Epicuro la revuelta filosófica esteban bieda

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EPICURO Estudio Preliminar, Notas, Selecciรณn y Traducciรณn de textos de

Esteban Bieda


Índice Estudio preliminar I. La revuelta filosófica de Epicuro II. Una nueva filosofía desde el Jardín Epicuro en contexto histórico y filosófico: las enseñanzad del Jardín El temor a los dioses La epistemología epicúrea: sensación, afección y prenoción III. Una ética hedonista La clasificación epicúrea de los placeres El lugar del placer en la ética El placer y la virtud IV. El tópico de la muerte V. Una física de cuño atomista: el problema de la libertad humana El atomismo de Demócrito La física de Epicuro: la desviación atómica (parénklisis) como principio de libertad La desviación atómica según Lucrecio y Cicerón: el clinamen VI. La revuelta de Epicuro frente a los filósofos del pasado Aristipo, Espeusipo y Eudoxo: referentes del hedonismo Epicuro y el platonismo Epicuro y Aristóteles VII. Reapropiaciones de Epicuro en la modernidad Selección de textos Carta a Meneceo Máximas capitales Gnomologio Vaticano Carta a Heródoto (selección) Selección de testimonios y fragmentos de obras perdidas Bibliografía Agradecimientos


Estudio Preliminar


Y así han también vivido hombres singulares, así se han sentido permanentemente en el mundo y al mundo en sí, y entre ellos, uno de los hombres más grandes, el inventor de una manera heroicoidílica de filosofar: Epicuro. Nietzsche1

I. Introducción: la revuelta filosófica de Epicuro La filosofía antigua ha sido, a lo largo de la historia de Occidente, un territorio recurrente no sólo para filósofos, sino también para poetas, científicos, teólogos e intelectuales en general. Rastrear los orígenes griegos de cualquier afirmación o idea propia fue, durante siglos, un modo prácticamente incuestionable de darle relevancia y envergadura filosófica. Una prueba más o menos evidente de esto es el hecho de que, con adhesiones y detracciones, las áreas principales de la filosofía occidental han sido, y siguen siendo, las griegas: ética, gnoseología, epistemología, estética, lingüística, política, historiografía, psicología, entre otras disciplinas, fueron fundadas y desarrolladas, en sus primeras versiones, por pensadores griegos. Hay quien ha llegado a afirmar –aunque exageradamente, sin dudas– que toda la filosofía occidental no es más que un conjunto de notas a pie de página de la filosofía de Platón. Es difícil, en este sentido, encontrar algún filósofo de los últimos dos mil quinientos años que no haga referencia, aunque más no sea marginal, a cuestiones o problemas presentes en el pensamiento griego clásico. Sin embargo, con el correr de los siglos, y muy especialmente en las últimas décadas, la filosofía antigua fue encerrándose progresivamente en claustros académicos cada vez más especializados y ajenos, en muchos casos, a los temas y problemas que las propias teorías estudiadas abordan. Esto ha hecho que los especialistas en la materia se enfrenten con un interrogante que, poco a poco, fue adquiriendo tintes de acusación: ¿qué actualidad puede tener una investigación en torno al pensamiento de Parménides, Heráclito, Platón o Aristóteles? ¿Qué otro sentido, además del puramente históricoarqueológico, tiene conocer el pensamiento de quienes han vivido en un mundo no globalizado, sin medios masivos de comunicación, bombas nucleares o redes sociales? Este interrogante es, así planteado al menos, demasiado vago, pues los filósofos griegos han tematizado una diversidad tal de problemas que, si hablamos de “filosofía griega” sin más, es tan sólo porque sus protagonistas han escrito y vivido en 1

Nietzsche (2007 [1878]: II, §295).


una misma época y territorio geográfico. La pregunta necesita ser, en ese sentido, especificada. Si por “actualidad” se entiende algo así como “¿qué tiene para decirnos hoy acerca del cosmos la física aristotélica, irremediablemente geocentrista?”, la salida casi estandarizada sería que siempre es útil conocer el pasado para delinear mejor el futuro. Algo similar ocurre con los intrincados problemas metafísicos que los griegos han abordado, hoy más parecidos a una pieza de museo que al pensamiento acerca de la naturaleza del mundo contemporáneo y del hombre que lo habita. Sin embargo, más allá de las dudas, desarrollos y observaciones ulteriores que todo esto podría merecer, hay un territorio filosófico que parece más permeable a la diacronía: la filosofía práctica. Porque si es indudable que el mundo de los griegos no es nuestro mundo, las preguntas del hombre en relación con su propia vida no parecen haber cambiado demasiado, al menos esencialmente: qué está bien y qué está mal; el conflicto entre los deseos que presionan y la racionalidad que trata de contenerlos; las dudas acerca del placer como criterio para determinar los cursos de acción a seguir; el lugar del prójimo ante el insoslayable egoísmo que define a la raza humana, entre otras, son todas cuestiones que nos siguen interpelando como seres sociales que somos. Lo que suele denominarse “filosofía práctica”, esto es, el pensamiento acerca del porqué y el cómo de nuestras acciones en virtud de su corrección o incorrección, no resulta tan alejada, en sus versiones griegas, de nuestras propias problemáticas. Quizá la razón sea sencilla: desde sus orígenes, la filosofía práctica tuvo un objetivo claro y preciso, a saber: formular cómo los hombres podemos convivir del mejor modo posible, en armonía con nosotros mismos y con los demás. Aunque con excepciones, claro está, siempre se ha tratado de lo mismo: cómo ser feliz. Y ocurre que, en este terreno tan estrechamente vinculado con el hombre, las cosas no han cambiado tanto como en cuestiones cosmológicas, astronómicas, gnoseológicas o metafísicas. De allí que la actualidad de la filosofía antigua no sea, en este territorio, algo tan difícil de justificar, habida cuenta de la existencia contemporánea de éticas comunitaristas, universalistas o hedonistas, cuyos fundamentos pueden rastrearse en los de sus pares griegos. En el presente libro nos dedicaremos a exponer la obra de uno de los filósofos griegos cuyo pensamiento sigue resonando en la actualidad. Identificado como uno de los referentes del hedonismo, Epicuro fue un pensador comprometido con la consecución de las metas que su filosofía pregona: alcanzar una felicidad entendida como la obtención de la mayor cantidad de placer posible y la evitación de la mayor cantidad de dolor, tanto en el cuerpo como en el alma. La irrupción de Epicuro en la


escena filosófica ateniense resultó, sin dudas, renovadora frente a referentes como Sócrates, Platón o Aristóteles. Según veremos, tras la caída del sistema político-cultural de la ciudad-estado griega, la pólis, Epicuro se diferencia tanto de sus antecesores que es posible considerarlo parte de algo así como una “revuelta” filosófica. Basta con ver, a modo de anticipo y resumen, las siguientes palabras de Ateneo, escritor del siglo II d.C.: Recordaré al más amigo de la verdad, Epicuro, quien era considerado feliz por no haber sido iniciado en la educación ordinaria. A quienes se acercaban a la filosofía de modo semejante, les acercó estas palabras: “Te considero feliz porque, puro de toda educación, te aproximas a la filosofía” (fr. 117).2

Esa educación de cuya purificación surge la felicidad es ni más ni menos que la educación tradicional, aquella que, como veremos en lo que sigue, fue la del propio Epicuro quien, urgido por los tiempos, encontró un nuevo camino del filosofar capaz de asistirlo en un presente distinto al de los grandes maestros de su pasado. La filosofía epicúrea constituye, así, una revuelta contra ese pasado, una renovación vital que promete al hombre una realización verosímil en el mundo, sin falsas promesas ni exigencias imposibles. En su simplicidad, en su inmediatez y empatía, la filosofía epicúrea habría de hallar sus tintes revolucionarios. II. Una nueva filosofía desde el Jardín Epicuro en su contexto histórico y filosófico: las enseñanzas del Jardín Los años 323 y 322 a.C. constituyeron, sin dudas, un antes y un después en la historia de la Grecia clásica. En esos años no sólo murieron una serie de figuras fundamentales de la cultura ateniense como Aristóteles, Demóstenes y el cínico Diógenes de Sinope, sino también Alejandro de Macedonia, responsable de la magnífica expansión del imperio macedónico dentro y fuera de territorio griego. La importancia de estas muertes no radica, sin embargo, en el mero renombre de los fallecidos, sino en el cambio de época al que dieron lugar. Muchos historiadores de la Grecia antigua coinciden en hacer del año 323 a.C. la frontera que separa un período usualmente denominado “clásico” o propiamente “griego”, de otro denominado “helenístico” o “helenístico-romano”, período este último signado, en gran medida, por las consecuencias de la muerte de Alejandro Magno y la caída de su imperio en los

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Citamos los diversos textos de Epicuro según las siguientes convenciones: 1) los fragmentos según la numeración de Usener (1887), con la abreviatura “fr.” seguida del número de fragmento (salvo cuando se indica otra cosa).


terrenos político, económico, social, y cultural.3 No obstante, si bien esto implica que la distancia que separa la filosofía socrático-platónica de la aristotélica no es cualitativamente equivalente a aquella que separa a Platón y a Aristóteles de la filosofía estoica o la epicúrea, la diferencia no resulta tan esencial como para descartar alguna clase de diálogo filosófico entre ellas. Es decir, aun cuando en cierto sentido el mundo griego de los siglos quinto y cuarto antes de Cristo dista mucho de la convulcionada era pos alejandrina, con todo, tanto los estoicos como los epicúreos y los escépticos tenían herramientas conceptuales para descifrar el legado presocrático, socrático, sofístico, académico o peripátetico sin demasiada dificultad. En este sentido, sería recomendable discriminar la historia política de la historia de las ideas sin que esto implique, desde ya, un escorzamiento que autonomice radicalmente dos planos que en el fondo conviven en la conformación de una totalidad única.4 Es decir, aun cuando la nueva realidad pos alejandrina se distancie en diversidad de sentidos de un pasado que súbitamente se vuelve remoto, no debemos por ello creer que los pensadores de ese ‘nuevo mundo’ no retomen un estado de la cuestión legado por dicho pasado. Cierto es que, de todos modos, esta distancia tiene consecuencia críticas tanto en lo que respecta al modus filosófico anterior como a sus metas y resultados. No obstante, el hecho de que, por ejemplo, la física epicúrea sea fundamentalmente atomista (democrítea), da la pauta de la supervivencia de algo así como un suelo común que permite vincular al primer helenismo con los tiempos de la Academia, el Liceo, o incluso anteriores. Pero otro hecho relevante ocurre en el año 323 a.C. Epicuro, un joven nacido dieciocho años antes en la isla de Samos, visita por primera vez Atenas a fin de cumplir con los exámenes cívicos reglamentarios para poder ser inscripto como ciudadano con plenos derechos. Si bien no permaneció en Atenas durante mucho tiempo, no resulta un dato menor que el joven Epicuro haya estado presente en la ciudad precisamente en el año en que desaparecían grandes referentes del pensamiento griego, como Aristóteles, Demóstenes o Diógenes. Luego de esta primera visita a Atenas se traslada a la ciudad de Colofón, en el Asia Menor, para luego, diez años después, establecerse en Mitilene, 3

La división clásica en períodos es la de Windelband (1955: 10): “la totalidad de lo que suele llamarse filosofía antigua se divide en dos grandes masas esencialmente diferentes entre sí, tanto por lo que respecta a su fondo cultural como, asimismo, con respecto a su carácter espiritual básico. Estas dos partes son, una, la filosofía griega, y otra la helenístico-romana”. 4 Sobre este tema comenta Boeri que “no hay buenas razones para suponer que la filosofía tuvo tan poca autonomía como para que su desarrollo hubiese quedado tan estrechamente atado a la historia política” (2000: 11). Más adelante, Boeri agrega que, si bien los puntos de partida de Epicuro son diferentes a los de sus pares “griegos”, hay que tener en cuenta que “está dialogando y a veces polemizando <con ellos>” (p.15).


principal ciudad de la isla de Lesbos. Cerca de Colofón, en la isla de Teos, vivía Nauxífanes, filósofo atomista discípulo de Demócrito, y en Mitilene existía una escuela de filosofía fundada por Aristóteles en sus viajes a Lesbos. Según algunos, Epicuro abrió en Mitilene su primera escuela de filosofía. 5 Luego de Mitilene vivió algunos años en la ciudad de Lámpsaco, famosa, como muchas de las ciudades de la costa de jonia, por su riqueza y diversidad cultural y, también, por haber sido el sitio donde murió Anaxágoras, filósofo a quien el propio Sócrates afirma haber seguido de joven. 6 Como se ve, entre los dieciocho y los treinta y cinco años Epicuro vivió en ciudades con una marcada, a la vez que variada, tradición filosófica. 7 Finalmente, en el año 306 a.C. se instala definitivamente en Atenas, donde vivirá hasta su muerte en el año 270 a.C. Durante esos años, la ciudad se erige como centro intelectual de diversas escuelas filosóficas en disputa, muchas de ellas herederas de la Academia platónica y el Liceo aristotélico, pero muchas otras fundadas con posterioridad a los tiempos de Platón y Aristóteles.8 Ya en Atenas Epicuro adquiere una propiedad cuya característica sobresaliente acabaría siendo su jardín, pues tanto él como sus discípulos encontrarán allí el lugar y contexto apropiados para llevar adelante lo que, como veremos en los apartados que siguen, no fue una filosofía de tipo abstracto o meramente teórico, sino un real y concreto modo de vida. Este “Jardín”, como terminó denominándose la escuela, no tenía pretensiones intelectuales, científicas o incluso políticas como las de la Academia o el Liceo –escuelas ambas cuyo carácter eminentemente dogmático se fundaba en las enseñanzas de sus fundadores–, sino que se trataba, más bien, de “un retiro para la vida en común y la meditación amistosa de unas personas dedicadas a filosofar […]. Se buscaba, ante todo, una felicidad cotidiana y serena mediante la convivencia según ciertas normas y la reflexión según ciertos principios”. 9 En efecto, en el Jardín era impensable un cartel como aquel que supuestamente colgaba en el pórtico de la Academia platónica: “nadie entre que no sepa geometría”. En el Jardín podía entrar cualquiera, sin necesidad de formación o conocimientos previos: “no existe alguien más sabio que otro”, afirma el fragmento 561 de Epicuro, echando por tierra, así, las nociones mismas de “maestro” y “discípulo”. 10 Algo similar comenta Diógenes Laercio: 5

Por ejemplo García Gual (1996: 35). Cf. Platón, Fedón 95e ss. 7 Para este período de formación del joven Epicuro, cf. De Witt (1937). 8 Para más precisiones en torno al derrotero de Epicuro por estas ciudades, cf. De Witt (1937). 9 García Gual (1996: 38). 10 Aquí resuenan nuevamente las palabras de Ateneo citadas en el apartado anterior. 6


“Epicuro se acercó a la filosofía tras reprochar a sus maestros, pues no habían podido interpretar para él lo relativo al ‘caos’ en Hesíodo” (X, 2).11 Esto hace que Epicuro vea en la filosofía transmitida por sus maestros algo estéril en términos prácticos, dado que el conocimiento de abstrusas teorías y laberintos dialécticos poco aportan para la obtención de placer y tranquilidad: Vacía es la palabra de aquel filósofo por acción de la cual no se cura ninguna afección del hombre. Pues tal como no existe ningún beneficio propio de la medicina si no expulsa las enfermedades de los cuerpos, del mismo modo ocurre con la filosofía si no expulsa la afección del alma (fr. 221). 12

Una filosofía que no sirva para alejar la afección (páthos) del alma es lisa y llanamente inútil. Esto debió ver Epicuro en muchos de los tratados filosóficos de su época y legados por la tradición, perocupados por discutir problemas demasiado alejados, a su juicio, de las inquietudes inmediatas que le generaba el estado actual de cosas. La filosofía debe servir para volver feliz al hombre: “la filosofía es una actividad que con palabras y razonamientos procura una vida feliz” (fr. 219). Sin embargo, no se trata, como se ve, de abandonar la razón o el lenguaje en pos de la frugalidad propia de una vida dedicada al ocio, sino de dirigir los esfuerzos dialécticos siempre a la obtención de placer y tranquilidad. Si esto supone, como condición de posibilidad, una ruptura con el pasado filosófico; si esto supone, como hemos visto en la cita de Ateneo más arriba, renegar de muchas de las figuras dogmáticas que signaban la filosofía de su época, así como también corregir o modificar otras tantas –como es el caso del atomismo de Demócrito y ciertas corrientes hedonistas que, como veremos, Epicuro habrá de corregir y reformar–, no es un precio alto si de alcanzar el objetivo se trata: “huye de toda educación, hombre feliz, desplegando las velas de tu barca” (fr. 163). Epicuro no tuvo, pues, maestros formales que lo inspiraran a ingresar al mundo de la filosofía, sino que habría sido maestro de sí mismo. No obstante, esta afirmación cabe tan sólo para su propia filosofía, esto es, Epicuro se enseñó a sí mismo el epicureísmo, pero eso no quiere decir que no haya conocido a otros pensadores a través de maestros. Recordemos que, según Diógenes Laercio, habría tenido un maestro platónico, Pánfilo, y uno aristotélico, Praxífanes.13 Esta situación, sin dudas, contribuyó a la formación

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La pregunta se refiere, claro está, al famoso verso de la Teogonía de Hesíodo: “En el principio fue el caos” (116). Cf. una anécdota similar en Sexto Empírico, Contra los profesores X, 18. 12 Para esta relación entre Epicuro y sus maestros, cf. el trabajo de M. Erler en Fish y Sanders (2011: cap. 2). 13 Cf. Diógenes Laercio, X 13-14.


filosófica general de Epicuro y, sobre todo, a la posibilidad de que su propia propuesta se separara sutilmente de aquellas otras que, evidentemente, conocía bien. No obstante esta formación, la opción epicúrea fue el encierro en el Jardín, encierro tanto filosófico como político. La máxima epicúrea “vive ocultamente” (láthe biósas) insinúa un alejamiento de la vida pública en pos de la práctica de la filosofía en privado, dentro de la comunidad que constituía el Jardín, “un retiro apacible en una ciudad frecuentemente agitada y empobrecida, de ilustres recuerdos y de apasionados vaivenes políticos, y una escuela de pensadores modesta, en competencia con el Liceo y la Academia, de amplia reputación”.14 Algunos han llegado a hablar de “clan” para referirse al modo de vida pregonado en el Jardín.15 Algo como esto fue posible gracias al contexto histórico que hemos adelantado más arriba; más específicamente, gracias a algunas repercusiones de la caída del imperio alejandrino. Sobre este tema los comentadores e historiadores de la filosofía suelen coincidir en que la consecuencia más radical de la muerte de Alejandro fue la desaparición de la pólis o ciudad-Estado característica de los siglos V y IV: “la época en que Epicuro vivió fue un período de grandes cambios. La pólis, la ciudad estado que garantizaba un espacio físico y moral, que ofrecía unos esquemas de conducta en los que el individuo se sentía casi seguro, se ha hundido definitivamente después de las aventuras de Alejandro”. 16 La disolución de la red de contención que aportaban los muros de la pólis tuvo como consecuencia sobresaliente la redefinición de una cultura que dejaba de lado las pretensiones nacionalistas al tiempo que se cosmopolitizaba, abandonando al individuo a su propia suerte individual. El hombre deja de ser un “animal político” para convertirse en “ciudadano del mundo”: “aunque la ciudad estaba allí, sus murallas, como alguien ha dicho, se habían derrumbado”.17 La despolitización se manifestó en la pérdida de sentido de la pertenencia a la pólis en tanto condición sine qua non para el ejercicio y realización de la propia humanidad. La máxima “vive ocultamente” (láthe biósas), cuyo sentido apunta a apartarse de la vida pública-política, evidencia dicho contraste más de un siglo después de la escritura de la República de Platón y la Política de Aristóteles, textos en los que concebir al hombre por fuera de su realidad política era impensable: “el que no puede ejercer la vida comunitaria o no necesita nada debido a su

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García Gual (1996: 51). Cf. Brunschwig (2000: 484). 16 Jufresa (1998: XII). 17 Dodds (1997: 222). 15


autosuficiencia, no es parte de la ciudad, sino una bestia o un dios” (Política 1253a27). Contra esta máxima aristotélica, Epicuro afirma: <El sabio> tampoco participará en política (fr. 8). Nos debemos liberar a nosotros mismos de la prisión de los asuntos habituales y políticos (Gnomologio vaticano 58). Incluso envejeciendo, eres tal como yo te recomiendo <que seas>, es decir: has distinguido cómo es filosofar para ti mismo y cómo es filosofar para la Hélade. Te congratulo (Gnomologio vaticano 76). …huir de la ciudad, como de un daño y ruina de la felicidad (fr. 552).

Sin embargo, con afirmaciones como estas Epicuro no está instando a abandonar toda clase de convención social y regresar a algo así como un ‘estado de naturaleza’, prescindiendo de toda contención política. Es decir, Epicuro no simpatizó ni con la propuesta de los cínicos –para quienes la vida en sociedad tampoco era un valor, pero cuya respuesta a esto era, en líneas generales, un abandono de la vida civilizada en pos de un regreso a la animalidad– ni con alternativas totalitarias o tiránicas: <El sabio> no se hará tirano ni será un cínico (fr. 14).

Retomando el tema de la prescindencia de una educación previa, el hecho de que una formación filosófica no fuera requisito para el ingreso al Jardín hizo que personas de cualquier clase social, incluso mujeres, formaran parte de la comunidad. En este sentido, los testimonios afirman que mujeres honestas como Temista, o de difusa reputación como las cortesanas Hedeia y Leonción, e incluso esclavos como Mys, formaron parte de las huestes filosóficas del Jardín. Ahora bien, ¿significa esto que estamos ante una concepción popular de la filosofía, donde, al modo del sofista Protágoras, nadie sería más sabio que otro sino que todos dirían verdades por igual? De ningún modo. El sabio epicúreo es alguien que posee conocimientos específicos de la naturaleza (physiología). Conoce, por ejemplo, la verdadera naturaleza de los dioses o de la muerte, cosa que le permite apartarse del temor a ambas cosas y diferenciarse, así, de la mayoría de las personas: Jamás deseé agradar a los muchos, pues las cosas que les agradan a ellos, no las conozco, mientras que lo que yo sé, está lejos de su sensiblidad (fr. 187).


No cualquiera es sabio, aunque cualquiera puede llegar a serlo. Un conocimiento preciso y certero de la realidad, de cómo son realmente las cosas, es necesario para ser feliz, pero es necesario tan sólo como medio para la felicidad. De hecho, si no existieran los temores acerca de los dioses, la muerte o los límites de los placeres y los dolores, el estudio de la naturaleza no sería necesario: Si nuestras conjeturas acerca de los cuerpos celestes no nos produjeran ningún sufrimiento, así como tampoco aquellas acerca de la muerte –de modo que nunca sea algo para nosotros–, y tampoco <lo hicieran> aquellas en relación con el hecho de no conocer los límites de los dolores y de los deseos, entonces no necesitaríamos de la ciencia de la naturaleza (Máximas capitales 11).

Para Epicuro no es aceptable aquello que para Aristóteles constituía la máxima aspiración de la filosofía primera: la búsqueda del conocimiento por el conocimiento mismo.18 No hay vida teorética o contemplativa (bíos theoretikós) que valga más que la vida práctica, pues la felicidad reside en la prâxis, no en la theoría. La teoría es necesaria, pero como medio para poder ahuyentar aquello que genera temor a la mayoría de los hombres, temor que, de conocer cómo son realmente cosas, no tendrían. Por lo tanto, el que sigue de cerca la naturaleza y no las opiniones vacías es en todo autosuficiente, pues, en relación con lo que satisface a la naturaleza, toda posesión es riqueza, mientras que, en relación con los deseos indefinidos, incluso la mayor riqueza es pobreza (fr. 202). No se debe estudiar la naturaleza según axiomas vacíos y principios arbitrarios, sino como lo solicitan los fenómenos. Pues nuestra vida no tiene necesidad de irracionalidad ni de opinión vacía, sino del hecho de que vivamos libres de turbación (Diógenes Laercio X, 86-87). El estudio de la naturaleza no forma hombres fanfarrones, ni trabajadores de la voz, ni capaces de mostrar la educación objeto de contienda por parte de las mayorías, sino hombres impetuosos y autosuficientes en lo que respecta a sus propios bienes, <y> no muy preocupados por los bienes que surgen de las cosas (Gnomologio vaticano 45).

La manera de “seguir de cerca” a la naturaleza es conociéndola, sabiendo cómo es realmente. Este conocimiento se vuelve, así, una de las mayores fuentes de autosuficiencia o autarquía (autárkeia) que un hombre puede alcanzar, dado que, sabiendo cómo son realmente las cosas, ya no teme que le ocurra lo que es virtualmente imposible. Ser “autárquico” es, en la filosofía epicúrea, llegar a un punto en el cual la tranquilidad del alma ya no depende de factores externos, como pueden ser la voluntad 18

Algo similar ocurre con las virtudes éticas: no son un fin en sí mismo, sino medios para la obtención de placer y tranquilidad. En el §III.c trataremos la concepción epicúrea de las virtudes.


de dioses caprichosos o el movimiento de los cuerpos celestes. El hombre se debe liberar de tales factores externos, pues en su autarquía reside su libertad: El fruto más importante de la autarquía es la libertad (Gnomologio vaticano 77). El hombre imperturbable carece de sufrimiento, tanto para consigo mismo, como para con el otro (Gnomologio vaticano 79).

La libertad debe entenderse aquí como la independencia del medio externo, tanto otros hombres como las circunstancias digitadas por la fortuna. A su vez, esta liberación de perturbaciones en el alma, esta autarquía que brinda el filosofar, es placentera: En las restantes ocupaciones, el fruto viene para quienes, con dificultad, las han completado; en la filosofía, en cambio, lo placentero marcha junto con el conocimiento, pues el disfrute no se da luego del aprendizaje, sino que aprendizaje y disfrute se dan al mismo tiempo. (Gnomologio vaticano 27)

El temor a los dioses Un ejemplo clásico de lo que, según Epicuro, debe conocerse como realmente es para evitar la turbación en el alma es el injustificado temor a los dioses, tan nocivo para la mayoría de los hombres:19 Los dioses, en efecto, existen, pues el conocimiento que tenemos de ellos es claro. Pero no son tal como la mayoría cree. <La mayoría> no los conserva del modo en que los concibe. No es impío el que rechaza a los dioses de la mayoría, sino el que atribuye a los dioses las opiniones de la mayoría. En efecto, las afirmaciones de la mayoría sobre los dioses no son prenociones, sino falsas suposiciones (Carta a Meneceo 123-124).

No se trata, pues, de una filosofía atea o agnóstica, sino de la insistencia en purgar las opiniones corrientes sobre la divinidad, de manera que todo aquello que atenta contra la tranquilidad del hombre sea modificado. La existencia humana habría estado sumida en profundas limitaciones producto de las incidencias de divinidades opresivas que minaban sistemáticamente el acceso del hombre a una vida plena y feliz. De ahí las loas de Lucrecio, poeta y filósofo romano del siglo I a.C.: Cuando la vida humana yacía a la vista de todos torpemente postrada en tierra, abrumada bajo el peso de la religión, cuya cabeza asomaba en las regiones celestes amenazando con una horrible mueca caer sobre los mortales, un griego osó el primero elevar hacia ella sus perecederos ojos y rebelarse contra ella. No lo 19

Para un estudio pormenorizado acerca de Epicuro y sus dioses, cf. Festugière (1963) y el trabajo de Konstan en Fish y Sanders (2011: cap. 4).


detuvieron ni las fábulas de los dioses, ni los rayos, ni el cielo con su amenazante bramido, sino que aún más excitaron el ardor de su ánimo y su deseo de ser el primero en forzar los apretados cerrojos que guarnecen las puertas de la Naturaleza. 20

Estas modificaciones de la concepción corriente de la divinidad no son, sin embargo, meramente estratégicas, políticas o especulativas, sino que surgen del conocimiento certero de cómo es realmente la realidad. De allí el carácter instrumental del estudio de la naturaleza (physiología), no como fin en sí mismo, sino como medio para desembarazarse, por ejemplo, del temor a los dioses. Algo similar ocurre, pues, con los cuerpos celestes: Y en cuanto a los cuerpos celestes, no hay que creer que su movimiento, revolución, eclipse, salida, puesta y las restantes cosas que les corresponden han surgido de cierta clase de servidor que los ordena u ordenó y que, al mismo tiempo, posee una felicidad completa a causa de su inmortalidad. En efecto, las ocupaciones, las preocupaciones, las iras y las gracias no armonizan con la felicidad, sino que son producto de la debilidad, el miedo y la necesidad del prójimo […]. Es necesario considerar que es función de la ciencia de la naturaleza estudiar con exactitud la causa de las cosas fundamentales, y que la felicidad recae allí, en el conocimiento de los cuerpos celestes. (Carta a Heródoto 76-78)

En este pasaje de la Carta a Heródoto se afirma claramente que un correcto conocimiento de la naturaleza deslinda lo concerniente al movimiento de los astros de lo referente a los dioses. Nada tiene que ver una cosa con la otra. Y esto ocurre porque la función (érgon) de la ciencia que estudia la naturaleza (physiología) consiste en examinar cuidadosa, meticulosa y precisamente los asuntos fundamentales. ¿Por qué razón? Porque de ese modo se evitan temores infundados e innecesarios y, gracias a eso, se alcanza la felicidad. Este es un tema que, por los textos que nos han llegado, parece haber preocupado bastante a Epicuro: No es posible disolver lo que se teme acerca de los asuntos más importantes si no se conoce por completo cuál es la naturaleza del todo y, por el contrario, se adivina alguna de estas cosas según los mitos. De este modo, no es posible captar puros los placeres sin la ciencia de la naturaleza (Máximas capitales 12). El estudio de la naturaleza no forma hombres fanfarrones, ni trabajadores de la voz, ni capaces de mostrar la educación objeto de contienda por parte de las mayorías, sino hombres impetuosos y autosuficientes en lo que respecta a sus propios bienes, <y> no muy preocupados por los bienes que surgen de las cosas (Gnomologio vaticano 45).

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Acerca de la naturaleza de las cosas I, 62. Seguimos la traducción de Valentí Fiol (Barcelona, Bosch, 1976). Cicerón, por el contrario, es sumamente crítico: “Epicuro destruye a dios” (II, 17, 40).


Como ya vimos en el fragmento 202, una de las metas principales de la filosofía epicúrea es ahuyentar las opiniones vacías o vanas, pues son ellas las que generan turbación en el alma. El modo en que Epicuro propone eliminarlas es mediante un adecuado y exacto estudio de la naturaleza. A su vez, esta insistencia en el alejamiento de las opiniones corrientes sobre ciertos temas constituye otro aspecto de la máxima “vive ocultamente”, pues la mayoría de los hombres contamina el alma con sus creencias en mitos y en dioses malhechores que lo amenazan permanentemente: Y al no concebir a la fortuna ni como un dios –como <la> considera la mayoría, pues nada es hecho desordenadamente por un dios–, ni como como una causa insegura, no cree, en efecto, que un bien o un mal sean concedidos por ella a los hombres con vistas a vivir con felicidad, aunque crea que los principios de los mayores bienes y males sean suministrados por ella (Carta a Meneceo 134).

El filósofo es, entre otras cosas, quien puede prescindir de estos elementos nocivos que provienen de su entorno político y volverse, viviendo ocultamente, todo lo autosuficiente o autárquico que un hombre es capaz de ser. No obstante, repitamos que esto no significa que el sabio epicúreo aspire a vivir en soledad, sino que su vínculo social o intersubjetivo fundamental ha dejado de ser el político para volverse fundamentalmente filial a través de la amistad.21 La epistemología epicúrea: sensación, afección y prenoción Ahora bien, ¿cómo se obtienen estos conocimientos certeros? Esto es, ¿de qué modo el filósofo epicúreo explica que los dioses o la muerte tienen la naturaleza que dice que tienen? El problema del criterio de verdad es complejo, pues Epicuro “estima más el placer que la verdad” (fr. 255), esto es, el criterio último parece ser, en cualquier caso, la evitación de dolor y sufrimiento. En términos más particulares o, si se quiere, técnicos, existen al menos tres instancias humanas que concurren al momento de conocer la realidad. En primer lugar, la sensación (aísthesis), primer y fundamental criterio de verdad: Todo bien y mal se dan en la sensación. (Carta a Meneceo 124).

La aísthesis, en tanto aquello capaz de discriminar bienes y males, es, en definitiva, el criterio de verdad:

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Más adelante, en el §III.c, retomaremos este tema.


Si combates contra todas las percepciones sensibles, no tendrás tampoco aquello en relación con lo cual juzgar las que afirmas que son falsas (Máximas capitales 23).

La sensación es, en definitiva, fuente de “la más firme creencia” (he bebaiotáte pístis, CH 63) y la vida es, a su vez, identificada con la sensibilidad: “la muerte es privación de sensación” (Carta a Meneceo 124). Esto coloca a Epicuro en el ojo de la tormenta, pues para muchos de sus predecesores, desde Parménides hasta Platón, la sensación no había tenido buena prensa como fuente de conocimiento. Su falibilidad, mutabilidad e inestabilidad a menudo hicieron que se la identificara más bien con el error o, cuando mucho, con la opinión. También en la reivindicación de la sensación como criterio de verdad la propuesta epicúrea constituye un cambio rotundo en relación con la tradición. A la aísthesis se agrega, como elemento fundamental para el conocimiento, una segunda instancia, la afección (páthos): Sabemos, en efecto, que el placer es bien primero y congénito, y a partir de él damos comienzo a toda elección y evitación, y a él arribamos cuando juzgamos correctamente todo con la afección como criterio (Carta a Meneceo 129).

La afección se constituye como criterio infalible del placer y del dolor, pues ambos consisten, en su dimensión corporal al menos, en algo que afecta al hombre. De allí que sólo podremos juzgar si algo es placentero a partir del modo en que nos afecta: si nos genera placer, entonces es placentero; si nos genera dolor, doloroso. El páthos se vuelve, así, cierta clase de termómetro capaz de medir los placeres que, como vimos, ofician como criterio último de bien y, en definitiva, de felicidad. Dijimos que había tres instancias involucradas en la obtención de conocimiento del mundo; ya hemos mencionado la sensación y la afección. La tercera instancia, de índole más intelectual, viene a completar todos aquellos casos que, por su naturaleza, no le competen a la sensación: Epicuro afirma que las sensaciones, las prenociones y las afecciones son criterios de verdad (fr. 35).

Para Epicuro, si bien fundamental y quizás infalible en cierto sentido, la sensación no basta para el conocimiento, pues “toda sensación es incapaz de discurso e incapaz de cualquier clase de memoria; es incapaz de moverse por sí misma y, cuando es movida por otra cosa, no puede agregar algo ni quitarlo”. 22 Es decir: la sensación no 22

Diógenes Laercio X, 31-32.


acumula (pues es incapaz de memorizar) ni puede ir más allá de lo que le es dado en un momento presente. Asimismo, es incapaz de generar palabra o un discurso (álogos) acerca de su objeto, por lo que siempre requiere ser interpretada. Las sensaciones sólo son capaces de dar testimonio de sí mismas y en el momento en que están siendo estimuladas: el hecho de estar viendo determinado objeto es prueba irrefutable de que estoy viendo ese determinado objeto, pero no de que ese objeto sea un caballo, un buey o un hombre. No sé qué es ese “algo”, tan sólo sé que es algo que existe, pues “lo que no existe no pone nada en movimiento”. 23 A esta percepción sensible hay que sumarle, pues, nuestras opiniones o interpretaciones de lo que estamos percibiendo. Es aquí donde entra en juego la tercera instancia involucrada para la obtención de conocimiento: la prólepsis. Esta “preconcepción”, “prenoción” o “anticipación” (prólepsis) no consiste en algo así como un concepto a priori kantiano, pues guarda relación con la experiencia en tanto resultado a posteriori de una serie de sensaciones repetidas en el pasado. Se trata de cierta imagen mental o concepto general producido por la decantanción en el recuerdo de sensaciones de un mismo objeto: Los epicúreos dicen “prenoción” (prólepsis) como si dijeran “captación” (katálepsis), u “opinión recta”, o “concepto mental” (énnoia), o “pensamiento universal almacenado de lo que a menudo se aparece desde el exterior”, esto es, recuerdo. Por ejemplo: “tal cosa es un hombre”, pues al mismo tiempo que se pronuncia “hombre”, directamente se piensa en el modelo de hombre conforme a a la prenoción <que se tiene de tal concepto>, cuando las sensaciones lideran. Lo que primeramente subyace a todo nombre es, por cierto, evidente.24

La prólepsis es, pues, cierta captación mental universal que, gracias a la memoria, conserva lo que de manera repetida nos afecta desde el exterior. Teniendo en cuenta que, como vimos, la sensación no es capaz de memorizar, es decir, de almacenar aquello que percibe, se vuelve evidente que, de no existir la prólepsis, cada nueva percepción sensible que se tuviera sería siempre la primera. Por ejemplo, cada vez que viera un hombre, me resultaría imposible identificarlo como tal, pues lo percibiría como algo que jamás he visto antes. Sin embargo, para Epicuro es evidente que esto último es contrafáctico, pues cuando veo un hombre –aun cuando sea alguien a quien jamás había visto antes–, lo enmarco en cierto “modelo” o “patrón” (týpos) que he formado gracias a las percepciones que en el pasado tuve de otros hombres: “el papel que desempeña la sensación para la experiencia instantánea y puntual, lo desempeña la prólepsis para la 23 24

Diógenes Laercio X, 32 Diógenes Laercio X, 33.


experiencia prolongada y acumulada”.25 La prólepsis está involucrada en el reconocimiento, clasificación u ordenamiento de nuevas percepciones sensibles en virtud de las percepciones del pasado acumuladas mediante la memoria. Resulta fundamental, en este sentido, el modo en que este concepto es mentado en la Máxima capital 24: Si simplemente habrás de desechar cualquier percepción sensible y no distinguirás entre lo <simplemente> opinado, lo que espera <confirmación> y lo ya presente dado por la percepción sensible, por las afecciones y por toda aprehensión representativa del pensamiento, entonces confundirás también las demás percepciones sensibles con la opinión vacía, de modo que desecharás absolutamente todo criterio (Máximas capitales 24).

Nótese cómo Epicuro retoma aquí el triple criterio de verdad que hemos comentado: la sensibilidad (aísthesis), las afecciones que manifiestan placer y dolor (páthe) y, por último, el pensamiento, aquí caracterizado como “aprehensión representativa” (epibolè phantastiké). La cualificación de esta aprehensión inmediata del pensamiento como “representativa” resulta fundamental a los fines de distinguirla de las falsas aprehensiones: se trata, pues, de captaciones mentales de cosas que efectivamente fueron percibidas, es decir, de realidades concretas, del mundo fenoménico o, en su puro sentido etimológico, “fantástico” (phantastiké), que genera una prólepsis con la cual distinguir (diaireîn) lo opinado de lo confirmado. Si tal aprehensión no fuese phantastiké, podríamos hallarnos ante una falsa suposición (hypólepsis). Pero la prólepsis no sólo se vincula con nuestra experiencia pasada, sino también con la anticipación de nuevas percepciones similares a futuro: Ciertamente, no buscaríamos aquello que buscamos si no lo conociéramos previamente. Por ejemplo: “eso que está abajo, ¿es un caballo o un buey?”. En efecto, es necesario, conforme a a la prenoción <que tenemos de ellos>, haber conocido en algún momento la forma del caballo y la del buey. Tampoco podríamos nombrar algo de no haber aprendido previamente su modelo conforme a a la prenoción. Las prenociones son, por lo tanto, evidentes. Y lo opinable depende de algo evidente previo, a lo cual nos referimos cuando decimos, por ejemplo, “¿de dónde sabemos si esto es un hombre?”.26

Se ve, pues, que sin la prólepsis no podríamos investigar nada que no conociéramos de antemano, pues la sensibilidad siempre se refiere al caso particular en 25 26

Brunschwig (2000: 498). Diógenes Laercio X, 33.


un momento particular, no pudiendo generar acumulación ni generalización ninguna. Sin prólepsis no habría investigación, no habría acumulación ni avance del conocimiento, no habría filosofía y no habría comunicación (pues las palabras servirían para denominar hechos u objetos particulares en momentos particulares, sin garantía de repetición a futuro). Esta propuesta de Epicuro viene a solucionar una paradoja sofística habitual en los siglos V y IV a.C., que Platón recoge en el Menón, en boca del personaje homónimo: ¿Y de qué modo investigarás, Sócrates, eso que en absoluto sabes qué es? Pues, ¿cuál de las cosas que no conoces, luego de proponerla, investigarás? O, incluso si de casualidad encontraras eso que investigabas, ¿cómo sabrás que eso es lo que tú no habías sabido qué era?” (80d).

Según el sofista, el conocimiento es imposible, pues no puedo conocer ni lo que ya conozco –porque ya lo conozco–, ni lo que no conozco –pues, al no saber qué es, no sé hacia dónde avanzar para buscarlo ni, en caso de toparme con ello, tengo manera de reconocer que es justamente eso que estaba buscando–. La respuesta de Epicuro a este tipo de paradojas escépticas consiste en afirmar que el conocimiento es producto de la interacción entre lo acumulado en la prólepsis y los nuevos datos que se presentan a los sentidos, operando la primera como cierta clase de ‘molde mental’ que, formado a partir de la acumulación de captaciones sensibles, resulta capaz de organizar y distribuir el material nuevo aportado por la aísthesis. Así, conocer algo nuevo es posible porque, al estar anticipado por la prólepsis que le da un marco o lo tipifica según un modelo (týpos), nada es, en sentido estricto, absolutamente nuevo.27 Otro ejemplo de un conocimiento surgido de una prólepsis es el que tenemos de los dioses: En otros lugares afirma Epicuro que los dioses son contemplados mediante la razón – los unos diferenciados numéricamente, los otros siendo de idéntico aspecto–, gracias al flujo contínuo de imágenes similares en dirección a una misma forma terminada: la forma humana.28

Como se ve, el flujo de imágenes similares (hómoia eídola) se encamina hacia un modelo terminado que es el que, finalmente, opera como conocimiento cada vez que se piensa en la divinidad: el antropomorfismo. 27

Esto no significa que la prólepsis sea algo siquiera parecido a los conceptos puros kantianos, pues las categorías son a priori, mientras que la prólepsis es producto de la acumulación de captaciones sentibles, es decir, es a posteriori. 28 Escolio a Máximas capitales 1.


Por último, cabe mencionar que esta prólepsis no es infalible, sino que existe también lo que Epicuro denomina “hypólepsis”, algo así como una falsa prenoción o mera suposición: “en efecto, las afirmaciones de la mayoría sobre los dioses no son prenociones (prolépseis), sino falsas suposiciones (hypolépseis)” (Carta a Meneceo 124). La diferencia entre ambas es que la prólepsis es resultado de una cadena de percepciones sensibles coincidentes de un mismo objeto, cadena cuyo primer eslabón es el objeto mismo; la hypólepsis, en cambio, no tiene base real en experiencias pasadas, no obstante lo cual basta para generar la impresión de que se está percibiendo algo ya conocido. El requisito de atención irrenunciable a los fenómenos de la experiencia es algo que también diferencia a Epicuro de corrientes como la platónica, según la cual el ámbito de la experiencia sensible, esencialmente mutable y sujeto a generación y corrupción, no debe ser tribunal de ninguna clase de conocimiento científico. Si se le hubiese preguntado su opinión acerca de las Ideas platónicas, quizás Epicuro las habría tratado de “axiomas vacíos” (axiómata kená) o “principios arbitrarios” (nomothesíai): No se debe estudiar la naturaleza según axiomas vacíos y principios arbitrarios, sino como lo solicitan los fenómenos. Pues nuestra vida no tiene necesidad de irracionalidad ni de opinión vacía, sino del hecho de que vivamos libres de turbación.29

El ejemplo emblemático de este tipo de teorías basadas en falsas suposiciones (hypolépseis) antes que en prenociones (prolépseis) es el de las cosas que la mayoría de los hombres afirma acerca de los dioses: de tanto repetirlo y escucharlo generan una sedimentación en la memoria que hace que, a la larga, terminen creyendo que tales afirmaciones son verdaderas, cuando en realidad no lo son. 30 El problema del modo en que la mayoría concibe a las divinidades no es tanto epistemológico como, en definitiva, práctico: considerar al dios un ser maligno, que observa lo que hacemos y amenaza permanentemente con castigarnos, genera temor, y el temor es el antónimo de la imperturbabilidad (ataraxía). Si recordamos que esta última coincide con la felicidad, entonces aquella consideración de la mayoría nos hace infelices.

29

Diógenes Laercio X, 86-87. Ya hemos citado Carta a Meneceo 123-124: “Los dioses, en efecto, existen, pues el conocimiento que tenemos de ellos es claro. Pero no son tal como la mayoría cree. <La mayoría> no los preserva del modo en que los considera. No es impío el que rechaza a los dioses de la mayoría, sino el que atribuye a los dioses las opiniones de la mayoría. En efecto, las afirmaciones de la mayoría sobre los dioses no son prenociones (prolépseis), sino falsas suposiciones (hypolépseis)”. 30


III. Una ética hedonista Los textos de Epicuro que nos han llegado sobre temas específicamente éticos son tres: la Carta a Meneceo, las Máximas capitales y el llamado Gnomologio vaticano.31 Las últimas dos compilan un conjunto de sentencias que dictan ciertas pautas sobre cómo manejarse en la vida para alcanzar la felicidad. La Carta a Meneceo es un texto en prosa bastante más extenso que las sentencias, en el cual hallamos una serie de consejos prácticos y concretos que reproducen los lineamientos generales del pensamiento epicúreo en lo que a cuestiones éticas respecta. El objetivo tanto de las sentencias como de la carta parece ser la extirpación de un malestar, de un “dolor” 32 corporal o intelectual proveniente, en un caso, de ciertas carencias sufridas por nuestro cuerpo, y en el otro, de las falsas creencias que perturban nuestra alma. El camino que conduce a la cura de estas falencias es la filosofía. Ya hemos dicho que el contexto socio-cultural y político en el que se desarrollan las enseñanzas del Jardín se define, entre otras cosas, por el estado de indefensión de un individuo que deja de hallar en el seno de la comunidad política el ámbito propicio para el ejercicio de su humanidad, es decir, para la felicidad. En este contexto, la ética epicúrea considera que el temor es el principal flagelo que aqueja al nuevo hombre cosmopolita: Pero, además de estas cosas, es preciso para absolutamente todos comprender de modo cabal lo siguiente: que la turbación (tárakhos) más fundamental surge para las almas humanas por el hecho de opinar que las mismas cosas son tanto felices como inmortales […], y también surge por esperar algo terrible y eterno o por formar sospechas conforme a los mitos: ya sea temiendo la falta de sensibilidad misma que se da en la muerte –como si ella pudiese estar junto a nosotros–, como por padecer estas cosas […]. La imperturbabilidad (ataraxía) se da por el hecho de liberarse de todas esas cosas (Carta a Heródoto 81-82).

Estos males aquí enumerados no son privativos de clases o grupos etarios, sino que aquejan a todos los hombres. De allí que “Que nadie, por ser joven, retrase el filosofar, ni, por ser ya viejo, se canse de filosofar. Pues nadie es ni inmaduro ni demasiado maduro en relación con la salud del alma” (Carta a Meneceo 122).33 Siguiendo un esquema de oposiciones común en el mundo griego clásico, Epicuro opone a estos dolores el “placer” (hedoné) que, en tanto “principio y fin de una vida 31

Todos ellos traducidos completos en la Selección de textos de este mismo volumen. Los términos epicúreos comúnmente traducidos por “dolor” son al menos tres: pónos y algedón (en referencia al dolor físico), lýpe (en referencia a la perturbación anímica). 33 No obstante, en Gnomologio vaticano 17, Epicuro parece privilegiar la vejez por sobre la juventud: “No es más feliz el joven, sino el viejo que ha vivido noblemente. Pues todo joven, en la flor de la vida, es desviado de su curso distraído por la fortuna. El viejo, en cambio, ha anclado en la vejez como en un puerto, tras abrazar con un goce seguro los bienes que antes lo desesperaban”. 32


feliz” (Carta a Meneceo 128), a la vez que “bien primero y congénito” (Carta a Meneceo 129), se erige como contrapartida de las carencias de un hombre aquejado por turbaciones tanto somáticas como psíquicas. El hecho de que el placer, en tanto criterio de una vida feliz, sea algo connatural (sýmphyton) y congénito (syngennikón), da la pauta de que la ética epicúrea no es de índole deontológica, es decir: lo correcto no es el deber, lo que se debe hacer, sino aquello que procure placer o evite el dolor. Y ocurre que este placer constituye el estado natural de nuestro cuerpo y alma. El dolor o la turbación, por el contrario, son producto de las diversas circunstancias artificiales que atraviesa nuestra vida. De ahí que, como decíamos, la ética epicúrea no sea deontológica sino, quizás, de corte más bien naturalista: para ser feliz hay que ser y hacer lo que naturalmente somos, pues allí se encuentra el placer. Las razones por las cuales, según Epicuro, no solemos hacer lo que naturalmente querríamos hacer se hallan, como hemos visto, en la educación artificial y nociva. Podemos, así, enumerar ciertas características principales de la ética epicúrea. Es una ética teleológica, pues el criterio para dirmir si una acción es buena o mala no reside en la intención del agente, sino en el fin (télos) que dicha acción persigue: para Epicuro no es la intención lo que cuenta (por qué se hizo lo que se hizo), sino para qué se lo hizo (si con vistas a obtener placer y evitar el dolor, o lo contrario). En segundo lugar, es una ética eudemonológica, pues ese fin es identificado con la felicidad (eudaimonía): una acción será éticamente buena si conduce a la felicidad del agente. En tercer lugar, se trata de una ética hedonista, pues la felicidad es identificada con el hecho de sentir placer o carecer de dolor. Se la puede considerar, a su vez, una ética naturalista por cuanto dicho placer es algo connatural al hombre. Por último, como veremos más adelante, también se puede hablar de cierto relativismo que, a diferencia de propuestas universalistas como la platónica, hace de lo placentero algo más bien relativo al agente particular. Detengámonos, en lo que sigue, en el concepto epicúreo de “placer” (hedoné). El término refiere originalmente a los placeres o goces sensuales; de allí su filiación original con lo corporal en tanto sede de los estímulos sensoriales. Sin embargo, tanto Epicuro como antes que él Aristóteles y Platón extienden el placer a instancias que trascienden lo estrictamente corporal-sensorial, es decir, reconocen ciertos placeres del alma o ‘intelectuales’. En el caso puntual de Epicuro, la demarcación es tan clara que, ya en su lecho de muerte, puede escribirle a su amigo Idomeneo: “la enfermedad de la


vejiga y la disentería prosiguen su curso sin admitir ya incremento en su habitual agudeza; pero a todo eso se opone el gozo del alma por el recuerdo de nuestras conversaciones pasadas” (fr. 138).34 El hombre se construye, en definitiva, sobre la base del recuerdo de lo que ha hecho en el pasado; no recordar lo que ocurrió es equivalente a nacer de nuevo: “el anciano que olvida el bien pasado ha nacido hoy mismo” (Gnomologio vaticano 19).35 Ya hemos hablado del carácter principal del placer, “principio y fin de una vida feliz”, así como también de su connaturalidad. Esto, a la vez que lo constituye como criterio de una vida feliz, hace de dicho criterio algo evidente por sí: lo placentero es bueno, por el hecho mismo de ser placentero, mientras que lo doloroso es malo, por el hecho mismo de ser doloroso. Cualquier otro bien que no sea el placer, es deseado como medio para acceder, en última instancia, al placer. La clasificación epicúrea de los placeres Más allá de la distinción entre placeres vinculados con el cuerpo y con el alma, Epicuro realiza otra serie de clasificaciones y definiciones que vale la pena comentar, como por ejemplo la clasificación de los placeres en “cinéticos” y “catastemáticos”. Hasta ahora hemos dicho que el placer se define, en líneas generales, como aquello que sobreviene cuando el dolor se retira: “la expulsión de todo el dolor es el límite de la magnitud de los placeres. Donde haya placer, durante el tiempo que dure no existe ni dolor físico, ni anímico, ni ambos al mismo tiempo” (Máximas capitales 3). Más adelante comentaremos qué consecuencias puede tener el hecho de que el placer, es decir, lo que debería constituir la piedra fundamental de un “hedonismo”, se defina como ausencia de dolor en el cuerpo y el alma. Dejando por un momento esta cuestión de lado, vemos que Epicuro distingue dos modos diferentes de sentir placer, ambos entendidos como cierta ausencia de dolor o perturbación. Para poder dar cuenta de esto, debemos dar algunas precisiones sobre el significado de “sentir dolor”.

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De todos modos, para Epicuro la distinción no es, teniendo en cuenta su física de base atomista, tan tajante como para Platón y Aristóteles: “cuerpo y mente se hallan uno con otra en físico contacto; las sensaciones placenteras son hechos ‘corporales’...” (Long, 1994: 74). 35 El modo en que Epicuro concibe el tiempo futuro va en la misma dirección: “no hay que arruinar las cosas presentes debido al deseo de las ausentes, sino tener en cuenta que también las presentes estuvieron <alguna vez> entre las deseadas.” (Gnomologio vaticano 35). Privilegiando, por sobre todas las cosas, el presente, se lo utiliza para hacer del futuro algo que, eventualmente, podría llegar y no como fuente de perturbación por no estar aquí aún. La prueba de que el futuro puede llegar es que el presente, que aquí está, que existe, fue alguna vez futuro.


La física epicúrea tiene sus raíces en el atomismo de Demócrito, es decir, concibe un kósmos organizado según dos principios rectores: átomos y vacío. 36 Recordemos que una de las características básicas del atomismo griego es el materialismo, es decir: todo lo existente es material-corporal, no existe nada incorpóreo (asómaton). El ser humano tampoco escapa de la materialidad del universo epicúreo, pues incluso su alma es corporal: “es necesario observar, volviendo a las sensaciones y las afecciones –pues así existirá la más firme creencia–, que el alma es un cuerpo compuesto de minúsculas partículas, disperso a lo largo de todo el compuesto, parecido al aire, y tal que posee cierta mezcla de calor” (CH 63). Y esto es así porque “no es posible concebir lo incorpóreo por sí mismo, a no ser el vacío, y el vacío no puede ni realizar ni padecer nada, sino sólo permitir el movimiento entre los cuerpos. De modo que quienes dicen que el alma es incorpórea hablan locuras, pues, si esto fuese posible, no podría ni realizar ni sufrir nada” (CH 67). La naturaleza humana consiste en un compuesto (áthroisma) de átomos y vacío funcionando armónicamente. Ahora bien, puede suceder –de hecho sucede– que la armonía se pierda y que el equilibrio natural sea aquejado por las carencias naturales propias de un ser vivo, por ejemplo la sed o el hambre. Es entonces cuando sentimos dolor (en este caso corporal): en la pérdida de cierto tipo de homeostasis o equilibrio natural. Dice al respecto García Gual: “el placer es el estado natural de los seres vivos, mientras que el dolor, tanto en su vertiente física como espiritual, es algo que interrumpe la armonía placentera del organismo”. 37 De lo dicho hasta aquí podemos inferir inmediatamente que si la ruptura de la armonía natural es dolorosa, entonces la conservación de dicha armonía será placentera: “la naturaleza es débil en relación con el mal, pero no en relación con el bien, pues es preservada por los placeres y destruida por los dolores” (Gnomologio vaticano 37). De allí que un primer sentido del placer esté vinculado con cierto movimiento de recomposición de la armonía natural, es decir: tomar cuando se tiene sed o comer cuando se tiene hambre son actividades placenteras en la medida en que contribuyen a restablecer el equilibrio perdido producto de una carencia. Estamos ante una satisfacción cinética en el sentido de que esta clase de goce radica en el proceso o movimiento mismo de restitución del equilibrio natural. Este placer “cinético” no sobreviene una vez que la sed ha sido

36

Más adelante, en el §V, nos detendremos específicamente en los antecedentes atomistas –democríteos particularmente– de Epicuro. 37 García Gual (1996: 154). En la misma línea interpretativa, afirma Long que “el dolor es ruptura de la constitución <atómica> natural” (1994 :71).


saciada, sino que surge en y por la acción misma de saciarla. Como se ve, esta clase de placer supone una falta previa a sanar paulatinamente.38 Sin embargo, la piedra fundamental del hedonismo epicúreo no es este placer cinético, sino el placer llamado “catastemático”, que surge una vez que se ha recobrado el equilibrio producto de una carencia. El adjetivo griego “katastematiké” deriva del verbo kathístemi cuyos significados rondan las nociones de “poner”, “colocar”, “establecer”. De allí que algo katastematikón sea algo “establecido”, “completado” o “saciado”. Algunos intérpretes entienden el placer catastemático como cierto “movimiento firme o estable que debe darse en la imperturbabilidad y la ausencia de dolor”.39 Es decir, “cuando el organismo sufre un desequilibrio, experimentamos dolor; pero en cuanto ese dolor desaparece alcanzamos el placer catastemático, definido por esa ausencia de dolor”.40 Este nuevo tipo de placer, definido como “imperturbabilidad (en el alma) y ausencia de dolor (en el cuerpo)” (ataraxía y aponía, respectivamente), no presupone, como su par cinético, un dolor previo a sanar, sino que consiste en el ejercicio de la propia naturaleza restablecida, naturaleza que es en sí misma placentera cuando se haya en armonía.41 Es decir que el fin de aquel proceso o movimiento regenerativo que llamábamos “placer cinético” es un estado también placentero pero estable, que se da en la completitud de una naturaleza en equilibrio, compuesta, plena (un pléroma). Por lo tanto, en lo que al cuerpo respecta la felicidad puede ser definida como la “sólida estabilidad de la carne” (Fr. 68). Si a esto agregáramos algo así como ‘la sólida estabilidad del alma’ o, en términos de Epicuro, “imperturbabilidad” (ataraxía), podríamos hablar de una felicidad completa. No obstante, para alcanzar este placer catastemático es preciso haber sentido antes el placer cinético producto del saciamiento de las carencias que lo motivaron, esto es, “no se goza al no experimentar la sed si no se la ha saciado antes”. 42 Aunque ambas clases de placer se complementan, no por ello resultan ni equivalentes ni intercambiables. El privilegio está puesto en el placer catastemático en tanto meta o finalidad del proceso cinético de recomposición. Placeres cinéticos y catastemáticos no se oponen sino que, más bien, se complementan. Esta tesis se justifica en el hecho de que, según su interpretación, la satisfacción del placer cinético –esto es, “la voz de la carne: no tener hambre, no tener sed, no tener 38

Cf. Platón, República IX, 583e para una concepción semejante de esta clase de placeres. Boeri (2000: 35). Pocas líneas después, Boeri agrega que “el bien de la vida humana, lo que produce felicidad, es el placer catastemático”. 40 García Gual (1996: 157). 41 En palabras de García Gual: “... el estado placentero es lo natural” (1996: 159). 42 Brunschwig (2000: 511). 39


frío” (Gnomologio vaticano 33)– constituye un primer escalón necesario, aunque no suficiente, para la consecución del catastemático –esto es, “no sentir dolor en el cuerpo ni perturbación en el alma” (Carta a Meneceo 131)–. Epicuro propone, en definitiva, dos tipos de placer: uno procesual (cinético o cinético) y otro estable (catastemático). Asimismo, identifica explícitamente la vida feliz con el segundo en tanto estado de saciamiento, de completud: Un estudio sin vacilación de tales <deseos> sabe conducir toda elección y <toda> evitación hacia la salud del cuerpo y hacia la imperturbabilidad del alma, por cuanto esa es la finalidad del vivir con felicidad. En efecto, es para esto que hacemos todas las cosas: para no sentir dolor ni turbación (Carta a Meneceo 128).

Cuando su composición atómica está armónicamente organizada, el ser vivo no tiene que buscar otra cosa con la que habrá de satisfacer o saciar (symplerósetai) el bien del alma y del cuerpo, porque entonces ya nada le falta, porque entonces está realizado o completo o, lo que es equivalente, porque entonces es feliz: “todo sucede entonces como si, al suprimir el estado de insatisfacción que lo absorbía en la búsqueda de un objeto particular, el hombre por fin quedara libre de poder tomar conciencia de algo extraordinario, que ya estaba en él de manera inconsciente: el placer de la existencia”. 43 La felicidad consiste, entonces, en la ausencia de perturbación, en la tranquilidad del ser, en la paz más íntima de la existencia que no encuentra obstáculos para el más mínimo de los ejercicios, vivir. A propósito de esto último, opina Nietzsche: Veo a su ojo mirar hacia un mar amplio y blanco, por encima de acantilados en los que reposa el sol, mientras que animales pequeños y grandes juegan en su luz, seguros y tranquilos, como esta luz y su propio ojo. Sólo alguien que sufre continuamente ha podido inventar tal felicidad, la felicidad de un ojo para el cual el mar de la existencia se ha quedado en calma, y que ahora ya no puede saciarse de mirar su superficie y la multicolor, delicada, estremecida piel del mar: nunca hubo antes tal modestia de la voluptuosidad.44

Pero en este punto Epicuro hace una afirmación por demás llamativa: No aumenta el placer en la carne una vez que fue expulsado absolutamente todo lo que produce el dolor generado por la falta <de algo>, sino que sólo se colorea. El límite del pensamiento, límite en relación con el placer, lo genera el cálculo de estas cosas, así como también de las que están emparentadas con ellas, que procuran los mayores dolores al pensamiento (Máximas capitales 18).

43 44

Hadot (1998: 131-132). Nietzsche (1999 [1882]: §45).


Esta coloración, embellecimiento o diversificación (poikíllesthai) que deviene una vez que el dolor –entendido como la descomposición del compuesto de átomos– ha sido paliado, no es, en sentido estricto, un placer en sí mismo; ni siquiera “acrecienta” el placer que se ha obtenido una vez eliminado dicho dolor. 45 ¿Cómo se articula esta “coloración”, entonces, con lo que hemos visto hasta aquí? La coloración que sobreviene luego de haber alcanzado el placer catastemático ya no es estrictamente placentera, sino diversificadora (poikíllesthai) del placer ya alcanzado. Esto se explica echando mano de la clasificación epicúrea de los deseos según su necesidad y naturalidad: Y se debe considerar que, de los deseos, unos son naturales, pero otros vacíos, mientras que, de los naturales, algunos son necesarios, pero otros solamente naturales. Y de los necesarios, unos son necesarios en relación con la felicidad, otros en relación con la ausencia de sufrimiento del cuerpo, y otros en relación con el vivir mismo. (Carta a Meneceo 127).

La Máxima capital 29 va en la misma dirección: De los deseos, unos son naturales y necesarios, otros naturales pero no necesarios, mientras que otros no son ni naturales ni necesarios, sino que surgen de una opinión vacía. [Epicuro cree que son naturales y necesarios los que liberan del dolor, como la bebida para la sed. Y cree que son naturales y no necesarios los que tan sólo colorean el placer sin quitar el dolor, como los alimentos abundantes. Y cree que los que no son ni naturales ni necesarios son como las coronas y la colocación de estatuas] (Máximas capitales 29).

Las carencias señaladas más arriba en Gnomologio vaticano 33 (hambre, sed, frío) son ejemplos de aquello que deseamos natural y necesariamente: la “voz de la carne” constituye un primer tipo de deseo (epithymía) “natural y necesario”, pues es motivado por carencias naturales que necesariamente deben ser suplidas para poder sobrevivir. La satisfacción primaria de tales deseos –satisfacción que produce placer cinético– se complementará una vez que el dolor cese y devenga el placer catastemático.46 Mas, llegados a este punto natural y necesario, es decir, una vez extirpado el dolor producto de una carencia natural, existe una instancia postrera que, si bien satisface un deseo natural, no es en modo alguno necesario: “y cree que son 45

Digamos, no obstante, que la diversificación (poikíllesthai) podría interpretarse como un nuevo placer cinético que sobreviene una vez alcanzado el catastemático (cf. Long, 1994: 73). Quedaría por resolver, no obstante, la cuestión de la existencia de cierto tipo de placer cinético que no seguiría a una carencia (éndeia). 46 Platón también había hecho una clasificación de los deseos (epithymíai) en “necesarios” y “no necesarios” en virtud de cada clase de hombre político: timocrático, oligárquico, democrático y tiránico. Cf. República VIII 554a, 558d y IX 571b.


naturales y no necesarios los que tan sólo colorean (poikilloúsas) el placer sin quitar el dolor, como los alimentos abundantes” (Máximas capitales 29). La sed nos compele natural y necesariamente a saciarla; caso contrario, el hombre acabaría muriendo. Esto puede hacerse, por cierto, tanto con agua como con vino. Si bien en ambos casos saciaremos la carencia y restableceremos el equilibrio natural, con el vino existe un plus que, en términos de lo que el dolor (la sed) estrictamente es, no es en modo alguno necesario (aunque siga siendo natural), pues el vino no es condición sine qua non, necesaria, para saciar la sed. Este plus que agrega el hecho de que la sed haya sido saciada con vino en lugar de agua es lo que diversifica o colorea el placer obtenido y, según lo dicho, sobreviene “una vez que se ha extirpado el dolor”. En Máximas capitales 29 vimos que eso se logra, por ejemplo, con alimentos abundantes: “... si escogemos el pescado en vez del pan, el placer no se incrementa, sólo ‘se colorea’ (o ‘varía’)”.47 Hablar de “coloración” implica, pues, que el placer catastemático en cuestión no aumenta, sino que adquiere colores o matices distintos a los mínimos requeridos para ser placentero. Lo potencialmente problemático de este tipo de coloraciones es que acostumbrarse a lo innecesario puede perturbar el camino hacia uno de los mayores bienes, la autarquía (autárkeia), instancia necesaria para que “si acaso no tuviésemos muchas cosas, nos baste con pocas” (Carta a Meneceo 130). Acostumbrarse a saciar la sed con vino, un bien escaso y eventualmente caro –a diferencia del agua–, puede traducirse en una perturbación a futuro si es que en algún momento ya no se pudiera acceder a él: Gozo con el placer del cuerpo cuando tomo agua y pan, y escupo sobre los placeres que surgen de la abundancia, no por ellos mismos, sino por las dificultades que los acompañan (fr. 181). Envíame una pequeña vasija de queso, para que, cuando quiera, pueda darme un fastuoso banquete (fr. 182). Es mejor para ti ser corajudo yaciendo en un lecho de paja, que ser perturbado por tener una cama de oro y una mesa abundante (fr. 207). Epicuro dice en sus cartas que se basta sólo con agua y con un simple pan (Diógenes Laercio X, 11).

Hay que acostumbrarse a sentir placer con poco, de manera que, toda vez que podamos acceder a un plus –como puede ser el vino–, el estado ya katastemáticamente

47

Hossenfelder (1993: 265).


placentero varíe, se coloree, pero sin que corra riesgo el placer en sí; a lo sumo, correrá riesgo la coloración, pero esta, como vimos, no es algo necesario. Hallamos, así, cierta instancia placentera adicional, que se adosa al ejercicio del placer propiamente dicho, y que puede surgir o no. El hecho de que no surja no implica una disminución del placer: “no aumenta el placer en la carne una vez que fue expulsado absolutamente todo lo que produce el dolor generado por la falta <de algo>, sino que sólo se colorea” (Máximas capitales 18). De este modo, es posible ver que esta coloración adicional no sería en sentido estricto un placer, sino una diversificación de un placer identificado eminentemente con el goce catastemático en tanto ausencia de dolor y perturbación. La diversificación del placer satisface, no obstante, un deseo natural aunque no necesario, lo cual significa que la felicidad –entendida como aponía del cuerpo y ataraxía del alma– no necesita de tal diversidad para alcanzarse. El lugar del placer en la ética Ya hemos citado aquel pasaje fundamental de la Carta a Meneceo donde se clasifican los deseos: Un estudio sin vacilación de tales <deseos> sabe conducir toda elección y <toda> evitación hacia la salud del cuerpo y hacia la imperturbabilidad del alma, por cuanto esa es la finalidad del vivir con felicidad. En efecto, es para esto que hacemos todas las cosas: para no sentir dolor ni turbación (Carta a Meneceo 128).

En este pasaje podemos ver que el placer y el dolor están implicados tanto en nuestras acciones como en nuestras evitaciones. Ahora bien, en el texto citado Epicuro habla más bien de los deseos (epithymíai) que de los placeres (hedonaí). Para comprender la relación entre ambos, veamos el modo en que Epicuro entiende el placer: La expulsión de todo el dolor es el límite de la magnitud de los placeres. Donde haya placer, durante el tiempo que dure no existe ni dolor físico, ni anímico, ni ambos al mismo tiempo. (Máximas capitales 3).

Es decir, si el placer proviene de la ausencia de dolor (a-ponía) en el cuerpo y de la ausencia de turbación (a-taraxía) en el alma, evidentemente un deseo que tenga por objeto aquello que elimina el dolor será un deseo que proporcione placer. De aquí que los deseos naturales y necesarios, esto es, aquellos sin los cuales no es posible lograr la reconstitución del equilibrio natural, sean naturales y necesarios en la medida en que su cumplimiento proporciona placer y, por ello, guían nuestras elecciones y


evitaciones conduciéndonos a la vida feliz. Es esto mismo, a su vez, lo que los vuelve éticamente relevantes, pues son los que encaminan las decisiones hacia la felicidad, criterio último de lo bueno y lo malo. El vínculo que existe entre el sentir placer y el no sentir dolor es estrecho: Toda vez que digamos que el placer es la finalidad, no hablamos de los placeres de los viciosos ni de los placeres que radican en el <mero> goce –como consideran algunos que son ignorantes, no están de acuerdo o lo han recibido mal–, sino <que hablamos de> no sentir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma (Carta a Meneceo 131).

No obstante, esto no significa que sean lo mismo. Si sentir placer no fuese otra cosa que no sentir dolor, alguien podría afirmar que “no es posible deducir el placer del requisito de estar libre de dolor; resulta incomprensible el que alguien que no sienta placer no pueda estar de todas maneras libre de dolor [...]; la preocupación última de Epicuro no es el placer sino la paz interior”. 48 Una interpretación como esta afirma que la ausencia de perturbación en el alma (ataraxía) y la ausencia de dolor corporal (aponía) no son definiciones de “felicidad” sino más bien de “in-felicidad”, esto es, Epicuro no estaría dando una definición en términos positivos. Sin embargo, lecturas como esta se basan en el supuesto de que el placer catastemático –identificado, como ya vimos, con la felicidad– se agota sin más en la ausencia de dolor, sin introducir ninguna variante cualitativa que supere tal estado de mera impasibilidad. Dicho supuesto podría ser al menos cuestionado: “Pues tenemos necesidad de placer en este momento, a saber: cuando sentimos dolor por no estar presente el placer. Cuando no sentimos dolor, en cambio, ya no necesitamos del placer. Y por esto decimos que el placer es principio y fin del vivir con felicidad” (Carta a Meneceo 128). Vemos aquí que, así como no necesitamos placer cuando no sentimos dolor, sentimos dolor cuando no sentimos placer, lo cual significa que el placer puede pensarse como ausencia de dolor y el dolor puede ser considerado ausencia de placer. Se abre, pues, la obvia cuestión de cuál prevalece, es decir, cuál viene primero en este aparente círculo vicioso. Pues bien, Epicuro es claro: no hay tal círculo vicioso o, en todo caso, si lo hay, tiene un comienzo: “el placer principio y fin de una vida feliz [...] <es> el bien primero y connatural” (Carta a Meneceo 129). Por último, recordemos que, según hemos visto, el estado

48

Hossenfelder (1993: 255).


natural del hombre –una armoniosa organización de sus átomos– es placentero, con lo cual lograr la ataraxía y la aponía parece ser algo más que la mera ausencia de dolor.49 Veamos, a continuación, este carácter principal del placer en la ética epicúrea. Sabemos, en efecto, que el placer es bien primero y congénito, y a partir de él damos comienzo a toda elección y evitación, y a él arribamos cuando juzgamos correctamente todo con la afección como criterio. (Carta a Meneceo 129).

Epicuro hace del placer que nuestras acciones nos proporcionan aquello en lo que nos fijamos al momento de optar entre dos posibles alternativas. Sobre esto último, no hay que olvidar que los textos que citamos forman parte de la ética epicúrea y, por ello, involucran cierta posición a propósito de un modo de vida que, en el marco del eudemonismo helenístico, tiene a la felicidad como finalidad (télos). Es decir, Epicuro tiene en mente la búsqueda de aquel ‘criterio’ que nos permita diferenciar los caminos a seguir de aquellos a evitar, esto es, las elecciones (hairéseis) y evitaciones (phygaí) respectivamente. Se ve, pues, que este lugar lo ocupa el placer (hedoné), en la medida en que consituye el verdadero camino hacia la felicidad: Si las cosas que producen los placeres de los viciosos disolvieran los temores del pensamiento y los temores relacionados con los fenómenos celestes, <disolvieran también> la muerte y los dolores <del cuerpo>, y si, además, les enseñaran el límite de los deseos, entonces no tendríamos nada que censurarles, por estar ellos satisfechos de placeres por todos lados y no sentir por ningún lado ni dolor, ni pena –lo que es, precisamente, el mal– (Máximas capitales 10).

El placer es un bien tan central y fundamental en la vida práctica epicúrea que hace de su antónimo, el dolor, el verdadero y supremo mal. Así, incluso el “insalvable” encuentra la posibilidad de hacer su propio camino sin ser criticado por su modo de vida, siempre y cuando sus placeres ahuyenten las mentiras (esto es, los dolores del alma) y demarquen un límite que no atente contra la autarquía abultando lo innecesario. Nuevamente, la llave para la felicidad está en el placer, pues “a él arribamos cuando juzgamos correctamente todo con la afección como criterio” (CM 129). Vemos, así, que la vida feliz se alcanza gracias a los placeres que, cual phármakon, sanan el dolor restituyendo nuestro equilibrio natural. No casualmente, en esto consiste la definición epicúrea del hombre sabio (sophós):

49

Sobre este tema señala Boeri que “la supresión del dolor, efecto totalmente negativo, no es el contenido del placer, sino que éste se produce cuando el dolor ha sido suprimido” (2000: 133, nota 30).


Y del mismo modo que, en relación con el alimento, no elige por cierto el más abundante, sino el más placentero, de ese mismo modo, en relación con el tiempo, no disfruta el más extenso, sino el más placentero; de ese mismo modo, tampoco escoge el alimento más abundante sino el más placentero, como tampoco disfruta del tiempo más duradero, sino del más placentero (Carta a Meneceo 126).

Tratando de aconsejarnos nuevamente en dirección a la autarquía, Epicuro destaca la capacidad del sabio de vivir la vida de un modo cualitativamente placentero, sin importar los aspectos cuantitativos. De allí la necesidad de moderar los placeres, con vistas a evitar un hedonismo extremo o desenfrenado: “gozo con el placer del cuerpo cuando tomo agua y pan, y escupo sobre los placeres que surgen de la abundancia, no por ellos mismos, sino por las dificultades que los acompañan” (fr. 181).

El placer y la virtud El placer y el cálculo hedonista ¿Son la virtud y el placer dos conceptos contradictorios? ¿Son, acaso, simplemente contrarios? ¿O es posible hablar de complementariedad? Epicuro es por demás claro en este punto. Para él existe cierta complementariedad entre el placer y la virtud: No es posible vivir placenteramente sin vivir prudente, noble, ni justamente, así como tampoco es posible vivir prudente, noble y justamente sin vivir placenteramente. Para quienquiera que no se dé esto, no es posible vivir placenteramente (Máximas capitales 5).

La máxima no podría ser más explícita en cuanto a la necesidad de prudencia (phrónesis), nobleza (tò kalón) y justicia (dikaiosýne) para vivir placenteramente –es decir, para ser feliz– y a la inversa. Mas esto no debe llevarnos a considerar las virtudes epicúreas como fines en sí mismos, fines alternativos al placer, pues ellas constituyen más bien un complemento que facilita la purga de los dolores: “el placer requiere, para su logro, un razonado sopesar de las ventajas y desventajas relativas de un acto o situación dados, una capacidad para controlar deseos cuya satisfacción pueda envolver dolor para el agente, liberación de temor al castigo y otros tales”. 50 Es decir, en Epicuro existiría algo así como un “cálculo hedonista” que pondera las diversas circunstancias particulares propiciando la disminución de los dolores y la obtención de placer. Justamente es la prudencia (phrónesis) aquella virtud que acompaña el desarrollo de la

50

Long (1994: 75).


autosuficiencia (autárkeia) personal posibilitando la independencia respecto de deseos innecesarios. Es la phrónesis, pues, la encargada de realizar aquel cálculo hedonista: Pues ni las borracheras, ni las juergas sin pausa, ni los goces con jóvenes y con mujeres, ni con pescados ni con las demás cosas que aporta una mesa extravagante, engendran una vida placentera; por el contrario, esto <lo hace> el sobrio razonamiento que examina las causas de toda elección y evitación, y que expulsa las opiniones a partir de las cuales una grandísma turbación se apodera de las almas. Y de todo esto la prudencia es principio y máximo bien (Carta a Meneceo 132).

Se habla, como se ve, de un razonamiento (logismós) que, surgido de la prudencia –que es su “principio” (arkhé)–, realiza cierta clase de cálculo racional que busca maximizar placeres y minimizar dolores. En palabras de Hegel: “aunque Epicuro determine el placer como el criterio de lo bueno, postula, sin embargo, una conciencia altamente desarrollada, una reflexión encargada de calcular si el placer no llevará aparejadas consecuencias desagradables”.51 Ahora bien, este cálculo hedonista no es meramente cuantitativo, sino que debe ponderar las clases de placer involucrados en la situación particular –placeres y dolores del cuerpo y del alma–, tanto desde la perspectiva del momento presente como en su proyección a futuro. En efecto, evitar dolores corporales en el presente podría traer aparejada una serie mucho mayor de dolores en el futuro: “el criminal es un mal calculador: incluso si escapa de un castigo corporal inmediato, lo perseguirá hasta su último suspiro la angustia de ser capturado”.52 El hedonismo epicúreo no aboga, pues, en favor de cualquier placer, en cualquier caso y en toda circunstancia, sino que la razón impone una norma o medida que no se debe traspasar.53 De allí que la escasez no sea un mal en sí mismo. Quien la considera un mal resulta igual a quien vive una vida de excesos: “también en la escasez existe cierta pureza. Quien es incapaz de reconocerla padece algo parecido a quien ha sucumbido a causa de la falta de límites” (Gnomologio vaticano 63). Epicuro concluye el pasaje citado más arriba insistiendo en la conaturalidad que existe entre placeres y virtudes: “las virtudes son connaturales al hecho de vivir placenteramente y el vivir placenteramente es inseparable de ellas” (Carta a Meneceo 132).54 La centralidad de la 51

Hegel (1955 [1833]: 396). En Carta a Meneceo 130 se hace mención explícita de cierto “cálculo comparativo” (symmétresis), capaz de ponderar lo beneficioso y lo dañino: “sin embargo, conviene juzgar todo esto mediante un cálculo comparativo y una observación de las cosas convenientes y de las perjudiciales, pues en ciertas ocasiones nos servimos de lo bueno como si fuese malo, y en otras, a la inversa, de lo malo como si fuese bueno”. 52 Brunschwig (2000: 510). 53 Recuérdese el caso ya mencionado del insalvable, que debe encontrar los límites de sus placeres. 54 “El justo es el más imperturbable (ataraktótatos), y el injusto está repleto de gran turbación” (Máximas capitales 17). Recordemos que la felicidad consiste en la aponía del cuerpo y la ataraxía del alma.


prudencia –que se expresa en la moderación (sophrosýne)– nos permite confirmar que Epicuro se enrola en la extensa lista de filósofos griegos que contruyen una ética en la que las virtudes ocupan un papel fundamental. Lo que sí ha sido modificado en el epicureismo es el carácter final de las virtudes, reubicadas aquí como medios capaces de conducir al placer, único fin que Epicuro reconoce:55 Las virtudes se eligen a causa del placer, no por sí mismas, tal como la medicina se elige a causa de la salud (fr. 504). Se debe honrar lo bello, las virtudes y las cosas por el estilo toda vez que procuren placer. Si no lo hacen, se las debe mandar a pasear (fr. 70). Yo pido por los placeres duraderos y no por virtudes vacías, inútiles y con perturbadoras esperanzas en los frutos (fr. 116).

Finalmente, no sólo los valores éticos deben ordenarse, para ser tales, al placer; lo mismo ocurre con valores estéticos: Escupo sobre lo bello y sobre quienes lo admiran vanamente, toda vez que no produzca ningún placer (fr. 512).56

La amistad No obstante lo dicho en el apartado anterior, la virtud principal de la ética epicúrea no es ni la prudencia, ni la justicia. Al comienzo de este estudio preliminar insistimos en el sentido fundamental que tuvo el Jardín como contexto donde practicar la filosofía: ya no se trataba, como en el caso de Sócrates, Platón o Aristóteles, de hacer filosofía en y para la pólis, sino de recluirse en un ámbito privado que permitiera protegerse de las consecuencias materiales y simbólicas que significó la caída de esa pólis. Como bien ha señalado Dodds, la caída de los muros simbólicos de Atenas podría interpretarse, a primera vista, como una posibilidad para un mayor ejercicio de la libertad. Sin embargo, esta nueva circunstancia se tradujo en cierto “miedo a la libertad”: ya sin dioses civiles oficiales y protectores, ya sin una tradición de legitimidad mínimamente compartida, ya sin un sistema de gobierno potente y dador de identidad, la filosofía ateniense se refugia en espacios más pequeños, que van desde el Jardín de 55

En palabras de Brunschwig: “pese a las protestas horrorizadas de los pacatos, las virtudes de mejor ley, la prudencia, la honestidad, la justicia, se defienden mejor mediante la idea de que contribuyen al placer, del que son condiciones necesarias e incluso suficientes, que por la idea de que solo tienen valor por sí mismas” (2000: 510). 56 Para este tema de las virtudes como medios para el placer cf. García Gual (1996: 188), Long (1994: 75) y Boeri (2002: 34).


Epicuro, hasta el alma del sabio estoico y la suspensión del juicio (epokhé) del escéptico.57 En el caso que nos ocupa, la reclusión en el Jardín fue el resultado de la máxima “vive ocultamente” (láthe biósas), tan característica de la época helenística post alejandrina. Es en parte por esto que, en la ética epicúrea, virtudes eminentemente políticas como la justicia –que supone un cuerpo de leyes e instituciones públicas encargadas de crearlas, interpretarlas y aplicarlas– o religiosas como la piedad son relativamente devaluadas en pos de la entronización de la amistad (philía) como enlace simbólico intersubjetivo de la pequeña comunidad que constituye el Jardín. Cicerón, filósofo romano del siglo I a.C., destaca especialmente cómo para Epicuro el culto de la amistad no era un mero postulado teórico, sino un modo de vida: Epicuro dice que, de todos los medios que la filosofía proporciona para vivir felizmente, ninguno es mayor que la amistad, ninguno más fecundo, ninguno más agradable. Y esto lo demostró no sólo con sus palabras, sino mucho más con su vida, con sus acciones y sus costumbres […]. Epicuro, solamente en su casa, aunque no era muy espaciosa, ¡qué grandes multitudes tuvo de amigos y qué amorosa concordia las mantuvo unidas!58

La primera gran diferencia entre la amistad y las restantes virtudes es que aquella, a diferencia de estas, sí es elegible por sí misma, en tanto condición necesaria para la vida en una comunidad de iguales:59 Toda amistad es elegible por sí misma, pero ha llegado a su comienzo a partir de la utilidad (Gnomologio vaticano 23).

Si bien el fundamento original de la amistad puede haber sido la utilidad, finalmente se revela como algo elegible por sí mismo.60 Ahora bien, esta elegibilidad intrínseca y autónoma de la amistad la pone en pie de igualdad con la felicidad, auténtico bien elegible por sí mismo, fin de todos nuestros actos y decisiones: De las cosas que la sabiduría procura para la felicidad de la vida toda, la adquisición de la amistad es, con mucho, la mayor (Máximas capitales 27). La amistad da vueltas alrededor de la tierra habitada proclamando como un heraldo que nos despertemos ahora mismo para la felicidad (Gnomologio vaticano 52). 57

Cf. Dodds (1997: cap. 8). Cicerón, Del supremo bien y del supremo mal I, 65. Seguimos la traducción de Herrero Llorente. 59 Cf. Diógenes Laercio X, 10 (traducido en la Selección de textos) donde se dice que Epicuro filosofaba hasta con sus esclavos. Cf. también el fr. 270 (el testamento de Epicuro) donde se insiste, una y otra vez, en la comunidad teorética que constituía el Jardín. 60 Para la amistad como fuente de provecho, cf. Máximas capitales 13 y Gnomologio vaticano 39. Sobre el provecho como origen de la amistad pero no su fin, cf. Rist (1980: 123). 58


Como se ve en Máximas capitales 27, es la sabiduría la que nos insta a la amistad, es decir: practicar la amistad es una de las características del sabio epicúreo. Si, como decíamos más arriba, el Jardín pudo haber oficiado como marco de contención frente el miedo generado por la falta de parámetros simbólicos, el lazo que ha sostenido la convivencia en su seno, esto es, la amistad, le aporta al sabio esa seguridad tan ansiada para combatir el temor que amenaza la tranquilidad del alma: Un mismo juicio hizo que tengamos confianza en que nada terrible es eterno ni muy duradero y, a la vez, nos hizo saber que la seguridad que se halla en los límites mismos <de la vida> se consigue, sobre todo, con amistad (Máximas capitales 28). Quienes tienen la capacidad de obtener confianza sobre todo a partir de sus prójimos, esos viven placenteramente unos con otros por poseer la garantía más duradera (Máximas capitales 40).

En Máximas capitales 28 se iguala en un mismo juicio (gnóme) el hecho de que el dolor o el mal no sean eternos61 y el hecho de que la seguridad máxima que puede conseguir un hombre durante su vida se consigua mediante la amistad que, así, se alza como aquello que nos libera de uno de los peores flagelos del hombre epicúreo: la inseguridad frente a lo que vendrá, frente a la muerte, frente a la fortuna, frente al dolor. La philía es, como se afirma en Máximas capitales 40, aquello que nos provee la garantía más duradera, más estable. No obstante, la amistad del epicúreo no es un acuerdo permanente, un territorio de concordia indestructible. La amistad es un vínculo cualitativo, que debe cuidarse, respetarse y, más importante aún, construirse recíprocamente, con todos los riesgos que ello implica: No se debe tener en buena consideración ni a los excesivamente predispuestos para la amistad, ni a los que la evitan, sino que es necesario, por cierto, correr riesgos en pos de la amistad (Gnomologio vaticano 28).

Porque lo que verdaderamente necesitamos no son los amigos en tanto hombres, pares, o seres humanos que nos acompañan materialmente, sino la confianza que tenerlos cerca nos genera. Aun cuando el amigo no sea médico, el temor a que me pase algo producto de una enfermedad que padezco disminuye en presencia de ese amigo debido a la confianza general y vital que tengo en él: No tenemos tanta necesidad de la necesidad que proviene de los amigos, como de la confianza en torno a esa necesidad (Gnomologio vaticano 34). 61

Es decir, uno de los cuatro elementos del tetraphármakon (cf. Máximas capitales 4).


Si, como decía Aristóteles, “el amigo es un otro yo” 62, se entiende que el sabio esté dispuesto, en caso de ser necesario, a dar la vida por un amigo, a defenderlo como si defendiera a sí mismo: El sabio no sufre más cuando es torturado, sino cuando un amigo es torturado. Y es capaz de morir por ese amigo (Gnomologio vaticano 56-57). Y, cuando sea, <el sabio> morirá por un amigo (fr. 590). <El sabio> se alzará en armas contra la fortuna, y no abandonará a ningún amigo (fr. 584).

La amistad epicúrea no es, pues, una amistad ligera o meramente relacional, sino un vínculo sofisticado que se articula, fundamentalmente, en torno a la filosofía y a la tarea conjunta del filosofar. Pero aquí cabe recordar algo que ya hemos dicho: para Epicuro, la filosofía no consiste en la teoría por la teoría misma, en cierta clase de vida teorética desconectada de la realidad material. El objetivo permanente e irrenunciable de Epicuro es alejar los males, las penas que afligen a un hombre desamparado en un mundo que, tras la muerte de Alejandro, inicia una serie de cambios a nivel global. De allí que la amistad se traduzca en un filosofar cuyo objetivo no sea la construcción de complejos sistemas teóricos, sino la simple y fundamental solución a los problemas que nos aquejan: Padezcamos junto a nuestros amigos, no llorando, sino reflexionando (Gnomologio vaticano 66).

En su estrecha relación con la amistad, la filosofía epicúrea revela su carácter eminentemente dialéctico, esto es, atravesada por el intercambio con otro, por la reflexión compartida, por la discusión. Y es esta clase de vínculo lo que la amistad permite y resguarda. IV. El tópico de la muerte La meta de la filosofía epicúrea es alcanzar una felicidad entendida como ausencia de dolor corporal y de turbación en el alma. Esta última consiste, fundamentalmente, en el temor generado por el desconocimiento de cómo son realmente el mundo y los dioses, pero también en relación con la muerte. Este marcado interés de Epicuro por alejar los dolores y los temores se resume en lo que ha dado en llamarse 62

Cf. Ética nicomaquea 1116a32 y Ética eudemia 1245a30.


“remedio cuádruple” o, en griego, tetraphármakon, fórmula sencilla que, atendiendo tan sólo a cuatro preceptos fundamentales, encamina la vida humana hacia la felicidad. 63 He aquí las cuatro primeras de las Máximas capitales, donde se enuncia el tetraphármakon: (1) Lo que es bineventurado e incorruptible <es decir: los dioses> no tiene problemas ni <los> procura a otro, de modo que no está atormentado ni por iras ni por deleites; en efecto, todas las cosas de tal clase se dan en el débil. (2) La muerte no es nada para nosotros. Pues lo que fue disuelto es imperceptible, y lo imperceptible no es nada para nosotros. (3) La expulsión de todo el dolor es el límite de la magnitud de los placeres. Donde haya placer, durante el tiempo que dure no existe ni dolor físico, ni anímico, ni ambos al mismo tiempo. (4) No dura continuamente lo que duele en la carne, sino que el dolor más intenso está presente durante un tiempo pequeñísimo, y el <dolor> que apenas supera lo placentero de la carne no dura muchos días. Las enfermedades muy duraderas presentan un placer mayor en la carne que lo doloroso <en ella>.

Este cuádruple remedio es resumido y vuelto cierta clase de dogma por el filósofo epicúreo Filodemo, que vivió durante el siglo I a.C.: Los dioses no son temibles, la muerte no es temible, el bien es fácil de alcanzar, el mal es fácil de soportar.64

El primer phármakon retoma lo ya comentado a propósito de los dioses: ellos no tienen problemas ni, más importante aún, los procuran a los hombres. Los dioses no se preocupan por nosotros, razón por la cual no hay que temerles. La ira o el deleite son afecciones propias de un ser débil como el hombre, de manera que es imposible que un dios las sienta, pues es incorruptible. El tercer y cuarto phármakon remiten a algo que analizamos en el apartado anterior: el placer se entiende como la ausencia de dolor y es fácil de obtener; el dolor, por su parte, es breve en su duración. Detengámonos, en lo que sigue, en el cuarto phármakon, y la célebre frase que lo encabeza: “la muerte no es nada para nosotros” (ho thánatos oudèn pròs hemâs). En principio, recordemos que versiones de la vida post mortem como la homérica, la de la tragedia o la platónica resultan imposibles en el marco de la 63

El término “tetraphármakon” no es una creación de Epicuro sino que refiere a una droga compuesta por cuatro elementos (pez, resina, cebo y cera) cuya utilidad era eminentemente purgatoria. Este carácter catártico-terapéutico de la droga en la que Epicuro se inspira para su propio tetraphármakon da la pauta de la función que este finalmente tiene: eliminar los temores, las penas, las angustias del alma humana, purgarla de todo aquello que la perturba, con vistas a lograr su imperturbabilidad (ataraxía). 64 Filodemo, Papyrus Herculanus 1005, col IV 10-14.


psicología epicúrea, pues para Epicuro el alma es material y, por lo tanto, tan corruptible y mortal como el cuerpo: Es necesario observar, volviendo a las sensaciones y las afecciones –pues así existirá la más firme creencia–, que el alma es un cuerpo compuesto de minúsculas partículas, disperso a lo largo de todo el compuesto, parecido al aire, y tal que posee cierta mezcla de calor (Carta a Heródoto 63). No es posible concebir lo incorpóreo por sí mismo, a no ser el vacío, y el vacío no puede ni realizar ni padecer nada, sino sólo permitir el movimiento entre los cuerpos. De modo que quienes dicen que el alma es incorpórea hablan locuras, pues, si esto fuese posible, no podría ni realizar ni sufrir nada (Carta a Heródoto 67).

El alma del hombre epicúreo es material y es mortal. La inmortalidad del alma queda descartada de plano, cuestión que, a su vez, abre el tópico de la muerte en tanto finalización definitiva de la vida y, por lo tanto, del temor que ello podría suscitar. El argumento de Epicuro para ahuyentar este miedo a la muerte descansa, llamativamente, en la absolutización de la muerte misma, definida como finalización radical e inevitable de todas las instancias que componen una “vida” identificada fundamentalmente con nuestras capacidades sensoriales. Definir la muerte como la supresión de lo humano en toda su amplitud la deja fuera del ámbito de la experiencia humana, razón por la cual temerle se vuelve absurdo. Al suprimir toda sensación, toda conciencia, toda forma de existencia, la muerte deja de ser algo para nosotros pues, cuando nosotros estamos, ella no está; mientras que, cuando ella adviene, nosotros ya no estamos para experimentarla. Acostúmbrate a creer que la muerte no es nada para nosotros, pues todo bien y mal se dan en la sensación, pero la muerte es privación de sensación. De ahí que el conocimiento correcto de que la muerte no es nada para nosotros haga disfrutable la condición mortal de la vida, no por añadirle un tiempo infinito, sino quitándole el anhelo de inmortalidad. En efecto, nada terrible hay en el hecho de vivir para quien ha comprendido verdaderamente que nada terrible se da en el hecho de no vivir (Carta a Meneceo 124-125).

La vida humana es eminentemente estética, esto es, lo bueno y lo malo que le son propios se dan en la sensibilidad (aísthesis); la muerte, en cambio, es anestesia o anestética, pues consiste en la privación de la sensibilidad. “La muerte”, como señala Brunschwig, “no es nada para nosotros, nada que esté en relación con nosotros, nada que nos concierna; en efecto, o bien nosotros somos y ella no es, o bien ella es y nosotros no somos. El último suspiro es atómico, sin partes; no hay un espacio de tiempo en que estemos todavía un poco en vida y ya un poco muertos”. 65 Toda 65

Brunschwig (2000: 508).


experiencia humana, incluso el último suspiro, forma parte de nuestra realidad materialatómica. La muerte, por el contrario, se define como la supresión de esa experiencia, es lo que sobreviene después del último suspiro, cuando los átomos ya no se mueven, cuando la experiencia es imposible; es la más suprema anestesia, de modo que no cabe temerle. Por otro lado, el pasaje citado no trata tan sólo de eliminar el miedo a la muerte, sino también el miedo a lo que podría pasarle a nuestra alma en caso de sobrevivir al cuerpo: eliminando el anhelo de inmortalidad, también se elimina el temor por el destino de nuestra alma post mortem. Resuena, aquí, el relato de Sócrates hacia el final del Gorgias platónico, donde se dice que los jueces Minos y Radamantis juzgan las almas y las castigan con dureza en caso de haber sido injustas durante la vida corporal. 66 Epicuro, en cambio, afirma que “nada terrible se da en el hecho de no vivir”. Con todo, no habría que interpretar con extrema literalidad estas palabras de Epicuro, a propósito de que la muerte no es nada (oudén) para nosotros. El carácter irremediablemente contrafáctico puede ser atenuado si se la interpreta en el contexto del resto de su filosofía. En ese sentido, si bien se define la muerte como carencia de sansibilidad, tal afirmación no pretende evitar el dolor en el cuerpo que la muerte podría significar, sino el dolor en el alma (angustia, pena) que la espera de ese supuesto dolor nos genera en el presente, cuando estamos vivos. Dicho de otro modo: lo que la afirmación “la muerte no es nada para nosotros” persigue no es evitar el dolor que la muerte traería aparejado, sino evitar el temor a ese supuesto dolor. Así, en cierto sentido, Epicuro no está diciendo literalmente que la muerte no es nada para nosotros, pues hay dolor a su alrededor. Si definiéndola como la ausencia de sensiblidad descartamos de plano el dolor físico, queda por descartar la angustia de la espera en tanto dolor psíquico: “la enfermedad de la vejiga y la disentería prosiguen su curso sin admitir ya incremento en su habitual agudeza; pero a todo eso se opone el gozo del alma por el recuerdo de nuestras conversaciones pasadas” (fr. 138). En su lecho de muerte, Epicuro sí siente malestar corporal, pero a ese malestar contrapone el placer psíquico que se halla en el recuerdo de momentos del pasado. Aquí se desliza, pues, cierta preeminencia o preferencia del placer psíquico (ataraxía) por sobre el corporal (aponía): la disentería duele, es aguda, pero el placer proporcionado por el recuerdo de conversaciones pasadas es más fuerte y hace, en definitiva, que ese dolor asociado a la muerte no deba ser, aun cuando exista, nada para nosotros.

66

Cf. Platón, Gorgias 523a ss. y, desde ya, el mito de Er en el libro X de República.


No se trata, entonces, de que la muerte no sea literalmente nada para nosotros, sino de que debemos considerarla de ese modo: “acostúmbrate a creer que la muerte no es nada para nosotros”, citamos recién de Carta a Meneceo 124, sentencia cuyo peso fundamental se halla en el verbo en modo imperativo que la encabeza: “acostúmbrate” (synéthize). No es algo que le ocurra de suyo al hombre, sino que es una costumbre que debemos adquirir, a fin de ahuyentar el temor más grande, el temor a la finalización de la vida. La falsa suposición (hypólepsis) de los hombres pretende combatir la muerte con ansias de inmortalidad: De ahí que el conocimiento correcto de que la muerte no es nada para nosotros haga disfrutable la condición mortal de la vida, no por añadirle un tiempo infinito, sino quitándole el anhelo de inmortalidad (Carta a Meneceo 124). Algunos se preparan durante <toda> su vida para las cosas relativas a esa vida, sin ver que a todos nosotros se nos ha servido un veneno mortal desde el nacimiento (Gnomologio vaticano 30).

Es el deseo de una inmortalidad a todas luces contrafáctica para una física materialista como la de Epicuro lo que genera sufrimiento. Su respuesta frente a esto no es la promesa de una vida posterior a la muerte del cuerpo –vida de algo así como un alma inmortal, alternativa típica del platonismo–, sino la asunción de la muerte como una realidad certera, de la que no podemos escapar, de la que no nos podemos proteger, pero frente a la cual no necesitamos ni vía de escape ni protección, porque en el momento en que ella aparece nosotros mismos desaparecemos: Es posible conseguir seguridad en relación con las restantes cosas. A propósito de la muerte, en cambio, todos los hombres vivimos en una ciudad sin muros (Gnomologio vaticano 31).

En relación con la muerte no hay seguridad posible; frente a sus embates somos como una ciudad sin muros. Lo que Epicuro sutilmente afirma es que, cuando la muerte ataca nuestra ciudad sin muros, tal ciudad está ya deshabitada, por lo que no hay masacre, ni dolor, ni sufrimiento. No se trata, pues, de gozar por considerarnos inmortales, sino, al contrario, de gozar por sabernos mortales67; pero mortales en un sentido tan absoluto y definitivo que, al no haber experiencia posible, no se puede hablar de placer, dolor, temor, goce: no hay nada, y ningún hombre sensato le teme a nada. Es por ello que, ante la inevitabilidad de la muerte, algo necesario, Epicuro insiste 67

“De ahí que el conocimiento correcto de que la muerte no es nada para nosotros haga disfrutable la condición mortal de la vida”, Carta a Meneceo 124.


en que “no hay ninguna necesidad de vivir conforme a necesidad” (Gnomologio vaticano 9): dado que la muerte no es nada, hay que vivir conforme a la vida. Pero no, digámoslo una vez más, conforme a la promesa de una nueva vida futura, posterior a la muerte, sino conforme a esta vida presente, la única: Nacemos una sola vez; no es posible nacer dos veces. Y es necesario que la eternidad ya no exista. Pero tú, aun no siendo dueño del mañana, pospones el goce. La vida, sin embargo, se consume en la indecisión y cada uno de nosotros muere ocupado en sus preocupaciones (Gnomologio vaticano 14). Intentemos hacer mejor lo que viene que lo que ya ocurrió, mientras estemos en camino. Y, cuando llegemos al límite <de la vida>, alegrémonos de igual modo (Gnomologio vaticano 48). Todo <hombre> se aparta de la vida como si fuese un recién nacido (Gnomologio vaticano 60). En relación con los bienes pasados, ingrata es la voz que dice: “¡Mira el fin de una larga vida!” (Gnomologio vaticano 75). Me he anticipado a ti, Fortuna, y me atrincheré frente a todas las grietas <por las que entras>. Y no nos rendiremos ni ante ti, ni ante ninguna otra circunstancia. Por el contrario, cuando nos llegue lo necesario <esto es, la muerte>, luego de escupir en grande sobre la vida y sobre quienes se aferran vanamente a ella, partiremos de la vida gritando, con una bella canción, que hemos vivido bien (Gnomologio vaticano 47).

“No se puede nacer dos veces” es una afirmación que contradice casi literalmente ciertos postulados del platonismo clásico, según el cual el alma inmortal reencarna en nuevos cuerpos.68 No hay que posponer el goce, no hay que sumirse en la indecisión; por el contrario, hay que perseverar en obtener la mayor cantidad de placer en el tiempo presente, que es lo único seguro. En definitiva, no hay diferencia entre lo que somos al nacer y al morir; en ambos casos, lo único que tenemos es nuestro presente. El suicidio tampoco es, por lo tanto, una posibilidad para el hombre epicúreo: Es <un hombre> completamente pequeño aquel para el que existen muchas causas razonables para la partida de la vida (Gnomologio vaticano 38).69

No obstante las diferencias que venimos señalando con el platonismo clásico, en la concepción epicúrea de la muerte resuena cierta posición socrática al respecto, que encontramos en la Apología platónica: 68

Cf. especialmente el mito de Er, en el libro X de la República de Platón. A diferencia, claro está, de los Estoicos, para quienes el suicidio es una posibilidad con vistas a evitar sufrimientos severos relacionados con la patria o los amigos: cf. Diógenes Laercio VII, 130. 69


Pues temerle a la muerte, señores, no es otra cosa que creer ser sabio sin serlo, pues consiste en creer que se sabe lo que no se sabe. Nadie, en efecto, sabe si la muerte no es precisamente el mayor de todos los bienes para el hombre, y no obstante le temen como si tuviesen bien sabido que es el mayor de los males […] Si acaso <la muerte> consiste en <no tener> ninguna sensación, como ocurre en el dormir –siempre y cuando quien duerme no esté viendo ninguna imagen onírica–, entonces la muerte sería una ganancia maravillosa. […] Si la muerte fuese algo de esta clase, yo digo que es una ganancia, pues de ese modo la totalidad del tiempo no parece ser más larga, por cierto, que una sola noche. Pero si, por el contrario, la muerte es algo así como un emigrar desde aquí hacia otro lugar, y si es verdad lo que se dice –a saber: como que allí de hecho están todos los que han muerto–, ¿qué bien mayor que este podría haber, señores jueces? (29a; 40c-d; 40e).

Como se ve, una de las alternativas que considera Sócrates es que la muerte consista en “no tener ninguna sensación”, situación que equipara con el dormir cuando no se sueña. Si bien es cierto que luego considera una segunda alternativa –alternativa que, al suponer la inmortalidad del alma, será la adoptada sistemáticamente por Platón en diálogos posteriores– y que esta primera, de la muerte en tanto anestesia, no aparece retomada o ulteriormente desarrollada en el corpus platónico70, no obstante prefigura la propuesta epicúrea que estamos analizando. Esta prefiguración se completa en la calificación que Sócrates, al igual que Epicuro, realiza de esta situación anestésica: se trataría de una “ganancia maravillosa”. En lo que respecta a Aristóteles, encontramos un antecedente quizás menos claro pero igual de interesante que en el caso de Sócrates. En el libro I de la Ética nicomaquea, tras alcanzar la definición de “felicidad” en tanto una actividad virtuosa del alma, Aristóteles establece ciertas restricciones o condiciones: para ser tal, la felicidad debe darse en una vida completa (1098a19) pues, si bien consiste en actuar virtuosamente, para que esto sea posible es necesario poseer una cuota mínima de bienes exteriores administrados por la fortuna (1099b1 ss.): la falta de un mínimo de riqueza, de un mínimo de amigos, de un mínimo de belleza se constituyen como condiciones necesarias, aunque no suficientes, para el ejercicio de la felicidad. Y dado que estas cosas no dependen de nosotros sino que están en manos del inevitable concurso de la fortuna (týkhe), nuestra vida transcurre en un permanente peligro, aun cuando nos esforcemos por actuar virtuosamente.71 Esta acechanza permanente de la

70

Salvo en el pseudo-platónico diálogo Axíoco: cf. esp. 369e-370a. Para una rica comparación entre el Axíoco y el tópico epicúreo de la muerte, cf. Furley (1993). 71 El caso de Príamo, como es sabido, interesa especialmente a Aristóteles: un rey virtuoso, querido y exitoso cuya ciudad y cuya vida son devastadas debido al imprudente obrar de su hijo.


fortuna lleva a Aristóteles a afirmar que la felicidad necesita de una vida completa y, a la vez, a preguntarse lo siguiente: Entonces, ¿acaso no debemos considerar feliz a ningún hombre mientras viva y, conforme a <lo dicho por> Solón, es necesario ver el fin <de su vida>? Y, en consecuencia, si debemos poner las cosas de este modo, ¿acaso <ese hombre> es por cierto feliz una vez que ha muerto? (1100a10-13).

Hasta aquí, siguiendo la línea de Solón, poeta legislador del siglo VI a.C., la muerte sí que sería algo para nosotros.72 Sin embargo, Aristóteles continúa: ¿Pero no es esto absolutamente ridículo, muy especialmente para nosotros, quienes decimos que la felicidad es cierta clase de actividad? (1100a13-14)

Si bien por razones diferentes a las de Epicuro, el eudemonismo aristotélico también necesita del hombre vivo para poder realizarse: así como el placer (corporal) tal como lo concibe Epicuro necesita de la carne viva, la felicidad tal como la concibe Aristóteles – esto es, como actividad virtuosa– necesita de un ser capaz de ejercer esa actividad. Del mismo modo que un muerto no puede sentir, tampoco es capaz de actuar. V. Una física de cuño atomista: el problema de la libertad humana El tema de la libertad del hombre ya aparece insinuado en el modo en que Epicuro entiende y clasifica los placeres, tema que hemos comentado en apartados anteriores. En concreto, el hecho de que exista algo así como un placer natural pero no necesario da la pauta de que naturaleza y necesidad no son equivalentes: si bien el hombre tiene una tendencia natural a colorear o diversificar (poikíllesthai) el placer catastemático, eso no quiere decir que vaya a hacerlo necesariamente; hacerlo o no dependerá, pues, de él mismo. Recordemos, en este sentido, que el placer catastemático no aumenta con la coloración o diversificación. Eso hace que no se trate de algo necesario per se, aunque sí naturalmente deseable. De ahí que la ocurrencia (o no) de esta coloración no sea un resultado ‘automático’ de las disposiciones naturales del hombre (como el hecho de beber cuando se tiene sed), sino que será resultado de una decisión. Entre la naturaleza y la necesidad se inserta la voluntad humana, dejando de lado, así, cualquier viso de determinismo absoluto en el terreno de la ética. Esta situación eminentemente práctica tiene su fundamento en la física epicúrea que, como

72

Cf. Heródoto I, 30-33.


ya anticipamos, es de corte democríteo-atomista. 73 Dicha física, cuyos lineamientos principales se resumen en la Carta a Heródoto74, es realmente compleja. Si bien es cierto que, una y otra vez, Epicuro insiste en el carácter utilitario del conocimiento de la naturaleza (physiología) descartando, así, cualquier pretensión del conocimiento por el conocimiento mismo, la física parece haberle interesado sobremanera. La razón de esto puede haber sido el puro interés o, quizás, la necesidad de desarrollar más en detalle ciertas teorías para dar respuesta a las objeciones de sus adversarios. El atomismo de Demócrito La importancia que Demócrito tuvo para Epicuro está por demás atestiguada. Baste, a modo de ejemplo, con el fragmento 33 de Metrodoro de Lámpsaco, filósofo epicúreo que vivió durante el siglo III a.C.: “si Demócrito no lo hubiese guiado, Epicuro no habría llegado a la sabiduría”. 75 A esto se suma el hecho de que muchos epicúreos se consideraran a sí mismos a la vez “democríteos”, de donde se infiere que muchos de los fundmentos de ambas filosofías eran compartidos.76 La física de los atomistas es, ante todo, materialista: todo lo que es se compone de átomos materiales, separados unos de otros por el vacío, mero hiato interatómico sin existencia estrictamente propia, pero existente al fin por mera referencia a los átomos: la existencia de este vacío constituye cierta clase de no-ser relativo, relativo a los átomos que separa. Este postulado bastó para que los atomistas quedaran enfrentados con Parménides y los eléatas, quienes sólo aceptaban la existencia del ser. La necesidad de cierta clase de no-ser surgía, para Leucipo y Demócrito, del hecho de tener que conciliar su teoría con el testimonio de los sentidos: para que pueda explicarse el movimiento – que de hecho veo que existe– es necesaria alguna clase de no ser, aunque más no sea relativo, pues el puro ser es estable e inmóvil. Esto es, para que haya movimiento y, con él, cambio, es necesario que la cosa que habrá de moverse sea lo que es, pero que, al 73

Es probable que Epicuro no haya conocido los escritos de Demócrito de Abdera durante su temprana estadía en Atenas. Como sabemos, Platón no lo menciona en sus diálogos y el propio Demócrito se quejaba de la poca circulación que su nombre tenía en tierras atenienses: “Demócrito fue a Atenas pero no se esforzó en ser conocido, por despreciar la fama. Conoció a Sócrates, pero fue ignorado por él: ‘fui a Atenas pero nadie me conoció’” (DK A 1, B 116). Probablemente haya sido en la isla de Teos donde, gracias a las enseñanzas del democríteo Nauxífanes, Epicuro trabó relación con los lineamientos principales del atomismo. 74 Diógenes Laercio X, 35-83. El desarrollo pleno de las cuestiones físicas las había tratado Epicuro en una extensa obra titulada Acerca de la naturaleza en treinta y siete libros. En la Selección de textos ofrecemos una traducción de lo que habría sido parte del libro XXXV. 75 Plutarco, Contra Colotes 1108f. 76 Para un estudio detallado de las diversas relaciones entre la física atomista y la filosofía epicúrea, cf. Cyril Bailey (1928) y Sedley (1983).


mismo tiempo, no sea aquello que habrá de ser luego de moverse y cambiar. Sócrates es morocho y, al mismo tiempo, no es calvo: es esta circunstancia lo que permite que se dé el movimiento desde el pelo oscuro a la calvicie. En términos estrictamente cinéticos, para que una cosa se mueva es necesario que esté en un lugar (el punto de partida) y, al mismo tiempo, que no esté en otro (el punto de llegada). Para los atomistas, los átomos son la unidad última e indivisible de entes. Si en el plano atómico hubiese sólo átomos –es decir, si hubiese sólo ser, como afirmaba Parménides–, el movimiento sería imposible, pues los átomos no tendrían lugar al cual moverse. El vacío, definido como lo no-átomo –es decir: como un no-ser relativo al ser–, viene a solucionar esta dificultad: los átomos se mueven gracias a que existe el vacío. Esto hace que el no-ser de los atomistas, siendo relativo al ser (los átomos), en cierto sentido exista. Así lo entendió Aristóteles: Leucipo y su compañero Demócrito afirman que elementos son lo lleno y lo vacío, llamando al primero ‘ser’, y al segundo ‘no ser’. De ellos, uno es lleno y sólido, el ser; el otro es vacío y sutil, el no ser. De allí que, dicen, lo que es no es algo mayor que lo que no es, porque tampoco el cuerpo es algo mayor que el vacío. Ambas cosas constituyen las causas de las cosas que son en relación con la materia (Metafísica 985b4-10).

Lo que es son los átomos, indivisibles e infinitos en forma y número, esparcidos por todo el vacío infinito. 77 Estos átomos son tan pequeños que no se pueden percibir con los sentidos. Los objetos sensibles son, pues, un conglomerado (áthroisma) de atomos de diferentes formas, lo cual explica sus diferencias cualitativas: una mesa es distinta a una silla por el modo en que los distintos átomos de distintas formas que las componen se acoplan para dar forma a ambos conglomerados. Los átomos, a su vez, se hallan en caída perpetua; la realidad es, pues, caída perpetua. 78 A medida que caen, los átomos chocan entre sí y se entrelazan; así lo explica Simplicio: “los átomos se revuelven y trasladan en el vacío debido a su desemejanza y a las demás diferencias referidas, y, al moverse, chocan y se entrelazan unos con otros” 79. Estos choques y entrelazamientos de los átomos son eternos, han ocurrido desde siempre. Ahora bien, dado que la caída, choques y entrelazamientos dependen de variables ‘objetivas’ como la forma de los átomos, sus trayectorias son necesarias, esto es, átomos de determinadas formas caerán en determinadas direcciones, se entrelazarán con determinados átomos y se repelerán con otros. Se infiere, pues, cierta clase de determinismo resultante de las 77

Cf. Simplicio, De Caelo 242, 18 (= 67 DK A 14). Cf. Aristóteles, De Gen. 326a. 79 Simplicio, Acerca del cielo 295, 9 78


colisiones entre átomos. El universo de los atomistas resulta, así, necesario: se une lo congruente y se aleja lo discordante. 80 Una vez más: dado que estas uniones y dispersiones dependen de formas y tamaños ‘objetivos’ de entes que caen a través de un vacío infinito, no hay lugar para que las cosas no sean del modo que son: lo cóncavo que se aproxima a lo convexo se acoplará para dar lugar a cierta clase de compuesto (áthroisma), pero no ocurrirá lo mismo con lo cóncavo que se aproxima a lo cóncavo o con lo cóncavo que nunca se aproxima a cierto átomo convexo por ser este último más pesado y, por ello, caer a mayor velocidad. La conclusión de todo esto es que el destino y la necesidad resultan sinónimos en el universo atomista: Leucipo afirma que todo ocurre por necesidad, y que esta es el destino. Dice, en efecto, que ninguna cosa ocurre en vano, sino que todo se da por una razón y por necesidad (67 DK B 2).

Demócrito opinaba algo similar: Demócrito de Abdera sostenía que el todo es infinito, por no haber sido moldeado en modo alguno por alguien. Dice, además, que el todo es inmutable y postula específica y universalmente cómo es todo: las causas de lo que ahora está llegando a ser no tienen ningún principio, sino que desde el principio, desde el tiempo infinito, todo está absolutamente predeterminado por la necesidad: lo que fue, lo que es y lo que será (68 DK A 39).

Como se ve, en la concepción atomista del universo no parece haber lugar para la libertad, pues todo está determinado: destino y necesidad son sinónimos que abarcan el tiempo pasado, el presente y el futuro.81 Incluso el azar es equiparado con la necesidad: “todas las cosas derivan del azar, si bien el azar les asigna una plena necesidad. De este opinión fueron Demócrito, Heráclito, Empédocles y Aristóteles”82. La física de Epicuro: la desviación atómica (parénklisis) como principio de libertad Como ya hemos dicho, los vínculos entre las filosofías de Epicuro y Demócrito estás atestiguados por doquier: Por cierto, por mucho tiempo Epicuro mismo se proclamó públicamente a sí mismo ‘democríteo’, según afirman muchos y también Leonteo, uno de los mayores discípulos de Epicuro. […] Según Licofrón, Epicuro llamaba ‘democríteo’ al conjunto de su estudio acerca de la naturaleza, pues Demócrito fue el primero en dar con los principios <de la naturaleza>. Y Metrodoro ha dicho abiertamente en su tratado Acerca de la filosofía como que, si Demócrito no lo hubiese guiado, Epicuro no habría llegado a la filosofía. (Plutarco, Contra Colotes 1108e-f) 80

Cf. Aristóteles, Acerca del cielo 303a5. Cf. Aristóteles, Física 252a 82 Cicerón, Acerca del destino 17, 39. 81


Al igual que Demócrito, pues, Epicuro sostiene una física en la que no sólo hay ser (los átomos), sino también cierta clase de no-ser relativo (el vacío) que permite explicar el movimiento. Esta veta anti eleática también se verifica en el hecho de que el ser no es único, como para Parménides, sino infinito en cantidad y cualidad –los átomos son infinitos en número y forma–, y tampoco es inmóvil, sino que, gracias al vacío, están en movimiento perpetuo. Asimismo, la física epicúrea también es materialista: No es posible concebir lo incorpóreo por sí mismo, a no ser el vacío, y el vacío no puede ni realizar ni padecer nada, sino sólo permitir el movimiento entre los cuerpos. De modo que quienes dicen que el alma es incorpórea hablan locuras, pues, si esto fuese posible, no podría ni realizar ni sufrir nada (Carta a Heródoto 67).

Al igual que Demócrito y Leucipo, Epicuro considera que el ser es necesariamente material-corpóreo. Lo más parecido a algo incorpóreo por sí mismo es el vacío que, no obstante, se define en relación con los átomos (aquí denominados “cuerpos”) en la medida en que permite que se muevan. El vacío se presenta, nuevamente, como un concepto teórico necesario para explicar lo empíricamente indudable: el movimiento. El vacío es, al igual que para Demócrito, cierta clase de noser (relativo) que, como tal, es incapaz de generar o producir nada, pues “nada surge de lo que no es” (Carta a Heródoto 38). Este materialismo físico llega hasta las últimas consecuencias, pues incluso el alma, realidad a la cual Platón le había negado existencia material en pos de su afinidad con las Ideas inteligibles, es material: Es necesario observar, volviendo a las sensaciones y las afecciones –pues así existirá la más firme creencia–, que el alma es un cuerpo compuesto de minúsculas partículas, disperso a lo largo de todo el compuesto, parecido al aire, y tal que posee cierta mezcla de calor (Carta a Heródoto 63).

El tópico de la la materialidad o inmaterialidad del alma es central pues, si es material, se halla inevitablemente sometida a la corrupción e, incluso, a la destrucción o muerte. Si, en cambio, es inmaterial, la inmortalidad se vuelve posible. Esta segunda alternativa es la que ha explotado fundamentalmente la ética socrático-platónica, cuyos fundamentos últimos se hayan, precisamente, en el destino del alma después de la muerte del cuerpo.83 Epicuro, en cambio, considera no sólo que el alma es corporalmaterial, sino que, por ello mismo, es mortal:

83

Más adelante, en el §VI, nos extenderemos en las relaciones entre Epicuro y el platonismo.


Demócrito y Epicuro consideran que el alma es corruptible y que se corrompe junto con el cuerpo (fr. 336).

Ahora bien, a esta matriz fuertemente democrítea, Epicuro añade, no obstante, algunas variantes que le dan identidad propia a su física y, de allí, a las consecuencias que eso tiene para la ética. Esta modificación esencial que veremos de inmediato ratifica a la filosofía de Epicuro como cierta clase de revuelta filosófica a propósito de su herencia. En concreto, lo que Epicuro no compartió con Demócrito fue el determinismo que se sigue de su modo de entender la interacción entre átomos, determinismo que, a su vez, atenta directamente contra la libertad humana que, de ese modo, queda circunscripta a los estrechos y rígidos márgenes de la necesaria caída de los átomos. Para operar esta fundamental modificación, en primer lugar parece haber sido Epicuro quien añadió el peso como característica de los átomos y, de allí, el hecho de que la caída infinita se da desde arriba hacia abajo. Ahora bien, si esta caída vertical respondiera exclusivamente al peso, las trayectorias de los átomos serías inevitablemente paralelas, con las siguientes consecuencias: 1) cualquier colisión o cambio de trayectoria imprevisto sería imposible, razón por la cual 2) estaríamos nuevamente ante un escenario determinista, donde no habría lugar para la libertad humana, libertad entendida como simple posibilidad de cambiar el curso de las cosas. Los átomos caerían del modo en que caen en virtud de su peso, forma y tamaño, en líneas paralelas que jamás se cruzarían. El movimiento y el cambio serían perpetuos, pero en virtud de las combinaciones de las características ‘objetivas’ de los átomos. Es en este punto donde Epicuro introduce quizás su mayor y más famosa modificación

a

la

física

atomista:

los

átomos,

afirma,

pueden

desviarse

espontáneamente de sus trayectorias, y tales desviaciones producen choques que alteran los compuestos dando lugar a la aparición de nuevos compuestos y a la desaparición de otros. Esto hace, entonces, que no todo sea como supuestamente iba a ser, sino que haya modificaciones inesperadas e incalculables. Si bien no encontramos mayores alusiones explícitas a esta novedad en los textos de Epicuro que nos han llegado, sabemos por otros autores que la denominaba “desviación” (parénklisis) –o “clinamen”, como la llamará Lucrecio– fue una novedad epicúrea: Los átomos se mueven, a veces, en línea recta, y a veces en desviación (katà parénklisin) (fr. 280).


Diógenes de Enoanda, epicúreo que vivió en el siglo II d.C., famoso por haber grabado las máximas epicúreas sobre un muro de ochenta metros de largo por casi cuatro de alto en la antigua ciudad de Enoanda, comenta esta innovación epicúrea con respecto a Demócrito: Si alguien, en efecto, se sirviera del discurso de Demócrito afirmando que no existe ningún movimiento libre para los átomos debido a las colisiones recíprocas entre ellos, por lo que parece que todo se mueve de manera necesaria, le diremos: “¿sabes tú, quienquiera que seas, que también existe en los átomos cierto movimiento libre, que Demócrito no ha descubierto, pero que Epicuro trajo a la luz, a saber: la desviación (parenkitikén) existente, tal como lo muestra a partir de los fenómenos?” (fr. 33, cols. II-III, Diels).84

La necesidad y la desviación en la caída de los átomos están, como se ve, directamente relacionadas con la libertad de sus movimientos: allí donde hay necesidad, la libertad es imposible. La parénklisis viene a romper con esta matriz determinista, incluyendo en la física –y, de allí, también en la ética– la posibilidad de la libertad y, con ella, de la imprevisibilidad de lo que habrá de ocurrir. En este sentido, afirma Hadot que “por un lado, el hombre debe ser dueño de sus deseos: para poder alcanzar el placer estable, es pues necesario que sea libre; pero, por el otro, si su alma y su intelecto están formados por átomos materiales desplazados por un movimiento siempre previsible, ¿cómo podrá el hombre ser libre? La solución consistirá precisamente en reconocer que es en los átomos en donde se sitúa un principio de espontaneidad interna, la cual no es sino esta posibilidad de desviarse de su trayectoria, que da así un fundamento a la libertad de querer y la hace posible”.85 La desviación es, pues, un movimiento libre, en oposición a la necesidad: si lo necesario es lo que no puede ser de otra manera, lo libre será lo que sí puede serlo. Ahora bien, si esta desviación o libertad atómica pudiese preverse o calcularse, volveríamos de inmediato a una matriz determinista. La desviación es imprevisible y, por ello, también lo es el futuro: Y se debe recordar que el futuro no es de manera absoluta nuestro ni de manera absoluta no nuestro, a fin de que no lo esperemos como si, de manera absoluta, fuera a llegar, ni tampoco perdamos la esperanza como si, de manera absoluta, fuera a no llegar (Carta a Meneceo 127).

84

En la Carta a Heródoto se hace una alusión indirecta a la desviación en términos de la posibilidad de cierto bloqueo “casual” o “azaroso” entre átomos: “los átomos se mueven continua y eternamente. Unos están muy separados entre sí, mientras que otros prevalecen en su impulso toda vez que son casualmente bloqueados por el entrelazamiento <entre átomos> o recubiertos por los ya entrelazados” (CH 44). 85 Hadot (1998: 135).


Como hemos visto recién en el fragmento 280, la introducción de la desviación no implica que el movimiento lineal sea descartado: hay cierto margen de previsibilidad en relación con el futuro vinculado con el movimiento lineal y determinado de los átomos, pero también hay imprevisibilidad debido a la posibilidad de que ocurra una desviación imprevista. Esto es así porque la desviación se relaciona tanto con la libertad, como con el azar o fortuna (týkhe): no hay manera de saber cuándo un átomo se desviará y generará diversas colisiones que modifiquen todo el sistema. De allí que en el pasaje recién citado de Carta a Meneceo se diga que, en cierto sentido, el futuro es nuestro, pero en otro sentido no. La parénklisis no es, pues, absoluta, no reemplaza la necesidad, sino que se suma a ella: en el universo epicúreo hay movimientos necesarios (piénsese en los fenómenos naturales, por ejemplo) y movimientos azarosos (piénsese en la libertad humana): Todas las cosas ocurren, o bien por necesidad, o bien por elección <humana>, o bien por fortuna (fr. 375). Hay cosas que mayormente surgen conforme a la necesidad>, algunas otras surgen por azar, y otras por nosotros. <Y esto> por ser la necesidad algo que escapa a nuestro control, por ver que el azar es inestable, y que lo que depende de nosotros (tò pár’ hemâs) es tal que no tiene amo, <por lo que> lo acompaña naturalmente lo digno de reproche y lo contrario (Carta a Meneceo 133).

He aquí un resumen del universo epicúreo: existe (i) lo necesario, que no puede ser de otra manera y que nosotros no controlamos; (ii) lo azaroso, que puede ser de otra manera y que nosotros no controlamos; (iii) lo humano, que puede ser de otra manera y que nosotros sí controlamos. 86. El hecho de que lo que depende de nosotros no tenga amo (adéspoton) significa que, en última instancia, el hombre es un animal libre, esto es, incluso quien está preso en una celda puede optar entre sentarse o estar parado, entre pensar en una playa soleada o en cometer otro crimen. La voluntad humana no tiene, en cierto marco de posibilidades externas, otro amo que el agente mismo que decide. Se ve así cómo el hombre epicúreo, gracias a la posibilidad de lo imprevisible

86

Cf. Aristóteles, Retórica 1368b32-35: “Todos hacemos algunas cosas por nosotros mismos, y otras no por nosotros mismos. Así pues, de las que no hacemos por nosotros mismos, unas las hacemos a causa del azar y otras de la necesidad, mientras que de las que hacemos por necesidad, unas son por fuerza y otras por naturaleza, de modo que de todas las cosas que no hacemos por nosotros mismos, unas son por azar, otras por naturaleza y otras por fuerza”. Para la interpretación de la expresión “lo que depende de nosotros” (tò pár’ hemâs) como aquello que depende de nuestra agencia, cf. Sedley (1983: 16).


que surge de la inclusión de la desviación en la economía atómica, tiene incidencia concreta en el curso de las cosas, al menos de algunas de ellas.87 La relación entre la física atomista y la ética se explicita al final del pasaje recién citado de la Carta a Meneceo: gracias a que hay cosas que dependen exclusivamente de nosotros, de nuestras decisiones en cierto marco de posibilidades externas, lo reprochable y lo censurable se vuelven posibles y, con ellos, se vuelve posible una ética. Imaginemos un universo en el que sólo operaran la necesidad y el azar: ¿qué sentido tendría, en ese caso, juzgar éticamente las acciones de los hombres que, meros engranajes de un organismo en el que no tienen incidencia ninguna, vivirían sometidos a lo impuesto por la realidad? En un universo tal, cualquier cosa que cualquier hombre haga podría ser exculpada aduciendo que fue producto de la necesidad o del azar, pero no del agente. 88 Nada tendríamos que hacer los hombres en un universo así mecanizado. Epicuro introduce el riesgo en el universo, el peligro: se nos da la libertad y, con ella, la responsabilidad por nuestros actos que, como vimos, “dependen de nosotros”. Esto resulta en un plexo de virtudes éticas concebidas en términos de cierto pacto o contrato (sýmbolon, synthéke) que los hombres deben celebrar: Lo justo propio de la naturaleza es un convenio a propósito de lo que resulta conveniente para no dañar recíprocamente unos a otros, ni ser dañados (Máximas capitales 31). A propósito de cuantos seres vivos no son capaces de hacer pactos (synthêkai) acerca de no dañarse recíprocamente unos a otros ni ser dañados, para ellos no existe nada justo ni injusto. Del mismo modo, también ocurre eso con los pueblos que no son capaces o no quieren hacer pactos acerca de no dañar ni ser dañados (Máximas capitales 32).

Se ve aquí que las virtudes epicúreas, como ocurrirá más adelante también con el criterio de lo placentero y lo doloroso, son relativas a cierto colectivo humano que pacta sus límites y contenidos. No se trata, pues, de un relativismo individualista en el que cada uno impone su medida de lo justo, sino de los acuerdos a los que cierta comunidad humana pueda llegar. Como se ve en Máximas capitales 32, la justicia no forma parte del universo de los seres vivos incapaces de hacer pactos. Este carácter antiuniversalista de las virtudes epicúreas es explícito: 87

En efecto, el epicúreo no puede incidir en la fotosíntesis de las plantas (algo necesario) ni en la caída de un meteorito (algo, desde el punto de vista griego, azaroso). 88 Con todas las diferencias del caso, piénsese en la famosa disculpa de Agamenón en la Ilíada homérica, quien aduce que su comportamiento con Aquiles no fue decisión propia, sino producto de la incidencia de un dios, la áte.


La justicia no es algo en sí mismo, sino cierto pacto acerca de no dañar ni ser dañado en los tratos recíprocos, en cualquier momento, en cualquier región (Máximas capitales 33). Conforme a un criterio común, lo justo es lo mismo para todos, pues consiste en algo conveniente que se da en la comunidad de unos con otros. Pero del criterio particular de una región y de cuantas condiciones se dan en cada momento particular, no se sigue que lo mismo sea justo para todos (Máximas capitales 36).

“La justicia no es algo en sí mismo” (kath’ heautó), afirma Epicuro en Máximas capitales 33, utilizando, adrede quizás, el modo característico de Platón para referirse a las Formas: “en sí mismo” (kath’ autó). En términos éticos, lo único eterno y ubicuo, lo único que recorre la totalidad del tiempo y las regiones, es, paradójicamente, aquello que por definición puede cambiar por tener un origen puramente humano: los “pactos” (synthêkai), la “comunidad de unos con otros”. Si la justicia no es absoluta, lo mismo le cabe, como consecuencia, a la injusticia: La injusticia no es en sí misma un mal, sino que radica en el temor surgido de una conjetura: ¿pasará desapercibida a quienes han sido designados para castigar por tales motivos? (Máximas capitales 34).89

La injusticia es, como se ve, un mal relativo producto de las dudas acerca de si se recibirá o no un castigo, con lo cual presenta, al igual que su contrario, un carácter eminentemente humano o convencional: si la justicia depende de pactos, la injusticia se relaciona con la mirada de un otro que podrá eventualmente imponer un castigo. 90 De allí que la concepción epicúrea de las virtudes comporte cierta clase de regionalismo en lo que a los valores éticos respecta: Estimamos nuestros caracteres como si fuesen asuntos particulares de nosotros mismos, tanto si somos virtuosos y envidiados por los hombres, como si no. De ese mismo modo es necesario que estimemos los caracteres de nuestros vecinos, toda vez que sean <caracteres> honrados. (Gnomologio vaticano 15).91 89

En Máximas capitales 37 se afirma que lo conveniente (tò sýmpheron) para la comunidad de hombres es el criterio explícito de lo justo: “entre las cosas consideradas justas, aquello que testimonia lo que es conveniente en las necesidades propias de la comunidad de unos con otros tiene un carácter justo, tanto si resultara lo mismo para todos, como si no. Pero si se estableciera alguna ley, y esta no resultara conforme a a lo conveniente para la comunidad de unos con otros, esto ya no contiene la naturaleza de lo justo”. 90 Esto recuerda al rol fundamental de los testigos en la operatividad práctica de las leyes, tal como lo describe (y critica) Antifonte (DK B 44), sofista del siglo V a.C., y se desprende del relato del anillo de Giges en el libro II de la República platónica. Cf. en esta misma línea Máximas capitales 35. 91 Puede verse una concepción también de corte colectivista a propósito del lenguaje y la comunicación entre distintas etnias en CH 75-76.


No obstante, hay un criterio ulterior que prima incluso sobre el consenso: la prenoción (prólepsis) que tenemos de lo justo. Si lo justo por consenso se aparta de tal prenoción, entonces no es justo: Cuando, sin renovarse las prácticas establecidas, se evidencia en los hechos mismos que los asuntos considerados justos por consenso no armonizan con nuestra prenoción (prólepsis) <acerca de ellos>, ocurre que tales asuntos no eran justos (Máximas capitales 38).

Volviendo al esquema físico atomista, la necesidad es una realidad, existe, pero, según lo que venimos diciendo, se combina con cierto protagonismo humano: La necesidad es un mal, pero no hay ninguna necesidad de vivir conforme a necesidad. (Gnomologio vaticano 9)

García Gual explica bien la relación entre la física y la ética epicúreas, a propósito de la parénklisis: “esa ‘espontaneidad interna’ que se concede con esa teoría a los átomos se revela muy útil en la defensa de la libertad del individuo que, como los átomos, escapa así al rígido determinismo natural que amenaza tanto en el sistema de Demócrito’” 92. Brunschwig es más taxativo aún: “sin el clinamen, no hay educación moral” 93, pues, como vimos, sin la desviación de átomos no hay ética posible. Por otro lado, quien quiera defender un universo regido por la necesidad incurriría en una especie de autorrefutación, pues debería explicar la resistencia de Epicuro a aceptar que la necesidad opere en el universo como algo necesario, es decir: como algo regido por esa misma necesidad. De este modo, sería necesario negar la necesidad: Quien dice que todas las cosas ocurren por necesidad en absoluto puede acusar a quien dice que nada ocurre por necesidad, pues afirma que esto último también ocurre por necesidad (Gnomologio vaticano 40). Esa clase de argumento, en efecto, se refuta a sí mismo, y jamás puede concluir que todas las cosas son tales que merecen ser llamadas “por necesidad” (kat’ anánken). (30) […] E incluso si dice hasta el infinito, una y otra vez, siempre a partir de argumentos, que está haciendo esto <que hace> por necesidad, (35) no está razonando <correctamente>, por cuanto se adjudica a sí mismo la agencia del haber razonado de cierto modo y a su oponente la agencia del no haber razonado de cierto modo (Acerca de la naturaleza XXXV 27-38).94

92

García Gual (1996: 112). Brunschwig (2000: 513). 94 El sólo hecho de imputar al contrincante la responsabilidad por su supuesto error compromete a quien descree de la agencia moral con la existencia de la misma; caso contrario, ¿qué sentido tendría imputar al contrincante su posición? ¿Acaso ella no sería, como todo, necesaria? 93


Considerar “por necesidad” o “necesarias” las acciones que realizamos nosotros mismos, movidos por nuestra propia voluntad, es un mero artilugio lingüístico que nada tiene que ver con la realidad del fenómeno: Si alguien atribuye a una necia necesidad todas las cosas que, cuando nombramos la causa, ahora afirmamos firmemente que las hacemos por nosotros mismos, en ese caso simplemente cambia el nombre, pero no cambiará ninguna actividad nuestra (fr. 20 C Long-Sedley).

El poder de la experiencia es más alto que las abstractas especulaciones filosóficas. Un universo meramente mecánico, cuyos movimientos todos, incluidos los humanos, son reductibles a la suma mecánica de tales movimientos es irreconciliable con la libertad manifiesta que subyace a las decisiones de los hombres. Epicuro rechaza tajantemente, pues, una teleología fuerte merced al abandono del mecanicismo. No obstante, es preciso aclarar que ello no implica dejar todo en manos del hombre: entre las acciones necesarias y las que dependen de nosotros se hallan las que son producto del azar. Es importante tener en cuenta que estos episodios fortuitos de la realidad coexisten con los otros dos. Esto es, no parece haber en los textos de Epicuro preeminencia ninguna ni de la necesidad, ni del azar, ni de las decisiones humanas, sino que los tres principios conviven en situación de relativa equivalencia. Hay, desde ya, conflictos, sobre todo entre la decisión y el azar, pero eso no implica que uno tenga más peso que el otro en lo que a la constitución de la realidad (humana) respecta. El hombre se enfrenta, pues, con dos factores que limitan su poder frente al mundo: la necesidad y el azar. Si lo necesario es calculable, lo azaroso, podría pensarse, resulta más amenazante debido a su imprevisibilidad. Sin embargo, el epicúreo se alza contra los embates de la fortuna: La naturaleza enseña a considerar más pequeñas las cosas que surgen de la fortuna, y a saber ser infortunados cuando somos afortunados, y a no colocar como algo grande el hecho de ser afortunados cuando somos desafortunados. También <nos> enseña a aceptar sin alboroto los bienes que surgen de la fortuna y a estar bien parados frente a los males que se cree que surgen de ella. Por cierto, todo bien y mal propios de las mayorías son algo así como efímeros, pero la sabiduría de ningún modo participa de la fortuna (fr. 489).

La sabiduría que, como vimos, nos permite ahuyentar el miedo del alma y, así, lograr la imperturbabilidad (ataraxía) que se identifica con la felicidad, es algo que no participa de la fortuna. Saber que la muerte no es nada para nosotros o que los dioses no se preocupan por nosotros son verdades reconfortantes más allá de las circunstancias


particulares en las que me encuentre debido a la fortuna. En nada incide el azar, pues, cuando de nuestra felicidad se trata: Y al no concebir a la fortuna ni como un dios –como <la> considera la mayoría, pues nada es hecho desordenadamente por un dios–, ni como como una causa insegura, no cree, en efecto, que un bien o un mal sean concedidos por ella a los hombres con vistas a vivir con felicidad, aunque crea que los principios de los mayores bienes y males sean suministrados por ella (Carta a Meneceo 134).

Ahora bien, como ya adelantamos, que el universo epicúreo no sea determinista no quiere decir que reine el puro azar o que cualquier cosa pueda o deba suceder. Si Gnomologio vaticano 9 afirmaba que no hay ninguna necesidad de vivir conforme a la necesidad, algo similar le cabe al azar. El sabio lo enfrenta con su razonamiento: <El sabio> se alzará en armas contra la fortuna (fr. 584). Para el sabio, en pocas cosas se entromete el azar. Las cosas más importantes y principales se las ha provisto, en cambio, el razonamiento, y se las provee y proveerá durante el tiempo continuo de su vida (Máximas capitales 16).95

La desviación atómica según Lucrecio y Cicerón: el clinamen Como ya hemos adelantado, son escazas las referencias a la desviación atómica en los textos de Epicuro que nos han llegado. Los mayores detalles al respecto los conocemos gracias a otros epicúreos, especialmente Lucrecio, poeta y filósofo romano del siglo I a.C. En efecto, en su obra Acerca de la naturaleza de las cosas (De rerum natura) recoge y desarrolla muchos de los lineamientos del pensamiento epicúreo y, especialmente en el libro II, los principios básicos de su física. A propósito de la desviación atómica, Lucrecio es explícito: Cuando los átomos caen en línea recta a través del vacío en virtud de su propio peso, en un momento indeterminado y en indeterminado lugar se desvían un poco, lo suficiente para poder decir que su movimiento ha variado. Que si no declinaran los principios, caerían todos hacia abajo cual gotas de lluvia, por el abismo del vacío, y no se producirían entre ellos ni choques ni golpes. Así la naturaleza nunca hubiera creado nada (Acerca de la naturaleza de las cosas II, 216-224).96

La indeterminación de tiempo y espacio (incerto tempore incertisque locis) da la pauta de lo incalculable que resulta la desviación. Lucrecio agrega, a su vez, que esta desviación es constitutiva de la creación: para que aparezca algo que antes no estaba, 95

Otros textos epicúreos en esta misma dirección son: Gnomologio vaticano 17, Carta a Meneceo 131 y 135, fr. 27. Cf. esta misma relación entre el sabio y el azar en Demócrito B 119. 96 Las traducciones de Lucrecio son de Valentí Fiol (1976).


resulta necesaria esta posibilidad física de variar. Sin variación, no hay cambio. Sin cambio, no hay novedad. Estas afirmaciones surgen, como veíamos en el caso de Epicuro, de la necesidad de ajustar la teoría a la experiencia. En este sentido, la declinación atómica debe ser sutil; caso contrario, nuestros sentidos podrían desmentirla: Es preciso que los átomos declinen un poco, sólo el mínimo posible; no se diga que imaginamos movimientos oblicuos, que la realidad refutaría. Pues una cosa vemos clara y manifiesta: los pesos, de suyo, no pueden caer oblicuamente cuando se precipitan desde arriba, en cuanto podemos observar. Pero que nada se desvíe en absoluto de la vertical, ¿quién hay que pueda observarlo? (Acerca de la naturaleza de las cosas II, 243-250).

Ahora bien, además de ratificar estos principios físicos epicúreos, Lucrecio hace un aporte fundamental al explicitar los vínculos que existen entre tales postulados y el problema de la libertad humana: En fin, si todos los movimientos se encadenan y el nuevo nace siempre del anterior, según un orden cierto, si los átomos no hacen, declinando, un principio de moción rompiendo las leyes del hado para que una causa no siga a otra causa hasta el infinito, ¿de dónde ha venido a la tierra esta libertad de que gozan los seres vivientes? ¿De dónde, digo, esta voluntad arrancada a los hados, por la que nos movemos adonde nuestro antojo nos lleva, variando también nuestros movimientos, sin que los determine el tiempo ni el lugar, siguiendo sólo el dictado de nuestra propia mente? Pues, sin duda, es la voluntad de uno la que da principio a estos actos; brotando de ella, el movimiento fluye por los miembros (Acerca de la naturaleza de las cosas II, 251-265).

La concatenación causal propia del atomismo clásico de Demócrito y Leucipo resulta en un mundo fatal y determinista, regido por el hado (fatum), cuyas leyes no contemplan la voluntad humana como variable de cambio. Una vez más, postulados como este chocan contra la evidencia empírica: si las cadenas causales se siguen unas a otras hasta el infinito, ¿cómo explicar lo que de hecho se observa: que el hombre hace esto o aquello, que va o viene, que decide libremente qué curso de acción seguir, sin posibilidad de predecir lo que hará en el momento siguiente? El principio del movimiento humano no está en la naturaleza, sino que “nace en el corazón y tiene su origen en la voluntad del espíritu” (Acerca de la naturaleza de las cosas II, 269-270). También gracias a Cicerón sabemos que la desviación atómica fue una novedad de Epicuro: Epicuro cree que estos mismos cuerpos sólidos indivisibles <esto es, los átomos> son llevados, por su propio peso, perpendicularmente hacia abajo, movimiento este último que considera el natural de todos los cuerpos. Pero después, en el mismo


suspiro, siendo lo suficientemente agudo como para recordar que si todos viajaran hacia abajo en línea recta y, como dije, perpendicularmente, entonces ningún átomo jamás sería capaz de sobrepasar a cualquier otro átomo, consecuentemente introdujo una idea de su propia invención: afirmó que el átomo hace un desvío muy pequeño, la menor divergencia posible. De esta manera se producen entrelazamientos, combinaciones y cohesiones de átomos con átomos, que resultan en la creación del mundo y todas sus partes (Sobre los fines I, 6, 18-19).

Los átomos se desvían de manera tal que dan lugar al mundo tal como lo conocemos: espontáneo, impredecible, azaroso. Así se cortan, según Cicerón, las cadenas causales necesarias, pues “la desviación ocurre sin causa” (Acerca del destino X, 22). Este corte de las cadenas causales necesarias resulta, como vimos, fundamental para la libertad. Así lo atestigua, nuevamente, el propio Cicerón: “Epicuro introdujo este argumento por temer que, si el átomo se trasladaba siempre gracias a su gravedad –de cáracter natural y necesario–, no quedaba en nosotros libertad alguna, ya que el espíritu se movería según se veía obligado a consecuencia del movimiento de los átomos. Demócrito, el introductor de los átomos, prefirió admitir que todo ocurría por necesidad” (Sobre el destino X, 23).97

VI. La revuelta de Epicuro frente a los filósofos del pasado Retomemos lo adelantado al comienzo del presente Estudio a propósito del diálogo que la filosofía epicúrea tuvo con sus antecesores, no obstante el cambio de época que significó la muerte de Alejadro Magno. Si bien muchos elementos del pensamiento de Epicuro retoman sistemas filosóficos previos, en la mayor parte de los casos es, como veremos, para modificarlos y adaptarlos a sus propias necesidades. En el presente apartado nos limitamos a algunos de los autores con los que la filosofía epicúrea tiene cierto diálogo filosófico. Por fuera de las posiciones de quienes reseñamos aquí, también puede incluirse a Timócrates (epicúreo del siglo III a.C.), Nausífanes (siglo IV a.C.) y Pirrón de Elis (filósofo escéptico que vivió entre los siglos IV y III a.C.), entre otros. Vale aclarar, asimismo, que Epicuro parece haber sido reticente a nombrar a sus rivales por su nombre, por lo que, en la mayoría de los casos, es necesario reconstruir sus rivalidades o influencias a partir no de menciones explícitas, sino de contenidos filosóficos98. Aristipo, Espeusipo y Eudoxo: referentes del hedonismo Aristipo de Cirene 97

Seguimos la traducción de Escobar (1999). Cf. también de Cicerón Acerca del destino IX, 18 y XX, 46, y Acerca de la naturaleza de los dioses I.25.69; cf. también Long (1994: 40-49). 98 Véase, para estos problemas, el trabajo de Sedley (1976).


El grupo de los filósofos cirenaicos es uno de los así denominados “socráticos”, por reivindicar a la figura de Sócrates como referente o maestro. Sin detenernos aquí pormenorizadamente en cuestiones relativas a su conformación e historia, mencionemos algunos de los puntos fundamentales del pensamiento de Aristipo de Cirene, uno de sus miembros 99, por ser un claro representante de una posición hedonista relativamente contemporánea a Epicuro. Los vínculos entre Aristipo y Epicuro están atestiguados ya desde la antigüedad: “Aristipo era un compañero de Sócrates, fundador del grupo llamado ‘cirenaico’, de quien Epicuro tomó el punto de partida para su exposición sobre el fin” (FS 590).100 Considerado ya desde la antigüedad como un relativista o subjetivista por haber hecho de la experiencia el criterio de verdad, Aristipo postula como principio fundamental la identificación entre bien y placer, siendo este último la meta a la cual el hombre aspira por naturaleza. A su vez, concibe sólo una clase de placer, el que se da en el movimiento de recomposición de una carencia previa, que se plasma en un estímulo sensorial sutil. El dolor, por el contrario, consiste en un movimiento brutal suscitado por la carencia misma que no recibe satisfacción ninguna. De allí que algo así como un ‘estado de reposo’ sea inconcebible, dado que la vida humana se trata, más bien, de una sucesión de procesos que se siguen unos a otros: “en estas condiciones, un estado de reposo, de inmovilidad psicofísica, se asemeja al sueño o a la muerte”.101 El placer es, pues, cierto “movimiento suave”, mientras que el dolor es un “movimiento rudo”. Ocurre, entonces, que por fuera de estos estados cinéticos no hay ninguna clase de placer estable, a lo cual se suma el hecho de que Aristipo descarte la posibilidad de pensar el placer como ausencia de dolor. Ambas cosas –el placer estable y su definición en tanto ausencia de dolor– son, como vimos, postulados básicos del epicureísmo que, así, se revela en clara discusión con ciertos aspectos del hedonismo cirenaico. He aquí uno de los textos centrales que resume el hedonismo de Aristipo, según el testimonio de Diógenes Laercio: Existen dos afecciones (páthe): dolor y placer. Una es un movimiento suave, el placer, mientras que el dolor es un movimiendo rudo [...]. Placer es, por cierto, el del cuerpo, el cual es también la finalidad –como afirma Panecio en su tratado Acerca de las elecciones–, no el placer estable (katastematikén) que se da debido a la supresión de dolores, como una mera ausencia de sufrimiento, que Epicuro acepta y dice que es la finalidad. A los cirenaicos les parece que la finalidad difiere de la felicidad, pues 99

Para un estudio exhaustivo de la filosofía cirenaica, cf. Mársico (2013: tomo I). Citamos los fragmentos de los cirenaicos según la numeración de Mársico (2013). 101 Brunschwig (2000: 510). 100


fin es el placer parcial, mientras que la felicidad es el conjunto de placeres parciales, con los que se cuentan también los placeres pasados y los futuros. El placer parcial es elegible por sí mismo, mientras que la felicidad no es elegible por sí misma, sino por el placer parcial [...]. La supresión de lo que da dolor, tal como fue planteada por Epicuro, les parece a los cirenaicos que no es placer. Tampoco la ausencia de placer (aedonía) es dolor, pues ambos, placer y dolor, consisten en un movimiento. Dado que la ausencia de dolor es la condición de alguien que duerme, ni la ausencia de dolor ni la ausencia de placer son movimiento (II, 87-89).

La novedad epicúrea frente a un planteo como este no se halla tan sólo en el hecho de sostener la existencia de un placer estable o catastemático y en identificarlo con la felicidad, sino también en hacer del placer y de la felicidad el fin de los actos de los hombres. Aristipo diferencia el placer de la felicidad afirmando que esta última debe contener la totalidad de los placeres, incluidos los del pasado (que ya no se sienten) y los del futuro (que aún no se sienten). El único placer válido es el que se está sintiendo, y ese es el placer del presente, que es inevitablemente parcial. Al hacer del placer parcial del presente el fin, la felicidad ya no puede ocupar ese lugar. La ética cirenaica no es, a diferencia de la epicúrea, eudemonista, pues no hace de la felicidad (eudaimonía) la meta última que oficia como criterio para distinguir acciones buenas de malas.102 A su vez, esta valoración del presente por encima del pasado y el futuro también diferencia a Aristipo de Epicuro quien, enfermo y doliente, ya en su lecho de muerte, había dicho que “a todo esto se opone el gozo del alma por el recuerdo de nuestras conversaciones pasadas...” (fr. 138). Aristipo opina bien diferente en este punto: Aristipo es monotemporal, porque no le interesan ni la memoria de las gratificaciones pasadas ni la esperanza de las futuras, sino que considera bien sólo al presente (Fragmentos de los Socráticos 591).103

Por otro lado, nótese que, según Diógenes Laercio en el pasaje citado, Aristipo sólo considera los placeres y dolores corporales, mientras que Epicuro, según vimos, también incluye los del alma: “Epicuro se diferencia de los cirenaicos en relación con el placer, pues estos no distinguen el placer catastemático, sino sólo el que se da en el movimiento” (fr. 1).104

102

Cicerón, sin embargo, identifica a Aristipo con Epicuro a propósito de haber hecho del placer el fin de las acciones de los hombres: “que Epicuro relacionara el sumo bien con el placer, en primer lugar era en sí mismo erróneo, y en segundo lugar era algo ajeno, ya que antes y mejor lo dijo Aristipo” (Sobre los fines I.8.26 = Fragmentos de los Socráticos 598; seguimos la traducción de Mársico, 2013). 103 Seguimos la traducción de Mársico (2013), con leves variantes. 104 “Epicuro pensaba que el sumo bien estaba en el placer del alma; Aristipo, en el placer del cuerpo” ( FS 608). Otros cirenaicos como Anicersis de Cirene y Teodoro el Ateo sí aceptarán placeres del alma.


Por último, la insistencia epicúrea en la moderación de los placeres y del esfuerzo en pos de contentarse con poco105 quizás sea una respuesta a hedonismos más extremos y desenfrenados, como el de Aristipo quien “era muy libertino en su vida” (FS 590), “glotón y amante del placer” (FS 596). Eudoxo Oriundo de la ciudad de Cnido, en Asia menor, Eudoxo se trasladó a Atenas a los treinta y tres años de edad. Un poco menor que Platón (395-343 o 337 a.C.), habría sido designado por él para dirigir la Academia provisoriamente durante uno de sus viajes a Sicilia, momento en el cual Aristóteles llega a Atenas y se une a la institución platónica. Uno de los testimonios más concretos de la ética hedonista de Eudoxo es el del propio Aristóteles, en el libro X de la Ética nicomaquea. Allí señala el estagirita que Eudoxo identifica el objeto de búsqueda y deseo por antonomasia, el Bien, con el placer. Entre otras, las razones para esta afirmación habrían sido las siguientes 106: en primer lugar, el hecho de que todos deseen el placer, hombres, niños y animales, da la pauta de que ese es el bien para cada uno de ellos. Segundo, dado que el dolor es rechazado uniformemente, y que el placer es lo contrario del dolor, se sigue que el placer es lo deseado uniformemente. Tercero, a diferencia de otros objetos de elección, el placer es elegido por sí mismo, y no como medio para otra cosa.107 Espeusipo Espeusipo, cuñado de Platón, vivió aproximadamente entre los años 410 y 339 a.C. Fue miembro de la Academia platónica y, a la muerte de su fundador en 347 a.C., quedó al frente de ella. Según Diógenes Laercio habría escrito más de treinta obras, entre diálogos y tratados, sobre diversos temas: ontología, teología, biología, psicología.108 Lo que puntualmente nos interesa aquí es su ética, de corte netamente hedonista. Para Espeusipo, la felicidad radica en el funcionamiento armonioso de la naturaleza humana y, más específicamente, apuntando a la ausencia de sufrimiento

105

Véase, por ejemplo, Carta a Meneceo 130, fr. 181 y Diógenes Laercio X, 11. Tomamos la enumeración de Guthrie (2000: 471-473). 107 Descripción semejante a la que Platón y Aristóteles hacen de la felicidad: cf. Platón, Banquete 204e205a y Aristóteles, Ética nicomaquea 1097b1 ss. 108 Cf. Diógenes Laercio IV, 4-5. 106


(aokhlesía).109 En una línea similar a la epicúrea, sostuvo que las virtudes son meros medios para la felicidad. Con respecto al tópico puntual del placer, habría discutido con Eudoxo y Aristóteles en relación con la concepción binaria y excluyente de ambos: siendo el dolor un mal, su contrario, el placer, es un bien. Espeusipo encuentra una instancia intermedia, apelando a una analogía matemática: si bien lo mayor se opone a lo menor y este, a su vez, se opone a lo mayor, ambos se oponen a lo igual, que se encuentra en medio de los dos; así lo testimonia Aristóteles: “si el dolor es un mal, dicen que el placer no es <por ello> un bien, pues es posible que un mal se oponga a otro mal y ambos pueden oponerse a lo que no es ni bueno ni malo” (EN 1173a6-8).110 Esto da como resultado, a criterio del propio Aristóteles, que Espeusipo haya afirmado que tanto el placer como el dolor son males, ambos contrapuestos a un estadio intermedio, donde no se siente ni placer ni dolor, considerado el bien. Este estado intermedio se correspondería con la ausencia de sufrimiento (aokhlesía) y ausencia de dolor (alypía). Epicuro y el platonismo111 Ante todo, cabe recordar que Epicuro conoció la filosofía platónica. Prueba de ello es el hecho de haber tenido un maestro caratulado como platónico, Pánfilo.112 Si bien esto no basta para asegurar que algo de su propia teoría, mucho o poco, haya sido influenciado por sus conocimientos del platonismo, lo cierto es que los puntos de contacto, especialmente en lo que hace a las divergencias entre ambos pensadores, son más que elocuentes, pues la diferencia que existe entre los postulados básicos del platonismo y el epicureísmo lindan con la asimetría casi absoluta. Si hacemos un listado breve de los postulados básicos del platonismo clásico, encontraremos en Epicuro una posición prácticamente contraria. Platón postuló la existencia de dos ámbitos dentro de la realidad, el sensible y el inteligible (al que pertenecen las Ideas); Epicuro, como vimos, insiste en la existencia de una sola dimensión de la realidad, la sensible. En concordancia con esto, el único conocimiento aceptado como tal por Platón fue el inteligible, más precisamente el acto de captación intelectual (nóesis); Epicuro, por su parte, considera que el único 109

Véase fr. 57 (Lang). Cf. el FS 589 de Aristipo, donde se utiliza el mismo término. Cf. Aristóteles, Ética nicomaquea 1153b4. 111 Dejamos de lado, en lo que sigue, cierta crítica epicúrea a la teoría platónica de los elementos en el Timeo de Platón, por contar tan sólo con un pasaje del libro XIV del Acerca de la naturaleza, hoy perdido. Véase el fr. 29 en la edición de Arrighetti (1960). 112 Véase Diógenes Laercio X, 13-14. 110


conocimiento válido es el sensible, aportado por los sentidos.113 En lo que al hombre respecta, Platón distinguió tajantemente entre su cuerpo y su alma; Epicuro, en cambio, tomó los lineamientos atomistas que indican que toda realidad es material-corporal, incluso el alma.114 El tópico de la la materialidad o inmaterialidad del alma es, como ya hemos dicho, central para las éticas griegas en general, pues, si es inmaterial, la inmortalidad se vuelve posible. Esta segunda alternativa es la que ha explotado fundamentalmente la ética socrático-platónica, cuyos fundamentos últimos se hallan, precisamente, en el destino del alma después de la muerte del cuerpo. La razón por la cual no habría que cometer actos injustos en la vida corporal se halla en el destino del alma después de la muerte.115 Epicuro, en cambio, sostiene explícitamente la mortalidad del alma116. Pero quizás una de las diferencias fundamentales con el platonismo se halle en el terreno de la ética: si Platón ha insistido en la postulación de parámetros éticos absolutos, universales, únicos y eternos, como son las Ideas o Formas, Epicuro aboga por una ética de corte relativista en la medida en que, como hemos visto, la ausencia de dolor en el cuerpo y turbación en el alma puede ser alcanzada de diversas maneras por cada uno de los hombres. Recuérdese, en este sentido, Máximas capitales 10, ya citado más arriba: Si las cosas que producen los placeres de los viciosos disolvieran los temores del pensamiento y los temores relacionados con los fenómenos celestes, <disolvieran también> la muerte y los dolores <del cuerpo>, y si, además, les enseñaran el límite de los deseos, entonces no tendríamos nada que censurarles, por estar ellos satisfechos de placeres por todos lados y no sentir por ningún lado ni dolor, ni pena – lo que es, precisamente, el mal– (Máximas capitales 10).

Se ve aquí cómo este hombre insalvable, que está perdido y es éticamente inutilizable – es decir, el ásotos, quien no tiene salvación (sotería)–, no es reprobable si lo que le produce placer a él lo aparta de los temores que perturban su alma. Esto da cuenta de otra gran diferencia que existe con la ética socrático-platónica, pues una ética universal que tienda a unificar los valores a fin de lograr una convivencia comunitaria homogénea no es uno de los objetivos filosóficos de Epicuro. Su propuesta, por el contrario, parece 113

No hay que perder de vista, en este punto, que incluso la “prenoción” ( prólepsis) tiene su origen en percepciones sensibles del pasado. 114 Véase Carta a Heródoto 63 y 67, ya citados más arriba. 115 Cf. Platón, Gorgias 523a ss. 116 “Nacemos una sola vez, no es posible nacer dos veces. Y es necesario que la eternidad ya no exista. Pero tú, aun no siendo dueño del mañana, pospones el goce. La vida, sin embargo, se consume en la indecisión y cada uno de nosotros muere ocupado en sus preocupaciones” (Gnomologio vaticano 14).


más cercana a posiciones relativistas: los modos de evitar la perturbación del alma no tienen por qué ser los mismos para todos. La comunidad epicúrea no es el mundo, no es la totalidad de la humanidad, sino que tiene cuatro paredes claramente identificables: el Jardín.117 En palabras de García Gual, “el bien no es, para Epicuro, algo objetivo y trascendente, sino que está siempre referido al placer: la sociedad utópica de República no conmueve al epicúreo”.118 Otros punto en el que se podría ver una diferencia tajante entre ambos filósofos es el de la educación: si Platón insiste en la importancia fundamental que tiene la educación (paideía) en la formación de un filósofo capaz de organizar y gobernar la pólis119, Epicuro, como hemos visto, encuentra en la educación tradicional una traba capaz de llenar al hombre de confusión y, eventualmente, de turbación y miedo. En palabras de Brunschwig: Epicuro no se preocupa por clasificar a los que tienen ‘natural filosofico’ y a los que no lo tienen, ni piensa en imponerles los largos rodeos que Platón les invitaba a cumplir: no es cuestión de salir, aunque sea en forma provisoria, de 1a caverna en que se desenvuelve nuestra vida sensible y práctica, ni tampoco de bajar de nuevo a ella para gobernar la ciudad. El alma sufriente tiene menos necesidad de una conversión que de una especie de desconversión, de una vuelta al suelo de las certidumbres inmediatas, de las que la ha apartado una cultura artificial y opresiva. 120

Epicuro y Aristóteles121 El lugar del placer en la ética aristotélica Si bien hay algunos elementos manifiestos que muestran explícitamente las influencias aristotélicas en la filosofía epicúrea –por ejemplo, la clasificación de los placeres en corporales e intelectuales122– hacer de Aristóteles un antecedente de Epicuro partiendo sólo de esto sería simplificar demasiado la cuestión. No obstante, ciertas similutes existentes entre ambos vuelven relevante el hecho de que Epicuro haya tenido un maestro platónico (Pánfilo) y otro aristotélico (Praxífanes).123 117

Como al respecto señala Long: “Epicuro nunca insinúa que el interés de los demás haya de ser preferido o valorado independientemente del interés del sujeto. La orientación del hedonismo es cabalmente referida a sí” (1994: 75). 118 García Gual (1996: 74). 119 Cf. Platón, República, especialmente los libros II a VII. 120 Brunschwig (2000: 485). 121 Para una presentación más extensa de los vínculos entre Aristóteles y Epicuro a propósito del tratamiento del placer, véase nuestro Bieda (2005). 122 Cf. Aristóteles, Ética nicomaquea 1153a20 (“placeres surgidos de la contemplación teórica y el aprendizaje”) y 1153b33 (“placeres corporales”), y Epicuro, Carta a Meneceo 131, donde se define la hedoné como “el no sufrir dolor en el cuerpo ni perturbación en el alma”. Una distinción similar puede encontrarse también en Platón, República I 328d y IX 582b. 123 Sedley (1976) da una serie de razones plausibles según las cuales Epicuro habría conocido la obra aristotélica. Cf. por ejemplo el fr. 212 (Usener) donde se hace referencia a los Analíticos y Diógenes


La mayor parte de los trabajos dedicados al estudio de las obras éticas de Aristóteles suele centrar su atención en la virtud (areté) como eje organizador y rector del buen comportamiento del “animal político”. Por esta razón es común caracterizar la ética aristotélica como cierta “ética de la virtud”, dado que el criterio de la acción buena o mala radica en su carácter virtuoso o no virtuoso. De este modo, todo aquello que surja del desglose del concepto de “virtud” también se hallará en el círculo central de la propuesta aristotélica. Curiosamente, en la primera caracterización de la virtud ética aparece el placer: Es preciso hacer del placer o dolor que acompaña las acciones un signo de los modos de ser [...]. La virtud ética está en relación con los placeres y dolores, pues hacemos lo malo a causa del placer y nos apartamos del bien a causa del dolor (Ética nicomaquea 1104b4; b10).124

La “curiosidad” surge de lo que hasta este momento se nos había dicho acerca del placer: en el libro primero, tratando las divergencias que existen entre los hombres a propósito de cómo ser feliz, una de las opiniones es la de aquellos que la identifican con lo tangible –o visible– y lo aparente, “como por ejemplo el placer, la riqueza o los honores...” (1095a22). Ahora bien, ¿quiénes sostienen dicha opinión? ¿Quiénes son partidarios de esta vida voluptuosa (bíos apolaustikós)? Los muchos y los más vulgares, la ‘gente’, los más groseros. Esta adscripción del parecer de la muchedumbre a la vida de los placeres acarrea una valoración aparentemente negativa de ella o, al menos, no privilegiada frente a las otras alternativas. Sin embargo, aun cuando el placer pueda conducir a un tipo menos elevado de vida, es, con todo, una instancia ineludible de la realidad humana “porque el placer está entre las cosas del alma” (Ética nicomaquea 1099a9). El placer no es, por lo tanto, algo malo per se, por cuanto es constitutivo de nuestras acciones y pasiones. El problema radica, más bien, en el criterio de demarcación de lo aceptablemente placentero: “para la mayoría de los hombres las cosas placenteras son objeto de contienda porque no lo son por naturaleza, mientras que las cosas que son por naturaleza placenteras, lo son para los amantes de lo noble” (Ética nicomaquea 1099a13). Estas cosas nobles son, por ejemplo, las acciones virtuosas, es decir, lo que constituye la felicidad. Esto le permite a Aristóteles concluir que “la

Laercio V, 37 y 41 (en referencia a la Retórica). No obstante, como el propio Sedley señala, es probable que el destinatario de las críticas epicúreas al aristotelismo haya sido Teofrasto, al frente del Liceo en la misma época en que Epicuro vivió en Atenas; de allí su obra, perdida hoy, titulada Contra Teofrasto. 124 Nótese la similitud con Platón, Leyes 732e3: “Estamos hablando, pues, a hombres, no a dioses; ciertamente lo humano por naturaleza son mayormente los placeres, los dolores y los deseos”.


felicidad, por consiguiente, es lo mejor, lo más hermoso y lo más placentero” (Ética nicomaquea 1099a25). Ahora bien, si la felicidad es el pilar fundamental de la ética, y la virtud, a su vez, es el ingrediente preponderante para la felicidad, la virtud resulta el pilar de la ética. Pero si a esto agregamos que la virtud se relaciona, como vimos, con los placeres y dolores (“pues hacemos lo malo a causa del placer y nos apartamos del bien a causa del dolor”), podemos concluir que el placer ocupa, en esencia, el papel central en lo que hace a las acciones. Hay pasajes aristotélicos en los que, efectivamente, el placer oficia como criterio: Pues quien se aparta de los placeres corporales complaciéndose al tiempo por eso mismo es moderado; el que se contraría, intemperante; el que hace frente a lo terrorífico complaciéndose o, al menos, no contristándose, es valiente (Ética nicomaquea 1104b5). También medimos (kanonízomen) nuestras acciones, unas más y otras menos, por el placer y el dolor. Por eso, pues, es necesario que todo nuestro estudio esté relacionado con estas cosas; pues el complacerse y el sentir dolor de buen o mal modo no es algo pequeño para las acciones [...]. De esta manera, todo el estudio, tanto para la virtud como para la política, está en relación con el placer y el dolor, pues el que se sirve bien de ellos será bueno, y el que se sirve mal, malo (Ética nicomaquea 1105a3; a10)

Nótese el verbo “kanonízein” que explícitamente hace del placer la medida, el canon (kanón) que en última instancia nos permite determinar el camino hacia la felicidad. Podría resultar curioso que se hable aquí del placer como kanón cuando en los libros centrales de Ética nicomaquea es la racionalidad práctica o “prudencia” (phrónesis) la encargada de determinar la medianía entre dos extremos viciosos que define a la virtud. Mas esto último requiere una pequeña aclaración. El hecho de que la phrónesis sea la facultad capaz, o bien de establecer o bien de captar, según cómo se lo interprete, el término medio virtuoso para cada circunstancia 125, no quiere decir que los placeres y dolores que tan enfáticamente han sido incluidos en el tratamiento de la virtud hayan sido olvidados. Ciertamente en los libros centrales han sido desplazados de la discusión principal, pero siguen presentes: “a causa de esto ciertamente añadimos ‘moderación’ (sophrosýne), como algo que salvaguarda a la prudencia” (Ética nicomaquea 1140b11). Si recordamos el modo en que Aristóteles define esta 125

Omitimos las posibles discusiones respecto de esta atribución de la phrónesis circunscribiéndonos a lo innegable de su participación en la fijación del término medio en el que consiste la virtud ética. Cabe recordar, en este sentido, la definición canónica de la virtud ética: “es la virtud un modo de ser en referencia a la elección, siendo un término medio relativo a nosotros determinado por la razón y precisamente a través de la cual lo definiría el hombre prudente” (Ética nicomaquea 1106b36).


“moderación” que salvaguarda a la prudencia, los placeres y los dolores quedan estrechamente relacionados con ella: “respecto de los placeres y dolores, el término medio es la moderación” (Ética nicomaquea 1107b5). Es decir, aun cuando en última instancia sea la prudencia la que define qué es lo virtuoso en cada caso –y, así, conduce a la felicidad–, la moderación la conserva menguando la presión del placer. De este modo, la incursión de la esfera intelectual en el terreno de la virtud no desplaza su comprensión en términos del placer o dolor concomitante, sino que la complementa. Tras este relevamiento del placer en los primeros libros de Ética nicomaquea, avancemos hacia su tratamiento específico en los libros séptimo y décimo. ¿El placer como actividad o como perfeccionamiento de la actividad Célebres estudiosos de la obra ética aristotélica han tratado la posible ambigüedad recíproca que presentan las exposiciones del placer en los libros VII y X de Ética nicomaquea. En líneas generales, dicha ambigüedad se manifiesta en la falta de coincidencia entre dos modos posibles de comprender el placer: en un caso (libro VII) como actividad (enérgeia), en el otro (libro X) como perfeccionamiento de una actividad. Optar por una u otra caracterización repercute, lógicamente, en el rol específico desempeñado por el placer en la consecución de la vida buena: en tanto actividad podría ser parte del ejercicio de la felicidad, mientras que en tanto perfeccionamiento sería cierto plusvalor que mejoraría de algún modo dicho ejercicio. El placer como actividad se analiza en el libro VII de Ética nicomaquea, entre los capítulos 11 y 13. La justificación de dicho análisis retoma las causas esgrimidas en los primeros libros: “teorizar sobre el placer y el dolor es propio del filósofo político [...]; está, asimismo, entre lo necesario el hecho de examinar estas cosas, puesto que colocamos la virtud y el vicio éticos en relación con los placeres y dolores, y la mayoría de los hombres dice que la felicidad va acompañada de placer...” (Ética nicomaquea 1152b1 ss.). Como es su costumbre, Aristóteles argumenta partiendo de las propuestas de pensadores o corrientes de pensamiento anteriores respecto del tema a tratar (los llamados “éndoxa”126). Encontramos, primero, la teoría según la cual ningún placer es un bien, ni en sentido absoluto ni accidentalmente; en segundo lugar, hallamos a quienes postulan que algunos placeres son buenos, otros malos; por último, quienes dicen que, aun siendo todo placer bueno, lo más excelente no puede identificarse con el placer. La 126

Para el rol de los éndoxa (opiniones generalmente admitidas ínsitas en el backround cultural) en el método para la filosofía práctica aristotélica, cf. nuestro Bieda (2005).


primera postura podría ser la de Espeusipo; la segunda, podría corresponder al platonismo127 al igual que la tercera, que también podría ser la de Aristóteles mismo. Sea como fuere, lo que más nos interesa es el marco de esta polémica sobre la separación entre bondad y placer por no ser éste último un fin (télos) sino un proceso (génesis), pues de las objeciones presentadas por Aristóteles a esta tesis surgirá la propuesta de hacer del placer una actividad (enérgeia). La alternativa del placer como un proceso (génesis) nos interesa especialmente pues, como hemos visto, Epicuro considera que cierta clase de placer es la que se da en el movimiento de recomposición de un equilibrio perdido: el placer cinético o cinético. Aun cuando Aristóteles se aparta de la identificación del placer con cierto tipo de desarrollo genético, lo hace debido a que el objeto de su indagación es una definición esencial del placer. De allí que la reconstitución del equilibrio del propio modo de ser natural no sea esencialmente placentera, sino accidentalmente (katà symbebekós) placentera: “aquellas cosas que nos disponen hacia nuestro modo de ser natural (physikén héxin) son accidentalmente placenteras” (Ética nicomaquea 1152b33). Este tipo de movimiento de restitución o restablecimiento de nuestra naturaleza cuando ha sido dañada es sólo accidentalmente placentero, puesto que no es con dicho proceso con lo que nos deleitamos, sino con el fin al que dicho proceso tiende. Algo similar a esto hemos visto en el tratamiento epicúreo del placer y, en particular, en la relación entre el placer cinético y el placer catastemático: también para Epicuro la felicidad reside en el segundo, pues consiste en la imperturbabilidad del alma (ataraxía) y la ausencia de dolor corporal (aponía). Para mostrar que el placer no consiste esencialmente en cierto tipo de restitución de la naturaleza dañada, Aristóteles recurre al ejemplo de una actividad que es placentera sin una falencia previa: la contemplación (tò theoreîn). En la actividad teorética no hay dolor ni apetito que reparar, porque en dicha actividad la naturaleza no está necesitada de nada: Signo de esto es que los hombres no gozan con la misma cosa placentera cuando su naturaleza se está restableciendo y cuando está establecida (kathestekuías), sino que, ya establecida, gozan con las cosas absolutamente placenteras, mientras que, recuperándose, incluso gozan con lo contrario (Ética nicomaquea 1153a2).

127

Véase por ejemplo Platón, Filebo 50e ss. donde se distinguen los placeres “puros”, como el disfrute de los colores y la contemplación, de los placeres corporales, por no ser medidos como los puros, sino indefinidos. Véase también Filebo 52a1.


Si antes vimos cómo al criticar el deleite generado en el proceso de restitución luego de un daño Aristóteles afirma algo similar a lo que Epicuro llamaba “placeres cinéticos”, el pasaje recién citado nos permite identificar el otro gran conjunto de placeres de la clasificación epicúrea, los estables o “catastemáticos”. Reparando en la terminología aristotélica, vemos la oposición entre los placeres ‘genéticos’ –vinculados aquí con cierta recomposición (anaplérosis) en tanto restablecimiento o plenitud de un vacío previo– y aquellos suscitados una vez restablecida la naturaleza. Este últmo estado de ‘saciamiento’ es mentado con el participio del verbo kathístemi del cual deriva el adjetivo katastematikós, término utilizado por Epicuro para denominar a los “placeres catastemáticos”. Así, aun cuando la función que el placer desempeña en la propuesta aristotélica y en la epicúrea sea levemente distinto, parece innegable que en tiempos de Epicuro circulaba la taxonomía aristotélica de los placeres que opone el movimiento al reposo en términos de movimiento (kínesis o génesis) y estabilidad (katástema). El placer no consiste, pues, en un proceso genético que implique un movimiento que va de un estado de dolor a otro de placer, sino en cierta actividad: Los placeres son actividades (enérgeiai) y fin (télos), y tienen lugar no cuando llegamos a ser algo, sino cuando hacemos algo. Por ello, no es correcto decir que el placer es un proceso sensible (aisthetén génesin), sino más bien debe decirse que es una actividad del modo de ser conforme a su naturaleza (Ética nicomaquea 1153a10).

Sabiendo ya en qué consiste el placer, queda por responder si es o no bueno, es decir, cuán relevante es para determinar la bondad o maldad de las acciones que acompaña. Dado que es comúnmente admitido que el dolor es un mal, al ser el placer lo contrario del dolor, resulta que “es necesidad que el placer sea cierto bien” (Ética nicomaquea 1153b5). Pero Aristóteles redobla la apuesta: no sólo es un bien, sino que nada impide que lo mejor, el bien supremo, sea cierta clase de placer: “por esto todos creen que la vida feliz es placentera y entretejen el placer con la felicidad” (Ética nicomaquea 1153b14).128 Ya hemos encontrado en Aristóteles dos de los placeres considerados por Epicuro: el cinético y el katastemátiko. Ahora bien, ¿qué ocurre con aquella otra instancia, la “coloración” o “diversificación” (poikíllesthai), que podía surgir o no una vez alcanzado el placer catastemático? En el libro X de Ética nicomaquea encontramos 128

Como signo de esto encontramos un claro y completo ejemplo del método filosófico de Aristóteles que apela tanto a la opinión de la mayoría como a pensadores del pasado: “el hecho de que todos, tanto animales como hombres, persigan el placer es una señal de que éste es, en cierto modo, el bien supremo: ‘ninguna fama, la de mucha gente, desaparece totalmente’” (Ética nicomaquea 1153b27). La cita de Aristóteles es de Trabajos y días de Hesíodo (763).


algo bastante similar. Frente a quienes dicen que el placer es cierto movimiento y generación (kínesis kaì génesis), Aristóteles replica que, siendo las propiedades necesarias del movimiento la rapidez y la lentitud, sucede que el placer no las posee (Ética nicomaquea 1173a33); de allí que no se pueda hablar de placeres ‘cinéticos’. No obstante, al igual que en el libro VII, reconoce que se puede sentir cierto placer en el cumplimiento, satisfacción o plenificación (anaplérosis) que sigue a un dolor – entendido éste como privación (éndeia)–, como por ejemplo el placer de la nutrición. La prueba que permite negar la identificación del placer con un proceso regenerativo es también la misma: existen placeres no precedidos por una carencia previa, por ejemplo aprender, saber. Ahora bien, hemos visto que Aristóteles unía placer y felicidad. Sin embargo, en el libro X, discutiendo con el hedonismo extremo de Eudoxo, el placer ya no es un bien sin más, dado que poseer la virtud es un fin que nos proponemos independientemente del placer que genere o no genere: “en nada difiere si a tales actividades acompaña necesariamente el placer, pues las elegiríamos incluso si de ellas no surgiera placer” (Ética nicomaquea 1174a4).129 El placer ya no se identifica con la actividad, sino que es algo que sobreviene (o no) luego. El argumento es el siguiente: toda sensación es una actividad que, según el grado de perfección de aquello sobre lo que se vuelva, es más o menos perfecta. Si se vuelve sobre lo más noble, entonces es la actividad más perfecta y es placentera: “pues el placer se da en toda sensación –y del mismo modo para el pensamiento y la contemplación–; y la actividad más perfecta es más agradable; y la actividad de lo bien dispuesto hacia el mejor de sus objetos es; y el placer perfecciona (teleioî) a la actividad” (Ética nicomaquea 1174b20). No hay que descuidar, en este famoso pasaje, la equivalencia que se traza entre la actividad sensible, intelectual y contemplativa en lo que respecta a su disfrutabilidad, esto es, a la posibilidad de que el placer las perfeccione. Asimismo, cabe destacar qué tipo de perfeccionamiento ejerce el placer sobre la actividad: El placer perfecciona a la actividad no como un modo de ser inmanente, sino como cierto fin que sobreviene como la flor de la vida en la madurez (Ética nicomaquea 1174b30).

129

En este pasaje podemos vislumbrar el gran supuesto que permitiría atenuar la aparente contradicción que encontramos entre lo dicho aquí y en el libro séptimo: no es el mismo concepto de “placer” el que está en juego en ambos casos. Entendiéndolo como enérgeia no tendría sentido decir que el placer difiere de la virtud por el hecho de que esta es buscada independientemente del placer que suscite; justamente en el ejercicio de tal virtud consistiría este placer.


El placer vuelve más perfecta, más completa a una actividad al alzarse como cierto fin o aspiración que la trasciende como tal. El libro X de Ética nicomaquea deja como saldo un placer entendido como apósito de las actividades a las que puede perfeccionar volviéndolas más deseables al generar placer a partir de ellas. Algo similar postula Epicuro, según vimos, al hablar de aquello que, una vez conseguido el placer catastemático, colorea o varía (poikíllesthai) dicho placer. Las relaciones entre Aristóteles y Epicuro a propósito del modo en que clasifican los placeres es, según vimos, explícita. Más allá del lugar que cada uno le otorgue a cada clase de placer en sus respectivas éticas, lo cierto es que conciben las mismas

clases

de

placeres:

móviles-cinéticos,

estables-catastemáticos,

perfeccionadores-diversificadores. Por último, además de esta coincidencia central, podemos reparar también en la terminología utilizada por ambos: cuando Aristóteles distingue una naturaleza que goza al recomponerse luego de una carencia (éndeia) previa (Ética nicomaquea 1153a2), para dar cuenta de dicha recomposición utiliza el verbo “restablecer” (anapleróo). Cuando Epicuro se refiere al cumplimiento de un placer, lo hace, si bien no con el mismo verbo, con dos derivados de la misma forma original, ambas con el sentido de satisfacer o restablecer.130 Aun cuando esto no implique, ni mucho menos, que Epicuro pueda haber estado en contacto con la letra aristotélica, sí da la pauta de que ambos pensadores podrían haber querido dar cuenta del mismo fenómeno dado que se sirven de elementos léxicos pertenecientes a un mismo campo semántico: el de la saciedad o completitud (plérosis). Es decir, no sólo han identificado cierto tipo de satisfacción placentera que se da en el movimiento de restitución de un equilibrio natural que se ha roto debido a una falta, sino que además comparten las figuras del movimiento (kínesis) y la saciedad (plérosis) para dar cuenta de la meta que persigue tal movimiento: Un estudio sin vacilación de tales <deseos> sabe conducir toda elección y <toda> evitación hacia la salud del cuerpo y hacia la imperturbabilidad del alma, por cuanto esa es la finalidad del vivir con felicidad. En efecto, es para esto que hacemos todas las cosas: para no sentir dolor ni turbación. Una vez que esto ha surgido en nosotros, se disuelve todo el invierno del alma, sin que el ser vivo necesite caminar como si careciera de algo, ni buscar algo distinto con lo que se habrá de satisfacer el bien del alma y el del cuerpo. Pues tenemos necesidad de placer en este momento, a saber: cuando sentimos dolor por no estar presente el placer. Cuando no sentimos dolor, en 130

Véase el verbo “sympleróo” en Máximas capitales 26, y el verbo “ekpleróo” en Gnomologio vaticano 21.


cambio, ya no necesitamos del placer. Y por esto decimos que el placer es principio y fin del vivir con felicidad. (Carta a Meneceo 128)

VII. Reapropiaciones de Epicuro en la modernidad El epicureísmo no acabó con la muerte de Epicuro, sino que se extendió y desarrolló a lo largo de la historia. Entre los romanos, Cicerón fue uno de los principales comentadores y críticos de su obra; gracias a sus escritos es posible conocer, entre otros, algunos aspectos puntuales de la concepción epicúrea de los dioses o del principio del placer.131 Por el contrario, las Cartas a Lucilio de Séneca, filósofo romano del siglo I d.C., ofrecen una rehabilitación de la ética del Jardín. A ellos se suman los ya mencionados Diógenes de Enoanda y el biógrafo Diógenes Laercio, en cuyo libro X sobre las Vidas de los filósofos más ilustres se halla gran parte de los textos de Epicuro que nos han llegado. También el médico Galeno habría escrito varias obras en contra de los epicúreos. Pero uno de los críticos más explícitos fue, sin dudas, Plutarco: basta con prestar atención a los títulos de muchas de sus obras para ver el énfasis con el que se enfrentó a las máximas hedonistas epicúreas. García Gual señala la curiosa relación que tuvieron el epicureísmo y el cristianismo durante los primeros siglos de nuestra era: “que durante algunos momentos el epicureísmo haya podido compartir con el cristianismo la hostilidad de las masas conservadoras de la religiosidad tradicional no deja de ser una curiosa ironía histórica. Es sintomática de esa hostilidad popular la anécdota que cuenta Luciano en Alejandro o el falso profeta: ‘Si hubiera algún ateo, o cristiano o epicúreo que haya venido a espiar nuestros ritos, ¡que se marche de prisa! ¡Fuera los cristianos! ¡Fuera los epicúreos’ (38)”.132 La filosofía de Epicuro y sus seguidores fue leída y retomada durante el Renacimiento y la Modernidad, especialmente sus afirmaciones a propósito de la pluralidad de mundos, la despreocupación de los dioses por los asuntos humanos y la centralidad del placer en lo que a la vida del hombre respecta. La física epicúrea, tal como la transmite Lucrecio en su Acerca de la naturaleza de las cosas, hizo grandes aportes para la formación de una concepción del mundo distinta de aquella de la escolástica, deudora de ciertos principios aristotélicos. La fuente principal para las doctrinas de Epicuro fue, durante la Modernidad, Cicerón 133, así como también algunas obras de Plutarco y, desde ya, el libro X de las Vidas de Diógenes Laercio. 131

Véanse por ejemplo los fr. 352 y 397 (Usener). García Gual (1996: 249). 133 Especialmente Sobre la naturaleza de los dioses, Cuestiones tusculanas, Sobre los fines, Sobre el destino, entre otras obras. 132


Fue así que, durante el siglo XVI, Giordano Bruno, en plena disputa contra la física aristotélica, se confesaba admirador de Epicuro y Lucrecio. También son de corte epicúreos dos libros de Francis Bacon de principios del siglo XVII: Cogitationes de rerum natura (1605) y De principis atque originibus (1612). También durante el siglo XVII, Galileo Galilei sostuvo principios atomistas que pueden rastrearse hasta Epicuro, especialmente en Il Saggiatore (1623) y Discorsi e dimostrazioni matematiche, intorno a due nuove scienze (1638). Pero quizás Pierre Gasendi haya sido uno de los principales defensores de Epicuro durante la Modernidad, muy especialmente en su De vita et moribus Epicuri libri octo (1647), donde rechaza la ontología y epistemología aristotélicas en pos de una teoría del conocimiento de corte empirista basada en Epicuro. Pero el epicureismo también fue blanco de numerosas críticas, sobre todo por parte de M. Cavendish (Observations upon Experimental Philosophy, 1666), Boyle (y, posteriormente, Bentley) y Leibniz. Este último, cercano a los principio de Copérnico y al mecanicismo, consideraba posibles las afirmaciones epicúreas en torno al azar, pero altísimamente improbables: “es tan poco creíble como suponer que una biblioteca un día se crea a sí misma por el concurso fortuito de átomos, pues siempre es más probable que algo sea creado por los medios habituales que suponer que hemos caído en este mundo feliz por mera casualidad”134. Entre las diversas reapropiaciones modernas de Epicuro se destaca, sin dudas, la tesis doctoral que Karl Marx presentó en 1843, titulada Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y Epicuro, donde el joven filósofo alemán estudia en detalle ciertos aspectos de la física atomista y epicúrea con vistas a destacar su diferencia fundamental: la desviación atómica (parénklisis). En esta línea, destaca fervientemente el rol central que desempeña la necesidad (anánke) en el sistema físico de Demócrito, y la consecuente anulación tanto de la libertad humana como de la posibilidad de cambios profundos en una realidad estancada o, peor aún, “determinista” como la atomista. La filosofía epicúrea surge, precisamente, para modificar esta situación. Textos como Gnomologio vaticano 9: “La necesidad es un mal, pero no hay ninguna necesidad de vivir conforme a necesidad”, son citados fervorosamente por Marx quien, finalmente, 134

Leibniz, W.G. (1989), Vorausedition, Akademie der Wissenschaften Münster, vol. VIII, p. 1810 (citado por Wilson, 2009: 283). Para un extenso y detallado análisis de la presencia del epicureísmo desde el imperio romano hasta la Modernidad (Cicerón, Séneca, Marco Aurelio, Plutarco, Luciano, San Agustín, Gassendi, Voltaire, Kant y Hegel, entre otros), cf. García Gual (1996: cap. 15) y Wilson (2009).


puede concluir que “por Epicuro hemos sido redimidos y puestos en libertad”, pues su modo de concebir la realidad “no conoce fronteras, al igual que la imaginación”. 135 Esta fundamental diferencia reside, claro está, en la posibilidad de que los átomos se desvíen y, con ello, transforme el territorio cerrado de la necesidad en el campo infinito de la posibilidad: La existencia relativa que se contrapone al átomo, el ser que Epicuro debe negar, es la línea recta. La negación inmediata de este movimiento es otro movimiento, que representa también espacialmente la desviación de la línea recta. Los átomos son cuerpos puros autónomos [...]. El movimiento de la caída es el movimiento de la dependencia. Si entonces Epicuro representa en el movimiento del átomo, según la línea recta, su materialidad misma, él ha logrado, mediante la desviación de la línea recta, la determinación formal, y estas determinaciones opuestas están representadas como movimientos directamente contradictorios. Por eso afirma con razón Lucrecio que la desviación quiebra los pactos del destino, y como aplica en seguida esto a la conciencia, se puede decir del átomo que la desviación es algo en su interior que puede luchar y resistir.136

Las connotaciones que esta posición de joven Marx sugiere a propósito del modo de pensar la Historia, a propósito de la posibilidad de cortes que derriben el statu quo, son por demás sugerentes. La desviación atómica, que se produce “sin causa”, abre las puertas de una libertad negada por el férreo determinismo democríteo y, así, deja abierta la posibilidad de que el hombre, mediante sus decisiones, complete una pintura que la naturaleza tan sólo sugiere, pero no completa: “el átomo no se ha completado del todo antes de haber sido colocado en la determinación por la desviación”.137 La limitación, la determinación, el mecanicismo son aquellas cosas que, a criterio de Marx, las innovaciones epicúreas eliminan de una realidad que ya no puede ser pensada como una previsible línea recta, sino como un sendero sinuoso e imprevisible donde la libertad y la responsabilidad juegan un rol central: Así como el átomo se libera de su existencia relativa –la línea recta– a medida que prescinde de ella, así también toda la filosofía epicúrea se aleja del ser limitativo [...]: el fin de la acción es la prescindencia, la fuga ante el dolor y la angustia, la ataraxía.138

Los átomos epicúreos, los átomos que Marx celebra, son imprevisibles, caprichosos y contradictorios, pues sus movimientos no dependen de una ley que los antecede ni de factores ajenos a sí mismo, sino que se determinan en virtud de los choques e interacciones compartidas por todos. Si se tiene en cuenta que los seres 135

Marx, K. (2004 [1843]: 28 y 20, respectivamente). Marx, K. (2004 [1843]: 39; destacados originales). 137 Marx, K. (2004 [1843]: 40). 138 Marx, K. (2004 [1843]: 42). 136


humanos son, tanto para Demócrito como para Epicuro, un compuesto de átomos, las consecuencias para el modo de concebir el comportamiento humano son evidentes: Los átomos son el único objeto para sí mismos; sólo pueden relacionarse entre ellos, y también expresado espacialmente, mezclarse, mientras que toda existencia relativa en la que ellos se vincularon con otra cosa es negada. Y esta existencia relativa es, según hemos visto, su movimiento original: la caída en línea recta [...]. Así, el hombre sólo cesa de ser un producto natural cuando el otro que se relaciona con él no es una existencia diferente, sino que es él mismo un hombre individual. Para que el hombre como hombre devenga para sí mismo su único objeto real, debe haber aniquilado en él su ser relativo, la fuerza de la simple naturaleza: el rechazo es la primera forma de autoconciencia.139

Este “rechazo” al orden establecido, a la línea recta como primera forma de autoconciencia, a la necesidad de derrumbar los anquilosados compuestos atómicos democríteos, más la posibilidad de ir contra el orden tradicional, contra el statu quo, de la mano de la posibilidad de romper las cadenas, todo ello hizo que el joven Karl Marx viera en Epicuro un pensador rupturista, un pensador preocupado por el bienestar de un hombre pensado como variable libre en el mundo. Y es precisamente esta clase de libertad la que hace de la felicidad algo difícil, complejo y siempre esquivo: el precio de la decisión es la amenaza permanente del fracaso. La vida buena no es, por lo tanto, un estado connatural al hombre, algo instintivo o automático, sino algo que se debe buscar y que, como tal, puede no encontrarse. He ahí la esencia de la filosofía epicúrea como revuelta filosófica: a las certezas de los físicos deterministas se le suman las incertidumbres de un mundo humano, libre e imprevisible. 140 En definitiva, la gran novedad del sistema epicúreo es el hecho de que con su física el mundo no es un algo dado, sino algo por ganar.

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Marx, K. (2004 [1843]: 43-44; destacado original). Marx, K. y Engels, F., Manifiesto del partido comunista. García Gual (1996: cap. 15) cita las siguientes palabras de Lenin: “Epicuro pasa junto al fondo del materialismo y la dialéctica materialista”. Luego, las de “otros marxistas” que habrían considerado a Epicuro “el represententa de la dialécica materialista de los griegos”. 140


Selecciรณn de textos


CARTA A MENECEO (122)141 Que nadie, por ser joven, retrase el filosofar, ni, por ser ya viejo, se canse de filosofar.142 Pues nadie es ni inmaduro ni demasiado maduro en relación con la salud del alma. El que dice que el momento de filosofar todavía no llegó, o bien que dicho momento ha pasado, es semejante al que dice, en relación con la felicidad, que el momento <de ser feliz> no está presente <aún>, o bien que ya no lo está. 143 Por lo tanto, es necesario filosofar, tanto para el joven como para el viejo. Para uno, de modo que, al envejecer, se vuelva joven mediante los bienes surgidos del goce de las cosas que han ocurrido; para el otro, de modo que sea joven y anciano a la vez gracias a la ausencia de temor frente a las cosas que vendrán. 144 Es necesario, por lo tanto, ocuparse de las cosas que producen la felicidad. Si ella está presente, tenemos todo, pero si no lo está, hacemos todo con vistas a tenerla. (123) Practica y ejercita las cosas que yo continuamente te recomendaba, teniendo en cuenta que son los elementos del vivir bien. 145 En primer lugar, considerando al dios como un ser incorruptible y bienaventurado –tal como lo ha delineado la concepción común <acerca> del dios–, no le añadas nada distinto de la incorruptibilidad ni impropio de la felicidad. Opina, acerca de él, todo lo que sea capaz de conservar la felicidad que se da junto a su incorruptibilidad. 146 Los dioses, en efecto, existen, pues el conocimiento que tenemos de ellos es claro.147 Pero no son tal como la mayoría cree. <La mayoría> no los conserva del modo en que los concibe. No es impío

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Seguimos el texto griego de Conche (1987), salvo donde se indica lo contrario. Los temas de la Carta a Meneceo son los siguientes. §122: exhortación a la filosofía. §§123-124: los dioses. §§124-127: la muerte y los males. §127: el futuro. §§127-132: el placer y los deseos. §§132-135: el destino y la fortuna. 142 Ni Platón ni Aristóteles han compartido esta posición de Epicuro: véase Platón, Gorgias 484d-485c, República VII 540a y Aristóteles, Ética nicomaquea I, 9. También véase, no obstante, Gnomologio vaticano 17. 143 La identificación epicúrea entre filosofar y ser feliz hace que el carácter atemporal de lo primero se traslade a lo segundo: si no hay edad para filosofar, tampoco hay edad para ser feliz. Véase Gnomologio vaticano 17, 19 y 55. 144 Esta “ausencia de temor” anticipa lo que en breve será denominado “imperturbabilidad del alma” (ataraxía), concepto central de la filosofía de Epicuro. Véase Estudio preliminar §III. 145 Aquello que produce la felicidad, sus “elementos”, es, fundamentalmente, el así llamado “cuádruple remedio” (tetraphármakon). Para este tema véanse Máximas capitales 1, 2, 3 y 4, y nuestro Estudio preliminar §IV. 146 Para la concepción epicúrea de la divinidad como ser incorruptible, véase Carta a Heródoto §§76-77 y Estudio preliminar §II, “El temor a los dioses”. 147 Este “conocimiento claro” de los dioses se emparenta con la “concepción común” mencionada recién. Se trata de la “prenoción” (prólepsis) que tenemos de la divinidad. Cf. el Escolio a Máximas capitales 1 y Estudio preliminar §II.


el que rechaza a los dioses de la mayoría, sino el que atribuye a los dioses las opiniones de la mayoría.148 (124) En efecto, las afirmaciones de la mayoría sobre los dioses no son prenociones, sino falsas suposiciones.149 De ahí que los mayores daños provengan de los dioses, así como también los beneficios. Pues, familiarizados continuamente con sus propias virtudes, reciben a quienes son semejantes <a ellos>, considerando como ajeno todo lo que no es de tal condición.150 Acostúmbrate a creer que la muerte no es nada para nosotros, pues todo bien y mal se dan en la sensación, pero la muerte es privación de sensación.151 De ahí que el conocimiento correcto de que la muerte no es nada para nosotros haga disfrutable la condición mortal de la vida, no por añadirle un tiempo infinito, sino quitándole el anhelo de inmortalidad.152 (125) En efecto, nada terrible hay en el hecho de vivir para quien ha comprendido verdaderamente que nada terrible se da en el hecho de no vivir. De modo que es necio quien dice que le teme a la muerte no por el hecho de que, cuando esté presente, le producirá dolor, sino porque le produce dolor estando en el futuro. En efecto, aquello que, estando presente, no lastima, en vano produce dolor cuando se anticipa <que vendrá>. Por lo tanto, el más horrible de los males, la muerte, no es nada para nosotros, ya que, justamente, cuando nosotros existimos, la muerte no está presente, mientras que, cuando la muerte está presente, entonces nosotros no existimos. Por lo tanto, <la muerte> no es nada, ni en relación con los vivos, ni con quienes han muerto, ya que, justamente, en relación con los primeros <ella> no existe, mientras que los segundos ya no existen <ellos mismos>. Sin embargo, la mayoría <de los hombres>

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El tema de las opiniones acerca de la divinidad fue un tópico polémico durante la segunda mitad del siglo V a.C.; prueba de ello es la cantidad de juicios por impiedad celebrados en ese período. El caso quizás más resonante sea el de Sócrates, acusado por Meleto de no creer en los dioses en los que cree la pólis (cf. Platón, Apología de Sócrates 24b ss.). 149 Para otra referencia a la prólepsis, cf. Máximas capitales 35 y Estudio preliminar §II. 150 Epicuro no está diciendo que los dioses son causa de daños y beneficios –esa sería, precisamente, la falsa suposición que sostiene la mayoría de los hombres–, sino que el modo en que los hombres conciben a la divinidad se traduce en un daño (temor a dioses que amenazan a los hombres) o en un beneficio (los dioses no se preocupan por nosotros). 151 Se trata del segundo elemento del tetraphármakon. Para las relaciones con la escatología platónica y los ecos con la concepción socrática de la muerte en la Apología platónica, cf. Estudio preliminar §VI, “Epicuro y el platonismo”. 152 Para este tratamiento de la muerte, véase Estudio preliminar §IV.


a veces huye de la muerte como si fuera el mayor de los males, pero otras la elige como si fuera el descanso de los males que se dan en el vivir.153 (126) Pero el sabio no teme no vivir, pues ni le pesa el hecho de vivir, ni opina que el hecho de no vivir es cierta clase de mal. Y del mismo modo que, en relación con el alimento, no elige por cierto el más abundante, sino el más placentero, de ese mismo modo, en relación con el tiempo, no disfruta el más extenso, sino el más placentero; de ese mismo modo, tampoco escoge el alimento más abundante sino el más placentero, como tampoco disfruta del tiempo más duradero, sino del más placentero. 154 Quien ordena al joven vivir bien y al viejo terminar su vida bien es un tonto, no sólo por lo agradable de la vida, sino también por el hecho de que es la misma ocupación la del vivir bien y la del morir bien.155 Sin embargo, mucho peor es el que dice: “Bello, no haber nacido, o, una vez nacido, traspasar cuanto antes las puertas del Hades”. 156

(127) Si, en efecto, dice esto convencido, ¿cómo es que no se aparta del vivir? Pues, sin dudas, esto <último> se halla en sus manos, si fue para él algo deliberado con firmeza. Si, en cambio, <lo dice> burlándose, se trata de alguien frívolo en cosas que no admiten <frivolidad>.157 Y se debe recordar que el futuro no es de manera absoluta nuestro ni de manera absoluta no nuestro, a fin de que no lo esperemos como si, de manera absoluta, fuera a llegar, ni tampoco perdamos la esperanza como si, de manera absoluta, fuera a no llegar.158 153

La privación de sensación constituye lo contrario de la vida y, por ello mismo, algo que no tiene cómo afectarnos. La falsa suposición (hypólepsis) que tiene la mayoría acerca de la muerte consiste, pues, en querer ‘derrotarla’ mediante la inmortalidad, algo que supone negar un hecho manifiesto: la finalización efectiva de la vida del prójimo y la falta de evidencias a favor de la inmortalidad –por fuera de los mitos, que Epicuro critica–. 154 El hedonismo del sabio epicúreo no es meramente cuantitativo –como el de Calicles en el Gorgias platónico–, sino que se trata de un hedonismo cualitativo que privilegia el mejor placer antes que el mayor placer, según cierto cálculo hedonista. Véase Estudio preliminar §III. 155 Para esta concepción epicúrea de la muerte buena, equiparada aquí con la vida buena, cf. Estudio preliminar §IV. 156 La cita, abreviada y levemente modificada por Epicuro, es de las Elegías de Teognis, cuyos versos 425-428 rezan: “Lo mejor de todas las cosas para quienes habitan sobre la tierra es no haber nacido / ni haber visto los rayos ardientes del sol. / Pero, habiendo nacido, franquear lo más rápido posible las puertas del Hades / y yacer cubierto de abundante tierra”. 157 Posiciones como la de Teognis, que han dado lugar a lo que suele denominarse “pesimismo griego”, son explícitamente rechazadas por Epicuro: la felicidad es posible, la vida puede y debe ser vivida, los elementos para alcanzar la plenitud están, en gran medida, en nuestras manos. El suicidio, por lo tanto, no es una opción aceptable, pues supone la negación de algo que es posible. Véase Gnomologio vaticano 38.


Y se debe considerar que, de los deseos, unos son naturales, pero otros vacíos, mientras que, de los naturales, algunos son necesarios, pero otros solamente naturales. Y de los necesarios, unos son necesarios en relación con la felicidad, otros en relación con la ausencia de sufrimiento del cuerpo, y otros en relación con el vivir mismo.159 (128) Un estudio sin vacilación de tales <deseos> sabe conducir toda elección y <toda> evitación hacia la salud del cuerpo y hacia la imperturbabilidad del alma, por cuanto esa es la finalidad del vivir con felicidad. En efecto, es para esto que hacemos todas las cosas: para no sentir dolor ni turbación. 160 Una vez que esto ha surgido en nosotros, se disuelve todo el invierno del alma, sin que el ser vivo necesite caminar como si careciera de algo, ni buscar algo distinto con lo que se habrá de satisfacer 161 el bien del alma y el del cuerpo. Pues tenemos necesidad de placer en este momento, a saber: cuando sentimos dolor por no estar presente el placer. Cuando no sentimos dolor, en cambio, ya no necesitamos del placer.162 Y por esto decimos que el placer es principio y fin del vivir con felicidad. (129) Sabemos, en efecto, que el placer es bien primero y congénito, y a partir de él damos comienzo a toda elección y evitación, y a él arribamos cuando juzgamos correctamente todo con la afección como criterio.163 Y dado que esto <a saber, el placer> es un bien primero y connatural, por eso mismo no elegimos cualquier placer, sino que existen ocasiones en que omitimos muchos placeres, toda vez que lo que puedan tener de desagradable se derive más abundante para nosotros. También consideramos muchos 158

La imprevisibilidad del futuro existe, pero no es absoluta: si fuera absoluta, estaríamos ante un mundo en el que impera o bien una inescrutable necesidad, o bien el mero azar. Sin embargo, además del azar y la necesidad existen la decisiones humanas. Véase Estudio preliminar §V, “La física de Epicuro: la desviación atómica como principio de libertad”. 159 Para la clasificación epicúrea de los deseos y los placeres, cf. Máximas capitales 29 y Estudio preliminar §III. 160 Sobre la imperturbabilidad del alma (ataraxía) y la ausencia de dolor en el cuerpo (aponía) como metas de la ética hedonista de Epicuro, véase Estudio preliminar §III. 161 El verbo “sympleróo” y sus cognados, traducidos todos en torno al campo semántico de la satisfacción, no deben comprenderse sólo como sinónimos de “sentir goce” o “sentir placer”, sino fundamentalmente en tanto “recomposición” o “acción de completar” un vacío o carencia previos. De allí su clara referencia al movimiento de recomposición de un equilibrio perdido en el que consisten los placeres cinéticos. Véase Estudio preliminar §III. 162 Al definir el placer como ausencia de dolor, queda claro que para Epicuro no existen, como para Platón (cf. Filebo 44a ss.) o los cirenaicos (cf. Diógenes Laercio II, 89), estadios intermedios o neutros entre placer y dolor. O hay placer, o hay dolor. Véase fr. 421 y Estudio preliminar §III. 163 El placer es congénito (syngenikón) y, como se dirá en la oración siguiente, connatural (sýnphyton) dado que los animales también lo sienten. Lo novedoso de Epicuro no es, pues, esta afirmación, sino el hecho de hacer de eso que nos afecta un criterio (kánon) mediante el cual juzgar nuestras decisiones. Véase Estudio preliminar §II.


dolores superiores a los placeres, si acaso <los> acompañase un placer mayor, tras haber soportado nosotros, durante mucho tiempo, tales dolores. Por lo tanto, todo placer es, por tener una naturaleza familiar <a la nuestra>, un bien; sin embargo, no todo placer es elegible. Del mismo modo, también todo dolor es un mal, pero no todo dolor es siempre naturalmente evitable.164 (130) Sin embargo, conviene juzgar todo esto mediante un cálculo comparativo y una observación de las cosas convenientes y de las perjudiciales, pues en ciertas ocasiones nos servimos de lo bueno como si fuese malo, y en otras, a la inversa, de lo malo como si fuese bueno.165 Y consideramos un gran bien a la autarquía. No para servirnos de pocas cosas sin más, sino de modo que, si acaso no tuviésemos muchas, nos baste con pocas. <Y esto> realmente convencidos de que disfrutan muy placenteramente de la abundancia los que necesitan menos de ella y de que lo natural es fácil de conseguir y lo vacío, difícil166; <convencidos> también de que las bebidas sencillas aportan un placer igual al de una dieta abundante –toda vez que haya sido expulsado lo doloroso producto de la carencia–, y de que tanto el pan como el agua procuran un placer intensísimo, si acaso los tomara alguno de los que los necesitan.167 (131) Por lo tanto, el hecho de acostumbrarse a dietas simples y no abundantes puede satisfacer la salud, hace al hombre infatigable frente a los asuntos necesarios de la vida, nos pone en mejor disposición para las cosas abundantes que cada tanto se nos aproximan y <nos> libera del temor frente al azar. Por lo tanto, toda vez que digamos que el placer es la finalidad, no hablamos de los placeres de los viciosos ni de los placeres que radican en el <mero> goce –como

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Lo dicho ratifica el carácter final del placer, y no meramente intermedio: nuestras decisiones deben acabar en el placer, aun cuando los medios para acceder a él puedan ser, en algunos casos, dolorosos. Si el objetivo final es la salud del cuerpo, ello quizás implique tener que hacer una dieta desagradable al gusto, opción ‘dolorosa’ que se justifica debido al placer ulterior que acarrea. De allí que cierto cálculo hedonista (del que se hablará de inmediato) resulta fundamental para hacer del epicureísmo un hedonismo sofisticado y no una mera búsqueda desenfrenada del placer. 165 Epicuro explicita aquí la necesidad de cierto cálculo (summétresis) que pondere lo perjudicial y lo conveniente que se juegan en cada decisión, cálculo que nos permitirá elegir un dolor presente con vistas a un placer mayor en el futuro, o a evitar un placer presente que conduciría a un dolor mayor en el futuro. Cf. Gnomologio vaticano 71. 166 Lo natural y lo vacío (o vano) se refiere a la clasificación de los deseos en el §127. 167 Para el tema de la autosuficiencia o autarquía y los temas relacionados con ella que aquí se enumeran, véase Estudio preliminar §III.


consideran algunos que son ignorantes, no están de acuerdo o lo han recibido mal–, sino <que hablamos de> no sentir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma.168 (132) Pues ni las borracheras, ni las juergas sin pausa, ni los goces con jóvenes y con mujeres, ni con pescados ni con las demás cosas que aporta una mesa extravagante, engendran una vida placentera; por el contrario, esto <lo hace> el sobrio razonamiento que examina las causas de toda elección y evitación, y que expulsa las opiniones a partir de las cuales una grandísma turbación se apodera de las almas.169 Y de todo esto la prudencia es principio y máximo bien. Por eso la prudencia es también más preciada que la filosofía. De ella surgen naturalmente todas las restantes virtudes, por cuanto enseña que no es posible vivir placenteramente sin vivir prudente, noble y justamente, así como tampoco es posible vivir prudente, noble y justamente sin vivir placenteramente. Pues las virtudes son connaturales al hecho de vivir placenteramente y el vivir placenteramente es inseparable de ellas.170 (133) ¿Consideras, entonces, que existe alguien superior a aquel que opina cosas piadosas acerca de los dioses, que acerca de la muerte se halla en todo momento libre de temor, que ha considerado racionalmente la finalidad de la naturaleza y que piensa que el límite de los bienes es algo fácil de satisfacer y de conseguir, pero el de los males algo tal que tiene breves, o bien los tiempos o bien los dolores? Y se burla, a su vez, de lo introducido por algunos como amo de todas las cosas, <a saber: el destino, diciendo también que hay cosas que mayormente surgen conforme a la necesidad>171, y que algunas otras surgen por azar, y otras por nosotros.172 <Y esto> por ser la necesidad 168

El hedonismo epicúreo no es cierta clase de “vida voluptuosa” volcada a la opulencia y al mero goce, sino una práctica que busca evitar la turbación anímica y el dolor somático. No obstante, el placer en sí mismo, es decir, todo placer, es identificado con el bien, en la medida en que conduzca a la ataraxía y la aponía: cf. Máximas capitales 8 y 10. 169 Nueva referencia a la necesidad de ponderar intelectualmente el placer que, aunque criterio último de la toma de decisiones, debe ser combinados con variables cualitativas y temporales que la afección (páthos) por sí misma no puede calcular. De inmediato se le pondrá nombre a esta facultad intelectual capaz de realizar dicho cálculo: “prudencia” (phrónesis). 170 Como adelantamos en la nota anterior, el hedonimo epicúreo supone cierta fiscalización o complementación intelectual, en manos de la phrónesis (“prudencia”), que permita ajustar y calcular la mayor conveniencia en la elección de ciertos placeres o evitación de ciertos dolores con vistas a la maximización cualitativa de los primeros. Asimismo, el placer es conjugado con la vida virtuosa y adquiere, así, un sesgo ético ausente en hedonismos meramente sensualistas. Cf. fr. 116 y 504, Máximas capitales 5, Aristóteles Ética nicomaquea. 1141b21 ss. y Estudio preliminar §III, “El placer y la virtud”. 171 La reposición es de Usener, seguida por Conche. 172 Se enumeran aquí los tres factores que, para Epicuro, constituyen nuestra realidad: el destino, equiparado aquí con la necesidad (anánke), el azar o la fortuna (týkhe) y la decisión humana (par’ hemâs). Cf. fr. 375, Lucrecio, Acerca de la naturaleza de las cosas I.25, 69 y II, 216 ss., 251 ss.; Cicerón, Sobre los fines I.6.18; Aristóteles, Retórica I, 10, 1368b-32-35 y Estudio preliminar §II.


algo que escapa a nuestro control, por ver que el azar es inestable, y que lo que depende de nosotros es tal que no tiene amo173, <por lo que> lo acompaña naturalmente lo digno de reproche y lo contrario.174 (134) Sería mejor, entonces, obedecer el mito acerca de los dioses que esclavizarse al destino de los físicos. Pues el primero suscribe la esperanza de la súplica a los dioses a través del honor, mientras que el segundo toma a la necesidad como algo inexorable.175 Y al no concebir a la fortuna ni como un dios –como <la> considera la mayoría, pues nada es hecho desordenadamente por un dios–, ni como una causa insegura, no cree, en efecto, que un bien o un mal sean concedidos por ella a los hombres con vistas a vivir con felicidad, aunque crea que los principios de los mayores bienes y males sean suministrados por ella. (135) Debes pensar que es preferible ser desafortunado razonando bien que afortunado prescindiendo de la razón, pues en las acciones es mejor que lo bien juzgado <no sea concretado por el azar, o bien que lo mal juzgado> lo sea.176 Por lo tanto, por estas cosas y por las que les están emparentadas preocúpate día y noche, contigo mismo y con un semejante a ti177, y jamás serás perturbado ni en la vigilia ni en sueños, sino que vivirás como un dios entre los hombres. Pues en nada se parece a un ser mortal un hombre que vive entre bienes inmortales.178

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Para el sentido de la expresión “carente de amo” (adéspoton), véase Estudio preliminar §V, “La física de Epicuro: la desviación atómica como principio de libertad”. 174 Una ética humana sólo es posible si el hombre tiene cierto poder en el mundo. Caso contrario (cf. fr. 380), no habría lugar para el reproche y el elogio, pues el hombre no tendría responsabilidad ninguna por lo que hace. 175 Si bien Epicuro es sumamente crítico de los mitos tradicionales acerca de los dioses (cf. Máximas capitales 12), lo cierto es que la alternativa mítica resulta mejor que la férrea necesidad de los físicos deterministas (como Demócrito) porque, con todo, reserva cierto lugar activo para el hombre en lo que a sus súplicas a los dioses respecta. 176 Lo que prima éticamente es nuestra decisión: el objetivo no es realizar acciones objetivamente buenas sin más, sino acciones tales que surjan de una decisión meditada, y no del mero azar. Para esta última oración seguimos la edición de Boeri-Balzaretti (2002). 177 Sobre el valor dado por Epicuro a la amistad, véase Estudio preliminar §III, “El placer y la virtud”. 178 Para esa equiparación entre la vida del sabio epicúreo y el dios, cf. Máximas capitales 20 y Gnomologio vaticano 33 y 78. Esta aspiración a vivir una vida semejante a la del dios no es privativa de Epicuro: véase Aristóteles, Ética nicomaquea 1177b26-31.


MÁXIMAS CAPITALES (1)179 Lo que es bienaventurado e incorruptible <es decir: los dioses> no tiene problemas ni <los> procura a otro, de modo que no está atormentado ni por iras ni por deleites; en efecto, todas las cosas de tal clase se dan en el débil. (En otros lugares afirma Epicuro que los dioses son contemplados mediante la razón –los unos diferenciados numéricamente, los otros siendo de idéntico aspecto–, gracias al flujo contínuo de imágenes similares en dirección a una misma forma terminada: la forma humana).180 (2) La muerte no es nada para nosotros. Pues lo que fue disuelto es imperceptible, y lo imperceptible no es nada para nosotros.181 (3) La expulsión de todo el dolor es el límite de la magnitud de los placeres. Donde haya placer, durante el tiempo que dure no existe ni dolor físico, ni anímico, ni ambos al mismo tiempo.182 (4) No dura continuamente lo que duele en la carne, sino que el dolor más intenso está presente durante un tiempo pequeñísimo, y el <dolor> que apenas supera lo placentero de la carne no dura muchos días. Las enfermedades muy duraderas presentan un placer mayor en la carne que lo doloroso <en ella>.183 (5) No es posible vivir placenteramente sin vivir prudente, noble, ni justamente, así como tampoco es posible vivir prudente, noble y justamente sin vivir

179

Seguimos la edición del texto griego de Usener (1887). Las máximas están ordenadas del siguiente modo: §§1-4: el “tetraphármakon”; §§ 5-21: relación entre los placeres, las virtudes y la felicidad; §§2226: el conocimiento y la acción; §§ 27-30: la amistad y las clases de deseo; §§ 31-40: la justicia y el sabio. 180 Se trata del primer elemento del tetraphármakon o “cuádruple remedio”: los dioses no se preocupan por nosotros, de modo que no hay que temerles. El texto entre paréntesis corresponde al escolio a la Máximas capitales 1 Para el tema del tetraphármakon, cf. Estudio preliminar §IV. 181 Segundo elemento del tetraphármakon: la muerte no es nada para nosotros. Cf. Carta a Meneceo 124125. 182 Tercer elemento del tetraphármakon: el placer es posible y fácil de alcanzar. Cf. Máximas capitales 21. 183 Cuarto elemento del tetraphármakon: el dolor es fácil de eliminar. Estas dos últimas afirmaciones del tetraphármakon se condensan en Gnomologio vaticano 42: “es el mismo tiempo el de la generación del mayor bien como el de la disolución del mal”. Algo similar afirma el fragmento 469: “¡Gracias a la naturaleza feliz, porque hizo fáciles de alcanzar a las cosas necesarias e hizo innecesarias a las difíciles de alcanzar!”


placenteramente. Para quienquiera que no se dé esto, no es posible vivir placenteramente.184 (6) Con vistas a la confianza que proviene de los hombres, existe un bien conforme a la naturaleza del poder y la realeza, cosas estas a partir de las cuales en algún momento dicha confianza podría ser conseguida. (7) Algunos quisieron volverse ilustres y admirados creyendo que así obtendrían seguridad de parte de los hombres. De ese modo, si la vida de ellos es segura, entonces alcanzaron el bien de la naturaleza; pero si no es segura, entonces no tienen aquello que desearon desde el principio conforme a lo propio de la naturaleza.185 (8) Ningún placer es por sí mismo un mal. Sin embargo, las cosas que producen algunos placeres aportan sufrimientos tantísimo mayores que los placeres.186 (9) Si todo placer se pudiera condensar en el tiempo y <esto> se diera en relación o bien con todo el compuesto, o bien con las partes principales de nuestra naturaleza, entonces los placeres no podrían diferenciarse unos de otros.187 (10) Si las cosas que producen los placeres de los viciosos disolvieran los temores del pensamiento y los temores relacionados con los fenómenos celestes, <disolvieran también> la muerte y los dolores <del cuerpo>, y si, además, les enseñaran el límite de los deseos, entonces no tendríamos nada que censurarles, por estar ellos 184

Para la relación entre el placer, las virtudes y la felicidad, cf. Carta a Meneceo §132 y Estudio preliminar III, “El placer y la virtud”. 185 La seguridad no se alcanza a partir de la confianza generada por los hombres: ser ilustre (éndoxos) o admirado (períbleptos) no implica haber alcanzado el fin de la naturaleza, a saber: la ausencia de dolor corporal y anímico. Esta máxima se enrola en el precepto de la vida por fuera de la esfera pública (láthe biósas) de la que hemos hablado en nuestro Estudio preliminar §II. 186 El placer, una vez obtenido, jamás puede ser un mal, pues es, en sí mismo (kath’ heautó), un bien. Sin embargo, aquello que lo produce puede ser fuente no sólo de ese placer, sino también de dolor. Piénsese, por ejemplo, en los alimentos: hasta cierto punto, son fuentes del placer de recomposición de la falta en la que consiste el hambre. Ahora bien, si, una vez superado el punto de satisfacción de esa falta, seguimos comiendo, ese mismo alimento pasa a ser causa de dolores tantísimo mayores que aquel placer. 187 “Todo el compuesto” se refiere al compuesto de átomos en el que consiste nuestro ser, cuerpo y alma. Se dice aquí que si pudiésemos sentir placer todo el tiempo y, o bien en todo el ser, o bien en las partes principales, entonces no habría diferencias entre placeres, porque habría tan sólo un placer operando permanentemente. Sin embargo, dado que esto no es así, entonces resulta que sí hay diferencias entre placeres. De allí que, si bien todos los placeres son en sí mismos un bien (cf. Máximas capitales 8), las diferencias entre ellos surgen de: (i) el carácter inevitablemente diacrónico de la naturaleza humana (diacronía que conlleva fluctuación y cambio); (ii) la diversidad espacial de cuerpo y alma que hace que, aun cuando el placer está presente, no lo está en todas las partes el mismo tiempo.


satisfechos de placeres por todos lados y no sentir por ningún lado ni dolor, ni pena –lo que es, precisamente, el mal–.188 (11) Si nuestras conjeturas acerca de los cuerpos celestes no nos produjeran ningún sufrimiento, así como tampoco aquellas acerca de la muerte –de modo que nunca sea algo para nosotros–, y tampoco <lo hicieran> aquellas en relación con el hecho de no conocer los límites de los dolores y de los deseos, entonces no necesitaríamos de la ciencia de la naturaleza.189 (12) No es posible disolver lo que se teme acerca de los asuntos más importantes si no se conoce por completo cuál es la naturaleza del todo y, por el contrario, se adivina alguna de estas cosas según los mitos. De este modo, no es posible captar puros los placeres sin la ciencia de la naturaleza.190 (13) No constituye provecho ninguno procurarse la seguridad entre los hombres dejando subsistir las cosas que han sido colocadas arriba <de la tierra>, las colocadas bajo tierra y, en general, las colocadas en lo infinito.191

188

Se trata, como en la máxima anterior, de la suposición de algo que no se da en la realidad: si los placeres de los viciosos disolvieran la turbación anímica y el dolor corporal, no serían censurables. Sin embargo, no lo hacen: el vicioso sufre por no poder satisfacer la cantidad cada vez mayor de placer que necesita para no sentir la falta. De este modo, sus placeres no son propiamente placeres, pues no apartan el dolor. De allí que en Carta a Meneceo 131 se diga el “placer” del que se habla excluye los de los viciosos, por lo que la administración y dosificación de los placeres esté en manos de la prudencia (phrónesis): cf. Carta a Meneceo 132 y Estudio preliminar §III. Esta advertencia a propósito de quienes persiguen desenfrenadamente el placer (hedonistas extremos, diferentes en este punto del hedonista epicúreo) y, por ello mismo, se transforman en seres que sufren ante la imposibilidad de satisfacerlos recuerda a la advertencia socrática a Calicles, hedonista extremo, y sus toneles agujereados: cf. Platón, Gorgias 493a ss. y Bieda (2012). 189 Una vez más, la afirmación es contrafáctica: si nuestras conjeturas (hypopsíai) nos apartaran del temor a la muerte y a los dioses y, a su vez, nos permitieran considerar alcanzables los placeres y evitables los dolores, entonces no habría necesidad del estudio de la naturaleza (physiología); como esto no ocurre, la physiología es necesaria como medio para eliminar esas nuestras falsas creencias en relación con tales tópicos. Cf. Estudio preliminar §II y Carta a Heródoto 78. 190 En una línea similar a la máxima anterior, se precisa aquí que la fuente de nuestras conjeturas son los mitos tradicionales en torno a la muerte y los dioses. Como hemos visto en nuestro Estudio preliminar §II, Epicuro es profundamente crítico de la educación tradicional. Para la crítica a la mitología, cf. Carta a Meneceo 134. 191 No resulta provechoso aceptar la existencia de los dioses (las cosas “de arriba”) y de la muerte (las cosas “de abajo”) tal como los considera la multitud tan sólo para conseguir su favor o confianza. El precio a pagar por considerar tales cosas como en realidad son según lo explica la physiología, yendo en contra de la opinión de la mayoría, es el aislamiento, pero esto es sin dudas preferible antes que vivir en un error que genera dolor y temor. De allí la existencia del Jardín como espacio reservado para quienes no viven conforme a a las creencias de las mayorías.


(14) Si la seguridad que se obtiene de parte de los hombres ha surgido, hasta cierto punto, gracias a un sólido poder y a los buenos recursos, la seguridad que se obtiene a partir de la tranquilidad y el alejamiento de las multitudes resulta purísima.192 (15) La riqueza de la naturaleza está delimitada y es fácil de conseguir, mientras que la riqueza de las opiniones vacías cae hasta el infinito.193 (16) Para el sabio, en pocas cosas se entromete el azar. Las cosas más importantes y principales se las ha provisto, en cambio, el razonamiento, y se las provee y proveerá durante el tiempo continuo de su vida.194 (17) El justo es el más imperturbable, mientras que el injusto está lleno de gran turbación.195 (18) No aumenta el placer en la carne una vez que fue expulsado absolutamente todo lo que produce el dolor generado por la falta <de algo>, sino que sólo se colorea. El límite del pensamiento, límite en relación con el placer, lo genera el cálculo de estas cosas, así como también de las que están emparentadas con ellas, que procuran los mayores dolores al pensamiento.196 (19) El tiempo infinito y el finito contienen un placer idéntico, siempre y cuando alguien mida los límites del placer con el pensamiento.197

192

La seguridad que producen la ataraxía y la aponía resulta desde todo punto de vista mejor y más provechosa que la que surge de la aceptación o el renombre dispensado y regulado por las multitudes. Cf. Máximas capitales 7, 13 y 15 y Gnomologio vaticano 29. 193 En la misma línea que las máximas anteriores, las verdades naturales aportadas por la physiología son precisas, concretas y provechosas en sí mismas. Las opiniones de las mayorías, en fluctuación y capricho permanente, se extienden hasta el infinito y, de ese modo, resultan inútiles para paliar las dudas. 194 Nótese cómo el sabio contrapone su capacidad de razonar (logismós) al impredecible azar (týkhe). 195 Para la relación entre la imperturbabilidad (ataraxía) y las virtudes, cf. Carta a Meneceo 132 y Estudio preliminar §III, “El placer y la virtud”. 196 Para la “coloración” del placer catastemático en tanto instancia postrera a este, cf. Estudio preliminar §III. Para el cálculo de los placeres, cf. Estudio preliminar §III, “El placer y la virtud”. 197 En Carta a Meneceo 126 Epicuro destaca que el sabio se maneja cualitativamente y no cuantitativamente en relación con el placer. De allí que el tiempo resulte, en este respecto, irrelevante: no importa si el placer dura más o menos (aspecto cuantitativo), sino si se trata de un placer adecuado ante el dolor presente (aspecto cualitativo), cuestión esta última que corresponde evaluar al cálculo racional (logismós). Máximas capitales 20 amplia estos conceptos.


(20) La carne plantea límites infinitos de placer y un tiempo infinito <que> se lo procura. El pensamiento, en cambio, habiendo hecho el cálculo de la finalidad y el límite de la carne, y habiendo disuelto los temores acerca de la eternidad, procura una vida completamente acabada. Entonces <el pensamiento> ya no tiene ninguna necesidad en absoluto de lo infinito, de modo que ni evita el placer ni, cuando los hechos incitan la salida de la vida, muere como si le faltara algo propio de una vida excelente.198 (21) El que tiene bien conocidos los límites de la vida sabe que lo que expulsa el dolor generado por la falta <de algo> e instala una vida totalmente acabada es muy fácil de conseguir. De modo que no necesita en absoluto de asuntos que contienen conflictos. (22) Es necesario calcular la finalidad dada y toda la evidencia a la que referimos nuestras opiniones. Si no, todo será confuso y lleno de turbación.199 (23) Si combates contra todas las percepciones sensibles, no tendrás tampoco aquello en relación con lo cual juzgar las que afirmas que son falsas.200 (24) Si simplemente habrás de desechar cualquier percepción sensible y no distinguirás entre lo <simplemente> opinado, lo que espera <confirmación> y lo ya presente dado por la percepción sensible, por las afecciones y por toda aprehensión representativa del pensamiento, entonces confundirás también las demás percepciones sensibles con la opinión vacía, de modo que desecharás absolutamente todo criterio. Y si, por el contrario, habrás de aceptar como seguro absolutamente todo lo que espera <confirmación> en las reflexiones surgidas de la opinión, así como también lo que no tiene confirmación, entonces no evitarás el error, pues estarás conservando una total ambigüedad a propósito de todo juicio sobre lo correcto o lo incorrecto.201 198

En la misma línea que la máxima anterior, se oponen aquí las ansias cuantitativamente infinitas de la carne frente a la medida cualitativamente adecuada que propone el pensamiento. Planteada la relevancia cualitativa de ciertos placeres, la perspectiva de la infinitud se diluye y, con ella, temores relativos a la muerte o a la posibilidad de que el alma sea inmortal. Véase Máximas capitales 21 y 22 y Gnomologio vaticano 25, 38, 59 y 63. 199 Una vez más, la inteligencia resulta algo así como un garante de la ataraxía gracias a su capacidad de calcular los límites de los placeres desde una perspectiva cualitativa y desvinculada de las demandas permanentes e ilimitadas del cuerpo. 200 Para la sensiblidad (aísthesis) como uno de los criterios de verdad junto con afección (páthos) y prenoción (prólepsis), cf. Máximas capitales 24 y Estudio preliminar §V. 201 Se mencionan aquí los tres criterios de verdad propuestos por Epicuro: nuestra capacidad de sentir lo que nos estimula en el mundo, la sensibilidad (aísthesis); lo que tales estímulos generan en nosotros, la


(25) Si no habrás de referir cada uno de tus actos, en toda circunstancia, a la finalidad propia de la naturaleza, sino que te volcarás, ya sea mediante una evitación o una persecución, hacia alguna otra cosa, entonces tus acciones no estarán, para ti, en conformidad con tus palabras.202 (26) Entre los deseos, no son necesarios cuantos no conducen hacia el dolor si no fueron satisfechos. Por el contrario, el anhelo es fácil de aliviar, aun cuando parezca ser causante de dificultades o daño. (27) De las cosas que la sabiduría procura para la felicidad de la vida toda, la adquisición de la amistad es, con mucho, la mayor. (28) Un mismo juicio hizo que tengamos confianza en que nada terrible es eterno ni muy duradero y, a la vez, nos hizo saber que la seguridad que se halla en los límites mismos <de la vida> se consigue, sobre todo, con amistad.203 (29) De los deseos, unos son naturales y necesarios; otros naturales pero no necesarios; mientras que otros no son ni naturales ni necesarios, sino que surgen de una opinión vacía. [Epicuro cree que son naturales y necesarios los que liberan del dolor, como la bebida para la sed. Y cree que son naturales y no necesarios los que tan sólo colorean el placer sin quitar el dolor, como los alimentos abundantes. Y cree que los que no son ni naturales ni necesarios son como las coronas y la colocación de estatuas].204 (30) En aquellos deseos naturales que no conducen hacia el dolor toda vez que no fueran satisfechos, el esfuerzo <no obstante> es intenso. Estos deseos surgen de una

afección (páthos); y el sedimento o huella intelectual dejados por percepciones pasadas que producen cierta predisposición epistemológica en el presente, la prenoción, (prólepsis) aquí mentada como “aprehensión representativa del pensamiento” (phantastikè epibolè tês dianoías). Al respecto, véase Estudio preliminar §II. 202 El criterio último de todos nuestros actos, el fin de la naturaleza, es, en definitiva, la consecución de la imperturbabilidad (ataraxía) y de la ausencia de dolor (aponía). 203 Para el tema de la amistad, presente en esta máxima y en la anterior, cf. Estudio preliminar §III, “El placer y la virtud”. 204 Para la clasificación epicúrea de los placeres, cf. Estudio preliminar §III, Carta a Meneceo 127 y Máximas capitales 18.


opinión vacía, y no se diluyen a causa de su propia naturaleza, sino de la opinión vacía del hombre.205 (31) Lo justo propio de la naturaleza es un convenio a propósito de lo que resulta conveniente para no dañar recíprocamente unos a otros, ni ser dañados. (32) A propósito de cuantos seres vivos no son capaces de hacer pactos acerca de no dañarse recíprocamente unos a otros ni ser dañados, para ellos no existe nada justo ni injusto. Del mismo modo, también ocurre eso con los pueblos que no son capaces o no quieren hacer pactos acerca de no dañar ni ser dañados. (33) La justicia no es algo en sí mismo, sino cierto pacto acerca de no dañar ni ser dañado en los tratos recíprocos, en cualquier momento, en cualquier región.206 (34) La injusticia no es en sí misma un mal, sino que radica en el temor surgido de una conjetura: ¿pasará desapercibida a quienes han sido designados para castigar por tales motivos?207 (35) No es posible que quien realiza a escondidas alguna de las cosas que pactó con otros con vistas a no dañar ni ser dañado confíe en que pasará desapercibido, aun cuando haya pasado desapercibido miles de veces hasta el presente, pues es incierto si también pasará desapercibido hasta la conclusión <de su vida>.208

205

Si el placer no conduce a la ausencia de dolor, es decir: si surge de una opinión vana o vacía, se diluye. Tanto en esta máxima como en las dos anteriores se ve cierto esbozo de contractualismo o comunitarismo epicúreo: lo justo no es natural, sino cierto pacto (synthéke) celebrado por una comunidad de hombres. A su vez, lo dicho en Máximas capitales 32 a propósito de los pueblos que no son capaces o no quieren hacer tales pactos, da la pauta de que el concepto de “ser vivo” (zôion) abarca más que el de “pueblo” (éthnos), pues existen seres vivos incapaces de hacer pactos, mientras que en los pueblos sólo hay hombres, y todos los hombres son naturalmente capaces de hacer pactos, de modo que la cuestión no recae sobre su naturaleza, sino sobre su voluntad. Ni la justicia ni, como se dirá en la siguiente máxima, la injusticia son nada en sí mismo, sino una creación humana a través de un consenso. Se ve aquí el rechazo de éticas universalistas de corte metafísico como la platónica. Recordemos, asimismo, que en Carta a Meneceo 133 se afirma que lo reprochable y lo censurable sólo son posibles gracias a que hay cosas en el mundo que dependen de nosotros (pròs hemâs). 207 En una línea similar a la del sofista Antifonte (DK B 44) o el relato del anillo de Giges en República II, Epicuro hace descansar la injusticia en parámetros contextuales y comunitarios: no existe lo injusto en sí mismos desde una perspectiva ética (tal como recién se dijo que la justicia tampoco es nada en sí misma), sino que se trata de algo producido por la mirada de terceros. Lo único que puede considerase un mal en sí mismo es el dolor: cf. Máximas capitales 8. La máxima siguiente continúa este tema. 208 Cf. Gnomologio vaticano 7. 206


(36) Conforme a un criterio común, lo justo es lo mismo para todos, pues consiste en algo conveniente que se da en la comunidad de unos con otros. Pero del criterio particular de una región y de cuantas condiciones se dan en cada momento particular, no se sigue que lo mismo sea justo para todos.209 (37) Entre las cosas consideradas justas, aquello que testimonia lo que es conveniente en las necesidades propias de la comunidad de unos con otros tiene un carácter justo, tanto si resultara lo mismo para todos, como si no. Pero si se estableciera alguna ley, y esta no resultara conforme a lo conveniente para la comunidad de unos con otros, esto ya no contiene la naturaleza de lo justo. Y si lo conveniente conforme a lo justo cambiara, pero durante algún tiempo se armonizara con nuestra prenoción, no sería menos justo durante ese tiempo para quienes no se confunden a sí mismos con voces vacías, sino que observan en dirección a los hechos.210 (38) Cuando, sin renovarse las prácticas establecidas, se evidencia en los hechos mismos que los asuntos considerados justos por consenso no armonizan con nuestra prenoción <acerca de ellos>, ocurre que tales asuntos no eran justos. Pero cuando, tras renovarse las prácticas, ya no son convenientes las mismas cosas establecidas como justas, en ese caso eran justas en ese entonces, cuando eran convenientes para la comunidad recíproca de quienes conviven como ciudadanos, pero luego, cuando no convenían, ya no eran justas. (39) Quien ha organizado del mejor modo lo que no debe generar confianza a partir de elementos externos, ése vuelve familiar lo posible y extraño lo imposible. Pero de cuantas cosas ni siquiera le es posible esta <distinción>, se vuelve por completo ajeno, y acepta cuantas de ellas le da provecho realizar.211 209

El comunitarismo epicúreo se confirma en la posibilidad de que distintas regiones manejen distintas concepciones de justicia. En una línea similar, Aristóteles ya había afirmado que “no deliberamos acerca de absolutamente todos los asuntos humanos, por ejemplo: ningún lacedemonio delibera acerca de cómo se gobernarían mejor los escitas; pues ninguna de estas cosas podrían ocurrir debido a nuestra participación en ellas” (Ética nicomaquea 1112a28-30). En Máximas capitales 37 se dirá que lo justo producto del consenso puede, por ello mismo, cambiar. 210 Como se ve, lo único pasible de ser considerado criterio de lo justo e injusto por fuera de los pactos humanos es la conveniencia (tò sýmpheron): si se elimina lo conveniente para la comunidad, se elimina también lo justo. No debe entenderse, no obstante, que lo conveniente es cierta clase de entidad metafísica o parámetro universal, sino que forma parte de las consideraciones que un determinado colectivo de hombres posee acerca de lo mejor para sí mismo. De allí la necesidad de correspondencia con la prenoción (prólepsis) que tengamos acerca de lo justo: cf. Máximas capitales 38. 211 Este alejamiento de elementos externos como fuente de confianza y seguridad refiere al concepto epicúreo de “autarquía” o “autosuficiencia” (autárkeia); cf. Estudio preliminar §III.


(40) Quienes tienen la capacidad de obtener confianza sobre todo a partir de sus prójimos, esos viven placenteramente unos con otros por poseer la garantía más duradera y, aun obteniendo una familiaridad satisfecha al máximo, no lloran como si sintieran compasión ante la partida prematura de quien acaba de morir.212

212

Nueva referencia a la amistad como fuente genuina de confianza.


GNOMOLOGIO VATICANO (1)213 Lo que es bineventurado e incorruptible <es decir: los dioses> no tiene problemas ni <los> procura a otro, de modo que no está atormentado ni por iras ni por deleites; en efecto, todas las cosas de tal clase se dan en el débil.214 (2) La muerte no es nada para nosotros. Pues lo que fue disuelto es imperceptible, y lo imperceptible no es nada para nosotros.215 (3) No dura continuamente lo que duele en la carne, sino que el dolor más intenso está presente durante un tiempo pequeñísimo, y el <dolor> que apenas supera lo placentero de la carne no dura muchos días. Las enfermedades muy duraderas presentan un placer mayor en la carne que lo doloroso <en ella>.216 (4) Todo dolor puede ser fácilmente despreciado, pues el dolor que contiene un sufrimiento intenso es breve en el tiempo, mientras que el que dura más contiene un dolor breve en la carne.217 (5) No es posible vivir placenteramente sin vivir prudente, noble, ni justamente, así como tampoco es posible vivir prudente, noble y justamente sin vivir placenteramente. Para quienquiera que no se dé esto, no es posible vivir placenteramente.218 (6) No es posible que quien realiza a escondidas alguna de las cosas que pactó con otros con vistas a no dañar ni ser dañado confíe en que pasará desapercibido, aun cuando haya pasado desapercibido miles de veces hasta el presente, pues es incierto si también pasará desapercibido hasta la conclusión <de su vida>.219

213

Se conoce bajo este nombre, o como “Sentencias vaticanas”, a un conjunto de fragmentos hallados en el año 1888 en el Códice Vaticano griego #1950. Algunas de las sentencias coinciden con las Máximas capitales, cosa que indicamos en nota al pie. Seguimos la edición de Conche (1987). 214 Igual a Máxima capital §1. 215 Igual a Máxima capital §2. 216 Igual a Máxima capital §4. 217 Cuarto tetraphármakon: el dolor es fácil de evitar. 218 Igual a Máxima capital §5. 219 Igual a Máxima capital §35.


(7) Es difícil que el que comete injusticia pase desapercibido, pero tener la garantía de que pasará desapercibido es imposible.220 (8) La riqueza de la naturaleza está delimitada y es fácil de conseguir, mientras que la riqueza de las opiniones vacías cae hasta el infinito.221 (9) La necesidad es un mal, pero no hay ninguna necesidad de vivir conforme a necesidad.222 (10) Recuerda que, aun siendo mortal por naturaleza y poseyendo un tiempo de vida limitado, te embarcas durante un tiempo infinito en discusiones acerca de la naturaleza y ves “las cosas que son, las que serán y las que antes fueron”.223 (11) Entre la mayoría de los hombres, lo tranquilo está adormecido, mientras que lo agitado está rabioso. (12) El justo es el más imperturbable, mientras que el injusto está lleno de gran turbación.224 (13) De las cosas que la sabiduría procura para la felicidad de la vida toda, la adquisición de la amistad es, con mucho, la mayor.225 (14) Nacemos una sola vez; no es posible nacer dos veces. Y es necesario que la eternidad ya no exista. Pero tú, aun no siendo dueño del mañana, pospones el goce. La vida, sin embargo, se consume en la indecisión y cada uno de nosotros muere ocupado en sus preocupaciones.226 220

Cf. Máximas capitales 35. Igual a Máxima capital §15. 222 Para el concepto epicúreo de “necesidad”, su crítica al determinismo atomista, y la consecuente posibilidad de la desviación (parénklisis) de los átomos, cf. Estudio preliminar §V. 223 La cita es de Homero, Ilíada I, 70. 224 Igual a Máxima capital §17. 225 Igual a Máxima capital §27. 226 Referencia a la necesidad de aceptar la muerte como algo necesario, pero precisamente para no tener que preocuparnos por ella, pues no es nada para nosotros: “no hay necesidad de vivir conforme a a la necesidad” (Gnomologio vaticano 9). Si bien “a propósito de la muerte, todos los hombres vivimos en una ciudad sin muros. (Gnomologio vaticano 31), no debemos posponer el goce y consumirnos en nuestras preocupaciones. En un tono que podríamos denominar, aunque anacrónicamente, claro, “existencialista”, se ve cómo la asunción de la propia finitud no es un rasgo pesimista de la ética epicúrea sino, por el contrario, una incitación a aprovechar la vida aquí y ahora. Cf. Gnomologio vaticano 48. 221


(15) Estimamos nuestros caracteres como si fuesen asuntos particulares de nosotros mismos, tanto si somos virtuosos y envidiados por los hombres, como si no. De ese mismo modo es necesario que estimemos los caracteres de nuestros vecinos, toda vez que sean <caracteres> honrados. (16) Nadie, viendo el mal, lo elige, sino que, tentado hacia un mal mayor como si se tratase de un bien, es atrapado.227 (17) No es más feliz el joven, sino el viejo que ha vivido noblemente. Pues todo joven, en la flor de la vida, es desviado de su curso distraído por la fortuna. El viejo, en cambio, ha anclado en la vejez como en un puerto, tras abrazar con un goce seguro los bienes que antes lo desesperaban. (18) Si se es privado del aspecto físico, la compañía y las relaciones con otros, se disuelve la pasión erótica. (19) El anciano que olvida el bien pasado ha nacido hoy mismo.228 (20) De los deseos, unos son naturales y necesarios; otros naturales pero no necesarios; mientras que otros no son ni naturales ni necesarios, sino que surgen de una opinión vacía.229 (21) No se debe violentar a la naturaleza, sino persuadirla. Y la persuadiremos satisfaciendo los deseos necesarios y los deseos naturales –toda vez que no causen daño–, pero despreciando los que son nítidamente dañinos.230

227

Rasgo intelectualista que recuerda el así llamado “intelectualismo socrático”, según el cual nadie obra mal a sabiendas y voluntariamente; quien se procura un mal a sí mismo lo hace por ignorar una alternativa mejor. Cf. Platón, Protágoras 352a-358d. 228 Retomando cierto tono “existencialista”, un hombre no es simplemente lo que es, sino lo que fue, lo que hizo en el pasado. Omitir el pasado es como volver a nacer. De allí que el anciano Epicuro, ya en su lecho de muerte, recuerde los placeres del pasado: véase fr. 138. 229 Igual a Máxima capital §29. 230 ¿En qué sentido puede causar daño un placer natural y necesario? Cuando se da en exceso: alimentarse por demás es tanto o incluso más doloroso que sentir hambre. Para la clasificación epicúrea de los deseos, cf. Máximas capitales 29 y Estudio preliminar §III.


(23) Toda amistad es elegible por sí misma, pero ha llegado a su comienzo a partir de la utilidad. (24) Los sueños no tienen ni naturaleza divina, ni poder adivinatorio, sino que surgen conforme a cierto impacto de imágenes.231 (25) La pobreza que se mide según la finalidad de la naturaleza es inmensa riqueza, pero la riqueza que no se limita es una gran pobreza.232 (26) Es necesario tener en cuenta que el discurso largo y el breve tienden ambos hacia lo mismo.233 (27) En las restantes ocupaciones, el fruto viene para quienes, con dificultad, las han completado. En la filosofía, en cambio, lo placentero marcha junto con el conocimiento, pues el disfrute no se da luego del aprendizaje, sino que aprendizaje y disfrute se dan al mismo tiempo.234 (28) No se debe tener en buena consideración ni a los excesivamente predispuestos para la amistad, ni a los que la evitan, sino que es necesario, por cierto, correr riesgos en pos de la amistad. (29) Yo, por mi parte, a medida que estudio la naturaleza, francamente preferiría vaticinar las cosas convenientes para todos los hombres –aun si nadie me fuera a comprender– antes que, por estar de acuerdo con las opinones <corrientes>, recoger la excesiva alabanza ofrecida por la mayoría de los hombres.235 231

Esta explicación pretendidamente ‘física’ de los sueños en tanto mero “impacto de imágenes” (émptosis eidólon) apunta a descartarlos como fuentes legítimas para explicar el mundo, dada su inestabilidad e inexactitud. Esta tarea le corresponde al estudio de la naturaleza (physiología). Esta afirmación se enmarca en la crítica integral de Epicuro a la tradición mítica. 232 El tópico de la riqueza y el dinero se halla bastante presente en los textos de Epicuro, en líneas generales de manera crítica. La razón fundamental es que la riqueza no contribuye a lograr la imperturbabilidad del alma (ataraxía), sino que, en muchos casos, incluso la entorpece. El sabio podrá ganar dinero, pero sólo si lo necesita y sólo a partir de su sabiduría. Para este tema, cf. Gnomologio vaticano 25, 43, 67, 81 y los fragmentos 135, 476, 477, 548 y 567. 233 Aparente superación de la alternativa socrática entre la braquilogía (hablar con discursos breves) y la macrología (hablar con discursos largos) tal como son discutidas, por ejemplo, en el Protágoras platónico. Cf. Gnomologio vaticano 74 sobre la necesidad de acuerdo con el otro en una discusión. 234 Concepción epicúrea de la filosofía no como algo que produce placer –como puede ser el caso de otras actividades–, sino como actividad placentera en sí misma.


(30) Algunos se preparan durante <toda> su vida para las cosas relativas a esa vida, sin ver que a todos nosotros se nos ha servido un veneno mortal desde el nacimiento. (31) Es posible conseguir seguridad en relación con las restantes cosas. A propósito de la muerte, en cambio, todos los hombres vivimos en una ciudad sin muros.236 (32) La reverencia al sabio es un gran bien para el que lo reverencia. (33) El grito de la carne es no tener hambre, no tener sed, no tener frío, pues quien posee estas cosas y tiene la esperanza de poseerlas en el futuro compite incluso con Zeus en felicidad.237 (34) No tenemos tanta necesidad de la necesidad que proviene de los amigos, como de la confianza en torno a esa necesidad.238 (35) No hay que arruinar las cosas presentes debido al deseo de las ausentes, sino tener en cuenta que también las presentes estuvieron <alguna vez> entre las deseadas.239 (37) La naturaleza es débil en relación con el mal, pero no en relación con el bien, pues es preservada por los placeres y destruida por los dolores. (38) Es <un hombre> completamente pequeño aquel para el que existen muchas causas razonables para la partida de la vida.

235

Para la necesidad de prescindir de las opiniones de las mayorías en tanto fuentes de tranquilidad, cf. Máximas capitales 7, 13, 14 y 15. 236 Sobre el tópico epicúreo de la muerte, véase Estudio preliminar §IV. 237 La ausencia de dolor (aponía) y turbación (ataraxía) gracias al pensamiento y la filosofía hacen que el hombre pueda vivir “como un dios entre los hombres” (Carta a Meneceo 135). 238 El sentido es: no necesitamos tanto de aquello de lo que nos pueden proveer nuestros amigos, como de la confianza en que, llegado el caso, nos lo podrán proveer. Es más importante, pues, la confianza en los amigos que aquello que, eventualmente, ellos podrían hacer por nosotros. 239 En una línea similar a Gnomologio vaticano 14, el anhelo de lo ausente no debe obturar el goce producido por lo presente. Cf. Gnomologio vaticano 55.


(39) No es un amigo ni quien busca continuamente la utilidad, ni quien jamás se junta <con otros>, pues el primero negocia la compensación con la gratitud, mientras que el segundo cercena la buena esperanza acerca del futuro. (40) Quien dice que todas las cosas ocurren por necesidad en absoluto puede acusar a quien dice que nada ocurre por necesidad, pues afirma que esto último también ocurre por necesidad.240 (41) Es necesario reír y filosofar al mismo tiempo, administrar los asuntos de la casa, servirse de los restantes asuntos personales y jamás dejar de proclamar las sonidos de la recta filosofía. (42) Es el mismo tiempo el de la generación del mayor bien y el de la disolución del mal.241 (43) El amor al dinero de manera injusta es impío, pero de manera justa es vergonzoso, pues no es conveniente ahorrar sórdidamente, incluso cuando ello está en consonancia con lo justo.242 (44) Confrontado con las cosas necesarias <para la vida>, el sabio más sabe dar que recibir. Así de magnífico es el tesoro de autarquía que ha encontrado. (45) El estudio de la naturaleza no forma hombres fanfarrones, ni trabajadores de la voz, ni capaces de mostrar la educación objeto de contienda por parte de las mayorías, sino hombres impetuosos y autosuficientes en lo que respecta a sus propios bienes, <y> no muy preocupados por los bienes que surgen de las cosas.243 (46) Expulsemos por completo los malos hábitos, como si fuesen hombres malvados que durante muchísimo tiempo nos han dañado por completo.

240

Cf. Gnomologio vaticano 9 Se condensan aquí el tercer y cuarto tetraphármakon; cf. Máximas capitales 3 y 4. 242 Para el tópico epicúreo del dinero, cf. nota 232. 243 El estudio de la naturaleza (physiología) no forma sofistas o meros oradores o charlatanes que repiten la educación popular, sino que propicia la autosuficiencia y la independencia de las cosas. 241


(47) Me he anticipado a ti, Fortuna, y me atrincheré frente a todas las grietas <por las que entras>. Y no nos rendiremos ni ante ti, ni ante ninguna otra circunstancia. Por el contrario, cuando nos llegue lo necesario <esto es, la muerte>, luego de escupir en grande sobre la vida y sobre quienes se aferran vanamente a ella, partiremos de la vida gritando, con una bella canción, que hemos vivido bien. (48) Intentemos hacer mejor lo que viene que lo que ya ocurrió, mientras estemos en camino. Y, cuando llegemos al límite <de la vida>, alegrémonos de igual modo.244 (49) No es posible disolver lo que se teme acerca de los asuntos más importantes si no se conoce por completo cuál es la naturaleza del todo y, por el contrario, se adivina alguna de estas cosas según los mitos. De este modo, no es posible captar puros los placeres sin la ciencia de la naturaleza.245 (50) Ningún placer es por sí mismo un mal. Sin embargo, las cosas que producen algunos placeres aportan sufrimientos tantísimo mayores que los placeres.246 (52) La amistad da vueltas alrededor de la tierra habitada proclamando como un heraldo que nos despertemos ahora mismo para la felicidad. (53) No se debe envidiar a nadie, pues los buenos no son merecedores de envidia, mientras que los malvados, cuanto más afortunados sean, más cosas indignas se infligen a ellos mismos. (54) No se debe simular que se filosofa, sino filosofar realmente, pues no necesitamos que parezca que estamos sanos, sino estar verdaderamente sanos. (55) Se deben curar las desgracias con el goce de las cosas perdidas y con el hecho de saber que no es posible que lo que ya ocurrió sea deshecho.247

244

Cf. Gnomologio vaticano 14. Igual a Máxima capital §12. 246 Igual a Máxima capital §8. 247 Cf. Gnomologio vaticano 35. 245


(56-57) El sabio no sufre más cuando es torturado, sino cuando un amigo es torturado. Y es capaz de morir por ese amigo. Pues, si traiciona al amigo, su vida toda quedará arruinada debido a su falta de fidelidad y se verá incapacitado para avanzar.248 (58) Nos debemos liberar a nosotros mismos de la prisión de los asuntos habituales y políticos.249 (59) El estómago no es algo insaciable como afirma la mayoría, sino que insaciable es la falsa opinión acerca de la satisfacción ilimitada del estómago.250 (60) Todo <hombre> se aparta de la vida como si fuese un recién nacido.251 (61) Bellísimo es, por cierto, ver a nuestros prójimos cuando el primer encuentro produce un acuerdo: tal visión produce un gran esmero con vistas a tal acuerdo. (62) Si las cóleras contra los hijos resultan necesarias para sus progenitores, entonces, quizás, es en vano resistirse y no pedir perdón. Pero si no resultan necesarias, sino irracionales, resulta muy ridículo avivar la irracionalidad generando furia y no tratar de cambiar <las cosas> con buena voluntad según otras maneras de comportarse. (63) También en la escasez existe cierta pureza. Quien es incapaz de reconocerla padece algo parecido a quien ha sucumbido a causa de la falta de límites.252 (64) Es necesario acompañar la alabanza que proviene de los demás cuando es espontánea. Nosotros, igualmente, debemos vivir en vistas de nuestra propia curación.253 248

Véase fr. 590. Una clara referencia a la vida por fuera de la comunidad políica (láthé biósas). Cf. fr. 8. 250 Como ya hemos visto, la carne tiene anhelos insaciables e ilimitados que el pensamiento debe calcular, regular y administrar. Cf. Máximas capitales 20, 21 y 22 y Gnomologio vaticano 25, 38, 59 y 63, con sus respectivas notas. 251 Texto que entra en leve tensión con el fr. 138, donde Epicuro, en su lecho de muerte, se regocija en el recuero de situaciones pasadas. 252 El hecho de que la satisfacción desmedida no sea fuente de placer, sino de dolor, tiene como consecuencia que la escasez (leptótes) pueda ser algo valioso o puro, en tanto preferible al afán desmedido de satisfacción que no hace más que generar insatisfacción. Cf. Máximas capitales 20, 21 y 22 y Gnomologio vaticano 25, 38 y 59. 253 Nueva alusión al hecho de no hacer descansar nuestra tranquilidad o seguridad en la mirada de las mayorías. Cf. Máximas capitales 7, 13 y 15 y Gnomologio vaticano 29. 249


(65) Es en vano pedir de los dioses las cosas que alguien es capaz de proveerse a sí mismo. (66) Padezcamos junto a nuestros amigos, no llorando, sino reflexionando. (67) Una vida libre no puede adquirir múltiples riquezas –por no ser fácil el asunto sin tener que servir a la multitud o a los poderosos–, sino que posee todo en permanente abundancia. Pero si, de algún modo, alcanzara por azar muchas riquezas, las distribuiría fácilmente a favor del prójimo.254 (68) Nada es suficiente para el que lo suficiente es poco. (69) La ingratitud del alma vuelve glotón al animal respecto de infinidad de variaciones en su modo de vida.255 (70) No hagas en tu vida nada que te produzca miedo, si habrá de ser sabido por tu prójimo.256 (71) A todos los deseos se les debe formular esta pregunta: ¿qué me ocurrirá si acaso se satisface lo perseguido conforme a ese deseo, y qué ocurrirá si no se lo satisface?257 (72) No constituye provecho ninguno procurarse la seguridad entre los hombres dejando subsistir las cosas que han sido colocadas arriba <de la tierra>, las colocadas bajo tierra y, en general, las colocadas en lo infinito.258 254

Para el tópico de la riqueza, cf. nota 232. “Variaciones” traduce “poikílmata”, sustantivo relacionado con el verbo “poikíllein” cuyo significado es “variar” o “colorear”. Estas “variaciones” son, pues, las coloraciones que pueden sumarse (o no) al estado de placer catastemático, coloreándolo, pero no aumentándolo. Recuérdese el ejemplo del vino para la sed (en lugar de agua) o los pescados para el hambre (en lugar de pan). Cf. Máximas capitales 29 y Estudio preliminar §III. 256 Este fragmento se puede interpretar de dos modos: o bien que la presencia de un tercero ante el temor del agente le producirá a este último vergüenza (cf. en esta línea Conche, ad loc.), o bien que, en caso de ocurrir, la situación temible debe ser transitada en privado para no trasladarla a la comunidad de colegas en el Jardín. 257 De allí que no todos los deseos sean por sí mismos malos o buenos; es en virtud de lo que generen que tal evaluación será posible. 258 Igual a Máxima capital §13. 255


(73) También el hecho de que surjan ciertos dolores en el cuerpo resulta beneficioso para la prevención de <dolores> del mismo género. (74) En la investigación conjunta que se realiza con palabras obtiene más provecho el vencido a causa de lo que aprendió.259 (75) En relación con los bienes pasados, ingrata es la voz que dice: “¡Mira el fin de una larga vida!”.260 (76) Incluso envejeciendo, eres tal como yo te recomiendo <que seas>, es decir: has distinguido cómo es filosofar para ti mismo y cómo es filosofar para la Hélade. Te congratulo. (77) El fruto más importante de la autarquía es la libertad.261 (78) El hombre noble vive mayormente en relación con la sabiduría y la amistad, de las cuales una es un bien mortal, la otra, uno inmortal.262 (79) El hombre imperturbable carece de sufrimiento, tanto para consigo mismo, como para con el otro. (80) Para el joven, la parte principal de su salvación es la salvaguarda de su edad y la prevención de lo que contamina todo conforme a los deseos, los deseos furiosos. (81) La riqueza que se da en abundancia no diluye la turbación del alma, ni engendra una alegría digna de mención, así como tampoco lo hacen el honor que

259

Posible referencia, probablemente indirecta, al valor positivo del estado de aporía en el que quedan los interlocutores del Sócrates platónico luego del interrogatorio o refutación (élenkhos): si bien no conocen la respuesta a lo preguntado por Sócrates, al menos ya no creen saber algo que en realidad no saben. De ahí que el verdadero beneficiado sea el interrogado, y no el interrogador. 260 Posible referencia al poeta Teognis, a quien Epicuro cita en Carta a Meneceo 126. 261 Cf. Gnomologio vaticano 67. 262 Amistad y sabiduría, respectivamente.


proviene de la mayoría –es decir: la admiración–, ni ninguna otra cosa entre las que provienen de causas indefinidas.263

263

Cf. Gnomologio vaticano 64.


CARTA A HERÓDOTO (selección) […] (39) En primer lugar, nada surge de lo que no es, pues si todo surgiera de todo, no se necesitarían simientes. Y si lo que desaparece pereciera hacia lo que no es, todas las cosas estarían destruidas, por no existir las cosas hacia las que se diluirían. Y, por cierto, el todo264 fue siempre tal como es ahora y será siempre tal como es ahora, pues no existe nada hacia lo cual pueda cambiar. En efecto, más allá del todo no hay nada que, entrando en él, fuera capaz de producir un cambio. Y por cierto, el todo es cuerpos y vacío. Que los cuerpos existen lo atestigua la sensación misma, sensación conforme a la cual, junto con el razonamiento, es necesario que lo no evidente sea juzgado, como ya he dicho antes.265 (40) Si no existiera lo que denominamos “vacío”, “espacio” y “naturaleza intangible”, los cuerpos no tendrían dónde existir ni por dónde moverse tal como manifiestamente se mueven. Pero más allá de tales cosas, es imposible pensar en nada, ni comprensiblemente ni por analogía con las cosas comprensibles, como si percibiéramos naturalezas completas y no <simples> cosas denominadas “propiedades” o “accidentes” de tales naturalezas. […] (42) Y el todo es infinito, tanto por la multitud de los cuerpos como por la magnitud del vacío. Pues si el vacío fuese infinito pero los cuerpos limitados, los cuerpos no podrían reposar en ningún lugar, sino que se arrastrarían dispersos por el vacío infinito, careciendo de aquello capaz de sostenerlos y de aquello capaz de prepararlos para los retrocesos luego de las colisiones entre ellos. Y si el vacío fuese limitado, los infinitos cuerpos no tendrían donde estar situados. […]

264 265

El mundo, el universo. Para la sensación y la razón como criterios de verdad, cf. Estudio preliminar §II.


(44) Los átomos se mueven continua y eternamente. Unos están muy separados entre sí, mientras que otros prevalecen en su impulso toda vez que son casualmente bloqueados por el entrelazamiento <entre átomos> o recubiertos por los ya entrelazados.266 La naturaleza del vacío que separa cada átomo dispone esto, no siendo ella misma tal que pueda proveer el soporte para que ocurra. 267 La dureza que se da en los átomos produce el rebote luego de las colisiones. […] Y no hay principio de estas cosas: los átomos y el vacío son eternos. […] (45) Y, por cierto, los mundos son infinitos, tanto los que son semejantes a este como los desemejantes. Pues los átomos, al ser infinitos –como ya fue desmostrado–, se transportan incluso hasta los lugares más alejados. En efecto, esos átomos a partir de los cuales podría surgir un mundo o mediante los cuales un mundo podría ser producido no se agotan; tampoco se agotan en un solo mundo ni en mundos limitados, ni en cuantos son semejantes a estos ni en cuentos difieren de estos. De modo que no hay nada que se interponga en relación con la infinitud de los mundos. […] (63) Es necesario observar, volviendo a las sensaciones y las afecciones –pues así existirá la más firme creencia–, que el alma es un cuerpo compuesto de minúsculas partículas, disperso a lo largo de todo el compuesto 268, parecido al aire, y tal que posee cierta mezcla de calor.269 […] (67) No es posible concebir lo incorpóreo por sí mismo, a no ser el vacío, y el vacío no puede ni realizar ni padecer nada, sino sólo permitir el movimiento entre los

266

Estos bloqueos casuales (túkhosi) son los que generan la desviación de los átomos. Cf. Estudio preliminar V. 267 Es decir, la naturaleza del vacío es tal que no puede impedir o bloquear la caída de átomos. 268 El “compuesto” de átomos (áthroisma) es el cuerpo. 269 De inmediato, en §67 se habla de que nada hay que sea incorpóreo; de ahí la necedad de quienes consideran que el alma es incorpórea.


cuerpos. De modo que quienes dicen que el alma es incorpórea hablan locuras, pues, si esto fuese posible, no podría ni realizar ni sufrir nada. […] (75) En el origen, los nombres no surgieron por imposición <convencional>, sino que las mismas naturalezas de los hombres, que padecen afecciones conforme a cada etnia y reciben imágenes particulares, expulsan de manera particular el aire, que es impulsado por cada una de tales afecciones e imágenes. (76) De modo que existía, en aquel entonces, una diferencia según los lugares de las etnias. Luego, de común acuerdo, se establecieron las particularidades conforme a cada etnia con vistas a que las explicaciones fueran menos ambiguas entre unos y otros, y fueran manifestadas con concisión.270 […] (76) Y en cuanto a los cuerpos celestes, no hay que creer que su movimiento, revolución, eclipse, salida, puesta y las restantes cosas que les corresponden han surgido de cierta clase de servidor que los ordena u ordenó y que, al mismo tiempo, posee una felicidad completa a causa de su inmortalidad. (77) En efecto, las ocupaciones, las preocupaciones, las iras y las gracias no armonizan con la felicidad, sino que son producto de la debilidad, el miedo y la necesidad del prójimo.271 […] (78) Es necesario considerar que es función de la ciencia de la naturaleza estudiar con exactitud la causa de las cosas fundamentales, y que la felicidad recae allí, en el conocimiento de los cuerpos celestes.272

270

De un modo similar a lo que ocurre con la justicia y con la injusticia (véanse las Máximas capitales 33 y 34, respectivamente) el lenguaje, a pesar de su origen aparentemente natural, también es producto de una serie de pactos y convenciones entre cada etnia. Esto forma parte del convencionalismo o regionalismo de la ética epicúrea que hemos comentado en el Estudio preliminar §V, “La física de Epicuro: la desviación atómica como principio de libertad”. 271 Para la concepción epicúrea de la divinidad, cf. Estudio preliminar §II. 272 Sobre el rol instrumental de la ciencia de la naturaleza (physiología) en la consecución de la felicidad, cf. Estudio preliminar §II.


[…] (79) Por eso encontramos múltiples causas de las revoluciones, puestas, salidas, eclipses y cosas de tal índole […]. (80) Y no hay que considerar que, a propósito de la utilidad de tales cosas, no hayamos alcanzado un grado de exactitud tal que conduzca hasta la imperturbabilidad, es decir: nuestra felicidad […]. Por lo tanto, si creemos que es posible que estos fenómenos ocurran de este modo, aun sabiendo que pueden ser de múltiples maneras, permaneceremos imperturbables como si supiéramos que son de esa manera. (81) Pero, además de estas cosas, es preciso para absolutamente todos comprender de modo cabal lo siguiente: que la turbación más fundamental surge para las almas humanas por el hecho de opinar que las mismas cosas son tanto felices como inmortales, y por poseer al mismo tiempo intenciones, acciones y causas contrarias a tales atributos. También por esperar algo terrible y eterno o por formar sospechas conforme a los mitos: ya sea temiendo la falta de sensibilidad misma que se da en la muerte –como si ella pudiese estar junto a nosotros–, como por padecer estas cosas no debido a nuestras opiniones, sino a cierta propensión irracional, por lo cual, al no definir eso terrible, alcanzamos una turbación igual o incluso más intensa que la que tendríamos si <simplemente> opináramos esas cosas. (82) La imperturbabilidad se da por el hecho de liberarse de todas esas cosas y por tener un recuerdo continuo de los asuntos generales y fundamentales […]. En efecto, si nos atenemos a estas cosas discerniremos completa y correctamente de dónde surgen la turbación y el temor, y nos liberaremos <de ellos> discerniendo las causas de los cuerpos celestes y de las demás cosas que siempre nos ocurren, cuantas causan extremo temor a los demás hombres.


SELECCIÓN DE TESTIMONIOS Y DE FRAGMENTOS DE OBRAS PERDIDAS Fragmentos recogidos por autores varios273 (1) Epicuro se diferencia de los cirenaicos en relación con el placer, pues estos no distinguen el placer catastemático, sino sólo el que se da en el movimiento.274 (2) La imperturbabilidad <del alma> y la ausencia de dolor <en el cuerpo> son placeres catastemáticos, mientras que el deleite y la alegría se observan en acto conforme a su movimiento.275 (8) <El sabio> tampoco participará en política.276 (14) <El sabio> no se hará tirano ni será un cínico.277 (18) ¿Realizará el sabio algunas cosas que las leyes prohiben, sabiendo que pasará desapercibido? No es fácil de resolver esta simple acusación.278 (20 C, Long-Sedley) Tal discurso se vuelve contra sí mismo y jamás podría asegurar que todas las cosas son tales como las que se denominan “por necesidad”, sino que está en conflicto con cualquiera –que, acerca de esto mismo, actuaría como si se hiciera en sí mismo el tonto–. E incluso si repitiera al infinito que hace esto por necesidad –siempre con argumentos–, no razona correctamente acerca del hecho de captar, para sí mismo, la causa del razonar de esta manera incorrecta. A menos que no se atribuya a sí mismo lo que hace, sino a la necesidad [...]. Si atribuye a una necia necesidad todas las cosas que, cuando nombramos la causa, ahora afirmamos

273

Los números de los fragmentos corresponden a la edición de Usener (1887), salvo donde se indica lo contrario. 274 Diógenes Laercio X, 136. 275 Ataraxía y aponía son placeres catastemáticos en tanto conclusión de la satisfacción de los placeres cinéticos previos, tales como la alegría (para el alma) y el deleite (para el cuerpo). Para este tema, cf. Estudio preliminar §III. 276 Diógenes Laercio X, 119. 277 Diógenes Laercio X, 119. 278 Plutarco, Contra colotes 1127d.


firmemente que las hacemos por nosotros mismos, en ese caso simplemente cambia el nombre, pero no cambiará ninguna actividad nuestra. (27) Siendo la adivinación algo irreal, incluso si fuera real, en modo alguno hay que creer en las cosas que de ella surgen.279 (35) Epicuro afirma que las sensaciones, las prenociones y las afecciones son criterios de verdad.280 (62) La relación sexual, dicen, jamás produce provecho, pero uno debe estar contento si no le produjo un daño.281 (67) Yo mismo no sé qué cosa pienso que es el bien si quito los placeres producidos por las bebidas, y quito los producidos por el sexo, y quito los producidos por los sonidos, y quito los movimientos placenteros producidos en la vista por la forma <visible de las cosas>.282 (68) La sólida estabilidad de la carne y la confiable esperanza en ella conllevan la alegría más elevada y más duradera para quienes son capaces de reflexionar.283 (70) Se debe honrar lo bello, las virtudes y las cosas por el estilo toda vez que procuren placer. Si no lo hacen, se las debe mandar a pasear.284 (75) La naturaleza de todas las cosas es átomos y vacío.285 (114) […] El hombre malvado es también el versado en esas cosas por las cuales resulta imposible llegar a la filosofía. 279

Diógenes Laercio X, 135. La imprevisibilidad del futuro responde a la posibilidad de que las cosas cambien de manera imprevista, es decir, a la posibilidad de la desviación (parénklisis) de los átomos y, en definitiva, a la libertad humana. Para este tema, cf. Estudio preliminar §V. 280 Diógenes Laercio X, 31. 281 Diógenes Laercio X, 118. 282 Ateneo 12, 546a. 283 Plutarco, Sobre la imposibilidad de vivir placenteramente según Epicuro 1089d. Para la necesidad de la concomitancia entre placer corporal y reflexión, cf. Estudio preliminar §III. 284 Ateneo 12, 546f. Se ve aquí cómo, claramente, el placer resulta tribunal último e inapelable para determinar la conveniencia o no de cuanta cosa nos afecta. 285 Sexto Empírico, Contra los profesores IX.


(116) Yo pido por los placeres duraderos y no por virtudes vacías, inútiles y con perturbadoras esperanzas en los frutos.286 (117) Recordaré al más amigo de la verdad, Epicuro, quien era considerado feliz por no haber sido iniciado en la educación ordinaria. A quienes se acercaban a la filosofía de modo semejante, les acercó estas palabras: “Te considero feliz porque, puro de toda educación, te aproximas a la filosofía”.287 (135) Si quieres hacer rico a Pitocles, no le des riquezas, más bien apártalo del deseo.288 (138) La enfermedad de la vejiga 289 y la disentería prosiguen su curso sin admitir ya incremento en su habitual agudeza; pero a todo eso se opone el gozo del alma por el recuerdo de nuestras conversaciones pasadas.290 (163) Huye de toda educación, hombre feliz, desplegando las velas de tu barca. (181) Gozo con el placer del cuerpo cuando tomo agua y pan, y escupo sobre los placeres que surgen de la abundancia, no por ellos mismos, sino por las dificultades que los acompañan.291 (182) Envíame una pequeña vasija de queso, para que, cuando quiera, pueda darme un fastuoso banquete.292 (187) Jamás deseé agradar a los muchos, pues las cosas que les agradan a ellos, no las conozco, mientras que lo que yo sé, está lejos de su sensiblidad.293

286

Plutarco, Contra colotes 17. Ateneo 13, 588a. 288 Estobeo, Florilegio XVII, 24. 289 De retención de líquidos, literalmente. 290 Diógenes Laercio X, 22. 291 Estobeo, Florilegio XVII, 34. 292 Diógenes Laercio X, 11. 293 Gnomologion, códice parisino 1168. 287


(200) Debes creer que no es naturalmente inexplicable que, cuando grita la carne, grite el alma. La voz de la carne es no tener hambre, no tener sed, no tener frío. Y es difícil impedir al alma estas cosas pero, por otro lado, dada la autarquía diaria que le es naturalmente propia, es peligroso para ella entender mal el mandato de la naturaleza.294 (202) Por lo tanto, el que sigue de cerca la naturaleza y no las opiniones vacías es en todo autosuficiente, pues, en relación con lo que satisface a la naturaleza, toda posesión es riqueza, mientras que, en relación con los deseos indefinidos, incluso la mayor riqueza es pobreza.295 (203) De cuanto carezcas, lo careces debido al olvido de la naturaleza. En efecto, lanzas contra ti mismo temores y deseos indefinidos.296 (207) Es mejor para ti ser corajudo yaciendo en un lecho de paja, que ser perturbado por tener una cama de oro y una mesa abundante.297 (213) Placentero es el recuerdo del amigo muerto.298 (214) No evites ser agradable en relación con las pequeñas cosas, pues parecerá que también eres de esa clase en relación con las grandes.299 (217)300 (16) Por la presente dejo todas mis cosas a Aminómaco, hijo de Filócrates, del demo de Bate, y a Timócrates, hijo de Demetrio, del demo de Pótamo, mediante la donación hecha a cada uno conforme a lo registrado por escrito en el Metroon. (17) A causa de tal donación, darán tanto el Jardín como lo que en él se halla a Hermarco, hijo de Agemorto, de Mitilene, y a los que filosofan junto con él y a quienes Hermarco pudiese dejar como sucesores de su filosofía para que pasen el tiempo en ella. Y <también dejo el Jardín> por siempre a quienes filosofan entre nosotros, de modo que 294

Porfirio, A Marcela 30. Porfirio, A Marcela 27. 296 Porfirio, A Marcela 29. 297 Porfirio, A Marcela 29. 298 Plutarco, Sobre la imposibilidad de vivir placenteramente según Epicuro 1105d. 299 Máximo, Abbas gnomologii 8. 300 El texto del fragmento 217, texto que trae Diógenes Laercio (X, 16-21), constituye el testamento de Epicuro. La numeración entre paréntesis corresponde a los parágrafos del libro X de Diógenes Laercio. 295


preserven junto con Aminómaco y Timócrates, en la medida en que les sea posible, el modo de vida que se da en el Jardín. También dejo mis propiedades a sus herederos, del modo que resulte más confiable, de modo que también ellos cuiden el Jardín, tal como también ellos mismos lo transmitirán a quienes filosofen entre nosotros. En relación con la casa en Mélita, que Aminómaco y Timócrates se la den a Hermarco y los que filosofan con él para que vivan en ella, mientras Hermarco viva. (18) De los ingresos que surjan de las cosas donadas por nosotros a Aminómaco y Timócrates, que se hagan divisiones con Hermarco, en la medida de lo posible, atendiendo a las ofrendas funerarias para mi padre, mi madre y mis hermanos, y también para celebrar en nuestro honor el acostumbrado día de mi nacimiento el diez de Gamelión de cada año 301, como así también para el que llegó a ser un encuentro <habitual> los días veinte de cada mes entre quienes filosofan junto con nosotros, y para el agendado recuerdo de Metrodoro y de mí. […] (19) Que se ocupen también Aminómaco y Timócrates de Epicuro, hijo de Metrodoro, y del hijo de Polieno, mientras estos filosofen y vivan junto con Hermarco. Del mismo modo, que se hagan cargo de la hija de Metrodoro y que, cuando llegue ella a la edad madura, la entreguen en matrimonio a quien Hermarco elija entre los que filosofan junto a él, si es que ella es disciplinada y obediente a Hermarco. Y que Aminómaco y Timócrates den <lo necesario> para su alimentación, <tomando> de nuestras ganancias lo que anualmente les pueda parecer mejor, atendiendo <la cuestión> junto con Hermarco. (20) Que <Aminómaco y Timócrates> hagan administrador de los bienes, junto con ellos mismos, también a Hermarco, para que cada cosa ocurra junto con quien ha envejecido con nosotros en la filosofía y ha sido dejado como guía de quienes filosofan con nosotros […]. Que se ocupen también de Nicanor, como también lo hacíamos nosotros, para que quienes filosofaron junto a nosotros ofreciéndonos su servicio en los asuntos privados y, mostrándonos su completa familiaridad, elijieron envejecer junto a nosotros en la filosofía, no estén carentes de ninguna de las cosas necesarias en la medida de nuestra capacidad. (21) Que den también todos los libros que hay a Hermarco. Y si acaso alguna de las <calamidades> humanas llegara a ocurrirle a Hermarco antes de que los hijos de Metrodoro alcancen la madurez, que Aminómaco y Timócrates les den como para que tengan cada una de las cosas necesarias, si son disciplinados, en la medida en que sea posible a partir de los bienes dejados por nosotros. Y que se ocupen de la disposición de absolutamente todas las cosas restantes, 301

En el calendario Ático, el mes de Gamelión se corresponde, aproximadamente, con nuestro mes de Enero.


de modo que cada una llegue a ser lo mejor posible. Y, entre los esclavos, dejo libre a Mys, a Nicias y a Licón, así como también dejo libre a Fedrion. (219) La filosofía es una actividad que con palabras y razonamientos procura una vida feliz.302 (221) Vacía es la palabra de aquel filósofo por acción de la cual no se cura ninguna afección del hombre. Pues tal como no existe ningún beneficio propio de la medicina si no expulsa las enfermedades de los cuerpos, del mismo modo ocurre con la filosofía si no expulsa la afección del alma.303 (222) Nadie debe obedecer nada inexorablemente, a no ser al sabio.304 (222a) Quien de una vez se ha vuelto sabio ya no alcanzará la disposición contraria ni la forjará voluntariamente.305 (224) Epicuro llamaba a la creencia “enfermedad sagrada”.306 (255) Y también Epicuro, que estima más el placer que la verdad, supone que una prenoción es una creencia del pensamiento, y representa una prenoción como una intuición de algo evidente, es decir: como una noción evidente de la cosa. Y dice que nadie es capaz ni de investigar, ni de tener una dificultad ni, ciertamente, de opinar, así como tampoco de refutar, sin una prenoción.307 (260) Existen dos afecciones, placer y dolor, que se hallan en todo ser vivo; la una es propia, pero la otra ajena. A través de ellas son juzgadas las elecciones y las evitaciones.308

302

Sexto empírico, Contra los profesores XI, 169. Porfirio, A Marcela 31. 304 Plutarco, Contra colotes 19. 305 Diógenes Laercio X, 117. 306 Florilegium Monacense 195. 307 Clemente, Misceláneas II.4.16.3 – 17.1.1. Hay en este fragmento una serie de términos griegos técnicos que vale la pena señalar: prólepsis (“prenoción”), pístis (“creencia”), epibolé (“intuición”), epínoia (“noción”). Para el rol central de la prólepsis en la epistemología epicúrea, cf. Estudio preliminar §II. 308 Diógenes Laercio X, 34. 303


(280) Los átomos se mueven, a veces, en línea recta, y a veces en desviación.309 (294) Epicuro afirma que el tiempo es una propiedad de propiedades que acompaña los días, las noches, las edades, las afecciones y la ausencia de afecciones, los movimientos y los reposos. Todas estas cosas, en efecto, son propiedades que se dan accidentalmente en algunas cosas, y el tiempo, al acompañarlas a todas ellas, verosímilmente podría ser denominado “propiedad de propiedades”.310 (336) Demócrito y Epicuro consideran que el alma es corruptible y que se corrompe junto con el cuerpo.311 (353) Epicuro cree que los hombres han derivado el concepto de “dios” a partir de las imágenes que se dan en los sueños, pues, al venirles las imágenes grandes y antropomórficas que se dan en los sueños, ciertamente asumen que en verdad existen tales dioses antropomórficos.312 (375) Todas las cosas ocurren, o bien por necesidad, o bien por elección <humana>, o bien por fortuna.313 (380) Epicuro dice que el azar es una causa inestable, <que varía> según las personas, tiempos y lugares.314 (398) De donde también los epicúreos creen mostrar que el placer es elegible por naturaleza, pues dicen que los animales, al momento de nacer, cuando no están pervertidos, tienden hacia el placer y evitan los dolores.315 (409) El principio y la raíz de todo bien es el placer del estómago. Incluso las cosas sabias y extraordinarias se refieren a él.316

309

Aecio I, 12,5. Sexto Empírico, Contra los profesores X 219. Cf. CH 72. 311 Aecio IV, 7, 4. 312 Sexto Empírico, Contra los profesores IX, 25. 313 Aecio I, 29. 314 Aecio, I, 29. 315 Sexto Empírico, Esbozos pirrónicos III.194. 316 Ateneo 12, 546f. 310


(421) Epicuro no cree que el dolor se mezcle con el placer, pues no cree que el mal se mezcle con el bien.317 (422) En ese momento tenemos necesidad del placer, a saber: toda vez que sentimos dolor debido a que él no está presente. Pero cuando, instalados en la percepción sensible, no padecemos esto, entonces no tenemos ninguna necesidad del placer, pues no es la carencia natural externa lo que <nos> hace injusticia, sino el deseo relacionado con opiniones vacías.318 (469) ¡Gracias a la naturaleza feliz, porque hizo a las cosas necesarias fáciles de alcanzar e innecesarias a las difíciles de alcanzar!319 (471) Es raro encontrar un hombre pobre si se tiene en cuenta la finalidad de la naturaleza, y un hombre rico si se tienen en cuenta las opiniones vacías. En efecto, ninguno de los insensatos está satisfecho con las cosas que tiene, sino que sufre más por las cosas que no tiene. Así pues, del mismo modo que los que tienen fiebre siempre están sedientos y desean aquellas cosas que les están contraindicadas debido a la mala disposición de su enfermedad, así también quienes tienen el alma mal dispuesta siempre sienten necesidad de todo y se avalanzan hacia deseos multiformes a causa de su glotonería.320 (476) La autarquía es la riqueza más grande de todas.321 (476 bis) Por lo que los filósofos dicen que nada es tan necesario como conocer bien lo no necesario, y que la autarquía es la riqueza más grande entre todas las cosas, es decir: comprenden que no necesitar de nada es algo sagrado.322 (477) La pobreza concordada con la ley natural es gran riqueza.323

317

Olimpiodoro, Sobre el Filebo de Platón 275. Estobeo, Florilegio XVII, 35. 319 Estobeo, Florilegio XVII, 23. 320 Porfirio, A Marcela 27. 321 Clemente, Stromata VI.2 322 Porfirio, A Marcela 28. 323 Séneca, Cartas morales a Lucilio IV, 10. 318


(485) Alguien es infeliz o bien a causa del miedo, o bien a causa del deseo indefinido y vacío. Poniendo freno a estas cosas, cualquiera es capaz de procurarse un razonamiento feliz para sí mismo.324 (489) La naturaleza enseña a considerar más pequeñas las cosas que surgen de la fortuna, y a saber ser infortunados cuando somos afortunados, y a no colocar como algo grande el hecho de ser afortunados cuando somos desafortunados. También <nos> enseña a aceptar sin alboroto los bienes que surgen de la fortuna y a estar bien parados frente a los males que se cree que surgen de ella. Por cierto, todo bien y mal propios de las mayorías son algo así como efímeros, pero la sabiduría de ningún modo participa de la fortuna.325 (504) Las virtudes se eligen a causa del placer, no por sí mismas, tal como la medicina se elige a causa de la salud.326 (506) Epicuro afirma que sólo la virtud es inseparable del placer. En cambio las demás cosas, como por ejemplo los alimentos, son separables <del placer>.327 (512) Escupo sobre lo bello y sobre quienes lo admiran vanamente, toda vez que no produzca ningún placer.328 (536) Los daños que provienen de los hombres surgen o bien por odio, o por envidia o por desprecio, cosas que el sabio supera con su razonamiento.329 (548) Ni la multitud de riquezas, ni la importancia de las ocupaciones, ni ciertos cargos políticos ni poderes poseen en sí la felicidad o la buenaventura; más bien la poseen la ausencia de sufrimiento, la docilidad de nuestras pasiones y la disposición del alma que ha definido lo que se da conforme a la naturaleza.330

324

Porfirio, A Marcela 29. Porfirio, A Marcela 30. 326 Diógenes Laercio X, 138. 327 Diógenes Laercio X, 138. 328 Ateneo 12, 547a. 329 Diógenes Laercio X, 117. 330 Plutarco, Sobre cómo se debe escuchar al poeta 37a. 325


(552) … huir de la ciudad, como de un daño y ruina de la felicidad.331 (561) No existe alguien más sabio que otro.332 (562) <El sabio> tendrá opiniones firmes y no estará <siempre> problematizado.333 (564) <El sabio> contruirá una escuela, pero de modo que no atraiga una multitud de personas.334 (567) Si se halla en una dificultad, <el sabio> hará dinero, pero a partir de su sola sabiduría.335 (568-569) Sólo el sabio dialogará correctamente sobre música y poética, pero no producirá activamente poesía.336 (572) <El sabio> también se ocupará de sus posesiones y de su futuro.337 (574) Y no les parece <a los epicúreos> que el sabio habrá de enamorarse, ni de perocuparse por su tumba.338 (584) <El sabio> se alzará en armas contra la fortuna, y no abandonará a ningún amigo.339 (589) Sólo el sabio tendrá gratitud, y de modo semejante continuará viviendo, hablando bien de los amigos, tanto de los presentes como de los ausentes.340

331

Plutarco, Vidas paralelas. Pirrón 20. Diógenes Laercio X, 120. Se ve aquí la igualdad epistemológica de la que parte el epicureísmo, razón por la cual son aceptados en el Jardín los esclavos y las mujeres. 333 Diógenes Laercio X, 120. 334 Diógenes Laercio X,120. 335 Diógenes Laercio X,120. 336 Diógenes Laercio X, 120. 337 Diógenes Laercio X, 120. No es, pues, un cínico. 338 Diógenes Laercio X, 118. 339 Diógenes Laercio X, 120. 340 Diógenes Laercio X, 118. 332


(590) Y, cuando sea, <el sabio> morirá por un amigo.341 (596) <El sabio> habrá de contener más sus pasiones.342 (598) Sin embargo, cuando <el sabio> es torturado, allí por cierto se queja y se lamenta con fuerza.343 (601) E incluso si el sabio es torturado, es feliz.344 Acerca de la naturaleza XXXV345 (1) Desde el principio, <ciertas> simientes nos conducen, algunas hacia algunas cosas, otras hacia otras cosas, otras hacia ambas; estas cosas <a las que nos conducen> son acciones, pensamientos y disposiciones <para el obrar>, ya sea mayores o menores en número. (5) De modo que lo que desarrollamos posteriormente a partir <de tales simientes> (tà apogegenneménon), cosas de la clase que fuere, esta o aquella, resulta, ante todo, absolutamente dependiente de nosotros (par’ hemâs haplôs).346 (15) […]347 reprenderse unos a otros, luchar y reformarse recíprocamente, en tanto seres que tienen la agencia en sí mismos, y no en su sola composición (sýstasis) original y en la necesidad accidental de lo que los rodea y penetra. Pues si alguien adscribiera el hecho de reprender o ser reprendido a la necesidad accidental de lo que siempre le pasa a él mismo (20), no podría, de ese modo, comprender jamás <lo que le pasa> […], tanto cuando reprocha como cuando alaba.348 (25) Si hiciera eso, estaría abandonando el acto mismo, acto que crea, a partir de nosotros mismos, la prenoción de nuestra agencia (tèn tês aitías prólepsin).349 Esa clase de argumento, en efecto, se refuta a sí mismo, y jamás puede concluir que todas las cosas son tales que merecen ser llamadas “por necesidad” 341

Diógenes Laercio X, 120. Cf. Gnomologio vaticano 57. Diógenes Laercio X, 117. 343 Diógenes Laercio X, 118. 344 Diógenes Laercio X, 118. 345 Lo que sigue es un extracto de lo que habría sido el capítulo XXXV del tratado perdido titulado Acerca la naturaleza, una de las obras más extensas de Epicuro (treinta y siete libros). Seguimos la reconstrucción y edición de Sedley (1983). Remitimos a este trabajo al lector especializado, interesado en las dificultades filológicas y hermenéuticas del texto. 346 La agencia por lo que hacemos reside, pues, en nosotros mismos. 347 Aquí el texto griego presenta una laguna importante; cf. Long (1983: ad loc.). 348 Esto es, si alguien responsabiliza a la necesidad por los reproches, castigos, alabanzas o reprimendas que le hace a terceros, entonces jamás comprenderá lo que hace en su verdadera dimensión, pues se quita a sí mismo de la agencia responsable. 349 Es este actuar responsable lo que genera en nosotros la prólepsis de la responsabilidad ética práctica por nuestras acciónes. 342


(kat’ anánken). (30) […] E incluso si dice hasta el infinito, una y otra vez, siempre a partir de argumentos, que está haciendo esto <que hace> por necesidad, (35) no está razonando <correctamente>, por cuanto se adjudica a sí mismo la agencia del haber razonado de cierto modo y a su oponente la agencia del no haber razonado de cierto modo […].350 (43) Pero si nadie demuestra esto 351 ni tiene alguna herramienta o impulso entre los que se hallan en nosotros para lograr apartarnos de aquellas cosas que (45) realizamos cuando llamamos “a causa de nosotros mismos” a la agencia <de tales acciones> y, por el contrario, denuncia como tonta “necesidad” a cuantas cosas nosotros afirmamos hacer denominando “a causa de nosotros mismos” a la agencia, <si esa persona hace esto>, entonces tan sólo estará cambiando un nombre. 352 (59) Quienes desde el comienzo razonaron suficientemente el problema de la agencia <es decir, de las causas> –<hombres> bien diferentes no sólo de quienes vinieron antes que ellos, sino mucho más aún de quienes vinieron después– se olvidaron de sí mismos […] con vistas a responsabilizar por todo <lo que ocurre> a la necesidad y a lo accidental. Ciertamente, el mismo argumento que enseña esto quebró y olvidó al hombre, al hacer chocar sus acciones con esta doctrina.353 Pasajes del libro X de las Vidas de los filósofos ilustres, de Diógenes Laercio354 (10) La gratitud hacia sus padres, la beneficencia hacia sus hermanos, su ternura hacia sus esclavos –como es evidente también por sus testamentos y porque sus esclavos, de los que el más famoso era el ya mencionado Mys, filosofaban junto con él–, así como, en general, su filantropía hacia todos los hombres. La disposición de su piedad hacia los dioses y de su amor por la patria es, en efecto, indescriptible. Por exceso de bondad tampoco se dedicó a la política. (11) Epicuro dice en sus cartas que se basta sólo con agua y con un simple pan.355 350

El sólo hecho de imputar al contrincante la responsabilidad por su supuesto error compromete a quien descree de la agencia ética con su existencia; caso contrario, ¿qué sentido tendría imputar al contrincante su posición? ¿Acaso ella no sería, como todo, necesaria? 351 Esto es, que todo ocurre por necesidad. 352 Es decir, sin argumentos a favor de su posición, tan sólo cambia la expresión “a causa de nosotros mismos” por la expresión “por necesidad”. 353 En el sentido de que hizo entrar en conflicto la teoría con la evidente agencia que nos compete en nuestro actuar. 354 La numeración entre paréntesis corresponde a los parágrafos del libro X de Diógenes Laercio. 355 Cf. Demócrito B 246.


(16) Y tenemos unos versos para él: “Gocen y recuerden mis enseñanzas”. Epicuro dijo este último mensaje a sus amigos, a punto de morir. Había entrado en una bañera tibia y bebió vino puro. Después fue atraído por el frío del Hades. (22) Llegando a este feliz y, al mismo tiempo, último día de mi vida, les escribía esto. La enfermedad de la vejiga y la disentería prosiguen su curso sin admitir ya incremento en su habitual agudeza; pero a todo eso se opone el gozo del alma por el recuerdo de nuestras conversaciones pasadas. (31-32) Toda sensación es incapaz de discurso e incapaz de cualquiera clase de memoria; es incapaz de moverse por sí misma y, cuando es movida por otra cosa, no puede agregar algo ni quitarlo.356 (33) Los epicúreos dicen “prenoción” (prólepsis) como si dijeran “captación” (katálepsis), u “opinión recta”, o “concepto mental” (énnoia), o “pensamiento universal almacenado de lo que a menudo se aparece desde el exterior”, esto es, recuerdo. Por ejemplo: “tal cosa es un hombre”, pues al mismo tiempo que se pronuncia “hombre”, directamente se piensa en el modelo de hombre conforme a la prenoción <que se tiene de tal concepto>, cuando las sensaciones lideran. Lo que primeramente subyace a todo nombre es, por cierto, evidente. Ciertamente, no buscaríamos aquello que buscamos si no lo conociéramos previamente. Por ejemplo: “eso que está abajo, ¿es un caballo o un buey?”. En efecto, es necesario, conforme a la prenoción <que tenemos de ellos>, haber conocido en algún momento la forma del caballo y la del buey. Tampoco podríamos nombrar algo de no haber aprendido previamente su modelo conforme a la prenoción. Las prenociones son, por lo tanto, evidentes. Y lo opinable depende de algo evidente previo, a lo cual nos referimos cuando decimos, por ejemplo, “¿de dónde sabemos si esto es un hombre?”.357 (86-87) No se debe estudiar la naturaleza según axiomas vacíos y principios arbitrarios, sino como lo solicitan los fenómenos. Pues nuestra vida no tiene necesidad de irracionalidad ni de opinión vacía, sino del hecho de que vivamos libres de turbación. 356

“Incapaz de discurso” traduce “álogos”; para esta característica de la sensibilidad, cf. Estudio preliminar §II. 357 Para la compleja epistemología epicúrea y el rol de la prólepsis, cf. Estudio preliminar §II.


(117) El hecho de ser sabio no proviene de cualquier constituciรณn corporal, ni se da en toda etnia.


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Agradecimientos Como prácticamente todo emprendimiento humano, este libro tiene varios autores, aun cuando quien lo firme sea una sola persona. Los aportes son tan numerosos como numerosos los sentidos, contextos y personas involucrados. Ante todo, cabe destacar la valentía de la Editorial Galerna que emprende la épica tarea de lanzar una colección de Filosofía para un público no necesariamente académico o universitario. Como miembro de la comunidad filosófica académica de nuestro país, celebro y agradezco esta apuesta en pos de una filosofía que se lea no sólo en los círculos especializados. Vaya mi humilde reconocimiento, pues, a Daniel Razetto y a Gonzalo Garcés por llevar adelante esta empresa. En lo que al presente volumen respecta, agradezco muy especialmente al director de la Colección La Revuelta Filosófica, Lucas Soares, quien, más allá de nuestra amistad infinita, ha corrido el riesgo de confiar en mí para este primer volumen. Es ese riesgo lo que, en términos de Epicuro, define la verdadera amistad: “es necesario correr riesgos en pos de la amistad” (Gnomologio vaticano 28). Por otro lado, agradezco a quienes, como siempre, atienden mis consultas y eternas perplejidades con la lengua y cultura griegas clásicas: Ángel Castello, Victoria Juliá, Claudia Mársico, Graciela Marcos y, en sus nombres, a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, a la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín, y a la carrera de Filosofía de la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales, instituciones todas donde sigo aprendiendo tanto con cada estudiante con quien tengo la dicha de compartir un aula. Por último, al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), institución Estatal que, bajo la dirección de la Dra. Graciela Marcos, hace nueve años acompaña mis investigaciones académico-filosóficas. Junio de 2015 Ciudad Autónoma de Buenos Aires


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