Entelequia

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Un encuentro con las palabras La delegación de Juventud del Ayuntamiento de Algeciras nos propone en esta publicación electrónica un acceso a obras literarias que se han reunido gracias a las actividades de expresión escrita que ha organizado a lo largo de estos últimos años. Son piezas breves, contenidas, que algunos llaman de urgencia, como si la velocidad en la que nos movemos nos impidiera tener tiempo para detenernos a conocer historias. Entelequia es un encuentro con la expresión genuina de muchos autores con diferentes edades literarias. Al Ayuntamiento le corresponde crear cauces para que todos los ciudadanos y ciudadanas tengan su sitio, encuentren su espacio. Pues este libro es un amplio mural en el que los lectores y lectoras podemos encontrar muchas sensaciones, y los autores tienen la oportunidad de trasladar su obra. Gracias a unos y a otros. Estoy seguro que este encuentro con la literatura algecireña no les defraudará. Diego Sánchez Rull Alcalde de Algeciras


Aristóteles define el término “entelequia” (entelecheia) como un tipo de existencia que se encuentra trabajando activamente en sí misma. Es decir, una especie de trabajo activo y continuo hacia la consecución de un fin intrínseco a la misma cosa. Tal y como se gesta, crece y desarrolla el ser humano en el seno materno hasta ver la luz, o evoluciona la semilla hasta convertirse en cultivo. La entelequia de ambos ejemplos serían, respectivamente, el/la recién nacido/a y la planta que da forma a ese cultivo. Por ello no es casualidad que esta obra se denomine “Entelequia”, ya que es el resultado de un trabajo continuo y activo, con un fin en sí mismo, desarrollado durante estos últimos años, fruto de los certámenes de microrrelato, talleres de literatura, encuentros y recitales organizados por la Delegación de Juventud del Ayuntamiento de Algeciras, y recopilados por el poeta Juan Emilio Ríos Vera, gran colaborador habitual de este departamento municipal. “Entelequía”, heredera directa de los dos volúmenes editados y publicados de la revista literaria de la Delegación de Juventud, “Barataria”, surge no solo con la intención de dar a conocer al público, a través del formato digital destinado a ser publicado en redes sociales, el resultado de varios años de trabajo, sino también el incesante caudal de talento emanado de las plumas de autores/as jóvenes y no tan jóvenes, que tienen la oportunidad de mostrar dicho talento al público. Solo me queda agradecer a todas las personas que han plasmado en estas páginas sus obras, y a Juan Emilio Ríos Vera, su trabajo, colaboración y paciencia. Félix H. Duque García. Concejal-Delegado de Juventud y Cooperación Internacional del Ayuntamiento de Algeciras.


A T.S. Eliot Por César Alfonso Viñas

Cada verso del alma es una runa grabada en la niebla cada estrofa del pensamiento un arcano del Tarot cada poema de la materia gris el tiempo danzante y nublado del santo cada palabra una pieza de un puzzle mágico cada símbolo fértil de la oscuridad antropológica una estructura monolítica de átomos secándose al sol.


Abejas

Por Carmen SĂĄnchez Melgar Mis obras buenas del dĂ­a quedaban reducidas a salvar abejas moribundas de los cacharros de agua, pero a veces, las ingratas terminaban clavando su aguijĂłn en mis manos. Con el tiempo he comprendido que humanos y abejas somos de la misma ralea.


Al burro (Décimas)

Por José Lozano Tello. Se clava como un cuchillo en mi mente, y me tortura, el pensar como madura la extinción del borriquillo. ¿Que salvarlo no es sencillo? ¡por favor, no diga eso!. No olvide que con su esfuerzo y su trabajo constante el burro fue un importante peón de nuestro progreso. Que pena me da del burro que dio al mundo tanto fruto haciendo el trabajo bruto cuando era el rey del “curro”. Tiene que ser un cazurro el que pueda y no se ofrezca a evitar la canallesca extinción de este animal. Pues no es justo ni normal que el burro desaparezca.


Amanece Por Ángel Mora

Amanece otra vez y todo es plano, todavía las calles silenciosas. No,no hurgues la llaga de las cosas, ni despiertes su mundo con tu mano. Frescas,vagas,aún sin nada humano, sin nombres que les pesen como losas, desnudas,puras de un ayer lejano. Tú déjalas ahí,tú no las llames. Pasa manso sobre sus lomos mudos, no sea que te pidan que las ames; ya vendrá el sol y no valdrán escudos. Míralas sin pasión,no las inflames, que las cosas atrapan con sus nudos.


Así eres tú

Por Dolores Guirado Valenzuela. Huelen los jazmines como las rosas embriagan, como el nardo oloroso así eres tú mi amada.

Cuando llega la noche Huelen los jazmines como las rosas embriagan, como el nardo oloroso así eres tú mi amada.

Muero con ella Muere la tarde y muero con ella y en mi ya no nace la luz de esa estrella.


Ataud para unas manos muertas Por Juan Emilio RĂ­os Vera.

Tengo los cajones llenos de agua loca que se derrama, de carne mojada que se licua los nervios y se traga los huesos y la lengua seca. Hay en mis bolsillos tanta agua estancada, tanta carne podrida, que siempre llevo muertas las manos.


Camino de Yswodám Por Rodolfo Velázquez

De Innsmoúth a Yswodám hay un viento que vive mi existencia. Un mal gris, siempre al este, ciega el sueño, el hielo del suspiro, la memoria primera de algún verde. Locura de levante que en las vetas descubre vertical de viejas runas. Camino de Yswodám, cuando voy siempre llevo navaja y estilete, cuchillo que recorta el musgo de un cadáver y púa por si encuentro un cuarzo que me grave. Sin su tromba, bocana de los caos, mi conciencia sería la mueca de un despojo, maldad donde olvidara la ceguera. A veces, si reposo en restos de una quilla, la brisa, cuando enfila las cuadernas, me llega con los sones de un lamento. El crujido del roble que perdura en el alma que supo la ribera, el nudo que soporta las lenguas del salitre, tronchado por el viento de la noche. Entonces, yo me veo donde sufro la mente que sustancia mi senda de Innsmoúth hasta Yswodám.


El cementerio de los bibliófilos Por Juan Emilio Ríos Vera

Cuando me diagnosticaron el cáncer que acabaría con mi vida en unos pocos meses,me dirigí más gozoso que apesadumbrado a mi casa y comencé a prepararlo todo para dedicarme a morir como quieren los poetas. Hacía ya muchos años que me ganaba la vida como profesor “free lander”, recorriendo escuelas, institutos y universidades

de

distintas

localidades

costeras

predicando a niños maleducados y a jovencitas anoréxicas lo saludable que era la lectura para la vida moderna. Auque debo de reconocer que no era muy convincente en mis disertaciones cuando los chavales me veían entrar con mi torpe aliño indumentario y pateándome a pie los caminos hacia el centro docente mientras la mayoría de ellos hacian su entrada meteórica en el aparcamiento de la universidad con sus bolidos tuneados,sus piercings y sus tatuajes. ¿Qué les ofrecía yo con mis libros y mis historias? una vida miserable de carencias y amarguras,de aburridas tertulias y sesudos actos literarios, de neurosis y “spleens”, de mentes torturadas más allá del umbral de lo que mola, eso sí aderezado con grandes dosis de poesía, latinajos y metáforas. Sólo de vez en cuando se me acercaba un ser angelical,


cuasi élfico y me confesaba,como el que asume un crimen inconfesable,que se dedicaba a leer todas las noches y que quería ser escritor o poeta. Eran criaturas luminosas que desprendían luz y brillo y cuya aura me encendía los ojos. Como nadie me echaría de menos en el trabajo ni en la ciudad -mis mejores amigos, José Luis y Rafa, habían muerto hacía unos meses también de cáncer, tres de cada cuatro hombres lo harían,según había leído hacía poco en el periódico, y mi mejor amiga, Julia, se había matado absurdamente en un accidente de tráfico, ni en mi casa pues me había divorciado tres años atrás y mi fiel perro había muerto ya muy viejo y ciego,me dispuse a empaquetar mi enorme biblioteca con mimo y a preparar el definitivo viaje hacia mi particular cementerio de elefantes: un pueblo de ensueño a caballo entre Inglaterra y Gales, a los pies de las montañas Negras llamado Hayon-Wye, que aparece como por ensalmo entre un mar de colinas suaves y verdes, con apenas árboles,por las que pastan las ovejas,serpentean las carreteras estrechas y fluye el río Hay. Cuando por fin estuve ante su puerta miré hacia abajo y sólo ví negrura y estridencia,penumbras y fantasmas del pasado. Hacia arriba se proyectaba una luz tenue pero intensa como mi propia vida. Al cruzar su umbral nadie me pidió el pasaporte ni me hizo preguntas.


Eso sí el pregonero salió a mi encuentro empuñando una campanilla y ataviado con galas medievales y con rotunda voz me espetó: “Bienvenido a The Hay, pueblo habitado por 2.000 habitantes, todos ellos lectores empedernidos, ratones de biblioteca, poetas, narradores, bibliófilos, gente de bien aunque un poco diferente. En el pueblo existen actualmente 30 librerías, una casa de subasta de libros, dos talleres de encuadernación y varias tiendas de artesanía.En la actualidad ostenta el título de jefe de la República el ciudadano Richard Booth. Al día de la fecha en el interior de los libros de este enclave singular hay unas 350 lenguas del mundo del azerí al zulú. Está usted en su casa”. Nunca había dado las gracias con tanta sinceridad como en ese glorioso momento en el que atravesé los límites del pueblo que me vería morir haciendo lo que más me gusta:leer y escribir. No había tiempo que perder, así que en un par de días ya estaba instalado en un modesto pero enorme caserón donde mi desaforada biblioteca se encontró cómoda desde el primer día y como no lo había hecho en toda su historia. Los días en Hay eran una total delicia:pasear por las intrincadas calles y vericuetos empedrados ojeando y hojeando libros antiguos por las inmensas bibliotecas al aire libre era emocionante. Mis preferidas eran por este orden: The Poetry, el reino de la poesía, donde incluso


pude comprar por 50 peniques un extraño poemario que yo mismo había escrito en mi más tierna e inocente adolescencia,Murder & Mayhen o lo que es lo mismo la casa negra del horror,el crimen y los detectives, Mostlymaps, que contenía la mayor colección de mapas antiguos y libros de viaje que se pueda soñar y Rivendel, la librería de la fantasía y la cienciaficción. Pero todavía existía en la villa un lugar aún más emocionante y sobrecogedor: El castillo medieval de Richard Booth, el fundador y actual máxima autoridad del pueblo con el que congenié rápidamente y que en nuestra primera entrevista me explicó el origen de su hazaña: “Si compras libros de todo el mundo, tendrás clientes de todo el mundo.Si vendes un libro por 10.000 libras mejoras la economía de una persona pero si vendes 10.000 libros a una libra cada uno, mejoras la economía de toda la comunidad. Así nació este milagro llamado Hay-on-Wye y pronto estuve acompañado de libreros y cazadores de libros de todo el mundo y aquí siguen. Aquí uno sólo se va derechito a la última biblioteca, esa que no tiene principio ni final”. Y aquí sigo en un frenético “carpe diem” esperando que el cangrejo que me devora las entrañas me deje terminar la nueva obra que acometo con ansias renovadas.


El club de los suicidas frustrados Por Juan Emilio Ríos Vera

Todos ellos, hombres eminentes y grandes artistas, formaban el más variopinto y misceláneo club que jamás se recuerde. Sin embargo, a pesar de sus excentricidades y sus diferencias irreconciliables, todos tenían un rasgo común que los hacía merecedores de pertenecer a tan exclusivo grupo. Todos,

sin

excepción

alguna,

habían

deseado

fervientemente quitarse la vida en algún momento de sus agitadas existencias, pero no habían reunido el suficiente valor para culminar su propósito. A cambio, habían, cada uno de ellos, urdido una forma incruenta de suicidio que no les privara de la posesión de sus cuerpos pero que significara simbólicamente una negación a seguir llevando una vida convencional y rutinaria. El ya maduro poeta, Nephtalí de Pas, por ejemplo, había decidido ya hace unos años, suicidarse como tal para convertirse en un ejemplar de su poemario preferido, “Altazor” del padre del creacionismo, el chileno Vicente Huidobro. Así, una noche en la “pensión del loro pálido” se había comido una a una de las páginas del desconcertante


libro después de memorizarlo fonema a fonema y seguidamente se había cortado las manos y sacado los ojos - primero la mano izquierda, luego el ojo derecho seguido del izquierdo y por último con el cuchillo entre los dientes la mano derecha- para reducir su existencia a la declamación cada noche a la hora de las brujas de sus versos más venerados. Durante el resto del día era prácticamente un cadáver. Azul Vera de Lis, el pintor de desnudos más famoso de todo el territorio patrio, hastiado de su deambular abyecto por la vida, intoxicado ya del ambiente soez y plúmbeo de las tabernas, prostíbulos y arrabales a los que acudía buscando la perfección de los cuerpos, había decidido vivir desnudo el resto de sus días y convertir su propio cuerpo en un cuadro distinto cada madrugada que exhibía impúdico por la sala de exposiciones que componían las calles más céntricas de su ciudad. El escultor Waldemar Molina se había convertido él mismo en la más excesiva de sus obras al convertirse en una estatua más de su rica mansión y permanecer como un elitita sobra una inmensa columna dórica donde adoptaba distintas poses a lo largo de las horas, olvidándose incluso de satisfacer las más elementales necesidades fisiológicas. Y así podría seguir describiendo uno a uno a todos los miembros de este elitista club que una vez al año, precisamente hoy, se reunían para mostrar al mundo todos juntos sus muertes incompletas.


En verdad era la exposición benéfica más abominable y, sin embargo, más solidaria del mundo. Los asistentes se dejaban alegremente todo lo que llevaban en sus bolsillos para contemplar tamaña colección de “freaks”, de fenómenos de feria, de locos irreverentes reunidos en oportunidad única. Todos los fonods recaudados, como no, iban destinados integramente a paliar las carencias y penalidades de las familias de esos valientes colegas que sí habían sido capaces de acabar con sus vidas físicas sin la menor sombra de duda. Ellos, por contra, se consideraban unos cobardes redomados.


Correos

Por Jesús Lens Espinosa de los Monteros La sorpresa que Ana se llevó al volver de la oficina cuando, extenuada, abrió el buzón de su casa y se encontró con un sobre de los de toda la vida, con el nombre y la dirección manuscritos y un par de estampillas bien mataselladas, fue muy agradable. Desde que tenía internet y correo electrónico, aparte de propaganda, lo único que recogía de su buzón eran las facturas de la luz, el agua y el teléfono, además de los continuos “adeudos en su estimada cuenta” que regularmente le remitía su no menos estimada Caja de Ahorros. Vivía sola desde que había llegado a la capital para trabajar en la editorial. Estaba muy harta de la soledad que presidía su vida privada, pero consideraba más importante su carrera profesional que un marido y unos hijos absorbentes y egoístas. Ana entró en casa y, tras dejar las llaves en la repisa del recibidor, colgar el bolso del respaldo de una de las sillas del comedor, arrojar el abrigo sobre el brazo del sillón y dejar el portafolios en la mesa del despacho, se quitó los zapatos y se tumbó en el sofá para leer con delectación esa carta inesperada. No tenía ni ganas de comer. La editorial pasaba por momentos delicados y la inminente reestructuración de personal la tenía sometida a una fuerte presión que le generaba una ansiedad más fuerte de lo normal. Se hablaba de nuevos jefes más exigentes,


de horas extra, de más esfuerzo... Pero bueno. Por aquél día ya había terminado ¿Hacía cuanto que no recibía una carta? Ya ni se acordaba. Lo más cercano que tenía en la memoria era un par de postales que encontró en el buzón a la vuelta de vacaciones. Pero ¿una carta? Ésta venía sin remite. O más concretamente, el remite era tan escueto, un sencillo “Toni”, que no conseguía ponerle cara a ese nombre. - Toni, Toni... como no sea el vecino aquél que teníamos en Vejer, o el Toni de márketing...- iba pensando mientras rasgaba el sobre y desdoblaba la carta. Querida Ana: Cuando leas estas palabras yo estaré muerta. Ana se quedó estupefacta. ¿Qué era aquello? Volvió a coger el sobre. Entonces se percató de que donde había leído Toni, realmente ponía Toñi. No conocía a ninguna Toñi. Por lo menos no recordaba a ninguna Toñi que le pudiera escribir una carta. Dio la vuelta al sobre para comprobar que la carta era para ella, por si, en un exceso de euforia al recibir un envío inesperado, no se hubiese fijado en el nombre del destinatario y estuviera leyendo por error algo que no le iba dirigido. Pero no. Su nombre, Ana Villa Conde, y su dirección,


C/ Jaques Cousteau, 33. 4° izquierda, estaban clara e inequívocamente escritos en ese sobre. Así que volvió a coger la carta y, nerviosa, se dispuso a leerla entera. Querida Ana: Cuando leas estas palabras yo estaré muerta. Y mi muerte caerá ignominiosamente sobre tu conciencia. Cuando una pérfida mosquita muerta se lanza sobre el esposo de otra mujer y se lo arrebata por medio de argucias y estratagemas que están vedadas a quién lleva compartidos con ese hombre once años de vida y le ha dado dos hijos; esa mujer, esa zorra fría y despiadada, por mucho que aparente ser una chica tierna, sensible, cálida y afectuosa, sólo debe ser merecedora de un dolor y sufrimiento equivalentes a los que ella ha causado. Espero que mi muerte sirva para abrir los ojos de Suso y le permita descubrir tu nauseabunda naturaleza. Tú no querías hijos en tu vida. Un par de fines de semana al mes ya te parecían un lastre excesivo ¿verdad? ¿Qué pasará ahora que Javi y Luisa sólo tienen a su padre? Suso se tendrá que hacer cargo de ellos. ¿Cómo lo soportarás? Espero que, además de quedarte sola de nuevo, el haberme conducido a la muerte te provoque pesadillas por la noche y remordimientos por la mañana. Porque tú me has arrebatado la vida. Como si me hubieras descerrajado un tiro entre los ojos. Yo no sé qué hay tras la muerte, pero te juro que si las tinieblas que empiezan a


envolverme me lo permiten, haré lo posible y lo imposible por convertir tu vida en el mismo infierno en que tú convertiste la mía. Hasta que la muerte te parezca un remanso de paz, hasta que la muerte sea tu única amiga y te arrojes a sus brazos para terminar con los tormentos que te esperan, sólo te deseo una cosa: que sufras. Que sufras por la mañana, por la tarde y por la noche. Que sufras despierta y dormida. Que sufras cuando estés sola y cuando estés acompañada. Que sufras, que sufras, que sufras hasta el fin. Toñi. Ana se quedó helada y absolutamente estupefacta. No conocía a ningún Suso ni a ninguna Toñi. Jamás había estado liada con un hombre casado y jamás se le había ocurrido hacer tal cosa. Aquello no podía ser más que una broma de mal gusto. ¿Quién le podría haber mandado esa carta? No reconocía la letra, pero eso no era raro en unos tiempos en que los ordenadores lo hacían todo. Lo que sí estaba claro era que el redactor de la carta la conocía lo suficiente como para saber de su fobia por los críos y de su hartura de vivir sola. Se dio una larga ducha, pero no se relajaba. La ansiedad apenas la dejaba respirar y una fuerte taquicardia se había apoderado de su corazón, que latía a demasiadas pulsaciones. No paraba de darle vueltas a la carta. Una cruel letanía se había instalado en su cabeza: “sufre, sufre,


sufre” y no paraba de martillearle el cerebro: “sufre, sufre, sufre”. Apenas pudo dar tres o cuatro cucharadas a un plato de sopa antes de tumbarse en la cama para intentar dormir un rato. No lo consiguió. Una voz interior no dejaba de susurrarle ese ignominioso “sufre, sufre, sufre”. Se levantó, cogió el teléfono y llamó a su amiga Clara. - Claro Anita, vente para acá. Estoy en el Rocambole tomando una copa con una gente... Sí, amigos todos. No te preocupes chica. Clara y sus amigos estaban sentados en una mesa al fondo del Rocambole, uno de los cafés más elegantes de la ciudad. No le costó distinguirlos. El local estaba medio vacío. Clara ya la había visto y la saludaba con la mano en alto, haciéndole gestos para que se acercara. - ¡Anita, cuánto tiempo! – la saludó Clara, tan afectuosa como siempre. – Ven siéntate a mi lado que tenemos mucho que contarnos. Conoces a todo el mundo ¿verdad? Bueno, a todos menos a dos. Mira, te presento a Jesús y a María Antonia. - Qué formal eres en las presentaciones, Clara – dijo el desconocido, mientras se levantaba para saludar a Ana. – Para los amigos, Toñi y Suso. Encantado – añadió, antes de darle dos besos en la mejilla.


Cuando todo el mundo duerme Por Ariane Emilia Aviñó-de Elena McChesney Las sombras acentuadas por la luz de las velas ascienden hasta el techo. Mientras en el suelo yacen objetos sin sombra; arrebatados de réplica y movimiento. Sólo sobrevive lo que las llamas parpadeantes han escogido. El naranja,verde,azul, gris y negro de tus ojos, de los ojos de todos los animales que permanecen despiertos a pesar del sueño. A pesar de la universalidad del sueño; de los miles de ojos cerrados dormidos entre paredes de piel translucida. Esta estancia condensa toda la ausencia del mundo en tu única presencia vigilante. Lleno de insomnio el aire no quiere dejarse respirar. Yo tampoco puedo dormir ni respirar.


¿El progreso...? (Décimas) Por José Lozano Tello.

El hombre, pieza esencial entre los seres vivientes, es el mas inteligente del planeta terrenal. Su capacidad mental alcanza un nivel tremendo, pero lo que no comprendo porqué su mentalidad conduce a la Humanidad a los actos mas horrendos. Como animal racional por su sabia inteligencia suele llegar con frecuencia al ramo intelectual. Pero su obsesión mental por la ciencia y el progreso produce el temor inmenso de que un día se equivoque y su sapiencia provoque la muerte del universo. Pues son tantos los inventos científicos tan dispares que contaminan los mares, la tierra y el firmamento. Que de seguir en aumento con sus negras invenciones, tristemente se supone que por consecuencia suya el hombre se autodestruya y el mundo se desmorone.


En una barca nací Por José Lozano Tello.

Mi madre a mí me parió en la playa “El Rinconcillo” en una barca pesquera con doscientos farolillos. Fue un buen dieciséis de julio en plena fiesta del Carmen, cuando al son de las sirenas dejé el vientre de mi madre. El murmullo de las olas de nuestra bella bahía fue lo primero que oí como dulce melodía. En la playa de Algeciras quiso Dios que yo naciera, entre vítores, aplausos, fandangos y peteneras. Y ahora viejo y jubilado, no lo puedo remediar, cuando doy los buenos días se los doy primero al mar. ¡ A orillas del mar nací ! en una noche estrellada y tuve por primer lecho


una barca iluminada. Una barca iluminada por los rayos de la luna que además de ser mi lecho me sirvió también de cuna. Una cuna fascinante que se mece sin cesar impulsada por los vientos y por las olas del mar. ¡ Ay ! barca, barquita mía tu fuiste mi primer nido y por eso pongo en ti todos mis cinco sentidos. Mientras los niños jugaban con sus juguetes de reyes … yo disfrutaba contigo sobre las aguas del muelle. Y al final todos venían, chavalas y mozalbetes … y subían a mi barca ¡ olvidando sus juguetes ! Y tan feliz me sentía que aún de alegría lloro pensando que comentaban que era mi barca un tesoro. Con el transcurso del tiempo iba mi niñez pasando,


junto a mi padre, mi abuelo y con mi barca pescando. Junto a ellos comencé mis años de adolescencia, y de los dos adquirí la técnica y la experiencia. Estos dos viejos marinos pasaron por mil aprietos para poderme enseñar del mar, todos sus secretos. Yo no conocí la escuela, mi barca fue mi instituto… y en ella me gradué como marinero astuto. Y llegué a la pubertad faenando por los mares: unas veces mar serena, otras, fuertes temporales. Iban pasando los días y transcurrían los años… y convirtiéronse cana mis lacios pelos castaños. Mis pies se desfiguraban, mis manos se encallecían y las cuencas de mis ojos sobre mi rostro se hundían.


Así llegué a la vejez, con mi barca desgastada y las huellas del salitre sobre mi cara arrugada. Durante toda mi vida fue mi mejor compañera, y será también mi féretro el día que yo me muera. Es mi barca pinturera mi más preciado tesoro, y los fulgores del mar ¡ el mundo que más adoro ! Por eso le pido a Dios que sean algas las flores que adornen mi último asilo en el mar de mis amores. Que mi tumba sea una roca hueca en el fondo del mar teñida de negro luto con tinta de calamar. Y que la Virgen del Carmen bendiga mi cuerpo muerto y ampare mi sepultura mar adentro …mar adentro…


Epílogo Por Ángel Mora

Piensa,lector,cuando a solas me leas, que todo lo que digo ya no existe: ciego lo escribí ayer,y estaba triste, así que no te asombres ni me creas. Verdes campos ardieron como teas, seca estará la rosa que cogiste y recuerda que,todo lo que viste, ya no será igual cuando lo veas. ¿Dónde estarán aquellos labios tersos? ¿Y aquel primer amor de madrugada? ¿Dónde,dónde los árboles aquellos? Del paisaje quie vió nacer mis versos, mirando para atrás no queda nada. Estos que el viento mueve no son ellos.


Escucha Por Ángel Mora

Estas conchas de finas caracolas tienen la llave de todas las puertas, guardan la voz de las playas desiertas y la oscura luz de las noches solas. Su bronco mugir de un mar de amapolas, nácar tu oído en sus bocas abiertas, te dirá dónde van las horas muertas y hasta el número exacto de las olas. La respuesta de todas tus preguntas se esconde en la canción de estos moluscos, en su hueco vacío de almacena. Tus dudas y todas tus ansias juntas se agolpan en su panza de vientos bruscos: Escucha:son tempestades de arena.


Estrellas en el horizonte Por Álvaro Calvete Aguilar

Desde que tenía uso de razón, a Javi siempre le había fascinado el cielo y todo cuanto cabía en él, aunque hubiera cosas que ni siquiera sabía qué eran exactamente. Constantemente andaba haciendo dibujos de planetas y estrellas, y cuando le preguntaban qué quería ser de mayor siempre contestaba lo mismo: “de mayor quiero ser astronauta”, una convicción que suscitaba las risas de quienes lo escuchaban. Quizá aquello hizo que por algún tiempo casi olvidara lo que más le entusiasmaba, pero entonces, durante el día de su noveno cumpleaños, su hermana pequeña, la única que imaginaba a su hermano embutido en un traje espacial, le regaló una lámina para colorear que recitaba en su parte inferior lo siguiente: “No sueñes tu vida, vive tus sueños” Javi desconocía qué sabio filósofo había recitado aquellas palabras, pero fue bien cierto que desde entonces, aquel chiquillo entusiasta que se divertía jugando con naves de plástico, se afanó por alcanzar aquello con lo que había soñado desde pequeño, llegar algún día hasta las estrellas. Con el paso de los años, Javi fue abriéndose paso a través de los múltiples obstáculos que se interpusieron en su propósito, y ahora, cumplidos los veinticinco, trabaja para el “Departamento de Física Aplicada” de Bilbao, el más prestigioso de toda España, ha presenciado el lanzamiento de


importantes misiones a Marte fuera de nuestras fronteras, y ha intervenido en diversos proyectos en suelo norteamericano. Puede que todavĂ­a no haya alcanzado las estrellas, pero se encuentra sin duda en el camino correcto para llegar a cumplir su sueĂąo.


Al final del juego Por Ángel Mora

Luego de haber llegado a la parada, ya mustio y frío aquel ardiente anhelo por avanzar,por desgarrar el velo, ¿hice bien o hice mal ésta jugada? Después de tanto andar detrás de nada y haber perdido en el camino el pelo, muerta la fe,ensangrentado el cielo, no queda más azul en mi mirada. En este juego raro de la vida, el jugador no ve lo verdadero ni conoce el final de la partida. Agotado el caudal de mi fichero, ¿dónde el laurel,la gloria prometida? ¿Qué he ganado si todo es pasajero?


El incruento suicidio de Nephtali de Pas Por Juan Emilio Ríos Vera

La noche en la que Nephtalí de Pas decidió suicidarse para convertirse en un libro,yo dormía en la cama de al lado y fuí el único testigo de su incruento sacrificio,de su suicidio atípico,de su muerte prematura e inconclusa, de su metamorfosis en definitiva. Aquella mañana había llegado muy temprano a la posada de “El loro pálido” y me había desayunado dos huevos con bacon para matar el sueño y los remordimientos que me acompañaban allá donde fuera.De repente lo ví entrar con su inconfundible hechura de poeta decadente y su hambre de belleza reflejada en sus ojos en eclipse. La única silla vacía era la que yo tenía enfrente y con paso lento y cansado se sentó a mi mesa con gesto de alivio.Durante largos minutos no nos cruzamos ni una sóla palabra, ni una mirada.Parecía que eramos invisibles el uno para el otro. Cuando ya apuraba mi tercera cerveza, me sobresalté al oir de repente su voz profunda y áspera pero bien timbrada. Sin mirarme,como si no le importara en exceso si lo escuchaba o hacía oídos sordos a sus palabras,comenzó a relatarme sus fracasos y sus frustraciones. Me dijo sin pudor alguno y sin ocultar su decepción que era un poeta acabado, que había perdido el favor de las musas,que rompía uno tras otro los poemas que escribía pues le nacían muertos como niños sin cabeza,que había perdido la gracia del mar y del viento, sus amigos antaño y que no sabía sino escribir palabras vacías y pálidas, enfermas y en ruinas,que su mente era ya un conjunto vacío y que había perdido todo interés por la vida. Yo intenté consolar su corazón en tormenta pero no me


dejó articular ni siquiera una palabra.Cuando me disponía a construir mi primera sílaba se levantó abruptamente y me dejó con el sonido en los labios que tuve que tragarme como una culebra. No lo volví a ver en todo el día. Miré varias veces a la silla vacía donde se había sentado el poeta que había perdido el don de la poesía y descubrí incrustado en su cuerpo de madera un bola de papel arrugado que no dudé en coger con manos anhelantes y desenredé el ovillo en el que se había convertido con impaciencia y cierto morbo. Se trataba de un poema o más bien de un aborto de poema que había quedado interrumpido “in media res” en el décimo verso y que decía así: “Peleé contigo en todas las batallas. Lloré en tu hombro mis desasosiegos. Y hoy,en silencio,cavo tu tumba donde yo también muero. De repente he sentido una piedra en el cerebro que me.” y ahí se interrumpía con un punto marcado a hierro en el frágil papel que parecía hijo de la furia,del dolor lacerante,de la rabia y la desesperación y que venía a interrumpir aberrántemente la hasta entonces fluida composición.Daba la impresión de que de repente su mente se hubiera quedado en blanco o se hubiera evaporado el poema en el cerebro y con toda su frustración a flor de piel hubiera clavado la pluma en el papel rompiendo ambas cosas. Leí detenidamente una


y otra vez el mutilado poema y tuve que confesar que no era un dechado de virtudes ni una maravilla que subyugara los sentidos y provocara la catarsis de los sentidos pero tampoco era un poema malo,de esos que te dejan indiferente y que olvidaras de inmediato.Contenía algo que te obligaba a leerlo de nuevo cada vez más despacio,cada vez más atentamente y declamándolo en voz baja,casi en un susurro. Cada vez que lo leía mi sobrecogimiento iba en aumento. Me desconcertaba en grado sumo ese final truncado,ese desenlace violento e interrumpido en su climax,en su punto álgido y sin retorno posible. Esa piedra en el cerebro me pesaba a mí también como una losa,esa piedra se me movía de uno a otro hemisferio y me dolía. Después de haber leído en voz baja más de quince veces el poema llegué a la conclusión de que ni mucho menos era un poema fallido sino todo lo contrario:un poema irregular,eso sí,pero potente y extraño.No estaba de acuerdo con su autor en que hubiera perdido la gracia de las musas. Sólo le faltaba desde mi modesto punto de vista de amante de la poesía paciencia para pulirlo y liberarlo de impurezas.Lo doblé cuidadosamente y lo guardé en uno de mis bolsillos con la intención de devolvérselo a su creador para que reconsiderara su postura y lo terminara. Ardía en deseos de hablar con él,de transmitirle mi interés por su obra,de pedirle que me dejara leer algunos de sus poemas,de hacerle ver que se equivocaba cuando pensaba que estaba seca su espita creadora,que estaba convencido de que aún escribiría grandes poemas que conmocionarían a todo el que tuviera la suerte de leerlos. No lo ví en todo el día aunque lo busqué con denuedo por todos los recovecos de la posada .Tras una hora de infructuosa búsqueda me olvidé por completo del asunto y me dediqué a mis quehaceres rutinarios hasta la llegada de


la balsámica noche. Fue entonces cuando se produjo nuestro sorprendente reencuentro y asistí a una escena que nunca podré olvidar. Nephtalí de Pas,que era su nombre según pude saber más tarde,se encontraba incorporado en el lecho y leía en voz alata y de forma compulsiva los últimos pasajes de un libro que yo conocía muy bien, el Altazor de Vicente Huidobro, uno de mis poemarios favoritos y que era para él el summum de la poesía, la creación magestuosa de un dios de las palabras,el libro que él hubiera deseado escribir y que por más que lo intentaba no lograba emular ni siquiera pálidamente.Así que,incapaz de obtener su perfección, había decidido transformarse en su cuerpo de 138 páginas y desterrar la carne de su universo, la sangre de sus venas para hacerse de papel hasta la comisura del aliento: Lunatando Sensorida e infimento Ululalo ululamento Plegasuena Cantasorio ululaciente Oraneva yu yu yo Tempovio Infilero e infinauta zurrosía Jaurinario ururayú Montañendo oraranía Arorasía ululacente Semperiva ivarisa tarirá Campanudo lalalí Auriciento auronida Lalalí io ia


i i i o Ai a i ai a i ii ii o ia. Una vez terminada la lectura de libro,comenzó a romperlo hoja a hoja y a tragarse los fragmentos de las páginas que arrancaba con una calma que sobrecogía,como si se tratara de una hostia consagrada.No dejó el más pequeño resto de lo que había sido el poemario.Había engullido incluso las livianas tapas de color negro con la imagen de un indio en la cubierta. Yo,paralizado en la cama de al lado,no podía mover ni un músculo,ni una gota de sangre ni un cabello y esa paralisis me duró todo el tiempo,toda la prolongada liturgia. Nephtalí no podía verme.Ya no tenía ojos físicos... Una vez consumada la cena,tomó vino y con su estilográfica que dormía en la mesilla de noche se sacó el ojo izquierdo y lo sepultóp en el nicho de su mano siniestra. Luego procedió a ceccionar ésta con habilidad de experto cirujano con la afilada hoja de un abrecartas y con su mano derecha la colocó en la mesilla de noche. Posteriormente,con la mano superviviente sacó de su órbita su ojo derecho y lo depositó con mimo en su puño cerrado. Finalmente,a tientas,colocó el fatídico abrecartas en su boca y con precisión sorprendente fue separando su mano diestra del resto de su cuerpo.Cuando por fin estuvo libre de ataduras físicas la mordió con dientes anhelantes y la colocó junto a su gemela en aberrante abrazo. Seguidamente,consumado su suicidio incruento,comenzó a recitar los primeros versos del libro en el que se había convertido: “Nací a los treinta y tres años,el día de la muerte de Cristo; nací en el Equinoccio,bajo las hortensias y los aeroplanos del calor.Mi padre era ciego y sus manos eran más admirables


que la noche.Amo la noche,sombrero de todos los días. La noche, la noche del día, del día al día siguiente. Mi madre hablaba como la aurora y como los dirigibles que van a caer. Tenía cabellos color de bandera y ojos llenos de navíos lejanos. Una tarde,cogí mi paracaídas y dije: “Entre una estrella y dos golondrinas”.He aquí la muerte que se acerca como la tierra al globo que cae...”

Y siguió recitándolo de memoria con una maravillosa voz que conmovía el alma. Cuando lo hubo declamado en su totalidad quedó en silencio y olvidándose de cualquier posible dolor físico,se acurrucó entre las sábanas y se quedó como muerto.Y en realidad lo estaba porque cuando se lo llevaron ya tenía de papel el agujero enorme donde habitaran sus ojos. Mucho después supe que se quedó a “vivir” para siempre en aquella habitación de “El loro pálido” donde se había suicidado y que permanecía todo el día en silencio, como absorto, como muerto,hasta que a las doce de la noche bajaba a la sala principal para recitarse con un entusiasmo y un brío que abría heridas en la carne absorta.Todo aquel que pudo oirlo contaba que su voz era todo su cuerpo y que la fuerza de sus palabras se imponía como titán a la debilidad de su organismo frágil y roto,agrietado como la piel de un pergamino. Yo nunca pude olvidar que había sido su primer lector, el público de su estreno,su edición príncipe.


Jornada de reflexión Por Ascensión Sotomayor Berral

Todos hablaban de lo mismo: mañana, jornada de reflexión. Y yo, que acababa de cumplir los dieciocho, era la primera vez que debía ir el domingo a elegir las papeletas para introducirlas en las urnas. Puse el despertador muy temprano para no perder el tiempo y poder reflexionar durante horas. Lo primero que hice fue ir al baño, pulsé el interruptor para encender todas las luces y me coloqué ante el espejo grande y allí me quedé reflejándome durante tanto rato que casi me hago pis encima hasta que mi madre golpeó la puerta repetidamente y me instó a salir sacándome del ensimismamiento. Entonces pensé que quizás no fuera aquello lo que se pretendía con la jornada de reflexión. “Será otra cosa”- pensé. Y, después de asearme y desayunar, me dediqué a hacer, una tras otra, flexiones en mi cuarto hasta casi partirme en dos la espalda. Con un dolor de riñones increíble volví a pensar que tampoco aquello era lo que se suponía que debía hacer. Entonces le pregunté a mi madre que es muy espabilada pero que en esos momentos andaba como loca arreglando la casa porque a la tarde teníamos visita, qué se esperaba de mí en aquella jornada. Me explicó que era la víspera de las elecciones generales y que, al siguiente día, teníamos que votar todos los españoles para elegir a nuestros representantes políticos. Votar que yo entendí con “B” y me puse a reír. Ella, que es muy lista y que también es maga y me sabe leer el pensamiento, me lo explicó mejor y más despacio y ya lo entendí todo. Me encerré en mi habitación y me puse a pensar y pensé tanto, tanto… que hasta la cabeza me ardía y me empezó a doler. Salí para decirle que reflexionar no me gustaba nada, que me


daba jaqueca y mamá me aconsejó acostarme, después muy cariñosa me trajo una pastilla, un vaso de leche calentita y un paño frío que me puso en la frente. Me quedé adormilado pensando en lo que desde muy pequeño he oído a los médicos decir a mi madre: “retrasado”. Y no hace mucho: “con una edad aproximada de siete años”. Yo no sé si hablaban de mí pero si es así es estupendo porque así cuando sea un vejestorio de cuarenta pareceré once años más joven y lo de retrasado eso sí que no puedo entenderlo porque mamá dice que es de mala educación el hacer esperar a las personas por eso siempre pongo el despertador, me levanto temprano y llego a todas partes a la hora exacta, incluso a veces hasta un poco antes porque llevo el reloj adelantado. Así, seguro que mañana, seré de los primeros en emitir el voto.


Lo maté porque era mía Por Jesús Lens Espinosa de los Monteros

- ¿Por qué le asestó a la víctima no menos de setenta y siete puñaladas? - Porque se me rompió el cuchillo y la hoja se quedó dentro del cuerpo de ese gañán, señoría, no pudiendo meterle las cien puñaladas que el gachón se había merecido. Ante la estupefacción del Tribunal, de los miembros del jurado y hasta de los ujieres de la Sala, así comenzó el testimonio de Alberto Folgado Rebites en el estrado. Se le juzgaba por el asesinato, muerte con ensañamiento, de Lucas Gutiérrez Rosales, cartero de profesión y amigo de su asesino. O, más exactamente, ex - amigo del que se declaraba su asesino. Porque, como bien hemos visto desde un principio, Alberto asumía la autoría del crimen. Eso no lo negaba. Pero, aducía, había sido un asesinato justificado. Su abogado, letrado de oficio y, por tanto, sin ningún beneficio en el pleito, no cejaba en su empeño de explicar a su defendido que, si era justificada, la muerte de Lucas habría de considerarse como un homicidio, nunca como un asesinato. Y que si insistía en mantener la tesis de que lo había asesinado, como venía haciendo desde su detención, no cabía justificación alguna y se podía ir preparando a pasar una larga temporada entre rejas. - Confiesa usted, pues, ser el autor material de las cincuenta y siete cuchilladas mortales de necesidad que terminaron con la vida de Lucas Gutiérrez Rosales, así como de las otras


veinte cuchilladas que, sin ser mortales, recibió la víctima, ¿verdad? Y su abogado ¿nada tiene que decir? El pobre se limitó a encogerse de hombros. - Confieso que le di esas puñaladas, sí. Y que si el cuchillo jamonero no se hubiera partido, habría seguido cosiéndolo a navajazos sí. Y, desde luego, no me arrepiento de ello. - Tras esta confesión: ¿insiste en mantener su no culpabilidad? - Insisto. - Explíquese porque tanto el Jurado como el Tribunal ardemos en deseos de escuchar su testimonio. - Para entender la esencia de esta historia habría que remontarse algún tiempo atrás. De hecho, habría que remontarse hasta 1980 aproximadamente. Seré tan escueto como pueda, pero es necesario que conozcan todos los datos para comprender mis motivaciones. No es que piense que cuando termine mi testimonio los miembros del jurado vayan a prorrumpir en vítores y aplausos, sus señorías vayan a voltear sus birretes y los ujieres me vayan a sacar en hombros de la sala, pero, al menos, espero haberme ganado su simpatía y consideración, además de, obviamente, haber conseguido mi absolución. Si me remonto a 1980 es porque fue el año en que Lucas y yo nos conocimos. En el colegio. Y ya entonces, lo diré claramente, Lucas era un paliza. Un plasta. Un coñazo soberano. Más aún, para que no queden dudas: Lucas un recoñazo manifiesto. Por haces del destino, si en el colegio me tocó soportarlo, en el instituto me tocó padecerlo y, por fin, sufrirlo en la universidad. ¿Cómo es posible que un compañero de pupitre termine arruinando tu existencia? Fácil: en los momentos importantes de la vida, cuando había que enfrentarse a esas


situaciones de cuyo resultado depende el éxito rutilante o el fracaso más abyecto, Lucas siempre hacía el comentario más inoportuno, tomaba la decisión más estúpida o tenía el comportamiento más abstruso; consiguiendo, impepinablemente, arrastrarme en su caída y, de paso, que hiciera un ridículo permanente. A modo de resumen, diré que nos expulsaron del cineclub del colegio, de la compañía de teatro del instituto y del periódico de la facultad, además de echarnos sin contemplaciones de todos los equipos deportivos en que probamos suerte. Incluso nos vetaron la entrada a la tienda de cómics en que se reunían los frikis, los tíos más raros y los inadaptados más sobresalientes de la ciudad. De un viaje de estudios tuvimos que regresar anticipadamente, expulsados por el gobierno turco, tras sorprendernos la policía de Estambul en unos baños de vapor exclusivos para mujeres, y al que solía acudir la esposa del alcalde, una beldad de rasgos orientales que comenzó a gritar, horrorizada, tras descubrir dos indisimulables erecciones bajo la mínima toalla que malcubría nuestros atributos masculinos. Presa permanente de ataques de nervios, ansiedad o, incluso, de ira homicida; cada vez que, tras alguna de sus trapisondas, me alejaba de Lucas o le daba la espalda, terminaba sintiendo espantosos remordimientos de conciencia y un absurdo complejo de culpabilidad. Sin mí a su lado, Lucas no conseguiría sobrevivir ni una semana. ¿Qué culpa tenía él de ser así, tan especial, tan diferente? Por mucho que supiera que la pesadilla comenzaría de nuevo, siempre acababa haciendo las paces con él. Y claro, los compañeros me daban la espalda en cuanto me veían aparecer con Lucas. Las chicas, ni nos miraban. Por culpa de Lucas perdí una novia, dos ligues,


y, en general, cualquier posibilidad de comerme una rosca entre los seis y los ventitrés años. Eramos, sencillamente, el sucesivo y continuo hazmerreír del colegio, del instituto y de la facultad. Pero bueno, así es la vida. El caso es que, una vez terminada la universidad, cada uno tiró por su lado. Fue como una epifanía. La marcha de Lucas fue para mí como la caída del caballo para Pablo de Tarso. Cuando comencé a trabajar en la Caja de Ahorros, me sentí ligero como la brisa, con un enorme peso quitado de encima. Sentía que podía bailar como Fred Astaire o, sin necesidad de pértiga, saltar más alto que Serguei Bubka. Lucas, por supuesto, había echado la solicitud para trabajar en mi misma empresa, pero a él no le cogieron, lo que demuestra que nuestro departamento de selección de personal es francamente bueno. Su padre, en otro intento por quitárselo de encima, le buscó trabajo a ochocientos kilómetros de casa y, por fin, la pesadilla pareció terminar. Como había estudiado derecho, entré directamente en los servicios jurídicos de la Caja. Y me pusieron a lidiar con los morosos. Tras haber toreado a un morlaco como Lucas durante cerca de veinte años, los deudores apenas me parecían cabras de corral. Compré un pequeño apartamento muy cerca del trabajo y mi vida se estabilizó. ¡Hasta me eché un proyecto, un conato de novia! Un buen día, más o menos al año y medio de mi divorcio de hecho con Lucas, al abrir el buzón me encontré con una singular y anónima convocatoria para tomar una cerveza en el “Lion´s”, precisamente mi bar favorito. El “Lion´s” es ese bar que a todo hombre gusta tener cerca. Ese bar en que uno se encuentra como en casa, en el que los camareros te conocen por su nombre y saben lo que va a tomar sin necesidad de


pedirlo. Ese bar en que los clientes habituales se convierten en amigos íntimos, el bar en que se ven los partidos de fútbol y en que se disfrutó de las primeras emisiones codificadas del Porno Plus. Ese bar, en fin, en el que uno se refugia cuando las cosas vienen mal dadas. Abrí la puerta del “Lion’s” y allí estaba, radiante, vistiendo un flamante uniforme que incluía hasta la gorra de plato: Lucas. Me abrazó aparatosamente, en mitad de una desbordada algarabía y de ostensibles y afectados aspavientos, mientras pedía a voces unas cervezas para celebrar nuestro feliz reencuentro. Y después, - verás que risa- más cervezas para celebrar que éste iba ser permanente, irrompible e infinito. - Te has quedado mudo de alegría ¿eh? Ya sabía yo que esta sorpresa te dejaría sin habla- ¿Sin habla? Aquella sorpresa me había dejado sin respiración. Me había quedado más blanco que la sotana del Papa recién lavada. Resulta que Lucas había aprobado las oposiciones para cartero y su zona de reparto era, precisamente, la que englobaba mi casa, mi trabajo... y mi bar favorito. Al principio, intenté esquivarlo como mejor pude. Pero un plasta no es un plasta por casualidad. Empezó por hacerse habitual del Lion´s y, cuando le huía, siempre terminaba por encontrarme, aún en los recovecos más insospechados en que me pudiera esconder. En tres meses, ya éramos otra vez uña y carne. O, más castizamente expresado, uña y roña. ¿Recuerdan ustedes la serie “Cheer´s”, aquélla en que todo acontecía en un elegante bar de Boston? Pues el Lion´s se convirtió en la versión hispana del Cheer´s, no en vano teníamos hasta a nuestro propio cartero plasta. Porque Lucas, digámoslo ya, se había convertido en una especie de relaciones públicas de Correos. De creer a Lucas, sobre


Correos descansaba poco menos que la paz mundial, la economía nacional y la responsabilidad de que, en España, todo fuera bien. Como aquel inefable Clifford Craven de la serie, no había conversación en la que Lucas no hiciera apología del servicio postal. Más importante y necesario que la religión, para Lucas, Correos era Dios y los carteros sus emisarios en la tierra. Luisa, mi novia, no lo pudo soportar. Bueno, ni Luisa ni casi nadie. Por culpa de Lucas, de nuevo me había convertido en una pesadilla social. Porque un plasta es como las cucarachas: se cuelan por cada rendija abierta, por las tuberías de más difícil acceso. Por cualquier hueco, por diminuto que sea. Lucas se las ingenió para machacar no sólo a mis amigos del Lion´s, sino a mis compañeros de trabajo, a los vecinos de mi bloque, a los tenderos de las tiendas en las que compraba y hasta al chófer del autobús cuya parada estaba enfrente de mi casa. Estaba seguro de que, tras una guerra atómica, de quedar un único superviviente, éste se llamaría Lucas. Pero lo peor de todo es que Lucas había envejecido. Es decir, que ya no hacía tonterías, barbaridades y locuras caóticas y destructivas, como cuando éramos jóvenes. Se había convertido en un muermo absoluto. En un palizas más insoportable que un abuelo bebido contando anécdotas de la mili durante la cena de nochebuena. Que sí un perro me atacó el otro día cuando iba a dejar un paquete por aquí o que si una vieja loca me confundió con el repartidor del gas por allá. Que si Fulanita, una rubia cañón, se me insinuó cuando fui a entregarle un giro o que se Menganita, la mujer de Zutanito, pasaba en bragas por el pasillo justo cuando él estaba entregando un certificado y se notaba que se había operado el culo. Pero, eso sí, rehusaba cualquier propina


ya que eso podía comprometer su servicio. No dejaba de comprobar ni un DNI para evitar cualquier posible error y se aventuraba en los barrios más peligrosos y marginales, aún a riesgo de su vida, para hacer entrega del correo, permitiendo así que el mundo continuara girando sobre su eje. No es que todo el que lo conocía terminara odiando al autodenominado Cartero del Año, del Siglo, al Cartero del Milenio; es que parecía que hubiera por la ciudad una epidemia de carterofobia o de postalitis aguda. Recuerdo una noche en el “Lion´s” en que, tras unas copas, casi nos convertimos en turbamulta pirómana e incendiaria. Se había estrenado en los cines un bodrio de Kevin Costner, llamado precisamente “The postman”, acerca de un cartero del futuro, quien, tras un cataclismo, se convertía en la única esperanza de la casi extinta humanidad. Lucas, por supuesto, decía que la película debería ganar el Oscar de ese año y que era la gran obra maestra tras la cual todo el mundo podría comprender la vital importancia de los carteros. La noche en cuestión, cuando en la tele pasaron un reportaje sobre el rodaje de la película de marras, hubo quien propuso ir al cine y meterle fuego... con Lucas dentro. La idea caló entre los habituales del bar y poco faltó para que nos decidiéramos a arrasar el pobre Capitol. Quizá consideren que me he alargado en exceso con la historia de mi vida con Lucas. Pero inmediatamente comprobarán que no ha sido en balde. Como resultó que el único hueco en que podía sentirme más o menos a salvo de Lucas, siempre que siguiera unas elementales y básicas normas de seguridad: el mantener las luces veladas y las gruesas cortinas corridas, no encender ni la televisión ni la radio, tener el móvil fuera de cobertura y no descolgar el teléfono por mucho que sonara;


como mi último refugio era mi propia casa, sorpresivamente me aficioné a la escritura. Escribía cuentos y relatos, poesía, sueños, anhelos y cualquier cosa que se me ocurriera. Hasta que me consideré lo suficientemente suelto como para afrontar el gran reto: una novela. Decidí novelizar mis encuentros y desencuentros, aventuras y desventuras con los morosos. Tenía muchas anécdotas entre lo simpático y lo terrible, entre lo trágico y lo cómico; así que me puse manos a la obra y, como una hormiguita, di vida a lo que la crítica definió como “un deslumbrante fresco de la vida cotidiana, contado de una forma tan ágil como innovadora”. Del autor se dijo que “una nueva y poderosa voz irrumpe con fuerza en el Olimpo literario, convirtiéndose en serio aspirante a ocupar el Trono Supremo, vacante tras la muerte de nuestro Premio Nobel.” Pero eso vino luego. Primero fueron las horas y horas de teclear en la oscuridad, de escribir, borrar, reescribir y suprimir. Horas quitadas al sueño y a los amigos, a las fiestas, a la cerveza y a las mujeres. Horas de sacrificio por algo que, aunque satisfactorio, realmente me había venido impuesto por las circunstancias. Jamás se me había pasado por la cabeza ser escritor. Hasta entonces, apenas había leído un libro que no fuera obligatorio durante los estudios. Y por culpa de Lucas, me había convertido en un virtuoso de las letras. En vez de tetas, en mi vida había libros. Los dolores de cabeza, en vez de ser provocados por las resacas, venían dados por un exceso de horas de lectura y escritura. El caso es que terminé mi novela. La titulé: “Deudas pendientes” y, sin encomendarme ni a Dios ni al Diablo, sin decir nada a nadie, la envié a la editorial Destino, para que participara en el Premio Nadal. En la plica puse un nombre


en forma de homenaje jocoso: “Joe Louis”. Y como título, el paródico: “El torero del moroso”. Llegó la Navidad y Lucas nos dio un respiro a todos al marcharse a pasar la Nochevieja y los Reyes a la ciudad en que su padre lo exiliara, sin éxito, años hacía. Era increíble. Como un día soleado tras varias semanas de lluvia, en que toda la ciudad se echa a la calle para disfrutar de la tregua climatológica, los habituales del “Lion´s” prácticamente nos mudamos allí. Como amigos que hubieran sobrevivido a un grave accidente y se reunieran, años después de la tragedia, para volver a reír juntos, cantar sus canciones favoritas y recordar los buenos viejos tiempos, nuestras noches en el “Lion´s” fueron homéricas. La noche de Reyes, por ejemplo, hizo que la mitad de los amigos aparecieran ataviados de magos orientales y cargados de juguetes, para tomar un reconstituyente antes de ir a casa a hacer felices a los chavales. Y en ello estábamos, en beber cerveza y cantar a grito pelado, cuando, entre canción y canción, la televisión dejó oír su monocorde rumor. - ¡Callad todos! – grité, al borde del desgañitamiento. No podía haber escuchado bien. En un sobrio escenario se estaba dando a conocer el nombre del ganador del Premio Nadal. Me había parecido oír algo parecido a “moroso”, pero habría sido cosa de la cerveza. La verdad es que, tras la marcha de Lucas, me había olvidado por completo de la literatura, los relatos, los libros y del premio Nadal. – Pero, coño, si hubiera ganado, me habrían avisado con antelación – pensé. Se había hecho un silencio sepulcral en el bar. En la tele, una


señorita muy mona estaba frente al micrófono: ... ganadora de esta edición del Premio Nadal de novela llegó bajo el nombre de “El torero del moroso”, escrita por Joe Louis, seudónimo. Me quedé conmocionado. Joder, había ganado. ¡Había ganado el premio más prestigioso de las letras hispánicas! ...una vez abierta la plica, comprobamos que el autor de “Deudas pendientes”, verdadero título de la novela ganadora, es Lucas Gutiérrez Rosales, quien ya sube para recoger su galardón y el cheque millonario que... Según me contaron después, perdí el conocimiento de manera fulminante, siendo necesaria la presencia de una dotación de la Cruz Roja para hacerme volver en mí. En los días siguientes, reclamé todo lo reclamable, grité, protesté y demandé, sin éxito, todo lo gritable, lo protestable y lo demandable. No había registrado la novela a mi nombre. Figuraba a nombre de Lucas. Imposible iniciar pleito alguno. Caí en una profunda depresión, me dieron la baja en el trabajo y el médico me recomendó que me marchara de viaje durante un tiempo. Que me alejase de mis escenarios habituales y que, con la distancia, sería más fácil de superar mi ataque de celos. Porque, créanlo o no, Lucas se había convertido en la celebridad del barrio. Yo no había dicho a nadie que escribía y, aunque contaba con la comprensión de los amigos, todos pensaban realmente, como el psiquiatra, que me había dado una inopinada celera a raíz del éxito de Lucas. Hice caso del consejo del doctor y me marché bien lejos. Recorrí un poco


de mundo, ya que no era dinero lo que me faltaba y no volví a casa hasta no estar bien seguro de haber superado lo de Lucas. A fin de cuentas, me animaba a mí mismo, al robar mi novela del correo, Lucas había terminado de un plumazo y de forma definitiva con nuestra relación. ¿Cómo iba a mirarme a la cara, pontificando acerca de la honradez y la importancia de los carteros? Dejé el equipaje en casa y bajé a tomar una cerveza con los amigos del “Lion´s”. Y allí estaba. Hablando, claro. Hablando hasta por los codos, como siempre. Aburriendo a la clientela, al camarero y hasta a los posavasos. Sólo que esta vez, en vez de los carteros y las anécdotas postales, su tema de monólogo era la literatura y la creación literaria. Disertaba acerca de qué es ser escritor. De los sacrificios y los desvelos que conlleva y, claro, de la importancia que en toda sociedad avanzada tienen los literatos, esa conciencia crítica de la sociedad. No lo pude soportar. Ante la estupefacción, pero también ante el alivio, el goce y la algarabía de los pocos parroquianos del bar, cogí el cuchillo más grande que había tras la barra e hice algo que alguien debería haber hecho mucho, muchísimo tiempo antes. En los periódicos se escribió que lo maté porque consideraba que “Deudas pendientes” era mía. Pero señorías, señoras y señores del jurado, si han estado atentos a mi testimonio, convendrán conmigo en que, más que porque fuera mía, yo le maté por coñazo. Por pesado, por plasta, por aburrido y por insoportable.” Tras el largo parlamento, si bien los magistrados no lanzaron al aire sus birretes y los ujieres no intentaron sacar en hombros al acusado, lo que sí es cierto es que, tanto el jurado como el público asistente a la vista, incluso varios


periodistas, prorrumpieron en un abrumador y estruendoso aplauso. El jurado, de hecho, absolvió a Alberto Folgado, pero el veredicto fue recurrido por el fiscal y está pendiente de apelación. Alberto, entretanto, tranquilo y confiado, pasa los días escribiendo y tomando cervezas en el “Lion´s”, con sus amigos de toda la vida.


Por Luis Cazorla Ser poeta no es otra cosa que dilatarse uno mismo utilizando a los demás. Al poeta no se le exige, se le ruega que demuestre, más bien que muestre desde donde se puede mirar. Ser poeta no es ser distinto, es simplemente no ser tú mismo. El poeta vive de cada palabra que surge, que brota, que emana de diferentes figuras. El poeta no miente sólo pinta de colores lo que otros ven en blanco y negro.


Molok de olvido Por Rodolfo Velázquez

Barbarie del olvido, inmensa perra que ahoga sus raíces de lebreles. Acantos del terror en capiteles, viscosa tentación es cuanto encierra. Sin cauce, como ciénaga de guerra. Vencidos los regalos, los joyeles de tanto alegre son, de tantas mieles, conciencia del vacío nos destierra. ¿Existieron los tálamos de octubre, el pan reconocido en mano pobre? Negaciones del can aunque no ladre. Ni el celeste es color cuando nos cubre, la esperanza marchita, ajado el robre, ni el sollozo primero encuentra madre.


Libreta roja donde guardo nuestros silencios Por Luis Alberto del Castillo A Fulano Libreta roja donde guardo nuestros silencios. ¿Qué es de ti? En qué vida transcurren tus sueños. Aquí y ahora, entre tú y yo sólo el silencio Quiero escribirte tantas cosas ahora que el silencio largo y profundo ha plantado estrellas y quebrado las hojas del árbol cuando nadie viene a estas calles de puertas cerradas ahora ahora con la muerte sobreimagenes, impresa, superpuesta canción humo olvido.

Música, luces, satélites redes (Algeciras, marzo 2004 )* Quiero amarte, ahora, cuando el silencio largo y profundo amenaza olvido antes del final del mundo **


* Después del 11/3/2004 ** Marzo al 30/4/2004

Si trepase por el árbol de la noche quizás ante tus ojos, sombras de silencio, pudiera inquirir la razón de tu huida y respondiérasme la verdad o tan sólo el olvido, tu olvido.

Mas las estrellas han arribado planas desierto sin matojos, sin árboles pero en esta soledad ni el halcón vuela ni preguntar por tu ausencia prende fuego a la hojarasca. 10/5/2004 El recuerdo de aquel tiempo marcado —preciso en las escalas de los días de sol— que señalaba la juventud de nuestras miradas cuando también éramos sol y horas fugaces fugaces y cálidas horas aquellas mañanas de nuestro primer amor tan lejano aquel recuerdo aquel tiempo embriagadoramente nuevo con besos soñados entre lágrimas sin resquicios para recibir el último adiós. Dónde están ahora tu piel blanca y el azul de tus venas.


11/5/2004 Has cantado nuestra canción tus manos han llegado hasta las mías trayendo el hálito de nuestro amor. Luego, el frío galopó furioso hollando Las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Entonces, viví la decrepitud de los años conociendo que tus manos jamás nunca apagada nuestra canción volarán en la extensión de mi alma gastada. 26/5/4 ... tres días... / ... tres noches... cómo permanece el mundo si yo no oigo tu voz. 26/5/4 Hiciste testamento: te dejaré —cincelaste con buril de silencios— mis ojos para que puedas llorar mis dientes para que desgarres olvidos mis labios para que beses el lienzo de tus recuerdos. Te daré mi aire y flotará tu cuerpo a través de este vacío de ausencias. Cuando de mi alma y mis humores ya no quede una fibra te regalaré para siempre mi memoria, nuestra memoria


aquella vida que compartimos aquel amor que el tiempo sobrepasó.

Entonces y sólo entonces, pensaré que nuestro amor fue hermoso que ya es una historia cerrada. Ese fue tu testamento Esa fue mi mortalidad 27/5/4 Olvidado está el nombre del café esquina de la vía del Corso con una de sus transversales. Allí te aguardaba, horas de la tarde conociendo que nuestra cita era una esperanza sobre el vacío.

Quizás tejiéramos de nuevo esta historia tan nuestra este amor construido a impulsos saltando de un tiempo a otro alternadas las ciudades como fichas o naipes en este juego de encuentros o de silencios durante citas fallidas.

En mis labios quedaba húmedo tal vez el sabor amargo del café


mientras el estereotipo se repetía: “el teléfono móvil al que ha llamado está apagado, o fuera de cobertura en estos momentos”.

Por un instante recordé El eclipse, los planos finales cuando los amantes, aventados por la vida, nunca se reunían y la secuencia de la calle vacía acababa fundida con la palabra F I N E

28, 29 y 30/5 y 1/6/2004


Recuerdo o inspiración de un poema Por Antonio Lucena Vera A Fulano I Del ebúrneo sueño sale la intención penitente del pecado. Acompañado de la oscura noche, el herido desliza su mano bajo la tenue falda y empieza a sangrar agua. El sudor, rojo, escandaliza la escena pero no es tiempo para el perdón. El desliz sofocado, del mismo color que el sudor, acompaña la idea.

II Los niños, primos; ella algo mayor que él se miran a los ojos. El juego parece interesarse por un orden maníaco de roces. Ellos nada saben del amor. Podrían llenar páginas blancas de últimas lecciones e interesarse por qué el Narciso tenía alma de mujer. Sus sexos suspiran y no se preguntan por la primera hostia consagrada que comerán en su primera comunión. Todavía el extraño que los confesará es un hombre vestido de negro. Además ellos piensan que es un pecado para olvidar.


III El extraño orgasmo, algo adulto, no lo buscan. Ellos llevan la piel en el mismo roce y los acompañará en las noches solitarias, re-cuerdo del olvido, cuando sean mayores. Los dos son dudosos en eso de la hetero-sexualidad. En ellos no ha nacido el pájaro carnicero de corvo pico que les comerá el corazón. Su paz la buscan en su soledad. Están aprendiendo y no se han mustiado los blancos lirios del tiempo. El beso es niño todavía y por eso no le tiene miedo a la muerte. IV Han pasado varios minutos y mil noches. La luna, inclinada en sus miradas, ríe. Los han dejado solos, como a ella. El temblor de los cuerpos no es frío. Es algo extraño que causa una sonrisa en sus caras. Tienen poco tiempo. Los adultos han ido a casa de un vecino y se han llevado consigo las estúpidas respuestas del por qué de ellos. Lo que sienten no es pregunta por lo tanto no tiene respuesta. Los mayores ríen en la escalera con su risa seria. Ellos no están locos. La locura es algo infantil. V Ha pasado mil veces y mil veces con mil detalles pasará en miles de casas. Darán mil caricias pero no las recordarán como estas primeras en aquel verano del año del olvido. Los recuerdos vendrán con miradas, con olores, con suspiros. Un velo claro borrará estas intenciones y el telón bajará en este último acto en el que ambos se sintieron hombre y mujer.


Radio Tánger Internacional Por Gaspar Cuesta Estévez A Walt Whitman Entreteníamos dulcemente las noches de octubre en el sillón trasero de un R 5. Verano prolongado en noches de brisa a pesar de aquellos relámpagos en el horizonte. Sonaba Radio Tánger Internacional de fondo y sus melodías decoraban el cercano oleaje, yo no entendía al locutor pero tú me traducías con tus besos mentolados. Más de una vez nos sorprendió el foco de aquel helicóptero a ras de playa, confundía tal vez nuestro contrabando de caricias con tráfico clandestino de inmigrantes. Descubrimos un lenguaje nuevo lleno de silencios y cesuras, fuimos cartógrafos de itinerarios olvidados, exploradores en la jungla. Hoy he vuelto a aquel descampado, ya no hay cañaverales salvajes, ni amantes furtivos en coches de segunda mano, todo está cubierto con cemento y rejas de aluminio, adosados creo que los llaman, “Villanosequé” dicen letras grises en un horrendo cartel. Y justo allí donde nuestras miradas se desnudaban hay una placa que sentencia: “Propiedad privada. Prohibido el paso”.


Mi cuerpo desnudo

Mi cuerpo desnudo tendido en una playa expuesto a mil manos que lo toquen. Sobre una arena europea un aire africano lame mi piel, la acaricia, me susurra piropos al oído. Y este sol tibio, seductor, dora mi deseo. Porque yo los deseo a todos, al aire, al sol, a la arena templada que me sirve de lecho, a la espuma de esa ola que es reencarnación de todas las olas, a la risa de esa muchacha que camina por la orilla, a esa roca esculpida día a día por mil vientos. Mi patria es esta playa, que es todas las playas, mi bandera es este viento, que es todos los vientos, mi ejército es mi cuerpo, todo mi cuerpo.

Una vez tuve palabra Una vez tuve la palabra. Ahora no la tengo, es verdad, pero os juro que la tuve. La palabra residía en mí, compartía mi lecho, me hacía soportables las tardes de tedio y pesadumbre. Me acunaba con su arrullo cálido las noches de insomnio y escarcha, y en las siestas de calima y sudor me refrescaba los labios como hielo desnudo. No sé cómo la perdí,


más bien creo que me abandonó, tuvo que aprender a convivir con cifras anodinas escondidas tras altivos apellidos: código cuenta cliente, base imponible, código de barras, ejemplar para la entidad... Tanta arrogancia, mi falta de atención (olvidé más de muchas noches prodigarle caricias auténticas), el exceso de resguardos y facturas en el cajón de los cariños tal vez la obligaron al destierro. Desde entonces de mi boca sólo salen logaritmos y ecuaciones, porcentajes y descuentos, domino mis cuentas bancarias y llego a fin de mes con superávit. Pero tengo déficit de sensaciones, añoro tus cuidados y tus excesos, tus besos y tus zarpazos, aquellas jornadas de ebrias y felices controversias bajo el blanco temblor de una luna nueva. Vuelve, por favor, te echo de menos. A C.M.B.


Salvoconducto de dignidad Decidió que un territorio no era bastante, se aventuró a explorar otras junglas, a abrir nuevos senderos en lo desconocido. Sabía de los riesgos, le habían contado acerca del dolor de las heridas abiertas, acerca de la soledad del robinsón. Aún así se lo jugó todo, abandonó su casa, vendió su Mercedes último modelo, regaló sus libros y sus agendas, se despidió de su territorio vivido y amado tanto tiempo. Fue duro aprender a navegar en otros ojos, explorar caminos sin señalizar, ir dejándose la piel entre espinos que arañaban como zarpas de leopardo; duras fueron también las soledades que se acuñaban bajo las sábanas de cada hotel, el amargo filtro de cada cigarrillo apurado, el resentimiento del penúltimo whisky, el vómito como río de lava en la madrugada. No conquistó ningún virreinato, no amasó fortuna ni ganó poder y su patria sigue siendo la arena que guarda en los bolsillos y la barra de cualquier bar. Pero hoy muestra cada cicatriz como un mapa, cada desgarro como un salvoconducto de dignidad.


Tu espada desnuda y de madera La lluvia cómplice y el cobijo del paraguas fueron la excusa perfecta para tu brazo sobre el mío, en apariencia inocente, mero apoyo para no caer por las resbaladizas losas de la plaza.

Pero no, tú y yo sabíamos que la tarde deshaciéndose en cristales grises, en plomo líquido que ensuciaba las aceras, entendía de otras cosas, cosas que nunca te dije y que nunca te diré, cosas que tú sabes de sobra, aquel beso perdido y tan antiguo, tu espalda desnuda y de madera, el fuego triste de tus ojos, el calor estéril de los míos. Seguro que tú también lo recordabas mientras buscábamos refugio en aquel cafetín desangelado, en torno a aquel par de cervezas, tus ojos tan profundos como el tobogán de la nostalgia, mis palabras tan torpes como siempre.


Invierno en Getares

Allí donde tus dedos festejaron el insólito hallazgo de una tégula romana, allí donde los cañaverales ocultaron el brillo de tu desnudez salina e indomable, no existe ya más que hormigón y metal, muros de granito y una obscena escombrera. No quedan restos de aquel río manso que te besaba los cabellos ni de aquellos matorrales que cobijaron nuestros escarceos imposibles. En aquellos días de miradas ebrias alzaban tus ojos el vuelo y, tras fundirse con el verde marino, roto de espumas y de algas, volvían de Punta Almina desgarrados por un relente hijo de arrecifes, y el eco mojado de tu risa a gritos proclamaba tu afán de ser reina de África. Las luces del Peñón eran la última frontera de un universo circular que nos bastaba, un mar que tú llamabas Bahía, un orbe de coral y conchas expoliadas; y tus manos revolvían la arena incansables, frecuentando pequeños tesoros en desahucio: un vidrio azul limado por las olas, el esqueleto de un erizo disecado, una llave corroída de quién sabe qué secreto cajón u oscura puerta, el lejano eco de una caracola prófuga, aquella navaja para la que tú inventaste


una sórdida historia de pasión y crimen... Hoy la playa, huérfana de tu mirada, yace dormitando sobre su piel húmeda y estira sus brazos de saurio extenuado. Una brisa fría me roba un par de versos, y la sombra de una grúa me susurra que ya no hay reinas en África ni sirenas en Getares. (Antes de irme arrugo este papel y se lo entrego a la invicta pleamar, sólo por ver si obra el milagro la marea de hacer llegar este mensaje a su destino.) Por Gaspar Cuesta Estévez


Poéticas

Por César Alfonso Viñas El poeta es un aventurero de su abismo, un investigador de su alma, un héroe griego, un apóstol de la vida. La poesía es un gran círculo de agua; en ella se ven ninfas que atrapan con su voz sombras de símbolos arcaicos. Me asomo caigo en ella y en un ataque de tos veo por un momento que Dios es tan sólo un humano poeta. La poesía es el diamante del pensamiento y los pensamientos brotan entre la floresta de las palabras y las palabras en delirio destilan la metafísica particular de un mundo. No se cansa de decirme mi poesía -arroja la toalla. Pero yo en el ring no oigo nada.


Lo peor para el poeta es que su voz caiga en el abismo sin producir eco alguno. El poeta es el pรกjaro egipcio, la vida renace de sus propias cenizas. A veces el poeta enciende el Sol en un mundo de ciegos.


Rebelión en las aulas Por Ascensión Sotomayor Berral

Un griterío infernal salió a través de las ventanas semiabiertas del aula situada en los bajos del edificio de viviendas, cruzó la avenida, se abrió paso a través de las rendijas de la cancela cerrada, atravesó el patio delantero y entró por la puerta principal del colegio para llegar, finalmente, hasta los pabellones auditivos del Director del Centro que se encontraba en esos instantes de ansiedad apoltronado en el sillón de color indefinido de su despacho. Raudo, barruntando quizá alguna catástrofe dada la magnitud del vocerío, se apresuró a desandar el camino anteriormente realizado por los espantosos alaridos. El Jefe de Estudios, alertado por el mismo motivo, pues el reclamo parecía incrementar su intensidad y su expansión a medida que transcurrían los minutos, seguía a grandes zancadas al Director que alcanzaba la entrada en ese mismo instante. Cruzaron a toda velocidad la calle, vacía a esas horas, únicamente poblada por el alboroto de la revuelta estudiantil, inusual si tenemos en cuenta que estaba provocada por tiernas criaturitas de primero de Primaria, en dirección a los locales que el Ayuntamiento había cedido y habilitado, provisionalmente y sólo por aquel curso escolar, como aulas hasta la finalización de las obras del nuevo colegio. Era un viernes primaveral en que el calor se asemejaba a la típica calima veraniega. El bochorno y la incertidumbre propiciaron que los corazones de ambos directivos galoparan desbocados. El sonido de los latidos llegaba hasta las sienes de los dos viandantes donde se unían, confundiéndose, con la vocinglería a la que se aproximaban aterrorizados. Felipe, el director, empujó violentamente la puerta


y penetró en el aula seguido por Matías. El ruido era insoportable. Los niños gritaban, corrían y saltaban sobre los pupitres mientras la maestra, con el rostro desencajado, intentaba sin éxito mantener la calma. Descompuestos, observaron el paisaje arrasado de sillas y mesas revueltas, armarios abiertos, libros, cuadernos y otros útiles de escritura desparramados por el suelo junto a un número indefinido de cadáveres recientes. Finalmente, la maestra, sacudiéndose la bata, alzó la voz hasta casi desgañitarse, imponiéndose a los agudos chillidos infantiles: ¡En fila! Nos marchamos al patio. Hoy tendréis un segundo recreo. Don Felipe y don Matías se encargarán de informar del suceso a las autoridades que solucionarán el problema de inmediato. Saltando los niños entre libros y entre muertos, pero ya más calmados, se fueron colocando en fila de a uno y salieron a la calle. Cuando doña Rosa pasó junto al director le recriminó: Ya te lo dije hace un mes pero, al parecer, no le diste importancia ni tomaste las medidas pertinentes y ahora pueden contarse por decenas. Telefonea urgentemente a ver si es posible que acaben por completo durante el fin de semana con esta plaga de cucarachas.


Sandra y compañía Por José Eduardo Tornay

*Este texto forma parte del relato “Mesas de formica”, que abre el libro “Los observatorios”. (E.D.A., Málaga, 2006).

Desde muy pequeña, desde que tiene el recuerdo de haber desarrollado un pensamiento, Sandra Goyanes se había sentido desdichada. Era una niña sana, sin problemas de comunicación, con normales aptitudes psicomotrices, padres atentos, bienestar material, hija única, objeto de atenciones,... un marco idóneo para disfrutar de ese parque temático que, se supone, puede ser una niñez dichosa. Pero ella sufría por un motivo vago y profundo. Nada la hacía disfrutar: ni las fiestas de cumpleaños que organizaban en su honor, con asistencia de primos y vecinitos, ni las excursiones a la montaña nevada, ni los días de playa y marea baja, ni los abundantes regalos que encontraba la mañana de reyes, invariablemente acumulados cada año bajo un abeto mayor. Un vacío lo teñía todo, una especie de ausencia que nunca se verbalizaba, pero que flotaba en el ambiente -en su conciencia- como una alarma lejana en la madrugada. Sandra aprendió a convivir con esa angustia. Hoy la considerarían una niña con depresión, pero entonces pudo pasar por una personita imaginativa, más tendente a disfrutar de sus propias ensoñaciones que de los reclamos callejeros y colectivos. Su afición consistía en mantener continuos diálogos con supuestos compañeros de juego progresivamente menos indefinidos. Al principio se trataba de la muñeca de


trapo, a la que regañaba e introducía en los hábitos de su vida cotidiana. Luego serían los compañeros de juego o los personajes de las series de televisión, con los que continuaba hablando cuando no estaban, para los que exigía un cubierto en la mesa -sus padres a veces le seguían la corriente, tan graciosa y creativamente desarrollaba aquellos teatritos- o que se metían con ella en la cama, escuchaban en silencio los cuentos repetidos que les contaba su padre y luego repasaban conjuntamente todo lo que había tenido lugar durante el día. A medida que se hacía mayor, Sandrita comprendía que su comportamiento podía ser visto por los demás como una anormalidad. Desarrollando ese instinto de camuflaje que provoca el sentido del ridículo potenciado en la pubertad, mantenía una actitud más silenciosa. Pero en su cabeza las conversaciones se mantenían, fluidas e intensas, y eran la forma dialógica que tomaba su inteligencia desbordante. Desdeñando la idea peregrina de que la voz alternativa que la acompañaba fuera propia de un ser superior que la hubiera elegido a ella entre muchos como privilegiada interlocutora, asumió que su pareja era obra pura de su imaginación. Pero no por ello se inclinó a anularla, sino que más bien impulsó su cultivo. Como quien decora un apartamento en la playa, Sandra fue dotando de características propias a su “amigo imaginario” -y eran unas características cambiantes, pues estaba vivo-, quien aportaba a la valoración de sus circunstancias una visión más ecuánime, o menos temerosa. De modo que en ella tuvo rostro, personalidad y avatares propios lo que otros habríamos llamado, sencillamente, conciencia. Salvo esa costumbre íntima, oculta y cotidiana,


Sandra consiguió eliminar los restos de su tristeza inicial, y la sustituyó por el hábito de no dejar huecos libres entre sus horas. Hiperactividad llaman a ese asistir a todas las clases en la Facultad, estudiar metódicamente, sustituir inmediatamente por otros los ligues superados, acudir a fiestas y pertenecer a varios colectivos implicados en la vida pública de la ciudad. Cada noche, durante unos minutos, su compañero le ayudaba a evaluar el proceso de su situación. Cada día, con más energía, saboreaba las experiencias, sabiendo que cada minuto desperdiciado es una oportunidad ofrecida en bandeja al desánimo. Cuando tenía veintiún años ocurrió un hecho, mínimo al principio, que por sus consecuencias Sandra recordaría especialmente. Una bolita de grasa creció en su espalda, exactamente en el lugar donde termina la columna vertebral. La rabadilla, allí donde comienzan a separarse los glúteos. Resultaba ligeramente molesta, como el pinchazo de la punta de un bolígrafo, continua. Un día, harta de sentirla, presionó con dos dedos – recordaba la dificultad; es una zona de gran tensión- y provocó lo que era de prever: la bolita estalló: sangre semicoagulada y pus. Quedó una rajita en ese punto, pero por su localización en lugar tan oculto Sandra no le dio mayor importancia. El problema fue que al poco tiempo empezó a sentir cómo la bolita crecía de nuevo. Varias veces tuvo lugar el mismo proceso: bolita-presión-explosiónpequeña cicatriz. La vergüenza que le daba su ubicación y el no haber acudido a un especialista la primera vez, como hubiera sido lógico, hizo que no comentase a nadie el suceso -por lo demás insignificante en apariencia-. Lo que le preocupaba era la posibilidad de que esa supuración no fuese sino la manifestación externa de


una lesión interior, provocada por la deformación y el roce del coxis, por tantas horas sentada en la Facultad o la biblioteca. Entonces tuvo lugar una mutación. En lugar de la bola interior -cercana a la superficie pero ligeramente sumergida-, brotó una perla de carne, áspera y cuarteada. En la ducha, tras un concienzudo enjabonamiento, intentó varias veces hacerla reventar por el método habitual –presión inmisericorde de dos dedos-, pero no hubo resultados. Estaba claro que ya no había contenido que extraer, sino más bien una especie de verruga del tamaño de un guisante pequeño. Un día, en los aseos de la Facultad, inquieta por el ligero picor que no la abandonaba, consiguió arrancar la excrescencia con la aplicación tenaz de las uñas. La tiró inmediatamente al váter y, con papel higiénico, contuvo la mínima hemorragia, tremendamente oscura y densa. Como era de prever, poco tiempo después la pequeña cicatriz volvió a rizarse y a ganar volumen. Nada de esto hubiera tenido importancia para una persona corriente: un problema ambulatorio, que con cirugía menor y esterilización podrían haber resuelto. En cambio, Sandra hizo que su vida girase alrededor de ese acto, compulsivo y cotidiano, de buscar un lugar donde nadie la pudiese ver y comprobar el estado de desarrollo de la verruga, su lenta evolución. La importancia de este hecho estribó en que, al acostarse, en lugar de repasar el día pasado y programar las actividades del siguiente con ayuda de la voz que la asesoraba, contrajo el hábito de analizar su pasita de carne, con minuciosa sensibilidad dactilar, hasta los más pequeños surcos y curvaturas. Un día, cuando su acompañante trasero había alcanzado ya el volumen de una judía pinta, notó un


contacto duro en su interior, una auténtica novedad. Muchas veces comprobó su efectiva presencia a lo largo de la jornada, ansiosa por que llegase esa íntima duermevela de cama en que podría demorar su inspección. Para esas fechas Sandra cursaba ya el último curso de la licenciatura en Economía. Las salidas festivas, las charlas de sobremesa con los amigos, entre los que, por aquel tiempo, me encontraba –nunca sospeché esa vertiginosa vida interior-, los amantes intercambiables, las actividades asociativas… todo había pasado a un segundo plano. Su mente se centraba en terminar la licenciatura con un implacable expediente académico, que le abriese las puertas del mundo empresarial. Asistir a las clases, expurgar bibliografía complementaria en los departamentos de la facultad, estudiar metódicamente. Y, cada corto rato, buscar la intimidad necesaria para auscultarse la rabadilla. Así día tras día. Esa noche, y las sucesivas, comprobó que efectivamente una sustancia de mayor solidez se abría paso entre los surcos de su verruga, rumbo a la superficie. Cuando, días después, no pudo seguir reprimiendo la impaciencia, la arrancó sin mucho esfuerzo: una plaquita dura y transparente, mucho menor que una ficha de parchís. Semanas después había conseguido reunir siete en un guardapelo de plata, herencia del romanticismo galante que había cultivado una tía solterona en su juventud. Progresivamente aumentaban su tamaño, su curvatura, se enturbiaba su transparencia. Ni qué decir tiene que Sandra llevaba siempre consigo la cajita y la abría a escondidas, analizaba pormenorizadamente su contenido. Es la forma que en ella tomó, por absurdo que parezca, el paso a la madurez. El olvido de aquella


voz interior que la acompañó durante sus primeros veinte años. Paralelamente, la protuberancia, que se acercaba ya al tamaño de una ciruela pasa, había comenzado a cubrirse de un vello sedoso y tupido, de un par de centímetros de longitud. Una auténtica cabellera rubia, un flequillo a lo beat. Por puro gusto, Sandra, también arrancaba de vez en cuando algún pelo, con pinzas de depilar, y lo introducía en el estuche, que recuperaba así su primigenia función. A diez llegaron las fichas que acumuló, de distintos tamaño, curvatura y grado de opacidad. Alguna tenía pintas de un amarillo mate. Cuando dejaron de aparecer las placas, fueron sustituidas por unos granos algo más grandes que los del arroz. Surgían a gran velocidad, casi a diario. A diferencia de los anteriores, era imposible arrancarlos: estaban profundamente anclados en la ciruela y los fallidos intentos provocaron enorme dolor. Con un sistema de espejos de mano, de diversos grados de aumento, que cargaba siempre en el bolso, Sandra los analizaba. Su color, blanco perlino. La forma en que se disponían, aproximadamente la de los pétalos de una rosa o, más parecida, la de un percebe de juguete. El volumen del percebe granado condicionó también sus hábitos de vestuario. Siendo una persona eminentemente cerebral, era lógico que Sandra hubiera optimizado siempre las potencialidades de su cuerpo. Menuda y estilizada, de grandes ojos turquesa y la boca delgada como dibujada con un rotulador. Cuando iba a la facultad, a base de peinados de última línea, maquillaje, pantalones ajustados y combinación arriesgada de colores, podía llamar la atención. Así, había conseguido siempre estar bien abastecida de amantes voluntariosos.


Los profesores la adoraban. Su autoestima se mantenía a punto de nieve. Pero esa protuberancia provocó que tuviera que utilizar faldas con vuelo y holgura desde el cinturón, auténticas proclamas floreadas, que acompañó de botos, muy a lo camp demodé. Los jerseys anudados a la cintura las sucedieron, lo cual decepcionó un poco a sus admiradores cuando, en junio, se presentó a los exámenes de esa calurosa guisa. El problema vino con la llegada del verano. Las calificaciones obtenidas en los exámenes fueron excelentes, lo que justificaba unas vacaciones de playa y molicie. Pero bikini y ciruela perlada eran conceptos radicalmente incompatibles en aquel laberinto de íntimas caricias evaluativas y clandestinidad que Sandra había construido con la constancia de un arquitecto lunático. Finalmente, tomó la decisión que cualquiera hubiera elegido muchos meses antes. Se hizo analizar la excrecencia por el equipo de dermatología del hospital universitario, aportando como complemento el material acumulado en el guardapelo. La decisión de los médicos era de prever: extirparon con láser de onda circular -cuyo efecto haría cicatrizar con rapidez la zona intervenida, lo que impediría futuras apariciones-. Pero antes, con nulo tacto pedagógico, una doctora de mirada punzante comunicó a Sandra el resultado de los análisis efectuados a su rosa coccígea y al material complementario. Las conclusiones no admitían dudas: se trataba de carne y cabello de recién nacido, uñas y dientes de primera puesta, de los llamados de leche. Probablemente, en el interior habría algo parecido a huesos y minúscula masa encefálica. Un bebé había surgido de su espalda, un nasciturus de existencia imposible, cuyos sufrimientos


terminarían con la amputación. Todo tenía una explicación razonable o, al menos, científica: aunque hay la sospecha de que muchos problemas derivados del desmedido aumento del tamaño del coxis provienen de una cierta mácula genética -por la supresión de la cola en los mamíferos humanos-, se han registrado casos de óvulos fecundados, de gemelos uterinos, que son anulados por el crecimiento de sus hermanos triunfadores. Sus células quedan recluidas en una cápsula, precisamente en esa zona coccígea. La evolución del embrión se pospone, como si hibernara, y excepcionalmente se reanuda, de ese modo estéril que Sandra había padecido, coincidiendo –nadie había explicado por qué- con el de los molares cordales, las muelas del juicio, que probablemente estarían a punto de brotar en sus encías. No había por qué preocuparse. Con la intervención quirúrgica acabaría todo. “Así que, ahora te enteras de que eres una melliza exterminadora. Enhorabuena por la victoria”. Así de cínicamente lo dijo, mientras Sandra recogía el bolso y el teléfono apagado, para encaminarse a la planta de quirófanos. Y añadió: “Por cierto, tu hermano hubiera sido un varón”. Algo cambió para siempre en la vida de Sandra. Volvió a relacionarse espontáneamente con la gente de su edad. Ese verano pudo tomar el sol en tanga y bailar hasta la madrugada en los chiringuitos nocturnos de la playa. A la vuelta de unos meses ya era trabajadora en prácticas de una influyente consultoría. Nunca echó de menos esos contactos dactilares con el hermanito abortado. Pero lo más importante es que había dejado en el camino las conversaciones con la voz alternativa que durante tantos años la acompañó. Le gustó concluir que su conciencia había guardado un recuerdo uterino de


esa dualidad cercenada, del que no pudo desprenderse hasta que su gemelo brotó de la rabadilla. A veces extrañó esa presencia, que tanto la ayudaba en la cama a recibir el sueño. No volvió. Tuvo que afrontar a solas su nueva vida de auditora itinerante, las zancadillas profesionales, los traslados de residencia, la convivencia con hombres menos inteligentes que ella.


Se hace camino al andar Por Ascensión Sotomayor Berral

Greg Walker era un buen aristócrata, de los que siempre saben estar en su sitio; amante de cacerías, buena mesa y bellas mujeres, había dilapidado casi por completo el escaso patrimonio heredado de sus antecesores, aficionados como él a la buena vida. Aunque para siempre quedó sembrada la duda de cuál de los dos hermanos fue el primogénito, parece claro que fue Greg el primero en ver la luz de este mundo y así lo atestiguaron la madre, la partera y las doncellas que asistieron al nacimiento de los gemelos. Fue éste el motivo por el cual la mayoría de las tierras, las caballerizas, el castillo y el título nobiliario pasaron directamente a él tras la defunción de su padre. El resto de la herencia, unos acres de terreno colindante sobre los que tiempo atrás se había construido una casa señorial, los heredó el hijo menor. La fortuna familiar iba menguando de generación en generación y del esplendor de antaño apenas quedaba poco más que unos muebles antiguos en los que anidaba la carcoma, alfombras y tapices cuyos colores se habían apagado con el paso del tiempo y algunos retratos de escaso valor real pero de incalculable valor sentimental que decoraban los muros. Al no poder hacer frente a los gastos que se derivaban de llevar una vida tan ociosa, Greg tuvo que prescindir de la mayor parte del servicio e incluso empeñar algunas de las joyas que pertenecieron a su difunta madre. Vivía bien empero no era feliz. Necesitaba desposarse urgentemente con alguna muchacha de familia adinerada que pudiera aportar con su dote capital al matrimonio. Además le resultaba irritante ver a John tan alegre, ajeno a los celos que


le provocaba, caminando a buen paso por los campos de su propiedad, balanceando su bastón, siempre tan elegante y altivo. A pesar de que los terrenos de Greg quintuplicaban en extensión a los de John, las tierras del menor de los hermanos se encontraban en un enclave privilegiado ya que la casa se construyó sobre una loma y desde ella se divisaba el mar. Cada vez más el veneno de la envidia se iba adueñando del alma de Greg. Corría el año mil ochocientos veinte. John había conseguido amasar una considerable fortuna. Para celebrarlo invitó a su hermano a cenar. Quería acortar distancias pues se habían alejado demasiado en los últimos tiempos. Greg se vistió con sus mejores galas. A fin de cuentas John era su única familia y debía alegrarse por él. No sabía qué negocios se traería entre manos, sólo sabía que todo le iba bastante bien. Seguramente hablarían del tema después de cenar, tomando una copa y fumando un aromático tabaco. Se preparó concienzudamente y se dirigió a la casa del hermano quien le acogió con un cálido abrazo. Cuando terminaron la cena brindaron por los negocios de John. La bebida que le ofreció era excelente. Lo felicitó. Había conseguido agradar su paladar tan aburrido como él desde hacía tantos años. Sin embargo no podía quitarse de la cabeza cúales serían los negocios en los que estaría embarcado; seguía sin saber a qué se dedicaba su hermano. Le corroía la curiosidad. No pudo aguantar más y le preguntó. Johnnie, sin mediar palabra, cogió la botella con la que le había servido segundos antes y la giró media vuelta. Greg quedó de una pieza. En ella, un fiel dibujo de su hermano caminando a paso ligero, como él le veía desde hacía tiempo, con su bastón, chaqueta roja, pantalón blanco, botas y sombrero de copa y su nombre: Johnnie Walker.


El crujir de la nieve Por Jesús Carlos Lens Espinosa de los Monteros Para Anuca, la más fuerte y escultural de las montañeras granadinas. Tras el tenis, el squash y los gimnasios lo que empezó a estar de moda en ciertos círculos fueron los deportes al aire libre, llamados “out door” por los publicistas. Pero en nuestro despacho la fiebre había empezado antes. Qué lejos parecen, ahora y aquí arriba, aquellos inicios. Qué distantes están Luis y Angel de aquí, qué ingenuos éramos entonces; aunque nunca nos hemos arrepentido ni Oscar ni yo, claro. Aquí arriba no caben arrepentimientos. Cuando la cosa tomó cuerpo, recuerdo las bromitas pesadas a raíz de mi nombre: “Hombre Remigio, una especie de vuelta a tus indudables ancestros agricultores, a las raíces, al campo, a las lechugas y al ganado ¿eh?” Pero ya estaba acostumbrado. Licenciado en Económicas, Derecho y Empresariales por la Universidad de Navarra, Coordinador del Grupo de Abogados de Derecho Fiscal en el Bufete de Alonso, Zugarramurdi & Asociados y llamarse Remigio no dejaba de resultar curioso. Nunca me había importado. Sencillamente, era mi nombre. La realidad era, paradójicamente, que la única tierra que había pisado en mis treinta y nueve años de vida era la batida de las pistas del Club de Tenis. Y de repente me vi comprando botas, forros polares, chaquetones de Goretex y cien cosas más con los logotipos de “aventura”, “outdoor” y “montaña”. Todo partió, como siempre, de Zugarramurdi,


el tipo más cautivador que nunca he conocido. Aparentaba estar cortado por el mismo patrón que tantísimos otros de su especie: beligerante abogado laboralista en los setenta, luchador antifascista en la calle y en el despacho, uno de los ganadores del 82, reconvertido en beautiful people en la época del pelotazo al asociarse con D. Manuel Alonso y Figueroa y, de defender a los currantes pasar a trabajar para los patronos. Toda generalización es injusta. Zugarramurdi seguía teniendo sueños, curiosidad e independencia de pensamiento. Pero no fue a través de la política por donde los canalizó. Su llegada al despacho del ilustre y rígido D. Manuel fue una revolución. Terminó de un plumazo con el ambiente encorsetado y asfixiante del bufete. Acompañado por un equipo de gente joven, el tema que más le apasionaba era el del comportamiento y las relaciones humanas. Comprobado que el marco de un partido político o de un sindicato no era el apropiado para poner en práctica sus teorías, tuvo el arrojo de hacerlo en un despacho de abogados inteligentes, preparados, estresados y ricos. Siempre al tanto de las últimas innovaciones más o menos científicas acerca del comportamiento humano en grupo y en situaciones de stress, hacía unas interpretaciones muy personales sobre todo ello y las aplicaba al despacho con total convencimiento de que iban a funcionar. El más memorable de todos fue el intento de convertir a todos los socios en moteros tras haber leído “El zen y el cuidado de la motocicleta”. Fue justo después de devorar las “enseñanzas guerreras” de Mishima. Y lo consiguió con algunos. Muchas veces era objeto de chanzas por sus extravagancias pero la verdad es que desde su llegada al bufete muchas cosas habían cambiado, para bien, en las relaciones entre los compañeros.


Alto y fuerte, su cuerpo era una mezcla perfecta de fibra y músculo, con la voz profunda y expresión hierática en su rostro; el pelo muy corto y con una inexplicablemente perpetua barba de tres días en su cara, imponía respeto en todo aquel que trataba con él. Su aparición en un despacho, en un pasillo, en una mesa de restaurante o en una mesa de negociación siempre provocaba el mismo efecto: la conversación se terminaba, las caras se giraban hacia él y, con una expresión de curiosidad e interés, todos esperaban a que el gran hombre hablara. Daba igual que se limitara a hablar del tiempo: siempre resultaba fascinante y cautivador, en parte por su aspecto y en parte por el calor y la pasión que daba a cada una de sus palabras y de sus actos. Convertía en épico cualquier tema, por nimio que pudiera parecer en un principio. Por eso, cuando un día comenzó a hablar, con el apasionamiento de siempre, acerca de la poesía de Wordsworth, de Rousseau, de Jack London, de R. Messner y de la naturaleza salvaje, todos sabíamos que algo iba a pasar. - Compañeros y, sin embargo amigos, ya me vais conociendo y sabéis que soy un nietzscheano convencido de la teoría de los “estimulantes vitales”. Todo lo que hago y aprendo en esta vida procuro que tenga un interés y un beneficio personal; ha de infundirme presencia de ánimo y ser enriquecedor para mi cuerpo y mi mente. Desde que me levanto hasta que me acuesto, cada paso que doy, cada acto del día, me gusta que sea valioso. Como dijo Goethe, “me es odioso todo aquello que únicamente me instruye, pero sin acrecentar mi actividad o animarla de inmediato”. Y también sabéis que, una vez convencido de que un estimulante vital funciona, intento que lo probéis para ver cómo resulta con cada uno. Así las cosas y tras leer con atención la poesía de Wordsworth y las obras de Thoreau, de R. L. Stevenson; de Flaubert,


incluso las más radicales del anarquista John Zerzan he llegado al convencimiento de que la vida urbana y caótica que llevamos no nos puede conducir más que una ruina física y psicológica. Y por ello, aquí y ahora, propongo un redescubrimiento de los grandes espacios, de la naturaleza, del aire libre y, en general, una vuelta a la vida natural. - ¿Nos mudaremos al extrarradio? ¿Instalaremos el despacho en un pueblo? O mejor, directamente bajo un pino. Menos mal que algunos tenéis moto para evitar los atascos de tráfico cuando, para pasar por los Juzgados, haya que venir a la odiosa ciudad- Le espetó con sorna uno de los abogados. - Muy agudo, Peláez. Habréis de reconocer que, por momentos, esto parece un jodido cubo lleno de cangrejos. Encerrados, medio locos, voraces, insensibles y cegados; la única forma que tienen de salir del cubo es alzarse sobre sus congéneres, pisándolos inmisericordemente. Pelaez, con esa barriga, es normal que te encuentres a sus anchas en un cubo así: nunca conseguirás salir de él pero cada vez que pisas a alguien, lo dejas bien triturado. Llevo un tiempo saliendo a la Sierra y he preparado una serie de recorridos, aptos para la mayoría, que espero disfrutéis igual que he hecho yo. Estoy seguro de que redundará en beneficio de todos. De todas formas, y vosotros que sois abogados la aceptaréis sin reservas, hay una máxima que es de obligado e inexcusable cumplimiento: “Queda terminantemente prohibido hablar de religión, de política y, lo que es más importante, de trabajo.” Como tantas otras veces, Zugarramurdi había acertado de lleno: la montaña enganchó a la mayoría de los más jóvenes. Y a varios de los más veteranos. Las etapas se quemaron muy rápido. Empezamos aquélla primavera con sencillos paseos


de medio día que se fueron alargando progresivamente tanto en duración como en dureza. Pateamos la Pedriza del Manzanares y la Sierra de Madrid. Nuestro mentor nos iba contando historias y leyendas de las zonas que atravesábamos, nos novelaba las vidas de los grandes alpinistas y nos recitaba los poemas de Worsworth que a él tanto le habían impactado. Recuerdo uno que sirvió de arranque para una gran discusión sobre la mayor bondad del ser humano en presencia de la belleza, de lo imponente de la naturaleza: “… (La naturaleza) a nuestra mente puede hasta tal punto darle forma interior e impresionarnos con calma y con belleza y alimento de pensamientos elevados que ni lenguas malvadas, ni juicios temerarios, ni burlas egoístas, ni saludos vacíos de su afecto, ni el tedioso intercambio de la vida, contra nosotros podrán prevalecer, ni la fe perturbar, que cuanto vemos colmado está de bendición en ella.” Y es que Zugarramurdi estaba convencido de que la naturaleza y la convivencia en ella y con ella, hacía mejores a las personas y estimulaba su creatividad, sensibilidad e inteligencia. - La majestad de determinados paisajes estimula en nuestro interior la firmeza y la magnanimidad. Su tamaño nos enseña a respetar de buena gana y con temerosa humildad todo aquello que nos sobrepasa. Tener envidia de un colega frente a una catarata es posible, pero no probable. ¿Cuáles son los mejores cuadros de Van Gogh o Gaugin? ¿Acaso no son los que pintaron cuando marcharon a la Provenza y a las


Islas del Sur respectivamente? El mismo Joseph Conrad sólo se considera a sí mismo como “escritor” cuando, tras recorrer en barco la inmensidad del río Congo, volcó sus entrañas en “El corazón de las tinieblas”. Y volvía atacar con Wordsworth: “Si, al mezclarme con el mundo, me contento con mis modestos placeres, y he vivido apartado de las nimias enemistades y los bajos deseos, ¡os lo debo a vosotros vientos y sonoras cataratas, a vosotras, montañas, a ti, Naturaleza”. Por supuesto que no todos comulgaban con esta filosofía, y los irreductibles adeptos al asfalto y a la polución, con Pelaez a la cabeza eran muchos. Pero yo debo reconocer que sentía esas palabras como mías. Desde que comenzaron las salidas al campo dormía mejor, estaba más tranquilo y relajado y disfrutaba mucho más de todas las otras cosas que hacía en mi vida normal. Estaba en buena forma física y mental. Las reclamaciones y recursos salían más fluidos, y mi permanente lucha contra la administración tributaria era un poco menos desigual. O, al menos, yo sentía que David miraba más de tú a tú al todopoderoso Goliat. Un fin de semana de otoño marchamos a Avila, a la Sierra de Gredos. Nos alojamos en el fastuoso Parador Nacional e hicimos una larguísima travesía hasta las Cinco Lagunas. Y allí se produjo una extraña conversión. Como Pablo al caer del caballo, tras varias horas de caminata, la visión de la mole del Almanzor, y de las afiladas agujas rocosas que lo flanqueaban fue como una revelación para mí. Yo, que empecé mi actividad montañera con un cierto escepticismo, me había ido apasionando de verdad. Hasta ese momento


había disfrutado de los paisajes, los ríos, los campos y los valles. Pero aquel día, frente a la inmensidad de las montañas, sentí algo parecido al Mal de Sthendal que invade a los amantes del arte cuando llegan a Florencia. ¿Cómo serían aquéllas crestas todo cubiertas de nieve? ¿Qué se sentiría al estar en la cumbre del Almanzor, tras una dura y peligrosa ascensión? Y si estaba sintiendo todas aquellas cosas en la Sierra de Gredos, ¿qué podría provocar en mí la contemplación de los Andes o del Himalaya? Zugarramurdi me sacó de mi ensimismamiento: - Bonito ¿verdad? - Sí, es bonito. Pero también es algo más. - Efectivamente. Te comprendo a la perfección. A lo largo de la historia han sido muchos los que han descrito estas sensaciones que tú tienes ahora mismo, aquí, mientras contemplas esas altas e inaccesibles cumbres escarpadas de una montaña impresionante, tras haber dado decenas de agradables paseos campestres. Por hacer una comparación animalesca, vamos a coger a un buey. Es una criatura con mucha fuerza, pero es una criatura inocente, bobalicona y nada peligrosa, por lo cual la idea de un buey no inspira para nada grandeza. Sin embargo un toro es un animal igualmente fuerte: pero su fuerza es de otro tipo, destructiva, desaforada y, por consiguiente, la idea de un toro es grande y ocupa un lugar preminente en descripciones sublimes, en comparaciones y en las más variadas mitologías. - Totalmente de acuerdo. Ese es el concepto: lo sublime. Un valle verde atravesado por un riachuelo de aguas cristalinas, una granja al fondo y el ganado paciendo puede ser una visión, una estampa preciosa, relajante, bonita. Pero carece


de la salvaje grandeza de un torrente desbocado que se abre camino a través de la roca más dura. ¿Cómo va a ser comparable un lago, por bonito que sea, con la brutal fuerza de un océano en tempestad? ¿Cómo se puede comparar la agradable brisa con la fuerza de un viento huracanado? - Yo iría más lejos. Hay paisajes que provocan un sentimiento muy especial que es, a la vez que placentero y agradable, moralmente bueno. Lo que decía antes, se trataría de paisajes o lugares con la capacidad de elevar la mente y el espíritu hasta esa sublimidad que antes has nombrado. Los lugares idóneos serían esos océanos, las puestas de sol, los vertiginosos precipicios, las inmensas cavernas o las más altas montañas. Por muy recoleta y preciosa que sea una pequeña iglesia, ¿cómo se puede comparar con una enorme y fastuosa catedral que ha tardado siglos y siglos en ser construida? - Sublime sería un paisaje que sugiera poder. No puede nunca ser igual atravesar un lago en una barca que salir con bien de una tormenta en pleno Océano, con olas de diez metros, subido en un cascarón de vela. Hablamos de un poder superior al de los humanos, que fuera amenazador para estos porque encarnara un desafío a su voluntad. Pero impregnado de grandeza. Del ejemplo del buey y el toro podemos sacar otro más: una hiena, por ejemplo, un animal no sólo carroñero sino también peligroso, destructivo y potencialmente mortal. Pero jamás será sublime. Carece del poderío franco e impersonal de un león, un tigre o de un gran tiburón blanco. El poder de una hiena es ruin, casi humillante. - Sin duda los paisajes sublimes preservan una especie de función simbólica y casi redentora ya que te llevan a aceptar, sin amargura ni lamentaciones, aquéllos obstáculos y dificultades insalvables que no somos capaces de superar y


aquéllos acontecimientos que no llegamos a comprender. Hay lugares que nos parecen hermosos no en función de criterios puramente estéticos sino apelando a criterios psicológicos ya que te llevan a un estado de ánimo muy especial. Es lo que decía aquel día en el despacho: ¿cómo vas a sentir envidia o celos de un colega que está contigo frente a las Cataratas Victoria, por ejemplo? - Ahí es a donde yo quiero llegar: tenemos que ampliar el espectro de nuestras salidas. Hay que buscar lo sublime, allá donde se encuentre. Me encantó tu ejemplo de Van Gogh y de Gaugin. Gente talentosa y genial que se la juega a una sola carta y que, con su pintura, hace que nos enamoremos de unos paisajes que, a su vez, una vez le enamoraron a ellos. Amigo Zurragamurdi, ya que la genialidad pictórica no es lo nuestro, escalemos montañas, conozcamos paisajes sublimes y disfrutemos de todo ello. - Así lo haremos, Remigio, así lo haremos.

El invierno se acercaba y, mientras muchos de los nuevos montañeros se aprestaron a guardar las botas hasta la siguiente primavera, Zugarramurdi y yo, como veteranos y Luis, Oscar y Angel, más jóvenes, tal y como habíamos convenido en Gredos, decidimos perseverar y dedicarnos al montañismo invernal. Hicimos un curso de iniciación al alpinismo y comenzamos a salir, los cinco, a hacer travesías por terrenos nevados. Las Sierras de Gredos y la de Béjar, cubiertas por el blanco manto de la nieve virgen, fueron escenario de nuestros progresos. Unidos tanto por nuestro recién nacido amor a la montaña como por lo estrictamente profesional, había notables diferencias entre los cinco. Zugarramurdi y yo, por


nuestra edad, éramos más tranquilos y pausados. Luis, estaba en nuestra onda. Bajo, rellenito y con un imparable inicio de alopecia, parecía cualquier cosa menos un deportista. Oscar, el más joven; era muy fuerte y animoso. Y Angel. Angel era otra cosa. Antes de que sus compañeros se aficionaran a la montaña, él ya era un consumado treparriscos. Reconocido escalador entre la comunidad montañera de Madrid, su brillante carrera en la abogacía le había separado bastante de la montaña y no quería dejar pasar esta ocasión de retomar su vieja afición, por lo que fue el que más animó a hacer el curso de alpinismo. Fiestero, bromista, fuerte y osado, le gustaba el riesgo. Quizá demasiado. Formábamos un buen grupo. Nos complementábamos muy bien al contar con un líder espiritual por un lado y un prodigio de la técnica por otro. Poco a poco fuimos haciendo los picos más comprometidos de las cercanías de Madrid: el Almanzor, el Morezón, la Galana, la travesía a Cinco Lagunas a través del Gargantón en Gredos y el Torreón y el Calvitero, en Béjar. Empezó a ser habitual vernos por Candelario, por Navarredonda de Gredos o por Tornavacas, armados de un piolet en una mano y de un ordenador portátil en la otra. Angel, el único soltero y sin compromiso, iba dejando amigas en cada una de nuestras bases operativas para que las noches invernales fueran lo menos frías posibles. Mientras unos nos calentábamos al calor del fuego y la conversación, Angel prefería el calor humano. Tras una temporada muy intensa y pródiga en experiencias invernales nos planteamos, muy excitados, una semana pirenaica: Ordesa y Monte Perdido, la Brecha de Rolando, la Cola de Caballo y el Aneto y su célebre Paso de Mahoma. Como siempre, al aspecto puramente deportivo se unía las ganas de conocer en profundidad un mundo fascinante y muy especial del que tanto habíamos ido leyendo y aprendiendo


durante los meses anteriores. Fue una buena semana. No sólo por lo estrictamente deportivo: formábamos un grupo bastante unido y sólido en torno al fascinante Zugarramurdi. Los interdictos, demandas y contestaciones estaban a años luz de Torla. Vivíamos la montaña y la aventura con auténtica pasión. Discutíamos sobre todo lo discutible en noches que nunca se terminaban. Zugarramurdi, como siempre, era el alma en esas fantásticas veladas a la luz del fuego, unas veces en el campo, y otras, al calor de una acogedora chimenea. Pero esa semana fue crudamente reveladora de algunas otras cosas. Angel se propuso hacer algo en lo que todos habían fracasado hasta la fecha. Unas veces por cansancio y otras por adversas condiciones climatológicas, no consta que nunca nadie hubiera hecho completa la crestería de los 3.000 metros pirenaicos: Cap de Toro, Pico de Tempestades, Aneto, Pico Maldito, Maladeta, Tres hermanos de Paderna, etc.). Y a Angelito, que era en verdad el mejor escalador del grupo, pero que no había estado nunca en aquellos parajes, se le metió en la cabeza que lo iba a hacer. Todos pensamos que era otra de esas fanfarronadas suyas a las que estábamos acostumbrados. Pero no. Mientras nosotros subíamos al Monte Perdido, él intentó la hazaña. Y fracasó, por supuesto. En mitad de la travesía tuvo que improvisar un rápel y salir de allí a escape. - Angelito, tienes un valor y un coraje proverbiales, fuerza y técnica; pero muchas veces te empeñas en imposibles. Lo que estaría muy bien si, al no conseguirlos, no te dieran bajones como éste que tienes ahora mismo. – le dijo Luis esa noche. - Lo que pasa es que vosotros sois unos conformistas. Os vais a hacer una excursión que no tiene ninguna complicación en vez de pelear por conseguir hitos de verdad, por superar retos. ¿Cuánta gente no sube cada año al Monte Perdido?


Ya son ganas de perder el tiempo.- dijo, con acritud, un malhumorado Angel. Nos quedamos de una pieza. ¿Cuántas veces no habíamos hablado en Madrid de lo que suponía para un montañero hacer algunas cumbres míticas como, precisamente, la del Monte Perdido? - Tu problema es que no tienes respeto. Sabes que el Monte Perdido fue el inicio del pirineísmo. Desde la primera subida documentada al mismo, en 1802, miles de personas lo han escalado. ¿Y qué?. Te aseguro que entre ellos están todos los grandes escaladores del mundo. No es técnicamente difícil. Ya lo sabemos. Pero hay que presentar nuestros respetos a la montaña. Hay que pedirle permiso y rogar su bendición antes de lanzarnos a esos retos que tanto te gustan. Tú de todo eso no entiendes nada. – le respondió Luis. Estaba claro que las enseñanzas de Zugarramurdi habían ido prendiendo en casi todos nosotros. Por desviar la conversación y suavizar el ambiente, éste sacó a colación el tema, tantas veces comentado a lo largo de las travesías invernales, del crujir de la nieve. - Venga Angel, que si sólo buscaras los retos técnicamente difíciles no serías sino un escalador de rocódromos y de búlder. Tú, por mucho que ahora refunfuñes como una vieja achacosa, también disfrutas con las travesías y las largas marchas, escuchando cómo tus botas pisan la nieve y la hipnótica sensación que su crujir provocan en ti. - Yo lo que voy estando es harto de tanta mística y pseudofilosofía de saldo. ¿El crujir de la nieve? Prefiero el crujir de un somier en buena y femenina compañía. Así que aquí os quedáis con vuestra cháchara de viejos chochos. Oscar, ¿te vienes o te quedas aquí con los ancianos y el gordito?


Angel salió dejándonos bastante desconcertados. Oscar, con un encogimiento de hombros y una mirada de extrañeza, le acompañó. Por mucho que ya íbamos conociendo las salidas de tono y los enfados de Angel cuando fracasaba en algún empeño, ya fuera deportivo, profesional o amatorio, la situación fue desagradable en exceso. Era como un cubo de agua fría en nuestras ilusiones y creencias , que estábamos seguros, compartíamos los cinco. La montaña no era solo deporte. Era algo más. Y parecía que, para uno de nosotros, la cosa no estaba tan clara. A la vuelta de los Pirineos empezamos a pensar en otros retos de mayor calado para la siguiente temporada. Las semanas volaban. El vértigo profesional y el vértigo montañero se daban la mano convirtiéndonos a los en pura adrenalina andante. Como era normal, los Alpes estaban en nuestra mente. Nos sabíamos de memoria las más famosas hazañas de todos los alpinistas más conocidos y soñábamos despiertos con la posibilidad de subir al Mont Blanc por su cara más complicada y de coronar el Cervino, ese precioso y perfecto pico alpino que ha sido incesantemente fotografiado. Como preparación nos decidimos a entrenar en los montes más altos de la Península: los de Sierra Nevada. Preparamos un programa muy exigente, para completar en distintos fines de semana, que comprendía la escalada de todas las caras norte de los picos más emblemáticos de dicha Sierra: la pared norte del Puntal de la Caldera, la este del Juego de Bolos, la este de los Machos, la Alcazaba y su famoso espolón, el majestuoso Mulhacén y el coluar del Veleta. Además teníamos previsto escalar los Tajos de la Virgen y hacer en su totalidad la Arista del Cartujo. Sierra Nevada tiene fama de estar constituida por una serie de suaves lomas, aptas para senderistas, pero carentes del más mínimo interés para los escaladores. Leyendo las guías


publicadas y los testimonios de diversos montañeros, te das cuenta de no es verdad. Las ascensiones antes descritas son atractivas para cualquier escalador. Pero Sierra Nevada contaba con otras ventajas objetivas para nosotros: las escaladas se hacían por encima de los 3.000 metros, lo que nos ayudaría a acostumbrar al organismo a la altitud; e íbamos, por fin, a conocer y a “disfrutar” del verglás uno de los grandes enemigos que complican las escaladas alpinas. Esa condenada capa de duro hielo que recubre la roca y que es casi imposible de romper con el piolet sólo aparece en los Alpes… y en Sierra Nevada. Las relaciones entre los cinco seguían siendo aparentemente buenas. Una situación como la del Pirineo no se volvió a repetir, pero era inevitable que caracteres tan distintos chocaran de vez en cuando. Sierra Nevada, además de por las razones antes enumeradas, para Angel resultó providencial: el ambiente y la marcha nocturnos y la densidad de población femenina hacían de ésta la estación invernal más movida de toda España. Siguiendo con su vieja costumbre, Angel se ligó a una chica para hacer más llevaderos los rigores invernales de esa temporada. Y la chica debía ser un cañón porque, algunas mañanas, el aspecto de nuestro compañero era tan preocupante que, alguien que no lo conociera, no se encordaría a él ni por todo el oro del mundo. Una vez el propio Oscar se lo reprochó, de muy buenas maneras y con toda la delicadeza del mundo. La respuesta de Angel fue contundente: - Yo, borracho y sin dormir, escalo mejor que todos vosotros juntos, así que no me toques las pelotas. Quizá fuera verdad. De hecho una vez que Oscar se vio en una situación comprometida, Angel le resolvió la papeleta


con una frialdad y soltura espectaculares. Pero nada de ello justificaba sus reacciones desproporcionadas. Y más cuando él mismo era un auténtico porculero con todos los demás. Por ejemplo, el primer día en la Sierra granadina, mientras hacíamos el coular del Veleta, empezó a dar la murga a Luis desde el primer metro de ascensión: - ¡ Luisito, coño, a ver si subimos más rápido, que se nos va a helar el culo aquí esperándote! Hasta los viejos estos suben el doble de rápido que tú. La verdad es que Luis iba despacio por demás. El comer le privaba en exceso y eso, unido a su proverbial tranquilidad, le hacía ser siempre el más lento del grupo. Las baladronadas de Angel le solían dejar indiferente, por mucho que a veces las puyas de éste fueran ácidas en exceso. - ¡Luisón, cuidado no te caigas, que con lo que pesas provocarías la más devastadora avalancha que esta tierra haya presenciado jamás! Y así sucesivamente. Cumplimos escrupulosamente el programa previsto y contratamos el vuelo y el hotel de los Alpes. Teníamos claro que ese verano conquistaríamos el Mont Blanc y el Cervino. Ya estábamos hablando, aunque fuera en voz baja, del Aconcagua y, como no, del Himalaya. Lo que siempre nos había parecido un sueño inalcanzable empezaba a materializarse como una realidad factible. La última ascensión que nos quedaba por hacer en Sierra Nevada era la Arista del Cartujo. Catalogada como “Muy difícil” en las guías que consultamos, constaba de tres pasos


complicados, siendo necesario hacer un rápel a mitad de la ascensión e incluso se requería, describo textualmente, “un salto en descenso de un metro, para alcanzar nuevamente la estrecha y afilada superficie de la arista”. Ese salto, que leído por un profano puede parecer en extremo peligroso, no dejaba de ser un sencillo pasatiempo para escaladores ya avezados como nosotros. A Luis, sin embargo, eso de dar un salto en el vacío, aunque fuera de un metro, le ponía los pelos de punta. Una vez, estudiando la ruta, lo comentó en voz alta y Angel, implacable, le clavó otra banderilla: “Con tu peso, capaz eres de hundir tu solo la Arista al aterrizar tras el salto”. Luis no volvió a hablar sobre el particular y el tema, como tantos otros, se olvidó. Aquella mañana hacía mucho frío. Había helado toda la noche y la nieve estaba extremadamente dura. El verglás hizo que la ascensión fuese de mucha tensión desde el principio. El careto de Angel era de los que hacían época. Apenas habría dormido un par de horas la noche anterior. Y eso que la semana había sido demoledora. Había tenido una vista en el Supremo en un asunto de capital importancia para uno de los mejores clientes del despacho. Pero el cansancio nunca parecía hacer mella en él. Hicimos el primer corredor de hielo, de unos 80 metros y una inclinación de 75 a 80 grados antes de luchar a brazo partido con el verglás que cubría los 30 metros de pared de roca, y otros 70 grados de inclinación, que nos dejó al borde de la roca en que había que instalar el rápel. El frío era creciente y empezaba a soplar una intensa ventisca. Además se estaba nublando. Angel, el más experto, instaló el rápel mientras los demás descansábamos un poco. Oscar, siempre tímido pero permanentemente ojo avizor, le


dijo a Luis un tranquilizador: - Como esto siga así, nos quedamos sin salto y tenemos que salir por piernas de aquí. Era lo que Luis estaba pensando en ese momento y deseaba con la mayor de sus fuerzas. El rápel estaba listo. Yo bajé el primero, me siguieron Luis y Oscar. Zugarramurdi se dio la vuelta y se ancló al arnés. Empezó el descenso. A esas alturas habíamos hecho ya cientos de rápeles. Al principio nos poníamos algo nerviosos, pero luego era un alivio el tener que rapelar. Sin quemar fuerzas y sin riesgo alguno descendías decenas de metros en poquísimo tiempo. Por eso cuando vimos caer a plomo a Zugarramurdi desde cinco metros de altura y romperse el cráneo a nuestros pies, contra el saliente de una roca no cubierto por la nieve, lo que sentimos fue una estupefacción paralizante. Nada de miedo, pánico ni horror. Estupefacción. Angel había hecho una chapuza al instalar el rápel. La prisa y el descuido, la falsa confianza, el cansancio, lo que fuera. Daba igual. Zugarramurdi, en uno de los rápeles más cortos y sencillos de su carrera como escalador, se abrió fatalmente la cabeza. En aquel momento nadie dijo nada. No podíamos. Cuántas veces habíamos criticado a los novatos chapuceros que, con su precipitación y falta de preparación, provocan accidentes imposibles. Tan imposibles como aquél del que fuimos mudos e impotentes testigos y que se llevó por delante a nuestro amigo. Las notas de prensa hablaron de un “fatal accidente”. Luis jamás volvió a escalar. Y Angel, Angel... bueno, qué mas da. Todos estos recuerdos pasan por mi mente a la velocidad de la luz en este momento. Nervioso, insomne, expectante, pienso en mi mentor y amigo, que nos estará viendo desde


este cielo estrellado del Himalaya, y dedico la escalada que estamos a punto de emprender Oscar, otros dos amigos y yo. Cuantas noches pasamos hablando de este momento, de estas montañas, morada de los Dioses más poderoso de la tierra. Ahora le pido que nos protejas y vele por nosotros. Ahora que vamos en busca del paisaje más sublime, de la cumbre más alta, del más complicado de los retos. Gracias a él. Un abrazo, amigo mío.


Sogo

Por Pepe Pol Sogo es un niño de muy pocos años y muchísima fantasía. Vive en una inmensa playa de una perdida isla en el paraíso del sudeste asiático y en la imprescindible compañía de sus padres. Sogo tiene sus piececitos desnudos para no perder el directo contacto con la tierra donde nació. Parecen sus piernas dos raíces que le sujetan para que no marche de este paraje. Sus ilusiones parecen floridas hojas meciéndose en ese cielo luminoso y radiante que es siempre la infancia. Pasa ese pequeño las horas de su tiempo aprendiendo en la escuela sin muros de la vida, leyendo en las páginas de los días, hablando con las gentes vecinas, pero el mar le atrae sobre manera porque lo considera fuente de la vida de su pueblo. No sabe el niño que también se convertirá en sarcófago de la muerte. Se baña, el bueno de Sogo, en las olas de la alegría propia de esa edad, solamente tiene una obsesión, vivir plenamente la niñez que le parece será interminable. Quiere que ese río infantil pronto desemboque en el mar de la adultez para ser bravo, fuerte y activo como su padre y los otros pescadores, para como si fuera una corriente submarina recorrer el piélago alejándose de la dorada arena. Todas las mañanas se levanta muy temprano para despedir con un beso a su padre que marcha en la pequeña barca en buscas de pesca, el pan de esa familia. Ve el niño como se hace imperceptible la embarcación en la lejanía en tanto la flor blanca del agua se ofrece rompiendo sus pétalos a sus delicados piececillos. Muchas veces coge sin poder retener esos pétalos. El ambiente esta lleno de ese aroma tan peculiar que solo deja la flor del mar, ve regresar a “Gaviota”, así se llama la humilde nao, y en la proa, agitando su mano, señal de que hubo capturas, de que trae parte del tesoro marino, de alza la figura de su padre. Cuando desembarca se funden en


las maromas de sus brazos; no todos los días hay pesca, pero si existe alegría porque Sogo ve como el piélago le envuelve lo que más quiere y él teme que algún día como su progenitor es tan bondadoso el mismo Neptuno en su corte lo deje. La madre está en la playa tejiendo, con la grandiosa madeja de la blanca lana del amor, las grandes redes de la esperanza y con las agujas de sus ojos va ensartando el larguísimo y sentimental hilo. Cose y cose sin deshacer latel tela del silencio haciendo primores en la prenda de la soledad desnuda. Sogo recoge conchas vacías de perlas y caracolas que ya mudas son solamente ecos del fondo del alma. Hace con ellas collares de fantasías, souvenier que ofrece a los turistas por lo que éstos le quieren dar; cuando le ponen en la concha de su mano alguna moneda les da como vuelta una sonrisa amplísima y ellos le dejan de propina un beso muy sentido. Va el chiquillo dejando su huella en la playa de los corazones. Corre jugando en los brazos del mar y escribe en el papel de arena palabras que se llevan las olas, carteras del piélago. Son sus telúricos luceros que alumbran la noche de los días dos faros que siempre están encendidos en el puerto de una vida que, cual velero, acaba de zarpar. Támen levanta, como todos los humanos, castillos de ilusiones, pero antes de tener las torres levantadas ya están destrozados. Tiene la gran virtud de no necesitar de estar dormido para soñar y soñar. Un día de una Navidad el mar dejó de ser manso y de parecer animal domesticado tornose fiero como un tigre de bengala, salió de su abismal gruta prefiriendo rugidos de muerte y dando zarpazos y dentelladas. Sogo no da crédito a lo que ve. Su mirada pronto se nubla por el llanto y su corazón parece ahogarse en el pozo del dolor. La barca y su padre hundidos, las redes sentimentales de su madre, esas donde el buscaba seguro amparo, hechas añicos porque el hilo de las vidas de sus familiares y muchos convecinos había sido cortado por los dientes de la mar. Sogo se agarró a una tabla providencial, una costilla de la barca rota, y el tigre marino


sigue engullendo en sus faces la paz y la vida de una isla del lejano oriente. deja un camino de destrucción, siembra llanto y dolor y haciendo que aquel álbum de bonitas estampas marineras se convierta en un cementerio. Los sobrevivientes, como Sogo son testigos de la hecatombe. Ningún juzgado les llamará a declarar; impune queda el delito porque inocente es la mar que fue poseído por ese loco huracán. quedaron muchos ojos en blanco, otros inundados por el llanto y los corazones supervivientes epicentros de la incurable herida que supone ver como se rompe el castillo de la realidad con esa sal marina que habría de cicatrizar y cerrar las grietas que produce la fría miseria. El espejo de la memoria ese que nunca debe romperse conservará ese recuerdo y el rosal del alma tardará en florecer en el jardín de los pechos porque ese tigre furibundo rompió la cuna de la felicidad de la infancia de Sogo. Pronto llegará otra Navidad, triste aniversario de la catástrofe, muchos estarán emborrachando en la desbordada abundancia de los excesos gastronómicos y etnológico y, sin pensar siquiera en el espíritu de esta cristiana fiesta no recordarán aquel día en que por la ventana televisiva nos llegó la imagen del dolor y puede que Sogo está implorando unas migajas cuando en las mesas, de los que pudieron dar la alarma y no pusieron los medios, exceso de manjares, posiblemente, estaban distraídos en vivir placentera y opiparamente olvidandose de que el Belén es universal y el sentimiento cristiano no está en el goce material. Cuando estamos arropados en la felicidad y calentandonos en la llama económica acordamonos de los que por culpa de los tigres que moran en la tierra y el mar, porque los grandes domadores no saben o se despreocupan del deber de intentar proteger, ya que domar no pueden, al mundo para que niños como Sogo no sufren en el mismo portal de la Navidad. Este narrador, desde aquel fin de año, se comprometió a, mientras viva, en memoria de aquellas victimas, hacer una visita al


Belén más electrónico de Begonte, para alli, en el corazón de Terraghá, rezar. ante la inmarsesible Flor del Amor, el Cristo Dios, y pedirle que libre la tierra de tigres, naturales y humanos, para que todas las familias puedan vivir en santa felicidad. Despues de meditar y reflexcionar junto al belen más visitado de Galicia marchó con destino a Ferrol y, en llegando a Pontedeume, en la misma playa de Cabanas, en los brazos de las olas, en la boca del que hoy es manso, colocó un ramo de flores en recuerdo de todos los que duermen el sueño eterno en el mar y con la esperanza de que en esta navidad florezca de nuevo la flor de la vida de Sogo y de los niños todos, que merecen felicidad.


Sombras

Por Álvaro Calvete Aguilar Agazapada en un oscuro rincón del armario, Rebeca aguardaba resignadamente a que a sus compañeros de clase se les pasara el tradicional momento de diversión que suponía el mofarse de ella nada más volver del recreo, un momento que concluía segundos antes de que Don Domingo, apodado por muchos como “el Bombilla”, se adentrara en el aula ajeno a cuanto sucedía en su interior durante su ausencia. El miedo, las amenazas, incluso las agresiones, se habían convertido en un poderoso yugo que perpetuaban el silencio de la niña, sin duda la más brillante alumna de todo el colegio, un lugar al que desde pequeña le había encantado asistir. -¿Qué tal hoy?- le preguntaba su madre todos los días. -Bien- respondía ella como parte de una rutina. Nadie imaginaba el calvario que tenía que soportar cotidianamente, hasta que una mañana, sin motivo aparente, Rebeca se negó a levantarse de la cama alegando una enfermedad que el termómetro se encargó de desmentir. -¿Se puede saber qué te ocurre?- inquirió preocupada la mujer al advertir las lágrimas que manaban perezosamente de los ojos de su pequeña. De forma somera, la niña relató las calamidades que cada día se daban cita en su agenda, algo que enfureció a su madre y le llevó a tomar cartas en el asunto. “Son juegos de niños”, le dijeron la primera vez; “eso no ocurre en nuestro centro”, la vez posterior; y así hasta la saciedad sin consecuencia alguna. El curso finalizó sin haber hallado la solución a un


problema inexistente según las partes implicadas, y fue al término de las vacaciones de verano, conforme se aproximaba el inicio del nuevo curso escolar, cuando la noticia del suicidio de Rebeca sacudió a toda la comunidad educativa.


Sueño a las cuatro cincuenta Por Rodolfo Velázquez

Reloj sobre esperanzas, madrugada en el sueño. A las cuatro cincuenta, conciencia del vacío, donde el alma reniega de sus brazos. Yo estaba, como parte, en mudos de la helada. Allí, perdido, ni recuerdos ni presencias, medroso de mi extraña soledad, dije al silencio un nombre. Grafía inhumana, voz absurda, perversa, sin destino como habla. Su timbre fue mi náusea, (tan gutural esfuerzo al pronunciarla). De asco lloré, escalofrío de ascos, al oírme esa palabra. Y sin huella en la nieve de mis pasos, el andar era la angustia de creer en lo imposible. ¿Iba yo? ¿Hacia dónde? Y, ¿porqué, si esa luz era de muerte? Negado por mis pasos, maldito por blasfemia impronunciable, cayó a mis pies un ala. Negra, esfinge de belleza helada, idéntica a la cóncava cicatriz de mi diestra. Aquella trinidad de silencio, parálisis, y albura,


¿llevaba con mis palmas el secreto de un ave, monstruo o ángel? ¿Dulzura de vencejo, soledades de cuervo? Forma o color, ya duda para siempre. Y en medio de aquel hielo yo despierto, viviéndole mis grises el alba a Yswodán.


Sueño de una noche de invierno Por Ascensión Sotomayor Berral

Estaba cansado y tenía frío, mejor dicho, hacía frío. Los últimos días del año estaban resultando inclementes tanto en el terreno de la climatología como en el laboral. Había que cuadrar números y hacer balance del periodo que terminaba. Se encontraba extenuado. Un agotamiento infinito le embargaba. No supo en qué momento los párpados le empezaron a caer y cerrar como si dos enormes pesas tiraran de ellos hacia abajo, hacia el centro de la tierra, y se durmió inundado por un dulce y placentero sopor y soñó. Soñó que estaba inmerso en el agua, un agua cálida y dulce como si hubiera vuelto al vientre materno. Soñó que se encontraba rodeado de exuberante vegetación, plantas frondosas con hojas de incontables matices verdes y rojizos, y que él se hallaba disfrutando de la visión de aquel paraíso tropical, del sonido cantarín de cascadas de límpidas aguas, paladeando los sabores de zumos de frutas exóticas y sintiendo el calor húmedo del ambiente, tan agradable comparado con el frío reinante en aquel gélido mes de diciembre. Continuó soñando y soñó que caía la noche y que dormía bajo un manto de estrellas tan nítidas en la oscura bóveda del cielo que incluso pensó que podría llegar a contarlas y comenzó a hacerlo mientras el rumor del agua de una cercana fuente le acunaba. Las estrellas cambiaban de color - blanco, rojo, azul, blanco, verde - con una cadencia tan rítmica como el sonido del agua y, a su pesar, tuvo que dejar el recuento de estrellas porque empezó a dormirse en su propio sueño.


La dulce voz de una desconocida, vestida de blanco inmaculado, tal vez un ángel… “¿Habría muerto y sería aquello el Paraíso?”- pensó -, le hizo volver a la realidad. “Despierte, señor. Vamos a cerrar el Spa y, por favor, recuerde para otra vez que no es bueno quedarse dormido en el baño turco. Se le podría bajar la tensión”.


Travesía

Por Ascensión Sotomayor Berral Zozobran los cayucos en aguas del Estrecho. Tiemblan de miedo y frío los que van dentro. Algunos de ellos llegarán a buen puerto. Otros muchos pondrán también empeño pero aquí perderán lo único que les queda: la vida en el intento. En el telediario, en los periódicos y en la radio es noticia manida y no nos espantamos. Es pan de cada día y nos acostumbramos, y no nos hace mella ni nos duele el mirar esos cuerpos sin vida que llegaron flotando a la deriva.


Deseando tus besos “Trigonometría espacial” Joros * Joros Por Juan Orozco Ocaña Del hombre y la mujer. I ÉL Y ELLA. Era viudo este hombre. Joven aún y de buen ver. Viajaba por las plazas solitarias y las calles los domingos de mañana. Ella rondaba la treintena, experta amadora de días y promesas. Cantaba su canción despreocupada desde el alba enamorada. Coincidían un día y otro en el autobús, en el tren. Durante las noches cada cual pensaba y pensaba en el opuesto. ¡Calor de primavera, juventud, ardor recorriendo el cuerpo! Él se le acercó un día y se sentó junto a sus piernas gráciles. Conversaron cosas triviales. Un día y otro día conversaron. Hasta que él la invitó a su casa. Allí cenaron a la luz de las velas. Y todo el deseo contenido


durante los días pasados explotó en un instante: Todo fue jugo junto al fuego enmarañado del hogar. II Borbotones de pasión, ropas al suelo... Contundencia en el amor, dulzura al tacto. El roce sustancial de las pestañas, el jadeo, el sudor enhebrante de sus cuerpos cálidos y húmedos. Combustión de pieles a cada caricia, a cada sorbo de besos, a cada penetración exuberante, a cada exaltación del sexo. Amantes. Ni que decir que son amantes. La lujuria de su carne es como el final de los tiempos. No se escatima nada al azar. Son brasas de sándalo, luces concatenadas, ardor que entra y renovado penetra. III Cada fin de semana entran en su casa, la de él: sol y luna. Y es como santuario para el amor liberado.


De nuevo cenan, ven en el vídeo algún peliculón de amores que se abrasan: “El último tango en París”. Al tiempo se besan, se tocan, se dan docenas de abrazos, se humedecen lentamente, y ruedan por el suelo; de nuevo las ropas caen desde sus cuerpos encendidos, desde sus cuerpos dilatados, desde sus cuerpos incendiados. El deseo arropado de piel a piel. El semen escatima el tiempo, tarda, se espera, no hay prisa, se debe saborear el momento. IV Un beso, un leve tacto. Un revuelo, un nuevo beso. Un suave acariciarse... pelvis, vagina y pene. Adentrarse, con el movimiento rítmico, salvaje y vigoroso, tibio, aromático, húmedo, romántico. Apasionarse. Tender lo brazos al cielo. Venerarse. Acalorarse sin prisas...


Paladear cada caricia. Ritmo-Pulso-Ritmo. Sudar con el tibio aroma de la carne humedecida. Y acercarse contundentemente al clítoris, al punto culminante: Acariciarse. Acariciarse. Acariciarse. V El asoma su saliva a la vagina como quien no tiene prisa. Suavemente retira las piernas. Abre con sus dedos lentos los labios superiores... más lentamente sus manos al acercarse a los labios inferiores. Humedece sus dedos y los introduce apasionadamente. Ella se abandona a sus caricias. Se convulsiona gratamente al sentir sobre su clítoris la calidez mojada de la lengua. Movimiento de amor y de deseo. Movimientos de alborozo. “Te quiero”, se oyó decir entre jadeo y jadeo. Ritmo de los cuerpos expuestos a la placidez del hogar de las lunas. Cae la noche lentamente, pasan las estrellas sobre el cielo.


Jadeos. Jadeos. Jadeos. Y besos sobre besos. Culminación de un momento: ¡Éxtasis: corrimiento! VI Bajo la ducha los cuerpos desnudos. Él la enjabona, y ella hace lo propio en él. Poco a poco se desatan los sentidos. Paso a paso se excitan, se dan placer, gloriosamente, van culminando los movimientos de sus epidermis, de sus pieles: roces laterales y enteros arribando. Los senos turgentes, la voz apasionada, las nalgas prietas. Sus manos y las de ella recórrense mutuamente. Contorsión de la cintura, vigorizamiento del miembro. Todo su ser se erupciona como el candor de una paloma. Tienden sus almas al vuelo y desatan sus sentimientos. El agua cae, y con ella, se acrecienta el placer que sienten una y otro.


Caricias. Roces laterales. Lentamente introduce con pasión su pene entre los labios... luego en su coño marfileño, y el agua cayendo sobre sus cuerpos, tibia, gozosa, cálida, plácidamente. VII Su boca de uvas dulcísimas y maduras, sus pezones amables y salientes; y la lengua de él sobre su vientre como quien el fuego enciende. Tendidos. Verticales. Horizontales. Llenos del amor que nunca antes, por circunstancias diversas, tuvieran. Abrazos ardorosos. Flujo y semen. Candentes. Boquiabiertos. Felices. De terciopelo azul sus caricias pudientes. Abeja, miel, cuerpos celestes. Llenos de simientes siempre verdes. Toman esta vez el camino del sesenta y nueve. Su boca sobre el pene, la de él sobre las mieses: repletos de campos silvestres. Acalorados, son sus sentires vivientes promesas del mañana. Campana y aldaba, sus órganos amorosos. Llenos del germen que habita en algunas puras-luminosas almas llenas de fe y esperanzas. Cuerpo de sal. Vientre a diente.


Piel a ritmo como gesto a pecho. (Y me sientes sobre ti, y te siento: ¡dentro, dentro, muy dentro!). VIII Vamos al mar, le dice. Sobre las olas de cristal haremos el amor sin titubeos, como el coral al amanecer entraremos a nuestra sal y gritaremos el deseo que nos habita siempre: Nos destaparemos libremente: Nos entregaremos sin cortapisas. Allá en la playa, a la noche, cuando canten las estrellas, buscaremos un lugar solitario, un íntimo placer en nuestros besos, un rinconcito donde amarnos bajo el cielo. Y junto al agua del origen abriremos nuestros sentimientos, el deseo del Amor, el Amor mismo, en nuestros cuerpos sedientos... Habítame, arroja el rugir del mar sobre mis órganos internos, dame el calor de las arenas, inúndame con tu blanco esperma, le dice ella. Incéndiame, dame la lumbre de tu fuego, para abrir una antorcha que suba, fulgurante y brillante, hasta las luminarias que se asoman a vernos desde el firmamento en esta noche de playa hasta el amanecer.


Que tu humedad acreciente mi gusto, que el elixir de tu cuerpo, tu sudor, inunde mi olfato, y ande yo, saboreando la esencia de tus rostro, los líquidos de tu cuerpo, el aroma de tus axilas, el sabor de tus ardores, y arda yo, contigo, en el lento paisaje del mar. Y así, dulzor salado, cariño, cobíjame entre tus brazos, arrópame sobre tu pecho, dame seguridad bajo la noche... y gocemos como una eclosión de amor sublime, nuestros orgasmos. IX Extenuándose están una y otra vez sobre el monte de Venus. Una y otra vez durante la noche. Su pasión por ella no tiene límites. Le da su alma y su aliento. Por ella sus besos son almíbar blanco de los bosques de Játiva. Le da el regocijo extremo de su voluptuosa sangre. Le da el elixir que se abre y se sorprende de sí mismo. Le da el miembro en su vigor para que lo oculte en su vagina, para que lo catapulte al firmamento, para que lo anexione a su carne. Le da las caricias al rojo vivo


para que en ella cobren vigencia. En ella se transformen en grandes erupciones de magma volcánico. Le da su cuerpo vibrátil: “A ti me abandono, mujer!. “Haz de mí un río tumultuoso”. “Sé tú mi cauce infinito”. Gocemos de esta pasión infinita, no la perdamos: Renovémosla a cada instante: Hagámosla eterna, princesa. X Te quiero y te quiero, y no concibo otra razón, aliento de mi voz, dulce promesa. Humedecidamente la recuerda en estos versos que conocen se su carne y sus deseos. Vayamos al campo, animemos nuestros cuerpos, hagamos, repitamos, juguemos, tú y yo. Sobre la manta, bajo los árboles, sobre la yerba, junto al río. Hagámoslo de nuevo, que por ti me elevo:


¡Hagámoslo! ¡Gocemos! Sangre y aliento, sudor y semen, calor y caricias. (Sí, sí, sin prisas). SOBRE DOS MUJERES. A PALOMA Y AMAPOLA. Es, una, paloma, la otra, amapola. Y de sus rojas sangres brotan un borbotón de besos, de caricias, como de alas extendidas, como de viento sobre las hojas. Es, una, luz, otra, promesa. Y del mar caen como dulces caracolas extenuadas a la orilla. Como el mar besa la tierra, así, ellas se besan: como la luna a la noche, como el sol al mediodía. Tenues sus ropas sobre las rocas, como de una tarde olvidadas,


y en la arena, amapola y paloma, se besan, se besan, se besan. B SOBRE SU PIEL COBIJA LA TUYA. Sobre su cuerpo siente el suyo, y en un abrazo sin palabras aman el amor, y lo hacen. La boca sobre sus labios, pasión contra pasión, las dos juntas, las dos como de fuego y como lava, como mareas de dulces tilos en la alborada. Su vientre de luna me recuerda las montañas del sur y sus colinas, ese sur, más allá de Lesbos, donde un día soñé con tu inocencia. Y así, amapola le dice a paloma: Tú, lenta flor que acaricia mi cabeza, que me trenzas y cepillas los cabellos, dame una muestra de tu amor, acaríciame, cógeme, recógeme, dame el fulgor de tu mirada. Ven paloma de mi casa, de mi hogar, de mis nalgas, abrázame con la locura de que hoy es viernes, de que el fin de semana es también de nuestra casta. C


PIEL A PIEL. Ella y ella. Rubor de los párpados, deseo en la mirada. Candor en las mejillas: luna sobre luna. Dosel de rubíes es el pelo de Sara, y en el alféizar de la noche oscuro el de Luisa. Canta un poema y reza, que al albor de la mañana dos mujeres se aman sobre las casas. Allá en lo alto, junto al cielo, en la azotea, junto a una estrella, donde los besos se quedan prendidos del alma. Ven mañana. No te duermas. Cobija mi cabeza por de entre tus piernas: juncos de luz en la dehesa: montaña y montaña: dulce aroma de selvas. D MI CARNE SOBRE LA DE ELLA, sobre los dorados bosques de almendras: bello y brillante es el pelo


oculto en lo más íntimo. Seda es su pubis inmenso y lleno de piedras maravillosas. No en vano la esperaba. Yo, Luisa, la esperaba. Desde hace milenios, siglos, decenios, décadas, la esperaba. Esperaba su carne rubia como un sol de primavera: Dame tu flor más preciada, la de púrpura, la de azul, la de carmín, y el alhelí. Tu boca sobre mis labios... y mis dientes acariciando tus pezones de luz. Rítmico balance de pechos sobre pechos, de manos sobre manos,... parsimoniosas al ritmo de la sangre, de los sones de la sangre, de amor en la tibieza, del calor a lo romántico, de la pasión a lo idéntico. E MIRO TU ESPALDA, rosada y nacarada, azúcar de otra edad, de otros días, de otros mares, de otros ritmos, al fin. Cuando la luna entra en las mareas sedientas de alta o bajamar,


yo dispuesta te entrego mi corazón de coral. Te doy mi amor, yo sí, mujer, a ti, otra mujer. Y en el candor de la noche, te busco por las callejas de este pueblo marinero que hay junto a las lilas. Te quiero, Sara, con el frescor de una rosa no cortada todavía del rosal. Te amo, paloma mía, como quien ama y ama sin cesar. Dame tus nalgas salinas que las quiero saborear en esta noche silenciosa. F DE TU CUERPO, un clavel, y de mi boca, un río. Los álamos al fondo, quietos, extraños, extrañados. Y yo corro hacia ti, Sara, como el viento del sur a las flores de la ribera. El tacto de mi piel sobre la tuya es como el de la marea al mar.


Entablo regazos de minerales... y de tus iris alumbrados veo pasear tus manos por mi cuerpo sediento: Dame un beso y mil besos. Lamiendo estoy la corteza de tu savia, el elixir de las ramas del deseo, el amor que se te entrega a cada roce sustancial de las pestañas. No puedo, sin ti, no puedo. No podría comprender este mundo, este azul al que fundo mi existencia y mi ser. Querer, ese es el goce más sublime: ¡amar sin fronteras, libremente! G SI SOMOS DOS ESTRELLAS. Qué importa tu nombre o qué importa el mío, si somos dos estrellas que brillan en el cielo. Lo que importa es Amar, llegar al culmen de la felicidad. Plenitud de las noches, noches que siento mías, como mía es tu boca. (Lirio, Coral, pasar de las cosas que deambulan


por nuestra vida y nuestra edad). ¡Alumbremos el Amor, que no sucumba la canción! Porque el amar no tiene fronteras. Y aunque hay cuerpos... en mi mente sólo sentimiento, sólo perseverancia porque te amo, mujer. Dame, de ti, lo que llevas dentro, muy dentro en el corazón. H TANTEO TUS PECHOS, redondos, repletos, todo uvas, todo sol, simiente de vellocinos dorados sobre el mar. Deambulé tardes enteras buscándote por las riberas, por las plazas, por las callejas, y he aquí, que te encontré, sumergida en la ciudad, en aquel bar de copas en que la noche se durmió. Y entraste en mi vida, mujer rosada y de miel, como un clavel en el mundo. Sosegada te persigo y te cobijo en mi seno.


Te cultivo en mis horas y te adormezco en mi regazo, en mi corpiño de mujer. Abrázame, dame un suspiro de pétalos sobre algodones, abrázame, y no me abandones en ningún momento del amanecer. I ARDER, ese es mi aliento, contigo en la noche. Cabecear y jugar a acariciarte la piel. Mujer tú, y yo, mujer: verde de verde y amor de verdad. Cabestrear con las estrellas: rubias olas de alta mar: una entrega, una dulzura, una promesa, una esperanza. La luz de tu mirar me envuelve el alma: cantar, amar, gozar. Dulce es mi vida, gozosa en tu luz. Te anhelo, mi bien, apasionadamente. Calor de tu cuerpo a orillas del mío,


seguido del mío: rumores al viento. Te deseo. Desato mi esencia al susurro de los albatros de tu ser, sediento del mío, lleno y pleno como la mar. J LOS DONES. Sara es la flor de su pelo precioso y secreto, la luz de su mirada más pura, el elixir de su alegría, la risa liberada de su alma, el rito sagrado de sus besos, el camino de su presente hogar futuro. La canción de sus oídos y el amor más nítido vivido. Luisa es la hogaza de pan tierno que alimenta su espíritu, que desencadena las caricias, que exuberante y húmeda abre la conciencia de la dimensión amorosa. Luisa es la joya más preciada de todo su habitado universo. Es azúcar, es latido, es rosa y rubor. Es su media naranja, el manjar de los manjares, la cobertura de su expansiva dimensión cósmica. ENTRE DOS HOMBRES.


1 BUSCABAN sus formas idénticas, sus sexos, sus labios, sus latidos. Su carne vigorosa y bella. Su placer iridiscente. Se desean mutuamente con la mirada... y se acercan lentamente: ¿Tienes fuego? ¿Un cigarrillo? El uno le roza, levemente, con sus dedos la mano. El otro disimuladamente se la retiene brevemente. La noche cae sobre el asfalto. Más allá un parque soñoliento y, todo en ascuas, lo detiene. Le acaricia el pene sosegado y le da un beso anaranjado. Acaecidamente se invitan como los grandes masturbadores, y en la tarde, hacia el ocaso, satisfacen sus instintos. El glande se rebosa de blanco... el río sueña las estrellas... las luces de sus ojos son diamantes.


2 ¿TE ACUERDAS DE LA LUNA? Aquella noche, lo que son las cosas, rodabas de bar en bar buscando un gavilán. Blanca es la voz de la alcoba... y blancas las sábanas y la almohada. Blanca es su piel de cervatillo galante de dulces bosques, joven alma de mil colores. Adentra el tacto sobre su cuerpo... y un estremecimiento placentero os cobija en una oración. (Su regazo es dinamita, calor de mil veranos, luces al alba, auroras boreales). Y se adentran en sus caricias... y lo hace suyo, amigablemente suyo. Y le dice Armando al oído: Te pido permiso, Andrés, para adentrarme en tus recovecos, para penetrarte hasta el fondo con mi corazón y abrazo humano. Te amo, merodeador de mis años. De tu aroma profundo me queda la plenitud: cantemos como los campos en primavera cuando oigamos pronunciar nuestros nombres.


3 SOBRE LA MONTURA DEL CUERPO de Armando, arde Andrés, en la noche placentera. Bajo las piernas busca un sortilegio de palomas. El semen de amor que se consume, está extendido sobre las alas. La blanca cabellera se adentra en la ruta de los enamorados salvajes. Y Andrés le dice a Armando: Te amo. Amo tus manos, las caricias de tu lava que arden en mí como fogata. Huracanados se persiguen por el piso. Armando le da una de sal, otra de flores. Te acumulo en mis años y mis días, porque tu leche se extiende sobre mi carne. Es gozoso el aliento refrescante que me anima a seguirte. Los pechos planos como el frontón de la siembra, como el día de los cantos, jugando: ¡están enamorados! 4 JUGO DE TI es lo que quiere, de tu vientre y tus dientes y tu pene.


De tu boca de cometas quiere un beso, y mil besos, de esos que son para el recuerdo. Recordarme, recordarte, Andrés, tendido sobre las sábanas: desnudo, todo en cueros, con tu cuerpo de sal y embravecido. Toda altiva tu forma y mi lucero. Y yo apenas pensarte puedo, de otra manera sino sin ropas, boquiabierto, pleno de Amor. Extendido sobre los muebles con los brazos abiertos y llenos, llenos de gozo, de roces placenteros. A la forma de la fruta entra en ti, te profundiza, se llega al túnel abierto de los pantanos sedientos, cohabita con su forma y tu sentir. Y en tanto, Armando le dice a Andrés: No en vano nos queremos (¿cuántos años?), y lograremos continuar nuestras andanzas de luces y cometas fulgurantes por el azahar que florece en nuestras vidas.


5 SEXUAL ES TU CARNE. Tu corazón lo alienta... y eres tú quien lo alimenta. Su ruta de nardos juega con el vaivén del mar: viene y va, sale y entra. Los besos de dulce cal, entreabiertos, profundos, como un álamo de sal se crecen en la ribera; saliva a saliva, lengua: juegos del destino. Humedad que almacenan sobre sus pieles morenas, sus pieles de días y lunas, enamoradas del alma. Blanca es la mirada, clara, relampagueante, amada, llena de picardía y de ternura, sensual. Sexual es tu carne, extremo del vientre, calor de cometas que hay sobre el horizonte.

Y me adentro en ti, Andrés, como en el mar me adentro: Lento, lento es mi cuerpo


sobre el solar de tu piel. 6 DIÁLOGO DE NÁCAR. Azucenas tiene tu boca hambrienta de la mía. Risas de rosas sobre la tersura de tu piel. Palabras amables... Brincan las manos... Es extenso su cuerpo cual aroma de nardos. Y se dicen, uno a otro, en el día y en la noche: Te amo caracol de mis años. Por ti el mundo prometo. El elixir de tu candor es el de un hombre maduro que sabe de besos y de vivencias en flor. Y luego alientas el calor de tu epidermis sobre mi cuerpo desnudo en los veneros del Amor. Acaríciame. Bésame. Penétrame. Me abandono a tu mirar, a tu risa y al mar. Porque tus pechos son como la sal, están llenos de alegría, de soles, de esmeraldas, de luces danzarinas en el amanecer. 7 MÍRALO OTRA VEZ al fuego del amor: poséelo, tómalo, daros placer. Lo amará aunque muera en el intento, porque el tono


de su voz es como el canto de los pájaros de su niñez. Tantea su cintura. El asa de sus manos le ase sin daño al tiempo de un beso profundo. Sus cuerpos, ya sin hielo, son como el magma que inunda las piedras. Cántale una canción de esas que tú conoces, de esas que atrapan el aire y lo aman hasta la muerte. Y Andrés le dice: Ámame hombre de lunas y soles. Ama esta carne de hombre. Cógeme desde el horizonte y hazme el Amor. Que nada te empañe, que nada te turbe, toma mi cuerpo de dulce almíbar. Que el deseo sea como un trueno en la tormenta, tormenta que riega los campos para una fértil primavera, y para la sed en el verano.


8 HOMBRE Y HOMBRE. Son sus manos de jazmín como valses alejandrinos y dominios de Sepúlveda. Canta el lagar de los besos, y la alegría de la risa de la boca en nacimiento brinca por su lengua. Eyaculan como aquel volcán de las cercanías de Pompeya, pero vidas no se llevan, sino que revitalizan sus vidas. Y Andrés, le susurra a Armando: Ámame dulce esplendor. Ámame al fulgor de las olas, junto al mar, sobre la noche, en las despiertas ciudades, lejos de la barbarie. Ámame, no me abandones, dame flores de ciruelos. Que el elixir de tu sexo se encarame sobre mi carne. Quiéreme, Amor, desde el amanecer. El azul del cielo se compenetra con nuestra existencia. (Y el calor de tu ser lo eleva sobre el aire como quien quiere romper, de la gravedad, las leyes).


9 ACÉRCASE A TI, a tu lujuria infinita, a tu deseo poseedor y a tu espíritu altruista. El sexo de cobalto se va, poco a poco, abultando, y la pasión del cuerpo se va exaltando, abriendo. El sexo de fuego es como un río de magma incandescente y prolijo que escupe semillas blancas. El sexo es como un hito de alabanzas existentes en las antiguas religiones: color de esmeraldas en las selvas de Khajuraho. El sexo de diamante, atronador, hechicero, exuberante como una marea llena de voluptuosidades. La polla de cilíndrica forma orada su alma clara como quien alcanza la meta de los deseos. El pene es amigo del placer de los cometas... y dulce y bello busca


el movimiento de las estrellas. (¡Oh amigo, compañero, de ti quiero un beso! Un beso de profundos amantes: ¡un beso!).

10

ARMÁNDOME estoy con tu presencia de luz tan pura cual el sol al mediodía. Armándome estoy con la alegría de tenerte junto a mi carne sedienta de la tuya, porque eres mi agua, mi vino, mi hidromiel. Eres la ambrosía que regenera mi savia, mi saber, mi vivir. Tengo tantas ganas de ti, Andrés, que sólo con verte en lo íntimo me excito enormemente en lo privado. Armándonos estamos, en esta hora, tú y yo, joven amante de mi ser, amado mío, río brillante y transparente, canción al viento, en el amanecer. Lima que te adentras sobre mi alma y con tu zumo purificas mi existencia. ¡Oh tu, Andrés, pletórico de besos! Dulce mío, tierno mío, vitalicio talismán de mis horas futuras, camino de auroras y rosales, presente aroma de flores silvestres en la senda de mi existencia.


¡Te amo, te quiero, te adoro, Andrés, que avanzas en el día y en la noche, sobre mi pecho, sobre mi boca, sobre mi espíritu! ¡Oh, manjar limpio de mi alma, precioso placer de los deleites!


Yo opino Por Ascensión Sotomayor Berral Comienzo a escribir y lo primero que se me ocurre es daros la bienvenida a todos los que estáis leyendo estas páginas en las que tanto empeño y cariño hemos puesto y que esperamos sean del agrado de la mayoría y no digo de todos porque lo que no puede ser, no puede ser, y siempre habrá alguien que le encuentre un “pero”. Lo que se supone que sigue a continuación es el mal llamado, en este caso, “artículo de opinión” porque soy de ese tipo de gente a la que le repugna la violencia y existe tal abuso de imágenes cruentas en televisión, que puedes aguantar si tu estómago te lo permite cuando se trata de ficción, pero que resultan intolerables si son imágenes reales como en el caso de los telediarios. Quizá lo serían menos si no se tratara con ellas de engrosar las audiencias, si no se regodearan y repitieran hasta la náusea los hechos más trágicos o sanguinarios. Como soy de las que se espantan ante la crueldad y el sufrimiento humanos, me parece que habría que erradicarlos en la medida de nuestras posibilidades – que son muchas, aunque creamos lo contrario – y, de esta forma, las noticias no podrían alimentarse de las desgracias y sí de otras muchas cosas agradables que también existen – aunque tampoco lo creamos – en el mundo. Así, como el televisor no me parece un electrodoméstico imprescindible, a veces apenas soy consciente del día en el que vivo. Sin embargo, aunque el televisor siga apagado, ahí están la información de la prensa, la radio y los coloquios entre amigos y, al final, me llegan las noticias y me estremezco al comprobar lo poco que el género humano ha avanzado desde la época de las cavernas. No puedo negar que ha habido impresionantes avances científicos, médicos y tecnológicos. Sin duda, la vida de hoy es más fácil y cómoda; no hay más que preguntar a nuestros


padres o a nuestros abuelos. Pero entre tanta mejora, ¿cuándo aprenderemos lo básico?, ¿cuándo a vivir unos junto a otros sin importarnos la nacionalidad, la raza, la religión, el sexo o las ideas?, ¿cuándo comprenderemos que una opinión sólo es eso: una opinión y que todos tenemos el derecho y el deber de expresar la nuestra?, ¿cuándo se acabarán las rencillas y rencores y dejará de anidar el odio en nuestros corazones? Desde estas páginas opino que las treguas deben mantenerse, que es posible el diálogo como única forma de entendimiento, que hay que alzar la voz contra las injusticias, que hay que ayudar a los desfavorecidos y tenderles un puente que les conduzca a un mundo donde no existan desigualdades, que donde haya hambre llegue alimento; donde haya niños muriendo de sed, agua; donde haya enfermedad, sanitarios y medicamentos; donde haya dolor y desesperanza, una mano hermana que ofrezca protección y consuelo. Opino que hay que construir un mundo donde la pena de muerte no tenga cabida por mucho mal que alguien haya hecho porque la violencia engendra más violencia y así nunca saldremos del círculo vicioso de nuestros errores y de nuestros defectos. Y, finalmente, opino que debemos solidarizarnos con los que menos tienen, con los desposeídos, con los que tienen miedo, por los afectados por catástrofes naturales, por las víctimas del terrorismo, por todos los que sufren en las guerras, por los que están más cerca y por los que están más lejos y tendernos las manos abiertas dispuestas al encuentro, a la comprensión, al diálogo y al entendimiento. Y así, pasito a paso, conseguiremos crear un mundo más justo, más amable y más honesto. Si esta publicación pone su grano de arena en tender un puente entre culturas, en acercar algo más las dos orillas, en hacer el Estrecho más estrecho y hacer más ancho el mundo y derribar fronteras, se estará alcanzando el objetivo y merecerá la pena el esfuerzo.


Mi exilio

Por Augusto García Flores a Dolors Alberola (en “Tres orillas”) He empezado la casa por los libros, por el patio, las plantas y una fuente. Se cimienta en raíces y claveles, la argamasa en mis noches yo mastico. De mis poetas voy a mis pobres lirios, a rituales humanos que no mueren; rebusco en los estantes libres mieles y un corazón de alondra en mis andamios. La casa que construyo es mi retiro, exilio voluntario, al fin destierro. Será torre y ojos de barro y vidrio que calculen las calles y los perros, al gorrión mutilado de su trino, y a un grito entre las ramas de un lucero. Y siembro por el patio que imagino un ritmo en partituras de tu aliento, sin espinas, sin sombras, con mis libros.

Lejos de acá y de allá (en “Tres orillas”) Allá lejos mi patria, un alma en cada cosa, enjuta en la ribera y ahogada en la montaña. Cancelas de la arena abiertas en mi pecho, cerradas en mi espalda mordida por las hienas.


Recuerdo un ralo borde de ocelos y de hogueras, perfiles de chamizos, cristales en cenizas con sangres mutiladas, y rosas sobre el suelo que reptan por mi mundo de niños con fusiles. Y un coro de allá lejos, de vacas y de búfalos. Rumiantes costillares como un bajorrelieve de escuálidas praderas, pintadas, esculpidas en cerros del estiaje y arroyos del guepardo. Acechan las cosechas tras simas del planeta; con puños y con dientes se arranca mijo y caucho, las flautas de azafranes, utópicos diamantes y, en charcos de violencia, la sed arracimada. Regreso cuando avanzo, volviendo continúo hasta hoscos callejones de lémures y gerbos que pastan, junto a gatos, los verdes que yo busco, promesa tan remota del valle que imagino. Los astros y los pianos, el pulso y las batutas, cipreses y marfiles, campanas y timbales, con cruces y mis dioses se funden acá lejos, tras olas, entre escollos de andenes y edificios. En pieles y en maderas, mi opaca voz labrada parterre es de violetas por nieve de ciudades, escombros de arrabales e idiomas retorcidos de dulces lagos gélidos, como ojos de azul norte. En calles de hermetismo, de larvas y chacales, me duermo sobre playas del sueño que no olvido desde un allá lejano hasta un acá tan lejos. Y acudo a las cabinas donde hablo con gacelas. a José Mauthausen (en “Guadalmesí)


Mi cuerpo es una inmensa noche helada, apátrida en esquinas de mis venas; aún chorrea el terror sobre mis días y siento otras torturas en mis huesos. Heridos en el fondo de la escarcha, mis ojos son espejos que no olvidan la bóveda en cenizas de amapolas, la vida salpicada por las piedras. Conmigo, compañero en el infierno, mi padre a mi costado habla y tirita, quebrada su voz última en la nieve. Junto a él labré escalones en mi carne tatuada de exterminio; y no salimos: ya no éramos nosotros los que entramos. Fue el llanto nuestra patria, sus águilas bebieron nuestras lágrimas.

Semillas Estas pobres palabras yo no sé de que sirven, como granos las siembro por las huertas del aire y sus luces se esfuman tras rendijas de niebla, en el sordo bullicio de borrosos estanques. Me pregunto si un día darán frutos, o sombra al cadalso estridente donde muere el silencio, y en la turba remisa se malogran sus voces como en campo sin agua, como en agua sin campo. Su futuro cultivo donde nada madura, donde expira la fuente pido aljibes y norias, el rumor callejero del clavel torrencial.


Estas pobres semillas ni germinan ni callan, las aviento preñadas de racimos latentes, con la lengua hecha grumos de una luz que yo entiendo.

Escombros y ecos Un soplo refulgente de amapolas regresa del pasado a sus mejillas, escarcha remozada con cometas. Retornan con la euforia deliciosa escombros de rubores, con jilgueros que las alas agitan, como un dios al desnudo en la espuma depurada. En sí mismo reencuentra al fiel amigo, piloto del prodigio en las penumbras del cine entre crujientes girasoles, al compinche secreto en escondites y en el mar de las horas con los libros. Reconoce su audacia aventurera, al intrépido azote de los malos, al héroe que rescata a las actrices de los garfios y leyes del pirata. Renueva los enjambres de la lluvia en charcos de elepés y de veranos y repone los besos, sin censuras, en el sueño de ramas y primicias que la vida sostiene en sus relojes sobre un cuerpo de cómplices penachos. Recuerdos de ciruelas y libretas, de gomas de borrar y de tinteros que apuntalan la fruta devorada bajo almendros de un tiempo escurridizo, y endulza los membrillos de su otoño.


Todo vuelve en el eco, y en las huellas el hombre lo describe como un sueño, e inventa la verdad de lo invisible en albergues de música y memoria, al dictado de aquél niño que se cree.

Herida abierta a la esperanza a Leopoldo de Luis Dices que la poesía nace de la vida, que la vida es lectura, conocerse, que la emoción te dicta cuando cantas: “respirar por la herida”, en rigor lírico. Sé que rindes tributo a la belleza, a la duda interior que te fecunda con fervor indomable y con dolor, enlazados al ser que se resiste con coraje de pétalo y de barro. El silencio de las luces es un grito sobre este “ajedrez rojo de la vida”, en sus casas me albergo y, en su bosque, se desvela el ideal de la arboleda y adivino el fulgor de los espejos en penumbras de un tiempo que persiste. Tú lo has dicho y lo asumo, de tu mano, con los tuyos, leo antiguas cicatrices que el suelo sepultó en sus entrañas y el tiempo las redime con palomas. Sólo mi alegría junta pobres ramos, y mi verdad levanto cada día. E insisto que contigo a mí me importa


enarbolar racimos de protesta, de paz y libertad por las ventanas; en jardines de auroras inviolables, la esperanza en el alba de los hijos y un brillo que me brilla a todas horas en este “teatro real”. Mi fe contigo, nunca muere la mano que me escribe.

Palabras turbadas (en “Guadalmesí) Hablar con un moribundo es vestir con cartones la palabra, descubrir lo acre del aliento; por un reseco jardín sin azules vislumbrar estrellas imposibles y ver, a pleno día, su risa más ciega, la más amarga. Desde un cielo de cenizas humeantes se desploman carbones en ascuas, perturbada luz que quema la trivialidad pensada. Conversación liviana, sin fronteras ni destino. Es banal la charla, torpe y ronca; la palabra naufraga en un perdido océano sin olas, ya seco, ya solo, ya entregado al silencio sin aplomo. No quedan palabras vivas, muertas están o aspirando lagrimas.


El aliento busca un aire y el mundo se queda en calma; ni sopla un inútil viento. Estancado charco, desangelado, desvaídas esperanzas, reojos de mirada extraviada, opaca. Se adivina la ausencia, el territorio desolado y prometido; ojos sin luces, voces sin salida. Hablar con un moribundo es sentarse en la temida orilla, temblar, no decir nada con palabras amorosamente escogidas.

Voces, ecos... coros.

a propósito de “El origen de los desvelos” de Carlos Morillo (En “Guadalmesí) El monólogo deja de ser yo flotante para ser dialogo puro, orquesta de sombras corales más allá de su constante pérdida. En cada mundo existe un ángel que reúne sus despojos, como el sol al borde del ocaso, para componer con la luz superviviente una urdimbre de exilios interiores que lo es todo en mitad de nada. Se concibe la musculatura que hace fluir la palabra contra espejos escritos por babosas y demonios lenguaraces; voz apartada del vicio de las cucarachas


ebrias de su barahúnda, voz alejada de los azucareros donde sepultamos a nuestras hormigas. Quimera es querer ser nota al margen en esta babel negada a la concordia, alcoba que se llueve cuando el calor cuece un pan aristado de soledad y de rincones. Las sombras se colmarán con esa luz, sonata de lluvias y semejanzas, revelando deseos esenciales y ecos desde el íntimo subterráneo, lóbrego, mecánico e intransitable. He dejado de odiarme por un momento como hace el mar buscando recipientes, aljibes sedientos de sal despilfarrada en oleajes, voces insomnes y días de desvelos.

Y que sea el aire...

A propósito de “Isla de Silencios” de Miguel Vázquez García. “Tú que consagras la creación del verbo no condenes mi isla a los silencios no alejes mi poética del parnaso y hagas de mí puro desprendimiento” Y que sea el aire, ese aire, aire surgido del caos, sentenciado a la dicha, fluido por sábanas cantoras de salmos,


suspiros y cantatas de la serena pureza, se prostituya apuntalando lo innombrable: a ese ninot de trágica madera, sansebastianizador del militante desprendimiento, ajeno a la llamada del sollozo semejante; a ese rey bufo en un parnaso de lluvias seculares, de sortílegas palabras para la epifanía jubilosa de la nata carnal no nacida aún al aire que la espera. Y que sea el aire, ese aire, convertido en patíbulo al vacío, entierro colmado de estrellas y pistoletazos, de rojos goterones por el azul ultrajado. El mismo aire consagrado por Neruda, máxima aurora de los paraísos australes e islas de silencios pobladas por siempre, por estar para contarlo en sueños, en duermevela de arañazos y olas afiladas, ante el estrago en la palabra al amor debida y ante ángeles muertos en los estadios, despojados de su divinidad y de su voz. Y que sea el aire, ese aire, sábana de inaplazables cópulas, generosas, desde Bóreas elemental, trascendente, el que sostenga el espadón del gusano fratricida reprobado y reclamado por un poeta acuático despeinado por el aire, ese aire, corona y cabellera, pensamiento y quebranto del compañero presente, resistente, que no huye hacia la ausencia ni a la nada y en su noche es ferrocarril, torrente, imantada cordillera que no calla, lengua de piedra convocada y concedida Y que sea el aire, ese aire, el que enseñe a decir como un oboe dice


y a pulsar como la lira que el ciego pulsa, que palpa desconocidas escalas y las sube con la púa que ve lo que canta por propagarlo por el aire, ese aire, gaditano de alegrías y de tangos, de décimas y zambas de la esperanza amanecida en sierras, bahías, vientres iluminados; y no ese aire de mortaja y asesinato que homicida ensarta corazones y gargantas con la vara enroscada de dorados robles y cananas. Y que sea el aire, ese aire... Sí, que sea andamio para los suspiros del dolor y de las coplas vulneradas por la infamia; aire de la poética a todo trance, habladora, en que nos asista el san Isquirión del canto-noche, o sanbalatapucio de Quimera, conocedores que no callan la Historia y la Cantata, Crimen General de América Latina, continente tan nuestro en el dolor y en el aire... Ese aire como nuestra herida de ser seres de palabras como espuelas y claveles en verbo, memoria, son y uvas de desprendimiento, Miguel.

Lo nuestro es subir, otoño a propósito de “El exquisito cadáver de la rosa” de Juan Emilio Ríos Vera. Antes que la voz fue el aire enamorado de luces y olores, eterna médula multiplicada por frondas de pasión y cordura hasta el espíritu de las cerezas


cultivado en la nieve florecida. Todo asciende y todo trepa por las escalas gloriosas de abril y las mayas mañanas del aroma, sí, hasta la fragancia hija del color; pero lo nuestro es subir, otoño, por lianas en flor hasta los cielos, por la enramada vida en la clausura que valerosa nombra a cada cosa con su olor de rosa o de espina. Nunca hubo exceso en el silencio ni en el feraz licuar de las voces desde el pétalo innombrable al rusiente verso de voz en brotes. La lengua que ha de ser tierra extasiada a la rosa flor proclama, terrena y desnuda de quimeras; pero cuerpo celeste de rojo andariego. Nada sobra en el cuerpo del aire, nada falta en el cerebro jardinero que sin ser arriate ni maceta se nutre con la gloria en desmesura del aliento enamorado de la rosa. Busca el idioma esencia entre las hojas, hace coronas de laurel y genio. Sólo buscando el nombre exacto, intelijencia, escrutamos por los estrictos ramos, por la esencia en pálpito y alerta con el presagio de quien ve, piensa y cuenta los mil nombres exquisitos de la rosa, su color, cada color, su agua, cada una.


Nadie a solas habla ni solo aspira la concreta maravilla de no estar muertos y de pulir el color afinado de la rosa desde el silencio al atrevido verbo.

Entre la estrella la sombra A los amigos de entonces, de siempre... (en “Guadalmesí) Exprimimos la luz en nuestras copas. Bebimos sol bajo el azul inmenso, cantamos bajo las estrellas coplas de grumete ebrio de luz y de viento. Doradas brotaron de nuestras bocas quejas al aire, jirones de versos con la voz clara y las limpias estrofas de nuestros poetas mayores, aquellos que abrieron celdas a claveles presos e incendiaron la escarcha con la voz de la calle y de los valientes pechos. Bebimos su oro y el verso de amor, futuro ideamos soñando despiertos, urdimos poemas contra el dictador. Juntamos flores del mar con luceros, ramos nocturnos, ardientes e inquietos. Bebíamos, hasta la hora en que el sol salía de nuevo, el anís de viejas coplas en vasos de café negro, hasta que una luna loca mostrara sus dulces pechos y en murmullo, a flor de boca, sus leyes de oro y de fuego. Al clarear que al nardo asombra con los jazmines en celo, borrachos de nácar y olas en juveniles reflejos,


arrancamos a la aurora espumas de encrespado verso desde el temblor de la rosa y del clavel entreabierto a la inocencia que implora verdad, libertad y besos. Los poemas como caballos y como yeguas las coplas en alas de cantautores, poesía de boca en boca, flores de nocturnos ramos, voz que a la amistad convoca. Calendario de idealismo en madrugada sonora y en coros del libre canto entre la estrella y la sombra Juglares de la alborada, ebrios de vino y de rosas: se esfumaron los cantares, se los llevó la resaca. Mirad como el mar galopa y tenaz aún proclama el valor de su coraje a la indiferente roca, que a su oído bate y canta la espuma que le provoca.

Cinematógrafo (en “Guadalmesí)

En el saloncito de la primera planta se escarchan afiches, lentes, cristalinos, latidos de mágica luz en haces por lo oscuro. El destino de la Bounty y Lady Mariana reprobados por sigilos de bandas sonoras con la ira en los talones; el golpe, mar adentro. En la hora propicia a la penumbra un levante ruin hiela los pies del viernes, las lágrimas del acetato, el baile con lobos. La repulsión se hincha, berrea como Godzilla. Arde París bajo el acecho de los malos, la linterna se hunde en pantanos, canales, luces que agonizan en melancolías de Marty. Los otros traban la fiesta proyectada, amordazan a una gata en ronroneo sin Paul, expoliada del cinc caliente, desahuciada. Es como matar un ruiseñor en el matiné.


Pero existe la esperanza de Casablanca, Ingrid. Por Fariñas el Jedy, y el ángel de Brooklyn, Audrey duerme con diamantes en un banco. Elvira, Morán e Isbert arengan mofa cañí en escenografía de araucarias y mármoles. Chaplin, herido, guiña una ironía con globo; no está solo ante el duelo de pájaros al sol. Los chicos del coro están cantando, Sam; no rodaran escaleras ni escalinatas abajo, ni Kilimanjaro abajo ni Kway arriba. Si no dispones de diligencia, Aitana, ni sala al amor del crepúsculo en butacas, Pilar, las portátiles sesiones tienen tarde y noche, días de cine y rosas, sesiones con hielo y agua allí donde Anton Karas toca la citara entre centauros, bajo hojas de té y hierbabuena, a 23 pasos del legado vivo de los bombardeos, en ambulancia de V. O. y leyenda de pasión. Allí encanto-Katharine pilota su real vapor. Emboscados orcos, lejanos tambores, no acallarán a los violines del tejado, ni la causa del esplendor en la hierba profunda que recrea el mundo y su relámpago con idea argumental, documental, superocho, technicolor, formato llevadero, otras formas, desde la Podestá al video, de Hopkins al ce dé, desde pocilgas hasta jardines, reservas comanches en ambigú con una pantalla por vela. No calla el saxo burlón, ni entre los dientes del diablo, por ese atrevimiento de querer cegar la mirada de arco voltaico y párpado de celuloide que alumbra, rebela, emociona en fotogramas.


JGM envía postales a FGL a propósito de “La sonrisa del sándalo” de Juan Gómez Macías. (En “Guadalmesí) Desde el alero boquiabierto, pestaña de un cielo dubitativo, bajan guirnaldas pacíficas y magistrales. - alternan onduladas muecas de llanto y risa con sándalo ritual de flor y légamo. Desciframos las partituras del silencio amado por los músicos, indagamos por la cacharrería de los albores tras un gozo de armonías diáfanas y crótalos cantables. El cieno reconoce el temblor del pétalo en la aurora que él nos enseñó, jubiloso de espliego y toronja cristalina, con la blancura pequeña que aureola de jazmín los hemisferios. Que bajo el lodo florece la rosa, lo sabemos, entre sorbos de espera enhebrada con la plata de un saxofón en alerta. El sigilo trotará fiel al escándalo del oropel, falso metal que miente y desfigura. Siempre. La idea despierta a sus eternos torrentes y vuela, siempre, en racimos llevados por palomas, manos oferentes de un vino humilde y generoso en copas de espinas en concordia. Nombremos a cada instante por su nombre hasta perder el eco de los nuestros


como los jilgueros que se abrazan a una estrella por el vientre sin caminos de los fangos. El incendio del olvido alumbra huellas por las ramas de un noviembre florecido. Siempre huirán los grillos del metálico sonsonete al borde del confín de los arpegios que inmolan la pulcritud del equipaje. La silenciada zumaya ausculta el abandono encubierto de un Víznar mutilado. Di a Federico que nos une apuntalar la idea amenazada por la ruina de siempre; pero que designamos la eclosión de la rosa en la hora precisa de los lirios bajo la ceñuda algarabía cegada con charoles de alma ausente. Dile que está la espina concitada a entender el latido de las rosas blancas, siempre blancas de exactitud sin fronteras en manos limpias entre el lodo. De eso se trata. Él te oye, tú sabes hablarle; dile que no hay expiración yerma, que su aire final asiste a los suspiros de hoy con la infalible fragancia del alba entre rosas nuevas y desgarros inevitables.


De libros inéditos de “Gris” Ibi deficit orbis, aquí termina el mundo. (Frase grabada por los clásicos ante el Peñón de Gibraltar)

A la sombra de su altura Perros lamen tu mano de abatidos claveles, tus aristas, heridas por relojes sin horas. De todo pelo y ralea, submarinos y lobos tus costados acechan, tus laderas de barca. Un clamor de ladridos rompe azules y grises, de mi pulso, pilastras, de mis ojos, andamios. Ojos solos, pacíficos, solo en sombras sedientas, sin manada cachorros que en la playa tiritan. Pensé medir pleamares con voces de un agosto, con raíces exiladas, perfiles abatidos, ya hundidos en la arena, la estancia de tu sombra. Pensé alzar tus canciones como un vuelo de pájaros, aventar lo imposible como libre cantor, jubiloso vencejo de tu torre en ronquera. Pensé alzar tus voces con el aire que te unge y corona tu frente, ilustrada de céfiro entre vivas pavesas de tu torso en hoguera. Ladro a tus pies, contigo, ladro a los horizontes, ladro a los avisperos de humos y de alquitranes, ladro a los petroleros, ladro a barcos de vela. Ladro a las alambradas, a hombres y a lobos ladro. Ni el afán de la oruga, ni el del escarabajo, ni el de los unicornios, ante espejos reptiles, ni el del ruin, pertinaz y siniestro batracio,


ni el recelo acogido a tu sombra esencial, podrá enturbiar la luz que tu verdad cimienta; izada desde la hora que la total ternura puso a mis ejes tono, al ver tu gesto Gris, y ver que el rumbo del caos te carga y colma de días. Hablaré, por veredas de salivas sin lengua, de tu lema y tus nubes, caracol que ya no habla. Hablaré como el perro recelado que lame las arenas y sombras a tus pies de claveles. Hablaré, desde el suelo elevado a tu altura, con la sombra que ladra desde el sol de mi calle. Hablaré, en mi glorieta de araucarias calladas. Con mis manos vacías, con mi torpe voz te hablo.

Grises flautas Augurio de las flautas, salinas y nocturnas, en aires precursores de crótalos y de élitros. Los tirsos jubilosos, osados y al galope, cabalgan con racimos a grupas de la brisa. Se desnudan los cuerpos por la albura berrenda, en pacífico reino de locuras y hechizos de un levante triunfal con cintura de poleo, y una calma se aviva con los ramos salvajes. El aire fragua bronces rodando por las cimas; expuestos a sus soplos, por mapas del salitre con sábanas de espliego, y encienden los cristales, y rasgan los vestidos que cubren el nocturno. Mientras rayos y bocas, en pauta de tormenta, su fuego dan a tallos y a vuelos de la sal,


se cubren las ciudades, sus genios y sus ninfas; vestidos yacen, duermen con ángeles de asfalto. Se desvela un sonido de remota agua pura, partituras que nadie sabe leer, ni las oye. Gimen Grises las flautas, como gemas melódicas en torno a la zozobra del cuello de la noche. Es el afán que fluye con travesero soplo, que amanece en la brisa hasta hacerse de plata la alborada naciente, con sus flautas salinas, mientras, como es, el mundo, cada día renace. El amante oye el rito en la cumbre del alba, por las zanjas azules cava luces de aurora, bebe amara y dulzura, palpa añiles acordes, mide playas, cuenta olas y altos senos celestes. Si en sueños tú las oyes verás la ritual nave, la ruta y las estrellas flotar por lo infinito, las velas y el sextante henchidos de susurros, alientos erigidos y espejos melodiosos. Oirás desde la cumbre compases de oro antiguo, las notas de los troncos, la voz de ramas nuevas. Oirás los atabales, maderas africanas, salinas flautas Grises volar sobre el delirio. Oirás tu paz en ramos, y notas de jilgueros insomnes, afinados por dulces escaleras. Oirás crecer las lámparas que alumbran sobre el mar, y en campos de la tierra regados con sus flautas. Y colman con verdad las gotas de pureza, y ajustan los relojes del alto promontorio, y acuden exaltadas, salinas, Grises flautas, y suenan las campanas, rondallas de la mar.


Gris en punto Gris en punto de la tarde, del letargo o de la noche que a cada hora el relojero, oficiante entre badajos, carillones y espirales, el goteo mide y celebra con precisa indagación de lo mínimo y pequeño en su instante minucioso. El puntual sueño del arco afinará los lenguajes del violonchelo discorde del saxofón instintivo capaz de verbo y suspiro, la tesitura del héroe en un llanto, entre los hilos de las plateadas máquinas que con el musgo conversan en rigidez de sus péndulos. El bravo río será mar y un hombre dulcificado en suelos de los ancestros. Las horas se harán mujer, ajuar, cordillera y pozo. El albedrío quemará los doce duros cuarteles, al implacable tambor de los horarios redondos en los relojes de árboles y horas de un mar femenino.

Amanecer derribado Por calles y por trochas alambradas, dragones vigilantes del destierro y hogueras en cenizas resentidas. Acento roto y voces sofocadas, vendajes de calima en sal ungidos. Un cuerpo, en espirales de gimnasta, sucumbe herido, enfermo por el aire, y tose con el humo de los puertos. En playas, centinelas embozados y estrictas carabinas de aduaneros,


me prenden cada día, al amanecer, borracho de admirar la Gris columna, y siempre enamorado ante sus ramos, tras coplas de tabernas insurgentes, negando a los fusiles, o al repudio; soñando con sus puertas, siempre abiertas, con sombras de su plata en la bahía y el oro de sus plazas, con sus voces. Mi ojos van por glacis y murallas desde abatidas piedras de canela, caído dintel, arteria del expolio, médula machacada de mi calle.

Destierro sin sol El destierro sin sol se deletreó una aurora en tinieblas coagulada. En la reyerta de águila y toisón se abandonaron libros y herramientas, canciones de juglares y pastores, códigos del escaño y de la esquila; olvidado el concepto del timón, de la quilla, de velas y de redes. Aliados, dinastías, gentes de levas en cantata y delirio tras claveles, castos jazmines, nardos juveniles, tronchados en hogueras de pistolas, fortalezas, navíos de guerra en llamas que predican decretos con aceros, y mecen la ambición y la codicia. El pueblo que abandona a sus heridos acelera su curso hacia el barranco. El hijo de la bestia que huye y calla


en sus lágrimas nada, bebe sangre de las ciudades creadas en sus ruinas, sin mapas y sin habla, desahuciadas, malheridas con hielos de placebo. Los cuerpos de ciudades vulneradas, alambradas en vez de venas tienen, y un largo, hondo, gemido interminable maúlla sobre anacrónicos tejados, ante hogares sin sal y sin hervores, por patios sin blasones ni brocales. Hubo estrellas y espadas y cañones en un cielo trazado por el hierro con opacos añiles de derrotas. Hubo clamor de pírricas victorias, de pueblos contra pueblos, en batahola. Hubo y no hay: herederos de la nada.

Herencia de clavel Aquí se alzan los templos, aquí sestean las aguas. La puerta del clavel abierta a la zozobra, en vigilia de simas, en sigilo de pozos por la calma arenera del mundo, aquí dormido. Aguas que no conocen a la prisa mezquina, que no ahogan a la paz ni queman sus banderas, ni arrasan privilegios de mirlos y jilgueros que pueblan las higueras con grillos y cigarras. La fruta nunca cae ni pájaros la pican, ni se abre ni madura, ni alborea ni anochece, ni llueve ni despunta, ni paz ni vendavales. Que el río de tu creencia encuentre tu verdad.


Que vueles con el sol, caballo volador, que siempre seas geiser en luz de tus penachos, azul abanderado de tu abrupto rigor, aguador de la sed del reptil y el cadillo. Profetiza en tu altar, que los frescos riachuelos de tu ideal armonía, rieguen grano y jardines. Ante el mundo repón el clavel de tu herencia, de laurel y guirnaldas entre mares de leones. Rey, entre reactores, murenas y alambradas, en trono de artefactos y de engendros nucleares, renueva el aire limpio, refresca sangre y leyes; entre huevos de anfibios, y entre discordias, rey.

Voces ácimas Sueña el Gris descifrar álgebra y canon de la roca, la alquimia de la arena, la pulcritud del alma entre las zarzas, la historia de este Gris sueño, sin culpa, gozosa en candelabros de promesas, trigonometría tersa del augurio. Esta amalgama Gris es un espejo de cantatas sagradas y magnéticas, en regazo y refugio de los tiempos. Doradas y grandiosas las trompetas suenan, demoledoras de murallas en aljibes de azogues y lecturas. Pero, si logras ver su irradiación, la antigua herencia al sol de su clamor, verás huellas de exilio, su reflejo en el celoso rito del salterio. En asilo angular de ecos nativos,


de los huidos rubíes, y un patrio acervo en la Gris geometría, su sangre en diáspora, y olíbano en cerrada geografía. Solamente sus hijos en vigilia, y el ave que en sus ramas hace el nido, y el romero que viste su esqueleto, verán la plenitud de sus racimos aunando luz y canto, uvas y hollejos, cuando espanten avispas de su fruta y madure en sus viñas la armonía, y ofrezcan manantiales al desierto. Han visto al sol bailar, su danza orfebre, hasta dorar la copa del chaparro. Han oído la voz ácima ante altares sagrados de los libros, y al cantor. Han visto al justo sol abrir sus ojos para honrar a los hijos de la arena, nacidos del silvestre parto, duros, hermanos del repudio en otro mapa. Han visto últimas luces que suspiran por remotas esquinas del ocaso, cuando un poniente de agrios arreboles anuncia, en las hogueras que se extinguen, lamento y gozo, cantos de vigilia salvados con semillas y candiles. Han oído el cataclismo, un chisporroteo vibrante en arquivolta hasta el confín, las voces en rescoldos y pan dulce. Han visto sus sortijas y sus broches esparcidos con armas y banderas, roto el salmo, miradas en pavesas. Han oído por las plazas de la mar


a músicos que tocan ante fuentes al caer la tarde lúbrica y descalza, en incendio de gasas y de sables, y el corazón, a toda hora vigía, con tiara terrenal y vasos puros. Han oído y aprendido, han afinado con diapasones vivos en la aurora las luces del destierro y sus cristales en oriente iniciados, y entre enjambres bajo el sol de esta hoguera entre sonatas. Aquí, en el Gris confín de Sefarad.

Gritos y paisaje Hay voces libertadas, heridas, rotas, roncas, tenaces en los aires, audaces en bajíos, cardal de escarabajos, asfalto de culebras, caliches y garitas opacas en su herrumbre. Hay voces de querubes, de atlantes serafines que sufren el sopor y el peso de la esfera, broncínea de manojos atados al agobio en tardes abrumadas por crudas relojerías. Hay voces con las lágrimas, espesas y colmadas, de gritos encerrados, perdidos en su sangre; sus globos, sin temores, cancelas saltan, funden las llaves de las verjas y burlan cerraduras. Hay voces agarradas al pecho resistente, y sueños sin ronzales que azuzan las gargantas. Lastradas, son palabras que arrollan a un cometa con lluvia de claveles y púas de su coraje. Hay voces que amor dicen con clavos de chillidos,


que al terco mundo mueven y abaten los baluartes, que rompen cerraduras con huesos del dolor, y sólo su amor dicen, a gritos, sin barreras. Hay voces llenas de himnos, fragantes pebeteros, rituales recipientes, pupilas de emociones nacidas entre alambres y mimbres del idioma, del agua y de las luces con flores de la arena. Hay voces que se cuecen con sal de las medusas, y besos como avispas con leyes del granizo, de adagios de gaviotas, muy largos y ligeros, que acento llagado alzan, y quiebran el susurro. Hay voces de altos ramos, de espinas que florecen con Gris filo, azulencos, desgarros en un grito; gorrión recién nacido que en brava gala ruge con trinos de pañales y hatillos insumisos. Hoy voces empapadas que a gritos se rebelan, ahogadas y sedientas. Empeño en ser abrazo, en ser nardo sin nubes ni lengua que enmudezca, ni anclado a los alambres, ni esclavo por la arena. Hay voces de alma en vuelo, clamores que salpican aullidos formidables ante ojos centinelas. Yo fui invitado a ser pañuelo, nube y grito con ojos naufragados en campo de alacranes. Yo fui invitado a ser un mar a grito abierto, a un barco en pauta azul, a un cielo a ras del suelo, a un llanto a boca llena; en clave de agria lengua, a un planto, menta y Gris, de oruga en atril verde. Nadie diga que el monte no lloró, que lloró; que lloraron las nubes, el paisaje y el pozo, el salvaje tomillo y el charol que temblaba


de avenencia en la brisa inundada de pájaros. Nadie diga que allí hubo más bandera que el grito tremolado en la rabia, compartida y aguda, con su dardo de grana y cerúleos arpones, quemazón sin sordina, sin mordaza, y con alas.

Aquí comienza todo Aquí comienza todo, nada acaba. Ante esta creencia con vino celebro, bajo glicinias en sazón del alba con el sol danzo, de su copa bebo. Me incita el prodigio de las escarpas, allí donde se rompen los destellos del huevo de la luz, fruta inmadura, serena desde el nervio de su pulpa. No podrá la argucia de la culebra turbar la Gris voz, el sereno hablar de la hierbabuena en sus rotas macetas, su genio en la virtud de la guitarra. Por la audacia de sus nubes cimeras y hasta el confín del sol llegará su agua, su dicción cada renovada aurora. Aquí comienza todo, luz y sombra. Aquí rompen sus luces las banderas, aquí el prisma cortezas y piel quiebra y, al culminar el rito de los tiempos, la piedad nacerá de entre las piedras, parida del talento ante la fiera, la que acecha ante cuevas de su pecho. Y se oirá su voz, raudal de panales, templada desde gritos ancestrales.


La invención del mundo en este confín: el idioma pulcro de su instinto Gris, su manera de ser y de vivir. de “El fragante esplendor”

Rapsodia del roble Escruto himnos chaparros y sus flautas de huesos. Busco salmos de robles en el tuétano oculto, venerables vestigios que me llaman, silvestres, con verdores sublimes y bonetes de otoño. Un clamor oxidado se encarama entre troncos, desde fósiles pétalos hasta espadas floridas en las danzas rituales, y al vigor idolatra bajo un techo de hojas hasta un cielo de niños. De las ramas descuelgo, de los trinos, la esencia, y me abrazo a la mística que obedece el robledo como barca sin mar, como el agua sin fuente, como brote sin rama, como idioma sin lengua. En la noche, y de día, me requieren liturgias de palomas zuritas, ruiseñores hermanos en reflejos marchitos, en tocones de hogares con el cisco extinguido de arrasados proverbios. Se desvelan tizones, ojos vivos en limos tras la inmensa muralla, y vislumbro veredas en los mimbres de rayos, en tamiz de ramajes y de túnicas rotas por la urdimbre arbolada. El laurel y el romero junto a frutas maduras, y tinajas de aceite, y canastas de uvas, y raíces que hablan de lavandas azules


al arroyo olvidado que en la tierra persiste. De los hongos antiguos brota un néctar cantable, por las lindes de cañas oigo pasos, mi nombre convocado por crótalos, con madroños y bielgos, a asambleas de capachos y ancestrales martillos. Se repiten pregones, por remotas esquinas de las venas y arterias, de un idioma de cráneos que remeda mi voz, un acento heredado que conozco en mis gestos, y a mi timbre conoce. Me contemplo en sus huellas, como lámparas vivas del clavel que no muere, que perdura en el tiempo; como velan los montes soledades y auroras, como el pájaro nómada de las alas perennes. Me reclaman escombros que levantan ciudades, bibliotecas y puentes sobre un río de navajas, por barrancos cainitas y retortas de barro que destilan los ecos de jaurías miserables. Oigo voces añejas crepitar en las tardes de castañas y nueces, me corono de hinojos, con su esparto me calzo; entre un humo de fraguas, huelo el hambre en la lumbre y la sed en los odres. Reconozco los cantos de urogallos que mugen como toros monteses, ya en rediles uncidos; y los robles me acogen, como acoge un amigo con quien puedo charlar y pensar en voz alta. Callejeo entre culebras y entre perros de hierro, recelando de grajos, maderistas y lobos, desde el hacha y la antorcha a cadalsos relojes, tras las corzas vibrantes en la paz de mi patio.


Y a hojarascas acudo, cosechando pavesas, a escuchar viejas voces del hogar bajo ramas, -patriarcales y jóvenes-, desandar viejos pasos, renovarme en palabras y rapsodias del roble.

Himno a la orquídea Cuando se abren corolas en cobijos del musgo, un temblor esencial se propaga en el bosque. Las miradas profundas de la selva se entornan tras el íntimo envés y pestañas de liquen. La enramada se eriza por los tórridos brazos, de los fustes olímpicos surgen bucles vitales, y flamantes manojos, en la colcha pletórica, seducidos se ofrecen con vigores de polen. Se desvela el licor de la antera secreta, y los bulbos del oro se licuan en nidales del enigma floral en eterna horcadura. Llegará la mañana, suaves alas en gotas, y en rumores quebrados, con zumbidos de enjambre, una miel estilita dormirá en sortilegios.

Mientras brilla un silencio A la fronda suplico y me bebo sus luces, a las ramas imploro y me acojo a su fiesta. Una suave luz riza su sonrisa en tu tacto, flor en cauces bruñidos. Oro pone la tarde. En ventanas astrales se proclama la noche, bajo el cielo rampante se dibuja un silencio, y el susurro del bosque sella un pacto estelar:


pino eterno en Acuario, nardo a orillas de Géminis. Por las peñas retumban, en cascadas, las aguas. Sueñan flautas los juncos. Un tambor de tamuja, de limón en redobles, las cortezas enciende y los lagos se esparcen a doradas regiones. La mañana sorprende a pinzones y a níscalos, piquituertos gimnastas los piñones desgranan y el pinsapo se ha puesto la más verde corona. Entre rosas azules, una blanca, soprano. Sobre azules sencillos cuentan ramos mis ojos, en la luz conmovida por murmullos y pájaros, mientras brilla un lucero que me brilla perenne. al amor del amor, bajo un cielo de pinos.

La memoria de un fuego De retama en rescoldos los senderos se cubren; el ideal de los bosques, en doradas señales entre aulagas y cárabos, deja un rastro de sol como eclipse sin horas de los pasos del mundo. No los borra el ciclón, ni arrogancias del hacha, ni afiladas serpientes del abismo del humo, ni la plaga rugiente por los aires ariscos que devasta sembrados, el hogar y el talento. Bajo sombras de ángeles, en silencios de piedra y del agua encerrada, viven voces tupidas; en refugios de cuevas, las que salvan su acento de los gritos en himnos y banderas bestiales. Escondido en la olmeda, entre ardillas, un olmo camuflado mantiene la memoria de un fuego


que prendió en la azucena y amputó la blancura, que creció entre los trigos y arrasó a la amapola. Los vencejos y mirlos sus desgarros le alivian tras las galas legítimas de praderas futuras, desde el mapa en añicos, desangrado en altares de escorpiones armados con rastrojos y mechas. En cenizas la herida como puede se cierra, las pacíficas tórtolas hacen nidos con mirtos y los árboles cavan tras un sol bajo tierra. Otro bosque es posible, de fragante esplendor.

Olivos bravos Si es un bálsamo el sol por tu ubérrima espalda, que rebosen los zumos de verdiales olivas, donde anide la alondra que conoce del trigo las espigas doradas y el augurio candeal. Si zorzales te acechan, y sedientas lechuzas de tu atlético jade, capricornio se ensancha en la noche de ascetas, florecida en racimos, caprichosa efusión por atriles de lomas. Si la herencia divina de árbol bravo te ensalza, como un toro en el cenit de rebelde nobleza, te corona la tarde soberano en sus cerros. Si la lluvia te olvida, si tu tronco enmudece, si se empaña tu tímpano con la herbívora arenga, de tu espalda inmortal se alzará el noble tótem. Emblemática efigie del ibérico suelo, rey pacífico y bravo, talismán de la alianza junto al toro y la espina, nuestra espina amarilla.


Árboles urbanos Hay árboles que rondan con pasos de hoja oscura y palpan con sus dedos las grietas de fachadas; que cubren la ciudad con sombras de sus manos en gajos de esmeraldas fundidas en racimos. Son árboles que charlan con lenguas de veleros y reman con sus tallos en fuentes de glorietas; que sueltan sus cabellos por ramblas del asfalto e idean sobre esquinas ojivas y campanas. Hay árboles que trazan bosquejos ante estadios, por calles y alamedas nostálgicas de bosques; que miden con semáforos sus músculos herbales su aurora eterna en fuegos de orfebres del idioma. Son árboles que agitan su carne de hojarasca y tiemblan sus cortezas con cobres vegetales; que muestran su desnudo de corcho salpicado con limo sin riberas, verdines de hongo y musgo. Hay árboles que sufren ronqueras y desgarros ante ojos electrónicos de gentes exquisitas; que rasgan sus camisas, desvisten sus maderas y dulces chorros abren de moras y naranjas. Son árboles que acuden a teatros y a mercados, a hablar de soledades del campo en los museos; que inundan de color el pecho de las calles y pintan su retrato en charcos de la lluvia. Hay árboles que siembran motetes de sus pájaros, salvados en secretas bodegas de sus troncos; que el nido de sus huesos ofrecen a estorninos, sus venas al oráculo que sorbe savia y tuétano.


Son árboles que cantan baladas de espesuras con timbres bienhechores por sórdidas terrazas; que inducen a tertulias por yermos bulevares con éxtasis de vino y cantos perdurables. Hay árboles que abrazan el asma de acordeones y posan sus mejillas en caras de violines; que encienden otras selvas con bocas de la acera y besan las suturas del mundo en los alcorques. Son árboles que alteran el habla de la noche con danzas serpentinas en cuerpos de alambique; que trenzan con sus ramas virtudes indomables, bocinas y guirnaldas, deseos de andar descalzos. Son árboles que viven mirando tus ventanas y avivan mariposas con ojos de arboleda; que muestran tu mirada en verdes de columpios, tus pasos en su espejo, tus alas en sus raíces.

El supremo esplendor Quien con árboles habla, de sus ramas escucha la canción solidaria y el verdor compartido, el ideal de ciudades con utópicos bosques; natural soliloquio ante el tronco viviente. Conversar con un árbol, en encuentro precioso, dialogar en susurros y encontrar la palabras en las hojas escritas: testimonio vital con la tinta y la letra de universo admirable. Se vislumbra la savia circular por las venas de las ramas trenzadas, generosas en sombras; se razona el terror de colmillos y hocicos, sólo un caos de reptiles siembra alerta en la llaga.


La esperanza de oírle hace hablar al que escucha y se ensancha el idioma con aromas labrados por sus lenguas en rama, y su ritmo, desnudo, por las trochas camina desde el campo a las plazas. La belleza no mira; pero exhibe en sus formas el supremo esplendor de la mínima gota, del fulgor manifiesto en la brizna de hierba, del inquieto valor de lo humano en ciudades. En su armónica hechura se resume la estética, del legado y del brote, de palomas y cuervos, del extraño candor de los búhos en la noche entre seres que trinan en mitad del tumulto. de “Las ciudades del mar”

Invocación Invocar un refugio en la ciudad es buscar en mitad del laberinto el latido sereno y sus señales; es soñar con perdidos bosques claros. Es flotar en los ritos del espejo y sentir como el mar lame tus luces; reencontrarse en la esquina con la rosa bajo un cielo arañado por espinas. Es brindar con tu vida al infinito por portales y abismos de escaleras, resistir en la euforia de ascensores. Entre torres volar con golondrinas; caminar sobre el mar, surcar las calles entre pájaros, peces y viviendas.


Invocar un albergue por los parques, en mitad de la plaza o por la playa, es vivir con claveles ciudadanos.

Flérida en su casa En la playa está su casa, encendida y siempre abierta, huele a rutas y a aventuras, a periplos de héroes solos, donde el grito se hace voz de cordura por las calles con palabras del planeta agrupadas en su ajuar. En divanes de la tarde, bajo cúpulas forjadas con dormidas luces últimas y la sombra azul primera, su ventana abierta está como un ojo de alto faro, con un fresco olor a mapas y la brújula hacia el Sur. Por arenas litorales de ciudades y arrecifes, con la voz en un temblor de horizontes y glaciares, por renglones de la mar, que es un sueño y es insomnio, en sus manos salta al alba mi rosa urbana y desnuda. De su voz de libro en rama, donde saltan los jilgueros, oigo ramos del idioma con acentos de agua dulce, entre cifras de pleamares. De su boca, estuario y delta, oigo aullidos de un espectro que nos llama y nos emplaza.

Llorar con Fabio Estos, Fabio, edificios que ahora ves como barcos sobre asfaltos, al pairo, abarloados y esbeltos, de escotillas cerradas en amuras de cal, serán ruina en los fondos cuando el mar se los trague. Yacerán las buhardillas y las sombras de acacias, la orgullosa glorieta, con fetiches semáforos,


dormirá bajo el agua, en el glauco silencio, cuando el mar del deshielo malecones arrase. Serán sólo un recuerdo monumentos de bronce los gorriones sin trinos en las manos de sal, y la voz de la calle solamente reliquia de las lenguas que fueron ciudadanos tesoros. Cuando broza y pecina aniquilen por siempre al babel de torretas, quedará el monumento, la heredad de los foros, el patrón de esplendor y el arcaico talento en memoria perpetua. Es preciso que llores, Fabio, tú que ves y oyes el clamor de los hielos ante el caos del barómetro, el temblor de los nidos que a las aves espanta, y a vecinos que ignoran a las islas hundidas.

Las uñas de la sal Camino hacia el suicidio se esfuman las ciudades. Por fétido horizonte, ya hundidas las fachadas y el peso del cemento, serán sólo vestigios diseños de arquitectos, las cúpulas y torres. Las uñas de la sal se afilan en la costa. Las quillas surcarán encima de tejados, bicheros sobre antenas, campanas y espadañas, escombros de cuché e iridio vulnerado. Serán los edificios guaridas del escualo, archivos, notarías, liceos y bibliotecas, moradas de tritones y trompas de mosquitos. Contratos y escrituras serán papel mojado con húmedas palabras en lenguas de caliches


y cienos abisales, sarcófagos del clima.

Consejo de Fabio Ve. Camina sobre el mar. Llegarás donde la fruta se confita en grandes árboles y se excita la canela bajo cielos de melaza; y entre sus ramas carnales esa voz que llevas dentro te dirá cómo es la rosa. Los alzados brazos, bronces; la ventral tibieza, nácar; los frutales cuerpos vivos en estanques de los lotos, entre crótalos lascivos y misterios de vainilla, en temblor de las especias tras las túnicas de cúrcuma. Llegarás a puertos densos, al sofoco abrumador de callejas y curtidos, madreclavo en secaderos; hasta el sándalo en despojos sobre tantras y mandalas, y a los ojos torrenciales por los campos del bambú. Ese cielo que es brebaje, ese cromo de ala y prisma con plumajes y linternas, de marfil y porcelana, te dirá que la belleza tiene anverso de dragones, que los gozos del almendro tienen ecos de toronja. Cuando veas que el mundo es bello, que seduce con paisajes y a gardenias incinera en crepúsculos de espadas, cuando veas arder culebras por vaguadas del arco iris y los lotos caigan rotos en su incendio, vuelve y dilo. Ven. Regresa a la marina de amarillos melancólicos, de verano desconchado en balnearios del invierno, donde cárdenos y añiles por la playa se revuelcan en esperas indolentes con palabras de hipocampos.


A la mar que es el vivir Los ríos van a la mar, que es el vivir, y traen consigo un rastro de hojarasca con velos y nostalgias de los sauces que sufren por caminos y riberas. Las calles de ciudades que no duermen, renacen en la mar que es su destino, y alientan con sus voces de argamasa augurios de una luz que nunca muera. Los ríos traen el silencio de los lagos, de fuentes donde saltan los veneros, de percas que amortaja la junquera. Los niños por las calles van desnudos en busca de los chorros que amanecen, campiñas con marinas y laúdes. Yo voy de mi ciudad hasta la vida, en busca de libélulas que aniden a la orilla de cada agua.

Bagaje de mar Hablarán tus barcazas de ciudades hundidas, del las alas del barro en las tejas de esmaltes, de los parques anclados, de terrazas con peces, de arboledas urbanas y edificios varados. Habla tú de mi calle, vocinglera y violenta, de la cúpula de oro como quilla de un pecio entre el musgo marino; de las crestas y acantos como en bosques de piedra, como lenguas ahogadas.


Di que el mar es la vida, que emigramos al monte a hacer barcos de corcho y llevamos delfines con un cántico de olas por destierros sin tumbas. Di que el mar nos persigue hasta puertos del pecho, que trajimos los remos y alquitrán en la boca, que soñamos con velas y que huimos del humo.

Descalza espera Llegarás con balandros a barrancos, desde ocasos del cuervo y de la espada, hasta lenguas con coplas de palomas que a timones despierten, y a pilotos. No le digas que casi me parezco a los sueños que nuca han sucedido, pesadillas del mar y ácidos barcos que corrompen las luces a sus pies. Ella, espejo de música y silencio, ya lo sabe, y sabe que te espera, entre barcas, descalza en cada playa. Habla a Flérida, Fabio, di mi nombre, canta tu himno de ramos y destellos que es amiga de rosas y de estrellas. Lo que yo te conté de una playa desnuda, entre ratas y torres... También eso lo sabe. de “Argantonio, vuelve”


Pregón de orgía y de talento Aprendiste a mascullar juramentos al crápula dios del vino en sus fiestas. Ocultó tu gente su sacramento entre aromas furtivos de ginesta, disfrazando de jota sus lamentos. Tu perfil de agreste tonada queda como fiel pregón de orgía y de talento, un fandango verdial hecho moneda. Derrochador de plata, nuestra dote, de grano y mineral en las ofrendas al dios voluble de nombres y motes. Y en ritos zalameros de la juerga brindaste, ante exuberantes escotes, con el tono promiscuo de su jerga.

Alianza en la playa Bebieron y Brindaron. Y calcularon roncos de silencios y tanteos, de patrocinios, cómputos, pericias de mercado con trueques y chapurreos. Vaciaron los bruñidos, limpios, vasos rituales por sus secas gargantas. Ya vacíos, oro puro, se deslizaban hasta sus ajados petates mordidos de avaricia, raídos de bancarrota. La gente te miraba, señor, enmudecida. Hijo del Sol te creían, de Gerión y la Luna. ¡Soberano Argantonio, de genio campechano, paladín del festejo, príncipe del derroche!


Recuerda, rey Hemos de recordar, rey, que tu estilo, indiferente por el dinero, el que bailaba el aire que se bebía tu gente, desecharon los navegantes colonos. No quisieron para sus ágoras tu generosidad en risueño verbo, en algazara de poleo y madreselva. Sólo apetecían el peso de la mina. No aceptaron tu estilo, nuestra herencia, para un mundo chirriante de acuñaciones soñado por sus dioses olímpicos. Por el mundo y la epopeya aún rueda tu plata, hija de tu opulencia, sin el fiel del talento vital ni el equilibrio de tus intenciones, por un azul bordado con doradas luces.

Generoso sin mesura Te despojaste de tu túnica, rey de Turta, de los broches con boquiabiertos leones que rugían riquezas desde tu manto entre caprichos de palmas y lotos. Deshilado el oro de los brocados, desbaratados los opulentos amuletos y, junto al pan y el vino, el trigo y la uva, rumbosamente regalados, Argantonio. Nadie igualará tu largueza, no nosotros. Tu gente te miraba, tú no los veías. Alzaron enseñas y ramas de olivo que avistaron los vigías precursores de periplos y de velas aventadas por brisas de pillaje.


Acudieron alertados por tu fama, soñando fortunas tras las sierras y la promesa de un paraíso junto a las fuentes de la plata y en los ríos donde tus hijos sólo sorbían agua. Agitaron panderos y sonajas, brillaron alharacas de sortijas y collares para difundir por el aire que tus tesoros guardabas para los amigos, Argantonio. Y amigos se hicieron, tú bebías. Amigos de francachelas ennoblecidas por esa manera tuya de confiarte, de entregarte a un mundo que apetecías entre coplas, humos de altares y pasiones con mujeres turbias de aguardiente. Te miraban tres castas claras de la tierra, mujeres, hombres e hijos, que para siempre han borrado la silvestre risa en que nace la inocencia. Risa hecha prisa de pulidos medallones, afinada al retintín de militares caracolas y al flamante tremolar de los penachos. Ingenuas, fragantes y desmedidas, galopan las potras del oleaje en una mar inexorable, incomprensible, muda y filosófica.

Vencedores y vencidos Humeaban aún los campos y patios e hicieron guirnaldas con rosas y ascuas, con camelias y laureles contrahechos, para no sentirnos tan humillados. Intuyeron las admirables voces de azahares por olivares salvados


del saqueo, y ante las ofrendas de concordia en ceremonial de bálsamo en llamas. Siempre dijimos que los vencedores fueron los deslumbrados y vencidos por nuestra manera de ver el mundo. Tiemblan campos y patios en la noche, en pechos de cantores y danzantes y en la lengua de almendras y colmenas.

Nocturno con crótalos ¿Recuerdas su danza de hechizo y crótalos, de calor insomne y ritmo afilado? En su cadera el universo ajusta órbitas y curvas; en su cintura, ¡Ay!, el giro telúrico; en sus ojos la aurora; en sus diestras manos, el ritmo, y lenguas por las hiedras de sus brazos, troncos sonoros, plateados ramajes y dorados sarmientos en penumbras. ¿Recuerdas aquellos sus dulces cantos, el giro nimbado en brumas añiles, su amor, pétalo y veleta noctívaga? Eternos son sus destellos azules, ágiles y perennes por su cuerpo los revuelos de vegetales bronces. El mimbre de su cintura, horizonte de todo poema, del cántico escala. Sólo con ella se ingenia el Futuro. Aquel surco vivo, zanja secreta, ramblas hechas pátina del espectro, varal de luces por su cuerpo exacto, desde el prodigioso centro del arco quebrándose por su cuello, temblor,


delirio, garganta de toda música, diapasón de nácar, aria acedera enramada en jazmines imantados, concretando volutas del asombro, profundo y ajustado a su latido, al frenesí rizado entre racimos de entrecortada voz, de gozo en gozo. El susurro en torpeza elemental ciñe al ovalado amor del aliento, aurífera mocedad sin sosiego y nubes cinceladas sin riberas. Ella casi dormida en el más hermoso sueño del aura. Ella casi despierta, ¡Ay!, cuando el nardo imagina la vida.

Argantonio, vuelve. ... Argantonio, vuelve. El destino está allá, con los jazmines, afinado con claros diapasones en nueva orilla de locuaces cuerdas y rondallas de emoción y poleo. ... Tu numen atávico, ley perdida que busco, que persigo, que reclamo, el imán y guía hacia el manglar del rayo, hasta huertas en bonanza del planeta. Coral éxodo hacia un mundo posible tras geniales chicharras de futuro, renovadoras de exactas maracas. Tu eco propulsará mujeres y hombres en naves pilotadas hacia estrellas, desde el instante crucial del derroche,


buscando el universo por sus pechos. ... Argantonio, habla. Como si fueras hijo de este tiempo, te llamo a reinventar tu auge y gloria, disipado azul sobre estas orillas, playas de efímero placer y vidrios, angustioso litoral de cemento. ... Inventa paz tras la furia elegida sin conocer su verdadero rostro. Reinventa el alma, amigo, idea las alas. Ingenia el vuelo que de aquí nos lleve hacia otro mundo que es posible en este. No es este el mar que contigo quería. ... ¡Argantonio está danzando! Entre bielgos, traíllas y capachos, ojos, bajo rastrojos y sudor, bullían encelados bajo las parras. Encendidos deseos de alas y vuelos por chaparrales en sofoco abierto. Todos quisieron rodar como reyes aclamados por un verdor de tallos, en el color del cielo por la tierra y ante un mar infinito, complacido. Quisieron rodar como vuestros cuerpos encendidos con el aire celeste, espigados como el oro candeal, desde el cárdeno hasta el púrpura, leves, ágiles, amantes, verdes y tiernos. Quisieron ¡Y como reyes, danzaron! de “Aires del periplo”


Naves de Tarsis Junto al lastre toneles y cenachos, bocetos de orfebres, nuevos arpegios. Arrumbado sin esmero, entre el cordaje, el valioso cerrojo de la gran puerta, siempre abierta. Embarcados para la lejana ceca el perfil y el deletreo del real nombre en el idioma de Hispa acuñado y traducido por peristas. Inventario y patrimonio, sin recelo, en fardos desajustados por la bodega, junto al aceite y los vinagres, desparramados entre la sal, la salmuera y el garo, rumbo al puerto de bufetes leoninos, al ágora y al templo del púnico dios tutelar del suspiro y la miseria.

Remeros En las bodegas de naves de Tarsis algún remero hispané, ante la amura, forzado o asalariado, lloraría al alejarse de sus costas y huertos. Su lengua entonaría cantes de levas, en hondos martinetes de eslabones. Voces de mimbre y tojo encadenados. Aún resuena un tono de galeras, flota al pairo en un mar en calma uncido. Iban y venían cantes y romanzas, juguetillos cantables y estribillos. Acertijos y aliños venían e iban, los tonos se engomaban al oído igual que el sol a la espalda azotada


en juventud de argollas y grilletes. Y algún giro en sus ojos, de locuaces danzarinas en luz del rito oscuro, algazara de muslos y caderas, abrasándoles cabezas y pechos, como el pregón de amor de un hombre libre con mujer en esclavitud de catre, por los puertos y playas del sahumerio. Ojos que nunca vieron un lucero por orfebres de su pueblo engastado, tan lejos de Gades o de Salduba, tan lejos de la Arunda o de Ceret ¡Tan lejos del mar de olivos de Ibolka! Siempre soñando con valles y sierras, labrados leones en torres pajizas, bajo un clamor que muerde los estrobos, bajo un chirriar de cadenas y cepos, bajo un sueño de cincel y seguetas. Tonos rotos en mitad de su tiempo, presos y desahuciados del talento, de natales melismas y compases trabados al incendio de sus pleuras, tosidos en desazón sin destino. Ritmos de cautivos del libre mundo en una democracia de cicutas, de metecos, charnegos y maquetos. Esclavos y cantando una esperanza, juntando los tonos de la memoria en siembra universal de un aire nuevo. Ritmos para merecer pan, mar, suelo, la libertad para soñar el gozo de amar y galopar por las estrellas y en cualquier ribera donde les quieran dar un trago de vino con el beso.


Trueques El griego se hizo pícaro, el egipcio truhán. Salomón, más drástico que sabio, invirtió en naves y armamento, fundió las flautas y los salmos, cambió danzas por táctica y finanzas. Colgó la lira en un silencio de higuera seca y gentes de mil naciones mercaron baratijas por plata, jaculatorias, plumas de pavo, miel paliativa de ayunos, maderas perfumadas para orientales templos a dioses intolerantes que te exigen al hijo en holocausto para corderos y palomas. Trueque de ritmos en puertos taciturnos, doctrinas rentables en los atrios de Sidón a Malaka, de Karduba a Tarso, por surgideros de codicia y ambición. Sacristías con camastros y abluciones donde juzgan, condenan y ejecutan negando al reo piedad ante el altar, narcotizado con sahumerios oferentes, desoyendo el griterío de las lapidaciones y el futuro rechinar de inquisición, guerra santa, cruzada obsesiva del imperio del dinero a rédito de sangre.

Homero El vate vislumbró fábulas allá lejos. Donde el mar medita sal y espuma inventó neblinas en sublime urdimbre. Su ceguera alumbró de osadías al humilde tedio y al poderoso ocio que no piensa. Le coronaban de hiedras y pámpanos al deshojar la noche su verde aura.


Su gente y toda gente le honran con el calor de la lumbre y el aplauso. Fue poeta en su tierra, y lo fue nuestro; en el mundo rey del verso épico, veedor de los interiores fuegos que arrasan el alma sin ser vistos. Forjó aedos con ramos de laurel y olmos, rapsodas en coturnos alzados con rosas y espinas y tintura de heces del vino, con máscaras de verdades y bocinas. Yo le ofrezco un manto de andaluza alegoría al señor de la aventura y de la ciencia épica antes que los argonautas, perseguidos por hoplitas borrachos y por crónicas de aguamiel, le hagan sólo suyo a este señor de la epopeya, poeta nuestro desde el Bósforo hasta Alborán, mi mar de versos y corales. Y antes de que olvide mi juramento ante el altar de mi gente cantora, y a sus versos de perdida gesta coronada de majoleto y fandango agreste. Al rapsoda ciego nos lo trajeron a la playa, con sus versos no mercó la barbarie de aquellos hijos del fraude y la codicia por lo peor del brillo de la plata desde Halicarnaso hasta Barbésula. de “Rescoldos del crisol”

Verdades y desmemoria Hay palabras, pensamientos opacos como besos afilados que hieren hasta matar en la oscuridad.


Los borrachos de la luz profanan la claridad, asumen la soledad sin brillo; tragan vino, ajenos al culto del beber, en forzadas ceremonias del lúbrico amor, sin don de la ebriedad ni erótica virtud, sin tertulia en la holganza festejante. Carecen de la lucidez del forjador de la dicha en el vientre de la sal con los versos de las leyes verbales, de una historia dilapidada en la orilla bajo velas que trajeron luces nuevas y fogonazos de bicoca deslumbrante.

Volverá el genio Hasta esta playa llega el aguaje del infortunio, a la deriva del quebranto y de la rutina de proezas. Ecos de fraudulentas epopeyas que nos entroncaron con sus titanes vencidos por el ebrio rayo, regresarán campantes y vasallos, expoliados del talento, a los rediles de toros bravos y de los caballos estelares. Y volverán los centauros voladores por la estela del cometa, venturoso y legendario, que trenzaron venerables madres al oreo de los cantes y del rítmico tesoro. Volverá el genio a los torrentes, a los campos de adormidera, y a las playas de resaca la conciencia hospitalaria y creadora.


Chapurreos Compartido el lamento por la patria lejana, por los ajuares y aparejos que incautaron los vendavales, chapurrearon hasta entenderse. Convivieron llantos por las amantes, la melancolía por las esposas, la quemazón en trovas al amor perdido y por las madres que quedaron en sus campos cultivando el fuego y la épica monumental en porches de miseria y acanto ático. Bebieron tragos de vino verdea, enjugaron sus lastimeras voces. Las bocas ácidas de destino y destierro entonaron sus maneras orientales con el ritmo sin cabeza del estero.

La Copa venerada Aquélla copa de banquetes y racimos sólo es digna de nuestro dios tabernario, rey del néctar, del tirso y de las parras; el que nunca habló a Anacreonte ni supo de él fama ni hecho notable. Nunca se jactó de beber hasta el amanecer aunque lo hacía, sin saberlo Heródoto, en playas de aguardiente y cante nuevo. Dios bienhechor de las gargantas, espléndido en vino concebido de la luz, bonachón, ebrio de risa a tono, de acompasada melodía pegadiza, solemne y aguda a flor de frente. Oigo su voz resuelta a la amistad sincerada, a la pugna del convite, y a la confidencia. Dios propiciador de charlas y de amores,


de aventuras y dorados proyectos, iluminado el ojo, proverbial el decir, al que no quiero llamar Baco, ni hoy quiero llamar Dionisos. Por Augusto GarcĂ­a Flores




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