De vidas se hizo el conflicto

Page 1


De vidas se hizo el conflicto Por La Silla VacĂ­a


ISBN: Copyright La Silla Vacía 2015 Bogotá, Colombia 2015 Todos los reportajes de la presente publicación fueron previamente publicados en www.lasillavacia.com Foto de portada de Santiago Mesa

Este proyecto fue posible gracias al apoyo financiero de Oxfam Intermón, la Unión Europea y la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo en el marco de los siguientes proyectos IFS-RRM/2013/ 317-571 “Brindar protección y apoyo a las víctimas y reclamantes de tierra en el cumplimiento de los derechos que les otorga la ley 1448” entre la Unión Europea y Oxfam Intermón 10-CO1-053 “Programa integral para la restitución de los derechos fundamentales de las víctimas, especialmente las de desaparición forzada y ejecuciones sumarias, con el fin de fortalecer la democracia y el Estado de derecho, y facilitar el camino hacia una paz duradera en Colombia” entre la AECID y Oxfam Intermón Los relatos presentados en el presente libro son de exclusiva responsabilidad de sus autores. Las visiones expuestas en ningún caso pueden ser atribuidas a la Unión Europea y de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo.


Introducción

5

Prólogo

7

Rosa Amelia Hernández, mensajera en medio de la guerra

9

por Alejandro Matos director de Oxfam Intermón por Juanita León Directora de la Silla Vacía

por Camila Osorio

El silencio que mató a ‘La Conga’

19

El asombroso retorno a San Carlos

25

La peregrinación para recuperar un hijo marcado como falso positivo

33

Carmen Palencia, la mujer de la tierra

41

Rugero y Luis López, el precario retorno un año después de la restitución

47

El perdón que llegó tarde

53

La cruzada para convertirse en víctima

57

por Laura Ardila Arrieta por Camila Osorio

por Natalia Arenas

por Camila Osorio Avendaño

por Andrés Bermúdez Liévano por Juanita León

por Andrés Bermúdez Liévano

La resistencia de los ingas a la amapola

63

La Puria vuelve a echar raíces

69

Cuando las mujeres están en la mira

77

¿Quién les responde a los secuestrados y desaparecidos de las Farc?

83

La restitución se le enreda a las mujeres

89

Índice de Autores

95

por Andrés Bermúdez Liévano por Andrés Bermúdez Liévano por Juanita León

por Laura Ardila Arrieta

por Andrés Bermúdez Liévano



Introducción

Dice un proverbio africano que la historia de África ha sido contada siempre por el cazador, y que será muy distinta el día que pueda ser contada por el leopardo. En un país donde el alrededor del 15% de la población se declara víctima directa de la barbarie, existe el derecho y deber de conocer sus historias desde su punto de vista, de darles voz, nombre y rostro a sus tragedias y esperanzas. La Silla es un extraño caso en el complejo panorama de los medios de comunicación en Colombia. En un escenario marcado por la confluencia de múltiples intereses ajenos a la profesión, La Silla tiene como objetivo principal e irrenunciable el deber de informar. Este compromiso se muestra en muchos aspectos pero quisiera destacar uno en especial. Todavía ponen en práctica la más elemental regla de la profesión periodística: gastan tiempo, recursos y energías en enviar a sus periodistas al lugar del hecho, se recorren a pie o a lomo de bestia largas y empinadas distancias, mal duermen en hamacas y comen lo que les ofrecen los entrevistados. Escuchan, olfatean y sienten los ambientes, las palabras y los sentimientos intangibles de los entrevistados. Y eso se percibe en las historias que escriben y luego leemos: apestan a leopardo. Desde Oxfam Intermón hemos considerado que es manifiestamente mejorable el modo de abordar informativamente hablando el conflicto y la violencia que vivimos. En el caso de las víctimas, dejarlas expresarse sin la De vidas se hizo el conflicto

5


obligación de hacer un inmediato análisis que favorezca a uno u otro bando, a una u otra visión política. Es necesario seguir contando las historias tal y como el periodista las ha escuchado y percibido, y dejar que los lectores nos hagamos nuestra propia visión y composición de lugar, sin necesidad de interpretadores interesados en formar y orientar nuestra opinión. Es alentador comprobar que existen jóvenes periodistas bien formados que se interesan en estos temas. No es lo habitual encontrárselos cuando el medioambiente informativo les indica que el éxito reside en la chiva. Y es igualmente reconfortante evidenciar que en Colombia existen medios como La Silla que están a la altura de los más altos estándares que la profesión periodística exige para sí misma, sin concesiones a las presiones del poder, ni al dinero fácil y corruptor de las multinacionales. Daniel Coronell ha dicho en más de una ocasión que en Colombia los periodistas son mejores que los medios. Por una vez, se equivocó. En el caso de La Silla, ésta hace mejores a sus periodistas y éstos a La Silla. Quisiera terminar con un doble agradecimiento. A La Silla por haberle caminado a este proyecto desde el primer momento. Y a las mujeres y a los hombres que abrieron sus vidas a los reporteros de La Silla para que todos conociésemos sus historias. En un país donde la mayoría de la información procede de fuentes oficiales y donde las declaraciones de las altas personalidades se esculpen en piedra, es importantísimo que escuchemos otras voces y bebamos de otras fuentes: la voz de los que han perdido en esta guerra pero que se resisten a ser vencidos por la impunidad y el olvido. Alejandro Matos

Director de Oxfam Intermón en Colombia

6

De vidas se hizo el conflicto


Prólogo

Relatar el dolor, una y otra vez, ayuda a sentirlo con menos intensidad. Recontar las historias de los ausentes ayuda a que no se nos vayan del todo. Tratar de explicarse qué pasó, encontrar alguna lógica en la tragedia, ayuda a mantener cierta cordura. Esto lo sabemos todos los que hemos pasado por un duelo. Cualquier duelo. En un país con tantos muertos sin enterrar hace falta un duelo colectivo y hay poco espacio público para hacerlo. Los victimarios ya coparon la atención que había para escuchar la narración del terror. Las víctimas llegaron tarde a esa cita con la historia. Sus historias ya no formaron parte de la historia. Este libro, si se quiere, es una pequeña resistencia del lado de los vencidos. Es una grieta en los relatos de los que ganaron esta guerra. Es también una mirada microscópica a los procesos desatados por la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, presentada en 2011 por el gobierno de Juan Manuel Santos. A través de estas historias, contadas por los periodistas de La Silla Vacía desde que fue aprobada –y gracias a la financiación de la Ned, Oxfam, la Unión Europea y la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, ha habido una evolución entre las personas que han padecido la guerra: ganaron una identidad como víctimas, un reconocimiento a la injusDe vidas se hizo el conflicto

7


ticia de su sufrimiento. Después vino su empoderamiento para obtener los beneficios creados por la Ley. Ahora comienzan a verse los primeros esfuerzos de varios líderes de víctimas por ganar una voz en el escenario electoral. A pesar de lo positivo de esta evolución, las historias que aparecen en este libro muestran que –aún en los casos más exitosos– la institucionalidad creada para reparar a las víctimas es todavía precaria y frágil. Las expectativas creadas por el bombo con el que se anunció esta ley no han sido satisfechas todavía. Quizás el proceso de paz en La Habana le dará a las víctimas una segunda oportunidad para obtener lo que más desean: la verdad sobre lo que ocurrió. Mientras esto ocurre viviremos con los relatos parciales, pero poderosos, de quienes sobrevivieron y resistieron un conflicto armado que con suerte será pronto un hecho del pasado. Este libro es un homenaje a estos colombianos. Juanita León

Directora de La Silla Vacía

8

De vidas se hizo el conflicto


Rosa Amelia Hernรกndez, mensajera en medio de la guerra Camila Osorio

De vidas se hizo el conflicto

9


Rosa Amelia Hernández es una mujer negra, de 62 años, que vive en Córdoba y siempre carga en su bolso negro un libro sobre el ABC de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. El libro se lo regaló un amigo y es todo lo que ella tiene para saber si las 600 personas desplazadas y víctimas de la violencia en Córdoba que ella ayuda desde hace casi una década podrán tener por fin justicia, verdad y reparación. “Lo que yo he aprendido de la ley, es porque lo he leído”, dice Rosa, “a mí nadie me ha hecho una capacitación y yo quiero poder capacitar a las víctimas sobre esta ley”. Personas como Rosa en el país son clave para Santos para que la Ley de Víctimas pase del papel a la realidad, pero también son las personas más desprotegidas en todo este proceso. En los cuatro años que Santos lleva en el gobierno, han sido asesinados 24 líderes de víctimas en el país, casi el doble de los primeros dos años de Uribe. Su muerte, además de ser una tragedia para sus familias, lo es también para las personas que con estos asesinatos pierden un eslabón fundamental para que sus vidas den un giro: pierden a la persona en la que confían su verdad sobre cómo fue el conflicto en Colombia. La vida de Rosa demuestra las dificultades de la ley de víctimas en un departamento que todavía no está en posconflicto y dónde todavía no hay garantías para la reparación. Pero es una historia que demuestra también el coraje que inunda las zonas rurales del país con personas como Rosa, que guardan en sus casas el mensaje de las víctimas de la violencia y no dudan en pasar el mensaje al Estado que construyó un marco legal para ellas. No dudan, a pesar del miedo que invade sus casas con amenazas.

Del miedo a la denuncia En junio de 2011, el país supo del asesinato de una líder de víctimas en Medellín, Ana Fabricia Córdoba, campesina desplazada del Urabá antioqueño. En ese momento se pusieron sobre el tapete público los asesinatos constantes de los que están siendo objeto los líderes de víctimas en el país, a pesar de que el Gobierno ha querido poner a las víctimas y a sus líderes como su prioridad.

10

Para ir un paso más allá del asesinato de Córdoba, La Silla decidió hacer una historia sobre los herederos de los líderes muertos desde el 2010 hasta ese junio, para saber qué hacían los líderes asesinados, qué trabajo heredaron sus compañeros y si ellos también estaban amenazados. La respuesta fue De vidas se hizo el conflicto


unánime: en Arauca, Tolima, Cauca, Sucre o Bolívar todos se sentían desprotegidos, sentían que su muerte era la siguiente y estaba a la vuelta de la esquina. Pero de los 12 casos que fueron entonces objeto en esta historia, uno fue más impactante que los demás. Conseguimos el número de una mujer en Córdoba que pasó a reemplazar a Martha Gaibao, vocera de las víctimas del departamento asesinada en mayo de 2011. “Yo tengo mucho miedo, yo quiero contarle todo lo que pasa en el departamento, pero yo tengo mucho miedo”, dijo esta mujer, que pidió no ser citada, que no se contara que la habíamos contactado, que no le pidiéramos información por teléfono porque tenía miedo de que la escucharan. Le temblaba la voz y arrancó a llorar. No insistí por información y me quedé hablando con ella para calmarla. Finalmente ella me prometió que me contaría todo sobre Martha y las amenazas en Córdoba, pero solo si algún día viajábamos al departamento. Colgamos, los meses pasaron y no fue posible viajar a Córdoba. Nos quedamos con la duda sobre qué había pasado con ella. Pasó un año y en La Silla decidimos visibilizar a un líder de víctimas a nivel local, para contar su historia en detalle, la de su zona y la de los problemas que enfrenta para la reparación suya y de las personas que representa. Por medio del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice), de una periodista que cubre el proceso de víctimas en la Costa, y por Codhes (ONG que investiga el desplazamiento en Colombia), llegamos a una mujer llamada Rosa Amelia Hernández. La duda era si ella quería quería ser visibilizada, si quería hablar. “Claro que sí”, dijo Rosa, “Yo lo que quiero es denunciar, y que me escuchen, porque acá todo el tiempo me discriminan, no sé si es porque soy mujer, porque soy afro, o porque soy víctima”. Antes de empacar maletas, busqué en mi correo el nombre y número de aquella mujer que un año antes me había llorado en el teléfono y pensé que Rosa podría ayudarme a contactarla. Encontré el correo con sus datos, tenía fecha del 22 de junio de 2011 y decía: “Para el caso de Córdoba – (Sra. Martha Gaibao) el contacto es Rosa Amelia Hernández”. La misma mujer que se congeló del miedo en 2011 ahora quería denunciar ante las cámaras. Y se convirtió en el centro del ‘Proyecto Rosa’ que lanzó La Silla un año después para hacerle seguimiento periodístico a la Ley de Víctimas y darle visibilidad a los avances, frustraciones y retos de la política bandera de Juan Manuel Santos para las víctimas de la guerra. “Yo me acuerdo de ese día que me llamó”, me contó luego Rosa, “usted llamó el día equivocado, hace muy poco había sido asesinada Martha y a mí De vidas se hizo el conflicto

11


me habían amenazado de muerte el día anterior. Ese día caía un aguacero, yo estaba corriendo en la plaza de Montería para no mojarme y tenía mucho miedo”.

Las dos confesiones de Rosa Rosa Amelia Hernández ahora habla por teléfono, ante los micrófonos, ante las cámaras, ante los políticos, ante cualquier persona que llegue hasta su pueblo en Córdoba. Para llegar a su casa hay que viajar desde Montería a Planeta Rica, un municipio ganadero –de unas 65 mil personas– que queda a una hora en bus y que ha sido una de las rutas del narcotráfico del centro del país hacia la costa. La casa de Rosa queda en uno de los barrios pobres de la cabecera municipal, en una calle no pavimentada donde todas las mañanas pasan burros con tanques de agua para darle líquido a sus habitantes. Es una casa pequeña, en cemento, con paredes pintadas de blanco y dos cuartos en los que duermen repartidos tres de sus hijos, siete nietos, su marido y ella. Al fondo de su casa, en el patio, Rosa puso techo de palma seca y siete mecedoras cafés en las que se reúnen a trabajar ella y otros desplazados. Debajo de la palma hace fresco, instaló un ventilador viejo, y en una de esas mecedoras Rosa se sentó a confesar cómo ella conoció la violencia y la historia del despojo en Córdoba. “Yo tengo todos los papeles de lo que pasó, si quiere se los traigo”, dijo Rosa en la mecedora y pidiendo dos minutos para ir por ellos antes de que la cámara siguiera grabando. En una bolsa plástica guardaba casi 300 páginas, algunos documentos fotocopiados tres o cuatro veces, y todos sobre una finca que se llama ‘Cantarrana’ de 600 hectáreas en la zona rural de Planeta, donde vivía con otros 64 campesinos y que ahora reclama. Ella nunca ha tenido papeles de esa finca aunque trabajó en ella ocho años. En el 99 el dueño de Cantarrana, José de la Rosa Negrette, le entregó un poder a Rosa para que vendiera la finca al Incora –hoy Incoder– por al menos un millón y medio de pesos la hectárea (si la vendía a más de ese precio, el excedente iba para ella). “Pero entonces era director del Incora el señor Oswaldo Hoyos”, cuenta Rosa, “que me pidió 16 millones de pesos como comisión, para que el pudiera pasar plata a una gente en Bogotá y se lograra el negocio”. Rosa nunca le entregó el soborno y la venta fracasó.

12

Negrette y Rosa llegaron a un nuevo acuerdo. Como él no vivía en esa finca, le dió la posibilidad a ella de administrarla y entregar lotes en arriendo a varios campesinos. Y a largo plazo, Negrette esperaba que Rosa la vendiera. “Yo llené entonces eso de gente que no tenía tierra”, cuenta Rosa. De acuerdo a un informe hecho por el Incora en el 2000, allí vivían 64 campesinos con sus familias, además del espacio que tenía Rosa para su casa y sus cultivos. De vidas se hizo el conflicto


Pero en 2001 un hombre entró a su rancho, su nombre era Luis Fernando Arcila y era ganadero. Le ofreció a Rosa comprar la tierra de Negrette y le pidió que lo contactara con él. Ella lo hizo, Negrette y Arcila arrancaron negociaciones, pero Rosa tenía miedo de que la sacaran de la tierra (verbalmente había acordado con Negrette que ella se quedaría con 80 de las 600 hectáreas que componen la finca). Y en 2003, Rosa se enteró de que el ganadero que la contactó, Arcila, era más peligroso de lo que imaginaba. “El 16 de junio del 2003, el señor Luis Fernando Arcila nos sacó de la finca con su gente”, cuenta Griserio José Díaz Payares, desplazado de una vereda vecina a la de Rosa. “Eran las autodefensas, eran ocho manes que nos dijeron que nos fuéramos ya o ya”. Payares vivía en 42 hectáreas vecinas, cultivaba maíz, arroz, coco, y dice que sus tierras eran de su abuelo, aunque tampoco tenía títulos de ésta. “El comandante paramilitar que venía con Arcila se llamaba alias ‘Carlos Rodríguez’, del bloque Córdoba de las Autodefensas y era comandado por Salvatore Mancuso”, contó. “Yo me enteré de que Arcila era paraco después de que lo contactara con Negrette”, dijo Rosa. Negrette y Arcila cuadraron el negocio por la finca Cantarrana, pero entonces Rosa denunció ante un Juez del Circuito de Córdoba que la iban a sacar de su tierra cuando ya había cultivado allí durante años. Y comenzó a sentir que la justicia no estaba de su lado. “El hijo de Negrette era funcionario de la Fiscalía y el juez del caso era Juan Carlos Oviedo Gómez que todo el mundo sabe acá que estaba con los paramilitares. Es que yo le digo, todos estaban juntos, Fiscalía, Policía, jueces, paramilitares”. Oviedo, el juez del caso que denuncia Rosa, se volvió notario en Montería pero no hubo ninguna denuncia en su contra. El proceso de Rosa se falló en su contra, perdió las 80 hectáreas por el fallo de Oviedo, pero lo que debía ser un desalojo se convirtió en el peor día de su vida. “Ellos entraron y me hicieron de todo”, dice Rosa. “Me golpearon, me dejaron un hueco en la espalda, me dijeron que me fuera, yo estaba sola”. Rosa cuenta que fueron paramilitares los que entraron a su casa el 26 de febrero del 2006, cuando ya se había desmovilizado el Bloque Córdoba de la Autodefensas en Montería pero en el municipio hacían presencia las Águilas Negras y Los Urabeños. Se fue, con su marido y sus hijos a la cabecera municipal de Planeta Rica, y abandonó sus cultivos de arroz y maíz. Pero no se fue el recuerdo de ese día, que cada vez que menciona se le debilita la voz. “Me hicieron de todo”, repitió cinco veces. Y en ese “de todo” cabían más detalles que Rosa no se atrevía a contar. Un mes después de la primera entrevista, en junio, Rosa decidió confesar la parte que más le pesaba. De vidas se hizo el conflicto

13


“No me violaron, no”, comienza. Después de respirar profundo, Rosa cuenta que los hombres que entraron a su casa ese 26 de febrero la desnudaron a la entrada del rancho donde vivía, se burlaron de ella, la arrastraron por la casa. Y entrelazando las manos cuenta que le pusieron un fusil en la boca, y otro en la vagina. “Eso fue, me hicieron de todo, yo sentía mucha vergüenza. Se reían, lo que querían era humillarme....yo soy una mujer conservadora, a mí solo me puede ver desnuda mi marido”, dijo. “Lo lograron, me humillaron”. Rosa fue a la Fiscalía a denunciar los hechos, pero no encontró una persona de confianza en esa institución, buscaba una mujer que pudiera ser su confidente del abuso sexual del que fue víctima. Además, quién la acompañó a hacer la denuncia fue su hijo mayor, y no se atrevió a contar nada frente a él. Se fue de la Fiscalía sin decir nada sobre el todo que le sucedió. “Yo no podía contar eso a mi hijo, nunca lo he contado, ni a mi marido. Les cuento a ustedes, porque ahora sí lo quiero contar, ahora quiero contar lo que me hicieron. Porque yo sí me siento violentada, yo sí me siento violada”.

De la tragedia a la fuerza Normalmente Rosa no tenía cámaras en su casa escuchando su historia. Normalmente ella era la cámara y las víctimas del despojo las que se confesaban ante ella. Rosa comenzó a trabajar por las víctimas en Córdoba en 2004 junto con Yolanda Izquierdo, campesina desplazada y la primer líder de restitución de tierras que fue asesinada en el país en enero del 2007, por orden de la hermanastra de los jefes paramilitares Castaño, Sor Teresa Gómez. Yolanda pidió protección a la Fiscalía antes de ser asesinada, y solo hasta 2011 el Tribunal Administrativo de Córdoba condenó a la Nación por no brindársela. Yolanda sabía, desde 2006, que la iban a matar, al igual que lo sabía Rosa que la acompañaba por los municipios del departamento a recoger las denuncias de los desplazados. “El día en que la mataron, me enteré por los medios”, cuenta Rosa. “Me llamó el abogado Mario Montes de Oca y me pidió que no saliera de la casa, porque a mí me podían matar también”. Pero este primer asesinato solo mantuvo a Rosa callada y encerrada por corto tiempo. “Cuando pasó mi desplazamiento, yo iba a la Personería y veía todas esa mujeres desplazadas, viudas o que perdieron a sus hijos”, cuenta Rosa. “Les dije que ajá, que nos organizáramos, que yo no era abogada pero que yo quería ayudar, que teníamos que ayudarnos”.

14

Rosa efectivamente no es abogada, es enfermera y campesina, pero comenzó a crear una red de desplazados que llegó a 600 personas. A pesar de De vidas se hizo el conflicto


no conocer nada del derecho, comenzó a utilizar esta red para ayudar sobre la marcha y con imaginación a las personas que le contaban su historia. En esta red reside su fuerza, aún hoy -en pleno 2015- que ya se volvió una líder visible en Córdoba. Aún hoy que la que entrevistan con frecuencia en los medios y que se ha ganado premios como el de uno de los mejores líderes de Colombia que entregan la revista Semana y la Fundación Liderazgo y Democracia. Conoció, por ejemplo, a muchas mujeres violadas en el marco del conflicto armado que se confesaron solo con Rosa. “Unas muy jóvenes, otras abuelas”, cuenta ella. Ellas entran a su casa, se sientan en las mecedoras, le cuentan lo que pasó y Rosa las pone en contacto con una psicóloga, también desplazada, y les promete que en ella pueden confiar para hacer una terapia. Las tres se reúnen, se sientan en las mecedoras, y luego, “luego se van a hacer su terapia”, dice Rosa. La clave de Rosa es la confianza, la gente sabe que puede entrar a su casa -que siempre tiene las puertas abiertas- y contarle su desplazamiento, los actos de los que fueron víctimas, o hasta la corrupción en sus municipios. Así conoció, por ejemplo a 15 familias de una vereda en el Municipio de Buenavista, a hora y media de Montería, donde se instalaron después de ser desplazadas de Tierradentro. De las 15, ninguna pensaba en aquel momento reclamar su tierra. “Yo no pongo un pie allá, si yo pongo un pie allá me matan”, decía uno de ellos. Antes de pelear por la tierra, lo que Rosa ha aprendido es que los desplazados de Córdoba primero quieren salir de la miseria. Lo que los desplazados de Buenavista reclamaban era el derecho a una vivienda digna. En 2009 la alcaldía comenzó a construir viviendas a estas familias pero no las terminó (hoy en día todas son casas de 15 metros cuadrados en obra negra), y las construyó junto a un caño que se desborda con la lluvia. Todos los desplazados allí son ahora damnificados del invierno. Como si fuera poco, la empresa que contrató la alcaldía para construir las casas y no las terminó es la cooperativa Asosanjorge, investigada ahora por ser testaferros de los paramilitares. Los desplazados buscaron al abogado Mario Montes de Oca -el mismo que ayudó a Yolanda Izquierdo- para denunciar el robo de recursos de Asosanjorge, pero él también recibió amenazas contra su familia y decidió abandonar el caso. “Nosotros no queremos limosna, nosotros queremos proyectos productivos, ayuda del estado para salir de la pobreza”, dice Rosa. Cuenta que parte de su trabajo, además de buscar abogados o psicólogas, es reclamar apoyo de vivienda en las alcaldías, o exigir capacitaciones en el Sena para desplazados. Y a muchos, que no pueden viajar hasta Montería, les lleva sus documentos a la Unidad de Víctimas, a la Unidad de Restitución de Tierras, a Prosperidad Social o a la Fiscalía. “La gente siempre quiere una ayuda humanitaria”, cuenta Rosa. De vidas se hizo el conflicto

15


Pero sí hay quienes reclaman su tierra. En este momento, Rosa ayuda a la familia Pastrana Chávez, una familia afrocolombiana de dos campesinos, cinco hijos y siete nietos que tenía una finca en Caucasia de 250 hectáreas donde cultivaba yuca, ñame, batata, ahuyama, manzano, caña, coco, piña y arroz. Vivían bien, eran casi una clase media alta rural, y ahora viven en la miseria. En el 2000 esta familia fue desalojada por el alcalde de Caucasia, que los expulsó a La Apartada, un municipio de Córdoba. El alcalde, José Nadin Arabia, es amigo del ganadero José Piedrahita reconocido por sus relaciones con el ex comandante paramilitar ‘Cuco’ Vanoy, según contó El Tiempo. Arabia ha sido cuestionado por sus nexos con paramilitares ante el Consejo Nacional Electoral y aún así logró ganar un segundo periodo en la alcaldía en octubre del año pasado. El hoy senador Germán Varón, entonces director de Cambio Radical, lo había mencionado como uno de los candidatos a los que consideraba que el partido debería retirarle su aval en 2011. Pero la tierra de la familia Pastrana Chávez no quedó en manos de ganaderos ni de paramilitares, sino invadida por cientos de familias igual de pobres a ellos. Por eso, más que recuperar su tierra y expulsar a todas las familias, los Pastrana Chávez quieren una indemnización. Un día de abril, en 2012, Rosa acompañó a la vocera de esta familia, la abuela Brunilda Londoño, a la Unidad de Tierras de Montería para que declarara lo que sucedió. Dos días después, Rosa abrió la puerta de su casa a las cinco y media de la mañana y encontró una bala de fusil en su puerta. Para ella, la bala venía por reclamar esa tierra en Caucasia. Rosa ahora carga la bala amenazante en su bolso negro, junto con el libro de Ley de Víctimas que le regalaron. Así es como todavía se vive, dos años después, la restitución y la reparación a las víctimas en su departamento, una pelea entre las balas y el derecho.

Las amenazas Ser la confidente de los desplazados tiene un precio: “A mí me quieren matar porque yo tengo mucha información”, dice Rosa. Por escuchar a las víctimas del despojo y viajar por todos los municipios de Córdoba, Rosa ya tiene claro quiénes son políticos que se aliaron con paramilitares, o los corruptos, o los que pasaron de las AUC a las nuevas bandas del narcotráfico, y sobre todo, tiene en la cabeza la lista completa de quienes tienen derecho a reclamar. Ella lo sabe y ellos saben que ella lo sabe. Por eso su vida se juega todos los días.

16

En marzo de 2012, Rosa participó en una marcha en Montería, junto con gente de la organización que ella formó, Odeprivicor o la Organización de comunidades negras desplazadas y víctimas de la violencia del municipio de Planeta Rica. “Unos tipos raros comenzaron a seguirme, la gente se dio cuenta, los tipos se acercaron y la gente me rodeó, me sacaron de ahí De vidas se hizo el conflicto


porque sabían que me iban a desaparecer”, cuenta. “Los tipos alcanzaron a decirme que no me metiera con la administración, que me iba a ir muy mal”. Rosa recorre las carreteras de su departamento vigilante de quién la sigue, quién la mira, quién la escucha. Antes lo hacía en bus, ahora en una camioneta que le brindó -con escolta incluido- la Unidad Nacional de Protección. La zozobra sigue siendo la misma. Las amenazas continúan. Una vez entró a una reunión con un grupo de mujeres que ayuda en Planeta Rica, pero al entrar ellas se pusieron a llorar y la abrazaron. “Un tipo les había dicho que ya me habían matado, ellas creían que estaban viendo un muerto”, cuenta Rosa. Otra vez un hombre se acercó a la casa de Eutapia Monsalve, otra líder de víctimas que trabaja con Rosa, para decirle que era paramilitar y que lo habían contratado para que matara a Rosa y a dos mujeres más. Dijo que no quería matarlas porque sabía el trabajo que hacían, pero que se cuidaran. A ella no le ha sucedido nada, pero dos líderes con los que ella trabajaba ya fueron asesinados. El primero fue Ermes Enrique Vidal, un líder campesino de 60 años de la vereda de San Rafael de Pirú en la vecina Valencia, que había sido desplazado de su finca por los paramilitares y venía amenazado por intentar recuperarla. Desapareció el 21 de marzo de 2013 cerca de su casa y su cuerpo apareció cuatro días después a orillas del río Sinú, en Tierralta, con señales de tortura. Apenas 20 días después, Éver Antonio Cordero fue asesinado en momentos en que ultimaba los detalles de una marcha en favor de las víctimas que nunca comenzó y que dio paso a un velorio en todo el departamento. A sus 45 años, era el líder más visible del municipio y se preparaba para llegar -con el apoyo de otros seis municipios- a la mesa departamental de víctimas. Su asesinato ocurrió un día antes de que el presidente Juan Manuel Santos viajara a Montería para entregar los títulos a las primeras familias restituidas en la emblemática Hacienda Santa Paula que perteneció al clan Castaño. Pese a que mismo día hizo un consejo de seguridad en Valencia y prometió incrementar en veinte veces los recursos para proteger a los líderes de víctimas, la familia de Éver -veinte personas en total- tuvieron que dejar su vereda de Fabra a raíz de las amenazas. Más de un año después, siguen lejos de su casa. Para protegerse, Rosa no habla de los procesos que ayuda sino en sitios cerrados, no coge la carretera de noche y no va a algunos municipios donde los paramilitares ya le advirtieron que no apareciera. No deja de salir de su casa, pero cada vez que sale le dice a su marido con un tono casi de despedida incierta: “me voy, viejo, me voy’”. De vidas se hizo el conflicto

17


Lo que enseña Rosa a Santos Córdoba, el lugar de Rosa, fue uno de los bastiones del paramilitarismo en Colombia: 12 por ciento de su población es desplazada y hoy es uno de los departamentos donde hay más declaraciones ante la Unidad de Tierras. Hasta enero de 2015, han declarado 2.400 familias, pero se cree que aún hay muchos más. Hasta ahora 300 predios han sido devueltos allí y otros 844 casos están en manos de los jueces de tierras. El problema, por un lado, es que muchas familias que lo perdieron todo en medio de la guerra aún no saben cómo acceder a la Ley de Víctimas, aunque son cada vez menos. Los personeros ya han sido finalmente capacitados sobre la ley. Pero, sobre todo, Córdoba fue un departamento donde gobernadores, alcaldes, concejales, notarios y fiscales fueron denunciados por parapolítica. La confianza en el Estado se rompió y reconstruirla es un trabajo mucho más difícil y que no se puede hacer desde el alto Gobierno. Ahí, en medio de esa desconfianza, es que Rosa Amelia Hernández se convirtió en un granito de oro de Córdoba. La gente que se sienta en las mecedoras de Rosa denuncia ante la Fiscalía, si Rosa les aconseja que denuncie. O va a la Personería, si Rosa les aconseja que vayan. O piden ayuda ante la Policía, si Rosa les dice que deben pedirla. Ella no es el Estado, no es ni siquiera una abogada que entienda de arriba a abajo la Ley de Víctimas, pero la buscan como si lo fuera. “Pero el Estado no soy yo”, dice Rosa. Por eso Santos, y el gobierno que le siga, necesita de todas las Rosas del país para que las víctimas denuncien, hablen, sientan confianza y finalmente sean reparadas. Ignorar su indefensión, es ignorar que estos líderes son el primer eslabón de la cadena para la verdad, justicia y reparación. No ignorarla, es permitir que personas como Rosa no mueran de miedo, ni en medio de las balas, sino de viejas. “A mí de pronto me matan, pero yo no voy a dejar de hacer lo que estoy haciendo, no me voy a callar. Si me matan, pues valió la pena, para qué le digo que no… valió la pena”, termina Rosa.

18

De vidas se hizo el conflicto


El silencio que mató a ‘La Conga’ Laura Ardila Arrieta

Foto Cortesía de la FLIP

De vidas se hizo el conflicto

19


Judith Aristizábal Muñoz pudo vivir con su esposo apenas cinco años. Cuando el sicario salió corriendo, en medio de la confusión, ella pensó que era su marido quien corría en busca de ayuda y por eso lo persiguió durante varias cuadras. Una bala le había rozado un seno, pero no sentía dolor. Como no lo alcanzó, volvió al carro al que se estaba subiendo cuando sintió la ráfaga. Allí encontró tendidos, ya muertos, a Carlos Julio Rodríguez y a José Libardo Méndez. José Libardo era su esposo. Carlos Julio, José Libardo y Judith trabajaban juntos en el radioperiódico ‘La Conga’ de la emisora ‘La Voz de la Selva’, en el Centro de Florencia, Caquetá. Era el 20 de mayo de 1991. A las 5:30 de la mañana se habían montado los tres en el carro de José Libardo para ir a hacer el programa que iba todos los días de seis a 6:45 de la mañana. El sicario ni siquiera les permitió arrancar. Con eficiencia cumplió lo que no lograron los dos atentados de los que habían sido víctimas ambos periodistas el año anterior. Radioperiódico ‘La Conga’, que había nacido en 1986 con José Libardo Méndez como su director, no volvió a ver la luz. Judith tenía una hija de tres años y por ella prefirió cerrar para siempre esos micrófonos. Los micrófonos a través de los cuales José Libardo Méndez y Carlos Julio Rodríguez valientemente denunciaron robos como un desfalco a la Empresa de Licores del Caquetá y asesinatos como el de la líder comunal Natalia Mejía en el vecino municipio de Puerto Rico. Judith les colaboraba como locutora de las noticias. Al aire, los tres rechazaban constantemente los actos de las Farc, por la época dueñas y señoras en la región: sus atentados a la infraestructura, sus asesinatos. Luego de hacerlo, siempre recibían amenazas: llamadas a los teléfonos y panfletos. José Libardo y Carlos Julio, pero sobre todo José Libardo, decían haberse formado como periodistas de ideas liberales, defendiendo la justicia social y alertando acerca de la necesidad de excluir del conflicto a la población no uniformada. Méndez era un militante liberal y al momento de su muerte era diputado liberal suplente. Rodríguez sí era periodista de tiempo completo.

20

Para bien y para mal, ambos eran testarudos. En el 90, por ejemplo, cuando atentaron en contra de su vida por primera vez, Carlos Julio fue abaleado y quedó tan mal que permaneció hospitalizado casi seis meses en el Hospital Militar de Bogotá. José Libardo nunca paró el radioperiódico por eso -a pesar de que había salido ileso de un atentado el mismo año-. Al regresar ya recuperado, su compañero volvió por sus fueros al oficio. No se amilanaron. De vidas se hizo el conflicto


En la intimidad de su casa, José Libardo a veces le advertía a su esposa que se preparara porque seguramente le iba a tocar criar a su hija sola. Colaborador en política de la familia Turbay Cote (dueños de la emisora y cuyos miembros fueron asesinados por las Farc años después), este periodista se negó a buscar ayuda de las autoridades o a irse de la región. “Yo muero en mi ley, muero en mi tierra. Si por estas verdades me tengo que morir, me muero”, cuenta Judith que él decía. Y se murió. Y murió su compañero. Y los asesinos lograron que el programa se acabara. Estos dos crímenes prescribieron el 20 de mayo de 2011 sin que la justicia colombiana hubiese logrado avanzar, al menos, en la captura de algún sospechoso. Y aunque no hay una sentencia que condene a las Farc, para las víctimas todo apunta a que fueron ellas pues las amenazas siempre provinieron de sectores de esa guerrilla. También por las denuncias que sobre las Farc hacían los dos periodistas. Para la prescripción, de nada valieron las advertencias que en su momento hicieron la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) y la Nieman Foundation de la Universidad de Harvard, y las exhortaciones para encontrar a los asesinos que hizo desde el principio el entonces presidente César Gaviria. En este punto de la historia, Judith Aristizábal llora. Dice que está indignada con la justicia. “Es que pasan los gobiernos, y todos los políticos se eligen hablando de la justicia y de la libertad de prensa, pero nadie ha sido capaz de mover un dedo por esos casos”. Tal y como se lo pidió su esposo, ella siguió estudiando y hoy es docente de primaria en Florencia y una reconocida líder de la Red de Mujeres del Caquetá. Su hija es abogada. Antes de poder retomar el relato para detallar que nunca encontró el proceso de su esposo en la Fiscalía, a pesar de que mandó derechos de petición a la seccional de Florencia, y que extraoficialmente accedió a un documento que le decía que ni siquiera había folios, prefiere contar que por cosas de la vida es docente en la Normal de Florencia en la que se conoció con José Libardo. Ella era estudiante miembro de la tuna y él era un periodista que transmitía las actividades culturales del colegio. Eran tiempos mejores.

Impunidad: se acallan las voces, triunfan las balas Los de José Libardo Méndez y Carlos Julio Rodríguez no son los únicos asesinatos de periodistas de la emisora ‘La Voz de la Selva’, que hoy funciona con otro nombre, según le dijo a La Silla una líder de Derechos Humanos de la región. A fines de 2000, en menos de 15 días, fueron asesinados los periodistas de esa emisora (pero de programas distintos a ‘La Conga’) Guillermo León Agudelo (30 de noviembre) y Alfredo Abad López (13 de diciembre). Y a los seis meses, el 6 de julio de 2001, la misma suerte corrió José Duviel Vásquez. De vidas se hizo el conflicto

21


José Duviel era el director de la emisora y en febrero había revelado un video en el que aparecía la entonces alcaldesa Lucrecia Murcia Losada entregando dinero a unos concejales. Así lo detalló desde el exilio -a donde se fue por amenazas- su compañero y colega Ómar García. En abril, José Duviel denunció al entonces gobernador Pablo Adriano Muñoz, quien había asegurado en una rueda de prensa que tenía problemas de seguridad por la persecución que le hacía el periodista José Duviel Vásquez. Según una entrevista que dio al portal Verdad Abierta el ex paramilitar que delinquió en el Caquetá, alias ‘Paquita’, este gobernador era “cien por cien afín a las Farc”. Y además, este político, según la revista Semana, apareció en un reporte de las Farc como un asiduo visitante a uno de sus campamentos. Los casos de Alfredo, Guillermo y José Duviel no han prescrito. Aún. Porque, según el más reciente reporte que la Fiscalía entregó a la FLIP a través de derecho de petición, van directo por el camino de la impunidad. A diciembre de 2014, los procesos de Guillermo León Agudelo y de Alfredo Abad -luego de 14 años de ocurridos los hechos- apenas estaban en etapa previa o preliminar. Es decir, en un punto cero. Y el de José Duviel Vásquez está en etapa de instrucción que indica que la justicia al menos tiene un sospechoso, aunque no hay juicio todavía. En estos tres casos, aunque no haya aún condenas, la FLIP asume la responsabilidad de decir que posiblemente los autores de los crímenes son las Farc. Así lo explica uno de los abogados de esa fundación: “Decimos que todo apunta a que fueron las Farc porque las circunstancias que rodean los hechos así lo señalan. Se trata de periodistas que han denunciado atropellos de esta guerrilla o de políticos cercanos a ella”. De hecho, la FLIP, que viene trabajando los 140 asesinatos a periodistas en ejercicio de su oficio ocurridos en el país desde 1977, maneja una lista con los presuntos responsables y dos veces al año le pide cuentas a la Fiscalía acerca de cómo va cada proceso. En el triste ranking de presuntos asesinos, a febrero de 2015, los primeros no son las Farc (que tienen 12 casos) sino los paramilitares y las bacrim (29 casos). Antes de ellos, la autoría es totalmente desconocida (43 casos) y también están los narcos (25 casos), los políticos (4 casos), funcionarios o Fuerza Pública (20 casos), el ELN (7 casos) y particulares (4 casos). Sea como sea, las Farc tendrán que contar esta verdad si, como dijo Iván Márquez, están dispuestos a “darle la cara” a sus víctimas. “Esta es la oportunidad para que las Farc, que han demostrado tener un concepto bastante restringido de la libertad de prensa, se pronuncie”, dice Ignacio Gómez, el veterano periodista investigativo que preside la FLIP.

22

Y es que las Farc no sólo han matado periodistas, sino que también los han acallado a través de amenazas, como se ha vivido sistemáticamente De vidas se hizo el conflicto


en Arauca con los paros armados en los cuales los han obligado a participar leyendo sus comunicados y dejando de lado sus actividades. Eso ha hecho, según Gómez, que hoy no haya periodismo en ese departamento.

‘La Conga’ que no volvió Cuando se apagó ‘La Conga’ que había fundado José Libardo Méndez, Florencia y sus alrededores perdieron su radioperiódico de opinión por excelencia. Por un tiempo se dejaron de escuchar las críticas a las acciones de los armados, cualquiera que fuera su naturaleza, y los divertidos debates que Méndez solía protagonizar con su esposa, quien ya había comenzado a trabajar en la docencia. “Él criticaba los paros de los profesores que se hacían por la época y yo los defendía”, se acuerda Judith, “criticaba que los docentes pararan sus actividades siendo trabajadores del Estado, pero aún así siempre me permitió leer los pliegos de peticiones de los protestantes. Y lo hacía porque era un demócrata que escuchaba las opiniones de los demás”. ‘La Conga’ se apagó, pero otros periodistas de la emisora continuaron con un trabajo, al parecer, igual de incómodo para algunos sectores. Por eso a tres de ellos también los mataron. Hoy la emisora continúa, discreta, dando las noticias diarias bajo la sombra imborrable del golpe a los que se fueron.

De vidas se hizo el conflicto

23



El asombroso retorno a San Carlos Camila Osorio

Foto Plan Perd贸n

De vidas se hizo el conflicto

25


“Esta es la vía más difícil para llegar, donde todavía se puede ver el horror de lo que pasó en San Carlos”, decía Luz Patricia Correa al mostrar, en febrero de 2011, el camino que lleva a este pueblo del Oriente antioqueño. Para llegar a San Carlos hay dos vías, una pavimentada desde San Rafael, donde tuvieron presencia los paramilitares hasta 2005, y por la que andaba Correa que viene desde Granada, donde tuvieron presencia las Farc y el ELN hasta esa misma fecha. En aquel momento, hace cuatro años, la mayoría de los campesinos que vivía a los lados de la carretera de Granada no había regresado. De sus casas se habían apoderado los árboles y la hierba, las tejas se habían caído y sus muros todavía tenían grafitis dejados por los grupos armados. “Muerte a sapos de paras”, rezaba unos de ellos. A las casas abandonadas no se podía entrar hasta que el Ejército verificara que adentro no había minas antipersonal. Cuatro años después, las casas están habitadas y la vida ha vuelto a esta esquina del departamento con mayor número de víctimas del país. A febrero de 2015, más de 800 familias campesinas han regresado a San Carlos con ayuda de la Alcaldía de Medellín, en lo que se ha convertido en el retorno colectivo pionero -y también el más exitoso- de Colombia. Otras 190 han retornado también a la vecina Granada. Eso ha convertido al Oriente antioqueño en el referente sobre cómo ayudar a retornar a los muchos de los cinco millones de desplazados que hay en Colombia -si es que así lo quieren- a sus hogares en el campo.

Los pasos del retorno De los muros y las puertas era que Correa estaba pendiente cuando arrancaron a trabajar allí hace cinco años. Al llevar el registro de las casas donde ya habían retornado sus dueños y de las casas donde aún estaban las marcas de la violencia, ella y su equipo iban haciendo el censo de quiénes necesitaban ayuda para que su retorno fuese sostenible en el tiempo.

26

Luz Patricia Correa es gerente para la Coordinación y Atención del Desplazamiento Forzado en Medellín, una oficina que el alcalde Alonso Salazar decidió crear en noviembre de 2008 para acompañar a los campesinos de San Carlos que se desplazaron a los barrios de Medellín y comenzaron a retornar por su propia cuenta, sin ningún tipo de apoyo y cuando aún las condiciones de seguridad eran precarias. De vidas se hizo el conflicto


Así nació ese proyecto piloto de la Alcaldía de Medellín, que continuó bajo el mandato de Aníbal Gaviria y la batuta de Luz Patricia Correa, hoy convertida en la directora de atención a las víctimas de la capital antioqueña. Su éxito, y también sus dificultades, se han convertido en uno de los mejores termómetros de las posibilidades y desafíos del proceso de la Ley de víctimas y restitución de tierras. Como dice una de sus asistentes, “este es un programa de ensayo y error, solo que no podemos equivocarnos”. A Luz Patricia Correa la llamó Alonso Salazar en abril de 2009 cuando ya era evidente que cientos de sancarlitanos viviendo en Medellín se estaban devolviendo a su municipio y alguien debía coordinar el programa de retorno con el que se había comprometido. Y la persona idónea para el trabajo era Correa, el desplazamiento ha sido su especialidad. Correa es psicóloga de la Universidad de Antioquia: hizo su tesis sobre la violencia en Apartadó, cuando ya se escuchaban las primeras denuncias sobre la alianza entre los paras y la multinacional bananera Chiquita Brands. Se quedó trabajando en Urabá y allí fue testigo del exterminio de la Unión Patriótica en la zona. Más tarde llegó a El Salado en la Costa, justo después de la masacre en 2000. “Yo creo que tengo un karma con la guerra, siempre llego a un lugar después de una masacre”, dice Correa, buena parte de cuyo trabajo hoy se concentra en atender el desplazamiento intraurbano -el mayor flagelo actualmente en Medellín- y en inventar estrategias innovadoras para ayudar a frenarlo. Las acciones son en verdad muy sencillas, como hacer sellamientos humanitarios de las casas abandonadas o cuidar los animales de la gente, pero son lo que en realidad ayuda a proteger los espacios íntimos que la gente ha tenido que dejar botados. Tres años después de la puesta en marcha de la Ley de Víctimas, buena parte de los pasos de un retorno exitoso son aquellos que Correa y su equipo aprendieron sobre la marcha. Cuando un campesino que retornó a San Carlos le contó que en uno de los polideportivos del pueblo los niños ya no jugaban como lo hacían antes de la guerra, entendieron que tenían que inventarse actividades que ayudaran a que la gente los volviera a habitar. “Es que es como en El Salado, la masacre sucedió en una cancha y después de eso las víctimas veían el lugar de otra forma”, reflexiona Correa. El proyecto de ayuda sicológica para la población retornada tampoco hacía parte del proyecto piloto cuando Correa lo asumió. “En el primer proyecto, por ejemplo, pensábamos que todo el presupuesto lo íbamos a gastar en vivienda, en levantar casas, en volverlas a hacer y en el desminado. ¿Pero y de qué iban a vivir los retornados?”, dice. Así que en el segundo proyecto incluyeron algo que les permitiera generar ingresos y arrancaron a pensar en proyectos agrícolas, como entregarle unas gallinas o palas o cualquier herramienta para el campo que fuera útil. Pero resultó que la mayoría de los De vidas se hizo el conflicto

27


retornados llegó a la zona urbana de San Carlos y no a la rural. Ellos no necesitaban gallinas. De modo que también empezaron a pensar en trabajos en cerrajerías, arreglos de ventanas o lo que ella llama ‘trabajos más urbanos’. También surgió el problema educativo: varios colegios de las veredas de San Carlos estaban destruidos, así que tuvo que pedir ayuda a la Gobernación de Antioquia para su reconstrucción. Cuatro años después casi todos los niños tienen uniforme, camiseta blanca, sudadera y no hay puesto para todos. Hasta la vereda de El Samaná, cuyo colegio fue abandonado antes siquiera de que se graduara su primera generación de bachilleres, ya volvió al edificio semidestruido -que la Gobernación acaba de priorizar para restaurar- y graduó en noviembre a sus primeros estudiantes. Otra de las veredas más distantes, El Contento, vio hace poco un helicóptero de la Operación Jaque venir cargado de material de construcción para volver a levantar las casas de los campesinos que allí regresaron. Para que el retorno no sea visto como una carga para muchos adolescentes, también han buscado soluciones que les permitan ir a la universidad en la zona de Medellín. El pueblo tiene hoy cuatro casas en Rionegro y una en Sabaneta, donde viven los 67 jóvenes sancarlitanos que están estudiando. Como parte de su plan de reparación colectiva, en el que están trabajando en este momento con la Unidad de Víctimas, los sancarlitanos pidieron básicamente dos cosas: programas culturales y que les pavimenten la vía que conduce del pueblo a Granada, antes abandonada y hoy casi por completo repoblada. Su solicitud empata con la del vecino pueblo de San Luis, que también pidió que le pavimenten el ramal que entronca con esa carretera como forma de reparación. Además de coordinar con todos los funcionarios públicos, de grabar en su celular los números de las instituciones que podrían ayudar, Correa es una microgerente. Mientras recorre el municipio va preguntando si la familia que acaba de llegar ya tiene colchones y cobijas, le pide a su asistente que le entreguen otro par de gallinas a otra familia y también se acuerda de que debe llamar a uno de los ingenieros que les ayuda con la reconstrucción. “¿Se acuerda de esa señora que estaba pensando en poner todas sus cosas en un lotecito de dos por dos? A esa señora hay que colaborarle rápido”, le dice a su asistente.

El retorno sin la Alcaldía

28

Pero los esfuerzos por el retorno comenzaron mucho antes de que llegara la Alcaldía de Medellín. La mayoría de las familias salieron de la capital porque vivir allí era más caro, porque lo que se trabaja en el día se gasta en la noche, porque es “muy aburrido vivir de arrimado”, porque la ciudad es demasiado contaminada, porque hace demasiado ruido. Porque no era San Carlos. De vidas se hizo el conflicto


Los primeros desplazados que volvieron no llegaron a terrenos desminados, ya que por esa época San Carlos era uno de los municipios con mayor presencia de minas (hoy es apenas uno de cuatro libres de sospechas en todo el país), y por esto, muchos pasaron días tirando piedras a los campos para hacer explotar las minas que estaban cerca de sus casas. Algunos, incluso, sacrificaron a sus vacas para acabar con las minas. Las volvían carne de cañón. Entre varios campesinos, cada uno ponía una vaca y las dejaban durante días en los potreros para que ellas desminaran el terreno. Una de las primeras personas que comenzó a hablar de desminado humanitario en el pueblo fue Pastora Mira, una mujer que no se desplazó en la época de la violencia. Ella vio cómo se fue tres cuartos del pueblo. A esta diminuta mujer, ex concejal del pueblo, varios sancarlitanos se refieren como “una tesa”, “una mujer admirable”, “la persona que más entiende lo que pasó en este pueblo”. Ella es una mujer de 54 años, delgada y alta, que cuando está en el kiosko de la plaza se puede tomar cinco tintos en una hora. Cuando habla del conflicto alza la voz, señala las cuatro esquinas de la plaza para indicar dónde sucedió cada hecho violento en el pueblo, a qué hora, en qué fecha, el apodo de la víctima, lo que le gustaba comer y hasta lo que dijeron sus familiares el día del velorio. Una versión antioqueña de Funes el Memorioso, el personaje de Borges que no olvida ningún detalle. A su padre lo mataron por ser liberal a principios de los sesenta. Pastora recuerda que fue en la calle frente a su casa, que su madre se lanzó a abrazarlo pensando que podría salvarlo de esta forma, y que un chulavita empujó la cabeza de ella con su revólver, y le disparó a él. En 2001, los paras secuestraron a su hija durante seis meses, la asesinaron y Pastora tan solo encontró su cuerpo ocho años después. “Yo sabía que la tenían secuestrada en Jordán, tenía conocidos que me daban noticias de ella, pero ese 5 de febrero yo sabía que la mataban. Venía desde Medellín, en un bus que llegó a San Carlos a las 6:50 de la tarde. Fue en el bus, que sentí que me arrancaban algo”. Se agarró la garganta como signo de dolor. En 2005 los paras secuestraron, violaron y torturaron a su hijo durante cinco días. El que entonces era el Alcalde del pueblo lo encontró en la carretera de San Rafael, la pavimentada, la de dominio paramilitar. “¿Se acuerda Pastora que el alcalde le dijo con un tono cínico que su hijo estaba allá, y que él sabía que usted era capaz de ir a recogerlo así fuera en mula pero que le pedía que se esperara, que él ya había mandado una volqueta por su cuerpo?”, le preguntó uno de sus amigos, ex concejal y ahora publicista de San Carlos que toma tinto con Pastora en la plaza. “Así fue”, respondió ella. Antes de morir, su hijo le recomendó a uno de los paras- que tenía una herida en el ojo izquierdo y quería desmovilizarse- que visitara a Pastora porque ella le ayudaría. De vidas se hizo el conflicto

29


“Fue el 5 de mayo de 2005, yo estaba en la cafetería de la plaza y llovía. Un amigo se acercó, me dijo que me buscaban en mi casa. Caminé tres cuadras, entré y lo vi, tenía puesta ropa de mi hijo y estaba tomando un chocolate caliente en la mesa, en mi comedor. Me saludó, yo sabía quién era porque uno sabe quién es todo el mundo en el pueblo. Y mi marido, cuando vio mi cara, salió del comedor para el cuarto. El muchacho me contó todo lo que habían hecho con mi hijo”. Pastora cuenta que le dio una plata al desmovilizado, él se fué y ella se quedó en el comedor pensando. No podía contárselo a su marido, él siempre había sufrido del corazón. Con la verdad se quedaba ella.

El posconflicto de Pastora Pastora puede pasar toda la noche en el kiosco del pueblo hablando sobre el posconflicto que vive San Carlos. Y sí, para ella en San Carlos se habla de posconflicto así en el resto del país la violencia siga viva. “Pero acá la guerra no vuelve, no la dejamos volver a entrar”, dice, golpeando la mesa con su puño y haciendo temblar las tres tazas de café que acaba de tomar. Ella, el exconcejal que la acompaña a su izquierda y un líder de víctimas de minas antipersonal a su derecha, hablan media hora, orgullosos, explican por qué San Carlos sí es un ejemplo a seguir para el país. Más que por el proceso de retorno, por un esfuerzo de los sancarlitanos para la reconciliación. Pastora en 2001 comenzó a reunirse con las madres del barrio la Natalia y mientras que en el día cultivaban en un solar del barrio tomates o brócoli, en la noche discutían sobre las estrategias para encontrar los cuerpos de sus hijos desaparecidos en las tierras que ahora estaban abandonadas, controladas por los paramilitares o llenas de minas. Una de esas estrategias consistió en deslizar por debajo de las puertas del pueblo mapas del municipio, para que los vecinos con miedo señalaran -si lo sabían- dónde estaban algunas de las fosas comunes. Pero la verdad la conocían sobre todo los paras, así que con la Ley de Justicia y Paz se abrió la posibilidad de encontrar los cuerpos más fácilmente. Fue por la declaración de uno de ellos que Pastora pudo encontrar el cuerpo de su hija en 2009. En 2006 las madres decidieron fundar el CARE, o Centro de Acercamiento para la Reconciliación, una casa blanca que queda a una cuadra de la plaza. La casa de tres pisos era un centro de operaciones de las autodefensas, donde torturaron a varios de los sancarlitanos, interrogaron a otros y otros más fueron asesinados. En el solar que está en la parte posterior del CARE se encontró el cuerpo de Johana, una de las jóvenes desaparecidas.

30

El CARE tiene sus puertas abiertas desde las 9 de la mañana y allí se reúnen ahora quienes han sido víctimas de una mina antipersonal, se reúnen quienes han perdido a sus familiares y se reúnen también los desmovilizados. Y De vidas se hizo el conflicto


además de brindar una asesoría legal a estos tres grupos, también se realizan trabajos simbólicos. Uno de ellos está colgado en una de las paredes. Las madres colgaron en un tablero flores con los nombres de los desaparecidos y cuando los cuerpos se encuentran, las flores se reemplazan por libélulas. Al lado del tablero, que llaman ‘el Jardín de la Esperanza’, están en una caja unos cuadernos. En estos cada desplazado puede contar cómo fue el día cuando lo dejó todo, lo que perdió, lo que sintió y el día en que regresó. El Guernica de Picasso está en otra de las paredes, pero la obra del pintor español está cortada en la mitad: la otra mitad es el dibujo de uno de los niños del pueblo, que pintó la guerra civil que él vivió. El CARE -que hoy tiene una biblioteca de memoria histórica del pueblotambién organiza eventos. En la plaza se reunieron en 2009 desmovilizados y víctimas, hicieron un círculo y todos tenían banderitas blancas. “¿Quién acá está en condiciones de asumir lo que pasó en este pueblo?” fue la pregunta del evento. Poco a poco, varios levantaron su bandera, pasaron al centro del círculo y tomaron el micrófono para contar su experiencia o para pedir perdón. “Por esos eventos es que San Carlos ya no tiene rabia, por eso es que podemos vivir todos juntos en un mismo pueblo”, es la teoría de Pastora. San Carlos celebra ahora que los niños puedan ir al colegio en chiva, que por sus dos vías los buses pueden entrar y salir sin miedo de que los paren en la carretera. Celebra que ya no hay retornos masivos, de cientos de familias al año, sino que ya son más “graneaditos” -como dice Pastora- y demuestran que la mayor parte de sancarlitanos que soñaban con volver ya lo hizo. El conflicto aún no es cosa del pasado, pero han avanzado mucho en reconstruir los hechos, encontrar los muertos, desminar las tierras, coordinar a las instituciones y encontrar la plata para la reconstrucción. Esa es precisamente la fórmula que otras ciudades más allá de Medellín tendrán que emular para que las víctimas que quieren reanudar las vidas que vieron interrumpidas. “En estos ocho años, a pasos de elefante pequeños pero seguros, nos volvimos el referente. Ojalá nuestras lecciones le sirvan a tanta gente que tiene apego por su terruño y quisiera reconstruir el proyecto de vida donde se lo soñó”, dice Pastora, antes de aclarar el mantra que siempre repita. “Eso sí, con la premisa de que en los territorios pasa lo que la gente quiere que pase. Acá quisimos que pasara”.

De vidas se hizo el conflicto

31



La peregrinaci贸n para recuperar un hijo marcado como falso positivo Natalia Arenas

Foto Santiago Mesa

De vidas se hizo el conflicto

33


“Esto no es un paseo”. Con esta frase, Darío Alfonso Morales, sentado en la primera silla del bus que atravesaba Bogotá, de sur a norte, un viernes de noviembre de 2014 e impuso el silencio entre el grupo que se preparaba para un viaje de más de 16 horas con destino a El Copey, en el extremo norte del Cesar. Detrás de él, su esposa, María Doris Tejada, estaba envuelta en una cobija. No musitaba palabra, nerviosa, al igual que el resto de los peregrinos. Sería un trayecto de más de 800 kilómetros hasta la fosa común donde el hijo de Doris y Darío, Óscar Alexander Morales Tejada, está enterrado desde que hace siete años se convirtió en un ‘falso positivo’. Óscar tenía 26 años cuando salió de su casa en Fusagasugá, Cundinamarca, el 29 de noviembre de 2007 para ir a visitar a su hermano menor en Cúcuta. El 31 de diciembre llamó a sus papás para desearles Feliz Año y les dijo que tendría que quedarse unos días más. Que tenía que esperar a que le pagaran una plata. Que se sentía solo. Que volvería a la casa antes del día de Reyes. Nunca más volvió a contestar su celular. Sus papás lo esperaron durante casi tres años, aunque -sin que ellos lo supieran hasta el 2011- su cuerpo apareció 16 días después de su última llamada, junto con el de otros dos muchachos en una carretera destapada que lleva a la vereda El Reposo, en zona rural de El Copey. Tenía dos disparos de bala: uno que le atravesó el cráneo desde debajo de la mandíbula y otro que le atravesó la ingle y salió por la espalda. En el acta de levantamiento de su cadáver que realizó el CTI al día siguiente quedó inscrito como “homicidio por arma de fuego en presunto enfrentamiento con el Ejército de Colombia”. A partir febrero del 2008, la investigación del caso quedó en manos del Juez 90 de Instrucción Penal Militar de Valledupar aunque la Fiscalía venía pidiendo en vano el traslado a la justicia ordinaria argumentando que se trata de un falso positivo. Pero el Consejo Superior de la Judicatura terminó resolviendo que se quedaría en la justicia penal militar, justo cuando imperaba la doctrina de la “duda razonable” creada por el polémico (y luego caído) magistrado Henry Villarraga para favorecer que casos contra militares quedaran bajo el mando militar.

34

Eso fue entre enero y agosto del 2013, después de que quedó aprobada por el Congreso la reforma al fuero penal militar que terminó tumbando la Corte Constitucional por vicios de forma. La misma que en 2014 el Ministro Pinzón revivió con mejoras para el contentillo de los militares y que ya fue aprobado De vidas se hizo el conflicto


en cuatro debates (faltándole una segunda vuelta con otros cuatro debates, dos en Senado y dos en Cámara, en el 2015). La peregrinación de los 33 pasajeros en el bus era el último recurso de los papás de Óscar para encontrar sus restos, exigir justicia y finalmente, darle cristiana sepultura. Porque según ellos “los militares no van a mover un dedo” para que ellos recuperen a su hijo. La idea de hacerla fue del Costurero de la Memoria que integran varias organizaciones de defensa de los derechos humanos que desde el 2009 acompañan a las madres de Soacha, que perdieron también a sus hijos en casos de falsos positivos. Doris las conoció hace tres años, un mes después de que el CTI de Fusagasugá le confirmara lo que ella ya se temía pero se negaba a aceptar: que Óscar Alexander estaba muerto. Fue entonces cuando Darío se leyó todo el expediente sobre su hijo y al dolor de la confirmación de su muerte tuvo que sumarle otro: leer que lo presentaban como un delincuente, miembro de una banda criminal que extorsionaba a la gente del Copey, que había muerto en combate. ¿La prueba? Que habían encontrado a su lado un arma larga de fuego. Sus otros dos compañeros de desgracia también estaban armados y así quedó registrado en el acta de levantamiento de los cadáveres, aunque tras las pruebas de balística, se determinó que Óscar no tenía rastros de pólvora en sus manos. El escándalo de las ejecuciones extrajudiciales de inocentes cometidas por militares para presentarlos a sus superiores como ‘positivos’ y así obtener recompensas tan nimias como un fin de semana libre ya había estallado. Doris y Darío estaban convencidos que su hijo había sido una víctima más de esta práctica criminal por la que están investigados 4.173 militares (401 oficiales, 823 suboficiales y 2.908 soldados). Doris acudió a las mamás de Soacha por recomendación de un vecino de Fusagasugá que le propuso buscarlas para que la ayudaran a encontrar a Óscar. Hoy, Doris es la única del grupo de 19 madres que aun no ha recuperado el cuerpo de su hijo. Una de ellas, Carmenza Gómez, es la que se encargó de romper el silencio adentro del bus. “Pongan una película”, le gritó al conductor. “Ni que estuviéramos yendo a un velorio”, dijo con voz recia esta llanera que después de haber enterrado a dos de sus ocho hijos en menos de seis meses, ya no le teme a la muerte. La historia de Carmenza resume bien la razón por la que ésta era la primera vez que Doris y su esposo Darío se atreven a viajar a El Copey. Su hijo Víctor Fernando Gómez apareció muerto junto con otros 18 muchachos en la fosa común de Ocaña, Norte de Santander, que destapó el escándalo de los falsos positivos en el 2008. De vidas se hizo el conflicto

35


Ese mismo año, su otro hijo, John Nilson, se puso a investigar la muerte de su hermano por su propia cuenta en las calles de Soacha. El 4 de febrero siguiente, un desconocido le disparó en la cara y al cabo de unas horas, también murió. Ya en El Copey, Darío contó que conoce un caso similar que ocurrió en Bucaramanga. “Es muy duro, muy difícil”, dijo, sin más explicación. *** La primera parada de la peregrinación fue el cementerio de El Copey, un lote de cinco hectáreas que sirve de patio trasero al casco urbano del pueblo. Es un potrero lleno de basura, zancudos y cerdos que husmean en medio de la maleza y una que otra lápida de cemento. Ruinas. Desde hace años la Alcaldía tiene en proyectos construir en este lote el nuevo cementerio del pueblo pero por ahora, aquí sólo se entierran a los NN, los cuerpos que nadie reclama y los indigentes. Aquí yace el cuerpo de Óscar desde que el CTI de Valledupar hizo el levantamiento de su cadáver y de los otros dos muchachos que aparecieron con él. Como nadie los reclamó, fueron a parar a este lugar. Aunque Doris dice que desde el mismo día que murió su hijo sintió que algo se desprendió de sus entrañas aún sin saberlo, sólo hasta el 19 de abril del 2010 puso el denuncio de su desaparición en la Fiscalía de Fusagasugá. A pesar de que le habían perdido la pista a Óscar Alexander desde hacía más de dos años, su esposo la había convencido de que él estaba en Venezuela, trabajando. Ahora, mientras caía la tarde de sábado en El Copey, Doris y su esposo lideraron la procesión hasta su tumba. Él la abrazó mientras con la otra mano cargaba un florero lleno de claveles rojos. Ella llevó un pendón con las fotos de su hijo y una frase que con pocas palabras explica por qué vino hasta aquí. “Óscar: las calumnias alrededor de tu asesinato no enlodarán tu nombre”. Detrás de ellos, el grupo de los 33 peregrinos avanzaba con pendones, pancartas y telas con mensajes pidiendo el retorno del cuerpo de Óscar Alexander Morales Tejada. Cantaron “Yo vengo a ofrecer mi corazón” y “Duerme, duerme, negrito” de Mercedes Sosa. Los copeyanos, curiosos, se acercaban a mirar al grupo pasar. Los 35 grados de temperatura que en promedio calientan todos los días a este pueblo caribe no daban tregua.

36

Dos psicólogas escoltaron a Doris durante toda la caminata. De cuando en cuando, una de ellas le acercaba a su boca un gotero con esencias florales para calmar sus nervios. Doris lloraba en silencio e inhalaba despacio. Pero faltando dos cuadras para llegar al cementerio sufrió un ataque de nervios que no la dejaba continuar. De vidas se hizo el conflicto


Le tomó un momento recomponerse. “Yo en ese momento no sabía ni dónde estaba ni quiénes estaban. No estaba en mí misma”, diría más tarde entre sollozos. Los lugareños dicen que el cementerio solía estar rodeado por un muro de ladrillos y cemento del que hoy sólo queda en pie un extremo. Los copeyanos que se han instalado en el barrio de invasión que colinda con el lote usaron todo el material para armar sus propias casas agrietadas de bahareque. Antes de entrar al lote, Doris volvió a frenar el paso. “¿Están bajo tierra?”, preguntó con angustia a la Inspectora de Policía de El Copey que espera al grupo en la entrada del cementerio. “¿Están ahí, sin cruces ni nada?”, preguntó también su esposo Darío, que no le soltaba la mano. “Papá Dios. Ayúdame a encontrar a mi niño”, exclamó Doris, temblando, entre un mar de lágrimas que no la dejaban recuperar el aire. Una de las psicólogas le dijo a Doris que el arco iris que brillaba justo en ese momento en el cielo “era una señal de esperanza”. Sin embargo, en ese potrero abandonado, las pocas tumbas con placa, estaban rotas por la maleza. Como los del CTI les habían dicho que estaba enterrado en ese cementerio, guardaban la esperanza de que hubiera una lápida con las terribles letras de NN. Pero el recorrido terminó sin rastros de la tumba de Óscar Alexander. “Eso nunca se encuentra nada”, nos dijo Luis Alyure, que tiene una funeraria pero la Alcaldía le paga por abrir los huecos para enterrar a los NN. Dijo que desde 1996, cuando se empezó a usar este terreno hay por lo menos unos 50 cuerpos regados por las cinco hectáreas. “De pronto hasta fui yo el que los sepulté pero yo no me acuerdo. Con tanto muerto que hubo por aquí uno no sabe”. Resignado, el grupo se reacomodó en un círculo afuera del cementerio. Cantan canciones, rezan oraciones y declaman poemas. Una mujer del Copey, que observa desde lejos, se atrevió a hablar. “Doña Doris”, dijo usando el micrófono que los organizadores de la peregrinación le entregaron al acercarse y pedir la palabra. “Su viaje me ha hecho remover mi pasado. Mi papá fue uno de los primeros desaparecidos de este pueblo. Salió un momento de la casa y nunca volvió. Eso fue en 1996, yo tenía 17 años”, recordó con la voz entrecortada por el llanto. Como ella, otras personas contaron historias similares. El Copey es un pueblo de víctimas. A su paso por este pueblo ganadero, los paramilitares dejaron 176 casos de desapariciones forzadas y 5.311 desplazados. Hasta enero del 2015 se han registrado 472 reclamaciones ante la Unidad de Restitución de Tierras que suman cerca de 27 mil hectáreas. Además, como contó el portal Verdad Abierta, el bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia comandado por ‘Jorge 40’ -que operaba en De vidas se hizo el conflicto

37


el Cesar- se alió con militares del Batallón La Popa del Ejército con sede en Valledupar para cometer “falsos positivos”. Varios jefes paramilitares que confesaron sus crímenes en Justicia y Paz dijeron en versiones libres que durante esa época, se coordinaron con el Ejército para entregar civiles y también miembros de las autodefensas vivos que después fueron presentados como muertos en combates, para trabajar en concordancia con ellos y beneficiar a sus comandantes. Uno de los pelotones de ese Batallón, el Bombarda 1, bajo el mando de Julián Andrés Medina Díaz fue el que supuestamente dio de baja en combate a Óscar Alexander Morales Tejada y a los otros dos muchachos en la vía que conduce a la vereda El Reposo, en zona rural de El Copey. Esa sería la segunda y la última parada de la peregrinación. *** Un enorme tronco de árbol caracolí es el único testigo de lo que en realidad pasó. El caracolí, que tiene más de 50 años por lo que cuentan los lugareños y casi dos metros de diámetro, se levanta en medio de una zona boscosa que rodea la carretera destapada hacia El Reposo. En su corteza, como cicatrices, todavía se ven los vestigios de la ráfaga de balas que dispararon los militares del Batallón La Popa en este mismo punto hace seis años. El árbol también es la referencia que utilizó la Policía Judicial para trazar el mapa con el que registró el levantamiento de los tres cuerpos el 17 de enero de 2008 a medio día. En el papel, el caracolí está en el centro de los 67 metros que separaban los tres cadáveres, los 10 metros entre los cuerpos y el río El Reposo que corre detrás de la carretera y el metro con 60 centímetros que separaban a Óscar, el primero de los tres, de su cachucha roja, que quedó colgada en uno de los palos de la cerca de alambre que acordona la zona. A la misma hora, y con ese mapa como única referencia, el domingo 10 de noviembre los padres de Óscar llegaron al sitio acompañados por la peregrinación. Los motociclistas que los llevaron hasta este punto señalaron el sitio donde quedaron los tres cuerpos. Supuestamente lo sabían porque algunos de ellos habían visto los cadáveres al lado de la carretera vestidos de camuflado, pero sus versiones no coincidían del todo. “Si aquí viniera el CTI y escarbara en todo esto, encontraría por lo menos 10 cuerpos. Uno veía que los mataban y se los llevaban para allá. Uno sabe que están ahí, pero no me importa. No son mis muertos”, dijo uno de ellos en voz baja.

38

Darío, el papá, había mantenido la cabeza erguida y la mirada firme durante todo el viaje. Pero cuando vio la señal de los disparos, se transformó. Comenzó a cavar allí un hueco con toda su fuerza, abriéndose camino entre el De vidas se hizo el conflicto


suelo húmedo con una pala. Las lágrimas confundidas con el sudor de su frente. “Dorita, ¿por qué no reza un Padrenuestro?”, le gritó a su esposa, que lo miraba con sus ojos llenos de lágrimas, sosteniendo el arbusto que juntos sembrarían luego en este sitio. Como este, tenían otros dos “caballeros de la noche” que escogieron por el perfume que sueltan cuando florecen en las noches. Tras sembrar el primero, Darío siguió hasta el otro punto que señalaba el mapa, midiendo los metros que se sabía de memoria con las zancadas de sus piernas. Parecía no importarle nada más que terminar con lo que vino a hacer. Finalmente, visiblemente agotado, separó a Doris del grupo y se la llevó hasta el sitio donde estaba el cuerpo de Óscar, le pidió que se agachara y con una pequeña cámara le tomó una foto. Cuando se levantaron, el resto del grupo se acercó y Doris tomó el mismo micrófono para rezar la oración que marcaría la despedida. “Amado hijo, quiero decirte que no te he olvidado (...), que no descansaré hasta llevarte conmigo, hasta que sea limpiado tu nombre y hayamos recuperado tu dignidad pisoteada y la de nuestra familia”, leyó con la voz entrecortada. Después de un breve amén, regresaron al bus. Eran casi las dos de la tarde y se empezaba a notar el afán de los peregrinos por emprender el regreso a Bogotá. Ya en el bus, Doris parecía otra. Incluso bromeaba, invitando a todos los pasajeros a un “guaro”. Reía con fuerza ahora que estaba más tranquila. “Pude descansar un poco en mi corazón”, dijo. Contó que antes de salir del cementerio el sábado, ella sintió que Óscar la miraba sonriendo desde las nubes, lo que ella interpretó como una prueba de que él sí está ahí aunque aún no sepan exactamente dónde. “Ahora sé que faltan poquitos días para recuperar su cuerpo y para que esto no se quede en la impunidad”, remató con voz esperanzada. La peregrinación terminó un lunes, tres días después de comenzar, y sumó 2.016 kilómetros de carretera recorridos. Dos días después de que el bus se fuera de El Copey, el juez penal militar finalmente visitó el cementerio junto con uno de los militares investigados por el homicidio y los abogados de las dos partes: el de la familia de Óscar y la del militar. Aunque no se programó la exhumación, ésta fue la primera visita del juez al lugar donde está el cuerpo de Óscar, lo cual para su familia fue un gran avance. El problema, como contaba el sepulturero, es que nadie sabe con exactitud dónde está enterrado y la Alcaldía, cuenta el abogado de la familia, les dijo De vidas se hizo el conflicto

39


que no tienen “política de inhumaciones”. Por eso, ahora la familia le pedirá a la Fiscalía General que se exhumen y se identifiquen los cuerpos que están ahí. Aunque tengan que desenterrarlos a todos para finalmente reencontrarse con su hijo y enterrarlo dignamente.

Posdata Después de seis años, la investigación fue finalmente trasladada de la justicia penal militar a la justicia ordinaria. La decisión se tomó el 16 de diciembre de 2014, luego de que la Corte Constitucional falló una tutela presentada por los defensores de la familia Morales Tejada. Ellos pedían que el Consejo Superior de la Judicatura revisara la decisión que había tomado en 2013, cuando estaba en pleno vigor la ‘doctrina Villarraga’, y que dejó el caso en manos de jueces militares. Por orden de la Corte, esta vez el Consejo Superior de la Judicatura sólo tuvo 10 días para tomar la decisión. Aunque la familia de Morales Tejada sigue sin recuperar su cuerpo, esperan que con este cambio la investigación por su asesinato esté más cerca de resolverse.

40

De vidas se hizo el conflicto


Carmen Palencia, la mujer de la tierra Camila Osorio Avenda単o

Foto Juan Pablo Pino

De vidas se hizo el conflicto

41


Carmen Palencia tiene en la mira cinco millones de hectáreas de tierra despojadas. Desde Montes de María hasta el Catatumbo y desde Antioquia hasta Vichada. Al final, cuando las recupere, ninguna de esas hectáreas será para ella, porque la suya, en el Urabá, le fue arrebatada antes de la fecha de corte de la Ley de Víctimas. La historia de esta líder de víctimas, que fundó la asociación de campesinos reclamantes de tierras más exitosa en el país, encarna la tragedia del despojo en Colombia pero también la posibilidad que se ha abierto con la restitución de tierras. Como la presidenta de la Asociación Nacional de Víctimas por la Restitución y el Acceso a la Tierra «Tierra y Vida», se ha convertido en una de las caras más visibles del reto de sacar adelante la Ley de Víctimas y en la mujer que representa a más de 10 mil despojados en todo el país.

La pelea por la tierra Palencia tiene 50 años y desde los 24 el conflicto por la tierra en el Urabá ha marcado su vida. En 1988 los paramilitares asesinaron a su esposo en Valencia, en el Urabá cordobés. Él era campesino y se iba a postular al Concejo municipal por el Partido Conservador. Los azules eran débiles en la zona y se habían aliado con la Unión Patriótica para ganar las elecciones locales, pero todo aliado de la UP era objetivo del clan de los Castaño en la región. A su esposo lo asesinaron los paramilitares de Fidel Castaño. Y luego volvieron por ella. Pero no la encontraron, porque la noche anterior había huido —con dos hijas, un hijo y cuatro maletas— hacia California, una vereda de Turbo, donde su mamá tenía una casa y un sembrado de plátano. Hasta ese momento, Carmen había sido ama de casa, pero ahora le tocaba alimentar a su familia y comenzó a cultivar. Allí tampoco encontró la paz que buscaba. En 1992, los paramilitares llegaron a California y se aliaron con el Ejército Popular de Liberación (EPL) y, aunque Palencia inicialmente había trabajado como líder política en la misma línea del EPL, se opuso a la unión de ambos grupos. Y por oponerse, sufrió su primer atentado tres años después.

42

Los paras entraron al colegio donde ella terminaba su bachillerato, le dispararon cinco veces y luego mataron a su acompañante. Carmen duró tres meses en coma en una clínica de Medellín. Cuando se recuperó, volvió a California, alejada de la política y manteniendo un bajo perfil. De vidas se hizo el conflicto


Pero en el 2002, las autodefensas —que ya llevaban tres años siendo la autoridad del municipio— decidieron reclamarle a Palencia y a otras 37 familias las tierras donde vivían. El Bloque Bananero de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) les dijo que estaban viviendo en terrenos ocupados y les ofreció sus propios predios en venta. “El dinero era para el paramilitar Raúl Hasbún. Algunas familias, catorce, se fueron. Yo tuve que pagar 12 millones de pesos y ahí nos volvieron miércoles la vida. Pagábamos por cuotas y había semanas enteras en las que nos quedamos sin un centavo”, cuenta Carmen, una mujer de pómulos marcados, gafas de marco grueso y una voz ronca. Lo peor es que los predios eran todavía baldíos de la Nación, que el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder) nunca había adjudicado, y por eso nunca llegaron los títulos de las tierras que pagaron. La estafa era evidente para los campesinos. Así que, cuando comenzaron las desmovilizaciones de los paramilitares y la ley de Justicia y Paz les dio la oportunidad perfecta para demandarlos, Palencia la aprovechó. Así nació la Asociación de Víctimas del Urabá para la Restitución de Tierras y Bienes. Además de denunciar el fraude de tierras, Carmen convenció a los campesinos de Urabá para que contaran cómo bananeras como Banacol y Chiquita Brands se habían aliado con las autodefensas para presionar a los campesinos, que debían pagarle a los paras 3 centavos de dólar por cada caja de banano recogida. Los paramilitares de la zona ya estaban desmovilizados, pero seguían manteniendo el control de la región y le cobraron su desafío. Un día a comienzos de 2008, Palencia estaba en plena clase de derecho en la Universidad de Antioquia, cuando recibió varias llamadas. Era su tía. Le contó que los paras habían ido a buscarla con la orden de matarla en los siguientes tres días. Habían ido de casa en casa para advertirle. “Allá no te llaman, te hacen saber a través de personas que te están buscando”, dice Palencia, quien en cambio de regresar a California, se fue a la oficina del extinto Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) en Apartadó. Allí, el Comité Internacional de la Cruz Roja decidió que lo mejor para proteger su vida era llevársela. Vivió en Bogotá hasta que un día asesinaron a una señora que vivía en el mismo hospital donde ella se estaba quedando. “Yo aún creo que venían por mí”, dice. Y la sola duda hizo que ella tomara la decisión de volver al Urabá. “Prefiero que me maten allá, no en Bogotá dónde soy una NN”. Pero antes fue al Ministerio del Interior. “Llegué a las 7 de la mañana y les dije, ‘de aquí no me muevo hasta que me resuelvan mi situación de seguridad’”. Le tocó esperar hasta las 7 de la noche, pero salió con dos escoltas y una camioneta rumbo al Urabá. Desde ese día hace cinco años, siempre la siguen a todos lados. De vidas se hizo el conflicto

43


La lucha por la visibilidad de las víctimas La vida de Palencia, como la de cientos de líderes y organizaciones de víctimas, tomó un rumbo distinto con la llegada de Juan Manuel Santos a la presidencia. Contra muchos pronósticos, Santos reconoció la existencia de un conflicto armado y decidió acoger la bandera de una Ley de Víctimas —que enarbolaban los liberales— como propia. Atrás quedaron los años en los que ellos se sintieron abandonados y en muchos casos, como el suyo, estigmatizados desde bien arriba. Ese momento marcó una nueva línea de trabajo para todas las víctimas. Palencia y su organización se convirtieron en aliados claves del representante Guillermo Rivera y el senador Juan Fernando Cristo, los arquitectos de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras que finalmente aprobó el Congreso en mayo de 2011. No se consideran santistas, pero saben que para que la ley salte del papel a la realidad se necesita su apoyo. “Apoyar la ley es apoyarlo a él. Y en nuestro apoyo hemos sido incondicionales”, dice, sentada en su oficina, austeramente decorada con un mapa de Córdoba. Ese apoyo incondicional se vio durante las elecciones presidenciales del 2014, cuando miles de víctimas en el país salieron a marcharle, preocupados de que -con un posible triunfo de Óscar Iván Zuluaga y el uribismo- se cayera la ley que los había puesto en el centro del debate político. “Sin un peso, sin prebendas ni mermelada, sino por convicción” -en palabras de Palencia- se organizaron y le recordaron a muchas víctimas que, cuando Zuluaga era el Ministro de Hacienda durante el segundo gobierno de Álvaro Uribe, se hundió el primer proyecto de Ley de víctimas que presentaron los liberales en el Congreso y que la carta pidiendo archivarlo en junio de 2009 venía firmada con su puño y la letra. En diciembre de 2010, cuando comenzaba el trámite de la Ley de Víctimas de Santos, muchas asociaciones pequeñas como la de Palencia en Urabá o la Fundación Forjando Futuros, que dirige su amigo Gerardo Vega, se reunieron en Bogotá para crear una sola asociación nacional. Tenían dos opciones: fundar una nueva, lo cual implicaba costos y una personería jurídica, o ampliar una de las organizaciones existentes utilizando la misma estructura de base. Así se escogió la de Carmen Palencia que pasó a llamarse Tierra y Vida.

44

La euforia inicial ya ha pasado, y muchas de las promesas de la Ley de Víctimas siguen inconclusas, pero Palencia y sus compañeros siguen optimistas. Se han dado cuenta que renovar al Estado no es fácil, que coordinar tantos actores distintos lleva tiempo y una dosis infinita de paciencia. Y si bien piensan que la ley no es perfecta, no están dispuestos a dejar ir su oportunidad de encontrar la reparación por lo que les ha tocado sufrir. De vidas se hizo el conflicto


En estos cuatro años son muchas las victorias que se han apuntado. Durante el trámite de la ley, lograron que no hubiese diferencias entre las víctimas del Estado y de los grupos armados, una iniciativa que había comenzado a mover el Partido de la U. También lograron sacar adelante la inversión en la carga de la prueba, que obliga al tenedor de un terreno despojado a probar que la compra fue legal y no a la víctima. En febrero de 2012, lograron reunir a 25 mil víctimas en Necoclí, en pleno Urabá, para marchar a favor de la Ley. En julio de 2013 la Corte Constitucional le ordenó al Gobierno cobijar a las víctimas de las bandas criminales, dándoles la razón con un reclamo que venían haciendo desde hace rato. Y a finales del 2012, tanto Tierra y Vida como Forjando Futuros se ganaron el Premio Nacional de Paz, un reconocimiento al trabajo que han venido haciendo y un espaldarazo para seguir. Hay otras batallas que no pudieron ganar. En plena negociación del acuerdo comercial con la Unión Europea, Palencia se reunió con varios europarlamentarios para convencerlos de que obligaran a las bananeras que habían financiado a los paras a aportar tres centavos de dólar para un fondo nacional de víctimas. Esa idea no tuvo acogida en el Parlamento Europeo. La gran paradoja con la que deben convivir todos los días es que entre más visibilidad han ganado como víctimas, como reclamantes y como líderes, más se ha deteriorado su seguridad. Por lo menos una cincuentena de líderes campesinos y de tierras -incluyendo 18 de Tierra y Vida- han sido asesinados desde que comenzó el proceso de restitución en Buenaventura, el Alto Naya en Cauca, Necoclí o en su natal Valencia. Palencia lo tiene claro: si las cosas continúan como van, las víctimas perderán la confianza y dejarán de denunciar. “Nosotros hemos entregado todo: los casos documentados, con pruebas, con nombres propios. Estamos muy expuestos y necesitamos que el Gobierno le pare bolas al tema, porque ahí está el palo en la rueda. Si no, el país perderá una inversión enorme, perderá todo un proceso y sobre todo perderá la oportunidad histórica de que la gente retorne a su tierra”, dice, poniendo como ejemplo los 863 casos de Urabá que le entregaron a Jorge Enrique Vélez, el Superintendente de Notariado y Registro, en 2011. Unos meses después, Vélez reveló que habían encontrado 1.400 predios “mal habidos”, solo en esa región. Para ella, han arreciado las amenazas y los panfletos de grupos como las Águilas Negras o el autodenominado ‘Ejército Antirrestitución’. Hace tres años Palencia tuvo que cambiar una vez más su casa en Apartadó por una casa en Bogotá. Sus frecuentes viajes al Urabá han disminuido desde que las cosas se pusieron rojas otra vez. En mayo del 2013, sólo veinte minutos después de salir de una reunión con campesinos, llegó una veintena de hombres con fusiles a buscarla. “Ya lo dicen directamente. ‘Estamos buscándola para matarla’”, cuenta. En todo caso, vivir en Bogotá les ha abierto nuevas puertas. Lo que comenzó como un grupo de reclamantes del Urabá hoy es una organización nacional, De vidas se hizo el conflicto

45


con 17 capítulos en todo el país, desde los Montes de María hasta el Valle. En la primera semana de agosto, abrieron otro más en Magangué. Establecen alianzas con organizaciones de víctimas locales, tomando sus casos de restitución y de tierras para sacarlos adelante. “Cuando me sacaron de allá pensaron que me iban a hacer un mal y que se iba a desarticular esto, pero no se dieron cuenta que la columna vertebral es nuestra capacidad de unirnos”, dice. Ya suman 10 mil reclamantes, de los casi 35 mil que tiene la Unidad de Restitución de Tierras.

Carmen por la política Carmen Palencia ha intentado dos veces las aguas de la política electoral. Se lanzó al Concejo en Apartadó por el Polo Democrático, pero solo obtuvo 90 votos y se quemó. Ella dice que al medio día le habían dicho en un reporte que tenía 279 votos, pero igual nunca reclamó ante la Registraduría aunque la posibilidad de que le hayan hecho fraude todavía la ofende. El año pasado se volvió a lanzar, ya no con el Polo sino como fórmula del liberal Guillermo Rivera a la Cámara de Representantes en Antioquia. “Uno tiene que juntarse con el que se le parece”, dice sonriendo, explicando que los liberales fueron definitivos para sacar la Ley de Víctimas adelante, mientras que el Polo pasó de agache en la discusión. No logró ser la voz y el voto de las víctimas del conflicto en el Congreso, quemándose con apenas 3 mil votos. Pero insiste en que “una de nuestras grandes victorias es que ganamos interlocución” y en que seguirá haciéndolo desde Tierra y Vida. “Yo ya he asumido un costo personal muy alto. Como las demás víctimas, he llevado el peso del conflicto en los hombros. Cuando me tuve que refugiar en un convento en Bogotá, murió mi madre y no pude enterrarla. Hace dos años murió mi marido en Medellín y tampoco pude estar”, dice Palencia, pensativa y mirando por la ventana de su oficina bogotana. “Aspiro a seguir dando lora para que en 30 años ellos puedan vivir dignamente, en su tierra y haciendo lo suyo. Como lo ha sido toda la vida y como no ha debido dejar de ser nunca”.

46

De vidas se hizo el conflicto


Rugero y Luis López, el precario retorno un año después de la restitución Andrés Bermúdez Liévano

Foto Andrés Bermúdez Liévano

De vidas se hizo el conflicto

47


Hace dos años Rugero y Luis López fueron los primeros campesinos de Sucre en recuperar las parcelas de donde los habían sacado las Farc. Al volver a tener en sus manos los títulos de las cinco hectáreas en los Montes de María que habían perdido hace más de una década -12 años para Rugero, 18 para Luis- estos primos se convirtieron en dos de los pioneros de la restitución de tierras en todo el país. Rugero y su esposa Olis llevan un año viviendo en una casa de madera que Luis y otros vecinos les ayudaron a construir. Es un sencillo ranchito a un par de metros de donde estaba su casa de toda la vida, destruida quién sabe si por la guerrilla, por el tiempo o por ambos. Luis construyó su casita de diez metros cuadrados, también de madera y techo de palma amarga, hace ocho meses. Desde entonces, viven de nuevo en lo alto de una loma del municipio de Morroa a la que no habían podido volver en una década pese a estar viviendo a sólo doce kilómetros, en Corozal. No ha sido un proceso fácil, como lo muestra que el retorno definitivo -en una zona cuya seguridad ha mejorado notablemente- tomó un año exacto para ambas familias. Y que, pese a estar ya firmemente asentados, en este segundo año viven prácticamente en las mismas condiciones. Es cierto que poco a poco, han vuelto a la vida de antes. Por primera vez en años, están viviendo de sus vacas, cerdos y pollos. Ya tienen sembradíos de yuca y ñame. Los plátanos y los papayos dejaron de ser tiernos tallos de medio metro y están dando sus primeros frutos. Pero aún viven en una casa temporal y en duras condiciones, ya que algunas de las promesas que acompañaron sus sentencias de restitución en febrero de 2013 -histórica por haber sido la primera en que los reclamantes se enfrentaron, y le ganaron, a un ocupante que se declaraba de buena fe- no se han cumplido, comenzando por la casa definitiva.

Los lentos pasos del retorno A su predio en la vereda de Cambimba se llega en mototaxi por un camino, polvoriento en verano y fangoso en época de lluvias, desde Morroa.

48

Son las primeras de una hilera de lomas chatas que se extienden en el horizonte hacia Chalán, Pichilín, Ovejas, Colosó y el Carmen de Bolívar, una zona fértil y corrugada que durante años fue un corredor estratégico para las De vidas se hizo el conflicto


Farc y los paras por su cercanía con el mar, con las sabanas de Sucre y el río Magdalena. A ellos los sacó corriendo el frente 35 de las Farc y su temido jefe, el ‘Pollo Irra’, que fue abatido por el Ejército hace siete años. En total, perdieron siete familiares por culpa de la guerrilla. Cuando volvieron los Ruiz a su parcela, hace exactamente un año, sólo encontraron un denso matorral. “Cuando vinimos por primera vez eso corríamos como locos. No nos importaba todo ese monte que se nos atravesaba. Solo queríamos llegar aquí”, dice Olis, una mujer de brazos cuarteados y amplia sonrisa, señalando el claro donde antes quedaba su casa y donde de nuevo se instalaron. No hay ningún rastro de la antigua edificación, salvo por los muñones de dos árboles que apenas están retoñando de nuevo. “Usted no sabe lo que yo lloré esta parcela. Yo tenía cien gallinas, recogía 40 huevos diarios, tenía cinco vacas y varios pavos. Tengo la vista toda borrosa, será de tantas lágrimas que hemos rodado”, dice. Durante varios meses se dedicaron, yendo y volviendo todos los días desde Corozal, a volver a poner de pie su terruño. El primer desembolso que recibieron de la Unidad de Restitución para su proyecto productivo se les fue todo en desmontar, una ardua tarea en la que le ayudaron sus primos y que no finalizó sino hasta entrado agosto del 2013. Al comienzo solo venían con un par de policías en moto, que se sentaban a protegerlos mientras ellos echaban machete y ellas hacían el almuerzo para todos, hasta que Rugero comenzó a agarrar confianza y hacer el trayecto de 20 minutos sin escolta. En mayo, hace dos años, comenzó a sembrar y pronto maduraban patillas del tamaño de un machete, la primera señal de que este rincón de los Montes de María recuperaba la productividad agrícola de antes. Por esa época volvió a visitarlos el entonces ministro de Agricultura Juan Camilo Restrepo, esta vez en una ceremonia que se hizo en un bajío ya desmalezado de su parcela. Con él venía Rajiv Shah, el número uno de la agencia de cooperación gringa Usaid, que está apoyando el proceso (al igual que las de Suiza, Suecia y Japón). En octubre de 2013 -ya desmontada la colina- él y su primo contrataron, con su segundo desembolso para proyecto productivo, un bulldozer para construir la carretera comunal de entrada a las parcelas y un par de jagüeyes para que los animales beban. Dos meses después, armaron un cambuche de plástico como hogar de paso, mientras ellos trabajaban la tierra y cercaban los linderos y ellas cocinaban el almuerzo. De vidas se hizo el conflicto

49


Y a mediados de 2014 hicieron la primera casa, un funcional rancho con un área social abierta y un cuarto atrás, resguardado del arduo sol sucreño por un techo de palma y de la fuerte brisa por paredes de plástico verde. En la parte trasera viven Rugero y Olis solos, ya que la mayoría de sus nueve hijos están regados por Montería, Cartagena, Arauca y Puerto López. Al lado de su cama y de los palos donde cuelgan su ropa hay dos pilas de yuca y ñame, las palas y los barretones para cultivarlos y las pocas pertenencias que trajeron de Corozal. En la esquina siempre está prendido el televisor, un lujo -como la electricidad- que no se conocía en Cambimba y que tienen conectado a una batería de carro y de ahí al panel solar que les dio Restitución. “Como será el amor por este terruño que yo me vine el 22 de enero [del 2013] y casi no voy a Corozal sino a hacer diligencias”, dice Rugero, que nació hace 58 años en una colina cercana y que hace 34 conoció a Olis, cuya familia -los Aguas- también es de la vereda. Al comienzo solo fue él, porque ella -todavía temerosa- prefería pasar las noches en su casa corozaleña. Una semana después cambiaron la hamaca por la cama y Olis se vino, aún con cierta prevención. “Las primeras noches no le decía nada, pero no pegaba un ojo. Me paralizaba de miedo con cualquier sombra bajo la puerta, con cualquier rama que se moviera”, dice mientras cocina una sopa de ñame y yuca, su dieta habitual. Hoy va y viene dos veces a la semana, porque allí vive su hija de 11 años -la única nacida fuera de los Montes de María, todavía en la escuela- con sus dos hijas gemelas de 20 años, que son profesoras. Otros dos hermanos las cuidan. “Cuando estoy allí, me la paso pensando en Rugero que está solo. Y cuando estoy acá, en las peladas allá”, dice Olis. El celular, otro lujo que antes no existía, ayuda a reducir su angustia de madre. También con él están en comunicación permanente con el coronel de la Policía de Morroa, que además los visita seguido. Durante el día ella cocina y lava, usando el agua que trae a mano de un pozo a un cuarto de hora. La de beber todavía la tienen que traer en moto desde Corozal. La acompañan para arriba y para abajo su lora Lorenza y Luna, su perra guardiana.

50

Mientras tanto, él cuida los cultivos y las seis novillas que trajo un hijo, con cuya leche Olis prepara el queso costeño y el suero que comen con todas las comidas. Todavía no tiene las suyas, porque la parte del desembolso que iba a usar para comprarlas se la retuvo el Banco Agrario para saldar una vieja deuda impagada. Por eso, las ocho novillas y el toro que ya habían negociado y que estuvieron un mes en su parcela terminaron regresando por donde vinieron. De vidas se hizo el conflicto


Así que Rugero se dedica tiempo completo a los cultivos, con la ayuda de un agrónomo -pago por la Unidad de Restitución- que viene cada tantas semanas desde Sincé para ayudarles a ver si tienen plagas y si los suelos están bien acondicionados. Nunca antes habían consultado uno. El del año pasado no fue un verano fácil y su primera cosecha no dejó ninguna ganancia. Sobre todo porque el precio del bulto de yuca -que en otras épocas rondaba los 30 mil pesos- ahora no vale ni la quinta parte y el kilo de maíz pasó de venderse de 700 pesos a menos de la mitad. Solo el ñame ha aguantado el precio. Luis va un poco más atrasado en su regreso. Vive solo porque se separó de su mujer y sus dos hijos están lejos, ella en Momil (Córdoba) y él en el sur de Sucre. Hasta hace algunos meses iba y venía de Corozal para labrar sus potreros y cuidar sus nueva novillas, que en este duro verano debe llevar todos los días al pozo de un vecino, porque el suyo sólo alcanzó a cavarlo al final del último invierno y todavía no es más que un cráter seco. Ya está instalado en su espartana choza, por primera vez desde que en 1995 la guerrilla vino a buscarlo -tras haberle matado ya dos hermanos- y desde que le tocó iniciar un trasegar que lo llevó incluso a trabajar de labriego ‘tirando machete’ en el Zulia venezolano. En su cuarto solo hay una hamaca, una silla Rimax, una radio, un cargador para celular y dos racimos de bananos.

Las promesas a medias Tanto Rugero como Luis, que se describen a sí mismos como ‘campesinos al derecho y al revés’, odiaron la vida de rebusque en el pueblo. Ambos anhelaban volver a sus lotes en la antigua finca La Penitencia, donde de las 27 familias que vivían solo se quedaron tres. Ahora lentamente están volviendo a esa finca y otras cercanas en Cambimba. De su familia ya son casi diez parcelas restituidas porque, además de Luis, han regresado con título en mano Germán, Daniel y Manuel Aguas -los tres hermanos de Olis-, su primo Héctor Martínez y su tía abuela Escolástica Mercado. La mayoría de ellos sigue esperando que el Banco Agrario les construya una casa de cemento de 40 metros cuadrados, una promesa a la que tienen derecho como parte de su sentencia de restitución por haber perdido la suya. Dos años después, ninguna de las casas está lista y ese tema está demostrando ser, junto con la evidente falta de coordinación entre instituciones, uno de los mayores cuellos de botella de todo el proceso de restitución. A Rugero y Olis los visitaron funcionarios del Banco en agosto del 2013 para inspeccionar el lugar que escogieron, exactamente el mismo donde estaba De vidas se hizo el conflicto

51


la original. No volvieron a aparecer ni a llamarlos hasta hace un mes, que los visitó un ingeniero y volvió a prometerles que ya casi la construirán. “Pronto, dijo. Pronto es que siempre dicen lo mismo y ya cumplimos un año y nada”, dice Rugero. Siguen esperando que la alcaldía de Morroa les arregle bien la vía de entrada -otro compromiso de la sentencia- porque así como está sirve para que entre una moto, pero será un pantanal cuando lleguen las lluvias y no habrá cómo sacar sus cosechas. No han oído nada de la reparación económica a la que tienen derecho y que gestiona la Unidad de Víctimas. Y, por último, siguen esperando que el Banco Agrario les condone la deuda antigua por la que no pudieron tener vacas, ya que teóricamente se cancelan las deudas que los campesinos restituidos no hubieran podido pagar en razón de su desplazamiento. Mientras tanto, cada uno tiene sus planes. Ya tienen un burro de carga, que necesitaban para sacar la yuca a la carretera en época de lluvias. Armaron una pequeña ducha en una esquina de su loma y una segunda ramada sobre la cocina, para que la recia brisa no le siga volando las ollas a Olis. Acaban de terminar una segunda choza, que todavía no está cercada pero que les sirve para sentarse a descansar. Luis está terminando de desmontar y está pensando en dónde construir un corral con su tercer desembolso, el único que le falta. “Con todo lo que nos han dado estamos totalmente contentos. Solo estamos deseando que nos llegue lo que nos falta para terminar de ubicarnos y para que sirvamos de ejemplo”, dice Luis. “Yo trato de portarme lo mejor que puedo para que los que vienen atrás puedan hacerlo. De acuerdo a lo que nosotros vamos haciendo, el proceso va cogiendo fuerza y si nosotros podemos producir, los otros ven que sí se puede”, dice Rugero, que en este año ha viajado a otras regiones para contarle de su retorno a otros reclamantes. “Nos dicen ‘estamos decepcionados’ y yo les digo que tengan paciencia, que eso sale porque sale”, dice Olis, mientras juega con Lorenza. Ellos son conscientes que son una especie de conejillo de indias para todo el proceso de restitución de tierras. Y que los Montes de María, donde hay casi 70 sentencias que benefician a más de 150 familias y que cobijan unas 2 mil hectáreas de tierras, son uno de los pilotos que determinarán su éxito en todo el país. “Ya estamos volviendo a la vida de antes, que es lo único que buscamos. Poco a poco se va emparejando la carga por el camino para nosotros”, dice Rugero, mientras machete en mano tumba unos rastrojos en el claro donde ya decidió que irá el corral para las vacas. Cuando lleguen las lluvias.

52

De vidas se hizo el conflicto


El perd贸n que lleg贸 tarde Juanita Le贸n

Foto AFP

De vidas se hizo el conflicto

53


Durante la instalación de los diálogos de paz en La Habana en septiembre de 2012, Iván Márquez dejó claro que las Farc consideraban la justicia transicional un “agravio” porque apuntaría a convertirlos a ellos –que se identificaron como víctimas- en victimarios. Dos años después, su viraje es notorio y la guerrilla ya pidió perdón públicamente por una masacre tan emblemática como Bojayá. Tal como está estructurado el proceso de paz, lo que tendría que haber para las víctimas de las Farc -si se firma un Acuerdo final- es verdad, ya que justicia habrá muy poca. El caso del asesinato de la familia Turbay Cote en el Caquetá y de los testigos de este crimen es una medida de lo mucho que tendrían que contar los guerrilleros de las Farc. Este crimen es uno de los más atroces y reveladores porque, además de que unos guerrilleros ya confesaron su autoría y otro fue condenado a 40 años, muestra los lazos que en algunas regiones ha establecido la guerrilla con políticos locales. Así lo ratificó el fallo en 2012 de destitución del ex representante Luis Fernando Almario por parte de la Procuraduría. “Las alianzas establecidas entre las Farc y líderes políticos tenían fines criminales, económicos y políticos”, dice el fallo, que reconoce la relación entre la guerrilla y el congresista pero decretó a su favor la prescripción porque ya habían pasado cinco años desde que ocurrieron los hechos. “Lo anterior denota como acontecer trascendental la influencia de las Farc-Ep en el ámbito político del departamento del Caquetá auspiciando a algunos líderes de la región, como al parecer sucedió con Almario Rojas, y a su vez encargándose de la eliminación de aquellos considerados como rivales políticos a quienes les atribuyeron vínculos con grupos paramilitares.” Almario ha insistido que todo este juicio es un montaje de sus enemigos políticos en el Caquetá y que varios de los testigos han sido fabricados por la policía de Florencia y que ni siquiera son realmente guerrilleros. Cuando fue capturado dijo que todas las declaraciones que hay en su contra fueron hechas por un “cartel de mentirosos” y que demostrará su inocencia.

El crimen

54

Las Farc acabaron con el Turbayismo, que era la fuerza política más poderosa del Caquetá, matando no solo a sus líderes más visibles de la familia Turbay Cote, sino a varios de los políticos que integraban esta vertiente del Partido Liberal. De vidas se hizo el conflicto


Cuando murió Hernando Turbay, ex presidente de la Cámara de Representantes y senador, su hijo Rodrigo lo reemplazó en el Congreso hasta que fue secuestrado por las Farc en 1995. Dos años después, apareció su cadáver en un río del Caquetá. Lo sucedió su hermano Diego, quien fue elegido Representante a la Cámara en 1998. Era el presidente de la Comisión de Paz del Congreso cuando el 29 de diciembre de 2000 las Farc lo acribillaron. Viajaba con su mamá Inés Cote, una líder regional que tenía un programa de radio muy influyente en la emisora ‘La Conga’, desde donde atacaba con frecuencia a la guerrilla. En un retén de la guerrilla, la obligaron a ella y otros cinco acompañantes a bajarse de las camionetas y los mataron en el piso. Un testigo de los hechos afirmó a la Fiscalía que vio al guerrillero “Patamala” coordinar la ejecución del crimen. Cuando el Ejército lo dio de baja en 2009, ‘Patamala’ era el jefe de sicarios de la Teófilo Forero, que planeaba y ejecutaba muchos de los crímenes de esta columna móvil. ‘Patamala’, más conocido en la zona como ‘James, el Muerto’, organizó en la zona de distensión la célebre escuela de sicarios de las Farc. Su gran fortaleza fue su alianza con el narcotráfico del norte del Valle y sus contactos con el bajo mundo que le permitieron expandir sus dominios al Huila, Tolima, Bogotá y Pereira. Su base principal siempre fue Puerto Rico (Caquetá). Se dice que entre 2002 y 2005, ‘Patamala’ fue el alcalde en la sombra de este municipio. Allí logró una enorme influencia política después de haber hecho ejecutar a dos alcaldes liberales turbayistas (José Lizardo, a cuya posesión iban los Turbay cuando fueron asesinados, y su reemplazo, John William Lozano Torres, también asesinado a los pocos meses) y conseguir la elección de su concuñado Walter Castro Ortiz en 2002, quien fue avalado públicamente por Almario. Durante el gobierno de Castro Ortiz, miembros y colaboradores de la Teófilo Forero fueron nombrados funcionarios públicos en la Alcaldía. El nombramiento más sonado fue el de Edwin Cardona, alias ‘Juan Pablo’, cuñado del alcalde y comandante de las milicias populares de la Teófilo Forero, quien fue corregidor de La Aguililla. Para las mismas elecciones atípicas, ‘Patamala’ desplazó a Jorge Hernán Calderón, quien después sucedería a Walter Castro en la Alcaldía de Puerto Rico y sería asesinado en febrero de 2009, días después de haber dejado su cargo en la mayor desprotección. Calderón era un político turbayista y uno de los pocos testigos sobrevivientes contra Luis Fernando Almario en el proceso por la muerte de los Turbay Cote. Hasta ese momento, 38 testigos habían sido asesinados, entre ellos varios taxistas que fueron torturados y muertos la semana siguiente a los Turbay por haber presenciado el homicidio, como valientemente lo denunció el entonces senador polista Gustavo Petro en el Congreso. De vidas se hizo el conflicto

55


En 2011 circuló un video de las Farc en el cual dos de los comandantes en el Caquetá confesaron el crimen de la familia Turbay Cote y volvieron a vincular a Almario. El ex congresista dijo que el video era un montaje.

El perdón de Constanza A pesar de haber enterrado a sus dos padres y dos hermanos, Constanza -la única sobreviviente de la familia Turbay Cote- le envió una carta a Juan Manuel Santos en septiembre de 2012, expresándole su solidaridad con su decisión de iniciar un proceso de paz con las Farc. “Llevamos varios procesos de paz pero no de reconciliación, la cual exige el pleno conocimiento de los hechos, la aceptación de responsabilidades y sobre todo, el firme propósito de nunca jamás repetirlos. Pienso y siento como víctima, por esto es tan significativo su compromiso de incluir en este proceso de paz el punto denominado víctimas y verdad”, le dijo Turbay, pocas semanas antes de que se instalara la mesa de negociación en Oslo. Ese fue el primero de varios ramos de olivo que Constanza, que lleva más de una década años viviendo fuera de Colombia, ha tendido a quienes ultimaron a su familia. En casi todos sus mensajes ha recalcado ese mismo mantra: “sin verdad no hay perdón, no hay paz”. Fue una de las primeras doce víctimas en viajar a La Habana a conversar con los integrantes de los dos equipos de negociación. Fue la cuarta en hablar y una hora después, cuando estaban en un corredor durante el descanso, Iván Márquez se le acercó. “Lo de las Farc con tu familia fue un error muy grande, yo te pido perdón (...) Tu hermano Rodrigo era un gran hombre”, le dijo el líder de esa guerrilla en los diálogos, caqueteño como ella y alguna vez -a mediados de los años ochenta- congresista de la Unión Patriótica por ese mismo departamento. Fue un perdón privado, en la soledad de un espacio de tránsito, pero también fue una escena que ella recuerda entre lágrimas y describe -con énfasis- como “el hecho más extraordinario” de su vida. La actitud de Márquez sorprendió a Constanza, quien diría luego que “no fue un perdón mecánico, fue un perdón de corazón”. Sus palabras fueron cuestionadas luego, llevándola a escribir una carta pública defendiendo que “la decisión de perdonar es un acto personal en el que cada quien determina si toma el camino de la magnanimidad o el del abismo de los odios”. Varios meses después, todavía insiste -su voz aguda y entrecortada a través del teléfono a miles de kilómetros de Colombia- en que “ellos llevan 60 años en esa vida. Hay que darles ese espacio a ver si cambian y luego hacerles el examen para ver si lo pasan”.

56

De vidas se hizo el conflicto


La cruzada para convertirse en víctima Andrés Bermúdez Liévano

Foto Andrés Bermúdez Liévano

De vidas se hizo el conflicto

57


A Luz Alba Figueroa Castillo los paras le desaparecieron a su hermano José Alejandro cuando ella tenía 16 años. Dos décadas después, esperanzadas con las promesas de reparación de Justicia y Paz primero y de la Ley de Víctimas ahora, finalmente se decidieron a denunciar su muerte y comenzaron a documentar su caso. Pero -pasados 23 años de su muerte y seis desde que la vienen reconstruyendo- ni Luz, ni su madre ni sus dos hermanas son aún oficialmente ‘víctimas’. No lo son porque, empantanadas por la ausencia de documentos que soportan su caso y perdidas en lo que ellas ven como un laberinto burocrático sin salida, no han podido completar los trámites que les permiten ser reconocidas como víctimas del conflicto y clasificar para una reparación en alguno de los ocho años que le quedan de vigencia a la Ley de Víctimas. La historia de esta tolimense, que trabaja en una fábrica de confecciones en Bogotá, es una muestra de las dificultades y los retos que todavía tienen muchas víctimas en llevar sus casos ante las autoridades y ser incluidas en el registro que lleva la Unidad de Víctimas, que ya contabiliza 7 millones de personas en el país (2,4 millones desde que nació la Ley en 2011 y otros 4,6 millones que venían del censo de desplazados). Y que, dependiendo de cuántas personas se encuentran en un limbo como el de Luz, podrían ser más.

Tras las huellas de José, 17 años después Sólo hasta 2008, 17 años después de que su hermano José Alejandro Casas fuera asesinado por los paramilitares al mando de Ramón Isaza, Luz tomó la decisión de denunciar su caso. Tras oír en la radio un anuncio explicando que el proceso de Justicia y Paz con los paramilitares repararía a sus víctimas, le contó a su madre y sus hermanas y comenzó a documentar los eventos que habían ocurrido esa mañana del 1 de junio de 1991. Lo único que tenía su madre Ana Dolores Castillo, una campesina que llegó a Guayabal tras la erupción del Nevado del Ruiz, era el certificado de defunción que indicaba que su único hijo hombre había muerto a los 22 años de un trauma cráneo-encefálico severo.

58

Era el único papel que contaba, de manera muy fragmentaria, la historia de José Alejandro. Esa mañana el hermano mayor de Luz había salido, como todos los sábados, a esperar el carro que lo llevaría a Ambalema a cobrar su salario como regador nocturno en los cultivos de algodón en una hacienda de la zona y también el de su madre, que recogía algodón allí pero estaba incapacitada tras cortarse los dedos del pie con un machete. De vidas se hizo el conflicto


De una camioneta roja se bajaron varios hombres armados y lo obligaron a él y a un vecino a subir. José logró sacar la cabeza por la ventanilla mientras los hombres perseguían a un tercer vecino, llamado Ovidio Aguirre, que arrancó a correr por el pueblo. “Nos van a matar. Me llamo José, yo soy hermano de Luz Alba, por favor avísenle que nos van a matar”, gritó. Tras la advertencia de los vecinos, los Castillo salieron a buscarlo: mientras Ana Dolores fue a Armero, Luz recorría las orillas del río hasta Honda. Regresaron con el ocaso, sin nada. Esa noche vino a su casa un cuñado de Ovidio, que también había salido a buscarlo. “No busque más, está en Ambalema”, le dijo a Luz Alba. “Ah, ¿está allá?”, le preguntó ella, iluminándosele el rostro. “Está muerto”, le dijo él, contándole que había llegado al cementerio del pueblo vecino guiado por la noticia de una campesina de que habían encontrado un N.N. en el río Lagunilla. Era él. Luz y su madre nunca pusieron la denuncia. No lo hicieron porque el día que velaron a José, dos hombres en moto le preguntaron a una vecina si ellas vivían solas y si pensaban llevar el caso a las autoridades. En su casa marcaban siempre el aniversario de la muerte de José Alejandro, pero fuera de ella no hablaban del tema. Sobre todo a medida que consolidaron su poderío en la zona -y comenzaron a amontonarse los asesinatos- de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, el bloque paramilitar que comandaba Ramón Isaza alias ‘El Viejo’. Con ese único documento en mano, Luz -ya de 31 años y viviendo en Bogotá- arrancó su pesquisa, un proceso que ha sido igual de intermitente y en ocasiones sin norte. Pidió permiso en el hotel en el norte de Bogotá donde trabajaba y se fue a Ambalema a sacarle una copia al certificado de defunción. Unos meses después la citaron a exponer su caso en Justicia y Paz. El fiscal le habló de los beneficios para las víctimas, de un psicólogo y una ayuda económica para su mamá. Y le preguntó si quería ir a una audiencia de Ramón Isaza, que ella declinó -“¿yo para qué quiero ver al señor que mandó matar a mi hermano?”-. Les asignaron una abogada que llevaría su caso, a la que le firmó un poder y le envió su historia manuscrita en cinco folios. Luz sentía que todo avanzaba bien: dejó de seguir activamente el caso y se confió que saldría solo. Un par de meses después el caso se comenzó a enredar: le llegó una carta de su abogada, pidiéndole una larga lista de documentos faltantes, pero cuando ella los llevó a la Defensoría le advirtieron que su caso estaba cerrado porque había pasado la fecha para presentarlos. Cuando fue a Acción Social con su formulario para inscribirse en un programa de ayudas, el programa para víctimas ya había cerrado. De vidas se hizo el conflicto

59


En la Defensoría le dijeron que tenía que arreglar con su abogada. “Ella me dijo que no había problema y que le llevara todo a su casa en Bulevar Niza. Un mes después, cuando la volví a llamar, me dijo que no había abierto el sobre porque tenía mucho trabajo. Nunca me llamó”, dice Luz. Se convenció que sus hermanas, que siempre le decían que “eso es una perdedera de tiempo”, tenían razón y abandonó su caso por varios años.

El laberinto para ser víctima “Ahí dejé de molestar, pero hace un año y medio fui al pueblo y vi la situación de mi mamá. Ella depende de mí y de mis hermanas, pero es poco lo que le podemos mandar. Y ella no se viene para acá [a Bogotá] porque dice que tiene a mi hermano allá”, cuenta Luz. Ana Dolores, hoy una mujer campesina de 76 años que vive sola y que no sabe leer ni escribir, enferma de cáncer de riñón y proclive a olvidarse de las cosas, acababa de salir del hospital. Cuando Luz la vio, regresaba caminando de una finca -a una hora y media de distancia- donde estaba volteando maní. La escena la conmovió y decidió retomar el caso, ya en épocas de la nueva Ley de Víctimas de la que varias personas le habían hablado. En octubre de 2013 Luz se acercó a la oficina de atención de la Unidad de Víctimas en Kennedy. “¿A usted no le ha llegado nada? Porque su caso está archivado. Tiene que buscar a su abogada y pedirle que le averigüe”, le dijeron. Como la abogada no le contestó, fue a la Defensoría y tampoco encontró una explicación. Volvió a la Unidad en Kennedy y, tras esperar diez horas, le dijeron que debía arrancar el trámite en la Fiscalía desde ceros. “Mi mamá no aparece como víctima. Yo tampoco, ni mis hermanas tampoco. Es como si nosotras nunca hubiéramos estado en ninguna entidad”, dice Luz, mientras ordena los diez papeles que tiene su carpeta del caso. Pocos realmente para llevar su caso exitosamente ante la Ley de Víctimas. No le ayuda que en 2009, cuando recién se había reunido con la abogada que llevaba el caso, le robaran la cartera frente a Unicentro con varios documentos. Aunque una de las misiones de la Unidad de Víctimas y la de Restitución -las dos piedras angulares de la Ley de Víctimas- es hacer pedagogía para las víctimas, el caso de Luz muestra que no es sencillo. Incluso cuando una víctima ya se ha acercado por primera vez a las oficinas de atención no es posible garantizar que estén realmente enteradas de cómo es el proceso y qué les corresponde a ellas hacer. Y, aunque no hay números, también hay víctimas que aún no se han enterado de los beneficios que les otorga la ley.

60

Una investigación que hizo en 2014 el Observatorio de Restitución de Tierras -que crearon cinco universidades y que dirige Francisco Gutiérrez SanínDe vidas se hizo el conflicto


arrojó que entre 75 y 79 por ciento de los campesinos despojados saben que pueden comenzar el trámite para recuperar sus predios. Eso significa que en restitución, que es un grupo mucho más reducido de víctimas, hay un 20 por ciento de potenciales solicitantes que no se han enterado. Pero su mayor escollo sigue siendo que no hay un acta de levantamiento porque al cuerpo de José Alejandro, que tiraron al río Lagunilla pero quedó atascado en una ropa, nunca le hicieron una necropsia porque ya llevaba varios días muerto y olía muy mal. Ese fue también el final de Ovidio -que apareció flotando en el río Magdalena frente a Honda unos días después- y el de las miles de víctimas que terminaron tirados en los ríos. “No hay nada que diga a qué horas los encontraron ni dónde ni cómo. Ni que era un N.N. ni que apareció en un pueblo que no era de él”, dice Luz, explicando que ha buscado por Ambalema y por Lérida, en la Fiscalía y la Policía, en Medicina Legal y en los juzgados, sin éxito. Hasta hoy no tiene ningún documento que avale una historia que ellos se saben de memoria pero que nunca quedó por escrito. Que cuente que ellos reconocieron a José porque, aunque no tenía camisa, llevaba unos tenis que estaba estrenando. Que lo identificaron de forma inequívoca porque, entre la muñeca y el dorso de la mano izquierda, tenía una cicatriz alongada que le dejó un alambre la noche de la erupción del Nevado del Ruiz, cuando él -que estaba trabajando en los campos de maíz- se perdió y solo reapareció en el refugio para damnificados de Loma de la Cruz cuatro días después. Que no saben por qué lo mataron, aunque ella hoy sospecha que pudo haber sido porque fumaba marihuana y “al vicio le hacían limpieza social”. O que su cuerpo estaba tan hinchado que no cabía en un cajón. “Tenía un tiro en la frente, en toda la sien, y no tenía los deditos. Además tenía marcas de estrangulamiento en el cuello, marcas de amarrado en las muñecas y heridas en las rodillas y los codos. Los tenis estaban rotos en la suela. Nosotros creemos que los arrastraron”, dice Luz, mientras muestra la única foto que conserva de su hermano. La imagen, ya medio descolorida, muestra a José durante la construcción en 1988 de la casa familiar en Guayabal, tras dos años viviendo en carpas y refugios desde Honda hasta Bogotá. Aunque Luz casi no ha avanzado en su caso, ha pensado en tirar la toalla. Siente que ha invertido mucho tiempo y plata, dos activos escasos para una persona que gana poco más del salario mínimo y que ha estado desempleada durante períodos largos en los últimos años. Ella hace las cuentas: el tiquete de Bogotá a Guayabal vale 25 mil pesos. Para ir a Lérida, hay que sumarle un bus de 6 mil y luego un taxi hasta los juzgados de 3 mil. Para Ambalema le sale en 5 mil el carro hasta el cruce de Armero y luego 10 mil el bus. Eso lo multiplica mentalmente por cinco viajes a Ambalema, uno a Lérida y otros dos a Guayabal, para que su mamá le firmara un poder y para que los vecinos testificaran ante un notario que José De vidas se hizo el conflicto

61


murió de muerte violenta. Su hermana Elizabeth, que comenzó ayudándole y luego se cansó, fue tres veces a Ambalema y otra a Ibagué. “He gastado lo que no tengo para que no me solucionen nada. Comienzo a pensar que al final es una gastadera de plata, de tiempo y de permisos en el trabajo. Si pierdo mi trabajo, pierdo la oportunidad y no puedo darle nada a mi mamá y a mis hijos. No se puede estar en dos lados al mismo tiempo”, dice. Sabe que tiene que arrancar su caso de nuevo, pero no sabe exactamente cómo hacerlo. Está todavía rumiando si debería intentarlo de nuevo, tal vez en la Unidad de Víctimas de Chapinero, que le queda a nueve cuadras de la fábrica. Sabe que la reparación administrativa no puede compensar la pérdida de su hermano, pero los cinco a seis millones de pesos que podría recibir representan para ella una gran ayuda. “Sería para que mi mamá viva más tranquila”, dice.

Posdata En enero de 2015 el caso de Luz por fin comenzó a andar. Aún no es oficialmente una de las 7 millones de víctimas en Colombia, pero ya está esperanzada de que pronto lo será. Tras una serie de entrevistas en la Defensoría del Pueblo y la Procuraduría, su historia escrita en La Silla en mano, fueron arrancando los trámites que deberían darle ese estatus pronto. “Ya me dijeron que en tres meses me dan la carta para quedar legalmente como víctima. Renuncié al trabajo para hacer los papeles, pero ahora sí siento que las cosas me van como sonriendo”, dice Luz.

62

De vidas se hizo el conflicto


La resistencia de los ingas a la amapola Andrés Bermúdez Liévano

Foto Hernando Chindoy

De vidas se hizo el conflicto

63


Desde hace diez años los indígenas inga han logrado mantener su resguardo en el norte de Nariño libre de cultivos de amapola. En momentos en que los cultivos ilícitos -sobre todo de coca- están disminuyendo en Colombia, pero concentrándose fuertemente en resguardos indígenas y consejos comunitarios afro, así como en los parques nacionales y las fronteras, el caso de Aponte es una notable excepción. El mayor problema es que el narcotráfico, las guerrillas y las bandas criminales han sido hábiles a la hora de identificar a las comunidades étnicas más débiles y han establecido sus bases de operaciones en esos territorios, generalmente lugares con presencia muy precaria del Estado y altos niveles de pobreza. Por eso mismo, el caso de Aponte -ubicado en el municipio de El Tablón de Gómez, en la esquina donde Nariño se encuentra con Cauca y Putumayopuede convertirse en un ejemplo a seguir en el eventual aterrizaje de los acuerdos de La Habana, uno de cuyos ejes es acabar con cultivos como la coca y permitirle a esas comunidades unas condiciones de vida digna. *** Desde que en 2003 los ingas -descendientes históricos de los incas que migraron hacia el norte desde Perú y Ecuador- decidieron decirle ‘no’ a la amapola, se concentraron en buscar otras alternativas de subsistencia. Sobre todo decidieron fortalecerse como comunidad y rescatar sus tradiciones, un proceso que les permitió enfrentarse a los grupos armados que operan en la zona y -pese a las constantes amenazas, que perduran hasta hoy- seguir adelante con su decisión y mantener libres de cultivos las 22.283 hectáreas de su resguardo. “Es un caso de éxito indudable porque fueron capaces de superar la amapola y consolidar una economía legal, a partir de organizarse y recuperar sus tradiciones”, cuenta el senador verde Antonio Navarro Wolff, que los apoyó desde la Gobernación de Nariño y que lanzó en esa misma época un piloto de erradicación -llamado “Sí se puede”- con una filosofía similar. Como en muchas zonas del Macizo Colombiano, las amapolas llegaron al norte de Nariño a comienzos de los años noventa y se instalaron en las laderas fértiles del Tablón de Gómez.

64

A Aponte llegaron miles de campesinos a sembrar la flor roja y recoger la leche de sus bulbos -que, procesada, se convierte en heroína- en copitas de De vidas se hizo el conflicto


aguardiente. Los ingas abandonaron sus cultivos de arveja, papa y granadilla para dedicarse de lleno a la planta, y el paisaje de Aponte rápidamente se tiñó de un monocultivo rojo. Con el auge de la amapola, llegaron los intermediarios que le compraban a los indígenas el látex, y con ellos los grupos armados: primero el frente 48 de las Farc y luego el Bloque Central Bolívar de las AUC. Los altos jornales que obtenían los indígenas cultivando amapola se vieron contrarrestados por la ola de violencia que acompañó la bonanza. Esto mientras a sus hijos de ocho años los obligaban a hacerle los cortes a los bulbos con navajas de afeitar, ya que sus manos pequeñas eran más aptas para el delicado trabajo. Por esa época, Colombia alcanzó las 10 mil hectáreas de amapola y llegó a ser el octavo mayor productor del mundo. La flor roja -que luego sería reemplazada por la coca- se extendió por las tierras de los nasa, guambianos, yanaconas y totorós en en sur del país. Hoy hay sólo 298 hectáreas de amapola, contra 48 mil de coca, aunque en ambas Nariño ocupa -y de lejos- el primer puesto. “Pasamos de ser un pueblo que en 1991 tenía 1400 personas a uno de 35 mil unos años después. Cuando yo entré al bachillerato éramos 37 estudiantes, que es un número bien alto. De esos sólo terminamos dos”, cuenta Hernando Chindoy, un hombre menudo y de voz grave, que fue gobernador del resguardo durante diez años y lideró la transformación de Aponte. Eso cambió en 2003, cuando los ingas sopesaron lo que les había traído la bonanza amapolera y lo que se había llevado. “Al principio nadie quería, porque ¿para qué, si la plata estaba ahí?”, cuenta Maribel Flores, otra líder del resguardo que se encargó de organizar a las mujeres. “Completamos 120 muertos en una comunidad de 951 familias y comenzamos a pensar en la existencia nuestra como pueblo. Todas las familias del resguardo tienen un papá, un hermano, un primo, un sobrino que lo mataron. Vimos que nuestra lengua, nuestra espiritualidad, nuestra comunidad estaban en deterioro y que nos estaba llevando a desaparecer”, recuerda Chindoy. Durante un año los nuevos líderes del resguardo recorrieron sus nueve veredas, conversando personalmente con miembros de cada una de las familias, incluyendo a las que trabajaban con los grupos armados. Luego en una plenaria, en la que estuvo de acuerdo el 80 por ciento de la comunidad, decidieron acabar con la amapola. En cuadrillas o ‘mingas’ de 50, 70 y hasta 400 personas fueron erradicando manualmente las 1500 hectáreas sembradas, bajo amenazas permanentes de las Farc y los paramilitares. “No ha sido color de rosa. Hubo mucha gente que estaban amenazando, había que tener protección comunitaria permanente. No podía uno andar De vidas se hizo el conflicto

65


solo”, dice Chindoy, a quien por esa época retuvieron tanto la guerrilla como los paras. En ambas ocasiones, fue la presión de la comunidad la que logró su liberación. En diciembre de 2011 sufrió otro atentado, después de que un par de sicarios entraran al resguardo de noche y le dispararan. El centro de ese trabajo fue fortalecerse como comunidad. “Cuando las comunidades no tienen procesos de fortalecimiento, son fácil presa de los grupos armados”, dice Chindoy. Entre 2003 y 2008 prepararon el Mandato Integral de Vida, una especie de ‘constitución’ de los inga en el que -por primera vez- pusieron por escrito sus reglas, desde cómo organizarse hasta cómo vivir, pasando por temas de educación, salud y justicia. Con el cambio de mentalidad, comenzaron a pensar en cómo cambiar el modelo económico. Con ayuda de programas como Familias Guardabosques -que nació en el gobierno de Álvaro Uribe- arrancaron los cultivos alternos con los que hoy viven, como el café especial de altura, la arveja y la trucha arco iris. Ahora quieren dedicarse a cultivar granadilla, mora y hierbas aromáticas, productos que se venden bien fuera de Aponte. El problema es que, más de una década después, las amenazas persisten y desde el 2013 se incrementaron, ya que los cultivos de coca a su alrededor y el corredor estratégico hacia Cauca y Putumayo han llevado a que bandas criminales como los Rastrojos y las Águilas Negras aumenten su presencia en la región. También se enfrentan a problemas más prácticos. Aunque hay una vía desde la cabeza en Aponte hasta Tablón de Gómez y Pasto, no hay vías dentro del resguardo. La tonelada mensual de trucha que producen en la vereda de Granadillo -y que esperan subir a diez- la sacan hasta la carretera a lomo de caballo, por una trocha de nueve kilómetros. Chindoy, que dejó la gobernación del resguardo hace dos años, fue finalista de los Premios a los Mejores Líderes de la Revista Semana en 2011 y también candidato al Senado por la Alianza Social Independiente (ASI) el año pasado, sacando 9 mil votos en la lista que encabezó el senador Marcos Avirama. Aunque en 2013 el Gobierno recibió la buena noticia de que los cultivos ilícitos disminuyeron en 2012 a su punto más bajo desde los años noventa y el año pasado se mantuvieron en ese punto, hay varios puntos preocupantes. Primero, la coca está creciendo en las franjas fronterizas -incluyendo Nariño y Putumayo- y en las zonas aledañas a los parques nacionales. Y segundo, que la coca está todavía muy concentrada en los territorios de los resguardos indígenas y sobre todo en los consejos comunitarios afro.

66

En la última década los cultivos de coca han bajado un 70 por ciento, pero muy poco en los territorios colectivos. En resguardos se han mantenido constantes entre las 6 y 8 mil hectáreas, mientras que en los consejos afro aumentaron casi todos los años desde que comenzaron los censos en 2001. De vidas se hizo el conflicto


En total, hoy el 19 por ciento de la coca en Colombia crece en consejos afro y el 13 por ciento en zonas indígenas. “Los cultivos no logran asentarse en zonas donde las comunidades están fortalecidas y tienen control de sus territorios. Desafortunadamente el narcotráfico identifica a las más vulnerables y se dedica a deteriorar su tejido social, para controlar esos espacios y esconderse allí”, explica Guillermo García Miranda, el jefe de desarrollo alternativo de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc). “Lo que genera sostenibilidad es que los pueblos no vuelvan a depender económicamente del cultivo. Mientras no elimines esa dependencia, ninguna política será sostenible”. Otras comunidades están siguiendo el ejemplo de Aponte, pero el proceso es lento y se ve obstaculizado por la presencia de grupos como las Farc, el ELN y los Rastrojos. Ese mismo modelo ha sido aplicado con éxito en la Sierra Nevada, que alcanzó a tener 3 mil hectáreas de coca y que ahora -gracias al trabajo de los arhuacos y kogui- sólo tiene una cuarentena. O en Leiva (Nariño), donde Navarro lanzó su piloto para “Sí se puede” -con apoyo del Gobierno de Álvaro Uribe, que se comprometió a no asperjar la zona- y donde 3 mil familias han logrado reducir voluntariamente los cultivos. En cambio, en Tumaco está la otra cara de la moneda. Las 1200 familias del consejo comunitario de Rescate las Varas iniciaron un proceso de erradicación voluntaria casi al tiempo que el resguardo de Aponte, pero han tenido muchos tropiezos. Las amenazas han sido tan fuertes que en enero de este año 50 personas, incluyendo a varios líderes, tuvieron que salir desplazados y están lejos de Nariño. El gran reto es que ninguno de los grupos armados quiere perder poderío en una zona clave como Tumaco, que es al mismo tiempo puerto de embarque, frontera y centro del tráfico de insumos químicos para la producción de droga. Y que tiene 6,600 hectáreas de cultivos: es decir, el 13 por ciento del total en el país y más del triple que el segundo municipio más cocalero. Si se firma un Acuerdo final en La Habana, el ‘modelo Aponte’ seguramente será uno de los ejemplos para ver cómo se puede cambiar la dependencia de un cultivo ilícito por una economía campesina que traduzca en mejores condiciones de vida para las comunidades locales. Con ello, la innovadora estrategia de los ingas a la que las Farc se han opuesto hasta ahora con las armas, podría ser uno de los puntales para aterrizar el acuerdo sobre cultivos que, de aplicarse, podría darle un vuelco total a la política antidrogas que tanto daño le ha hecho a Colombia. Y, sobre todo, a las comunidades como las que viven en las laderas de El Tablón de Gómez.

De vidas se hizo el conflicto

67



La Puria vuelve a echar raíces Andrés Bermúdez Liévano

Foto Andrés Bermúdez Liévano

De vidas se hizo el conflicto

69


Para llegar a La Puria hay que atravesar los tupidos Farallones del Citará hasta arribar a El Carmen de Atrato, el primer pueblo del Chocó desde el lado antioqueño. De este frío pueblo de montaña -cien metros más alto que Bogotá- sale la destartalada carretera a Quibdó, que demora unas cuatro horas en recorrer apenas un centenar de kilómetros. A las dos horas de camino aparece una valla con un mosaico de fotos indígenas y un saludo en embera. “Daí iuja”, ‘nuestro resguardo’, dice. De ahí sale un sendero que serpentea por entre tres montañas y sus valles, cruzando los cañones de tres ríos, hasta finalmente llegar -tras tres horas a pie- a una meseta neblinosa llena de casas de madera y techos de cinc, que se elevan del fangoso suelo como si fueran palafitos. Es La Puria, el hogar de 135 familias embera katío que en 2013 dejaron las difíciles calles de Medellín y regresaron a las neblinosas montañas, en la frontera entre Chocó y Antioquia, donde nacieron. A pasos lentos pero orgullosos y determinados, un año y medio después están de vuelta a sus tierras ancestrales y sus vidas de antes, en lo que es uno de los retornos colectivos de víctimas pioneros en el país. La guardia indígena, que apenas existía, hoy es el sostén social del resguardo. Ya no comen con la limosna que recogían en una ciudad cuya lengua aprendieron a la fuerza, sino de sus sembradíos de maíz, sus platanares de primitivo y sus pollos. Sus niños ya no mueren de enfermedades fácilmente tratables y nadie les dice a dónde no pueden ir. A lo largo de las últimas dos décadas El Carmen tuvo que convivir con varias guerrillas (aguantando una cruenta toma de las Farc en 2000) y los paras, pero fue particularmente asolada por una diminuta guerrilla de 45 hombres. Sus valles eran el feudo del Ejército Revolucionario Guevarista, una pequeña disidencia del ELN que armó tolda aparte a comienzos de los noventa -por considerar a los elenos demasiado blandos en sus posiciones- bajo el mando del comandante carmeleño ‘Cristóbal’ y su familia. El ERG, liderado por la familia Sánchez de la cercana vereda de Guaduas, sembró el terror en toda la carretera que desciende hacia la capital chocoana y en los 17 resguardos indígenas del Carmen, donde viven emberas chamí, katíos y dóbida (los ‘de río’).

70

Una primera oleada masiva de emberas, de los tres tipos, salió en 2001. Otra más en 2007, poco antes de que el ERG se desmovilizara durante el segunDe vidas se hizo el conflicto


do gobierno de Álvaro Uribe. Cientos de otras familias salieron, a cuentagotas, entre esos años. El pueblo ya aprendió a convivir con muchos de los ex guerrilleros de este grupo -que viven en el pueblo como cualquier otro carmeleño- pero hasta ahora comienza a recibir a todos los campesinos e indígenas que salieron expulsados por la guerra. Muchos embera llegaron al pueblo del Carmen o a Quibdó, pero la inmensa mayoría terminó -por razones aún misteriosas- en Niquitao, un céntrico barrio de Medellín donde resultaron presa fácil de una red de microtráfico que también controlaba el alquiler de las viviendas y las vacunas a quienes piden limosna. Eso les permitió un control total sobre los embera, que muchas veces a duras penas hablaban español. En 2012 la Alcaldía de Medellín les propuso volver a La Puria, siguiendo el ejemplo de los exitosos retornos campesinos en San Carlos y Granada en el Oriente antioqueño. No ha sido un proceso fácil, como lo muestra el hecho de que el regreso definitivo -en una región cuya seguridad ha mejorado notablemente- ha tomado dos años y todavía está lleno de desafíos. Su historia es uno de los referentes a nivel nacional, pero también muestra que el regreso de las grandes comunidades desplazadas por la guerra -sobre todo las de indígenas y afro- avanza poco a poco y sigue siendo frágil y precario. Sobre todo ahora que, poco a poco, comenzará a disminuir el apoyo de la Alcaldía de Medellín, cuyo visionario equipo de atención a víctimas diseñó el regreso de los embera en medio de una apuesta de Alonso Salazar y ahora Aníbal Gaviria por apoyar los retornos a otros municipios de Antioquia -e incluso el Chocó- como una manera de alivianar la carga que supone el desplazamiento para la ciudad. Durante un año hicieron censos de la población embera, hablaron con ellos y -tras seis meses- los persuadieron de volver, convencieron a las entidades del Carmen. Hasta el último minuto los embera fueron blanco de las bandas locales: la noche anterior al regreso varios hombres armados los amenazaron para que no se fueran y, todavía hoy, una mujer mayor de La Puria reconoce que recibe llamadas de Niquitao. Pero el retorno se dio el 18 de julio del 2013. “No hay medida más efectiva para la reparación de las víctimas que poder devolverse al territorio y reconstruir sus vidas”, dice Luz Patricia Correa, la coordinadora de la Unidad Municipal de Víctimas de Medellín y una de las funcionarias con mayor experiencia en atención al desplazamiento en todo el país. Para la ciudad y para el equipo de víctimas, probablemente el más innovador en el país a la hora de diseñar estrategias para enfrentar el desplazamiento, tenía sentido económico ayudar a la gente volver. Ese fue el argumento que convenció al Concejo de Medellín en 2008, cuando arrancó el retorno a San De vidas se hizo el conflicto

71


Carlos que ha costado unos 20 mil millones de pesos y que ya ha acompañado a unas mil familias campesinas. Pero también tiene un sentido más amplio, tanto que tanto Alonso Salazar como Aníbal Gaviria incluyeron las ideas de los retornos y del desarrollo de los municipios aledaños en su Plan de Desarrollo. “Todo lo que Medellín tiene es el resultado de lo que pasa en las regiones a su alrededor. La ciudad entiende esa conexión y que su desarrollo depende del de los otros municipios. Apoyar a la gente a volver es ayudar el desarrollo de esos pueblos”, dice Correa. Hace apenas un año y medio el camino a La Puria era intransitable. Poco a poco los embera fueron limpiando lo que era un sendero perdido entre el rastrojo. Con la ayuda de los ingenieros de la Alcaldía de Medellín y plata de la Unidad de Víctimas, repararon los cuatro puentes que llevan hasta el caserío central. El primero atraviesa un hilito de agua, que en realidad es un río Atrato que viene bajando desde el Cerro del Plateado donde nace arriba de El Carmen y todavía está lejos de ser el más caudaloso del país. El segundo, sobre La Borrasca, estaba caído desde las épocas en que el ERG lo tumbó. Otro más, sobre el Río Grande, era un pasadizo de concreto sin barandas. El último, justo en frente al pueblo, se bambolea ferozmente cuando la gente cruza, agachada por obligación para poderse sostener del cable. A unos metros están las patas de cemento de un nuevo puente, que recién terminaron de construir en diciembre de 2014 con los ladrillos que todos -hombres y mujeres- traen desde afuera en canastos cafeteros. Por primera vez en más de una década, el cruce sobre La Marsella es uno seguro. “Ellos [el ERG] eran los dueños del camino. Decían si uno podía pasar o no. Acá uno no podía trabajar libre”, dice Alfonso Queragama, un hombre de espalda ancha, pelo al rape y mochila al hombro que a sus 35 años es uno de los líderes más visibles de la comunidad. Se detiene en una curva para señalar entre el rastrojo. Entre las ramas y troncos entretejidos del bosque andino se alcanzan a ver las hojas alargadas de un plátano. A su lado se adivina la silueta de varios más. “Ahí puede ver como el monte ha crecido en estos años y todo el trabajo que queda por delante”, dice el nieto de uno de los diez aventureros que hace cuatro décadas guiaron a sus familias desde el caserío de Aguasal en el Alto Andágueda chocoano, a dos días de viaje por las montañas.

72

Para él, como para la mayoría en el resguardo, el sendero es un mapa del sufrimiento de la comunidad en el pasado. Elkin, el segundo de sus cinco hijos, murió de apenas tres años cuando él intentaba llevarlo al Carmen para que le trataran una meningitis. Los centinelas del ERG les cortaron el paso y tuvieron que regresar a su casa. El niño murió sin recibir atención médica. De vidas se hizo el conflicto


Ese camino, que hace una década era tierra de nadie, hoy es transitado todos los días por la guardia indígena y los comunica con el mundo exterior. “Cada retorno es una receta diferente. Reconstruir el tejido social es difícil, como cuando se rompe un vaso y toca volver a pegarlo vidrio por vidrio”, dice Julia Marín, una antropóloga vallecaucana que lleva dos décadas trabajando con retornos indígenas y que lideró el de La Puria. En La Puria el vidrio más grande fue la guardia indígena que hace un año era un grupo de cuatro hombres. Hoy son una disciplinada guardia civil y no armada de 85 personas, incluyendo a diez mujeres y a diez adolescentes, que toman turnos de una hora cada noche para cuidar a la comunidad. Con sus bastones de madera colgados del hombro, vigilan los caminos y también velan porque la comunidad cumpla las normas que entre todos han acordado. Ellos mismos diseñaron los logos de la guardia y también el color aguamarina brillante de sus chalecos, que escogieron tomando como modelo un paquete de Doritos Megaqueso. Cuando llegó la hora de ponerle un nombre a la guardia la decisión fue aún más fácil. Por unanimidad escogieron a Enrique Arce, un líder que en los años ochenta se enfrentó a los colonos paisas de Andes que se apoderaron de las minas de oro indígenas en el río Colorado -a un par de días de viaje- y las recuperó para su comunidad. Su heroica lucha -y también su misteriosa muerte en 1983 a manos de un grupo de policías que lo habían emborrachado- es una de las historias centrales de ‘El oro y la sangre’, el célebre libro reportaje que escribió el periodista antioqueño Juan José Hoyos sobre la violencia minera en el Chocó. “Él era un hombre que defendió el territorio de los indígenas. Nuestra historia estamos poniendo ahí”, apunta con orgullo Arcesio Arce, el ex gobernador cuando arrancó el retorno y hoy jefe de la guardia, mientras señala un afiche. Allí, desde el techo del recién estrenado centro comunitario donde se hacen desde las reuniones del cabildo hasta las danzas, mira adusto el rostro de su tío lejano. “Nosotros lo tenemos como ejemplo de lucha, sí, pero sin armas. Es una lucha en paz”, dice Diego Uribe Arce, que fue uno de los primeros embera en desplazarse a Medellín y que hoy es uno de los veteranos de la guardia indígena. Aunque no lo dice, casi todo lo que hace Uribe -que el próximo año será jefe de la guardia- busca emular el ejemplo del que también es pariente distante suyo. En el muro de entrada de su casa hay un dibujo, pintado por él, de un embastonado Arce cuidando un árbol. Uribe sonríe al mostrar su grafiti guardián y la réplica del afiche de Arce que cuelga de una de sus ventanas. Ese gesto le ilumina su mejilla, pintada con De vidas se hizo el conflicto

73


un patrón de triángulos y líneas geométricas tradicional de los embera. Por todos lados hay pequeños iconos de su ídolo: sobre el pecho luce un collar largo de chaquiras multicolores con una silueta del viejo líder y de su clavícula cuelga un bastón cuya cabeza es a su vez un diminuto Arce cargando otro bastoncito. A los guardias y otros líderes de la comunidad los están formando en una ‘escuela de gobierno’, una serie de talleres y charlas en las que -una vez al mes- aprenden de profesores visitantes como el nasa Guillermo Tenorio y el guambiano Álvaro Tombé, dos de los líderes veteranos del Cric caucano. La guardia visitó durante una semana el resguardo embera chamí de Cristianía, uno de los más robustos de Antioquia y padres de la organización indígena del departamento. La segunda misión fue encontrar de qué vivir, una tarea difícil teniendo en cuenta que los embera katío no son muy buenos agricultores. Como sus tierras llevaban rato sin cultivar, arrancaron poniéndose la misión recuperar las semillas locales que mejor se adaptan al clima húmedo y frío de La Puria. El maíz chocosito lo hallaron en un consejo comunitario afro una hora más abajo en la vía hacia Quibdó. Su primera cosecha se murió completa, dado que la tierra estaba -de puro y físico abandono- reseca y falta de nutrientes, pero las siguientes van poco a poco rindiendo más. El fríjol chengue lo consiguieron en el resguardo de Cristalina, en Urrao. Trajeron gallinas de pico criollas, que no vienen con el pico genéticamente aserrado y se adaptan mejor a una comunidad que no está habituada a darle de comer a los animales sino a dejarlos que recolecten. Las mujeres tienen, ahora mucho más que antes, una voz en los asuntos de la comunidad. Diez de ellas entraron a la guardia, mientras otras cuarenta crearon la cooperativa artesanal Biabú -“bien, gracias” en embera- que trabaja las chaquiras y la cestería. Aún es difícil vender sus productos desde El Carmen, pero poco a poco han ido encontrando nichos y ahora están trabajando en un encargo del alcalde Aníbal Gaviria para la próxima cumbre de ciudades capitales en Medellín. “Acá yo hago cestos con los juncos que busco en la cordillera. Allá [en Medellín] hacíamos artesanías para pagar la pieza, pero la vida era dura. Acá ya no pasamos hambre”, dice María Lía Queragama, una de las artesanas más experimentadas de La Puria.

74

“Lo más importante es que se reivindiquen como indígenas. O si no se quedan como víctima, una categoría que les es cómoda porque saben que tienen derecho a atención, pero que no es ningún proyecto de vida”, dice Julia Marín, que acompañó los retornos embera en las Comunidades de Paz de San José de Apartadó en 1997 y luego el de los zenúes de el Volado en el Urabá antioqueño. De vidas se hizo el conflicto


Durante el 2013 la Alcaldía mantuvo un equipo permanente acompañándolos dentro de La Puria: dos personas de atención psicosocial, dos especialistas en temas productivos y dos expertos en infraestructura, que compartían una pequeña casa de madera justo enfrente del flamante centro comunitario y el cepo. Desde hace algunos meses ningún funcionario duerme en el resguardo, pero todavía hay un equipo de tres -uno de cada área- viviendo en El Carmen y visitando un par de veces a la semana. El renacer de La Puria, aunque muy exitoso, muestra las complejidades de los retornos étnicos. Un grupo de familias campesinas tarda unos seis meses en asentarse, desde que regresa a su terruño hasta que ya lo ha puesto a producir exitosamente. En cambio, una comunidad indígena o afro demora como mínimo dos años en lograrlo. No hay un cálculo sobre cuántos quisieran retornar, pero el trabajo que se viene es grande si se tiene en cuenta que son uno de los grupos que más ha sentido los rigores de la guerra. Solo los indígenas han puesto 141.409 víctimas oficialmente reconocidas por la Unidad de Víctimas, cuya cuenta ya superó los 7 millones en todo el país. Teniendo en cuenta que el censo de 2005 sitúa la población indígena del país en 1,3 millones, eso significa que 1 de cada 10 indígenas han sido víctimas. Una situación similar viven los afrodescendientes, que han puesto 659.239 víctimas. Por ahora apenas hay algunos ejemplos, casi todos embera, y ninguno afro. La Unidad de Víctimas nacional, que dirige Paula Gaviria, lideró un retorno en Pueblorrico (Risaralda) con los 500 embera chamí desplazados en Bogotá y a mediados del 2014 uno de 31 comunidades en el Alto Andágueda chocoano. Ahora comienzan a planear uno con las familias embera de Pueblorrico que viven en Cali. Eso muestra que, para ayudar a las comunidades étnicas a volver a las tierras de donde fueron expulsados, todavía falta mucho. Uno de los retos grandes es convencer a las alcaldías que no vean los retornos como una carga sino como oportunidades de fortalecer sus economías locales. Así tenga presupuestos exiguos, su papel es decisivo: el alcalde del Carmen, el primer mandatario del pueblo que visita un resguardo, se vinculó ofreciendo los exámenes de RH de los retornados y ahora acaba de poner 6 millones de pesos para el puente nuevo. El hospital está haciendo visitas médicas periódicas, con vacunación incluida, en La Puria y los otros 16 resguardos. El efecto en salud ya se siente, en una comunidad donde -como en casi todas las indígenas- las tasas de mortalidad infantil eran muy altas. En los primeros seis meses del retorno murieron seis niños, pero en los nueve que han corrido de este año ninguno. En octubre pasado visitaron La Puria varios funcionarios de la Unidad de Víctimas nacional para ver cómo avanza el retorno puriense. Los sentaron De vidas se hizo el conflicto

75


en el centro comunitario y ante ellos desfilaron una decena de líderes con interminables listas de peticiones al Gobierno: desde una cárcel y linternas hasta cosas más lógicas como pupitres para las escuelas del resguardo y becas universitarias para los jóvenes. Algunas de esas cosas las podrán pedir como parte de la reparación colectiva, un proceso que la Unidad planea comenzar pronto. Pero la gran mayoría se le escapan a las entidades a cargo de las víctimas, que -pese a coordinar el sistema nacional de 49 entidades, que todos llaman el SNARIV (Sistema Nacional de Atención y Reparación Integral a las Víctimas), no tienen ninguna manera efectiva de jalarles las orejas cuando no lo hacen. Ahora el Gobierno nacional y el del Chocó, que han estado casi totalmente ausentes, tendrán que garantizar que la vida en La Puria siga siendo sostenible a largo plazo. Que ese centenar de familias tengan salud, educación, cultivos y oportunidades de vida, casi todas ellas lujos en el departamento más pobre del país. Por ahora la lista de promesas incumplidas es larga, pese a que en julio de 2013 hubo una “mesa interinstitucional” en la que una decena de entidades se comprometieron a acompañar a La Puria. De la mayoría no hay rastro. El colegio de La Puria tiene 138 estudiantes y apenas una veintena de pupitres, mientras en Bajo Río Grande los veinte niños se turnan una banqueta comunal. Desde hace un año solicitaron pupitres a la Secretaría de Educación del Chocó y a la Diócesis de Istmina que la maneja en El Carmen, pero siempre reciben la misma respuesta: no hay plata. Prosperidad Social, el súper ministerio que maneja todos los programas sociales del gobierno Santos, prometió venir y nunca cumplió su palabra. Tampoco ha venido el Ica, a quienes buscaron para asesorías en semillas. O el Incoder, que tendrá bajo su ala el proceso de ampliación del resguardo que ellos quieren para englobar unas tierras que le pertenecen a varias familias. “Acá trabajamos contra, no con”, dice una funcionaria. Si bien La Puria muestra lo complejos que son los regresos de la Ley de Víctimas, también es un campanazo de alerta para el Gobierno sobre el tipo de acción coordinada e inversión estatal que requerirá aterrizar los acuerdos de La Habana. Como dice Luz Patricia Correa, “La paz territorial no es otra cosa que apoyar los retornos”. En lo alto de las montañas del Carmen están ya las primeras semillas.

76

De vidas se hizo el conflicto


Cuando las mujeres están en la mira Juanita León

Foto Defensoría del Pueblo

De vidas se hizo el conflicto

77


Mientras en La Habana, Cuba, comienza a operar la Subcomisión de Género para garantizar que los acuerdos de paz que se firmen algún día tengan ese enfoque, Arauca se convierte desgraciadamente en un observatorio de lo que le sucede a las mujeres en la guerra. En lo que va del año, 12 mujeres han sido asesinadas en Arauca en casos que la Defensoría del Pueblo considera que están directamente relacionados con el hecho de ser mujeres. Cinco han sido secuestradas.

Los informantes El 27 de octubre de 2014, en la vereda Caño Grande, en Tame, dos hermanas salieron a las 9 de la mañana y nunca volvieron a la casa. Vecinos dijeron que habían sido citadas por el Eln, guerrilla que en los últimos años ha recuperado el control que tenía sobre la población rural en una buena parte de Arauca. El 4 de noviembre, la guerrilla anunció que iba a liberarlas y dos días después las entregó a una comisión de la Cruz Roja Internacional (Cicr), la Defensoría del Pueblo y la Iglesia. Maria Yulvanis y Shirley Sierra estuvieron secuestradas 11 días y por orden del Eln tuvieron que salir al día siguiente en un avión del Cicr. En ese comunicado, el Eln explicó que les “perdonaba la vida” porque habían confesado que eran informantes del Ejército por plata. Una de las personas que estuvo involucrada en la operación humanitaria dijo a La Silla que se trataba de dos mujeres campesinas, “las manos con callos de manejar la peinilla”, y que la más joven estaba en shock. La vida que les esperaba en la ciudad no iba a ser fácil. La liberación fue en Fortul. Cuando las estaban entregando, otra mujer estaba siendo retenida por el Eln en la verdad de Corocito, en Tame. Leydi Zulima Aguirre Trejos, de 23 años, también había entregado información al Ejército sobre tres guerrilleros que estaban en su vereda y que aparecían en las listas del Ejército. Los tres elenos fueron capturados el 30 o 31 de octubre, las fuentes de La Silla no lo tenían claro. Dos de ellos fueron encarcelados pero uno de los guerrilleros fue dejado en libertad por falta de pruebas y lo primero que hizo fue buscar a sus comandantes y pedirles permiso de buscar a la informante.

78

Sabía exactamente dónde vivía. Leydi Zulima había sido hasta el día de su captura su compañera permanente. De vidas se hizo el conflicto


Con la autorización del comandante, fue a buscarla a su casa para llevarla a la fuerza a un juicio guerrillero. Su defensa no valió nada. El 18 de noviembre, la mujer apareció en la vía Tame a Fortul, con 12 tiros en el cuerpo. El yerno recogió el cadáver. La prensa local reportó su muerte y de repelón, en el último párrafo, mencionó a otra víctima que había muerto el mismo día: Erika Sutaneme. A esta joven de 20 años, dos guerrilleros llegaron a su casa en el campo a buscarla y la montaron en una moto. Uno adelante, otro atrás. Ella en el medio. La llevaron a Arauquita, a un kilómetro de su casa. Allá la asesinaron en el centro poblado de la ciudad. “Para generar miedo. La próxima mujer a la que esté conquistando un militar lo piensa dos veces”, dijo alguien que conoció el caso. Leidy Zulima, las hermanas Sierra y Sutaneme eran informantes del Ejército. En el caso de Leidy y de Erika también existía una relación sentimental con soldados, según dijeron dos autoridades de Arauca y un líder de la sociedad civil.

El amor letal “Las mujeres son enamoradas y utilizadas y los asesinatos tienen el contexto de esa utilización por ambas partes del conflicto”, dijo una autoridad del departamento que pidió no ser citada. “Como al soldado le da miedo ingresar a esos sitios donde están los otros, la información la traen de ellas, las enamoran y ni siquiera les pagan. Esa es la ‘inteligencia’ del Ejército.” El comandante de la Brigada Quiroz ha dicho en los consejos de seguridad del departamento que los casos en donde mujeres enamoradas e informantes del Ejército han sido asesinadas por la guerrilla se trata de situaciones personales de soldados que no tienen nada que ver con la inteligencia del Ejército. La Silla lo trató de contactar pero no pudo hablar con él. El viceministro Jorge Bedoya, que maneja el tema de derechos humanos en el ministerio de Defensa, aclaró a La Silla que en Arauca, como en todo el país, el Ejército tiene fuentes humanas de inteligencia a las que paga por su información, algo que es totalmente legal. Pero que obviamente establecer una relación sentimental con ellas no es parte de la política de recolección de inteligencia. En Arauca, tanto dos autoridades como dos líderes sociales con los que habló La Silla, creen que el enamoramiento sí es una estrategia de guerra. “Por un lado, después de estar meses solos en la selva es una forma de satisfacer sus necesidades”, dijo un líder a La Silla que conoce bien el conflicto en Arauca. “Pero por otro, piensan ‘si tengo una chica, que tiene algún sentimiento por mí, me va a proteger y avisar cuando viene la guerrilla. Además me da información’”. En regiones rurales, donde la presencia del Estado es mínima, además de la atracción natural que puede existir en cada caso puntual, tener una relación De vidas se hizo el conflicto

79


con los soldados y policías representa para muchas mujeres la certeza de que por lo menos su pareja tiene un salario mínimo fijo, un privilegio que no tiene casi nadie en el campo. Pero en Arauca, también, es una sentencia de muerte porque el Eln tiene ojos en todas partes y enamorarse del que se le de la gana no es un derecho que tengan las araucanas. Todas las personas con las que habló La Silla en Arauca coinciden en que el Eln se ha fortalecido mucho durante el gobierno de Santos y aún más desde que en mayo de 2013 hicieron un “acuerdo de convivencia” con las Farc, que implica que los unos pueden hacer operaciones en el territorio del otro y que excepcionalmente hacen operaciones conjuntas como cuando atacaron la estación de Policía en Puerto Rondón, en mayo pasado, o cuando atacaron las instalaciones de la Oxy en Caño Limón durante una misa el 29 de junio, que no registraron los medios. En estos años, el frente Domingo Laín se ha enriquecido mucho pues está monopolizando el contrabando desde Venezuela, desde que derrotó a la guerrilla chavista bolivariana -‘los boliches’, les decían -que controlaba la frontera en Guadualito, a media hora de Arauca. Su control se percibe en cosas rutinarias y en cosas excepcionales. En cosas rutinarias, como su control a la canasta alimenticia pues son los intermediarios de los productos que consumen la mayoría de araucanos. En cosas excepcionales, como que el avión de Satena despega de noche con las luces totalmente apagadas porque ha recibido amenazas de la guerrilla, según le dijo una azafata a La Silla, que viajaba en el avión a oscuras. La vida cotidiana de los araucanos en el campo está controlada por los elenos, que además tienen infiltradas a muchas de las organizaciones sociales de base en la región y de las juntas de acción comunal. Un araucano le contó a La Silla que hace poco, en una vereda de Arauquita, vio al Eln hacer algo que no hacía años. Encontró a los guerrilleros parados en la puerta de la escuela revisando, uno a uno, a los niños para verificar que estuvieran cumpliendo sus “manuales de convivencia”: que no tuvieran piercings, ni aretes, ni pelo largo. Ahora incluso controlan hasta qué horas pueden tomar cerveza. “Han reconstruido su tejido social, apoyando a las juntas de acción comunal y a las organizaciones sociales. Dicen que quieren llegar a la mesa de diálogos con la sociedad civil fortalecida”, dijo. Si no llegan con la sociedad civil fortalecida, por lo menos la tienen muy amedrentada. “Las mujeres están muertas de miedo”, le dijo una autoridad que trabaja con lideresas.

Otras muertes

80

El 7 de noviembre, las lideresas celebraron el Día de la Mujer. La celebración no duró mucho porque al día siguiente otras dos mujeres fueron asesinadas De vidas se hizo el conflicto


en Saravena. Estaban departiendo en el bar “La Colombiana” cuando entraron unos hombres y les dispararon. En el reporte escrito que hizo la Policía, la “primera hipótesis delictiva” es que las asesinaron por “departir en estas cantinas con miembros activos de la fuerza pública”. Que tenían tratos con los militares es una de las dos versiones que se tejen sobre su muerte sen este pueblo, en el que hablan de esto en voz baja pues es el fortín del Eln. Una, que se trataba de dos mujeres homosexuales que hacían parte de una supuesta lista que emitió el Eln amenazando “maricas, lesbianas, sapos, homosexuales y ñeros”. Esta versión fue dada por personas que se desplazaron a raíz de la lista. La Silla consultó con varias autoridades y líderes de la región y todos sabían de la lista pero no la habían visto de primera mano. De acuerdo con esta versión de los desplazados, en una fiesta de la comunidad Lgbti en Saravena, un informante del Eln –que están en todas partes- había tomado fotos y luego todos aparecieron en la lista. Una de las asesinadas estaba allí. A una funcionaria pública, que es lesbiana, le tocó salir del pueblo después de este episodio. En cualquier caso, su muerte se sumó al historial delictivo del Eln en Saravena, un pueblo que controlan casi en su totalidad. Solo en lo que llaman “el anillo de seguridad” tiene control el Estado. En esas pocas cuadras que conforman el anillo es donde permanecen los policías. El Alcalde se ha visto muy debilitado después de que los guerrilleros mataron al concejal que manejaba su coalición en el Congreso y a su Secretario de Gobierno. A este último, dentro del anillo de seguridad. Dos semanas después de la muerte de las mujeres en Saravena y una semana antes de la de Tame, otras dos fueron asesinadas en el sector Casa de Zinc, en la vía que conduce al corregimiento La Esmeralda en Arauquita. El 26 de noviembre, dos líderes fueron abaleadas. Una murió al instante, la otra llegó viva al hospital de Saravena, pero no sobrevivió. Se trataba de la fiscal de la Asociación de Juntas de Acción Comunal de Tame Amalis Fernanda Meza y Leidy Milena Méndez, presidenta de la Junta de Acción Comunal de la vereda de San Salvador, en Tame. Después de su muerte se supo que las dos eran colaboradoras activas del Eln y había investigaciones judiciales en curso contra ellas. Pero “un movimiento interno dentro del grupo” –según le dijo una fuente a La Silla de manera cifrada- llevó a que la misma guerrilla las matara, aunque una de ellas era pareja de un jefe guerrillero. “Es que ellos no perdonan a nadie. Si tienen que matar al hijo, lo matan”, dijo. Todo esto sucedió en las últimas diez semanas. De vidas se hizo el conflicto

81



ÂżQuiĂŠn les responde a los secuestrados y desaparecidos de las Farc? Laura Ardila Arrieta

Foto Santiago Mesa

De vidas se hizo el conflicto

83


Doña Amalia habla sobre su hijo en tiempo presente. “Enrique es piloso y consagrado en su trabajo”, dice. “Tiene 45 años. Es soltero”. Terminó su bachillerato en el Claustro Moderno de Bogotá. Estudió Derecho en la Universidad Externado. “Y sin haberse graduado aún como profesional, llegó a ser secretario del ministro de Justicia Roberto Salazar. Es que es piloso y es consagrado”. Pero él parece muy lejos de su presente. Hace 16 años y trece días que no lo ve. Fue secuestrado a las 6:30 de la mañana del 11 de febrero de 1999, en la carrera 12 entre calles 19 y 20 de Bogotá. A las 9:30 de esa noche le oyó la voz por teléfono. Y la última noticia de su existencia la tuvo hace una década. Ella dice que siente que está vivo. Y plena de convencimiento, también asegura sin espacio a dudas: “Nosotros estamos absolutamente seguros de que lo tienen las Farc”. Son varias sus razones: el día en que se lo llevaron, Ismael Enrique Márquez Díaz pudo hacerles dos llamadas telefónicas a sus padres: dijo que lo tenían las Farc, que no se preocuparan porque la cosa no era con él, que llamaran al gerente de la cooperativa de ahorro y crédito de la que él era secretario general porque con él era con quien querían hablar. Que eso duraría poco. Les detalló que lo tenía el Frente 51 en el Sumapaz. Un mes después, el 5 de marzo, prosigue doña Amalia, un hombre llamó a su casa y se identificó como Miller Perdomo, uno de los jefes del Frente 51. “‘Necesitamos que el gerente venga a dar explicaciones’, fue lo que le dijo a mi esposo”. Siete días más tarde, en lo que fue considerado un gran golpe contra las Farc, el Ejército mató a ese jefe guerrillero. Luego de eso y durante los cuatro años siguientes, según la familia de Ismael Enrique Márquez Díaz, 34 secuestrados de esa guerrilla que pudieron recobrar su libertad aseguraron haber conocido al hijo de doña Amalia en cautiverio. Le decían que Ismael Enrique estaba escribiendo un libro. Y acaso la prueba más contundente para el reclamo de verdad de esta madre a las Farc es la constancia que posee de la condena en contra de alias Romaña, quien trabajaba de la mano con su lugarteniente Miller Perdomo en las pescas milagrosas, “por el secuestro de Ismael Enrique Márquez Díaz. Yo la tengo, aquí la tengo”.

84

“De que Romaña me tiene que dar razón de mi hijo, me la tiene que dar”. De vidas se hizo el conflicto


Por el camino, ella y su esposo le han escrito a todos los presidentes en los últimos 15 años. “A varios abogados externadistas (como su hijo) que han llegado a cargos importantes”. Pero nada se ha concretado y todo se ha diluido con el tiempo. Lo que doña Amalia cree es que la cooperativa en la que trabajaba Ismael Enrique tuvo problemas de plata dos años antes de que él llegara a laborar ahí, y le incumplió a varias personas. Y que por eso las Farc se la querían cobrar al gerente. Pero éste nunca fue a hablar con ellos. También por el camino de su búsqueda se encontraron con el periodista Jaime Garzón, a principios de 1999, poco después del secuestro. “Yo lo escuchaba en Radionet. Y lo admiraba. Llamé un día a contarle lo de mi hijo y me pasó enseguida al teléfono. Ay, tan bien que se portó con nosotros, tan bueno que fue. Hablamos por última vez el 12 de agosto, me dijo que, como la cooperativa había entrado en liquidación, él creía que ya no había razón para que siguieran con Enrique. Estaba muy optimista, me pidió que lo llamara el domingo que seguía”. Cuenta la señora. Al día siguiente mataron a Jaime. “Yo le escribí a (el presidente Juan Manuel) Santos y le dije que lamentaba que no hubiera comenzado estos diálogos por el derecho: pidiendo la liberación de todos los secuestrados y que las Farc respondan por los desaparecidos… yo lo que les pido a ellos es la verdad, a mí no me importa que paguen pocos años, yo no estoy en contra del proceso, pero sin verdad no podemos hacer nada”. *** Somos un país de desaparecidos, como lo evidencian el relato de doña Amalia y la cantidad de rostros de los perdidos que fueron expuestos en los cuatro foros nacionales de víctimas que hubo en 2014 (tres oficiales del proceso de paz y uno liderado por la senadora liberal Sofía Gaviria, ese sólo con víctimas de las Farc). Los desaparecidos reportados en el país en los últimos 76 años, según la Defensoría del Pueblo, suman poco más de 94 mil, aunque incluyendo los que se desaparecieron voluntariamente de sus familias. El secuestro, que puede coincidir con esa cifra porque muchos secuestrados fueron considerados luego desaparecidos, ha cobrado más de 39 mil víctimas en los últimos 40 años. Es muy difícil saber con exactitud la parte de la responsabilidad que le corresponde a las Farc en el primero de los dos crímenes. Como lo explica el ‘¡Basta Ya!’ -el informe general sobre el conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica- eso es porque la desaparición forzada tiende a confundirse con el secuestro y el homicidio y por la poca visibilidad que le han dado los medios de comunicación. De vidas se hizo el conflicto

85


En la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas, las cifras, por ejemplo, están distribuidas por regiones y no por presunto autor. El general de la Policía Luis Herlindo Mendieta -12 años secuestrado por las Farc, hoy líder y acompañante de víctimas- asegura que lleva la cuenta de al menos 500 militares y policías desaparecidos por los que debe responder esa guerrilla. El periodista Herbin Hoyos, quien desde hace 20 años dirige el programa radial ‘Voces del secuestro’ por el que todas las madrugadas de los sábados pasan unas 150 personas enviando mensajes a sus secuestrados o desaparecidos, dice que son en total unos tres mil los desaparecidos por las Farc. En cuanto al secuestro, la primera certeza que se tiene es que las Farc han seguido cometiendo secuestros de tipo extorsivo, a pesar de haber supuestamente renunciado a ese delito poco antes del inicio de los diálogos de paz en La Habana. Según el Ministerio de Defensa, que maneja las cifras de los secuestros a través de su Dirección de Estudios Estratégicos a cargo de César Restrepo, entre enero de 2012 y octubre de 2014 las Farc cometieron 74 secuestros. Cuarenta y siete de ellos de tipo extorsivo, es decir, que exigen plata a cambio de la liberación. De entrada, hay que decir que es un porcentaje pequeño (el 7 por ciento) del total de secuestros que hubo en el mismo período en el país (857). El asunto es que 682 de esos secuestros son atribuidos por el Ministerio a la delincuencia común y, según asegura el periodista Herbin Hoyos (que en sus dos décadas de trabajo ha mantenido una comunicación permanente con las familias de los secuestrados y quien tiene información de primera mano), varios podrían terminar siendo también de las Farc. Según asegura Hoyos, que tiene información recogida entre testigos y familiares de las víctimas, eso se debe a que, “las Farc en muchos casos (desde que hicieron su promesa pública de abandonar el secuestro extorsivo) no volvieron a usar distintivos para cometer ese delito”. Así queda, al menos preliminarmente, disfrazado el crimen como de delincuencia común. Esa información, sin embargo, no la pudimos confirmar con una fuente oficial. Por supuesto, no estamos en 2003 cuando las Farc secuestraron en el segundo trimestre del año a 645 personas, según la Fundación País Libre que monitorea el secuestro. Y tampoco está vigente la “ley 002” de la guerrilla que determinó el secuestro como una orden sistemática contra los ciudadanos que no les pagaran “impuestos”.

86

Pero en cualquier caso, el secuestro extorsivo, que supuestamente las Farc no tienen como práctica hace dos años, sigue azotando a muchas familias. Así sean ahora menos. De vidas se hizo el conflicto


Y eso sin contar lo que ellos llaman retenciones, como las que se dieron a finales del año pasado con dos soldados de Arauca, del General Rubén Alzate y de sus dos acompañantes en Chocó. El problema para las Farc es que desde 2009 se acabó la moratoria que firmó Colombia cuando ratificó el Estatuto de la Corte Penal Internacional en 2002, lo que significa que desde ese año esa guerrilla puede responder ante esa instancia por crímenes de guerra. El secuestro es uno de ellos. “Por eso es que ellos han dicho para escudarse que no lo siguen haciendo, quieren mostrar que las pescas milagrosas y los secuestros son errores del pasado”, le dijo a La Silla una fuente que conoce estas normas internacionales. Uno de los puntos que siguen pendientes en La Habana es el de la justicia transicional. Aún no se sabe si el secuestro va a ser considerado como delito conexo al delito político, ni en qué casos. Pero si se incluye, eventualmente algunos secuestradores no pagarán ni un día de cárcel. Como sea, antes incluso que la misma justicia está el reclamo de las víctimas que exigen, sobre todo, la verdad, como lo evidencia la historia de doña Amalia Díaz y su hijo ido hace más de 15 años de la mano de las Farc. En la historia del delito que ha marcado el descrédito de esa guerrilla.

De vidas se hizo el conflicto

87



La restitución se le enreda a las mujeres

Andrés Bermúdez Liévano

Foto de Andrés Bermúdez Liévano

De vidas se hizo el conflicto

89


Evina Morales tiene 70 años, una leve cojera y una hinchazón permanente en el brazo derecho que le quedó de una golpiza. Isabel Zárate, un par de años menor, tiene diabetes y un problema de columna, mientras que Graciela Hernández y Estelia Fuentes -ambas sexagenarias- casi ni pueden moverse. Ellas, igual que otras sesenta mujeres, temen morirse sin recuperar un predio en el sur de Magdalena que el Gobierno les dio a mediados de los años noventa y del que tuvieron que salir huyendo hace 15 años, pero al que siguen soñando con volver. Detrás de ese temor se esconden razones de peso. Ya murieron ocho de las reclamantes originales, en un grupo de 75 mujeres donde dos terceras partes son adultas mayores. Otras tres de ellas fueron asesinadas por intentar recuperar sus parcelas en la finca de Los Playones, en Pivijay. El año pasado murió otra de ellas. Ese domingo 21 de septiembre del 2014, Vicenta Segobia -una mujer de 46 años, madre de seis hijos y una de las más jóvenes del grupo- comenzó a sentir un dolor en el pecho en la mitad de un taller con la Unidad para las Víctimas, que buscaba arrancar el proceso de reparación colectiva con ellas. La internaron en un hospital de Santa Marta pero murió esa noche, de la hemorragia que resultó de una aneurisma de la aorta. “Se nos han muerto ocho mujeres esperando la restitución y la reparación. Con Vicenta se nos ha ido la ilusión”, dice Belinda Márquez, vivaracha y segura fuera de su pueblo natal, más dada a mirar con nervios hacia todos los lados cuando está en él. Ella es hoy la líder de todas, después de que su primera lideresa Luisa Barrios -a quien cariñosamente le decían “la campesina cotizada”- fuera asesinada en la carretera de Los Playones a El Retén en 1999. El caso de estas campesinas, reunidas en una asociación llamada Asomuproca y considerado por el gobierno Santos como uno de los casos emblemáticos de restitución de tierras a mujeres, refleja la realidad de que muchos casos simbólicos de la restitución siguen empantanados. En los últimos meses la restitución de tierras, una de las banderas de la Ley de Víctimas del presidente y una pieza central en el proceso de paz, ha estado en el ojo del huracán.

90

Amnistía Internacional le cuestionó al Gobierno en noviembre pasado los magros números tres años después de su puesta en marcha, en un informe en el que concluye que la mayoría de víctimas se siente defraudada y advierte que sin correctivos los avances “no serán más que meros gestos vacíos”. De vidas se hizo el conflicto


El Gobierno se defendió diciendo que es el único país del mundo que está reversando el despojo en medio del conflicto, un argumento veraz pero que no explica por qué -tras tres años de Ley de Víctimas- el proceso sigue tan lento. Hasta el Ministro de Defensa Juan Carlos Pinzón, quien nunca habla del tema, salió a defenderlo. No es la primera vez que llueven estas críticas. Hace un año José Manuel Vivanco y Human Rights Watch advertían que la seguridad es el principal palo en la rueda de todo el proceso, algo que también han cuestionado León Valencia y líderes de restitución como Gerardo Vega. El Observatorio sobre la Restitución de Tierras que montaron cinco universidades y que dirige el sociólogo Francisco Gutiérrez Sanín calculó -con una proyección más rigurosa que la de Amnistía- que diez años no serán suficientes. Aunque Santos prometió hace un año meterle el acelerador, en dos años van 842 sentencias que le han devuelto sus tierras a 1.467 familias campesinas. Al proyecto de ley que para agilizar el trámite presentaron en abril del 2014 Juan Fernando Cristo y Guillermo Rivera -los ex congresistas que apadrinaron la Ley de Víctimas y hoy son altos funcionarios de Santos II, le dieron un entierro de segunda en el Congreso. “Son los legados nefastos de un país en guerra. Identificar un predio sigue siendo muy difícil porque no hay un catastro rural. Ya hay zonas seguras, pero que están llenas de minas. Uno no puede pretender que eso no es así”, dice Ricardo Sabogal, la cabeza de la Unidad de Restitución. A diferencia de lo que ve Amnistía, hay avances notables. Una encuesta que acaba de hacer el Observatorio de Restitución arrojó que entre 75 y 79 por ciento de los campesinos despojados saben que pueden comenzar el trámite para recuperar sus predios. Eso significa que, en restitución, cuatro de cinco víctimas ya la conocen. La vivienda para campesinos restituidos que retornan, que depende del Banco Agrario y que era otro palo en la rueda, finalmente arrancó. Las primeras casas se entregaron formalmente en octubre pasado en Ataco, en el sur del Tolima, y en total ya van por un centenar. Sin embargo, muchos casos están demostrando ser más complejos y enredados de lo que se imaginaba. Apenas hay un fallo colectivo para comunidades indígenas, en el Alto Andágueda chocoano, y ninguno para afro. Lo mismo ocurre con las mujeres, como lo evidencia el caso de la Asociación de Mujeres Productoras del Campo (Asomuproca), que -pese a tener al Colectivo Mujeres al Derecho (Colemad) ayudándolas legalmente e impulsando el caso dentro y fuera del país, pese a llevar su caso a la OEA en Washington, pese a tener el apoyo de varias embajadas y ONUMujeres- sigue enredado. Las sesenta mujeres de Asomuproca están a punto de cumplir diez años desde que comenzaron a reclamar sus predios -hoy sembrados de palma- en Pivijay, que abandonaron en 1999 por presión de los paramilitares y el ELN. De vidas se hizo el conflicto

91


En esa década, su caso ha avanzado y retrocedido como un funicular. Ganaron un fallo de la Corte Constitucional y expusieron su caso en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, pero llevan quince años sin pisar sus tierras. Casi todas han sido amenazadas, incluso las que viven en Ciénaga y Pueblo Viejo, a más de tres horas de sus antiguas fincas. Pocas de ellas se atreven a hablar públicamente, muchas se sienten vigiladas. Cuando un periodista de La Silla se sentó a hablar con un grupo de ellas en un pueblo del Magdalena, se acercó un hombre -un bulto camuflado en la cintura- a preguntar quién era el visitante. La zozobra en la que viven, aún lejos de su predio, es permanente. Tras 17 meses de proceso administrativo en la Unidad de Restitución, su caso finalmente llegó a manos de un juez en diciembre de 2014. Esto, aunque suena promisorio, tampoco les asegura una pronta resolución: la demanda irá a la cola de los casi 6 mil casos que ya tienen los apenas 39 jueces y 15 magistrados de tierras que hay. Es decir, la espera aún será larga. Encima de todo, hoy no tienen tierras, pero sí una deuda de 6.500 millones de pesos que no pueden pagar. Esto porque, cuando el extinto Incora les entregó en 1996 de manera colectiva una gran finca de 1.322 hectáreas en una vereda de Pivijay, lo hizo bajo una modalidad que entonces les pareció inofensiva y que terminó devolviéndoseles como un bumerán. Era el ‘70 – 30’, un esquema en el que el Estado les regalaba dos terceras partes del valor de la tierra que había comprado y ellas iban pagando a plazos el resto. El problema es que -solo tres años después de recibir Los Playones, de desmontarlo, cercarlo y comenzar a cultivar plátano y maíz- tuvieron que salir por amenazas. Sin tierras, desplazadas, asustadas, se quedaron sin cómo pagar. Sobre todo porque esa deuda arrancó un extraño peregrinaje en el que pasó del Gobierno nacional a un privado. La Caja Agraria -tras quebrarse y entrar en liquidación- le entregó su cartera de deudas a la Central de Inversiones (Cisa), una administradora de recursos que a su vez se las cedió a Covinoc, una empresa de cobranza, para que recuperara la plata. La deuda inicial de 300 millones de pesos de Asomuproca se disparó hasta los 6.500 millones. Terminó en manos de un hombre llamado Salomón Meléndez, que pidió el remate de las tierras para recuperar su inversión y que -según cuentan las mujeres- se acercó a la casa de varias de ellas para pedirles que le firmaran un documento convirtiéndolas en ‘socias’. A ellas nunca les notificaron de la venta de su crédito. Y el abogado que actuaba en el proceso, desde que salió del ‘banco público del campo’ hasta que llegó a un particular en El Retén, resultó siendo el mismo.

92

El suyo no es un caso singular, sino parte de un tipo de despojo raro ligado al manejo de las deudas de asociaciones campesinas y más bien invisibilizado, pero que se ha repetido en varios rincones de la Costa. De vidas se hizo el conflicto


“No se sabe cuántos hay, pero sí hay suficientes -en Montes de María, en Córdoba, en Magdalena- como para ver que hay un patrón de comportamiento”, dice Donny Meertens, la investigadora que ha mirado más de cerca el tema y que lideró el primer informe sobre tierras del Centro de Memoria Histórica. Para estas 75 mujeres de seis municipios del Magdalena, el calvario arrancó poco después de que recibieran las tierras, una promesa que le hizo la entonces ministra de Agricultura Cecilia López Montaño a un grupo de pescadoras de la Ciénaga Grande afectadas por la gran mortandad de pescado de 1994. Era uno de los casos pioneros de adjudicación de tierras de reforma agraria exclusivamente para mujeres. No era una vida fácil la de Los Playones, en un terruño sin siquiera una vía de acceso. Para llegar tenían que tomar el bus hasta El Retén, cambiar a la buseta que recorría el camino destapado a la vereda de Chivita y luego terminando a pie. A unas les tomaba un par de horas, a las más lejanas hasta ocho, siempre llevando comida para quince días -según una de ellas- “como mulas de carga”. Las tierras no eran malas pero estaban cuarteadas y necesitaban adecuación, una asistencia que les prometieron y que nunca recibieron. Tampoco había servicios públicos. “Nos tocaba tomar del jagüey donde tomaban las vacas. Nosotros purificábamos el agua echándole [frutas de] corozo. Esa era nuestra metodología para poder usarla”, dice Belinda. A la deuda y al desplazamiento, se le sumaron otros problemas. O, como dice Belinda, “más páginas que a Cien años de soledad”. En 2004 el Incora -que estaba en liquidación- les inició un proceso por abandono de las tierras, pese a que la mayoría de ellas estaban registradas ante la Red de Solidaridad como desplazadas desde hacía años. El dueño de su deuda pidió rematar las tierras, un paso que ellas lograron evitar con una tutela -que falló a su favor la Corte Constitucional- cuando ya había un perito asignado para tasarlas. Sus tierras quedaron técnicamente protegidas por las medidas cautelares de ese fallo, que buscan evitar las transacciones dudosas, pero ellas siguen oyendo historias de compraventas y de contenedores que salen llenos de la madera de ceibos y robles que ellas plantaron. Los papeles de las tierras -que estaban a nombre de Asomuproca- sufrieron decenas de extrañas deformaciones, como resultado de ventas que ellas nunca aprobaron. A Evina Morales le metieron el papel por debajo de la puerta, con una firma que ella no había garabateado. Algunas mujeres arrendaron su predio y recibieron el primer pago, pero en el papel la transacción quedó registrada como una venta. Otras malvendieron por 400 mil pesos, máximo 2 millones de pesos. A todas las decían “No se acerque por acá que esa tierra la perdió”, les decían. De vidas se hizo el conflicto

93


Hasta su certificado de Cámara de Comercio como asociación campesina y femenina mutó. Tras cuatro cambios aparecen hoy como socios una serie de personas a quienes ellas no conocen, incluyendo a varios actuales ocupantes que llegaron -según ellas- en un repoblamiento de esa región que lideró el jefe para ‘Jorge 40’. Como dice Dolores Borja, otra de las líderes, “el caso emblemático de mujeres campesinas tiene entre sus titulares más de 50 hombres”. Hoy las sesenta mujeres -es decir, las 75 menos unas diez que se quedaron y se alinearon con los ocupantes- están repartidas por todo Magdalena: 18 de ellas en Puebloviejo, 20 en Ciénaga, otra veintena entre Pivijay, El Retén y Aracataca. La mayoría no tiene trabajo con qué pagar una deuda que -dividida entre todas- sale a 86 millones de pesos por cabeza. “No tienen derecho a las tierras, pero sí se les mantiene la deuda”, dice Luz Estella Romero, la abogada del Colectivo Mujeres al Derecho (Colemad) que investigó el caso y que lo ha asumido legalmente. “El Estado no puede iniciarles un cobro de deuda cuando es el primer incumplido. Tenía que haber adecuación de las tierras y proyectos productivos que nunca hubo”. Ni con un alto perfil público, ni siendo consentidas de la cooperación internacional, ni tampoco estando en las mesas de víctimas de los siete municipios y el departamento, las cosas han sido más expeditas. Belinda Márquez, su líder, fue una de las víctimas que habló en el Congreso cuando apenas se esbozaba la Ley de Víctimas. Ese mismo día recibió una llamada, diciéndole que “no busque lo que no se le ha perdido”. En octubre de 2014 expusieron el caso en la CIDH en Washington, tras haberse reunido ya con su ex relatora para los derechos de la mujer Luz Patricia Mejía. Pero, pese al alto perfil que ha agarrado su caso, ellas se sienten lejos de la restitución. Sobre todo desde que murió Vicenta, justo el día en que le reclamaban a la Unidad de Víctimas por la lentitud en el proceso de reparación colectiva. “Nos han dejado un trauma. ¿Qué tal que de una emoción o un susto vaya a caer otra de nosotras muerta? Para mí que ella se emocionó mucho. Nunca hemos tenido ni siquiera la asistencia de un psicólogo”, dice Nellis Gutiérrez, quien reemplazó a su mamá María Elena Guerrero -una de las reclamantes fallecidas- en el proceso. Aunque en noviembre de 2014 la Unidad de Restitución les notificó que ya están oficialmente inscritas en el registro de personas despojadas y su caso finalmente está en manos de un juez, la mayoría no se sienten demasiado optimistas de ver sus tierras. “Si no tenemos acompañamiento de abogadas, de Ongs internacionales, de la ONU pasarán los diez años de la Ley de Víctimas y nosotras no vemos nada. ¿Cómo sería si no los tuviéramos?”, dice Belinda Márquez.

94

En la respuesta a esa pregunta están muchas de las claves para que la restitución de tierras siga avanzando. De vidas se hizo el conflicto


Índice de Autores

Juanita León es la fundadora y directora de La Silla Vacía desde que fue creada en 2009. Es abogada de la Universidad de los Andes con una maestría de periodismo en Columbia. Escribió País de plomo, crónicas de guerra y No somos machos pero somos muchos, crónicas de resistencia civil. Después de su paso por la revista Semana y de iniciar la versión diaria online de Semana, Juanita abandonó el cubrimiento de la guerra, la crónica y el país para ir a Harvard como becaria Nieman. Desde que volvió, después de crear flypmedia.com en Nueva York, se ha dedicado a sacarle patas a La Silla en el mundo virtual.

Andrés Bermúdez Liévano es un periodista colombo-chileno, viajero y lector incansable. Estudió literatura, antes de hacer su maestría en periodismo y ciencia política en la Universidad de Columbia y el Instituto de Estudios Políticos de París - Sciences Po. Trabajó como periodista en Francia, España y Argentina, aterrizando luego en China como cofundador y editor de China Files, una agencia editorial que produce reportajes para América Latina desde China. Actualmente ocupa su butaca en La Silla, donde escribe sobre víctimas y tierras, desarrollo rural, minería, medio ambiente y política de drogas.

Camila Osorio es politóloga de la Universidad de los Andes y socióloga de la New School for Social Research de Nueva York. Trabajó tres años en La Silla cubriendo temas de restitución de tierras y reparación a las víctimas, minería, movimientos sociales y la izquierda. Ahora cursa una maestría en periodismo y estudios latinoamericanos en NYU y publica para el Latin America News Dispatch y la radio pública WNYC. De vidas se hizo el conflicto

95


Natalia Arenas es politóloga de la Universidad de los Andes con maestría en periodismo de la misma universidad. Hace un año llegó a ocupar su puesto en La Silla como practicante pero por suerte (para ella) se quedó a cubrir la movida política de su ciudad, Bogotá. Este año además arrancó a coordinar un nuevo proyecto: ‘Crimen y Castigo’, con el que La Silla le apuesta a desnaturalizar la idea de que las muertes violentas en Bogotá son “normales” y busca ejercer control social sobre las investigaciones de los procesos en la rama judicial para combatir la impunidad.

Laura Ardila Arrieta es una periodista caribe de 32 años. Con preferencia por la crónica como género para contar la vida, ha trabajado para El Espectador, El Tiempo, El Universal, Caracol Televisión y Publicaciones Semana. Ha sido tallerista y relatora en la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y profesora de periodismo en la Universidad del Rosario. En 2014 obtuvo el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría de prensa, por su serie sobre el poder del ex congresista sucreño Yahir Acuña. Actualmente ocupa su silla en La Silla Vacía y dirige su nueva hija, La Silla Caribe.

Santiago Mesa Rico, el autor de la foto de portada de este libro, es un fotógrafo antioqueño y estudiante de último año de periodismo en Eafit. Trabajó como practicante durante seis meses en La Silla. Una de sus fotos sobre las víctimas de las Farc ganó el concurso ‘Infrarrojo: historias de luz que no se ven’ del Centro Nacional de Memoria Histórica.

96

De vidas se hizo el conflicto



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.