixiar al mundo con basura, y los que hacen la basura sabrán cómo hacerla florecer, y las flores serán basura. Y los muertos resucitarán y los resucitados morirán, y cuando usted abandone esta hoja, seré yo quien lo haya hecho y al momento en que yo suelte estas malditas palabras, será usted quien sobará sus brazos, por las heridas provocadas, entonces…
“Permanezcamos permanentemente ausentes”
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Una mujer
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na mujer apuñaló por la espalda a su marido, harta de que éste la golpeara. Un hombre cobró su venganza, de siete balazos contra su vecino que lo había ofendido. Una familia amenazó con cuchillos a un trío de jóvenes ebrios, tras haber molestado a su hija. ¡Qué buenas noticias puede uno leer en la sección policíaca! El acto de venganza, que para la mayoría de la sociedad hipócrita pudiera resultar aberrante, para muchos es un recurso de dignidad. El asesinato, como último o primer gesto ante el maltrato y la ofensa. La defensa ante lo que lastima, el cumplimiento, la llegada del plazo de aquella venganza tras la afrenta, son recursos que la sociedad bien educada parece desdeñar cuando menciona el término Derecho, y, ¿qué si no es recurrir a las mismas formas de cobro, esta forma progresista, y además inútil en más de las ocasiones? Cuando cierta comunidad decide hacer justicia por su propia mano, al efectuar algún linchamiento, se comprueba posteriormente que la solidaridad y la unión entre sus habitantes se hace más fuerte, y aun, al exterior de su núcleo impone el temor proveniente del respeto, no al revés, cuando se pierde el respeto, proviene el temor, la inseguridad, y más de una mujer sabría qué hacer con su violador.
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La ocasión hace al ladrón, y también…
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Yo no quería venir). Sí, qué bueno que volvimos a encontrarnos, el haber pasado por esa calle fue una suerte (y si antes me parecías desagradable, en este momento me lo pareces más), pues qué bien que ahora te dediques a esas cosas, ¿verdad? ¿Yo, pues, qué te digo? (no me gustaría que escucharas que he pasado un mes de hambre, y que debo dinero a cuanta persona conozco, desde que me quedé sin trabajo). Ajá, bien, gracias, pero “bien por el lugar, no, no gracias, con las cervezas que he tomado basta, no, de veras, bueno, gracias, pues ya trajeron las otras, ¡salud! ¿Y qué tal Europa?” Ahora el sol cede su asiento a una noche pegajosa, de aliento a anís, y nos lanzamos luego al tequila. Cruzo desde mi silla hasta el sanitario, sorteando las pequeñas mesas; mareado me recargo en la encorvada espalda de alguien; perdón, no hay cuidado, nadie sabe nada, hubiera sido preferible quizás decir,”algo de comer”. Las paredes se mueven. En el baño los póster, las pintas, tu madre… La música. ¿Acaso pude reír después de semanas de no hacerlo? No recuerdo de qué, el caso es que hacen falta cigarros, y viene aquél y dice “se terminaron”, y deberían permitir a alguien entrar a venderlos. “Si cruzas la calle, y luego hacia allá”; pero si hubiera tenido la oportunidad, con sólo quince días más, déjame conseguir antes algo, no, yo no tuve la culpa, lo que sucede es que…sí, pero….yo sé, pero…
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La luz roja de las angostas escaleras me hizo sentir como dentro de una vena, como un trozo de metal oscuro viajando en una arteria. La proximidad de la salida se ofrecía como el telón negro de una noche bien dispuesta para la huida. “Sí, sí, no te preocupes que ahora vuelvo”, (seguramente con tu dinero mañana podré pagar el pasaje del camión para ir a donde… ni modo). Detengo mi pie en el segundo descanso, aquel telón nocturno que parecía ofrecer su oxígeno, ahora impregna de ocre mi nariz, como la caída del granizo sobre una buena cosecha, como una mosca sobre la mamila de un niño, como la sorpresa de haber pisado mierda. Tú, mi venefactor, mi amigo, quien disponía las barajas marcadas en el juego, en la competencia. A ver ¿cómo? “com-pe-ten-cia”, que bonita palabra. Dicen que me he de haber agazapado en el rinconcito aquél en sombra, de espaldas, tronándome los huesos de las manos, y que pude haber dudado, mucho o poco. Que su aire de omnipotencia y sus ojos como insectos ciegos contra los focos, pudieron haber hecho temblar mis piernas, pero no, una fuerza intensa como un latigazo, así de pronta, así de efectiva, me hizo hundir mis dedos en su tráquea, rodeando con ambas manos hasta su nuca. ¿Lloras? ¿Y tú acaso supiste de mí, entonces? Me han asignado una celda, aquí dentro no tengo nada, pero tengo de todo, no sabía que fueras “tan importante”.
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Urgencias
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e “urgencias” en el hospital, formado primero en una fila. Detrás de otros enfermos. Una niña en brazos de su madre antes que usted y yo. Sus ojos hundidos y tristes. Nuestras manos tiemblan; secamos nuestros labios a fuerza de no mojarlos ni abrirlos. Describe tú a la enfermera detrás de la ventanilla, ésos tus síntomas, mas nunca digas de qué estás enfermo. Atraviesa ahora aquella puerta frente a ti que conduce a donde las camas, los gemidos, los verdaderos dolores, y mira a esas personas que frente a frente con la enfermera, relatan gesticulando, algunos, cómo han llegado a sus vidas, quizás en un accidente, otros, cuando son entregados en camillas, tales “malestares” que nosotros, sabemos, muchos de los cuales provienen, desencadenados, no de la comilona asquerosa, no de la falta de apetito, no de un descuido, sino simple y desgraciadamente de hallarse enfermos. Y la practicante parece que puede adivinar más que diagnosticar. Y en tu lugar de trabajo, o en tu escuela, o en tu casa, o donde sea que en ese momento te halles ausente, posiblemente sea el único día en que se pregunten por ti, y puedas anteponerle a tu nombre los adjetivos y peyorativos que quieras, cuanto más como represente “una lana”, a quien o quienes te recuerden: ¡ojala y se muera!
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A ese ahí sentado, “me duele por aquí”, parece ganarle la risa, “sí, también por acá”, tras haber escuchado a la doctora, “tengo ganas de vomitar”, con gravedad, “no he dormido”. —Tendrás que quedarte, te pondremos suero, una inyección, y te tomarás dos pastillas…ve a avisarle a quien te espera afuera—. Y lo hemos logrado, premio al mejor actor por la obra “Que no tiene nombre”. Y pensar que el verdugo perdió la mañana afilando su guillotina, en vez de salir a jugar con sus hijos, y ahora tendrá que esperar a verte de nuevo. Y que tú, tú te estarás haciendo cada vez más poderoso con el dolor de esas inyecciones en la vena; tragando esas agrias pastillas que te picarán el hígado, como si de un toro durante la embestida se tratara, con ese coraje ¡Ole! Mejor es que descanses tu odio, que lo dobles sobre la silla junto a ti, mientras el medicamento llega a tu corazón y cerebro, porque lo necesitarás, necesitarás, necesitarás. Y ahora, puedes sonreír con aquél de la silla de enfrente, pues, comprendes, ¿qué comprendes? A lo creado como realidad en el mundo; obviamente que por los humanos. A ellos les ha dado por llamarlo “utilidad”, y como lo que es útil o inútil carece de un sentido moral o ético, resulta que… ¡Dolor!, la primera bolsa de medicina se ha terminado mientras dormías. Ahora de tan anestesiado, no puede usted llamar a la enfermera, a pesar de que está tan cerca, y, con sus ojos trata usted de pedir ayuda a otro enfermo, que lo mira fantaseando en la burbujita de aire que ve tomar las peligrosas curvas que van de la bolsa entre la delgada manguera hasta el catéter y terminan en la vena de su compañero. En la esquina del hospital una pareja toma el camión, la pista se halla cerrada por los manifestantes, alguien lee sobre estas palabras y así, así el cuello, a ver, derechito, la cabeza para arriba, un collarín a la sonrisa ahogada del burlón. ¿Puedes sentir? ¿Puedes sentir cómo eres llevado en esta silla de ruedas? ¿A dónde crees que nos lleven? —Yo no sé, pero me siento cada vez más lejos, mientras nos separamos de los demás pacientes por este largo, largo y frío pasillo—.
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Para la muerte todos somos imprescindibles; paradójico reconocer que sin ella no seríamos nada, y ella, por sólo alguno de nosotros que se escapara de su hoz, dejaría de ser quien es. En la búsqueda por el poder, las manifestaciones de la voluntad, no son sino meros caprichos, la mayoría de las veces buscando legitimarse por fines tan miserables como el dinero. Pero la madre de la niña es esposa de un hombre “jubilado” tras la huelga, y ahora ella tendrá que buscarlo para que le dé sus papeles, y la niña casi muere del dolor, mientras que nosotros, inconscientes, estamos haciendo perder una fortuna a la compañía por la operación que no necesitábamos. Al final el jefe es llevado en su bonita caja de caoba. Míralo cómo pasa a los pies de tu vieja y rota cama de hospital; cómo saca su manita para despedirse, y cómo el dueño del capital se lamenta por sus muertes, ¡chingados!, tanto dinero para que me salgan con estas pendejadas.
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¡Soy de este barrio!
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tu mirada cuando paso a tu lado, le aviento a los ojos, como polvo de calera, así, con todo y sus hornos ardiendo: ¡soy de este barrio! Cuando desciendo del camión dando un salto, y atravieso la calle, el desierto nocturno con sus dunas eléctricas, magnetiza mi andanza, al asecho, pues te conozco y me conoces, ¿cómo pudiéramos desconocernos, verdad? Los 2, los 3, los 4, mantenemos esta secreta tensión hacia aquellos “cremosos” que pasan en sus camionetas de vidrios ciegos, esperando darnos la oportunidad de quebrarles el orgullo de ser unos hijos de la chingada, lindos. Cuando llego a tu tienda y te miro a los ojos, sabes que te conozco desde que eras la niña que ahora me parece atractiva, y tú sabes quién soy, por eso sientes que puedo ser mucho más agudo que el cable de luz que va de mi central a la tuya. En mi barrio la barda que nos divide del panteón es casi banqueta, cualquiera de repente se te aparece, y uno tiene que saber qué hacer, para hacerle saber que mejor “achique”, porque aquí la cosa no es aguantarse, sino saber cómo deslizarse, suave y duro, con miedo, pero con orgullo de ser de este barrio.
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Soñé que tenía amigos
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oñé que tenía amigos, y que asistía a través de calles estrechas en auto, hacia una especie de casa para seres desconocidos, pero que habitaban en paz. Las gotas de la lluvia mojaban las sonrisas de aquellos que, por callejuelas ensortijadas y angostas, podían enorgullecerse de no ser buenos, y montado sobre el toldo de un auto en movimiento huía yo sintiendo la felicidad que provoca el no importar nada cuando se está en un sueño, porque soñar ha de ser como estar muerto, pues todo es posible. Soñé que tenía amigos, y que todo el tiempo había música, mientras viajábamos en un camión, de un lugar a otro entre una noche asesina del día y las multitudes que eran hordas de jóvenes vestidos de cuero y mujeres de cabellos cortos y pintados. Y los talles y los labios y las manos y los sexos, como las fieras cuando juegan y se aparean, todo el tiempo emitían sus gemidos entre las cavernas de un ahora profundo y peligroso, choque del eco de los murciélagos entre las paredes del sueño. Soñé que tenía amigos, y que habitábamos en las calles sólo conocidas por nosotros, y que éramos capaces de todo, por ser los únicos habitantes de ese sueño que lo conocían Todo: un pasado de pobreza en un futuro de desesperanza, en un aquí donde un anciano barre la puerta de su vivienda en una vecindad de fantasmas. Y las calles escondidas bajo la niebla de un olvido, se
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descubrían como entonces, pues nada desaparecía para siempre de nosotros, y cómo lo sabíamos. Ahora sé que soy el fantasma que ha vuelto desde las calles muertas, y que puedo atravesar el cementerio para asistir con mis amigos a través del sueño. El miedo me hace temblar al atravesar lo que los vivos llaman “el tiempo”, quizás por eso suelo extraviarme. Ninguna mujer jamás ha disfrutado así de su Dios, para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede estrechar entre los brazos y cubrir de besos. Un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar y que vive. Jean Paul Sartre
He visto por las calles, el horizonte común de una porción de seres humanos, en situaciones diversas, pero posibles de identificar como similares, dado el país en que vivo, los lugares por los que ando, así como por la hora y la fecha. Es el mes de diciembre, a unos días de los festejos de la navidad para la mayoría de la gente del lugar en que he nacido y vivido hace ya más de tres décadas. He mirado personas ataviadas con abrigos, suéteres, guantes, y otras más con una simple camisa, recorrer las avenidas llevando algunas a estas horas de la noche una pequeña bolsa de pan, otras, destapar y empinarse las esquinas con aguardiente, evocando el calor que ya no vuelve sino con la fraternal turbación de los sentidos. ¡Feliz Navidad! ¿feliz navidad? La interrogante chocará de inmediato en los espíritus optimistas, pero, quiero saber, si existe respuesta, ¿alguien conoce el vestido de su sonrisa postrera, el rictus enmascarado luego de la última escena, tras haber sido llevado, si acaso así fuera, ante el embalsamador? Ni siquiera podemos adelantar los hechos de lo que afirmamos conocer, la vida, pues la muerte se adueña con más precisión de las definiciones, ésta no sabe de poses en el último instante, aun si ha sido obtenido por suicidio, venganza o enfermedad. La vida nos sorprende, ser testigos de su ausencia nos deja perplejos. Saber que morimos a cada momento, nos evita de esperanzas ridículas, y es necesario obsesionarse con la muerte hasta volver de nuevo a lo único desconocido, la vida.
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Estrecho en mis brazos a mi hija, tiene dos años y medio ahora, la mujer con la que he contraído matrimonio la cuida, procura su bienestar, como yo lo hago, al modo como lo determina en muchas ocasiones la situación en que nos encontramos. Cuando estoy con mi hija, trato de imaginar lo que percibe, cómo lo experimenta, la forma en la que reacciona, y puedo saber que su manera de responder, proviene de la forma en que nosotros, el mundo en que se encuentra, le han enseñado. De pie, recargado frente a una ventana abierta del cuarto piso de un edificio en condominio en la ciudad de México, sufriendo la tela de aquella camisa de “terlenca” y de aquel chaleco azul del uniforme de secundaria, solía llorar al preguntarme el porqué del asesinato de unos contra otros, el porqué de las desgracias provocadas por afanes que aunque comprendo ya, no me caben en la razón. El terremoto además de haber sepultado a mi prima bajo sus escombros, sepultó en mí la esperanza de una forma de vivir “adecuada”. Cada año, cuanto más, abro los ojos en cuartos de hotel disfrazados de covachas en renta, presuntos departamentos, en una fingida ciudad de primavera. No es un “cliché” hablar de la soledad, a quien de veras conmuevan siquiera los “hasta luego” lo sabe. Sabemos abrazarnos y besarnos a cada despido, aunque sea de fingido, aunque aún no hayamos aprendido a decir Adiós. La ausencia de mi hija por escasos minutos, es capaz de provocar en mi ánimo, en mi sistema nervioso, en mi pensamiento, la inquietud producida tan sólo por un movimiento de su manita al despedirse. Soy un hijo malquerido de la soledad, mi ejemplo, mi rebeldía, mi edípica epopeya.
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Brillo intenso
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n fila, una, dos, tres, cuatro buenas piedras, a la orillita de la azotea del edificio de cuatro pisos en pleno centro de la ciudad, para que cada vez que suba a tender o a bajar la ropa seca o mojada, según sea el caso, la emoción me acompañe, como siempre debe ser. Allá abajo, uno tras otro, suelen aglomerarse los autos a la hora de todos los días, formando una larga y angosta tripa de metal, colorida, brillante, apestosa a humo. Y en medio de esos autos, cuya referencia nos ayuda a identificar la tan mencionada “realidad social” en que vivimos: taxis, coches particulares, camiones de transporte, carrozas fúnebres…no faltan tampoco las bonitas y poderosas camionetas de vidrios polarizados y los BMW y Mercedes Benz y los Corvettes, en que algunos suelen identificarse ante los demás, o defenderse, con la sagrada plaquita dorada de “Gobierno” en el parabrisas. Pues bien, la mañana anterior a ésta, con los calzones en la mano y cargado de un montón de ropa, tiesa de sol y jabón, me acerqué a la orilla y noté la calle casi vacía, porque era domingo y, esos días las campanadas de la iglesia junto con los aparatos televisivos, puestos en el fútbol de los vecinos o en las noticias malditas, suelen ser los únicos ruidos, por no decir: rastros de vida. Y, allá a lo lejos, rugiendo sobre el asfalto, devorando kilómetros, un po
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derosísimo Jaguar, color gris, último modelo, conducido con gran destreza por un pendejo. La contribución de Galileo, en su conocido experimento de la Torre de Pisa, sin olvidar a Euclides, por supuesto, y las posteriores investigaciones de Descartes, si bien han garantizado el triunfo de muchos países poderosos en las guerras, habidas y por haber, también han logrado dotar de un brillo intenso algunos instantes como éste, en que sopesando antes el calibre del arma gris que he de utilizar, analizando sus aristas, la posible potencia alcanzada por mi brazo, la velocidad y distancia, y apoyado ipso facto, por la física newtoniana, calculo el instante exacto en que bendita situación: ¡fuera proyectil¡, golpe seco y perfecto, rechinido de llantas, ¡tómala, pendejo¡, me guardo el privilegio de asomarme para una ocasión posterior, porque realmente no me interesa en lo más mínimo si el júnior se baja corriendo del coche o se ha estrellado la “fresita” esa. Abro la puerta de mi clóset-departamento, y echo la ropa sobre lo que parece ser un sillón.
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Deambula
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n las carreteras deambula más de un alma, la impresión que produce la velocidad es a nivel sensorial, placentero en relación con el alejamiento y a esa especie de apuesta contra la contingencia existencial en su plano más concreto. Irse de un lado con la idea de llegar a otro sin la certeza de que así será, aproxima al conducir con la frecuentemente incertidumbre y emoción de la vida. Esa noche con olor a gasolina y balatas, la sangre de rojo neón como lágrimas que llorase el anciano-niño, condenado a nunca detenerse, y ser entre cambio y cambio de velocidad sólo el humo… la cúpula ámbar eternizando el sueño tras el Valle de las Sombras que en su silencio condena la expansión de la ciudad. Ahora sabemos que “no volver” fue el plan de viaje de todos los fantasmas ebrios.
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Una historia en la ausencia
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uelen irse los padres, abandonar a sus hijos y esposas. Se les critica mucho, pero se les “necesita” más. Las buenas personas, los vecinos, se aprestan a señalar a los abandonados. Tienen razón, se les necesita, pero acaso no hubiera sido mejor si se hubieran quedado. Aquél se fue con otra, el otro prefirió la bebida, aquel otro se colgó de un camión, un tren, un avión o de una soga. De cualquier forma, todos desaparecieron. Durante algunas noches los hijos llorarán sobre el regazo de la madre enferma, y le reprocharán entre sollozos como si ella hubiera tenido la culpa. Y, de ése, de aquél ¿qué fue? Una mañana, seguramente antes de que los demás despertaran, o luego de una noche más de parranda, sin mirar atrás, con un adiós en el silencio de un presunto olvido, evocó el sueño de la felicidad que ya no existía, por la cual dejó de luchar, y, a partir de ese momento, una historia entre las paredes ocultas de la memoria, como el alma de un emparedado medieval, gritará hasta el final de su recuerdo, la invención de una historia en la ausencia de los días.
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A la orilla de la cama
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stiro mis brazos, mis manos, mis piernas, aún con los ojos cerrados, pero la cabeza me duele debido al frío. Entonces deslizo mi cuerpo hasta la orilla de la cama; esa especie de vacío al que me lanzo con dirección al mundo. Mis zapatos… Hace varios días que trato de reponerme de esta convalecencia. Tendré que extender mi mano hacia la pequeña mesa junto a esta cama en donde alguien habrá dispuesto un desayuno insípido, con frutas, un sándwich, una gelatina... Estoy cogiendo el pan, cuyas viscosidades se me escapan; ahora escucho los pasos del vecino que se va, cierra la puerta, desciende las escaleras, se aleja haciendo sonar las llaves que seguramente irá guardando dentro de su pantalón. Ahhhh!, hoy me siento muy bien, de maravilla, no me cabe en la cabeza esta felicidad. Me pregunto qué habrá publicado el Diario, ¡quién sabe en dónde está uno parado! ¿Y, dónde diablos estoy parado? Llevo rato con el pan en la mano, los pies echados al suelo y queriendo dar la primera mordida a esta cosa, pero sigo viendo mis zapatos...Ahora llevo las manos por mis piernas... mi pecho... un brazo y el otro.
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Ahí viene Lucas, estirándose, gris, mediano y con los ojos verdes de uva que me miran fijamente; luego pega su húmeda nariz en la mía. Lo llamo por su nombre: “Lucas, has de tener hambre, ¡pero no te lleves la comida, cabrón gato¡”. Me incorporo de un salto para ir tras de él, entonces me estampo contra una pared, luego tropiezo con un librero, han caído los libros y el pisapapeles de cristal me ha cortado los pies, sangrando, voy de un lado a otro chocando con los objetos. Llevo con desesperación mis manos a la cabeza y las palabras me gritan: ¡hueeeeeeeco! ¡Ahhhhh! ¡Ahhhh! ¡Aquí estoooooy! Y vuelvo a gritar durante horas, pero nadie responde. ¿Y qué es lo que quiere mi cuerpo, con ese ridículo pantalón que me queda tan corto, y tan horrible color amarillo? Siento náuseas, se mueve “mi cuerpo” de un lado a otro sin que yo pueda controlar alguno de sus movimientos. Y ahora no sé que hacer, no logro traer hasta aquí ese cuerpo para meter las manos debajo de la cama, extraer la cabeza y al menos....;…;…;…Han pasado las horas, “ese que pienso ser yo” no se ha aparecido por aquí, puedo sentirlo entumido, pero no logro verlo ni saber en dónde está. Ahí viene, hago todos los esfuerzos por traerlo hasta aquí, que se incline. Necesito dirigirlo par-te-por-par-te; ahora puedo sentirlo, se acerca lentamente hasta la orilla de la cama. Aquí está, cerca, muy cerca, ahora lo miro, me sostiene entre sus manos, me lleva junto a los otros juguetes.
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Para no morir del todo
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o vale la pena seguir mintiendo…Escribo para no morir como muere la tarde ante los ojos de un sordo; como llora una puta de la “tercera edad”; como sufre un banquero que nunca tuvo un banco. No vale la pena seguir mintiendo, las palabras son como las migajas que se les da a las agónicas horas del día, esas palomas sin alas llamadas “personales”, “extras”, esas horas, como quien dijera “de a de veras”; como si nos pudiéramos realmente poner el traje de otro, cual si fuera el propio y andar por ahí; como si no fuésemos nosotros, si no otros, es decir, los otros que debíamos ser, pero que no conocemos más que por su “razón social”. El señor que prepara mis hot dogs, mientras me hallo sentado a la mesa con mi esposa y mi hija en una fast-food, en la esquina de una ciudad china, en pleno México, soy yo. Si hubiese tenido más de una vez la osadía de haber ido más lejos, preguntándome y escuchándome, obedeciéndome, irremediablemente, una y otra vez, las palabras, sólo las palabras como si fuesen el maná de chocolate cubriendo toda esa hojarasca que en silencio cubre los accidentes de un alma hace mucho hundida en el abismo de las pendientes, hubieran sido, esas palabras, estas palabras, lo que son y serán: palabras.
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Para no morir del todo y protegerme de no caer de sueĂąo, porque las palabras son el veloz vehĂculo acelerando entre la noche de una carretera, la mĂĄs accidentada de las carreteras, es que escribo: palabras.
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¿Testa?
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on la “plena conciencia” de aquél que fuera liberado tras más de tres décadas de verse condenado a los tratamientos impuestos de alguno de los centros de salud mental públicos, en un país en donde abunda la miseria, cada mañana estiro mis brazos para comprobar con un dejo habitual del hastío diario, que permanezco separado de mi cabeza, la cual y gracias a sus ojos puedo percibir presenciando el paso de miles de zapatos a su rededor, o en el mejor de los casos, siendo pateada hacia un prado de flores en donde una niña, hermosa, me deposita entre sus juguetes y las fauces de un gato. Luego sobre algún escritorio, jugando a la certeza de los números y de las fechas, o al pie de un pizarrón escupiendo, vomitando, revolviendo al azar —y con la consideración desvergonzada de una cabeza extraviada— las líneas de una vieja bitácora registrada por su paso en el trans-onírico y desquiciante mar de los deberes y de las creencias, los afectos, de la pura decepción o acaso del ritual de un paso escéptico que, cogido, aferrado por sus rotos dientes a las disciplinas, imparte sus clases de la sinrazón que, a la manera hegeliana necesariamente permanecen atadas a un cosmos cuyo eje —hace mucho más allá del tiempo en que los polos ahogaran a los osos polares, y que conociera de los muertos sin entierro—, ha dotado a la ciencia de existir de su propio y necesario caos, cuyo principio se deduce de una forma bastante inductiva de este hallarse sin cabeza, conflictiva
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ente, pues el resto del cuerpo subyace regido no por un imperativo categórico, ni siquiera por uno hipotético, sino que el instinto lo ha privado incluso de algún apelativo que no fuera la máxima del “placer”. No obstante, ese hallarse de continuo fugitivo, a sabiendas, es decir, consciente de su propio extravío, se ha trocado en el infortunio del que padece acusación más persecución. Y mi cuerpo condenado a su oscuridad, cae uno a uno los peldaños de la abyección de sí mismo. La cabeza, ineludiblemente se presupone cogida por los dientes a una ciencia que se comprueba a sí misma como ausente del cuerpo oscuro, mismo que en su instinto condicionado por los requerimientos del medio ha sido capaz de delinquir a causa de su natural incondicional. La comprensión del propio Sino pudiera derivar en las plegarias diarias a lo carente de lugar, a lo etéreo, a lo condenado a no poder apoyar su pie en tierra alguna, en justificación tal que no conociera de por sí esa cabeza, cuyos ojos no han sido aún devorados por las ratas, y de aquel cuerpo que intuye alguna vez el encuentro tras sus múltiples caídas en los precipicios de un deleite insano. Se suele en la enfermedad pasar por un mal habido de la existencia ante la mirada de los otros que adivinan el rencor, el hambre de venganza, las convulsiones internas llevadas al máximo; la capacidad del crimen y de la conjura que subyace proveniente de la mirada de una cabeza que no se advierte, sino como una amenaza constante desde las penumbras de lo desconocido, en el espacio propio de los muertos sin entierro y de los cuerpos desalmados, sin embargo, desesperanzada de todo pensamiento o acción.
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Un triángulo invertido
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eflejados en la oscuridad del cristal, los ángulos de su rostro aparecían fríos, trémulos, como lo era la angosta flama de una vela… Rascó su cara y sus brazos con obstinación, las pesadillas esa noche no habían sido lo que solían ser. A él o a lo que podríamos llamar como “él”, le había faltado su heroísmo peculiar, su osadía, su fuerza ante el terror demoníaco. Sucumbía a la realidad de su vida, algo peor que cualquier mal sueño. Con intenso sufrimiento, reparaba en el dolor que le aprisionaba la cabeza, y su falta de respiración la tenía por una burla ocasionada por aquel crucifijo, que como una plancha de piedra lo aplastara; siendo llevado su espíritu sobre un angosto sendero lunar, hasta donde la presencia de una mujer flotando a la mitad de una oscura encrucijada, con un agujero en la sien del cual manaba un río seco de sangre. La misma mujer que en la foto amarillenta pegada a su espejo le había dado la espalda, para marcharse por aquella puerta sin paredes que apareciera de súbito en el paisaje de aquel jardín, por el que una tarde hablaron por primera vez hasta el “para siempre”, todavía antes de que la imagen le dejara a expensas de las ratas, echado al fondo de su incertidumbre. Giró la luz de la lámpara hacia su rostro y se interrogó por tantas noches, que cuentan los que pasaban por detrás de su puerta
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que el llanto se les pegaba a las suelas de los zapatos y que, cuando llegaban a sus cuartos, todo era tristeza también para ellos, llegándole a tener por un criminal tan sólo por el hecho ya de existir. La posibilidad de una conspiración en su contra le daba vueltas en la cabeza, adjudicándoselo a los fantasmas, los cuales durante todo el transcurso de su vida habían ido formando un triángulo invertido, el cual había terminado ahora en él como prisma de fuego, sostén de la balanza entre el instinto y la razón. La insistencia con que se repetía la misma pesadilla; el haber despertado a la realidad de lo que él mismo enmascaraba con ayuda de la magia, y el no lograr hacer volver por la puerta a aquélla que ensangrentada lo esperaba, lograron en un arranque de desesperación hacerlo estrellar su cara contra el reflejo en el cristal del féretro, luego de que tras la caída del primer puñado de tierra, otros tantos se acompañaran de una insoportable oscuridad y silencio. El hambre, la mentira, la culpa y la enfermedad, una a una se encendían las llamas de las velas negras a su alrededor para girar en torno a su tumba, cuando él todo lo que podía hacer era gritar en medio de su paroxismo, hasta desgarrar su garganta en ahogo y sangre ¡Que amaba! ¡Que odiaba! ¡Ahhhhh! Lo exhumaron tras varios días, luego de que los gritos le reventaran los pulmones, y tanto uñas como brazos y piernas se hallaran rotos y ensangrentados, como una tortura de horas sobre ese cuerpo, de quien en un ataque de pretendida “iluminación” se había enterrado vivo con la ayuda de las sombras en un lujoso cementerio, entre los héroes de una imaginaria patria.
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Estridente Silencio
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os volvemos a encontrar por el mismo camino de ayer, sorteando entre las banquetas la basura y los autos, con sus luces como garras de las que trato de protegerte y que casi te deshacen debido a tu paso desprevenido. Pero las horas pasan despacio en el trabajo, “los pensamientos son como las nubes”, leíste en un artículo, y el nirvana debería ser como una luz de no vivir de este lado de la esfera, porque esta esfera no tiene paz, se mueve peligrosamente entre los dedos de un niño al que deslumbra la estrella allá, lejos, de aquel árbol de navidad en el aparador de sus recuerdos en plena e insoportable primavera. “La noche se mece sobre la hamaca de los cables; pero no te preocupes que para atropellarme, sólo yo me basto”. Cada mañana parece recibirte con su sendero de espinas; quisiera que fuera sólo una divagación, un acercamiento, pero me quedo mucho tiempo esperando sentado con terror, casi con el deseo de que cada amanecer no existiera a que pasen las horas; se vaya pronto el ruido de los autos, los gritos de los pájaros chillando sobre la cuerda de los violines que, en un contrapunto, acarrean al amanecer ebrio hasta arrojarlo… las palabras de sus labios son empujadas, se toman de las manos antes de caer, me señalan las cosas, pero las cosas se mueven y las palabras se quedan ahí, entonces, sin ningún objeto, caídas, desamparadas como los niños olvidados de una
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guardería. A hurtadillas espero entonces a que extiendas tu mano y señales un horizonte ciego antes de abordar el camión. Responde ahora, si es que puedes o quieres o te da la gana, o acaso me escuchas y si mi tiempo y andanza a tu lado te dicen algo, ¿en qué cine, cantina, hotel o cementerio fuiste a perder la moneda que ahora debería de permanecer en el aire? Me parece que los maniquíes sobre las avenidas, en la oficina, en el hogar, sobre el atril, pasan de moda pronto. Si pudiera despedirte de una vez, dejarte aquí en esta esquina, perderte sobre un puente, olvidarte en una tienda, conocerte de una vez y saber qué es lo que quieres, lo que necesitas, para dar con la seguridad de tu sendero, con la jactancia de tu sentido, con la presunción de tu excelencia; pero no logro dejar de padecer con la estridencia de tu silencio, tras la postura de tu noche que no concluye, que se jode al sol con su sexo, que expresa sus deseos y necesidades sin ser percibida; ente generalizado para ser vendido, como madre, esclava o prostituta: La dama de negro o de rosa, según sea el caso.
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Antes de la guerra
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ntes del bombardeo los pequeños dormían en sus cunas, los doctores transitaban con preocupación por los pasillos angostos de aquel pobre hospital improvisado por la guerra; agonizaba la gente en sus camas. Los mandatarios cogían a las palabras por el cuello para violarlas, para echarlas en los ataúdes de omisión y prepotencia. El ruido de cada mañana llegaba con el mundo que era llevado al matadero del hambre y del engaño. Los maniquíes eran todos unos expertos en asesinar al otro, en ser “felices”, geniales en sus poses, entregados con vehemencia al Señor de los señores, cualquiera que fuera su nombre o denominación. Los pensamientos aún arrebataban la lengua de los jóvenes en los salones de clase; enarbolaban la bandera negra de un mundo posible; mas entonces no querían cambiar de realidad, sino la realidad, pero el cáncer del silencio había crecido, hasta el filo del sarcasmo se había visto mellado contra tanta dureza en las buenas intenciones, entre las sistemáticas formas de eliminar el estar y ser multitudinarios. Las duras y grises lenguas de cemento, que despiden el alma de los camiones que apenas se logran coger de las ventanas de los edificios que se rentan, que se venden, que a siglos y miles de años son cosas como propiedad de alguien, y ese otro alguien que ya no habla, que no responde, que no logra despedirse del todo, pero tampoco se queda.
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Arrojo Actuar es una cosa; saber que se actúa, otra E.M.Cioran
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En qué momento se tornó todo su contrario, la compañía en soledad, la charla en silencio, la alegría en tristeza, el arribo en la partida? Acaso no basta sino un ligero tropiezo del ebrio por la existencia, para despeñarse de una a otra pared en la avenida de las luces, de los perros, de las puertas que devoran tras haber seducido con el tufillo de eternos pasajes, deleites, que a la vuelta de la esquina no esconden sino la daga del infortunio. La rueda de la fortuna cuyo eje no se halla sino en la inimaginable y muda conspiración del destino, que convierte en hombre el oscuro mineral extraído del fuego, y le dota de una peculiar manera de saberse sólo mediante la vuelta al reloj de arena, del “collage de los adioses”, de la enigmática afirmación en una voluntad que debiera aprender a no consumirse sin haber permitido antes la sapiencia de una experiencia vuelta ignorancia nuevamente. Aquel recinto sagrado, cuyos habitantes de luz en mejores tiempos erigieron sobre sus columnas a los dioses que ahora son destruidos por la batalla de la más extrema y egoísta desesperación, ahora permanece sólo, solo; y como una piedra que atravesara la órbita terrestre, el hombre mirando a su rededor en un instante antes de hacerse añicos luego del fuego, de la iluminación, de la muerte. Tras su arrojo.
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Historia sin historia (En el zócalo de mi pueblo)
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o, pues toda rectitud, orden y moral era aquel fulano, que como en la mayoría de los casos se decía de una familia “intachable”, a la cual honraba con sus “esfuerzos y desvelos”. Quizás lo único malo, pensaba, era que nadie, en ningún lugar, lo quería, vaya usted a saber por qué ¿verdad? Pero, a lo mejor era el precio de sentirse el primerito, porque, aquí entre nos, tal como lo cuento ahora desde mis ochenta y tantos años, aquí como me ve, sentado en esta banca, hubo un tiempo en que rocé con aquellos seres de un “mundo aparte” como dice la canción. Y me imagino que usted no ha de saber responder nada y se ha de estar preguntando muchas cosas. Por lo que me adelanto para decirle que sí, tal como lo había pensado, la vida se encargó de llevar muy lejos a este señor que, ahora que recuerdo, ya desde muy joven comenzaron a llamarlo así: “señor”, pero lo peor era que comenzó a creérsela pronto, porque ya no simplemente se decía “señor”, y por eso necesitó de su cielo, de su paraíso terrenal, pues. Y es así que comenzó a tener lo que se dice “seguidores”, y esos seguidores que no eran sino una bola de fulanos como él, con unas ganas inmensas de flojera y mucho dinero, tuvieron que empezar a idear la cosa de elevar tal ejemplo de humanidad por sobre la cabeza de los demás ¿verdad?, pues ellos estaban muy creídos de ese “señor” como de ellos también. Pero, mmm, pues no era todo
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porque a pesar de que al susodicho se le podía encontrar en todas partes, y no precisamente porque fuera “omnívoro”, sino “porque el interés tiene pies”, tampoco era muy simple llegar y decirle, oiga lo queremos para salvador, y mucho menos a alguien como él, que no iba a aceptar así como así, y tuvieron primero que “dárselas”, digo las gracias, por ser como era. Así que, pero mejor siéntese si es que está cansado, digo, sin que se ofenda, comenzaron a tomarle muchas fotos y a preguntarle cualquier cosa que se les venía a la cabeza, nada más para decir, no pos sí sabe, y ay de aquellos que se pusieron en contra, porque ya lo tenían tan bien preparado para esos casos y simplemente no tenía oídos, pero, y aquí viene lo bueno, si usted quiere póngale que existe un orden natural o de plano justicia. Y para no hacerle el cuento largo, y ya que usted comenzó con eso de estar garabateando lo que le digo, el fulano ese que al principio se me olvidó decirle quién era pero, se lo voy a decir… buenos días doña Lucrecia…, comenzó, como le digo y se escucha, como que a multiplicarse, y entonces fueron ya muchos como ese, por aquí, por allá, por acullá; y lo malo era que con esto, cosa extraña, comenzaron a morirse los árboles de un montón de partes, y muchos niños trabajando, y muchas mujeres golpeadas y hartas mentiras que comenzaron a decirse verdades, y muchos títulos y usted disculpe, que viera usted cómo se escuchaban y veían… Y ahora quiere usted que le lleve a dar una vuelta por el pueblo, pero ya cuál pueblo, y quiere asomarse a sus barrancas, pero ya mejor miremos pa dentro, y quiere usted que le cuente cosas bonitas de acá y de sus tradiciones, pero mejor lea usted la nota roja…no mi amigo, una vez que comenzaron a llenarse las calles, las casas, los trabajos de este tipo de “señores”, muchas cosas cambiaron, pues con decirle que de tanto decir una cosa por otra, ya ni se sabe pues qué es qué. Porque aparte, si se da usted cuenta como que hace falta espacio, y eso que el cielo es muy grande, y las cosas están así como amontonadas, y pues, como si la respuesta no la tuviera ya cualquiera, sino que, puede ponerle como quiera, “ese” se quedó con la respuesta ¿verdad?, para que no cualquiera
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pudiera decir lo que quiere o siente, o hacerlo, pues ya todo cuesta, y mucho; es más, me imagino que usted pensará vender esta historia sin pies ni cabeza. A lo mejor yo también ya me enredé, porque no le digo ni una cosa ni otra, y aquí nomás hablándole a usted que ya tendrá ganas de echarse a correr, pero no se crea, porque a estas alturas resulta que los locos son los cuerdos, y los otros pues bien gracias, y los demás aunque no quieran pues se tienen que aguantar, por lo menos mientras las cosas vuelvan a ser las cosas y esta historia pues tenga su historia ¿o no? —Hasta luego, señor y por favor, váyase por la sombrita.
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En el súper con Descartes
“
Soy tan sólo la expresión comercial en el experimento de creación para una personalidad mercadotécnica…”
Registró en la adición de códigos binarios en fosforescente rojo sobre la pantalla de su mente. Luego continuó caminando entre los pasillos del supermercado: las luces parecían animarle con su pleno día mortuorio, perfecto. Resultado de la suma de las consideraciones verdaderas y resta de las falsedades, en proporción con un incremento en el conocimiento, en el edificio vertical, cuyo ojo elevado entraba en conflicto con un genio maligno, cuya necesidad requería el orden perfecto para llevar a cabo su plan. Pagar en la caja registradora con la transacción acostumbrada, sistemática y carente de toda emoción, ante el cromático de tarjetas perennes, tras haber culminado Una brillante carrera. La superación del error, de la duda, de la incertidumbre y el brillo reluciente de aquella lámina blanca, caballos de fuerza en carrocería deportiva ultramoderna. El momento preciso de la hecatombe evolutiva, precisaba el rigor matemático que ofrece la certeza. Esta, como un conocimiento, como una indubilidad, como una fe en el mecanismo racional, mientras cambiaba a tercera, a cuarta y viraba el volante hacia la
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derecha, suavemente, como el deslizar del cuchillo sobre un pan caliente con mantequilla, en aquel restaurante de cierto hotel, donde la última cena de los ilustres (MCR) Mercadólogos Cientificistas Racionales. Rojo La persignación y el rezo antes del crimen Amarillo Habían preparado el atentado para esa tarde y era el momento Por un destino superior, dictado. Verde Esta vez el moler a palos a aquellos agitadores y enlatarlos en tambos hasta la podredumbre, no tenía comparación con tal heroico acto. Ahí, en esa calle, número tal, percibido sin error tal agente, tal clave a la entrada. Desplazar el primer comando, otro a las rotativas, el siguiente a la redacción, uno más a las cajas, el incendio... La certeza.
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La llegada No penséis que he venido a poner paz en la Tierra. No vine a poner paz sino espada (Mat.X.34)
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yer al despedir a Dios de mi casa para que siguiera su camino hacia la noche, me vi de pronto envuelto en la desolación de esta cabaña a la falda de los volcanes. Me hallaba así, sentado y meditando sobre la extraña visita, cuando por la ventana que nuevamente se iba cubriendo de nieve, me asaltó la impresión de haber visto pasar una sombra. Acostumbrado como estoy al furtivo paso de los animales del bosque, volví al motivo de mis reflexiones. Pero el frío me obligó a levantarme para echar más leña a la chimenea que amenazaba con extinguirse. De cuclillas frente al fuego, sintiéndolo crepitar en mi piel y ya confortado de nuevo, atizaba aquellos troncos. A cada movimiento el fulgor de las flamas aumentaba, tal como la insoportable sensación de estar siendo observado. Miré arder el último leño que sostenía entre mis manos, para girar sobre mi cuerpo y sin esperar un instante, voltear sobre mis espaldas… “Llegar hasta esta cabaña, situada en las regiones hiperbóreas del mundo, no ha sido fácil, ni siquiera para un gran conocedor de las provincias más alejadas de este planeta”. Escuché aquella voz, grave como un reproche, como un reconocimiento, como un lamento del viento azotando entre las montañas. Observé aquella pared, la otra, la ventana, la puerta, pero todo eran penumbras. Mis ojos iban de un lado al otro sobre las cosas habituales que en un instante me parecieron otras.
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“Creí que te habías ido”, pude con gran dificultad entreabrir los labios como en un rechinido, para que las palabras se agazaparan en el silencio. —“No eres el único que así lo ha creído”. Y estoy en una silla, de repente a los pies de la chimenea, y luego me observo a mí mismo: me veo recargado a la mesa, se enciende la vela, giran las cosas a su rededor, miro sus ojos, luego los míos, como si el aullante viento hubiera cambiado todo de lugar. —“¿Quieres saber por qué estoy aquí?—”, dijo, mientras echamos a andar bajo la constante caída de la nieve, sosteniendo en mis manos aquella única vela, cuya hoja de fuego inmutable persistía bajo la noche: “Porque me necesitan”. Y como si un motivo pudiera haber existido en tal situación, una sonrisa percibí apoderarse de mis labios; “porque los dos somos viejos, pero esta sonrisa me mantiene eternamente joven”. Entonces miré aquellas dos figuras, cansinas y lerdas alejándose de mi cabaña, rodeándola, volviendo, como dos amigos que hubiesen salido a charlar, para volver a mi lado, y escuchar con terror ya entonces a una sola voz: “Porque no me permiten irme”. Allá, a la lontananza, bajo el signo de la espada, las comarcas incendiadas, el resplandor y el grito de los muertos como sombras que arrastrándose, golpeaban a la puerta, mientras no era posible enunciar un “Señor mío….” el mismo que había ordenado la matanza. —“Se me ha culpado de tantas cosas”—. Y me pareció entonces que su rostro iluminado ahora por las nubes de llamas en el horizonte, se parecía demasiado al de aquel viejo desahuciado que había estado antes cuando en mi cabaña. La vela se había consumido y no me guiaban más pasos que los marcados por un camino que ya no era de nieve, sino de rocas. A punto estuve de sentir compasión. —“Y pensar que se me ha comparado”—, prosiguió la voz, con algo tan insignificante y miserable como lo es la riqueza. “¿Quién querría tener a su servicio a una horda de imbéciles?” Según pude calcular habíamos andado toda la noche, pero
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la luz del sol no se hacía presente, mientras ascendíamos ahora con dificultad por una escarpada ladera, sorteando toda suerte de acantilados, apenas ayudados con las manos ya heridas por el aferrarse a las agudas piedras; los pies apostando el equilibrio al filo de los negros desfiladeros, y el cansancio de subir y subir sin siquiera lograr mirar hacia dónde, toda una noche constelada de lamentos, anticipando la cima, el pico, el breve espacio, el vértigo de aproximar los dedos al infinito, la plenitud, el impasible e incontenible maremoto del viento, y el cráter como calculado, agujero negro, luz, dimensión, el susurro interminable de voces llamando, llamando...
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Hálito He escuchado las palabras de los antiguos sabios, cuyos discursos elogian tanto los hombres. Más, ¿qué son ahora sus mansiones? Sus muros se han desmoronado como si nunca hubieran existido Omar Khayyam
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retensión, el deseo ante lo imposible de llevar a cabo, el recorte de un lado o de otro de algo que de por sí, carece de lados, de sentidos, de figuras determinantes, que no sea el puro devenir aun sin espacio. ¿Para qué? ¿Qué caso tiene el tratar de imponer una forma a lo que por su esencia se escapa de tal empresa? Tiempo, siglos, años, meses, días, esta hora. ¿Habremos de caer en el error de volver a sentirnos tan infelices, por haber nacido sin la necesidad dictatorial como un código de barras, tatuado a “nuestro” destino? Respirar a diario y tocar la falacia, interpretar el teatro de las sombras como la luz crepuscular, que no es sino la de una televisión de madrugada. Se escapa de las manos la materia de este sueño, esta erupción de sentimientos, este caer de lágrimas en las carcajadas al lado de los amigos; la ausencia, la inquietud por el otro, que es llevado como nuestro ser, dentro del vagón no elegido de la mentira de elegir algo o alguien a quien se desconoce, y que le desconocerá por el resto de sus días, para no ser sino una estadística, una cantidad, un porcentaje de la producción. Otra mujer más asesinada. Habría que dejarse mecer una vez más por la “coma” eterna, en la que por fuera todo parece ir bien respecto al Bancoelectrocardiograma Mundial. Inyectarse la telenovela una vez más por esta noche para olvidar que se ha fallado en todo.
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El agujero absoluto se llevará la luz de todos aquellos que no supieron más cómo engañarse. Animalidad que no responde a proteger su propio origen. Perros todos muertos por las calles. Pero, no importa, en serio que no importa, cuando es mejor que no importe en un momento tan importante en que habrán de atacar los ángeles contra tanta imperfección y desorden. Huitzilopochtli, en el hálito permanecerá del mito que no se esfuma. El poder se pretende uncir de aquello que no existe. Las cabezas de cera de nuestros muñecos de pastel, se derriten. Hay un dedo apuntando hacia ti, y es el tuyo. Alguien te observa y eres tú, alguien te habla y… la posibilidad de que te juegues las fichas en la ruleta imantada o montes con dignidad el carruaje de la Fortuna, están ahí, ahí. La noche en que te enteraste, lo mejor fue hallarle el modo, nada te obliga, ofertas bien aquellos encantos que en cualquier lugar fascinan, pero lo peor ha sido tu desilusión.
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Fast Food
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on la “quincena” en la bolsa, después de haber cobrado, ascendí por los escalones de aquel edificio ubicado en el centro de alguna ciudad. A cada ventanal hallado en sus angostos pasillos, iban perdiendo autos, gente, y avenida, sus proporciones habituales, pareciéndome cada vez más insignificantes. Había que sonreír, extender la mano, recibir los billetes y firmar, éste, ahora aquél y mire, aquí está otro. La cadena del hombre libre se extendía un poco más, y una especie de incomodidad comenzaba a ser percibida en aquella mujer que solícita, me pedía de vuelta su bolígrafo, el cual tallaba una y otra vez entre mis dedos, sin escuchar la serie de valoraciones con respecto al trabajo que cada 15 y 30, 31 o 1, solía emitir aquella mujer. Fast food en la pulcra esquina del silencio. Había, antes de entrar al edificio, bebido una coca, una sopa y un hot dog, en 10 minutos exactamente. Ahora apretaba la mano de aquella mujer y apostaba que apestaría a toda esa mierda durante toda la tarde. Al abandonar la oficina, la puerta de salida a unos metros se hallaba abierta, y el sol deshacía las siluetas de quienes cruzaban para arribar a la zona fría de un espacioso hall, o para incendiarse de una vez al pisar el boulevard en llamas. Sin mediar elección alguna y resignado ante la futilidad de ir o venir, de asistir o no al baño de la luz; pues la preocupación primera
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ahora tenía un peso específico en mis bolsillos, percibí el ir de uno a otro los pasos en mis zapatos hacia las escaleras. Apretaba en la mano derecha el portafolios, con la izquierda recorría el pasamanos, y mis amigos esperaban en el piso contiguo de abajo a que cayera mi mochila desparpajada, con todos sus libros como pájaros caídos, y las risas que no se detenían por nada, por nada, mientras continuaba ascendiendo, por afuera del baño de los “hombres”, de las “mujeres”, y podíamos sangrarnos la nariz mientras rompíamos filas en pleno canto a la bandera, y luego retarnos a jugar a la salida, a la salida, sin lograr responder a esas manos que se me presentaban extendidas, como deteniendo la presencia de algo invisible, algo que se evita, que se teme. Los reproches debido a la carencia de esto, de aquello, conocer más al jefe inmediato que…los deseos se anidan en los pensamientos que enseguida buscan su trascendencia, construyen, instauran, implementan, sobre proyectos… la junta una vez más ha concluido (aplausos), el quinto y el sexto piso. Abandoné el cigarro, porque el pulso había decidido no dejar tranquilas mis manos, la tos constante y el alcohol borraba el breve horizonte que media de la tarde a la noche, el amanecer del siguiente día y su tarde y madrugada, cuando es necesario hacer algo, pues, el sudor entre el cual presenciaba la tarde soleada allá afuera, y el colocar un pie y otro sobre estas frías escaleras, “porque si tan fácil era encontrarse con los beneficios de mira, lo único que necesitas es cambiar de actitud, pues eres un buen hombre”, la resistencia que ofrecía el candado que se anteponía a la salida de aquella azotea, no iba a detener a nadie. ¿Qué de extraño existe en el cuerpo desnudo de un hombre? Quizás lo extraño provenga del espacio, el borde, la emoción producida por el vértigo en los espectadores allá abajo. Mira, allá arriba, mira, allá abajo, pero mira que, cómo nos está mirando, pero ¿qué de extraño existe en el cuerpo desnudo de un hombre? Quizás el borde, el abismo…
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Opus A Franz Schubert
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a vibración de la primera nota, como un rumor invisible escondido entre los dientes, me figuraba se había ido colgada de algún camión. Muchas noches, quizás más de tantas, mordí toda clase de notas para hallarla. Pero esas sabían a chocolate, a ron, y mi nota se parecía a no sé qué cosa.
El mar...lo más aproximado.
Echada la cara sobre una mesa de cervezas, asfixiado por el humo de notas consumidas, con un perrito lamiendo mi mano inerte y la trucha dando vueltas en el papel de la pianola, cuyas teclas hacía ir y venir el pianista invisible. Cogí mi sombrero sin más espectador que una sombra de reojo despidiendo mi partida, en el continente oxidado del espejo. Me arrojaron agua desde los balcones al gritarle a mi nota ¡Mi nota! ¿Dónde está mi nota? ¡Regresen mi nota! ¡Falta mi nota! ¡Sólo estoy sin mi nota! La busqué por los riachuelos a la orilla de las calles, sintiendo el silencio agolparse en mi garganta, con el redoble sincopado de mi sinrazón. Para volver siempre con los calcetines más húmedos al cuartucho, en donde las arañas se secretean seguramente sobre mi nota. Arranqué papeles y papeles, hojas y hojas, pasos y pasos, perdí pesos y pesos, y gané sólo la burla de mis amigos. Quedé, al fin,
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en la miseria y en la ausencia de alegría total por mi nota. “Pared mi cabeza, pared mi cabeza, pared mi cabeza”. Pudiera hallarse ahí, pensaba; en cambio, el hospital y su baño frío de trucha me esperaban. Alejado ya de cualquier otra nota, las miraba de luto pasar por afuera de la pequeña ventana. Eché mis dos pies descalzos sobre el estribo del camión nocturno, sin chofer y sin camino. Y lloraba cada noche, sí, por mi nota. Se dibujaba entonces entra la fiebre el País de las Notas, y éstas salían gritando y riendo de las agrietadas paredes, deyectadas por el sol en mi rostro, en el movimiento de las manos de los doctores; por cada reja de cuerdas gordas y flacas, verdes y moradas, entre las que miraba la multitud de notas quebrarse contra los aparadores, y robarse las miradas bajo la lluvia. ¡Querían el mundo, abatir la Tierra, ser las notas incontenibles y puras! Mas la nota fue el zumbido, luciérnaga llamando el último aliento de mis pasos. Nota descubierta en mi corazón al momento de su silencio.
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¡Salúdame al puerto!
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Salúdame al puerto!, le dije a mi amigo antes de que cerrara la puerta de su auto y partiera. Densas nubes se aglutinaban sobre la noche, y las hojas del platanar regadas sobre la tierra, no hacían sino recordar a los habitantes de aquel sitio que el temporal aún podía arreciar y llevarse las pocas casas que había perdonado. Por entonces las habitaciones hervían aunque la lluvia por fuera hiciera estragos sobre los cafetales; mientras que los más viejos se reunían bajo los tapancos para fumar y charlar, sin que los niños pudieran dormir, en medio de nubes de moscos y como presintiendo algo. La madrugada me había alcanzado mientras ascendía río arriba por una lodosa vereda. Confundido entre la oscuridad y lo devastado del paisaje, a pesar de sortear el camino me di cuenta que me hallaba perdido. Extraviado en el sitio al que había desembarcado hace más de una década, sin rumbo sobre la selva que había aceptado jamás alcanzaría a conocer del todo. Encendió las luces del auto, y acelerando se fue en busca del puerto… Había atravesado el patio hasta el techado, hallando mi querida silla, la de primavera, la del cielo azul, la de risas al fabricarla y luego…la niña del puerto, la arena y el mar; la muchacha del puerto, el horizonte y amar; la mujer del puerto, arena en su vientre, su corazón en la mar…
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Un cigarro. El viento era entonces débil y frío, como el susurro de una mujer agonizante, una mujer amada que con su extinción, como una estrella, nunca desaparecería. ¡Salúdame al puerto!, ese de los cuchillos en las iglesias y de las monjas bailando desarropadas en la cantina. Saluda el eco de mis carcajadas eyaculadas cuando en esa calle, en el callejón que mira al mar, recuérdalo. Las botellas iban y venían por el suelo, chocando como dentro de una barcaza mal amarrada, estrellando su coraza con furia. La noche se venía en el sol descendiendo. Lechoso cielo anaranjado, rojo, púrpura, negro. Danzando sobre las muchachas de cerveza, bajo sus faldas naufragando con sus lenguas los marinos, niños jugando, risas y gemidos, gritos y carcajadas, el oleaje. Siempre fui un barco mal amarrado cuando en los puertos, por eso no estaba en la iglesia, yo estaba fumándote desde un balcón cuando las cervezas y los marinos, y carcajeaba desde mi verga mientras una mujer. La noche se venía en el sol, yo me venía en su boca, él se venía dentro de ti. —Pareces cansada, amor —Te amo —susurraste. Te estreché contra mi cuerpo, sin ninguna separación, sin alguna rendija por donde escapara el mar envuelto en una gota.
—Mañana te irás nuevamente.
Comenzaba a llover, cerraste los ojos. Dentro de mí el temporal iba arreciando.
—Mañana al amanecer —respondí.
Parecías no comprender nada. —Hasta mañana…
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Pensaba en el veneno de tu cena, sabía lo que había de hacer. No imaginaba el veneno de mi vida.
¡Salúdame al puerto!
La sal de todos los mares me supo a su búsqueda. No podía permitirle que se llevara tu piel en sus manos, tu sexo en su boca. Así me fui haciendo viejo, soñando en todas las veces cuando yo ausente, cerrabas los ojos para verme a mí, mientras las olas se revolvían. Yo en el mar, en otros puertos mal amarrado. Yo, incrédulo, hoy bajo este techado, amarrado a mi silla, hallado después de todo por él, que me ha encontrado, mientras la lluvia continúa cayendo en este pueblo tan cercano al mar.
¡Salúdame al puerto!
Pensaba en el veneno de su cena. No imaginaba el veneno de mi muerte.
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Suspendida
S tuosa.
I uspendida en la estación de la utopía, anhelando descarriar al último falo anaranjado de la última madrugada. Abrigo rojo ciego a las lluvias, abandonado en medio de la calle más tumul“Me gustaría que te quedaras, pero sería mejor que te fueras”.
Se perlaban entonces sus ojos y se ofrecía mansamente a esa raptora de cuerpos, de almas. Su latente región una esclava halló por reina, desdichada por la muerte de sus amantes por la estupidez ahorcados. Cuando la lluvia caía, sin dejar nunca de caer, una canción lejana llegaba, maldiciendo a la noche y a la lluvia, repitiendo una y otra vez Te Amo, pero tú no dejabas de vomitar dentro de ese baño azul de hierba y cristal. “Toca el alma de la fiesta invisible, la salida está en este cuento, clavada”. Visión inmediata de vías férreas: dos, girando, cuatro, subiendo, abriéndose, cayendo, llamando con el nombre que más te gustaba de niña. Ahora te veo llorar, porque tu sonrisa ha sido la primera en saltar y huir por ese lúgubre túnel, ardiendo en cada tubo de neón morado, “como palomita de cama en cama”. Ya no hay zapatos en la estación, retenciones, pretextos, obligaciones, castigos que malogren esa decisión de inmolarse a causa de
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la falta de sustancia, de éxtasis, de vida a falta de un cuerpo capaz de completar esa tu pasión. Un ser lo suficientemente poderoso, como para soportar los excesos que tu naturaleza requería. —No somos del molde de tu Creador, el patíbulo es justo. “Escupe, anda, hazlo…” II Érase que se era una hechizada reina, instinto sin nombre, prófuga esclava de sí, flor de dulces espinas, espejo lunar en que embriagaste a tus niñas. Una noche cuando las manecillas descararon su ausencia, absurdo fue buscarla entre los ahorcados, inútil recrear su presencia en otra, terrible el gritar de su nombre por las calles vacías. La puerta entonces, deshacerse en el humo para encontrarla, haciendo levitar la botella hasta el alma de la fiesta invisible, arrastrada por su neblina. Los labios Te Amo contra Te Amo el Te Amo suelo Te Amo reventándote… Y ahí viene el presentido falo anaranjado por descarriar, envuelto en su eco tenebroso, cíclope subterráneo, saeta eléctrica, consuelo de los afligidos. Una lágrima que llora sobre la línea amarilla, sudando el frío de concreto a punto de caer. Prensada por las manos de un policía tu cabeza se duele, retuerces tu cuerpo, forcejeas con angustia, porque te quieres ir, de una vez y para siempre, pero las llantas debajo de aquel furioso acero y el golpe.
Veinte años a prisión. P.D. Angelita, recuerda, que alguien aquí afuera…
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El adivino
A
la orilla de nublada alberca, torturada por la aflicción, ella plasma desconcertada su dolor, bajo un soplo de satín que con deliberadas caricias se insinúa sobre su desnudo cuerpo. Al igual que la navaja de dos filos prensada por su lívida y tersa mano, una lágrima roja hiere escurriendo. En oculta luna menguante, el cielo somete a sus ojos y le obliga a hincarse, llevando sus manos al pecho, manchando sus contornos con sangre. ¡Lluvia! ¡Lluvia! ¡Lluvia!, clamaban los insectos que ya en resplandores de acero se anticipaba. Se contorsionaban en el viento los sollozos que revueltos infundían aullidos. Aquel retazo de locura en su reflejo ensimismada, se convulsionaba al ser electrocutada por los alambres de sus crispados cabellos. Vomitaba más que gemir todo desasosiego, promesas interminables. La dicha irrepetible de ese magnífico ultraje que le inició sin saberlo en el fatídico viaje de su amor. Volvían a arder aquellos susurros ensalivados, murmurando como en esos días felices una desdichada premonición, burlando cualquier instante de brillo, para separarla de todo, sumergiéndola entre ansiosas sombras que la llamaban quedo, muy quedo. Quebrado por la lluvia su espejo, irreversible ante su temor, cegó con sus párpados su vista, elevando el metal a la altura del cuello para deslizarle con fuerza, a través de ese callejón inundado de ocaso, vertiéndose hacia la turbada avenida de su cuerpo.
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Un furtivo torbellino arrancó su vida, y empujada por el vértigo a la fosa acuática hizo entrega de su endeble materia… Así narró el adivino y abrió los ojos al silencio fijado por el asombro de su joven escucha. Un repentino atardecer borró sus rostros de aquella mesa de caoba pulida con esmero. En el pecho del mancebo, hincaba sus dientes la serpiente de la angustia, cuando un crujir de la ventana sacudió de golpe aquella órbita inmaterial. Ensombrecerse las paredes observó el adivino, mientras el deslizar de una silla chilló sobre la esplendida superficie de mármol. Andando hasta la sala en donde un callado ventanal, para estrellar luego el silencio tras el portazo de su habitación, se dirigió nuestro promisorio abogado. Permanece mientras tanto el adivino frente al ventanal para gozar del refulgir de la penumbra, el arder de las moradas bugambilias en los arbustos y del angosto camino de piedra, perdiéndose hasta la alberca. Enseguida vuelve su rostro hacia el cuarto donde desapareciera el otro, llega hasta su puerta, gira la perilla, abre y se introduce con una calma incierta. En el sitio le espera ya una pistola apuntando hacia su pecho. Impasible el adivino recibe el primer impacto explosivo; en tres tronidos de eco muerto cae hacia la alfombra. Insinúa una sonrisa en su muerte el adivino. Alguien apaga ahora el televisor.
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Tienda
Al Chino, en donde quiera que se encuentre
C
ómo burlas a quien detrás del mostrador se jacta siempre de ser quien conoce el misterio de todas las vidas. La mayoría de las ocasiones un visitante que se quedó pensando que visitaba, y al jalar el peso de las cortinas, suspira observando la fila de las luces ámbar en la avenida, resplandeciendo tras el vaho citadino de flores desvanecidas con aroma a refresco. El hambre suele ser excelente discurridora, apresurada y aguda, al ¡toma y daca!, ¡uca uca! de los dados y las corcholatas hechiceras; buqué de los años que patean la rutina, llenándola de “amigotes”, en la importancia de sentirse “en el asunto”, para lograr saciar con sardinas el ansia, el desvelo, el mareo sobre el carro de la Fortuna. Aquellos borrachos con sus mujeres, desquiciados entre edificios de vidrio, disfrutando la caída paradisíaca, mortal, que les permita olvidarse de la cuadratura de las monedas. Nos conocen, los tenderos nos conocen a cada uno de nosotros, ¿lo dudas? Saben que te has peleado con tu mujer, conocen a tu novia, a tus hermanos, a tus padres, aun muertos, pregúntales, hazlo. Como una pequeña gotera van dejando caer sobre su libreta, cada momento en que tienes que ceder ante una exigente situación. “Estúpido rosario de sonrisas”. Aceitunas al fondo de la copa de vinagre, lenguas reptando sobre los desiertos de dulce. Amos del humus de la noche, conspi-
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radores, goliardos de trastienda. “Hoy no se fía, mañana… nunca se sabe”.
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Antena
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ace ya días que mi antena ha permanecido apagada. Aquella luz roja, breve, palpitante, destellante, por ráfagas perpendiculares ha sido quebrada, por el mitin rutinario, sin escucha, sin sentido, en zigzag arrancada por las manos congeladas de un amanecer colérico, triste, multitudinario de días y días, coagulados, espesos de gente. Y extiendo mi estructura corpórea hacia su insomne columna callada de fierros, para exigir la señal, el rayo, la gota parpadeante y luminosa del cosmos vital e indiferente. Luego vuelvo a las dilataciones neuronales, migraña de los días amarillos, insertado en la bifurcación paulatina y asimétrica en el orden estereotipado de los patrones, de los salarios. N
A E N A ¡!
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T
Felicidad al vacío
S
í, yo lo vi cuando brincó de esa camioneta de la lechería de un salto, mientras ésta todavía no se detenía, para dejarle las dos botellas que sostenía una en cada mano, a la señora del 6. ¡Como lo dije, la camioneta no se detuvo! Será porque la iba manejando Juan, quien en sus tiempos de juventud fue un peleador callejero, y no un chofer que digamos. Pero yo lo vi cuando brincó, y luego mi estómago dijo: “se va a dar contra el suelo, las botellas se romperán y le van a herir las piernas, los brazos, hasta la sonrisita de niño”, ¡pero no! Despide chispas en el espacio tras abandonar la punta de sus zapatos el frenillo de la camioneta, para dar una maroma con los brazos extendidos, con sus dos turbinas de leche, luego, amoldando perfectamente su espalda encorvada contra el asfalto, gira desde su centro para volver a ponerse de pie. Sin esperar aplausos ni mucho menos, pues sólo los gatos de la azotea y yo lo mirábamos, pero me di cuenta de que las nubes que se asomaban por los balcones se pusieron a reír, y yo me puse a llorar, porque “la felicidad es algo muy triste“.
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A cada rayo, mayo te espera Quiero amar en ti eso que te falta, eso que te sobra, para estar enamorado siempre Arqueles Vela
A
spiro la humedad de los edificios en construcción, la lluvia ennegrece sus paredes de cemento, oxida las agujas de sus castillos que se elevan, clavando los aviones que comerá el gigante espontáneo del viento. El neón de los controles de viaje resplandece en mis pupilas y aterrizo en la base de tu planeta: ignoto, lejano, arcano y sonrisa. Cada mayo contiene una época, un éxodo, un reinterpretar la vida. —Soles, estrellas cromáticas, tachonadas sobre el negro asfalto de aceite, caído del motor de los cohetes, en su velocidad de cometas incitando a la peripecia de la existencia. Cada mayo la lluvia nos arrastra en su río de truenos, resplandores humanos. Y con la falta de gravedad de un diente de león, erizo marino que entre el espacio flotase, así me muevo yo en ti animado por las olas magnéticas de tu cuerpo. Cada mayo la flor de la tormenta nos ofrece sus gatos, y la infancia se nos devuelve.
—Alas de murciélago son tus besos que asaltan el cine en
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donde abrazados al suspenso de nuestro equilibrio miramos la película sin pantalla. Cada mayo rayo cada mayo rayo cada Esa piel constelada en espiral por la cual te bebo a ojos cerrados, como se sorbe la carretera, el camino, ésta, aquella morada, ardiendo, siempre intensa de frenesí, como la madrugada en una taza de café, vislumbrada entre el humo de tu espera.
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Un gran silencio
U
n gran silencio se había extendido entre mi existencia y la de otros, mi niñez había padecido el rechazo, la humillación y la ausencia de significación de mis años escolares. Cada mañana de aquel entonces ya anticipaba en mi interior la certeza de la necesidad de habitar el vacío cósmico, blandiendo la lanza quijotesca que tanta tartamudez anteponía entre el universo estructurado y mi caos interno. Por entonces la crueldad infantil me había iniciado en el Mundo, como se es iniciado en la trascendencia de la propia vida: padeciéndola. Hube de despedirme, con toda consciencia y ritual —que lo realicé—, del mundo infantil, puesto que era necesario, antes de tiempo. ¿Necesario, por qué? Siempre sé cuando es necesario partir, como si obedeciera a ese algo improbable, pero necesario, extrañamente necesario. Posteriormente, sentado en un kiosco morisco, la línea de luz cedió a la sombra. El abismo cósmico se estaba tragando mi adolescencia y en ese preciso instante yo me daba cuenta de ello… los viajes constantes, el hambre, la confabulación risa-llanto, exceso, deleite, desliz, delito, madrugadas, y Amor, y con éste la caída en las llamas de un conocimiento capaz de mantener el corazón congelado en las regiones del averno en las que otrora el dominio de la más ingenua
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belleza, mostrara la faz sonriente de un demonio conocedor de su aparente extinción. De su melena de león, el desierto en fugaces y minúsculas estrellas se desprende. Dunas de un duro sendero que con maestría va conociendo de Dédalo su artificio. Se es el propio creador de su fórmula. En la palma de nuestra mano dibujamos nuestra muerte, tal como desdibujamos la vida. Se puede huir de la apatía en el mundo, mas nunca de la indiferencia del universo. Hace el hombre su andar e inmortalízase entre quienes lo aman o lo odian (el dialéctico ser occidental), y luego se vuelve algo menos que recuerdo; el numen se concluye en sí mismo, y el poder se reabsorbe para desaparecer por eras en la eterna invención del universo, en su eterna ficción, para que sin más vencidos o vencedores, brindemos por los afanes que, por los siglos de los siglos nos hemos empeñado en considerar nuestra vida: realidad, creencia, ambición, amor, poder, tristeza, alegría… danzando desnudos en torno al Gran Cabrón, ebrios de cualquier cosa, empecinados en cargar con nuestro cadáver y mostrar los dientes al frío de la noche que a cada gasto, termina hurtándonos más que el pago por cohabitar oxidándonos juntos los unos con los otros, los otros sobre unos, los todos sobre los todos, los ninguno ante la paz del amor más justo y profundo de una fosa sin fondo, cuyo contenido son imágenes, escenas de un drama representado en la mente, sintetizado, sistematizado, reelaborado, como el único fin personal de salir de sí mismos, de abandonar las cavernas de los ojos, de aligerar el esqueleto, de hacer reír, de reír, de reír y morir.
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http://www.lasombrasfurtivas.terror.666
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<Yo no quiero enamorarla>> <¿Entonces?>>
Sergio colocó la flechita en cerrar, y como estaban levantando las cortinas de los bares de enfrente, a donde algunos clientes ya llegaban, miró las manecillas de aquel reloj y echó a andar, como dirían los románticos, “sin rumbo”. (Escenario en tinieblas, música caótica, cruces incendiadas). ¿Qué tiene que ver la cocaína con la lluvia? —Líneas y líneas y el frío que no se siente, el entumecimiento, los flashazos mientras se acalambra el cuerpo, en zigzag carcajadas doble ron con coca, cigarros, chelas y calles, corriendo, temblando... ¡despierta, Jorge! Y Sergio le chasqueaba los dedos frente a su mirada tiesa. ¿Ya quedaste con los demás para el ensayo? Jorge sabía que aunque pretendiesen seguir, todo aquello no conducía a ningún lado, pero contestó, mientras se estiraba para extraer de su “ataúd”, su guitarra —¡que sí, que ese cabrón, que la batería, que iban a subir por la noche a la casa...! Del centro del pueblo tenían dos opciones, o subir por enfrente de la casa del baterista, mirar hacia arriba, hacia el reloj del
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cerrito, la hora fija de siempre, de sol, de luna, de cabeza, de estar o no estar, de verla o imaginarla, o caminar por un costado de la Presidencia, camionetas negras de policía, la casa del maestro, la tienda.
Todo empedrado.
Alguien robó alguna vez el billar de la esquina mientras éste se hallaba cerrado por la noche; el reloj del cerrito se comía a algunos por años dentro de su torre, las bolas fueron ocultadas por un tiempo, y los devolvía luego idénticos, mientras el demás pueblo había envejecido, pero los “tacos” hallaron dueño enseguida. En realidad era un lugar apto para incomprendidos.
<<Vas demasiado rápido>> <<La vida es, en sí, un fracaso>>
Iba a buscarla a la parada del camión, caminando empapado bajo la lluvia, los dientes bien apretados y entumecidos, los pasos duros, certeros, los brincos largos y la mirada tensa como la primera cuerda. Iba a esperarla a un jardín, a un centro comercial, a una estación del metro, bajo el quicio de algún edificio, a la sala del cine, y la lluvia se le metía por la boca, la chupaba con su lengua, se la tragaba. Y se rompía siempre la cuerda. “¿No olvida usted algo?”, como si uno pudiera recordar lo que se ha olvidado. Dos cuerpos flacos y desnudos sobre la cama, la TV encendida, Ozzy Osborne. Eleva sus nalgas, ofrece su coño, como una boca de payaso sangrante, y da la bienvenida al cañón de una pistola, cargada, fría, con el gatillo nervioso, que se acomoda, entra, sale, entra, sale, mientras el dedo insiste en el acero. <<Volverá a llover>> <<Ir o no ir es lo mismo>>
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Cruz en llamas, ojos amarillos, la sucesión de las personalidades; no era el amor, pues ¿a quién le importa el amor?, el “amor” suena como a Dios, como a Estado de Derecho. “Buenos días” (chupando su verga); cómo la amó entonces, cómo se cogió al sueño con la realidad, mientras ella, no sé si le amaba.
<<Venirse en su boca>>
Jorge no comprendía por qué Sergio parecía no querer ser un héroe. Habían quemado la cruz, todos ebrios en el patio fangoso de aquella casa vieja, en aquel pueblo, y el muchacho aquel amarrado a la banca de madera, con las nalgas al aire... pero él parecía no querer nada.
<<Un fracaso en sí>>
No se trataba de enamorarse, ni de pretender inmortalidad, ni de jugar, ni de aburrirse, embriagarse, correr escupir blasfemar gritar odiar golpear; sino tocar. Y luego aquella muchacha morena, que escondió su color bajo la mortaja pálida de la luna llena. Sergio no comprendía por qué Jorge no se detenía a pesar de saber la falacia de seguir adelante: “Toda intención como una sombra de lo que aún no es definible”. <<“El agua en el agua”>> Puede Jorge correr hacia arriba en el pueblo y llegar hasta el panteón, para esperar a los tres días la resurrección de aquella pálida muchacha. Podría Sergio abrir por azar la puerta de la torre del reloj del cerrito y volver dentro de mil años.
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La puerta
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e encuentro vigilando la puerta que viene desde el jardín que se extiende lejano, porque presuntamente llegaría cuando Dios me hubiese llamado por teléfono al ver cómo me iba yo sintiendo cada día más cercano a mí mismo, pero al mismo tiempo iba considerando cada ocasión en que hablaba conmigo tan comprensible como incomprensible por el hecho de que cada mañana me echaran a vagar por las calles, caminando tan aprisa, teniendo algo que hacer, algo, algo, pero, como sentía el calorcito del agua cayendo hacia mis pies por mis piernas, luego ya nadie más que yo me hablaba en las calles rojitas y azules y negras, hasta que me quedaba sentado en la parada del camión, y, tampoco bajó Dios de los trenes mientras que yo estaba realmente esperando, mas luego me dijeron algo que yo no sabía bien, porque, pero, tenía que dejar de cuidar a mi hija y alejarme de mi esposa, pues, él sólo alguna vez cuando me desmayé antes de ir a la primaria se me apareció entre las estrellas y me puse unas vendas en los pies para que no ensuciara la calle, porque no me gusta que los niños las miren con mis manchas de perro y como mis pies huelen feo mi mujer me iba a matar, cuando yo sólo lo que quería, mientras, durante una noche caminaba por unas calles en donde en una fuente se bañaban los lobos era que me creyeras, aunque luego ella también se fue, y la otra igualmente, y a mi mamá yo le conté quién había sido el que había comprado los cigarros para
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f
umárselos en el patio de la escuela, atrás de un puesto de periódicos, y luego ya no importó cuando decidí no volver, sino hasta que hubiese hallado el camino oculto para mí. Me levanté corriendo de las escaleras que conducen al interior del hospital, ya que deseaba ver brotar de mis venas la luz. Todo esto, bien lo sabemos es un experimento, el hecho de que se hayan escrito tantas páginas para justificarse así lo evidencian.
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Vergüenza
A
gachada la testa, las estrellas esperando ser vistas como antaño por el otrora adolescente que volvía de madrugada a saludar después de hace tantas noches a su cama. Esta especie de vergüenza por existir, esta característica culpa subterránea sin motivo aparente alguno. Los rostros sucediéndose camuflados tras los anuncios miles de se vende, se vende, se vende, ¡qué pena! que pena de esta existencia que no levanta la testa y mira como aquellos animales que embisten más que con miedo con coraje. Ni siquiera publicar ya, no creer ni siquiera ya en eso, el status quo ha cumplido bien su trabajo, un oficio sin beneficio y la vergüenza metafísica por existir. Lo que va ocurriendo de la muerte del joven hasta su vejez, será ya la pura invalidez y estupidez. La conformación de lo que venga de ahora en adelante, no será sino el llenado del formulario de la sociedad comercial, establecida, y, si acaso se diera que el ímpetu ganara sobre una sinrazón disfrazada de razón, la cárcel, señores, el manicomio, cuando no el suicidio… ¿Y qué, ahora, hacia dónde se va? ¿Tiene realmente de ahora en adelante algo, algún verdadero sentido?, ¿no nos engañamos a diario como unos cobardes? Conocemos de la falsedad de cada una de nuestras palabras e intenciones, y, sin embargo, continuamos
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luchando contra los molinos de viento. Las estrechas y sucias calles nocturnas presencian la andanza de Hidalgos, Sanchos y Dulcineas que vuelven de su chamba, afianzados Ăşnicamente en la esperanza de su locura.
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Pinche Dios
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amos a la iglesia mis padres y yo. Me acompaña un amigo. Nos llevan a la fuerza. Hastiados y aburridos nos miramos a la cara con gesto de desesperación. Nos obligan a sentarnos en la misma fila que ellos, hasta adelante. Mi malestar es nauseabundo, como antes de pegarle a la piñata, cuando te sientes mareado de tantas vueltas, ciego, y con ganas de vomitar. Aparece el cura, sube hasta el estrado, obliga con una señal invisible a que todos se levanten de sus asientos, pero yo no obedezco; se persignan luego antes de hincarse, y tampoco lo hago. A través del reojo observo a mi amigo atender a todo lo que ese espécimen ridículo dicta, y cuando vuelvo la mirada me responde en silencio con los hombros un “ni modo”. El público ha vuelto a colocar ahora sus nalgas sobre la fina y dura madera, entonces me levanto, solo, el único estando de pie aparte del cura. Me veo enfrente de él y de todo aquel escenario cruel, doloroso y sangriento, (descubrir que esa sangre no es de la piñata, sino de tu cabeza). Trepando y chupando por el cuerpo de los muñecos, la cucaracha, deteniéndose por entre las órbitas de sus miradas sumidas, secas, y sobre los labios desteñidos de las enlutadas y deseosas vírgenes de negro…
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Ahora nos da la espalda, lleva sus ensortijadas manos hacia una pequeña caja de oro. ¡Pinche Dios!, primero, tan doloroso como quien hubiese sido mudo durante toda su vida. ¡Pinche Dios!, como una ola de fuego expulsada ante mi propio temblor ¡Pinche Dios, pinche Dios, pinche Dios, Dios no existe, pinche Dios! Y la soledad se ha rebelado para mí, en medio del asombro de los buenos parroquianos. La cucaracha ahora ha detectado con sus finas antenas la presencia de un trozo de comida, olvidado entre los juguetes, sus mandíbulas babeantes se abren y se cierran mordiendo mientras parece estupefacta, como en una compulsión destructiva, casi rencorosa. Por debajo una mano, cuya tibieza y rugosidad le han parecido a ese niño las de un gusano, le han extendido un rosario, como si hubiera de salvarse a sí misma por tal acto. Ahora observemos al amigo sentado a su lado: cabeza gacha, y un oscilar de tenues voces que van adquiriendo en sus oídos la forma en el frío espacio de una abeja gigante. ¡Pídele perdón a Dios! ¡Que le pidas perdón a Dios! ¡Que le pidas perdón a Dios!, y luego un pellizco en la pierna; el niño casi cae, pero logra sostenerse. A través de una pequeña rendija, que se abre entre la pesada pared de piedra, tan fría y oscura como el lugar en el que me encuentro, puedo apenas mirar los amaneceres como una agonía que se extiende hasta la pira funeraria del sol. Ahora soy llevado a rastras y chocando por entre los estrechos pasillos retorcidos, hasta sentir convulsionarse mis músculos luego de cada nuevo azote. Al pasar frente a la reja de una celda de aquel largo pasillo, he visto a una muchacha que hace tiempo en otro lugar, quizás ahora en otra vida, había sido mi vecina. La miro ahora arrumbada sobre sus líquidos, pariendo pequeñas bestias que rompen violentamente los dilatados labios de su herida. Algunas de estas minúsculas y deformes bestias arrancan con sus colmillos los cachos de carne por mamar de sus lastimados pezones. Sus ojos se hallan en blanco y su piel tiembla
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y suda, sin detenerse en parir y parir uno tras otro estas pequeñas bestezuelas. Una gruesa y desnuda mujer camina de lado a lado de su estrecha prisión, apenas iluminada por innumerables velas encendidas entre los recovecos a manera de nichos de su mortuorio santuario. La mujer en su ir y venir angustiado, musita algo, con la cabeza baja y carente de cabello, herida por estocadas de numerosas ceras encendidas sobre su cuerpo. Al fondo de la celda la figura de algo que pareciera ser un hombre, quien a sus pies ha colocado sobre un receptáculo hecho de piedras a manera de mortero, el falo del que se ha despojado con las uñas, como adorándolo mientras en una sonrisa de éxtasis la gracia parece haber sido su nefasta inspiración. Así, el agonizante camino prosigue entre caídas, golpes y descargas eléctricas, descendiendo cada vez más a través de escenas inevitables, tras las interminables celdas; padeciendo el hedor que me desmaya y la falta de oxígeno que casi detiene por completo nuestra respiración. El cuerpo bajo un constante sometimiento de golpes se adormece; como si la tortura guardara una insoportable sensación de aliento; como dejarse devorar de una vez por todas. ¡Pinche Dios, pinche Dios, pinche Dios, Dios no existe! Es el último grito que escucha antes de estrellar de una vez por todas, su cabeza contra el muro de piedra de aquel recinto.
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“Ella lo sabe”
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uelo, últimamente mostrarme escéptico hacia todo, sean comentarios, sean muestras de cariño, como suelen llamarle, y hasta del paso de los días… Se refiere que uno de los grandes casos en la humanidad es la muerte de la madre, el asesinato de la madre, el sexo con la madre. Suelen comentarse muchos casos, por lo menos desde los ángulos existenciales desde los cuales cualquiera ha podido experimentar, así como a la luz de algunas veladoras llorando su cera, al igual que por las calles y por los departamentos y por las casas…y, para qué referir más. Sin embargo he de narrar esta historia que ha tenido lugar en una de las calles del centro de una de las colonias más transitadas por los espíritus. Aquella anciana que usted deberá conocer, por representar en todo tiempo el alma de toda una historia, un lapso por ridículo que parezca, de pronto ha muerto para una joven que alquilaba un cuarto de hotel en el centro de una ciudad, y en una noche de aquellas en que las luces se estigmatizan azul rojo, rojo azul, dos jóvenes muchachas, una de ellas muy creyente, la otra no tanto como en sí misma, vuelven desde la alberca donde cervezas: ya platicando, ya con ganas de orinar de las carcajadas que no pueden oírse a causa del estruendo que arde en la alberca, ahí abajo. Abren las puertas de su bungalow y miran, a fuerza entre lo más oscuro de aquel pequeño departamento, apenas
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arrastrarse sobre el aire, la figura de una anciana de chal rojo y trenzas largas como de rayos que furtiva se oculta en una de las habitaciones, instantes tan sólo antes de encender la luz y salir corriendo rumbo a donde la mujer del administrador. El sendero que sigue aquella joven, pues su amiga se ha quedado muerta en la puerta de la casa, es negro, negro y azul, negro y rojo. Las piedras de aquel camino arden y las observa tan perfectamente ordenadas cómo se pierden en el sendero que va hacia la alberca, hasta después perderse en el paso de las bugambilias que no dejan irse con su estridencia de pétalos a la noche. Golpea mil veces la ventana de aquella casa en donde se encuentra la mujer del vigilante. Ésta se exalta, el corazón que late debajo de su seno observa cómo unos ojos inyectados de sangre apartan con desesperación la pesada cortina tras de la cual ella duerme con sus hijos, mientras su esposo girando en el sopor de la cerveza (duerme en la habitación contigua), mira volver a su padre como una bala perdida en una pesadilla. El miedo le brinca a la cara, pero ella sabe, “ella lo sabe”. La situación la lleva a buscar a tientas la orilla de su cama, y luego de tocar el suelo sale a tratar de despertar a su marido:
—¡Ehh! ¡ehh! —yo tampoco sé qué pasa—. —La vieja está metida en el cuarto.
La joven está sudando, no puede mantenerse quieta, tiembla, habla de prisa, dice que ha visto a una anciana dentro su cuarto y que las ha regañado, con ira, con sus ojos ardiendo de sangre. Y la otra mujer “lo sabe”, pero no se los había querido decir. En todos los departamentos de nuestra vida se cometen orgías. Cada vecino es un violador, cada monja una prostituta fracasada. El extrañar a quien ha muerto, es como extrañarse, al fin de cuentas, a uno mismo, ¿qué va a ser de este pobre diablo?, ¿qué va a ser de esta putilla, de aquel cabroncete, de este primer mundista, rock star? Y encienden veladoras, el dolor y la hipocresía…
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En este tipo de crímenes en los que permanece algún alma en pena, es sencillo deducir más de un criminal. El criminal suele actuar por sugerencia de su”otro yo”, de su ego: ¡Hazlo! ¿Por qué no? ¡Pinche cobarde! Por lo tanto, tiende a actuar obedeciendo más a su naturaleza histriónica que a una orden de nivel superior, en donde podría hallarse, por ejemplo, el dinero. Pero, dejándonos de disertaciones que a nada conducen, la anciana en este instante ronda ocultándose por detrás de la mujer a la que han asistido a denunciar aquel espanto.
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Tócame
Desprende óxido al olfato en la atmósfera, y frío que asciende hasta la nuca. Los pies tropiezan y se hunden. El cuerpo es guiñapo sobreviviendo al vacío desequilibrado de la mente. Al toparte con él. Bajo la luz muerta al final de la calle. Duro, entre la sombra, mirando al suelo O por el filillo de sus ojos. Acechándote
H
abito recién en este pueblo, a mitad de esta angosta calle. Fui profesor de inglés hace algunos años en una escuela primaria; estuve casado con una nefasta mula; pero todo eso quedó atrás desde que llegué aquí, en donde mis días se reducen a recibir a algunos niños por las tardes, a los cuales doy mis clases, francamente aburridas, sino fuera por las niñas, especialmente una, la más grandecita, que acaricia y carga a mi gato entre sus piernas, sobre esa falda de rodillas inquietas y formadas por el subir y bajar de las lomas que nos rodean.
Una…dos…tres…cuatro…cinco…seis.
Las campanadas de la ruinosa iglesia sonaban mientras dictaba tediosas oraciones a un muchachito llorón. Me extrañaba esa tardanza. Ella solía ser muy puntual. Toc…toc…toc Me sentí aliviado y salté corriendo para abrirle…tan sutil, menuda, brillante, y en su vestido blanco asomando la adolescencia…La hice pasar de inmediato al comedor, mientras el chamaco ese guardaba sus cosas.
—¿Te vas tan pronto?, pregunté, simplemente por fastidiar. —Es que ya es bien tarde.
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Luego, como quien tuviera temor de conjurar algún maleficio, prosiguió —…es que….es que le saco encontrarme con la sombra. —¡Qué sombra ni qué sombra, puros cuentos! —¡No! Atajó el pequeño con un esfuerzo contenido por no transgredir el límite con la autoridad. Dicen que sí existe. —Pues yo no he visto nada, ¿tú la has visto? —No, pero me contaron… —Ándale, sí, ajá, y me saludas a tu mamacita. Salió sin volver la mirada. Entonces recorrí con mis ojos aquella imagen, estremecida por los nervios. —¿Por qué llegaste tarde? Escuché sin atención que su papá, que su mamá, que el dinero, que no sé qué. Así que invitado por el calor de sus breves senos, la abracé, para acariciar en un ondulante masaje sus hombros, como se entrega al mar de una playa virgen. Enseguida le preparé un té y se lo di a beber mientras preguntaba ¿qué vas a hacer? —No quiero regresar a mi casa —¿Y si vienen a buscarte? —Les grité que me iba con mi abuela. Cuando terminó la taza estaba más tranquila y me dijo que iba al baño. Yo estaba nervioso, confundido, excitado. ¡Tenía todo!, menos el valor que me faltaba. Tanto tiempo soñándolo y hoy se me había vuelto realidad. Abrí la alacena y saqué una anforita de tequila que bebí hasta el fondo, encendí un cigarro y entre el fuego la vi volver con el cabello y rostro mojados. No me contuve y le dije que le mostraría algo que la alegraría. Cruzamos el pasillo hasta mi cuarto. Encendiendo la luz polvosa de
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una bombilla la dirigí por las caderas hasta la ventana al pie de mi cama. Contemplamos la noche y me deslizaba como serpiente sobre sus trémulos contornos; la pared y mis manos la sometimos. La ventana cual húmedo vientre en cada encendido vaho reflejaba nuestros rostros. Comenzaba a moverme bajo su falda… la respiración se entrecortaba… una luna de sangre estaba a punto de estallar, cuando ella se liberó de mis brazos en medio de un lamento. —¡Maldita chamaca! —grité entonces sudando, pero ella salía entre el pasillo…seis…llegaba al comedor…siete…abría la puerta… ocho…corría tras ella mientras las campanadas sonaban las doce. Corríamos la larga calle y no podía alcanzarla, en la esquina había alguien, pero no importaba, comenzó a faltarme el aire, a quemarme la respiración; un sudor frío escurría por mi espalda, y no podía verla ya, sino a esa sombra subir y bajar como mis pasos que se hundían, que tropezaban, que caían, por esa calle convertida en un abismo por el que me perdía. Pensaba en ella. —Yo no estoy muerto, no estoy muerto, tócame. La niña come su sopa.
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Aquí Eras el Sol descolorido para la tarde de T.V Jim Morrison
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o hay nadie aquí, a nadie me debo. Recojo las migajas del sueño. Me siento sueño de muerto. He vivido de mí, he vivido para mí, vivido desde mí. Ahora vivo conmigo. Cada sábado viajo a un pueblo cercano. Abordo el camión que me llevará desde sus manchas de luz de la mañana entre ventanillas sucias de autos y aquellos diableros que en el mercado acarrean las primeras compras hasta el destino marcado por la raya de la cadena alimenticia de todo aquello comestible, vendible, traficable. De unos meses a la fecha he jugado mi papel como profesor: de español, de historia, de literatura, de ortografía, de lógica, de filosofía. Y yo también sé que este país es masticado entre carcajadas de payasos que se ahogan con su propia sangre. Tezcaltipoca ha llamado por teléfono a su hermano, y él ya ha llegado; el sol se prepara detrás de las nubes, y Tláloc limpia con su intensidad toda pretendida imposición. Mi mujer a veces me odia, otras parece amarme. Mucho gusto, habito el siglo XXI, por una fatalidad del destino en el aquí que tú imaginas. Las campanadas provenientes, 2, 3, 6, 12, 13, 14 horas desde el Palacio de, no, no fue nada cortés, al contrario, sus fantasmas hieren aún con sus espadas nuestros costados, y a través de toda la vía Apia, los estertores de dolor alertan a los hijos del Quinto Sol. Vivir conmigo, pero no poder más que tener que confiar en ti, y en él y en ella y en nosotros, porque, porque no podemos pensar
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que podemos confiar en esos que no confían en nosotros y que a fin de cuentas son como nosotros y nosotros como ellos, pero ellos tienen muchas armas y mucho dinero y mucho odio hacia nosotros que somos como ellos y que la tierra, al igual, “¡Oh! Señor de la tierra que devorarás nuestros cadáveres y chuparás nuestra sangre, a todos habrás de recibir, que ellos penarán, todos lo sabemos pero ahora Señor somos muchos los que morimos junto con nuestros hermanos y padres de hambre. Señor Tlaltecuhtli, que habremos de viajar otros hacia el ocaso con Quetzalcóatl”; por qué no conozco mejor de poesía para hacerla mi vida…habría que adorar sólo el sentido de la Tierra, y con ella su divinidad. Frente al espejo de obsidiana, antes de la inmolación, (gran momento), pero viene el hermano diciendo, que no, no, no, beberemos un refresco antes y charlaremos de negocios un poco.
EN ESTE PUNTO CIERRO LA PUERTA
Afuera en Tlaltelolco la tarde transcurre y los nuestros pasados saludan a los nuestros del 68. 6-8. 1-9-8-5. 2006. 2007. 2040. 69… “Habrá paz social, bienestar para todos ahogados en sangre”. Coatlicue, madre de dioses y humanos, Huitzilopochtli, la espiral del caracol es infinita. Mi cabeza está fraccionada pero no mi corazón. Del Puerto de Palos partió y un dolor intenso punzó en su pecho. Obligado estaba ante el mismo infierno a redituar bienes. Apresado con sus hermanos volvió después de mucho. Ignominia en su lecho. Una tumba de petróleo para los señores, ¿alguien tiene un fósforo? Unos quinientos mil tripulantes de la gran avenida y tantos vehículos capaces de arrollaros. Una mujer cuyas lágrimas resbalan sobre su precioso collar; aquel hombre que quisiera nunca haber tenido que ser ese que ahora carga en sus hombros el peso de los fantasmas. La carga de los millones en la conciencia y una pistola en la región parietal. El texto aún continúa indescifrable. El laberinto se manifiesta de todas maneras. El futuro me imagina de alguna manera pero me
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escabullo. Me cambié de nombre, de edad y de sexo. Arrojé mi teléfono al cráter silencioso del Valle de la Tranquilidad. El camión había virado por varias partes, aprender a vivir conmigo, no de mí, para mí, sino conmigo. Tendría que aprender a comprenderme desde entonces, a escucharme, a verme, a percibirme, a reconocerme; el problema era que hacía tiempo me había fugado de todo aquello que pudiera identificarme, y no sabía entonces por dónde empezar. Además, el infortunio me había llevado a descubrir otros continentes que yo había bautizado con el nombre aprendido por mapas caducos, o erróneos, aunque no por mucho del que ahora tengo en mis manos. No había más que comenzar día a día, y tengo que decir que no creo que venga de algún lugar y vaya hacia otro más acá o más allá de lo que puedo describir. No, no hace falta que se eleve alguna oración por quien no sabe quién es, ni quién será. Los nombres y los adjetivos están aquí, escoge uno para ti, dale el sentido a tu día. Escoge el signo, dibújalo en tus pasos, los rayos del sol esquivan las gotas de la lluvia, puedes percibir cómo son miles de colores los que recibes. Cada árbol, cada hoja, cada hormiga es una huella de la historia, el instante es la eternidad, aquí.
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Amigo Saber que no se tiene relación alguna con el mundo y registrar todas sus variaciones, he ahí la paradoja de la enfermedad… E. M. Cioran
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sí, mientras me repetía lo de sus miembros perdidos a propósito por las ruedas de un tren, me daba cuenta de que no lograba seguir siendo tan gentil con mi amigo, y mucho menos cuando me pedía como ahora, que le diese a beber de aquella especie de caldo caliente, que apestaba y humeaba, recorriendo con su telaraña de humo ese cuartucho de lámina, cercado por un alambre de púas que era por casa. Experimentaba la insoportable, inaudita y ansiosa certeza de una enfermedad pulida, esmerada, preparada, amenazando con sus líneas de luz brillante cualquier conato de sorpresa que, por supuesto, ya no podría volver a existir entre nosotros. Por eso, sostuve un instante mi cigarro entre los labios antes de acercar a éste, el fuego de un cerillo cuya llama comenzaba a quemar ya mis dedos, pues supuse que tal acto traería consigo la inmediata petición de mi amigo por fumar del último cigarrillo del que debía dejar de ser el único dueño. ¡Es el último!, exclamé con estupidez, mientras acercaba a sus arrugados y resecos labios, la canilla de tabaco. Durante los primeros encuentros, poco tiempo después de que mi amigo hubiera decidido llevar a cabo el plan de quitarse las piernas y los brazos; durante esos primeros días, incluso meses enteros; nos emocionaba cada desplante espontáneo de risas y ocurrencias; permanecer a su lado resultaba para mí un verdadero halago, sin
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importar que el sol con sus vengativos rayos hiciera lo posible por entrar, cocinándonos en el interior de esas paredes metálicas donde mi amigo sobre su cama, único mueble en el interior, a carcajadas festejaba el que matara los mosquitos en su cara con mi mano. ¡Zas! ¡Zas! ¡Zas! y luego de dos, de tres, de cuatro manotazos, su cabeza comenzaba a lanzar mordidas hacia todas partes como un perro, y entonces yo podía reír tanto que hasta era capaz de cerrar mis puños y darle una tunda, haciendo rebotar su cuerpo sobre la cama, hasta que por fin caía al suelo, con un golpe seco. Se me quedaba mirando fijo. Retenía las carcajadas y entre sonrisas saludaba a la luna en su caminar hacia ningún lado, lejos de su compañía. En fin, el tiempo, que no se sorprende por nada, prosiguió su curso ciego, y sin alterarse siquiera, sin espera o recelo, llegó a provocar en cada visita realizada a mi amigo, el tedio de quien ya no tiene nada nuevo que contar, pues él siempre me pedía que le contara cosas, que le dijera qué había cambiado allá afuera, en el mundo, pero ¿cuál mundo? Nada parecía cambiar nuestra amistad. ¡Quiero salir! Y a la luz de una tarde de domingo, obedecí su petición de llevarlo de paseo. Por entonces, yo ya no quería volverle a oír jamás sobre su “privilegiada situación”, lo cual se había convertido más que en un comentario obligado, en una presunción. Así que para evitarme más disgustos, sin más lo eché dentro de una caja, y posteriormente, llevada ésta sobre los hombros, la emprendimos hacia la calle, sintiendo recargar su cabeza contra la mía; era la hora de comer de la gente buena, algunos volvían a sus casas caminando o sobre las avenidas en sus autos, con sus hijos echados en la cajuela. ¡Por aquí, por aquí! ¡Por allá, por allá! ¡No, ahora de vuelta, así!, al descubrir que ese camino nos llevaría al antiguo mercado, y esa cabeza (que era lo único que podía ser visto por fuera de la caja), iba chiflando a sus cuates, chuleando a las muchachas, gritando para saludar en mis oídos a doña Lola, a don Adrián… Harto y cansado. Ya había tenido suficiente, no podía continuar más, estaba hambriento luego de varias horas de andar y el sudor me quemaba los ojos. Molesto de continuar mirando tanto es-
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pectáculo, tanta admiración, decidí —sin decírselo—, andar de vuelta a su cuarto. El húmedo viento de la tarde provocó mi enojo, pues si no era capaz de llegar a tiempo, seguro que nos mojaríamos. Mientras que el otro, ensoñando, tranquilamente iba sonriendo. Me encaminé como por distracción sobre esas vías del tren que atraviesan la ciudad: la colonia Santa María, Nonoalco, Tlalelolco, Rosario… y pudimos sentir cómo los cerros casi nos hacían llorar de tan rojos. El silencio entre ambos no se rompió jamás, mientras compartíamos el sendero agudo y lejano de esas vías del tren sobre las que nos íbamos. La espesura de la vegetación hacía más oscura la noche, llenándola de insectos. Hice descender hasta poner sobre las vías a mi amigo, detenidos los dos en medio de una prolongada curva. Aún en silencio pude adivinar que me sonreía a pesar de la penumbra y de la creciente luz de un tren a lo lejos.
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La Lupe
“
Minutos antes de la media noche, en el gran antro “México Lindo”
Es una noche bellísima”, comienza diciendo un reportero perteneciente a cierta cadena televisiva, mientras es empujado y apachurrado por la muchedumbre congregada en el Gran Antro. “¡Los cuetes, la música, los danzantes —continúa frenéticamente exclamando el fulano-—, la algarabía y la felicidad reflejada en los rostros de la gran familia mexicana, que hoy, se ha dado cita para recibir a esa gran mujer que todos amamos, y que hoy como todos los años, honra con su presencia a este bello público que desde siempre ha sido su preferido!”. La cámara recorre el panorama iluminado por luces giratorias de múltiples colores. Entre el parpadeo de las luces y el humo de los cohetes se puede observar las siluetas de los concurrentes propinándose de puñetazos por ocupar un lugar óptimo, muy cerca de la tarima de la inminente aparición. El tumulto es un caos mientras “Mascarita sagrada” ha podido acuchillar a una viejita por su bolso. Los socorristas de la Cruz Roja no logran abrirse paso entre la turba para llegar hasta ella. ¡Tazzz! ¡Tazzz! ¡Bump! ¡Bump! una banda de música revienta con fervor contra sus instrumentos. Gritos, ruido, gesticulantes rostros entre el sudor revuelto con el olor de las garnachas; el llanto de los niños disfrazados de “inditos” llevados por sus madres en brazos; policías, el humor del alcohol recorre el aire; danzantes con penachos rotos sorteando las colillas de cigarros en el suelo para no quemarse, tropezando con botellas vacías, escupitajos…
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¡Quítese cabrón! es el reclamo de una de las señoras que van llegando hincadas hasta donde la cámara, y que ha jalado por debajo el pantalón del camarógrafo, quien se da a la tarea de enfocarlas. Suman miles de cabezas, con sendos rebozos negros cubiertas, un rastro de sangre se revela tras ellas, mientras cantan lastimosamente. Ahora vuelve la cámara hacia el reportero flaco de traje anaranjado, quien ha pedido de inmediato entrar a cuadro, para abrir sus labios maquillados y preguntar fingiendo, mientras sacude de su cabello envaselinado (estos pinches confetis), “Bellas señoras, y ¿desde cuándo acuden a este lugar?”, casi metiendo el micrófono de cabeza gorda en la boca de quien se entusiasma sólo de verlo, pero vuelve al rictus de la situación que obliga a la voz sumisa, rostro agradecido y ojitos de ensueño: —No, pus desde que me cumplió que mi Lorenzo dejara de tomar —¿Y desde cuándo fue eso? —Desde que se quedó en coma, por eso vengo a pedirle ahora que me lo devuelva aunque sea borracho. —¡Ah, qué señora tan agradecida! Ya lo ven amigos, esta es una reunión de alegría, festejo y amor (close up a la cara del reportero) ¿verdad? ¡Chicles, muéganos, cacahuates! ¡Lleve su medallita de la Lupita, esta es la buena, la efectiva! ¡La estampita que no le contiene un solo santito, sino todos en la misma foto! ¡Que no le den conejo por que esta es la mera milagrosa, autografiada por el Sumo! ¿Chiquito cuántas quieres? Rechifla por todas partes, la gente está impaciente, no se puede esperar ya más, ¡órale güey, ya pásate el pomo!, le grita Chava a su compita Chucho, que con la diestra toma la botella y con la siniestra afianza más a su prima. (Si la agüelita viviera, ya estaría aquí bien puesta para la cantada).
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Tras la puerta de un recóndito camerino, en su interior y al fondo, se puede ver a La Lupe de espaldas y desnuda, morenaza y regordeta, con el cabello muy largo y oscuro cubriendo hasta la mitad de sus grandes nalgas. La vemos de pie apoyando una mano en la cintura, apretando sus piernas cruzadas. ¿Dónde está ese pinche vestido?, dice meneándose al sonsonete de sus palabras, mirando dentro de un gran ropero repleto de vestidos de todos colores, que despide un fuerte olor a naftalina. Sobre una cama de sábanas revueltas y húmedas, entre el dorado de pantaletas y medias sucias, se acomoda sobre su manita “un querubín de muchachito”, dicen las malas y las buenas lenguas, quien succiona con vehemencia de una paja de mariguana, elevándose un poco más, sin dejar de hojear una revista en donde aparece La Lupe. —¿Has de tener mucha lana, no mujer? —¡Eso quisiera, pero todo se lo clavan esos ojetes, hijos de la chingada…! Asomando la cabeza por la puerta alguien grita ¡A ver a qué horas! ¡Ya la gente está hasta la madre! ¡Tienes un minuto, o si no…! Tiembla la voz de aquel vejete, emperifollado de oro de pies a cabeza, muy vestido de blanco “impecable”. ¡Y tú, pendejo enano —exige señalando al querubín con la cruz bruñida que usa como fuste—, ven a hacerme un favorcito rápido, —ahorita te lo mando chula, es que me urge! La Lupe dirige su triste mirada hasta la cama, descubriendo en ella el vestido estrellado que estaba buscando, arrugado y conservando la forma del trasero del enano, (y seguramente también sus pedos), se lamenta. Sus bellos ojos están a punto de despedir dos gruesas lágrimas, en ellos un reflejo se distorsiona… —“Y ésta, como todas las veces lo encontramos —repite el reportero— festejando sanamente este gran día, y llenando de alegría su corazón”. Pero aquel realmente está tirado de jeta sobre la mesa
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principal, con la cara metida en el plato de la botana, embarrado de su propio vómito, entre botellas y el humo de cigarros. Se le acerca un mesero del lugar, con el afán de levantarlo, pero la voz de algún prestigiado diputado, le ordena: “¡Sírvanle otro pomo, que éste yo se lo pago!”, no sin antes advertirle con un gesto de sus manos, que ya notó que lo está bolseando, y que mejor se “moche” con lo que le está robando. A lo que el otro le responde con una seña de “cuernos”. Al fin se apagan las luces y todo es expectación, la muchedumbre se arremolina, se pisotea, y todas las miradas se clavan buscando hacia el mismo lugar; el estallido de los cohetes retumba, las campanas tocan a todo lo que dan, se encienden las sirenas de las ambulancias, de las patrullas; las cornetas, los gritos, los aplausos. Los “talentosos cantantes” de la televisión, que enseñan sus dientes entumidos al público mientras se desgañitan. ¡Todos somos hijos de Dios!, parece decirnos la mirada de aquella enardecida mujer policía. Conmoción, suspenso, taquicardia y arritmia, ganas de llorar, de saltar, reír, “lo tenemos levantado hacia... ¡taraaaan!” Se encienden las luces tricolores, pero el silencio y el vacío consumen el espacio en donde La Lupe, supuestamente, aparecería, en su lugar y bajo la luna de metal de una luz delatora e indiferente, en el suelo un manto sin vida estrellado, aquella larga peluca negra abandonada al descuido y sobre de éstos una hoja de papel doblado. El vejete cargado de oro es auxiliado entonces para subir fatigado hasta el escenario, dobla con dificultad su encorvada espalda, recoge el pedazo de papel, se coloca unos anteojos, incrustación de diamante, por cierto, se acerca al dorado micrófono, carraspea, se despoja del ridículo gorrito que lleva a la cabeza, lo exprime entre sus manos temblorosas, observa al público, se lo vuelve a colocar. No se atreve ahora a hablar ni a mirar más allá de la hoja que sostiene con sus adornadas manos, está leyendo para sí, para adentro, el punto final lo detiene, arruga entonces el mensaje, lo hace bolita y como si fuera un bolillo a una comitiva de hambrientos lo arroja a la muchedumbre, que lo recibe con clamor y gritos de entusiasmo.
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Enseguida se coloca ĂŠl mismo el vestido y la peluca, hace una seĂąa de orden a los mĂşsicos, y comienza el streap tease en medio del relajo.
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Garrick A veces para ganarse uno mismo es necesario perderlo todo O.P.M.R
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omo un payaso que hubiera sido descubierto por el niño, antes del espectáculo, cual si fuese el mago de trucos adivinados; un Garrick sin alegría; Nureyev apopléjico. El actor que se creyó un “yo”, y el “yo” que sin saber cómo vivió al actor. La representación viviendo al yo, y el yo representando su vacío como si fuese un gran papel. Las risas y el llanto controlados. El dominio de la mente por el Mundo, en donde el asiento vacío bajo la carpa de un cosmos grotesco, era ocupado por mi ausencia. La carencia de invitación a existir continúa siendo la causa de tanta perplejidad, carente de alguna justificación. En cambio, sí, las monedas de bronce echadas a los pies de la marioneta; las promesas de fama, brillo, esplendor; las tertulias entre inmortales y genios de la pacotilla; la compañía de “maravillosas damas”; la asistencia a los lugares de más abolengo en la ciudad del “eterno vedettismo”. Mi condena e indulto de una a otra tarde en el ruedo del amor. Mi sempiterna ausencia de “un lugar”. Mi excelente pérdida de tiempo en esta u otra gran y parsimoniosa Nada. Y la constante, ansiosa, angustiante égida de poses y gestos en la búsqueda constante de ti y de cualquiera, de todos, de ese o aquel “círculo” de privilegiados. El espejo en que todos ustedes se reconocían menos aquél que frente a éste se buscaba, sin hallarse: yecto, caído a la telaraña de palabras, condenado a la significación procurada en una locura convertida ipso facto en sensatez, la misma que tú has compartido en la ausencia de nuestro yo, construido, ¡bien!
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Erudito, genial, filósofo de la mierda; procurador de metodologías justificantes de esa diaria auto conmiseración, expiación; posponiéndose todo el tiempo; conservándose para “después” dentro de la lata caducada; miembro de una raza distinguida por su “claridad” de pensamiento. Agudeza cerebral que si raya en la paranoia, no es sino acaso signo de su “genialidad”. He cumplido señores, señoritas, hombres, mujeres, niños, gatos, perros y pulgas, con todo lo que Su Merced ha dispuesto para mí, durante poco más de tres décadas de esta existencia tan auténtica y honesta, por lo que cada una de mis sonrisas, de mis lágrimas, de mis enojos, de mis afanes, empeñados en la construcción de un “mundo mejor”, habitable, rentable, vendible, comercializable, luego de tantas y tantas vueltas en la feria del mismo y asqueroso juego de la vida, como un vómito echado hacia fuera y vuelto a tragar, han terminado por confundir entre muecas estúpidas y sollozos de imbécil lo banal con lo profundo, lo verdadero con lo falso, el conocimiento con la ignorancia, la libertad con la esclavitud, el amor con el odio, la compañía con la soledad, el placer con el dolor, la salud con la enfermedad… Son todos ustedes geniales, adorables, tan amables; son todos ustedes unos preceptores maravillosos, amantes adorables, padres bondadosos, hermanos comprensivos, amigos solidarios, políticos tan sinceros. Tanto hay que agradecerles, tanto que no hay palabras ni acciones con las cuales, exponer lo que mi corazón henchido de gratitud guarda. ¡La Mierda es lo que son! ¡La pura Mierda conmigo incluido!, ¡La Mierda con todo y sus pendejos misterios divinos!, ¡La pura pinche Mierda!, ¡Quejumbrosos eternos de su propio Sino, labrado con tanto ahínco como espanto! En lo particular les debo tanto aquella filosofía de perros por la vida, la de ofrecer “amistad, cariño, bondad, honestidad, camaradería, simpatía, genialidad, espontaneidad…”, por un trozo de pan endurecido en la mesa de la hipocresía en la que todos, famélicos o bulímicos nos arrebatamos el mendrugo y nos embriagamos con las nalgas de nuestras Magdalenas echadas a las rodillas, asistentes a la “Sagrada función de nuestra sempiterna última cena”. Amén.
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El secreto de Fidencia Un culo debe oler como un culo y no como esencia de colonia... Guillaume Apollinaire, Las once mil vergas
ncianos, distinto sabor al de los niños, a los que prefiero, pero la especialidad son los recién nacidos. El sabor y la suavidad de su carne, son inigualables “los chiquitos”, asintió con ternura Doña Fidencia. Aunque, esos ojos de viejo en aceite de vinagre con ensalada de lechuga resultan exquisitos, lo añejo de la sangre, lo fresco de las verduras y unas gotas de limón ¡mmm! para chuparse los dedos, guiñó coquetamente un ojo Doña Fidencia. Lo anterior -prosiguió la maciza y bien torneada ancianaacompañado de unas ricas “Nalgas al vino tinto”, que son –aclaró orgullosa de su buen paladar-, asientos de quinceañera... “el olor, apenas dispuestas en el plato, termina por vencer al más vegetariano”. Pero, pero, no pueden faltar como aperitivo los arillos de ano, servidos entre queso, carne de cerdo y un buen mezcal, remató. Para culminar –sonrió pícara la Doña- “pastel de tres leches”, adornado con algunas rosadas tetillas. El secreto, amigo mío, contestó la refinada y salvaje mujer, se lo he de confesar a pregunta expresa que su amistad me exige, y por el honor que me proporciona su compañía. Pero –advirtió con cautela la mujer más conocida, temida y ambicionada de aquel pueblo-, no tan deprisa, no tan deprisa. Como usted sabe, en las bajas regiones meridionales de este país, el temperamento de hombres y mujeres se ve como en todo lugar, influido por las condiciones geográficas y el clima. No obstante, haber crecido aquí, entre lagunas, ríos y exuberante naturaleza, aunado al constante sometimiento de religiones y sectas, dio como resultado el correr en las venas de sus habitantes, de una sangre explosiva y sensual, oculta tras las puertas de todo templo.
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Luego, levantando el enjoyado dedo índice hizo una seña, a la cual acudió una joven de unos dieciséis años, hasta la mesa dispuesta a la mitad del selvático jardín de aquel oculto y majestuoso rancho, en donde había sido recibido aquella mañana el trashumante y temible General Tracote. “La muchachita” llevaba en sus manos una canasta con fruta, que colocó en medio de los platillos que al principio de la charla exhibiera con sumo apetito Doña Fidencia. El cabello de la criatura era negro y pesado, deslizándose hasta sus breves y formadas nalgas, que al tacto húmedo de su cuerpo bajo el breve vestido de manta, provocaran al general Tracote exclamar con emoción en voz alta: ¡un culo exquisito! Se quedó, pues, de pie entre los dos excitados comensales, no pudiendo ocultar el temblor de sus rodillas ante las pupilas inquietas de Tracote. Doña Fidencia fue señalando entonces con su alargado dedo cada una de las olorosas frutas ahí colocadas, dictando con una voz fuerte e inquietante cada uno de sus nombres, como quien señalase de un cuerpo las partes: guanábanas, carambolas, plátano, anona y pitajaya. El general, embriagado por lo que ante sus sentidos se presentaba y turbado por el sopor del ambiente -aunque más por la presencia de las dos mujeres-, entrecerró los párpados para imaginar entre el canto de las aves canoras, (…la jugosidad del coño de aquella doncella, abierto como una pitajaya). Así que, haciendo honor a su cargo y acostumbrado a ser obedecido, cogió por la cintura a la sorprendida indígena y levantando su manta bajó su enagua descubrió su culo, dirigiéndolo hacia su miembro, el cual había dejado asomarse antes. Doña Fidencia ayudó a la niña a ensartarse –palabra por ella preferida- en la estaca del soldado que reía. -Obedece cielito, obedece, le decía la doña mientras la niña se retorcía del dolor que le producía el desgarramiento de sus entrañas.
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Luego, echándola de boca sobre la mesa, fue embestida por detrás, sintiendo sus frágiles senos herirse por los palillos que adornaran los canapés, mientras sus labios se amorataban debido a la asfixia que le producía su rostro embarrado en el lechoso pastel. Vuelta boca arriba, el general reconquistó nuevamente su coño y al separarse de ésta, la sangre que corría por entre sus piernas atrajo a Doña Fidencia como a un escualo hambriento, presta a lamerle la herida. ¡Coño, coño, coño! gritaba Doña Fidencia eufórica y arrebatada por ese “santo placer” que tanto invocaba. Mientras el General Tracote hacía a su víctima con los ojos vueltos en blanco chuparle la verga hasta casi ahogarle, al tiempo que estrujaba con sus toscas manos acostumbradas a la guerra, las dos prominencias de carne que eran por senos de aquélla. ¡Ahora, ahora! ¡Ahora viene el secreto! Gritó Fidencia. Y tomando un gran cuchillo al momento en que el general estaba a punto… encajó de un golpe una larga cuchillada por la hendidura de la agónica presa, quien lanzó un grito horrible entre llanto, el cual como preparación de un brebaje extraño de lágrimas y sangre, terminase revuelto con el semen del General Tracote sobre la boca, cuello y estómago de tan escalofriante platillo. Enseguida cortar, cortar, cortar, repetía Doña Fidencia extasiada de locura, anegada entre chorros calientes de sangre, órganos y huesos, yendo del vientre al estómago y llegando hasta el cuello, mientras ésta estiraba aún suplicante sus brazos, rozando apenas con la punta de sus dedos la barba del general, ahogada entre sangre y líquidos, (tensa como una res), pensaba Tracote enfundando su “espada”. Aquella noche la cena resultó aún más exquisita que la comida en el jardín, servida ahora por un muchacho, el cual por entre su calzón de manta, como bien observó entre bromas Tracote, escondía “un buen chorizo”.
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Índice
Prólogo de Angélica Tornero Salinas....................7 Teorías 1 y 2 (Exordio)...........................................................13 Una mujer..........................................................15 La ocasión hace al ladrón, y también ...…............16 Urgencias...........................................................18 ¡Soy de este barrio!.............................................21 Soñé que tenía amigos.......................................22 Brillo intenso.....................................................25 Deambula..........................................................27 Una historia en la ausencia................................28 A la orilla de la cama.........................................29 Para no morir del todo.......................................31 ¿Testa?...............................................................33 Un triángulo invertido.......................................35 Estridente Silencio............................................37 Antes de la guerra..............................................39 Arrojo.................................................................40 Historia sin historia (En el zócalo de mi pueblo)................................41 En el súper con Descartes.................................44 La llegada..........................................................46 Hálito.................................................................49 Fast Food............................................................51 Opus................................................................. 53
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Índice
¡Salúdame al puerto!..........................................55 Suspendida........................................................58 El adivino...........................................................60 Tienda................................................................62 Antena...............................................................64 Felicidad al vacío...............................................65 A cada rayo, mayo te espera..............................66 Un gran silencio................................................68 http://www.lasombrasfurtivas.terror.666.........70 La puerta...........................................................73 Vergüenza..........................................................75 Pinche Dios.......................................................77 “Ella lo sabe”....................................................80 Tócame..............................................................83 Aquí.................................................................. 86 Amigo................................................................89 La Lupe.............................................................92 Garrick...............................................................97 El secreto de Fidencia.......................................99
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Cuernavaca, Morelos México, D.F. Se usaron para la conformación de este libro las tipografías Garamond y Times New Roman