EXCURSO SOBRE LA LECTURA 1 Julio
César Correa Díaz
La lectura de un texto serio, pero, sobre todo, la lectura de un texto literario siempre es una invitación y una provocación. Es la posibilidad de un encuentro con algo desconocido y que en la medida en que se asume su lectura, el desconcierto puede ir en aumento. Cerrarse para blindarse frente al gesto del texto está dentro de las posibilidades. ¿Acaso no es eso lo que nos solicita la pedagogía? Reducir la incertidumbre hasta convertir lo ambiguo en claridad y lo incierto en verdad incuestionable es parte de la tentación. Sin embargo, la potencia del texto nos invita al libre juego de lenguajes, a no dar nada por sentado o establecido de antemano. Ningún código en común, dirá Zuleta, con el texto. No hay nada ganado de antemano por el solo hecho de hablar-escribir la lengua en la que está escrito el texto. Por lo mismo, es necesario deshacerse de los ropajes que nos protegen para asumir el texto. Estar dispuesto a que el texto, en su andadura, nos interpele, nos cuestione, nos golpee, nos insulte y hasta nos excluya, es parte de las muchas relaciones que podemos establecer. No puede haber temor a que terminemos transfigurados, convertidos, pervertidos o abducidos por la lectura del texto. Es necesario que permitamos y aprendamos a reconocer en la fragilidad existencial una condición necesaria para con el texto que se lee. La lectura no señala un camino determinado. La lectura abre senderos que a su vez se bifurcan y se expanden. Quizás pueda ocurrir que los caminos nos encuentren y nos sorprendan, mientras oteamos horizontes. Quizás los caminos no estén a la vista, no aparezcan ante la mirada inquisidora; quizás los caminos se abran en la medida en que avancemos, quizás se vayan cerrando a nuestras espaldas, entre árboles y hojas que cubren los pasos. Ya lo había dicho el poeta Machado. Yo sólo repito sus palabras: Caminante son tus huellas el camino y nada más/ Caminante, no hay camino se hace camino al andar/. Con la lectura, cuando va de verdad, como diría Jorge Larrosa, es tránsito, es andadura; es ir abriendo senda en medio de la espesa nada que nos empuja y nos obliga a convertir en sentido el significado. El sentido puede ser el camino. Pero, el sentido no está en el texto, tampoco lo posee el lector. El sentido está en la disposición frágil del lector que se arriesga a convertir en diálogo aquello que surge ante sus ojos. Es la 1
Escritor, dibujante y docente en universidades de Manizales.
capacidad para conmoverse con el gesto que le hace el rostro del texto. La fragilidad del lector es justamente su potencia; es su apertura; es la capacidad para dejarse afectar por el texto; es aceptar la invitación del texto para salir a caminar por sendas que se abren y se cierran a cada paso, sin otro propósito que el goce pleno del andar. No hay rumbo predeterminado. No hay finales ni metas. El camino es ese ir y volver; titubear, regresar, detenerse un momento, levantar la cabeza, hundirse de repente entre las líneas del texto; sorprenderse degustando alguna frase; hacer acotaciones sin ser agrimensor; tender puentes sin ser ingeniero; contemplar paisajes, padecer el temperamento de algún personaje; acompañarlo en sus decisiones; comprenderlo en las equivocaciones; aburrirse, claro, para retomar el aliento y continuar la marcha. Abrir camino es fundar; es tropezar y caer; es levantarse para tomar un segundo aire. El camino que uno recorre no es igual al camino que transitan los exploradores. No hay precisiones ni imposiciones. La única obligación aquí es la ausencia de todo imperativo, ni siquiera el disfrute del texto, ni el resultado, ni el dato obtenido, ni la información acumulada, ni la línea que sostiene el renglón subrayado, ni la memorización de algún diálogo. Nada. Es necesario abrirse, empujarse hacia lo incierto y desconocido, hacia lo nuevo, hacia aquello que todavía no es y apenas prefigura formas y sentidos. Es el camino que se hace al caminar. Para fundar caminos, en la lectura, no hay métodos preestablecidos, ya lo dije. No hay códigos ni prerrequisitos. El único método es abrirse a las posibilidades de la interpretación; abandonar el miedo a lo incierto para asomarse a escenarios de sentido. En la lectura no hay nada sencillo ni fácil. Es una constante puja, un forcejeo con el texto. No hay trinchera aconsejable, ni siquiera la de la lengua. La lengua se reinventa en el contacto con el texto. Las bases que decimos poseer se erosionan o se solidifican. Si esto último ocurre habremos acumulado información; si es lo primero estaremos en el camino hacia horizontes más amplios, por lo inciertos. Nada nos garantiza una señal de llegada. El final del camino es el comienzo de otros caminos. Si estamos en la disposición de conmovernos con el gesto del texto es porque sabemos escuchar. La capacidad de escuchar es la condición necesaria para convertir en sentido el significado del texto. De lo contrario, habremos leído el texto sin haberlo comprendido o nos quedamos con la vaga idea del texto que no dice nada. Cuando no comprendemos es porque no estamos dispuestos a escuchar la voz del
texto, porque para escuchar es indispensable el silencio. Si no hay silencio no hay escucha. Y sin la disposición a escuchar, el otro es desalojado, excluido o negado. Cuando no me abro a la posibilidad del otro, es porque elaboro, a la manera de Castel, toda suerte de conjeturas, parloteos y disquisiciones con la pretensión de imponérselas al texto. Hago prevalecer mi mundo y convierto el mundo del otro en el mío. Reduzco lo otro a algo ya conocido: mi propia imagen, mi propio mundo. De esta manera, toda lectura y toda experiencia con el otro estarían mediadas por el dogmatismo. Ser dogmático es atrincherarse en una torre, en un castillo, Castel, para blindarse y, así evitar que el otro irrumpa, entre, ingrese y nos conmueva con los gestos de su rostro. El otro, el texto, termina siendo una proyección mía y, en ese orden, deja de ser él para plegarse a mis propósitos. El otro deja de ser; el texto enmudece, es hablado desde la lengua de la autoridad. Negar al otro es no saberlo escuchar o reducir lo nuevo, la experiencia del otro, a algo ya conocido. Leer para acumular, ajustar la información previa con la nueva, es aferrarse a la idea de lectura como consumo. Educar, en este sentido, es crear la sensación de que alguien sabe porque acumula cantidades de información. Sólo que esa información no toca lo fundamental de ese lector, su experiencia más personal. Posee información, pero no sabe qué hacer con ella y, sobre todo, esa información no le ha permitido abrirse hacia lo desconocido. Abandonó el riesgo para transitar los caminos seguros que ya otros recorrieron. Transitar caminos ya recorridos puede producir la sensación de viajar y explorar, pero bajo la premisa de que la experiencia de viajar como leer se convertirá en paseo, en distracción, en pasatiempo. No habrá experiencia que irrumpa lo establecido; al contrario, lo establecido es la condición que le hará seguir caminando con una finalidad predeterminada. Desde que salió sabe perfectamente hacia dónde va. No habrá azares en el trayecto, porque cada detalle del recorrido está previsto. Así lo confirma la pedagogía y la preceptiva. Cuando la meta se conoce de antemano, no hay riesgo y, si no hay riesgo, no hay viaje. Si el camino se hace al andar, la meta no existe o es parte de la experiencia de lectura de quien se arriesga a conocerse mejor, aun a riesgo de llegar a comprender que el camino culebrero de la lectura puede producir sobresaltos, mostrarnos rostros y máscaras que no deseamos, que desconocíamos y que acogemos, quizás, en contra de lo que creíamos valores establecidos. Pensar de antemano que toda lectura conduce necesariamente hacia lo mejor, es edificar sobre terreno arcilloso. La
experiencia de la lectura se hace en el tránsito del viaje externo, pero se replica de manera profunda en el viaje interior. Nadie podrá predecir que lo que pueda ocurrir, en los trayectos de la lectura, conduzcan hacia paraísos celestiales. La experiencia de la humanidad en los últimos años ha mostrado que la promesa de paraísos, ocultan quizás una realidad mucho más dura e inquietante. Lo campos florecidos y la más bella música puede ser escuchada a las puertas del infierno: Auschwitz es la prueba. Manizales, octubre 22 de 2015