Junkie Love

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Creado por Juan Ruge (2015/2019) Editado por Felipe Sánchez Villareal Foto de portada por Juan Ruge

Agradecimientos: Paula Patiño, Ana Fino, Mateo Galvis, Felipe Lozano, Carlos Rodriguez, María Camila Moreno, Luisa Soto, Santiago Olaya, Catalina Fernández, Alejandra García, Alejandra Medina Nocua, Sergio Ávila, Mateo Rueda, Simón López.


JUNKIE LOVE Juan Ruge



Solo un poco de junkie love

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La nada te perseguirá

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Siempre me he visto así // Me gustan las cosas aburridas

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Malditos niños consentidos

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Surfer Pillow

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Todos lo quieren todo

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Puro

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Ponme estúpido (junkie love parte II)

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No hay tal cosa como un milagro

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Nuestro lugar

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El retorno al abandono (Adorado)

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Sumisión

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Bazuco

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Solo un poco de junkie love Es chistoso cuando me encuentro a mí mismo pensando en que nunca he tenido un novio. Estoy muy acostumbrado a la idea. —Soy Juan, nunca he tenido un novio. No es como si nunca hubiera sentido una gran cantidad de afecto por una persona, me ha pasado, pero nadie ha estado en condiciones de recibirlo. Termino volcando todo ese afecto hacia mis amigos. Casi siempre funciona, pero hay situaciones en las que todo se da a la malinterpretación de las lenguas resbalosas y ahí me doy cuenta de las cosas que hace la gente con palabras. Soy una persona un poco rígida, distante, fría. Eso parece, pero una vez he llegado a cierto nivel de intimidad, juego a dar afecto. Con cautela y curiosidad. Al no estar

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acostumbrado, toda la situación me resulta ajena. Cuando la gente comienza a notarlo, a opinar, a hacer comentarios y preguntas, ese afecto se sale de control. Se vuelve todo incómodo y desastroso hasta que se sale de los límites de lo aprobable. Hace poco leí un documento de veintitrés páginas titulado “La estructura de carácter masoquista”. Decía muchas cosas con las que me sentía identificado: describían a un sujeto ansioso con un comportamiento ambivalente, con una intensa necesidad de aprobación, con tendencia a dañar a los demás y dañarse a sí mismo, al autodesprecio, a la negatividad, a la duda, a la indecisión. Decía muchas cosas, pero quizás el rasgo más definitivo, o simplemente el que más resonó con mi experiencia, estaba implícito en una pequeña afirmación: el masoquista “pide amor provocando y expresando rencor”. Nunca he tenido un soporte emocional más allá de la convención de amigo. Cada vez que siento que quiero ir más allá, me detengo a mí mismo y comienza el confuso juego de represión y liberación. Un juego de miradas odiosas y comentarios afilados emitidos por un sentimiento blandito y rosado. Es una forma extraña de sentir el afecto, pero es la única manera en la que lo he experimentado. Más allá de los niveles de afecto, las confusiones embarazosas, y lo que la gente asumía como cierto, lo más complicado era lidiar conmigo mismo y lo que sus

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afirmaciones me hacían creer. Es complejo sentirse decidido cuando el afecto es rechazado o simplemente visto con desaprobación. La indecisión hace que todo se quede contenido adentro, que se hagan nudos en la garganta, que manos y rodillas tiemblen. Fue bajo estas circunstancias que descubrí la fiesta y las sustancias que se requieren para soportarla. Nunca he disfrutado mucho ir a fiestas. Soy de los que se sientan en un rincón con un gesto apático cuando el alcohol, el papelito, o el pase ocasional no desatan un frenesí de baile etéreo e introvertido. Nunca lo hice por placer, lo hice por complacencia. Todo el afecto contenido necesitaba ser liberado de alguna manera, y un bar lleno de desconocidos con música a todo volumen resultó ser el escenario perfecto para hacerlo. Obviamente jamás se trató de ir por ahí besando extraños y dando mamadas arrodillado en el piso de un baño. Se trataba de mendigar afecto de la única manera en que siempre he podido hacerlo: manipulando. No era algo premeditado, simplemente pasaba que al pasarme de tragos comenzaba a sentirme mal, literalmente. Mi cuerpo se volvía una frágil masa gelatinosa que, por alguna razón, la gente se sentía inclinada a cuidar y consentir. No quería estar ahí, pero la gente, mis amigos, sí. Morir cada vez era la manera de recibir el afecto que requería sin necesidad de darlo. Seguramente les fastidiaba. Varias veces habrán querido darme una bofetada o simplemente dejarme tirado, pero nunca lo hicieron. La única forma de sentir la liberación

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de afecto sin sentir desaprobación era recibiéndolo. Así me acostumbré. Pero las noches se acababan, los efectos desaparecían. Por más que insistiéramos en dormir todos juntos en una cama, esperando a que el guayabo químico arremetiera contra nuestras ganas de vivir, llegaba el momento de volver a casa, de asimilar la soledad otra vez. Tardes de siestas cortas y cigarrillos a escondidas me dejaban tirado en la cama con una sensación de cobardía. Durante la noche había obtenido lo que necesitaba, pero no lo que quería. Seguía siendo un mendigo y mi cuerpo lánguido exigía esas dosis de afecto para no sufrir el síndrome de abstinencia. Seguí yendo y consumiendo. Me hice adicto a algo que tenía que pedir, cual limosna, y por un tiempo no importó. Pero como si tuviera fecha de caducidad, el flujo de fiestas y descontrol fue mermando. Dicen que es parte de crecer. Quizás no hubiera sido tan grave si el afecto pudiera ponerse en una reserva, si pudiera ahorrarse y salvarse para tiempos de escasez, pero no es el caso. Siempre se necesita más. Quizás nunca debí haberlo probado. Quizás debí permanecer contenido en mi frío y hermético ser. Nadie quiere a un junkie mendigando para satisfacer sus necesidades de vicio. Solo causamos problemas, solo fastidiamos pidiendo más. La única alternativa parece ser regresar al aislamiento, a la represión, a llevar una pesada carga de palabras enredadas con pensamientos irresueltos, y hacer nada. He de soportarla si quiero rehabilitarme. He

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de botar las jeringas y borrar los nĂşmeros de los dealers. Esta vez, actuar como si estuviera bien no harĂĄ que nadie lo crea. Con cada pase de perico escalo mi torre de marfil, en una fiesta en la que nunca quise estar, esperando solo un poco de junkie love.

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La nada te perseguirá Sollozando en posición fetal, con la mano empapada de lágrimas y mocos, solía convencerme de que no había sufrimiento que no valiera la pena sentir. Me repetía que no importaba qué tan mal estuvieran las cosas, qué tan malas fueran las decisiones que pudiera tomar; que, si para vivir en este mundo era necesario acabar con mi lado más vulnerable e inseguro y reemplazarlo por falsa confianza a cambio de una peripatética sensación de seguridad y estabilidad, yo sería capaz de soportarlo sin aceptarlo. Y si en últimas mi vida resultaba ser tan desastrosa, tan insoportable, tan insufrible, podría, cuando el momento llegara, acabar con todo y ya. Siempre estaría esa posibilidad, continuaría posponiéndolo. Nunca anticipé lo que vendría en realidad.

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Y en realidad es simplemente un decir desde el punto de abstracción en el que me encuentro. Podría decir que en ese entonces los pensamientos de futuro suicida eran una especie de motor. El fracaso no era un monstruo al cual temerle, sino una simple posibilidad. Tendría que comprobar yo mismo si era la peor, y en caso de que lo fuera, seguiría existiendo una salida de emergencia. Estuve esperando ese momento de alarma a punta de sedantes. Tal vez los mismos sedantes que me hicieron olvidar lo que estaba esperando. Hoy, cuando volví a recordarlo, no pude evitar cuestionar en qué me he convertido. No soy todavía exactamente lo opuesto de lo que pensé que sería, pero lo puedo ver desde aquí: veo al sujeto asustado de fracasar, encapsulado en su propio miedo a dar un paso fuera de la vida que de cierta manera lo hace sentir seguro. Lo veo, pero no puedo asegurar que estoy ahí todavía. Las galletas con chips de chocolate a precios razonables, los granizados de café, los almuerzos sociales cada vez más frecuentes, las tardes soleadas con vino rosado, las respuestas eventuales a mis historias de Instagram, los pequeños proyectos de emprendimiento con amigos, las inauguraciones de exposiciones de arte y los sábados culturales, las revistas y libros con imágenes lindas, la música hiperproducida y banal que cumple la misma función que la lata de energizante que bebo antes de

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emprender otra noche de tragos pesados acompañados de la eventual píldora. Todo eso siempre acaba distrayéndome de una incomodidad tímida, pero latente. La he notado cuando estoy con las personas que deberían hacerme sentir más cómodo en el mundo, siempre seguida de una extraña paranoia, un temor incipiente a que me vean como ese sujeto acomodado en su rutina, esclavizado por las comodidades, que entregó su libertad a cambio de un salario fijo al final de cada mes. No me deja estar tranquilo. Ese sujeto acecha, y mi lengua se enreda cada vez que mi cerebro trata de vislumbrar algún detalle digno de contar. Termino callando por temor a aburrirlos y admitiendo en silencio que sí, que ya no siento esa misma emoción de entregarse a la incertidumbre, ese impulso temerario de hacer cosas sin razón. No logro distinguir si soy justamente la fantasía sofiacoppoliana que mi yo adolescente tanto idealizaba, o simplemente el perdedor que nunca quise ser, padeciendo un aburrimiento omnipresente, que es solo la señal de alarma de algo más que no logro ver. En medio de las sedantes distracciones, me pregunto: "¿Por cuánto tiempo?". En medio de uno de esos picos del éxtasis, mientras lo abrazaba, él me dijo: —Me encanta saber que lo voy a tener conmigo para siempre. Hoy, a causa de esa frase y muchas otras, me pregunto cuánto tiempo es para siempre y si hay algo después. Por cuánto tiempo he de aguantar esta nada que alguna

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vez fue insoportable y difĂ­cil de pensar, pero ahora es solo aburrimiento acumulado e inherente a una vida programada y atiborrada de placebos. Sigo sin saber si alguna vez sonarĂĄ la alarma que acabe de una buena vez con ese para siempre, en una salida de emergencia, o si simplemente deambularĂŠ sedado e indeciso, sin ser juzgado de frente, hacia un final inesperado y totalmente inconsciente.

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Siempre me he visto así Es muy obvio, la gente no se da cuenta: siempre me he visto así. Si solo pudiera lucir aburrido por primera vez significaría algo. La gente a mi alrededor es amable, como yo nunca lo he sido ni me he visto. Está en el #mood como ese post sobre nada.

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Me gustan las cosas aburridas Últimamente los límites entre lo que me aburre y lo que no se han vuelto borrosos. Se supone, por sentido común, que el aburrimiento es una sensación indeseable, una advertencia pasiva, alerta de una necesidad de cambio, de transición, de trascendencia. Aun así, trato de creer que me gustan las cosas aburridas. Hay artificios diseñados específicamente para combatir esa sensación. Trato de encontrar una película o serie para ver, pero entre tantas posibilidades es casi imposible evadir el tedio de la búsqueda. Miro mi Facebook por inercia y, cada vez más, noto lo horrible que es esa saturación de imágenes que nada que ver la una con la otra. Pienso que ver la basura real, al lado de un poste en la calle, sería más emocionante. Ya no trato de evocar conversaciones existenciales a través del chat. Es un fracaso. Cuando estoy acompañado me doy la oportunidad de intentar de otras maneras. La última vez fue una mezcla espontánea de weed y Monster en grandes cantidades. Paseábamos por galerías de arte un fin de semana, viendo obras que provocaban más risa que ganas de pensar. El mundo, al menos el que conozco, me hastía. Aun así, soy consciente de que muchas personas quisieran estar en mi lugar, o por lo menos quisieran que su mayor problema fuera sentirse desganados porque nada está mal, pero tampoco demasiado bien.

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Termino retornando a las mismas imágenes de siempre: adolescentes lánguidos, faltos de cualquier motivación, fluctuando entre el frenesí extremo y el decaimiento sublime. Recuerdo haber vivido siempre así, encontrando bienestar en los dramas tóxicos y en las más intrascendentes noches de caminatas, en vistas hermosas desde lugares remotos de madrugada. Y ahí estoy, en ese aburrimiento, como si se tratara de un lugar en el que, solo o acompañado, el problema más trascendental es la falta de sufrimiento. El sufrimiento real, el que hace que la gente se comprometa con una causa. Mientras caminábamos por la calle una tarde de sábado, drogados, pero no demasiado, mi amigo Mateo notó lo vacías que estaban las calles. —Es obvio, todo el mundo está en su casa viendo Netflix —le dije. Así es como me imagino al mundo. No visualizo gente en hospitales ni gritando en medio de bombas, ni muriendo de hambre, ni yendo en un camión hacia la guerra, ni protestando, ni lo que sea que la gente crea que es sufrimiento real. Eso solo pasa en la pantalla. Le conté a Mateo cómo, a mi modo de ver, el mundo está todo trastornado. Antes los tiempos de las personas estaban programados. Iban a trabajar en ciertos horarios, en otros veían televisión, y la televisión también estaba programada y había un tiempo para la ficción y un tiempo para los comerciales. Ahora no.

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Cada vez hay más personas que se creen libres porque pueden trabajar sin horarios, porque pueden elegir qué ficción ver y a qué hora, porque pueden poner pausa y sumergirse en diferentes aplicaciones en sus teléfonos solo para ver muchísimos comerciales, para enaltecer egos con sus likes y enriquecer a otros con sus clics a cambio de espejos que hacen su mejor intento por entretener, por captar atención. Mateo estuvo de acuerdo. Para él también era obvio que la gente ya no le ve sentido a salir a la calle. Tal vez tienen miedo. Tal vez están viendo mundos más bonitos, o tal vez más perturbadores, precisamente los mundos que los atemorizan. Pero siempre desde afuera, como simulacro, sucediendo en la pantalla. Verlo así da para pensar que todos son aburridos, y están cómodos siéndolo, así como yo. Sin embargo, generalizar es, por estos días, un acto condenable. Dicen que hay que pensar en esos otros: los que están del otro lado de la pantalla, los de la no ficción, los registrados viviendo las cosas que nos dan pavor. Pero nos pone bajo demasiada presión pensar que solo esas cosas tienen importancia, y que todas las cosas que la gente hace por hacer, fuera de la pantalla, no significan nada. Es esa la presión dañina del aburrimiento, la que lleva a la gente a tomar acciones desesperadas, a emprender la búsqueda de una emoción de la que todos están hambrientos. Me gustan las cosas aburridas: contemplar el techo de mi habitación, las puertas abiertas de mi armario, mis

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manos ponerse moradas sin importar el clima, los botones en la camisa de un hombre con un cuerpo promedio que aún no se ha puesto la corbata, los frenillos asomándose entre los labios de una chica que usa labial oscuro, el pujido de una persona que trata de entrar en un bus lleno. Mi cabeza está llena de esas pequeñas imágenes. Solo tienen sentido desde un lugar privilegiado. Puedo darme el lujo de aburrirme, pero se requiere un poco de sufrimiento para encontrar comodidad en ello.

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Malditos niños consentidos Lo he oído antes. Muchas veces, de hecho. Tantas que ahora vengo a cuestionarme a qué se refieren con eso: "Malditos niños consentidos". En efecto, se trata de una maldición, una etiqueta que trasciende edades y clases sociales. Es fácil sentirse identificado, suena glamoroso y no podría ser más acertado. Sería en vano tratar de descifrar si lo dicen con envidia, desprecio o simple e incisivo odio. Eso lo sabrán ellos. Lo que puedo ver es lo que está de este lado del espectro, y lo que yo veo es una vida difícil. Está en la forma en que nos expresamos: siempre tan quejumbrosos, tan desdeñosos, tan irónicos. Creamos nuestras propias confusiones, dramas y mitos. ¿De qué otra forma podríamos entretenernos?

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Más allá de la patológica necesidad de atención, las máscaras bonitas y las cortinas de humo desprendidas por el vicio, subyace una indiferencia al sufrimiento y, a causa de ello, una mente maquiavélica con ganas de causar daño. Podría decirse que tenemos el límite corrido. Tal vez no nos aplaudieron por sacar la lengua y definitivamente no nos felicitaron por hacer pataletas, pero me inclino a pensar que esos impulsos jamás fueron erradicados. Más bien lo único que hicimos fue aprender a jugar un papel dentro de una ficción social. Intentaron enseñarnos sobre el bien y el mal, pero poco a poco fuimos olvidando cómo aplicar esas categorías. Es lo que pasa cuando algo se aprende teóricamente sin ponerlo en práctica. Habiendo destruido hasta el último eslabón de la cadena de la moral a punta de tergiversaciones maniáticas, nos quedamos con las mañas que se requieren para disponerlo todo a conveniencia. Está ahí, esa habilidad de manipular todo alrededor con palabras bonitas, gracias sociales, sensibilidad y uno que otro ataque controlado de llanto victimizante (las lágrimas reales permanecen ocultas bajo el manto de noches interminables). Culpemos a papi y mami, ellos que nos dieron todo (…) No diría que fui un hijo problemático, pero en medio de mi adolescencia me vi envuelto en una situación que me hizo tomar conciencia de esa habilidad para manipular todo a conveniencia.

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Estando a punto de ser llevado a una correccional de menores, me tropecé con un límite aterradoramente tangible. Era un hecho: estaban llamando a la policía. Tenía poco tiempo antes de que la patrulla llegara, y como si se tratara de un instinto natural, me permití mostrar un arrepentimiento más cercano al miedo que al remordimiento. Hablé con esas personas. Hablaba con uno y él me mandaba a hablar con su superior, y ese superior con su superior, y así sucesivamente. Todos me recordaron a las odiosas clases de ética, cívica y urbanidad, y en cada conversación llegaban las mismas frases de cajón, los mismos refranes, las mismas moralejas. Para cuando llegó el policía y les preguntó si querían poner la denuncia, respondieron: —No. El policía me llevó a la estación de todos modos y dijo que debía llamar a mis papás para que me recogieran. En el camino a la estación el oficial me dijo que yo parecía un "niño bien", que se notaba. Me preguntó por qué hacía esas cosas. Yo solo dije: —Es que creo que mi papá no me quiere. Por lo demás, tenía derecho a permanecer callado. Parece tonto. Es el típico berrinche, ¿no? Culpemos a papi y mami, ellos que nos dieron todo. Tan generosos, tan comprensivos, tan permisivos, fueron los que nos mostraron el arma más poderosa de manipulación. Solo piensen en lo difícil que fue rebelarse contra

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esa figura cuya autoridad, por mucho tiempo, estuvo basada en el cuidado, el consentimiento y el afecto. En esta vida difícil no quedó de otra. Tocó ser un rebelde sin causa, siempre luchando por un poco de libertad hedonista bajo el régimen represivo del amor. Nunca tuvimos que pensar en lo que necesitábamos, así que nos angustiamos con lo que queremos. "Mocosos caprichosos", dirían los que jamás han probado la empalagosa ironía de perseguir la satisfacción reprimiendo cualquier impulso perverso o impuro. Supongo que es eso a lo que llaman felicidad: una conformidad consecuente con una actitud más agradecida. Pero conservamos aberraciones, deseos y hábitos insanos. Vamos corriendo más y más el límite con tal de explorarlos. ¿De qué otra forma podríamos entretenernos? Obviamente no conformándonos con lo que nos fue servido y paladeado como justo y beneficioso. Y ahí están sus "malditos niños consentidos": tan fríos, tan blandos, tan dulces. Se juntan y disfrutan manipularse entre ellos. Solo se tienen los unos a los otros, crean grandes obras de teatro para entretenerse. Las llaman noviazgos, enemistades y amistades platónicas. De alguna manera han de complicarse la vida. Sentados en un andén tan desolado como sus expectativas ante la vida, junto a botellas tan vacías como sus propios deseos.

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Tacones en mano cual diva en desgracia, entregĂĄndose los unos a los otros con embriaguez sensata y plena conciencia de sus decorosas maneras, de su desmedido comportamiento, pero, sobre todo, de su maldita condiciĂłn.

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Surfer Pillow Yo solo estaba deambulando por la sala de la casa de mis papás. Tenía el televisor y el computador encendidos y escuchaba música. Era de noche. Y no cualquier noche: era de esas noches en las que uno quisiera raparse o algo para sentirse menos vacío e insignificante. Me puse unas gafas de sol con marco blanco que compré en el mercado de pulgas. No las uso en público porque hacen que mi nariz se vea chiquita y chistosa. Esa noche me hacían sentir warholiano y sin sentido. Me senté afuera, en la calle, para fumar un cigarrillo. Con mis gafas de sol puestas no veía nada más que el puntito naranja de la ceniza encendida. Son gafas baratas, de esas que enceguecen con un filtro de mala calidad. Le daban el toque cool a una escena más bien patética.

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Volví a la sala y me dejé caer sobre el sofá grande de cuero negro, me quité las gafas y miré al techo por un rato. Me incorporé, me puse de pie y encendí la luz. Ahí lo vi. Era el cojín de color cian sobre el sofá, pero ahora parecía tener una mirada, una actitud. Mis gafas quedaron puestas encima, justo en el centro del borde superior; sobre ella (¿o él?) y le quedaban mejor que a mí. Le tomé una foto para subirla a mi historia de Instagram. Entonces supe su nombre. Lo primero que me dijo fue: —F U All. Surfer Pillow habla en inglés. No dice mucho, pero solo existe porque dice. Todo lo que dice es contundente y tiene un tinte absolutista. Siempre usa la palabra “all”, es su forma de referirse a la totalidad de cosas fuera de sí. Es directo, no hay quién lo juzgue. En principio pensé que era muy honesto y sin complejos. No tiene que disculparse por nada. Lo poco que me decía me recordaba a los truismos de Jenny Holzer, pero menos autoritarios y más abstractos. Parecía la verdad. Sin embargo, la honestidad no es tan simple como decir la verdad, ¿o sí? Sé que mis amigos y yo sobrevaloramos la honestidad. Cada vez que alguien hace algo, de otra manera imperdonable, lo toleramos admitiendo que "por lo menos está siendo honesto". Pero, por lo general, nos referimos a situaciones o acciones: a crímenes ya cometidos que encuentran

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justificación y razón en una especie de pulsión interna, una que sería deshonesto reprimir, o algo así. No es que seamos sinceros. La sinceridad es una presencia limpia: no tener nada que ocultar. La honestidad no es decir siempre la verdad, sino darle atributo de verdad a algo, es una cuestión de actitud. No quiero ser malinterpretado. No digo que sea un acto voluntario, como actuar para convencer. Es más lo contrario. Es una actitud que simplemente sale, se adhiere a lo que hacemos o decimos más allá de nuestro control, para bien o para mal. La honestidad puede crear lazos de confianza, pero también puede ser incisiva cuando se usa para herir. Entra directo, sin filtro. Aun así, valoramos el hecho de encontrar algo verdadero en un mundo de selfies, memes y frases motivacionales. Todos somos quienes queremos ser en internet, no me estoy redimiendo. Pero al final todo se trata del filtro. Cuando conversamos por un chat siempre hay que hacer un acto de fe. No podemos ver la actitud, o a veces sí, pero es más complicado. Cuando sucede cara a cara, si hubiera sucedido cara a cara, habría menos posibilidades de malinterpretación. Pero no fue así. Surfer Pillow solo puede hablar a través de mi historia de Instagram. Él es tan honesto como los demás decidan que es. Él no tiene actitud, así siempre tenga las gafas de sol puestas. Él lo es para mí, pero no creería todo lo que pienso de él.

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Todos lo quieren todo No tener a nadie con quien hablar realmente puede sacar lo peor de uno. No es como que crea que hay tal cosa como el bien o el mal, simplemente veo que las personas reaccionan a cosas. Y sí, hay cosas de qué hablar, pero cuando nada tiene sentido es difícil encontrar las palabras. Siempre resulta más sencillo quejarse, decir "La vida es muy paila", como si eso fuese a cambiar algo. Es complicado tener fe en las personas. Esa frase la aprendí de mi mejor amiga, Paula. Ella decía que yo tenía mucha fe en las personas, pero yo no me sentía así. No estoy muy seguro de por qué lo decía, así como nunca estoy seguro de nada, pero puedo jugar a suponer.

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No me importa ser olvidado, es lo más cercano a estar muerto. Me voy para caminar solo cada vez como un intento de suicidio en este orden. Odio la vida, en todo el sentido de la palabra. Lo que sea que eso signifique. Es solo una palabra que implica un montón de cosas relacionadas conmigo ya que no puedo odiar todas las cosas que no conozco. O tal vez puedo. Dije que odio la vida, y no solo la mía. Quizás esto sea un cliché, no estoy muy seguro ya que estoy muy acostumbrado a esta idea, pero pienso que hay ciertos afectos que me hacen sentir aún más solo. Hay diferencia entre estar solo y sentirse solo. Estar solo es algo comprobable de manera tangible. No hay personas alrededor, es un escenario perfecto para entregarse al pensamiento, a las ideas que, ni buenas ni malas, permiten acercarse a respuestas de preguntas que nadie jamás me hizo.

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Por otro lado, sentirse solo es insoportable. Es una sensación de necesidad, de incompletidud, de apego. Es un sentimiento que da miedo pensar, un estado de alerta más allá de cualquier paranoia. Comienzan a surgir las dudas: "¿Por qué te sientes solo cuando hay tanta gente ahí para ti?". Me empeño en pensar que las razones no importan. No es como si fuera por la vida pensando por qué hacer cada cosa. Solo me dejo llevar. Por un largo tiempo me he hecho creer que no tener certezas me permite vivir más experiencias. Al no estar prevenido del peligro me entrego a confiar en la gentileza de los extraños. Tal vez por eso Paula decía que yo tenía mucha fe en las personas, pero es más fácil tener fe en las que no conozco. Esperar algo de alguien apesta, pero apesta más sentirse en deuda con los demás. Me gustaría decir que no le debo nada a nadie, pero sé que no es verdad. Cada nuevo vínculo es una transacción de tiempos y disposiciones, y debo admitir que la mayoría del tiempo me muestro indispuesto. No es algo intencional, simplemente fui criado para ser arrogante. Es la forma más sencilla de enmascarar la vulnerabilidad, la ignorancia, la vergüenza. Soy solo un tonto sin nada por qué luchar, pero lo hago ver cool.

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Puro Solía burlarme y hacer chistes prejuiciosos sobre la gente que se quita la camiseta en las fiestas. Había escuchado historias de noches en las que sujetos se reunían en una casa o una habitación de hotel, y todos terminaban semidesnudos bailando. Sonaba inapropiado, salvaje, promiscuo, algo que yo no haría. Los juzgaba por el tono de las palabras en que esas noches eran retratadas. Siempre quedaba algún rumor de algún arrebato o desliz. Mala fama. No diría exactamente que conozco a esos sujetos, más bien los distingo. Salí esa noche para encontrarme con los sujetos que sí conozco, a los que llamaría mis amigos. Me sentía escéptico, sin ganas, pero salí de todos modos para ayudar a uno de ellos, a Carlos. Él quería hacer unas tomas,

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grabarnos demostrando gestos de amistad, o eso fue lo que me dijo por teléfono. Todo tenía un tono muy incierto, me gusta así. Llegué al primer punto de encuentro: en el parque, por el Parkway frente al Carulla. Saludé como si todo estuviera bien. De alguna manera lo estaba. No hubo pronunciamiento acerca del objetivo de la grabación, solo small talk en una banca. Éramos tres: el del proyecto que era Carlos, mi mejor amiga Paula y yo. Esperábamos a Jules que llegó usando un abrigo de peluche negro. Hubo saludos efusivos y ninguna cámara por ahora. Caminamos al segundo punto de encuentro, la casa de Luisa. Al timbrar ella salió por la ventana para mostrarnos un cenicero que había hecho en cerámica, o algo así. Obviamente no podíamos verlo. Bajó para abrirnos, nos mostró su cabello rubio rojizo, lo comentamos. Le queda lindo. El cenicero tenía la forma de una chica acostada, en cucos. Cuando entramos Carlos recibió un mensaje, era Felipe que estaba con Mateo. Se suponía que llegarían, pero escribió para decirnos que el plan original había flayado y ya no vendrían. Fue un poco decepcionante, pero teníamos un plan B. Un plan B que implicaba ir muy lejos a una casa que ninguno conocía. Dudábamos si valdría la pena. Decidimos meditarlo yendo a comprar trago. En el camino recogimos a Angélica, y comenzaron las grabaciones. La ciudad estaba sola. No era muy tarde en la noche, pero se veía como si lo fuera. La mayoría de los negocios

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estaban cerrados, sin importar qué vendieran. Dimos varias vueltas para encontrar una cigarrería abierta. Pedimos el primer litro de aguardiente Néctar. Debíamos tomar una decisión: si íbamos a tomar el plan B debíamos comprar más (cerca de la casa a la que iríamos todo estaba cerrado también). Compramos otro litro. Volvimos a la casa de Luisa para recoger nuestras cosas y emprender el viaje. Bromeamos diciendo que hasta hubiera sido más fácil salir de la ciudad para visitar a Ana. Dijimos que seguramente estaba viendo llover, junto a una piscina, en compañía de su familia. En el bus jugamos verdad o se atreve. La primera fue mi mejor amiga. Se atrevió a correr por todo el bus hasta la parte del conductor y devolverse. Era un reto torpe, pero seguro se vio muy bien en cámara. El resto de las chicas eligió verdad. Yo elegí me atrevo, pero solo me dieron retos bobos como los que se ponían los niños en pre-kinder, como hacer el ocho con la cola y esas cosas. Yo me rehusaba. Ni ahora ni de niño pude atreverme a hacer ese tipo de cosas. Además, con una cámara encima, no. Me retaron a rayar el bus por fuera con un marcador al bajarnos. Era un reto más acorde a mis aptitudes, así que acepté. Lo hice, pero todo pasó muy rápido y nadie lo vio y el bus arrancó y saludamos a la dueña de la casa plan B, Heidi, que venía a recogernos a esa calle oscura y desolada con su Pitbull.

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Caminamos a la única tienda abierta, compramos dos six packs. La luna era grande y llena. Sé que es un detalle irrelevante, pero la contemplamos desde varios puntos en el recorrido. Al llegar a la casa todos nos dejamos fascinar por la particular decoración. Había algo de estética vaporwave en esas lámparas y candelabros, en esas plantas cuyo verde resaltaba superpuesto al dorado de esas cortinas. Deambulamos, saludamos a la madre que pronto se fue para permitir que nos pusiéramos cómodos. Grabamos las tomas que el del proyecto necesitaba, pusimos un mix de simpsonswave, bebimos y fumamos a nuestro antojo. El mood cambiaba cada vez que alguien decidía qué poner. Todo un popurrí de géneros sonaba en ese equipo de sonido gracias a las facilidades del internet. De chillwave a aleteo, pasando por reggaetón viejito y electrónica, hasta llegar al karaoke de indie. Por supuesto que no llegamos ahí tan rápido. El trípode con la cámara en la mitad de la sala, dirigida al cenicero de cristal en forma de corazón, nos daba la sensación de que estábamos haciendo algo, además de emborracharnos. Pero fue hasta que la cámara se fue y la luz ultravioleta llegó que la fiesta comenzó a tomar forma. Yo tenía en mi maleta sobras de La Illuminati, una pas-tilla amarilla fluorescente. Decidimos "envenenar" el litro de Néctar que nos quedaba en la nevera. Lo dejamos reposar.

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El baile borracho y torpe me dio calor. Yo tenía puesto un saco de rayas, me lo quería quitar. Cambié con mi amiga rubia rojiza, que tenía un top de Beavis and Butthead. El popurrí no paraba, y nosotros tampoco. No supe en qué momento comenzamos a beber el Néctar "envenenado", pero subió rápido. Los niños teníamos calor, así que de la nada hice la declaración, me quería quitar la camiseta y quería invitar al resto a hacer lo mismo. Para mi sorpresa todos aceptaron. Algunos mostraron resistencia, pero terminaron cediendo. En medio de un viaje de pieles en distintos tonos de violeta y sostenes fluorescentes recordé la noche en que Ana estaba haciendo un fanzine titulado “Grupos de apoyo”. En la primera página del fanzine decía: “Hola, mi nombre es ________ y yo…”, como lo diría una persona en un grupo de ayuda. El resto de páginas eran dibujos de camisetas y chaquetas con frases como “sigo esperando que colapse el capitalismo”, “me gusta la piña en la pizza”, “disfruto envejecer”, “encontré el amor en Tinder”, “soy emocionalmente estable”. Esa noche ella nos tomó fotos con el dibujo con el que más nos identificábamos. Yo elegí el de un torso desnudo que decía “odio usar camisa”. —Pero tú odias quitarte la camisa —dijo Luisa. —Por eso mismo, es el mío en un sentido irónico. En ese momento no supe bien cómo explicarlo, pero mi grupo de apoyo era el de “odio usar camisa”, precisamente

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porque odio quitármela, porque no puedo hacer el ocho con la cola o salir del baño usando solo una toalla alrededor de la cintura, porque no puedo evitar hacer comentarios prejuiciosos y burlones. Como si nada de eso importara, ahí estaba con ellos, tambaleando y balbuceando las canciones que nos recuerdan lo que somos entre nubes de nicotina. Me acerqué a mi mejor amiga y le di un abrazo. Le recordé que estoy enamorado de ella y dejé salir, así como si nada, la razón de mi escepticismo. Sí, ese que me tenía sin ganas en el parque y antes de salir de mi casa. Ese que llegó en un delirio de fiebre y ahora regresa cada noche para no dejarme dormir ni llorar para dormir. Comenzó en mi cama. Llevaba horas ahí mirando el techo a oscuras, pero había dormido todo el día. Estaba enfermo de una de esas gripas que rompen los huesos y martillan la cabeza. Me sentía de alguna manera indeseado y atrapado en mis propios pensamientos. Hace mucho dejé de tener una relación con mis papás, no me dan consejos ni me ayudan a decidir cómo vivir. Yo mismo me encargué de eso. Pero antes tenía a mis amigos, estaban ahí y no me daba cuenta de lo indispensables que los hice para mí. Mis obligaciones mundanas ya no son sus mismas obligaciones mundanas. Esto, en términos de las cosas que son divertidas, implica muchas cosas.

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Para una persona como yo, introvertida y no muy insistente, las cosas divertidas surgen por las circunstancias, porque uno está en cierto lugar con ciertas personas y una cosa lleva a la otra y algo divertido pasa. Últimamente siento que tengo que esforzarme para hacer que pasen, que los busco a todos, pero nadie está disponible. La vida no es como las películas en las que se puede decir "manda a la mierda lo que estás haciendo, yo sé que es importante, pero… te necesito". Quisiera, pero más allá de las cosas que entiendo me convenzo a mí mismo de que igual no valgo tanto la pena. Ahí es cuando me siento atrapado, cuando ya no sé qué hacer con esto que la gente llama vida y tampoco encuentro a quién decirle que no sé qué hacer. Cada noche que no me encuentro agotado ahondo más y más en la cuestión. La noche antes de la noche de la grabación estaba en eso, y no era un delirio de fiebre como me gustaría pensar, como le dije a mi mejor amiga que había sido. Abrazados y sin camiseta le dije: —En mis delirios de fiebre pensé en formas de suicidarme. No fue un acto de desesperación, ni decirle ni pensarlo. Cuando lo pensé fue algo repentino, solo caí en cuenta. Una vez siendo adolescente me dije a mí mismo que podría hacer cualquier cosa conmigo porque si todo salía muy mal podía solo matarme y ya.

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Y así fui por la vida, sin proyectarme y tomando una que otra decisión riesgosa. Por mucho tiempo no pensé en hacerlo porque me apegué a mis amigos y no sentía que nada estuviera saliendo tan mal. Pero en mi cama, entumido e insomne, totalmente incapaz de llorar por mí, sentí el impulso de hacerlo. Ahí me di cuenta de que nunca había pensado en cómo. Por chiste pensaba en que lo haría comiendo semillas de manzana. En algún lado vi que contienen cianuro. Pero en un contexto más decisivo simplemente no tendría idea. Cortarse es muy dramático, y no quisiera que pensaran que es todo por llamar la atención. Necesitaría algo más contundente, como un revólver o un rascacielos. En el momento no tenía acceso a ninguno de los dos. Estaban las pastillas, pero también había demasiadas probabilidades de sobrevivir. Todo en mi mente tenía un tono muy calmado e intrascendente, no era un estado de alarma o alteración. Igual que cuando se lo dije: —En mis delirios de fiebre pensé en formas de suicidarme, no sabía a quién decírselo. En medio del frenesí era un acto de simple liberación, como cantar “I Hope You Die” de Molly Nilsson mientras bailábamos en ropa interior. No había morbo, ni celos, ni territorialidad. Era puro: el tipo de situación que es solo producto de las circunstancias y que no se puede crear intencionalmente. En la mañana despertamos un día antes de la resurrección. Vimos nuestras historias de Instagram, cada quien había

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subido una fiesta distinta, pero todos estuvimos en la misma. Algunos decidieron borrar la evidencia. Otros sintieron el guayabo moral. Yo simplemente llegué a mi casa, me bañé y me vestí para ir a ver a mi abuela. Cerré la historia con una foto de mí en mi ropa de niño bueno. Me dibujé una aureola y me declaré impoluto.

Sé que es un poco aterrador, sé que es un poco triste, que no haya nada más para mí, nada más para dejar atrás.

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Ponme estúpido (junkie love parte II) Como si tuviera sentido insistir, el sentimiento de culpa que deviene de esa vergüenza asumida por descarte se junta con la de un día desperdiciado y resulta imposible dormir. La ropa de toda la semana se fue apilando en el escritorio y las puertas del closet permanecieron abiertas, esperando el momento en que supuestamente retomaría la vida; este día, esta semana, este mes. No ha pasado. Lo cierto es que cada día hay responsabilidades, unas más vitales que otras, pero todas muy rutinarias en este punto. Por eso era tan divertido, ¿no? Del alcohol a la heroína, todo un espectro de potencial liberación, celebración, júbilo. Un escape de los ciclos

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absurdos de desinterés y tedio, hasta que el escape se vuelve parte de ellos. El cinismo que se requiere para admitir que ya no consumo para honrar una ocasión especial, sino para soportar las más mundanas, es solo equiparable con el hastío que se necesita para darse cuenta. La idea es siempre cautivadora, en el sentido más opresivo: una cerveza, un plon, una botella de vino rosado y lo que venga después. Irse a la cama con amnesia por lo menos tres veces a la semana no es tan diferente de perderse en la oscuridad de una sala de cine por tres horas o huir al extranjero por unas cuantas noches. Lo que subyace es lo mismo: querer desaparecer de un mundo en el que ya no creo, en el que he perdido la fe. Lo que pasa es que a veces lo deseo con más fuerza. Leí que los creyentes lo llaman "la noche oscura", por un poema de San Juan de la Cruz, titulado “La noche oscura del alma”, que dice así: En una noche oscura, con ansias en amores inflamada ¡oh dichosa ventura! salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada. A oscuras y segura, por la secreta escala, disfrazada, ¡oh dichosa ventura!

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a oscuras y en celada, estando ya mi casa sosegada. En la noche dichosa, en secreto, que nadie me veía, ni yo miraba cosa, sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía. Aquesta me guiaba más cierto que la luz del mediodía a donde me esperaba quien yo bien me sabía, en parte donde nadie parecía. ¡Oh noche, que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada! ¡Oh noche que juntaste Amado con amada amada en el Amado transformada! En mi pecho florido, que entero para él solo se guardaba, allí quedó dormido, y yo le regalaba, y el ventalle de cedros aire daba. El aire de la almena, cuando yo sus cabellos esparcía,

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con su mano serena en mi cuello hería, y todos mis sentidos suspendía. Quedé y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado; cesó todo, y dejéme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado. Es ese estado de emoción, rebeldía, libertad. Luego solo queda la crisis, el escepticismo y la desesperanza, la fe parece estar perdida y el alma siendo abandonada. Cuando pienso en la fe y la idea de Dios, encuentro sentido en la acción de encomendarse a algo más grande para así alivianar el peso del mundo y las decisiones que tomamos en él. Hay quienes dirán que se trata de un pensamiento demasiado sumiso; sin embargo, entiendo a los que lo prefieren sobre el ideal meritocrático del sueño americano, en el que uno es lo que es porque quiere, y no porque Dios así lo quiso. Dicen los creyentes que la fe admite vacilaciones, que “nos movemos de fe en fe”. Paramos de creer que se llama Dios y nos amenaza con ir al infierno, pero seguimos buscando un algo más grande que nos salve de los rincones más oscuros de nosotros mismos ¿No es eso lo que intentamos cada vez que invitamos a alguien a parchar?

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Distraernos, perder la conciencia juntos. De por medio está esa intención tan literal de llenar los vacíos, de cerrar las heridas, de remendar las costuras rotas de ese delicado tejido emocional. Tal vez solo estoy obsesionado con escribir sobre aquello que está en tránsito de desaparecer, pero podría asegurar que estamos ante un punto de quiebre. Si la rutina nos hizo adictos, es la misma rutina de ponernos estúpidos la que nos está liberando o, al menos, despidiendo. No puedo asegurar que haya algo con qué reemplazarla, quizás es lo más difícil: encontrar excusas para reunirse, para bajar la guardia y dejar ver un afecto que se ha construido a través de esos usos y abusos. Se trata de una ruptura que nos hace sentir atrapados, con nosotros mismos, entre la culpa de destruirnos hasta bloquear accidentalmente la memoria y el miedo a perder la oportunidad de hacerlo. —Para la próxima nos ponemos una GoPro en la frente para acordarnos, y la mejor parte es, al otro día, no tener que decidir qué ver en Netflix mientras se nos quita el guayabo —bromeamos. Cuando miramos la hora, sabiendo que no podemos seguir durmiendo, no queda más que pasarlo juntos, tratando de reconstruir los hechos para dejar de sentir esa vergüenza asumida por descarte, y nunca es posible. Siempre es una sublimación de ese desliz, esa copa de más, ese mensaje innecesario, ese beso imprudente, esas lagrimas destempladas, esa huida canalla. Somos todas esas

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cosas, y en algún punto, entre el descanso para fumar y el taxi de regreso a casa, construimos una codependencia en la que el retorno es inevitable. Sí, es ridículo, con la claridad del día se destiñe la dignidad, pero en este punto podría decir que ésta ya está demasiado desgastada como para que importe. Así que por mucho tiempo permanecimos sedientos de ese sentimiento, y de la nada el anhelo se convirtió en hastío y solo quedaron las ansias de eso que no es consuelo ni escape de una vida repetitiva y sobrecogedora, sino algo más. Como un acto de fe te pido: ponme estúpido, convencido de que no quedará frustrado el deseo de esa desaparición simbólica, de ese afecto efervescente, de esa conversación embarazosa y el consuelo de que nunca será tal el desastre como para no volver a vernos, para no recaer, juntos.

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No hay tal cosa como un milagro Era consciente de lo patético de la escena. Me había quedado por fuera. Estaba sentado en las escaleras del pórtico con una botella de ron añejo que había guardado para ese día, el día que me reencontraría con todos ellos. La botella tenía una especie de malla color beige a su alrededor. Noté que se había roto un eslabón. La calle estaba iluminada por unas ostentosas estrellas que adornaban el edificio. Del otro lado de la calle, una cantina. —Los boleros solo lo hacen más patético —dijo Ana, que estaba sentada junto a mí, fumando. Ella tiritaba de frío, ambos teníamos camisas muy delgadas, casi transparentes, pero su blazer negro no abrigaba tanto como mi escocesa roja. Lamentamos haber

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salido por ese cigarrillo, pero no tanto como para hacer algo al respecto, algo además de esperar. En ese momento ya estaba resignado. Estaba harto de esas tradiciones que habíamos construido juntos. Eran los primeros días de diciembre y ya me había rehusado a planear la siguiente "Acción de Desgracias", una tradición que comenzó como una celebración accidentada de intercambio de regalos, los últimos días de diciembre. Fue desastrosa y dramática, pero la mantuvimos, o la mantuve, por cinco años consecutivos, hasta este. Había pasado noviembre asistiendo solo a los eventos en los que normalmente estaría acompañado, forzándome a una independencia que me es ajena. Estaba cansado de buscar a gente que no me buscaba a mí, de insistir. Puse la botella de nuevo en mi maleta y Ana encendió otro cigarrillo. Imaginamos lo que hacían adentro, qué los entretenía tanto. Estarían haciendo un brindis, socializando y viendo una y otra vez las obras de arte que tanto esfuerzo les costó hacer. Cuando por fin salieron ninguno se acercó a donde estábamos sentados. Vi cómo Paula, mi homenajeada, sacó de su bolso una botella, otra que no era la que yo le traía. De inmediato pensé que se la había obsequiado alguien más, y no cualquier alguien, sino ese alguien a quien le he cogido tanto rencor. Preferí quedarme callado y con timidez escondí mi botella. Pregunté por la otra botella como quien no quiere la cosa. Se veía más cara. Ana aclaró que era solo un trago que

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Paula y alguien más habían comprado. Pero la intención ceremonial de regalarle el ron añejo a la homenajeada había desparecido, así que solo lo abrí y comencé a repartirlo a quien se me pasara por enfrente. Me sentía fuera de lugar. Después de decir "Bien, ¿y tú?" un millón de veces, como respuesta al cordial "¿Cómo vas?" y sus variaciones, me sentí totalmente drenado de honestidad. Bebí y repartí y seguí bebiendo hasta que llegó, ese común denominador en las noches de vacua pero deliciosa decadencia. Es difícil describirlo, porque siempre me entero demasiado tarde, a veces solo olvido. Despierto al otro día sintiéndome chistoso y con mucha ansiedad. Hago toda mi rutina de la mañana con afán porque me levanté más tarde de lo que debía. Y en los pequeños reposos me doy cuenta: no recuerdo bien lo que pasó. Retazos de memoria me indican que seguramente hablé de más; reafirmo que soy lo peor, que probablemente todo lo que hice fue ridículo y siento una profunda vergüenza que no tengo tiempo de procesar. Últimamente pienso qué podría ser. Pero solo puedo recordar el comienzo: soy yo tratando de saturarme de sustancias, la que sea, sin poder parar y repitiendo: —Ya no puedo sentir nada. El entumecimiento emocional y la conciencia comienzan a repelerse hasta que soy solo aire tejido que desvaría, y cae, y reposa sobre hombros, y abraza, y da vueltas, y besa, y se deshace en una burbujeante sinceridad.

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He aprendido a conocer mis encantos a través de nuevas personas. Encuentran linda mi risita nerviosa, ven a esta pequeña criatura que apadrinan como un hijo o hermano menor, siempre dispuesto a cooperar en pantomimas y planes innecesariamente elaborados; a huir con ánimos desbordados de su jaula de aburrimiento melancólico y pensamientos negativos. Todo empaquetado en una cara pálida y unos crespos desarreglados. Desbordarse para volver a contenerse. En el descuido siempre algo queda derramado y rápidamente se evapora. Llamémoslo amnesia. He sido descuidado con las palabras que doy y que recibo. Y a medida que las conversaciones, que son la materialización más tangible de las interacciones, van perdiendo sentido, también lo van haciendo la relaciones que tanto me cuesta mantener. Me quejo de una pérdida, y de a pocos voy olvidando el bienestar que me daba pensar en todo eso que alguna vez fue. El miedo a perder más hace que me cierre y deambule con desconfianza y resignación, viendo cada nueva interacción como un encuentro efímero. Entre las lunas de miel y los prontos desencantos no hay manera de evitar los derrames. La sinceridad y la amnesia harán de las suyas, y todo eso que en un momento fue cariño poco a poco se evapora en desdén y aburrimiento.

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Tal vez la nieve caiga pronto y un milagro de navidad me devuelva lo que se sigue volviendo nubes, pero por ahora solo caen las cenizas del Ăşltimo cigarrillo que me queda hasta que las tiendas vuelvan abrir.

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Nuestro lugar A veces pasa, estar triste sin entender. Puede haber muchos motivos, pero siempre hay uno al que se le da más importancia, la razón. En ese momento hubiera sido más fácil echarle la culpa al guayabo químico. Era creíble, era razonable, pero me rehusaba a pensar que se trataba solo de eso, casi podría asegurar que había otro motivo. Sí, después de haberme dado tan duro en la cabeza y no haber tenido tiempo de descansar lo suficiente era apenas comprensible que me costara entenderlo, pero no por eso debía echarle la culpa al bajón. No era un simple bajón. No me sentía ansioso por descansar o que simplemente se me pasara. Había una sensación de desolación que me hacía querer estar

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acompañado, pero rodeado de un montón de gente no podía evitar sentirme fuera de lugar. Era un tipo difícil de tristeza a causa de un tipo difícil de soledad. Por un lado, estaban las personas que en ese preciso tiempo y lugar eran inaccesibles, falta de cercanía en todos los sentidos. Por otro lado, estaban aquellos de quienes me sentía decepcionado. "Decepcionado" es en sí otra palabra compleja. Es como si implicara ciertas expectativas no cumplidas respecto a un alguien, es casi un "No me hiciste caso", pero al final no soy nadie para decirle a alguien cómo vivir. Es difícil hallar la fuerza para ser decisivo, y tampoco hay por qué serlo. Pienso que las cosas son maleables hasta cierto punto, pero en ese momento, aburrido de mi propia impotencia, no pude evitar pensar que tal vez pude hacer algo para que las cosas fueran diferentes para mí. Sabía que en ese momento ya era tarde para acudir a cierta persona con la que mi relación está bastante deteriorada. Igual lo intenté solo para retractarme, resiliente. Deambulaba por ahí sin mucho más que mi propio vacío, recibía tragos duros que bajaban como agua y lo más frustrante era saber que no tenía un lugar a dónde ir, al menos no uno en el que encontrara bienestar. Hace tiempo teníamos nuestro lugar. En ese momento nos gustó que hubiera cerveza a un precio razonable, buena música y una disposición perfecta para descansar.

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Hoy entiendo que era nuestro lugar porque acudíamos a él juntos. Y era lindo ir ahí, aun estando tristes, o cansados, o sin nada importante para decir. Era un tiempo en el que reíamos mucho, usábamos manillas cursis y nos sentíamos parte de algo. Podría decirse que estaba claro que cada uno tenía un lugar en la vida del otro, y era precisamente esa la sensación que me hacía falta en ese bajón. Balbuceaba que me sentía insignificante, dado por sentado. En últimas sentía una especie de remordimiento por haber querido tanto a ciertas personas, acostumbrarlas y acostumbrarme a un tipo de afecto tan incondicional que puede ser tomado a cambio de nada. Y quería reprochárselos, pero en el fondo no me sentía con la lucidez para hacerlo. Desde fuera piensan que es lo usual en mí, que soy una persona de amistades platónicas, que entrega mucho afecto a alguien solo para dejarlo botado por otro. Si fuera así no sentiría esta maldita decepción. No me aburro de las personas, solo pasa que en cierto punto siento que los estoy abrumando con mi afecto, que mi querer es fastidioso. Termino dando un paso atrás. Siempre es más fácil, hacer como que no quiero a nadie; no con orgullo, sino tratando de evitar la vergüenza. La de ser vulnerable, desinteresado, entregado. Lo que piensen otros me atemoriza porque no tengo nada en qué creer yo mismo.

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Vivo todo el tiempo protegiéndome de lo que quiero, refugiado en un lugar de deseos dudosos e intenciones confusas, adecuado al tamaño de mi propia arrogancia. Odio sentir que debo esforzarme para que alguien esté conmigo. Tal vez encuentro más decoroso transitar por la vida sin desvivirme por otros, admitiendo que cada quien puede hacer lo que quiera, que nunca tendré la razón para ellos sino solo para mí mismo. Egoísta, permaneceré resignado al próximo adiós. Las despedidas son siempre muy duras. Cuando quedan cosas por decir lo más difícil es ser paciente, calmar la necesidad de buscar a esa persona, las ansias de volver a verla, de transmitirle de manera torpe todos los pensamientos angustiosos. Sin embargo, a veces pasa: estar triste con un simple deseo de "bienestar", esa frágil palabra que pierde su significado con tanta facilidad y, aunque cueste admitirlo, tiene un soporte distinto para ciertas personas en cierto momento. Alineada con ese deseo, la tristeza es eclipsada por un pleno entendimiento. Más allá de los motivos, la razón, las explicaciones y el "estoy demasiado triste para decirte", la barrera cae para liberar, con honestidad, sentimientos que adormecen el dolor con una potente dosis de fe, necesaria para tomar distancia y, en algún momento, encontrar el camino de vuelta a nuestro lugar.

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El retorno al abandono (Adorado) Felipe y yo estábamos acostados en el prado mirando al cielo a través del filtro de nuestras gafas de sol, sin ninguna preocupación. Solo esperábamos a que alguien decidiera que era momento de darnos un aventón para volver a casa. Unas horas antes había despertado abrazándolo en una carpa sin el menor recuerdo de lo que había pasado la noche anterior. Me invadió una especie de miedo a una potencial vergüenza, o a haberme perdido de algo, a haber hecho una estupidez, no sé, seguía medio dormido. Lo primero que hice fue despertarlo preguntando algo como: —¿Nos quedamos dormidos?

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—Usted, yo no —respondió y siguió durmiendo. Yo hice lo mismo. La noche anterior habíamos estado bebiendo y deambulando, hablando con gente mayor mientras bebíamos tragos de adultos. No estábamos ahí con ese propósito, sino para celebrar un cumpleaños en un cuarto subterráneo ambientado con luces de navidad y música a todo volumen, con gente de nuestra edad, pero creo que nunca hemos sido muy buenos apegándonos a un plan. Mientras esperábamos ese aventón nos pusimos a hablar. Tal vez fue la acción de mirar al cielo la que nos hizo comenzar a hablar otra vez de lo infinito. Quiero decir, es una de nuestras costumbres: conversar sobre un montón de cosas que pasan de banales a trascendentales y de vuelta, sin ningún tipo de rumbo u objetivo. Los aliens son una gran excusa para hablar de lo desconocido, de lo infinito, de lo incierto, para hacer suposiciones y hacer uso de todo eso que vimos en una película, leímos en algún lado, nos dijeron o recordamos haber vivido. De cierto modo, todos estamos saturados de información, y se siente bien darse la oportunidad de liberarla, de ponerla en circulación, pero, sobre todo, de ponerla en cuestión. Y así es. Hablamos de la vida en otros planetas, de la evolución, del dios del internet, de la religión, de la deshumanización, del trashumanismo, del posthumanismo, de la naturaleza, de la física, de la ciencia, de

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lo cultural, de los límites del universo, de los géneros, del tiempo como una idea, del lenguaje, del destino, de los cambios generacionales, del progreso, del psicoanálisis, de las teorías conspirativas, de lo que nos hace como somos, de lo que puede haber más allá de nosotros. Saltamos de un lado a otro, cuestionando lo que creemos saber y lo que acabamos de decir. Nunca lo hacemos para llegar a una certeza. En un punto de esa conversación maleable yo comencé a plantear la posibilidad (que seguramente había visto en algún lado) de que nuestro cuerpo fuera simplemente una especie de máquina construida con un material distinto del que nosotros usamos para construirlas. Él coincidió en que el cerebro, al igual que las máquinas que almacenan toda la información que hemos puesto en ellas, es una cosa que materialmente parece nada y ocupa muy poco espacio, pero que dentro tiene un montón de cosas, que funciona con impulsos eléctricos. Yo entonces planteé que quizás fuimos dejados acá, como abandonados por alguien o algo, programados únicamente para obedecerlo, y que quizás por eso siempre estamos con esa sensación de incompletitud, con esa necesidad de adorar un algo más grande que nosotros y nuestra existencia. Ya habíamos pasado por el tema de los vacíos emocionales, de los apegos, de los dioses, de la posibilidad de depositar nuestras mentes en un espacio digital, de la posibilidad de que ese mundo se apagara y también de que en éste todos los átomos dejaran de moverse, y él se había referido a una teoría que decía que, de cierto modo,

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esa incompletitud nos hacía sentir la necesidad de que "llenaran todos nuestros orificios", literalmente (si han leído algo de psicoanálisis entenderán a lo que nos referíamos). Para mí también tenía sentido, cuadraba con las ideas un poco más románticas del erotismo y la discontinuidad en Bataille. Él, que nació por inseminación artificial, siempre se ha preguntado por lo que nos hace humanos. Se obsesionó con eso, y llegó a una pequeña gran conclusión: para él lo que nos hace humanos es la capacidad de desear. Es una explicación para el amor, para la necesidad de progreso, de trascender, de saber, de ir más allá de nosotros. Encajaba con la idea de haber sido abandonados sin más objetivo que el de adorar algo más grande. Alguien nos interrumpió y yo me paré para ir al baño, él fue detrás de mí y me dijo: —No me deje solo, tengo otra vez ese miedo. Era otra vez ese miedo. Ese miedo que llega cada vez que hablamos del infinito por un tiempo prolongado. Una especie de desolación, de tanatofobia, de abandono, de oblivion. Antes de empezar esa conversación él me había dicho que, en la noche, parte de lo que yo no recordaba era haberme ido a caminar solo por esa nada verde con pequeñas casas y casi mansiones en donde estábamos. Que él no intentó detenerme porque está acostumbrado a que lo haga y

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siempre regreso. Que yo le había reclamado que nadie me quería y que me sentía solo. Que él solo quería un pase. Que yo se lo había negado. No fue una conversación muy explícita, todavía teníamos ese mareo del guayabo. Ambos parecemos coincidir en la idea de que el guayabo acompañado es hasta disfrutable, pero que de lo contrario es muy desolador. Y ahí habíamos estado, sin intención, en el prado. Yo me sentía mejor porque si nos hubiéramos ido pronto yo me hubiera quedado con la desolación mientras él se iba a estar acompañado. Ahora era él el que no quería que yo lo dejara solo, cuando él me había dejado irme solo la noche anterior. Por supuesto no pensé en eso en ese momento, solo dejé que me acompañara al baño. Al volver al mismo lugar en el que habíamos pasado horas hablando de la infinidad del cielo ya la conversación se había desintegrado, y volvimos. Él hizo un comentario sobre nuestras gafas de sol bonitas, de lo banales que eran. Yo le dije que igual era la materialidad de todo lo que pensábamos. Entramos a la casa para poner a cargar su celular, salimos de nuevo y la luz del atardecer se veía linda. Todos los que quedábamos de la fiesta y la post-fiesta la contemplamos de una u otra manera. Llegó el aventón. En el bus continuamos hablando, pero ya sin ir tan lejos. Había trancón y contemplamos vistas lindas de sombras de árboles y colores lila a través de los filtros de las ventanas.

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Al llegar a mi casa tomé una ducha y puse a cargar mi celular, que había amanecido descargado igual que mis memorias. Cuando lo encendí, además de la avalancha de notificaciones de Facebook, Instagram y YouTube, había un mensaje de texto sin leer. Me lo había escrito él la noche anterior. Decía: “De verdad lo adoro pero hoy quería estar con usted y con Daniel porque es su fiesta… pero no se aleje mucho”. Habiendo ya regresado y pasado todo el día hablando con él, la potencial vergüenza implícita en el hecho de que él hubiera tenido que escribirme eso se sintió irrelevante. Daniel era el chico del cumpleaños, y al final él sí había cumplido con el propósito, y yo no. Me escribió lo que me dice cada vez que estamos borrachos, que él "me adora", así yo me sienta abandonado y solo, así no pueda devolverle esa adoración, o siquiera sentirme satisfecho con ella. Solo le puedo devolver el abandono, en los aliens y en por qué necesito saber si estoy solo cuando no quiero nada más.

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Sumisión Casi nunca pasa, pero pasa, que alguien me da una bofetada y me doy cuenta de lo patético que me veo desde fuera. A veces son varias, una tras otra, haciendo más evidente la manera en que me enorgullezco de cosas vergonzosas. El problema es tan complejo y tan sencillo como decir "no sabía que estaba mal". Algunas veces, en mis momentos más oscuros, pienso en buscar un mentor en internet. Alguien a quien entregarme ciegamente a cambio de una sensación de seguridad, alguien que me prevenga de las cosas que no son evidentes para mí, que me advierta que todo lo que pienso y todo lo que hago está mal.

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Dócil a su voluntad no tendría de qué avergonzarme, él decidiría por mí y nunca me sentiría solo otra vez, tendría su aprobación. Ese artificio no me es ajeno. Llegó a mi vida en el momento en que me sentí más solo y atemorizado en el mundo, o yo llegué a él, no estoy seguro. Sé que no lo esperaba. El día después de nuestro primer encuentro, fumando un cigarrillo en la ventana de la cocina, supe que era peligroso. Tenía todas las características para disparar los gatillos de mi lado más escrupuloso: una mente brillante, una barba para reafirmar su masculinidad y las agallas para ser el primero en besarme, sin aviso. Continuamos viéndonos. Era profesor de filosofía y life coach. Entre pilas de libros y ensayos por corregir, él se dedicaba noches enteras a hablarme de la historia de su lugar natal, de la aristocracia, de las buenas costumbres y de los dilemas morales. Él era un hedonista. Yo solo lo entretenía con mis quejas y reclamos de, según él, "adolescente post-romántico". Esa era la parte más pura de nuestra relación. Cuando lo conocí no era nadie, estaba fuera de la mirada de cualquiera, tenía la posibilidad de ser quien quisiera ser, o quien él quisiera que fuera. Pero esta condición tenía fecha de caducidad, y llegó el momento de regresar al lugar donde ya soy alguien. En nuestra última cena me dio un presente que no abrí hasta que estuve en el avión. Era un libro de cartas a jóvenes artistas. Tenía una dedicatoria que decía:

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“Y este ser, devenir brújula sin norte magnético permanente… 5.04. 02.08’/14: Gracias por el Tiempo, Juan David.” Probablemente si decidiera entregarme de manera tan sumisa a alguien, sería muy mal visto. Vivimos en una época de empoderamiento e independencia. Todos dan por sentado que una persona tiene deseos e ilusiones (de eso se trata el sueño americano, ¿no?). Todos nacemos libres y, para conseguir lo que queremos, solo tenemos que tener confianza y luchar por ello. ¿Pero qué pasa con los que no quieren? ¿Qué pasa con los que no se tienen fe? ¿Qué pasa con los que se sienten débiles y vulnerables, los que no sienten las fuerzas para luchar, los que nos encontramos perdidos? El que se siente culpable, confiesa. El que es inocente, se confunde. En esta fantasía de libre competencia por el trono, yo soy un peso muerto. Dejé de proyectarme hace mucho tiempo, y de cierto modo para seguir arrastrándome por esta cosa que la gente llama vida tengo que lidiar con eso: la gente, sus expectativas. Ya puedo sentir el reproche. Reproches como bofetadas, cada una en sentido contrario de la anterior. Las personas demandan todo el tiempo que tome decisiones, que colabore en este flujo de experiencias que todos llamamos vida.

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No me queda mucha inocencia y ante la acumulación de culpas veo algunas posibilidades. He intentado convertirme en el tirano que influye en la vida de otros de manera fría, agresiva, incisiva y demandante, pero siempre fracaso por una desconexión con mis propias limitaciones. Ante eso, preferiría dar mi insignificante vida por alguien que sienta una aborrecedora ternura por mi más pura naturaleza patética. Alguien que me diga a dónde mirar, hacia dónde dirigir los potenciales que otros ven pero que yo no puedo ver. Alguien que me dé un descanso de todos los pensamientos suicidas que germinan en una tierra fértil de desmotivación y despropósito. Pero soy una persona orgullosa. Me importa lo que otros piensen, y me importa todo. He ahí la razón de un comportamiento dubitativo y torpe. Esa cadena de tristes intentos siempre termina en una cara enrojecida por la vergüenza. Solo quiero alguien que me proteja de los deseos y orgullos que me apartan de la prometedora plenitud de la sumisión. Rendirme. Permitir que alguien me arrastre por el sendero, manteniéndome inadvertido del punto de destino. Dócil a su voluntad no tendría de qué avergonzarme. Él decidiría por mí y nunca me sentiría solo otra vez.

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Bazuco No dieron nada de trago en la Noche de Galerías, una de esas noches de jueves en las que varias galerías de arte abren hasta tarde. Siempre vamos a las mismas porque ya sabemos cuáles son las que dan más trago. Ese día se nos hizo muy tarde por ir a la casa de Felipe a dejar cosas y a comer Nutella, y no tomamos nada. Ya iba para mi casa. Tenía que enviar el documento final de mi entrega de foto antes de mediodía del día siguiente. Me despedí de Felipe y los demás y entré a la estación a esperar mi bus. Siempre subo por las puertas de atrás. Esa vez no se abrieron, así que tuve que subir por las de la mitad y caminar por dentro del bus para sentarme al fondo. Encontré una silla en el lado izquierdo, frente a la última hilera de cinco sillas, pero no en la ventana, donde

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suelo sentarme. Había un borracho en una silla de esa última hilera hablando con un señor que estaba sentado a mi derecha. Iba solo. Era un señor muy normal, con camisa blanca, suéter gris, pantalón de oficina y corbata roja, de tez morena y cabello corto. —¿Y usted a qué se dedica? —le preguntaba el señor. —Yo soy artista plástico. —¿Y usted en qué trabaja? —Yo trabajo en que… personas como usted… sean conscientes… … de lo que usted hace —contestaba cautelosamente el borracho, como si hubiera pensado cada una de las cuatro, y tres, y dos, y cuatro palabras. Me llamó la atención, pero igual no me atreví a voltear a mirar. El señor se quedó callado. Yo ya había hecho la suposición de que era el borracho el que le estaba hablando a él antes de que yo llegara. Nadie le habla nunca a los borrachos y, efectivamente, el borracho seguía haciéndole preguntas, pero el señor ya no le contestaba nada. Fue ahí cuando sentí que alguien me agarró del hombro. —¿Y usted qué hace? —me preguntó el borracho. Volteé a mirarlo. Debía tener unos veintidós: un año más que yo. Tenía cabello rubio, largo en la parte de arriba y rapado a los lados, tez clara y ojos verdes. En la mejilla derecha tenía rastros de sangre seca que le escurrían de la frente, y en la mejilla izquierda una cortada de unos siete milímetros que se veía reciente pero no tan reciente. Olía a Néctar fresco. —Voy para mi casa —le contesté.

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—Pues yo no voy para la mía —dijo, como insatisfecho con mi respuesta. Me volvió a preguntar—: ¿Pero usted qué hace? —Yo estudio Artes Plásticas. Se quedó callado y me miró como sorprendido. En las sillas de atrás iban solo dos mujeres, y las otras tres estaban vacías. Él estaba sentado en la del medio, al lado de las señoras, pero se deslizó hacia la ventana y me hizo señas para que me sentara a su lado. Acepté. Era alto y delgado. Tenía botas, jean ajustado, correa con taches y una camiseta blanca de cuello redondo con gotas de sangre. Yo llevaba puesto un pantalón negro ajustado, un buzo gris, un abrigo de cuadros grises, una bufanda negra y zapatos negros de charol. Señaló mi bolso, y me hizo esa seña de empuñando un lápiz. Quería algo para dibujar. Saqué mi libreta, pero no tenía nada con qué rayar. Él revisó en su maleta, que estaba llena de cosas, y tampoco encontró, así que le pidió un esfero a las señoras de al lado. Ninguna tenía. Una de ellas llevaba una bolsa de compras de Stradivarius. Sacó de ahí un lápiz Mirado 2 nuevo y se lo prestó. Él comenzó a dibujar. Yo solo miraba hacia el papel. Estaba dibujando al señor de enfrente, con el que iba hablando. O por lo menos eso parecía. Lo miraba a cada rato pero lo que había en el papel no se parecía en nada a él. Una vez vi unos dibujos de un escultor en un museo que eran parecidos a lo que él estaba haciendo: líneas muy repasadas que no eran contornos ni sombras, sino como volúmenes y vacíos. Seguía poniendo rayoncitos aquí y allá,

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y yo solo miraba el papel. En algún momento me fijé en que tenía pequeños tatuajes en varias partes del brazo, y una pequeña tarántula tatuada en el cuello. Levantó el dibujo y lo examinó. Volteó y me preguntó, mirándome fijamente: —¿Le gusta? Yo incliné la cabeza. Entrecerré un ojo y contesté: —No mucho. A él le dio risa. Íbamos por la estación de Alcalá. Le entregó el lápiz a la señora y miró alrededor. —¿Alcalá? —comenzó a decir—. ¿Esto es un B? ¿Alcalá? ¿Yo voy para el Norte?… … Ah, claro. A mí me hizo gracia. Miró su celular, pero estaba descargado. Se puso el fleco detrás de la oreja y miró hacia la nada. Le pregunté: —¿De dónde viene? Me miro a los ojos, confundido. —Tiene sangre seca en toda la cara —le dije, señalándolo. Se restregó el cachete de la cortada. No dejaba de verme a los ojos. —No, al otro lado. Se comenzó a restregar. Su cara cambió: ya no me miraba y se tocaba la cabeza. —Me rompieron la cabeza… me rompieron… esos hijueputas… me rompió la cabeza… hijueputa, me reventó la botella en la cabeza. Se siguió restregando el cachete. Me miró con las cejas caídas.

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—¿Ya? —Le falta un poquito… … … ya. Le volvió a pedir el lápiz a la señora. La señora se lo volvió a prestar. Siguió repasando su dibujo, dejó el lápiz y me preguntó: —¿Tiene celular? Es que el mío está descargado, pero yo tengo minutos en la SIM. Yo no tenía celular, me lo habían robado el día anterior en la Décima, una calle del centro de la ciudad. Ni siquiera me di cuenta. Solo sé que cuando llegué a la puerta de la universidad Mapu me estaba esperando y me dijo que Nicolás me estaba llamando hacía como media hora, que por qué no le contestaba. Ahí me di cuenta de que me lo habían sacado del bolsillo. —No tengo, me lo robaron. Me miró y comenzó a preguntarle a la gente del bus, hasta a un señor que estaba vendiendo maní, que fue el único que le contestó que no podía, no me acuerdo por qué. Íbamos entrando al Portal del Norte. Le entregó el lápiz a la señora, arrancó la hoja y me devolvió mi libreta. Ambos nos pusimos la maleta sobre las piernas. Guardé mi libreta en la mía y él sacó de la suya un queso redondo. —Tome —dijo. Yo lo miré como ¿Qué? —No quiero. —Tome —insistió. —No, no quiero, no me gusta. —¿No le gusta el queso?

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—No, o sea, sí, pero no quiero, no tengo hambre. —¿No me lo va a recibir? —No. Me sonrió y dijo: —Qué lámpara. Volvió a guardar su queso y se puso la chaqueta, una chaqueta negra con gris, como de algodón. Salimos del bus y caminamos por el Portal hacia la salida. Él iba intentando meter el dibujo en su maleta, pero no le cabía. Cuando llegamos al pasillo de salida le dije que me iba. Señalé el pasillo y le pregunté: —¿Usted qué va a hacer? —No sé, creo que voy a coger un H —contestó. —Pero ya no hay más servicios… ya está muy tarde… ¿Qué va a hacer? —Parce, ¿me está invitando a su casa? —No, obvio no, yo vivo con mis papás, ¿pero qué va a hacer? —No sé. Me entregó el dibujo. —No le importa… ¿Cierto? —No, sí me importa —le dije, mientras lo guardaba en mi maleta. Me despedí ondeando la mano sutilmente. Caminé por el pasillo de salida y me tomó como siete pasos darme cuenta de que no quería dejarlo solo. Muchas veces he estado con la cara contra las puertas de cristal de la estación, con ganas de nada, esperando que algún extraño aparezca y me lleve lejos, sin avisarle a nadie.

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Pero eso no pasa. Esa noche no. Esa noche solo quería llegar a escribir mi documento final para enviarlo a tiempo. ¿Voy a dejarlo pasar? Me devolví y él estaba hablando con un policía. Seguí derecho y luego él fue hacia el pasillo de salida. Esperé a que se alejara y me dije: —Bueno, pues ya pasó. Mirada desteñida sobre coágulos en el papel, siete pasos sobre el antideslizante, golpe de cristal en la frente contra la pared, pero nadie salió herido. Ya habían cerrado el Portal y estaban esperando a que se reuniera más gente para abrir las puertas. Ahí estaba él otra vez. Volvimos a hablar. —¿Qué va a hacer? —le pregunté. —No sé, creo que me voy para donde una amiga. —¿Y ella dónde vive? —No cerca. Salimos al puente. Saqué un cigarrillo y comencé a fumar. Le ofrecí uno y él lo tomó. Bajamos al lado del carril norte-sur de la autopista. La luz era amarillosa. Había varias chazas nocturnas y taxis parqueados. Él trataba de prender su celular descargado. —¿Usted dónde vive? —me preguntó. —Cerca, pero ya le dije que vivo con mis papás. Sacó el celular.

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—¿Y usted no me puede cargar el celular? Lo miré. —Pues, sí… yo creo que me puedo escapar… pero tendría que esperarme aquí. —Bueno, ¿pero en dónde? ¿Cuánto se demora? —Pues no sé cuánto se demore cargando. ¿Por ahí en una hora? —Pues bueno, pero… ¿yo no puedo ir con usted? —No, si quiere espéreme en el parque de allí. —¿Pero sí tiene cargador de este? —dijo, mostrándome el puerto del celular. —Pues no estoy seguro, pero yo creo que sí. Cogí el celular y él me lo quitó diciendo: —No, mejor no. —¿Por qué? ¿Le da miedo que se lo robe? —No es eso, sino que no puedo ir con usted… —Ok, pues, me tengo que ir, ¿qué va a hacer? —Voy a coger bus. —Ok, ¿va por allá? —le dije, mientras señalaba en la dirección opuesta a la que yo iba. Yo dudaba que fuera a encontrar un bus. —No, por allá —dijo, señalando la dirección en la que yo iba. —Yo también voy por allá. —Pues vamos, ¿no? Comenzamos a caminar. —¿De dónde viene? —le pregunté. —¿Usted sabe dónde está la Galaxia Violeta?

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Reí y le contesté: —No. —¡¿No sabe dónde queda la Galaxia Violeta?! Yo vivo dos años luz más allá de esa galaxia de color morado. Me reí más y seguimos caminando. —Parce, estoy cansado de darme contra el planeta —dijo y comenzó a alterarse—. Estoy cansado, parce, muy cansado, usted no se imagina cuánto. ¡Usted no se imagina cuánto! Volteó a mirarme y yo disentí meneando la cabeza. Ya estábamos llegando a la esquina en la que yo tenía que voltear. Recordé que una noche, de regreso a mi casa, me disponía a cruzar la calle en esa esquina, pero venía un carro con las dos luces direccionales encendidas. Siguió derecho. Crucé pensando en lo que recién había visto. Si el automóvil hubiese volteado por la calle que yo me disponía a cruzar, hubiese ido paralelo al camino que tomo para llegar a mi casa. De repente me encontraba dentro de ese automóvil en un cuerpo que no era el mío, junto a una persona que no conozco, pero de la cual no quería despedirme. Nos veía desde el capó. Las opciones estaban, las direccionales encendidas. “¿Me vas a llevar a mi casa?”. Cruzamos la calle y no volteé. Ahora estaba en la esquina opuesta y no estaba solo. Había varios señores esperando bus. Uno de ellos se volteó cuando estábamos caminando. —¿Qué? ¿Qué? —comenzó a reclamarle él.

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—No, nada, iba a coger mi bus —respondió el señor. Él se iba alterando. —¿Y por qué se volteó? —le preguntó. —No, ustedes sigan tranquilos. —Sí, pero ¿por qué se volteó? —lo miró desafiante y le dijo—: Mire, yo soy de la Galaxia Violeta. —Sí, yo también soy de la galaxia y esas cosas, pero la verdad yo solo iba a orinar, usted iba ahí con su novio… Lo interrumpió y le dijo: —Él no es mi novio. Se dio la vuelta y seguimos caminando. —¿Si ve? Ya resultó usted mi novia y todo. La gente es estúpida, tienen un dínamo en la cabeza, un dínamo —decía, mientras movía aleatoriamente el dedo índice alrededor de su cabeza—. Un dínamo, pugh, pugh, pugh, pugh, un dínamo. Llegamos a las escaleras de un puente peatonal. Él se hizo en la parte de afuera de las escaleras, agarrando la baranda verde. Yo me paré en uno de los escalones de concreto. —Yo podría ser su novio, pero es lo social, la gente tiene un dínamo en la cabeza, un puto dínamo… yo podría querer a un hombre, pero es lo social, es lo social. Yo miraba hacia la autopista: no pasaban carros. Él estaba frente a mí. Detrás había un bar abierto. —¿Qué? ¿Nos tomamos una cerveza? Difracción RGB sobre el suelo giratorio, invitación a entrar.

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Entramos a un bar de esos de barrio, aunque a mí no me gusta la cerveza. Nos sentamos en una mesa cerca del baño. Vimos al fondo otra parte del bar, más oscura y con luces giratorias de color verde, azul y rojo, y a una pareja tomando. —Vamos mejor allá —propuso. Era una mesa con tres sillas. Yo me senté mirando hacia la pared del fondo. Había unas vallas de metal apiladas contra la pared a mi izquierda. Él fue a pedir y yo miraba los puntos de luz rojos, verdes y azules, y pensaba en videobeams. Apareció el tendero y puso tres cervezas sobre la mesa. Apareció él y se sentó frente a mí. Tomó la tercera cerveza y la puso sobre la tercera silla. Solo me miraba fijamente a los ojos. Yo trataba de sostenerle la mirada, pero perdía mucho. Tomamos sorbos de cerveza. Él me seguía mirando y yo seguía perdiendo. Se puso de pie para cambiar la música de la rocola. Estaba sonando música muy “de papás” y él puso otra cosa. Ni idea qué era, pero sonaba apropiado. Se fue. Yo seguía sorbiendo mi cerveza y miraba los puntitos de luz girando en el piso. Había uno verde y uno rojo que jamás se cruzaban, y me pregunté cómo sería el objeto físico que producía esas luces. Tenía la cabeza apoyada en la mano, apoyada en el brazo, apoyado en el codo, apoyado en la mesa, y no la levanté para buscar el objeto. Él regresó por un cigarrillo. Mustang Azul. Me pidió mi encendedor y se volvió a ir. Volteé a mirar hacia atrás:

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estaba hablando con el señor del mostrador. Tomé otro sorbo de cerveza y volví a mi posición. Estuve así el tiempo que le tomó fumarse el cigarrillo. Regresó y me dijo: —Vamos. Me puse de pie, aunque no habíamos terminado. Él pagó. El tendero puso lo que quedaba de las cervezas en vasos de plástico. Salimos y sacó su celular, que ya estaba encendido. Estábamos en la escalera del puente otra vez. Intentó llamar, pero no le contestaron. Miró alrededor. Había un señor calvo sentado en un pedazo de muro. —Parce, ¿usted sabe dónde puedo conseguir un carrazo? —le preguntó. El señor se quedó mirándolo y meneó la cabeza disintiendo. Caminamos entre cuadras. Vimos a dos vagabundos por ahí y a los dos les preguntó lo mismo. Ninguno tenía. Yo no sabía qué podría ser “un carrazo”. Solo pensé que podía ser otra forma de decirle a la marihuana. —Yo me voy —dijo. —¿A dónde? —le pregunté. —A coger bus. —Ok. —Vale. Estábamos parados mirándonos cada uno a un lado de una calle angosta.

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—¿Quiere que me vaya... o quiere que lo acompañe? — pregunté. —Acompáñeme. Caminamos de vuelta al puente peatonal de barandas verdes. Iba a coger el bus al otro lado. Antes de subir se quedó mirándome. —¿Usted qué quiere de mí? —me preguntó. —Nada —le contesté. Se quedó pensando. —Usted sí… —dijo, y me sonrió. Subimos las escaleras. No había carros pasando por la autopista, pero con el sonido del viento apenas podía escuchar lo que me decía. Era algo como: —Es que yo puedo ser muy ofensivo con la gente. Mirada miope sobre el iris decolorado, sordera por el viento, cruzado violento. Bajamos el puente. Al otro lado hay una especie de centro comercial con un muro de cristal. Se veía el árbol de navidad adentro: era la última semana de noviembre. Él puso su maleta en el suelo y sacó una caja blanca con una calavera estampada en la tapa y la sacudió. —¿Usted sabe lo que hay aquí? —me preguntó. Disentí con la cabeza. No me atreví a arriesgarme con mi cursi hipótesis: que estaba llena de almendras. —¡¿NO SABE LO QUE HAY AQUÍ?! —volvió a preguntar, sacudiendo la caja.

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—No —le respondí. Sonrió y la guardó. Sacó el celular e intentó llamar otra vez. Yo me recargué en el muro de cristal del centro comercial y miré al piso. Ahí estaban otra vez los puntos verdes, azules y rojos. Miré el árbol y ahí estaba el objeto. Tenía forma de huevo: una lucecita giratoria dentro, en el fondo tenía triángulos adyacentes plateados, y en la cubierta triángulos adyacentes transparentes. —Vamos. Comenzamos a caminar hacia el norte, por el camino de ladrillos naranja junto a la vía por la que andan las bicicletas. —Todo está bien… o no… bueno, sí… tenemos licor… todo está bien, todo está bien —dijo. Yo ya me había terminado la cerveza y no sabía qué hacer con el vaso. Él todavía tenía la de él. Cruzamos la calle y llegamos junto a un parqueadero con muros de pilares angulares de concreto. Al caminar se podía ver hacia adentro, pero no del todo. Adelante había una gasolinera y, más hacia el occidente, unos conjuntos residenciales. —Yo antes vivía por aquí. Lo llevaría a mi casa, pero ya no vivo aquí —dijo mientras caminábamos—. Yo lo invitaría, pero he desperdiciado mucho los lugares… he malgastado mucho los lugares… y he malgastado mucho a la gente… Me quedé pensando en eso mientras cruzábamos la gasolinera. Podía identificarme. Junto a la autopista había una caneca. Boté el vaso mientras él seguía hablando:

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—Yo podría amar a mucha gente, podría amar a miles de personas… a miles… pero nadie tiene la complicidad de amarse conmigo. Seguí caminando callado. Cuando íbamos pasando debajo de un puente vehicular que queda más adelante, él ya se había terminado su cerveza. Iba a botar el vaso en una caneca junto a la autopista. —Yo podría matarme ya, podría hacerme en la mitad de esa autopista y ya… que me aplaste un carro y ya… —decía, mientras se acercaba al borde del andén. Yo seguía caminando derecho. Me adelanté un poco y escuché: —No, pero ¿cómo se le ocurre? Me alcanzó. Cruzamos la calle y llegamos a Plaza Norte, que es como un montón de locales y restaurantes organizados en semicírculo. Hay un parque con una fuente y flores alrededor, juegos de niños y bancas de madera. Ahí al lado paran buses intermunicipales. Había alguien esperando bus. Tenía jean, Converse negros y una chaqueta de algodón negra con capota, cremallera y bolsillos a los lados. Tenía la capota puesta y las manos entre los bolsillos. Él la saludó; ella se quitó la capota. —¡La punky! —dijo, como si la conociera. Era una chica con cara redonda y cabello corto, que nos saludó diciendo “Hola”. Le devolví el saludo ondeando la mano. —¿Para dónde van? —nos preguntó. —Yo voy para Tenjo —contestó él. —¿Y tú? ¿También? —me preguntó ella.

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—No, yo vivo allí… por allá —dije, señalando hacia el lado por donde habíamos llegado. —Ah, vienes a acompañarlo, lo estás cuidando. Me dio risa y miré hacia el suelo, sin responderle. —Yo voy para Sopó, pero ya está como tarde, ¿no? Nos quedamos callados. —Yo sabía, yo sabía que tenía que irme temprano, ya no nos va a pasar nada. Volteó a mirarlo a él y me preguntó: —¿Está borracho? Lo miré y le contesté: —No sé. Le dio risa. —Yo me pegué una guasqueada, la guasqueada en el bus, yo quería aguantar pero no aguanté —dijo. —¿Te guasqueaste? —preguntó él—. Pero tú toda bonita. ¿Cómo te llamas? A ella le dio risa. —Me llamo Zulay, y sí… me guasqueé, me guasqueé por borracha. Es que me fui de farra con una amiga cuando salí del trabajo. Yo sabía que tenía que irme juiciocita para mi casa, pero la farra… Nos tomamos una caja de Néctar, y pues claro, yo iba en… … en… yo iba como en Alcalá… Y me toco bajarme del bus en esa estación y la guasqueada… A mí me dio risa. Él estaba medio ido. —¿Y qué, muchachos? ¿Van a ir al Punk para Punk? —¿Cuándo es? —preguntó él. —Es el otro sábado, yo ya tengo la boleta. —Severo.

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—Sí, un parcerito por ahí me regaló una pepa y me la voy a meter ese día… voy a poguear allá con las otras nenas… pero deberían ir… es severo… es que los manes se dan muy duro, es severo, pero se dan muy duro… yo me he metido y he salido con severos tiestazos —se rio—. Pero como dijo Betty la Fea: “Yo soy así”. Levante la cabeza para verla a la cara y le sonreí. Ya había sacado las manos del bolsillo. Tenía un encendedor y una media de cigarrillos. Kool blanco. Saqué mi cajetilla de Marlboro Gold, tomé uno y le pedí su encendedor. Intenté varias veces pero no funcionaba. Ella tomo el encendedor e intento prenderlo. —Es que como que ya no sirve bien —dijo. Estábamos ahí parados, ella intentando prender el encendedor y yo cubriéndolo con las manos para intentar encender el cigarrillo. Llegó un bus. —Él tiene mi encendedor —dije. Ella volteó y dijo: —¡Mira! ¡Ese va para Tenjo! En ese instante él dio dos pasos hacia el bus y se volteó. Sacó de su bolsillo su media de Mustang azul y mi encendedor, y se quedó mirándonos. Solo mirándonos. —¡Mira, se te va a ir! Él miró su mano y siguió mirándonos. Nos miró por un momento largo. —¿Qué hace? —me preguntó ella. Yo solo encogí los hombros. Ella le dijo: —¡Súbete! ¡Se te va a ir!

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El bus no cerró las puertas, pero comenzó a andar despacio. —¡Oye! ¡Se te va a ir! Él volteó a mirar. Lo dejó ir. Nadie lo culpó por desperdiciarse, transitó por el desvío, pero quería estar. Se acercó y encendió mi cigarrillo. Ella se reía. —Lo dejaste ir… —dijo y miró hacia la autopista desierta—. No, muchachos, yo creo que ya no pasan más buses, ya a esta hora, y yo tenía que llegar a mi casa, yo mañana tengo que trabajar… ¡Y tú lo dejaste ir! Yo cuánto no daría por llegar a mi camita, es que ush… yo sabía… pero la farra… ya me había pasado… una vez me tocó amanecer aquí, en este mismo parque… pero sí ven… la farra… es que yo sabía. Él solo miraba con la misma cara de atolondrado que había puesto toda la noche. —No, ¿y ahora? ¿Tú hasta que hora vas a esperar? —me preguntó. Yo volteé a mirarlo a él y le contesté: —No sé. Ella se rio y dijo: —Pues yo la verdad creo que ya nos tocó amanecerla… yo, así sea en una hora, quiero llegar a dormir.

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Junto a nosotros había una chaza de un señor que vendía tintos y otras cosas, y habían parqueados unos taxis. Los taxistas tomaban tinto. —¿Para dónde van? —preguntó uno. —Uno para Sopó y uno para Tenjo —respondió ella. Los taxistas se miraron entre ellos y les ofrecieron como cuatro tarifas por separado y juntos, pero todas eran demasiado caras. Yo había visto que a él no le faltaba dinero cuando pagó las cervezas y que se podría haber ido, pero supongo que no estaba dispuesto a pagar por un taxi. Nos quedamos sentados en el andén, dando la espalda a la autopista, mirando hacia el parque: él a la derecha y yo a la izquierda de ella. Ella sacó su celular y sus audífonos. Se puso a escuchar música. Él le quitó uno de los audifonos y ella se ofendió un poquito. Cuando él le iba a sacar el celular del bolsillo, ella alegó: —¿Qué? ¿Qué? —Quiero mirar qué música tienes —respondió él. —No, qué va —dijo ella, y sacó el celular para mostrarle la música que tenía. Él miró la pantalla y señaló: —Esa. Alcancé a ver el nombre de la banda. Era un nombre que había visto varias veces, pero que no reconozco. Se quedaron escuchando música un rato. Yo solo estaba ahí sentado al lado de ellos. Ella estaba inclinada con la cabeza sobre las piernas y la capota puesta. Se levantó. —Qué frío, ¿no?

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Volteó a mirarme y dijo: —No, pues tú qué vas a tener frío con severo abrigo. Yo encogí los hombros. Ella volvió a inclinarse con la cabeza entre las piernas. Él otra vez le tocó el bolsillo. Se levantó y le dijo: —Ay, no moleste, deje esa que se descarga más rápido. Me dio risa, porque lo dijo en tono de estoy chocha, déjeme en paz. Lo sacó y lo miró: —Uy, no, ya se va a descargar y no ha pasado nada de tiempo. Se volvió a inclinar. Escucharon música otro rato. —Se descargó. Guardó los audífonos, se volvió a inclinar y se quedó así. Él y yo volteábamos a mirarnos a ratos, y ya. Él se inclinó y se quedó mirándola. Yo pensé que quería verle la cara o algo. —No me mire —le decía ella, pero él seguía mirando. De repente él dijo: —Es un rostro. Ella levantó la cabeza. Había vomitado pura saliva. —Hay un rostro en el vómito —dijo él. Todos miramos hacia el suelo, hacia el supuesto rostro de vómito. —Miren, ahí está. Ahí estaba, modelado en los tonos entre el concreto oscurecido y la espuma de saliva blanca. —¿No tienen una cámara? Eso se vendería re bien. Solo a mí me dio risa. —Qué va, usted está muy mal —dijo ella.

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—No, es en serio. ¿No tiene una cámara? —me preguntó él. Disentí con la cabeza. —Préstame tu celular y le tomamos una foto —le dijo a ella. —Está descargado. Ella inclinó la cabeza otra vez, y seguimos ahí sentados. No sé si él me miró a mí primero, o si yo a él —ni siquiera sé si importa—, pero en un momento estábamos otra vez mirándonos fijamente a los ojos. Yo ya aguantaba más tiempo. Él tenía las cejas caídas y los ojos llorosos. Yo seguía perdiendo. Después de perder varias veces ya ni lo volteaba a mirar, pero sabía que me seguía mirando. Lo escuché levantar la maleta y abrir la cremallera. Escuché el sonido de las almendras. Volteé a mirarlo y tenía la caja blanca con la calavera estampada en la mano. La abrió. Sacó de ella tres huevos de dulce, unos que yo no había visto en mucho tiempo, blancos con puntitos rojos. Había también una nota escrita a mano y un naipe de cuatro de espadas en la caja. Leyó la nota y se puso los huevos en el bolsillo. Sacó de la caja unos huesitos de dulce azules. Codeó a la chica. Le dio uno, me dio uno. Codeó a la chica otra vez. Le dio otro y me dio otro. Cerró la caja y la guardó. Sacó de la maleta una bolsita transparente con una pastilla rosada adentro. La mordió hasta triturarla. Sacó una llave y se metió un pase. Me la pasó. Lo inhalé. Él lo hizo por la otra fosa y me la pasó. Inhalé de nuevo y nos quedamos mirándonos.

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Unos tipos mechudos se pararon a unos diez pasos, a la izquierda. Él se levantó y se acercó a hablarles. Ella comenzó a hablarme a mí: —No… yo tendría que haberme ido para la casa temprano, en serio, es que yo nunca aprendo… y este frío no es nada comparado con el de las cinco de la mañana… uno se empieza a doblar del frío… y es que… sí ve… la farra… y ahora me toca amanecer aquí por boba. —Pero podría ser peor —dije. Ella se rio. —Pues sí, por lo menos llegaron ustedes, en serio… llegaron como ángeles… imagínese yo sola aquí con esos tipos —movió la cabeza señalando a los taxistas—. Yo normalmente soy muy odiosa con la gente y yo sé que tengo que cambiar eso, pero es muy difícil, yo soy muy odiosa… pero estoy tratando de cambiar. En ese momento él comenzó a caminar con los tipos mechudos. —Mira, ¡se va a ir! Miré. Se dirigían a un pasadizo que conecta la plaza con el barrio de atrás. Volteé a mirarla a ella y me dijo: —¡Ve! —¿Sí? —¡Sí! Me puse de pie, corrí unos pasos para alcanzarlo y le pregunté: —¿Se va? —Sí. —Vale.

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—Pero espere… ¿Usted cómo se llama? Yo me quedé mirándolo, sin decir nada. —En este punto de la noche creo que ya me merezco saber su nombre. Yo me quedé pensando si decirle mi nombre o mi nombre falso, que es Martín. —Me llamo Juan. —No me diga mentiras. —No, en serio, me llamo Juan. —¿Juan qué? —Juan David. Su cara cambió. —No le creo. —Es la verdad. —Muéstreme su cédula. Abrí el bolso y no alcancé a sacar la cédula cuando dijo: —No… es que… yo también me llamo Juan David. Ya se habían ido los tipos mechudos. —Vamos a dar una vuelta —me dijo. —¿Y ella? —le pregunté, señalando a Zulay. —Vamos, ella va a estar bien. Caminamos por el pasadizo y salimos a unos conjuntos residenciales. Caminábamos y brillaban las lucecitas de navidad enredadas en las vallas y pinos. Él decía: —Esta es como una de esas cosas que uno nunca puede superar. —Yo sé… —Este es mi barrio. Las casas no son mías, pero es mi barrio.

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Seguimos caminando. Nos acercábamos a la vía. —Vamos por allá. —¿Pero el barrio que está por allá arriba no es peligroso? —pregunté sabiendo, porque yo había estudiado por siete años en un colegio que quedaba en la entrada de ese barrio. Yo no vivía ahí, pero escuchaba de todo. —Vamos, que si me pegan un balazo, mejor… quiero que me den un balazo en la cabeza esta noche… … … y mañana… ¿Pues mañana qué, si quiero que me den un balazo en la cabeza? Pensé que, aunque podía pasar, por mucho tiempo he pensado que si me muero no se pierde nada. Subimos por esa vía en silencio. Pasamos junto a un edificio alto y por todos los espacios para carros junto a él. Llegamos a otra vía que es solo para bicicletas. Cruzando la calle estaba mi colegio. —Por aquí —dijo. Fuimos en el sentido opuesto. Muros de pino y columnas rotas, escenario de la única batalla que no perdí, éramos similares, pero quería estar. Me acordé de que por ahí había un sendero de pinos por el que me gustaba pasar de camino a mi casa al salir del colegio, desviando por esa vía para bicicletas. Él se desvió por ahí.

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De repente se alteró. Estábamos rodeados de pinos y él levantaba tierra arrastrando los pies. Se detuvo y yo me detuve. —Quiero matar a alguien… me quiero vengar de ese malparido que me rompió la cabeza —dijo, y se agachó para mirarme a los ojos—. Quiero abrirle la columna vertebral en dos. Esta vez no perdí. Seguimos caminando y salimos del sendero. Estábamos en el barrio. De una cuadra salió una mujer muy delgada de cabello crespo y rojo. Llevaba un bolso de rayas de colores y bolsas de plástico azul con blanco. Él se acercó, la saludó efusivamente, y ella respondió al saludo. Sacó de su mochila una botella de aguardiente y nos sirvió a cada uno un trago. —Yo hace mucho no veía a este hombre… ¿Cómo le ha ido? —Bien —contestó él. Ella le sirvió otro trago. —Qué bien… ¿Y cómo va la universidad? Él la miró con una sonrisa tímida mientras pasaba el trago. Ella encendió un cigarrillo, nos dio uno a cada uno y dijo: —No me diga que dejó la universidad. Él se quedó callado. —¿Dejó la universidad? —preguntó y no hubo respuesta. Tomó una bocanada de humo y la soltó con convicción diciendo—: Dejó la universidad.

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Ahí hizo ese gesto, ese gesto en el que se inclina ligeramente la cabeza hacia un lado y se estira la boca horizontalmente subiendo el labio inferior. —Venga, Rut, ¿no tiene un carrazo que me regale? Ella dio la vuelta entera haciendo un bailecito chistoso y sacó de la maleta una pipa con una malla metálica sobre el hornillo, depositó en ella un polvo de una cápsula cilíndrica transparente y le puso un poco de la ceniza de su cigarrillo. —Hágale —dijo, entregándole un encendedor y la pipa. Él fumo. Yo seguí fumando el cigarrillo que ella me había dado. —Venga, ¿no tiene otro? —preguntó él. —Solo me queda el mío, pero si quiere voy y le consigo. Él le dio plata. —Espéreme aquí —dijo ella, y se fue. Seguimos fumando cigarrillos parados en el mismo lugar. —No, es que ¿cómo va a calificar alguien lo que usted hace? Me miró a los ojos. —¿Con qué criterio alguien califica lo que uno hace? ¿Sí me entiende? Lo que uno hace. Yo solo lo miraba. Él volteó la cabeza violentamente y dijo: —Es que usted tiene una ventaja. —¿Por qué dice eso? —Porque usted es marica… y de cierta manera este campo se ha construido… por maricas… eso ha sido la historia del arte… ha habido otros… pero siempre llegan

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maricas que son mejores… y, de pronto… hasta los curadores sean maricas… Hubo un silencio largo. Me miró y dijo: —Es que el único lugar seguro para los maricas… es el arte… … Vamos por una cerveza allí. —¿Y la señora? —Vamos allí. Comenzamos a caminar. —Es que nadie puede calificar lo que uno hace… yo soy escultor… yo podría esculpir muchas cosas, pero nunca el cuerpo de un hombre… el cuerpo de un hombre ya es perfecto… tiene el movimiento… la fuerza… ¿No? Justo en la siguiente cuadra había otro bar de barrio. Este no tenía luces giratorias, solo una luz azul que se extendía por todo el lugar cenitalmente. Me senté y él fue a pedir las cervezas. Volvió, nos trajeron las cervezas rápido y, después de un sorbo, él fue al mostrador a hablar con el señor. Me hizo señas de que nos íbamos. Llevé las cervezas y el tendero las puso en vasos de plástico. —Gracias —le dijo. Salimos. No fuimos hacia donde nos habíamos encontrado con Rut, sino derecho. Le pregunté: —¿A dónde vamos? —Allí. Seguimos caminando. —A mí no me gusta la gente con miedo. A mí me gusta la gente que salta al vacío.

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A mí me sonó un poco amenazante, pero seguí caminando con él entre cuadras. Él se quedó pensando. —Es que… yo siento que muchas veces la gente me usa para saltar al vacío… pero luego se van. Yo no sabía qué decirle. Nunca supe. Llegamos a una avenida. Caminamos hacia una casa donde había una patrulla de policía parqueada. Subimos unas escaleras iluminadas con luces de neón rosa y turquesa. No había ningún letrero y todavía teníamos las cervezas en la mano. Había una puerta con un hueco junto a la chapa, por el que pude ver a un policía pasar. Nos abrieron y nos pidieron cédula: no dijeron nada por la cerveza. Subimos otras escaleras y todo se iba haciendo más oscuro. Nos quedamos de pie en la entrada del salón. Había una mujer en un tubo de pole dance. La pequeña plataforma estaba en el centro del bar rodeada por una luz de neón azulosa. Escuché: —Miren al pequeñito, tan lindo. Volteé y había un grupo de mujeres voluptuosas sentadas detrás de nosotros, vestidas todas muy parecido, con ropa de licra apretada. Seguimos y nos sentamos en una mesa. Un mesero se acercó: —¿Qué van a tomar? —Espere y terminamos esto —dijo él, refiriéndose a las cervezas que ya traíamos. Yo miraba para todas partes sin mirar realmente, y luego me quedé mirándolo a él. Tenía

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la mirada perdida, pero tomaba sorbos de cerveza. Volteó a mirarme y preguntó —¿Nos vamos? Asentí con la cabeza. Salimos y caminamos de vuelta al lugar en el que nos habíamos encontrado con Rut. De la nada apreció un niño con saco negro, buzz cut y jean. Se acercó y hablaron como si se conocieran de toda la vida. Le preguntó por su hermano y otras cosas de las que no me acuerdo. Ya en ese punto no sabía bien qué estaba pasando: solo me fijaba en que el cielo estaba muy claro, violetoso claro. Él le dio plata y lo seguimos. Yo miraba mucho el cielo. —La luna lo sabe —dijo. Yo no entendí, pero seguí caminando con ellos. Andado o flotado, plástico y residuos bajo los pies del que nos guía, da lo mismo cuando el polvo entre los ojos es el estelar. El niño del buzz cut se fue. Estábamos en una esquina rodeados de bolsas de basura rojas y amarillas reventadas. Él botó ahí su vaso de cerveza vacío. Yo hice lo mismo. Dimos la vuelta a la manzana y apareció un niño con gorra, chaqueta impermeable grande, pantalón ancho y zapatillas. Él habló con este niño y lo seguimos entre cuadras. Le dio plata y el niño dijo: —Vaya usted por esa calle y yo por esta y nos encontramos en la esquina.

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Subimos para ir por esa calle y apareció un señor con pantalón de paño gris, camisa blanca y suéter negro. —Vengan por aquí, no le hagan caso a ese chino —nos dijo. Lo seguimos y estábamos otra vez en la esquina con bolsas de basura amarillas y rojas reventadas. Avanzamos y no sé en qué momento éramos siete personas caminando en la misma dirección, distanciados por unos pasos, pero solos en esa avenida: una pareja, un hombre y una mujer que hablaban de tener que pagar algo; un vagabundo con sombrero de paja y ropa de hace ocho temporadas; el señor de suéter negro; el niño de chaqueta impermeable; él y yo. El niño iba adelante, guiando al resto. Íbamos llegando a una esquina, detrás de un edificio alto. El niño se asomó a una calle angosta y dijo: —No está. Todos se dispersaron. En la esquina había una chaza atendida por dos viejitos. Él compró dos cigarrillos, me regaló uno y caminamos de vuelta. Apareció Rut de una cuadra aleatoria, otra vez. —No conseguí, tocaría ir allí al otro barrio. —No, yo por allá no voy —dijo él. —Pues deme plata y yo voy. —No, yo ya le di plata a usted. Ella lo miró y sacó de su mochila la pipa y otra cápsula. —Le voy a dar el último que me queda, pero fumémonoslo entre los dos. —Eso. Rut repitió el procedimiento de la vez pasada, fumó y luego se lo pasó. Esta vez él le puso más ceniza.

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—¿Qué es eso? —pregunté mientras él fumaba. —Eso se llama bazuco. Usted nunca lo vaya a tocar. Su amigo lo hace, pero usted nunca lo vaya a hacer —me dijo Rut en un tono casi maternal. En ese momento se nos acercó un señor. Tenía vestido de paño con camisa violeta y corbata negra. Le preguntó algo a Rut que no escuché bien. Le hizo señas a otro tipo que estaba a unos veinte pasos y Rut le dijo: —No, nosotros estamos aquí tranquilos. —¿Qué pasa? —preguntó Juan. —Nada, más bien vamos —respondió Rut. Ella se fue para el otro barrio, y Juan y yo bajamos por la calle angosta junto al edificio alto. Era una calle oscura y detrás del edificio se veía un parque. En la entrada estaba el niño de la chaqueta impermeable. Se nos acercó y dijo: —Ya se lo conseguí. En la mitad de la calle oscura había un hombre con saco térmico negro y gorra beige. Juan se acercó a él y por fin pudo comprar lo que habíamos estado buscando. Le dio una propina al niño y una capsula. Le quedaron dos. Fumó una llegando al parque. Salimos a una avenida. Él paró un taxi y nos subimos. —¿Conoce algún lugar para amanecer por aquí cerca? —preguntó. —¿Conoce el puteadero que queda por la 170? Los podría dejar allá —contestó el taxista. Arrancó. Pasamos por el puente vehicular bajo el que Juan mencionó matarse. Volteó y ahora íbamos a pasar por la esquina, la esquina en la que yo debía voltear.

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—Yo me voy ya —le dije. —No, no me haga eso, quédese conmigo. —Yo no quiero ir. —Acompáñeme, no me puede dejar ahora. Llegamos a la esquina y le dije al taxista que parara. —No me haga esto, ya quédese conmigo. Me miró fijamente. Yo me quedé callado y él le dijo al taxista: —Vamos. Llegamos y la tarifa salió más cara de lo que él esperaba. Le pidió rebaja al taxista, pero no aceptó. —Es que me tocaría darle todo lo que tengo —le dijo. Y el taxista: —Hágale y más bien los dejo aquí recomendados. Pagó y nos bajamos del taxi, que arrancó de nuevo. Estábamos frente a un edificio de muros rojos. Las luces amarillas de la calle caían como reflectores sobre dos hombres grandes de camisa blanca y corbata negra que nos requisaron. Entramos. Estaba vacío. Nos sentamos en un rincón y un señor de bigote, calvo en la parte de arriba y con cabello a los lados, vestido igual que los dos de abajo, se acercó y nos preguntó: —¿Qué van a pedir? Juan ya no tenía dinero. Yo nunca tuve. —Déjenos pensar —dijo Juan. Sacó la bolsita con el polvo rosado. Inhalamos. El señor se acercó otra vez y nos dijo: —Aquí no pueden hacer eso.

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Yo miré alrededor y me dio risa. No había nadie en ese moridero con sillas de cuero rojas y luz azul. Nos sacaron. Ahora estábamos caminando por un pastizal en medio de la autopista. Inflexión, primer rehúso, Descaro y carcajada que nos pone dejados sobre el césped, pero nadie salió herido. Él fumó su otra cápsula y me pidió un cigarrillo, pero yo sabía que había fumado varias veces esa noche, y que solo me quedaba uno. —Ya no me quedan. —¿Ahora qué hacemos? —¿Volvemos donde la chica? —Ah, la chica… pues sí… Fue una caminata larga y silenciosa. Solo paramos una vez. Él gastó sus últimas monedas en un cigarrillo. Me preguntó: —¿Cómo es que se llama ella? —Zulay. —Zulay… Suley… Su-ley… ella vive a su ley. Yo había pensado eso en algún momento de la noche, pero cuando él lo dijo se sintió como la verdad. Cuando llegamos a Plaza Norte ella seguía exactamente en el mismo lugar y en la misma posición. Él se sentó a su derecha y yo a su izquierda, otra vez.

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Ella levantó la cabeza y dijo: —Pensé que ya no iban a volver. Le sonreí con los ojos cerrados. —¿Se drogaron? —preguntó. No hubo respuesta. Ella nos dijo que había pasado poco más de una hora, que ya se sentía mejor y que ya había podido vomitar. —Aquí está muy frío, ¿por qué no nos sentamos en una de las bancas del parque? —preguntó. Nos pusimos de pie y fuimos. Nos sentamos frente al parque de niños. Ahora yo estaba en medio. —Ya quisiera yo estar como él —dijo Zulay, mientras miraba a un señor que dormía en una banca al otro lado del parque. Ella sacó su pipa con marihuana y fumamos. Juan no quiso. Comencé a sentirme mareado. Puse los codos sobre las piernas y la cabeza dentro de ellos. Veía el cuadro gris y verde. —¿Estás bien? —me preguntó Zulay. Asentí repetidas veces hasta que ya no tenía sentido. Fue ahí cuando me sentí atrapado. Como ellos, yo no tenía a dónde ir. Mareo, sordera por su brazo y no el cruzado viento violento, lo podía sentir, de todos modos no había nada que escuchar en el momento en que no supe.

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Pensaba que no podía ir a ningún lugar en ese estado. No podía ir a mi casa, no estaba con las personas. Levanté la cabeza y seguía ahí. —Estas muy pálido, recuéstate —dijo ella. Juan levantó el brazo, como extendiéndome un abrazo. Me recosté en su hombro. Podía sentirlo tocar mi espalda: daba palmaditas, levantaba la mano, la volvía a sobar y fluctuaba entre esas tres acciones hasta que ya no tenía sentido. Sentía el viento pasar por debajo de la banca, pero no lo escuchaba. Él me tenía cubierto con su brazo. De repente ya no me sentía mareado. Recordé todas las veces que me había sentido así: en fiestas, comedores y pasillos, en salas de casas de gente que no conozco y salones de gente sosteniendo copas de vino, en habitaciones de hoteles y calles del centro. Estaba solo. Me puse de pie y dije: —Ya me voy. Me incliné y le di un beso en la mejilla a Zulay. Él se quedó mirándome con las manos entre las rodillas. Extendió un brazo y me incliné. Me abrazó. Caminé de vuelta a mi casa. Suponía lo que podría haber pasado si mis papás se hubieran despertado y si no. En todo caso no sabía, no tenía celular. Revisé el bolsillo de mi abrigo por nostalgia y ahí estaba mi cajetilla de Marlboro Gold, con el último cigarrillo volteado.

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Había visto en una película que cuando se compra un nuevo paquete se puede voltear un cigarrillo, guardarlo para el final y, antes de fumarlo, pedir un deseo. Yo estaba pasando por el puente peatonal de barandas verdes. El viento soplaba fuerte y yo estaba justo en medio, mirando mi cigarrillo. Pronto me habría de enterar de que mi papá sí se había despertado y que había despertado también a mi mamá para decirle que yo no había llegado. Que habían esperado más de una hora, que habían encendido mi computador portátil y despertado a mi hermana para pedirle la clave. Que habían abierto Facebook y mi sesión estaba iniciada. Que habían leído conversaciones esperando encontrar algo. Que contactaron a Nicolás y que él les dio el teléfono de Felipe. Que hablaron toda la noche y que Felipe le preguntó a media universidad si yo estaba con alguien. Que mis papás se habían peleado porque mi papá estaba demasiado calmado y mi mamá demasiado alterada. Que mi papá siempre supo que yo iba a llegar. Que mi hermano supuso que era todo un truco para que me compraran un celular nuevo. Que Felipe se había imaginado mi funeral con un montón de frikis. Que Nicolás me iba a bofetear. En ese momento, sin embargo, no sabía nada. Supongo que es tonto, pero en ese momento, en ese puente, pensé en todas las cosas que podría haber pedido. Podría haber pedido que mis papás no se hubieran dado cuenta, podría haber pedido volverlo a ver, podría haber pedido que todo estuviera bien. Me puse el cigarrillo en la boca y esperé que un deseo se me ocurriera mientras lo encendía. Pero no pasó.

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Había qué pedir, había formas de decirlo, pero no pasó.

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