Hija de las olas C - Fina Casalderrey / Xosé Cobas

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Pontevedra é boa vila ,

dá de beber a quen pasa ...

EN LA PLAZA DE A PEREGRINA

Hola, Xoán:

Ya estamos en Pontevedra. ¡Ni te imaginas cuánto te echo de menos! Esta ciudad a la que acabamos de mudarnos no me gusta nada. No conozco a nadie, y hasta me da miedo salir a la calle.

Mi madre se esfuerza en contarme historias de Pontevedra. Me ha explicado que su nombre viene de un antiguo puente que hicieron los romanos, aunque más tarde construyeron otro en su lugar: el puente de O Burgo. También me ha contado que durante mucho tiempo fue el único paso por el que se podía cruzar el río Lérez y que, hace muchos años, no era raro ver delfines brincando contentos por encima de sus arcos. Yo creo que exagera para impresionarme. Ahora existen un montón de puentes, aunque a mí me da igual. No quiero vivir aquí.

Hace un rato que hemos llegado de ver una hoguera de San Juan; aquí también las hacen. De camino a casa, pasamos por delante de los restos de una iglesia que ni siquiera tiene techo. La llaman las ruinas de San Domingos.

Dicen que dentro hay tumbas de viejos caballeros medievales.

Vivimos en un piso alto que da a la plaza de A Peregrina. Desde mi habitación veo la iglesia. No se parece a ninguna de las que conozco. ¡Esta es redonda como una vieira! De hecho, nada más entrar, a la derecha, hay una concha de vieira de verdad. Es enorme. Mamá me ha asegurado que la trajo del océano Pacífico un tal Casto Méndez Núñez, un marino que dio la vuelta al mundo.

Desde aquí también puedo ver el reloj de la iglesia, que hoy parece una luna blanca...

Alguien cantaba en la calle. Froiaz dejó el ordenador, se acercó a la ventana y pegó la nariz al cristal.

Una niña jugaba en la fuente, delante de la iglesia. A Froiaz le extrañó que estuviera allí sola tan tarde. Canturreaba y chapoteaba con los pies con tal energía que el agua salpicaba las torres del escudo que adorna la fuente. Es el escudo de la ciudad.

Froiaz abrió la ventana. Todavía bailaban en aquella espléndida noche mágica algunas chiribitas de las hogueras. El aire fresco le entró por la nariz, le hizo cosquillas y estornudó. La niña lo miró sin inmutarse, como si lo esperase. Froiaz no dijo nada, pero se fijó en ella. Una melena tan negra que parecía de charol le cubría el pecho y la espalda, y sus pantalones plateados relucían como la piel mojada de un delfín.

–He venido a buscarte, Froiaz. ¡Baja! –le dijo.

Froiaz se quedó boquiabierto. ¿Cómo sabía su nombre? Pero le hizo caso y enseguida se reunió con ella.

–No eres capaz de dormir, ¿a que no? –adivinó ella.

–Hace poco que nos hemos mudado y... –se justificó él.

–Acompáñame. Te enseñaré algunos tesoros y secretos de Pontevedra.

–Es que ni siquiera sé tu... –vaciló Froiaz.

–¡Mariña! –lo atajó ella, adelantándose–. Me llamo Mariña. Mariña no era como las demás niñas. Iba descalza. La camiseta y el pantalón que llevaba puestos dejaban a la vista parte de la barriga y... ¡no tenía ombligo!

Froiaz se moría de ganas de preguntarle, pero como no quería parecer maleducado tan solo se atrevió a decir:

–¿Por qué vas descalza?

–Así puedo mojarme los pies cuando me apetezca –aclaró ella.

–¿Y no te riñen en casa? –insistió él.

–No. Mi padre es el Mar, y mi madre, la Ría. Ellos me concedieron mucha fuerza...

–Mucha fuerza... ¿Puedes levantar esta iglesia? –sugirió Froiaz, retándola.

–No, pero puedo contarte que se construyó a finales del siglo xviii y... trasladarte a tiempos que ya pasaron: al verano, al otoño, hacia atrás y hacia adelante, las veces que haga falta.

–¡Qué mentirosa! –sentenció él.

–¿No me crees? Dame la mano y verás:

Madre Ría, padre Mar, ¿qué había en este lugar?

Padre Mar y madre Ría, ¿qué era lo que aquí había?

La voz de Mariña sonó como un conjuro, y una brisa húmeda y salada lo cegó al instante. Cuando volvió a abrir los ojos, no daba crédito a lo que estaba viendo:

–¿Dónde han puesto la fuente? –preguntó Froiaz.

Las escaleras del atrio se habían convertido en una única escalinata muy ancha que había engullido la fuente de piedra. Otra, de hierro fundido, surgió a su derecha.

Unas jovencitas vestidas con faldas largas de vuelo llenaban sus baldes de agua.

La noche se había transformado en día, y los carros de caballos comenzaron a atravesar la plaza. Estaban en los primeros años del siglo xx .

Era la hora del reparto de mercancías. En aquella plaza había más ruido de carros que de coches en la actualidad.

Froiaz palideció. Mariña le apretó la mano.

–No tengas miedo. Mientras te dé la mano, no podrán vernos.

–¿Somos invisibles? –se asombró Froiaz.

–Para los demás, sí –y le propuso–: Ven, vamos a visitar esa farmacia. Tienen un loro muy simpático que se llama Ravachol.

Frente al establecimiento, en un banco de piedra, charlaban unos hombres que disfrutaban del sol. En la rebotica se disponían a empezar los ensayos del coro.

Mariña y Froiaz entraron. Desde un pedestal, Ravachol lo observaba todo sin dejar de atusarse las plumas de las alas con su curvado pico. En ese instante llegó una señora muy refinada. Llevaba un sombrero tan exageradamente grande que apenas permitía ver su rostro.

–Buenos días tenga usted, don Perfecto. ¿Tiene perfumes de París?

–Caca-pis, caca-pis. ¡Qué fea es tu nariz! –se oyó.

La señora, ofendida, desahogó su rabia contra el boticario:

–¡Sinvergüenza! ¿Es eso lo que le enseña a ese... bicharraco? Pues ahora mismo me voy a comprar a la tienda de Maquieira. Tiene mejores productos y, además, da gusto escuchar a su coro; ¡no como esos panderetazos folclóricos que se oyen aquí!

En la rebotica empezaba a sonar un agradable orfeón de voces: el grupo Aires da Terra ensayaba una canción popular.

A don Perfecto se le puso la cara del color de la bata. ¡Ravachol actuaba por libre! De inmediato, voló hasta la puerta y empezó a

dar órdenes contradictorias a un caballo, exigiéndole acelerar y frenar sin parar, hasta que el animal hizo caer las frutas del carro que arrastraba.

–¡Arre! ¡So! ¡Arre! ¡So!

Los pies de Froiaz se clavaron en el suelo como las raíces de un árbol. Estaba tan alucinado que no era capaz de reaccionar, pero como Mariña necesitaba reírse, tiró de él hacia la puerta antes de que las carcajadas delatasen su presencia.

EN LA PLAZA DE A FERRERÍA

Y EN SAN FRANCISCO

Froiaz no podía creerse que le estuviera sucediendo todo aquello. El corazón le latía tan fuerte que lo sentía en la punta de los pies.

–Te llevaré más atrás en el tiempo para que veas cómo era Pontevedra hace muchos muchos años... –le anunció Mariña mirándolo a los ojos–. No te sueltes de mi mano y, sobre todo, no te asustes. Retrocederemos hasta el siglo xvi.

Madre Ría, padre Mar, ¿qué había en este lugar?

Padre Mar y madre Ría, ¿qué era lo que aquí había?

Froiaz notó algo así como la sacudida de un rayo, como si estuviera en medio de una tormenta muy fuerte; le dio la impresión de que cientos de manos le oprimían la garganta para impedir que hiciese preguntas. Todo ocurrió muy rápido. Aquella brisa salada y húmeda volvió a cegarlo.

Cuando abrió los ojos de nuevo, la iglesia de A Peregrina había desaparecido sin dejar rastro. Muy cerca se erguía un muro ancho y de unos siete metros de altura. ¡Parecía interminable!

–¿Qué es esto? –quiso saber Froiaz.

–Es la muralla que rodeaba la ciudad –le explicó Mariña–. Dentro residían las personas que pertenecían a la nobleza y a la hidalguía, y también los comerciantes, los artesanos que se dedicaban a diferentes oficios... Los marineros vivían fuera, en A Moureira.

–En A Moureira..., ¿había mouras? –se extrañó Froiaz.

–Su nombre procede del latín sale muria. Los marineros de A Moureira pescaban mucho y, como les sobraba el pescado, lo metían en salmuera, agua con mucha sal, para conservarlo y poder venderlo lejos.

–¿Y por dónde se entra? –preguntó Froiaz, observando aquella muralla tan alta.

–Por cualquiera de sus puertas.

–¡Tiene puertas! –se asombró el chico.

–¡Cinco de ellas, muy importantes! Esta por la que vamos a entrar es la puerta de Trabancas –indicó Mariña, señalando hacia un lateral–, la primera que se derribó, a finales del siglo xix . Pero había más: la del camino de Castilla, que iba a dar al convento de Santa Clara; la de A Ponte, que estaba junto al puente de O Burgo; la de Santa María, la de San Domingos o puerta de A Vila, que es la única que se salvó de las demoliciones del siglo xix y más tarde pasó a formar parte de la fachada del convento de San Francisco. De esta última todavía se conserva algún resto en la actualidad, aunque el edificio contiguo a la iglesia ya no sea un convento.

Froiaz empezaba a entender que Pontevedra era una ciudad con mucha historia.

–Pero... ¿qué hay dentro de la muralla? –preguntó.

–¡Vayamos a verlo!

–Esta es la plaza Maior da Boa Vila, que, en su día, además de plaza de Trabancas, se llamó plaza Real, luego, plaza de la Constitución y, en la actualidad, plaza de A Ferrería.

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