50 Segundos Pedro de Paz septiembre de 2002
Lo estaba viendo con sus propios ojos y aún así le resultaba inconcebible. Finalmente, no le quedó más remedio que admitir la evidencia. No había ninguna duda. Tuvo la certeza de que iba a morir. Dentro de unos 50 segundos. Resultaba insensato pensar que aquello le estuviera ocurriendo a él, allí y en ese momento. Pero así era. De repente, una serie de imágenes vinieron a su mente como en un flashback de película de serie B. Recordó su infancia en el pueblo, un pueblo perdido en la meseta castellana. Aquella infancia con sabor a pobreza, estrecheces y a la leche recién ordeñada que su madre le daba para merendar cuando no había que venderla para poder comprar ropa u otros artículos. Recordó también las excursiones al río con sus amigos para ir a pescar, en el mejor de los casos, o para robarle las peras del huerto al tío Bonifacio, en el peor de ellos. La angustiosa espera durante todo el año hasta que llegaban las fiestas de septiembre en las que los niños obtenían algo más de libertad e iban hasta la plaza para ver las barracas montadas, los puestos, los caballitos, el baile en la misma plaza y pillar alguna golosina que caía de vez en cuando. Tiempos de hambre y miseria pero enormemente felices. 40 segundos. Probablemente todo acabaría en 40 míseros segundos. Le resultaba curioso constatar como la mente puede reaccionar a una velocidad vertiginosa cuando se pasa por una situación limite, pero así era. Así estaba siendo. Sus hijos. ¿Qué iba a ser de sus hijos cuando él no estuviera?.
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Gracias a Dios, su padre no tuvo entonces la necesidad (o quizá, tuvo menos necesidad que los demás) de sacarle de la escuela para ponerle a trabajar en las labores del campo como a la mayoría de sus amigos. Eso le permitió poder acabar sus estudios primarios. Nunca se había llevado especialmente bien con su padre, un hombre huraño y excesivamente recto, con un gran sentido de la autoridad. Recordó el día (recordó también que, junto con el día del entierro de su madre, habían sido las dos únicas ocasiones) en que vio llorar por primera vez a su padre. Ese día, había salido a pasear con él por la vera del río. Era finales de verano, el verano del año en el que acabó sus estudios primarios y comenzaron charlando de asuntos triviales. La conversación fue variando de tono y temática hasta que su padre comenzó a preguntarle por sus planes de futuro. Se le puso un nudo en la garganta y no supo como decirle a su padre que tenía inquietudes, que deseaba una vida mejor, pero no deseaba darle a entender que menospreciaba lo que hasta ese momento había tenido ni lo que él era. Atreviéndose por fin, le dijo que le gustaría ir a la capital para continuar sus estudios, pero que entendía perfectamente la situación familiar y la imposibilidad de poder hacerlo. Su padre, con lagrimas en los ojos, le dio uno de los mejores regalos de su vida. Le dijo que, a través de años de estrecheces y necesidades, había podido ir ahorrando lo suficiente para que pudiera continuar con sus estudios, esos estudios que él mismo nunca había podido tener y que deseaba que su hijo tuviera. Le prometió a su padre que le haría sentirse orgulloso y los dos se abrazaron, tierna, afectuosamente, como nunca antes lo habían hecho y como no volverían a hacerlo hasta años después, en el entierro de su madre.
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30 segundos. El final estaba cada vez más próximo. ¡Mierda!. La cantidad de cosas que le quedaban todavía por hacer. ¿Y su mujer? ¿Cómo reaccionaría cuando le dieran la noticia?. Recordó su llegada a la capital. Los primeros tiempos, difíciles, sintiéndose desarraigado. Las horas de estudio y esfuerzo en la soledad del cuarto de la pensión en la que vivía. Las privaciones debido a que los ahorros de su padre daban para pagar los estudios, la pensión y un plato de comida caliente al día, pero poco más. Con el fin de no sobrecargar los hombros paternos, se vio obligado a trabajar por las tardes descargando camiones en el mercado, de chico de los recados, de lo que fuera, ganando un dinero extra que le permitiera vivir un poco (solo un poco) más holgadamente. Finalmente, consiguió acabar sus estudios con excelentes notas. Gracias a ello, encontró trabajo en una multinacional implantada en España y pudo empezar a disfrutar un poco de la vida de la que había tenido que privarse hasta ese momento. Comenzó a relacionarse con los compañeros de trabajo, a salir de copas o a cenar con ellos, a disfrutar de todo aquello que antes no había podido. Y un buen día, la conoció. Se llamaba Eva y era amiga de la mujer de un compañero. El día que su compañero le invitó a una fiesta en su casa estuvo a punto de decir que no, pero gracias a Dios no lo hizo. Nada más llegar a la fiesta, la vio en el salón, deslumbrante, llenando con su sola presencia toda la sala y durante toda la noche no pudo apartar sus ojos de ella. Ya de madrugada, reunió el valor suficiente para acercarse a ella y trabar conversación. Su belleza serena le confundía y si bien, en un principio, pensó que no tenía ninguna oportunidad, resultó que ella también se había fijado en él. Estuvieron charlando hasta el amanecer y finalmente ella aceptó gustosa la invitación de volver a verse. Un año después, tras múltiples citas, confidencias, buenos y malos momentos, él le pidió que se casaran y ella aceptó.
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Solo llevaban un año casados cuando llegó el primer hijo. Y el segundo, tres años después, una preciosa niña que les colmó de felicidad. 20 segundos. 20 miserable segundos separaban su existencia de la nada. Nunca había pensado en ello. Nunca se había planteado que es lo ultimo que haría si supiera que iba a morir. E hizo lo único que realmente podía hacer en esas circunstancias: esperar. Después de nacer los niños, fueron tiempos difíciles. Tiempos de vivir con lo justo. De hipoteca y de matarse a trabajar para mantener a la familia. Y aún así, todos los días le daba gracias a la diosa Fortuna por haberle dado lo que tenía. Salud, trabajo y una familia a la que adoraba. Hasta que un día, por fin, la misma diosa Fortuna le obsequió con la guinda del pastel. En la multinacional en la que trabajaba necesitaban a alguien para un puesto importante y él daba el perfil idóneo para ese puesto. Era un puesto por el que llevaba luchando años y por fin veía recompensados sus esfuerzos. El único handicap era que para desempeñar su labor, debían trasladarse a Estados Unidos, pero no les importó. Ni a él ni a ella. Pensó en un mejor nivel de vida, en un futuro mejor para sus hijos. 10 segundos. 10 malditos segundos y todo habría terminado. Dedujo que todo sería muy rápido, prácticamente no se enteraría del momento final. No creía que fuera a dolerle. Sería instantáneo. Intentó acordarse de alguna de las oraciones que su madre le enseñó de niño, pero no tuvo suerte. Tampoco importaba mucho. Nunca había creído demasiado en Dios. Recordó cuando emprendieron el camino hacia su nueva vida. Los inicios no fueron fáciles. Nuevo entorno, a menudo hostil, frente a lo que los americanos llamaban despectivamente un “spanish”. Gracias a su tenacidad y su capacidad de trabajo, logró el respeto de sus compañeros y se ganó un nombre dentro su
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profesión y, después de dos años, pudo por fin jactarse de que, a pesar de todo lo que le había costado conseguirlo, a pesar de disputas y esfuerzos, de superación personal y profesional continua y constante, de lucha día a día por todo aquello que deseaba y que tanto le había supuesto, estaba empezando a cubrir las metas que se había marcado en la vida y a disfrutar con ello. Ahora todos esos momentos se perderían. Y nunca llegó ni siquiera a sospechar que aquello pudiera pasarle a él y menos en aquel lugar. No en el inaccesible, en apariencia, piso 89 de la torre norte del World Trade Center. Sin embargo, la sombra del avión, como un monstruo alado, se acercaba cada vez más, hasta que estuvo prácticamente al otro lado de la cristalera, frente a frente. Casi pudo identificar la silueta del piloto en la cabina. Una vez aceptado lo inevitable, solo acertó a dibujar una sonrisa fatalista, de resignación en su rostro. 11 de septiembre. Un día tan bueno para morir como otro cualquiera.
Alcorcón, 11 de septiembre de 2002
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