Teorテュa del neoconstitucionalismo Ensayos escogidos Ediciテウn de Miguel Carbonell
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURテ好ICAS - UNAM E
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COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Derecho
© Editorial Trotta, S.A., 2007, 2009 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: editorial@trotta.es http://www.trotta.es © Miguel Carbonell, 2007 © Los autores para sus colaboraciones, 2007 © Los traductores para sus traducciones, 2007 ISBN (edición digital pdf ): 978-84-9879-110-5
Presentación EL NEOCONSTITUCIONALISMO EN SU LABERINTO Miguel Carbonell Instituto de Investigaciones Jurídicas Universidad Nacional Autónoma de México
El neoconstitucionalismo, entendido como el término o concepto que explica un fenómeno relativamente reciente dentro del Estado constitucional contemporáneo, parece contar cada día con más seguidores, sobre todo en el ámbito de la cultura jurídica italiana y española, así como en diversos países de América Latina (particularmente en los grandes focos culturales de Argentina, Brasil, Colombia y México). Con todo, se trata de un fenómeno escasamente estudiado, cuya cabal comprensión seguramente tomará todavía algunos años. No son pocos los autores que se preguntan si en realidad hay algo nuevo en el neoconstitucionalismo o si más bien se trata de una etiqueta vacía, que sirve para presentar bajo un nuevo ropaje cuestiones que antaño se explicaban de otra manera. Creo que, como explicación de conjunto que intenta dar cuenta de una serie compleja de fenómenos, el neoconstitucionalismo sí supone alguna novedad dentro de la teoría y de la práctica del Estado constitucional de Derecho. ¿Qué se engloba bajo el paraguas más o menos amplio del neoconstitucionalismo? O mejor dicho: ¿de qué hablamos cuando hablamos de neoconstitucionalismo? . Hay al menos tres distintos niveles de análisis que conviene considerar: 1. Textos constitucionales El neoconstitucionalismo pretende explicar un conjunto de textos constitucionales que comienzan a surgir después de la segunda guerra mundial . Para una primera aproximación a este problema puede verse P. Comanducci, «Formas de (neo)constitucionalismo: un análisis metateórico», en M. Carbonell (ed.), Neoconstitucionalismo(s), Trotta, Madrid, 32006, pp. 75 ss.
miguel carbonell
y sobre todo a partir de los años setenta del siglo xx. Se trata de Constituciones que no se limitan a establecer competencias o a separar a los poderes públicos, sino que contienen altos niveles de normas «materiales» o sustantivas que condicionan la actuación del Estado por medio de la ordenación de ciertos fines y objetivos. Ejemplos representativos de este tipo de Constituciones lo son la española de 1978, la brasileña de 1988 y la colombiana de 1991. 2. Prácticas jurisprudenciales En parte como consecuencia de la expedición y entrada en vigor de ese modelo sustantivo de textos constitucionales, la práctica jurisprudencial de muchos tribunales y cortes constitucionales ha ido cambiando también de forma relevante. Los jueces constitucionales han tenido que aprender a realizar su función bajo parámetros interpretativos nuevos, a partir de los cuales el razonamiento judicial se hace más complejo . Entran en juego las técnicas interpretativas propias de los principios constitucionales, la ponderación, la proporcionalidad, la razonabilidad, la maximización de los efectos normativos de los derechos fundamentales, el efecto irradiación, la proyección horizontal de los derechos (a través de la Drittwirkung), el principio pro personae, etcétera. Además, los jueces se las tienen que ver con la dificultad de trabajar con «valores» que están constitucionalizados y que requieren una tarea hermenéutica que sea capaz de aplicarlos a los casos concretos de forma justificada y razonable, dotándolos de esa manera de contenidos normativos concretos . Y todo ello sin que, tomando como base tales valores constitucionalizados, el juez constitucional pueda disfrazar como decisión del poder constituyente, lo que en realidad es una decisión más o menos libre del propio juzgador. A partir de tales necesidades se generan y recrean una serie de equilibrios nada fáciles de mantener . 3. Desarrollos teóricos Un tercer eslabón dentro del conjunto de fenómenos que abarca el neoconstitucionalismo consiste en desarrollos teóricos novedosos, los . Un buen panorama de la tarea que actualmente debe desempeñar el juez se encuentra en A. Barak, The judge in a democracy, Princeton University Press, Princeton, 2006; también es interesante para el mismo propósito, aunque lo aborda con una perspectiva más amplia, M. Ahumada Ruiz, La jurisdicción constitucional en Europa. Bases teóricas y políticas, Civitas, Madrid, 2005. . Gustavo Zagrebelsky se ha encargado de ilustrar esta dificultad en El derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, Trotta, Madrid, 72007, pp. 93 ss. . Sobre la forma en que el juez alcanza en la actualidad una posición institucional constitucionalmente correcta pueden verse las reflexiones de P. Andrés Ibáñez «El juez», en L. M.ª Díez Picazo (ed.), El oficio de jurista, Siglo XXI, Madrid, 2006, pp. 149-169, y especialmente las páginas 152-155, en las que explica el modelo de juez dentro de «la alternativa neoconstitucional».
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el neoconstitucionalismo en su laberinto
cuales parten de los textos constitucionales fuertemente sustantivos y de la práctica jurisprudencial recién enunciada, pero también suponen aportaciones de frontera que contribuyen en ocasiones no solamente a explicar un fenómeno jurídico, sino incluso a crearlo. Tiene razón Luigi Ferrajoli cuando señala que la ciencia jurídica no tiene una función meramente contemplativa de su objeto de estudio, sino que contribuye de forma decisiva a crearlo y, en este sentido, se constituye como una especie de meta-garantía del ordenamiento jurídico en su conjunto. La ciencia jurídica, nos dice Ferrajoli, puede concebirse hoy en día como «una meta-garantía en relación con las garantías jurídicas eventualmente inoperantes, ineficaces o carentes, que actúa mediante la verificación y la censura externas del derecho inválido o incompleto» . No es difícil imaginar las muchas posibilidades e implicaciones que derivan de este tipo de postulados. Aportaciones como las que han hecho en diferentes ámbitos culturales Ronald Dworkin, Robert Alexy, Gustavo Zagrebelsky, Carlos Nino, Luis Prieto Sanchís o el mismo Luigi Ferrajoli han servido no solamente para comprender las nuevas Constituciones y las nuevas prácticas jurisprudenciales, sino también para ayudar a crearlas. De entre los muchos ejemplos que se podrían poner basta citar la enorme influencia de la teoría de los principios y de la técnica de la ponderación de Robert Alexy en las sentencias de la Corte Constitucional de Colombia (que, por cierto, ha desarrollado la mejor jurisprudencia en materia de derechos fundamentales de toda América Latina). Muchas sentencias de la Suprema Corte de México se han basado de forma explícita o encubierta en los textos de Luigi Ferrajoli, y lo mismo acontece en varias resoluciones de los jueces argentinos. Gustavo Zagrebelsky ha tenido la oportunidad de hacer aportaciones teóricas de la mayor altura, pero además ha podido ponerlas en práctica en su desempeño como magistrado de la Corte Costituzionale italiana. Y así sucesivamente. No faltará quien diga que ninguno de esos tres elementos es, en rigor, novedoso y que no hacía falta inventar una nueva etiqueta para identificarlos, pues ya estaban bien analizados bajo las coordenadas teóricas tradicionales del positivismo de la primera mitad del siglo xx. Quizá tengan razón quienes así opinan, pero sigo creyendo que la novedad está en el conjunto: tal vez no tanto en uno de los tres elementos si los tomamos por separado, pero sí cuando los ponemos en común, compartiendo coordenadas de tiempo y espacio muy parecidas. Es obvio que ya existían textos con mandatos constitucionales sustantivos desde principios del siglo xx (por ejemplo, la Constitución mexicana de 1917 o la alemana de la República de Weimar de 1919). También es verdad que las prácticas jurisprudenciales anteriores a la segunda guerra
. Derechos y garantías. La ley del más débil, Trotta, Madrid, 52006, p. 33.
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teoría del constitucionalismo
mundial habían desplegado ciertas dosis de activismo judicial que se parecen a las que actualmente observamos en países con incipientes tradiciones neoconstitucionalistas . Probablemente se pueden rastrear postulados neopositivistas desde los años treinta del siglo xx. Son elementos que sin duda alguna se encuentran en la raíz histórica y política del neoconstitucionalismo; pero lo que resulta interesante del cuadro neoconstitucional que tenemos a la vista en los primeros años del siglo xxi es el conjunto, la combinación de los tres elementos que he mencionado. Y todavía más que eso: lo novedoso son sus efectos, es decir, la observación del Estado constitucional de Derecho en funcionamiento. En el campo de la práctica son muchas las cuestiones que han cambiado en los últimos cincuenta años, no todas para bien, dicho sea de paso. Muchas de ellas podrían ser explicadas también con las herramientas analíticas que nos proporciona el neoconstitucionalismo. La presente obra colectiva pretende de alguna manera continuar un diálogo iniciado con las aportaciones aparecidas en el año 2003 bajo el título de Neoconstitucionalismo(s). En esa obra se exponían los postulados centrales del neoconstitucionalismo; ahora se trata de dar un paso hacia delante y ver la manera en que tales postulados se aplican a un sinnúmero de problemas que debe resolver el Estado constitucional del presente (problemas tan básicos y a la vez tan complejos como la interpretación de las normas constitucionales, el uso del derecho comparado por los jueces supremos, el lugar de los derechos fundamentales, su proyección a las relaciones entre particulares, el alcance de los derechos sociales, el impacto de la globalización sobre el constitucionalismo, el papel del Estado en la defensa de derechos como la libertad de expresión, etc.). Además, se incluye en la última parte del libro una discusión acerca de los alcances teóricos del neoconstitucionalismo, la cual sirve como un adecuado colofón en la medida en que pone sobre la mesa las insuficiencias pero también las fortalezas de la perspectiva neoconstitucionalista. Como en la anterior ocasión, me vuelvo ahora a beneficiar de la generosa convicción democrática (y neoconstitucionalista) de Alejandro Sierra, quien desde la editorial Trotta se ha convertido en un decidido impulsor de algunas de las teorías más modernas y sugerentes en el ámbito del Derecho constitucional. A él y a los autores que participan en esta obra colectiva les agradezco la buena disposición para continuar dialogando sobre los paradigmas constitucionales contemporáneos.
. Lo había hecho ya la Suprema Corte de los Estados Unidos en muchas de sus sentencias más relevantes. Por ejemplo, en la más importante de todas, Marbury versus Madison (1803), donde nada menos que «descubre» —por llamarlo de alguna forma— el control de constitucionalidad de las leyes. Lo mismo puede decirse de decisiones activistas en sentido conservador, como lo fueron en su momento Dred Scott versus Sanford (1857), sobre la constitucionalidad de la esclavitud, o Plessy versus Ferguson (1896), sobre la segregación racial en los trenes y en los demás servicios públicos.
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LA CONSTITUCIÓN COMO PARADIGMA Manuel Aragón Reyes Universidad Autónoma de Madrid
1. Las vicisitudes históricas del concepto de Constitución Como es bien conocido , la idea de Constitución es mucho más antigua que su concepto. Este último no surge hasta que nace el Estado constitucional a finales del siglo xviii; en cambio, desde la más remota Antigüedad, o al menos desde el mundo griego y romano, puede detectarse la idea de que existen o deben existir en toda comunidad política un conjunto de normas superiores al derecho ordinario cuyo objeto sería preservar la continuidad de la firma de organización que rige en esa comunidad. Esa idea, presente desde luego en los períodos de esplendor de la democracia ateniense y de la república romana, resurge en la Edad Media como base de la llamada «constitución estamental» y continúa en la Edad Moderna a través de la noción de lex fundamentalis. Es cierto que no existió, en modo alguno, con anterioridad al siglo xviii, una práctica racionalizada de Estado «constitucional», pero no es menos cierto que aquella idea de limitación del poder por el derecho, al menos para asegurar la permanencia de la forma política, era postulada por sectores del pensamiento político y jurídico europeo de los siglos xvi y xvii (desde los neoclásicos y los juristas regios del Estado absoluto europeo continental hasta el juez Coke en Gran Bretaña, sin olvidar los casos de aplicación de «leyes fundamentales» en Francia o el proyecto de dotar a Inglaterra de un «instrumento de gobierno» por Cromwell en 1563). De la misma manera, igualmente se detectan en toda la historia del pensamiento político determinadas corrientes que postulaban la necesidad . Sobre el desarrollo histórico de la idea y del concepto de Constitución me remito a mi trabajo «Sobre las nociones de supremacía y supralegalidad constitucional»: Revista de Estudios Políticos 50 (1996), ahora en mi libro Estudios de Derecho Constitucional, CEC, Madrid, 1998.
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de que existiera un derecho más alto que el ordinario para que la libertad quedase preservada y que confluyen en los siglos xvii y xviii en las teorías iusnaturalistas del pacto social. Este cuerpo de ideas que forman la doble raíz de la que el Estado constitucional iba a nutrirse se manifiesta con toda claridad en la conocida frase de Montesquieu cuando, a mediados del siglo xviii, dice que «unas constituciones tienen por objeto y fin inmediato la gloria del Estado y otras la libertad política de los ciudadanos». Está pensando, obviamente, en las constituciones respectivas de Francia e Inglaterra. Al margen de la suerte corrida por el constitucionalismo inglés, cuyo desarrollo histórico va a configurarlo de manera muy singular en el sentido de que prolongará, evolutivamente, su «constitución antigua» liberalizándola y democratizándola, aunque sin abandonar su condición «prescriptiva», «flexible» y «consuetudinaria» (es decir, como se ha señalado conservando su característica de «antigua» constitución), lo propio de los demás países será que el advenimiento del Estado constitucional va a producirse de manera revolucionaria, surgiendo, pues, la constitución como una «realidad» jurídica nueva, «moderna», «racional». Por decirlo de otra forma, tanto en Francia como en los Estados Unidos de América, que son los países donde nace (y a través de ellos se extenderá) el Estado constitucional, la vieja «idea» de constitución no se convirtió en concepto de modo evolutivo, sino a través de un proceso de ruptura (independencia en su caso, revolución en otro). La «constitución de los modernos» (frente a la «constitución de los antiguos», parafraseando a Constant) va a presentarse como algo enteramente nuevo: como lo que bien ha llamado García-Pelayo el concepto «racional-normativo» de Constitución. Es ahora, pues, cuando puede decirse que aparece la «verdadera» o «genuina» Constitución (con mayúsculas) y su correspondiente y genuino Estado: el «Estado constitucional» (que supone una nueva forma política histórica que viene a sustituir al anterior Estado absoluto en la Europa continental). La Constitución producto de la Revolución francesa y de la independencia de las colonias inglesas norteamericanas, tendrá, pues, unas características formales y materiales. Desde el punto de vista formal se tratará de una «norma fundamental», escrita y rígida; una «superley», situada por encima del derecho ordinario. Desde el punto de vista material será una norma que habrá de tener un determinado contenido: la garantía de los derechos y el establecimiento de la división de poderes (art. 16 de la Declaración francesa de Derechos del Hombre y el Ciudadano, de 1789). Como puede apreciarse, la doble y antigua pretensión de asegurar la estabilidad de la forma política y de la libertad se funden y así la Constitución limitará el poder tanto para mantenerlo con una determinada estructura como para impedir que invada la autonomía individual. Más aún, ambos objetivos son indisociables, dado que la estructura misma ya no es fin sino medio. En realidad, ya no hay dos objetivos que la Constitución deba 30
la constitución como paradigma
cumplir sino uno, puesto que sólo de una manera (mediante el Estado constitucional) puede el poder organizarse para preservar la libertad. El único fin de la Constitución es, pues, la libertad (la libertad de igualdad); la división de poderes es sólo una «forma» de asegurarla. La limitación material del poder, esto es, los derechos fundamentales, aparecen, así, desde el nacimiento del mismo Estado constitucional, como el núcleo del concepto de Constitución. La distinción entre poder constituyente y poder constituido, la representación política, las limitaciones temporal y funcional del poder son notas características del Estado constitucional, sin duda alguna, pero la más definitoria es la atribución al pueblo de la soberanía. Y como resulta que sólo un pueblo libre (compuesto por ciudadanos libres) puede ser soberano, el único modo de «garantizar» dicha soberanía (hacia el interior, por supuesto, ya que hablamos de soberanía en el derecho constitucional, no en el derecho internacional) es «asegurando» los derechos fundamentales como límites frente al poder de los gobernantes y, en definitiva, frente a la capacidad normativa del legislador. Las razones por las que sólo en los Estados Unidos de América y no en Europa este concepto de Constitución tuvo eficacia desde su primer momento (en Europa hubo que esperar hasta bien entrado el siglo xx) han sido suficientemente explicadas y no hace falta repetirlas aquí. Tampoco, por las mismas razones , es necesario detallar la suerte que ese mismo concepto de Constitución ha tenido en el resto de los países americanos, en los que ya, desde la segunda mitad del xix se fue abriendo camino la idea de que la Constitución es norma jurídica superior, que divide los poderes y de la que derivan derechos para los ciudadanos. Lo único que importa subrayar es que, pese a las críticas que en el pasado y el presente siglo se hicieron al concepto de Constitución, tanto procedentes de posturas «sociológicas», o más claramente «marxistas», o de las doctrinas que dieron soporte intelectual al «fascismo», ese concepto ha resistido y ha vencido, sin duda alguna, en el mundo del presente. Hoy, la única discusión intelectualmente rigurosa que sobre el concepto de Constitución se sostiene aún en pie es la que enfrenta a los partidarios de la Constitución como norma abierta y a los partidarios de la Constitución como sistema material de valores , o hablando en términos . Vid., entre otros, E. García de Enterría, La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional, Civitas, Madrid, 1981. . Sobre la aparición y desarrollo en el mundo latinoamericano de la revisión judicial de las leyes y de los instrumentos de protección jurisdiccional de los derechos constitucionales, puede verse H. Fix Zamudio, «Garantías de los derechos. Control judicial. Amparo. Ombudsman», en E. García de Enterría, M. Clavero Arévalo y otros (eds.), Derecho Público de finales de siglo. Una perspectiva iberoamericana, Civitas, Madrid, 1997, pp. 601 ss. Sobre Canadá vid. A. Lajoie, Jugements de Valeurs, PUF, Paris, 1997, en especial pp. 3-118. . Sobre ello, vid. M. Aragón, Constitución y control del poder, Ciudad Argentina, Buenos Aires, 1955, en especial pp. 422-460. Ahí se explican los términos de la polémica y se postula la necesidad de relativizar el sentido de ese enfrentamiento teórico.
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de interpretación constitucional (que viene a ser lo mismo, en el fondo, aunque con otra perspectiva) la que enfrenta a los defensores del «originalismo» y el «no originalismo» en los Estados Unidos o la que enfrentó a los partidarios del método hermenéutico clásico (representados casi exclusivamente por Forsthoff) y a los partidarios de los métodos «modernos» de interpretación (prácticamente todos los demás constitucionalistas alemanes) . De manera muy resumida podría decirse que, realmente, aceptado hoy, sin contradictores de relieve, el significado y valor jurídico de la Constitución, la única discusión que aún sigue existiendo es la que se apoya, de un lado, en las raíces (bien sólidas y fecundas, por cierto) del pensamiento kelseniano y, de otro, en los postulados (de difícil refutación radical, también por cierto) de la llamada «jurisprudencia de valores». Lo que ya resulta hoy como un lugar común es el pensamiento jurídico (y político) más solvente, es que la Constitución es norma jurídica suprema, jurisdiccionalmente aplicable, que garantiza la limitación del poder para asegurar que éste, en cuanto que deriva del pueblo, no se imponga inexorablemente sobre la condición libre de los propios ciudadanos. Es decir, la Constitución no es otra cosa que la juridificación de la democracia , y así debe ser entendida. 2. Constitución y constitucionalismo Dicho lo anterior, es cierto, sin embargo, que aún persisten acepciones de «Constitución» y, sobre todo, de «constitucionalismo» que no se corresponden fielmente con el significado que acabamos de señalar. Se trata, sin duda, de posiciones explicables por la pura inercia histórica y por su desconexión con el movimiento más vivo y relevante que la afirmación y expansión del Estado constitucional ha venido produciendo. Obedecen, más, al pasado que al presente. En unos casos, se trata de concepciones «políticas» de Constitución construidas mediante un aglomerado ideológico nutrido por simplificaciones, a partes casi iguales, de viejas ideas básicas del marxismo y el fascismo; su punto de partida es, claramente, la negación de aquello que presta su sentido más profundo a la Constitución; la fusión entre el Estado de derecho y la democracia. En otros casos, se trata de concepciones «jurídicas» de Constitución basadas en un significa . Vid. E.-W. Böckenförde, «Los métodos de la interpretación constitucional. Inventario y crítica», en Escritos sobre derechos fundamentales, Eudema, Madrid, 1993, también en Staat, Verfassung, Demokratie, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1991. . Como he venido sosteniendo en diversos trabajos. Entre ellos, Constitución y democracia, Tecnos, Madrid, 1989, o en «Estado y democracia», en el libro colectivo El Derecho Público de finales de siglo, cit., pp. 31-45. . Constitutional Government and Democracy, Theory and Practice in Europe and America, Ginn & Co., Boston, 1941, p. 29.
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reducción de las desigualdades económicas y sociales . El tercer criterio es el papel de los derechos fundamentales como leyes del más débil. Todos los derechos fundamentales son leyes del más débil en alternativa a la ley del más fuerte que regiría en su ausencia: en primer lugar el derecho a la vida, contra la ley de quien es más fuerte físicamente; en segundo lugar los derechos de inmunidad y de libertad, contra el arbitrio de quien es más fuerte políticamente; en tercer lugar los derechos sociales, que son derechos a la supervivencia contra la ley de quien es más fuerte social y económicamente. 2.1. Derechos fundamentales y paz. El derecho a la autodeterminación de los pueblos Comencemos por el primer criterio, el del nexo entre derechos fundamentales y paz. La paz interna es asegurada por la garantía de todos los derechos cuya violación sistemática justifica no el disenso sino el conflicto, hasta el ejercicio, como proclamaban muchas constituciones del siglo xviii, del derecho de resistencia. Estos derechos son sobre todo, según el paradigma hobbesiano y paleo-liberal, los derechos a la vida, a la integridad y a la libertad personal, contra la ley del más fuerte propia del estado de naturaleza. Pero son también los derechos sociales a la supervivencia —a la salud, a la educación, a la subsistencia y a la previsión social— de cuya satisfacción dependen, en las sociedades contemporáneas, los mínimos vitales. Existe de hecho una relación biunívoca entre el grado de paz y el grado de garantismo que sostiene todos estos derechos: la paz social es tanto más sólida y los conflictos tanto menos violentos y perturbadores cuanto más están extendidas y son efectivas las garantías de los derechos vitales. Un discurso similar puede hacerse sobre la paz internacional. Es obvio que la paz entre Estados requiere antes que nada reformas y garantías de tipo institucional: el desarme al menos tendencial de los Estados, el correlativo monopolio de la fuerza por una ONU debidamente reformada en sentido democrático, la efectiva operatividad, en fin, del Tribunal Penal Internacional, en cuya competencia entran, con base en el artículo 5 del Estatuto de Roma, además de las violaciones más graves a los derechos humanos, también las guerras de agresión. Pero la paz, como advierte el preámbulo ya recordado de la Declaración Universal de 1948, tiene por «fundamento» la garantía de los derechos humanos «de todos los miembros de la familia humana». Y este fundamento, debemos reconocerlo, es de hecho negado por el anclaje de tales derechos a las fronteras estatales de la ciudadanía y por los límites que les imponen las leyes contra la inmigración. Aludo solamente a este . Sobre este nexo entre igualdad y derechos fundamentales, cf. Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Trotta, Madrid, 82006, pp. 905-918.
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problema, al que me he referido en otros trabajos , de la antinomia entre derechos universales y ciudadanía, destinada a convertirse en explosiva con el crecimiento de la globalización y de las presiones migratorias y a ser, si no se supera, una fuente permanente de peligros para la paz y para la credibilidad misma del derecho internacional. Es hoy día el problema más grave de la humanidad, del cual la política y la filosofía deben hacerse cargo tomándose en serio, antes de que lo hagan con riesgo para la paz las masas interminables de los excluidos, las promesas universalistas formuladas en todas las cartas constitucionales, tanto estatales como internacionales. Hay además otro aspecto del nexo entre derechos humanos y paz que debe ser enfrentado, aspecto que dramáticamente nos ha sido propuesto también por la guerra de Kosovo. Se trata de la naturaleza y de los límites de ese específico derecho que es el derecho a la autodeterminación de los pueblos. ¿Qué significa y cuál es el alcance normativo de este derecho a la autodeterminación? La Carta de la ONU no lo define, pero lo menciona dos veces como presupuesto de la paz: las «relaciones pacíficas y amistosas entre las naciones», dice el artículo 55, repitiendo el inciso 2 del artículo 1, están «basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos». Una verdadera definición ofrece, en cambio, el artículo 1 de los dos Pactos del 16 de diciembre de 1966: «Todos los pueblos», afirma el primer inciso, «tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural». «Para el logro de sus fines», agrega el segundo inciso, «todos los pueblos pueden disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales, sin perjuicio de las obligaciones que derivan de la cooperación económica internacional basada en el principio del beneficio recíproco, así como del derecho internacional. En ningún caso podrá privarse a un pueblo de sus propios medios de subsistencia». Se trata, pues, de un derecho complejo de «autonomía», articulado en dos dimensiones: a) la «autodeterminación interna», que consiste en el derecho de los pueblos a «decidir libremente su estatuto político» en el plano del derecho interno; b) la «autodeterminación externa», que consiste en el mismo derecho en el plano internacional, así como en el derecho de los pueblos al desarrollo y a la libre disponibilidad de las propias riquezas y recursos. De estas dos dimensiones, la más simple e inequívoca es la de la «autodeterminación interna», que equivale al derecho fundamental de los pueblos a darse un ordenamiento democrático a través del ejercicio de los derechos políticos o, si se quiere, de la «soberanía popular». Bastante más complejo y problemático es, en cambio, el derecho de los pueblos a . Derechos y garantías. La ley del más débil, cit., «Derechos fundamentales», pp. 40-44, y «Los derechos fundamentales en la teoría del derecho», pp. 172-180.
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la autodeterminación externa. Si bien el artículo 1 de los Pactos de 1966 fue concebido en apoyo al proceso de descolonización que se resolvió con la creación de nuevos Estados independientes, nada en esta norma autoriza a entenderlos como un derecho a volverse Estado; al menos si por «Estado» se entiende la forma política soberana nacida en Europa hace cuatro siglos, legitimada sobre la base de la autodeterminación nacional, pero hoy en crisis. No me detendré en la naturaleza y las razones de esta crisis en el actual tiempo de la globalización. Sólo diré que las funciones primarias del Estado, que han justificado históricamente su nacimiento y que en Europa se han realizado en gran parte, han sido principalmente dos: la unificación nacional y la pacificación interna. Pues bien, en la era de la globalización ambas funciones no sólo han dejado de realizarse, sino que se han vuelto irrealizables a través de la fundación de nuevos Estados. El Estado no sólo ha dejado de ser un instrumento de la unificación y pacificación interna, sino que se ha convertido en un obstáculo tanto para una como para otra. La globalización, de hecho, está haciendo surgir, precisamente a causa de la creciente integración mundial, el valor tanto de las diferencias como de las identidades. Y está revelando, a veces de manera explosiva y dramática, el carácter artificial de los Estados, sobre todo de aquellos de formación reciente, la arbitrariedad de sus confines territoriales y lo insostenible de su pretensión de subsumir pueblos y naciones dentro de unidades forzadas que niegan las diferencias y las identidades comunes. Es así que la forma del Estado —en cuanto factor de inclusión forzada y de indebida exclusión, de unidad ficticia y a la vez de división— ha entrado en conflicto con la de «pueblo», convirtiéndose en una fuente permanente de guerra y de amenaza a la paz y al derecho mismo de autodeterminación de los pueblos. Por eso, la pretensión de los pueblos de constituirse en Estados —dentro de una sociedad mundial cada vez más integrada y en sociedades civiles caracterizadas por la mezcla de culturas y nacionalidades— es una pretensión insostenible, no sólo no implicada sino incluso en contradicción con el derecho a la autodeterminación que el artículo 1, inciso 2 de la Carta de la ONU supedita a la «paz universal», y que el artículo 55 coloca como fundamento de «relaciones pacíficas entre las naciones». Se puede por tanto afirmar que el último legado envenenado de la colonización, contra la cual ese derecho fue reconocido, es precisamente la exportación a todo el mundo de la idea del Estado como única forma de organización política. En los años siguientes a la segunda guerra mundial, la autodeterminación producida por la descolonización ha estado, de hecho, subordinada a la geografía colonial. En África y Asia, los nuevos Estados nacidos de la autodeterminación han terminado, casi siempre, reproduciendo las viejas divisiones coloniales. Y la idea de rediseñar los límites de esta geografía estableciendo o reivindicando, en nombre de la autodeterminación, Estados nacionales correspondientes a otros tantos pueblos, está resolviéndose, como muestra la tragedia de la ex Yugoslavia, en la construcción todavía 77
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más nefasta de Estados étnicos o tribales, basados en la exaltación de las identidades nacionales y en la recíproca intolerancia, hasta alcanzar incluso las formas atroces de la «limpieza étnica». El derecho de los pueblos a la autodeterminación externa no quiere por tanto decir derecho a convertirse en Estado, ni mucho menos derecho a la secesión. Es más: un «derecho al Estado» es incluso inconcebible ya que es autodestructivo. Siempre habrá en la minoría que lleva a cabo la secesión otra minoría que querrá a su vez realizarla contra la antigua minoría que se ha convertido en mayoría. Y esto vale hoy más que nunca, siendo bastante mayor que en el pasado la mezcla de pueblos y culturas que conviven en un mismo territorio. Lo que hace imposible la configuración como «derecho fundamental» el derecho a constituir un Estado es en suma su no universabilidad, es decir, la imposibilidad, en contraste con la noción teórica de este tipo de derechos, de que sea reconocido por igual a todos los pueblos. Admitiendo que sepamos qué sea un «pueblo» o una «minoría» —al margen de lo que entendamos con estas expresiones—, es de hecho imposible generalizar este derecho en favor de todos los pueblos: ya que el mismo criterio de identificación de un pueblo será aplicable a minorías que conviven con él en el mismo territorio y que no podrán gozar del mismo derecho sin contradecir el que fue reivindicado por el pueblo de la mayoría. De nuevo, la tragedia de la ex Yugoslavia debería servirnos de lección. Por tanto, si no es el derecho a constituir un Estado, el derecho a la autodeterminación externa no es sino el derecho a la «autonomía», en el sentido jurídico comúnmente asociado a esta expresión: como autonomía local en el máximo número de funciones públicas, integrada por el derecho a disponer de las propias riquezas y recursos naturales y a no ser «privados de los propios medios de subsistencia». Es claro que este tipo de autonomía externa tiene como presupuesto la autodeterminación interna y, por tanto, la máxima garantía de los derechos políticos y de libertad. Son de hecho los derechos de libertad los que aseguran, junto a la igual afirmación y valoración de las diferentes identidades, su recíproca tolerancia y pacífica convivencia. Y es la tutela de tales derechos la principal garantía de la paz, en virtud del principio kantiano que funda la convivencia civil en los límites que la libertad de cada uno encuentra en la libertad de los demás y en la exclusión de la libertad salvaje del más fuerte. Desde esta perspectiva, la mejor forma de autodeterminación externa coherente con los principios de la Carta de la ONU parece sin duda la ofrecida por el modelo federal: no, pues, por el nacimiento de nuevos Estados sino, por el contrario, por la reducción de los existentes, mediante formas de organización federal o confederal, como está ocurriendo en la Unión Europea, que por un lado descentralicen tanto como sea posible las funciones administrativas y de gobierno local hoy día centralizadas en los Estados nacionales y, por otro lado, asocien a tales Estados en formaciones políticas más amplias a las que se atribuyan las funciones públicas 78
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—legislativas, judiciales, administrativas— que son comunes para todos: en cuestiones de garantía de los derechos de libertad, de política económica y monetaria, de regulación del mercado, de defensa del ambiente, de redistribución de los recursos y de seguridad frente a la criminalidad. Esta interpretación del derecho a la autodeterminación externa en el plano internacional resulta esencial en dos aspectos: en positivo, dado que en la tutela y satisfacción del derecho así configurado se fundan la democracia, el desarrollo económico y la garantía de la paz; en negativo, dado que la interpretación alternativa de tal derecho como pretensión de constituir un Estado contradice el principio de la paz y el de la igual tutela de las diferencias. Contra esta interpretación alternativa es necesario afirmar la clara distinción entre pueblos como entidades culturales, tutelados por el derecho a la autodeterminación, y Estados como entidades territoriales artificiales dentro de cuyos límites, gracias al propio derecho de autodeterminación, pueden convivir diversos pueblos. Si frente a la crisis yugoslava Europa en lugar de favorecer la creación de nuevos Estados tendencialmente étnicos, como Croacia, Bosnia, Serbia y finalmente Kosovo, hubiera abierto sus puertas para acoger en la Unión a todos los pueblos hoy divididos y hostiles, tal vez se habrían evitado las guerras y las miles de atrocidades generadas por la intolerancia étnica. Más en general, si hipotéticamente todos los Estados se disolvieran en una comunidad mundial informada por el paradigma federal del Estado constitucional de derecho y con la igual garantía de los derechos humanos de todos, los conflictos entre etnias perderían gran parte de sus razones de ser y el problema de la autodeterminación sería de hecho bastante menos dramático. 2.2. Derechos fundamentales e igualdad. Las diferencias culturales Llego así al nexo entre derechos fundamentales e igualdad —en el doble sentido de tutela de las diferencias personales y de reducción de las desigualdades materiales— indicado por el segundo criterio de identificación axiológica de los derechos fundamentales. Justamente sobre el tema de la relación entre constitución y diferencias culturales han sido manifestadas por muchos reservas, no digamos respecto a la perspectiva de un constitucionalismo mundial, sino incluso respecto a la idea de una Constitución europea. Una de las objeciones que se han formulado a ese proyecto —por ejemplo, por Dieter Grimm y, en Italia, por Massimo Luciani — es que no existen los presupuestos sociales: que no existe todavía un pueblo europeo, o por lo menos una . D. Grimm, «Una Costituzione per l’Europa», en G. Zagrebelsky, P. P. Portinaro y J. Luther (eds.), Il futuro della Costituzione, Einaudi, Torino, 1996, pp. 339-367. . M. Luciani, «La costruzione giuridica della citadinanza europea», en G. M. Cazzaniga (ed.), Metamorfosi della sovranità. Tra stato nazionale e ordinamenti giuridici mondiali, ETS, Pisa, 1999, pp. 87-88.
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manera podemos ver que la alternativa realista no es entre constitución fija o cristalizada y constitución viviente, sino entre cortes autónomas y cortes alineadas. 4. Constitución viviente La constitución viviente es la experiencia cotidiana de las cortes. En la práctica, posiciones originalistas son en efecto sostenidas (por ejemplo a través de la remisión a los «trabajos preparatorios»), pero esto es solamente una retórica argumentativa entre otras, para sostener esta o aquella interpretación de la constitución, conforme a la expectativa no del mundo que fue, sino del mundo de hoy, según la visión del intérprete. Aquí no interesa la coloración político-judicial. Como regla general, la constitución viviente gusta más a quien trabaja para la extensión de los derechos y menos a quien opera en dirección opuesta, y lo contrario vale para la constitución originaria. Pero son afirmaciones relativas. Los tiempos pueden cambiar y la re-interpretación puede ser invocada para limitar derechos, y viceversa el significado originario puede ser útil a quien resiste el intento de limitación (pensemos en la actitud de las cortes contra la legislación anti-terrorismo). En suma, la dirección no está de hecho asegurada . No es ésta, por tanto, una cuestión de política judicial y, menos todavía, de derecha e izquierda. Es un tema de teoría de la interpretación y de la Constitución. En Europa, la idea del «significado original» suena como una ingenuidad, de cuando Justiniano, sin éxito, intentó proteger su Código de juez y juristas. Y es paradójico que la interpretación petrificada haya sido honrada justamente en un país de common law, donde a los derechos se les atribuye un fundamento natural autónomo, como sucede en los Estados Unidos . ¿Cómo puede la ciencia constitucional, ciencia normativa de la sociedad, reducirse a una historiografía de las intenciones o a una filología histórica de los textos constitucionales? Pero, sobre todo, ¿existe y existe siempre una y una sola intención (si fueran dos, el tablero caería)? Y si existiera, ¿cómo se podría reconstruir? ¿Las palabras que utilizamos, o que nuestros predecesores han utilizado, poseen un significado y solamente uno? La idea de ir hacia atrás en el tiempo para establecer significados ciertos, de los propósitos de los hombres o de sus palabras, no haría otra cosa más que llevar hacia atrás en el tiempo nuestras dudas y nuestros actuales contrastes, atribuyéndolos no a nosotros sino a nuestros predecesores. No favorecería de hecho la estabilidad y la certeza del derecho. . A. Dershowitz, Rights from wrongs, Codice, Torino, 2005, pp. xix y 221 ss. . M. Rosenfeld, «Constitutional adjudication in Europe and the United States: paradoxes and contrasts»: I-CON (2004), pp. 656 ss.
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Por otro lado, una característica no accidental de la constitución es su naturaleza de principio. Los principios son normas naturalmente abiertas a los desarrollos del futuro. Si la Constitución italiana (art. 27.3) prohíbe las penas contrarias al «sentido de humanidad»; si la Constitución estadounidense (Octava Enmienda) prohíbe las penas «inusitadas y crueles», y no han sido prohibidos, analíticamente, los azotes, la tortura, la picota, etc., es porque estaba en la intención de los constituyentes que esas formulaciones vivieran en el futuro. Los principios contienen «conceptos» (humanidad, dignidad, igualdad, libertad, etc.) que (según la distinción de R. Dworkin) viven a través de sus «concepciones», cambiantes en el tiempo. Por tanto, se puede decir fundadamente que la «constitución viviente», es decir, la apertura a la evolución de la cultura jurídica, es, justamente, lo que encontramos en la intención de los padres constituyentes, cuando se expresan por medio de normas de principio: En general, existen fórmulas constitucionales que encuentran su significado directamente en los valores que emergen de la civilización de una sociedad. La concepción de la dignidad humana que va evolucionando no está ciertamente del todo aislada ni en todo y por todo directamente ligada con los valores prevalentes en otros países .
La propensión al futuro es la esencia de la constitución y la naturaleza particular de sus normas es el mejor testimonio. Quien, en nombre de los orígenes, esto es, de la fidelidad a una «constitución inerte», entiende que cualquier nueva exigencia constitucional debe manifestarse no a través de renovadas respuestas a los nuevos interrogantes, sino solamente a través de reformas, con el objetivo de que se garanticen de esa manera la separación de los poderes y la certeza del derecho, desconoce tanto la función de la jurisprudencia como la importancia de la duración en la vida constitucional. Es decir, desconoce la función de la constitución. Una constitución que sobrevive con incesantes modificaciones se degrada al nivel de una ley ordinaria y la materia constitucional se confunde con la lucha política cotidiana. The earth belongs to the living («la tierra pertenece a los vivos»), afirmaba Thomas Jefferson, y la Revolución francesa proclamó que «una generación no tiene el derecho de sujetar a sus leyes a las generaciones futuras, y toda herencia en las funciones constitucionales es absurda y tiránica». Se querían constituciones de vida breve —34 años según Jefferson; 20 para los revolucionarios en Francia— de manera que se permitiera a cada generación «re-constitucionalizarse» por medio de desgarros, a golpe de tambor, si no de cañón. Las cosas no han sido así. La constitución no se cambia como una ley cualquiera, ni prescribe en una fecha determinada. Entre la generación constituyente y las sucesivas se instituye una relación como la que existe entre padres (los . Así se expresa la opinión disidente de la juez O’Connor en Roper versus Simmons.
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«padres fundadores») y los hijos sucesores. A cada generación de herederos le corresponde «mejorar y perpetuar», no echar al viento, el legado, el legado recibido (ver El Federalista, números 14 y 49; E. Sieyès, Opinion sur le jurie constitutionnaire, París, 1795). La ley de la buena vida de las constituciones es el desarrollo en la continuidad. El instrumento normal es la jurisprudencia; la reforma es un instrumento excepcional. El objetivo de la jurisprudencia y de la reforma es concurrente. Las líneas de mutuo respeto son elásticas, como consecuencia de la discrecionalidad en que, con distinta medida, se mueven a la una y la otra. Por eso pueden entrar en colisión y donde los procedimientos de reforma, con los cuales el legislador podría contener la expansión de la discrecionalidad judicial, son particularmente gravosos, el riesgo que corren las cortes es el de convertirse en una fuente incontrolada y ser así rechazadas por la comunidad en la que operan . 5. Justicia constitucional y democracia Estamos de nuevo en el tema de la justicia y la política; o mejor, ya que los poderes políticos hoy día siempre se refieren a la democracia, podemos decir que estamos en el tema de la justicia constitucional y la democracia: un tema de intensidad variable, según los diversos contextos históricos y jurídicos, que los jueces advierten cotidianamente, en su trabajo, como crucial en el equilibrio de poderes. Saben bien que la acusación de actuar como legisladores, esto es, políticamente, en vez de como jueces, es la más grave que pueda ser dirigida en su contra. Mucho se ha dicho al respecto, pero siempre se vuelve al punto de partida. Se ha pensado que la clave para una aclaración pueda encontrarse en la distinción razón-pasión. Las cortes serían —mejor: deberían ser— «la aristocracia del saber», llamadas a contener la tendencia de la democracia a degenerar en demagogia y a fijar «un punto firme para el racional desarrollo de la sociedad actual, una ‘isla de razón’ en el caos de las opiniones» . Se ha dicho también que las cortes serían «vanguardias morales», algo similar a «Moisés seculares», cuya vocación sería la de guiar al pueblo por el desierto y conducirlo a la tierra prometida de la vida constitucional10. Escuchando proposiciones como éstas, los jueces constitucionales se retraen perplejos, percibiendo quizá un cierto sarcasmo. Ellos saben bien cuánta pasión, no inferior a la de una deliberación parlamentaria, entra en sus discusiones y no son tan desprevenidos como para despreciar la ra . M. Rosenfeld, Constitutional adjudication, cit., pp. 652 ss. . F. Modugno, L’invalidità della legge I, Giuffré, Milano, 1970, p. xi; también H. M. Hart Jr., «The Supreme Court, 1958 term- foreword: the time chart of the justices»: Harvard Law Review 73 (1959-1960), pp. 84 ss. 10. A. M. Bickel, «The Supreme Court, 1960 term - foreword: the passive virtues»: Harvard Law Review 75 (1961-1962), pp. 41 ss.
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cionalidad y moralidad que existe en los procedimientos parlamentarios. Pero, sobre todo, se dan cuenta de que esta legitimación por excelencia, una legitimación teológica11, trastocaría toda distinción. Las Cortes, se ha dicho con ironía, podrían aspirar a ser super-legisladores simplemente porque «son super-» (están por encima)12. Aparte de otras cuestiones, este modo de pensar no es el de la distinción de los poderes, sino el de la indistinción y el de la prepotencia de uno sobre el otro. Una perspectiva en cierto sentido opuesta es la de la justicia constitucional como función «modesta», no «agresiva», que reconoce una suerte de primacía al legislador democrático, como intérprete auténtico de las concepciones éticas y políticas de la comunidad e insiste sobre el necesario self-restraint de las Cortes y sobre la necesaria ética de las consecuencias. Cuando están en juego dos apreciaciones discrecionales, además de los principios y las convicciones, debe considerarse con pragmatismo también la calidad de los efectos sociales, económicos y políticos de las decisiones. Existen materias en las que la sensibilidad social está sobre-excitada y las consecuencias podrían contradecir las intenciones. Por ejemplo, una corte que, en nombre de la paz religiosa, impusiera indiscriminadamente en todo lugar público la remoción de cualquier símbolo religioso podría generar reacciones y conflictos locales: una intención pacificadora se convertiría en un fomento a la intolerancia. En todo caso, la invocación a la modestia se traduce en una indicación de este tipo a las cortes: para ser aceptadas en democracia, sobre todo en los casos altamente controvertidos, intenten que su presencia sea lo menos advertida posible. Esto delinea una posición gregaria y no contribuye mínimamente a la exigencia de dar a la justicia constitucional un propio y autónomo fundamento respecto a la política. Quizá, se debe cambiar de horizonte de referencia. 6. Una función republicana La Constitución italiana define a Italia como una república democrática. Muchos países entre los aquí representados tienen constituciones que contienen la misma expresión. La justicia constitucional es una función de la república, no de la democracia. Las cortes son huéspedes desagradables en casa de otros, la democracia; pero son dueños de la casa cuando están en la suya, la república. Según la concepción de los siglos xvii y xviii, república indica una forma de gobierno opuesta a la monarquía. Según la concepción originaria, por el contrario, el término tiene un significado más profundo y comprensivo. Refirámonos a la definición clásica. En el Somnum Scipionis leemos: 11. T. Arnold, «Professor Hart’s theology»: Harvard Law Review 73 (1959-1960), pp. 1298 ss. 12. R. A. Posner, «The Supreme Court, 2004 term - a political court», cit., p. 60.
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c) En tercer término, parece altamente improbable que una adhesión escrupulosa al consejo de Guizot: enrichissez vous, pueda convertirse en fibra moral de una identidad democrática plural y con vocación universalista18. Por el contrario, el globalismo, al promover una identidad monolíticamente construida sobre la imagen del homo oeconomicus que persigue sus «vicios privados» en contraposición a los del resto de la sociedad, bloquea las potencialidades de un proceso de internacionalización complejo que podría y debería aprovecharse en clave genuinamente cosmopolita19. Así, al tiempo que se homogeiniza el ideal de una identidad mercantilista, regida por la lógica de la ganancia y el cálculo, se generan las condiciones propicias para la explosión de identidades particularistas, concebidas como reacciones solipsistas frente a un creciente proceso de fragmentación social y económica. Más aún, bajo la coartada de la resistencia a la globalización, estas identidades suelen aglutinarse en ocasiones, antes que en torno a diferencias culturales legítimas, alrededor de estratificaciones jerárquicas (religiosas, sexuales, étnicas) ilegítimas y excluyentes. 3. Un constitucionalismo cosmopolita: modelo para armar Pocas dudas caben de que el panorama descrito justifica el pesimismo de cualquier inteligencia medianamente crítica. La existencia de una economía internacional incontrolada, fuente de desequilibrios e injusticias, la brecha creciente entre el mundo opulento y los excluidos de la tierra, o la permanente amenaza de guerras y catástrofes ecológicas, han colocado a la humanidad en una innegable crisis civilizatoria que podría conducir a la extinción, como poco, de una buena parte de ella20. Sin embargo, acaso sea precisamente esa situación la que permite sumarse a la esperanza de Hölderlin de que allí donde crece el peligro crece también lo que puede conjurarlo. Por eso, en un panorama límite como el actual, sólo un fatalismo inmovilizador podría renunciar a la lucha por un pacifismo jurídico exigente, conflictivo, capaz de garantizar
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18. Vid. A. Przeworski, T. Di Tella et al., Democracia sustentable, Paidós, Buenos Aires, p.
19. Según la descarnada opinión de Rousseau, «los sistemas financieros forman almas venales, y dado que no se piensa más que en ganar, se gana más siendo un ladrón que un hombre honesto» (Proyecto de Constitución para Córcega / Consideraciones sobre el Gobierno de Polonia, Tecnos, Madrid, 1988, p. 114). En un sentido similar, aunque con un lenguaje algo más liviano, el propio Financial Times del 30 de septiembre de 1994 reconocía que «porque son ellos los que manejan miles y miles de millones de dólares de capitales que transitan de un país a otro cada día, los mercados financieros se han convertido a la vez en el gendarme, el juez y el jurado de la economía mundial, lo que no deja de ser inquietante dada su propensión a ver los acontecimientos y las políticas a través de los cristales del miedo y la codicia» (cit. por F. Chesnais, La mondialisation du capital, Syros, Paris, 1994, p. 205). 20. Vid., en este sentido, J. R. Capella, Los ciudadanos siervos, Trotta, Madrid, 32005, espec. las partes I y II.
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la supervivencia digna de la especie humana y de hacer honor, en suma, a la perdurable imagen de Ihering de un derecho que sólo se reconoce a sí mismo en incesante lucha y resistencia contra la injusticia21. Ahora bien, aceptado este análisis, ¿cuáles serían las vías inminentes y mediatas para una reconstrucción global y con sentido garantista del constitucionalismo y de los derechos de las personas, con el objeto de invertir, o si se prefiere de corregir, el sentido de un proceso cuyos «daños colaterales» se multiplican con tanta virulencia? 4. Posibilidades y límites de la rehabilitación del Estado Desde los supuestos aquí defendidos, un primer paso fundamental debería consistir en la rehabilitación del Estado al servicio del constitucionalismo social y democrático. Y todo ello porque, a pesar de las lecturas disolventes del globalismo y de las prematuras oraciones fúnebres pronunciadas en su nombre, el Estado sigue siendo, desde una lectura realista, el actor político por excelencia, el espacio concreto en el que se juegan un sinnúmero de garantías vinculadas a la libertad y la igualdad de las personas22. Más aún, bajo el influjo de las presiones globalizadoras, los Estados se convierten a menudo en agentes activos encargados de adecuar sus sociedades en función de los intereses de los grandes poderes privados internacionales. Por ello, es evidente que la recuperación de lo público no es posible a partir de cualquier tipo de Estado. Mucho menos de uno colonizado por poderes burocráticos y mercantiles y fundado en una idea beligerante y excluyente de soberanía, de la que se derive la necesidad de anular a los antagonistas interiores y la tendencia, de cara al exterior, al imperialismo o la «catolicidad» en el sentido de la teología política de Carl Schmitt23. Bien se ha dicho, por el contrario, que si en el pasado se buscó democratizar el monopolio regulador del Estado ahora se debe, ante todo, democratizar la desaparición de ese monopolio. Es decir, que no tiene sentido democratizar al Estado si no se democratiza la esfera no estatal24. Precisamente por eso, una estrategia de recuperación y profundización del principio democrático en relación con el Estado debería, según los casos y contextos concretos, impulsar sus propósitos en distintos y simultáneos frentes: 21. R. Ihering, La lucha por el Derecho, Civitas, Madrid, 1985, p. 60. 22. Así, P. de Vega, «Mundialización y Derecho constitucional», cit., p. 54; G. Jáuregui, «Estado, soberanía y Constitución...», cit., p. 57. Acerca de la compleja situación del Estado frente a la mundialización, a la vez de debilitamiento y fortalecimiento, vid., asimismo, C. de Cabo, Contra el consenso. Estudios sobre el Estado constitucional y el constitucionalismo social, UNAM, México, 1997, p. 337. 23. Sobre la crisis de esta idea de soberanía, vid. G. Zagrebelsky, El derecho dúctil, Trotta, Madrid, 72007, pp. 10 ss. 24. B. de Sousa Santos, Reinventar la democracia..., cit., pp. 40-41.
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a) En y desde el Estado, en la medida en que constituye un instrumento insustituible para disciplinar a los poderes privados nacionales y a veces internacionales, promover ámbitos genuinos de participación institucional y poner en marcha un sistema extensivo de garantías ciudadanas en consonancia con el programa normativo de un Estado social y democrático de derecho25. b) Fuera del Estado (y en ocasiones contra él), con el fin de neutralizar sus tendencias paternalistas, represivas e ilegítimamente centralizadoras, de mantener bajo control toda propensión a la osificación burocrática y, sobre todo, de impulsar espacios públicos no estatales y ámbitos ciudadanos de poder social directo, entendidos en una relación más de profundización y mutuo soporte que de contraposición con aquellos de democracia representativa26. c) Y por último, más allá del Estado, habida cuenta de que un proyecto que pretenda superar las constricciones del tipo de constitucionalismo impulsado por el discurso globalizador no puede asentarse exclusivamente en el Estado nación27. Por el contrario, una búsqueda regresivamente utópica de la autarquía o, si se prefiere, una apuesta por el modelo inaugurado con la paz de Westfalia de 1648, resultaría atacable tanto por razones de eficacia como en sus fundamentos morales. Por un lado, porque las instituciones estatales nacionales resultan insuficientes para conjurar la aceitada capacidad de maniobra de unos poderes privados que se mueven con ligereza de una frontera a otra, desvinculando sus beneficios económicos de sus obligaciones fiscales, ecológicas, sanitarias o laborales. En segundo término, porque si la existencia de poderes de mercado incontrolados contradice cualquier modelo constitucional garantista, tampoco el proteccionismo estatal puede emplearse de manera universal e ilimitada, sin poner en riesgo los derechos de las personas y los pueblos. La sola idea de un Estado volcado sobre sus fronteras, de un «Estado comercial cerrado», en el sentido de Fichte, resultaría insostenible si todos los países pretendieran adoptarla en su propio beneficio28. Frente a 25. Para una fundada defensa de este papel del Estado, N. M. López Calera, Yo, el Estado, Trotta, Madrid, 1992. 26. Vid. L. Ferrajoli, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Trotta, Madrid, 82006, pp. 947-948. Es conocida, entre las experiencias más novedosas y efectivas de democracia directa, la de la elaboración participativa de los presupuestos en algunos municipios brasileños, sobre todo aquellas llevadas a cabo en Rio Grande do Sul. Vid., al respecto, L. Fedozzi, Orçamento Participativo: Reflexoes sobre a Experiência de Porto Alegre, Tomo, Porto Alegre, 1997. 27. Así, G. Jáuregui, «Estado, soberanía y Constitución...», cit., p. 58. 28. Vid. J. G. Fichte, El Estado comercial cerrado, Tecnos, Madrid, 1991. El propio Fichte, en cualquier caso, era, lejos de toda ingenuidad, consciente de algunos de estos riesgos. Por ejemplo, sostenía que para «un Estado completamente empobrecido» el cerrarse no constituiría «una apropiación de las ventajas de otros países, sino un forzoso conformarse con su propia pobreza». Por lo que, recomendaba, «no necesita nuestras medidas, y nuestro discurso no va dirigido a él» (pp. 140-141).
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esta salida, más compatible con la imagen de Hobbes de unos Estados en los preliminares de una batalla, enfilados los cañones contra los vecinos circundantes29, resultaría más razonable plantear toda apertura como un proceso gradual, sólo posible en la medida en que se garantice, a través de los debidos controles jurídicos, el tejido productivo local y los mínimos sociales que permitan competir con el exterior. En tercer lugar, una regresión nacionalista y estatalista ignoraría las exigencias morales que toda sociedad debe tener frente a quienes no forman parte de ella y frente a quienes, aun integrándola, reclaman para sí el legítimo derecho a una identidad plural, que incluya concepciones de vida no necesariamente compartidas con las de la mayoría. En ese sentido, si es cierto, como mantiene Kelsen, que el genuino espíritu democrático se funda en «el hombre que, al contemplar a los demás, oye dentro de sí una voz que le dice: ése eres tú»30, resulta una completa aberración que la idea de ciudadanía, anclada en la noción de nacionalidad, haya pasado a funcionar como cobertura del privilegio y como fuente de exclusión y discriminación, bien frente a los no nacionales, bien frente a los no ciudadanos31. En el actual contexto internacional, en efecto, resulta retrógrado y, a mediano plazo, ilusorio, pretender la consecución de un Estado de derecho en un solo país o en una sola región dentro de ese país, al precio de su inexistencia o su degradación en el resto del mundo o en otras regiones de ese Estado32. En otras palabras, ningún Estado puede aspirar a ser un Estado democrático y de derecho reprimiendo a la inmigración pobre de otros Estados y atrincherándose en lo que Habermas ha denominado «chauvinismo del bienestar»33, ni tampoco imponiendo, a nivel central, regional o local, identidades culturales excluyentes que operen como fuente de discriminación política y social de otros colectivos y ciudadanos. 5. Cuatro contratos para un constitucionalismo global: necesidades básicas, multiculturalismo, ecología, democracia A partir de estas consideraciones, resulta evidente, como ha apuntado Gomes Canotilho, que un constitucionalismo ceñido a la idea del Estado nación no puede arrogarse ya el papel de palanca de Arquímedes con fuerza para transformar el mundo, sin atender al hecho de que también él está cercado por otros mundos34. 29. Vid. Leviatán, Parte II, cap. 18, FCE, México, 1940, p. 175. 30. Esencia y valor de la democracia, Labor, Barcelona, 1934, pp. 138-139. 31. L. Ferrajoli, «Beyond sovereignity and citizenship...», cit., pp. 152 ss. 32. L. Ferrajoli, «Diritti fondamentali»: Teoria politica XIV/2 (1998), p. 19. 33. Vid. J. Habermas, «Ciudadanía e identidad nacional», incluido en Facticidad y validez, Trotta, Madrid, 42005, pp. 636 ss. 34. J. J. Gomes Canotilho, «¿Revisar/la o romper la Constitución dirigente?»: Revista Española de Derecho Constitucional (Madrid) 43 (1995), p. 13.
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puede prosperar cuando el incumplimiento de estos requisitos se muestre manifiesto e indubitado, por lo que cabría pensar que nuestro resultado es algo desalentador, ya que podría resumirse así: «el legislador penal puede ser un poco arbitrario, pero no demasiado». Sin embargo, tampoco cabe esperar mucho más. El derecho, como nuestro lenguaje, está plagado de nociones que proporcionan sólo «grados de verdad»: ¿cuánta oscuridad se precisa para que un hecho sea cometido con nocturnidad?, ¿hasta qué punto ha de ser violento o desconsiderado un tratamiento para ser calificado como «degradante»? Este género de razonamientos, llamados sorites37, son los que están presentes cuando nos interrogamos sobre la eficacia, necesidad o proporcionalidad de la pena: ¿qué grado de ineficacia, demasía o exceso de pena ha de concurrir para que la debamos considerar arbitraria? El Tribunal Constitucional parece sugerir que un altísimo grado, pero, en cualquier caso, parece que esto no nos lo puede resolver ningún juicio de ponderación. Que, sin embargo, no me parece inútil, pues representa un llamamiento a la racionalidad legislativa y al desarrollo de la argumentación allí donde antes —y seguramente ahora también— reinaba sólo la discrecionalidad del poder. De nuevo el constitucionalismo de los derechos abre importantes posibilidades de control, en este caso todavía apenas exploradas. 2.3. Los derechos sociales Si hay algún fragmento constitucional que suela ser tomado muy poco en serio por especialistas y profanos, ése es el de los derechos sociales o, más exactamente, el de los principios rectores de la política social y económica del capítulo III38. Derechos «aparentes» o «prometidos»39, «declaraciones retóricas que por su propia vaguedad son ineficaces desde el punto de vista jurídico»40, «conjunto de preceptos heterogéneos, cuyo rasgo común es el de enunciar una serie de objetivos necesarios de la acción del poder, al que la Constitución deja sin embargo una amplia libertad no sólo para escoger los medios, el modo y el tiempo de alcanzarlos, sino también y sobre todo para concretizarlos»41, son algunos de los juicios más benevolentes que pueden escucharse sobre estos principios, derechos o cláusulas que arti37. Vid. J. J. Moreso, La indeterminación del Derecho..., cit., pp. 108 ss. 38. Cualquiera que sea el modo de entender los derechos sociales, conviene advertir que no todos están en dicho capítulo. Por ejemplo, si consideramos, como creo que hay que considerar, que los derechos sociales son los derechos prestacionales, resulta que encontramos uno de enorme importancia recogido en la Sección 1.ª del capítulo II, el derecho a la educación. Lo que, por cierto, demostraría que no hay dificultades técnicas insalvables para diseñar derechos sociales de prestación con la máxima protección jurídica. 39. J. Jiménez Campo, Derechos fundamentales, cit., p. 24. 40. F. Garrido Falla, «El artículo 53 de la Constitución»: Revista Española de Derecho Administrativo 21 (1979), p. 176. 41. F. Rubio Llorente, Prólogo a Derechos fundamentales y principios constitucionales, cit., p. xiii.
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culan el presunto carácter social de la Constitución de 1978. Estaríamos, pues, en presencia de una suerte de «desconstitucionalización» operada por la propia Constitución, que aquí habría dejado de ser una norma vinculante para convertirse en una bienintencionada recomendación. En contra de lo que pudiera pensarse, el Tribunal Constitucional hace una invocación frecuente de los derechos sociales y no siempre su uso resulta tan retórico como acaba de sugerirse42. En líneas generales, creo que la jurisprudencia del Tribunal pone de relieve una virtualidad que es, al propio tiempo, una insuficiencia. La virtualidad es que los principios rectores encarnan normas objetivas que ofrecen cobertura para una acción estatal que en otro caso pudiera reputarse lesiva desde la óptica de ciertos derechos y libertades. La insuficiencia es que esos principios entran en escena más para respaldar al legislador que para sancionarlo, y es que los enunciados constitucionales resultan aquí lo suficientemente amplios o poco concluyentes como para que casi cualquier política pueda justificarse, pero también para que casi ninguna pueda considerarse obligatoria. Esta última cuestión se conecta al problema de la difícil dimensión subjetiva de los principios rectores, esto es, al problema de cómo cimentar posiciones subjetivas iusfundamentales de naturaleza prestacional. Ciertamente, del artículo 53.2 y 3 se deduce un régimen jurídico devaluado y que dificulta procesalmente la tutela de estos principios, dado que se hallan excluidos del recurso de amparo y que «sólo podrán ser alegados ante la jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen». Ahora bien, tampoco conviene olvidar: primero, que si los principios «informarán [...] la práctica judicial» es que de algún modo podrán ser invocados ante los tribunales. Segundo, que naturalmente el Tribunal Constitucional puede tener conocimiento de los mismos a través del recurso y de la cuestión de inconstitucionalidad. Y tercero, que ni siquiera cabe desechar en forma absoluta la posibilidad del amparo, al menos siempre que sea posible demostrar una conexión entre alguno de los derechos susceptibles de ese procedimiento y una pretensión prestacional nacida del capítulo III43; al fin y al cabo, allí donde no existe un catálogo explícito de derechos sociales, como sucede en la Constitución alemana, la viabilidad de su tutela depende de que se puedan adscribir a otros derechos fundamentales explícitos, y así se ha hecho en alguna ocasión; si esa argumentación puede ensayarse en Alemania para brindar alguna protección, también podrá hacerse —incluso con mayor razón— en España para ampliar la esfera del amparo. Pero, más allá de los problemas procesales, la dificultad principal 42. Me ocupé del tema en «Los derechos sociales y el principio de igualdad sustancial», en Ley, principios, derechos, Dykinson, Madrid, 1998, pp. 96 ss. 43. No sería la primera vez que el Tribunal amplía el ámbito del amparo. Por ejemplo, se ha construido una especie de derecho al rango de ley orgánica a partir de la conexión entre los artículos 17.1 y 81.1 (STC 159/1986); o un derecho a la motivación de las decisiones judiciales sobre la base de la conexión entre los artículos 120.3 y 24.1 (STC 14/1991).
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de los derechos sociales deriva de su propia estructura o fisonomía, que en líneas generales responde a la tipología de las normas programáticas, directrices o mandatos de optimización, que se caracterizan porque pueden ser cumplidos en diferente grado o, lo que es lo mismo, porque no prescriben una conducta concreta, sino sólo la obligación de perseguir ciertos fines, pero sin imponer los medios adecuados para ello, ni siquiera tampoco la plena satisfacción de aquellos fines: «realizar una política de [...] u orientada a [...], promover las condiciones para...» en puridad no supone establecer ninguna conducta determinada como jurídicamente debida; no sabemos a partir de qué umbral de incumplimiento comienza a operar la garantía. Incluso cuando los principios adoptan la forma externa de derechos, resultan tan imprecisos que apenas permiten fundar pretensiones concretas por vía de interpretación: el derecho a la vivienda, por ejemplo, puede intentar satisfacerse mediante subsidios de alquiler o fijando un precio tasado o, en fin, mediante la construcción pública; por otro lado, ¿qué condiciones ha de reunir una «vivienda digna», ¿debe garantizarse a todos o sólo a quienes carecen de cierto nivel económico? Diríase, pues, que nos hallamos resueltamente en la esfera de la política, exenta de cualquier control jurisdiccional44. Así parece considerarlo el Tribunal Constitucional. De un lado, en efecto, da a entender que de los principios rectores no cabe obtener ningún tipo de derecho subjetivo (ATC 241/1985), acaso identificando la inviable tutela directa a través del recurso de amparo con la imposibilidad de perfilar posiciones subjetivas a partir de los principios rectores, que son cuestiones que conviene diferenciar. De otro lado, subraya el carácter no vinculante de los medios necesarios para cumplir los fines o las prestaciones constitucionales; por ejemplo, en relación con el principio de protección familiar (art. 39) sostiene que «es claro que corresponde a la libertad de configuración del legislador articular los instrumentos, normativos o de otro tipo, a través de los que hacer efectivo el mandato constitucional, sin que ninguno de ellos resulte a priori constitucionalmente obligado (STC 222/1992); y lo mismo cabe decir de la Seguridad Social, pues si bien corresponde a todos los poderes públicos la tarea de acercar la realidad al horizonte de los principios rectores, de «entre tales poderes son el legislador y el Gobierno quienes deben adoptar decisiones y normas...» (STC 189/1987). Finalmente, tampoco parece haber acogido el criterio de «irregresividad» o irreversibilidad, esto es, la idea de que, si bien los derechos prestacionales no imponen una obligación de «avanzar», sí establecen una prohibición de «retroceder»: del artículo 50, relativo a la protección de los ancianos, no se deduce el deber de mantener «todas y cada una de 44. Vid. E. W. Böckenförde, Escritos sobre derechos fundamentales, cit., pp. 76 ss. En cambio, con una argumentación sugestiva, Alexy opina que mediante ponderación es posible justificar un catálogo de derechos sociales mínimos, por ejemplo, a un mínimo vital, a una vivienda simple, a la educación escolar, etc. (Teoría de los derechos fundamentales, cit., p. 495).
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las pensiones iniciales en su cuantía prevista ni que todas y cada una de las ya causadas experimenten un incremento anual» (STC 134/1987). Por tanto, los resultados no parecen hoy por hoy excesivamente prometedores. Sólo en alguna ocasión el Tribunal se ha pronunciado en favor de un núcleo indisponible para el legislador; así, a propósito del sistema de seguridad social, el Tribunal dice que el artículo 41 «consagra en forma de garantía institucional un régimen público cuya preservación se juzga indispensable para asegurar los principios constitucionales, estableciendo [...] un núcleo o reducto indisponible para el legislador» (STC 37/1994. El subrayado es mío). Ciertamente, no queda muy claro el concreto alcance de ese núcleo, pues para determinarlo se remite a «la conciencia social de cada tiempo y lugar», pero lo importante es que su existencia, en este y seguramente en otros derechos prestacionales, acredita lo que pudiéramos llamar una «competencia de configuración» por parte del Tribunal, al margen y por encima del legislador, pues a la postre es al Tribunal a quien corresponde traducir la «conciencia social» en exigencias concretas. Que los derechos prestacionales gozan de un núcleo indisponible significa, al menos, que algunas prestaciones representan auténticos derechos fundamentales, es decir, pretensiones subjetivas jurídicamente reconocibles con independencia de la mayoría política. También aquí el constitucionalismo de los derechos permite vislumbrar unas posibilidades casi inexploradas. Los principios rectores son enunciados constitucionales y todos los enunciados constitucionales, por el mero hecho de serlo, han de ostentar algún contenido esencial o núcleo indisponible45. Que para determinarlo hayamos de apelar a la «conciencia social», interpretada naturalmente por el Tribunal Constitucional, no debe producir escándalo; también la fijación del tertium comparationis «es una decisión libre, aunque no arbitraria, de quien juzga»46, y no por ello se ha puesto en duda la fuerza obligatoria del principio de igualdad ante el legislador. Sin duda, los derechos sociales presentan dificultades añadidas: enunciados poco concluyentes que no imponen conductas concretas, exigencia de medios financieros y de servicios públicos, frecuente colisión con otros derechos o con las prerrogativas del legislador para diseñar su política social y económica, etc. Todo ello es cierto, pero no impone una abdicación absoluta del derecho en favor de la política. Las exigencias de proporcionalidad y razonabilidad, en suma, las exigencias de los derechos 45. La idea de contenido esencial se compagina mal con la concepción de los derechos que aquí se ha desarrollado. De un lado, porque sugiere algo tan extraño como que un derecho tiene «partes», y sobre esto llama la atención J. Jiménez Campo, Derechos fundamentales..., cit., p. 70. De otro, porque viene a emparentar con ese modelo geográfico y no argumentativo que hemos comentado: núcleo intocable donde el legislador nada tiene que decir y completa libertad en el resto. Lo que pretende indicarse en el texto es simplemente que en los principios rectores del capítulo III existe también un contenido constitucional que obliga al legislador y que puede ser usado como base de un juicio de ponderación. 46. F. Rubio Llorente, «La igualdad en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Introducción», en La forma del poder. Estudios sobre la Constitución, CEC, Madrid, 1993, p. 640.
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constitucionales, no quedan derogadas tampoco en este capítulo. Y precisamente es tarea de la argumentación constitucional intentar conjugar unas pretensiones conflictivas pero que reposan en razones justificatorias que tiene un igual fundamento en la Constitución. Una vez más, nada de «materias» exentas o de espacios de inmunidad. El derecho constitucional puede ser considerado como un ordenamiento separado del que representa el derecho ordinario; concretamente como aquel que regula la organización y el ejercicio del poder y, a lo sumo, determinadas y tasadas relaciones jurídicas entre ese poder y los ciudadanos. Aunque esta forma de ver las cosas sigue teniendo un peso importante entre nuestros operadores jurídicos, he procurado mostrar que una constitución densamente rematerializada, el constitucionalismo de los derechos, propicia un enfoque diferente donde ya no cabe hablar por un lado de cuestiones constitucionales y, por otro, de cuestiones de derecho ordinario, porque todas están o pueden ser constitucionalizadas. Lo que no es equivalente a decir que todas vengan predeterminadas desde un viejo documento fundacional. Sin duda, el Estado constitucional es un marco de convivencia que permite la alternancia política y, por tanto, el establecimiento y desarrollo de distintas y aun contradictorias concepciones ideológicas, preservando siempre los derechos de los individuos y de los grupos minoritarios; simplificando, el Estado constitucional democrático se caracteriza porque mucho debe quedar a la libre configuración del legislador, pero bastante también reservarse a la esfera de lo inaccesible para la mayoría. Sin embargo, creo que es equivocado pensar que entre el ámbito de lo innegociable y el ámbito de lo político existe algo así como una frontera material siempre nítida; acaso es cierto que algunos fragmentos constitucionales se inscriben más bien en el capítulo de la justicia, mientras que otros pertenecen principalmente al capítulo de la política, pero ni la configuración legislativa está excluida por completo en el primero, ni la configuración judicial puede hallarse en absoluto excluida del segundo. Suponer que hay «materias» de la justicia innaccesibles para el legislador, al margen de evocar un cierto iusnaturalismo, resultaría muy poco democrático; pero suponer que existen «materias» de la política innaccesibles para el juez resultaría con seguridad muy poco constitucional. Por ello, tal vez en lugar de pensar en «materias», deberíamos pensar en círculos de competencia. Desde luego, tampoco aquí la separación puede ser tajante, pero, cuando menos, apunta en un sentido susceptible de conjugar los dos principios en pugna: el principio de la democracia, pues ningún ámbito queda por completo sustraído a la particular concepción de la mayoría; y el principio de la constitucionalidad o de la defensa de la posición del individuo incluso frente a la mayoría, pues ningún ámbito queda tampoco absolutamente al arbitrio de la política. 234
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En las páginas anteriores he intentado defender que esta forma de ver las cosas no tiene un interés puramente académico, sino que se proyecta sobre el núcleo mismo del derecho constitucional y del sistema de derechos, que hoy es justamente el capítulo de su interpretación. Los tres casos o ejemplos que he desarrollado, al margen de su importancia intrínseca, han servido como banco de pruebas de esas dos concepciones y, por fortuna, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional nos ha suministrado ejemplos en favor de cada una de las alternativas. La primera, que he llamado de reglas o geográfica, se empeña en esa visión más simplista: si la Constitución no ha tutelado de modo explícito una conducta, el legislador puede operar libremente y nada hay que decir; si no lesiona el contenido de los derechos, la ley puede establecer los tipos delictivos y las penas que juzgue convenientes; si la política social y económica es competencia de la mayoría, ninguna pretensión iusfundamental cabe sostener en esa esfera. Muy distinto es el enfoque del modelo argumentativo o de principios y no reiteraremos sus diferentes consecuencias en los casos examinados. Su aspecto fundamental consiste precisamente en un entendimiento amplio de los derechos y de las cláusulas materiales de la Constitución para, a partir de ahí y apelando a una racionalidad jurídica que a todos alcanza, o debe alcanzar, proceder a un examen no de la competencia legislativa en sí misma, sino de su ejercicio a la luz de las razones en pugna.
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