Honryvengnz

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Honor y Venganza /Isabel Acuña-Aryam Shield Amame u odiame, ambas están a mi favor. Si me ama, siempre estaré en tu corazón. Si me odias, siempre estaré en tu mente. Desconocido. A nuestras queridas lectoras por su invaluable apoyo, lealtad y cariño. Massimo es de ustedes, chicas, disfrútenlo. Tabla de Contenido Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28


Capítulo 29 Capítulo 30 Capítulo 31 Capítulo 32 Capítulo 33 Capítulo 34 Capítulo 35 Capítulo 36 Epílogo. Agradecimientos Sobre las autoras. Capítulo 1 Massimo Me dejeé caer en el sofaé de la casa con la copa de brandi en una mano mientras sosteníéa un habano con la otra. No fumaba muy a menudo, solo en ocasiones especiales, tan especiales como esta noche. Al fin, despueé s de meses de seguimiento, mi padre habíéa podido capturar, completamente desprevenido, a Collin Byrne, el reclutador encargado de llevar nuevas chicas a los pubs de los Gopher Gans, una de las familias irlandesas del crimen maé s peligrosas de Chicago, con la que mi familia teníéa una lucha de vieja data por territorios y poder. —Quiero ver la cara de mamaé si llega a encontrar una mancha de sangre en su inmaculado sofaé —le advertíé a mi padre, sentado a dos puestos frente a míé. —La culpa es de tu madre —expresoé eé l—. Ella sabe perfectamente queé se hace en las mazmorras, le pedíé que el mobiliario fuese en colores oscuros, pero ya la conoces, dice que tenemos suficiente oscuridad en nuestras vidas como para tenerla tambieé n en casa. Mi padre era el capo de la Sacra Familia, la organizacioé n criminal maé s poderosa de la ciudad, y el ué ltimo descendiente de una larga fila de gaé nsteres, con tentaé culos en cada estamento de la sociedad; no importaba si eran los buenos o los malos, las manos de mi padre estaban envueltas en cada decisioé n que se tomaba. EÉ ramos casi como la realeza del estado, razoé n por la cual nos habíéamos ganado algunos enemigos, pero eé l gobernaba en las sombras con mano de hierro. Desde un par de anñ os atraé s, los irlandeses, dirigidos por Connan O’Reilly, queríéan tomar una parte de nuestro territorio. El maldito era solo el consigliere[1] de los Gopher Gans, pero ejercíéa


como capo: Liam Walsh, el jefe de esa familia, estaba demasiado viejo para ordenar cosas como invasiones territoriales y, por lo que nos habíéan informado, se negaba a dejar la direccioé n en manos de Declan, su hijo mayor. Los ué ltimos meses nuestras rencillas habíéan desencadenado una guerra que teníéa desgastada a ambas organizaciones. Yo, por lo general, veíéa todo desde la barrera. Era leal a mi familia, a su modo de actuar y conocíéa al dedillo los negocios ilíécitos, pero mi lugar estaba en Luxor, el conglomerado de empresas que nos servíéan para limpiar el dinero proveniente de nuestras actividades ilegales: drogas, extorsiones, venta de armas, casinos ilegales y peleas clandestinas. Habíéa sido preparado para ello en las mejores universidades del paíés. Solo tomaríéa las riendas del negocio cuando mi padre se retirara, y a eé l le faltaban muchos anñ os para eso. Era un hombre que respiraba y se movíéa en el poder, estaba seguro de que no cederíéa su lugar tan faé cilmente. —El hecho de que lo sepa no quiere decir que no te mande a la mierda por ensuciar su mobiliario —insistíé. Habíéa una sola mujer que hacíéa temblar la mano de mi padre y esa era mi madre. Ella habíéa hecho todo lo que estaba en sus manos para ser maé s que el adorno del jefe de la familia—. No me extranñ aríéa que te hiciera quitar cada una de las manchas con un cepillo dental. Por cierto, ¿doé nde estaé ella? —Terminando de arreglarse para la fiesta. Mujeres… La puerta se abrioé y Salvatore entroé , su traje estaba manchado de sangre, pero la sonrisa en su rostro mostraba satisfaccioé n. —¿Cantoé ? —le preguntoé papaé cuando se sentoé a mi lado. —Coé mo un pajarito. —Se llevoé la manga de la camisa a la frente, intentando limpiarse un poco. Yo le tireé una toalla de mano—. Todos hablan si se les presionan los botones adecuados. A Salvatore no le temblaba el pulso para nada, una sola mirada y muchos ya estaban meaé ndose en los pantalones. A pesar de su juventud, se habíéa ganado con creces ser parte del grupo de ejecutores de la Sacra Familia. —¿Queé lograste sonsacarle, Salvatore? —Ubicaciones, proé ximos cargamentos y lo maé s jugoso… Nuestro amigo O’Reilly tiene una hija. Me sorprendíé; hasta donde sabíéa, el consigliere de los Gopher solo teníéa dos hijos varones.


—¿Estaé s seguro? —pregunteé desconfiado. —Síé, Byrne no pudo con la presioé n, no habíéa empezado y ya estaba suplicando por su pateé tica existencia. Salvatore sacoé un teleé fono celular que no era suyo, buscoé entre sus aplicaciones y se lo tendioé a mi padre. Me acerqueé a eé l. El hecho de que no estuviera ciento por ciento involucrado en la parte turbia de nuestros negocios no significaba que me gustara quedarme fuera. Una mujer joven tocaba el violíén ante un grupo de asistentes. Era hermosa; no del tipo al que estaba acostumbrado, pero lo era. Llevaba el cabello rubio suelto a la espalda y era delgada. La calidad del video me impedíéa ver el tono de sus ojos, pero me gustaron su boca de labios voluptuosos y el tono de su piel paé lida. Tocaba con seguridad y entrega, mi experiencia musical me senñ aloé que era una virtuosa del instrumento. —Se llama Cara y es estudiante del Instituto de Mué sica de Chicago. —El rostro de Salvatore dibujoé una mueca escalofriante—. Es hija de una de las amantes de O’Reilly y lleva una vida fuera de las actividades delictivas de su padre. Alceé una ceja en direccioé n a Salvatore. Un hombre desesperado puede decir muchas cosas, pero bien podríéa ser cierto: la gran mayoríéa de los mafiosos protege a su descendencia maé s que a su propia vida. Y, bastarda o no, saber de su existencia era una informacioé n de valor incalculable y un taloé n de Aquiles para O’Reilly. —Una bastarda… —dijo padre. —No importa, podríéamos sacar provecho de ella y quitarnos a los malditos irlandeses de encima, por lo menos por un tiempo —refuteé . Salvatore caminoé hacia la barra de los licores, daé ndonos unos segundos a solas. —No torturamos mujeres, no hay honor en eso —sentencioé mi progenitor. —Lo seé . Pero podríéamos presionar los botones correctos con tal de obtener lo que queremos. ¿Cierto, Salvatore? —Es una buena idea, senñ or, si me permite puedo disponer de alguien que empiece a seguirle la pista a la principessa Cara… —Quiero ver hasta doé nde nos lleva esto. Hazlo, Salvatore, y asegué rate de que dejen el cuerpo del irlandeé s a la vista, para que el capo y el consigliere sepan que no estamos jugando. —Se levantoé del sofaé —. Al menos esto haraé que los ancianos me dejen trabajar el negocio de las drogas como quiero.


—¿Sigues con la idea de dejar eso en manos de los carteles? —Greco dice que estoy echando a perder la Sacra Familia con eso, pero ya sabes coé mo es, no perdona el hecho de que no haya lanzado un ataque contra los Costa, despueé s de lo que Vito le hizo a su familia. Vito Costa se habíéa casado a escondidas con la hija de Greco, que estaba prometida al hijo de otra familia. Su fuga habíéa sido tema en las diversas reuniones durante meses. —Maé ndalo a la mierda, tué eres el jefe —repliqueé . —Ojalaé fuese tan sencillo, pero Ferrari y Mancini estaé n de su lado. Sus opiniones no me preocupan, son demasiado viejos y cobardes para hacer algo, y mis hombres me son leales. Basta de charla, tengo que irme, tenemos una fiesta a la que asistir. Esperamos a que mi padre saliera de la oficina, tomeé el ué ltimo trago en mi vaso y me levanteé abrochando mi chaqueta. —¿Te vas? —preguntoé Salvatore. Yo asentíé. —Tengo que hacer una llamada de negocios y ya voy un par de minutos tarde. —Salgo contigo. ¿Vas a la fiesta del alcalde Williams? —Por supuesto. —Sonreíé ladino—. ¿Quieé n se follaraé a Angeé lica Williams si yo no estoy ahíé? —Salimos a la noche. Teníéa una hora para llegar a la lujosa mansioé n del alcalde: debíéa pasar primero por mi oficina, y luego por el departamento, a vestirme para la ocasioé n—. ¿Te vereé allaé ? Salvatore me dio un seco asentimiento. —Massimo. —Me gireé para ver a mi amigo y casi hermano abrir la puerta de su coche—. Necesitas involucrarte maé s en los asuntos de la familia. Sonreíé de nuevo. Ya llegaríéa mi momento, por ahora teníéa las manos llenas en el conglomerado familiar. La mansioé n del alcalde Parker Willians estaba ubicada en Wicker Park. Era una construccioé n estilo barroco que parecíéa maé s una vivienda campestre que una casa tíépica de ciudad, con un amplio jardíén y una fuente en la entrada que habíéa sido el orgullo de la antigua senñ ora Willians. La hilera de autos de lujo campeaba a la entraba para dejar a la flor y nata de la sociedad de Chicago en la opulenta fiesta. Dejeé las llaves del Bugatti en manos del valet con una mirada que decíéa que pagaríéa con su


vida si algo le pasaba a mi juguete. Mientras caminaba hacia la entrada, aliseé la pajarita de mi traje al tiempo que dos empleados abríéan las puertas dobles que daban a un amplio pasillo repleto de obras de artes y antiguü edades que gritaban “¡dinero!”. Si por algo era conocido nuestro buen aliado, el alcalde, era de presumir lo que su estatus y poder le permitíéan. El saloé n de baile estaba decorado para la ocasioé n, todo elegante y de buen gusto; sin duda alguna, la mano de la nueva esposa del políético estaba en ello. Un mesero me ofrecioé una copa de champanñ a mientras buscaba a mis padres con la mirada. Los localiceé a un costado del saloé n, junto con el anfitrioé n y su bella esposa: mi padre parecíéa estar enfocado en una conversacioé n importante con Parker, mientras las mujeres sonreíéan y charlaban entre síé. Camineé hacia ellos. La mirada de Angeé lica Williams se posoé en míé mucho antes de que mis padres me notaran, le di mi sonrisa ladeada con una promesa en mente. La follaríéa mientras su amado esposo recitaba el discurso de campanñ a para la reeleccioé n. Ella me hizo un guinñ o, haciendo que mi madre se girara hacia míé y me mirara con el cenñ o fruncido y los ojos entrecerrados. —Damas… —Le di un beso a mi madre en la mejilla y luego tomeé la mano de Angeé lica y dejeé en ella un casto beso que erizoé su piel. —Por fin llegas, hijo, penseé que no vendríéas esta noche —dijo mi padre al notar mi presencia. —Teníéa asuntos que atender, pero no podríéa no acompanñ ar a nuestro querido amigo en esta importante noche. —¿Lograste concretar ese negocio? —insistioé mi padre. —Síé… —Oh, esta noche no es para hablar de negocios —interrumpioé mi madre —, estamos aquíé para apoyar a Parker. Ademaé s, estoy segura de que maé s de una chica hermosa querraé bailar contigo. —Y yo estareé encantado de cumplir sus deseos. —Sonreíé—. Si no les molesta, empezareé con nuestra anfitriona. Estireé mi mano hacia ella sin dejar de ver a Parker. EÉ l hombre asintioé ante la mirada desaprobatoria de mi madre y la extasiada de Angeé lica.


La lleveé hasta el centro de la pista y coloqueé mi mano sobre la piel de su espalda, desnuda gracias al vestido que llevaba. Mi pulgar se deslizoé por la curvatura de la columna y sus ojos se nublaron por el deseo contenido. —Penseé que me dejaríéas sola esta noche. Sonreíé iroé nico, girando con ella al compaé s de una cancioé n de Michael Buble. —No estaé s sola, estaé s acompanñ ada de tu esposo, rodeada de tus amigos, siendo la anfitriona perfecta. —Sabes que no me refiero a eso. —Te follareé con ese vestido antes de que tu esposo termine su discurso de reeleccioé n. Ella sonrioé como si yo estuviera diciendo locuras. —Como si pudiera escaparme en ese momento. Como bien lo has dicho, debo ser la esposa perfecta. Angeé lica Williams era la segunda esposa del alcalde Williams y teníéa veintidoé s anñ os menos que su marido, que ya casi rondaba los cincuenta. Era bella, joven y ambiciosa. La perfecta esposa trofeo. —Lo haraé s, te esperareé en el mismo lugar de siempre. La cancioé n terminoé y mi madre se acercoé a nosotros. Penseé que queríéa bailar, pero en cambio tomoé mi brazo y me llevoé hacia un costado del saloé n. —Seé lo que estaé s haciendo. —Vestíé mi rostro con una expresioé n inocente—. No se danñ araé la buena relacioé n que tenemos con Parker por esa perra en celo. —Sonrioé hacia la esposa de uno de los hombres de negocios maé s importantes de la ciudad. —No seé de queé me estaé s hablando, simplemente intento ser amable con la esposa de nuestro querido alcalde. —Massimo, estoy segura de que te pasas de amable con ella, no soy tonta. Parker hace de la vista gorda con nosotros, por los negocios de la familia, pero un hombre tiene sus líémites, te pido que no tires de esos líémites, no nos conviene ni a ti, ni a tu padre, ni mucho menos a la Sacra Familia enemistarnos con eé l, hay mucho en juego. Beseé su frente e imposteé mi mejor sonrisa a las personas que nos observaban. —No te preocupes, madre, seé lo que estoy haciendo. Me alejeé de su lado buscando con quien distraerme mientras llegaba la hora del discurso de Parker. Angeé lica me lanzoé una mirada furiosa cuando traspaseé las puertas del saloé n adjunto a la fiesta,


desde donde se podíéa escuchar a Parker hablar sobre sus planes para el proé ximo periodo. —Por un momento penseé que habíéas cambiado de opinioé n, te vi conversando muy entretenido con Amanda Wells. ¿Te la follas tambieé n a ella? —No tengo por queé darte explicaciones. —Me le acerqueé con las manos en los bolsillos—. Que yo sepa, lo que hay entre los dos es de todo menos exclusivo. Gíérate, coloca las manos sobre el escritorio y alza el culo para míé. A pesar de su protesta, obedecioé raé pidamente. —Tengo que estar fuera de esta habitacioé n antes de que Parker termine. —dijo girando su rostro para verme. —Silencio, no hablaraé s si no te lo pido, no te moveraé s si no te lo ordeno. —Mis manos subieron los metros de tela que teníéa el vestido, acariciando sus piernas en el proceso hasta dejar su glorioso trasero desnudo—. Sin bragas… —Lanceé una palmada que rebotoé en su suave carne —. Tal como me gusta. —Se marcaban con el vestido. —Si tué quieres creer eso, bien por ti. —Mis dedos buscaron su sexo y hurgaron entre sus pliegues—. Alguien estaba esperando esto. —Hundíé mis falanges en su humedad, hacieé ndola gemir—. ¿Queé tanto me quieres? —Deja los juegos… No tenemos tiempo para eso. Me reíé de nuevo. —Yo marco el tiempo, linda. Movíé los dedos dentro de su sexo y sus piernas temblaron cuando encontreé el punto que la hacíéa delirar. —Massimo… —susurroé con voz febril—. Por favor… Saqueé mis dedos de su interior y le ordeneé girarse al tiempo que me bajaba los pantalones y sacaba mi miembro del interior del boé xer. Ella se relamioé . Ansieé ponerla de rodillas, pero era consciente de que en esta ocasioé n no teníéamos tanto tiempo. Estaba jugando con fuego, mi madre se estaríéa preguntando doé nde diablos estaba, y solo tendríéa que mirar entre las personas para adivinar con quieé n. Me coloqueé un condoé n con celeridad y empujeé a Angeé lica sobre el escritorio alzando sus piernas y dejando su sexo abierto a mi deleite un par de segundos antes de penetrarla sin ningué n tipo de contemplacioé n. Ella empujoé su cuerpo hacia adelante con la primera embestida y enrolloé las piernas en mi cintura, yo beseé su cuello, deslizando mi lengua por su clavíécula y comenceé a


embestirla. De la boca de Angeé lica salíéan suspiros e improperios que ahogaba contra la chaqueta de mi esmoquin. Agradecíé haber usado un color oscuro esta noche, porque estaba seguro que su laé piz labial estaba quedando impregnado en la tela. Bajeé la parte superior de su vestido y tomeé uno de sus pechos en la boca mientras atendíéa el otro con las manos; las caderas de Angeé lica se acoplaban en candencia con mis movimientos; podíéa escuchar el choque de nuestros sexos a medida que incrementaba el ritmo de cada arremetida; su vagina hué meda y resbaladiza hacíéa que cada penetracioé n fuese maé s profunda, y pronto empezoé a contraerse a mi alrededor, indicando la llegada de su orgasmo; los gemidos lastimeros aumentaron silenciando las palabras del alcalde Williams. El deseo de morder sus pechos reverberoé dentro de míé, tireé de sus pezones succionando hasta dejar una pequenñ a marca que incrementoé mi propio placer. Me tomoé menos de un minuto hacerla llegar al clíémax; Angeé lica gritoé y mi mano acalloé sus gemidos mientras navegaba la ola del placer absoluto, embestíé su sexo dos veces maé s hasta alcanzar mi propia liberacioé n. Nos quedamos en silencio, solo se escuchaba el ritmo de nuestra respiracioé n. Inspireé con fuerza mientras alejaba su cuerpo del míéo dejando que mi miembro semiempalmado se deslizara entre los dos. Soy un hombre con un apetito voraz, nunca quedo completamente satisfecho con una sola follada, pero por esa vez tendríéa que ser suficiente. Me quiteé el preservativo envolvieé ndolo en una hoja de papel antes de tirarlo en la basura. Angeé lica estaba arreglando su vestido mientras yo me subíéa la cremallera del pantaloé n. —Me dejaste una marca. La atraje a mis labios dejando un beso hambriento en su boca, habíéa evitado besarla con tal de no arruinar su maquillaje, pero queríéa hacerlo y pocas cosas me eran negadas en esta vida. Ella siguioé el beso con la misma intensidad y tuve que alejarme cuando mi polla se movioé de nuevo entre los confines de mi ropa. —Te quiero manñ ana en mi departamento… —Asintioé sin oponer resistencia—. Pon una excusa


creíéble, no pienso dejarte ir de mi cama hasta que no puedas caminar. —El deseo brilloé con fuerza en sus iris oscuros—. Saldreé primero. Me separeé de ella una vez maé s, camineé hacia la puerta sin girarme a mirarla un segundo extra. Una vez frente al umbral, arregleé mi chaqueta y luego paseé las manos por mis cabellos, cuidando de que ninguno se hubiese salido de su sitio. Para cuando volvíé al saloé n, Williams estaba terminando su discurso. Mi madre me lanzoé una mirada encrespada, pero ya lidiaríéa despueé s con ello. Me mezcleé con las personas que creíéan cada una de las artimanñ as que salíéan de la boca del políético. —Agradeciendo siempre a mi bella esposa por la organizacioé n del díéa de hoy. Ven aquíé, carinñ o. Angeé lica ya subíéa hasta el podio como si no hubiese estado hace menos de cinco minutos entre sus piernas, y saludoé a su marido con un beso en la mejilla mientras los presentes se preparaban para el brindis. Levanteé mi copa hacia ella. El resto de la fiesta me entretuve impartiendo una clase de finanzas al senador Brown y otros hombres que, estaba seguro, visitaríéan mi oficina en los proé ximos díéas. Vi a Angeé lica sonreíér a sus invitados del brazo de su flamante esposo. Durante unos segundos, cruzamos una mirada llena de promesas, y salíé sin despedirme… Ya habíéa obtenido lo que queríéa de esa noche. Era poco maé s de medio díéa cuando me estacioneé frente a la casa de mis padres ubicada en Lincoln Park, bajeé del coche, acomodeé las gafas en uno de mis bolsillos y abríé la puerta solo para escuchar los gritos de AÉ ngelo y Chiara mientras bajaban de las escaleras. Mis hermanos gemelos de ocho anñ os eran como el agua y el aceite: mientras AÉ ngelo era calmado y muy pocas cosas sacaban en eé l el temperamento de nuestra familia, Chiara era completamente su opuesto. Habíéan convencido a mi padre para ir de vacaciones al Gran Canñ oé n. —¡No es justo, Chiara! —dijo en un rugido AÉ ngelo, sus pisadas podíéan hacer temblar los cimientos de la casa. —Entonces díéselo a papaé —dijo mi hermana como la principessa que era. —¡No voy a hacerlo! —Bueno, bueno. ¿Queé es lo que estaé pasando entre ustedes dos? ¿Por queé siempre que vengo a


esta casa encuentro una pelea? En momentos como este agradecíéa haber crecido como hijo ué nico, ya que los gemelos aparecieron cuando estaba a punto de cumplir veinte y las esperanzas de mi madre por tener maé s ninñ os se habíéan esfumado. —¿Se lo digo yo o se lo dices tué ? —Chiara colocoé sus manos en la cintura y alzoé la cabeza, altiva. —Te matareé si dices algo… —Y padre te mataraé si te escucha hablarle asíé a Chiara —le dije con voz dura a AÉ ngelo. —O míénimo te va a partir los dientes —anñ adioé mi hermana. Me gireé hacia ella. —No ayudas, Chi… —Observeé a uno y a otro, dos mezclas perfectas de mis padres—. Alguno de los dos va hablar. Me desabotoneé el traje y me senteé en el sofaé , la funda para cuchillos que mi padre me habíéa regalado en mi ué ltimo cumpleanñ os quedoé expuesta y los curiosos ojos de mis hermanos se fueron justo ahíé. A pesar de haber estudiado en escuelas prestigiosas, habíéa sido entrenado para dirigir la Sacra Familia, y sabíéa manejar toda clase de armas. Mi debilidad eran los cuchillos y los coleccionaba, pero el CEO de un conglomerado no podíéa andar por ahíé con un arsenal de esas armas blancas, entonces solo llevaba mi navaja maé s fina y peligrosa. —AÉ ngelo se coloé en el sistema del colegio y cambioé sus notas por las de Arthur McMillan — dijo Chiara sin dejar de mirar la navaja. —¿¡Que hiciste queé !? La voz mi padre se escuchoé desde la entrada del estudio. Varios de nuestros hombres estaban con eé l. Me parecioé extranñ o que no se hubiese requerido de mi presencia en esa reunioé n. Habíéamos ajustado los cronogramas para los cuatro díéas que estaríéa fuera. —Traicionera… —bufoé mi hermanito miraé ndola con el cenñ o fruncido. —Senñ ores, terminamos por hoy, resolveremos el problema con los irlandeses cuando vuelva del viaje. Gianluca, refuerza tus fronteras —dijo al lugarteniente de Evanston—, ustedes tres, a mi oficina… —La voz de mi padre no titubeoé . —¿Y yo por queé ? —refunfunñ eé —. Apenas estaba llegando. —¡Por efecto colateral! —gritoé mi padre con voz de trueno. Realmente no entendíéa por queé estaba molesto, la brillante mente de AÉ ngelo seríéa un regalo


para la Sacra Familia. Mi padre obligoé a AÉ ngelo reorganizar la configuracioé n del sistema de su escuela. A pesar de que podíéa ver el orgullo reflejado en sus pupilas, no dejaríéa pasar la infraccioé n y a mi hermano le esperaba una buena reprimenda. Almorzamos en casa y estuve con ellos hasta que Ranger, el jefe de seguridad, anuncioé que debíéan salir hacia el aeropuerto. Me despedíé de mis padres y hermanos. —Tengo una conversacioé n pendiente contigo —dijo mi madre dejando un amoroso beso en mi mejilla. —Mantente en contacto —dijo mi padre—. No te metas en líéos y cuida de los negocios. Asentíé, mirando el reloj atado a mi munñ eca. Faltaba poco menos de media hora para mi cita con Angeé lica. Si hubiese sabido que era mi ué ltimo díéa con ellos les habríéa dedicado maé s que una despedida apresurada. Capítulo 2 Cara Me ajusteé los cordones de los Converse, me peineé el cabello con los dedos, tomeé la mochila que estaba encima de la silla y calceé al hombro el estuche con mi adorado violíén Elira. Mientras salíéa de la habitacioé n y bajaba las escaleras con celeridad, iba pensando en coé mo evadiríéa a los hombres de mi padre esta vez. Me habíéa prohibido cualquier tipo de actividad a excepcioé n de mis clases en el Instituto de Mué sica de Chicago. Ser hija de Connan O’Reilly, el segundo al mando de la mafia irlandesa afincada en Chicago, era un incordio la mayoríéa de las veces. —Cara, ven un momento. —La voz de mi madre se escuchoé desde la sala. “Diablos”. —Madre, voy tarde —intenteé . —Ven aquíé, inmediatamente. Mis pasos resonaban sobre el pulido piso de madera oscura al entrar en el saloé n. Ella estaba sentada en una esquina de la estancia, e iba vestida con elegancia, tal como se vestíéan las esposas de los amigos de mi padre: atuendo senñ oril de dos piezas, peinado elaborado y maquillaje perfecto, collar de perlas de maé s de tres vueltas en su cuello y aretes a juego. La diferencia radicaba en que mi madre no llevaba el tíétulo de esposa, como las de esos hombres “respetables”


que hacíéan parte del cíérculo de Connan O’Relly: ella habíéa sido una de sus tantas amantes y se convirtioé en la segunda en jerarquíéa al quedar embarazada de míé, ya que su esposa solo le habíéa dado dos hijos varones. De ahíé en adelante, mi padre se habíéa cuidado de no embarazar a ninguna otra de sus amantes, incluida mi madre: un hijo significaba demasiado trabajo, preocupaciones y muchíésimo dinero gastado en seguridad, ademaé s de otras cosas. Mi madre dejoé la taza de teé en una mesa auxiliar y miroé mi atuendo con reprobacioé n. —Gasto cada dos meses una cantidad obscena en vestuario para ti, para que al fin entres en razoé n y dejes de vestirte como una hippie, y no me ha servido de nada. Observeé la hora en mi reloj, si salíéa enseguida llegaríéa con tiempo suficiente de preparar todo para la clase de mué sica a los ninñ os del refugio de la iglesia St George’s. —Haríéas bien en dar ese dinero a caridad, madre. Con mucho menos de esa cantidad vestiríéas a todos los ninñ os del hogar del padre O’Flannagan y aseguraríéas tu camino al cielo. Mi madre fruncioé el cenñ o. Era hermosa, teníéa que serlo para que Connan O’Reilly hubiera puesto sus ojos en ella, pero la amargura y una sombra de tristeza vestíéan sus facciones. Mi padre habíéa perdido la cabeza por ella cuando entroé a trabajar como mesera en uno de los clubes de la organizacioé n. Lo que la gente de ese mundo habíéa considerado un golpe de suerte, yo lo veíéa como una maldicioé n para una chica que, recieé n salida de la adolescencia, habíéa huido de un padre abusador en un pueblo de Minnesota. Era inteligente: se adaptoé a su mundo, de manera discreta y sin hacer muchas preguntas, aceptando los escoltas y las largas ausencias, ademaé s de las otras mujeres; pulioé su estilo y modales, con la esperanza de que eé l dejara a su esposa y se casara con ella. Eso nunca pasoé , aunque su devocioé n por mi padre siguioé intacta, lo que para míé era algo enfermizo y me hacíéa rechazarla. Sin embargo, teníéamos una buena vida, O’Reilly nos habíéa dado todo lo que habíéamos querido, menos lo que tanto anheloé mi madre, respetabilidad. —No seas impertinente. Tu padre vendraé estaé noche a cenar, haríéas bien en llegar temprano. —Despueé s de la actividad en la iglesia, tengo ensayo. Recuerda el concierto del saé bado, aué n


hay unos acordes en los que debo trabajar. —Cara, no me hagas las cosas maé s difíéciles. Tu padre quiere hablar con nosotras, desea reforzar la seguridad; no olvides que nuestra posicioé n es deé bil, si a eé l le llegara a pasar algo, tus hermanos no vendríéan por míé ni por ti, quedaríéamos desprotegidas. —Ellos no son mis hermanos y yo soy perfectamente capaz de cuidarme sola. —No voy a discutir contigo sobre ese tema, esta es nuestra vida y maé s te vale que acabes de aceptar ser la hija de quien eres. Tu obligacioé n es no exponerte demasiado y esperar que tu padre busque un buen hombre para ti. —¿Uno tan bueno como eé l? —satiriceé —. No quiero tener nada que ver con la maldita organizacioé n. —Esa maldita organizacioé n, como la llamas, nos da de comer y paga tus estudios en una de las mejores escuelas musicales del mundo. —Hubiera preferido aprender a tocar el violíén en el parque y que tué siguieras siendo una mesera, si con ello no hubieras entrado en ese mundo de matones. Amo a mi padre, pero simplemente no puedo tolerar lo que hace, el ambiente en el que vive y se desempenñ a; no me cabe en la cabeza que pueda dormir por las noches si todo lo que se dice de eé l es cierto; papaé es un monstruo, mamaé , y tué lo sabes, no entiendo coé mo puede sentarse a la mesa y comer con las mismas manos con las que ha matado gente, ¿coé mo puedes respirar su mismo aire sin intoxicarte? —¡No puedes creer todo lo que se dice sobre tu padre! Nosotras somos su familia, somos quienes le damos apoyo. —Se levantoé y se acercoé a míé con los punñ os apretados; era muy faé cil sacar a mi madre de sus casillas—. Tu padre atraviesa la puerta y el tíétulo que conlleva su apellido se queda allaé afuera, es por eso que lo amo, es por eso que puedo sentarme a su lado en la mesa y es por eso que tué estaé s aquíé y no te permito que siquiera pienses en eé l como un monstruo. —Con queé poco te conformas, madre, ni siquiera eres su esposa. Mi madre palidecioé . Yo me arrepentíé al momento de mis palabras, pero antes que pudiese disculparme, su mano me cruzoé el rostro de una bofetada. —¡Pero soy tu madre! ¡A míé me respetas! No necesito un papel y mucho menos la puesta en escena para sentir lo que siento. ¡Para ser lo que soy! Regresa a tu habitacioé n, Cara, te quedaraé s ahíé hasta que tu padre llegue. —Pero… —Sin peros, no vas a salir de aquíé hoy.


Subíé furiosa a mi cuarto y le envieé un mensaje de texto al padre O’Flannagan disculpaé ndome por no poder asistir. El ensayo era otra historia; saqueé el violíén del estuche y las partituras, que puse en el atril y empeceé a tocar. Una melodíéa de Tchaikovsky inundoé la estancia, llevaé ndose por momentos mi frustracioé n y mi rabia; sabíéa que me lo merecíéa, no debíé hablarle asíé a mi madre. Amaba a mi padre, pero preferíéa estar muerta a casarme con un hombre que tuviera que ver con su mundo oscuro y violento, asíé viniera envuelto en terciopelo y joyas. Los hombres de la organizacioé n eran implacables, mujeriegos, desprovistos de toda sensibilidad, peé simos maridos. Me perdíé entre las notas y los acordes de la melodíéa, el concierto del saé bado era de suma importancia para míé, ya que estaríéan los cazadores de talentos de las diferentes discograé ficas que apostaban por nuevos prodigios musicales. Despueé s de una hora dejeé de tocar y me acerqueé a la ventana; teníéa unos treinta minutos para llegar al ensayo. Los hombres que mi padre habíéa destinado para mi seguridad aguardaban en uno de los autos frente al jardíén, pero cuando estaban en la casa, Maggie, la cocinera los invitaba a un refrigerio a ué ltima hora de la tarde, ese seríéa el ué nico momento en que tendríéa la posibilidad de escabullirme. No pasaron veinte minutos cuando la mujer los llamoé , pero solo uno de ellos bajoé del auto, el otro se quedoé de guardia. Era el destinado a mi madre y estaba segura de que estaba en la parte posterior de la casa, luego la ué nica aé rea libre seríéa la puerta lateral que daba a un callejoé n y que, confiaba, estaríéa libre de vigilancia. Encendíé el computador, busqueé la lista de mis ué ltimas grabaciones musicales y reproduje una al mismo volumen que el ensayo de hacíéa unos momentos. Guardeé el violíén en el estuche, echeé dinero y la identificacioé n en uno de los bolsillos de mi jean y bajeé despacio por la escalera. Retuve la respiracioé n al pasar de puntillas por la puerta de la cocina y escuchar la voz de dos de los hombres y la conversacioé n de Maggie, a lo mejor, estaban relajados al escuchar los acordes del violíén que vibraban por el lugar. Me escabullíé por el lateral que estaba sin guardia, llegueé a la parte posterior de la casa vecina, y salíé por una puerta de madera; el lugar estaba solitario, aué n se


escuchaba la mué sica. Respireé un poco maé s tranquila cuando llegueé a la siguiente esquina y me perdíé entre la gente hasta llegar a la estacioé n del metro. El ensayo seríéa en uno de los salones del instituto. Llegueé con cinco minutos de retraso. —Ey, Cara, bella —saludoé Daniel, se acercoé y me dio un ligero beso en la comisura de la boca.— Hola —contesteé agitada. No me esperaba ese tipo de saludo. Daniel me sonreíéa. Era guapo, alto, delgado, tez clara y unos ojos grises que, estaba segura, llevaríéan loca a maé s de una. Habíéamos salido juntos un par de meses el otonñ o anterior despueé s de mi viaje de vacaciones a Grecia, pero la relacioé n no habíéa prosperado. Fue agradable mientras mi padre lo ignoraba, y era todo un desafíéo burlar la seguridad para encontrarme con eé l, pero en cuanto se enteroé y los investigoé a eé l y a su familia, lo vio tan inofensivo que aproboé la relacioé n y yo perdíé el intereé s por eé l enseguida. —Tranquila, el profesor no ha llegado. —Por fin algo que me sale bien hoy, no queríéa faltar a este ensayo. ¿Coé mo vas tué con Oliver? —Oliver era el nombre con el que mi amigo habíéa bautizado a su violonchelo. —Muy bien. —Lo sentíé nervioso y carraspeoé antes de hablar—: Cara, te invito a cenar el viernes. Lo mireé sorprendida, desde que habíéamos dejado de vernos, era su primer acercamiento. Mediteé su propuesta y la verdad no estaba interesada, no deseaba algo serio en ese momento. Pero tampoco queríéa hacerlo sentir mal, de ninguna manera, y la llegada del profesor me salvoé de tener que darle una respuesta. —Diez minutos de calentamiento y luego veremos queé tanto practicaron y queé tanto quieren llegar a pertenecer a las grandes ligas. El ensayo duroé maé s de dos horas, aué n teníéa un par de problemas con unos acordes en la mitad de una pieza de Beethoven, en el solo de violíén. Cuando guardaba el instrumento en el estuche, el profesor se acercoé . —Tendraé s que aporrear el violíén los díéas que faltan para la presentacioé n si quieres tener una oportunidad. —Lo seé .


—¿Queé te pasa, Cara? ¿Problemas? Recuerda quieé nes van a estar dentro del pué blico y tué eres una de las promesas de esta promocioé n. El paé nico me atenazoé la boca del estoé mago. No podíéa permitirme fallar, el violíén seríéa lo ué nico que me podríéa brindar una vida diferente; sin eé l, seríéa como mi madre o como esas esfinges que a veces veíéa en las reuniones a las que me obligaba a ir mi padre, seres muertos en vida. No podíéa, practicaríéa díéa y noche si fuera necesario y la presentacioé n seríéa impecable. —No me pasa nada, profesor, le prometo que mi interpretacioé n seraé perfecta. —Eso espero. Al salir, la temperatura habíéa descendido. Ya se respiraba en el aire el olor de la primavera, pero, aunque eran mediados de abril, el clima seguíéa algo fríéo. Iba distraíéda pensando en las palabras del profesor, cuando noteé que un auto me seguíéa de cerca. “Me encontraron”, cavileé . Observeé de reojo que el vehíéculo frenaba unos metros delante de míé y de eé l se apeaba Tim, uno de los hombres de mi padre. Abrioé la portezuela y me hizo senñ a de que entrara, no podíéa negarme. Al entrar al vehíéculo, se materializoé ante míé la figura de mi padre. Era un hombre imponente, vestido con traje oscuro de tres piezas. Teníéa la piel y el color de ojos tíépicos de los irlandeses, habíéa ganado algo de peso y en el cabello rubio ya se vislumbraban algunas canas. —Si fueses uno de mis hombres, o Dylan, o Cian —dijo refirieé ndose a mis medio hermanos —, no estaríéas tan tranquila. —Bajeé la mirada mientras trataba de tragar el nudo que oprimíéa mi garganta—. ¿Tienes idea de la cantidad de problemas que tendríéas ahora mismo? Dame una sola razoé n para no salir a buscarte un marido que te ensenñ e a obedecer las reglas de nuestro mundo. Lo mireé aterrada, necesitaba ganar algo de tiempo, eé l no podíéa hacerme eso ahora. —No seríéas capaz de hacerlo, me prometiste que no pensaríéas en esa posibilidad hasta acabar mis estudios. —Tienes veintiué n anñ os y ambos sabemos que tu carrera puede durar toda la vida, en algué n momento tendraé que hacerse. Recuerda que hay una guerra con la Sacra Familia, Lorenzo Di Lucca es tan cruel y despiadado como dicen, tan solo ayer hemos encontrado a Byrne cortado en pedazos


y con signos de tortura, dicen que su ejecutor disfruta deshollejando a sus enemigos hasta la muerte. Quieren nuestro territorio, Cara, y no van a descansar hasta acabar con cada uno de nuestros miembros… Tué eres mi eslaboé n maé s deé bil y no estoy orgulloso de eso, un hombre no debe tener debilidades, estar sola sin la proteccioé n adecuada te hace un blanco faé cil. Tienes que entender que, por mucho que lo odies, naciste en un mundo de oscuridad, violencia y hambre de poder. Responderemos a este ataque, Cara, se vienen tiempos de guerra, cualquier descuido y estaé s muerta. —Mi padre nunca me habíéa hablado de esa manera y por primera vez en mucho tiempo no supe queé contestar. Me quedeé callada esperando que continuara su diatriba—. Te he dado muchas libertades y el producto de ello han sido maé s actos de rebeldíéa, me has pagado mal. No me obligues a encerrarte, de ahora en adelante haraé s todo lo que yo diga sin chistar, si quieres seguir con tu vida, o de una vez pacto un compromiso entre alguno de mis lugartenientes y tué , y ese síé que seraé el fin de tu carrera. —Tué me lo prometiste. —En este mundo no se puede creer en promesas, estaé s castigada, no saldraé s de tu habitacioé n a no ser que salgas con tu madre. Recordeé que mi madre odiaba que fuese con los ninñ os hueé rfanos. —El padre O’Flannagan cuenta conmigo. —A la mierda O’Flannagan, le haríéa maé s falta mi dinero que tué . —Eso no es justo padre. —Nada en la vida lo es. —Dime queé quieres que haga y lo hareé —musiteé derrotada. Odiaba sentir que entregaba mis elecciones a alguien maé s. —Lo dices como si estuvieses esperando una sentencia de muerte… —Se tocoé el cabello entrecano—. Se acaboé lo de salir sin seguridad, debo saber en todo momento doé nde te encuentras y eso no es negociable, ¿entendido? —Me entregoé un GPS—. Tendraé s este aparato todo el tiempo en tu bolso o en algué n bolsillo si sales sin cartera. Una veta de rebeldíéa crecioé dentro de míé y el fuerte impulso de rechazar maé s intromisiones en


mi vida me latioé en la cabeza, pero no podíéa llevar maé s al líémite el duelo con mi padre. Habíéa aprendido a escoger mis propias batallas y esta era una que no estaba ni de lejos en posicioé n de ganar. Recibíé el aparato sin muchas ganas, por al menos unos meses tendríéa que acatar las oé rdenes dadas. —¿Has entendido, Cara? Agacheé la cabeza unos momentos y me distraje guardando el artilugio en el bolsillo de mi chaqueta. Cuando levanteé la cabeza, asentíé resignada. —De acuerdo, papaé , se haraé como digas. Capítulo 3 Massimo. El celular se escuchaba desde algué n lugar de mi habitacioé n. Angeé lica se removioé contra mi cuerpo y mi ereccioé n manñ anera dio un respingo, pero la ignoreé , no teníéa la maé s míénima nocioé n de cuaé nto tiempo habíéa estado durmiendo, pero queríéa seguir hacieé ndolo. Por un segundo, el celular dejoé su estridente sonido, para luego retomarlo con fuerza. Abríé los ojos y busqueé a tientas el control para abrir las persianas y que entrara un poco de claridad. Angeé lica refunfunñ oé y di un azote en su glué teo izquierdo. —Fuera de aquíé, Angie —murmureé , saliendo de la cama hasta alcanzar el pantaloé n. Ella habíéa podido pasar la noche conmigo debido a que su esposo estaba en Washington. Saqueé el teleé fono. Era mi padre, por lo que contesteé inmediatamente. —Massimo… —La voz de AÉ ngelo era temblorosa, aunque eé l, como hombre criado en la Sacra Familia, intentaba escucharse fuerte. —AÉ ngelo, papaé va a matarte si tomaste su celular para decirme que ya te aburrioé el maldito canñ oé n. —Mi hermano no respondioé , se escucharon ruidos que no pude reconocer—. ¡AÉ ngelo! —Massiii… —esta vez fue Chiara la que habloé —, ven por nosotros, ven ya… —Mi hermanita fuerte y valiente se escuchaba completamente aterrorizada… Alguien les gritoé que corrieran y por medio auricular podíéa escuchar su respiracioé n agitada y sus pasos torpes mientras andaban. —Chiara, ¿queé sucede? —escucheé nuevamente ruidos. —Madre dijo que te llamaraé —dijo de nuevo AÉ ngelo. Una raé faga de disparos y una explosioé n a lo lejos hizo que Chiara gritara con voz rota no muy lejos de eé l.


—¡AÉ ngelo! AÉ ngelo, ¿queé demonios estaé pasando! —griteé perdiendo los estribos, algo me decíéa que esta no era una nueva jugarreta de mis hermanos. Mi rostro debíéa estar descompuesto, porque Angeé lica me miraba atoé nita con sus grandes ojos oscuros mientras yo caminaba intentando escuchar, pero a traveé s de la líénea solo podíéa escuchar el sonido caracteríéstico de un fuego cruzado—.¡AÉ ngelo, non rompere le coglione[2]!—. Algo detonoé muy cerca, mi hermano gritoé con fuerza seguido de Chiara, que llamoé con voz rota a mamaé —. ¡Chiara! ¡AÉ ngelo! —volvíé a llamarlos, pero ninguno de los dos respondíéa, no podíéa escuchar maé s que llanto y disparos y de un momento a otro, la líénea quedoé muda—. ¡AÉ ngelo! ¡AÉ ngelo, responde! —¿Estaé todo bien carinñ o? Mireé a Angeé lica, la saé bana cubríéa su cuerpo desnudo y me miraba como si temiera romperme. —¡Sal de mi casa! ¡Vete de aquíé! —le griteé . Marqueé el teleé fono del guardaespaldas de mi padre, pero no contestaba, marqueé al segundo agente de seguridad, pero tampoco atendioé . Mi corazoé n latíéa freneé ticamente mientras marcaba nuevamente a mi padre, pero nadie respondioé . Me coloqueé un boé xer y tomeé mis pantalones de suelo, mientras le marcaba a Salvatore. —¡Mierda, contesta! —griteé a la grabacioé n de buzoé n de mi amigo, y salíé de la habitacioé n marcando el siguiente nué mero en mi lista de contactos. Donato contestoé a los tres timbrazos. —Massimo. —Donato, necesito la ubicacioé n de mi padre, ¡Ahora!, busca a Gwen… —¿¡Que sucede!? ¡Tu padre pidioé no ser localizado para cualquier banalidad! —¡No preguntes! ¡Necesito que la chica que nos ayuda con redes y ubicaciones localice a mi padre! —griteé cuando no supo reconocer el nombre de la chica—. Dile que se meta en la maldita computadora y rastree su celular… Donato, necesito la ubicacioé n exacta. —¿Queé sucede, Massimo? Si estamos siendo atacados es tu deber informarme. —AÉ ngelo me ha llamado, parecíéa estar en medio de un maldito fuego cruzado. —Vi a Angeé lica salir vestida con la ropa de deporte con la que habíéa llegado el díéa anterior. Habíéa intentado acercarse, pero le lanceé una mirada que gritaba que simplemente desapareciera de mi vista—. Por


favor, ubica a tu hijo y dile que se encuentre conmigo en Purgatory—. Colgueé la llamada y seguíé marcando el nué mero de mi padre, escucheé el ascensor llegar para llevarse a Angeé lica, pero no me gireé , en ese momento no teníéa cabeza para nadie maé s que para mi familia—. Contesta el teleé fono, AÉ ngelo, vamos, pequenñ a criatura del infierno, contesta el teleé fono… —murmureé mientras escuchaba los pitidos. No me banñ eé , paseé una camisa por mis hombros y me calceé raé pidamente. Salíé del departamento con el teleé fono pegado en mi oíédo, teníéa un presentimiento, un sabor extranñ o en la boca del estoé mago que a cada segundo que pasaba se acentuaba maé s. Cuando llegueé a Purgatory, nuestro club maé s grande, Donato estaba en la oficina de mi padre junto a Gwen. La pobre chica intentaba rastrear el celular de mi padre, pero eé l siempre era muy precavido con sus ubicaciones cuando estaba con mi madre y los mellizos, lo maé s probable era que todos sus equipos de GPS estuvieran apagados. —Massimo —sentíéa que llevaba mil horas despierto cuando solo habíéan pasado veinte minutos de la llamada de mis hermanos—, los GPS estaé n desconectados. ¿Queé fue lo que AÉ ngelo te dijo? —Solo que fuese por ellos… —Me senteé en la silla de mi padre y paseé ambas manos por mi rostro, necesitaba calmarme, pensar con cabeza fríéa. —Ubica su ué ltima llamada —le entregueé mi teleé fono a la chica, hija de uno de los soldados de una las zonas de la ciudad manejadas por la Sacra Familia—. Tienes cinco minutos antes de que pierda mi mierda y empiece a lastimar a tu gente, empezando por tu padre. Nunca, ¡jamaé s!, habíéa lastimado a una mujer, pero la desesperacioé n por conocer el paradero de mi familia se llevaba por delante los coé digos impuestos por mis padres. La pobre chica me miraba asustada, no me importoé . —Envieé hombres al lugar donde iban a quedarse esta noche… ¿Estaé s seguro de que no es otra broma de tus hermanos? Tus padres planearon estas vacaciones hermeé ticamente, solo algunos de nosotros sabíéamos que llevaban poca seguridad y que viajaríéan en el avioé n hasta Santa Fe y de allíé


en auto hasta el sitio de acampada. Sabemos que tus hermanos son algo quisquillosos, quizaé s la estadíéa al aire libre no les parecioé tan divertida como pensaban. Mireé a Donato con los ojos entrecerrados. Iba a levantarme de la silla cuando Salvatore entroé , su rostro desprovisto de todo color. Tomoé el mando de la televisioé n ubicando uno de los canales informativos. Una noticia se desarrollaba en el momento, la periodista hablaba sobre un bombardeo a un camping familiar, el FBI estaba en el lugar que quedaba cerca de Las Trampas, una pequenñ a villa que comprendíéa parte del condado de Taos, en Nuevo Meé xico. Las imaé genes en la televisioé n mostraban cinco cuerpos mientras el humo producto de la detonacioé n aun salíéa del camper. —¿¡Mi padre estaba en ese lugar!? —pregunteé mirando a Donato. —Yo… Me acerqueé a eé l. —Tué eres su consigliere, tué sabíéas en queé lugares estaríéa… ¡Ni a míé que soy su hijo me dio todo su itinerario! —griteé perdieé ndome a míé mismo—. ¿¡Rastreaste la maldita llamada!? Gwen se exaltoé con mi exabrupto. —Massimo… —Síé… —contestoé la chica—, fue realizada desde las coordenadas 34°48′25″N 96°42′53, cerca de Las Trampas… La habitacioé n se sumioé en un silencio denso, mi mirada volvioé al televisor, al humo de los campers, a los cuerpos cubiertos con tela blanca. Mi mente gritoé , el ninñ o que mi madre habíéa amado lloroé , el hombre que mi padre habíéa criado negoé dos veces. No podíéa ser, seguramente era una equivocacioé n. —Preparareé el avioé n y alistareé a los hombres —dijo Salvatore. —No era una parada para ellos, Massimo —escucheé decir a Donato. El dolor en mi pecho se incrementaba con cada segundo que pasaba y el presentimiento de que algo malo habíéa sucedido se acentuaba en mi interior. Salvatore, dos hombres y yo recorrimos la carretera desde Santa Fe a Taos. Para cuando llegamos a las coordenadas que Gwen habíéa averiguado, el sol empezaba a caer. Habíéa algunos policíéas rodeando la zona. Me sentíéa como en una carrera freneé tica, necesitaba encontrar a mis hermanos, si es que no


estaban junto a los cuerpos cubiertos con una saé bana, pero sin el GPS era como buscar una aguja en un pajar. —Debe ser aquíé —dijo Jim, uno de los soldados maé s joé venes. Mi teleé fono sonoé en el bolsillo de mi pantaloé n y por un momento creíé que seríéan AÉ ngelo o Chiara, pero era un nué mero desconocido. Jim, Fabricio y Salvatore se adelantaron mientras yo dudaba si contestar o no, al fin desliceé mi dedo en la pantalla. —¿Massimo Di Lucca? —Síé, soy yo. —Habla el jefe de policíéa, Tomas Hogrefe, del condado de Taos… ¿Se encuentra usted en nuestro condado? —No sabíéa queé responder—. Necesitamos que se acerque a nuestras instalaciones a la mayor brevedad. —¿Sucede algo, oficial? —Una corriente invadioé cada centíémetro de mi cuerpo, atenuaé ndose en mi garganta. —Lamento informarle que el camper rentado por sus padres fue víéctima de un atentado esta manñ ana… Necesitamos que usted venga a nuestras instalaciones para que reconozca los cuerpos que hemos encontrado en el lugar… El celular resbaloé de mis manos al tiempo que Salvatore gritaba mi nombre con fuerza. Un extranñ o viento fríéo azotoé mi cuerpo y me tambaleeé sintieé ndome en shock. Era un hombre fuerte, un hombre de la mafia, un hombre que vivíéa rodeado de violencia, oscuridad, sangre y dolor. Siempre y cuando mi familia la perpetrara…, no otros. —Hay huellas. —Salvatore agarroé mi rostro—. Massimo, hay huellas, huellas infantiles… ¿Massimo? ¡Hermano! —Golpeoé mi mejilla. —Mis padres estaban en el camper. —Enfoqueé mi mirada en la del que habíéa sido mi hermano por eleccioé n—. Mis padres estaban en el camper —repetíé, abatido, y caíé de rodillas en el suelo llevaé ndome las manos al rostro; respiraba trabajosamente, mi pecho ardíéa contraíédo, un pitido molesto se instaloé en mis oíédos mientras en ellos se repetíéan las palabras escuchadas al policíéa—. Mis padres… Eran ellos, estaban muertos. Salvatore se agachoé a mi altura y volvioé a tomar mi rostro en sus manos. —¿Tus padres? Observeé a mi amigo borroso debido a las laé grimas, la expresioé n en su rostro era tan desolada


como debíéa ser la míéa. —¿Dijeron algo de tus hermanos? ¿Hablaron de ninñ os? La referencia a mis hermanos me sacoé de mi momento de debilidad, me levanteé como un resorte y aferreé a Salvatore por la solapa de su saco. —¿Massimo? —¡Busca y encuentra a mis hermanos! —rumieé entre dientes—. Y luego prepaé rate, porque pienso quemar la maldita ciudad si eso me ayuda a encontrar quieé n fue el hijo de puta que osoé meterse con mi familia. Salvatore asintioé y yo guardeé mi rabia, mi dolor… Necesitaba mostrarme ecuaé nime, fuerte, para encontrar a Chiara y AÉ ngelo, pero, sobre todo, para encontrar al jodido topo dentro de mi familia y ajustar cuentas con los culpables de este crimen. Con mi padre muerto yo era el jefe de nuestra familia y debíéa comportarme como tal. Reconocer los cuerpos de mis padres fue el acto maé s duro al que habíéa sido sometido; ni el juramento, ni la vida en la mafia me habíéan preparado para eso. Quizaé en otras familias los padres eran duros, el padre de mi padre lo fue con eé l, por eso eé l preparoé a sus hijos para este mundo, pero tambieé n nos amoé . A los ojos del pué blico, Lorenzo Di Lucca era un importante empresario en Chicago, ni la policíéa ni el FBI entendíéan coé mo sus vacaciones familiares se habíéan visto envueltas en una masacre, porque eso fue lo que sucedioé . Tuve que decir que mis hermanos estaban conmigo y que mis padres habíéan decidido salir para tener unos díéas a solas, no queríéa a la policíéa cerca de AÉ ngelo y Chiara. Una llamada entroé a mi teleé fono mientras hacia el papeleo correspondiente. Era Salvatore. Contesteé raé pidamente y me alejeé del mostrador para hablar con eé l. —Tengo a los ninñ os. —No digas nada, solo lleva a AÉ ngelo y a Chiara a un hotel. ¿Ellos estaé n bien? —Asustados, pero bien, solo golpes y una que otra rozadura… —Busca quien cure sus heridas y llaé mame cuando esteé s ubicado. —Me paseé la mano por el cabello—. Estoy haciendo los traé mites necesarios para llevarme los cuerpos a Chicago. —Tendraé s mucho que enfrentar. —Ahora solo quiero sepultar a mis padres… Salvatore, ¿los ninñ os han dicho algo? —Chiara estaé muy asustada y tu hermano muy silencioso, creo que ellos te necesitan. —Dile a Dante que mantenga el avioé n listo, quiero que tué y los ninñ os viajen lo maé s pronto posible, yo esperareé los cuerpos. —No voy a dejarte solo despueé s de lo que ha pasado. —Confíéo en ti para que protejas a mis hermanos. —Entonces nos quedaremos todos juntos y nos iremos en el mismo vuelo, le direé a padre que


organice todo para nosotros. Colgueé la llamada y volvíé al papeleo, queríéa salir de esa parte del paíés lo maé s pronto posible, necesitaba ver a Chiara y a AÉ ngelo. Llegueé tarde por la noche al hotel donde Salvatore habíéa llevado a mis hermanos. No dije nada, solo los abraceé . Entregaríéan los cuerpos de mis padres y sus guardas por la manñ ana, y los llevaríéamos a Chicago. —Tienen que recordar algo —dije, mirando a mis hermanos una vez llegamos a casa. El sepelio de mis padres habíéa sido íéntimo y poco concurrido, solo sus maé s leales soldados, la familia de Donato y algunos lugartenientes. Aunque estaba muriendo por dentro, me mantuve estoico detraé s de Chiara y de AÉ ngelo, que respiraba afanosamente. Mi hermano sabíéa que no le era permitido llorar. Podríéa hacerlo todo lo que quisiera dentro de las paredes de la casa, pero fuera teníéa que demostrar de queé estaba hecho y, estué pido o no, para hombres como nosotros el llanto era una debilidad que no estaba permitida. —Cualquier cosa —agregoé Donato. —Salgan todos, espeé renme en el estudio —murmureé a los hombres en la sala. Salvatore colocoé su mano en mi hombro, como apoyo antes de salir de la habitacioé n con los demaé s. Llevaba maé s de veintisiete horas sin dormir y sentíéa que en cualquier momento iba a colapsar. —Vengan aquíé. Senñ aleé la mesa de cafeé de mi madre mientras me sentaba en el sofaé . Los chicos me obedecieron inmediatamente. Acaricieé el rostro sonrojado de Chiara y con mi mano libre toqueé el hombro de AÉ ngelo. —Ahora estamos solos, los tres. Necesito que recuerden algo, necesito de su ayuda para encontrar a las personas que le hicieron esto a nuestros padres, tenemos que protegernos. Tienen que decirme cualquier cosa que me deé una pista. Chiara subioé sus ojos hacia míé, tan parecidos a los de mamaé que me dio un apretoé n justo en el centro del pecho. —Teníéan un acento raro. —¡Caé llate, Chiara! —Calleé a AÉ ngelo con un dedo—. No quiero que te hagan danñ o, Massimo, dijeron que lo haríéan. Saqueé mi celular y busqueé un video de YouTube, mostraé ndole un grupo de rusos. —¿Hablaban asíé, Chiara?


Ambos negaron con la cabeza, paseé al siguiente. Nosotros no teníéamos ningué n tipo de problema con la triada, pero queríéa descartarlos; una vez maé s mis hermanos negaron. Busqueé a los irlandeses, habíéamos estado teniendo muchíésimos problemas con esos hijos de puta. AÉ ngelo se paralizoé una vez el video empezoé a reproducirse, pero Chiara asintioé con fuerza. —¿Este era su acento, Chi? —Síé… —Bien, suban a su habitacioé n, yo ireé maé s tarde. Espereé a que mis hermanos subieran las escaleras de la mansioé n antes de dirigirme al estudio de mi padre. —Fueron los irlandeses —dije sin mirar a nadie. Camineé directamente hasta el viejo silloé n donde solíéa sentarse papaé . Los ancianos y sus hombres maé s leales estaban ahíé. —Esos hijos de puta… —bramoé Salvatore. —Este atentado tiene marca propia, el maldito Connan O’Reilly —exclamoé Luciano Greco, junto a su hijo y nietos que casi teníéan mi edad. Ellos eran los encargados de conservar en mi nombre el territorio de Evanston. —El hijo de puta ha mantenido una lucha territorial muy fuerte con tu padre, Massimo — completoé Ferrari, otro de los hombres que conformaba la junta de ancianos. EÉ l no teníéa hijos varones, pero Giulio, el esposo de su hija Emma, era el subjefe de Springfield; mientras que Carlo, el esposo de su otra hija, Berta, era el encargado de llevar la ciudad de Bloomington. —¿Queé piensas hacer, hijo? —preguntoé Mancini. Sus hijos dirigíéan Rockford, Aurora, Naperville y Peoria. Habíéa tres ancianos maé s, pero se mantuvieron en silencio—. Espero que hagas lo que dicta el honor, ellos se han metido con la Sacra Familia, no puedes dejar esto asíé. Me levanteé de la silla con los punñ os apoyados en la madera del escritorio, haciendo callar a los hombres. —Con la muerte de mi padre reclamo el derecho que por nacimiento me pertenece, y mi primera orden es encontrar al maldito topo que vendioé a mis padres. —Deé jame eso a míé, encontrareé al bastardo y lo hareé pagar, desearaé no haber nacido —dijo Salvatore. Negueé con mi cabeza. —Quiero ser yo el que le haga conocer el infierno estando aué n vivo. — Todos asintieron en completo silencio—. Donato, quiero saber todo lo que tenemos de los irlandeses: sus proé ximos cargamentos, sus rutas, la ubicacioé n exacta de todos sus prostíébulos, sus aliados, absolutamente todo… Nos han declarado la guerra y responderemos a ella como mejor sabemos hacerlo. Con


sangre. La reunioé n con los hombres de mi padre se extendioé maé s de lo que penseé que lo haríéa; teníéa muchas ideas para cuando fuese mi turno en el trono, pero nunca penseé que tendríéa que ponerlas en praé ctica tan pronto. Seguiríéa manejando el conglomerado, haciendo lo que se me daba bien, pero tambieé n vendríéa una nueva eé poca para la Sacra Familia. Los ancianos se mostraron renuentes, pero aun asíé hice mi juramento de ascensioé n. Para cuando terminamos, la mitad de mis hombres estaba interceptando el proé ximo cargamento de cocaíéna que recibiríéan los irlandeses mientras la otra mitad asaltaba uno de los clubes de apoyo de Gopher Gans. Estaba hecho, iba a destruir a O’Reilly, iba a acabar con los malditos irlandeses e iba a recuperar el territorio que el padre de mi padre habíéa perdido. Una vez que los hombres de mi padre se retiraron, subíé al cuarto de mis hermanos. Chiara aué n se sentíéa muy unida a AÉ ngelo, por esa razoé n mi madre creíéa conveniente tenerlos en una misma habitacioé n. Ella estaba acostada en su cama con una fotografíéa de nuestros padres en sus manos y AÉ ngelo estaba a su lado. Ambos se levantaron al verme entrar. —¿Ya sabes quieé n fue, Massimo? —dijo Chiara al verme. —Ustedes no deben preocuparse por eso. —Los mireé a ambos—. Necesito que hagan una maleta con cosas que necesiten. —¡Pero...! —Ambos ninñ os gritaron. —Sin peros, ninñ os, van a pasar unas semanas en la casa del lago con la madre de Salvatore. Me senteé sobre la cama de mi hermano. AÉ ngelo asintioé , pero Chiara era una princesa consentida por la mafia. —¡Yo no ireé ! —Se levantoé dejando el portarretrato a un lado—. Me quedareé aquíé y vamos buscar a los que mataron a mis papaé s. —¡Ese es el espíéritu! Pero no… —La atraje hacia mis rodillas—. Yo voy a hacerlo por los tres. AÉ ngelo, empezaraé s tu entrenamiento, Darwin se encargaraé de la lucha y tué , principessa, tomaraé s clases de piano. —¡Yo tambieé n quiero entrenar! —protestoé Chiara plantando su pie en suelo—. No me gusta el piano, yo quiero aprender a manejar los cuchillos como tué lo haces. —¿Cuaé nto tiempo estaremos aislados? —La voz de AÉ ngelo rompioé el berrinche de mi hermana.


—Seraé n unas vacaciones anticipadas… —¿Puedo tocar el chelo que tienes en casa? —preguntoé Chiara. Llevaba un tiempo sin tocar ese aparato a excepcioé n del ué ltimo cumpleanñ os de mi madre. —No, el chelo no, estaé en mi aé tico, pero seé que a mamaé le gustaba el violíén, ¿te gustaríéa tomar clases? —negocieé . —Estaé bien, pero tambieé n quiero entrenar con los cuchillos… No iba a discutir eso con ella ahora, aunque no me desagradaba del todo la idea que Chiara aprendiera a defenderse. Ayudeé a mis hermanos con su equipaje y luego espereé hasta que estuvieron listos para ir a la cama. Una vez fuera de la habitacioé n, marqueé el nué mero de Salvatore. —Jefe. —Quiero a la hija de Connan O’Reilly… El sonido de la cruel sonrisa de Salvatore caloé profundamente en mi interior. No lastimaé bamos mujeres, pero O’Reilly habíéa llegado muy lejos, eé l habíéa tocado a mi familia y esta era lo maé s sagrado. Habíéa empezado una guerra y yo me encargaríéa que esa basura irlandesa abandonara Chicago o dejaríéa de llamarme Massimo Di Lucca. Capítulo 4 Massimo Enzo estaba terminando el tatuaje en mi pecho cuando Salvatore abrioé la puerta y se acercoé a la mesa. Sus pasos pesados resonaban contra el suelo del soé tano de Purgatory. —Me gusta —murmuroé . Habíéa pasado una semana desde el entierro de mis padres, y habíéa estado tan ocupado que ni siquiera tuve tiempo de sentir su ausencia. Yo era un nuevo capo, un capo joven, y para muchos era un ninñ o aué n. Mi padre habíéa sido capo a los treinta y dos anñ os, y su padre casi a los cuarenta, ademaé s, ambos ya estaban casados y con hijos cuando asumieron su rol dentro de la Sacra Familia. Teníéa ante míé la oportunidad de hacer las cosas de manera diferente, pero sabíéa que a los ancianos les costaríéa mucho aceptar mi liderazgo. Ni siquiera el ataque al container armado y la redada que habíéa programado junto con el superintendente de la Policíéa de Chicago al club de los irlandeses los habíéa convencido que yo debíéa ser su capo. Estaba seguro de que los haríéa ganar mucho dinero si dejaban que trabajara a


mi manera, pero, desafortunadamente, primero tendríéa que ganarme mi lugar con sangre; lo demaé s, lo haríéa en cuanto estuviera seguro de mi posicioé n. Lamentaba haber crecido alejado de esta parte turbulenta del negocio, pero siempre habíéa estado dentro de la familia, y no tendríéa ningué n problema en demostrar mi valíéa. Les demostraríéa que sabíéa llevar mi derecho por ley, tambieé n por sangre, como mi padre y el suyo lo hicieron. Y si eso significaba hacer mil declaraciones sangrientas y empezar con mi propia gente para asíé mantener mi estatus, lo haríéa. Enzo clavoé la aguja cerca de mi pezoé n. Rechineé los dientes, pero no hice ningué n ruido, marcoé un poco maé s mi piel y luego pasoé la bayetilla para retirar el exceso de tinta. —Estaé listo. Me levanteé de la cama y camineé hacia el espejo leyendo lo que le habíéa ordenado que plasmara en mi piel. “Mi familia es mi fortaleza y mi debilidad, solo a traveé s de ellos me levanto y solo a traveé s de ellos caereé ”. —Sigo pensando que si te atrapan ese tatuaje va a ser tu muerte —dijo Enzo retirando las agujas. —¿Queé te hace pensar que voy a dejar que me atrapen, Enzo? Para que lo hagan ya debo estar muerto. AÉ ngelo y Chiara son todo lo que tengo en la vida, por ellos, y en memoria de mis padres, vivireé y morireé . —Me gireé hacia eé l y Salvatore—. Me vengareé . ¿Queé tienes para míé, Salvatore? Volvíé a la camilla para que Enzo me aplicaraé la crema y luego lo cubriera. Nunca habíéa sido una persona de tatuajes, teníéa el escorpioé n en mi cuello porque me gustaba el animal, me definíéa, y mi madre era una gran creyente en los signos zodiacales. Sin embargo, este ya era mi quinto tatuaje, hacíéa dos díéas me habíéa puesto los nombres de mis padres, uno en cada munñ eca. Los llevaríéa ahíé por siempre, y no descansaríéa hasta ver a O’Reilly muerto, aunque no sin antes haberlo visto sufrir. —Averiguü eé lo que me pediste de la principessa bastarda. —Le hice una senñ al con la mano para que continuara—. Cara OʼReilly, veintiué n anñ os, estudiante de mué sica claé sica de Instituto de


Mué sica de Chicago, toca el violíén. Vive con su madre, Rachel Harris, a las afueras, en una casa en Mount Prospect, Rachel llegoé a trabajar en uno de los bares como mesera, pero los irlandeses la tomaron bajo su custodia cuando se convirtioé en la amante de Connan. Envieé a uno de nuestros topos a revisar la casa, estaé bien custodiada, pero si planeamos minuciosamente el golpe, puedo hacerlo con un par de nuestros hombres. —Quiero estar ahíé. —Massimo, es peligroso... Mireé a Enzo colocar el ué ltimo pedazo de esparadrapo a mi vendaje. Y luego dirigíé la mirada hacia Salvatore. Mi amigo supo callar, no estaba bien que tu ejecutor rebatiera una orden directa, porque no se lo habíéa pedido. Estaba ordenando estar ahíé. Menos cuando teníéa subalternos alrededor. Espereé a que Enzo saliera del lugar para hablar. —Salvatore, eres mi amigo, mi casi hermano y te aprecio, pero si vuelves a rebatir una orden míéa delante de un subalterno, voy a tener que lastimarte por desacato y me va importar una mierda el carinñ o que te tengo... ¿Entendido? —Antes que su amigo, yo era su capo, y merecíéa respeto. —Síé, capo... —Me decíéas de la casa... EÉ l miroé hacia todos lados antes de hablar. —Organizareé todo para que un grupo vaya hasta el lugar, va a ser un banñ o de sangre. —No correraé ni una sola gota de sangre... Seraé tan limpio que hasta nos sorprenderemos de ello... Pero estareé ahíé y seraé n pocos hombres, tué , yo y quizaé s un hombre maé s. —Es imposible planear una operacioé n asíé con solo tres hombres. —Tu eres mi ejecutor... —Me puse la camisa negra y la abotoneé raé pidamente—. Hazlo posible. —¿Queé piensas hacer con la principessa una vez esteé en tus manos? ¿La mataraé s y se la enviaras a su padre por pedazos? —No, lo que tengo pensado hacer con ella es mucho peor. —¿Lo compartiraé s conmigo? —Tal vez, cuando esteé en nuestro poder. Lo ué nico que te puedo decir es que O’Reilly va a lamentar haber provocado que yo esteé dirigiendo esta casa. Empeceé a caminar en direccioé n hacia la salida. —A doé nde vas... —Vereé a Angie esta noche...


—La viste ayer. —Salvatore tomoé mi brazo—. Massimo, esa mujer puede traerte problemas. —¡No eres mi puto padre, Salvatore! —Oh, no, se me olvidaba, solo soy tu jodido ejecutor... —dijo con desdeé n soltando mi brazo —. Has lo que te deé la puta gana. —He hecho eso toda mi vida. —Toma. Me entregoé el anillo de mi padre: una calavera en oro blanco, tapizada de rubíées y con dos cuencas coronadas en diamantes negros. Mi pecho se contrajo al verlo, mi padre nunca se lo quitaba, lo habíéa adquirido en su primer anñ o como capo. —Gracias. Tragueé el nudo en mi garganta y abandoneé la habitacioé n antes de mostrarme deé bil frente a mi mejor amigo. Mientras conducíéa hacia mi departamento, pensaba en la mejor manera de llegar a Cara O’Reilly. Pero no teníéa los suficientes datos y ahora Salvatore estaba molesto. Conocíéa demasiado bien a ese hijo de puta, me daríéa la informacioé n si ejercíéa presioé n como su capo, pero eso solo lo alejaríéa como amigo y si iba a seguir siendo el jefe de esta familia, necesitaba aliados leales. Donato y Salvatore lo eran, y sabíéa que los ancianos seguiríéan conmigo si Donato lo hacíéa. Tener actitudes de ninñ o malcriado nunca me habíéa llevado a ningué n lugar. Tenerlas ahora podríéa acabar conmigo en una tumba. Angie me esperaba acostada en mi cama completamente desnuda, una de sus piernas doblada mientras se apoyaba solo en los codos. Camineé hasta llegar frente a ella y la observeé de la cabeza a los pies. —¿Doé nde estaé tu marido esta noche, linda? —pregunteé daé ndole una de mis sonrisas patentadas. —En alguna tonta reunioé n con los estué pidos peces gordos. Desabrocheé los botones de mi camisa y una vez que me la quiteé , arqueeé una ceja hacia ella. —Ven aquíé. —Ella no teníéa que leer mi mente para saber lo que queríéa, gateoé hacia míé como la linda gatita que era, quedando de rodillas. Intentoé tocar mi tatuaje nuevo sobre el vendaje, pero mi mano fue mucho maé s raé pida que la suya—. No tocar... —Solteé mi cinturoé n y lo dobleé en dos, Angeé lica se relamioé los labios—. Hoy quiero jugar, yo ordeno y tué obedeces.


—Síé, mi capo. —Buena chica... Arrodíéllate, voy a follarme esa bonita boca tuya. No tuve que decirlo dos veces. Sabíéa que verme con Angeé lica tantas veces podríéa traerme problemas a futuro, sabíéa que ella podíéa pensar que esto era maé s que calentura y lujuria, pero la necesitaba, era lo ué nico que me salvaba de sonñ ar en las noches con la voz de mis hermanos pidieé ndome que los rescatara. Mientras me perdíéa en su cuerpo no pensaba en la manera en que iba a vengarme y descargaba en el sexo toda la rabia y el dolor que sentíéa por la muerte de mis padres, porque quizaé si los hubiese acompanñ ado, como mamaé me pidioé , habríéa podido ayudar en algo, pero, en cambio yo me habíéa quedado aquíé, en Chicago, follando con Angeé lica Williams. Despueé s de tres polvos, Angeé lica tuvo que irse. Sus piernas —que habíéan estado atadas a la cama mientras la follaba sin parar— temblaban, pero la sonrisa en su rostro era para enmarcar. Me puse un pantaloé n de chaé ndal gris, fui hasta el bar, abríé una botella de whisky y me servíé una copa. El vacíéo que siempre quedaba tras el sexo ya se habíéa instalado en mi estoé mago. No podíéa emborracharme si queríéa estar lué cido al díéa siguiente: me reuniríéa con varios lugartenientes cuyos territorios colindaban con los de los irlandeses. Abríé las puertas de cristal del balcoé n. Eran casi las tres de la manñ ana, aun asíé, salíé solo con mi pantaloé n al fríéo de la madrugada, queriendo que este se llevara el dolor, pero nada iba a llevaé rselo. Quizaé s cuando tuviera a la hija de O’Reilly en mi poder menguaríéa. El bastardo ni siquiera veríéa venir el golpe. Habíéa atacado su container de armas y dos de sus clubes, y manñ ana interceptaríéamos un cargamento de drogas. Habíéa tenido peé rdidas, síé, los irlandeses habíéan atacado los territorios aledanñ os unieé ndose a clubes de motociclistas, que teníéa plenamente identificados; mis territorios estaban casi limpios de ellos, los pocos que habíéa nos ayudaban a distribuir nuestra propia mercancíéa. El celular sonoé desde la barra del bar y cortoé mis pensamientos, tomeé el resto de mi copa y camineé hacia el interior del departamento. El nombre de Salvatore brillaba en la pantalla. —Hola. —¿Estaé s en tu casa? —Aquíé estoy.


—Bien, voy para allaé . Colgoé , raé pido y cortante, lo que me decíéa que su cabreo era monumental. Abríé la aplicacioé n del WhatsApp y le envieé un mensaje raé pido. “Pasa directo, habilitareé el elevador, la puerta estaraé sin seguro”. Me servíé otra copa y volvíé a mi lugar anterior en el balcoé n. Si Salvatore veníéa a mi casa era porque teníéa algo importante que decirme. No pasaron ni veinte minutos cuando el elevador me anuncioé que alguien llegaba. Entre una vez maé s al departamento, justo cuando Salvatore, abrioé la puerta y llegoé hasta la sala. —¿Estaé la puttana en tu habitacioé n? —murmuroé daé ndome una mirada furiosa. —No, y no la llames asíé. Termineé mi trago y me senteé en el sofaé . —¿Te enamoraste de esa mujer? —preguntoé sentaé ndose frente a míé, solo separados por la mesa de centro de cristal. Mi madre habíéa decorado este departamento muy masculino, pero con finos detalles, como ella misma habíéa dicho. —Sabes que no, pero es una mujer. —Es una golfa, en nuestro mundo a una mujer que enganñ a a su marido se le acusa de traicioé n y se le sentencia a muerte o a ser una puta en uno de nuestros clubes. —Ella no hace parte de nuestro mundo... Pero no viniste hasta aquíé para constatar en queé posicioé n estaba follaé ndome a Angeé lica Williams. —No. —Me lanzoé una carpeta que, a pesar de que mis reflejos estuvieran alcoholizados, pude atrapar—. Es toda la informacioé n que pude reunir sobre Cara O’Reilly. —Abríé la carpeta y me encontreé con algunas fotografíéas—. Tendraé un concierto debut manñ ana, su profesor ha preparado una muestra para que algunos cazatalentos y patrocinadores vean tocar a los chicos maé s prodigiosos del semestre. —Necesito ir a ese concierto... Salvatore me lanzoé otro sobre cerrado, lo abríé raé pidamente encontraé ndome con una entrada plateada. —Me encargueé de eso, pero solo pude conseguir una entrada, O’Reilly no estaraé en la ciudad debido al robo de la droga, la princesita rebelde odia a los escoltas, y solo tiene a dos, asíé que seraé relativamente faé cil. —Te aseguro que no son dos tontos. —Nadie con quien Fabricio y yo no podamos, esperaremos a que salga del lugar, ese seraé


nuestro momento. —Estareé dentro y observareé cada uno de los pasos de la chica. Salvatore fue hasta el bar y se sirvioé una copa. —Por eso estoy aquíé, hay que planear la estrategia que usaremos, una que nos garantice el eé xito en el secuestro de la bastarda de O’Reilly. Observeé la entrada color plata en mis manos y luego eleveé la mirada hasta mi mejor amigo. —Salvatore, yo te debo una… —No digas nada, pero nunca pienses que soy solo tu ejecutor, eres como mi hermano y voy a preocuparme por ti siempre. Me levanteé de la silla y coloqueé mi mano justo sobre su tatuaje. —“Mi sangre seraé la suya, matareé y reclamareé venganza a nuestros enemigos en vuestro nombre”. —Salvatore dijo parte de nuestro juramento al tiempo que poníéa su mano sobre mi tatuaje —Tu padre no solo era mi capo, era mi padre tambieé n —asentíé. Mi padre queríéa a Salva tanto como a míé—. Atraparemos a esa perra. Salvatore y yo no pegamos el ojo el resto de la noche, estuvimos planeando coé mo llevar a cabo nuestro plan. Teníéa que salir perfecto. *** Cara Llegoé la fecha del concierto, un díéa que marcaríéa el resto de mi carrera. Quizaé s para alguno de mis companñ eros fuera un díéa maé s, pero para míé significaba mi pasaporte hacia la libertad que tanto ansiaba. Mi estado de aé nimo fluctuaba desde la emocioé n, pasando por el entusiasmo y un poco de nervios, hasta algo de miedo. En la manñ ana, despueé s de muchos ruegos a mi padre, logreé dar mis clases a los ninñ os del refugio del padre O’Flanaggan, y, a pesar de los dos hombres malencarados que me habíéa impuesto, los ninñ os disfrutaron de las escalas musicales y luego entonamos varias canciones, gracias a los instrumentos que habíéa donado la organizacioé n de mi padre como una manera de expiar sus pecados. Luego, y aunque no lo deseaba, tuve que ir a casa. Mi padre estaba invitado a almorzar y eé l odiaba que no estuviera en la mesa cuando sacaba tiempo para nosotras. Luego de su visita, paseé parte de la tarde ensayando en mi habitacioé n. Estaba enojada con eé l


porque no estaríéa presente en el concierto, y la razoé n era que algunos de sus negocios habíéan sido quemados hasta sus cimientos. Una vez maé s la jodida organizacioé n requeríéa sus servicios. Dejeé el violíén sobre la cama y camineé hacia mi closet, pensando en queé usaríéa esa noche. Al final me decanteé por un vestido de terciopelo negro palabra de honor, con una cinta de raso oscura anudada a la cintura y falda acampanada hasta la rodilla. Era elegante y sobrio, y, segué n mi madre, ese color resaltaba el tono de mi piel. —Cara, Felicia estaé aquíé, ¿prefieres arreglarte en mi vestier o la envíéo directamente acaé ? Resopleé , mi madre habíéa insistido en contratar a su estilista de cabecera para que arreglara mi cabello, mis unñ as, y me realizara un maquillaje acorde al evento. —Voy a tu habitacioé n, mamaé —griteé colocando el vestido encima de la cama y guardeé a Elira en su estuche. Hoy eé l y yo daríéamos tendríéamos nuestra mejor presentacioé n. Unas horas despueé s, Felicia habíéa alisado mi cabello para luego hacer unas ondas de agua que, segué n ella, enmarcaban mi rostro, y mis unñ as estaban pintadas de color rosa bebeé , a pesar de la insistencia de mi madre en que un color vivo quedaríéa mejor. —No entiendo, quiero que te veas preciosa esta noche —refunfunñ oé cuando me negueé a aplicar un tipo de sombras oscuro sobre mis ojos. —Quiero algo suave, no quiero verme como una geisha… —Pero… —Felicia, ¿puedes aplicarme algo suave y bonito, por favor? Mamaé hizo mala cara, pero no me importaba, no era como si los cazadores de talento fueran a fijarse en el tipo de labial que tendríéa aplicado sobre mis labios, o lo bonitos que se enmarcaríéan mis ojos con una sombra Mac de cientos de doé lares. Volvíé a colocar mis auriculares y cerrar los ojos concentraé ndome en Bohemian Rhapsody entonada por el violíén de David Garrett. Si mi profesor se enteraba de lo que estaba escuchando una hora antes del concierto, seguramente me expulsaríéa de su clase. Ese tema era algo en lo que no coincidíéamos, yo pienso que un geé nero musical no tiene por queé denigrar a otro. La mué sica claé sica corríéa por mis venas, pero el tipo de mué sica instrumental que tocaba Garnett me llenaba de jué bilo y me hacíéa empezar mejor mi díéa. Al verme en el espejo, arreglada, asentíé satisfecha por el resultado y penseé que mi madre


podríéa tener algo de razoé n, un poco de maquillaje no iba a opacar mi talento. Andy, Tom y Gabrielle estaban dispersos por el camerino cuando entreé . Un jarroé n con un enorme ramo de rosas negras cubríéa gran parte de la superficie de la mesa de centro. —¿Quieé n diablos regala rosas negras? —pregunteé , intrigada, acercaé ndome al extranñ o arreglo. —Si no lo sabes tué , mucho menos nosotros, ya que el ramo es para ti —dijo Andy miraé ndome de arriba abajo. —¿Para míé? —Me acerqueé enseguida y retireé la tarjeta de color dorado que estaba dentro de un sobre negro y que decíéa: “Hay una bestia en cada hombre y despierta cuando colocas una espada en su mano”. No entendíéa. ¿Queé diablos queríéan decirme con una jodida frase de Juego de tronos? Me gireé hacia los chicos—. Es una muy buena broma —dije sin reíérme y solteé la tarjeta al lado de la mesa—. ¿De quieé n fue la idea? ¿Andy? ¿No te parece que has llegado lejos con tu estilo hardcore? O tué , Tom, ¿no toleras que McGregor me haya escogido para el solo final y quieres verme nerviosa? Se necesita mucho maé s que un punñ ado de retorcidas flores negras para asustarme. —Yo no he sido —afirmoé Andy. —Aunque no esteé de acuerdo con McGregor, no suelo utilizar regalos siniestros como retaliacioé n. En ese momento entroé el profesor. —¿Queé es esto? —Un detalle de un admirador para Cara. El tiempo que habíéa salido con Dan era suficiente para saber que eé l estaba lejos de enviar ese tipo de regalos, es maé s, estaba segura de que Dan no teníéa idea de que existíéa ese tipo de flores. Ademaé s, eé l preferíéa regalar una planta a cortar una flor. No soy supersticiosa, pero algo me decíéa que ese enorme ramo estaba ahíé en claro mensaje de algo, pero ahora no era el momento para investigar ni para llenarme de incertidumbre; el concierto estaba a minutos de iniciar y la mué sica era lo ué nico en lo que pensaba. —Pues tu admirador tiene un gusto espantoso y muy retorcido, vamos —senñ aloé aupaé ndonos a salir a la sala de ensayos—. Hay que empezar a calentar, ya el auditorio estaé casi lleno. Al llegar a la sala de ensayos, Dan ya estaba inmerso en la praé ctica, pero al verme dejoé de tocar. —No fui yo —fue lo primero que dijo.


—Ya lo seé , no es tu estilo —sonreíé acomodaé ndome a su lado. El sonido de las notas de los diferentes instrumentos saturaba el espacio. Hice mi calentamiento y acaricieé a Elira con devocioé n. “La noche es nuestra, tenemos que brillar”. —Chicos —senñ aloé el director de la orquesta, que era nuestro profesor, unos minutos despueé s —, cinco minutos. Me levanteé de la silla, negaé ndome a sentirme nerviosa, y observeé las luces de los edificios circundantes a traveé s de la ventana. Respireé profundo varias veces, como me habíéa ensenñ ado mi instructora de yoga y, con el violíén en la mano, me encamineé hacia el escenario. Al salir hice maé s lentos mis pasos mientras trataba de concentrarme en el concierto y en las notas que me habíéan dado algo de dificultad. Mis companñ eros pronto tomaron distancia, dejaé ndome sola; inmediatamente percibíé un cambio en el aire, una energíéa tangible que no supe si veníéa de míé o del hombre que estaba a pocos metros, recostado en una de las paredes laterales del pasillo. Vi que se enderezaba, con las manos en los bolsillos, sin dejar de mirarme de los pies a la cabeza. A medida que me acercaba, noteé que era alto e imponente, y vestíéa con elegancia. Me quedeé sin respiracioé n. Dios míéo, era un hombre hermoso, podríéa jurar que el maé s guapo que habíéa visto en mi vida; sus ojos selvaé ticos brillaron con una flama que estaba segura me quemaríéa si me perdiera en esa mirada, y su boca —nunca le habíéa prestado atencioé n a la boca de un hombre— podríéa tenerme miraé ndola todo el díéa y suspirando por un beso. ¿Queé diablos me pasaba? Ceé ntrate, Cara, tienes que disimular. Aun asíé, lo mireé como una tonta y por primera vez en mi vida agradecíé el que mi madre me hubiera obligado a arreglarme. El hombre, a pesar de su talante oscuro, que me recordaba al de los que rodeaban a mi padre, siguioé miraé ndome de un modo que me confundioé , en solo un par de segundos me vi envuelta en una ola de calor y repulsioé n. No lo habíéa visto antes, no podíéa olvidarse un espeé cimen asíé, y me dije a míé misma que a lo mejor era uno de los perros que escoltaban a mi padre, alguno de sus nuevos soldados. Cerreé los ojos reprendieé ndome, no me gustaba lo que eé l me provocaba, me habíéa jurado que nunca estaríéa con un hombre asíé… Sacudíé la cabeza y acelereé . Antes de cruzar la puerta echeé un ué ltimo vistazo, eé l seguíéa allíé, de pie con las manos convertidas en punñ os, como si se estuviese


conteniendo, mientras no dejaba de mirarme. Volvíé el rostro y me lleveé las manos a las mejillas sintieé ndome caliente, necesitaba tranquilizarme, olvidarme de esa sensacioé n y lo hice en cuanto entreé al escenario y tomeé mi puesto. Capítulo 5 Massimo Ese díéa, al salir el sol, me habíéa reunido con los lugartenientes de Riverton y Franklin ubicados en Aurora, dos de nuestros territorios maé s vulnerables, creeé con ellos nuevos planes de guarda y ataque, y envieé a varios de nuestros soldados para que custodiaran sus fronteras. Luego me reuníé para un almuerzo tardíéo con los ancianos que creíéan que podíéa ser un buen capo, y, si bien aué n no me habíéan jurado lealtad, sentíé que podíéa contar al menos con la mayoríéa de ellos. Juntos recibimos la noticia de que nuestro ataque al cargamento de drogas con destino al territorio irlandeé s habíéa sido un eé xito, celebramos con whisky irlandeé s mientras me daban lo que ellos consideraban consejos para ser un buen capo. Escucheé sus recomendaciones, aunque muchas no fueron de mi agrado. Para cuando el reloj marcoé las seis, estaba listo para lo que, esperaba, seríéa mi gran noche. Me habíéa vestido con un traje negro de tres piezas y una corbata color plata, me habíéa afeitado la barbilla y cubierto el tatuaje del escorpioé n. No veríéa a Salvatore hasta despueé s del concierto. Asíé que, mientras conducíéa mi Lamborghini hacia el recinto en donde se llevaríéa a cabo el evento, dejeé que la melodíéa del Adagio para cuerdas de Hauser me distrajera. Cuando entreé al saloé n del Orchestra Hall donde se llevaríéa a cabo el recital, la sangre latíéa furiosa en mis venas, sin embargo, me contuve. Sonreíé observando alrededor con detenimiento, habíéa dos escorias irlandesas custodiando el lugar. Mireé la hora en mi reloj, seguramente ya la principessa habíéa recibido mi regalo. Observeé a una mujer salir del lugar por el cual saldríéan los mué sicos, por su fisonomíéa y sus joyas no podíéa ser otra que Rachel Harris, la reconocíé por alguna de las fotos que Salvatore me habíéa mostrado. Di un paso en su direccioé n, pero una mano se cerroé


sobre mi brazo. —Senñ or Di Lucca, ¿usted aquíé esta noche? —Fruncíé el cenñ o ante la intromisioé n de Angeé lica antes de retirar discretamente mi brazo al ver al alcalde. —Massimo. —Senñ or Williams. —Lamentamos profundamente la muerte de tus padres, maé s no haber podido asistir al funeral, tué sabes, hijo, responsabilidades son responsabilidades. —Fue algo íéntimo y familiar. —¿Queé te trae por aquíé? —Tengo debilidad por la mué sica de cuerda. —Mi sobrino Dan es un mago con el chelo, hace magia con ese instrumento —alaboé y yo sonreíé por cortesíéa. En ese momento, uno de los guardias descuidoé la entrada y fue mi oportunidad, solo necesitaba verla una vez, antes de que el show empezara. Me despedíé del alcalde y su esposa, y camineé hacia el lugar palpando el cuchillo bajo mi saco, lo habíéa preparado especialmente para esta ocasioé n, si alguno de esos bastardos se metíéa en mi camino, con gusto le abriríéa la garganta en dos. Detraé s del escenario varios joé venes iban y veníéan, algunos ensayaban, otros se preparaban, pero ninguno de ellos era la chica que buscaba. Un hombre los alentoé a prepararse alegando que faltaban solo unos minutos. Cara O’Reilly salioé separada de uno de los grupos, llevaba un vestido negro y corto que parecíéa resaltar el color de su piel, teníéa zapatos altos que le estilizaban las piernas, su cabello estaba suelto con algunas ondas y llevaba un violíén fino en una de las manos. La sangre se calentoé en mi cuerpo, me endereceé completamente y el impulso de ir hacia ella latioé con fuerza en mi interior cuando su mirada se cruzoé con la míéa. Ahora que la teníéa enfrente podíéa decir que las fotografíéas no le hacíéan justicia, ella era muy hermosa, con un par de ojos de impresionante color azul y una boca que estaba hecha para devorar. Nuestras miradas se cruzaron por un par de segundos antes de que volviera a seguir su camino, sin embargo, volvioé a mirarme justo antes de salir. Conocíéa esa mirada, era una a la que estaba acostumbrado, sin embargo, algo en su expresioé n caloé en mi interior. —¿Usted queé hace aquíé? —Un hombre me miroé con el cenñ o fruncido—. Aquíé solo pueden estar


los participantes del show. Tiene que salir. Tuve ganas de sacar mi Beretta del pechero, pero no lo hice, no eran el momento ni el lugar. Mientras caminaba hacia mi asiento, mi celular vibroé y lo saqueé del bolsillo; era un mensaje de Angeé lica que borreé sin siquiera leer. El saloé n estaba praé cticamente lleno para cuando ubiqueé mi lugar, las luces se apagaron y el hombre que me habíéa sacado de los bastidores salioé iluminado por una ué nica laé mpara, dijo unas palabras y luego dio comienzo a la funcioé n. Durante cuarenta y cinco minutos, los chicos del instituto de mué sica se esforzaron en mostrar lo que sabíéan hacer, habíéa talento y algunos teníéan esa pasioé n que hacíéa que el cuerpo se estremeciera. Habíéan pasado cuatro solos y dos canciones en conjunto cuando fue el turno de Cara de ejecutar su solo. La luz del escenario la circundoé y por un par de minutos me dejeé llevar por la armoé nica manera en la que interpretaba su pieza; ella era una sola con el violíén y desde eé l entonaba la melodíéa maé s dulce al tiempo que la luz dejaba un brillo en su piel cremosa. Teníéa que reconocer que era uno de los espectaé culos maé s bellos que habíéa podido observar desde hacíéa mucho tiempo. Sacudíé la cabeza recordando que ella era la hija del asesino de mis padres y ese pensamiento hizo que toda su belleza se ensombreciera. La mireé con el ué nico deseo de destruirla en tantas partes que Connan O’Reilly no sabríéa coé mo empezar a reconstruirla; ella seríéa una princesa rota despueé s de pasar por mis manos. Me levanteé de la silla cuando aué n no habíéa terminado la funcioé n. Antes de salir del saloé n definitivamente, gireé la mitad de mi cuerpo y observeé una vez maé s a la hija de Connan… Saqueé mi celular del bolsillo y marqueé el nué mero de Salvatore. —Ya he tenido suficiente, ¿estaé todo preparado? —Estamos en posicioé n. —Lleé vala a Purgatory cuando termines. Colgueé la llamada y sonreíé hacia Cara. Muy pronto la tendríéa en mis manos. *** Cara El espectaé culo abrioé con Beethoven y su famoso Concierto para violín y orquesta en re mayor op. 61, seguido del Concierto para violín op. 35 de Tchaikovski y la obertura de fantasíéa de


Romeo y Julieta, donde pude demostrar que la mué sica era un sentimiento, una pasioé n maé s de las habitaban en mi alma; al ser una solo con mi violíén, cada nota gritaba al mundo mis anhelos, mis angustias y un profundo amor por la mué sica que rozaba lo religioso. Los diferentes acordes me llevaban a vivencias y momentos felices de mi vida, y el recuerdo de la sombra de un par de ojos del color de la hierba en primavera me emocionoé . Deseaba que el mundo conociera lo maravillosa que era la mué sica, uno de esos regalos que cuando llegan a tu vida lo hacen para quedarse. A esa melodíéa siguieron armoníéas de Vivaldi y de Bach; cada acorde y cada nota eran como la historia de los diferentes sentimientos que abrazaban y asolaban al mundo: el amor, la pasioé n, la condena, el odio y la venganza, todo se transformaba cuando lo besaba la mué sica, o asíé queríéa creerlo. Los aplausos sin pausa me devolvieron a la realidad, escucheé un par de ovaciones por parte del pué blico y nuestro director nos observoé satisfecho. Al salir de vuelta al camerino, mi madre me alcanzoé . —Cara —me abrazoé —, es lo maé s bello que he escuchado nunca, aué n tengo escalofríéos, me duele tanto que tu padre se lo haya perdido. La abraceé sofocando sus palabras; mi padre se habíéa perdido todos los momentos importantes de mi vida, pero el de hoy habíéa sido el maé s especial. Me dolíéa, pero ya estaba acostumbrada. —Escucharaé la grabacioé n, no te preocupes. —Quise quitarle hierro al asunto. —Pero no seraé lo mismo, ha sido un debut espectacular. —Me miroé a los ojos con evidente orgullo, pero con la sombra de tristeza que siempre estaba allíé como huella dactilar—. Queríéa llevarte a cenar, no podreé hacerlo, tu padre llegaraé y me pidioé reunirme con eé l en uno de sus clubes, ya sabes, con todo lo que ha pasado… —Mamaé , no te preocupes, volvereé a casa maé s tarde. Mi madre me acaricioé la mejilla. —Penseé que iríéas a casa. —Hundíé mis hombros y creo que hasta hice un puchero—. Cara, tu padre…


—Mi padre estaé atendiendo sus asuntos, quiero ir con los chicos a celebrar. Iremos a casa de Dan.— Estaé bien, pero manteé n a tus escoltas cerca e informados de tu ubicacioé n en todo momento y enciende el GPS. —¿Y para que los escoltas? Si el GPS muestra hasta cuando voy al banñ o. —No seas insolente, no quiero arruinar tu noche, solo acepta lo que te digo y no le des maé s dolores de cabeza a tu padre, cuidarte es la manera como demuestra su amor. —Estaé bien, me llevareé a los gorilas y tendreé el GPS siempre junto a míé. Mamaé se acercoé atrayeé ndome entre sus brazos mientras dejaba un beso en mi frente. —Deseo que se cumplan todos tus suenñ os, eres una hermosa y talentosa mujer y el mundo merece conocer tu mué sica. Era lo maé s profundo y sentido que mi madre me habíéa dicho nunca. La abraceé de nuevo y ella dejoé un beso en mi mejilla antes de marcharse. Volvíéa al camerino cuando el profesor Burton me detuvo. —Cara, aunque ya le di las felicitaciones a todo el grupo, quiero decirte a tíétulo personal, que te superaste con tu interpretacioé n. Felicitaciones, lograste capturar la atencioé n de dos personas que quieren hablar contigo la semana que viene. —Me entregoé un par de tarjetas—. Aquíé estaé n sus nué meros para que te pongas en contacto con ellos, son los sellos de mué sica claé sica maé s importantes del mundo. No puedes perder esta oportunidad. Estaba segura de que mi cara era una mezcla de orgullo y alegríéa. —Gracias, senñ or Burton. Celebreé con mis companñ eros, que habíéan abierto una botella de champanñ a en el camerino; todos bebimos en copas desechables y en cuanto terminamos el contenido, guardamos la botella en el maletíén de Tom. Me despedíé de mis companñ eros quince minutos despueé s y me dirigíé a la salida, donde sabíéa que estaba el automoé vil con mis escoltas. La calle estaba sola, el vehíéculo estaba encendido y con luces plenas, lo que me dificultaba ver el interior. Se me hizo raro que Tim no estuviera en la puerta esperando por míé, camineé unos cuantos pasos hasta el auto con la euforia de todo lo ocurrido, unos metros maé s allaé habíéa otro vehíéculo con las luces apagadas, pero podíéa vislumbrar la sombra de una o dos personas. Me arrebujeé el abrigo y por alguna extranñ a sensacioé n, recordeé al hombre recostado a un lado del


escenario. En ese momento, el auto de Tom hizo su aparicioé n con una serie de bocinazos. —Ey, chica preciosa, ven con nosotros a celebrar, seguiremos la fiesta en la casa de Dan. Estuve tentada de irme con ellos, pero recordeé las indicaciones de mi madre y preferíé irme con los guardaespaldas. —Tengo la direccioé n, los vereé allaé . —Los despedíé con un gesto de la mano. —Estaé bien, pero si te demoras empezaremos sin ti. —El auto arrancoé con un fuerte chirrido antes de perderse en la siguiente cuadra. Al entrar en el vehíéculo que me esperaba, noteé que Tim estaba algo silencioso esa noche, pero lo dejeé pasar en el momento en que una notificacioé n llegoé a mi celular. Lo saqueé del bolso, y vi el video que Dan habíéa enviado de mi presentacioé n. El auto se detuvo un par de metros maé s allaé , supuse que ante una luz en rojo. Lo siguiente sucedioé muy raé pido: un hombre entroé por mi costado y uno maé s se subioé al lado de Tim, sin que este hiciera nada, el sabor del miedo llegoé hasta mi boca, provocando que los latidos del corazoé n se escucharan dentro de mi cabeza. —¿Quieé n es usted? —murmureé cuando el hombre apuntoé directamente hacia mi cabeza. —Tu peor pesadilla, principessa. —¿Tim? —busqueé su mirada por el retrovisor, pero no era Tim quien estaba conduciendo —. ¿Doé nde estaé Tim? —Me imagino que entrando al purgatorio, aunque lo maé s probable es que vaya directo al infierno. —Hundioé el canñ oé n de su arma en mi sien—. Vas a estar quietecita, principessa. Alguien estaé ansioso por conocerte. La pesadilla de mis padres se habíéa hecho realidad, mientras el hombre presionaba su arma en mi piel, mi garganta se cerroé por completo impidieé ndome modular cualquier cosa. El auto se movíéa a gran velocidad alejaé ndonos cada vez maé s de ese sector de la ciudad y haciendo que el paso de las luces fuera cada vez maé s raé pido. A pesar de que queríéa ser valiente, mi cuerpo comenzoé a estremecerse con violentos temblores y mis manos se humedecieron debido al sudor fríéo que siempre me asaltaba en situaciones estresantes. El hombre en el asiento del copiloto sacoé su celular del pantaloé n y marcoé raé pidamente. —La tenemos. —Teníéa un marcado acento italiano. Colgoé la llamada y sus ojos grises y fríéos


me observaron por el retrovisor como si me estuviese marcando bajo la intensidad de su mirada —. El jefe la quiere viva, Fabricio, cuidado y se te escapa una bala, no vas a querer caminar el purgatorio que aquíé nuestra querida Cara tiene que atravesar. —¿No podemos divertirnos con ella un rato antes de entregarla? —Solo si quieres tu polla en un frasco con formol… Eso síé sobrevives a la furia de Escorpioé n. —¿Quieé nes son ustedes? —balbuceeé . —No importa quieé nes somos... —El rictus burloé n en el rostro del hombre a mi lado atizoé mi ira. —¡Mi padre los mataraé si me tocan un pelo! Ambos hombres empezaron a reíérse. —Tuo padre è un codardo figlio di puttana.[3] No teníéa que ser italiana para entender que acaban de llamar a mi padre hijo de puta. No me detuve a pensar, lanceé un fuerte codazo al hombre que estaba a mi lado sin importar el arma que apuntaba justo a mi cabeza. Mi deseo era darle en el cuello, quizaé con un poco de suerte romperle la traé quea, pero mi codo solo aterrizoé en su brazo haciendo que eé l soltara el arma debido a la sorpresa. Intenteé rodarme hacia la puerta en el otro extremo, pero el hombre me tomoé de la cintura atrayeé ndome hacia eé l, gireé el torso volviendo a lanzar un golpe, esta vez escucheé un crujido antes de observar mi antebrazo cubierto de sangre. —¡Hija de puta! —bramoé el hombre. —Sujeé tala fuerte, Fabricio —dijo el de ojos grises mientras el otro me inmovilizaba—. Deteé n el auto, Adriano. El conductor obedecioé inmediatamente, detenieé ndose en un costado. El hombre de los ojos grises se bajoé y rodeoé el auto hacia la puerta por la cual planeaba escaparme, tan pronto se abrioé me removíé entre los brazos de Fabricio pateando y gritando todo lo que mis pulmones me permitíéan, Ojos Grises intentoé agarrar mis piernas, pero las movíé tan raé pido como podíéa, necesitaba asestarle una patada y correr como nunca antes lo habíéa hecho, pero el amarre en mi torso era de hierro y raé pidamente mis piernas fueron inmovilizadas. —¡Coé mo es posible que una mujer pueda desarmarte! —gritoé Ojos Grises manteniendo mis


piernas sujetas con uno de sus brazos mientras con el otro sacaba una jeringuilla que conteníéa un líéquido incoloro. Ese fue el momento en el que me sentíé realmente indefensa y asustada. La calle estaba sola y pobremente iluminada, no podíéa escuchar los ruidos caracteríésticos de la ciudad. El miedo golpeaba mis venas, mi corazoé n latíéa como si fuese una carrera; antes de que pudiera decir una palabra maé s, sentíé el pinchazo a la altura de mi muslo. —¿Queé me has dado? —demandeé , pero podíéa sentir coé mo mi lengua se hacíéa grande. Pronto mis piernas dejaron de moverse al igual que mis brazos y mi cuerpo dejoé de responder a mis oé rdenes. Fue cuando Fabricio me soltoé . —No te mato, porque seé que mi jefe te haraé pagar. —Deja de hablar y vete adelante, presiona tu nariz y maé s te vale manñ ana limpiar este desastre. Fabricio tiroé mi cuerpo hacia Ojos Grises. A pesar de su fiera mirada y de que yo yacíéa inmoé vil, no hizo nada en mi contra, sabíéa que podíéa ver el miedo en mis ojos, y por un momento deseeé que Tim o cualquiera de los soldados de mi padre estuviera conmigo. Al menos el GPS estaba encendido dentro de mi cartera. —No te hareé danñ o, mi capo me arrancaríéa las manos si lo hago, te di una pequenñ a dosis de Rohypnol, es uno de los paralizantes que utilizamos, pero descuida, en un par de horas volveraé s a ser duenñ a de tu cuerpo, eso si eé l lo permite —tomoé mi bolso de mano del suelo—. Siempre he tenido curiosidad por saber que lleva una chica como tué en estas minicarteras—. Si hubiese podido moverme seguramente me habríéa delatado, la ué ltima esperanza de que mi padre me hallara estaba justamente ahíé—. Mira nada maé s. —Sacoé el GPS sostenieé ndolo entre sus largos dedos—. Un juguetito. —Bajoé el vidrio del auto, ni siquiera habíéa notado que estaé bamos nuevamente en camino, mis ojos se volvieron acuosos y una laé grima se me escapoé justo cuando eé l tiroé el aparatito por la ventana—. Me parece que papi no va a venir al rescate. —Se acercoé a míé y me susurroé en el oíédo—. Dulces suenñ os, principessa. Capítulo 6 Massimo


Entreé a la oficina y encontreé a Enzo limpiando las heridas de Fabricio. Salvatore estaba frente a mi escritorio fumando un puro mientras su mano izquierda sosteníéa una copa de whisky. Era noche de pelea, se podíéa escuchar el bullicio de nuestros clientes eufoé ricos por ver a uno de nuestros mejores peleadores, el cuadrilaé tero estaba listo y las apuestas eran altas, pero en ese preciso momento era lo ué ltimo que me importaba. Mi mirada barrioé cada pulgada de la oficina buscando a la principessa irlandesa, pero ella no estaba por ningué n lugar. —¿Doé nde estaé ? —murmureé entre dientes. Habíéa querido esperar en la oficina y estar aquíé cuando la trajeran, pero tuve que salir a otro de nuestros clubes, debíéa solucionar un par de problemas. Por lo general, Salvatore se hacíéa cargo de esas cosas, pero lo teníéa transportando el tesoro de los irlandeses hasta mis dominios. —En una de las celdas del soé tano… Tuve que darle un poquito de esto… —Sacoé de su bolsillo uno de los paralizantes utilizado por mi padre para hacer maé s llevadera la tortura. Iba a hablar, pero eé l no me dejoé —. Despueé s de que casi desfigurara a Fabricio. El aludido gimioé y Enzo terminoé de colocar una gasa y algo de esparadrapo en su nariz. —¡Maldicioé n! —La jodida perra me tomoé desprevenido, al final no era tan dulce, ni tan tranquila —gimioé Fabricio una vez que Enzo abandonoé la oficina. —Vete de aquíé, no puedo creer que una mujer tan menuda te haya partido la cara… Eso habla mucho de ti… —Jefe… Ella podraé verse deé bil, pero no lo es… —No quiero tus jodidas explicaciones. —Le senñ aleé la puerta con la mano—. Deé jame solo con Salvatore… Bordeeé el escritorio y me senteé en la antigua silla de mi padre, mis ojos se dirigieron hacia la fotografíéa enmarcada sobre la madera caoba. Salvatore esperoé hasta que estuvieé ramos solos para hablar. —¿Solucionaste el problema del club? Fijeé mi mirada en eé l —Síé… Te recomiendo que tomes a uno de tus hombres como segundo al mando, estos problemas menores no son de mi incumbencia. —Quizaé … Me gusta tener el control de todo, no soy bueno delegando.


—¿Los vio alguien con la chica? —El guardaespaldas, estaé en una de nuestras celdas. Filippo y Matteo estaé n con eé l, hasta el momento no ha dicho nada de relevancia para nosotros. —¿Por queé la llevaste a una celda? —No sabíéa queé trato íébamos a darle, pero teniendo en cuenta que es la hija de uno de nuestros enemigos, penseé que ese era el mejor lugar, ademaé s, es una fierecilla, le seraé maé s difíécil escapar de una celda, quizaé el lugar la haga maé s doé cil, o los gritos que Filippo le haraé dar a su guardaespaldas. —¿Filippo? ¿No es ese tu trabajo? —Lo es, pero de vez en cuando hasta la muerte se toma su descanso… Deja que mis hombres se diviertan un poco, viejo. Tomeé el pequenñ o frasco y observeé el líéquido en eé l. —¿Cuaé nto le diste? —Le di la dosis míénima… Tu invitada tardaraé unas dos horas en despertar del todo. — Salvatore tiroé su celular al centro de mi escritorio—. Tomeé varias fotografíéas, como ordenaste, algunas mientras la traíéamos y otras en la suite en la que la ubicamos —sonrioé con ironíéa. Mireé las fotografíéas, no eran impresionantes, pero teníéan lo necesario para hacerle saber a O’Reilly que su pequenñ a principessa estaba en mi poder. —¿Queé sigue en este plan? —Salvatore terminoé su bebida y se levantoé . Sirvioé dos tragos maé s y dejoé uno frente a míé—. ¿Ya sabes que haraé s con ella? —Ya tengo una idea, lo sabraé s en unos díéas, ahora mismo solo quiero que O’Reilly sufra, que se desespere, que actué e nublado por la rabia. —Tireé el celular—. Impríémelas y envíéalas a ese hijo de puta, quiero que sepa que ahora soy yo quien tiene el poder de mover los hilos. —Mi ejecutor asintioé —. Envíéale tambieé n un teleé fono desechable, me gustaríéa hablar con eé l antes de que la chica despierte. Imprimir las imaé genes fue raé pido, y conseguir un moé vil desechable lo fue aué n maé s, uno de nuestros soldados de maé s bajo rango fue el encargado de entregar nuestro mensaje. Una hora despueé s, entroé la llamada al ué nico nué mero que habíéa sido guardado en el aparato. —¿¡Cuaé nto quieres!? —Buenas noches, O’Reilly. ¿Doé nde estaé la amabilidad de los irlandeses? —¡Maldito cabroé n! Si la tocas, si la llegas a lastimar, ¡te matareé con mis propias manos y tirareé tu maldito cadaé ver para que sea la comida de mis perros!


—Palabras, palabras, palabras, no estaé s en posicioé n de intimidar, mucho menos de exigir. —¡Hijo de puta! ¿Queé quieres de ella? —¿Crees que tu hija podraé pagar por la muerte de mis padres? —Hice una pausa intentando agotar su paciencia—. Quizaé s deba torturarla y dejar que mis hombres se diviertan con ella, a lo mejor para cuando terminen, sirva para alguno de nuestros clubes. —¡No seríéas capaz! Y… ¡yo no tuve que ver con la muerte de tus padres! A pesar de su furia, pude escuchar el terror en su voz, sin embargo, no fue el alivio necesario para el dolor que me embargaba. —Eres un grandíésimo mentiroso, como buen irlandeé s, pero tué no me conoces, no apuestes o puedes perder, volar un container o planear la mejor redada que ha tenido la Policíéa de Chicago en mucho tiempo no es nada comparado a lo que pienso hacer con tu hija. —¡No te atreveríéas! —Su voz se elevoé al mismo tiempo que se mostroé completamente rota… Lo teníéa. —¡Mataste a mis padres! ¡Claro que me atreveríéa! —griteé perdiendo los estribos—. Escué chame bien, maldito cabroé n, yo no soy mi padre, conmigo no jugaremos a una mala pelíécula de mafiosos en venganza, voy a destruirte y ni siquiera vas a saber por doé nde llegaraé el golpe. Te juro como que mi nombre es Massimo Di Lucca, que cada laé grima que mi madre derramoé por culpa de tus hombres, tu hija las derramaraé el doble; por cada lamento de mis hermanos, tu hija sufriraé maé s… ¿Pensaste que me quedaríéa de brazos cruzados mientras tué arremetíéas contra mi familia? Pues te equivocaste y esa equivocacioé n la pagaraé tu preciosa hija… —¡No tienes pruebas de que fuimos nosotros! —¡Síé las tengo! No te hagas el inocente ahora que tengo a tu hija en mis dominios. Seé coé mo actué an ustedes, como malditas ratas cobardes. —Sonreíé sardoé nicamente—. Cuando termine con tu pequenñ a desearaé s no haber iniciado una guerra contra mi familia, te aseguro que no descansaremos hasta que no quede un maldito irlandeé s en todo el jodido estado. Colgueé el aparato y lo estrelleé contra una de las paredes, la rabia, el dolor y la frustracioé n me asaltaron a oleadas, respireé profundo varias veces tratando de calmarme. No creeríéa ninguno de sus argumentos. Habíéan sido ellos, en el lugar se encontraron casquillos de balas de las que


usaban esos malditos. El miedo por su hija hacíéa a O’Reilly escupir una sarta de mentiras. Salvatore se levantoé de su silla dando palmadas en mi espalda con una mano mientras con la otra me ofrecíéa lo que quedaba de su bebida. —Lo hiciste bien, Massimo, bebe, lo necesitas. —Ten todo dispuesto para cuando despierte, quiero que me vea, quiero que piense que voy a matarla. —Me senteé de nuevo en mi silloé n. —Estaé bien, aué n falta algo de tiempo para que la droga cumpla su funcioé n. Voy a ver la lucha, dicen que el peleador que quiere enfrentarse a Buga es bastante bueno. —Quieres aprender sus movimientos… —Los míéos son maé s eficaces… —dijo guinñ aé ndome un ojo. Espereé hasta que Salvatore se hubo ido para encender el computador y espiar las celdas ubicadas en el ué ltimo nivel del subsuelo de Purgatory. Cada lugar teníéa instalada una caé mara que abarcaba la totalidad del espacio. Ubiqueé la celda C raé pidamente, la chica yacíéa tirada sobre la colchoneta y parecíéa aué n inconsciente. Teníéa el vestido de la presentacioé n y su cabello caíéa sobre su rostro cubrieé ndolo parcialmente. Me recosteé en el silloé n sin dejar de observarla, recordando el preciso momento en el que nuestras miradas se cruzaron, la manera como su rostro se enrojecioé , coé mo sus ojos brillaron a traveé s de sus pestanñ as una vez hicimos contacto visual y la reaccioé n de mi cuerpo al tenerla cerca, fue como si por un segundo el odio y el deseo de vengarme hubiese sido remplazado por algo maé s carnal… Algo parecido a la lujuria. Acerqueé la imagen de su rostro y sus labios gruesos me incitaron a querer perderme en una lucha donde estaba seguro que seríéa el ganador. Negueé con la cabeza, ¿en queé diablos estaba pensando? Esa mujer era mi enemigo, no alguien a quien cazar, y no debíéa olvidarme de quieé n carajos era hija y las razones por las cuales la habíéa traíédo hasta aquíé. Vieé ndolo desde un punto de vista políético, el rapto de Cara O’Reilly daríéa a los ancianos la seguridad de que manejaríéa la Sacra Familia con mano de hierro, y los rumores y habladuríéas pararíéan sin necesidad de llegar al punto de una declaracioé n sangrienta. Despueé s que acabara con ella, mi deseo de hacer a esta organizacioé n maé s rica empezaríéa a cumplirse. Nada me detendríéa.


La conversacioé n que habíéa tenido con Walter Ritman, mi asistente en el conglomerado, sobre la recopilacioé n de activos de los O’Reilly flotoé en mi memoria haciendo que sonriera: atacaríéa a esos hijos de puta desde todas direcciones, tanto legales como ilegales. Los destruiríéa. La pelea dio inicio en el cuadrilaé tero. Sin dejar de enfocar el rostro de mi invitada, dividíé la pantalla solo para ver los avances de Buga, aunque con los víétores y silbidos que llegaban desde afuera podíéa intuir que esta noche tendríéamos grandes ganancias. Hice un par de llamadas, reviseé algunos mensajes del conglomerado, mantuve mi tiempo dividido entre la pelea y las acciones de las empresas testaferros que manteníéan a O’Reilly en la bolsa. Una vez que la pelea concluyoé , Salvatore entroé a la oficina acompanñ ado de nuestro tasador de apuestas; efectivamente, habíéamos tenido un gran margen de ganancia y nuestro peleador estrella estaba disfrutando de la companñ íéa de una de nuestras chicas VIP. Un leve movimiento en la celda C llamoé mi atencioé n, dejeé a mi ejecutor finalizar el papeleo y me concentreé en la pantalla, ella se removioé inquieta debido a sus ataduras. Por el rabillo de mi ojo vi a Salvatore despedir a nuestro soldado antes de venir a observar lo que me teníéa concentrado. —Parece que la droga ya hizo lo suyo. —¿Tienes todo lo que te pedíé? —Le pedíé la ropa a una de nuestras chicas. —Alceé una ceja—. ¿No pensaríéas que iba a perderme la pelea para irme de personal shopper a comprar ropa a esta hora? —Bien, ve por ella y traé ela cuando esteé lista. Dale unos minutos para que termine de despejarse, la necesito bien despierta. —Como ordenes, jefe —murmuroé con ironíéa. *** Cara No sabíéa si era que me habíéan vendado los ojos o que el lugar en el que estaba recluida se encontraba a oscuras. Al cabo de pocos segundos, toda la angustia y el pavor por lo ocurrido me pusieron alerta. Me rebullíé enseguida tratando de erguirme, pero una lluvia de calambres asaltoé todo mi cuerpo. Estaba atada de pies y manos, y acostada en una cama, el colchoé n era duro. Mi mente iba de un pensamiento a otro, ¿habríéan pasado díéas u horas? Mi padre ya debíéa estar


enterado de mi secuestro. Escuchaba historias espeluznantes de labios de sus hombres, de cuando una familia rival secuestraba a alguna de sus mujeres. ¿Me mataríéan o me venderíéan a algué n burdel de mala muerte? No, me negaba a creer en esa posibilidad, era material valioso, era la hija del capo enemigo. Ilegíétima o no, era su sangre la que circulaba por mi cuerpo. La posibilidad de ser vendida hizo que mi cuerpo se estremeciera por completo, no lo permitiríéa, antes me quitaríéa la vida que ser sometida a alguna infamia y antes de eso lucharíéa con intrepidez. Olíéa a rancio, a sangre seca y sudor, no muy lejos podíéa escuchar el goteo incesante de una ducha o llave de mano. Sentíé fríéo y empeceé a tiritar, por algué n lugar entraba una raé faga de viento helado. La habitacioé n carecíéa de calefaccioé n, podríéa morir congelada. Queé final tan siniestro para una de las noches maé s felices de mi vida. Trateé de rememorar algunas de las notas del concierto, pero el miedo a lo desconocido no me dejoé concentrarme. Recordeé todas las oraciones que me sabíéa, le prometíé a Dios lo imposible, y respireé profundo varias veces, eso alivioé en algo mi angustia. Sin embargo, a mis pensamientos llegaba la mirada cruel de Ojos Grises, como una promesa de que este encierro, apenas empezaba y no era ni el inicio de mi tormento. Volvíé a rezar, volvíé a prometer cosas que sabíéa que no podíéa cumplir, incluso prometíé que aceptaríéa al esposo que escogiera mi padre si salíéa con bien de esa situacioé n. Tuve ganas de orinar, el fríéo aumentoé esa necesidad, a pesar de tener la garganta seca y la lengua crecida. Quise conciliar de nuevo el suenñ o y al despertar encontrarme en el saloé n de mi casa discutiendo con mi madre. Pensar en mi madre ensombrecioé mi alma de terror, y pena y la muralla que conteníéa mis emociones se quebroé haciendo que soltara un profundo lamento ¿Queé querríéan de míé? Meditaba en medio de los sollozos, mientras tiraba de mis manos y mis pies sin importar que empezaban a escocer. La alucinacioé n se apoderaba de míé y del entorno, yo no era la que estaba en ese cuarto, yo era una simple violinista enamorada de la mué sica, ¿moriríéa sin volver a ver mis padres, a mis companñ eros de estudio, sin conocer el verdadero amor? Algo dentro de míé se rebelaba a ese


destino, estaba asustada por el futuro tan incierto, pero intentaba mantener la esperanza, sabíéa que en estos casos era imperativo mantener la calma. Me tensioneé sobre la cama al escuchar el sonido de la puerta al abrirse y unos pasos pesados se acercaron hasta el pie de la cama. —Ya pasoé el efecto de la droga, principessa —soltoé la voz de Ojos Grises. La venda fue arrancada de mis ojos raé pida y brutalmente, agradecíé mentalmente que el cuarto donde estaba cautiva estuviera tenuemente iluminado. Era muy pequenñ o, casi como una celda, con un lavabo, un inodoro y en la esquina una antihigieé nica cortina que imaginaba seríéa una ducha. La cama consistíéa en una vieja colchoneta sin cobijas ni saé banas. Ojos Grises tiroé sobre la cama un paquete que parecíéa contener ropa y ué tiles personales que me quedeé mirando con avidez. Luego me tiroé una cobija que estaba doblada sobre una pequenñ a tabla de madera. —Nada como a lo que estaé s acostumbrada a usar, pero serviraé . —Quiero salir de aquíé, no tienen idea de lo que haraé mi padre cuando sepa que ustedes me secuestraron. El hombre soltoé una risa burlona. —Tu padre ya estaé enterado. —Entonces no hay por queé preocuparse, estoy segura que eé l daraé lo que sea que le pidan por mi rescate El hombre sonrioé de nuevo de manera maleé vola, mientras que con una navaja me desataba los pies.— Alguien confíéa mucho en su papi… —Seé que soy mucho maé s valiosa para eé l que su dinero. —Como si necesitaé ramos dinero. Lo mireé de arriba abajo. Se habíéa cambiado de ropa, pero seguíéa impecablemente vestido. Su traje era evidentemente fino, costaríéa varios miles de doé lares. Se acercoé a míé y aunque intenteé mantenerme quieta, no pude evitar encogerme solo un poco. —No hemos pedido un rescate —murmuroé en mi oíédo. Todo el aire abandonoé mi cuerpo, si no queríéan dinero… Ojos Grises notoé mi breve momento de debilidad, ya que siguioé hablando, y afortunadamente se separoé de míé.


—Mi jefe quiere charlar contigo, es mucho maé s peligroso que yo, te aconsejo que te comportes. —Rasgoé la cuerda que teníéa mis pies sujetos. Quise darle una patada en la entrepierna en cuanto dejeé de sentir la presioé n de las cuerdas en mis tobillos, pero no podíéa ser tan impulsiva. Teníéa que pensar cada movimiento con cabeza fríéa, saber queé diablos queríéan de míé. El hombre desatoé mis manos y trateé de incorporarme de un tiroé n, fracasando de manera miserable. O la droga aué n permanecíéa en mi organismo o quieé n sabe cuaé ntas horas habíéa estado en esa posicioé n que mis mué sculos y mis huesos me pasaban factura. —Calma, despacio… Al parecer todavíéa existen resquicios de la droga en tu cuerpo… Mi capo no va estar muy feliz si entras a su oficina tambaleante. —¡Tu jefe y sus gustos pueden irse a la mierda! —le griteé . Ojos Grises se agachoé a mi altura, su mano apretoé mi barbilla de una manera dolorosa, pero me negueé a mostrarle dolor o miedo, mi mirada se mantuvo en eé l, en sus ojos que parecíéan maé s fríéos que cualquier bloque de hielo que hubiese en la Antaé rtida. —Creo que lo primero que haraé Escorpioé n contigo seraé lavarte la boca con un cepillo de dientes que contenga lejíéa. ¿Queé diablos les pasa a los irlandeses? ¿O es que acaso no eres una chica buena y pura, una buena chica irlandesa? El deseo de mostrarle cuaé n irlandesa era latioé en mis venas, lo teníéa justo para al menos escupir en su rostro de piedra, pero no lo hice, en cambio me removíé de su agarre. “Seé inteligente, Cara”. Tragueé el nudo en mi garganta. —¿Doé nde estoy? —En el purgatorio y maé s te vale que te levantes, no soy muy bueno como ninñ era. Quíétate la ropa, date un banñ o y víéstete. —No hareé nada de eso hasta que me digas donde estoy… —Podemos hacer esto de dos formas: la primera, te aflojas y cooperas; la segunda, busco a Fabricio y que eé l haga los honores. Recordeé al hombre en el auto, seguramente estaba muy cabreado y no queríéa tentar mi suerte, me senteé en la cama con mucho cuidado y bajeé mis pies al suelo antes de levantar mi mirada hacia Ojos Grises. —No puedo cambiarme si estaé s aquíé miraé ndome… —La orden es no despegar mis ojos de ti, principessa. No pensaba ducharme con eé l en la habitacioé n, no pensaba bajar la guardia con ninguno de ellos cerca.


—Entonces me quedareé tal como estoy. —Era consciente de que habíéa perdido un zapato, mi cabello seguramente era un nido de paé jaros, en mi boca parecíéa que una rata yacíéa muerta y teníéa manchas de mugre en las piernas. Pero preferíéa quedarme asíé que desvestirme con un enemigo delante. —No puedo llevarte asíé ante el jefe. —Queé laé stima me da —ironiceé volteando los ojos. Iban a matarme si seguíéa comportaé ndome asíé. Decidíé cooperar un poco—. Mira, no voy a desaparecer si sales y me esperas detraé s de la puerta. Ojos Grises alzoé una ceja, pero asintioé . —No hagas algo estué pido. —No soy Criss Angel, no me esfumareé en el aire. —Ja, ja, ja… —Sonrioé con ironíéa—. Tienes sentido del humor, eso haraé que tu cautiverio sea entretenido. —Cautiverio. Ellos teníéan pensado tenerme mucho tiempo aquíé—. Estareé afuera, principessa, tienes tres minutos o te sacareé de aquíé como esteé s. Capítulo 7 Cara Una vez que me quedeé sola, me lanceé al paquete que abríé con celeridad: habíéa una sudadera deportiva, unas medias y zapatos de lona sin cordones; ademaé s de un cepillo de dientes de mango flexible, crema dental, jaboé n y una goma para el cabello. Respireé profundamente observando las paredes de mi celda. Habíéa una caé mara en la esquina, esperaba que su alcance fuese hasta la cortina. —No escucho movimiento, principessa. —La voz de Ojos Grises se escuchoé lejana debido a la puerta de hierro. Decidíé obedecer por el momento, al menos mientras pensaba en coé mo escapar de allíé. Me levanteé de la cama y camineé lentamente hacia la mugrosa cortina, sentíéa mis piernas pesadas, pero al menos respondíéan a mis deseos. Esperaba nunca maé s sentirme paralizada, eso sin duda disminuiríéa mis oportunidades de salir de ese lugar. Coloqueé toda la ropa en el lavabo y me metíé detraé s de la cortina desnudaé ndome con premura. Podíéa escuchar la voz de Ojos Grises susurrar: “Tic tac”, daé ndome a entender que teníéa poco


tiempo. Abríé la ducha y lanceé un grito de horror cuando el agua impactoé contra mi cuerpo, estaba helada… No, maé s que helada parecíéa que estuvieran derritiendo un iceberg solo para que pudiera ducharme. Fuera, mi carcelero soltoé una risa burlona ante mi exabrupto, mi cuerpo temblaba, pero me las arregleé para usar el jaboé n y enjuagarme la boca. Mientras mi piel se resignaba a la temperatura del agua, no pude dejar de pensar en el dichoso capo, el nuevo jefe de la Sacra Familia, habíéa escuchado hablar de su padre, el jefe anterior, sabíéa que era fríéo y despiadado, que habíéa matado a su primer hombre siendo muy ninñ o, y que le gustaba torturar, disfrutaba ver a sus enemigos pedir una clemencia que eé l no estaba dispuesto a entregar. Lo maé s probable era que su hijo fuera del mismo calibre y, en ese caso, yo era el enemigo y no podíéa dejar de pensar que querríéa conmigo. Padre me habíéa dicho que debíéa cuidarme, pues eé l habíéa declarado una guerra por territorio. “Estué pida…”. Debíé haber sido maé s precavida, debíé estar maé s alerta, pero estaba tan feliz, me sentíéa realizada, el concierto habíéa sido un eé xito y teníéa tres posibles cazadores de talento impresionados por mi interpretacioé n junto a Elira… No pude evitar pensar en mi violíén, padre me lo habíéa dado en mi cumpleanñ os, seguramente ellos lo habíéan destruido… —Un minuto, principessa… Cerreé la llave cortando el suministro de agua, no teníéa con queé secar mi cuerpo y con la humedad y el fríéo no podíéa simplemente no hacerlo, seguramente pescaríéa una neumoníéa antes de siquiera reunirme con mi secuestrador. Tomeé mi vestido que estaba sobre el lavado y a pesar de que estaba sucio, me sequeé el cuerpo justo en el momento en el que alguien abríéa la puerta. Me aferreé a la cortina viendo a Ojos Grises entrar a la habitacioé n junto con otro hombre de contextura mucho maé s delgada, pero de aspecto tan espeluznante como eé l. Tuve que recordarme que eran matones, asesinos despiadados. —Tu chofer no ha querido colaborar… Asíé que necesito hacerle una visita y darle un poco de mis servicios. —Hizo tronar sus dedos y por primera vez noteé que los teníéa todos tatuados… Ojos Grises era el que se ensuciaba las manos en esa organizacioé n o al menos hacia parte de ese grupo,


lo sabíéa por la forma en la que se expresaba, por sus gestos y la mirada diaboé lica que brillaba en su iris, era la misma de River, el ejecutor de mi padre. Siempre me habíéa mantenido lejos de los negocios, mis hermanos mayores me odiaban por ser una hija fuera del hogar y que mi padre pasara tanto tiempo conmigo, ademaé s de que en ese mundo las mujeres solo teníéan dos roles: madres y esposas trofeo. Estaba en contra de todo ello, pero podíéa reconocer a los ejecutores, los encargados de sacar la verdad a punta de tortura. Solíéan disfrutarla y Ojos Grises teníéa una mirada maquiaveé lica, eleveé una pequenñ a oracioé n hacia Tim—. No te dejes llevar por la escasez de mué sculos en Filippo, es aé gil e incluso maé s letal que yo…, uno de nuestros mejores soldados… — EÉ l palmeoé el hombro del muchacho y lleveé mi mirada a sus fríéos ojos castanñ os. —Necesito vestirme. Ojos Grises se acercoé y mi corazoé n se saltoé un latido al pensar que eé l podríéa apartar la cortina de un tiroé n, dejaé ndome expuesta para eé l y el hombre que me observaba con el cenñ o fruncido. —Sesenta segundos, principessa… Tic, tac… tic, tac. —Tragueé saliva mientras eé l se encaminaba a la salida—. Filippo te llevaraé con mi capo. Dicho eso, salioé de nuevo de la habitacioé n, y lo escucheé susurrar cosas al hombre. Mientras me vestíéa, me dije que teníéa que elaborar un plan para escapar, pero no sabíéa doé nde demonios estaba, no podíéa escuchar autos o una carretera cerca, solo escuchaba fugas de agua y voces de personas que seguramente estaban en celdas contiguas. Un grito se escuchoé como un eco en la distancia, era la voz de Tim desgarrada y cerreé los ojos mientras corríéa hacia la mugrienta colcha. Otro grito desgarrador se escuchoé , lleveé las manos a mis oíédos, queriendo sofocar la tortura. No supe cuaé nto tiempo o cuantos gritos trascurrieron desde el primero, queríéa gritar, teníéa furia y miedo, y no me gustaba la sensacioé n de esos sentimientos en mi interior. La puerta de hierro se abrioé y Filippo ingresoé a la habitacioé n. —Mi capo te espera. Asentíé, levantaé ndome de la cama. Vieé ndolo de cerca, Filippo era casi de mi altura, un poco maé s robusto que yo y con facciones duras, pero yo sabíéa algo de krav magaé , solo habíéa asistido a cinco clases, pero conocíéa lo baé sico.


Ya habíéa logrado partir la nariz de uno de ellos, que era mucho maé s alto y corpulento que yo, podríéa con este hombre, teníéa que ser maé s aé gil de lo que Ojos Grises decíéa que eé l era, y mucho maé s astuta. Me detuve justo en el umbral de la puerta observando el poco iluminado pasillo, ya no se oíéan gritos, pero podíéa escuchar varias voces a lo lejos. —Camina y no pienses nada estué pido —grunñ oé el hombre a mi espalda empujaé ndome con fuerza. *** Massimo Prepareé todo para la llegada de la principessa; la caé mara estaba lista y aguardando por ella. Pedíé que trajeran un poco de comida del restaurante chino que quedaba a una manzana, suponiendo que la chica tendríéa hambre. No sabíéa exactamente queé haríéa con ella, pero necesitaba mostrarle a O’Reilly que pensaba torturarla. Observeé su conversacioé n con Salvatore, maldiciendo por no tener audio habilitado, aunque era obvio que no le estaba haciendo las cosas faé ciles a mi amigo. Me gustaba, no era sumisa, tampoco doé cil, eso sin duda haríéa esto muy divertido. Vi a Salvatore salir de la celda y a Filippo acercarse a eé l, sostuvieron una breve conversacioé n en donde uno explicaba y el otro asentíéa… Necesitaba sin duda alguna instalar el audio a toda esa seccioé n de celdas; mi padre era maé s visual, yo, por el contrario, preferíéa conocer todos mis puntos. La puerta de mi oficina se abrioé y Donato entroé con una carpeta que ya habíéa visto anteriormente. Definitivamente, la junta de ancianos no iba a dejarme tranquilo. Abríé la carpeta, reviseé los documentos que requeríéan mi firma, y estaba terminando de leer el tercero cuando Donatello habloé . —Tienes a la hija de O’Reilly en nuestras instalaciones. —No preguntoé , asíé que no contesteé —. ¿Sigo siendo tu consigliere? —Sabes que síé. —¿Entonces por queé demonios estaé s haciendo cosas a mis espaldas? — Su tonoé de voz se elevoé . —Fíéjate en el tono en el que me estaé s hablando, podraé s ser mayor que yo, pero soy yo quien


lleva las riendas de esta familia. —El hecho de que seas mi capo no me impediraé que te diga que estaé s cometiendo una equivocacioé n… Traer a la hija de O’Reilly es una jodida mala idea. —¿Quieé n lo dice? ¿Tué , o las jodidas momias que conforman la junta de ancianos? Estoy aburrieé ndome de estar sobre una cuerda en lo alto… Soy quien soy, les guste o no les guste. —¡No lo entiendes! Tendremos las fuerzas de O’Reilly atacando todos nuestros puntos deé biles. —Si tenemos algué n punto deé bil, tendremos que blindarlo. ¿Queé haces aquíé sermoneaé ndome en vez de ponerte en ello? —dije sin alterar mi tono de voz. Donato negoé con la cabeza. —Tu padre… —¡Mi padre estaé muerto! —Me levanteé de la silla lanzando la carpeta a mi consigliere—. ¡Y que me jodan si no tomo venganza por lo que sucedioé , y lo hareé a mi maldita manera! —Mi mirada se desvioé hacia el computador en el momento exacto en el que la hija de O’Reilly lanzaba un golpe hacia Filippo—. ¡Mierda! La vi correr hacia la puerta y salíé de la oficina sin importarme Donato; si ella pensaba que podríéa escapar, estaba muy equivocada. Bajeé las escaleras con celeridad, el club estaba lleno aué n y si salíéa a la superficie, podríéa mezclarse raé pidamente con nuestros clientes. Empujeé la puerta que daba hacia las celdas y gireé en la ué ltima esquina solo para sentir coé mo un diminuto cuerpo golpeaba contra mi pecho. Contuve la respiracioé n y me quedeé quieto por un par de segundos. —Dicen que los aé ngeles son las criaturas maé s bellas del mundo. Entonces debo ser afortunado, porque he atrapado uno, ¿vas a algué n lugar, mi aé ngel? —murmureé en un perfecto italiano. Ella quedoé levemente petrificada, el reconocimiento fue notable en sus ojos azules, intentoé escaparse de mi agarre, quizaé s para correr, aun cuando sabíéa que no habíéa escapatoria. La tomeé de los brazos cerrando mis manos en ellos sin importarme si le hacíéa danñ o. La voz de mis hermanos al teleé fono resonoé en mis oíédos y la rabia nubloé mis pensamientos—. Dos narices rotas, principessa, estaé s haciendo que mis hombres queden muy mal parados. —Sueé ltame y te aseguro que seraé n tres… Negueé con la cabeza chasqueando mi lengua. —¿Tan mal te hemos tratado? —Tireé de ella sin ningué n tipo de contemplacioé n—. La diversioé n apenas empieza.


La arrastreé hasta mi oficina y se resistioé ; para ser tan menuda teníéa muchíésima fuerza, ahora entendíéa por queé mis hombres se habíéan visto con las manos llenas al intentar controlarla. Pero el hecho de que ella peleara solo hacíéa que mi deseo de dominarla se acentuara cada vez maé s. Dejeé de pensar y me enfoqueé en el reto que seríéa quebrantar a Cara O’Reilly, no habíéa nada maé s placentero que quebrar las alas de una mariposa mientras esta intentaba volar. La solteé una vez llegamos a mi destino y cerreé la puerta para que no tuviera un solo lugar por donde escapar, me distraje solo un segundo, y eso fue todo lo que ella necesitoé para intentar golpearme. A diferencia de mis hombres, mis reflejos eran raé pidos y estaba preparado para ello, agarreé su mano empunñ ada entre mis manos y apreteé cada vez maé s mientras su rostro se contraíéa por el dolor; no le iba a partir la munñ eca, pero síé me aseguraríéa de que la proé xima vez lo pensara un poco maé s antes de atacarme. Sus rodillas cedieron y sus ojos se cristalizaron, pero no derramoé una sola laé grima mientras me erguíéa sobre ella. —Yo que tué no volveríéa hacer eso. —Solteé su mano e inmediatamente ella la acunoé contra su pecho. —¿Queé hago aquíé? ¿Queé quieres de míé? ¿Quieé n diablos eres tué ? —Queé descorteé s he sido, me disculpo, permíéteme presentarme: soy Massimo Di Lucca, ahora toma asiento. —Ella me desafioé con la mirada y yo arqueeé una ceja—. ¿Prefieres que te obligue a tomarlo? ¿O mejor te paralizo y te ato? —Una sombra de temor atravesoé su mirada, aun asíé, levantoé la barbilla mientras se incorporaba del suelo y se sentaba en una de las otomanas de la habitacioé n. —Quiero saber porque estoy aquíé. ¿Por queé estabas en mi presentacioé n? —Me gusta la mué sica claé sica, nunca me pierdo una buena presentacioé n —Tomeé mi trago de un solo golpe—. ¿Por queé estaé s aquíé, principessa? Resulta que “hay una bestia en cada hombre y despierta cuando colocas una espada en su mano”. Ella bajoé el rostro y el entendimiento se marcoé en sus facciones. —Las rosas negras… —¿Te gustoé mi regalo?


—¿A eso lo llamas un regalo? Maé s bien es un esperpento que habla de tu mal gusto. —Laé stima que no aprecies el valor y el significado de una rosa negra… —No es algo que me preocupe saber… ¡Quiero irme de aquíé! Camineé hasta sentarme en la orilla de mi escritorio. Saqueé una de mis armas y la dejeé sobre la brillante madera pulida, pensando que quizaé la intimidaríéa, pero ninguna emocioé n cruzoé su rostro. De no ser porque podíéa ver el temor reflejado en sus ojos, hubiera jurado que Cara O’Reilly lo teníéa todo para ser una verdadera principessa de la mafia. —Creo que no podraé s irte, pero quiero ser un buen anfitrioé n, no tardaraé n en traer tu comida. — Rodeeé la otomana quedando justo a su espalda. Mis manos tocaron sus hombros y su cuerpo se estremecioé , aun asíé, me limiteé a inspeccionar maé s de cerca a la hija de ese bastardo: teníéa el cuello largo y delgado, no tendríéa que usar nada de fuerza para quebraé rselo si intentaba si quiera tocar mi arma, pero ella no lo hizo, a pesar de que su mirada estaba ahíé—. Necesito que hagas algo para míé. —En tus suenñ os, cabroé n. Mis dedos se deslizaron por su cuello, su piel se erizoé y el deseo burbujeoé en mis entranñ as. —No te conviene ir en mi contra, principessa… —No me llames asíé. —Es lo que eres. —Masajeeé con mis pulgares su nuca, ella se echoé hacia adelante escapando de mis dedos… —Nunca lo he sido, y no lo sereé , si pretendes amedrentar a mi padre a traveé s de míé, pierdes tu tiempo, Di Lucca. —Mi apellido en sus labios sonoé como un veneno en su maé xima concentracioé n —. Solo soy una hija bastarda, no tengo nada que ver con su mundo. —No me importa si tienes o no que ver, eres el medio para un fin, principessa, eres la hija de Conan O’Reilly, eso me basta. —Me coloqueé frente a ella bajando mi mirada hacia la suya —. Necesito grabar un mensaje. —Mis manos agarraron sus antebrazos justo por donde la habíéa tomado antes—. Levaé ntate y ponte detraé s de la caé mara. —No. Volvíé a chasquear la lengua y lleveé mi mano hacia atraé s, tomando el arma y apuntando justo a


un lado de su cabeza. —No te estoy pidiendo el favor. —Entonces dispara… Y lo hice. Capítulo 8 Cara Escucheé el sonido caracteríéstico de un arma al ser manipulada. ¿El maldito no iba a dispararme? ¿O síé? No lo creíéa, yo era valiosa para eé l. Sin embargo, mi cuerpo vibroé ante el canñ oé n del arma en contacto con mi cabeza. —No te estoy pidiendo el favor —grunñ oé impaciente. —Entonces dispara… El hijo de puta lo hizo, disparoé su arma tan raé pido que la bala rozoé el loé bulo de mi oreja, ocasionaé ndome un ardor similar al de una quemadura. Jadeeé con horror, llevaé ndome una mano al oíédo mientras la bala impactaba en la pared detraé s de míé. —¿Queé mierdas te pasa, maldito enfermo? —griteé mirando sus ojos fríéos. —La proé xima vez no voy a fallar… Sieé ntate frente a la jodida caé mara. —Sentíé una vez maé s el canñ oé n en mi cabeza—. Vas a grabar ese mensaje y convenceraé s a papi para que no tome ninguna represalia contra mi territorio o tué pagaraé s por ello. Mi mirada vagoé por el escritorio, me pregunteé si seríéa lo suficientemente raé pida como para tomar el cuchillo e incrustarlo en su cuello —quizaé , con un poco de suerte, hasta acertaba en el escorpioé n que escondíéa la vena principal—, o si la bala seríéa maé s raé pida que yo. Si pensaba que podríéa manipularme, estaba muy equivocado. —Estoy esperando. «Pues espera sentado». —Contareé hasta tres… —Pues asegué rate que al llegar a tres no falles. —Bien. —Caminoé a míé alrededor rodeando el escritorio mientras se guardaba el arma en la cinturilla del pantaloé n. Sus ojos y los míéos se encontraron un momento y me dio una media sonrisa antes de estirar su mano tomar el cuchillo y colocarlo en la funda detraé s de su saco—. Queríéa ser un buen anfitrioé n, pero… me obligas a ser el malo. —Giroé la pantalla de su computador y la imagen de un hombre desnudo, golpeado y con el rostro ensangrentado se materializoé frente a míé —. Podríéas decirle “hola” a Tim. Solteé un jadeo y el aire abandonoé mi cuerpo. Aquel hombre no parecíéa Tim, habíéa tantos golpes


en su cuerpo que era maé s como una masa hinchada y sanguinolenta. Nunca habíéa tenido especial afecto por ninguno de los secuaces de mi padre, pero ver coé mo atacaban al hombre en la pantalla hacíéa que mi pecho se contrajera de dolor. —¡Basta! —Me levanteé de la silla en la que me habíéa sentado golpeando el escritorio con mis manos—. ¡Deé jalo en paz! —Graba el puto mensaje y me lo pensareé . —¡No lo hareé ! Tim abrioé la boca y lo que parecioé un lamento desgarrado salioé de ella. Massimo sacoé su celular, accionoé una tecla, y lo llevoé a su oíédo. —Desmieé mbralo. El hombre que atendioé la llamada, al que reconocíé como Ojos Grises, sonrioé hacia la caé mara y luego guinñ oé un ojo, teníéa toda la ropa machada con lo que parecíéa sangre… Tomoé unas pinzas de una mesa y se acercoé a Tim, que parecíéa gritar horrorizado. —No lo hagas… —dije sin dejar de mirar la pantalla donde dos hombres sosteníéan a Tim, o lo que quedaba de eé l, mientras otro extendíéa su mano hacia Ojos Grises, que colocaba la pinza en su dedo íéndice—. Por favor. —Mi voz se quebroé y la primera laé grima desde que habíéa comenzado todo rodoé por mi mejilla. En mis retinas quedaríéa grabada por siempre esa escena: Tim gritoé mientras Ojos Grises cortaba sus dedos. Me lleveé las manos a los ojos y los cerreé un minuto; a pesar de que el video no teníéa sonido podíéa escuchar los lamentos de Tim haciendo eco en mi conciencia. Massimo se acercoé raé pidamente, sus manos tiraron de mis brazos con fuerza al tiempo que sujetaba mi rostro a la altura de la pantalla… —Esto es solo el comienzo… —¡No maé s! —supliqueé entre laé grimas— ¡ya no maé s! ¡Hareé lo que me pides! ¡Hareé lo que quieras, pero deé jalo en paz! EÉ l hombre frente a mi rio, soltoé mi rostro y sus manos giraron mi cuerpo hasta que estuvimos frente a frente. —Entonces tu vida no importa, pero la de un soldado síé. —Todas las vidas importan, todas son valiosas. EÉ l tomoé su celular y habloé brevemente deteniendo la tortura. —¿Quieé n hubiese creíédo que la hija de Connan O’Reilly teníéa un corazoé n tan dadivoso y


compasivo? —Tué no me conoces, grabareé tu maldito mensaje y me dejaraé s en paz. —¿Dejarte en paz? ¿Crees que estoy jugando? —No, creo que eres un maldito ninñ o consentido a quien mi padre le ha arrebatado su juguete favorito. Observeé , asustada, el momento exacto en que sus facciones se transformaron por culpa del dolor, pero el gesto fue enmascarado por otro de viva rabia. —¡No tienes ni puta idea de lo que tu padre me ha arrebatado! UÉ ltima vez que lo direé : si no quieres que te sirva la polla de Tim como cena, ve detraé s de la caé mara y graba el jodido mensaje. Me zafeé de su amarre de mala manera y camineé hacia la caé mara. Si la vida de Tim no hubiera estado en mis manos, habríéa estrellado el aparato contra el suelo o quizaé sobre la cara bonita del cabroé n que me sonreíéa sentado en el que parecíéa ser su trono. Me sequeé las laé grimas de las mejillas y mireé el lente de la caé mara. —¿Queé quieres que haga? —Vas a decirle a papi que estamos jugando una partida de ajedrez y que cualquier mala jugada puede terminar en jaque a la reina. Despueé s de grabar el video y rechazar la comida que me ofrecioé , fui devuelta a mi celda, donde tardeé mucho tiempo en volver a quedarme dormida. Todavíéa, cuando cerraba los ojos, podíéa escuchar los lamentos de Tim, y la gotera del banñ o estaba a punto de volverme loca. No sabíéa si ya habíéa amanecido y no podíéa dejar de pensar en mi madre y en su reaccioé n cuando papaé recibiera el video de su hija llorosa y temblorosa en manos de su captor. ¿Queé diablos habíéa hecho mi padre para desatar la ira de ese hombre? Recordeé su mirada cuando mencioneé que le habíéa quitado un juguete, vi tanta rabia en sus ojos verdes que por un segundo temíé lo peor. Toda mi vida habíéa luchado por escapar del mundo oscuro y sangriento que presidíéa Connan O’Reilly, sin embargo, aquíé estaba, de cabeza, enfrentada a una situacioé n de la cual no teníéa idea de coé mo salir. ¿Queé seríéa de míé si Massimo Di Lucca decidíéa mantenerme cautiva por mucho tiempo? Sabíéa que no me danñ aríéa, tuvo la oportunidad de hacerlo y prefirioé lastimar a Tim. Claro que yo me


habíéa expuesto al demostrarle que no soportaba que lastimara a alguien maé s por mis decisiones. Y esa seríéa su carta de ventaja sobre míé y maé s cuando le rogueé varias veces que no dejara morir a mi guardaespaldas. Habíéa sido una estué pida. En mi intento por proteger la vida de un hombre, habíéa mostrado mi mayor debilidad. *** Massimo. Los ué ltimos dos díéas, mi vida giraba en torno a observar a la hija de O’Relly, revisar el estado de nuestras cuentas y supervisar los cobros de las deudas de nuestros clientes habituales. El guardaespaldas habíéa dicho todo lo que necesitaé bamos saber una vez que Salvatore supo queé hilos mover. No habíéa vuelto a hablar con ella desde que graboé el mensaje. Habíéa sido toda una actriz pidieé ndole a su padre que cesara todo movimiento en contra de mi familia si queríéa que ella se mantuviese con vida, pero su mirada, una vez que apagueé la caé mara, fue completamente arrogante y hostil. Hasta ahora, O’Reilly no habíéa hecho nada, pero estaba seguro de que examinaba todos nuestros pasos esperando el momento exacto para actuar. Necesitaba enviar otro mensaje. Mantener a nuestro objetivo entretenido. El celular vibroé en mis pantalones mientras escuchaba a Donato rendir las cuentas del mes. Afortunadamente, los negocios no habíéan sufrido ningué n tipo de alteracioé n por la muerte de mi padre, de hecho, gracias a mis nuevas normas, las ganancias se habíéan triplicado. Nos habíéamos quitado una pandilla de moteros de encima colaborando con la policíéa y las luchas seguíéan siendo nuestro maé s alto ingreso, seguido por los clubes. Respecto a la venta de drogas, teníéa planes: deseaba dejar fuera a la Sacra Familia de un negocio en el que se perdíéan muchas vidas al anñ o, nada maé s entre mis soldados; pero por el momento habíéa dejado las cosas como estaban, y los ancianos de la junta me habíéan dejado tranquilo; mientras tuvieran los bolsillos repletos de doé lares podríéa moverme a mis anchas. Por otro lado, dos de las empresas de los irlandeses habíéan


bajado su valor en bolsa, quedando al alcance de los depredadores en busca de inversioé n. Saber que estaba atacando a O’Reilly en lo legal y tener a su hija en nuestro poder llenaba mi vida de satisfaccioé n a pesar de las opiniones divididas respecto a eso. Habíéa personas que aué n estaban esperando el ataque de Connan, pero yo queríéa pensar que el hombre era demasiado inteligente como para poner en riesgo a su principessa; aun asíé, seguíéa manteniendo vigilado todos mis puntos. El moé vil vibroé de nuevo. Sin dejar de mirar a Donato, lo saqueé del bolsillo observando el nombre de Angeé lica repicar en la pantalla. Llevaba una semana sin contestar sus llamadas o mensajes. Desliceé el dedo por la pantalla rechazando la llamada una vez maé s, teníéa mucho trabajo que resolver. Donato intentaba empaparme de todos los negocios: los cargamentos, las exportaciones e importaciones de coca; ahora entendíéa porque mi padre queríéa dejar eso en mano de los carteles, teníéa noches sin dormir y estaba jodidamente cansado. Sin embargo, necesitaba sacar algo de tiempo para ella, el sexo siempre habíéa sido un liberador de tensiones para míé y era maé s que evidente lo tensionado que estaba. Sabíéa que tarde o temprano tendríéamos que terminar lo nuestro, no estaba bien visto ante los ancianos, ahora que era el jefe, que llevara una relacioé n con una mujer casada y por maé s que la hubiese manejado con prudencia, el sol nunca podíéa ser tapado con un jodido dedo. Habíéamos invertido mucho dinero en Parker para que este siguiera siendo alcalde e hiciera de la vista gorda con nuestros movimientos. Desliceé mi dedo por la pantalla hasta encontrar la aplicacioé n de las caé maras de seguridad y observeé a la hija de O’Reilly. Estaba sobre la cama mirando hacia ningué n lugar en particular, solo ahíé, esperando. Salvatore se acercoé observando la pantalla junto a míé. —Ella seríéa una bonita atraccioé n en el tubo la noche de los jueves… Laé stima que la mataraé s. —No voy a matarla. —¿Entonces la tendremos en la celda como un prisionero? —Negueé con la cabeza y mireé a Donato, que se habíéa interrumpido, instaé ndolo a seguir, pero su hijo no iba a dejarnos trabajar en


paz—. Ya, la vas a convertir en tu nueva amante, ese síé que seríéa un golpe muy bajo para O’Reilly. Despueé s que termines de jugar con ella, quisiera un pedazo de ese culo para míé antes de lanzarla a los clientes, estoy seguro que Fabricio y Rafaello me acompanñ aríéan. El mué sculo en mi mejilla latioé . Pensaba en coé mo reaccionar, cuando Donato acudioé en mi auxilio. —¿Alguna duda, Massimo? —Negueé con la cabeza—. Antes de irme, tengo que decirte que la mitad de los ancianos estaé feliz con lo que le hiciste a O’Reilly, de alguna manera hemos interceptado todos sus cargamentos, lo que ha detenido los ataques a nuestros negocios, y eso ha sido visto como una debilidad de su parte… —¿Y la otra mitad? —La otra cree que estaé planeando recuperar a su hija. —Puede intentarlo. —Saqueé mi cuchillo y lo claveé en la madera del escritorio—. Aquíé lo estareé esperando. Me levanteé de la silla, aburrido por la conversacioé n. Donato abandonoé la habitacioé n. Una vez estuvimos solos, Salvatore expresoé lo que estaba pensando. —Te has quedado de piedra al sugerirte que me des a la principessa. —Ella no seraé una puta maé s de este ni de ninguno de nuestros clubes. —Supongo que es solo para ti. —Supones bien —me levanteé y me servíé una copa—, pero ella seraé maé s que una puta. ¿Sabes queé odian los irlandeses maé s que a nada? —A los italianos. —Asíé es, usareé a la hija de O’Reilly para debilitar el víénculo entre el capo y el consigliere irlandeé s. En honor a la amistad de ambos, Liam querraé interceder, asíé que la pedireé a cambio de una tregua temporal. Con los ué ltimos acontecimientos, ellos necesitan una tregua, Liam aceptaraé dejarme a la chica como parte de compensacioé n y ese seraé el causante de la ruptura entre jefe y consejero. Seraé en ese instante en que daremos el golpe contundente para deshacernos de la plaga irlandesa en nuestro estado, esa seraé mi venganza contra ellos, vernos recuperar Illinois para la Sacra Familia, para mi padre. Y una vez Cara sea míéa, pondreé en su vientre un pequenñ o bastardo de sangre italiana, y, cuando haya cumplido mi cometido, la enviareé de vuelta a su padre, rota, deshonrada y tan mancillada que O’Reilly desearaé verla muerta. Un hijo de mi simiente le


recordaraé por siempre que nadie debe meterse en el camino de Massimo Di Lucca. Mireé una vez maé s la pantalla, observando a Cara sobre la cama: ahora teníéa los pies sobre la pared y tarareaba lo que parecíéa una melodíéa mientras movíéa sus manos al mismo ritmo. La pobre, ni siquiera sabíéa que su vida habíéa terminado sin siquiera dejar de respirar. Horas despueé s, mientras el club estaba a reventar y la noche empezaba a caer anunciando nuestra nueva pelea, me di una ducha en el banñ o de mi oficina y me dispuse a poner en marcha el plan. Me vestíé con mi traje gris de Armani de tres piezas y observeé la mesa colocada de manera estrateé gica en el centro de la oficina, con un Brunello di Montalcino —que esperaba fuera de su agrado— enfriaé ndose en una cubitera. La comida estaríéa caliente para cuando ella llegara, incluso habíéa enviado a Rafaello a buscar un vestido que habíéa comprado por Internet en la tienda donde solíéa adquirir los obsequios que le hacíéa a Angeé lica o a algunas otras mujeres. —Senñ or —Valentino, uno de nuestros soldados maé s joé venes, entroé a la oficina—, la comida que ha encargado ya estaé aquíé. Junto al hombre que les serviraé esta noche. —¿Y le han dicho cuaé les son las reglas? —Síé, senñ or, el pobre hombre casi se ha meado encima. —Bien, eso evitaraé que cometa errores e imprudencias. —Saqueé de mi escritorio la Blue de Chanel, que era mi locioé n preferida, y una vez la tuve en mis manos, a mi mente llegaron los recuerdos de mi madre: ella me habíéa dado esta para mi ué ltimo cumpleanñ os. Me negueé a mostrarme deé bil o decaíédo delante de uno de mis soldados, asíé que respireé profundamente, recordaé ndome por queé hacíéa esto—. Dile a Fabricio que vaya por nuestra invitada. Habíéa dejado en claro a todos mis hombres que Cara era míéa, míéa para ultrajarla, míéa para cautivarla y míéa para enamorarla. Y nadie se metíéa con el juguete del jefe. —Haz pasar al mesero y que vaya organizando la mesa. Capítulo 9 Cara La puerta se abrioé haciendo un chirrido espeluznante antes de que Fabricio entrara. Se habíéa recuperado de mis golpes, pero aué n parecíéa enojado por ello. Habíéa dejado de hablarme cada vez que me traíéa comida, y no era como si me importara, si teníéa que hablar con alguien, preferíéa que no fuese eé l. Lanzoé una bolsa encima de mi cama.


—Tienes quince minutos para estar lista. Salioé y cerroé la puerta tras eé l. Espereé unos minutos antes de acercarme a la bolsa y abrirla con rapidez: habíéa un vestido azul rey, ropa interior a juego y unos zapatos negros de tacoé n alto. Desenvolvíé el vestido, era corto, con cuello alto y falda acampanada; lo puse por encima de mi andrajosa ropa, me quedaba por encima de las rodillas. Por un segundo cruzoé por mi mente la idea de no vestirme, no era su munñ eca de coleccioé n y tampoco haríéa lo que eé l quisiera, ademaé s, si estaba enviando ropa bonita y zapatos sexis era por una sola razoé n. Desecheé la idea. Obedeciendo, al menos saldríéa de esas mugrosas cuatro paredes y eso me daríéa una oportunidad maé s para intentar escapar. Fui tras la cortina, me quiteé la ropa y me vestíé raé pidamente, no queríéa que Fabricio entrara antes de terminar de cambiarme, era capaz de llevarme desnuda por todo el corredor. El vestido era de mi talla, pero me quedaba holgado de busto y cintura. Estaba terminando de ponerme uno de los zapatos, cuando la puerta volvioé a abrirse, como no teníéa cepillo para peinarme ateé mi cabello en un monñ o alto y recogido, y sonreíé de manera iroé nica al hombre que miraba mis piernas como si fueran un trozo de carne. —No intentes nada estué pido, o te juro que esta vez no me detendreé . Paseé delante de eé l girando mi rostro para observarlo. —Eso si no te ataco yo primero. Ninguno de los dos dijo nada mientras me llevaba con un poco maé s de fuerza hacia la oficina de Massimo, dio dos toques a la puerta y un hombre que no conocíéa, vestido como mesero, la abrioé . Mi corazoé n se aceleroé mientras entraba y pasaba por delante del mesero, que mantuvo una postura ríégida frente a míé. El olor a especias llenaba la estancia, habíéan bajado las luces y encendido velas, por los parlantes de un reproductor podíéa escucharse la melodíéa del Concierto para violín en re mayor de Tchaikovsky. Quedeé estupefacta, no esperaba algo asíé. Massimo se movioé hasta un lado de la mesa sin dejar de observarme de arriba abajo. —Bienvenida… —Se acercoé a míé y extendioé una mano para que la tomara. Obvieé el gesto, en cambio, desliceé mis palmas por la falda del vestido y paseeé mi mirada por toda la oficina, detenieé ndome en la mesa ya puesta.


—Sieé ntate. —¿Es una orden o una peticioé n? El maldito me sonrioé , mostraé ndome el buen trabajo de ortodoncia que llevaba, y con los buenos modales que seguro su madre le habíéa inculcado, sacoé la silla para que me sentara como si estuvieé ramos en un restaurante y yo fuera su invitada. —Es una peticioé n, pero si deseas comer un saé ndwich desde la comodidad de tu lugar de residencia, tambieé n puedo complacerte, solo que seríéa una peé rdida de todos mis esfuerzos. —Eso seríéa algo que no me dejaríéa dormir tranquila —dije con sarcasmo—. Apenas me estoy acostumbrando a tu “hospitalidad”, solo por ello me sentareé . Me senteé , eé l me acomodoé la silla y fue a sentarse en el lugar frente a míé. El mesero sacoé la botella de vino y caminoé hacia nosotros. Estaba loco si pensaba que probaríéa una gota de licor, no podíéa darme el lujo de tener la mente embotada si queríéa tener una oportunidad de escapar. —¿Una copa o prefieres empezar con la entrada? —Preferiríéa saber por queé estoy aquíé, pero ya seé que no me diraé s ni una palabra. Observeé al mesero rellenar mi copa. —Solo intento mostrar un poco de cordialidad italiana. —Alzoé la copa para que el mesero la llenara—. Supongo que los irlandeses no saben queé es eso. —Yo nacíé aquíé, mi madre es americana, por si no estabas al díéa. —Yo siempre lo seé todo, Cara, pero supongo que has sido criada bajo las viejas costumbres irlandesas de tu padre. —Me encogíé de hombros, sin percatarme de que le estaba dando la razoé n —. Un brindis —miroé en direccioé n a mi copa— porque los irlandeses salgan de mi territorio. No hice ningué n movimiento, aun asíé, eé l llevoé su propia copa hacia adelante y luego a sus labios para degustar el sabor de la bebida. No pude evitar tragar grueso mientras mis ojos estaban enfocados en su manzana de Adaé n. Mi captor era un hombre muy guapo y sus ojos verdes brillaban cuando sonreíéa. Deduje que no tendríéa maé s de veinticinco o veintiseé is anñ os y vestíéa elegante, como mi padre. —¿Prefieres otro tipo de vino? —No me gusta el vino. Se acercoé a míé tanto como se lo permitíéa la mesa. Su voz bajoé un par de octavas antes de susurrar: —Es una laé stima… —Encogíé los hombros. EÉ l sonrioé y estiroé su propia copa hacia míé. El tono de


su voz se endurecioé —: ¡Bebe! Titubeeé , pero tomeé la copa rozando sus dedos con los míéos. La estaé tica vibroé en mi piel y eé l no dejoé de observar con mirada aé vida coé mo llevaba el borde de vidrio a mis labios. Afuera se escucharon unos víétores propios del inicio de algué n espectaé culo, pero cada parte de míé estaba paralizada por los movimientos de Massimo Di Lucca mientras disfrutaba de la bebida. El mesero pasoé las entradas y eé l hizo que cambiara de platos antes de colocar frente a nosotros las brochetas de tomate, mozzarella y albahaca que expedíéan un olor delicioso. EÉ l tomoé los cubiertos para empezar a comer, pero yo no me movíé. —¿Tampoco piensas comer? Penseé que un buen pedazo de bistec te apeteceríéa maé s que tu acostumbrado saé ndwich. —¿Queé estaé s tramando? ¿Por queé me tienes encerrada? ¿Queé quieres de míé? Entrecerreé los ojos. Si pensaba que un vestido y una comida pasable bajaríéan mis defensas, estaba muy equivocado. Se mantuvo en silencio unos segundos, saturando de tensioé n el ambiente con el fin de ponerme nerviosa. Bebioé un poco de su copa antes de empezar a hablar. —¿Queé estoy tramando? Nada. ¿Por queé estaé s encerrada? Lo sabraé s a su debido tiempo. Mientras tanto, seguiraé s disfrutando de mi hospitalidad. —Una celda en medio de un club de mala muerte, donde torturan a personas, no es lo que yo llamaríéa un lugar hospitalario. —Cada quien recibe lo que se merece, principessa. —Te he dicho que no me llames asíé. —Bien, cambiemos de tema. Si tuvieras que elegir entre Chopin y Schubert, ¿a quieé n escogeríéas para un dueto? —No sabíéa que a los matones les gustaba la mué sica claé sica. —No deberíéas dar las cosas por sentado, no soy un matoé n, al menos no uno sin maé s, yo tengo clase. —Me guinñ oé un ojo—. He sido educado para ser el líéder de esta familia, la cultura general me ayuda a moverme en cualquier cíérculo social sin importar a lo que me dedique. Me agrada la mué sica, no hay regalo maé s impresionante que el crear arte con las manos, mientras tocas un violíén o cualquier otro instrumento... Come, por favor, la cena se enfríéa. Los gritos afuera se incrementaron, por lo visto la gente disfrutaba de lo que fuera que estuviera ocurriendo allíé. Empeceé a comer, no me importoé la manera en que me miraba cuando me llevaba algué n trozo de alimento a la boca, devoreé hasta el ué ltimo bocado, necesitaba reponer


fuerzas y hacieé ndome la remilgada podríéa enfermar y no salir de allíé. Teníéa que aprovechar cualquier oportunidad que se presentara, por pequenñ a que fuese. Reviseé con disimulo la habitacioé n, cualquier cosa serviríéa como arma, hasta el cuchillo con el que cortaba la carne. Observeé de reojo al mesero que estaba de pie a pocos metros esperando oé rdenes, estaba armado, como Massimo, y al entrar me habíéa percatado de que dos hombres custodiaban la puerta. Seríéa difíécil salir con vida de aquel lugar y esa mirada intensa de Massimo me causaba un resquemor en la boca del estoé mago. A medida que transcurríéa la comida, me dediqueé a observarlo: el movimiento armoé nico de sus manos, sus ojos selvaé ticos que en ese momento eran maé s claros, su risa… Imagineé que no le faltaríéa companñ íéa femenina. Su charla era interesante y en otras circunstancias estaba segura de que habríéa disfrutado de la companñ íéa. Me preguntoé por mi carrera, por la mué sica y no supe si fue el vino o el tener la oportunidad de hablar con alguien de mi pasioé n por el violíén, que me abríé a eé l contaé ndole sobre mis estudios, los conciertos y la felicidad que me embargaba cuando entonaba cada nota. Podíéa jurar que eé l me entendíéa y eso lo hizo a mis ojos maé s humano, o a lo mejor habíéa bebido de maé s. —He estado pensando en que no hay razoé n para que esteé s aquíé como una cautiva. —¿Podreé irme con mi madre? EÉ l sonrioé . Sus ojos me escudrinñ aron por lo que parecieron minutos antes de negar con la cabeza. —No puedes ser tan ingenua. —Entonces estoy aquíé como lo que soy, una cautiva. —Contamos con casas maé s agradables… —No tengo informacioé n, no seé nada sobre los negocios de mi padre, siempre me he mantenido alejada de su mundo oscuro, odio haber nacido en la cuna en que nacíé. Mi suenñ o es poder salir de la oscuridad que me rodea. Quiero ser libre. —Es una laé stima que tu ansiada libertad sea algo imposible en este momento. No quise seguir insistiendo, notaba que su humor habíéa cambiado, estaba molesto. La conversacioé n habíéa muerto completamente y la cena estaba concluida. Tambieé n lo que celebraban afuera parecíéa haber terminado, ya no se escuchaba ningué n grito. Estaba cansada, teníéa


suenñ o y bosteceé en dos ocasiones. Le iba a pedir volver a la celda cuando un fuerte estruendo resonoé por todo el lugar. Me levanteé de la mesa y un segundo estruendo hizo remover los cimientos de la oficina. Massimo tiroé de mi brazo y luego sacoé un arma del chaleco al tiempo que Ojos Grises empujaba la puerta. —¡Los malditos irlandeses estaé n atacando! El recieé n llegado observaba a lado y lado. Un nuevo estallido hizo que cayese maé s polvo sobre nosotros —¡Mueé vete! —Massimo empezoé a caminar hacia la salida conmigo al remolque. Afuera el humo entorpecíéa nuestra visioé n, se escuchaban disparos, cada vez maé s cerca y los pasos de personas afanadas por salir del lugar. Ojos Grises gritaba oé rdenes, Massimo tambieé n lo hacíéa sin soltar mi mano, me estaba haciendo danñ o, pero parecíéa no darse cuenta. Yo habíéa rogado a Dios por una oportunidad para escapar, pero estaba aterrada, apenas podíéa respirar, sentíéa que en cada inhalacioé n mis pulmones se llenaban de polvo, mi visioé n lagrimeaba y en lo ué nico que podíéa pensar era en salir viva del desastre que acaecíéa alrededor. Tres hombres se unieron a nosotros, me parecioé escuchar a uno de ellos decir que nos teníéan rodeados, sin embargo, el fuego era cruzado. —¡¿Cuantos son?! —gritoé Massimo. —¡Aproximadamente cincuenta hombres, senñ or! Ojos Grises exclamoé algo sobre que debíéamos ir al almaceé n, dijo que el nué mero de hombres de esa noche en el club no era maé s de veinte, tendríéan que defenderse con unñ as y dientes para poder sortear la situacioé n. Estaba segura de que habríéa un banñ o de sangre. Alguien maé s opinoé que debíéan entregarme, sin embargo, la mirada de Massimo descartoé la peticioé n. Mientras corríéamos, el fuego, los disparos y algunas granadas de fragmentacioé n rebotaban sobre las paredes del lugar, o lo que quedaba de ellas. —¡Malditos irlandeses! ¡Cabrones hijos de puta! —farfulloé Massimo disparando su arma a un hombre que se materializoé frente a nosotros y, obviamente, no era de los suyos. Me atrajo a su cuerpo rodeaé ndome la cintura con un brazo mientras con el otro seguíéa disparando. Todos los hombres lo hacíéan, y a pesar de la escasa visibilidad, pude reconocer entre


los caíédos a algunos hombres de mi padre. Sentíéa que mis rodillas iban a ceder y violentos estremecimientos sacudíéan mi cuerpo. No era de las que se desmayaban, pero por momentos sentíéa que me iba a desvanecer. *** Massimo No podíéa apresurarme, teníéa que medir mis movimientos. Tomeé a Cara del brazo y la lleveé corriendo hasta la barra del local. Enzo estaba allíé sentado en el suelo, con las manos ensangrentadas mientras se agarraba el estoé mago. Con una mirada solteé a Cara empujaé ndola hacia Salvatore antes de arrodillarme frente mi amigo. —¡Mierda! —exclameé tan pronto eé l negoé con la cabeza. Intenteé observar la herida, pero no me dejoé .—Esta ha sido mi ué ltima batalla, por lo menos me llevareé a tres de esos hijos de puta al infierno. —¡No digas bobadas! ¡Te sacaremos de aquíé! Volvioé a negar con la cabeza. —No digas estupideces, jefe —sonrioé —, saca tu culo de esta mierda y deja de jugar… —Me agarroé por la nuca. Apreciaba a Enzo, siempre habíéa sido gentil y dedicado—. Eres Massimo Di Luca, eres el jodido capo, quieras hacer las cosas mejor o no, eres el jefe de la familia, compoé rtate como tal y cuida tu espalda, Massimo, los ancianos estaraé n esperando que te equivoques y en… Tosioé y manchas de sangre salieron manchando mi camisa. Observeé con tristeza como la vida se escurríéa de sus ojos. Lo sostuve hasta que exhaloé su ué ltimo aliento y cerreé sus ojos sin importar la mancha en mis manos antes de girarme hacia Salvatore que sosteníéa a una Cara completamente asustada. —¡Maldita sea! ¡Maldita sea tu familia! —exclameé con coé lera, daé ndole una mirada furiosa que nada teníéa que ver con mis planes de seduccioé n—. Lleé venla al bunker, no toquen ni uno solo de sus cabellos. —Agarreé la corbata de Adriano, que se habíéa acercado a nosotros—. Si le sucede algo, si tiene un rasgunñ o, te hareé tragar tus malditas bolas —masculleé soltaé ndolo enfrente de la mujer causante de todo ese caos. Su labio tembloé , pero se mantuvo erguida y observaé ndome—. Y tué —siseeé colocando el canñ oé n de mi arma bajo su barbilla—, intenta aprovecharte de la jodida


situacioé n y buscareé a tu madre y la dareé a mis soldados… —Empujeé aué n maé s mi arma en ella, cegado de dolor y rabia—. No estoy jugando. —Mireé a los hombres que nos acompanñ aban —. ¡Acabemos con esto de una buena vez! —Di dos pasos y me volvíé hacia mi ejecutor—. Pensaé ndolo bien, lleé vala tué , Salvatore. —Massimo —refunfunñ oé —¡Es una orden, Salvatore! Lleé vala al maldito bué nker y vuelve aquíé. Rafaello, Fabricio, Adriano y Matteo vengan conmigo. Salvatore me miroé con enojo, pero yo no confiaba en nadie maé s para llevarla al lugar donde nadie podríéa colocar las manos en ella. Se alejoé llevaé ndosela casi a rastras, los mireé solo un segundo maé s antes de enfocarme en el caos a mi alrededor y comenzar a disparar. El infierno descendioé sobre nosotros por lo que parecioé mucho tiempo, pero no era asíé, dispareé a matar sobre todo maldito irlandeé s que se moviera a mi alrededor, pero tambieé n vi a mis hombres caer, no era que llevase la jodida cuenta, simplemente tropezaba con sus cuerpos maldiciendo cada vez que veíéa un rostro familiar abatido sobre los escombros. Una bala rozoé mi brazo izquierdo y me gireé observando a Salvatore con su arma en alto y a un hombre de espesa barba rojiza con una bala entre ceja y ceja. —Lo siento —murmuroé , pero sabíéa que no era cierto. Estaba enojado por haberlo hecho llevar a Cara al bué nker. —Si no te apreciara como lo hago… —respondíé agarraé ndome el brazo. Era una herida superficial, pero escocíéa como si fuese profunda. —¡Senñ or! —Luigi se acercoé por detraé s de la columna que manteníéa el cuadrilaé tero casi intacto —. Los irlandeses se van, vi el auto de Connan O’Reilly emprender la huida detraé s de cuatro autos maé s, ganamos. Mireé el lugar destrozado, los cuerpos sin vida de mis hombres, el fuego, el olor a sangre y poé lvora que inundaba el lugar. —No hemos ganado una mierda —mireé a los hombres que se acercaban —, hemos firmado una declaracioé n de guerra. Donato, a quien no habíéa visto hasta ese momento, se acercoé raé pidamente, su arma en la mano y sangre en la mejilla y la camisa. —Un grupo de limpieza ya viene, se llevaraé a los irlandeses, tienes que salir de aquíé. —Dio una mirada a su hijo—. He logrado retrasar la aparicioé n de las autoridades, pero no demoran en


meter sus narices en este lugar. Me gireé hacia Salvatore, que se habíéa mantenido callado. —¿Doé nde estaé ella? —En el bué nker, tuvimos algunos problemas. —¿Queé tipo de problemas? —Nuestra principessa estaba demasiado asustada, tuve que dormirla. —¡Volviste a usar los sedantes! —Tengo mis meé todos sin usarlos, estaraé bien. —Entonces ve por ella y lleé vala a mi auto, la llevareé a un lugar seguro. Donato volvioé a apurarme, a lo lejos se podíéan escuchar sirenas, por lo que camineé fuera del lugar hasta llegar a mi auto, una ué ltima mirada a lo que quedaba de Purgatory me llenoé de rabia e impotencia. El lugar que mi padre habíéa creado hacíéa tantos anñ os estaba completamente destruido. Podríéamos ubicar las bases de pelea en otro de nuestros clubes, pero mi padre amaba este maldito lugar. Salvatore caminoé hacia míé con Cara en sus brazos, ella estaba desmayada, el hollíén manchaba su rostro y ropas, teníéa una herida en el brazo que examineé tan pronto Salvatore estuvo a mi alcance, era superficial como la míéa, pero necesitaríéamos un meé dico. —Sué bela en la parte de atraé s, necesitareé a Doc y un nuevo lugar seguro, asíé que te enviareé las coordenadas una vez esteé ahíé. Terminen aquíé y quiero una reunioé n con los capitanes de zona a la media noche, es imprescindible saber queé rayos ha ocurrido. Capítulo 10 Cara Aué n con los ojos cerrados, los sucesos de la noche anterior me golpearon uno tras otro: la brutalidad del ataque, la violencia de Ojos Grises —que ahora ya sabíéa que se llamaba Salvatore —, el miedo que sentíé al notar que me quedaríéa sola en ese bué nker sin saber si alguien me rescataríéa: el lugar era tan profundo que posiblemente nadie sabríéa que estaba allíé. Abríé los ojos respirando profundamente y no reconocíé el lugar donde me encontraba: el techo era alto, con molduras y colores blancos, y una laé mpara elegante colgaba del centro de la habitacioé n. Al tratar de incorporarme, la cabeza me dio vueltas, hacieé ndome caer en una cama mullida. A lo mejor era un suenñ o, lo ué ltimo que recordaba era a Salvatore encerraé ndome en una caja, mientras alrededor explotaban gritos y caos.


A lo mejor estaba muerta y esta era mi versioé n del cielo. La habitacioé n estaba decorada con elegancia: muebles de madera oscuros, un edredoé n de colores a juego con las cortinas y una silla esquinera. Habíéa dos puertas que estaban cerradas y la luz del amanecer penetraba por los cristales de la ventana. Con la cabeza en calma intenteé levantarme una vez maé s, pero una punzada en mi brazo me llevoé nuevamente a lo ocurrido la noche anterior. Recordeé el momento en el que Salvatore me empujoé contra una pared y el ardor de la bala que atravesoé mi carne. La forma en que mis extremidades perdieron fuerza y mi cuerpo se desmadejoé contra eé l antes de perderme en la inconsciencia me hizo preguntarme si me habríéa drogado nuevamente. No, esto no era el cielo, sino la otra caé rcel de la que Massimo me habíéa hablado durante la cena. Me senteé sobre la cama unos minutos antes de deslizar mis pies fuera de ella. ¿Doé nde estaba ahora? ¿Coé mo habíéamos salido del club? Me puse de pie con cierta dificultad, me sentíéa pegajosa y teníéa urgencia por ir al banñ o. Seguíéa llevando el mismo vestido, pero los zapatos brillaban por su ausencia. El suelo bajo mis pies estaba fríéo, aun asíé, me aventureé a caminar hacia una de las puertas. Gireé la perilla y suprimíé un suspiro de alivio cuando me encontreé con un gigantesco banñ o, como la habitacioé n, perfectamente decorado. Me senteé a orinar en un inodoro que parecíéa un trono y luego fui hacia el enorme lavabo, abríé la llave y me laveé las manos para poder luego beber agua. Me humedecíé la cara y el cuello, y solo entonces me incorporeé para mirarme al espejo. Teníéa un golpe en la mejilla y un rasgunñ o en la ceja, alguien habíéa puesto una venda en mi brazo que necesitaba urgente un cambio y mi aspecto fíésico era deplorable. Me hubiera gustado darme un banñ o en la inmensa banñ era, o al menos ducharme, pero temíéa mojar la herida, asíé que me aseeé como pude. Teníéa el cabello enredado, abríé el gabinete buscando algo con que peinarme, pero todo estaba vacíéo. Me mojeé las manos y con ellas me aliseé el cabello, que luego recogíé usando un


mechoé n de eé l mismo. Ya maé s despejada, salíé a la habitacioé n. Mi estoé mago rugioé con fuerza y mireé hacia la otra puerta. ¿Estaríéa cerrada? Solo lo sabríéa si me acercaba a ella. Afortunadamente, al girar la perilla, esta cedioé . Salíé a un pasillo iluminado, algunas voces se escuchaban a lo lejos y alguien parecíéa estar muy molesto. Mientras me acercaba, reconocíé la voz de mi captor entre otras. Me acerqueé aué n maé s hasta asomarme por una puerta de cristal. En la sala estaban varios hombres que no conocíéa, ademaé s de Massimo y Salvatore. —¡¿Quieé n demonios era el encargado de la vigilancia?! ¡¿Y coé mo mierdas sabíéan que Cara estaba ahíé?! —bramaba Massimo. —¡El maldito topo! —soltoé un hombre mayor del que no conocíéa el nombre, como si fuese un gran descubrimiento. Massimo estaba sin camisa. Desliceé los ojos por su torso, teníéa pectorales anchos y definidos y un pack de ocho en sus abdominales, sin duda gracias al gimnasio. Me reprendíé cuando mi mirada siguioé bajando, deseando observar un poco maé s, asíé que subíé mis ojos a su rostro: teníéa el labio roto, un raspoé n en uno de los poé mulos, y el brazo estaba siendo suturado por uno de sus hombres, a lo mejor por culpa de una herida de bala. Mireé mi propia herida, y volvíé a recordar la quemazoé n del roce de la bala. —Los irlandeses teníéan un mapa del lugar, es obvio que tenemos un infiltrado, la pregunta seríéa: ¿quieé n diablos es? —exclamoé Massimo levantaé ndose. La aguja quedoé colgando del hilo y el hombre volvioé a hacerlo sentar para continuar con su labor—. Donato, necesito encontrar al infiltrado hoy mismo. —Como digas —respondioé el hombre mayor, levantaé ndose. —¿Ya sabemos cuaé ntas bajas tenemos? El hombre negoé . —Tratareé con la policíéa que ha acordonado el lugar como lo dicta el protocolo —explicoé —, y hablareé con nuestros hombres para calmarlos, pero tienes que reunirte con ellos en unas horas, eres nuestro líéder, ellos quieren escuchar tus planes, coé mo responderemos a esta afrenta. Si no


respondes, sobra decirte que los ancianos volveraé n a poner en tela de juicio tu nombramiento. Massimo lo miroé rabioso. —En este momento los ancianos me importan una mierda, me paso su opinioé n por el trasero, pero los calmareé , lo hice una vez y volvereé a hacerlo. Ahora mismo necesito saber cuaé ntas son mis bajas y, sobre todo, en queé estado quedoé Purgatory. Maé s tarde, luego de hablar con los soldados, me reunireé con las familias de los fallecidos. Un moé vil rompioé el minuto de silencio en el que los hombres quedaron sumidos, el hombre llamado Donato contestoé y habloé raé pidamente antes de colgar. —Ocho bajas de las nuestras: seis clientes y cinco empleados, entre ellos tres chicas y Enzo. No hay rastro de los irlandeses ni de sus bajas, o limpiaron el lugar cuando salimos o la policíéa tambieé n los estaé encubriendo, pero seé que habíéa al menos veinte cadaé veres que les pertenecíéan. Me echeé hacia atraé s asustada. ¿Queé hombres habríéan sido masacrados por los soldados de Massimo? No teníéa relacioé n con ninguno, pero ellos habíéan ido por míé, a rescatarme de las manos de mi enemigo. La culpa me invadioé y me recosteé a la pared, respirando entrecortado: esos hombres teníéan familia, hijos a los que veíéa en las pocas reuniones a las que asistíéa. Habíéa sido un banñ o de sangre sin maé s razoé n de ser que la ambicioé n de un grupo de matones. Massimo se levantoé furioso de la silla, se pasoé la mano por el cabello y caminoé hacia la ventana. —¡Maldito Connan O’Reilly! Cuando lo tenga en mis manos… lo torturareé hasta la muerte y Doc estaraé ahíé solo para mantenerlo vivo para poder seguir torturaé ndolo. —Por ahora, el hombre debe estar pudrieé ndose en su propia rabia, tuvo muchas maé s bajas que nosotros y no pudo llevarse a su hija. Me gusta lo que piensas hacer con ella… —retrucoé Salvatore. Agudiceé el oíédo para escuchar lo que hablaba de míé, pero en ese momento Massimo lo interrumpioé . —Vaé yanse todos. Salvatore, queé date, necesito hablar contigo sobre el tratamiento que les daremos a los capturados. Todos salieron y Salvatore se encaminoé hacia otro lugar, no lo vi por unos segundos, pero luego regresoé con dos vasos con licor, le entregoé uno a Massimo y bebioé del otro. —¿La dejaraé s aquíé, o la llevaraé s a alguna casa segura? —Nos quedaremos aquíé, para llegar tienen que atravesar maé s de veinte pisos. No hay lugar maé s seguro para ella que esta fortaleza. —Se llevoé el trago a los labios bebiendo el contenido de


golpe—. El atentado de anoche indica cuaé n importante es para su padre. O’Reilly no hubiese arriesgado a tantos hombres si ella no fuese valiosa para eé l, esta vez me tomoé desprevenido, pero te aseguro que seraé la primera y ué nica vez. La determinacioé n en su rostro y el odio hacia mi padre me asustaron mucho maé s que todo lo vivido la noche anterior, me di cuenta por primera vez de que no tendríéa escapatoria, y que tarde o temprano Massimo Di Lucca me usaríéa para cobrar venganza. Me alejeé del cristal queriendo regresar a la habitacioé n, con tan mala suerte que golpeeé una mesa y un jarroé n se hizo anñ icos contra el suelo. La mirada de ambos hombres cayoé en mi direccioé n y una sonrisa siniestra adornoé el rostro de mi captor. Miroé al hombre a su lado, que me destinaba la misma mirada, antes de hablar. —Vete, la senñ orita O’Reilly y yo tenemos que ajustar cuentas. *** Massimo. Mi primer pensamiento al ver a Cara O’Reilly fue que parecíéa un cervatillo asustado. Y teníéa que estarlo, en ese momento teníéa ganas de retorcer su delicado cuello hasta que suplicara por aire. Su mirada paseoé de la mirada iroé nica y saé dica de Salvatore hacia la míéa, que, estaba seguro, destilaba odio. Di dos pasos hacia ella. —¿Estaé s seguro que de quieres que me vaya? —La voz de Salvatore se filtroé por mis oíédos. —Para esto me basto yo solo —dije sin dejar de mirarla. Ella intentoé correr, como si pudiera escapar; la risa de mi amigo inundoé el lugar mientras yo iba tras ella. Mis pasos resonaban contra el parqueé del pasillo, la vi entrar a su habitacioé n y tratar de cerrar la puerta, como si un pedazo de madera pudiera detenerme. —Vete… —gritoé mientras empujaba la puerta contra míé. Sonreíé haciendo presioé n con mi hombro sano y empujeé de mi lado, la puerta cedioé haciendo que ella perdiera el equilibrio y cayera al suelo. Entreé a la habitacioé n con pasos lentos, mi mirada enfocada en la suya mientras intentaba alejarse de míé. —Esto apenas empieza, principessa —murmureé filosamente. —¡No me llames asíé! Dime queé diablos quieres de míé.


—A ti —sonreíé. No hay mejor manera de hacer que tu presa te tema que la intimidacioé n previa al ataque. El juego mental haríéa todo maé s placentero y yo era un maestro en el arte de joder mentes. —No tengo nada que pueda interesarte. Chasqueeé mi lengua hacia ella y me acerqueé dos pasos maé s. —Te equivocas, tienes mucho que me interesa, de no ser por ello ya tendríéas una bala adornando tu sien. —Un paso maé s y ella retrocedioé —. No hay escapatoria, Cara O’Reilly. — Recordeé mi plan y eso me hizo retroceder un poco, si la intimidaba, cualquier estrategia de seduccioé n estaríéa condenada al fracaso—. ¿Eres creyente, Cara? —¿¡A queé estaé s jugando!? ¿Queé rayos te importa en quieé n o queé creo? —Solo queríéa saber —me acerqueé hasta que mi mano tomoé un mechoé n de su cabello llevaé ndolo tras su oreja y luego desliceé mi mano hasta su cuello, ella se estremecioé ante mi contacto— a queé deidad le estaé s rezando para que tu pesadilla termine. Se apartoé de mi mano y me observoé como si hubiese perdido un tornillo. Su expresioé n fue tan graciosa que, de no haber estado tan molesto, hubiese reíédo. —Si me quisieras matar, ya lo habríéas hecho, me necesitas viva. —Tué no sabes lo que yo necesito —me acerqueé a ella —, o lo que quiero de ti. —¿Y queé es lo que quieres? —No seé , quizaé poseerte, quizaé desfogar todo lo que he tenido que pasar hoy en ese cuerpo curvilíéneo. —¡Prefiero que me adornes la cabeza con una jodida bala antes de convertirme en tu posesioé n! —No se trata de lo que quieras, se trata de lo que yo quiero y te quiero a ti como mi puto trofeo contra tu padre. —En tus suenñ os… No voy a ser parte de una estué pida venganza. No hago parte de lo que eres, odio este mundo. ¡Odio esta vida! Los odio a todos ustedes, malditos asesinos, ¿te has mirado a un espejo? Mataste hombres anoche, tomaste vidas sin importar el bando al que pertenecíéan y estaé s aquíé como si nada, como si tus manos no estuviesen manchadas para la eternidad. La chica teníéa bolas, teníéa que reconocerlo, su mirada asustada habíéa cambiado y ahora la determinacioé n resplandecíéa en su rostro. Nadie me habíéa retado asíé jamaé s y su abrupto desparpajo, en vez de molestarme, estaba excitaé ndome maé s de lo que pensaba reconocer. —Matamos a todos, carinñ o, a unos con balas, a otros con palabras y a todos con nuestras acciones. Tu padre te odiaraé al saber que eres una de nosotros. —Nunca sereé una de ustedes y mi padre nunca me odiaraé , soy su hija. —Eres una bastarda, tu padre te repudiaraé al pensar que lo has traicionado. ¿Por queé crees que


envioé un ejeé rcito de hombres a rescatarte? Porque conoce los hilos de nuestro mundo y sabe que seraé s míéa. —EÉ l me conoce, me ama, permitioé que yo viviera fuera de las estrictas reglas de su familia y yo lo amo porque es mi padre. EÉ l nunca creeraé que lo he traicionado, soy fiel, no a un apellido ni a una organizacioé n, soy fiel a mis principios y a las personas que amo. —Piensas muy bien de tu padre, al parecer, no sabes quieé n es. —Seé que es un hombre violento, que por sus manos perecioé mucha gente, que comercializa mierda que mata millones de personas en el mundo… —Me senñ aloé con su mano—. Te crees mejor ser humano que eé l, pero no eres maé s que un demonio con íénfulas de Dios. —¡Cierra la boca o te la hareé cerrar! —¿Por queé ? ¿Por queé te digo la verdad? ¡Tu verdad! No eres maé s que un verdugo que cree tener el poder de disponer de la vida de los demaé s, tanto tué como eé l estaé n condenados y no quiero ser parte de esa oscuridad, asíé que me mantuve lejos… Cometes un error conmigo y puedes amenazarme todo lo que se te deé la gana, pero no formareé parte de este mundo. —Seraé s una de nosotros, quieras o no. —Puedes intentarlo, bastardo. No me sorprenderíéa de un hombre como tué . Levanteé la mano, dispuesto a castigar su insolencia, pero las palabras de mi madre sobre coé mo un hombre que tocaba de esa manera a una mujer perdíéa su valor llegaron a mi mente como un recuerdo de una conversacioé n fugaz. Cara y yo nos observamos agitados, ambos queriendo acabar con el otro, el brillo del desafíéo se expandíéa por su iris azul y, en ese maldito instante, me jureé a míé mismo que ese brillo seríéa míéo. La doblegaríéa, no con violencia ni con amenazas; la determinacioé n de hacer que Cara O’Reilly se enamorara de míé refulgioé en mi interior como un renovado desafíéo. Bajeé la mano hasta posar el pulgar en su mejilla y la acaricieé con ternura. Dio un paso hacia atraé s, sorprendida, golpeaé ndose contra la cama y cayendo sobre el colchoé n. Su mirada perdioé el brillo, me inclineé hacia ella observando su rostro, su pequenñ a nariz, los labios llenos y suaves, y una llamarada de deseo se instaloé en mi interior. Negueé con la cabeza y me alejeé antes de cometer alguna estupidez; ella soltoé un suspiro entrecortado y la valentíéa de minutos atraé s volvioé a sus


facciones. Sin decir una palabra maé s me encamineé hacia la salida, no sin destinarle una ué ltima mirada antes de cerrar con llave la puerta de su habitacioé n y volver a la sala. A pesar de mi orden, Salvatore estaba sentado sobre uno de los sofaé s, fumando un puro y bebiendo un escoceé s. Su camisa y rostro aué n estaban salpicados de sangre, abrioé los ojos y su mirada ambarina se encontroé con la míéa. —Y entonces, ¿te la chupoé ? —murmuroé con sorna. —¿Queé parte de “deé jame solo” no entendiste? Me dolíéa el costado derecho y la herida de bala empezaba a escocerme, necesitaba una ducha, aun asíé, camineé hacia el bar y me servíé un trago, observaé ndome en los espejos frente al estante de licores. Aué n teníéa sangre en la mejilla y el recuerdo de las ué ltimas palabras de Enzo me golpeoé . ¿Jugar? No, yo no estaba jugando, sabíéa perfectamente lo que estaba haciendo, el escorpioé n se mueve lento, pero siempre es letal… Siempre me considereé un buen escorpioé n. Bebíé el contenido de mi copa y lo volvíé a llenar antes de ir a sentarme al lado de Salvatore. —Ve y tortura a esos hijos de puta —le dije a mi ejecutor—, saé cales toda la maldita informacioé n que consideres necesaria, pero no los mates… Quiero que sufran. Salvatore se levantoé sin decir palabra. Lo escucheé azotar la puerta y cerreé los ojos. La conversacioé n con Cara se repetíéa en mi memoria. Jugaríéa con ella hasta doblegarla, no importaba el tiempo que eso me llevara: cuando Cara caminara de mi lado como mi amante, con joyas y ropa que solo yo le proveyera, Connan sufriríéa un terrible golpe, pero yo aué n estaríéa lejos de quedar satisfecho. Capítulo 11 Massimo Los díéas siguientes del ataque a Purgatory fueron un completo caos. Entre los asaltos en represalia a los negocios de los irlandeses, el redoble de mis soldados, la iniciacioé n de los nuevos miembros, buscar al topo, calmar a los ancianos, la reconstruccioé n del negocio favorito de mi padre y ser visto en pué blico debido a los negocios del conglomerado, no habíéa tenido tiempo para ver a Cara. Un díéa despueé s del ataque le pedíé a la hermana de Salvatore, Mia, que surtiera su guardarropa. Matteo y Rafaello hacíéan guardia permanente en mi casa, ella permanecíéa en la habitacioé n en la


que habíéa sido confinada. Conan O’Reilly estaba trabajando en la oscuridad y cuando mis hombres atacaron la casa en la que Cara vivíéa, no encontraron maé s que soldados y servidumbre… La madre de Cara habíéa desaparecido junto a eé l. Realmente no teníéa intencioé n de acabar con sus vidas hasta que no tuviera la ubicacioé n de cada casa de seguridad de O’Reilly. Seguíéa mi rutina normal, asistíéa a la empresa, coordinaba juntas, como si mi vida no hubiese pendido de un hilo díéas atraé s. La ué nica novedad era que mi experto en informaé tica habíéa conseguido hackear las redes sociales de Cara y me habíéa deleitado observando sus fotografíéas de Instagram y Facebook, e intentando descifrar a la mujer que habíéa tomado cautiva. Al parecer, la senñ orita O’Reilly llevaba una vida social bastante agitada para ser una principessa de la mafia. Fotografíéas de reuniones, conciertos, salidas con amigos, incluso con el bastardo sobrino de Parker, con el que se le notaba cierta intimidad. Ya comenzaba a filtrarse la extranñ eza de sus amigos por su ausencia en las redes, preguntas como: “Cara, ¿doé nde estaé s metida?”, afloraban aquíé y allaé . Me levanteé de la cama sin importar que Angeé lica estuviese vieé ndome el trasero con picardíéa. —No nos hemos visto en semanas y piensas dejarme sola el ué nico díéa que tengo disponible para ti. —Tengo cosas que hacer, pero la habitacioé n estaé reservada para todo el díéa. —Me subíé el pantaloé n y me senteé en el buroé frente a la cama luego de tomar mis zapatos. Angeé lica se sentoé y la vista de sus senos dio un tiroé n en mi entrepierna, pero no podíéa quedarme—. Quizaé pueda venir cuando anochezca. —¿Por queé un hotel? No me molesta el cambio, pero penseé que seguiríéamos vieé ndonos en tu departamento. —No vayas a mi departamento —la vi abrir la boca—, y no preguntes, si es que de verdad quieres que vuelva esta noche. Se arrastroé hasta el final de la cama, completamente desnuda, tentaé ndome para que me quedara un poco maé s. —¿De verdad tienes que irte? —Se bajoé de la cama y caminoé hacia míé, dejeé que mi cabeza


descansara en su vientre plano—. Estoy segura de que soy maé s interesante que cualquier cosa que tengas que hacer. Seguro que síé, cavileé . Levanteé la cabeza, observaé ndola, y ella tomoé mi mano y la llevoé a su entrepierna. Eso fue todo lo que necesiteé para volver a la cama con ella. *** Cara Los díéas se deslizaban uno igual al otro. No habíéa vuelto a ver a Massimo, pero mis necesidades estaban cubiertas, no supe coé mo aparecioé un guardarropa completo en el vestier, ademaé s de maquillaje y perfumes en el tocador. Las condiciones eran mucho mejores que en mi antigua caé rcel, pero teníéa barrotes de todos modos. Me encontraba en uno de los pisos maé s altos de un edificio. “Veinte pisos”, habíéa dicho Massimo en la conversacioé n que escucheé el primer díéa. Aun asíé, teníéa que estudiar mi entorno y buscar la oportunidad de escapar; despueé s de conocer las intenciones de mi captor, teníéa que encontrar la forma. Salíé de la ducha, me cambiaba en el banñ o, temiendo que hubiera una caé mara en la habitacioé n. Me vestíé con un short de licra y una camiseta de tirantes. Mientras me cepillaba el cabello, ya en la habitacioé n, Rafaello, uno de mis carceleros, entroé con la charola de comida. —Principessa, espero que sea de tu agrado. —¿Y si no? ¿Queé pasaríéa? ¿Cambiaríéas el menué ? El hombre me sonrioé , ya acostumbrado a nuestros duelos verbales. Me miraba como si fuera un cachorro y eso era una ventaja para míé, necesitaba que alguno de ellos bajara la guardia. —No seé queé mierda comen los irlandeses, pero deberíéas comerlo todo, Cossima no puede venir hoy, vendraé su sobrina y la culinaria no es su fuerte. No dije nada, todo lo que no fuera saé ndwiches era bienvenido. Cossima era la empleada que iba varias veces a la semana a hacer la limpieza. La mujer era reservada y servicial, nunca respondíéa a mis intentos de socializar, ya que siempre estaba acompanñ ada de Rafaello o Matteo, mis carceleros. No sabíéa si era porque le habíéan advertido de que no me hablara o por la presencia intimidante del par de matones, que podríéan asustar a cualquiera. Despueé s de desayunar, tomeé uno de los libros que estaban en la estanteríéa y me senteé en el alfeizar de la ventana. Al abrirlo, noteé que era un libro de relatos de una escritora canadiense, sin


embargo, no podíéa pasar de la primera hoja, a mi memoria llegaba el recuerdo de mi ué ltimo encuentro con Massimo. Nunca habíéa conocido a alguien que me desconcertara tanto como eé l, su capacidad de pasar de la ira a la serenidad era algo que me asustaba, era ese tipo de hombre capaz de ser juez, verdugo y víéctima al mismo tiempo. La ué ltima vez que estuvo cerca penseé que me besaríéa y, a pesar de que odiaba a los hombres como eé l, hombres capaces de acariciarte con la misma mano con la que acababan de jalar el gatillo, me vi deseando que lo hiciera. Pero no lo hizo… Me enfurecíé, eso no podíéa estar pasaé ndome, debíéa ser un mal suenñ o: era muy pronto para estar desarrollando el síéndrome de Estocolmo, ni loca podíéa sentir por el maé s que odio, antes preferiríéa que me matara a estar interesada en un matoé n. A media tarde, mientras intentaba enfocarme en la lectura, entroé una joven de no maé s de veinte anñ os. No me habloé , se limitoé a dejar otra bandeja en la mesa de noche. Matteo, desde la puerta, siguioé sus movimientos hasta que me dejaron sola de nuevo. Unas horas despueé s, la misma joven entroé con utensilios de aseo, me sorprendioé que no viniera acompanñ ada, dejoé los ué tiles en el banñ o y salioé de la habitacioé n dejando la puerta abierta. Me levanteé como un resorte con el corazoé n a mil: era la primera vez desde el díéa de mi llegada que la puerta quedaba asíé, no habríéa otra oportunidad. Me asomeé , y el pasillo estaba desierto, camineé en puntillas hasta la sala donde se escuchaba el relato de un partido de fué tbol en la pantalla del televisor, el par de hombres que me custodiaban estaban sentados en el sofaé , bebiendo cervezas y soltando maldiciones ante los resultados. Se me aflojaron las piernas, era ahora o nunca. Camineé hasta la puerta de entrada y la abríé despacio, me escabullíé hasta la puerta del ascensor y oprimíé el botoé n rogando que no demorara y que la mujer no volviera a la habitacioé n hasta que yo estuviera abajo. Estaba segura de que el reloj habíéa dejado de correr, sentíéa el corazoé n en la garganta y el cuerpo cubierto de un sudor fríéo. Respireé un


poco cuando las puertas del elevador se abrieron y este estaba vacíéo. Entreé y oprimíé el botoé n del lobby. Nunca en mi vida habíéa deseado que algo me saliera tan bien como poder escapar de Di Lucca. Mientras el aparato descendíéa, no podíéa dejar de pensar que si me atrapaban seríéa mi fin. Cada segundo dentro de ese espacio cerrado era un segundo maé s cerca de mi libertad. No sabíéa a doé nde iríéa, queríéa alejarme de todos. Si de algo habíéa servido mi cautiverio era para darme cuenta de que yo tambieé n hacíéa parte de ese mundo, ya que las ropas que me vestíéan y los alimentos que me nutríéan, y hasta mis clases de mué sica estaban impregnados de las muertes que habíéa ocasionado mi padre. Estaba maldita por los siglos de los siglos. A lo mejor era el momento oportuno de dejar esta vida atraé s y ser simplemente yo. El elevador abrioé sus puertas, salíé de eé l respirando profundamente, necesitaba calmarme. Un hombre de avanzada edad estaba tras el mostrador de recepcioé n, intenteé sonreíér, pero estoy segura de que solo fue una mueca, mi corazoé n latíéa tan de prisa que lo sentíéa por todas partes. —Senñ orita, ¿en queé puedo servirle? Me gireé observando al anciano. Un par de metros me separaban de una puerta doble de cristal que daba a una avenida. —¿Síé? Solo necesito salir. El hombre me miroé de arriba abajo, estaba descalza y vestida con ropa de deporte. El teleé fono sonoé en ese momento y sin dejar de mirarme, el recepcionista tomoé el auricular: —¿Queé ? Síé, senñ or. No, senñ or —colgoé con brusquedad—. Senñ orita, no se mueva. Mireé del hombre a la puerta, una pareja que entraba en ese momento fue mi salvacioé n, tan pronto ellos entraron, yo corríé hacia la calle y el anciano no pudo darme alcance. Atraveseé la víéa llena de autos, escucheé un par de improperios y el ruido de varios claé xones. Mis pulmones apenas podíéan saturarse debido a la carrera emprendida, corríé, no seé cuaé ntas calles, nunca habíéa estado en ese lado de la ciudad. Poco a poco bajeé el ritmo hasta que estuve segura de que no me alcanzaríéan. Necesitaba detenerme y pensar. *** Massimo


Salíé del auto con dos cajas de regalos perfectamente envueltas. La casa del lago parecíéa menos hogarenñ a desde que mi madre no estaba, pero aué n con todas las obligaciones que teníéa que cumplir como líéder y empresario, no podíéa seguir eludiendo mi obligacioé n maé s importante, que era velar por mis hermanos. Martha, la madre de Salvatore, abrioé la puerta y salioé de la casa para recibirme con dos besos. —Es bueno verte, hijo. Los chicos te han extranñ ado, vieron la noticia del local en Internet, ya sabes coé mo es AÉ ngelo, estaban muy preocupados por ti. ¿Estaé s bien? —No deberíéas dejarlos ver tantas noticias… No sirve para nada. —Puedo prohibirles la televisioé n, pero conseguiraé n noticias por el Internet, sabes mejor que yo lo bueno que es AÉ ngelo para las computadoras. Sonreíé, mi hermano nos haríéa ganar millones cuando fuera un miembro oficial de la familia. —Tienes razoé n, en cuanto a coé mo estoy…, te diríéa que jodidamente cansado, pero podríéas lavar mi boca con lejíéa, asíé que te direé que no he dormido mucho y aué n no encuentro al topo. Y te digo todo esto porque seé que Donato no te esconde nada. —Tienes que ser precavido y cauto, hijo, seé que tomaraé s las mejores decisiones en pro del bienestar de la familia. Asentíé mientras nos sentaé bamos en uno de los sofaé s. —¿Doé nde estaé n los chicos? —Ahora mismo estaé n con el tutor, no quiero que pierdan clases, puedo ir por ellos si no tienes mucho tiempo. —El tiempo se ha convertido en algo efíémero y precioso para míé, te lo agradeceríéa. Martha salioé de la habitacioé n y un par de minutos despueé s la puerta se abrioé . Chiara fue la primera en entrar, su rostro se iluminoé al verme y corrioé hacia mis brazos abiertos hacia ella. —Mia principessa —Viniste, penseé que te habíéas olvidado de que existíéamos. —¡Jamaé s! —Mireé a AÉ ngelo, aué n en la puerta—. ¿No hay un abrazo para míé, hombrecito? —No si te vas a volver a ir. —Me levanteé de la silla sin dejar a Chiara de lado y lo llameé con mi mano libre—. ¿Quieé n ordena, mi capo o mi hermano? —Aué n no eres un miembro oficial de la Sacra Familia, asíé que supongo que solo soy tu hermano pidieé ndote un abrazo. Se acercoé con reticencia y luego de unos minutos les entregueé sus obsequios y los hice sentar a mi lado.


—Vimos la noticia en el Ipad de AÉ ngelo. —Chiara pasoé su dedo por el corte en mi ceja. —No tienes que preocuparte por eso. —No quiero que te lastimen, AÉ ngelo ha estado investigando. Mi hermano le tapoé la boca raé pidamente y yo enarqueé una ceja en direccioé n a eé l. —¿Queé descubriste, pequenñ o demonio? —Nada. —Queé los irlandeses son una familia poderosa y que quieren hacerse cargo de Chicago — habloé Chiara. —AÉ ngelo… —¡Eres una chismosa! —Basta los dos —dije con seriedad—. AÉ ngelo Di Lucca, esto no es un juego, trae tu Ipad y deé jame ver queé has hecho. AÉ ngelo salioé de la sala y volvioé con su tableta. Me la entregoé sin muchos aé nimos. Tal como habíéa dicho Chiara, AÉ ngelo teníéa las fotografíéas de varios hombres, entre ellos el papaé de Cara, ademaé s de un informe que seguramente estaba en mi computadora o la de mi padre. —En ese grupo estaé el hombre que matoé a nuestros padres. —¡Queé bueno que te he traíédo una nueva tableta, porque voy a llevarme esta! —¡No! —¿No? ¿¡Coé mo rayos me estaé s hablando!? —Tu dijiste que no soy miembro de la Sacra Familia aué n, te hablo como a mi hermano, esa es la tableta que me dio mamaé para Navidad, no te la puedes llevar —sentencioé con aplomo y habíéa que darle puntos por eso. —Estaé bien, pero tendraé s que enviarme toda esta informacioé n y, AÉ ngelo, no intentes volver a entrar en las computadoras de papaé , no quiero que espíées a esta gente, son peligrosos, deé jame a míé encargarme de ellos. Ustedes solo disfruten de las cosas de ninñ os. Asintioé con reticencia. No queríéa convertirme en el hermano malhumorado que obligaba a que su palabra fuera ley, pero tampoco los queríéa cerca de los irlandeses. —Bien, ¿alguien me va a decir que han estado haciendo estos díéas? Me contaron sus rutinas y luego me hablaron del tutor. Martha entroé llevando una bandeja con postres y refrescos, la dejoé sobre la mesa y nos dejoé solos otra vez. Agradecíé el espacio de intimidad que nos brindoé , y pasamos la siguiente hora charlando y recordando a nuestros padres. —¿Cuaé ndo nos llevaraé s contigo? —preguntoé Chiara, una vez que me levanteé del sofaé . —Pronto… —El celular me vibroé en el bolsillo del pantaloé n. Lo saqueé y observeé una fotografíéa de Angeé lica en un infame disfraz de colegiala. Tragueé el nudo en mi garganta antes de


mirar a mis hermanos—. Tengo que irme, AÉ ngelo, me enviaraé s la informacioé n. EÉ l asintioé . Cuando iba llegando al auto, el teleé fono volvioé a vibrar, esta vez el nombre de Rafaello aparecíéa en la pantalla. —¿Queé sucede? —Jefe, tenemos un problema. La palomita se escapoé . Capítulo 12 Cara La noche empezaba a caer y yo aué n estaba sentada en el ceé sped entre algunos aé rboles del parque, donde me detuve a descansar y recuperar mis pies doloridos. El lugar estaba bastante escondido y allíé me sentíéa relativamente a salvo, pero ya comenzaba a hacer fríéo y sabíéa que tendríéa que ponerme en marcha. El problema era que no sabíéa queé camino tomar; era la primera vez que realmente me sentíéa vulnerable, sin dinero, sin celular, ni siquiera unos malditos zapatos que cubrieran mis pies lastimados y, para colmo, estaba en territorio enemigo. ¿Quieé n podríéa ayudarme? ¿Coé mo diablos iba a salir de ahíé? De querer volver a casa, solo habíéa tenido que tomar un taxi, pero no me sentíéa capaz de volver a lo mismo. Sin embargo, era consciente de que necesitaba la ayuda de alguien, pues en las condiciones en las que me encontraba no llegaríéa lejos. Entonces se me ocurrioé que podríéa caminar hasta la casa de Tom, que por lo que sabíéa vivíéa en ese distrito. Me levanteé , dispuesta a iniciar la travesíéa, pero sentíé agujas pinchaé ndome los pies. Volvíé a sentarme, ¿coé mo diablos iba a hacer para caminar? Observeé las heridas en las plantas, las cortadas y rasgunñ os, asíé seríéa difíécil desplazarme, necesitaba un par de zapatos urgente. Habíéa varios negocios al otro lado del parque, y una parte de míé suplicoé que fuera con ellos y pidiera ayuda, pero estaba segura de que todos estaban bajo la proteccioé n de la Sacra Familia y, para ese momento, Massimo Di Lucca ya habríéa alertado a todo el mundo, sus hombres estaríéan buscaé ndome y cada minuto que transcurriera en ese territorio me exponíéa a que eé l me encontrara. Necesitaba llegar hasta la casa de Tom o a la parroquia del padre O’Flanaggan… ¡Claro! A lo mejor en la parroquia de ese distrito podríéa encontrar algué n tipo de ayuda. Salíé del parque muy lentamente porque el dolor de los pies era insoportable, le pregunteé a un hombre que pasaba doé nde quedaba la iglesia maé s cercana y eé l me dio las indicaciones. Era en el otro extremo, no


podíéa creer en mi mala suerte. Volvíé a atravesar el parque, cada paso era un suplicio. Ya era noche cerrada cuando una patrulla de policíéa pasoé por mi lado y se detuvo a un metro de distancia. Me asusteé , en mi distrito la policíéa era manejada por mi padre, no me extranñ aríéa que la de esta zona respondiera a los Di Lucca. Un uniformado se bajoé del auto y caminoé hasta míé, no hubiera tenido sentido correr, en mis condiciones me hubiera alcanzado con mucha facilidad. —Buenas noches, senñ orita, ¿se encuentra perdida? Lleveé un mechoé n de mi cabello detraé s de la oreja, intentando no parecer nerviosa. —Buenas noches, agente, no, no estoy perdida, me han asaltado, y mire, se han llevado hasta mis zapatos. El hombre me miroé de arriba abajo. —Si gusta puedo llevarla a la comisaríéa maé s cercana a poner la denuncia o dejarla en su lugar de residencia. Lo digo por si quiere cambiarse y buscar unos zapatos. El agente, de apellido Reynolds segué n su gafete, me parecioé un hombre amable. A lo mejor estaba equivocada, pero este hombre no parecíéa saber quieé n era yo. —La comisaríéa estaé bien, deseo salir lo maé s pronto posible de esto y llamar a alguien que vaya por míé. —Vamos. Me condujo hasta la patrulla donde se encontraba otro agente tras el volante, me sostuvo la puerta y una vez adentro me pasoé una manta, gesto que agradecíé. Mientras atravesaé bamos el traé fico, penseé que estaba a un solo paso de lo que tanto anhelaba. Una vez llegamos al edificio de la comisaríéa, me condujeron hasta una oficina. Fue otro policíéa quien tomoé mi declaracioé n, y me tocoé inventar una absurda historia de coé mo tres hombres me habíéan asaltado mientras hacíéa footing por la ciudad. A pesar de las miradas dudosas, el hombre hizo su trabajo y luego se retiroé , unos minutos despueé s la puerta volvioé abrirse y el agente Reynolds entroé con una bandeja que conteníéa una taza de cafeé y un botiquíén de primeros auxilios para que me limpiara las heridas de los pies. Dijo que buscaríéa un par de zapatos entre los objetos perdidos. Necesitaba llamar al padre O’Flannagan para que viniera por míé. Transcurrieron los minutos


cuando la puerta se abrioé de nuevo y todas mis esperanzas murieron cuando el causante de mis pesadillas entroé a la oficina, con una sonrisa de suficiencia en su rostro. —¿Hasta doé nde pensabas que podíéas llegar, aé ngel? *** Massimo Se quedoé muda y palidecioé , yo me recosteé en la puerta con los brazos cruzados en el pecho. Habíéa terror en sus ojos, pero a pesar de eso, levantoé la cara desafiaé ndome. Yo sonreíé, aunque conteniendo la rabia que me consumíéa. —¿Esperabas a alguien maé s? —A cualquier persona menos a ti. Me despegueé de la puerta y camineé hacia ella con expresioé n feroz, el miedo volvioé a reflejarse en sus ojos. —Principessa… Principessa… —me detuve—. No debiste salir de casa. —ella soltoé un resoplido bastante poco femenino—. Por tu culpa Rafaello y Matteo la estaé n pasando muy mal… Aunque aué n no llegan al infierno. —Es tu problema, son… Son tus hombres. —Si no hubieses titubeado tanto quizaé s te hubiese creíédo —dije—. ¿De verdad creíéste que podíéas escapar de míé, Cara? —Aferreé su barbilla entre los dedos. —Casi lo logro, hijo de puta… Y teníéa que reconocer que eso era cierto. Recuperarla habíéa sido apenas un golpe de suerte. O tal vez no… Un par de horas antes, al recibir la llamada, me subíé al auto mientras marcaba raé pidamente el nué mero de Salvatore. —Cara escapoé . —¡Joder! —Organiza grupos de bué squeda, que no quede un solo espacio sin cubrir. Anda descalza y sin teleé fono, asíé que no puede llegar muy lejos. Debe haberse escondido, pero tendraé que salir. ¡Encueé ntrala! Colgueé y puse en marcha el motor, necesitaba llegar al departamento y hacerle frente al par de imbeé ciles que habíéan dejado escapar a una mujer indefensa. Esperaba que tuviesen una buena excusa, ya habíéa perdido los suficientes hombres en el ataque a Purgatory, no necesitaba perder ni uno maé s y menos por mi propia mano.


Reprimiendo las ganas de abrir sus gargantas, me uníé a Matteo y Rafaello, que buscaban a Cara por las avenidas cercanas. Salvatore habíéa mandado grupos a hospitales, terminales de autobué s y estaciones de policíéa, y repartido su foto por todas partes. Empezaba a anochecer y no habíéa una sola pista de su paradero. Mi teleé fono sonoé y activeé el altavoz mientras conducíéa por las atestadas calles. —¿La encontraron? —No, senñ or, no ha venido a la terminal, igual he dado indicaciones por si la ven y ofrecido algunos favores. —¡Maledetto! —griteé al celular colgando la llamada con Fabricio. Era como si se la hubiese tragado la maldita tierra. Me lleveé las manos al cabello mientras observaba la calle frente a míé, si no encontraba a Cara O’Reilly pronto, ella llegaríéa con su padre y estaríéa perdido. Mientras Cara estuviese en nuestro territorio, podríéa mover las fichas del tablero de ajedrez a mi conveniencia y seguiríéa fastidiando a O’Reilly hasta saber por queé mierdas habíéa mandado a matar a mis padres. «¿Doé nde demonios estaé s, Cara?». El celular vibroé nuevamente en el tablero del auto, era el agente Reynolds, nuestro infiltrado en la comisaríéa de policíéa. —Reynolds. —Senñ or Di Lucca, tengo algo para usted esperando en nuestra estacioé n. —Voy para allaé . *** Cara El maldito soltoé una carcajada. —Hay algo que me gusta mucho de ti y es esa confianza que tienes en ti misma, asíé te esteé s retorciendo en la trampa muerta de miedo. —No me rendireé . Se quedoé miraé ndome durante largos segundos. —Se te olvida que Chicago es mi ciudad, Cara… Míéa, para gobernarla, para incendiarla —Se acercoé mucho maé s a míé, tanto que pude ver vetas de diferentes tonos de verde en sus ojos —. Para destruirla, si quiero… Aquíé no se mueve una hoja sin que yo lo sepa. Entre maé s raé pido lo entiendas, maé s raé pido te resignaraé s. Ahora saldremos de aquíé y lo vas a hacer sin ningué n tipo de espectaé culo. —Antes muerta que volver contigo —sentencieé —. Gritareé , peleareé y alguien vendraé en mi


ayuda. Puedes creerte Dios, Di Lucca, pero no lo eres, estoy segura de que ahíé afuera habraé alguien que aué n no ha sido corrompido por tu sucio y asqueroso dinero. Se sentoé en la silla que habíéa ocupado el agente, como si tuviera todo el tiempo del mundo. —¿De verdad crees que le importas a alguien allaé afuera? —satirizoé —. ¿De verdad crees que existe alguien que podraé ayudarte antes de que Salvatore o yo pongamos una puta bala en su cabeza? —Respiroé profundamente y tomoé uno de los bolíégrafos del escritorio—. Querida Cara, caminaraé s a mi par, agradeceraé s al agente Reynolds y saldremos de esta estacioé n sin que hagas una escena. —Y si no lo hago, ¿queé …? —Si no lo haces, tu madre seraé la estrella de la noche en Sky o alguno de mis otros clubes… cuando haga que mis hombres la follen delante de nuestros clientes. Sentíé que la sangre subíéa a mi cabeza. —No lo haraé s, mi padre seguramente… —… la llevoé a alguna casa de seguridad. Cierto, pero tengo todas y cada una de las ubicaciones de tu padre, Cara, solo que me gusta tomar mi venganza gota a gota. —Sacoé su celular y marcoé un par de nué meros—. Fabricio, ¿la tienes ubicada? —¡Ireé ! —Separoé el celular de su oíédo, tapando con una mano la bocina. —¿Queé dijiste? —preguntoé burloé n. —Te odio. —Volvioé a tomar la llamada—. ¡Ireé contigo! —Aunque mis ojos estaban acuosos, me negaba a llorar—. ¡Ireé contigo, no escapareé , puedes estar tranquilo! —Sonrioé —. ¡No has ganado, asíé que guarda tu maldita sonrisa! No lo hizo, maé s bien amplioé el gesto; estaba segura de que al maldito le gustaba ganar. Hizo una senñ al para que me levantara de la silla, pero antes de que pudiera hacerlo, se quitoé el saco y lo colocoé sobre mis hombros. Quise rechazarlo, pero puso una mano en mi hombro, impidieé ndome hacerlo. —Hace fríéo afuera. No dije nada, era cierto. Solteé un gemido al levantarme de la silla, las heridas en los pies me ardíéan y dudaba que pudiera caminar. Massimo me levantoé en brazos con facilidad y me sacoé del lugar. Yo seguíé en silencio, meditando en mi derrota y en lo cerca que habíéa estado de la libertad. Una vez fuera de la estacioé n, el viento nos envolvioé y noteé que eé l me aferraba maé s a su cuerpo.


Nos subimos al vehíéculo, y el corto trayecto lo hicimos sin hablar, lo cual agradecíé, no estaba de humor para sus comentarios iroé nicos y burlones. Una vez llegamos al edificio, Salvatore y Massimo cruzaron una mirada que no pude descifrar, y eé l me cargoé de nuevo en brazos. Quise negarme, pero al apoyar los pies en el suelo volvioé el ardor. Al llegar a su departamento, un par de hombres que no conocíéa estaban en la sala. Ya en la habitacioé n, me depositoé en la cama y fue hasta el banñ o, volvioé con implementos para limpiar mis heridas, y lo hizo con sumo cuidado, luego aplicoé un unguü ento y vendoé mis pies para que no fueran a infectarse. Esos gestos me tranquilizaron y sorprendieron a un tiempo. ¿Quieé n diríéa que Massimo Di Lucca tendríéa gestos amables? Luego salioé de la habitacioé n para volver a los pocos minutos con un par de esposas y una cinta gruesa. —Massimo… En segundos me esposoé a la cama y luego me cubrioé la boca con una cinta. El terror me invadioé y lo mireé con ojos desorbitados; me ahogaríéa, estaba segura. Movíé las piernas pateando la cama para llamar su atencioé n, eé l abrioé la puerta, pero antes de salir se volteoé y me miroé con sorna. —Que tengas dulces suenñ os, principessa… Capítulo 13 Massimo Cuando regreseé a la sala, Luigi y Adriano se habíéan ido, pero Salvatore me estaba esperando a un lado del bar con una copa de licor en la mano. Lo ignoreé y camineé hacia el sofaé , donde me senteé y, recostando la cabeza en el espaldar, cerreé los ojos un segundo, agotado por el díéa que aué n no terminaba. Escucheé los pasos de mi ejecutor hasta sentarse frente a míé. —Voy a empezar a pensar que el alcohol en tu casa es una mierda — retruqueé en broma. —Tengo un amplio surtido, solo que me encanta acabar con el tuyo. Abríé los ojos y observeé la sonrisa sardoé nica en los labios de mi amigo. —Matteo y Rafaello… —No fue su culpa, si vas joderle la vida a alguien, postulo a la sobrina de Cossima. Con el ataque a Purgatory tenemos demasiadas bajas, no podemos darnos el lujo de acabar con dos buenos soldados por el simple hecho de ser apasionados del fué tbol.


—Sabes que no es por eso. —Me levanteé del sofaé y me servíé mi propio trago—. Cometieron un error y en nuestro mundo los errores se pagan con sangre. ¿Coé mo crees que quedaríéa ante mis demaé s soldados el hecho de que hayan dejado escapar a la hija del enemigo y yo no mueva una mano en contra de ellos?... —En nuestro mundo, esa chica hubiese terminado con un disparo en la frente y enviada a su padre por pedazos. Estaé s implementando algo nuevo y la misericordia es buena para empezar, una segunda oportunidad no se le niega a nadie. Ademaé s, tenemos problemas maé s graves que dos soldados perezosos y una cautiva escurridiza, porque, ¿viste las caé maras? Ella se escurrioé como un jodido gato. —Si hubiesen estado alerta hubiesen podido hacer algo. —Ellos… —¿Vas a empezar a juzgar mis acciones? —Arqueeé una ceja. —Sabes que no, puedes hacer lo que quieras, pero no los mates: dales una oportunidad de reivindicarse. Tu padre murioé hace apenas un mes y ya tuvimos un atentado en Purgatory que nos tiene en la mira del FBI, mi papaé estaé haciendo todo lo posible para que salgamos de esto. —A veces pienso que deberíéas ser mi consigliere… —Olvíédalo, me gusta el trabajo sucio. Y hablando de eso… Peter estaé rascando nuestra mercancíéa de nuevo. —¿Otra vez? —Salvatore asintioé —. ¿Es que no le quedoé clara la advertencia de la ué ltima vez? —Al parecer no. —Llama a Fabricio y a Dante, ella no saldraé de la habitacioé n. —Adriano y Luigi estaé n afuera, penseé que te gustaríéa tener un par de soldados extra. ¿Estaé s seguro de que ella no saldraé de la habitacioé n? —A menos que pueda quitarse las malditas esposas o cortarse una mano en el proceso. —¿La ataste a la cama? —Lo tiene merecido. Vamos, el jodido Peter Panda tiene que aprender una leccioé n hoy. —¿Y Rafaello y Matteo? —No te preocupes, luego iremos ahíé. El laboratorio de cocaíéna y metanfetamina estaba ubicado en la parte industrial de la ciudad, en un viejo y deteriorado edificio. Rocco abrioé la puerta al vernos llegar, pasamos las cortinas de


plaé stico y nos encontramos con la zona de empaque de la mercancíéa. Allíé trabajaban siete mujeres y siete hombres, solo en ropa interior: de alguna manera teníéamos que asegurarnos de que no se perdiera ni un solo gramo. Con los golpes dados a los irlandeses ahora dominaé bamos el ochenta por ciento del traé fico de drogas en la mayoríéa de los territorios, y el negocio iba en aumento. Peter Panda corrioé al verme. Como los demaé s, estaba solo en un boé xer negro ajustado. —Senñ or. —Calla. —Paseé de largo junto eé l y Salvatore le dio una de sus sonrisas escalofriantes. Camineé hacia las chicas que estaban empaquetando—. ¿Damas? Inmediatamente todas se alejaron, desliceé mis dedos por la superficie y a traveé s de los espejos pude ver la mirada aterrada de Panda. Me lleveé los dedos a la boca. ¡Maldita sea! ¿Tanto habíéa abandonado el negocio que mis empleados pensaban que podíéan enganñ arme? —Salvatore. —Mi amigo se acercoé raé pidamente al hombre que me observaba con los ojos abiertos—. ¡Todos ustedes, gíérense! Automaé ticamente, todos en la sala lo hicieron como soldados bien entrenados. Llameé a Rocco y le entregueé una pequenñ a jeringa que habíéa llevado conmigo por si Cara me poníéa las cosas difíéciles en la estacioé n. —Senñ or… Yo… No disfrutaba del gesto de terror de las personas, pero teníéa que hacerme respetar o todos pensaríéan que podíéan morder mi mano y recibir una caricia. —¿Pensaste que no me daríéa cuenta, Piti? —pregunteé en voz baja. —Jefe…. ¡se lo pagareé ! ¡Le pagareé el doble si es necesario! —Me acerqueé a eé l con la jeringuilla en la mano—. Mi madre…, mi esposa, ellas gastan mucho, mucho maé s de lo que gano… Yo…. ¡Le pagareé el triple! —¿Sabes coé mo castigaban a los ladrones en la antiguü edad, Piti? —preguntoé Salvatore y eé l negoé con la cabeza—. Algunas veces hacíéan que un elefante aplastara sus pateé ticas cabezas — afirmoé , y arrojaé ndolo contra la superficie de una mesa, sacoé uno de sus cuchillos, cuya punta fue enterrando en su frente hasta que una gota de sangre empezoé a fluir—. A otros los empalaban… Si no tienes pelotas para decirle a tu mujer que no vacíée tus putas cuentas, creo que esa seríéa una buena opcioé n para ti.


Deslizoé la afilada hoja por su mejilla, Peter chilloé como un puerco y bajoé el rostro. Rocco, que lo habíéa sujetado, lo alzoé por el cabello alzaé ndolo hacia Salvatore. Nadie hablaba mientras observaban todo desde una distancia corta, el silencio en el lugar era casi lué gubre. —Creíéas que podíéas tomar mi mierda, y… no solo eso. Creíéas que podíéas mezclarla y, Piti — hableé acercaé ndome a mis dos hombres y a la rata que se creyoé maé s inteligente que yo—, ¿sabes cuaé l es la tortura favorita de Salvatore? EÉ l me miroé a los ojos y yo a mi amigo. —El desollamiento. Quizaé tu esposa puede hacerse un par de aretes con tus bolas. —Senñ or, le pagareé …, le pagareé . —La navaja se deslizoé una vez maé s por su frente. —Por supuesto que me pagaraé s —me acerqueé aué n maé s—, pero antes… Salvatore terminaraé de tatuarte la palabra “rata” en la frente. Eso te ensenñ araé que para la proé xima no voy a esperar tanto tiempo. Todos observamos a Salvatore recrearse con su cuchillo, hasta que la ué ltima letra fue grabada. —¡Todos a trabajar! —griteé cuando terminoé y soltoé a Peter. Sin decir maé s, salíé de la bodega. —Penseé que lo mataríéas… —Necesito que manñ ana haya maé s hombres aquíé. —Palmeeé el capoé del Aston Martin de Salvatore—. Lleé vame con Matteo y Rafaello, necesito terminar con este puto díéa. La manñ ana siguiente llegoé demasiado pronto. No habíéa ordenado la muerte de Matteo y Rafaello por una simple razoé n: no teníéa hombres suficientes, y aunque se acercaba una nueva orden de iniciantes, estos eran demasiado chicos e inexpertos para las diferentes tareas que realizaé bamos. Esa era otra cosa que pensaba cambiar, seríéa la ué ltima vez que iniciaríéamos a chicos tan joé venes, no necesitaé bamos ninñ os jugando a ser mafiosos. Las iniciaciones seríéan cuando el recluta tuviera la mayoríéa de edad. Habíéa llegado al departamento casi al amanecer y ya era media manñ ana. Mi celular estaba lleno de mensajes de Angeé lica, reprochaé ndome por haberla dejado esperando la noche anterior. Le escribíé daé ndole algué n pretexto, me levanteé de la cama y camineé hacia mi gimnasio personal: necesitaba eliminar la carga de mis hombros y correr en la cinta ayudaba; no tanto como una buena lucha, pero ayudaba. Despueé s de cincuenta y cinco minutos corriendo, con el sudor rodando por mi pecho y espalda,


y mis pulmones jadeando por aire, me detuve. Hice un poco de pesas y luego me despojeé de mi pantaloé n de pijama para darme un banñ o. Me vestíé con parsimonia, eligiendo el traje gris sobre el azul oscuro, antes de ir a la cocina. Cossima no vendríéa hoy, ya que seguíéa enferma y la habíéa hecho jurar que nunca volveríéa a ver a su sobrina en mi departamento, preferíéa comer pizza antes de que la chiquilla de veinte anñ os volviera. Mi madre me habíéa ensenñ ado a cocinar cuando teníéa once anñ os y podíéa hacer unos huevos decentes y unas tostadas, el jugo de naranja ya veníéa en caja, coloqueé todo en una bandeja y camineé hacia la habitacioé n de mi invitada. Abríé la puerta para encontrarme con la mirada furiosa de Cara, debíéa tener los brazos adoloridos, pero no me importaba. —Buenos díéas, principessa... ¿Coé mo has dormido? —No pude evitar que la burla se filtrara en mi tono de voz. Me senteé a un lado de la cama y coloqueé la bandeja sobre la mesa de noche. Habíéa traíédo suficiente para los dos, asíé que piqueé un poco del omelette de espinaca, queso y tomate cherry, y me lo lleveé a la boca. —Salvatore estaé atendiendo unos negocios y Cossima sigue enferma. Odio desayunar solo, asíé que penseé que podríéas hacerme companñ íéa. Ella gritoé algo, y, a pesar de la cinta en su boca, podríéa jurar que habíéa escuchado un “bastardo”. *** Cara Ver la sonrisa de Massimo Di Lucca paseaé ndose por sus facciones, despueé s de su saludo y su autoinvitacioé n a desayunar se llevoé al traste el plan que habíéa maquinado la noche anterior. Apenas habíéa podido dormir, la cinta en la boca me ahogaba. Podíéa aguantar las esposas sin problema, pero la sensacioé n de que me faltara el aire, por maé s que mi nariz estuviera destapada, me habíéa desencadenado un ataque de paé nico que tuve que controlar, porque si no, el bastardo se hubiera encontrado con mi cadaé ver de color azul y no creo que su maldita sonrisa le hubiera


durado mucho tiempo. Murmureé : “Bastardo” y luego recordeé la promesa que me habíéa hecho en la noche de vigilia, y trateé de centrarme en mis objetivos mientras el hombre, despueé s de comer con calma parte de mi desayuno, se acercaba a la cama a soltarme las esposas. Quise darle un rodillazo en las pelotas tan pronto soltoé las cadenas de mis tobillos, pero adivinoé enseguida mis intenciones, porque chasqueoé los dientes antes de decir: —No seríéa mi primer golpe en las bolas, estoy inmunizado, pero es mejor que no lo intentes. El olor de su locioé n bailoé en el ambiente, envolvieé ndome como una manta, era un aroma enganñ osamente seductor con tinte amaderado y cíétrico, que usaba siempre. Desliceé los ojos por su barbilla recieé n afeitada, y los suyos se tinñ eron de un brillo extranñ o al observar mis manos encadenadas a la cama. Su mirada se deslizoé por mis pechos y la líénea de la cintura que quedaba al descubierto por culpa de la corta camiseta. Tuve el impulso de estirar la tela, pero estaba todavíéa encadenada a la cama. Me maldije por el sonrojo que aparecioé en mis mejillas y por el erizamiento de mi piel causado por su intensa y lasciva mirada, ¿queé diablos me pasaba? Era mi secuestrador y un matoé n de la peor calanñ a. “Aunque guapo como un demonio”, me susurroé mi diablo al oíédo. Massimo acaricioé mi boca por encima de la cinta luego de abrir las esposas. —Esto te va a doler un poco, si no lo hago con firmeza seraé peor y no quiero ver tus labios despellejados —dijo sin mirarme a los ojos. El tiroé n dolioé , tomeé una honda bocanada de aire y sentíé un ligero mareo al incorporarme en la cama. —Hijo de puta, pude morir ahogada. Massimo no se vio afectado por mi insulto. —No lo hubiera permitido. —No estuviste aquíé, no podríéas saberlo. Cavileé que a lo mejor habíéa una caé mara en la habitacioé n. Escudrinñ eé el lugar, buscando el maldito aparato. EÉ l solo sonrioé y alzoé los hombros. —Gajes del oficio. —Estaé s enfermo. Massimo reaccionoé como el maldito psicoé pata que era. Su rostro en segundos quedoé desprovisto de emocioé n. Me tendioé la bandeja con los alimentos. —Tienes que comer, me imagino que ayer en tu aventura por la ciudad no tuviste tiempo de


entrar a algué n restaurante. —Muy gracioso. El maldito me sonreíéa, cuando deberíéa estar furioso; algo se traíéa entre manos. Su amabilidad era enganñ osa. —Teodoro Roosevelt dijo: “Habla con suavidad, pero lleva en la mano un garrote” —le solteé . —Asíé es —contestoé eé l, petulante—. Yo diríéa maé s bien que se atraen maé s moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre. —Tué de dulce no tienes nada, Massimo Di Lucca. La comisura derecha de sus labios se contrajo ligeramente como si estuviera divertido y enojado al mismo tiempo. —No me has probado, principessa, no tienes idea. Puedo ser tan jodidamente dulce que podríéas hacerte adicta. —En tus suenñ os. El desvelo de la noche anterior, me ayudoé a pensar que, si Massimo Di Lucca no me habíéa matado despueé s de mi escape de ayer, era porque sus intenciones respecto a míé iban muy en serio. Esa premisa, lejos de intranquilizarme, me dio la seguridad de que me mantendríéa con vida. Y mientras estuviese viva, podríéa volver a escapar. Capítulo 14 Cara —Come —ordenoé . Probeé los huevos y bebíé un par de sorbos de jugo, la comida estaba deliciosa o yo teníéa mucha hambre, la devoreé en su totalidad. Massimo picoé algo de su plato, luego se dedicoé a observar su moé vil y de vez en cuando me destinaba alguno que otro vistazo. —No necesito de tu companñ íéa, puedo comer sola. Guardoé su moé vil y se quedoé miraé ndome por un largo momento. Algo en su expresioé n me incomodaba, no era repulsioé n, observeé sus labios, sus manos y una extranñ a sensacioé n en la boca del estoé mago me asaltoé al imaginarlo besaé ndome o tocaé ndome. Ese desayuno debíéa tener un brebaje extranñ o, ya que consideraba tales pensamientos. —Tué no me temes —dijo de pronto fijando su mirada selvaé tica en mi boca—, a pesar de que estaé s cautiva en mis dominios, de que te arranqueé de los tuyos de manera violenta, de que presenciaste un ataque con muchas bajas, y despueé s de esposarte a una cama y de ser un poco vago con tu futuro, no me temes. —Sonrioé pensativo—. No seé si es algo bueno o malo.


—Para ti debe ser malo, estaé s acostumbrado a que todo el mundo se orine en los pantalones en tu presencia, debo ser toda una novedad. —No me creas estué pido, Cara, manejas la calma del que estaé muy desesperado o las agallas del que no tiene nada que perder. —Me quedeé callada miraé ndolo. Si eé l supiera el temor que me inspiraba, estaríéa muy tranquilo. Me levanteé para dejar la bandeja en una mesa; eé l se adelantoé y la recibioé dejaé ndola sobre la coé moda—. Pero seé que síé tienes algo que perder y es tu jodida mué sica, esa noche del concierto lo diste todo, me parecíéa increíéble… —Seé que no eres estué pido —interrumpíé negaé ndome a tocar el tema de la mué sica con eé l—, eres el capo de una familia. Quise decirle que no solo era la mué sica, era mi libertad. Di Lucca me habíéa arrebatado mi libertad y no solo era por estar dentro de esas paredes. Me habíéa arrebatado mi suenñ o, la oportunidad de una nueva vida, de vivir de mi pasioé n. Me teníéa en sus manos, pues ahora no teníéa ni la una ni la otra y haríéa lo que fuera por recuperarlas, ya me empezaba a desesperar. —No me respetas. Resopleé increé dula. —Un asesino no estaé en mi lista de personas a admirar —dije con temor de haber ido demasiado lejos y, despueé s de una pausa, capituleé —: Lo siento. —¿Tué crees que los grandes imperios o las grandes fortunas no tienen un camino tapizado de cadaé veres? ¿Crees que las grandes empresas que admiras no tienen oscuras historias a cuestas? ¿Queé me dices de esas empresas que acaban con fuentes de vida, recursos naturales y trabajos? Todo vestido dentro de una legalidad muy cuestionable, ¿son menos asesinos que yo? El mundo estaé lleno de hipoé critas y de escoria, envueltos en lo que algunos llaman estilo de vida y valores, personas que no son maé s que ataué des hediondos a muerte y que si alguien se preocupara en rascar un poco, creé eme, principessa, el hedor alcanzaríéa a muchíésima gente y nosotros seríéamos los menos condenados. —Los principios son diferentes y no puedes compararte. Soltoé una risa carente de humor, pero el brillo en sus ojos me decíéa que mi opinioé n lo afectaba de alguna manera.


—Las guerras auspiciadas por gobiernos ambiciosos han llevado a la muerte a muchos y, sin embargo, es mi familia la que carga con la mala fama, el nombre maldito. —No necesitas justificarte conmigo, eres lo que eres. —No me estoy justificando, principessa, ni maé s faltaba. Es mi trabajo, como tué lo has dicho; es lo que soy y para lo que fui criado. Se levantoé , lo noteé disgustado consigo mismo, como si le molestara el haber hecho patentes esos comentarios y su necesidad de justificarse. Me pude dar cuenta de que era un hombre orgulloso y que para eé l constituíéa toda una novedad no contar con la admiracioé n de una mujer. Como si las circunstancias en las que yo estaba no contaran. ¿Le importaba lo que yo pensara de eé l y sus actividades? No lo creíéa, ¿queé buscaba eé l querieé ndome como su amante? A estas alturas sabíéa que nada lo haríéa desistir de su propoé sito y que estaba en mis manos el poder salir de esa situacioé n. ¿Sentiríéa atraccioé n por míé? El problema era que sus plumas de pavo real no funcionaríéan como cortejo y menos con el encierro al que estaba sometida. Ademaé s, un hombre que quisiera agradar no dejaríéa atada a la mujer de su intereé s a una cama ni con la boca amordazada. Una relacioé n con Massimo estaríéa lejos de ser algo normal, seríéa retorcida y una guerra sin cuartel. Lo habíéa encontrado atractivo el primer díéa que puse mis ojos en eé l, y en ese mismo instante supe que era un hombre vetado para míé, para mis principios y lo que anhelaba alcanzar. Pero bien sabe Dios que el camino al infierno estaé tallado de buenas intenciones y yo necesitaba salir de allíé o, por lo menos, cambiar mi suerte. —Quisiera recuperar mi violíén —dije lo maé s mansa posible—. Lo llevaba conmigo cuando salíé de la presentacioé n. —¿Queé me daraé s a cambio? —preguntoé con un brillo diaboé lico sin dejar de mirar mis labios —. Estoy abierto a cualquier tipo de negociacioé n. No esperaba ese comentario. Massimo soltoé otra de sus deslumbrantes sonrisas, seguro por culpa de mi expresioé n. Estaba coqueteando conmigo. Quise tener maé s experiencia, haber coqueteado maé s, sabíéa que teníéa que aprovechar esta oportunidad, pero de pronto tuve miedo, y no de que me fuera a lastimar o a presionar de alguna forma por un acercamiento. EÉ l no era un


hombre al que pudiera manipular. Todo lo pensado la noche anterior, el coquetearle, el provocarlo, se cayoé como un castillo de naipes al ver su expresioé n depredadora; llevaba las manos en los bolsillos de sus pantalones y me miraba con desconfianza, tuve la certeza de que estaba siempre alerta a las segundas o terceras intenciones. Me miraba esperando. Esperando... —Decíédete, Cara, o decidireé por ti. Le sostuve la mirada y en un arrebato de valentíéa que, sabíéa, lamentaríéa maé s adelante, me levanteé de la cama y me acerqueé a eé l, como si estuviera frente a un animal salvaje al que necesitaba apaciguar. —¿Queé quieres? —pregunteé luego de pasar saliva. —Quiero besarte —dijo mientras colocaba una mano en mi cuello y me hacíéa chocar la espalda contra la pared—. Quiero follarte y probar la suavidad de tu conñ o —las rodillas me temblaron, pero era incapaz de moverme—, y quiero que grites mi nombre una y mil veces mientras te corres, pero, sobre todo, quiero apoderarme de cada centíémetro de tu piel y de cada pedazo de tu mente y de tu alma, que solo pienses en míé, que me respires y que me sientas en cada paso que des. Te quiero mía en cuerpo y alma. Debíé soltarme —aunque su agarre era firme, hubiera podido soltarme con facilidad—, pero no quise, mi cuerpo se llenoé de expectativa y de algo de temor, porque sabíéa que no habríéa vuelta atraé s, que eé l jugaríéa conmigo y luego me desecharíéa, pero yo tambieé n teníéa mis armas y las utilizaríéa para salir, si no victoriosa, por lo menos airosa de esa pesadilla. Un estremecimiento surcoé mi piel al ver coé mo Massimo se acercaba, sostenerle la mirada en aquel estado era como hacer frente a un vendaval; eé l aferroé mi rostro, unioé sus labios a los míéos y me besoé como si necesitara de míé para seguir respirando, como si de verdad quisiera apoderarse de mi alma en ese beso, o eso queríéa creer. Sentíé el bulto de su ereccioé n contra mi ingle, empujando contra míé, tentaé ndome. Las palmas me sudaban en cuanto lleveé las manos a su pecho, movieé ndolas hasta sus hombros y rodeando con ellas su cuello, ese simple gesto ocasionoé en eé l un profundo gemido que me hizo abrir maé s la boca y di permiso a su lengua para que recorriera mi interior. Dios, sentíéa que me quemaba, nunca me habíéan besado asíé, con esa necesidad de poseerme, y me gustaba, mucho. Ese


beso borroé mis angustias de díéas pasados, tuvo la potestad de devolverme algo que no sabíéa que habíéa perdido, estaba eufoé rica, desesperada por maé s. EÉ l separoé los labios para seguir besando mi cuello y el hueco donde se uníéan mis clavíéculas. Alejoé el rostro y acaricioé ese lugar con el pulgar. Luego, como si recordara quieé n era yo, se alejoé y tropezoé con la silla en la que habíéa estado sentado; las facciones antes caé lidas destilaban desprecio y a míé el corazoé n se me encogioé , no supe si de pena o rabia conmigo misma por haber claudicado ante el hombre que me habíéa quitado la libertad. Salioé de la habitacioé n sin despedirse y yo lloreé , de impotencia, de tristeza, pero sobre todo de verguü enza por haber disfrutado del beso y porque sabíéa que, si veníéa por maé s, estaríéa dispuesta. Estaba anocheciendo y una tenue luz iluminaba las plantas del balcoé n. No habíéa visto a Massimo a lo largo de la jornada; me habíéa devuelto a Elira, pero la habitacioé n me oprimíéa y me impedíéa plasmar en las cuerdas del violíén una melodíéa que llevaba díéas en mi cabeza. Tambieé n habíéan dejado sin llave la puerta de la habitacioé n. No me hacíéa ilusiones, desde mi intento de fuga, la seguridad se habíéa doblado, en la sala habíéa hombres alerta y otros afuera en el pasillo, pero al menos podíéa moverme por la casa. Me ubiqueé entre el comedor y la terraza, donde habíéa espacio suficiente para tocar y bailar, ya que a veces hacíéa performance de mis propias creaciones. El paisaje de la ciudad se extendíéa delante de míé. En medio de los acordes, escucheé que silenciaron el volumen del televisor. Me sentíé libre por primera vez en díéas, la mué sica catapultoé los miedos que me atenazaban a medida que mi cuerpo se movíéa al ritmo de las notas. La conexioé n que experimentaba con mi yo me hizo sentir fuerte y supe en el fondo de mi corazoé n que nadie podríéa arrebatarme la libertad de sentir la mué sica y el profundo amor por ella que me embargaba, a medida que avanzaba, esculpíéa mis sentires transportaé ndome a un lugar muy lejos de allíé. La mué sica fue interrumpida por una voz que sonoé como un latigazo. ***


Massimo Habíéa sido un díéa de esos que quieres olvidar con un vaso de Jack o, mejor, perdido en el cuerpo de una mujer. Nuestras acciones en la bolsa habíéan sido inestables, despedíé a dos directivos del conglomerado y, por ué ltimo, compartíé con la junta de ancianos la decisioé n de no involucrarnos maé s con drogas. Lo ocurrido noches atraé s me habíéa llevado a acelerar la medida, ya era suficiente, queríéa alejar a la Sacra Familia de ese tipo de negocio. Me habíéa reunido díéas atraé s con los tres carteles maé s grandes, yo sacaríéa mis drogas de las calles si ellos, a cambio, aceptaban darnos parte de sus ganancias. Al principio habíéan creíédo que era solo un ninñ o estué pido que pensaba que podríéa acabar con ellos, pero cuando les ensenñ eé videos de un grupo de mis hombres encabezados por Salvatore que apuntaban directo a las cabezas de sus familiares cercanos, lo aceptaron. Estaba completamente en contra de la guerra del polvo blanco, pero tampoco teníéa tiempo para cuidar de que no nos robaran, como Peter Panda lo habíéa hecho, era desgastante. Todo esto hacíéa parte del cambio que queríéa para la Sacra Familia. Hacernos ricos sin necesidad de ensuciarnos las manos, sin necesidad de estar en la calle; era una nueva versioé n de la mafia, solo teníéa que sacar del todo a los irlandeses de mi territorio y una nueva era daríéa inicio. Esto tambieé n implicaríéa una guerra contra los mismos miembros de la familia que no habíéan conocido otra cosa, por lo tanto, les pedíé tiempo para hacer realidad todo lo que queríéa implementar. Alejarnos de las drogas de manera directa dejando en manos de matones de poca monta el negocio de los estupefacientes era un buen inicio. Chicago era mi ciudad, era el rey, no necesitaba un trono para proclamarme duenñ o de ella; el apellido Di Lucca era temido en la oscuridad y en la luz. Por otro lado, estaba Cara, no teníéa paz desde su beso, me habíéa estado recriminando a míé mismo por ello, y me habíéa follado a Angeé lica durante toda la jodida manñ ana y parte de la tarde intentando quitarme el sabor de sus labios, la tersura de su piel, pero la verdad era una sola… La


deseaba. El elevador se detuvo en mi piso, tan pronto salíé de eé l, la mué sica flotaba en el ambiente. Entreé a la casa y seguíé el sonido, Cara tocaba su violíén con soltura y maestríéa mientras bailaba, afuera los rayos de la luz que iluminaba el balcoé n danzaban alrededor de su mué sica. Teníéa puesto un vestido suelto de flores, y encima un sueé ter delgado, giroé sobre síé misma sin dejar de envolverse por la melodíéa, estaba tan absorto en la gracilidad de su cuerpo, en la armoé nica sinfoníéa de notas musicales, que no habíéa visto a los dos imbeé ciles que estaban devorando su figura con maé s lujuria que admiracioé n. Nino y Fabiano, los guardias nocturnos, estaban salivando sobre ella como dos malditos perros enfrente de un pedazo de cordero guisado. —¡Largo! —griteé haciendo que ella se detuviera y que los dos imbeé ciles que se hacíéan llamar mis hombres se giraran a verme con un poco de temor—. ¡Fuera de aquíé! Los dos me miraron perplejos, asíé que di dos pasos alrededor de ellos y no seé queé vieron en mi mirada que desaparecieron enseguida dejaé ndome solo con un simple “síé, senñ or”. Mi mirada se encontroé con la de Cara y luego la desliceé por sus suaves curvas. No importaba cuaé ntas veces habíéa estado en Angeé lica, nuevamente sentíéa coé mo el deseo recorríéa cada parte de mi cuerpo. Envuelto en una especie de frenesíé lujurioso, me acerqueé y ella dio un paso hacia atraé s. Me molestoé su reaccioé n, no seé ni queé diablos esperaba, a lo mejor verla complacida por mi presencia. “La tienes secuestrada, cabroé n”. Un simple violíén y un beso no van a cambiar lo que piensa de ti. Bajeé los dos peldanñ os que nos separaban y ella tembloé , no seé si debido al fríéo o a mi presencia. —Toca para míé… —¿Y si no quiero…? —titubeoé —. Y… si no quiero, ¿queé …? —Si no tocas —me acerqueé un poco maé s y mis dedos tocaron la piel de su mejilla—, te besareé hasta que alguno de los dos claudique —murmureé con la voz enronquecida y luego me relamíé los labios—. Te aseguro que no cesareé , te besareé hasta que mis pulmones ardan por la falta de oxíégeno, hasta que no seamos maé s que una masa jadeante deseosa de algo maé s que besos. —Me


arrimeé maé s a ella, dejando mis labios a solo centíémetros de su mejilla—. Voy a besarte por todas partes —desliceé mi boca cerca de la suya—, y tué vas a pedirme maé s mientras yo degusto tu cuerpo. Iba a besarla, pero ella se alejoé de nuevo poniendo distancia entre los dos. Sus ojos estaban oscurecidos y su respiracioé n era raé pida, mi mirada vagoé por su vestido a la punta de sus pezones erguidos por el fríéo o mi cercaníéa, y me pregunteé si su piel tendríéa el mismo picor que mis labios, pero antes de que pudiera hacer algo maé s, ella salioé hasta la terraza, y sin importarle la noche cayendo sobre nosotros, llevoé el violíén a su mentoé n y deslizoé el arco sobre las cuerdas. La melodíéa empezoé suave, pero luego fue tomando rapidez y fuerza, cerroé los ojos y se dejoé llevar por los acordes. Cara O’Reilly era todo un espectaé culo: se movíéa con gracia haciendo suyo mi balcoé n, sus manos se movíéan con delicadeza y firmeza a la vez, y yo estaba hipnotizado, aturdido, embelesado en ella, con el corazoé n latieé ndome al ritmo de la mué sica, su mué sica. Ella agudizoé su brazo y terminoé con un sonido contundente; no dije nada, en cambio, me acerqueé saliendo a la intemperie, el ambiente estaba algo fríéo y oloroso a primavera, mis manos tomaron sus mejillas y lleveé sus labios tibios hacia los míéos. El beso tomoé fuerza y nos movimos a la par de nuestras bocas hasta que su cuerpo quedoé contra la baranda del balcoé n, mi mano dejoé su cara, descendiendo por su piel hasta alcanzar su pierna y alzarla hasta encajarla en mi cintura, un gemido escapoé de sus labios cuando su sexo golpeoé contra el míéo y fue mi momento para besar su piel, mientras con la mano libre subíéa su otra pierna. Las manos de Cara se deslizaron hasta quedar detraé s de mi cabello y el ambiente a nuestro alrededor se caldeoé , embestíé contra ella como un animal furioso arrancaé ndole murmullos entrecortados. Estaba a punto de desnudarla y enterrarme en su interior sin importarme si los jodidos vecinos nos escuchaban, cuando un carraspeo a mi espalda hizo que ella abriera los ojos, separaé ndose un poco. Sus mejillas se tornaron de color rosa mientras luchaba para bajar sus piernas y sus manos descendíéan hasta mi pecho reventando nuestra burbuja lujuriosa.


Aun asíé, la mantuve entre mi pecho y la baranda. El hombre que osaba interrumpirnos era hombre muerto. Gireé mi rostro para ver a Cossima observaé ndome con los ojos entrecerrados. Adoraba a la mujer, habíéa servido a mi madre durante muchos anñ os y confiaba en ella. —La cena esta lista, ¿va a cenar en el comedor o desea que la lleve a su habitacioé n? —Pon la mesa, Cossima, y pon un lugar para Cara. —Yo comereé en la habitacioé n —dijo ella intentando alejarse. Penseé en presionarla a cenar conmigo, pero no lo hice, y asentíé hacia Cossima, que no se habíéa movido de su lugar. Cara aprovechoé para entrar al departamento; yo camineé hacia la barandilla y me aferreé a ella con fuerza. No podíéa negar que me sentíéa atraíédo por Cara, era joven, hermosa, me retaba y la deseaba mucho, pero cuando estaba tan cerca de ella olvidaba la parte maé s importante. Olvidaba quieé n era y lo que significaba en mi vida. Cara no era maé s que la ficha que me haríéa ganador en el tablero de ajedrez. Capítulo 15 Massimo El departamento estaba en silencio, despueé s de la cena me habíéa encerrado en el estudio, perdido en mis propios pensamientos, la discusioé n con los ancianos y el deseo por Cara. Ella seguíéa en su habitacioé n, pero Cossima me informoé antes de marcharse que habíéa cenado. Mireé los documentos esparcidos en mi escritorio y volvíé a posar los ojos en los extractos del banco, donde resaltaba la transferencia de treinta mil doé lares, hecha en varios pagos seguidos, a la multinacional Fox. Nero, nuestro contador, los habíéa marcado. Los primeros tres pagos habíéan sido unos díéas antes del atentado que acaboé con las vidas de mis padres, el cuarto se habíéa reflejado en nuestras cuentas ayer. Eran montos pequenñ os, por lo que nadie los hubiera notado, pero con la auditoríéa que habíéa ordenado despueé s del robo de mercancíéa de Peter, todo estaba siendo examinado con lupa. Ni Donato ni Nero habíéan hecho las transacciones, lo que me dejaba con la inquietud de saber cuaé l de los ancianos habíéa depositado tal cantidad de dinero en esa empresa y, sobre todo, queé era lo que esta nos proveíéa. Abríé una pestanñ a de Google, y escribíé Multinacional Fox. Pero ninguna de las empresas con nombre similar ofrecíéa algo que fuese de nuestro intereé s.


Solteé el nudo de mi corbata y tireé el rotulador con el que estaba resaltando los pagos, antes de salir del estudio y dirigirme al bar para servirme una copa. Mi mirada vagoé por el pasillo hacia la habitacioé n de Cara. Desde donde estaba no podíéa notar si la luz de su habitacioé n estaba encendida o no, pero tampoco lo comprobaríéa, necesitaba poner mi cabeza en orden, mantener la distancia, para asíé evitar cometer alguna equivocacioé n que comprometiera mi plan inicial. Aunque el fin fuese hacer de Cara mi mujer, preferíéa que, cuando el momento llegara, ella estuviese dispuesta. Con un respiro resignado me encamineé hacia el balcoé n abriendo las puertas y volviendo a la barandilla, desde donde teníéa una imagen perfecta de la ciudad. Saqueé uno de mis puros y lo encendíé. Dejeé que la primera calada calentara mi interior. —Entonces, ¿queé es lo que quieres de míé? Me gireé y observeé a Cara. No la habíéa sentido llegar, lo que era raro en míé, mis sentidos siempre estaban alerta. Di otra calada antes de hablar. —Te quiero para míé. La ira se instaloé en sus ojos azules. Golpeeé el puro y lo dejeé sobre el cenicero que estaba en una mesa a un costado, antes de acercarme a ella. —¿Como tu amante? —Soy bastante generoso con mis amantes. —¡Eres un hijo de puta! No me prestareé a ello, nunca sereé la amante de nadie. —Nunca digas “de esta agua no bebereé ”; no cuando estaé s sedienta por beberla. —Eres un arrogante, prefiero morir deshidratada antes de convertirme en el juguete sexual de un hombre. Elimineé la distancia entre los dos apresaé ndola por los brazos y bajando mi rostro para que quedara solo a centíémetros del de ella. Intentoé alejarse, pero la sostuve con fuerza. —¿Estaé s segura? —Estaba tan cerca, que nuevamente mi cuerpo se sacudioé ante su contacto. Teníéa que parar, joder, pero no queríéa hacerlo, solo teníéa que moverme un poco para besarla nuevamente. Ella me observoé con gesto altanero, como si me pidiera que la besara solo para darme un mordisco. —No te atrevas. —No me des oé rdenes… Me apodereé de sus labios a pesar de que ella se removioé evitando el beso, y me golpeoé la espinilla justo en el instante en que mi celular empezaba a vibrar. La solteé para contestar, pero ella aprovechoé para darme una sonora bofetada.


—¡Nunca maé s vuelvas a besarme, maldito cabroé n! —gritoé antes de entrar al departamento. Todo fue tan raé pido que ni siquiera pude reaccionar, el celular volvioé a vibrar y contesteé con enojo y frustracioé n. —Espero que sea algo bueno, Donato. —Los irlandeses atacaron la casa del lago. Por un segundo mi cuerpo se congeloé y nada teníéa que ver el fríéo de la noche. —¡Chiara y AÉ ngelo! —Tus hermanos y mi esposa estaé n bien, no estaban en la casa cuando ocurrioé la explosioé n. Salvatore ya salioé para allaé y, Massimo, los ancianos no estaé n de acuerdo con el trato que hiciste con los carteles, estaé n pidiendo verte de inmediato. —Pues dile a los ancianos que se jodan. Voy saliendo para allaé , mantenme informado sobre cualquier cosa. Colgueé la llamada y me asegureé de que los guardias vigilaran a Cara. No podíéa pasar lo de la ué ltima vez, ahora que teníéa libertad de moverse por todo el departamento, estaba seguro de que ella volveríéa a intentar escapar. Llegueé a la casa de campo casi una hora despueé s de la llamada de Donato. El auto de Salvatore estaba estacionado en la rotonda, la casa estaba rodeada de hombres: los que habíéan venido con Salvatore, y los que trabajaban en la casa, vigilando la seguridad de mis hermanos. AÉ ngelo y Chiara corrieron a míé cuando llegueé , me agacheé a su altura daé ndoles un abrazo mientras escaneaba sus cuerpos con mis manos. Donato habíéa dicho que ellos no estaban en casa. Salvatore llegoé unos minutos despueé s, les dije a los ninñ os que fuesen con Martha; Chiara estaba reacia a apartarse de mi lado, pero le asegureé que no me iríéa. —Vamos fuera —indicoé mi mejor amigo. Salimos por la puerta que daba al jardíén, la piscina estaba completamente destruida y Vinicius se acercoé con un artefacto en su mano tan pronto nos vio. —Granadas —dijo entregaé ndome lo que teníéa en las manos— de fragmentacioé n. —¿Cuaé ntas? —demandeé observando la pieza que teníéa en la mano. —Tres o cuatro, queríéan hacerlos salir. —Capturamos a uno, lo tenemos en el soé tano —dijo Salvatore—, es por ello que sabemos que


fue algo organizado por el clan irlandeé s, parece que Connan quiere recuperar a su hijita y ya que tué no tienes intencioé n de dejarla ir… —reprochoé , hostil. Di una mirada a Vinicius, indicaé ndole que nos dejara solos y espereé a estarlo antes de girarme hacia Salvatore. Coloqueé mi brazo en su cuello y lo recosteé contra la pared. Si bien eé l teníéa maé s mué sculo y habíéa servido en la parte oscura de la Sacra Familia durante mucho maé s tiempo que yo, ambos habíéamos tenido el mismo entrenamiento de ninñ os. Y yo era su jodido capo, y teníéa que mostrarme respeto frente a mis hombres, por muy enojado que estuviera. Sabíéa que Martha era lo maé s importante para eé l, sin embargo, eso no excusaba su accioé n. —¿¡Queé mierdas pasa contigo!? Nunca vuelas a hablarme asíé delante de uno de mis hombres por maé s molesto que esteé s o me encargareé de ensenñ arte por queé es que estoy a cargo. Aunque agarroé el brazo que presionaba contra su garganta, Salvatore no me atacoé y eso hablaba de su lealtad, asíé que lo solteé y eé l se alejoé inhalando con fuerza. —¡Esta vez pusiste a mi madre en peligro! —gritoé hacia míé. —¿Yo? —¡Síé, tué ! Te estaé s portando como un idiota. Foé llate a la maldita perra y envíéala de regreso a su padre o actué a contra O’Reilly… Seé doé nde estaé la madre de Cara, ese seríéa un golpe para Connan. —No atentamos contra mujeres. No hay honor en eso, es lo que nos diferencia de las malditas ratas irlandesas —expreseé severamente. —Entonces queé diablos hacemos con la hija del maldito Connan. —Estrategia, Salvatore… Tienes que confiar en míé, lamento lo de Martha, pero ella no estaba sola… Mis hermanos son todo lo que me queda de mis padres, no pensaba ponerlos en riesgo, penseé que era seguro para ellos estar aquíé, ademaé s, estaban rodeados de hombres, ¿coé mo carajo pasoé lo de la granada? —Afortunadamente, no estaban aquíé, quiero interrogar al hijo de puta que estaé en el soé tano. —Te sigo —contesteé dejaé ndolo pasar. Salvatore fue con su madre y yo con mis hermanos. Despueé s de hablar brevemente con ellos,


bajeé al soé tano, donde Fabricio estaba golpeando al hombre: ya habíéa perdido varios dientes y su cara empezaba a inflamarse. Salvatore ya se encontraba allíé. Fabricio y Rafaello se apartaron de nuestro reheé n, el hombre me observoé desde los zapatos hasta el peinado y luego se rio. —Asíé que eres tué el idiota que quedoé a cargo de la escoria italiana. —Vi a Salvatore empunñ ar sus manos, lo detuve y lo mireé unos segundos en silencio—. ¿Piensas mirarme toda la puta noche? El jefe va a hacerte papilla. —Me acerqueé a eé l, acuclillaé ndome para quedar a su altura y el imbeé cil me escupioé , eso lo hizo merecedor de otro golpe por parte de Fabricio, pero volvioé a reíér. Yo solo lo observeé —. ¿No piensas decir una palabra? No pienso decirte nada, ¿crees que tengo miedo? Matamos a tu puto padre. —Sus palabras hicieron hervir mi sangre—. Tu jodida madre pedíéa clemencia, pensaba que nos íébamos a detener por dos jodidos ninñ os… —Queríéa matarlo, pero en vez de eso sonreíé—. ¡¿De queé te ríées?! Vas a llorar tambieé n, ninñ o, vas a desear no haberte metido con lo maé s preciado para el jefe, no va a descansar hasta no tener a Cara de vuelta. Me gireé hacia Salvatore y eé l me extendioé uno de sus cuchillos —Gracias por la informacioé n. EÉ l hombre me miroé con confusioé n, antes de darme una sonrisa burlona. —Ya te he dicho, puto italiano, que no te direé una mierda. —Dijiste maé s de lo que crees. —Fue mi turno de sonreíér—. Me dijiste lo importante que es Cara para tu jefe… —Chasqueeé la lengua—. Hablaste… ¿sabes queé fue lo que me ensenñ oé papaé ? —Coloqueé el cuchillo en su cuello y vi su sonrisa—. A no ensuciarme las manos con ratas de poca monta como tué —. Le lanceé el cuchillo a Salvatore—. Todo tuyo, hermano. Subíéa las escaleras cuando escucheé el primer grito del hombre. *** Cara Corríéa por un laberinto, tratando de encontrar la salida; escuchaba una respiracioé n agitada a pocos pasos de míé, la desesperacioé n me llevaba a laterales cerrados, estaba segura de que nunca saldríéa de allíé. Al adentrarme en otra rama, desemboqueé en el centro del lugar, un sitio oscuro y nebuloso. Los pasos estaban maé s cerca, una figura grande y temible salioé por un camino frontal. Se


acercoé , no podíéa ver su rostro, la niebla me lo impedíéa. Me aferroé del cuello y una mirada de ojos selvaé ticos me atravesoé , tuve la certeza de que me iba a matar. Desperteé sobresaltada y banñ ada en sudor. Me habíéa dormido en la madrugada, sin saber a ciencia cierta cuaé les eran sus verdaderas intenciones. Teníéa que intentar huir otra vez, no podíéa dejar que la sombra oscura de Massimo Di Lucca devorara mi existencia. Estaba asustada de su intensidad, se notaba que era un hombre que siempre obteníéa lo que queríéa y ahora me queríéa a míé; con queé fin, era algo que aué n no entendíéa: si me hubiera querido forzar, ya lo habríéa hecho. De lo ué nico que teníéa certeza era de que sus planes respecto a míé no eran violentos, pero eso no significaba que no fuesen retorcidos, y yo no podíéa dejarme envolver por la tupida red de odio que anegaba el alma de aquel hombre. Teníéa que hacerle entender que yo no era la que habíéa disparado a sus padres, era un simple peoé n en esa tortuosa jugada. Me levanteé de la cama y mireé por la ventana, el cielo estaba despejado, pero la manñ ana estaba algo fríéa a pesar de que era plena primavera. Luego de arreglarme con unos leggins oscuros, unos Converse grises y un sueé ter de hilo, y agarrar mi cabello en un monñ o desordenado, salíé buscando la cocina. Teníéa hambre, desayunaríéa y luego me encerraríéa a componer y a meditar mi proé ximo escape. Escucheé unas voces infantiles en la sala. ¿Queé diablos…? El par de hombres a los que Massimo habíéa gritado el díéa anterior custodiaban a un ninñ o y una ninñ a de unos ocho o diez anñ os. ¿Quieé nes eran? ¿Estaríéan secuestrados? Apresureé los pasos y entreé enseguida a la sala. —Hola —saludeé inquisitiva. Los ninñ os no parecíéan asustados o nerviosos, pero tampoco yo lucíéa asíé y estaba allíé en contra de mi voluntad. —Hola —saludoé la chiquilla, que me miroé de arriba abajo. El chico, en cambio, me observoé embobado y sin modular palabra. —¿Estaé n bien? ¿Quieé nes son? ¿Estaé n aquíé contra su voluntad? Eran ninñ os, no podíéan ser culpables de nada tan atroz, si al senñ or Di Lucca le gustaba cobrar sus venganzas con los hijos de sus enemigos, iba a escucharme, no permitiríéa que lastimara a esos


dos pobres chicos. Los observeé , ellos se miraron sin decir palabra y fue el chico el que habloé , teníéa una tableta en su regazo. —Llevamos semanas encerrados… —soltoé indiferente. La ira bulloé en mi cuerpo y salíé de la habitacioé n refunfunñ ando. —¡Ese imbeé cil me va a escuchar! ¿Doé nde estaé ? —le pregunteé a uno de los hombres que veníéa por el pasillo. EÉ l senñ aloé con la cabeza una puerta. Tomeé una fuerte respiracioé n antes de aferrar la manija y entrar. Massimo estaba al teleé fono y al tiempo tecleaba algo en un computador. El lugar era coé modo y moderno, habíéa una biblioteca llena de libros, un par de sofaé s claros, un escritorio en metal y vidrio, y pinturas abstractas en las paredes. EÉ l lucíéa un traje de tres piezas, camisa azul clara y corbata de varios colores. Hablaba con alguien de alguna inversioé n y de que tocaríéa sobornar a algué n empleado gubernamental por una licencia de construccioé n. En cuanto reparoé en mi presencia, se quedoé miraé ndome con intensidad mientras yo me acercaba, furiosa. —¿Por queé diablos hay un par de chiquillos secuestrados en tu sala? Eres un grandíésimo… Massimo me pidioé silencio antes de cortar la llamada y dejar el moé vil encima del escritorio. —¿De queé mierda estaé s hablando? —inquirioé levantaé ndose de la silla del escritorio. —No te hagas el imbeé cil, estoy hablando del par de chicos que estaé n en la sala, estaraé n asustados y sus padres deben estar desesperados, eres un maldito cabroé n, secuestrar a una mujer hecha y derecha es una cosa, pero secuestrar unos ninñ os… —¿Quieé n te dijo que estaé n secuestrados? Caíé en cuenta de que ninguno de ellos me habíéa dicho que estuviera allíé en contra de su voluntad. Seguíé insistiendo. —El chico me dijo que llevan semanas encerrados. Sus padres deben… El rostro de Massimo se descompuso, se levantoé de la silla golpeando el escritorio con sus dos manos e inclinando el cuerpo hacia míé. —¡Claro que llevan semanas escondidos! ¿Sabes por queé ? —No dije nada, ni siquiera me movíé, esta faceta de Massimo me asustaba un poco—. ¡Sus padres, mis padres, estaé n muertos! — bramoé —. ¡Por culpa de tu maldito padre! Me quedeé pasmada y sin saber que decir. Por unos segundos, la habitacioé n se tornoé fríéa, como si un bloque de hielo hubiera aparecido en


la estancia. Massimo llevoé una de sus manos al puente de su nariz presionando con fuerza y luego la deslizoé por su cabello, observando el yeso blanco del techo como si implorara a alguna deidad divina por paciencia. Tragueé el nudo que teníéa en mi garganta antes de hablar. —Ellos son tus… tus… —¿Hermanos? … Síé, son mis hermanos y tuve que traerlos aquíé porque a tu padre no le bastoé con hacerlos testigos de la masacre que fue la muerte de nuestros padres, sino que envioé a un par de imbeé ciles ayer en la tarde a atentar contra sus vidas. Me lleveé una mano a la boca, sintiendo un peso en el estoé mago, y las laé grimas anegaron mis ojos. Intentaba comparar a mi padre amoroso con el hombre que Massimo decíéa que era. ¡No podíéa ser cierto! ¡Mi padre no seríéa capaz! Tragueé grueso una vez maé s mientras me limpiaba las laé grimas, porque no dejaríéa que ese cabroé n me viera llorar. Me alejeé y me dejeé caer en una silla. —¿Estaé s seguro de que fue eé l? —murmureé con voz quebrada—. Debes tener muchos enemigos. —Me envalentoneé —. Mi padre síé es un mafioso, síé hace cosas con las cuales no estoy de acuerdo, pero nunca involucraríéa a unos ninñ os en sus tortuosos planes. Massimo se aferroé el cabello una vez maé s y caminoé hasta apoyarse en la esquina del escritorio. —¿Crees que me tomo a la ligera los atentados y maé s si hay miembros de mi familia involucrados? Hay que ver que eres una ingenua. ¡Claro que fue tu padre! Uno de sus hombres estaba ahíé. —Devueé lveme con eé l. Acaben esta guerra absurda —dije en tono bajo. Massimo se incorporoé , se acercoé a míé y me aferroé de ambos brazos. —¡Nunca! Olvíédate de eso y entre maé s pronto te acostumbres a la idea de que me perteneces, seraé mejor para ti. Sus palabras me enfurecieron y me solteé de mala manera, trateé de abofetearlo de nuevo, pero eé l fue maé s raé pido. —Vuelves a hacerlo y te atendraé s a las consecuencias —murmuroé furioso. —No le pertenezco a nadie —sentencieé con conviccioé n. Se cernioé sobre míé y me levantoé con fuerza, nuestros rostros quedaron muy cerca y volteeé el míéo antes de caer en otro beso. EÉ l acaricioé mi cuello con su nariz, inhalando con fuerza y


hacieé ndome estremecer, lo que me hizo recordar el suenñ o de la madrugada: a lo mejor era un aviso del fin de mi existencia. Capítulo 16 Cara Estaba segura de que Massimo escuchaba los latidos de mi corazoé n que se dispararon en cuanto eé l me aferroé en sus brazos. —Cara —suavizoé el tono de voz y me alejoé unos centíémetros, los suficientes para verlo soltar una sonrisa depredadora—, no vas a ir a ninguna parte. Estaé s aquíé atrapada conmigo. Me pone duro que saques las unñ as. —Su aliento acaricioé mi oíédo, disolviendo algo caliente y hué medo en la base de mi estoé mago, me acaricioé el brazo y sonrioé al notar mi piel estremecida. Su olor me invadioé como sustancia letal, lo que ocasionoé una pesadez en medio de mis piernas. Oh, Dios, Massimo Di Lucca iba a ser mi muerte—. Me encantan estos preliminares. Apuesto a que debajo de esa maldita ropa estaé s hué meda por míé. —Ni lo suenñ es —contesteé nerviosa—. Tué y tu mundo no me atraen mucho. —Mala suerte para ti, porque estaé s sumergida de cabeza en eé l —ronroneoé sobre mi piel. No teníéa mucha experiencia con chicos y la sensualidad de Massimo era demasiado para míé. Lo imagineé rodeado de mujeres con mucha maé s experiencia y me di cuenta de que habíéa perdido el juicio, porque me atraíéa, y mucho, un hombre del bajo mundo que, ademaé s, me teníéa secuestrada. Si esta fuera una jodida historia, estaríéa enviando un mensaje equivocado a mis congeé neres, pero en lo ué nico en lo que pensaba era en el mordisco de los celos, por imaginarlo con otras mujeres maé s hermosas, maé s sofisticadas y con maé s experiencia que yo. —Te vas a rendir a míé tarde o temprano, y cuando te tenga debajo de míé, no te va a importar que mis manos manchadas de sangre acaricien tu cuerpo. Es una bobada que luches contra la atraccioé n, aquíé saltan chispas. Me obsequioé una mirada dura antes de bajar el rostro y comerme los labios. Nuestras bocas se abrieron y nuestras lenguas se tocaron, gemíé y enterreé los dedos en su pelo. Sentíéa su cuerpo firme,


la fuerza de sus mué sculos, el bulto de su excitacioé n. Su boca atacaba la míéa duro y sin piedad. Me aferroé las caderas y pegoé su ereccioé n a mi sexo. La friccioé n me teníéa a punto de derretirme, sus manos levantaron mi sueé ter y tocaron mis pechos, la punta de sus dedos se sintioé candente, firme y deliciosa, mientras se aprendíéa la forma y el contorno de mis pezones. Me arqueeé , necesitando estar maé s cerca. Massimo hizo un sonido de aprobacioé n que resonoé en su garganta cuando empezoé a frotar con su lengua en pequenñ os cíérculos uno de mis pezones, yo le acariciaba la cabeza pegaé ndolo maé s a míé. El miedo y las dudas estaban presentes, pero en ese momento no queríéa pensar, solo sentir, y eso era lo maé s loco de todo. Un golpe en la puerta nos sacoé de la neblina de deseo. Massimo levantoé el rostro sin soltarme. —¡Maé s vale que sea importante! —bramoé . —Massimo —habloé una vocecita. Me escabullíé enseguida. Massimo resoploé fuerte y se examinoé la ropa, soltoé una maldicioé n al observar la ereccioé n que sobresalíéa. Abotonoé la chaqueta del traje. —Ya te abro, principessa. El tono en el que llamaba «principessa» a su hermana era muy diferente al que usaba cuando me lo decíéa a míé, con la ninñ a el sarcasmo estaba ausente. Me sentíé maé s mortificada que nunca. Cuando levanteé la mirada, sus ojos esmeraldas se encontraron con los míéos, y se veíéa como lo que era… un hombre peligroso que era mi enemigo. Mierda, ¿queé me pasaba? Horrorizada por haber dejado que alguien como eé l me drogara con su hechizo cautivante, le di la espalda, porque en ese momento no deseaba estar en ningué n otro lugar y admitirlo no me hacíéa sentir mejor conmigo misma. Massimo abrioé la puerta y la ninñ a entroé como una tromba a la habitacioé n. Levantoé una ceja y miroé a uno y a otro. —¿Por queé estaé n sonrojados? —Hace calor —contestoé Massimo de forma apresurada agachaé ndose y quedaé ndose a la altura de sus ojos—. ¿Queé quieres, principessa? Observeé las facciones de la ninñ a, su cabello largo y oscuro, ligeramente ondulado, adornado


con unos pasadores de colores vivos. A pesar de la melancolíéa que vestíéa sus facciones, todo en ella era una proliferacioé n de colores sin orden ni concierto, me enternecioé la manera en que Massimo le acaricioé uno de sus tirabuzones. —Me prometiste unas clases de… —Síé, principessa, no lo he olvidado. La ninñ a perdioé intereé s en la respuesta para centrarse en míé. —¿Quieé n eres tué ? Massimo hizo que la ninñ a fijara su atencioé n de nuevo en eé l. —Ella no es nadie que te interese conocer… Me sentíé como un mueble. —Estaé aquíé y me imagino que tiene un nombre —retrucoé la chiquilla, que me gustoé en el acto —. ¿Es nuestra nueva ninñ era? —Massimo negoé con la cabeza—. ¿Una empleada? ¿Doé nde estaé Cossima? Me acerqueé a ella quedando al lado de Massimo. —Mi nombre es Cara, ¿y tué coé mo te llamas? —Chiara. ¿Sabíéas que mi mamaé estaé en el cielo junto a mi papi? —Lo siento mucho, Chiara. —Me agacheé tan pronto Massimo se levantoé y nos dio la espalda. De reojo observeé que guardaba documentos y una laptop en un maletíén de fino cuero, y me concentreé en la chiquilla—. ¿Te gusta la mué sica? —Síé, me gusta mucho toda la mué sica. —¡A míé tambieé n! ¿Tocas algué n instrumento? Ella negoé con la cabeza. —AÉ ngelo y yo íébamos a tomar clases de piano. Tomeé clases de ballet, pero no me gusta, me gusta correr y jugar, y quiero aprender a pelear para cuando vuelvan los hombres malos, proteger a mis hermanos. Escucheé un resoplido de Massimo y me levanteé . —Me parece muy bien, una chica tiene que aprender a defenderse igual que un hombre, si lo hubiera sabido antes, a lo mejor yo… —¿Sabes queé Cara es una violinista de mucho talento? —interrumpioé Massimo mi diatriba. —Yo quiero aprender a tocar violíén, Massimo toca el violonchelo, pero hace mucho tiempo que AÉ ngelo y yo no lo escuchamos. Levanteé la vista, sorprendida, y Massimo carraspeoé incoé modo. Vaya, vaya, asíé que Massimo Di


Lucca, un capo de la Sacra Familia italiana, era mué sico tambieé n. —Fue hace mucho tiempo, principessa. —No fue hace tanto. Le diste un concierto a mami por su cumpleanñ os. —Esto síé que es una sorpresa. Massimo se envaroé enseguida. —¿Por queé ? —dijo en tono fríéo y… ¿vulnerable?—. Principessa, ve con AÉ ngelo, ya voy a despedirme. —¿Cara se quedaraé con nosotros? —¡Oh, síé! Por largo tiempo, principessa —manifestoé Massimo en tono burloé n y yo quise volver a abofetearlo por la entonacioé n empleada. La chiquilla me miroé y con una sonrisa salioé de la habitacioé n. Sin la presencia infantil, Massimo me volvioé a arrinconar en una pared con ambos brazos a lado y lado de mi cabeza. —¿Por queé ? —preguntoé de nuevo. —¿Por queé queé ? —respondíé nerviosa sin dejar de mirar el brillo de sus ojos. —¿Por queé es una sorpresa para ti que toque un instrumento? ¿Porque soy mafioso? ¿Por queé porto un arma? Discué lpeme su alteza si con estas manos manchadas de sangre he osado tocar algué n instrumento solo digno de almas puras como la suya. Se alejoé de míé. —No lo dije por eso, claro que puedes hacerlo. No soy una esnob. —Eres de esos mué sicos acartonados que piensan que la mué sica claé sica es solo para mentes altruistas y elevadas. —No, nada maé s lejos de la realidad. Si quisieras conocerme no pensaríéas de esa manera. Me calleé de pronto. No le debíéa explicaciones a mi captor. La maldita líénea se estaba desdibujando. No, ya se habíéa desdibujado. —Claro que quiero conocerte, en muchos sentidos, aunque lo que quisiera conocer de ti en este preciso instante no tiene que ver con mué sica. Todo mi interior se contrajo ante la candente caricia de sus palabras. Odiaba sentir lo que sentíéa. Odiaba todo lo que eé l representaba. Odiaba mi deseo por sus besos y caricias. Massimo habíéa encendido una maldita hoguera en míé y no sabíéa coé mo hacer para apagarla, nunca habíéa estado tan vulnerable ante eé l. Ni siquiera cuando me amenazoé con pegarme un tiro el díéa que debíéa enviarle un mensaje a mi padre. El deseo me debilitaba. El cabroé n sonrioé como si adivinara todo lo que cruzaba por mi mente y una sonrisa triunfante adornoé su rostro.


Me enfurecíé. —¿No tienes nada maé s que hacer? ¿Ir a matar o extorsionar gente? ¿Visitar a algué n otro secuestrado? —No soy solo un gaé nster de poca monta. —Estaé s lejos de ser un ciudadano normal que respeta la ley. —Igual que la familia de la que vienes. —No juegas segué n las reglas —dije haciendo caso omiso a su comentario. —¿Las reglas de quieé n? —peguntoé con diversioé n. —Las reglas de la gente de bien —solteé con rudeza. —No te confundas, Cara. Otro díéa te ilustrareé un poco maé s sobre la gente de bien de la que hablas. —Hizo un gesto de fastidio, no entendíéa como un hombre tan despiadado podíéa ser tan guapo, su mirada me atravesaba ocasionaé ndome cosas que no queríéa sentir—. Mi guerra no es solo en la jodida calle, se me da muy bien pelear mis batallas en una sala de juntas, es mucho maé s productivo, ya que saber coé mo mover el jodido dinero es maé s letal que cualquier arma. Puedo arruinar a hombres en horas y sin disparar una maldita bala. Hizo una reverencia burlona y salioé dejaé ndome sola en la habitacioé n. Lo odieé maé s que nunca porque eso que sentíéa se llevaríéa al traste todo mi futuro, porque si salíéa viva de esta situacioé n, Massimo Di Lucca estaríéa en mi vida de manera irrevocable, ya fuera en persona o en mis recuerdos. Mi existencia ya no seríéa la misma. *** Massimo Mientras conducíéa hacia la oficina, penseé en Cara y en lo que afectaríéa a mis hermanos su presencia. Mis hombres no podíéan dejar de vigilarlos un solo instante. Chiara y AÉ ngelo estaban acostumbrados a vivir rodeados de soldados. Con todos los nuevos cambios preferíéa tener un par de ojos siempre sobre ellos, quizaé con el tiempo todo se apaciguaríéa, pero estaba seguro de que tendríéa que batallar mucho para llegar a hacer el cambio que papaé queríéa y que empezoé a construir cuando sostuvo a su primer hijo en brazos. Era mi trabajo hacer “legal” lo ilegal. Y para eso, mi padre habíéa hecho buenos amigos haciendo favores grandes y cobrando favores aué n maé s grandes. AÉ ngelo no haríéa su juramento hasta los dieciocho anñ os, cuando decidiríéa si ayudarme con la


Sacra Familia o con el conglomerado, en esta organizacioé n ser “criminal” no era una obligacioé n, era una cuestioé n de amor y de responsabilidad con nuestros antepasados. AÉ ngelo solo asumiríéa mi lugar si moríéa y no pensaba morir pronto. Solo esperaba que Cara no fuese un problema para los ninñ os o que los utilizara de alguna manera para poder escapar. Sabíéa que no les haríéa danñ o, su preocupacioé n por ellos fue patente cuando entroé furiosa a mi despacho. Aparqueé el auto en mi lugar en el soé tano del edificio donde funcionaban las oficinas del conglomerado, teníéa una reunioé n con el Departamento de Finanzas para las once, lo que me daba muy poco margen de tiempo para dedicarme al trabajo acumulado. Tomeé el ascensor privado que me condujo hasta el piso maé s alto, donde estaban las oficinas de Luxor Company. Teníéamos inversiones en el sector automotor, editorial, textil y de la lana, vinos y un pequenñ o equipo de futbol italiano que dejaba buenos dividendos; ahora queríéa incursionar en energíéa eoé lica y para ello habíéa contratado a William Dash, director general de Tehachapi Pass, el maé s grande productor de esa energíéa en el paíés. El ascensor se detuvo en la planta alta y salíé de eé l. Me acerqueé a mi secretaria para decirle que me pidiera algo para almorzar de mi cafeteríéa predilecta, ademaé s de advertirle que no debíéa molestarme a menos que el mundo se estuviera acabando. Nino y Fabiano tendríéan un ojo en cada ninñ o y los dos en Cara. Una vez me senteé detraé s del computador, mi vida entera se enfocoé en trabajo. —A partir de enero de 2017, la capacidad total instalada de generacioé n de placa de energíéa eoé lica en los Estados Unidos fue de 82,183 megavatios. Esta capacidad solo es superada por China y la Unioé n Europea. Hasta ahora, el mayor crecimiento de la capacidad de la energíéa eoé lica fue en 2012, cuando se instalaron 11 895 watts, lo que representa el 26.5% de la capacidad de energíéa nueva —dijo Wills—. En Tehachapi Pass tenemos una capacidad de 1548 watts. GE Power es el mayor fabricante de aerogeneradores domeé sticos. Mireé la pantalla de mi celular y abríé el icono del circuito de caé maras cerradas del departamento. La sala estaba vacíéa, paseé a la caé mara de la habitacioé n de Cara, pero la estancia


tambieé n estaba desocupada. Levanteé la mirada, viendo a Wills explicarle a uno de nuestros socios lo importante que seríéa para nosotros invertir en ellos. Los cinco hombres que me acompanñ aban estaban atentos a lo que el hombre decíéa, incluso el portavoz de Donato. Me lleveé un dedo a la oreja activando el sonido del manos libres, un pequenñ o aparato que era casi imperceptible, e inmediatamente escucheé risas, asíé que navegueé por las caé maras hasta encontrar a Cara en la cocina junto con mis hermanos del otro lado de la isla. Nino y Fabiano estaban cerca, pero no lo suficiente como para intervenir en lo que sea que hicieran. Mireé otra vez hacia Wills, la sala estaba a oscuras mientras eé l senñ alaba imaé genes en el proyector. “¿Queé estaé n haciendo?”, le di enviar al mensaje, y Nino contestoé raé pidamente. “Galletas o torta de chocolate”. Espereé lo siguiente que iba a decir: “Retiramos de su alcance todos los elementos cortopunzantes y nos encargamos de dejar nuestra arma de dotacioé n a la vista, la perra irlandesa no haraé nada si no quiere llevarse un tiro de gracia”. Referirse a Cara como una perra hizo que mi estoé mago se retorciera. “No actué en precipitadamente”, contesteé , “y no vuelvas a llamarla perra, si no quieres tus bolas de monñ o”. “Síé, jefe”. —¿Estaé de acuerdo, senñ or Di Lucca? —Levanteé la mirada una vez maé s desatendiendo mi celular. McLaren estaba observaé ndome con el cenñ o fruncido, paseé la mano por mi rostro y las luces volvieron a encenderse, todas las miradas estaban puestas en míé. —Esta es una inversioé n importante para nuestra empresa, hay millones de doé lares en juego, no voy a tomar una decisioé n hasta no tener un anaé lisis serio y verificado sobre el entorno políético, ecoloé gico, social y, sobre todo, tributario de este negocio. —Todo estaé en la carpeta que les he dado con anticipacioé n —respondioé Wills—, ademaé s, envieé una copia a sus correos con todos los datos que ha solicitado, senñ or Di Lucca. —Revisareé los informes y tendremos una respuesta a final del mes. —Me levanteé , cerrando el botoé n de mi chaqueta y extendíé la mano hacia Wills. Tendríéa la respuesta mucho antes, este era un negocio de ganar-ganar, pero siempre me gustaba hacer sudar un poco al directivo frente a míé—.


Tengo una videoconferencia con una empresa mexicana en media hora, asíé que me disculpo y me retiro. Trabajeé hasta tarde los siguientes díéas. Entre la empresa, los clubes, la reconstruccioé n de Purgatory y mis hermanos, el tiempo se habíéa reducido. Estaba viviendo una doble vida, intentaba llegar a cenar con los chicos, pero casi siempre los encontraba dormidos; a Cara tampoco la veíéa, la luz de su habitacioé n siempre estaba apagada y no salíéa en las manñ anas a compartir el desayuno conmigo. Los vigilaba a los tres durante el díéa, por medio del programa de seguridad del departamento, afortunadamente, siempre estaban haciendo algo con Cara, pintar, bailar, hornear. La ué nica vez que llegueé temprano a casa tuvimos un problema en el club y tuve que ir a solucionarlo. Tendríéa un descanso de fin de semana, lo necesitaba, y mis hermanos tambieé n; habíéa dejado a Salvatore a cargo de los clubes y a Donato de los ancianos, que seguíéan pidiendo una reunioé n conmigo. Todos teníéan terminantemente prohibido llamarme a no ser que fuese algo muy grave. El apartamento estaba en penumbras cuando llegueé . Nino y Fabiano acababan de marcharse, y Luciano y Vittorio estaban relevaé ndolos. —¿Los chicos? —pregunteé , aunque ya sabíéa la respuesta. —En la habitacioé n, jefe, hace un rato los revisamos, la irlandesa no estaba con ellos, pero estaban viendo una pelíécula. —Uno de ustedes vaya abajo con el conserje, necesito que le hagan un períémetro al edificio. —¿Sucede algo, senñ or? —preguntoé Nino en alerta. Negueé con la cabeza. —Solo quiero que se mantengan alerta, no sabemos si tenemos que resguardarnos de otro ataque. —Queríéa quedarme solo—. Fabiano, queé date afuera. —Síé, senñ or. Espereé a que ambos soldados salieran y me quiteé la chaqueta, desanudando mi corbata mientras caminaba hacia la habitacioé n que ocupaban los ninñ os. Necesitaba muebles acordes para ellos, o, como habíéa sugerido Donato, vivir en la antigua casa de mis padres. Martha le dijo a Donato que Chiara y AÉ ngelo necesitaban volver a su entorno, tambieé n le habloé de las pesadillas y de coé mo el


televisor de la habitacioé n siempre estaba encendido. Abríé la puerta y, como las anteriores noches, estaban dormidos en el centro de la cama, el televisor estaba encendido y por la pantalla pasaba una caricatura japonesa. No lo apagueé . AÉ ngelo me habíéa dicho la primera noche que no lo hiciera. “El ruido silencia los disparos”, dijo cuando intenteé apagar el aparato. El ruido silenciaba los disparos, disparos orquestados por el hombre que habíéa matado a nuestros padres, el mismo hombre que era el padre de la mujer que teníéa retenida en contra de su voluntad. ¡Mierda! Se suponíéa que esa no teníéa que ser mi vida, no aué n. Por un momento quise volver el tiempo atraé s y dejar todo en manos de papaé , no ser líéder, no ser CEO, solo ser yo. Habíéan pasado solo cinco semanas, pero parecíéa una eternidad desde que mi padre habíéa muerto. Salíé de la habitacioé n en silencio. La luz en el cuarto de Cara estaba apagada, por lo que supuse que estaríéa dormida, era maé s de media noche. Camineé en direccioé n al bar con la intencioé n de servirme un trago, pero al final me desvieé hacia la cocina, abríé el refrigerador y tomeé una cerveza antes de caminar hacia el balcoé n. Reposeé mis codos en la repisa y lleveé la lata a mi boca mientras pensaba que quizaé era mejor para los ninñ os volver a su lugar seguro, como habíéa dicho Martha, volver a casa, aunque ni siquiera sabíéa si podríéa vivir allíé sin mi madre presente. Tan perdido estaba en mis pensamientos que no sentíé a Cara hasta que no habloé junto a míé. —Chiara lo guardoé para ti —dijo, tendieé ndome un muffin de chocolate. La observeé , teníéa una de los pijamas de seda que la hermana de Salvatore habíéa comprado para ella—. Tuvimos un pequenñ o problema con nuestra torta, asíé que hicimos muffins para no perder la cobertura. Tomeé el pastelito de sus manos. —Gracias. ¿Quieres? —Le ofrecíé la lata y ella se la llevoé a los labios. —Parecíéas pensativo. Observeé Chicago, las luces a la distancia y luego me lleveé el muffin a la boca y saboreeé el betué n de chocolate. —Estaé bueno —murmureé y me lleveé otro pedazo a la boca—. De hecho, estaé muy bueno. —Yo… Tienes un poco de betué n… —Su voz se tambaleoé .


—Deberíéa matarte de una buena vez —susurreé , atormentado, acercaé ndola a míé—. Hacer pagar a tu padre cada disparo en contra de la vida de mis padres de una vez por todas. —Entonces maé tame. —Sus ojos brillaron y la vi tragar grueso—. Maé tame o deé jame ir, solo tienes dos opciones, decíédete por una. —No, sabes que no puedo matarte, no quiero que mueras; lo sabes o no andaríéas por mi casa tan tranquila, compartiendo tiempo con mis hermanos; pero tampoco voy a dejarte ir… Solteé la lata y atraje su cuerpo hacia el míéo, nuestros labios se amoldaron raé pidamente y enmarqueé su rostro con las manos, mientras la instaba a abrir la boca para míé, y saboreaba la cerveza en su paladar. Cara jadeoé sobre mis labios cuando la apreteé contra míé, sus manos apretaron mi pecho y me empujaron con suavidad. —No… No puedes —retrocedioé —. No vuelvas a hacerlo. Entroé al departamento queriendo huir de míé, pero no lo iba a permitir. Camineé detraé s de ella y la alcanceé en el pasillo a su habitacioé n, tomeé su mano y volvíé a atraerla hacia míé capturando sus labios de nuevo. Se resistioé esta vez removieé ndose entre mis brazos, pero no claudiqueé , seguíé besaé ndola con fuerza hasta que dejoé de resistirse, hasta que sus manos se cinñ eron a mis hombros y se deslizaron a la parte baja de mi cuello. Movíé mi boca por su mejilla hasta el loé bulo de su oreja, hacieé ndola gemir entrecortadamente; una de mis manos tomoé su barbilla y desliceé la lengua por su cuello antes de volver a su boca, morder su labio inferior y recostarla contra una de las paredes. —No puedo matarte, no quiero matarte… —masculleé con la respiracioé n acelerada y la polla tan dura como un jodido mazo. —¿Entonces queé quieres? —murmuroé ella inhalando con fuerza mientras mi pulgar acariciaba sus labios henchidos por mis besos. No dije nada, en cambio volvíé a besarla y esta vez no se resistioé , llenoé de jadeos el corredor mientras sus pezones tallaban mi pecho, y una de mis rodillas separaba sus piernas y se apoyaba contra el centro de su placer. Le solteé la barbilla y roceé sus brazos hasta bajarle los tirantes del pijama y acariciar uno de los pezones oscuros que coronaban sus pechos. Cara jadeoé y su cadera se sacudioé contra mi rodilla, mi mano libre vagoé hasta acariciar la tierna piel de su cintura. Estaba deseoso, queríéa llevarla a mi cama, abrir sus piernas y sumergirme en su sexo hasta


recuperar la jodida cordura o perder lo poco que me quedaba de ella. Mis dedos se escurrieron hasta la orilla de su tanga, traspasando la barrera del elaé stico y acariciando la cima de su sexo; sentíé mi miembro retorcerse en los pantalones y tomoé todo de míé coordinar manos, boca y piel… Cara tiroé de mis cabellos al tiempo que dos de mis dedos se ahogaban dentro de ella, humedecieé ndose. Beseé su barbilla mientras me sumergíéa en su resbaladizo y caé lido interior. —Massimo… —Síé, nena... Mordíé con suavidad su clavíécula mientras empezaba a penetrarla con un poco maé s de fuerza, observaé ndola. Teníéa los ojos cerrados y sus labios entreabiertos murmuraban al tiempo que tiraba de míé. La suspendíé llevando mi boca a su pezoé n endurecido y succionando de eé l como un ninñ o. Deseaba tanto remplazar mis dedos por mi miembro que gritaba por libertad, pero me mantuve ahíé daé ndole placer hasta que todo su cuerpo tembloé y se corrioé , gimiendo mi nombre con fuerza. Capítulo 17 Cara Me lo habíéa buscado, no podíéa echarle la culpa a eé l de lo ocurrido, ni salir corriendo como damisela en apuros; apenas podíéa respirar y estaba segura de que las piernas no me responderíéan. No queríéa abrir los ojos y ver el brillo de satisfaccioé n en su mirada, no deseaba pensar y que algo arruinara el momento maé s apasionado de mi corta vida. “Apasionado” sonoé a novela romaé ntica, era ridíéculo, porque la situacioé n no teníéa nada de romaé ntica. Massimo me deseaba como a cualquier mujer que se le atravesara en el camino, asíé fuera con el pretexto de ofrecerle un cupcake. Me negaba a sentirme pateé tica. Podíéa sentir su excitacioé n que, como espada ardiente, quemaba allíé donde rozaba. Escucheé su respiracioé n erraé tica y coé mo pronuncioé sobre mi piel algo que no entendíé: “Sarai la mia perdita”. Percibir los dedos de Massimo acariciando mi mejilla y descendiendo hasta la curva del cuello, despueé s de haber estado en mi sexo, me mortificoé mucho y aguanteé las ganas de llorar. No queríéa salir de esa burbuja y teníéa muchos deseos de ir maé s allaé , deseaba que me llevara a su


habitacioé n y me desnudara, moríéa por ver su cuerpo desnudo, por acariciar su miembro y darle placer, queríéa refundirme en la misma satisfaccioé n que me habíéa brindado segundos atraé s, no una o dos veces, sino hasta que no aguantara maé s. No seé queé esperaba cuando salíé de mi habitacioé n al escuchar sus pasos, o a lo mejor síé lo sabíéa, lo que no esperaba era esta invasioé n carnal tan intensa. Yo no era virgen, pero lo ocurrido hacíéa pocos instantes no lo habíéa experimentado nunca. —Abre los ojos, Cara. Negueé con la cabeza. Massimo me besoé en las mejillas. —No puedes responder a mis besos y esperar que no desee ir maé s allaé . Abríé los ojos de golpe. —No podemos. Su expresioé n estaba lejos de mostrarse jactanciosa por mi claudicacioé n, me miraba como no me habíéa mirado nadie en mi vida, fue una expresioé n parecida a la que me dio el díéa del concierto, cuando cruzamos los ojos por primera vez. —Tu cuerpo dice otra cosa, vamos, Cara, ¿queé tienes que perder? —carraspeoé incoé modo, algo raro en eé l. Quise decirle que perderíéa mucho maé s que eé l, estaba segura de que moriríéa y no por una maldita bala, seríéa una muerte a todo en lo que habíéa creíédo hasta ese momento. Seríéa una muerte a mis convicciones y suenñ os. Cerraríéa la puerta a mi antiguo mundo para entregar mi confianza y corazoé n a un hombre atormentado por culpa de una venganza. Síé, teníéa mucho que perder, pero deseaba tanto dejarme llevar... —Si fueé ramos otros… —dije con nostalgia. —No estaríéas aquíé, nuestros caminos nunca se hubieran cruzado. —Eso no puedes saberlo. El brillo de sus ojos me recordoé el color de la hierba recieé n cortada. Massimo teníéa mirada felina, me asustaba la ausencia de miedo en su expresioé n, ni siquiera el díéa del ataque al club, cuando uno de sus soldados moríéa en sus brazos, perdioé la compostura. Su expresioé n en ese momento destilaba poder, peligro, pasioé n y mucha destreza sexual. No podíéa caer, no asíé, no hasta ver algué n gesto de humanidad, algo que delatara su verdadera naturaleza; si le iba a vender mi


alma al diablo, lo haríéa bajo mis reglas, nunca con las de eé l. El gesto de sus ojos cambioé , como si quisiera atravesarme y ver en mi interior. —Quisiera saber queé diablos pasa por tu cabeza. Sonreíé en medio de mi desconcierto. —Deja algo para míé, Massimo Di Lucca. El turno de sonreíér fue de eé l, llevoé los dedos a su nariz y aspiroé mi aroma. El sonrojo me invadioé , como si con ese gesto pudiera borrar lo ocurrido. Cerroé los ojos unos momentos y habloé con algo maé s de autoridad, su tono me provocaba un estremecimiento en la nuca, como si aué n me estuviera acariciando con sus manos, con su boca, con su caé lido aliento. —Las cartas estaé n sobre la mesa, la partida es tuya, aunque me temo que eres una jugadora precavida. Me alejeé de eé l y ajusteé el lazo de mi pijama. —Lo nuestro estaé condenado por lo ocurrido a tus padres y por tenerme aquíé en contra de mi voluntad, pero tengo la esperanza de que sea un malentendido y quiero creer que no fue eé l el que acaboé con sus vidas, porque si eso es verdad, ese hecho estaraé en medio de esto que ni siquiera seé queé quieres que sea. Massimo me dio la espalda y se jaloé el cabello con ambas manos. Cuando se volteoé , su mirada era la del hombre peligroso. —¡¿Crees que no lo seé ?! —gritoé —. ¡Si estuvieé ramos en otras circunstancias haríéa todo diferente! En este momento mi alma es un campo de batalla, Cara, mi parte vengativa quiere sangre, quiere retorcerte el cuello y llevar tu cuerpo sin vida a los pies de tu padre. — Palidecíé y empeceé a temblar cuando Massimo me acercoé de nuevo a eé l—. Pero me encuentro con tu mirada, o tu risa, esa que le das a mis hermanos y solo quiero aferrarte a míé y apoderarme de cada pedazo de tu cuerpo y de cada rincoé n de tu alma —gesticuloé con rabia y me soltoé . Esa admisioé n me dijo maé s que todo lo que habíéa querido saber en díéas anteriores y me acerqueé de nuevo. Algo dentro de eé l se negaba a hacerme danñ o y eso era una victoria para míé. —Massimo… Seé que podríéas ser mejor persona si quisieras. EÉ l alzoé ambas manos, impidiendo que me acercara maé s. —No, no te equivoques, no busques en míé cualidades que no tengo, soy un hijo de puta con


todas sus letras y si no quieres terminar en mi cama, mejor vete a tu habitacioé n y no salgas… No tientes tu suerte. —Bajoé la mirada, negoé con la cabeza varias veces y se alejoé de míé como si se hubiera quemado—. Mejor me largo yo. Los díéas siguieron su curso. AÉ ngelo apenas me dirigíéa la palabra y yo no podíéa entender por queé , me preocupaba que hubiera escuchado algué n comentario sobre míé. Esa tarde decidíé convidarlos a armar un rompecabezas ya que habíéan declinado mi invitacioé n a hacer galletas, pero el chico se negoé , se sentoé enfurrunñ ado en el sofaé y encendioé la consola de juegos. Mientras Chiara organizaba las fichas por colores, me acerqueé a eé l. —¿Queé te pasa? EÉ l apenas parpadeoé y se negoé a devolverme la mirada, y mucho menos a hablarme. —Vamos, AÉ ngelo… —Quise tocarle el cabello, consolarlo de alguna forma. —¡Deé jame en paz! —exclamoé tirando el control—. Por tu culpa no puedo utilizar el iPad ni el moé vil. No seé queé mierda hiciste para estar aquíé encerrada con nosotros y no me importa mientras pueda tener mis cosas. Nunca tuvimos que estar tan encerrados, ni siquiera podemos entrar a tu habitacioé n, me dijo Adriano, porque ellos no vigilan esa aé rea. Solo mi hermano, ¿queé diablos le hiciste? —No maldigas —lo reganñ oé Chiara, que se acercoé a nosotros y vio mi gesto—. Pusiste muy triste a Cara. —Quiero ir a casa, quiero volver a mi cuarto, quiero… —Su voz se cortoé y negoé con la cabeza tomando de nuevo el control como arrepentido de su exabrupto. —Te entiendo maé s de lo que imaginas. Me sentíé culpable por los reclamos del AÉ ngelo, por lo visto los chicos ignoraban quieé n era mi padre y quieé n era yo. Massimo y sus hombres me teníéan muy vigilada y me sorprendioé saber que solo Massimo teníéa acceso a la caé mara de mi habitacioé n. Pero de pronto lo entendíé todo. Lo del moé vil habíéa sido tres díéas atraé s, cuando eé l lo habíéa dejado sobre la encimera de la cocina despueé s de hornear unas galletas y que Cossima los enviara al banñ o. Estaba sola en la cocina y vi mi oportunidad, aun asíé, ni siquiera pude hacer una llamada; Adriano entroé y me quitoé el aparato de las manos antes de siquiera decidir a quieé n llamaríéa.


No sabíéa queé hacer, mi vida transcurríéa en un limbo. Llevaba poco maé s de cuatro semanas secuestrada, pero me sentíéa tan distinta a la joven que habíéa tocado el violíén la noche del concierto, hasta mis acordes y composiciones se escuchaban sombríéas. Afilada y vulnerable, estaba segura de que, si Massimo me volvíéa a tocar, mi vulnerabilidad le abriríéa las puertas de mi corazoé n, pero no sin antes rasgarlo a eé l con mi filo, y eso me brindaba un poco de satisfaccioé n, pues a pesar de estar encerrada en sus dominios, teníéa la certeza de que ejercíéa algué n extranñ o poder sobre eé l. Mi cuerpo vibraba de vida cuando en la noche oíéa pasos por el pasillo que pasaban de largo, y mi orgullo me impedíéa ir tras eé l. Cuando iba a la cocina y escuchaba el nombre de Massimo a alguno de sus hombres, teníéa el presentimiento de que me huíéa. En la noche sonñ aba con agua, con piscinas, con susurros y me levantaba con un anhelo sin nombre… No, eso no era cierto, mis ansias síé teníéan nombre: estaba excitada, ya ni me reprendíéa por sentirme atraíéda por un hombre en unas circunstancias tan nefastas, síéndrome de Estocolmo o no, el deseo estaba allíé. Mentiríéa si dijese que no estaba asustada, pero habíéa algo, quizaé su mirada, que me hacíéa temblar por completo o el hecho de que mi cuerpo se volviese de arcilla cuando eé l lo tocaba, como un alfarero moldeando a su favor. Ya habíéa oscurecido cuando salíé de la habitacioé n. Con AÉ ngelo molesto, solo pasaba mi díéa con Chiara, pero hacíéa rato la ninñ a se habíéa despedido e ido a su habitacioé n, sabíéa que Massimo habíéa llegado a casa, porque siempre reinaba una especie de tensioé n por todo el lugar cuando eé l estaba. Teníéa que solucionar mi relacioé n con AÉ ngelo, por lo que decidíé que era mejor pedirle a Massimo que le devolviera su tableta. Camineé hacia el estudio, pero una voz femenina me hizo detenerme antes de tocar la puerta. —Dos veces, Massimo, me has dejado plantada en el hotel, no entiendo por queé no nos podemos reunir aquíé, ¿por queé hay tantos hombres en las puertas, abajo, y en la sala? ¿Ocurrioé algo? Reconocíé la voz de la mujer, ronca y con acento surenñ o, y por su tono me di cuenta de que estaba furiosa.


—Angeé lica, mis hermanos estaé n viviendo aquíé conmigo, no pretenderaé s que tenga sexo contigo cuando ellos estaé n a un par de puertas. Ademaé s, no puedo salir corriendo cada vez que tué lo deseas. Mi vida ahora es complicada, tengo muchas obligaciones que cumplir. —Hace un par de semanas teníéas las mismas obligaciones y, sin embargo, sacabas tiempo para míé. —Linda, no me gusta el cariz de tus reclamos, te lo repito, tué y yo no somos exclusivos, haznos un favor, vuelve a casa con tu esposo y deé jame en paz. —¡No te atrevas a nombrar a Parker! —¿Por queé ? Siempre ha sido el jodido elefante en esta relacioé n, desde que te casaste con eé l. A lo mejor ya va siendo hora de pasar paé gina. Enseguida el tono de voz de la mujer cambioé a uno asustado. —No, mi amor, lo que tenemos es especial… —No puedo darte maé s de lo que hay, Angeé lica, las cosas estaé n asíé. —Mi amor… —Tengo una reunioé n en pocos minutos, vete a tu casa, odio los reclamos y lo sabes. —¿Hay otra? ¿Es eso? Escucheé un resoplido de Massimo. —No es de tu incumbencia. —Eres míéo, Massimo Di Lucca. —Te equivocas, linda, no le pertenezco a nadie y mucho menos a una mujer que ya estaé comprometida. No me hagas decirlo una vez maé s, vete a casa y desempenñ a el rol que escogiste. —Siempre vuelves, a lo mejor no estareé para ti cuando lo hagas. —Seraé mi peé rdida entonces. La habitacioé n quedoé en silencio y escucheé el taconeo de la mujer. —Mi amor, no peleemos maé s, no me gusta discutir contigo, te extranñ o mucho. Percibíé el chirrido de una silla, y luego suspiros y sonido de besos. —Te esperareé el tiempo que necesites, soy tuya, Massimo. No quise seguir escuchando y camineé furiosa hasta mi habitacioé n. Conocíéa a la zorra de Angeé lica Williams, su esposo era tíéo de Daniel, el chico con el que habíéa salido el verano anterior, incluso habíéa cenado en su casa. La bilis amarga de los celos amenazaba con ahogarme, tireé la puerta de mi habitacioé n, furiosa con el mundo y conmigo misma: ese era el hombre que me habíéa besado y tocado en díéas pasados, no deberíéa interesarme, pero me importaba. Se suponíéa que lo que hiciera con su vida no tendríéa que ser de mi incumbencia.


Camineé por la habitacioé n sintieé ndome impotente. ¿Por queé diablos estaba celosa? Lo imagineé tocando a esa mujer, asíé como me habíéa tocado a míé, y tuve el impulso de hacer una escena… Negueé con la cabeza y me detuve en el espejo observaé ndome con detenimiento. Estaba paé lida y segura de que seguíéa perdiendo peso a pesar de que trataba de alimentarme bien. Me deshice de la trenza, y comenceé a cepillarme el cabello, hasta que me detuve abruptamente. ¿Por queé diablos me importaba lo que Massimo hiciera? No lo sabíéa. Era enloquecedor estar marcada por acontecimientos que se salíéan de mi control. Desde que habíéa llegado a esa casa me cambiaba de ropa en el banñ o, porque no queríéa exponerme a la maldita caé mara en mi habitacioé n, sin embargo, esa noche, maé s tarde de lo ocurrido en el estudio, me desabrocheé la blusa y la dejeé sobre una silla. Llevaba una camisilla debajo, que empeceé a subir por mi torso, recordeé el calor de la mirada de musgo de Massimo y dejeé de nuevo la camiseta en su puesto. Me inclineé y revolvíé mi cabello, daé ndole volumen con los dedos, y luego me lo echeé sobre los hombros, algunos rizos cayeron por los lados de mi cara. Me puse un poco de brillo en los labios y me quiteé la camiseta, movieé ndome con sensualidad. Me gustoé la imagen que me devolvioé el espejo, fresca, seductora y sensual. El sujetador era blanco, de encaje. Me acaricieé los pechos sin dejar de observarme, imaginando que eran las manos de Massimo, podíéa sentir el calor que irradiaba su mirada, sus dedos deslizaé ndose por mi abdomen para despueé s acariciar mis pechos, sopesando su tersura y su peso. Vislumbreé su respiracioé n acelerada contra mi piel, mientras su boca me recorríéa el cuello y los hombros. Desabrocheé el botoé n del jean y bajeé la cremallera, dejando caer lentamente la prenda por mis muslos mientras evocaba su mirada, delineando surcos de fuego por mi piel. Me quiteé las medias de lana y luego cerreé los ojos y desliceé una mano por entre mi ropa interior, imaginando a Massimo frente a míé dispuesto a complacerme, mientras la otra mano acariciaba mis pechos. No era capaz de desnudarme del todo, a pesar de que, iroé nicamente, hacíéa eso porque sabíéa que eé l


seguramente estaríéa vieé ndome. Respireé profundamente, dejando de pensar, y jugueteeé con mi sexo, imaginando su boca en medio de mis piernas, su nariz olfateaé ndome, sus dedos recorrieé ndome, el deseo latíéa en mi cuerpo, pesado, ardiente, imaginando sus atenciones a mi sexo congestionado y caliente. Abríé los ojos y me sorprendíé con la mirada que me dio el espejo, era una mujer de aspecto lujurioso. Justo como lo deseaba, esperaba que eé l estuviera monitoreando cada lugar de mi cuerpo, asíé que camineé hacia mi cama, me recosteé sobre la colcha y abríé las piernas, acariciaé ndome por encima de las bragas. Mi mente se enfocoé en Massimo, en lo que eé l haríéa, en coé mo eé l me tocaríéa, en coé mo se sentiríéa su peso sobre míé, su intrusioé n y su ritmo, en cada caricia que me daba lo imaginaba entrando y saliendo de míé, y me preguntaba si seríéa un amante paciente y suave o ardiente y voraz. Me toqueé con maé s ahíénco mientras cerraba los ojos y lo veíéa detraé s de mis paé rpados, sintiendo que el placer me llevaba cada vez maé s cerca del nirvana, mientras mis gemidos aumentaban en la medida de mi roce. Mi orgasmo, una catarata interminable de sensaciones, llevoé su nombre. Me costoé un par de minutos recuperarme, estremecida en sensaciones me levanteé y entreé al banñ o, de donde salíé rato despueé s con el cabello recogido, para encontrar a Massimo sentado en el silloé n diagonal a la cama, miraé ndome con ojos desencajados y ardientes. Mi pulso se aceleroé de anticipacioé n. Despueé s del espectaé culo que habíéa dado, me negaba a mostrarle verguü enza o arrepentimiento. —Sueé ltate el cabello —ordenoé con una voz profunda que rozoé suavemente mis terminaciones nerviosas, como una caricia lenta y vibrante. Sin dejar de mirarlo, obedecíé. Cuando el pelo cayoé como un manto por mi espalda, eé l se levantoé y me rodeoé como un animal salvaje. —Massimo… EÉ l negoé con la cabeza. —Desnué date. Capítulo 18


Massimo Mi voz se escuchoé llena de deseo, incluso para míé. La visita de Angeé lica habíéa sido completamente inesperada, tras haber tenido que cancelar nuestros dos ué ltimos encuentros debido a mis obligaciones. En el pasado hubiese estado muy molesto, ahora teníéa demasiado trabajo para notarlo, sin embargo, estaba a punto de explotar por el numerito de Cara daé ndose placer a síé misma. Me teníéan ocupado las nuevas rutas de contrabando en las que los Bastardos, el club de motociclistas, entraríéan mercancíéa a la ciudad, cuando Cossima llegoé anunciando que se iríéa. El departamento estaba en silencio, por lo que reviseé a los chicos por el sistema de video, y estaban dormidos. Entonces fue cuando una parte de míé me llevoé a la habitacioé n de Cara. Y ahíé estaba ella, daé ndose placer. No pude evitar observar la escena que se reproducíéa, queríéa creer que lo estaba haciendo para míé; mi pantaloé n se estrechoé ante la idea y una vez que la vi desplomarse en su cama, no pude evitar ir hasta su habitacioé n. Ahora la teníéa frente a míé, con una toalla cubriendo su cuerpo. La deseaba, la deseaba tanto que teníéa la cabeza nublada por la necesidad de poseerla. —Desnué date—repetíé la orden, esta vez mi voz se tornoé rasposa. Me levanteé del silloé n y camineé hacia ella, dio un paso hacia atraé s, pero luego se envaroé . —No… Me reíé. —¿Queé has dicho? Un paso maé s hacia ella y el olor de su reciente orgasmo me envolvioé en una bruma de placer. —He dicho que no. —Levantoé su barbilla y me desafioé —. Sal de mi habitacioé n. —Su mentoé n tembloé , pero no dejo de mirarme. Chasqueeé mi lengua y acorteé nuestra distancia. —Cara, Cara. —La rodeeé —. ¿Me das el espectaé culo maé s eroé tico que he visto en mucho tiempo y esperas que no aparezca a reclamar lo que me pertenece? —¡No soy tuya! ¡No te pertenezco! —Dime que no te tocaste pensando en míé, dime que no deseas que te tome y que no quieres sentirme tan dentro que no sepas doé nde carajos terminas tué y empiezo yo… Díémelo, Cara, y entonces saldreé de esta habitacioé n. —Abrioé la boca para decir algo y luego la cerroé —. ¿Lo ves?


—Mi voz bajoé dos octavas—. Me deseas tanto como yo a ti, me deseas tanto que te importa muy poco que sea uno de esos mafiosos que tanto dices odiar y, para tu mala suerte, yo te deseo tanto que me importa un infierno que por tus venas corra la sangre del asesino de mis padres. No dije nada maé s, en un solo movimiento tuve su menudo cuerpo clavado al míéo, mi entrepierna golpeando su vientre bajo y mi boca devorando la suya. Sus brazos rodearon mi cuello y los míéos apresaron su cintura mientras caminaba a tientas hacia la cama, el calor de su piel se filtraba por mi camisa. La lleveé hasta la colcha y la dejeé caer admirando su cuerpo, sus pechos preciosos, sus pezones remarcaé ndose en el encaje de su sosteé n. Y mi boca fue atraíéda hacia ellos como si se tratase de un imaé n. Mientras las manos de Cara desabrochaban mi pantaloé n, una de las míéas separaba la copa de tela para degustar del pezoé n a consciencia y la otra amasaba el montíéculo de carne con la fuerza necesaria para no herirla. Ella gimioé y el sonido ronco y narcoé tico viajoé por mi cuerpo y se estrelloé en mi entrepierna, justo en el momento que su mano rodeaba mi miembro con su calor. Gemíé, mis piernas se sentíéan de titanio mientras Cara comenzaba la friccioé n en mi pene, su mano subiendo y bajando, rodeando mi eje, ponieé ndome maé s duro si es que era malditamente posible. Me encerroé con sus piernas y mis caderas empujaron hasta el punto de refregarme en sus bragas hué medas con sus propios fluidos, queríéa comer de su conñ o como errante sediento, beber sus jugos y vanagloriarme de su excitacioé n, pero mis caderas y mi miembro pensaban con vida propia. Bajeé mis manos tomando las suyas y llevaé ndolas sobre su cabeza antes de empujar una vez maé s en su centro, esta vez me bebíé su gemido al capturar sus labios. Ella abrioé la boca en una invitacioé n clara, y nublado por el deseo, empujeé de nuevo, sintiendo como toda la sangre se iba a mi entrepierna, volvíé, una y otra vez, y podíéa sentir la humedad saliendo de ella, podíéa sentir su calor rodeando mi piel a pesar de no estar aué n en su interior. Otra embestida y entonces ella me detuvo. Mireé sus ojos tan nublados de deseo como seguramente estaban los míéos. —Si vas a hacerlo, entonces hazlo bien.


Empujoé sus caderas hacia arriba y mandeé a la mierda todo lo que nos rodeaba, mandeé a la mierda a su maldito padre al mismo tiempo que ella mandaba al diablo sus creencias sobre lo que yo era. Con una mano tireé del encaje de sus bragas rasgando la jodida tela, ni siquiera me detuve a preguntar, ella tampoco vaciloé , desliceé mi miembro por sus hué medos labios vaginales situaé ndome justo en su entrada. —Detenme ahora —murmureé entre dientes—. En un par de segundos no habraé vuelta atraé s. —No quiero que te detengas. —Soltoé el amarre en sus manos y las colocoé en mis mejillas —. La luz y la oscuridad componen juntas un díéa, chocan y crean el amanecer, no te detengas. Excitado y emocionado, agarreé sus manos con las míéas sobre su cabeza y me hundíé en su calor de una sola estocada. El cuerpo de Cara se despegoé de las saé banas y el míéo se enterroé aué n maé s profundo en ella, el calor y las sensaciones oscurecieron mis pensamientos y los dos nos quedamos envueltos en una burbuja libidinosa de la que no saldríéamos hasta saciarnos. El corazoé n me iba a estallar, sentíé como si las manos de Cara tocaran lo maé s profundo de mi alma, estaba a las puertas de algo nuevo, la sensacioé n me asustoé , la mireé a los ojos y me perdíé. La estrechez de su interior me encerroé como un punñ o, vaciando mi mente de todo pensamiento racional, me tomoé un segundo recordar lo que teníéa que hacer y luego salíé de ella en casi toda mi longitud, haciendo que sus piernas se cerraran aué n maé s en torno a mi cintura y embestíé una, otra y otra vez, arrancaé ndonos jadeos, estableciendo un ritmo en el que nos coordinaé bamos casi a la perfeccioé n. Nuestros cuerpos creaban melodíéas cuando chocaban, nuestras respiraciones se convertíéan en gemidos por su parte, grunñ idos por la míéa. Estaba tan condenadamente apretada que dolíéa, acaricieé su pierna, pidieé ndole que me liberara al mismo tiempo que la colocaba entre mis brazos para tener maé s acceso a ella. Mi boca devoroé toda la piel a su paso, su cuello, sus mejillas, sus labios, sus pezones tersos y duros como piedra; mi lengua se dio un festíén con ellos para luego volver a sus labios, justo en el momento que el cuerpo de Cara se contorsionaba hacia míé y yo me hundíéa en


ella de una sola estocada descargando en su interior todo mi deseo, mi lujuria y nuestra perdicioé n. Me sostuve del colchoé n evitando dejar caer el peso de mi cuerpo sobre ella, mientras controlaba la respiracioé n, algo difíécil de hacer en ese instante. Cerreé los ojos unos segundos, escuchando los repiqueteos del corazoé n en mis oíédos, inhalando con fuerza, pero todo lo que podíéa oler era a ella. ¿Queé mierdas habíéa hecho? —Es ahora el momento en el que te arrepientes… Arrepentirme, joder, no, sentíéa culpa, pero no estaba para nada arrepentido. Cara liberoé mi cintura y salíé de ella. —Massimo —murmuroé cuando me levanteé de la cama acomodando mi miembro, ahora flaé cido, en mis pantalones. A pesar de mis sentimientos encontrados, por primera vez me sentíéa plenamente satisfecho tras haber estado con una mujer. —No me arrepiento, Cara, pero esto no cambia nada. —Lo seé —dijo, tirando de la colcha para cubrirse. Una parte de míé, quizaé la que aué n estaba en la bruma postorgaé smica, no queríéa que lo hiciera, queríéa observarla, volverla a tocar, tal vez abrazarla. Sacudíé mi cabeza, desterrando esos pensamientos. Lo que necesitaba era salir de ahíé, correr, alejarme de lo que fuese que estaba pasando conmigo, esta era la hija del asesino de mis padres, de mis padres, a los que amaba. —Apaga la luz cuando salgas. Ella se giroé de medio lado daé ndome un escape y lo tomeé . Una vez que estuve fuera de su habitacioé n, la culpa se cernioé sobre míé. ¿Queé diablos me habíéa pasado? Deseo, eso habíéa sido, el deseo que se disparoé al verla tan desinhibida, sin embargo, algo en mi interior se apretaba hasta casi ahogarme. Di varios traspieé s antes de llegar a mi habitacioé n, y me dejeé caer sobre la cama, queriendo detener las recriminaciones que me hacíéa a míé mismo. La manñ ana siguiente estaba desayunando con los chicos cuando Cara aparecioé en la cocina. Penseé que no la veríéa, al menos no hoy, pero ella se sentoé al lado de Chiara dejando un beso en su mejilla. Me obligueé a comer sin siquiera darle una mirada, sin importarme la tensioé n que se habíéa


instalado en la mesa. AÉ ngelo y Chiara parecíéan ajenos a nosotros. Una vez que acabeé me levanteé , no sin antes anunciar la decisioé n que habíéa tomado al despertar. —La proé xima semana nos trasladaremos a la mansioé n. Los chicos se emocionaron, pero ella no dijo nada. Abandoneé la mesa sin decir una palabra maé s. Una semana despueé s estaba en el estudio que habíéa pertenecido a mi padre cuando Salvatore entroé en la oficina y se sentoé frente a míé. Nos habíéamos trasladado díéas antes a la mansioé n, y ver la cara de tristeza de mis hermanos en cuanto entramos a la casa me encogioé el corazoé n. Yo estaba tambieé n inquieto y triste, me parecíéa que iba a escuchar la ruda voz de mi padre dando oé rdenes o la melodiosa de mi madre reprendieé ndome por algo; estaba aué n lejos de superarlo, pero teníéa la esperanza de que para los chicos el estar en su entorno fuera beneficioso. —Carlo y Patrick se estaé n reuniendo esta noche —dijo tomando la copa que estaba a un lado de mi computador y bebiendo un trago de ella. No dije nada, estaba demasiado ocupado para discutir por una copa. Carlo era el nuevo superintendente de la policíéa de Chicago y Patrick el presidente de los Bastardos, esa noche llegaríéa uno de nuestros principales cargamentos de contrabando. —Bien, mantenme informado. —Volvíé a los documentos que estaba revisando. —¿Doé nde estaé la principessa? No le habíéa dicho a Salvatore que ella y yo habíéamos intimado, pero tampoco habíéamos compartido mucho esos ué ltimos díéas. El díéa despueé s de nuestro encuentro solo vi a Cara en el desayuno, me salteé las cenas y por los soldados me entereé de que tampoco intentoé acercarse a los ninñ os, en cambio, pasaba todo el díéa practicando su violíén. Ni siquiera intenteé hablar con ella, porque las notas musicales que salíéan de su habitacioé n me decíéan que se sentíéa exactamente como yo. Ella experimentaba culpa, quizaé la misma que me carcomíéa desde la noche en que me separeé de su cuerpo desnudo sin decir una palabra. —Debe estar en su habitacioé n —contesteé sin maé s. —Penseé que tendríéa las mismas libertades del penthouse. —Las tiene, simplemente no le apetece salir de su nueva habitacioé n. —¿Coé mo le estaé yendo a los ninñ os en sus clases? —Bien, creo. Chiara no estaba muy feliz de llevar a Ronald con ella y Pierre estaé a cargo de AÉ ngelo.


Mis hermanos habíéan vuelto a la escuela el díéa anterior. Dos soldados estaríéan fuera de sus salones de clases y los cuidaríéan como si fuesen sus jodidas sombras. Dos maé s estaríéan en el exterior de la escuela monitoreando toda el aé rea. —¿Sabes que encontraron una rana azul en el estanque del patio? —Síé, la vi esta manñ ana. —No sacaron ninguna rana azul de tus estanques, Massimo, finges revisar esos documentos, pero estaé s distraíédo, no has pasado de esa paé gina en el tiempo que llevamos hablando. Levanteé la cabeza y lo mireé confundido. —Lo sabíéa, pero a preguntas estué pidas respuestas maé s estué pidas y no he avanzado en la lectura porque tué estaé s aquíé hacieé ndome perder el tiempo. Me levanteé del escritorio y servíé una copa para míé. —Solo me pregunto porque estas tan apaé tico con el tema de Cara… —Tengo trabajo. —Y yo tengo dos posibles opiniones, la primera es que has perdido el intereé s en la principessa bastarda, y la segunda es que… te la follaste. No dije nada, solo mireé al que era mi mejor amigo desde que usaba panñ ales. —¡Maldita sea, te la follaste! —Salvatore… —Salvatore nada, hijo de… —Entorne los ojos hacia eé l—. Te follaste a la hija de O’Reilly. ¿Le enviaste las sabanas ensangrentadas a su casa? ¿La tomaste por detraé s como a una puta? — Tuve que frenar el fuerte impulso de romperle la crisma contra la pared e intenteé ignorarlo, pero no me iba a dejar en paz—. ¿Estaé buena? ¿Queé tan estrecha es? Sus sucios comentarios me indignaron, no queríéa que nadie hablara asíé de ella. —¡Para ya con las preguntas de vieja chismosa! —demandeé acercaé ndome a la ventana que daba hacia el jardíén. Salvatore se acercoé y se quedoé a mi lado observaé ndome de frente mientras yo me recostaba al marco de madera. —Bien, al menos dime si enviaste las saé banas. —No era virgen. Bebíé de mi copa, esperando el comentario de mi ejecutor. —Mierda… —Por un par de segundos la habitacioé n se sumioé en el silencio—. Ya que tué la tuviste, puedo tenerla yo… Me gireé tan raé pido que los huesos de mi cuello traquearon por el brusco movimiento y tomeé a Salvatore de la solapa de su chaqueta, arrinconaé ndolo contra la pared.


—¡No hables asíé de ella! ¡Y no te atrevas a tocarla! —sentencieé observando a mi amigo furioso —. No te atrevas a acercarte a ella. ¡Es míéa! Me tomoé unos segundos darme cuenta de lo que habíéa hecho. Salvatore me mostroé su sonrisa para aniquilar, esa que les daba a sus enemigos antes de que empezara la tortura. Curveaba su rostro hacia medio lado hacieé ndolo ver desquiciado. Llevoé su mano a la míéa y me hizo soltar su chaqueta con calma. —Bien, como tué digas, jefe. —Hablo en serio, Salvatore, el hombre que ose tocar a Cara O’Reilly tendraé que despedirse de su maldita polla. Eres mi amigo, mi mejor ejecutor, pero tambieé n eres un empleado, me debes lealtad. —No voy a hacerlo si tué no lo quieres… Pero los hombres van a querer su parte de la perra… —carraspeoé —, perdoé n, de la hija de O’Reilly. Si se enteran que ya mojaste el churro en ella y no la has reclamado como tu mujer. —Nadie se acercaraé a Cara. Si Nino o Adriano estaé n hablando de maé s, me asegurareé de cortar sus jodidas lenguas. —Míérate, hablas como un hombre enamorado. Si no supiera de tus planes… —No hables estupideces. Volvíé a la silla tras el escritorio. —Escucheé a mis padres decir que los ancianos siguen creyendo que lo de dejar la droga a los carteles y aliarnos con los moteros es una mala decisioé n. Ademaé s, estaé n preguntaé ndose por queé la hija de O’Reilly lleva poco maé s de un mes en tu poder sin que hayas hecho algo en contra de ella y de su padre. Si no quieres que nadie saque a la palomita de aquíé una vez que se enteren de que ya te la follaste, píédela como tu amante, al menos hasta que te aburras de ella. —No tengo porque pedirle autorizacioé n a nadie, ni mucho menos rendir cuentas. —No es la primera vez que los ancianos empiezan una sublevacioé n… Massimo, te lo digo como amigo, escucho rumores. —¿Queé tipo de rumores? —Los ancianos les hablan a los maé s joé venes: dejas la droga, haces alianzas con moteros, tienes a la hija del hombre que matoé a tus padres en tu casa sin tomar venganza… Yo solo digo que…


—¡No hareé caso a comentarios inocuos! Si tantas ganas tienen de ocupar mi puesto, aquíé los espero, no les tengo miedo y mientras lleve las riendas se haraé lo que yo diga. Salvatore tuvo el buen tino de dejar el tema. La puerta se abrioé y Donato entroé al estudio sosteniendo un teleé fono desechable. —Es una llamada para ti, de Nueva York. —Tendioé el aparato en mi direccioé n y lo tomeé de su mano acercaé ndolo a mi oíédo. —Massimo, hola, mi hermano, necesito hablar contigo, tengo una propuesta de negocios y quiero que lo hablemos cara a cara. El interlocutor era unos de los jefes de la organizacioé n Costa, asentada en Nueva York y Atlantic City, eran socios, entre otros negocios, de un par de casinos ilegales. Vito Costa era miembro de una de las pocas familias de las que me fiaba en esos momentos, ya que eran furiosamente leales a mi padre y, al contrario que los ancianos, habíéan recibido de buen grado los cambios hechos por míé. —Enviareé el avioé n a recogerte. —Prefiero que nos encontremos en Nueva York, ya sabes que ni mi mujer ni yo somos bienvenidos en tu ciudad. Toé mate un par de díéas, ven con alguna chica, nos divertiremos. —Bien. Le entregueé el aparato a Donato, que salioé en silencio. Lo decidíé al instante: viajaríéa a Nueva York en tres díéas, y tendríéa que llevarme a Cara conmigo. Confiaba en Salvatore, pero no en ella. Sabíéa que intentaríéa escapar tan pronto saliera de mi radar. Pensar en Cara hizo que a mi mente llegaran los recuerdos de nuestra noche juntos, el sabor de su piel. La sensacioé n de estar dentro de ella me ocasionaba un sudor fríéo que me dejaba con un nudo apretado en el estoé mago. Ni siquiera habíéa usado proteccioé n, pero eso era lo que menos me preocupaba. Estaé bamos evitaé ndonos como dos adolescentes, no deseaba mostrarle que el encuentro me habíéa afectado de una manera que tampoco entendíéa y, sin embargo, aquíé estaba, sopesando la posibilidad de hacer que me acompanñ ara a Nueva York. ¿Y si volvíéa a huir? No habríéa lugar en el mundo donde pudiera esconderse de míé, pero me atraíéa la posibilidad de saber queé pasaríéa si ella no escapaba. El nudo en mi estoé mago se tensoé maé s. Capítulo 19 Cara. —Lo estaé s haciendo muy bien, Chiara, eres muy talentosa.


La chiquilla me miroé agradecida, mientras aporreaba mi violíén con sus deditos. No lo hacíéa mal, pero debíéa pedirle a su hermano que le comprara un instrumento para el aprendizaje. Suspireé , “su hermano”, no sabíéa si sentirme furiosa o aliviada, ¿coé mo habíéa podido entregarme a eé l? Aunque ya era tarde para falsos arrepentimientos, porque estaba segura de que si volvíéa a mi cama lo recibiríéa sin un aé pice de verguü enza. Coé mo odiaba la ambivalencia de mis sentimientos. Despueé s de varios acordes, decidimos con Chiara hacer galletas. Mi pobre Elira estaba sufriendo. Una vez terminamos, lleveé unas cuantas a la habitacioé n de AÉ ngelo. El trato del chico era fríéo, pero no despreciaba mis cupcakes y ni tampoco las galletas. Los díéas trascurríéan con ideé ntico aburrimiento a cuando estaba en el departamento, aunque la casa de la familia Di Lucca era preciosa, y teníéa una sala de cine donde me refugiaba a ver pelíéculas romaé nticas y de accioé n. La biblioteca era enorme y me quedaba largo rato observando las fotografíéas de toda la familia enmarcadas en portarretratos de plata, donde mostraban rostros sonrientes en celebraciones, Navidades y cumpleanñ os. La madre de Massimo habíéa sido una mujer muy hermosa y por los gestos compartidos con el patriarca de la familia, se notaba que estaban enamorados. EÉ l habíéa crecido en el seno de una familia aparentemente feliz. Recordeé nuestros enfrentamientos y las duras palabras que habíéa proferido contra eé l y su familia; dejando de lado mi aversioé n a todo lo que esa familia representaba, no podíéa dejar de pensar en el enorme peso que habíéa caíédo en los hombros del mayor de los hermanos. No debíéa ser nada faé cil y maé s con la hija del asesino de sus padres habitando su mismo espacio. No habíéa desistido de escapar, pero la casa era como una fortaleza inexpugnable. Estaba sitiada con guardas armados, apostados en puertas y ventanas, y a saber cuaé ntos maé s habríéa rodeando el períémetro. Se notaba que para los chicos la presencia de los soldados era normal. Los hombres me miraban de reojo, pero ninguno podíéa compartir maé s de dos palabras conmigo, me imaginaba que eran oé rdenes de Massimo. Cornelia era el ama de llaves de la mansioé n, una mujer madura y rolliza, que apenas me dirigíéa la palabra. Podíéa notar el odio en sus ojos, trataba de no cruzarme con ella y, cuando era


inevitable, agachaba la mirada. Habíéa maé s empleados al ser una mansioé n: dos chicas uniformadas estaban al pendiente de las necesidades de todos y Cossima se encargaba de la cocina. Ninguno de ellos hablaba conmigo, era como si hubiesen hecho un pacto de silencio contra la hija del asesino. Una semana despueé s de trasladarnos de casa, uno de los hombres llamoé a la puerta de mi habitacioé n y me pidioé que lo acompanñ ara al estudio: —El jefe la solicita —dijo. No habíéa visto a Massimo desde el díéa de la mudanza, y no habíéamos hablado desde que compartimos piel, placer y gemidos. Se la pasaba trabajando fuera de casa, se iba muy temprano y regresaba muy tarde. Se me encogioé el estoé mago. —Ireé en cinco minutos —musiteé . A pesar de que no debíéa importarme mi aspecto, no pude evitar mirar mi imagen en el espejo: llevaba un vestido camisero de color azul y unos zapatos de tacoé n bajo de color piel, y llevaba suelto el cabello, que me habíéa lavado en la manñ ana y secado al aire, ya que no teníéa ganas de usar un secador. Suspireé con fuerza a mi reflejo, y me negueé a acicalarme o repasarme el labial que habíéa perdido su brillo. El soldado de Massimo estaba esperaé ndome fuera de mi habitacioé n cuando salíé, era callado y taciturno. Odiaba hasta cierto punto el no estar en el departamento con solo dos soldados de guardia, eran tantos en la mansioé n que siempre veíéa uno nuevo. El hombre hizo una senñ al para que entrara cuando nos detuvimos en una puerta doble de color blanco, que estaba entreabierta. Empujeé la madera con cuidado y una vez dentro, vi a Massimo: estaba sentado detraé s de un amplio escritorio, no muy diferente al del departamento, concentrado en la laptop, leyendo algo con atencioé n. Su cabello estaba peinado perfectamente hacia atraé s, y se le notaba un pequenñ o tic en la mejilla. Carraspeeé para hacerme notar. —Toma asiento, Cara —dijo sin mirarme y sin abandonar su labor. No dije nada y me senteé en uno de los dos sillones frente al escritorio. Massimo se habíéa quitado la chaqueta y llevaba las mangas de la camisa enrolladas unos centíémetros abajo del codo,


dejando en evidencia los trazos de un tatuaje en cada brazo. La noche que estuvimos juntos no pude detallar su cuerpo, todo fue tan precipitado… Me hubiera gustado repasar con labios y lengua cada uno de sus tatuajes. Me sonrojeé , furiosa. Odiaba sentir lo que sentíéa. Odiaba mi deseo por sus besos y caricias que se habíéan acrecentado desde el ué ltimo encuentro. Odiaba el que estuviera minimizando las condiciones en las que estaba por culpa del maldito sexo. El mejor maldito sexo que habíéa disfrutado en mi vida. Massimo levantoé la mirada y me sentíé como si hubiera sido pillada en falta. EÉ l me regaloé su jodida sonrisa ladeada y no supe por queé ese gesto me enfurecioé maé s, como si pudiera leerme el pensamiento y se estuviera burlando de míé. —Necesito que empaques algo de ropa en una pequenñ a maleta, manñ ana iraé s conmigo a Nueva York. —Lo mireé confusa—. Lo que te haga falta lo compraremos en lo que lleguemos. —¿A Nueva York? ¿Queé rayos tengo que hacer yo allíé? Massimo se levantoé y llegoé hasta míé, apoyoé sus caderas en la orilla del escritorio y cruzoé los brazos, miraé ndome con sus ojos de musgo que se clavaron en mis entranñ as como punñ ales. —Seraé s mi acompanñ ante. Solteé una carcajada carente de humor y luego me levanteé miraé ndolo como si hubiera perdido la razoé n. —¿Te volviste loco? ¿En queé momento cambioé mi estatus? ¿Cuaé ndo paseé de estar secuestrada a ser tu dama de companñ íéa? Se enderezoé miraé ndome furioso. —En el momento en que decidiste hacer una jodida escena porno en tu cuarto —soltoé con desdeé n. La sangre rugioé furiosa en mi interior y quise abofetearlo para desarmar su estué pida expresioé n arrogante. —Paso, Nueva York no me gusta, es ruidosa, huele a alcantarilla y estaé llena de mafiosos. Tomaé ndome del brazo, me acercoé a su cuerpo con fuerza. —No es un juego, Cara, no te estoy preguntando, estoy daé ndote una puta orden: ve a tu habitacioé n, empaca y espero que esteé s lista manñ ana a primera hora. Respireé con fuerza. Queríéa matarlo, pero al mismo tiempo besarlo; joder, estaba completamente jodida por ese cabroé n. EÉ l me observoé con determinacioé n e intensidad y, como si hubiese leíédo mi mente, se apoderoé de mi boca en un beso posesivo y violento. Me costoé un poco


seguir el ritmo de sus labios, pero una vez que lo conseguíé, nos amoldamos como una ué nica pieza. Lleveé mis manos a sus mejillas, reduciendo la velocidad, hasta que eé l cedioé ; nuestras bocas bailaron una sobre otra, en un toque casi íéntimo, que cambioé por completo el sentido de nuestros besos anteriores; sus brazos rodearon mi cintura apretaé ndome hacia eé l, hasta que rompioé el contacto y, descansando su frente sobre la míéa, acaricioé mi mejilla con una suavidad pasmosa y me separoé a los pocos segundos. Mi nariz se habíéa colmado del olor que emanaba, a madera, a prado verde como el color de sus ojos, a anhelos indoé mitos. —No te estoy pidiendo un favor, te estoy diciendo que iremos, no quiero discutir maé s. —Se alejoé volviendo a su silla detraé s del escritorio—. Te veo manñ ana. Era claro que queríéa que lo dejara solo. Me encamineé hacia la salida y tomando la perilla, me gireé para observarlo y sentencieé : —¡Escapareé a la primera oportunidad! Un brillo furioso y posesivo nubloé sus facciones. —Hazlo, te encontrareé y todo volveraé a empezar. Solo porque no estemos en Chicago no pienses que no podreé hacerlo. Tengo el poder, tengo los medios, tengo aliados… —Sonrioé , pero el gesto no llegoé a sus ojos—. Todos sabemos las ventajas que tiene el poder, seríéa algo bueno para variar que experimentaras un poco de temor y a la vez me desearas. —Espera sentado, no tendraé s ninguna de las dos cosas. —Ya tengo tu deseo, Cara y eso es lo que me importa. —Chasqueoé los dientes y retomoé su trabajo—. Puedes despotricar lo que quieras, pero acabaraé s acompanñ aé ndome, solo por el placer de retarme e intentar escapar. ¡Dios! Seríéa doloroso tener la libertad a un palmo de narices y renunciar a ella para volver a esta jodida jaula. Massimo no perdíéa ninguno de mis gestos. Intentaríéa escapar, claro que lo haríéa, y tambieé n cambiaríéa de escenario. La expectativa bulloé por mi cuerpo, el hecho de salir de esa casa ya seríéa un cambio a mi actual situacioé n. —Nos vemos manñ ana —respondíé. Era un hombre insufrible, y volvioé a su trabajo como si no estuviera allíé, pero en cuanto puse mi mano en el picaporte, dijo: —Antes de que te vayas, gracias por lo que haces por Chiara —carraspeoé —, por mis


hermanos. Me di la vuelta. —Ellos necesitan a su hermano, no a míé. Piensa en eso. Lo vi encogerse y algo parecido al remordimiento vistioé sus facciones, me di la vuelta y salíé del lugar. De vuelta a mi habitacioé n, recordeé mi ué ltimo viaje a Nueva York, en unas circunstancias tan distintas: una presentacioé n en el Lincoln Center. Recordeé los paseos por Central Park con Dan, cuando mi mundo bullíéa de expectativas y suenñ os. Extendíé la maleta y me dispuse a hacer el equipaje: un par de jeans, camisetas, tenis, dos vestidos de coctel… Deduje que, si iba como acompanñ ante, a lo mejor necesitaríéa algo un poco maé s formal. Dejeé lo que hacíéa y me senteé en el silloé n diagonal a mi cama. Observando la maleta y la ropa tendida sobre de la cama, me pregunteé por queé me preocupaba de coé mo me iba a vestir. ¿Por queé diablos queríéa complacer al hombre duenñ o de mis pesadillas? Algo en sus ojos me atraíéa, me atrapaba, su mirada me hacíéa maleable y teníéa curiosidad por saber queé iba a hacer. ¿Y si me sacaba de la casa para hacerme danñ o? ¿Y si todo era un retorcido juego? Muchas mujeres desaparecíéan todos los díéas en este paíés, necesitaba escapar a la primera oportunidad. Amanecioé muy raé pido para mi gusto, casi no habíéa podido dormir, asíé que cuando tocaron a mi puerta ya estaba lista, con el equipaje en un extremo de la habitacioé n. Este espacio era maé s amplio y lujoso que la habitacioé n del departamento, con una decoracioé n claé sica de muebles de líéneas lisas, edredones de Laura Ashley y laé mparas Tiffany que mi madre adoraríéa. Pensar en ella me llenoé de nostalgia, imaginaba su sufrimiento, a lo mejor podríéa contactarla mientras estuviera en Nueva York. Me vestíé con unos jeans ajustados, una camiseta de rayas, un blazer azul oscuro y botines negros, y me ateé el cabello en un monñ o bajo. Bajeé hasta la cocina, y me encontreé a Massimo desayunando con sus hermanos. —Buenos díéas —saludeé . —Buenos díéas —contestoé Massimo. —Hola. —Chiara regaba miel a una torre de waffles. Massimo golpeoé en la cabeza a AÉ ngelo, que me regaloé un escueto “hola”. Me observoé de arriba


abajo mientras tomaba asiento; una de las empleadas se acercoé con una cafetera y me sirvioé la bebida humeante. El nudo en el estoé mago que me atenazaba en presencia del mayor de los hermanos se incrementoé al verlo tan guapo: vestíéa jeans oscuros y una camiseta de manga larga y cuello en V de color negro. Nunca lo habíéa visto vestido asíé, le daba un aire juvenil. —Lleé vame de viaje —rogoé la ninñ a—. Me gusta mucho Nueva York. Mi mamaé nos llevoé a ver El rey león para mi cumpleanñ os y fuimos al museo, ese de la pelíécula. —El museo de Historia Natural, tonta —replicoé AÉ ngelo. —Tu hermana no es una tonta —defendioé Massimo—, no te busques un castigo. —¿Me traeraé s algo? —volvioé a la carga la chiquilla mientras daba buena cuenta de su plato de waffles. —Síé, principessa y seraé toda una sorpresa. —Me observoé de refiloé n mientras me servíéa fruta de una fuente. —¿Por queé Cara puede ir y nosotros no? —insistioé la ninñ a. AÉ ngelo resoploé burloé n mientras bebíéa lo que parecíéa ser leche con chocolate. Tendríéan serios problemas para concentrarse en las clases con la cantidad de dulce que estaban ingiriendo. —Porque ustedes han perdido clases y deben ponerse al díéa, el anñ o escolar va a terminar y tienen que rendir los exaé menes. Tué tienes un promedio bajo en Matemaé ticas, quiero creer que es por haberlos separado de su escuela y companñ eros, y tué , AÉ ngelo, debes mejorar en otras aé reas, asíé que tienen trabajo. Y… por favor, muy pocas personas saben del viaje, les agradezco que no lo comenten con nadie. AÉ ngelo soltoé el vaso y se llevoé los dedos a la boca, habíéa notado que se estaba comiendo las unñ as. Massimo no se daba cuenta de que los ninñ os estaban tristes y estresados. No me atrevíé a intervenir, pero eé l se dio cuenta de que miraba el gesto de su hermano con algo de laé stima y enseguida le retiroé los dedos de la boca. —Deja de hacer eso, AÉ ngelo, es asqueroso y mucho maé s aquíé en la mesa. Decidíé intervenir. —Pueden ir al museo Field el fin de semana. —¡Síé! —exclamoé Chiara. AÉ ngelo ignoroé mi comentario. —No quiero que vayas… ¿Y si esos hombres de acento extranñ o regresan? ¿Si te ocurre lo mismo que a papaé y mamaé ? —preguntoé el ninñ o beligerante. —No me va a pasar nada, AÉ ngelo. No quiero que esteé n preocupados por míé. —Massimo lo


observoé con el cenñ o fruncido—. Salvatore y sus padres vendraé n a acompanñ arlos, son solo dos díéas. Estudien, jueguen y cuando vuelva les prometo una salida al museo o a donde ustedes quieran. —¿Me lo juras? —preguntoé el chico vulnerable—. ¿Me juras que volveraé s de una pieza? —Te lo juro —afirmoé Massimo y lo abrazoé brevemente—. Obedezcan a Donato y a Salvatore, la casa estaé blindada, no les pasaraé nada. Cornelia y Martha estaraé n con ustedes en todo momento. —Al museo hemos ido muchas veces, quiero ir al planetario. Con esas palabras, AÉ ngelo se levantoé de la mesa y salioé de la estancia sin despedirse de míé. Minutos despueé s lo siguioé Chiara luego de besar y abrazar a su hermano mayor. Massimo se quedoé pensativo y con semblante preocupado unos segundos. Luego tomoé un sorbo de cafeé y concentroé toda su atencioé n en míé. —¿Estaé s lista? —me preguntoé . —Síé —me levanteé de la silla—, tengo que ir al aseo. Mientras caminaba hacia el pasillo que conducíéa a los banñ os pude sentir la mirada de Massimo en míé. —Cara —llamoé . Al darme vuelta vi que un par de empleadas recogíéan los platos, mientras eé l se levantaba de la mesa—. Saldremos en cinco minutos, te espero en el pasillo. Tragueé saliva y salíé disparada, negaé ndome a dejarme afectar por el brillo de sus ojos. En el auto, Massimo trabajoé en su iPad; yo en cambio miraba de forma aé vida el paisaje a lado y lado de la carretera que nos conducíéa al aeropuerto. Autos, gente, aé rboles, vida. Teníéa que escapar. Mi captor parecioé adivinar mis pensamientos. —Hay mucho en juego, Cara —dijo en tono monocorde—. No quiero proferir maé s amenazas. —Levantoé la mirada—. Antes de que lleguemos al avioé n, quiero que sepas que no vas a Nueva York en calidad de reheé n. —No me digas, voy como tu concubina, ¿la mujer que te calienta la cama en la Gran Manzana? —Esa hubiese sido una excelente idea, pero no, vas a Nueva York como mi mujer, que es algo completamente diferente, te respetaraé n y nadie se acercaraé a ti mientras esteé lejos, pero eso no significa que estaraé s sola, si intentas hacer algo estué pido, como huir, te atendraé s a las consecuencias luego.


—Tu propuesta me asusta —dije arrebujaé ndome el blazer. —Ya era hora de que mostraras algo de miedo, pero no tienes por queé tenerlo, desde este momento somos Massimo y Cara, una pareja como cualquier otra que quiere disfrutar de un par de díéas en la ciudad. —Todo hace parte de tu plan, lo tengo claro, no deseas doblegarme con violencia, quieres manipular mis sentimientos, no soy tonta. Massimo dejoé el iPad a un lado. —No he ocultado que quiero el poder sobre tu cuerpo y tu mente, ¿y por queé no? Seamos ambiciosos, la mejor manera de joder a tu padre es llegar a tu jodida alma, Cara O’Reilly. —No voy a vender mi alma al diablo. Se acercoé maé s a míé y me acaricioé un mechoé n de cabello. —Tengo el presentimiento de que ya lo has hecho, pero tambieé n creo que los papeles han cambiado —ronroneoé en mi oíédo acariciando mi rostro con la nariz, lo que me causoé un estremecimiento—. Te quiero dispuesta y tan libre y apasionada como esa jodida noche en que te brindaste a míé. No te enganñ es, Cara, tué y yo sabemos que no estaé s prisionera, vives como una reina, en una casa de lujo, atendida y custodiada por tu seguridad, viajas a Nueva York en un avioé n privado, no le extiendo la misma cortesíéa a todos mis rehenes. —La jaula, aunque sea de oro, sigue siendo una jaula. —Bueno, ahora simplemente cambiaremos de jaula, espero con suerte obtener un poco maé s de lo que obtuve hace unos díéas. —Su aliento me causoé cosquillas—. Quiero verte y hacerte gemir una y otra vez, banñ arme en tus gemidos mientras disfruto de tu orgasmo. Eso, Cara, es algo que pienso volver a disfrutar. El automoé vil se detuvo interrumpiendo su diatriba. Massimo se apartoé segundos antes de que un par de escoltas nos abrieran las puertas. Bajoé del auto, colocaé ndose unos lentes oscuros de aspecto varonil. Lo vi rodear el vehíéculo, en su andar serio y sensual, y mi estoé mago se apretoé ante sus palabras, ante el recuerdo de eé l sobre míé, sus movimientos, sus jadeos. Cuando llegoé a mi lado y me tendioé su mano, no vacileé , a pesar de que todo dentro de míé me decíéa que no saliera hacia lo desconocido. Una sonrisa se dibujoé en su rostro y con mi mano en la suya nos encaminamos hacia una pista en donde esperaba un Gulfstream G450 negro e imponente. Conocíéa


el modelo porque era exactamente igual al que mi padre me habíéa ensenñ ado para el cumpleanñ os de uno de mis medio hermanos. Mientras caminaé bamos hacia la escalera del avioé n, respireé profundo llenando mis pulmones de ese aire que representaba un poco de libertad. Teníéa que reconocer que sus palabras me habíéan afectado, pero me distraje al entrar. El interior de la nave era lujoso, con sillas elegantes forradas de cuero color beige. Una joven azafata nos recibioé , Massimo asintioé y luego me guio hasta los sillones de adelante, habíéa una mesa de madera en la mitad de cuatro sillas, a la manera de una pequenñ a sala de estar, y allíé nos acomodamos. Tres escoltas nos acompanñ aban, ellos se sentaron a la cola del avioé n. En minutos la aeronave surcaba el aire, cuando soltamos los cinturones de seguridad, de una pequenñ a cabina emergioé la azafata con una bandeja donde reposaban dos copas de champanñ a. —Gracias, Adele —dijo eé l con amabilidad, tomando una copa y levantaé ndola hacia míé. —Por los impulsos que a veces nos gobiernan la vida. Me limiteé a levantar la otra copa y chocarla contra la suya. No sabíéa queé contestarle porque teníéa miedo, aunque no de que me lastimara. Sentíéa que su cercaníéa me descontrolaba y me daba verguü enza sentirme tan atemorizada por los sentimientos que me asolaban de manera inexplicable al observar el calor de su mirada. Estaba en serios problemas. El resto del viaje me limiteé a mirar las nubes pasar por la ventanilla y tratar de colocar mi cabeza y mi corazoé n en orden, recordaé ndome quieé n era eé l y cuaé l era mi situacioé n en esa historia. Aterrizamos en un aeropuerto privado en Newark una hora despueé s. Tan pronto el avioé n tocoé tierra, empeceé a sentirme nerviosa. Papaé teníéa enemigos, maé s que Massimo y, ¿si decidíéa dejarme con algué n otro clan enemigo? Seríéa una perfecta venganza. Lo mireé expectante, con la angustia y la ansiedad atrapadas en la garganta y el corazoé n agitado de anticipacioé n. No sabíéa queé me esperaba al bajar. Antes de levantarnos de la silla, Massimo tomoé mis manos que reposaban unidas en mi regazo. Levanteé la cara y en un rapto de valentíéa, solteé :—


No tiene sentido fingir algo que no somos, follamos una vez, no necesito manitas. Solo dime cuaé l es mi jodido papel. Algo parecido a la emocioé n pobloé su mirada daé ndole a sus ojos una tonalidad maé s clara. Sonrioé . —Ya te lo dije, eres mi mujer. Cumple tu parte y todo estaraé bien, Cara. —¿Y cuaé l es ese papel? Nunca sereé sumisa, como me imagino que han sido tus anteriores mujeres. —Solo seé tué —dijo obstinado—, y acostué mbrate a mis manos sobre ti. —Agarroé mi mano otra vez, me acaricioé con el pulgar y no supe por queé sentíé como si me acariciara una parte íéntima, una parte que yo no le habíéa mostrado a nadie. EÉ l se dio cuenta de mi estremecimiento y dijo en tono ronco—: Me gustas, maldita sea, no sabes cuaé nto. —No seé coé mo puedes dormir por la noche —susurreé . —Duermo muy bien, gracias. La situacioé n era agotadora, necesitaba subir maé s mis defensas y, en cambio, mi cuerpo traidor queríéa entregarlas sin luchar. —Escapareé , tan pronto tenga la oportunidad, lo hareé , no te quepan dudas. EÉ l sonrioé y se quedoé pensativo unos instantes. —Lo seé , pero ¿queé pasaríéa si decides no hacerlo, si decides estar conmigo porque quieres, no porque te tengo atrapada? Solteé un profundo suspiro. —No lo seé … La puerta del avioé n se abrioé , y a los pocos minutos los escoltas tomaron sus lugares. Massimo no esperoé mi respuesta, la azafata le pasoé su maletíén de negocios y salimos a la pista. Una limosina nos esperaba a pocos metros y un par de camionetas con un nutrido grupo de escoltas nos hicieron calle de honor hasta llegar a una pareja que estaba al lado del vehíéculo. Parecíéan estrellas de cine, eran joé venes, maé s o menos de nuestra edad. El hombre vestíéa traje formal y no usaba corbata, pero lo que llamoé mi atencioé n fue su corte mohicano, que le daba un aspecto rudo; su pelo era rubio, sus manos grandes y tatuadas, con anillos en cada dedo y un piercing en la nariz. La chica era una preciosidad de tez triguenñ a y cabello negro con un mechoé n rosado en la frente, llevaba unos leggings de cuero negro, zapatos puntilla y una camiseta


decorada con pedreríéa. Eran una pareja que debíéa llamar la atencioé n al entrar en cualquier lugar. El hombre se acercoé . —Jodido cabroé n, por fin me haces los honores. Massimo lo abrazoé . —Vito —dijo. Se desembarazoé del abrazo de su amigo y le dio un beso en la mejilla a la mujer. —Gia, me alegra volver a verte. Ambos me observaron con curiosidad. —Seraé s el ué nico de Chicago que se alegra de verme —dijo la joven sin dejar de mirar a Cara. —Les presento a mi invitada, Cara O’Reilly. Cara, ellos son Vito y Gia Costa. El hombre abrioé los ojos, sorprendido, al escuchar el nombre y luego soltoé una carcajada. —¡Queé diablos! ¿Una O’Reilly? —preguntoé mirando a Massimo entre divertido y sorprendido. —Hablaremos despueé s… —susurroé Massimo y el hombre vino hacia míé. —Es un placer —dije sin mostrar nerviosismo. No espereé respuesta y enseguida le di la mano a la mujer, que me saludoé con una sonrisa y me invitoé a montarme en la limosina. Ellos nos siguieron. Los escoltas de Massimo trasladaron las maletas a una de las camionetas. Vito miroé serio a Massimo. —Tendreé que redoblar la vigilancia, no quiero a ningué n maldito irlandeé s pisaé ndonos los talones o, peor, una jodida guerra con el clan O’Hara, que es el que tengo maé s cerca. —Muy pocas personas saben que viajamos, no te preocupes, pasaremos desapercibidos. —Yo de ti no me confiaríéa, queé date en mi casa —sugirioé el hombre con semblante preocupado. —No te molestes —dijo Massimo acomodaé ndose a mi lado en el auto—. Tenemos un departamento en la avenida Madison, nadie sabe que es nuestro. Fue la ué ltima inversioé n que hizo mi padre, era un regalo para mi madre, que amaba Nueva York. Vito se quedoé callado unos segundos sopesando los pros y los contras. —Estaé bien, pero te redoblareé la vigilancia. Espero que ninguno de los tuyos sepa doé nde estaé s. —Solo Salvatore y sus padres. —Bien. —¿Por queé lo dices? —preguntoé Massimo con el cenñ o fruncido. —¡Ustedes son muy aburridos! —exclamoé Gia, mientras se observaba las unñ as—. ¿Piensan hablar de sus cosas todo el trayecto? —Despueé s hablamos —concluyoé Vito, daé ndole un beso en la mano a su esposa. —Iremos de compras y a almorzar mientras ustedes hacen negocios —dijo Gia—. Hice una


reserva en Masa para la cena y tambieé n iremos al club de la familia en Soho, nos divertiremos. — Se dirigioé a míé—. Dile a Massimo que suelte su tarjeta negra, esta tarde, seraé tarde de chicas. —Bebeé —senñ aloé Vito—, creo que cambiaremos de restaurante, no es momento de ir a Masa, iremos a almorzar en el restaurante del hotel y en la noche cenaremos donde el tíéo Tomaso. Me temo que tendremos que manejar un bajo perfil. Gia, seguro acostumbrada a ese tipo de situaciones, le sonrioé a su esposo y aceptoé sin decir nada maé s. La conversacioé n fluyoé mucho maé s desinhibida, Massimo se veíéa relajado por primera vez desde que lo conocíéa. Lo vi reíér y bromear con el hombre de aspecto rudo mientras su esposa rodaba los ojos y sonreíéa ante su comportamiento. La limosina frenoé frente a un edificio de departamentos donde supuse que nos alojaríéamos. Nunca habíéa prestado atencioé n al olor de algué n lugar determinado, pero ocurríéa que nunca habíéa estado confinada en casa tanto tiempo. Al bajar del auto, me empapeé de los colores, los olores y el ruido propios de la Gran Manzana. Nos dirigimos hasta el elevador. Massimo digitoé un par de coé digos y este abrioé directamente en un amplio departamento. Lo vi hablarles a los escoltas que, al parecer, habíéan hecho un barrido del lugar, y camineé unos pasos observando la estancia. Era un departamento remodelado en el aé tico de un edificio de maé s de cuarenta anñ os, estaba decorado con estilo minimalista, mucho maé s sencillo que la mansioé n de Chicago. Dejamos el equipaje y salimos enseguida a almorzar. Me di cuenta de que Massimo se adelantaba unos pasos y cruzaba unas palabras con Vito, que me miroé de reojo, luego hizo unas llamadas y, al salir, aferroé mi mano mientras caminaé bamos hasta el hotel donde se llevaríéa a cabo el almuerzo y que, segué n Gia, quedaba a solo un par de cuadras. Capítulo 20 Cara. Ni siquiera podíéa describir la emocioé n que me invadíéa mientras escuchaba a Gia hablar de modas y desfiles, al punto de que la idea de escapar estaba ausente de mi mente en esos momentos. Ademaé s, no podíéa negar lo mucho que me gustaba el tacto de la piel de Massimo y


coé mo con su pulgar acariciaba el dorso de mi mano. Mientras el maître nos llevaba a la mesa, eé l, en un gesto espontaé neo, se dio la vuelta, me aferroé la barbilla y me besoé , de forma suave, casi tierna. Al separarnos, solo sonrioé viendo mi expresioé n pasmada. El hotel, elegante y de estilo, era propiedad de la familia Costa. Vito hablaba con orgullo del lugar mientras el maître nos acomodaba en una de las mejores mesas del restaurante. Ordenaron champanñ a y unas entradas. —Despueé s de almorzar tenemos una reunioé n con un par de inversionistas que deseo presentarte —informoé Vito—. Dejaremos que las chicas hagan sus cosas. —Sonrioé ante el gesto de Massimo, que dudaba si dejarme ir con Gia o ponerme una correa para no perderme de vista ni un momento —. Tranquilo, hombre, mis hombres son los mejores, estaé n mimetizados en todas partes, las chicas estaraé n protegidas. —Me dirigioé una mirada punzante—. En caso de que por algué n motivo se extravíéen, no podraé n ir muy lejos. Ese comentario me bajoé de la nube enseguida, no era una situacioé n normal, no debíéa olvidarlo, por maé s de que Massimo quisiera darle otro cariz a nuestro víénculo. —Tus hombres no son bienvenidos en Saphire —intervino Gia, mientras el mesero servíéa la champanñ a. —¿Es una joyeríéa? —pregunteé , animaé ndome de pronto. El empleado nos dejoé solos y vi coé mo la mirada de Vito, cuyos ojos oscuros mostraban la misma dureza que los de Massimo, se suavizaba cuando observaba a su esposa. —Saphire es mi negocio de lenceríéa, estaé en uno de los locales exteriores del hotel. Soy disenñ adora de modas y empresaria, he abierto varias tiendas en el este del paíés. —Guau, felicitaciones. Eres tan joven… Vito pasoé el brazo sobre el hombro de su esposa y la atrajo hacia síé. —Mi mujer es muy talentosa —le dio un beso en la frente—, hermosa, sexi como el pecado, y… ¿ya dije inteligente? Todos sonreíémos. —No lo hubiera logrado tan raé pido sin tu apoyo, bebeé —dijo ella devolvieé ndole la caricia. —Cara es una violinista de mucho talento. Ha estudiado toda su vida para ser una profesional. Observeé a Massimo como si de pronto le hubiera crecido otra cabeza. EÉ l aferroé mi mano, la besoé y la llevoé a su muslo, mientras le contaba a la pareja mis prodigios con el violíén. Mi alma se


llenoé de agradecimiento y de algo maé s a lo que no queríéa darle nombre, pero que me ocasionoé el impulso de abrazarlo y besarlo, de sentirlo cerca y a la vez de salir corriendo. Algo debioé intuir en mi mirada, porque me dio un beso detraé s de la oreja. —En unos anñ os tocaraé s en el Carnegie Hall —dijo Gia—, seraé s famosa, haremos fila para pedirte autoé grafos. Si tu pasioé n es tan fuerte como la míéa, lo lograraé s. Asentíé. —Es lo que maé s deseo —dije con fruicioé n. El resto del almuerzo trascurrioé de forma tranquila. Degustamos la comida, una fusioé n de varias culturas, con sabores y olores increíébles, y despueé s de los postres, el chef salioé a saludarnos. Bromeamos, charlamos, nadie que nos viera desde fuera diríéa que habíéa algo fuera de lo normal, eé ramos un par de parejas disfrutando de un delicioso almuerzo. Pero no debíéa olvidar que nada era normal, que estos no eé ramos nosotros. Un dejo de tristeza se instaloé en mi interior al pensar que, si nos hubieé ramos conocido en otras circunstancias, todo seríéa muy distinto. Gia me arrastroé al lavabo, poco antes de que trajeran el postre, un par de hombres nos siguieron como lapas. Una vez estuvimos dentro del banñ o, cerroé la puerta dejando a los tipos fuera, no sin antes darles una mirada intimidante. —¿Queé es lo que has hecho? Tienes a Massimo Di Lucca babeando el piso por donde caminas… —¿En serio? La mireé sorprendida. Entreé al excusado y cuando salíé, ella ya se retocaba los labios. Me laveé las manos y nos observamos a traveé s del espejo. —Estaé s ciega, eé l y Vito son muy buenos amigos, tienen muchos negocios en comué n, legales e ilegales… Ya me entiendes. —Asentíé—. No lo habíéa visto tan íéntimo con una mujer en mucho tiempo, ni siquiera con Angeé lica. Me invadioé una curiosidad insana por saber del pasado de Massimo. ¿Llevaríéa mujeres en sus viajes? La sensacioé n de celos me cayoé como pedrada en el estoé mago. —Creo que te equivocas con Massimo, para eé l soy el trofeo de su victoria. —Me imagino que esa fue su intencioé n al comienzo, seguramente ese hombre no sabíéa el diamante que le caeríéa en las manos, pero en este momento no es asíé, una parte del tiempo te mira como si quisiera devorarte, la otra parte como si quisiera retorcerte el cuello, y otra como si fueras una jodida aparicioé n. —Massimo es…


—Intenso, apasionado… implacable. —Todo eso, y tambieé n es arrogante y tiene un profundo sentido del honor y la venganza, no le veo futuro a esto, esperemos que pase la novedad y me deje en paz. No era amiga de ir soltando confidencias a gente que acababa de conocer, decidíé ser cauta. La chica se puso algo de perfume detraé s de las orejas, miraé ndome de manera dubitativa. —La familia de Vito odiaba a mi familia y eé l tambieé n teníéa un gran sentido del honor, son hombres de mafia, la vendetta estaé impregnada en su ADN, sin embargo, aquíé estamos… Mientras eso llega, si es que llega, disfrué talo, si juegas bien tus cartas, haraé s que olvide a la perra de Angeé lica. —¿Tué queé sabes de ella? —Sentíé que las mejillas me ardíéan y los celos asentados en mi estoé mago causaban malestar. —No seé mucho de esa relacioé n, cuando vivíéa en Chicago lo veíéa muy poco, eé l era el hijo del capo, pero siempre estaba fuera, solo seé que cuando Massimo estaba cerca de ella, la mujer parecíéa olvidar que estaba casada y tambieé n que llevaba bragas. Creé eme, no soy de esas machistas que solo culpan a la mujer por ponerle los cuernos al marido, Massimo tiene la misma responsabilidad, aunque tambieé n seé que ha intentado poner fin a la relacioé n maé s veces de las que recuerdo. —¿Estaé enamorado de ella? —Por Dios, no, pero es una relacioé n antigua y coé moda, creo que su esposo hace de la vista gorda porque para eé l es beneficioso mantener el víénculo de negocios con los Di Lucca. Te preguntaraé s coé mo estoy tan informada si no puedo volver a Chicago. —Sonrioé —. Mi prima Sofíéa y yo mantenemos largas conversaciones a escondidas. —¿A escondidas? —Mi familia me repudia, debíéa casarme con un misoé gino escogido por mi padre y me fugueé el díéa de la boda; Vito me esperaba en su yate, me quiteé el velo y corríé hacia los brazos de mi amor… Desde entonces se supone que la Sacra Familia no hace negocios con los Costa, pero Massimo se pasa la enemistad de mis padres y Vito por donde no llega el sol. —Me guinñ oé un ojo y fue mi turno de sonreíér—. Los Di Lucca son la realeza y, ademaé s, Massimo estaé como quiere, es tema de conversacioé n entre todas las chicas casaderas. Gia se acomodoé el mechoé n de cabello rosa mientras abríéa la puerta. —¿Te arrepientes? ¿De dejar tu familia y tu ciudad? —¡No! Nunca lo hubiera logrado quedaé ndome con mi familia, mi madre decíéa que mis disenñ os


solo los llevaríéan las putas, mi destino era convertirme en una esposa trofeo. —Un velo de tristeza pasoé por sus ojos, pero se disipoé enseguida—. Vito me ha dado el mundo y, ademaé s, coé mo iba a dejar ir semejante ejemplar. Tenemos que ser astutas y ver las oportunidades que la vida nos va presentando. Pieé nsalo bien. ¿Tan malo seríéa enamorarte de Massimo? No dije nada maé s, seríéa una tonta si bajaba la guardia. Al salir, observeé al par de hombres de mirada neutra que caminaron detraé s de nosotras. Necesitaba solo una oportunidad. Al llegar a la mesa, algo debioé notar Massimo en mi rostro, porque enseguida preguntoé : —¿Estaé s bien? —Síé, claro. —Chicos, nosotras nos vamos, nos vemos maé s tarde aquíé mismo para ir al restaurante de Tomaso. Massimo sacoé su tarjeta negra de titanio y me la extendioé . —No repares en gastos. ¿Habríéa tenido ese mismo gesto con otras? Un instinto de posesioé n se alzoé en míé, me molestoé imaginarlo compartiendo su tiempo con alguna enamorada aquíé en Nueva york. —Toé mala —murmuroé eé l—, no muerde. Respireé profundo y, a pesar que algo en mi interior me decíéa que no lo hiciera, tomeé la tarjeta de su mano. —Te informo, querido Massimo, que tu chica va a dejar varios miles de doé lares en mi negocio, vamos. Le dio un profundo beso a su esposo y me sacoé en volandas del lugar. “Saphire”, pronuncieé el nombre del aviso en letras doradas con negro antes de entrar a una lujosa tienda, que oscilaba entre sex-shop y tienda de damas. Sin dejar de ser elegante, el concepto del lugar era audaz y la ropa que se exhibíéa en maniquíées y vitrinas era delicada, fina y sexi. Gia entroé pisando fuerte y hablando con autoridad. —Rose, vamos a estar en el vestidor, traé enos un vino espumoso y toda la líénea Scandale… Gia dio mis tallas con una exactitud que me impresionoé , ya que no me las habíéa pedido. —¿Coé mo tué …? —La experiencia de trabajar con los tallajes todos los díéas. Entramos en un vestidor y nos sentamos en un sofaé mientras una empleada nos servíéa una copa de vino espumoso y otra entraba con perchas de ropa diminuta de diferentes formas y colores, demasiado audaces para el estilo que habíéa usado siempre.


Una vez que las perchas fueron colocadas en una especie de armario, Gia me alentoé a entrar a un vestidor privado con varias de las prendas, que me fui midiendo —sujetadores bra de calados finíésimos, pantis diminutos de encaje y raso, medias de seda con coquetos ligueros—, mientras imaginaba una mirada boscosa deslizaé ndose por cada curva de mi cuerpo. Al principio estaba avergonzada, pero a medida que me medíéa cada prenda y me miraba en el espejo, un calorcillo de anticipacioé n burbujeaba por mi piel; el espejo me devolvíéa la imagen sexi de una mujer que apenas reconocíéa. Me solteé el cabello metiendo mis dedos entre las hebras para darle un estilo distinto y luego saqueé un labial de mi bolso y resalteé los labios en color rojo, me gustoé el efecto y disfruteé del momento. Me inclineé para deslizar una media de seda por mi pie poniendo cuidado de no romperla, la otra ya estaba en su lugar. —Es la mejor jodida imagen que he visto en mucho tiempo. Levanteé la cabeza de golpe, para encontrar la mirada de Massimo recorriendo mi piel. Enrojecíé de golpe. —Eres una mujer bellíésima —susurroé en tono de voz ronco acercaé ndose a míé. Sentíé la yema de su dedo recorriendo mi columna en una caricia que casi me hace ronronear. —¿Queé diablos haces aquíé? —pregunteé nerviosa alejaé ndome de eé l y tomando una toalla para cubrirme. —¡No te cubras! —Noteé algo diferente en su expresioé n, como si hubiese dejado de lado algo del peso que llevaba en los hombros, o a lo mejor eran ideas míéas. Me llevoé frente al espejo y me acaricioé el contorno del cuerpo sin dejar de mirar por el cristal—. Teníéa que verte, desde que Gia dijo que estaríéan aquíé, no pude quitarte de mi cabeza. —Me besoé el hombro y acaricioé el cuello —. Esto es mejor que mis fantasíéas. Voy a joder una negociacioé n de millones y me importa una mierda. —¿Queé diraé Gia? EÉ l sonrioé . —Me invitoé a entrar y me dijo que me tomara mi tiempo, ella sabe que la políética maé s


importante de su negocio es que el cliente se vaya satisfecho. Sonreíé miraé ndolo de reojo. —Y se supone que tué eres el cliente. EÉ l negoé con la cabeza. —No, aé ngel —me observoé a traveé s del espejo—, el cliente eres tué … Tragueé el nudo en mi garganta y me arriesgueé . —¿Has tenido muchas fantasíéas conmigo? —Me pegueé un poco maé s a eé l, sentíé su mano acariciar el contorno de mis nalgas mientras la otra apretaba firme, pero con suavidad, mi pecho. A pesar de que ansiaba su toque, lleveé mi mano hacia la suya, apartaé ndola de mi piel—. No soy una chica faé cil. Intenteé darle una mirada desafiante y un brillo de burla latioé en sus ojos. —Nada en ti es faé cil —dijo con un toque de resentimiento y la respiracioé n agitada—, me gusta coé mo me enfrentas. Se me pone dura cada vez que evoco nuestro encuentro. Adoro tus tetas, tu culo, tus piernas, pero ¿sabes que es lo que maé s atesoro? El ué nico momento en el que te siento míéa, y lo he experimentado muy pocas veces. —Era incapaz de modular, sus palabras me acaloraban, una especie de estaé tica vibraba por todo el lugar envolvieé ndome en una nube espesa de atraccioé n y deseo por ese hombre oscuro que me prodigaba caricias y palabras que actuaban como cerillas, listas para hacer estallar un polvoríén—. Cuando te miro a los ojos y veo tu vulnerabilidad y placer antes del orgasmo. Es mi jodido momento perfecto. Me dio la vuelta, tomaé ndome por la nuca y arrastrando su cara hacia la míéa, en un beso tempestuoso e intenso, restregaé ndome contra eé l mientras me acariciaba la espalda, las nalgas y me devoraba la boca. Sus manos actuaban firmes, insistentes, mis piernas apenas me sostendríéan, sentíéa un placentero dolor, convulso, punzante. Como si fuera a estallar y solo eé l pudiera mantenerme entera. El corazoé n me tronaba en el pecho, al mismo tiempo que el miedo me recorríéa. Massimo me asustaba, porque todo eso que me hacíéa sentir no podíéa ser solo lujuria o placer, iba maé s allaé de la atraccioé n. Massimo cayoé de rodillas, lo vi cerrar los ojos y apretar la cara contra mi vientre, y noteé que luchaba por controlarse. —Tu piel es suave como la de un bebeé . Quiero comerte… Ahora mismo. —No creo que sea el lugar… Mi voz sonoé aguda y por un segundo quise tener maé s control sobre mi cuerpo y mis sentimientos, pero apenas podíéa respirar. Mientras eé l repasaba con la nariz y la barbilla mi


vientre, alzoé su mirada hacia míé. ¡Dios! Sus ojos estaban oscuros con las pupilas dilatadas en un claro deseo; olvideé doé nde y con quieé n estaba, y me entregueé por completo. Massimo rompioé la fina tanga de encaje exponieé ndome a su mirada. Inhaloé con fuerza y mi cuerpo tembloé ante su cercaníéa. —Cada detalle de tu cuerpo me enloquece, nena. —Yo no podíéa maé s. Me tumboé con suavidad en el silloé n y me abrioé maé s las piernas—. He querido hacer esto desde esa noche. Deslizoé la mano entre mis muslos, abrieé ndolos ligeramente, y apretoé la cara contra míé. Un gemido vibroé en mi garganta y aferreé su cabello queriendo imprimir presioé n, pero me contuve. —Hazlo —susurroé eé l separaé ndose unos centíémetros—, ¿queé tanto deseas mi boca en tu conñ o? Mis muslos temblaron en cuanto abrioé con sus dedos mi sexo y apretoé su boca contra eé l, ejercíé presioé n, como si quisiera ser devorada y a la vez devorarlo. Mireé a la mujer en el espejo y me di cuenta de que, despueé s de eso, ya no seríéa la misma Cara. —Eres suave, salada, deliciosa —murmuroé sacaé ndome de mis pensamientos. Chupoé , lamioé y succionoé hasta que se aprendioé cada jodido rincoé n de mi sexo, y yo, mientras me retorcíéa bajo el lento y dedicado toque de su diestra lengua, intenteé mover las caderas, pero me mantuvo quieta de manera implacable, alternando lamidas y besos, empujando y halagando. Lento, raé pido, paciente e inexorable, conducieé ndome cada vez maé s cerca de ese punto en el que no pude maé s, me llevoé a la cumbre y me hizo volar. Se bebioé mi placer, gemíé y griteé . Mi orgasmo latioé hué medo, caliente e incontrolable, ondeando por todo mi cuerpo. Eso era real, y míéo. Me aferraríéa a ello. Porque mientras estuvieé ramos asíé, viviríéa la fantasíéa y, sencillamente ignoraríéa la realidad. Era la ué nica forma de mantener la cordura. Massimo levantoé la cabeza, se limpioé la boca y sus ojos me observaron aun con hambre. Se levantoé excitado y me quedeé miraé ndolo, esperando lo que iba a hacer a continuacioé n, su excitacioé n era evidente. Caminoé y se aferroé el cabello; respiraba buscando un poco de control. —Massimo… —Quiero devorarte, follarte hasta que no te puedas mover, pero no saldríéamos de aquíé en lo que queda de tarde y de verdad necesito asistir a la maldita reunioé n. —Me miroé con gesto


atormentado y senñ aloé las prendas—. Mejor me voy, compra todo esto, quiero que lo uses siempre y recuerdes esta tarde. —Negoé con la cabeza—. Eres increíéble, me estaé s friendo los sesos, Cara O’Reilly—. Se acercoé de nuevo a míé y me dio un suave beso en los labios, pude sentir mi esencia en ese beso—. Solo complaé ceme esta vez, tengo asuntos que atender con Vito, por lo que estareé ocupado, mis chicos te llevaraé n al departamento, ponte ropa linda, al parecer no somos los ué nicos invitados a la cena de esta noche en Tomaso. Asentíé sin modular palabra, apenas me recuperaba de lo vivido minutos atraé s. Cuando estuve sola, me vestíé con premura, no queríéa estar maé s en aquel lugar. Con gesto confundido salíé del vestidor, una empleada estaba afuera recogiendo prendas que ni siquiera me habíéa probado. —El senñ or dijo que se lo iba a llevar todo —dijo, pidieé ndome las que pensaba medirme antes que Massimo entrara. La mireé confusa, la neblina que me habíéa envuelto minutos atraé s se negaba a disiparse. Asentíé. Me sentíéa narcotizada, como si caminara entre nubes o me hubiera fumado un porro. Gia entroé cuando la mujer salioé , me observoé de arriba abajo y luego soltoé la risa. —Supongo que tuviste un final feliz. —Volvioé a sonreíér. —Yo… Gia… —No digas nada, digamos que te tengo que agradecer el hecho de que yo tambieé n haya tenido uno. —Me agarroé del brazo quedando de gancho—. Vamos, te llevareé a la boutique de una amiga, te compraraé s el vestido maé s sexi que encontremos en el lugar y lo luciraé s esta noche. Con mi lenceríéa y un bonito vestido le daraé s la estocada final. Salimos del lugar e inmediatamente se apostaron a lado y lado de nosotras cuatro hombres, entre los que reconocíé a los dos de Massimo. Gia hizo como si no estuvieran, nos subimos a un coche negro, y una vez que la puerta estuvo cerrada, me dijo: —Pobre Massimo, si vieras su mirada cuando me lo encontreé a la salida. Nuestro chico estaé atrapado y ni siquiera lo sabe. Y, por lo visto, tué tampoco. No dije nada. Intentando quitar de mi cabeza los recuerdos de lo ocurrido minutos antes, le


pregunteé a Gia de doé nde surgíéa su pasioé n por la lenceríéa, La charla de Gia y sus bromas me distrajeron de mis pensamientos. Al llegar a la boutique, salíé de la nebulosa Di Lucca y me probeé un par de vestidos pegados al cuerpo, unos dedos sobre la rodilla, algo provocativos para el estilo al que estaba acostumbrada. Pero Gia insistioé tanto en los atuendos y habíéa sido tan amable, que la dejeé hacer. Ella tambieé n adquirioé un par y ambas nos cambiamos en el departamento de Massimo. Hizo ir a sus estilistas de confianza, yo gozaba de todas las atenciones, del masaje y arreglo del cabello, del maquillaje, las unñ as, seríéa muy faé cil dejarme seducir por este mundo de mimos tan ajeno a mi forma de ser. En cuanto estuvimos listas, Gia, que estaba despampanante, me miroé y soltoé una risotada. —Lo volveraé s loco. Dios, eres preciosa, Cara O’Reilly, si fuera lesbiana te echaríéa los tejos. Sonreíé sin sonrojarme, seguramente gracias al par de margaritas que habíéamos bebido. Salimos del departamento en medio de risas y bromas. Desde que habíéa empezado a estudiar mué sica, no teníéa amigas, en el medio musical habíéa mucha competencia y envidias, no podíéa confiar en nadie. Gia me gustaba mucho y me hizo extranñ ar esa camaraderíéa ausente en mi vida en esos momentos. Nuevamente un ejeé rcito de hombres nos escoltoé hasta llegar al restaurante, ubicado en el barrio italiano, en un sector que colindaba con el barrio chino. —El sitio no es elegante, pero te aseguro que es la mejor comida italiana de este lado de la ciudad. Los chicos ya estaban en el lugar porque vi a algunos de los hombres que habíéa visto en el hotel. Massimo se levantoé de la silla tan pronto me vio entrar. Su mirada era de sorpresa y sus ojos brillaron emocionados. Sonreíé, habríéa podido volar. Lo vi acercarse, me quitoé el abrigo. Me miroé de tal manera y con tanta intensidad que sentíé verguü enza, quise abrazarlo hasta que se me pasara la sensacioé n, y en un acto de valentíéa lo hice. Nada maé s habíéa alrededor, ni sus amigos, ni sus escoltas, nada de la vida real me alcanzaríéa esa noche. Recordeé sus manos acariciaé ndome, su boca, cerreé los ojos unos instantes y volvíé a sentir la emocioé n que me atrapaba el estoé mago aferraé ndome el corazoé n y el sexo. Capítulo 21 Massimo. No habíéa podido sacaé rmela de la cabeza.


Si respiraba, inhalaba su aroma. Si cerraba los ojos, podíéa verla deshacerse ante mis caricias. Si pensaba en ella, me poníéa tan duro como una piedra. Vito palmeoé mi hombro sacaé ndome de mis recuerdos, ni siquiera me di cuenta de que habíéa detenido el auto. —Vamos, Di Lucca es hora de hablar de negocios, agradezco el rapidito con mi mujer, aunque… tué tambieé n pasaste un buen rato, te noto muy callado, baja ya. —Bajoé del coche y lo seguíé, estaé bamos en una de las zonas maé s alejadas de la Gran Manzana, en alguna parte de Queens frente a un almaceé n abandonado. —Si no te conociera bien, pensaríéa que vas a matarme. Vito sonrioé . —Tantos atentados juntos parece que te estaé n afectando, por cierto, lamento la muerte de tus padres, pero parece que ya encontraste algo de consuelo. Me detuve unos pasos tras eé l… —Nunca olvidareé lo sucedido a mis padres, Vito, ¿por queé no me dices de una vez queé diablos quieres de míé? Vito levantoé los brazos y mis dos hombres llevaron las manos a sus armas, pero di la orden de que se quedaran quietos. —Me conoces, Massimo… Solo quiero proponerte un negocio. —Uno del que llevas hablando todo el maldito díéa, pero que aué n no seé queé rayos es. —La paciencia es una virtud, amigo. —Se acercoé , mis hombres se movieron y gritoé —. Vamos, chicos, si quisiera matarlo lo hubiese hecho desde que se bajoé del puto avioé n. —Noteé que sus hombres ni siquiera se habíéan movido—. ¿Vas a entrar? —preguntoé . Yo hice un ademaé n para mostrarle que primero tendríéa que ir eé l, se rio, pero empezoé a caminar hacia el lugar. Conocíéa a Vito desde hacíéa muchos anñ os y me importaba un carajo la enemistad que teníéa con los Greco. Los Costa hacíéan parte de los socios fantasmas del conglomerado y yo siempre habíéa llevado una muy buena relacioé n con eé l, a diferencia de mi padre, que optoé por apoyar al padre de Gia, Valentino Greco, cuando esta escapoé de su matrimonio con Giovanni Ferrari. Vito abrioé las puertas y lo seguíé, mis hombres caminaban detraé s de míé mientras los suyos se


quedaban fuera. El edificio completo estaba en ruinas, el techo se caíéa a pedazos, pero las partes rotas estaban cubiertas con algué n tipo de laé minas de fibrocemento que permitíéan que la luz entrase. Vito siguioé caminando, asíé que lo seguíé, abrioé un par de puertas maé s y una cantidad de helechos saltaron a la vista, solo que no eran helechos… Eran… —Supe que entregaste la distribucioé n y venta de drogas a los carteles, que les estaé s dando proteccioé n, seguridad y sana competencia a cambio del 55, 5 % de las ganancias netas anuales… Chico listo. —Y tué tienes muy buenos informantes. —Acaricieé una hoja de la muy viva planta—. ¿Una maldita granja de marihuana? ¿En pleno Nueva York? —Oye, no las maldigas, se entristecen y se marchitan… ¿No has oíédo hablar de las energíéas de las plantas? —Eres un jodido lunaé tico —me reíé. —Ahora que has dejado el negocio de las drogas y que tué y yo tenemos el mismo deseo de dejar la “ilegalidad” —hizo comillas con sus manos—, queríéa invitarte a mi pequenñ o negocio. —Me imagino que no solo tienes este cultivo —dije mirando el invernadero. —Sabes que en 2019 se movieron en marihuana maé s de 8.6 billones de doé lares en todo Estados Unidos y que, ademaé s, en nuestro querido paíés se ha legalizado esta plantita en maé s de treinta estados. —Como uso medicinal… —Patranñ as, el mercado potencial de marihuana legal llega a los 9.7 billones, segué n un estudio de Arcview Market Researh y BDS Analytics. —Hasta donde seé , en Nueva York no es legal. —En Nueva York es legal lo que yo quiero que sea legal, asíé como lo haces tué en Chicago… ¿Quieres escuchar mi propuesta? La propuesta de Vito era sencilla, Luxor Company empezaríéa a producir medicamentos a base de marihuana que exportaríéamos a Europa y a los estados en los que ya era legal. Ademaé s, tendríéamos otra rebanada del pastel, ya que tambieé n obtendríéamos un porcentaje en las calles por la hierba pura. Las granjas estaríéan en estados como California, Alaska, Colorado, Maine, Massachusetts, Nevada, Oregoé n, Washington y Vermont, Vito ya teníéa las propiedades donde


empezaríéamos a sembrar y cosechar. Obviamente, habríéa un par de granjas ilegales en Nueva York y Chicago. Durante cuatro horas estuve escuchando a Vito hablar sobre maé rgenes de ganancia, inversiones y plantas de tratamiento. Una vez que el sol empezoé a descender, salimos de Queens en direccioé n al restaurante de Tomaso, que estaba ubicado en la Pequenñ a Italia, y nuevamente Cara tomoé mis pensamientos. Queríéa tenerla y al mismo tiempo sabíéa que debíéa alejarla y continuar con mi plan. Pero ella me desquiciaba y no de muy buena manera; cuando la teníéa cerca solo queríéa repetir una y otra vez lo que habíéa sucedido hacíéa un par de semanas. —¿Vas a decirme por queé trajiste a Cara O’Reilly a este viaje? Lo ué ltimo que supe fue que la habíéas raptado. —¿Coé mo es que estaé s tan enterado de todo lo que sucede en Chicago? Vito sonrioé pagado de síé mismo. —Tengo mis meé todos, Massimo, me gusta saber que estaé n haciendo mis amigos, pero me gusta aué n maé s saber que hacen mis competidores y enemigos. Tengo a los Greco muy vigilados, sobre todo a Luciano. Luciano Greco era el abuelo de Gia y pertenecíéa a la junta de ancianos de la Sacra Familia. —De hecho, querido amigo, no te hice venir hasta Nueva York solo para mostrarte mis plantitas y hablar de ellas, pero mi principal informante no llegaraé hasta manñ ana. Necesitas escucharlo. —¿Queé sabes, Vito? —De saber saber, nada, son suposiciones, conjeturas. Puedo estar equivocado o no, pero de lo que si estoy seguro es de que estaé s hasta los huesos por esa ninñ a. —Estaé s equivocado, yo solo… —¿La deseas? Piensas en ella cada minuto del puto díéa, es tu reheé n, pero la quieres tratar como reina, y como cereza del pastel te niegas a pensar que algué n díéa se iraé de tu lado. Lo mismo me ocurrioé con Gia cuando la vi en la fiesta de tu cumpleanñ os. —El auto se detuvo frente al restaurante de Tomaso—. Es su padre el principal sospechoso de la muerte de tus padres. Digo, no fue ella quien apretoé el gatillo o dio la orden. —Vito bajoé del auto dejaé ndome meditabundo. ¿Sospechoso? No, Connan era el culpable—. ¿Vas a bajar? —preguntoé y saliendo de mis


pensamientos, salíé tambieé n del vehíéculo. —¿Queé diablos sabes, Vito? —Cuando hablemos con el informante lo sabraé s. El restaurante de Tomaso seguíéa exactamente igual a como lo recordaba: si bien no era un lugar elegante, teníéa la mejor comida de la ciudad. Era acogedor y agradable, aunque pequenñ o. Su duenñ o nunca habíéa aceptado la oferta de Vito de expandirlo, ni permitido que eé l pagara sus deudas. Tomaso salioé de la cocina cuando nos vio llegar. Carmine, su hijo, y su esposa, Isabella, tambieé n se acercaron. Vito recibioé una llamada telefoé nica y se alejoé mientras Tomaso me contaba de su hijo Santino y la universidad, pero mi mirada estaba en Vito, que parecíéa enojado y discutiendo con alguien, sus gestos lo delataban. Tomaso se disculpoé para recibir un par de clientes que entraron y observeé a mi amigo regresar. —Parece que seremos nosotros y las chicas, el senador Coleman no puede acompanñ arnos esta noche, pero dice que le gustaríéa tomar un trago con nosotros antes de que vuelvas a Chicago. — Nos sentamos en nuestra mesa y la conversacioé n fluyoé entre cifras y presupuestos, aunque trateé de llevarlo de nuevo al tema del informante, fue infructuoso, no pude sacarle una palabra maé s —. Llegaron. Vito se levantoé para recibir a Gia y me gireé observando a Cara. Estaba preciosa y sexi, y por un segundo, mientras ella caminaba hacia míé, todo desaparecioé , queríéa saltar por la mesa, tomarla de la mano y llevarla al departamento. Sin embargo, las palabras de Vito seguíéan dando vueltas en mi cabeza y mientras transcurríéa la comida, y Cara y Gia eran cortejadas por Tomaso, solo podíéa pensar en mi conversacioé n con el hombre que me miraba fijamente. ¿Estaba enamorado de Cara? No, no, lo nuestro era deseo, lujuria, eran mis ganas de doblegarla, de poseerla. ¡Mierda! No podíéa estar enamoraé ndome de ella, no cuando lo que deberíéa era odiarla, no, cuando la deseaba como lo hacíéa. Estaé bamos saliendo del restaurante cuando tres motocicletas que pasaban comenzaron a


disparar sobre nosotros. Mi primer instinto fue sacar mi arma y tanto mis hombres como los de Vito hicieron lo mismo, pero ya la caravana se alejaba a la distancia. —¿Queé mierdas? —gritoé Vito. Yo en lo ué nico que podíéa pensar era en Cara. —¡Cara! ¿Estaé s bien? —pregunteé angustiado girando mi cuerpo con violencia. La vi agachada al lado de Gia, sus manos estaban en punñ os y temblaba. Un fuerte dolor atenazoé mi pecho al pensar en que algo le hubiera sucedido, me encamineé hacia ella, y la ayudeé a levantarse mientras la examinaba buscando alguna herida o sangre, pero estaba bien y, al confirmarlo, no pude evitar abrazarla con fuerza. Toda la tensioé n que habíéa acumulado en esos jodidos pocos segundos abandonoé mi cuerpo. —¿Estaé s bien? —Le di un beso y mis manos tomaron sus mejillas—. ¡Responde, joder! —Estoy bien, estoy bien… —¿Queé fue eso? —Me gireé para ver a Gia y a Vito tambieé n abrazados. —¡Jenks! —gritoé mi amigo y uno de sus hombres se acercoé —. ¿Queé diablos pasoé ? —Una jodida banda de moteros… —Quiero un informe detallado de quieé nes son y queé demonios queríéan. —Quieren dinero. —El hijo de Tomaso habloé —. Padre y yo nos hemos negado a pagar sus impuestos, dijeron que haríéan algo asíé, pero, la verdad, pensamos que no se atreveríéan, saben que tenemos tu proteccioé n, Vito. —Parece que no lo saben del todo bien, me encargareé de ello. ¿Estaé n todos bien? —asentíé, pero no solteé a Cara, por unos segundos penseé que la habíéa perdido y no queríéa volver a sentir eso jamaé s. A pesar de que teníéamos planes de ir a uno de los clubes de Vito, nos despedimos despueé s de unos minutos, quedando para vernos al díéa siguiente a la hora del brunch. Un par de hombres de Vito apoyaríéan a mis propios hombres en caso de que los moteros decidieran hacer otra tonteríéa, aunque sabíéa que mi amigo los perseguiríéa esa noche, y una parte de míé queríéa ir con eé l, no solo por haberme retado, sino por casi hacerle danñ o a Cara. Sin embargo, no lo hice; ella, a pesar de estar aparentemente tranquila, no soltoé mi mano durante el tiempo en que el auto nos condujo a casa.


Una vez que llegamos al departamento, la dejeé ir a su habitacioé n, necesitaba poner un poco de distancia y orden en los pensamientos que asaltaban mi cabeza. ¿Y si Cara hubiese resultado herida? ¿Mi venganza contra Connan habríéa terminado? Aunque deseaba que eé l sufriera y Cara era el medio para hacerlo, el solo imaginar que ella hubiese resultado afectada en el ataque llenaba mi pecho de congoja. Camineé hacia el bar y me servíé un escoceé s, bebíé mi trago y luego dirigíé la vista a la fotografíéa familiar colgada en la pared del recibidor: mamaé habíéa insistido tanto en esa fotografíéa que no pude negarme. Lleveé la copa a mis labios. No podíéa, simplemente no podíéa seguir jugando este tonto juego del gato y el ratoé n. Definiríéa las cosas cuando estuviera en Chicago. Sin decir una palabra camineé hacia la habitacioé n principal. Estaba terminando de desabotonar los botones de mi camisa cuando sus pasos resonaron en el corredor, me acerqueé a la puerta conteniendo el impulso de arrastrarla hacia la cama, ella se detuvo del otro lado y esperaba que no tocara o intentara entrar, estaba tan confuso que la tomaríéa sin importar los sentimientos que me embargaban, comeríéa de su sexo una vez maé s y luego me sumergiríéa en su interior. Pasaron un par de segundos antes de que escuchara la puerta del cuarto de enfrente cerrarse; dejeé escapar el aire que no sabíéa que reteníéa y quiteé el pestillo de la puerta antes de ir a la cama y llamar a Salvatore. Di vueltas por no seé cuaé ntas horas entre las saé banas. No solo el atentado de esa noche y los descubrimientos que trajo a mi vida me manteníéan despierto, tambieé n estaban las palabras de Vito sobre la culpabilidad de Connan en la muerte de mis padres. Los Costa teníéan un sexto sentido, una extranñ a intuicioé n; Vito era astuto, inteligente y no confiaba ni en su maldita sombra, si eé l dudaba sobre lo ocurrido con mis padres, lo que teníéa entre manos no era informacioé n suelta. Pero teníéa que estar equivocado, Chiara dijo que eran irlandeses los que nos habíéan atacado y fue un irlandeé s al que capturamos en la casa de descanso donde se escondíéan los chicos… Vito


teníéa que estar equivocado, porque si O’Reilly no era el culpable de la muerte de mis padres, entonces habíéa cometido un gran error con Cara. No, eso no podíéa ser cierto. La puerta de mi habitacioé n se abrioé y Cara entroé enfundada en un pijama de seda color champanñ a. No me movíé, para no alertarla de que seguíéa despierto, esperando cuaé l seríéa su siguiente reaccioé n. La vi cerrar la puerta antes de levantar la saé bana y escurrirse debajo de ella, a mi lado. Se acomodoé en mi costado y desliceé mi brazo bajo su cuello para que estuviese maé s coé moda. Por unos segundos, ninguno de los dos dijo nada, solo el sonido de nuestra respiracioé n llenoé la habitacioé n. —Por increíéble que parezca, me siento maé s segura aquíé, a tu lado —dijo en voz baja, casi inaudible. Respireé con fuerza y la atraje maé s hacia míé. —Por increíéble que parezca, me alegra que esteé s aquíé. Ella subioé su mirada hacia la míéa y no contuve el impulso de besarla. Nos besamos sin pausas, pero sin prisas, y luego su mano se colocoé justo sobre mi pecho, segundos despueé s su respiracioé n era suave y ríétmica, supe que algo habíéa cambiado y por maé s difíécil que fuera creerlo, no temíéa. Aun asíé, con ella entre mis brazos, no pude dormir, y cuando el sol empezaba a asomarse salíé de la cama, me vestíé con una camisa de deporte y una pantalonera, y fui al gimnasio que estaba en la planta baja del edificio, encendíé la caminadora y corríé en la cinta hasta que mis piernas latieron y mis pulmones me pidieron un respiro. Luego golpeeé el saco, sacando con ello la frustracioé n de lo acontecido en las ué ltimas horas. Llameé a los ninñ os y charleé con ellos antes de subir al departamento. Nino estaba de guardia en la puerta, entreé y camineé directamente hasta la cocina, el sudor corríéa por mi espalda y rostro, por lo que me quiteé la camisa y la useé para secarme la cara mientras abríéa el refrigerador y sacaba una botella de agua con gas. La destapeé raé pidamente y me la empineé , estaba sediento y queríéa darme una ducha cuanto antes. Cerreé el refrigerador y me gireé para ver a Cara entrar en la cocina, ella se sobresaltoé al verme y su pequenñ o salto hizo que casi me ahogara con el agua que bebíéa.


Ella corrioé hasta donde estaba y dio pequenñ os toques en mi espalda, el contacto de mi piel con la suya hizo que la sangre me corriera con prisa, en un momento ella intentaba ayudarme y al siguiente la teníéa entre mi pecho y la encimera, mis labios apretujaé ndose contra los suyos, mi ereccioé n clavaé ndose en la parte baja de su vientre. Mi deseo y mis sentimientos medíéan fuerzas en mi interior, porque deseaba a esta mujer y teníéa mis pensamientos hechos mierda, porque no podíéa olvidar quien era. Antes que pudiera subirla a la encimera y deleitarme con el calor de su sexo, ella se separoé , contrita. —No, Massimo… Uníé mi frente a la suya cerrando los ojos con fuerza. —Me estas matando, Cara. —Tué tambieé n, tus estados de aé nimo me confunden, en un segundo me deseas y al siguiente eres serio y parco conmigo, y luego me besas como si quisieras absorber mi alma. Cara estaba diferente esa manñ ana, percibíéa un sesgo de resolucioé n en su mirada. Habíéa tanta mierda en medio que me sentíéa como si tuviera dinamita en las manos. Negueé con la cabeza. —Somos una contradiccioé n, Cara O’Reilly —jadeeé llevando mi mano a su rostro. Ella la cubrioé con la suya, sus ojos azules miraé ndome con bríéo mientras negaba con la cabeza. —Estoy cansada de ser una contradiccioé n, estoy cansada de luchar conmigo misma, de decirme frente al espejo que no te deseo, pero volverme arcilla en tus manos cuando me tocas. ¡Tué me deseas, Massimo Di Lucca! Pero me culpas de ser hija de quien soy, aunque en el fondo de tu corazoé n sabes que no es mi pecado, amo a mi padre, pero no es mi culpa haber nacido de las entranñ as de un hombre cuyas manos estaé n sucias por muchíésimas cosas, estoy harta de negarme lo que quiero, de pensar que puedo huir de ti… Quiero esto, quiero este díéa, no tengo padres, no tienes padres, no eres el jefe de una familia que grita que hagas valer tu honor y cobres conmigo una venganza que no me pertenece… No la dejeé hablar maé s, la beseé de nuevo y ella se volvioé receptiva. Mis manos recorrieron el


contorno de su cuerpo hasta aferrar su trasero, la impulseé hacia míé y sus piernas se enredaron en mi cintura. Salíé de la cocina caminando hacia mi habitacioé n y la dejeé caer sobre la cama. Mi miembro estaba listo para ella, deseoso por ella. Un díéa, un díéa sin padres, sin remordimientos. —Un díéa, Cara. Ella me observoé con fuerza, su mirada traspasando mi interior, acaricioé mi cabello con ternura y se mordioé el labio. —Entonces foé llame como si no tuvieé semos un manñ ana. Capítulo 22 Massimo —Massimo —expresoé ella cuando desliceé un sendero de besos por su espalda—. Tenemos que salir de la habitacioé n. —A la mierda Vito y su jodido brunch. —Lo decíéa en serio, queríéa quedarme en esa habitacioé n con ella, queríéa que las siguientes veinticuatro horas fueran eternas. Joder. ¿Queé mierda? ¿Eternas? —Le dije a Gia que me quedaríéa con ella en la piscina mientras Vito y tué hacen cosas de mafiosos. —¿Cosas de mafiosos? —Sonreíé y arqueeé una ceja en su direccioé n. —Síé, no seé queé hacen los mafiosos… Beben, fuman, planean a quien matar. —Hacemos mejores cosas que esas. —Adoé rnalo como quieras, es lo que es. —Se levantoé de la cama y enrolloé la saé bana en su cuerpo—. Das las oé rdenes. El hecho de que no dispares un arma y mates a alguien no te hace maé s santo, disfrutas del dinero que viene de negocios que no son legales. —El conglomerado es completamente legal. Me levanteé tras ella sin importar mi desnudez, admireé su caminar y coé mo se deshizo de la saé bana mientras alistaba la ropa. Era jodidamente perfecta y habíéa estado en ella las suficientes veces como para quedar impregnado en su piel. —Sirves a Dios y al diablo… —Cara… —¿Sabes queé ? No quiero juzgarte, ni meterme en una discusioé n sobre lo que estaé bien o mal, en este momento me da igual, no somos Romeo y Julieta y esto son veinticuatro horas de sexo consensuado. Voy a banñ arme y estareé lista para ir a la casa de Gia en treinta minutos… Deberíéas hacer lo mismo. Se giroé dejaé ndome completamente estupefacto. Ella lo teníéa claro, habíéa querido sexo y lo


busco de míé, pero a pesar de esto no me sentíéa usado, estaba daé ndome justo lo que queríéa de ella, o eso queríéa creer. Entreé al banñ o y observeé su silueta a traveé s del vidrio de la ducha. Corríé la puerta, entreé y me ubiqueé detraé s de ella. —No me gusta seguir oé rdenes, sin embargo, esta vez hareé lo que dices. Masajeeé mi miembro un par de veces y sus ojos se dirigieron al movimiento en mi mano. —Bueno, me gusta que me obedezcan. Arrastroé su mano por mi pecho descendiendo hasta arropar mi mano con la suya. —¿Hay algo que quieras, nena? Me solteé y la dejeé a ella manejarme. No penseé que fuese a ponerse de rodillas, pero no puedo negar que verla ahíé hizo que se me pusiera de maé rmol. —Calla…. Y ni se te ocurra tomar mi cabeza —musitoé antes de meterme en su boca. **** La mansioé n de Vito estaba ubicada en los Hudson Valley. Era una construccioé n modernista de millones de doé lares y maé s de ocho mil metros cuadrados, habíéa una casa para los hueé spedes decorada con un jardíén japoneé s, con extensos senderos e incluso un lago artificial con peces koi, los preferidos de Gia. Habíéamos tenido muchas fiestas en esa casa; recordeé la ué ltima vez que vine a Nueva York, un anñ o antes de que Angeé lica se casara con Parker. Habíéa sido algo asíé como nuestro viaje de aniversario, era el primer anñ o completo que habíéamos estado juntos. Cara se removioé a mi lado cuando el auto se detuvo, y, tomando su mano, la lleveé a mis labios. Habíéa pasado toda manñ ana adorando su cuerpo, besando cada pequenñ a porcioé n de su piel, llevaé ndola al líémite cuantas veces fuese posible, sin embargo, queríéa maé s, queríéa decirle a Fabricio que diera vuelta atraé s y nos llevara de nuevo al departamento. —¿En queé piensas? —murmuroé cuando mi mirada se quedoé parcialmente trancada en la de ella.— En todo lo que hicimos esta manñ ana, en como debimos mandar esta invitacioé n a la mierda y seguir encerrados en la habitacioé n. Me acerqueé para un nuevo beso y ella puso sus dedos en mi boca. —Creo que… —Vamos, bajen ya, necesito a mi nueva mejor amiga —exigioé Gia abriendo la puerta—. Hice traer la ué ltima coleccioé n de vestidos de banñ o de la tienda y con esas curvas y ese tono piel, ya


tengo elegidos al menos tres que te quedaraé n de maravilla. Detraé s de ella y a los pies de las escaleras estaba Vito, vestíéa una bermuda color caqui y una camisa polo azul, por lo que todos los tatuajes de sus brazos estaban a la vista. Gia ayudoé a Cara a salir del auto y no tuve maé s eleccioé n que salir, yo habíéa optado por un jean negro y una camisa gris. Vi a las chicas entrar a la mansioé n y saludeé a Vito con un apretoé n de manos. —Tu informante… —Lo veremos maé s tarde, penseé que podríéamos divertirnos con las chicas en la piscina antes del almuerzo. La mansioé n Costa era tan majestuosa por dentro como lo que era por fuera. Vito me llevoé hasta la piscina interior y me indicoé doé nde podríéa cambiarme de ropa. No habíéa rastro de Gia y Cara cuando salíé del cubíéculo, pero Vito ya estaba en la piscina con un vaso de licor en la mano. Una mujer uniformada me entregoé un vaso y me lo lleveé a la boca mientras caminaba hacia eé l. —Buen ron… —Observeé el vaso a contraluz— ¿Doé nde estaé n Cara y Gia? Vito sonrioé . —Conociendo a Gia, estaé jugando a la munñ eca con tu mujer… —Ashh, odio cuando hablas mal de míé, bebeé —protestoé Gia, que veníéa bajando las escalinatas. Traíéa un traje de banñ o de dos piezas color gris, pero a pesar de sus curvas y de su tono de piel olivaé cea, no fue a ella a la que observeé , sino a la menuda mujer que veníéa detraé s, la mujer que estaba haciendo que cada circuito de mi cabeza se quemara y, como si me hubiese estrellado contra una pared de concreto, me di cuenta raé pidamente de lo ilusas e insulsas que sonaban las palabras en mi mente. Estaba jodido y no en el buen sentido de la palabra. Cara lo habíéa dicho bien, ni ella era Julieta ni yo Romeo y, a pesar de que nuestras familias estaban en guerra, los Capuleto no habíéan quitado la vida de los patriarcas de los Montesco, de ser asíé, Romeo nunca hubiese puesto los ojos en Julieta. Y eso mismo debíé hacer yo, pero ya era tarde. Mis pies cobraron vida propia y se acercaron hasta Cara, que lucíéa el vestido de banñ o maé s sexi


que hubiese visto en una mujer; eran apenas tres tiras de tela negra cruzadas de tal manera que todo estuviese parcialmente cubierto. El silbido que Vito lanzoé hacia ella me dio a entender que no era el ué nico que apreciaba a la belleza que caminaba hacia míé. Me le acerqueé con un fuerte sentimiento territorial. —Estaé s… malditamente sexi, Cara, y no es que no lo aprecie, pero no me gustaríéa que Vito viese por accidente algo que me pertenece, me veríéa obligado a sacarle los ojos y daé rselos a comer a sus putos peces koi. Cara sonrioé coqueta y se dio la vuelta, me gustaba su seguridad cuando no se sentíéa amenazada, florecíéa y veíéa a la verdadera mujer que era, y no solo porque luciera sus pechos y sus nalgas como modelo, no, era algo intríénseco a su esencia, su mirada, su risa espontaé nea y musical. —Hablas del hombre que estaé comieé ndole la boca a su mujer allaé , no parece estar observaé ndome en lo absoluto y quiero aclararte dos cosas: no soy tuya, soy tu prisionera a pesar del sexo, y este traje es menos revelador de lo que parece —metioé la mano bajo la tela, despegando de su piel una especie de malla que estaba unida a las franjas negras—, pero es sexi, y me gusta verme sexi, y, ademaé s, me gusta coé mo reaccionas cuando me veo asíé. —¿Van a venir a la piscina o van a comerse con la mirada? —gritoé Gia. —Recueé rdame por queé no puedo matar a Gia —dije entrecerrando los ojos. —Porque yo acabaríéa contigo maé s raé pido que el chasquido de mis dedos —respondioé Vito terminante. —Ya quisieras… —Desliceé mi brazo por la cintura de Cara atrayeé ndola a mi costado—. Te reto a unas brazadas. —¿Brazadas? —se burloé Vito—. ¿Queé , estamos en la preparatoria? — Salioé de la piscina y Gia le pasoé una toalla—. Síégueme si estaé s dispuesto a retarme. Nunca le decíéa que no a un reto y eé l lo sabíéa, asíé que lo seguíé, vi a Gia entregarle una copa a Cara y luego caminar detraé s. El gimnasio de Vito estaba tan condicionado como el de la mansioé n de mis padres o el del nuevo Purgatory que abriríéa sus puertas en un par de semanas. —Te reto a hacer dominadas. —Me reíé, porque las dominadas estaban entre mis ejercicios favoritos—. En pareja. Tendioé su mano a Gia, que la aceptoé enseguida y ambos se dirigieron hacia la barra. Cara caminoé a mi lado sorbiendo de su pajita. —¿Dominadas? —Si pierdes, te tatuareé un pito en el culo. Esta vez me reíé maé s fuerte porque la apuesta era irrisoria. —Si tu pierdes, te pasareé la cuchilla por esa cresta.


Cristo, el hombre amaba a su cresta maé s que a nada, maé s que a Gia, incluso, sospechaba. —Hecho. —Y Gia se pintaraé el cabello de rubio. —Todas las miradas se enfocaron en Cara. —Y tué de rosa. —Bien, estamos dentro. Cara me dio una mirada de reojo y yo la apreteé a mi costado asintiendo. Observamos a Vito tomar de la cintura a su mujer y subirla en la barra antes de hacerlo eé l de un salto. Automaé ticamente, Gia rodeoé su cintura con las piernas, se notaba que lo habíéan hecho muchas veces antes. —El que haga menos dominadas seraé declarado como perdedor —dijo Vito antes de empezar a elevarse. Se dieron un beso cuando llegaron arriba. Lo hicieron unas veinte veces antes de que Gia soltara la barra quedando como un lastre. Vito hizo dos elevaciones antes de soltar la barra, aseguraé ndose de que ella no se lastimara—. Tramposa —le dijo a su esposa y ella sonrioé dejando un beso en sus labios. Cara dejoé la copa en una mesa y caminoé hacia la barra. Vi a Gia acercarse y susurrarle algo al oíédo; ambas rieron como colegialas. —¿Queé te dijo? —Nada, sué beme. La agarreé por la cintura repitiendo lo que Vito habíéa hecho antes de subirme yo. —Lista —dijo Cara y apretoé sus piernas a mis caderas con fuerza. Inhaleé capturando su aroma antes de hacer la primera elevacioé n. Ella me observoé con intensidad, como si quisiera decirme o hacer algo, pero se contuviera. —¿Me besaraé s, Cara? Ella sonrioé , y Gia empezoé a corear: “¡Beso, beso!”. Cuando lo hizo, sus labios teníéan un ligero sabor a pinñ a, ron y coco. Y me hubiese podido quedar ahíé, pero mis brazos no soportaron y descendíé, solo para poder elevarme de nuevo. Con cada dominada encontramos nuestro ritmo, me sentíé como en trance, los brazos empezaron a dolerme despueé s de la deé cimo quinta elevacioé n, pero seguíé, solo por el placer de encontrarme con esos grandes ojos azules sobre la barra. En total hice veinticuatro elevaciones, con lo que resulteé ganador, aunque Vito teníéa mejor forma fíésica. Cara me abrazoé con fuerza y, a pesar de que sentíéa que no podríéa levantar los brazos una vez maé s, le devolvíé el gesto con el mismo fuerte apretoé n. Su cuerpo se amoldoé al míéo y mis labios


acariciaron los suyos hasta que Vito nos interrumpioé . Gia trajo la maé quina de afeitar y la dejeé en manos de Cara para que fuese ella quien cobrase nuestra apuesta. Me coloqueé a un lado de Gia mientras observaé bamos a Cara pasar la maé quina por la cabeza de Vito, mientras este refunfunñ aba entre dientes y le lanzaba miradas enojadas a su esposa, que reíéa sin parar. Estuvimos un rato en la piscina hasta que un par de empleados montoé la mesa para el almuerzo en la terraza. Las cosas con Vito carecíéan de las etiquetas propias de nuestros cíérculos, no me consideraba el capo de la familia, sino un amigo, y para míé era el ué nico que realmente teníéa despueé s de Salvatore. Sirvieron una deliciosa barbacoa acompanñ ada de una variedad de ensaladas. Despueé s del almuerzo, las chicas pusieron mué sica y bailaron entre ellas mientras nosotros las observaé bamos. La tarde transcurrioé raé pidamente. Cerca de las cinco la expresioé n en el rostro de Vito cambioé , luego de que su mayordomo se acercara a eé l. Penseé que seríéa algo de negocios, pero se levantoé del borde de la piscina y caminoé hacia míé. —El hombre estaé en el punto. Dejeé la botella de cerveza en el suelo y me levanteé . —¿¡A doé nde van!? —gritoé Gia que navegaba en la piscina en una especie de inflable con forma de marihuana. —Tenemos trabajo que hacer amor, pero tué y Cara pueden seguir divirtieé ndose. —Bueno, yo tengo una deuda que pagar. —Gia salioé de la piscina—. Vamos, Cara, pongaé monos sexis para ir al saloé n, eso síé, yo escojo mi tono de rubio. Cara me observoé por unos minutos y asentíé. Volvimos a los vestuarios y me cambieé raé pidamente. Las chicas no estaban por ningué n lado y Vito me esperaba al pie de las escaleras. —¿Doé nde estaé ? —No aquíé, nunca traigo personas ajenas a casa, eso pondríéa en peligro a Gia. Mi casa es mi templo, Di Lucca, soy consciente de lo que soy y de los peligros a los que me expongo. Salimos a la cochera y Vito habloé con sus hombres antes de tomar uno de sus autos. Nos tomoé media hora llegar hasta Phonox, uno de los clubes que Vito manejaba, al estilo de Purgatory. Caminamos directamente hasta la oficina de Vito donde un hombre nos esperaba. —Bastian… —Vito. —El hombre se levantoé —. Senñ or —saludoé miraé ndome.


EÉ l sabíéa quieé n era yo. Vito se sentoé en su silla y yo me coloqueé detraé s, demasiado impaciente como para siquiera sentarme. —¿Tienes toda la informacioé n que te pedíé? —El hombre abrioé su maletíén y arrojoé en el escritorio un sobre grande y una memoria USB. Intenteé tomarlo, pero Vito me lo impidioé sin dejar de mirar al hombre—. ¿Tienes algo relevante que decirme? —Lo ué ltimo que conseguíé fue una conversacioé n interesante, fue hace dos díéas en el Caffeé Duppont, estaé grabada en el pendrive. En el sobre estaé n las fotos, cuentas bancarias, transferencias, cheques que han girado y otros documentos… Estaé todo lo que me pidioé . —Bien, gracias, Bastiaé n, puedes ir y divertirte un rato, creo que Emeraude estaé libre esta noche, transferireé tu dinero como me lo pediste. El hombre asintioé levantaé ndose de la silla. —Si me necesita, senñ or, sabe doé nde encontrarme. Espereé a que el hombre saliera antes de lanzarme por los documentos. Tomeé el sobre en mis manos y comenceé a rasgarlo, pero Vito habloé . —Massimo, tienes que prepararte para lo que vas a encontrar ahíé, lo ué nico que lamento de todo esto es no haber podido evitarlo, pero me entereé tarde. Quizaé s antes de tomar una decisioé n apresurada deberíéas investigar todo maé s a fondo, en ocasiones las cosas no son lo que parecen y tenemos a nuestros enemigos maé s cerca de lo que creemos. Si me necesitas, estoy en la barra bebieé ndome una copa. Termineé de abrir el sobre con celeridad, desparramando los documentos en el escritorio, no me moveríéa de esa oficina hasta no saber queé mierda estaba pasando. Ni siquiera queríéa pensar en si Vito teníéa razoé n para sospechar. Las fotos fueron lo primero que vi, las tomeé enderezaé ndolas para encontrar a Luciano Greco, Alessio Ferrari y Gino Mancini en algo parecido a una reunioé n con un hombre al que no reconocíéa. En la segunda, los tres hombres pertenecientes a mi familia parecíéan enojados; paseé a la siguiente para encontrar a Alessio entregando una caja a un grupo de hombres a los que tampoco reconocíéa, y que claramente no pertenecíéan a la Sacra Familia. En la ué ltima foto sentíé como si me hubiesen golpeado el pecho con un mazo: los tres hombres estaban nuevamente reunidos con tres hombres maé s, solo que esta vez reconocíé al hijo de puta irlandeé s que estuvo involucrado en el atentado de la casa de campo contra los ninñ os y la esposa de Donato.


Las manos me temblaron y el dolor sordo en mi pecho parecioé incrementarse cuando en otra fotografíéa estaba el mismo hombre de cabellos rojizos con Greco, mientras este parecíéa darles oé rdenes. ¿Mi familia, mi propia familia habíéa orquestado el atentado a los mellizos? Habíéa una fotografíéa maé s, y el corazoé n me latioé con fuerza cuando la observeé : era reciente, teníéa fecha de hacíéa dos díéas, los mismos tres ancianos de mi familia estaban reunidos con los dos hijos de Connan O’Reilly. ¿Queé demonios significaba todo eso? Tomeé los documentos: eran copias de los extractos bancarios de las familias Greco, Mancini y Ferrari, con transferencias de mayor cuantíéa a cuentas de establecimientos bancarios y a una multinacional que reconocíéa perfectamente, ya que era la que yo habíéa estado investigando. Los pagos coincidíéan con la fecha de la muerte de mis padres y la del ataque a los ninñ os, ademaé s de otras transferencias destinadas a cuentas en las Bahamas y en Islas Caimaé n. Sin embargo, a pesar de las fotografíéas y los documentos, que parecíéan inculparlos, no eran pruebas suficientes de su culpabilidad. De todo lo que habíéa observado, lo ué nico que me inquietaba eran las fotografíéas con el maldito irlandeé s y con Cian y Dylan O’Reilly. ¿Intentaríéan los ancianos llevar a Cara con su padre? Encendíé la computadora de Vito, coloqueé el pendrive en la ranura y este se abrioé raé pidamente en la pantalla; conteníéa dos audios y un video, todos con fechas recientes: el primer audio era de unos díéas despueé s de la muerte de mis padres, el segundo teníéa la fecha del atentado a la casa de campo y el video era de apenas dos díéas atraé s. Mis manos temblaron sobre el mouse mientras me iba al video con la fecha maé s reciente. La reunioé n era en una de las oficinas de Greco, la reconocíéa porque cuando recieé n habíéa muerto mi padre tuvimos una reunioé n en aquel lugar. Greco, Mancini y Ferrari estaban sentados al lado de los hijos de Connan, me pregunteé coé mo Vito habíéa podido acceder a esa informacioé n, se veíéa que teníéa muy vigilada a su familia políética. “Hay que aprovechar que no estaé y atacar ahora. Sin los ninñ os de por medio, Massimo estaraé solo y vulnerable, ya no le bastaraé jugar al capo y al secuestrador, mataraé a tu media hermana en


medio de su ira y luego llegaraé hasta los guardias de tu padre con todo nuestro ejeé rcito y lo sacaraé del medio, seraé el momento perfecto para que ustedes hagan su jugada y acaben con eé l”. La voz de Luciano Greco se escuchoé fríéa, su rostro no teníéa ningué n tipo de expresioé n, ni sentimientos. “Tenemos vigilada la casa, y Donato tiene cada punto cubierto, ademaé s, instaloé un nuevo sistema de seguridad, no estoy dispuesto a perder maé s hombres, si ustedes no cooperan”, argumentoé uno de los hermanos de Cara. “Ademaé s, al que queremos es a Di Lucca, no a dos ninñ os tontos”, agregoé el otro. “¡No importa! Han fallado dos veces ¿y asíé pretenden hacerse cargo de su organizacioé n? Patranñ as…, aceptamos lo del atentado al camping, esos ninñ os son escurridizos y haé biles, pero en la casa de campo, ¿coé mo no notaron que no estaban ahíé?”, terminoé alzando la voz Alessio. “Salieron por una de las entradas ocultas”. “¡Necesitamos acabar con toda la familia Di Lucca!”. “No pensamos arriesgar maé s hombres hasta que mi padre esteé fríéo, cumplan con su parte del trato, saquen a Connan de nuestras vidas, y nosotros nos desharemos de lo que queda de los Di Lucca”. Me levanteé de la silla deteniendo el video. ¡Malditos desgraciados! ¡Hijos de puta! Negociaban con nuestras vidas, con las vidas de mis hermanos. Camineé hacia al bar de Vito, tomeé una botella de whisky y bebíé un generoso trago sin preocuparme de usar un vaso, sentíéa que la sangre en mi cuerpo bullíéa pidiendo que esos malditos pagaran con sus vidas la deshonra a nuestra familia. Inhaleé y exhaleé en repetidas ocasiones antes de darle reproducir lo que quedaba del video y termineé de observar coé mo los tres viejos jugaban a ser Dios, intentando convencer a los chicos O’Reilly. Termineé el video y escucheé el audio cuya fecha era maé s cercana al atentado a los mellizos. No sabíéa queé queríéa encontrar si con el video ya teníéa pruebas suficientes para matar a esos hijos de puta sin ningué n remordimiento. El contenido del audio era incluso peor que el del video, era de una conversacioé n telefoé nica de Gino Mancini donde daba la ubicacioé n exacta de la casa de campo y, ademaé s, les decíéa a los hombres, cuya voz no reconocíé, pero cuyo acento era sin duda irlandeé s, el momento exacto del


cambio de guardia, o sea, cuando la seguridad de la casa era maé s deé bil. Con la ira rugiendo en mi interior, marqueé los nué meros que conocíéa perfectamente bien. —Massimo —exclamoé Salvatore del otro lado de la líénea. —Dile a tu padre que saque a mis hermanos de la mansioé n, que los lleve junto a tu madre a la ué ltima casa de seguridad que adecuamos. —Pero la escuela… —¡Me importa una mierda la maldita escuela!¡Por primera vez desde que me volvíé tu capo, haz las mierdas sin poner un puto pero, Salvatore! Que solo tué , tu padre y yo tengamos la ubicacioé n exacta del lugar, lleva a tu madre tambieé n, lleva los suficientes hombres para que los protejan con su vida si es necesario. Solo los que hayan probado su lealtad a tu padre. —¿Sucede algo, Massimo? —¡Solo haz lo que te estoy ordenando, maldita sea! —Síé, senñ or. Colgueé la llamada y me tomeé un trago maé s de whisky solo para poder escuchar el otro audio: Una detonacioé n se escuchoé con fuerza y a continuacioé n unas voces: “Nos atacan, senñ or”. Los gemelos gritaban justo cuando una detonacioé n maé s rebotoé . “Nos superan en nué mero y armas”. Era la voz del hombre de seguridad de mi padre. “Lo seé ”, farfulloé eé l. “¡Dame un arma, Alonzo!”, gritoé mi madre. “Tué cuida a los ninñ os, mantenlos con la cabeza abajo”, dijo la voz de mi padre. “¡No escuchaste a Santino, nos superan en nué mero!”. Su voz angustiada, desgarraba una parte de mi corazoé n. “¡Se acercan senñ or!”, gritoé Santino. “Franchesca, tienes que irte”. “¡No voy a dejarte!”. “¿Vas a quedarte aquíé y morir?”. Una detonacioé n maé s, los chicos gritaron a lo lejos, se notaba que no estaban dentro del camper, las laé grimas empezaron a descender por mis mejillas, podíéa sentir la angustia del momento, y el miedo en la voz de mi padre. “¡Vete! Sal, Santino los distraeraé , corre hasta la carretera, corran lo maé s que puedan”. “No me ireé sin ti, es nuestra promesa, amor”. “Franchesca, amor, obedeé ceme y sal de aquíé”. Hubo maé s voces por un rato, ni siquiera podíéa imaginar por lo que estaban pasando. “Lleva esta contigo”. La voz de mi padre se escuchoé quebrada. “Ireé por ti, mujer, ireé por ti”.


“Jué ramelo…”. “Vete ya, para asíé encargarme de estos hijos de puta…”. La grabacioé n seguíéa un poco maé s, se escuchaban disparos de parte y parte, el sonido caracteríéstico de las balas chocando contra el camper y luego un gran estruendo, despueé s, silencio… Con un silbido en la cabeza, abríé el ué ltimo audio: Se escuchoé una voz con un ligero acento irlandeé s. “Sin duda fue bueno sabotear el traé iler y colocar los microé fonos y las microcaé maras de video. La policíéa no los encontroé en su revisioé n. Es una laé stima que los ninñ os hubiesen escapado y que Massimo no estuviera ahíé, pero hicimos nuestra parte y aquíé estaé la evidencia, tienen que pagar”. “No hasta que el trato no esteé completo, desaparece a los ninñ os Di Lucca y a Massimo, y luego nos encargaremos de tu padre”, dijo Alessio Ferrari antes de colgar la llamada. Me levanteé de la silla y tireé todo lo que estaba en la mesa haciendo un desastre. Vito abrioé la puerta de su oficina, observoé su laptop y todas las cosas esparcidas por el suelo mientras yo caminaba de un lado a otro con las manos en los cabellos, sintieé ndome un poco muerto por dentro, pero al mismo tiempo con ganas de arrasar con el mundo. —Massimo, no —dijo Vito colocando una mano en mi pecho cuando iba a salir. —Sueé ltame, Vito. —Tienes que pensar con cabeza fríéa. —¡Sueé ltame, joder! Los quiero muertos, ¡los quiero a todos muertos! Las laé grimas se escurríéan por mi rostro, pero no eran laé grimas de duelo, eran de impotencia, eran de ira al saber que esos malditos hijos de puta habíéan acabado con mi familia. Habíéan ido al funeral y llorado sobre sus tumbas, habíéan dado todo su apoyo a mi mandato cuando en el interior queríéan acabar con la dinastíéa de mis ancestros. Vito volvioé a detenerme y lanceé mi punñ o cerrado hacia su mejilla, ni siquiera me importoé el dolor en mis huesos cuando volvíé a arremeter contra eé l, que me devolvioé el golpe, tan fuerte que perdíé el conocimiento. Cuando desperteé un rato despueé s, alguien habíéa recogido la oficina y Vito me dio una nueva botella. —Hoy emborraé chate, manñ ana piensas en la mejor estrategia para acabar con todos ellos, irlandeses, italianos, queé mierdas da, acaba con ellos y reina como siempre has querido…


Cuentas con todo mi apoyo, el de mi casa y mi familia. Tomeé la botella y me la lleveé a la boca dejando que el whisky adormeciera por unas horas el deseo de acabar con todos. **** Fabricio estaba en la puerta del ascensor cuando llegueé al departamento. Apenas podíéa mantenerme en pie. Aun con las fotos, los audios y el maldito video, no podíéa creer que la Sacra Familia que tanto honroé mi padre, y a la que jureé en sangre poner antes que cualquier cosa, hubiera sido capaz de orquestar algo tan vil, fríéo y cruel como la muerte del capo y toda su familia. —Jefe, ¿necesita ayuda? —soltoé el hombre al ver el estado en que estaba. —Necesito que te vayas. —Pero… —¡Largo! No quiero a nadie aquíé, o empezareé mataé ndolos a ustedes. Los hombres de Vito me cuidaraé n esta noche —griteé entrando al departamento y caminando hacia el bar que estaba en la esquina derecha del recibidor. Dolíéa, el dolor de la traicioé n y la peé rdida se clavaba en mis entranñ as haciendo que mis emociones siguieran acrecentando la tormenta que habitaba en mi interior. Guie mis pasos hasta sentarme en el sofaé , destapeé la botella y bebíé directamente de ella. ¿Cuaé nto alcohol tendríéa que beber para adormecer el dolor? No queríéa sentir dolor, queríéa rabia, queríéa justicia, queríéa sangre. No importaba de queé familia fuera, no importaba si era de mi maldita familia, o de los jodidos irlandeses, la tormenta que se desataba en míé daba paso a un huracaé n furioso que queríéa arrasar con todo. Observeé la botella un segundo antes de lanzarla contra la pared donde se estrelloé en mil pedazos haciendo que la fotografíéa de mis padres se cayese. Mis padres, mi madre… Habíéa sido educado para ser fuerte, para gobernar con mano dura, pero sin ser un saé dico; habíéa crecido escuchando a mi padre hablar de coé mo queríéa llevar a la familia al siguiente nivel, de coé mo anhelaba que no fueé semos quienes nos ensuciaé ramos las manos, de coé mo hacer dinero sin necesidad de vivir en la ilegalidad. Me acerqueé a la fotografíéa y la tomeé del suelo, sintiendo como el nudo que habíéa estado apretando mi garganta se tensaba aué n maé s. Paseé los dedos sobre el rostro de mi madre y una


secuencia de imaé genes se abalanzoé en mi memoria: mi madre que no merecíéa morir, no por la ambicioé n de unos pocos, no por una partida de viejos hijos de puta que solo pensaban con el maldito signo de doé lar. Laé grimas amargas recorrieron mis mejillas al recordar a mamaé , lloreé por sus ué ltimos minutos de vida, lloreé por mis hermanos, lloreé por la impotente voz de mi padre al saber que le ganaban en nué mero y armas, lloreé al recordar las ué ltimas palabras de mi madre dichas a Chiara y AÉ ngelo, sabiendo que era las ué ltimas que pronunciaríéa. —Massimo… —La voz de Cara se escuchaba somnolienta, no habíéa encendido las luces, cosa que agradecíé—. No contestaste tu celular, asíé que vine al departamento. —No dije nada y seguíé postrado de rodillas con la fotografíéa familiar en las manos—. Massimo. —No te acerques —dije cuando intentoé hacerlo. Cara tambieé n se habíéa visto envuelta en ello, era otra víéctima y ahora estaba aquíé, sin siquiera tener participacioé n en esta historia. El peso de mis decisiones se acentuoé en mi estoé mago, ella era un alma libre y yo habíéa cortado sus alas. La habíéa manipulado, utilizado y hecho con ella mi voluntad. Me habíéa convertido en el hombre que mi madre me habíéa pedido miles de veces que no fuera. “Que la oscuridad no consuma tu luz, hijo, cuando sea tu turno manteé n la unidad de la Sacra Familia sin perder la luz que te hace brillar”. Sus palabras sonaron claras en mi cabeza. —¿Estaé s bien? Teníéa que dejarla ir. —Tienes cinco minutos, Cara. —¿Cinco…? —preguntoé sin entender. —Tienes cinco minutos para huir… Capítulo 23 Cara El tono y el significado de sus palabras cayeron sobre míé como un baldado de agua helada. El corazoé n se me subioé a la garganta y los latidos surcaban mis sienes. ¿Queé diablos? Lo ué nico que se me ocurríéa pensar era que Massimo se habíéa vuelto loco.


—Massimo… El estado en el que estaba era lamentable, nunca lo habíéa visto asíé. Teníéa los ojos rojos como si hubiera llorado muchíésimo y el cabello despeinado, pero lo que maé s me impactoé fue la mirada de tristeza y desolacioé n que me lanzoé . —El tiempo va a empezar a correr, Cara, en… —miroé su reloj— un minuto exactamente. Mireé mi pijama, no podríéa salir asíé, sin pensarlo dos veces corríé hasta la habitacioé n. Massimo me regaloé una mirada burlona, si era una de sus jodidas bromas, lo mataríéa. Me cambieé por una licra, una camiseta de manga larga y me puse un par de tenis, pero a medida que se deslizaban los segundos, el pecho se me encogíéa impidieé ndome respirar. ¿Era libre? Cuando salíé a la sala, Massimo estaba con la cabeza gacha sentado en el sofaé . —Has perdido treinta segundos —dijo levantaé ndose enseguida y observaé ndome de arriba abajo. Lo mireé de nuevo y me parecioé que su rostro mostraba una gran decepcioé n. Trateé de acercarme a eé l, pero dio dos pasos hacia atraé s. —¿Es algué n retorcido juego tuyo? —No —dijo con voz suave—. Solo vete, pierdes tiempo, vete. No lo penseé maé s, era la oportunidad que habíéa estado esperando desde que habíéa comenzado la pesadilla. —Adioé s, Massimo. Algo estrujoé mi pecho en cuanto las puertas del elevador se cerraron y a medida que descendíéan los pisos, sentíé como si una mano me oprimiera el corazoé n, los ojos se me aguaron y no podíéa entender la razoé n, era lo que habíéa anhelado por semanas. “Es lo mejor” me repetíé, podríéa seguir con mi vida, ni siquiera tendríéa que regresar a Chicago. Al llegar al lobby, lo encontreé desierto y no supe por queé eso me decepcionoé , solo estaba el conserje que me saludoé con un asentimiento de cabeza. Atraveseé la puerta de cristal con la certeza de que habíéa dejado mi alma en el penthouse. Nueva York nunca dormíéa, la gente pasaba por mi lado, pero yo era incapaz de dar maé s de dos pasos, respireé profundo por primera vez en semanas y fue como si una gran carga se quitara de mi cuerpo para ser reemplazada por pensamientos que me hicieron cuestionar si estaba loca, porque lo ué nico que queríéa era volver a subir y consolar a Massimo de lo que fuera que lo agobiaba.


Respireé de nuevo, observeé a la gente para ver si habíéa algo que me hiciera recapacitar de tomar prestado un teleé fono y llamar a mi padre o irme y perder de vista todo lo que habíéa conocido. No teníéa dinero, pero estaba segura de que Gia me ayudaríéa. Mi mente volvioé a Massimo y solteé un llanto convulso en plena calle. Sentíé ansiedad, una ansiedad que se parecíéa maé s al dolor de la ausencia. Mis pies se negaban a moverse, queríéa estar con eé l, me habíéa dado maé s felicidad en un par de díéas que la que tuve en anñ os, asíé las circunstancias fueran cuestionables. Síé, sonaba absurdo, tonto y muy complicado, pero no podríéa irme asíé, necesitaba saber queé habíéa sucedido y coé mo Massimo habíéa pasado de no querer separarse de míé a despacharme de su vida sin dudarlo un segundo. Sin detenerme a pensarlo maé s, volvíé al lobby del edificio, el conserje no dijo nada y espereé el ascensor. Merecíéa una jodida explicacioé n. Massimo habíéa estado jugando conmigo por semanas, por lo menos necesitaba saber el porqueé de muchas cosas y coé mo su alma herida habíéa sido un punñ al en la míéa; si no lo hacíéa, lo que me habíéa ocurrido esas semanas se quedaríéa en suspenso para siempre. Se abrieron de nuevo las puertas del ascensor, habíéa memorizado la clave el díéa anterior, esperaba que no la hubieran cambiado, la puerta se cerroé , el elevador comenzoé a ascender y a medida que me acercaba al piso, mi corazoé n se llenoé de euforia. Al abrirse las puertas, un silencio sepulcral me asaltoé , el departamento estaba a oscuras y tan pronto me adentreé en el lugar, un par de brazos me aferraron con fuerza como si fueran a lastimarme. Por un momento perdíé la respiracioé n, pero Massimo, al darse cuenta de quieé n era, aflojoé su amarre, aunque sin soltarme, podríéa jurar que estaba oliendo mi cabello. —¿Queé mierdas, Cara? Pude haberte matado —soltoé con la respiracioé n agitada. —No puedo irme. —Massimo me dio la vuelta con algo de brusquedad—. No quiero irme. Enfrenteé su mirada, vi que no comprendíéa mis palabras. Negoé con la cabeza y soltoé un resoplido burloé n. —Soy el hijo de puta que te tuvo secuestrada semanas, que se aprovechoé de tu mente y tu cuerpo hasta saciarse, ¿y aun asíé no quieres irte? —Pues si lo pones de esa manera, síé, es una locura no aprovechar el tiempo de gracia, pero necesito respuestas, sabes que no soy una persona faé cil. —Lo seé . —¿Queé pasoé , Massimo? ¿Por queé ? Necesito saber tus motivaciones y por queé tienes esa mirada de desolacioé n que no te conocíéa. Camineé hasta la repisa y levanteé la fotografíéa de sus padres que yacíéa tirada en el suelo. — ¿Y despueé s queé , Cara? ¿Si te abro mi jodido corazoé n crees que dejareé que te largues?


¿Acaso no sabes que tomoé todo de míé decirte que huyeras, que te fueras? Al observar su mirada y captar sus palabras que encerraban una dosis de vulnerabilidad por maé s que quisiera encerrarlas en una cota de rabia, me hizo ver que lo que sentíéa no era un capricho surgido del encierro o la rabia, sino que estaba ante la presencia de un sentimiento tormentoso que atravesaba mi piel con las dentelladas incisivas de una trampa. Me acerqueé a eé l y puse ambas manos en su pecho. —Tampoco es faé cil para míé. ¿Estoy loca, Massimo? Me dices que me vaya, que, luego de todo este tiempo, al fin soy libre. Sin embargo, apenas puse un pie fuera de este edificio, en lo ué nico en lo que pensaba era en que necesitaba volver… ¿estoy loca? ¿Acaso estoy sufriendo el síéndrome de Estocolmo? —Entonces somos dos los locos… —Se acercoé a míé, pero no lo suficientemente cerca. —No voy a marcharme, quiero estar contigo. —¿Por queé ? —No lo seé , solo quiero explorar esto que siento, esto que sucede entre los dos. Massimo acaricioé mi rostro. —Cara, Cara, te di la oportunidad de abandonar el infierno y ahora no habraé salvacioé n para los dos. —Me atrajo a sus brazos—. Abraé zame fuerte. Su desesperacioé n, el tono melancoé lico en el que salíéan sus palabras me alcanzoé como una descarga eleé ctrica, su agarre oprimioé mis costillas llevaé ndose parte de mi respiracioé n, pero no me importaba. Lo dejeé hacer, me percateé de que eé l lo necesitaba asíé. A los pocos segundos, lo sentíé relajarse y aflojar el gesto. —Massimo. —Trateé de levantarle el rostro, pero eé l me lo impidioé —. Míérame, ¿por queé estaé s asíé? ¿Son los ninñ os? ¿Queé ha pasado? Comparte conmigo eso que te estaé destruyendo… Confíéa en míé. Massimo negoé con un gesto y me sujetoé con fuerza una vez maé s, hundioé maé s la cara en la curva de mi cuello y rompioé a llorar. No dije nada, desliceé mi mano por su espalda y con la otra sujeteé la parte baja de su cuello mientras eé l se desahogaba. Le acaricieé el cabello y lo consoleé como se consuela a un ninñ o, me percateé de su soledad, de su angustia, incluso de su ira… A medida que el


llanto cesaba, fue aflojando su abrazo. Me soltoé y se separoé de míé sin mirarme, se limpioé los ojos, luciendo avergonzado. —Yo… —No digas nada, no tiene nada de malo llorar. Era un hombre orgulloso y estaba segura de que no mostraba signos de debilidad ante nadie, me conmovioé profundamente el hecho de que, de alguna manera, le hubiese dado la confianza y la seguridad de poder desahogarse sin ser juzgado. Sin embargo, duroé muy poco. EÉ l se alejoé de míé acercaé ndose a un ventanal, con la cabeza erguida y la mirada puesta en las luces de la ciudad. —Mis padres murieron hace dos meses en un atentado, estaban de vacaciones con Chiara y AÉ ngelo, yo no quise acompanñ arlos y desde su muerte no he dejado de preguntarme queé hubiese pasado si yo hubiese estado junto a ellos. Desde que enterreé sus cuerpos no habíéa podido llorar su muerte. Al comienzo dejeé opacar la pena con una profunda ira y un fuerte deseo de venganza. Queríéa destruir a tu padre, destruirlo arrebataé ndole a alguien que amara. Tué , Cara O’Reilly, estabas en las sombras, tu padre te ocultaba, eras su tesoro… Penseé en matarte, en torturarte, en convertirte en mi puta personal y luego dejar que cualquier hombre se divirtiera contigo; queríéa destruirlo y no me importaba ni un poco si para hacerlo teníéa que destruirte a ti… Pero no lo hice, y no me arrepiento, porque hoy escucheé coé mo murieron mis padres, las ué ltimas palabras de mi madre. —Su tono de voz era atormentado—. Escucheé el miedo visceral de mis hermanos al pensar que perderíéan la vida. Me sentíé culpable, me enfrasqueé en una venganza inué til, sin siquiera intentar ser un consuelo para ese par de ninñ os. Creíéa que teníéa el mundo a mis pies y mira, la vida se encargoé de bajarme del trono. Sin ellos mi vida no seraé igual, Cara, teníéa problemas con los dos, pero los amaba. —Lo siento —dije en tono de voz tembloroso. —Hoy por fin el velo cayoé , dicen que entre cielo y tierra no hay nada oculto. Fue una muerte


horrible, Cara, pero los verdaderos culpables pagaraé n con sangre, eso te lo aseguro. —Di un respingo. Massimo habíéa dicho “verdaderos”—. ¿Te estoy asustando? —Volteoé a mirarme. Su tono era casi provocador, pero vi lo que se escondíéa detraé s de sus palabras. No debíéa de ser faé cil para un hombre como eé l abrirse a una persona, contar un evento tan doloroso e íéntimo. Se habíéa expresado raé pidamente, con nerviosismo. Su confesioé n implicaba un esfuerzo enorme y yo solo queríéa consolarlo. No me asustaba. Me rompíéa el corazoé n, pero no estaba intimidada en lo absoluto. Me acerqueé a eé l y le roceé con los nudillos la mejilla en una caricia lenta, pausada. —Mi padre… —Tu padre no tiene nada que ver, es tan víéctima como yo. —¿Queé quieres decir? —pregunteé alarmada. Tragoé saliva y se detuvo. —Lo que escuchaste, Cara, te dejeé ir y estaé s aquíé… No quiero hablar maé s. —Me aferroé por la cintura, me separoé el cabello del rostro y en cuanto sus labios me tocaron, sentíé que el corazoé n me cambiaba de ritmo a un retumbar distinto a cualquiera que hubiera experimentado antes —. Te necesito, Cara. —Enmarcoé mi cara con sus manos—. Te necesito tanto… Me entregueé a su beso y su lengua acaricioé la míéa lentamente, las rodillas me temblaron al sentirlo entero y lo ué nico que hice fue responderle de la misma forma; sus dedos recorríéan la piel de mis brazos, tratando de imprimirle ternura a sus caricias. Sabíéa lo que estaba haciendo, necesitaba pensar en otra cosa, concentrarse en algo maé s que en lo que recieé n habíéa descubierto. Si mi padre no era el culpable, significaba que los Di Lucca teníéan maé s enemigos. Su boca hizo un camino por mi cuello que hizo que la piel se me erizara. Nos entregamos a lo que sentíéamos. EÉ l me necesitaba para amortiguar el dolor de su alma y yo se lo permitíé, ni siquiera llegamos a la habitacioé n, me desnudoé con movimientos lentos, adoroé mi cuerpo con sus besos, sus manos acariciaron mis caderas mientras su lengua se deslizaba por mis pechos, lamíé y beseé todo lo que estaba a mi alcance sintiendo su sabor en la punta de mi lengua, bebieé ndome sus jadeos y sonidos de placer, su toque me estremecíéa, me calentaba, entregaé ndome


un sinfíén de sensaciones. Nos movimos a un mismo ritmo, convirtieé ndonos en uno solo sin dejar de mirarnos, sin dejar de besarnos. —Quiero maé s, Massimo, he estado sintiendo cosas que me niego a sentir, a creer, pero no soy tonta, te has metido en mi piel… —Tué en la míéa, Cara O’Reilly, tué en la míéa. —Besoé mis labios con suavidad—. Te hareé el amor, Cara, hareé lo que tué quieras, pero deé jame perderme en ti, deé jame olvidar esto que me quema por dentro. Sus ojos brillaron de manera distinta con un deje de ternura antes de empujar mis labios a los suyos. Mientras me besaba, sentíé que algo cambiaba, no era como las otras veces y no teníéa que ver con lo pausado, era la manera como su mano temblaba en mi mejilla, como sus labios acariciaban los míéos; se conteníéa, podíéa sentirlo en su respiracioé n agitada y caliente, que provocaba estremecimientos en mi piel y hacíéa que mi sangre corriera maé s de prisa. —Eres tan hermosa, Cara… Tan hermosa. —Sus labios dejaron un reguero de besos en mi pecho sin siquiera quitar mi sosteé n, le quiteé la camisa dejando que mis dedos se deleitaran en su piel, recorríé su abdomen hasta bajar mis labios a su tatuaje dejando un hué medo beso sobre la tinta. —Quise hacer esto desde que estaé bamos en el gimnasio en esa tonta apuesta. No tienes idea de lo guapo que eres. Mis palabras le sacaron una sonrisa, pero luego volvioé a mis labios tan entregado como yo a lo que estaé bamos viviendo, movíé mi pelvis contra la suya necesitando sentir maé s de eé l. —Vamos a la cama —susurroé . Intenteé levantarme y no me lo permitioé , apreteé mis piernas en torno a sus caderas y emitioé un quejido cuando nuestros sexos se encontraron, sin dejar de mirarme, caminoé hacia la habitacioé n, dejaé ndome en la cama, tomoé la cinturilla de mi licra y la hizo desaparecer de mis piernas junto con mis bragas, me senteé , haciendo lo mismo con su pantaloé n—. Tué me vuelves loco, carinñ o… — Me hizo recostar—. Míérate, nena, ¿acaso no eres perfecta? —Massimo… —Shsss —susurroé —, dije que te haríéa el amor. Hizo un camino de besos desde mis piernas, se detuvo en mi sexo para murmurar lo loco que lo


volvíéa mi piel blanca y luego continuoé hasta cubrir mi cuerpo con el suyo, piel con piel. Nuestros corazones latíéan a un solo tono, nos miramos unos segundos, sus ojos semejaban un bosque brilloso. —Besa mis demonios, Cara, son los que maé s lo necesitan esta noche. Nos devoramos de nuevo. Rodeoé su cintura con una de mis piernas y luego aferroé mis caderas guiando mi cuerpo hacia su ereccioé n, se deslizoé y solteé un profundo gemido que opacoé sus resuellos. Quedeé un instante inmoé vil mientras me acomodaba a su intrusioé n, estaba un poco adolorida por los desmanes de la manñ ana, pero tan excitada que no quise arriesgarme a que eé l se detuviera o se retrajese lo maé s míénimo. —Ahora eres míéo —murmureé . —Ahora eres míéa —respondioé . Queríéa todo, ahora, el hundirse, el deslizarse, la explosioé n, los temblores, las palabras sucias, el sudor, el olor a sexo y los gemidos. Massimo se manejaba no con la destreza del seductor que, estaba segura, habíéa sido en el pasado, sino como el hombre fuera de control que quiere poseer el alma de la mujer que tiene en sus brazos. Nos movíéamos a un ritmo candente, profundo y escuchaba las palabras ininteligibles de Massimo en mi oíédo, su necesidad de míé me encendíéa. Me sentíéa renacer con cada caricia y surgíéa como mujer nueva, carnal, apasionada y oscura, con deseos de fundirme en la piel y el alma del hombre sombríéo que me poseíéa. Beseé sus sombras y su luz, beseé sus miedos, su soledad, y toqueé el terrible dolor que lo acompanñ aba; pero a la vez me sentíé envuelta en su energíéa, que eé l transformaba en magia: era generoso, apasionado y me llevoé con suma destreza al líémite hasta que sucumbíé en un turbulento orgasmo. Supe, en un rapto de sensatez, que mi corazoé n vulnerable y expuesto ya no me pertenecíéa, habíéa claudicado sin asomo de verguü enza ante Massimo Di Lucca y ese sentimiento no me hacíéa infeliz, pero tampoco era algo faé cil de aceptar estar sintiendo algo tan fuerte por el hombre que me habíéa capturado: era mucho maé s de lo que deberíéa sentir. Nos quedamos abrazados durante un rato, sudorosos y jadeantes, hasta que sentíé el cambio en


su respiracioé n y me percateé de que se habíéa quedado dormido. El sol se filtraba por entre las cortinas. Me despereceé y me volteeé , para encontrar a Massimo miraé ndome fijamente. —Hace rato que te espero. Sonreíé. —Buenos díéas. Se volteoé , me acaricioé el rostro y me dio un beso en la frente. —Una parte de míé no queríéa que te fueras… Gracias por quedarte. Estrecheé mis brazos en torno a eé l, abrazaé ndolo contra mis pechos, y acaricieé su pelo desordenado. Quise grabar en mi mente ese momento de intimidad perfecta, prolongarlo antes de que la realidad irrumpiera implacable. Estaba tan distraíéda que no escucheé muy bien lo que musitoé Massimo contra mi piel. Lo separeé un momento para mirarlo a los ojos. —Me gustaríéa poder escucharte. —Te pido perdoé n, perdoé name, aé ngel, por el secuestro, por irrumpir en tu vida de la manera en que lo hice, por todo lo que te hice vivir, no ha sido justo para ti y me siento como una mierda. —Ya era hora —respondíé contra su hombro. Escucheé un resoplido. —Combativa hasta el final. —Me soltoé y yo me acurruqueé a su lado. —Siempre. —Solteé un suspiro y lo mireé a los ojos—. Estaé s perdonado. —Solo dime queé tengo que hacer para ganar tu perdoé n, estoy dispuesto a aceptar cualquier penitencia, te dejareé imponer el castigo. —Dije que te perdono y cuando una persona otorga su perdoé n, no estaé pensando en revanchas o castigos. Aunque no niego que me gusta ver tus nuevos escrué pulos morales y tu ataque de conciencia. —EÉ l estudioé mi cara durante un largo rato, su mirada era intensa y escrutadora —. ¿¡Queé !? —dije golpeando su pecho. —Eres mi aé ngel en medio de las tinieblas —soltoé un profundo suspiro y me acaricioé el rostro —, y quisiera quedarme asíé contigo toda la vida, pero tengo muchos asuntos que atender y cuentas que saldar. Van a ser semanas muy duras, ¿estaé s segura de que quieres quedarte? Puedo enviarte a donde quieras. —No voy a ir a ninguna parte.


Me abrazoé de nuevo. —Me alegro. Ademaé s, tu vida tambieé n corre peligro, no puedo decirte maé s por ahora, pero el panorama cambioé tanto que confíéo en contadas personas. —Levanteé la cabeza, fruncíé el cenñ o y parpadeeé desconcertada—. ¿Queé pasa? —preguntoé eé l. Yo me revolvíé inquieta dispuesta a levantarme, pero no me dejoé . —Si sabíéas que corríéa peligro, ¿por queé dejaste que me fuera? Una lenta sonrisa se extendioé por su cara. —La entrada del edificio y sus alrededores estaé n tapizados de hombres de Vito, deberíéas conocerme ya, a pesar de que te di víéa libre para irte, nunca saldríéas de mi radar, Cara. Necesitaba protegerte y saber que estabas bien, asíé no desearas verme nunca maé s. —No seé queé pensar, yo… —No voy a permitir que algo malo te pase, suficiente con la equivocacioé n que cometíé, me reunireé manñ ana con tu padre y en unos díéas, cuando haya cobrado mi venganza, podraé s estar de nuevo con tu familia. Asentíé y nos levantamos, necesitaé bamos una ducha. Mientras el agua caliente resbalaba por mi cuerpo, cavileé que necesitaba retomar mi carrera musical con urgencia, era lo maé s importante para míé antes del secuestro, pero ahora habíéa en mi vida algo maé s que la mué sica, tendríéa que fijar prioridades. —¿Por queé estaé s tan pensativa? —Massimo me aclaraba el cabello con suavidad. —Estoy pensando en mi mué sica, era todo lo que queríéa, en todo lo que pensaba, tocar para grandes audiencias, ser una gran violinista. Un atisbo de remordimiento pobloé sus facciones. —Lo siento, nena, te lo compensareé , lo juro —aseveroé maé s para síé. Al salir del banñ o, Massimo me cubrioé con una toalla y tomoé una pequenñ a para envolver mi cabeza, luego el atoé otra a su cintura y besoé mi frente, mis parpados y la punta de mi nariz, para luego darme un suave beso en los labios. —Estaé s cambiando mi vida, Cara. —Y tué la míéa, Massimo. Lo tomeé de la mano y lo lleveé a la cama, no habíéa nada sexual en ello. Por primera vez recosteé mi cabeza en su torso, justo en donde su corazoé n latíéa con intensidad. No me arrepentíéa por quedarme, pero sabíéa que de ahora en adelante mi vida cambiaríéa irrevocablemente. Nos levantamos un rato despueé s, teníéamos un largo díéa por delante y eso era solo el comienzo. ****


Tomamos el avioé n de regreso a Chicago a primera hora de la manñ ana. Massimo se reunioé con sus hombres en la parte trasera del avioé n, no escucheé lo que hablaban, ya que eé l me pasoé un iPod con audíéfonos. El reproductor teníéa mué sica claé sica, algunas canciones pop y rock. Escogíé un claé sico y mientras las notas de Chopin se deslizaban por mis oíédos, me dediqueé a mirar el paisaje de nubes algodonosas y mi mente pensaba en eé l y en lo ocurrido la noche anterior, en la manera en que un hombre tan fuerte y temperamental se habíéa abierto a míé, me habíéa otorgado el don de la confianza. Me dolíéa el corazoé n cuando pensaba en la historia descarnada de la muerte de sus padres y no solo me dolíéa por eé l, sino por AÉ ngelo y Chiara, esos pequenñ os ninñ os que necesitaban mucho amor y consuelo. No me hacíéa ilusiones respecto a lo que fuera que estuviera sucediendo entre los dos, tendríéamos muchos problemas y yo nunca renunciaríéa a la mué sica, pero lo que sentíéa por eé l calentaba mi alma de una manera que no habíéa conocido y contrarrestaba lo solitaria que habíéa sido mi vida, la indiferencia de mi padre, la amargura de mi madre y la alta competitividad en el mundo de la mué sica. Lo deseaba, aunque sabíéa que eé l era el camino para llegar a lo que tanto detestaba. Massimo volvioé al rato, se sentoé a mi lado y me tomoé de la mano en un gesto que era muy suyo. —Un doé lar por lo que sea que estaé s pensando, dos si quieres inaugurar el camarote y otorgarme una membrecíéa en el club de las alturas —murmulloé retiraé ndome uno de los auriculares. “El club de las alturas”, habíéa escuchado hablar de ello un par de veces a mis companñ eros de estudio. Hacer el amor en el banñ o de un avioé n o en el camarote. —Lamento decepcionarte, pero no estoy pensando en nada sexual… —EÉ l me dio un beso en los nudillos—. ¿Has pensado en regalarles una mascota a los ninñ os? Se quedoé pensativo un rato. —No lo habíéa pensado, madre no era amiga de los perros… Estaé s hablando de un perro, ¿verdad? —Tomoé el auricular que me habíéa quitado y lo colocoé en su oíédo sonriendo. Estaba escuchando Artemis de Lindsey Stirling


—Penseé en un artíéculo que leíé hace algué n tiempo, sobre coé mo las mascotas ayudan a superar los duelos, un golden retriver seríéa perfecto, son carinñ osos y juguetones, y siempre estaé n alerta. Massimo tomoé su maletíén y me entregoé un Ipad. Desde mi secuestro no habíéa tenido acceso a ningué n dispositivo que pudiera conectarse a Internet. Lo mireé sorprendida. —No me mires asíé, que me siento un cabroé n. Escoge uno y lo recogeremos de ida al refugio donde estaremos cuando lleguemos. —¿Tan mal estaé n las cosas? Dejoé un beso en la comisura de mi boca. —Se vienen tiempos difíéciles, necesito saber que los ninñ os y tué estaraé n bien para poder actuar sin preocupaciones, Cara. De hecho, pensaé ndolo un poco, es un buen momento para una mascota. —Les daraé algo de estabilidad a sus vidas. —No te he dado las gracias por todo lo que has hecho por ellos. El capitaé n anuncioé que íébamos a aterrizar y minutos despueé s nos dirigimos a la salida. Al bajar la escalerilla, Salvatore se acercoé enseguida y se saludaron. Sus ojos grises observaron a Massimo entre sorprendido y burloé n al ver que me llevaba de la mano. —Ahora no, Salva —rugioé Massimo y tendioé la mano para recibir un moé vil desechable del que marcoé un nué mero. —O’Reilly, nos veremos esta noche, te enviareé la direccioé n en unos momentos. Solo tué y pocos hombres de confianza, no les diraé s nada a tus hijos, si lo haces, no volveraé s a ver a Cara y creé eme, lo sabreé , esto es algo entre tué y yo, espero que seas inteligente y no la expongas, ¿me entendiste? —Me miroé —. ¿Quieres hablar con ella? Por un segundo, penseé que no lo haríéa, pero eé l me pasoé el teleé fono enseguida y con manos temblorosas me lo lleveé al oíédo. No entendíéa el porqueé de la peticioé n de Massimo de que mis hermanos no estuvieran en el encuentro, pero lo olvideé tan pronto escucheé la voz de mi padre. —¡Papaé ! Capítulo 24 Massimo Ignoreé la mirada de Salvatore mientras le pasaba el teleé fono a Cara y seguíéamos caminando hacia el auto. Abríé la puerta trasera para ella, lo que dejaba a Salvatore en el asiento al lado del


conductor. —Estoy bien, papaé … No, Massimo no me ha lastimado. Acaricieé un mechoé n de su rubio cabello acercaé ndome a su oíédo. —Deé jame escuchar, aé ngel. Cara tragoé , pero se alejoé el celular del oíédo y subioé el volumen, lamenteé que no fuese un teleé fono con altavoz. —Cara, si te ha hecho algo… —Estoy bien, no me ha hecho nada, papaé , no vas a hacerle danñ o. —La determinacioé n en su voz hizo que una sonrisa tonta adornara mi rostro—. Estaé bien, papaé , dile a mamaé que la amo, que no se preocupe por míé… —¡No hables como si fueras una invitada, Cara! —Ella cerroé los ojos y yo acaricieé la palma de su mano con mi pulgar, los ojos de Salvatore observaban cada movimiento desde el retrovisor mientras Fabricio nos sacaba del aeropuerto—. ¡EÉ l te tomoé contra tu voluntad, no lo olvides! — Tuve que contenerme para no arrebatarle el teleé fono. —Lo seé , no soy tonta… —Te sacareé de ahíé. —Síé, papaé . —Falta poco, mi ninñ a. —Tengo que dejarte, Massimo quiere que le devuelva el teleé fono —mintioé , tendieé ndome el aparato. —Te enviareé la direccioé n —dije y le paseé el teleé fono a Salvatore, que lo abrioé raé pidamente sacaé ndole la tarjeta antes de lanzarlo por la ventana. Los teleé fonos desechables eran difíéciles de rastrear, por esa razoé n terminaban en la basura o bajo el zapato de alguno de los soldados. —¿Los ninñ os? —En la casa segura, como dijiste. —Lleé vame con ellos, necesito verlos… EÉ l cuerpo de Salvatore se giroé de tal manera que casi quedamos de frente. —¿La llevaraé s a ella? —El tono de su voz se elevoé . —Fíéjate en el tono de voz. —No seé queé mierda pasoé en Nueva York que parecen recieé n casados de luna de miel, pero te recuerdo que mi madre estaé con tus hermanos y es su gente la que quiere acabar con los nuestros. Seguíé deslizando mi pulgar en la mano de Cara, Salvatore no sabíéa lo que habíéa descubierto. —No necesito que me recuerdes nada. —No llevareé a mi enemigo a la casa donde protejo a mi madre.


—Massimo, puedo quedarme en la mansioé n. —El agarre de Cara se tensoé en mi brazo—. No representa ningué n problema. —Iraé s a donde yo vaya, te quedaraé s junto a míé y si Salvatore no cierra su puta boca, le demostrareé por queé soy el jefe de esta jodida familia. Salvatore se giroé y se quedoé mirando al frente, completamente molesto. —Lleé vanos con mis padres, Fabricio —masculloé con los dientes apretados—. Complacido, jefe —satirizoé sin mirarme. —Tué y yo tenemos mucho de queé hablar, Salvatore… No hagas que te vuele la cabeza antes de que podamos hacerlo. Sabíéa que probablemente Salvatore volaríéa la míéa primero y luego seríéa juzgado como un traidor, a no ser que buscara refugio en una de las familias enemigas. Aunque, como estaban las cosas, quizaé s le dieran hasta una bonificacioé n por deshacerse de míé. Me recosteé en la silla y Cara se acurrucoé a mi costado. —Deberíéamos ir por el perrito que vi en la paé gina de Internet, estaé en 1836 W 47th St. — Su voz fue baja, como si no quisiera que el momento de segundos antes se repitiera. Le reciteé la direccioé n a Fabricio. El camino del aeropuerto a la tienda de mascotas fue silencioso. Cuando llegamos al lugar, Fabricio fue el primero en salir a recorrer el períémetro. Dentro del auto el ambiente era espeso e incoé modo. Afortunadamente, Fabricio regresoé raé pido. —Todo en orden, jefe. Asentíé. —Bien, nena, ve y busca al nuevo miembro de la familia. Iba a darle un beso, pero ella salioé del auto no sin antes dar una mirada a Salvatore. Apenas la puerta se cerroé , mi amigo se giroé tan raé pido que penseé se dislocaríéa algué n disco en la columna. —¡¿Queé mierdas Massimo?! Alceé mi mano hacieé ndolo callar, abríé mi maletíén, saqueé el sobre con las fotografíéas y se lo lanceé . Teníéa el pendrive en el bolsillo de mi chaqueta. —Cierra la boca y mira el contenido del sobre. Lo hizo, muy pocas veces podíéa saber que pensaba Salvatore por la expresioé n de su rostro, como ejecutor teníéa que bloquear expresiones y aparentar ser fríéo, lo ué nico que mi amigo no podíéa disimular era la ira. Y habíéa mucho de ese sentimiento ahora mismo. —Y hay maé s —hableé —, era parte de lo que Vito queríéa que viera, aparte de sus granjas de marihuana. —¿Queé tiene que ver todo esto con tus arrumacos con la hija de O’Reilly?


—Su padre no fue… Salvatore, tengo mucho que contarte, no te desquites con Cara. —¡Lo sabíéa! Te enamoraste de ella. —¡No lo seé ! Me gusta estar con ella, le dije que podíéa irse. —¡Joder! Estaé s loco. —No se fue, se quedoé , Salvatore… EÉ l me devolvioé las fotos. —Quizaé su padre no fue, pero los de las fotos son sus hermanos. —Reunidos con los ancianos de nuestra familia, Salvatore, con el hombre que atentoé contra los ninñ os y tu madre… Cara no pertenece a la familia irlandesa, me lo dijo muchas veces, pero yo no le creíé, ella no es culpable de ser la hija de quien es. —¿Te estaé s escuchando? Tué no estaé s enamorado, estaé s enconñ ado, que es peor. —Salvatore, hableé en serio cuando te dije que cortaríéa tu puta lengua si no medíéas tus palabras. —Angeé lica Wiliams ha estado buscaé ndote desde hace dos díéas como si olfateara que estaé s con otra, dice que haraé un escaé ndalo si no hablas con ella. —Que lo haga, veremos quieé n de los dos termina perdiendo. Vi a Cara salir de la tienda de animales con un cachorro de golden retriver negro. Fabricio veníéa detraé s de ella con una caja y un par de bolsas adicionales. Abrioé la puerta con el cachorro en brazos, el animal traíéa un lazo rojo en el cuello. —¿Un perro? —se sorprendioé Salvatore. —Para Chiara y AÉ ngelo —dijo ella—. Tambieé n traje algunas cosas. — En una bolsa habíéa cuencos, juguetes de mascotas y bolsas de alimentos—. Si te hace sentir mejor, me pondreé mis auriculares con la mué sica alta y me puedes cubrir los ojos con alguna pieza de tela, de esa manera no vereé el lugar a donde vamos, no podraé n sacar nada de míé. —Cara… —Pues me gustaríéa que lo hicieras —dijo Salvatore. Yo entrecerreé los ojos hacia mi amigo. Salvatore sacoé una tira negra de la guantera del automoé vil, era gruesa y oscura y a lo mejor habíéa sido usada para cubrir los ojos de algué n reheé n. Ella rebuscoé en su bolsa y sacoé el Ipod que le habíéa dado en el avioé n. Antes de colocarlo en sus oíédos, me tendioé la tela despueé s de arrebataé rsela a Salvatore. —¿Me la colocas? Lo hice a reganñ adientes. Y ella se recostoé a mi lado, con el perro en sus piernas y su cabeza en el hueco de mi hombro. A traveé s del retrovisor pude observar la sonrisa cíénica en el rostro de mi amigo, pero lo


ignoreé , y apoyeé mi cabeza sobre la de Cara. Diez minutos despueé s su respiracioé n era suave y ríétmica. Mi mente vagoé a la noche anterior y a todo lo que habíéa sucedido entre nosotros, vio mi debilidad y no me juzgoé por ello, la dejeé entrar y ella escuchoé , sabíéa quieé n era yo, sabíéa lo que era capaz de hacer y no huyoé . No importaba lo que teníéa que decirme O’Reilly esta noche, no la dejaríéa ir. Quizaé Salvatore teníéa razoé n, estaba enconñ ado. Pero lo de anoche se sintioé tan jodidamente bien, maé s cercano, tan íéntimo que ahora simplemente queríéa repetirlo, no sexo por demostrar poder, no deseo y lujuria, anoche habíéa sido maé s, ella me dio maé s y yo tomeé todo lo que quiso darme. No iba a darle mente a eso, como el bastardo sin escrué pulos que era la ataríéa a míé. Fabricio condujo raé pidamente o yo me quedeé dormido en algué n punto del camino, pero desperteé cuando el auto se detuvo frente a nuestra recieé n adquirida casa de seguridad. La cabanñ a estaba ubicada en Long Lake, teníéa muelle privado y estaba a diez kiloé metros de una reserva natural. Para los ninñ os era una especie de campamento. Desperteé a Cara y retireé el trozo de tela y los auriculares, le tomoé unos segundos volver en síé. Salvatore y Fabricio nos habíéan dado unos minutos y ya caminaban por el sendero que llevaba a la cabanñ a. Salíé del auto y tomeé la mano de Cara; ella acomodoé el cachorro en su brazo libre. Fabricio llevaba los paquetes con los implementos del animal. Una vez llegamos a casa, recibíé de Martha y Donato la misma mirada de su hijo en el aeropuerto. Cara intentoé soltar mi mano, pero se no lo permitíé. —Massimo, tienes varias reuniones pendientes, con el club de los Bastardos y los jefes de los carteles, quieren renegociar el margen de ganancias, creo que estaé n locos —expresoé Donato. Asíé era eé l, no se iba por las ramas, no esperaba una venia o un saludo, Martha dejoé un beso en mi mejilla y se lo devolvíé. —Deé jalo llegar, amor ¿Tuviste buen viaje, hijo? —preguntoé Martha, maternal como siempre. —Síé, Martha, fue un buen viaje, gracias por preguntar. ¿Doé nde estaé n los ninñ os? —inquiríé al no ver a mis hermanos. —En el muelle con Dante y Daniel, le direé a Fabricio que vaya por ellos. —respondioé mi


consejero. —No —detuve a Donato—, yo ireé . Salvatore, necesito que tué y tu padre me esperen en el estudio, por favor, lleva el maletíén que estaé en el auto. No espereé respuesta. Arrastreé a Cara hacia míé y caminamos la poca distancia que habíéa entre la cabanñ a y el muelle. Los gemelos estaban en la orilla y adivinaba que teníéan los pies en el agua. Dante les avisoé que iba hacia ellos por lo que ambos giraron su rostro para de inmediato levantarse y correr hacia míé. Solteé la mano de Cara, que se quedoé rezagada y puse una rodilla en la madera crujiente para esperar el embate de mi hermanita. —¡Viniste! —dijo Chiara en mi hombro—. Cuando Donato nos sacoé de casa penseé que algo te habíéa sucedido. Se abrazoé con fuerza a mi pecho y le devolvíé el amoroso abrazo. —¿Estaé todo bien? —AÉ ngelo se quedoé unos pasos atraé s. —Estoy bien. Ven aquíé, enano, dame un abrazo. Se resistioé , pero lo hizo. Ver a mis hermanos me recordoé lo escuchado en el audio el díéa anterior y los abraceé maé s fuerte, quise pedirles perdoé n por no haber estado allíé cuando ocurrioé el hecho maé s traumaé tico de sus cortas vidas y tambieé n por no ser el hermano que ellos necesitaban en ese momento. —Les traje un regalo —dije cuando los separeé . Cara se acercoé y me pasoé el cachorro, la sorpresa y alegríéa en el rostro de mis hermanos me ratificoé que habíéa tomado una buena decisioé n. Acariciaron a la mascota y la dejaron en el piso; el animal, contento por la atencioé n, les movíéa la cola. Chiara lo alzoé y lo abrazoé . —Cuidado —soltoé AÉ ngelo—. Le vas a partir los huesos. —Necesito hablar con ustedes. Teníéa que hacerlo, por maé s que les doliera, por maé s que me doliera a míé, necesitaba saberlo. Me quiteé los zapatos y les pedíé con un gesto a ambos soldados que nos dieran privacidad. —Ireé a la casa… —murmuroé Cara, pero tomeé su munñ eca detenieé ndola. —No, queé date. AÉ ngelo rodoé los ojos. Chiara estaba demasiado entretenida con el cachorro como para hacer algo maé s que sentarse a mi lado. El sol estaba oculto con un par de nubes, al parecer lloveríéa maé s tarde. Respireé profundamente antes de hablar. —Hace dos meses que nuestros padres murieron. —Los mataron… Ellos no murieron, no queríéan morir —rechistoé mi hermano.


—Tienes razoé n, AÉ ngelo, seé que han sido semanas de muchos cambios, yo… Esta vez fue Chiara quien tomoé la palabra. —Estaé s aprendiendo, mamaé dijo que te tomaríéa tiempo. —Le rascoé la cabeza al cachorro —. ¿Coé mo se llama? —Ustedes escojan el nombre —Agacheé la cabeza unos momentos buscando las palabras para no afectarlos mucho—. Las cosas no estaé n bien, yo… —¿Cuaé nto tiempo nos vamos a esconder esta vez? —AÉ ngelo se levantoé exaltado—. ¿Por queé ella estaé aquíé? —AÉ ngelo, yo… —¡Caé llate! Por tu culpa mis papaé s ya no estaé n aquíé, tu eres la hija de ese hombre malo y tué — me miroé — no eres capaz… —Cuida tus palabras, no solo soy tu hermano, soy tu capo, iniciado o no, me debes respeto. —Yo mejor los dejo solos. Antes que pudiera hacer algo ella empezoé a caminar hacia la casa. —AÉ ngelo… —¡No! Todos lo dicen, que no quieres cobrar venganza, no tienes honor, tienes a la hija del hombre que matoé a nuestros padres, pero no haces nada ¡nada! —Empezoé a caminar en direccioé n a la casa, pero fui tras eé l—. ¡Sueé ltame, Massimo! ¡Sueé ltame! —Escué chame bien… Ella no fue quien matoé a nuestros padres, deberíéa contarte todo para que puedas juzgar los hechos, pero no lo hareé , tomaraé s tu juramento cuando tengas la edad acordada y te enteraraé s de todo, pero tienes que confiar en míé. —Vinicius y Flavio lo dijeron. —¡Maldita sea! Iba a retorcerles el cuello a esos bastardos. Solteé a mi hermano—. Ella es la culpable, fue su padre. —¿Vinicius y Flavio te lo dijeron personalmente o escuchaste una conversacioé n que no debíéas? —Eso no importa. —Síé importa. —Lo mireé furioso. El chico tuvo el buen tino de agachar la cabeza. —Los escucheé hablar anoche, ellos no sabíéan que yo los oíéa. —Tienes que dejar de estar escuchando conversaciones, AÉ ngelo, te lo he dicho. Hay cosas que ustedes no deben saber, no aué n. —¡Soy un chico grande, pronto cumplireé anñ os! ¡No me trates como a un bebeé ! —Entonces no te comportes como un ninñ o malcriado. —Respireé profundamente, eso no se veíéa


bien, no era lo que queríéa—. AÉ ngelo, ¿confíéas en míé? —Asintioé —. Entonces creé eme cuando te digo que Cara no es culpable de lo ocurrido. —Ahora Chiara se habíéa acercado—. La razoé n por la que necesitaba hablar con ustedes es porque necesito entender… Necesito saber queé pasoé en el Gran Canñ oé n. Papaé le dijo a mamaé que saliera del camper, que se fuera. ¿Queé demonios pasoé ? — Ellos se observaron por unos segundos, pero no dijeron nada—. Chicos, necesito saber esto, terminar con esto, mamaé no queríéa que nos llenaé ramos de miedo, ira y odio, ustedes saben lo que somos, lo que hacemos, ya no son unos bebeé s y para hacer las cosas bien necesito claridad, estar seguro de mis pasos y, sobre todo, no ser injusto. Padre era justo, guio esta familia para mantenernos unidos, no puedo empezar una guerra cuando quizaé no haya siquiera necesidad de hacer una. —¿Estamos en peligro, Massimo? —preguntoé Chiara. —Ustedes estaraé n bien, yo los voy a proteger. —¿Y quieé n te protegeraé a ti? ¿Y a Cara? —Salvatore, Donato, Fabiano, Fabricio, Adriano… Al menos eso esperaba. Esperaba seguir confiando en mis hombres, pero Fabiano era un Greco y Dante un Ferrari, si todas las pruebas que Vito me habíéa entregado eran ciertas, tendríéan que elegir entre familia y lealtad. —Papaé nos sacoé del camper, Carlo iba con nosotros mientras Romeo, Pietro y Santino se quedaron con eé l —comenzoé Chiara—. Caminamos hasta las rocas, pero podíéamos escuchar los disparos, mamaé dijo que teníéa que volver, Carlo intentoé detenerla, pero ella dijo que teníéa que ir, que iríéa por papaé y luego nos encontraríéa. Le dijo a Carlo que nos cuidara y luego a AÉ ngelo que te llamara, pero eé l no lo hizo, seguimos caminando, y llegamos a un acantilado, habíéa una especie de cueva ahíé, entonces hubo una gran explosioé n y Carlo se fue… Nos escondimos, y escuchamos a hombres que hablaban con ese raro acento, fue cuando te llamamos. Chiara escondioé su rostro en el pelaje del cachorro que se habíéa quedado dormido en sus brazos. AÉ ngelo se mantuvo inmoé vil en silencio. —Fue mi culpa —dijo de repente. Trateé de acercarme y brindarle consuelo.


—No, AÉ ngelo. —¡Síé lo fue! Si yo te hubiese llamado, como dijo madre, si yo… Tué hubieses enviado maé s soldados. —Su voz se quebroé y laé grimas se deslizaron por sus mejillas—. Tué los hubieses salvado. Atraje a mis hermanos a un abrazo. —Estaba lejos, AÉ ngelo, los soldados no hubiesen alcanzado a llegar. —¿Tué vas a encontrarlos, Massimo? —Mi hermano me miroé . En ese momento ellos dos se parecíéan tanto a mamaé que el pecho se me contrajo—. ¿Los haraé s pagar? —Lo hareé , pero ustedes no tienen que preocuparse por ello. Seé que odian esto, pero Martha volveraé a darles clase, faltan pocas semanas para que acabe el anñ o escolar y empiece el verano, tengan un poco de paciencia, esto pasaraé . —¿Te quedaraé s esta noche? Negueé , teníéa una cita con O’Reilly. —Me quedareé hasta despueé s de la cena, Fabricio trajo una nueva tableta para ti AÉ ngelo, usa la red segura y desactiva los GPS. —EÉ l asintioé —. Tienes que cuidar a Chiara. —No fallareé esta vez. —No has fallado una sola vez, chico. —Desordeneé su cabello—. Vamos a casa, necesito hablar con Donato y Salvatore, y tué tienes que pedirle disculpas a Cara. —Ella pertenece a esa familia… —masculloé entre dientes. —Pero no fue quien apretoé el gatillo, tampoco dio la orden. —“Y yo siento muchas cosas por ella, cosas que aué n no entiendes, renacuajo”. Nos encaminamos de vuelta a la casa. Despueé s de que AÉ ngelo se disculpara con Cara, subioé a su habitacioé n para configurar su nueva tableta. Dejeé a Chiara con las mujeres y fui con mi consigliere y mi mejor amigo. Estaban en el estudio cuando paseé sin tocar, Salvatore se habíéa adelantado y entregado a Donato el sobre con las fotografíéas y movimientos bancarios. —¡No puedes creer esto! —senñ aloé las fotos—. Los Greco, los Ferrari y los Mancini son tres de las casas maé s fuertes de nuestra organizacioé n, no puedes creer esta patranñ a. Camineé hacia el bar, tomeé una copa y me servíé un poco de brandi antes de sentarme en la silla detraé s del escritorio. —Las fotos no mienten —sentencieé con firmeza. —Existe el Photoshop —farfulloé Salvatore. —¿Y los extractos en las cuentas? ¿Los fuertes retiros de dinero? Las transferencias a la multinacional Fox… que casualmente coinciden con las que estaé n en los estados del banco. ¿Han visto a un Greco, un Mancini o un Ferrari con algo que justifique el valor retirado de las cuentas


de la familia? —Me niego a creerlo… ¡Somos familia! Entendíéa a Donato, asíé que saqueé el pendrive y lo tireé al escritorio. —Quizaé la voz desesperada de mi padre te ilumine. Lleveé la copa a mi boca mientras Salvatore encendíéa la computadora. Volver a escuchar toda de nuevo fue incluso maé s doloroso que la primera vez, me aferreé a la copa, a los recuerdos con Cara y a la promesa hecha a mis hermanos mientras observaba los atoé nitos rostros de Salvatore y su padre. —Tenemos que descubrir queé es verdad y queé no lo es. Me resisto a creer que esto es real — insistioé Donato. —¿Ves a este hombre? —Senñ aleé al irlandeé s que intentoé acabar con mis hermanos … con Martha—. Atentoé contra tu mujer, enviado por alguien que te da la mano todos los domingos cuando vas a la iglesia. —Mi voz fue gutural —. Quiero que te encargues de esto en privado, porque si Greco, Mancini y Ferrari son culpables, quiero sus cabezas, Donato… —Hijo, son… —Me importa una mierda quieé nes son. Honor y lealtad son los pilares de esta familia; si ellos son culpables, no tienen honor y no merecen mi lealtad, merecen mi ira y mi venganza. —Hareé las respectivas investigaciones, escué chame, hijo, no tomes ninguna decisioé n hasta que no corroboremos la veracidad de estas pruebas. —Has lo que tengas que hacer… Donato se encaminoé hacia la puerta, pero se detuvo antes de salir. —Lo que sea que esteé pasando con la hija de Connan… —Es mi maldito problema, encaé rgate de descubrir a Greco, Mancini y Ferrari antes de que yo decida convertirme en juez y verdugo. Capítulo 25 Cara La tensioé n a la hora de la cena se podíéa cortar con uno de los cuchillos que habíéa en la mesa. Ni la mirada reprobatoria de Massimo ni sus comentarios hicieron que Salvatore y sus padres bajaran la guardia conmigo. Los ninñ os me incluíéan en sus charlas, pero terminaron por desistir al percibir el ambiente en el comedor. Massimo acariciaba mi mano daé ndome apoyo, pero eso no podíéa ser bueno para eé l, estaba


enfrentando a su familia por mantenerme a su lado. Y ademaé s de todo lo que estaba ocurriendo me preocupaba la reunioé n que tendríéa con mi padre en unas horas. —Chiara, deja de masticar con la boca abierta —reganñ oé Martha a la ninñ a—. Cara, come algo, apenas has probado hoy alimento, lo ué ltimo que necesita esta familia es un reheé n muerto. —Martha… —murmuroé Massimo. Bajeé la vista y revolvíé los alimentos del plato, tratando de llevarme algo a la boca, pero el ambiente del lugar y mi temor por la reunioé n me impidieron pasar bocado. No podíéa permanecer ahíé un segundo maé s, entonces solteé los cubiertos y me levanteé . Massimo me miroé algo preocupado. —Quiero ir a mi habitacioé n, gracias por la cena, pero me duele mucho la cabeza. —Ve a descansar —soltoé Massimo mirando con dureza a los mayores de la mesa. Mientras caminaba a la habitacioé n, penseé en coé mo convencer a Massimo de que me llevara a la reunioé n. Necesitaba ver a mi padre, que eé l viera que estaba bien, no solo que le mostraran una fotografíéa, podríéa convencerlo de hacer las paces con Massimo y su familia y, asíé, poner punto final a esa guerra tan absurda. Aunque teníéa el presentimiento de que Massimo no me querríéa en ese lugar, teníéa que intentarlo. Disfruteé de una deliciosa ducha y me sequeé el cabello con una toalla mientras pensamientos negros oprimíéan mi alma. Massimo y mi padre eran hombres de fuerte temperamento, tercos, violentos y vengativos, podríéan terminar mataé ndose sin llegar a pronunciar palabra alguna, tendríéa que impedirlo y ser un escudo entre los dos. Afortunadamente, mis cosas las habíéan trasladado de la mansioé n a la cabanñ a. Elira estaba en el closet con parte de la ropa que me habíéan comprado cuando Massimo me llevoé a su departamento. Me cambieé , me puse unos leggins oscuros y una blusa manga larga. Una hora maé s tarde, alguien tocoé a mi puerta. Abríé y Massimo me observoé preocupado. —¿Queé estaé pasando? ¿Cambiaste de parecer en cuanto a nosotros? —preguntoé con tono de voz alterado. Lo mireé confusa. —Estoy bien, no he cambiado de opinioé n. Entroé a la habitacioé n sin dejar de mirarme. —¿Entonces? No probaste bocado en la cena, hoy apenas has comido.


—No te preocupes por míé. Massimo me tomoé de ambas manos y asintioé . —Es hora de irme, me vereé con tu padre en menos de dos horas. ¿Quieres que le deé algué n mensaje de tu parte? —No, no quiero enviar ningué n mensaje a mi padre, pero síé quiero pedirte algo. —Lo que quieras... —Quiero ir contigo, necesito estar presente en la reunioé n. Massimo me miroé con seriedad, parecíéa estar pensando su negativa, porque era un hecho que mi peticioé n iba a ser negada. —No puedo llevarte. —¡¿Por queé ?! —pregunteé dispuesta a rogar. —Llevarte ahíé es llevar a mis hombres a una muerte segura, tu padre intentaraé recuperarte si te ve a mi lado. ¿Crees que dejaraé que regreses conmigo? —Lo convencereé —insistíé. —Cara, tué no entiendes, no es una visita cordial, no tomaremos el teé y observaremos la luna — inspiroé profundo—. Te sustraje contra tu voluntad, te he tenido en mis dominios por semanas, tu padre no creeraé que ahora quieres estar conmigo. EÉ l no preguntaraé , los hombres como nosotros no preguntamos, tomamos, llevaé ndonos por delante al que sea que obstaculice nuestro camino. —¡Tengo miedo! No quiero que eé l te haga danñ o, no quiero que tué lo danñ es a eé l… Es mi padre, estando ahíé me asegurare de que ninguna de las dos familias salga lastimada —insistíé—. Puedo hacer que el ambiente sea menos tenso. —¡No insistas! —dijo perdiendo la paciencia—. Debo tratar un tema muy delicado con tu padre y la ué nica garantíéa de que me escuche es que tué esteé s aquíé, a buen recaudo. —Se acercoé y tocoé mi rostro—. Creé eme, es lo mejor, nena, seé que tus intenciones son buenas, pero no voy a exponerte y exponernos a una masacre. Me senteé en la cama negaé ndome a sentirme derrotada. —No quiero quedarme aquíé. La situacioé n abajo fue insostenible, nadie me quiere en este lugar. AÉ ngelo apenas me habla, la mamaé de Salvatore me trata como a una reheé n y tus soldados me ven como la hija del enemigo, ¿queé tan segura crees que estareé cuando te marches? — argumenteé con desespero.


El cambio en nuestra situacioé n habíéa sido un golpe para todos en la Sacra Familia, podíéa sentir coé mo los hombres de Massimo se sentíéan traicionados y, si algo malo sucedíéa en la reunioé n con mi padre, a ninguno le temblaríéa la mano antes de darme un disparo en la cabeza. —Ellos no se atreveraé n a ponerte una mano encima, no lo haraé n, te reclameé como mi mujer. ¿Eres mi mujer, Cara? Asentíé, aué n no muy convencida de sus palabras. —Asíé no. —Me levantoé de la cama y me abrazoé —. Quiero escucharte decirlo. Paseé saliva. Esa admisioé n era todo un compromiso; yo queríéa estar con eé l, mis sentimientos crecíéan a cada minuto compartido en esta nueva situacioé n, pero ¿queé significaba realmente para eé l? ¿Una amante por la que se sentíéa muy atraíédo o habíéa maé s? ¿Podríéa vislumbrar algo maé s allaé de unas semanas? Todo era tan confuso, queríéa quedarme con eé l, pero ¿y mi vida? Tendríéa que dar un salto de fe. —¿Queé significa ser tu mujer, Massimo Di Lucca? —Me alejeé de eé l y luego me gireé miraé ndolo a los ojos—. ¿Soy una amante ocasional? ¿Soy quien calienta tu cama en las noches? ¿Soy el premio por ser la hija del consigliere del clan irlandeé s? EÉ l negoé con la cabeza acercaé ndose hasta que sus manos tomaron mis brazos dejaé ndonos a solo algunos centíémetros de distancia. —Significa que tué eres mi jodida vida, significa que ardo y muero por ti, significa que nunca antes me habíéa sentido asíé por alguien, significa que eres mi todo, Cara, y que ni siquiera quiero pensar que tué eres mitad irlandesa y yo soy italiano, que nuestras familias llevan anñ os en guerra por sus territorios, que en tu padre recae la muerte de mis padres. Significa que te quiero a ti y que ni siquiera seé coé mo explicar o controlar lo que brota en mi interior, asíé que te lo voy a preguntar una ué ltima vez: Cara O’Reilly, ¿eres mi mujer? —Síé, síé quiero ser tu mujer —murmureé , porque tampoco queríéa explicar lo que sentíéa por eé l, buscaríéa la manera de hacerlo funcionar sin dejar de cumplir todos mis suenñ os. Lo queríéa, estaba


completamente segura de que lo queríéa, bizarro o no. Absurdo o no, este sentimiento habíéa nacido en circunstancias difíéciles, como una flor de loto en medio de un pantano, y no queríéa renunciar a eé l. EÉ l me sonrioé , con calidez, con ternura y unioé nuestras frentes por un segundo. —Entonces estaé hecho, tendraé n que respetarte les guste o no, queé date en la habitacioé n si quieres, o ve con Chiara, y hagan galletas y magdalenas. Martha y Donato tendraé n que entender, la Sacra Familia tendraé que entender. —Me dio un beso corto—. Tengo que irme. Otro beso maé s y se alejoé hacia la puerta. —Massimo, jué rame que vas a volver. Me guinñ oé un ojo con picardíéa. —Volvereé . —Camineé hacia eé l y dejeé que todo lo que sentíéa se reflejara en un ué ltimo beso. Desde abajo, Salvatore lo llamoé de un grito y eé l respiroé con fuerza alejaé ndose—. Te vereé pronto, tesoro. *** Massimo La noche estaba fríéa y ventosa. Salvatore, Donato y su madre me esperaban fuera de la casa. —Vendreé pronto por Cara —le dije a Martha—. Hazla sentir en casa, Martha, seé que te estoy pidiendo mucho, pero estos ué ltimos díéas he aprendido que los hijos no deben responder por el pecado de sus padres, a no ser que deseemos pagar la penitencia. Cara es míéa, cuíédala como si fuese yo mismo y cuida de mis hermanos. Seis nuevos soldados estaban haciendo guardia, sabíéa que habíéa al menos otra media docena cerca, verificando los períémetros y resguardando la cerca. Me despedíé de todos y espereé a que Salvatore hiciera lo mismo antes de subirme al auto. Fabricio nos alejoé raé pidamente de la cabanñ a. Quedaba poco menos de dos horas para la reunioé n con Connan y era ineludible que el hombre hiciera sus propias averiguaciones, por mucho que me desagradara, en esta ocasioé n teníéamos que trabajar juntos. —Vas muy callado. ¿Queé sucede? —comentoé Salvatore a mi lado mientras subíéa el vidrio de seguridad para que Fabricio no escuchara nuestra conversacioé n—. Me informoé Stuart que hoy Angeé lica Willians estuvo en la casa en horas de la tarde y exigioé verte. —Necesitaba terminar mi


relacioé n con Angeé lica—. ¿Piensas terminarla ahora que estaé s de novio con la hija de O’Reilly? —No estoy de “novio” —hice comillas con mis manos— de Cara, ella es mi mujer y cuando acabe con toda la mierda que nos rodea, seraé mi esposa. —Uhhh, no creo que eso le guste mucho a la mujer de nuestro querido alcalde. —Ella y yo no eé ramos exclusivos, se ha terminado antes. Di por concluido el tema y Salvatore tuvo el buen tino de no insistir maé s. —¿Queé esperas que pase con O’Reilly hoy? —preguntoé unos minutos despueé s. —Lo ué nico que espero es que no nos matemos antes de decirnos lo que tenemos que decirnos, si queremos sacar la amenaza de lado y lado tendremos que trabajar juntos —resopleé —. Creo que mi padre ha de estar revolcaé ndose en su tumba al ver que voy a trabajar de la mano de Connan. —Si es que en realidad nos cree, tienes a su hija y ahora quieres incriminar a sus hijos… Perdoé name que te lo diga, pero me siento inquieto, es como si fueé semos directo a la cueva del leoé n. No le dije que presentíéa lo mismo, en cambio, me dediqueé a observar la carretera mientras recordaba lo que le habíéa dicho a Cara. Cada palabra habíéa sido cierta, en pocos díéas, ella se habíéa convertido en algo mucho maé s grande que cualquier cosa que hubiese podido sentir por alguna mujer, y me aterraba que todo fuera una locura, una parte de míé temíéa que hubiese caíédo en algué n tipo de juego de Cara, que todo fuese falso. Sin embargo, escucharla decir que era mi mujer me habíéa llenado de jué bilo y de una sensacioé n que nunca habíéa experimentado. ¿Amor? No, no podíéa ser amor, era muy pronto para ello o quizaé estaba equivocado y era solo un capricho que se esfumaríéa al paso de los díéas; todo mi interior era contradictorio cuando se trataba de Cara. La reunioé n se llevaríéa a cabo en uno de los edificios abandonados al noreste de Humboldt Park, un territorio que le seguíéa perteneciendo a la Sacra Familia. Como llegamos una hora antes, mis hombres se ubicaron raé pidamente; Fabricio se quedaríéa en el coche con un pie en el acelerador en caso de que la situacioé n se me saliera de las manos. Salvatore teníéa las copias de todos los documentos que el espíéa de Vito me habíéa entregado y Donato pondríéa los originales a buen recaudo.


—Jefe, hay hombres de O’Reilly por toda la zona —dijo Rafaello por medio de los microé fonos y auriculares que Tizano, uno de nuestros informaé ticos, habíéa adquirido hacíéa poco tiempo. —¿Cuaé ntos? —Al menos ocho, hay dos en el ué ltimo piso del edificio a la izquierda, y dos en el períémetro. Todos estaé n armados senñ or. —Ustedes tambieé n lo estaé n, ubica a nuestros hombres de tal manera que cada uno esteé a cargo de un irlandeé s. Tué , Dimitrio, y tué , Jean, queé dense donde puedan darle a O’Reilly en caso de que eé l intente atacar primero. —El auto de O’Reilly estaé llegando senñ or. —¡Todos a sus lugares! —gritoé Salvatore—. El deber es proteger a Massimo. Salvatore salioé del auto justo cuando el coche de O’Reilly se deteníéa. Salioé con las manos en alto mostrando que no teníéa armas, pero conocíéa demasiado a mi viejo enemigo, estaba seguro que iba armado hasta los dientes. El guardaespaldas de Connan fue el primero en salir, su arma apuntaba a Salvatore. —Baja esa arma, Callum, mi jefe ha venido en son de paz. —¿Doé nde estaé la hija de Connan? —A salvo, en un lugar muy lejos de aquíé. Abríé la puerta y salíé, tres puntos verdes aparecieron en mi frente y pecho, cuatro iluminaron el rostro de Callum. —Sal del auto, Connan, no tengo toda la jodida noche —le exigíé al hombre en el interior del vehíéculo. Pasaron unos segundos antes de que la puerta del vehíéculo frente a míé se abriera y Connan O’Reilly saliera. —Espero que no hayas preparado ninguna treta, Di Lucca —Seguíéa tras la puerta del auto, tambieé n noteé que varios hombres salíéan de los vehíéculos contiguos, a simple vista armados hasta los dientes—. Supongo que seraé s sensato y no me haraé s perder el tiempo. Me quedeé observaé ndolo en silencio. —Ya que no dices nada, te direé que hago acaé esta noche —La voz de O’Reilly sonaba firme —. Quiero a mi hija de vuelta. Me reíé sardoé nicamente. Nunca dejaríéa ir a Cara. —¿Algo maé s? —inquiríé con ironíéa. —Estoy dispuesto a negociar su liberacioé n. —Ella no estaé secuestrada. —Pero tampoco es tu invitada —reviroé uno de los lugartenientes de O’Reilly.


—Caé llate, Greg —ordenoé Connan con dureza. Volvioé a mirarme—. ¿Queé diablos quieres? Dilo de una puta vez. —Quiero justicia. —Ya que hablas de eso…, explíécame esa estupidez de que yo mateé a tus padres, ¡que atenteé contra tus hermanos! —¡Fueron tus hombres los que acabaron con ellos! ¡Los que osaron invadir mi territorio e intentar liquidar a mis hermanos! —¡Eso es una patranñ a! Ni Liam ni yo hemos ordenado ninguna ejecucioé n hacia los tuyos. ¿Esa es tu justificacioé n por haber tomado a Cara? —¿Y queé fue lo que paso en el club, Connan? —Toda accioé n tiene una reaccioé n, ninñ o, y si no lo sabes no estaé s listo para asumir el puesto de tu padre… Quiero a mi hija, Di Lucca, tal cual como la tomaste sin miramientos y, escué chame bien, si has tocado un solo cabello de su cabeza, voy a matarte. Salvatore rio a mi lado. —Creo que has tocado maé s que sus cabellos —murmuroé solo para que yo lo escuchara, haciendo que los irlandeses se pusieran en guardia y mis hombres alzaran sus armas. —Armas abajo —ordeneé y luego mireé a O’Reilly, para que enviara a sus ovejas a hacer lo mismo. Con una senñ al de su mano, eé l lo hizo. El ambiente a nuestro alrededor estaba cargado, no solo por la tormenta que se sentíéa cada vez maé s cerca, era adrenalina, eran ganas de ver sangre. De no haber sabido lo que estaba pasando en el interior de mi familia, quizaé s yo hubiese sido el primero en disparar. —No estoy aquíé para hablar de Cara… —Entonces, ¿para queé diablos estamos aquíé? —Como dije, quiero justicia y para ello te necesito. —Ahora fue su turno de reíér—. Puedes reíérte, estaé bien, quizaé no ríéas tanto para el final de esta reunioé n. —¡Deé jate de rodeos y habla de una puta vez! Yo vine por Cara, y la obtendreé a las buenas o quemando tu territorio desde los cimientos, ninñ o bonito. —Si quieres una guerra, los italianos estamos dispuestos a responder y defender lo que nos pertenece, pero no es de ello de lo que quiero hablarte. Escoge a uno de tus hombres, en el que maé s confíées, y reué nete conmigo dentro del almaceé n. —¿Y que puedas tenderme una trampa, como a una jodida rata? Las canas que tengo no son por estué pido, Di Lucca.


—Entonces supongo que tu hija no te interesa tanto como predicas. Saqueé mis armas y las dejeé sobre el capoé del auto, un gesto de sorpresa y desconfianza afloroé en su semblante, podíéa percibir su deseo de acabar conmigo de una buena vez, pero tambieé n era precavido; como hombre de mafia sabíéa que estaba rodeado y que, si algo me sucedíéa, Cara pagaríéa las consecuencias—. Tu hombre de confianza y síégueme —repetíé. Me observoé con furia antes de mirar a su alrededor como si buscara entre los hombres que teníéa al maé s leal, demoroé en hacer su eleccioé n— ¿Acaso no tienes un hombre a quien puedas confiar tu vida? —Puse mi mano en el hombro de Salvatore y me gireé hacia el almaceé n. Mi amigo no estaba tan silencioso como hubiese preferido. —¿Queé demonios haces? ¿Por queé dejaste tus armas en el capoé del auto? ¡Nos pueden atacar dentro del almaceé n! Puede ser una trampa. —Tranquilo, Connan no haraé nada, ama a su hija, no haraé nada para que ella sufra, los que me preocupan son sus hijos y que decidan emboscarnos. —Estamos siendo un blanco faé cil, no voy a poder defenderte yo solo, esto se estaé cayendo a pedazos, no resistiraé un enfrentamiento. —¿Dudas de tus capacidades? Escuchamos pasos, di un paso adelante de Salvatore esperando a Conan, que entroé en companñ íéa de uno de sus hombres. —Dime que quieres, ninñ o, ¡habla! —Saqueé el sobre de mi chaqueta y lo tireé a los pies de Connan. —Descué brelo tué mismo —El hombre a su lado se agachoé a recoger el sobre—. ¿Conoces a alguien en esas fotografíéas? Por el rostro de Connan pasaron diversas reacciones: la primera fue sorpresa, la segunda incredulidad, confusioé n. —¿Queé rayos es esto? Salvatore fue mucho maé s raé pido que yo para contestar, con una grabadora reprodujo el audio de la conversacioé n de sus hijos y los traidores de los ancianos. La furia invadioé los rasgos de O’Reilly raé pidamente. —¡Mientes! Es un jodido montaje, mis hijos no se atreveríéan —rugioé —. No seé queé mierdas te traes entre manos, pero tendraé s que ser maé s convincente. —Solo quiero esclarecer quieé n es el culpable de la muerte de mis padres, quiero venganza, necesito saldar mi deuda.


—Pues estaé s buscando en el lado equivocado, no tenemos nada que ver con ello. ¡Mi hija no tiene nada que ver en todo esto! Ella es un faro lejos de toda esta mierda y la quiero de regreso. —¿El lado equivocado? No lo creo, observa bien, las fotos no son alteradas, el audio son las voces de Dylan y Cian. Tus propios hijos orquestaron la muerte de mis padres, apoyados por los hombres que te deben respeto, confianza y lealtad. ¡El siguiente seraé s tué ! —Me miroé estupefacto —. Recapitula, examina tu vida y recuerda, ¿queé diablos has hecho para disgustar a tus hijos al punto de querer acabar con tu vida? ¿Queé tan segura estaé Cara en tus manos? —¡No metas a mi hija en esto! —Su rostro estaba rojo por el enojo, se quitoé las gafas y lanzoé el sobre a mis pies. —Ella hace parte de esto tanto como nosotros —manifesteé a medida que otros sentimientos se empezaban a reflejar en sus ojos—. Cara estaé de pie justo en la líénea que nos divide y nos separa, no dejareé que tus hijos le hagan danñ o a traveé s de ti. No teníéa ni idea de doé nde habíéa salido esto ué ltimo, pero era cierto, no dejaríéa que Cara se separara de mi lado, no cuando ella corríéa tanto peligro con eé l como conmigo. —Espero que hayas cumplido tu promesa y ellos no sepan de esta reunioé n. —Soy un hombre de honor, aunque no lo creas, y tampoco iba a exponerlos, suficiente con que tengas a Cara en tu poder, no iba a darte a Cian y a Dylan para que fueran presa faé cil. Connan iba a arremeter contra míé cuando escuchamos el sonido de una detonacioé n al lado sur del almaceé n, seguida por otra muy cerca. Salvatore me tomoé del brazo instaé ndome a salir y una raé faga de disparos se escuchoé a nuestro alrededor. Capítulo 26 Massimo Salvatore me guio hasta una de las columnas del edificio, pude ver como el guardaespaldas de Connan estaba en el suelo mientras que el padre de Cara sacaba su arma y se escondíéa tras otra columna. —Sabíéa que era una trampa —masculloé Salvatore furioso—. Te dije que era una peé sima idea reunirnos con estas ratas, no tienen sentido del honor ni la lealtad. No dije nada y observeé coé mo el infierno se desataba a nuestro alrededor, los disparos se escuchaban como raé fagas uno tras de otro.


—¿¡Queé demonios estaé pasando!? —gritoé Salvatore a su microé fono. —Irlandeses, putos irlandeses —gimioé Adriano en nuestros auriculares—. Hay cientos de ellos, senñ or, vinieron a liquidar, no estamos preparados. —¡Mantengan su posicioé n lo maé s que puedan! —griteé . —¿Tienes algo que ver en esto, Di Lucca? —escucheé la voz de Connan. Saqueé el arma que teníéa en la pernera, le quiteé el seguro y me coloqueé de espaldas a Salvatore, cada uno cubriendo un rango distinto. —¿Yo? Son tus putos hombres los que estaé n afuera haciendo arder el mundo. ¡Detenlos, O’Reilly! —¡Yo no he dado ninguna orden! Ninguno de mis hombres actuaríéa por cuenta propia. ¡Me tendiste una maldita trampa! —¡Tus malditos hijos! —¡Mis hijos no conocíéan de esta reunioé n! —El tono de desesperacioé n en la voz de Connan me dijo que el hombre decíéa la verdad. —¡Te he mostrado toda la jodida verdad! ¿Realmente te queda alguna duda de que tus hijos y los malditos viejos nos quieren acabar? Tal como lo planearon en el audio. ¡Tenemos traidores en nuestras propias filas! —Deteé n esto, Connan O’Reilly —gritoé Salvatore por encima de los estruendos—, detenlo o tu hija pagaraé las consecuencias. Me gireé raé pidamente colocando mi arma en su cuello. —Deja a Cara fuera de esto —farfulleé solo para eé l. —¡El imbeé cil no sabe que te la estaé s tirando! Jugareé con la verdad a medias si eso nos permite salir de aquíé con el corazoé n latiendo, ¡maldita sea! No rebatíé, no era el momento. No podíéamos distraernos, o no saldríéamos de allíé con vida, y si yo moríéa, Donato seríéa el capo hasta que AÉ ngelo cumpliera la mayoríéa de edad, si es que los traidores lo permitíéan. Mis hermanos me necesitaban, Cara me necesitaba. Teníéa que salir vivo a como diera lugar. —Senñ or, somos solo cinco, nos rebasan en nué mero y armas. —Un déjà vu del audio de mis padres se coloé en mis recuerdos al escuchar a Adriano a traveé s del auricular. —¡Mantente ahíé! —fue la orden de Salvatore al tiempo que un grupo de hombres entraba al almaceé n, todos equipados con armas de alto alcance, pero lo que me sorprendioé fue ver a Dylan O’Reilly comandando. Era claro que veníéan por los dos, acabaríéan con Connan y conmigo…


—¿No que tus hijos no sabíéan doé nde estaé bamos? —satiriceé en direccioé n a O’Reilly. —Yo… Yo… —El hombre tartamudeoé , sin poder creer lo que sus ojos estaban viendo. —¿Ahora síé me crees? —dije entre dientes al tiempo que veíéamos a los hombres desplegarse por el lote abandonado. —Te juro por mi hija que solo un punñ ado de mis hombres de confianza sabíéa que estaríéa aquíé, todos preferiríéan arrancarse la lengua antes de traicionarme. Habíéa sinceridad en sus palabras, Connan se veíéa estupefacto, por lo que le creíé, nadie sabíéa que nos reuniríéamos aquíé, nadie ademaé s de míé, los hombres con los que habíéa llegado Connan, Salvatore, Donato, mi pequenñ o equipo y… Fabricio. El jodido Fabricio habíéa estado nervioso todo el tiempo mientras conducíéa hasta acaé , lo habíéa notado, pero lo achaqueé a lo inquietante que era esta reunioé n. —¿Doé nde estaé Fabricio? ¿Puedes ver el auto? —le griteé a Adriano—. Necesitamos salir de aquíé.— Jefe, no veo su auto —respondioé raé pidamente. Adriano estaba en uno de los edificios aledanñ os, desde allíé podíéa verlo todo y si el auto no estaba… ¡Maldita sea! Me gireé hacia Salvatore. —El topo es Fabricio. —¿Queé ? —Salvatore me miroé como si me hubiera vuelto loco—. Fabricio es un Berruti, son fieles a nuestra familia. —Fabricio es un maldito ambicioso y lo sabes, se la pasa jugando en los casinos. Cuando lo agarre… —¡Busca al maldito Fabricio! —volvíé a gritarle a Adriano. Antes de mirar de nuevo a mi amigo—. Busquemos una salida. —¿Queé crees que he estado haciendo desde que empezaron a llover balas? —ripostoé con rabia. Podíéa escuchar a Dylan dar oé rdenes, pero no escuchaba por ningué n lugar a Connan. Salvatore y yo nos movíéamos con lentitud apoyaé ndonos en las zonas oscuras del almaceé n, podíéa percibir que habíéa hombres cerca, pero incluso nuestras respiraciones eran lentas mientras buscaé bamos coé mo salir. Vi como uno de los hombres liderados por Dylan tomoé a Connan de la camisa antes de arrastrarlo al centro del lugar donde su hijo lo esperaba junto con un par de irlandeses maé s.


—¿Queé estaé s haciendo, Dylan? —Lo que los putos italianos no han podido hacer. —¿Por queé ? Esto es traicioé n. —No si el que te mata es Di Lucca, yo solo estoy vengando la muerte de mi padre querido… Esto es por preferir a esa puta que a mi madre —disparoé su arma perforando el muslo izquierdo de Connan, que aullaba de dolor—, y esto es porque ya es hora de que me des el lugar que me pertenece y que te has negado a considerar. Liam cederaé a Declan su lugar en un par de meses, no queríéa seguir sirvieé ndote. —Dylan… —Es un plan digno de ti, contigo y Di Lucca fuera, los italianos acabaraé n con nuestra pobre hermanita y llegaraé una nueva era para nuestra organizacioé n. —Tué … No lo dejoé hablar. Un disparoé en la frente acaboé con la vida del que habíéa sido el consejero del capo irlandeé s, el padre de Cara… —Hemos hablado suficiente ¡Busquen al maldito italiano! —¡Encontreé un lugar! —me susurroé Salvatore antes que un grupo de hombres nos atacara por la izquierda. Corrimos hacia donde indicaba, habíéa un orificio en la pared trasera por el que perfectamente cabíéamos los dos. —Adriano, bué scanos en la parte sur —dijo Salvatore. —¡Síé, senñ or! Una nueva raé faga de disparos se escuchoé y Salvatore y yo respondimos mientras nos alejaé bamos del lugar. Corrimos por las calles desiertas rodeados de escombros y maleza hasta que divisamos el auto azul de Adriano, y nos subimos con rapidez sin dejar de disparar. —Acelera, Adriano. El auto derrapoé mientras aceleraba, alejaé ndonos cada vez maé s del lugar que casi habíéa sido nuestra tumba. —Te dije que era una jodida mala idea, joder, Dylan O’Reilly nos dio toda la confirmacioé n que necesitaé bamos, eé l Mancini, Ferrari y Greco estaban planeando todo esto… Salimos vivos de milagro, Massimo. No respondíé, en vez de ello me apreteé con la mano el hombro izquierdo. Mi mano cubierta de sangre alertoé a Salvatore. —¡Maldita sea, Massimo! —Golpeoé mi rostro—. ¿Doé nde maé s estaé s herido?


—Es solo un rasgunñ o. La bala habíéa rozado una parte de mué sculo, lo que me ocasionaba una quemazoé n que me hacíéa chirriar los dientes. —¡Joder, acelera, Adriano! *** Cara Despueé s de que Massimo se fue, sentíé que, si me quedaba encerrada en la habitacioé n, enloqueceríéa de preocupacioé n. Necesitaba estar con alguien y salíé a buscar a los ninñ os. Los encontreé en la mesa de comedor, jugaban cartas con Donato, mientras Martha arreglaba la cocina. Me ofrecíé a ayudar, ella me pasoé una toalla y me dispuse a secar la vajilla. Hasta nosotras llegaban las risas de los ninñ os y la voz de Donato. —Es increíéble la capacidad que tienen los ninñ os de superar los golpes —dije para romper el silencio. —Son almas joé venes, sin contaminar, laé stima que en nuestro mundo se contaminen tan pronto. Deseo que estos chicos superen lo insuperable, sus risas son un consuelo para míé. Franchesca era mi mejor amiga, no, amigas no, eé ramos hermanas del alma, lo sabíéamos todo la una de la otra. Tu padre… —Ruego a Dios todos los díéas por que sea un error, es lo que maé s deseo. Ella me miroé con algo de compasioé n. —Massimo me dijo que habíéa sido tu idea lo de la mascota. —He leíédo que son de ayuda en un proceso de duelo. —Fue una buena idea. La mujer abrioé la nevera y metioé un par de platos, luego fue a la cafetera y puso a hacer cafeé . Sacoé una bandeja con emparedados de una alacena y se la dio a un soldado que estaba en la puerta. —Hay suficiente para todos. Ven en diez minutos por cafeé . El joven dio las gracias de manera respetuosa. La mujer no descansaba, ya que no habíéa servicio domeé stico en aquel lugar. Me dije que al díéa siguiente madrugaríéa y la ayudaríéa en todo. Chiara entroé a la cocina con el perrito en brazos. —¿Ya tiene nombre? Acomodeé el ué ltimo plato y vi como la ninñ a le servíéa agua en el cuenco. —Aué n no, aunque tengo varios nombres. —¿Cuaé les? Cueé ntame, princesa.


La observeé poner la mascota en el suelo frente al cuenco, el animal dio un par de lambetazos al agua y salioé corriendo para el comedor, vi que AÉ ngelo lo alcanzaba y lo traíéa a la cocina. —Habraé que sacarlo —dijo el ninñ o yendo a la puerta trasera. —Deja que uno de los hombres lo haga —replicoé Martha y llamoé a uno de los soldados que se encontraba afuera junto a la puerta. —He pensado en Trueno, Toby, Max, Chocolate… —dijo Chiara. —No me gusta ninguno —interrumpioé AÉ ngelo. —¿Tambieé n tienes tu lista? —le pregunteé . El chico se quedoé callado unos segundos y negoé con la cabeza—. ¿Queé tienen de malo los nombres que dio Chiara? —Son comunes. —El ninñ o miroé a su hermana—. Chiara, es nuestra primera mascota, tenemos que ponerle un nombre muy especial. Cada uno propuso un buen nué mero de nombres, pero no se pusieron de acuerdo. —Continué en manñ ana con la bué squeda —interrumpioé Martha—. Vamos ninñ os, a lavarse los dientes, a ponerse el pijama y a dormir, hace rato que pasoé la hora de acostarse. —Les puedo leer algo, si quieren. —Mireé a Martha, esperando su aprobacioé n, y me di cuenta de que la habíéa sorprendido. —Estaé bien, vayan con Cara, pasareé a darles las buenas noches en un rato. Me sentíé protectora con el par de ninñ os, al fin y al cabo, Martha teníéa su hogar, no sabíéa si tendríéa maé s hijos, nietos… Por maé s amor que les tuviera a los hermanos de Massimo, ella no podríéa cuidarlos siempre. Sentíé temor, ya que, si nuestra relacioé n avanzaba, a lo mejor eé l esperaba que yo me hiciera cargo del cuidado de los chicos, y no teníéa idea de coé mo hacerlo. Los acompanñ eé mientras se acomodaban en sus respectivas camas, me conmovíéa la bravuconeríéa de AÉ ngelo y la fiereza de Chiara. Les leíé el inicio de un cuento de Roald Dahl, Charlie y la fábrica de chocolates. AÉ ngelo en principio resoploé y criticoé la eleccioé n, hasta que sucumbioé a la historia como todo ninñ o de ocho anñ os. Un rato maé s tarde, volvíé a mi habitacioé n, pero no podíéa dormir. Massimo deberíéa estar en esos momentos reunido con mi padre. Me levanteé y mireé por la ventana a la oscuridad de la noche. Oreé por ellos y camineé por la habitacioé n un buen rato, hasta que recordeé el iPod de mué sica que me habíéa prestado Massimo y escuchando un concierto logreé conciliar el suenñ o casi al amanecer. Ni


siquiera me cambieé de ropa. Me despertaron unas voces, me levanteé enseguida, amarreé mi cabello en un monñ o bajo y sin mirarme al espejo, salíé de la habitacioé n. Mientras bajaba la escalera, escucheé las voces de Donato y Salvatore maldiciendo en italiano y hablando de un tiroteo. Interrumpíé su charla. —¿Doé nde estaé Massimo? —atineé a preguntar en un murmullo. Apenas escuchaba mi propia voz en medio de palpitaciones aceleradas. Los hombres me miraron sorprendidos. —¡Vamos! —Salvatore me aferroé del brazo, llevaé ndome hasta la puerta. —¿A doé nde vamos? —Mi rostro aterrorizado le causoé gracia al maldito. Se negoé a responderme y ni siquiera me dejoé cambiarme. Me llevoé con furia al auto, y me sentoé a su lado mientras otro de los hombres manejaba con celeridad. —¿A doé nde me llevas? ¿Coé mo estaé Massimo? ¿Mi padre? Me dirigioé una mirada fríéa y letal. Me iba a matar, a lo mejor todo habíéa salido mal, si Massimo habíéa muerto, la siguiente era yo. Me lleveé un punñ o a la boca, no, Dios míéo, eé l no podíéa estar muerto. Un nudo de angustia ascendioé por mi garganta y se alojoé allíé impidieé ndome modular palabra. Me mireé las manos que temblaban sin control; nunca le perdonaríéa a mi padre si habíéa matado a Massimo, renegaríéa de eé l toda mi vida. Esto no podíéa estar pasando, era una pesadilla a la que no se le veíéa el final. Los ojos se me llenaron de laé grimas. —Te lo ruego, Salvatore, necesito saber coé mo estaé Massimo, te lo suplico, por favor. —Ruega lo que quieras, no me importa —respondioé furioso—, toda la mierda que ha llovido estos díéas es culpa de tu maldita familia. Quiero matarlos a todos, empezando por ti, dicen que, muerto el perro, muerta la rabia. Se acabaríéan gran parte de nuestros problemas. —Pues, entonces, maé tame de una vez —dije retadora, pero por dentro estaba muerta de susto. Salvatore estaba a punto de perder el control, lo notaba en su semblante, en la manera en que me miraba y en coé mo jugueteaba con la pistola que habíéa sacado de la funda que llevaba pegada al cuerpo. A pesar de mi desolacioé n por Massimo, por mi padre y por mi futuro, me negueé a demostrarle miedo, me echeé hacia atraé s en la silla, trateé de controlar el llanto y lo mireé despectiva —. Haz lo que quieras.


Mi respuesta lo sorprendioé y elevoé las comisuras de los labios, antes de prestarle atencioé n a su moé vil. ¿Me mataríéa? Observeé que me llevaba de vuelta a Chicago, a lo mejor me llevaríéa al club y me encerraríéa en alguna de las mazmorras donde Tim, mi antiguo guardaespaldas, habíéa pasado díéas siendo torturado. El pulso se me aceleroé y se dificultoé el paso de aire a mis pulmones; si teníéa suerte, moriríéa asfixiada antes de que eé l o alguno de los hombres que me miraban con odio probaran a torturar mi cuerpo. Me sorprendíé al ver que llegaé bamos a la mansioé n. Quise preguntarle a Salvatore queé hacíéamos allíé, pero desistíé, no me contestaríéa y si lo hacíéa, estaba segura de que seríéa una arenga de odio y venganza. En cuanto el auto frenoé , abrioé la puerta, dio la vuelta, me agarroé del brazo y me sacoé del auto. Me negueé a preguntar algo, al entrar en la mansioé n, una de las empleadas bajaba con toallas manchadas de ¿sangre? —¿Queé demonios? —Síé, los demonios de tus hermanos nos tendieron una trampa. Lo mireé aterrorizada y tomeé una respiracioé n profunda antes de hablar. —¿Massimo estaé bien? —Me aferreé de nuevo las manos que empezaron a temblar—. Quiero verlo, lleé vame con eé l. —Eso es lo que estoy haciendo. Lo mireé furiosa y subíé las escaleras con celeridad. El segundo piso estaba burbujeante de actividad, un par de mucamas iban con cestos y bandejas, Cornelia, el ama de llaves, salíéa en ese momento del cuarto de Massimo junto a un meé dico, lo reconocíé por el maletíén, era un hombre de edad madura, algo pasado de peso y usaba lentes. —Eres de lo peor, Salvatore, me tuviste en vilo todo el tiempo. Eres un maldito torturador. —No niego que lo disfruteé y la tortura es mi especialidad, ya debíéas saberlo. El meé dico le dio unas indicaciones a Cornelia y un sentimiento de posesioé n se alzoé en míé enseguida, me endereceé y camineé hasta ellos. —Buenos díéas, Cornelia. Doctor… —Santoro, doctor Santoro. —Díégame, ¿coé mo se encuentra Massimo y cuaé les son las instrucciones de su cuidado? —Si estaba siendo atendido en casa a lo mejor no era tan grave, cavileé . —No creo que sea de su incumbencia, senñ orita Cara —intervino Cornelia evidentemente molesta. —Ya lo creo que síé, yo me encargareé de cuidar a Massimo —apunteé mis ojos de nuevo al doctor, en cuyo rostro vi un destello.


—¿Asíé que tué eres Cara? Menos mal que llegas, bambina, Massimo no ha hecho maé s que preguntar por ti. Vi a la mujer enfurecer de rabia, y dar media vuelta sin despedirse. —Necesito verlo, doctor, pero primero haé bleme de su estado. —Tuvo mucha suerte, bambina, es solo un rasgunñ o que necesitoé un par de suturas, debe tomar algunos antibioé ticos para evitar la infeccioé n. Me despedíé del galeno y entreé a la habitacioé n, una de las empleadas retiraba la ropa sucia. Massimo caminaba de lado a lado mientras hablaba por el moé vil, estaba con el brazo inmoé vil y vendado, llevaba un chaé ndal de algodoé n y estaba sin camisa. En cuanto me vio se acercoé a míé y me abrazoé . —Cara… Me arrebujeé entre sus brazos con cuidado de no lastimarlo. EÉ l levantoé mi rostro y limpioé una laé grima. —Estoy bien, te dije que estaríéa bien. —Gracias. Me senteé en la orilla de la cama, Massimo me sonrioé . Iba a preguntar enseguida por mi padre, pero entroé una llamada a su moé vil, se alejoé de espaldas a míé observando el paisaje por la ventana. Me senteé en un silloé n, mireé alrededor y solo entonces repareé en el lugar donde me encontraba. Nunca antes habíéa entrado a esa habitacioé n, cuya lujosa decoracioé n estaba en consonancia con la del resto de la mansioé n: cuadros en las paredes, una cama amplia de caoba oscura con un edredoé n dorado, un mueble de madera y un par de sillas. EÉ l siguioé hablando de negocios y temas que no entendíé. Demasiado ansiosa para permanecer sentada, camineé por la habitacioé n. Entreé al vestier y el olor de su colonia impregnado a su esencia varonil revoloteoé por mis fosas nasales. Me acerqueé a su ropa y olíé como una condenada enferma sus camisas, reviseé su coleccioé n de relojes y luego observeé un aé lbum de fotografíéas. En una de sus paé ginas encontreé una foto de eé l con Angeé lica Williams, con el sueé ter de la universidad donde ambos estudiaban. EÉ l sonreíéa con descaro, pero la mirada de ella era la de una mujer enamorada. Angeé lica habíéa amado a Massimo, a lo mejor aué n


lo amaba, y el maldito mordisco de los celos me hizo preguntarme queé diablos hacíéa en ese lugar. Dejeé el aé lbum en su puesto y, al hacerlo, Massimo aparecioé en la puerta. —Discué lpame, no debíé –senñ aleé avergonzada. —No me molesta, me gusta que te intereses en mis cosas. Dame un beso con todas las de la ley, no sabes cuaé nto lo necesito. Me tendioé los brazos y camineé hasta eé l. Cerreé los ojos y roceé sus labios con suavidad. Me dejeé llevar por ese sentimiento que se agolpaba en mi pecho y que me impulsaba a darle ternura y amor al hombre herido que estaba a mi lado. Porque Massimo guardaba profundas heridas y no solo esas superficiales en su brazo, sino heridas del alma, de las que dejan cicatrices maé s profundas y son maé s difíéciles de sanar. Desliceé mis manos por su cuello para profundizar la caricia, y sentíé su respiracioé n agitada y un leve jadeo. Me separeé enseguida. —No en estas condiciones, si entra Cornelia es capaz de echarme de la casa. —Nadie seraé capaz de hacerlo. No pensaba igual, recordeé el comportamiento de Salvatore, lo que a su vez me llevoé a preguntarle. —Massimo… —Síé, hermosa… —¿Queé ocurrioé con mi padre? Capítulo 27 Massimo Inspireé profundamente ante la pregunta, debatieé ndome entre si contarle a Cara lo ocurrido y lo que habíéa visto con mis propios ojos. Ella nunca creeríéa lo que vi, le seríéa maé s faé cil pensar que Connan habíéa muerto bajo mi mano y la perderíéa, estaba seguro de ello, y no podíéa permitirlo, no cuando mis sentimientos y los suyos estaban tan en sintoníéa. Maé s adelante, cuando tuviese las pruebas suficientes, le hablaríéa de lo ocurrido. Era lo mejor. Me toqueé el vendaje, la herida escocioé un poco, pero, aun asíé, estireé mi mano hacia ella. —No pienses en eé l —dije acariciando su mejilla. —Es mi padre, escucheé a Donato hablar con Salvatore, no llevabas suficientes hombres y solo Adriano llegoé intacto, tienes hombres heridos y muertos. —Sabes maé s que yo, nena… —Massimo.


Me miroé con fiereza e inhaleé con fuerza. —Tu familia me tendioé una maldita trampa… —¿Coé mo estaé mi padre? —Bien, supongo. —Realmente creíéa que el hijo de puta se estaba quemando en el infierno o donde fuese que Lucifer tuviese un pabelloé n para los mafiosos. —Deé jame hablar con eé l, no teníéa derecho, tué ibas en son de paz… ¿Fue por mi culpa? —¿Por queé demonios seríéa tu culpa, carinñ o? —Teníéas que dejarme ir contigo, si yo hubiese estado ahíé… Negueé con mi cabeza. —Hubiese sido mucho peor, quizaé ni siquiera estuviera aquíé. Alguien carraspeoé en la puerta. Levanteé la mirada para encontrar a Salvatore y a Donato. —¿Podríéas dejarnos a solas, bambina? —preguntoé Donato. Me causoé curiosidad la manera en que Donato se dirigioé a ella, a lo mejor empezaban a aceptar la idea de que Cara seríéa parte de mi vida. —Por supuesto —caminoé hacia eé l—, pero antes, ¿hay posibilidad de que me comuniques con mi padre o mi madre? Necesito hablar con alguno de ellos. —Mi amigo me observoé por unos segundos y eso hizo que Cara volteara a verme—. ¿Estoy aquíé como tu prisionera o por mi voluntad? —Tué no te iraé s. —Me importoé una mierda el escozor, le habíéa dado la oportunidad de irse y ella habíéa regresado, era míéa. —Te repito la pregunta, ¿estoy aquíé como tu invitada o como tu prisionera? —¡¿Queé mierdas quieres, Cara?! —siseeé por el dolor y un rayo de preocupacioé n cruzoé por su rostro. —¡Quiero hablar con mi padre! Quiero pedirle que termine esta guerra absurda que pone sangre en mis manos tambieé n y, sobre todo, quiero hablar con mamaé … —Se giroé hacia Salvatore —. ¿Puedes hacer la llamada? —Me temo que no tengo conexioé n con eé l… —Salvatore haraé lo posible, Cara, ahora ve y deé janos solos. Ignoreé la ceja alzada de Salvatore hasta que la puerta fue cerrada. Me senteé en la cama; tanto Donato como su hijo se acercaron tomando un par de sillas que estaban cerca. —Revisa que no esteé espiando en el corredor, hijo. —Salvatore rodoé los ojos, pero hizo lo que su padre le ordenaba. Abrioé la puerta con cuidado y luego salioé al pasillo. —Despejado, padre. —Bien, por la pregunta de la chica, asumo que no le has contado lo de su padre.


—No lo he hecho y no quiero que lo sepa, ¿ha salido en las noticias? El hombre negoé con un gesto. Necesitaba ganar tiempo. —¿Por queé no quieres que lo sepa? Deberíéa conocer lo ratas que son sus hermanos — interrumpioé Salvatore. —No creeraé que fueron ellos, supongo que para ella seraé maé s faé cil creer que fui yo… Salvatore, quiero a esos hijos de puta en las mazmorras suplicando por sus vidas. —Asíé seraé , hijo —respondioé Donato—. Por lo pronto tuvimos ocho bajas, Massimo, y no pudimos capturar a Fabricio. —¡Maldita sea! ¿Quieres explicarme, Donato, por queé demonios estamos rodeados de tantos traidores? —Poder, ambicioé n… Puedes juzgar cuaé l te gusta maé s —respondioé Salvatore. —Yo opino… —Una declaracioé n sangrienta es lo mejor que puedes hacer —interrumpioé de nuevo Salvatore y Donato le dio la mirada que los padres le dan a los hijos antes de darle un zape—. No me mires asíé, padre, sabes tan bien como yo que lo mejor que puede hacer es una declaracioé n sangrienta, tomar a los hijos de puta de Mancinni, Ferrari y Greco y rebanar sus gargantas. —Es muy pronto para hacerlo, lo maé s seguro es que las casas Di Rossi, Espoé sito y Vitale no crean en las pruebas que has presentado, aunque, ahora lo sabemos, sean veríédicas. —¿Entonces queé demonios hago? Solo confíéo en ti, en Salva, mis hombres… ¡Joder ya ni en mis hombres puedo confiar! No seé quieé n estaé dispuesto a vender su lealtad por un puto plato de monedas. —Esta familia estaé compuesta por ocho grandes casas, como las llamoé tu tatarabuelo: los Greco, los Di Rossi, los Mancinni, los Vitale, los Ferrari, los Espoé sito, los Di Lucca —me senñ aloé — y los Lombardi —se senñ aloé asíé mismo—. Tenemos anñ os siendo una sola familia, una unidad. —La familia no te mata, Donato. —Mi voz se quebroé y la ira bulloé en mi interior—. No se une con el enemigo y planea y ejecuta la muerte del líéder que se ha ganado ese lugar a pulso, no siega la vida de un buen líéder, ellos destruyeron a mi familia, ¿por queé mierdas tengo que esperar para destruir a cada uno de ellos? —respireé profundamente—. Eres mi fiel consejero, aconseé jame o te juro… —Atrapa a los hijos de O’Reilly, traé elos y que sean ellos mismos los que senñ alen a los traidores, y entonces…


—Hareé una declaracioé n sangrienta y cada uno de ellos pagaraé por el sufrimiento de mi madre. —Mireé a mi mejor amigo—. Busca la manera de hacernos de esos hijos de puta, Salvatore, y lo quiero lo antes posible. —Mireé de mi mejor amigo y a mi consejero—. Ninguno de ustedes le diraé a Cara lo ocurrido con su padre y si pide que la comuniquen, simplemente diraé n que lo estaé n intentando… ¡Mierda! Dile cualquier cosa que se te ocurra, pero no la verdad… —Bien. Ambos se levantaron dispuestos a salir. —Y, Salvatore…, encuentra a Fabricio. —Entendido, jefe. **** Unos díéas despueé s de la trampa de Dylan O’Reilly, estaba terminando de revisar unos documentos en mi oficina del club, cuando la puerta se abrioé y Angeé lica entroé cerrando la puerta tras ella. —Angie… —Dejeé los documentos en el escritorio y la mireé . —¿Angie? Hace semanas no contestas mis llamadas ni mis mensajes, hace semanas que no seé de ti ¿Queé estaé pasando, Massimo? —¿Queé crees que estaé pasando? —Si lo supiera, no estaríéa aquíé, penseé que estaé bamos bien. —Pensaste mal, no tengo tiempo para ti. —Puedo venir otro díéa. Negueé con la cabeza. —No, Angeé lica, no me referíéa a ahora, me refiero a que no tengo tiempo para lo que sucedíéa entre nosotros. —¿Sucedíéa? ¿De queé diablos hablas? ¿Acaso hay otra? —Por favor… —¡Es eso! Te conozco, tué no le dices que no al sexo, siempre haces tiempo, y hace semanas que no estamos juntos. —No tengo que darte explicaciones, Angeé lica, esto se acaboé , punto. Cierra la puerta cuando salgas. Tomeé el bolíégrafo dispuesto a seguir trabajando. —¡Esto no se acaba cuando tué lo dices! —gritoé ella golpeando el escritorio—. Vendraé s a míé, Massimo, siempre vuelves. Estireé la mano y tomeé un cigarro, lo encendíé y mireé a la mujer de arriba abajo. Luego le di mi


sonrisa de medio lado. —Quizaé en el pasado —me reíé—, pero ahora estoy completamente seguro de mi decisioé n, no pienso volver a follar contigo. —Ella se acercoé a míé, su mano a punto de golpearme—. Pieé nsalo bien —dije con frialdad aferrando su munñ eca. —¡Arg…! —Vete… No te rebajes maé s, Angeé lica, recoge la poca dignidad que te queda y sal de aquíé ahora mismo. —¡Te vas a arrepentir! —gritoé sulfurada—. Conozco todos los secretos de tu vida en las sombras, todos y cada uno de ellos. Respireé profundamente y me levanteé de la silla, mis nudillos haciendo presioé n en la madera de cedro del escritorio. —No me amenaces. —Mi voz salioé baja y ronca—. Si yo caigo, tu marido cae, tus amistades caen, la puta ciudad se va a pique… No olvides con quieé n estaé s hablando, Angeé lica, porque estas manos que te brindaron placer tambieé n pueden causar mucho dolor. —Eres un imbeé cil… —Y tué una jodida puta que no entiende que ya cumplioé su ciclo. —Salíé de detraé s del escritorio y me acerqueé a ella susurrando suavemente en su oíédo—. Ya no te deseo, Angeé lica, ya no me gustas, no me voy a volver a acostar contigo y mejor te vas haciendo a la idea. ¡Fabiano! — El hombre inmediatamente abrioé la puerta—. ¡Saé cala de aquíé! —¡Esto me lo pagaraé s! —gritoé al tiempo que Fabiano la tomaba del brazo. Ella se lo sacudioé —. ¡No te atrevas a tocarme! Me dejeé caer en la silla una vez la puerta se cerroé . Teníéa tanto trabajo que no sabíéa cuaé ndo acabaríéa, ademaé s, estaba pendiente el asunto de la traicioé n. Donato seguíéa buscando pruebas y el Purgatory habíéa abierto sus puertas nuevamente, por lo que las peleas volvíéan a ser nuestra mayor fuente de ingresos. El contador estaba revisando las cifras conmigo cuando Cara entroé en la oficina, con ropa de deporte ajustada al cuerpo. Sabíéa que Adriano, quien no se le despegaba ni a sol ni a sombra, la habíéa traíédo al gimnasio. —No sabíéa que estabas ocupado —dijo al ver al hombre frente al escritorio. —Anthony ya se iba. ¿Anthony? —Arqueeé una ceja en su direccioé n. —Síé, senñ or. —El hombre se levantoé y le di la mano—. Podemos hacer los demaé s ajustes la


semana entrante. Pasoé al lado de Cara y salioé de la habitacioé n. —Ven aquíé, carinñ o. Palmeeé mi rodilla y ella sonrioé negando con la cabeza, lo que fuese que teníéamos habíéa crecido con el pasar de los díéas, no habíéa imposiciones, ni reglas, simplemente disfrutaé bamos de la companñ íéa del otro y el sexo era fantaé stico. Cara caminoé hacia míé, se sentoé en mis piernas y mis manos ascendieron de su cintura a su cuello. Me aferreé a ella antes de besarla, sin prisas, enredando nuestras lenguas y uniendo nuestros labios hasta que los pulmones nos bramaron por aire. —AÉ ngel… —Me distraes —susurroé en el cueco de mi cuello—. ¿Sabes si Salvatore pudo hacer contacto con alguien de mi familia? —Yo soy tu familia. —Sabes a lo que me refiero. Por supuesto que lo sabíéa, de la misma manera que sabíéa que Liam Kavanagh habíéa muerto la noche de la reunioé n que tuvimos Connan y yo, dejando a Declan Kavanagh como nuevo capo y a Dylan O’Reilly como consigliere. Los irlandeses estaban intentando ganar los territorios de Naperville, Elgin y Belleville, lo que habíéa tenido a mis hombres en guardia. Cara me observoé esperando una respuesta. —Hemos intentado comunicarnos —mentíé—, pero tu padre no contesta nuestras llamadas y no puedo seguir llamaé ndolo, aé ngel, podríéa percibirse como una debilidad. Ella se removioé en mis piernas, por lo que la dejeé ir. —Deé jame hablar con eé l. —No saldraé s de territorio italiano. —Entonces dame el nué mero, puedo dejar un mensaje, decirle que soy yo… Massimo, tienen que parar los robos, los bombardeos…, los… Mi teleé fono interrumpioé lo que fuese a decir, lo tomeé del escritorio. —Salva… —Tengo a Fabricio… en nuestra recieé n estrenada mazmorra. —Estareé allaé en veinte minutos, dile a Donato que convoque una reunioé n de urgencia y, Salvatore…, no lo mates. —¿Queé sucede? —preguntoé Cara una vez colgueé la llamada. —Tenemos que irnos, prometo que pronto te tendreé noticias de tu padre, solo dame un par de díéas maé s. Ella asintioé y fuimos hasta el auto. Una vez llegamos a la mansioé n, varios autos rodeaban la


entrada, le pedíé a Cara que me esperara en la habitacioé n, sabíéa que los ancianos y los principales capitanes estaríéan ahíé. Fabricio moriríéa esa noche, y lo haríéa dolorosamente. Salvatore estaba esperaé ndome cuando bajeé las escaleras que conducíéan al soé tano; detraé s de eé l, subjefes, soldados y ancianos me esperaban. Tomoé todo de míé no sacar el arma de mi cintura y disparar contra los tres traidores. Fabricio estaba atado en una silla; Salvatore ya habíéa empezado su castigo, pues teníéa la mandíébula rota. Al verme forzoé las cadenas que lo ataban. —Senñ or… —Silencio, Fabricio. —Salvatore me pasoé una manopla, y mireé una vez maé s al hijo de puta mientras me la colocaba—. ¿Pensaste que podíéas ponerte del lado del enemigo y que nunca te encontraríéa? —Golpeeé con fuerza el rostro del traidor, y escucheé con satisfaccioé n el sonido de los huesos de su rostro al romperse—. Imbeé cil, pedazo de mierda. —Dos golpes seguidos y sus dientes salieron de su boca como palomitas de maíéz, ni siquiera podíéa ver su cara a traveé s de la sangre—. Lleé venlo afuera. Adriano y Nino tomaron al hombre por los brazos mientras otros dos chicos soltaban las cadenas. Lo hicieron subir las escaleras y salimos a la parte de atraé s de la mansioé n. Los hombres soltaron a Fabricio, este escupioé sangre en el suelo y luego levantoé sus ojos amoratados hacia míé. —Senñ or… Hice esto por usted, para ayudarlo, para saber… Me quiteé la manopla y le di otro golpe. —¿Me traicionas para ayudarme? —pregunteé confundido. —Queríéa estar cerca de ellos —su voz tembloé —, saber sus movimientos; hay personas que quieren hacerle danñ o. —No gastes palabras innecesarias, Fabricio. Salvatore me tendioé un arma. —Senñ or… —Se ahogoé un poco, pero se recompuso—. Senñ or, tiene muchas personas a su alrededor que lo quieren muerto, los irlandeses no son culpables de la muerte de sus padres. —¿Queé esperas, Massimo? ¡Termina con eé l! —gritoé Luciano Greco y escucheé a Mancinni secundarlo. —Las ratas se matan sin tanta demora, Massimo —exclamoé Ferrari, mientras quitaba el seguro del arma. —Queríéa hacer esto maé s doloroso, Fabricio, pero por tus padres…


—Senñ or…. —El miedo se filtraba en su voz—, por favor, senñ or, deé jeme explicarme. Sacudíé la cabeza y apunteé con la pistola a uno de sus hombros, un alarido de dolor lo hizo echarse hacia atraé s. Lo seguíé de cerca. —No importa por queé me traicionaste, ¡lo hiciste! —griteé , mientras apuntaba a su sien. Dispareé y el cuerpo cayoé y quedoé tendido en el pavimento. Me gireé observando a mis hombres: adultos, joé venes, viejos—. Mi tatarabuelo unificoé esta casa, por herencia soy su jodido capo, les guste o no… No tolerareé traiciones, no permitireé habladuríéas, sereé implacable con cualquiera que ose lastimarme o lastimar a mi familia. Los hombres empezaron a aplaudir, uno por uno bajaron la cabeza en reverencia mientras el cuerpo de Fabricio yacíéa a menos de dos metros de míé. Alceé el rostro y observeé a Cara devolverme la mirada desde nuestra habitacioé n. Capítulo 28 Cara Meses atraé s, la escena que acababa de ver me hubiera ocasionado repudio, no solo por el acto violento del que habíéa sido testigo, sino por la persona que perpetraba dicha accioé n. Me pregunteé queé tanto habíéa cambiado en todo ese tiempo. Ver a Massimo golpeando al traidor, observar sus facciones transformadas, la dureza en el tono de su voz mientras castigaba al hombre que a lo mejor habíéa vendido a sus padres, y presenciar luego coé mo lo ajusticiaba en un acto propio de una vendetta real, me produjo una serie de sentimientos encontrados. Teníéa que dilucidar si queríéa seguir a su lado. Verlo ejercer la violencia no me producíéa el repudio que esperaba, pero síé una honda pena, no por el traidor, sino por eé l, porque teníéa que hacer honor a su legado y su alma estaba vestida de venganza. Sabíéa que era un hombre peligroso, capaz de actos violentos; era un manipulador en toda la extensioé n de la palabra, amaba el poder y siempre conseguíéa lo que se proponíéa, pero tambieé n era un hombre inteligente, culto, amaba a sus hermanos y a la numerosa familia que habíéa heredado de su padre. No queríéa justificarlo, no era ninguna tonta, lo que hacíéa estaba mal, pero yo me habíéa


enamorado de eé l sin remedio. Massimo Di Lucca se habíéa convertido en pocas semanas en mi alegríéa, pero al ver este acto, tambieé n en mi cruz. Sus palabras filosas y aceradas atravesaron mis sensaciones y al verlo truncar la vida de otro ser humano fue como si delicados cristales de hielo horadaran mi piel, pero, por encima de ello, sentíé por eé l un amor tan grande y misericordioso que si me lo arrancaran del pecho estaba segura de que nunca volveríéa a ser la misma. Habíéa leíédo muchas historias de amor, en casi todas, los hombres eran como príéncipes de cuento, en otras no tanto, pero la integridad era siempre incuestionable. Mi príéncipe era oscuro y de las tinieblas, pero no lo cambiaríéa por ninguno. —Cara… —escucheé su voz, preocupada, tormentosa, pero al voltearme a verlo, no vi ni un asomo de arrepentimiento por lo acababa de hacer y yo, si queríéa una vida con eé l, tendríéa que aceptar eso—. ¿Coé mo te encuentras? —Bien. Me di cuenta de que se conteníéa, le veíéa las ganas de abrazarme, pero se metioé ambas manos en el bolsillo del pantaloé n, algo en su mirada me alertoé de que a lo mejor temíéa mi rechazo. Me acerqueé a eé l y lo abraceé . Me aferroé muy fuerte y enterroé la cabeza en mi cuello para evitar mis ojos. Le aferreé el rostro con ambas manos y lo obligueé a alzarlo; de todas formas, rehuyoé mi mirada. —Oye, tué … —Hubiera querido que no lo vieras, pero era algo que teníéa que hacer, ¿estaé s bien? —Estoy bien, fue difíécil, no lo niego, pero no voy a juzgarte y tampoco pienses que, por lo ocurrido, mis sentimientos hacia ti van a cambiar de alguna forma. Míérame. —EÉ l me miroé por fin —. Puedo ver a traveé s de ti. Veo dentro de ti. —¿Queé ves? —Algo que brilla en medio de la oscuridad, fuerte e indoé mito. Que me absorbe y me atrae y me impulsa a querer seguir caminando a tu lado. Massimo asintioé y me abrazoé de nuevo. —Cara, Cara, te necesito mucho, no puedo esconderte quieé n soy, seé hacia donde voy, pero el camino que debo seguir va a estar tapizado de muchos cadaé veres y muchas muertes no seraé n tan


limpias como esta que acabas de ver —tomoé una de mis manos y me habloé con ardor—, necesito tener la seguridad de que vas a estar conmigo en esto, de que no te arrepentiraé s. —Estoy contigo. Massimo me aferroé las manos y me miroé preocupado. —¿Queé pasa? —Cara, tengo algo que decirte, Fabricio —carraspeoé nervioso—, reveloé noticias del clan irlandeé s, la razoé n por la que no hemos podido ubicar a tu padre es que estaé muerto. Me desasíé de su agarre y camineé para atraé s, el corazoé n golpeoé con fuerza mi pecho impidieé ndome respirar, un escalofríéo me recorrioé el cuerpo, me lleveé las manos a la cabeza antes de soltar un lamento profundo, resistieé ndome a creer lo que salíéa de los labios de Massimo. —¡No! Massimo me atrapoé de nuevo y me llevoé hasta la cama, pero me negueé a recostarme. Me levanteé sin saber queé hacer, mi padre estaba muerto, el miedo que siempre estuvo ahíé, desde que era una ninñ a y supe a lo que se dedicaba, el temor a quedarnos solas, el pavor a que tuviera una muerte violenta, todo eso pasoé como raé fagas por mi mente y mi corazoé n. Mi padre no podíéa estar muerto, no sin haberme despedido de eé l, no sin decirle una ué ltima vez que, a pesar de sus errores, lo queríéa. Dios míéo, ¿queé iba a hacer? Solteé el llanto, apenas podíéa respirar, tomeé aire al tiempo que vi palidecer a Massimo por culpa de mi reaccioé n. EÉ l me abrazoé fuerte, me refugieé en su pecho y derrameé las laé grimas que llevaba atravesadas en el corazoé n, no solo de ahora, sino desde que era una ninñ a y, a veces, me dormíéa esperaé ndolo: esperando un juego, esperando tiempo, esperando carinñ o. Lloreé como nunca en mi vida, ni siquiera en lo maé s tenebroso de mi cautiverio me habíéa sentido tan desamparada como en ese momento. —¿Queé ocurrioé ? —griteé —, dime, ¿queé ocurrioé ? —No sabemos mucho, al parecer eé l y Liam fueron asesinados, no sabemos las circunstancias. —¿Doé nde estaé mi madre? —exclameé — ¡Necesito estar con ella! Massimo me aferroé el rostro y limpioé mi llanto. Me abrazoé de nuevo. —Ya envieé algunos hombres a rescatarla segué n su ué ltima ubicacioé n. —¡Traé ela! Por favor, trae a mi madre, es lo ué nico que me queda. —Lo hareé , nena, lo hareé , la traereé contigo, te lo prometo.


No nos movimos de la habitacioé n, Massimo me abrazoé toda la noche susurrando palabras de consuelo. Mientras trataba de resignarme a la peé rdida de mi padre, rogueé a Dios que mi madre encontrara el consuelo y poder reunirme pronto con ella. *** Massimo Odiaba verla tan triste. Odiaba maé s tener que mentirle. Habíéa sentido miedo muchas veces; a pesar de temerle a muy pocas cosas, soy un ser humano. Pero la posibilidad de perder a Cara hacíéa que una especie de pesadez se instalara en mi pecho. Si le hubiese dicho toda la verdad esa noche, mi miedo se habríéa hecho realidad. Habíéa hecho lo correcto. Mis hombres habíéan regresado de la casa de seguridad de O’Reilly en Springfield sin la madre de Cara, eé l lugar estaba vacíéo, como si la mujer, al verse sin su amante, hubiese huido. Queríéa pensar eso, queríéa pensar que ella estaba escondida y bien. Pero no era estué pido, las posibilidades de que la madre Cara estuviera con vida eran pocas, ella era una amante y, en nuestro mundo, las amantes no son nada. Veíéa a los chicos dos veces por semana, la mayoríéa del tiempo estaba en Purgatory ocupado en asuntos de la Sacra Familia. El conglomerado habíéa pasado a un segundo lugar en mi vida, seguíéa preocupaé ndome por eé l, pero mis esfuerzos estaban centrados en seguir cada movimiento de Greco, Ferrari y Mancini, de hecho, tambieé n habíéa investigado a las otras tres casas, pero Vitale y los demaé s estaban limpios. Llevaban vidas tranquilas en el retiro, asesorando a sus hijos y hombres en coé mo mantener el orden. Subíé las escaleras de la mansioé n y abríé la puerta de la habitacioé n que compartíéa con Cara. Teníéa un vestido blanco suelto e iba descalza. Como en las ué ltimas ocasiones, estaba en el alfeizar de la ventana, pero hoy teníéa el violíén a un lado, lo que me sorprendioé ; desde que se habíéa enterado de la muerte de O’Reilly el instrumento habíéa estado guardado en nuestro armario. —¿Tienes noticias de mamaé ? —preguntoé cuaé ndo cerreé la puerta y camineé hacia ella. —Lo siento, carinñ o, mis hombres siguen buscaé ndola, ella estaraé bien. —Ellos la odiaban.


—Una razoé n maé s para no querer ser encontrada. Tomeé el violíén y acaricieé las cuerdas con las puntas de mis dedos. —Papaé me dio el violíén para mi deé cimo cumpleanñ os, mamaé estaba empecinada en que aprendiera a tocar piano, pero no me gustaba, asíé que eé l me llevoé a una tienda de instrumentos y me hizo elegir —me dio una media sonrisa— y luego contratoé una profesora para míé. —Su voz se quebroé —. Toqueé mi primera cancioé n completa para su cumpleanñ os nué mero 40. Tomeé el violíén y se lo entregueé . —Toca para eé l— le dije—. No puedes quedarte aquíé como una muerta en vida, seé por lo que estaé s pasando, lo he vivido hace poco, pero encerrarte en ti misma no ayuda en nada, no te traeraé consuelo, ni haraé que regrese el tiempo. Anda, toca, desde donde sea que esteé , tu padre te escucharaé . Y yo te escuchareé . Dudoé , pero despueé s de unos segundos la vi llevar el violíén al arco de su cuello. Las laé grimas resbalaron por sus mejillas, pero no me movíé de mi lugar y ella empezoé a tocar; no reconocíé la cancioé n, pero era triste. Unos segundos despueé s la melodíéa cambioé a una mucho maé s raé pida y animada. Para cuando terminoé , una sonrisa adornaba su rostro, no pude evitar llegar hasta ella y dejar un suave beso en sus labios. —Eso fue hermoso… —Era su favorita, la primera pieza que toqueé . Le arrebateé el instrumento y la obligueé a ponerse en pie, limpieé sus laé grimas y sostuve sus mejillas con mis manos. —Entonces, toca esa pieza siempre que pienses en eé l y sigue con tu vida, basta de laé grimas y de encierros, quiero a mi antigua Cara de vuelta. —Asintioé sin dejar de mirarme con angustia—. Estoy aquíé, contigo, te recogereé cada vez que desfallezcas, pero te necesito fuerte, tienes que ser fuerte. Esa noche, como las anteriores, la sostuve en mis brazos mientras ella tocaba y se despedíéa de su padre. Un par de díéas despueé s me pidioé ver a los ninñ os, le dije a Adriano que podíéa llevarla mientras yo resolvíéa un par de negocios en el conglomerado. Joshua, uno de los organizadores de la gala anual que ofrecíéa Luxor, entroé a mi oficina con una pila de documentos.


—Necesito su firma, senñ or, todo ya estaé en orden para el fin de semana. Firmeé todo lo que necesitaba y luego me enfrasqueé en el proyecto de las granjas eoé licas; teníéa toda una estrategia por estructurar y ué ltimamente no habíéa tenido tiempo para ello. Mi celular vibroé en el bolsillo, lo saqueé y teníéa una foto de Cara con los ninñ os y el cachorro sin nombre. Estaba a punto de contestar su mensaje, cuando un texto de Angeé lica interrumpioé mi escritura. Necesito hablar contigo, ¿nos vemos despueé s de la gala? Ya seé por quieé n quieres mandar lo nuestro a la mierda. ¿Cara O’Reilly? Siempre te creíé de mejores gustos… ¿Sabes que Dan fue quien tomoé su virtud? Penseé que en tu familia las mujeres debíéan ser castas y puras, pero ya veo que a ti te gustan las golfas. Tragueé la hiel en mi garganta, y elimineé el mensaje sin dar una respuesta, el viejo y amargo sabor de los celos se alojoé en mi boca y tuve que recordarme que yo tambieé n teníéa un pasado, y que Cara y Dan hacíéa tiempo que no estaban juntos. Sin embargo, no pude continuar con el proyecto, en vez de ello recogíé todo de la oficina y me encamineé a casa, para trabajar desde el estudio. Pero no pude hacerlo, tan pronto abríé la puerta de la mansioé n, escucheé el violíén de Cara interpretando una melodíéa, algo que no habíéa escuchado antes. Entregueé la chaqueta y el maletíén a una de las empleadas y me encamineé hacia la habitacioé n. Ella estaba tocando y movieé ndose de un lado a otro, su cuerpo apenas cubierto por ropa interior era una visioé n majestuosa para míé. Me recosteé en el marco de la puerta sin querer interrumpirla, pero bebiendo toda la puesta en escena. Terminoé con una melodíéa alta y luego abrioé los ojos y me miroé . Aué n habíéa un poco de tristeza en sus facciones, pero verla asíé despueé s de díéas de llanto hizo que mi alma elevara una plegaria de agradecimiento a la deidad que la habíéa hecho tomar el violíén por su cuenta. Observaé ndola ahíé, las palabras de Angeé lica carecíéan de sentido, ella era míéa. —Eres lo mejor de mi díéa, aé ngel, sigue tocando asíé para míé. Capítulo 29 Cara Nos miramos durante largo tiempo, en abierto desafíéo. Levanteé una ceja y sonreíé, me iba a sentar en la cama, pero no me dejoé . —Quiero el espectaé culo completo, Cara, ese en el que danzas y al tiempo tocas, como lo hiciste en el balcoé n de mi departamento —pidioé con tono de voz ronco.


Notaba su aé nimo sombríéo, a lo mejor algo habíéa salido mal o habíéa recibido una mala noticia. —Eres un pervertido. EÉ l elevoé la comisura de los labios. —Yo diríéa que, maé s bien, seé virar las circunstancias a mi favor. —Chico listo. —Eres mi tentacioé n y esto es mi fantasíéa desde el primer díéa que te vi tocando, la luz daba un brillo sobrenatural a tu piel y me jureé que, asíé como te odiaba, asíé tocaríéa tu piel hasta aprendeé rmela de memoria. —Lo has hecho, chico listo —repetíé con una sonrisa bobalicona. Habíéa corrido mucha agua bajo el puente desde esa noche. No dije maé s y empeceé a tocar. Massimo se sentoé en un silloé n un poco lejos de míé, pero su mirada me quemaba. Me era difíécil concentrarme en la mué sica, pero lo hice y empeceé a bailar por toda la habitacioé n al ritmo de mi melodíéa, sintiendo coé mo sus ojos tocaban mi piel. En un momento dado lo mireé de reojo, su gesto concentrado me aturdioé un momento, su mirada ardíéa con amor, con fuego, y posesioé n. Di un par de vueltas maé s, alargando el momento del final, bullíéa de expectativa, queríéa sentir sus manos por mi cuerpo, en pocas semanas me habíéa hecho adicta a su toque, a sus besos, a las palabras que emitíéa en medio de la pasioé n. Habíéa despertado en míé un deseo voraz que nunca habíéa sentido y siempre estaba dispuesta para el amor, yo era como la lenñ a que, ante el chasquido del foé sforo, reverberaba como una hoguera. Sus brazos eran mi consuelo a la peé rdida de mi padre y a la desaparicioé n de mi madre, solo lo teníéa a eé l y a sus hermanos, que ahora eran mi familia. Los amaba y por ellos superaríéa la pena que me embargaba. Me acerqueé y quedeé de pie ante eé l. —Eso es todo, apenas voy por las tres cuartas partes de ella. Dejeé el violíén a un lado y toqueé mis mejillas sonrojadas. —¿Es creacioé n tuya? —preguntoé distraíédo en mi piel mientras tocaba mis piernas. —Síé, me gusta componer. —Eres muy talentosa. —Me agarroé de las caderas, se abrazoé a mi abdomen y levantoé la mirada —. Estoy loco por ti, Cara. Te deseo mucho. Eres tan hermosa que lo ué nico que quiero es encerrarte aquíé en mi guarida y hacerte el amor eternamente. Le acaricieé el cabello, mientras su respiracioé n atravesaba mi piel.


—Dime cuaé nto me deseas, Cara. Quiero escucharte, carinñ o, por favor. Acaricioé el contorno de mis labios, mientras me miraba con ojos fascinados y tormentosos. Chupeé su dedo y me miroé sorprendido. —Te deseo mucho, paso cada minuto que no estaé s pensando en ti. Asintioé con seriedad, sus manos subieron por mi espalda acariciando mi piel con las yemas de sus dedos hasta llegar al broche del sujetador, lo desabrochoé con pericia e inmediatamente acaricioé mis pechos con actitud reverente, hacieé ndome estremecer, y rastrilloé mis pezones con sus palmas. Deslizoé los dedos por mi vientre y los introdujo en el panti, acariciando mi sexo, que estaba listo para eé l. —Toé cate para míé. —Su tono de voz era ronco y necesitado. Me mordíé el labio superior. —Massimo… —Carinñ o. —Dejoé de acariciarme, se levantoé y como el encantador de serpientes que era me llevoé hasta la cama—. Por favor, amor, eres tan hermosa y es algo muy tuyo que quiero que compartas conmigo. ¿Alguien te ha visto hacerlo alguna vez? Un brillo posesivo vistioé sus facciones. —¡No! Como se te ocurre. —Vamos, quiero volver a tener ese privilegio, deé jame verte, aé brete para míé. Quiero ver tu hermoso sexo encendido. Quiero que te corras. Esa es mi idea de un jodido díéa perfecto. — No podíéa hablar. Massimo acaricioé suavemente mi sexo—. Mueé stramelo. Se levantoé de la cama quitaé ndose la chaqueta. Desanudoé la corbata antes de desabrocharse los primeros botones de la camisa. Cerreé los ojos y le di lo que me pedíéa, primero con algo de verguü enza, pero luego, a medida que las sensaciones aumentaban, las inhibiciones saltaron por los aires mientras jugaba entre las dilataciones de mi sexo en una danza sensual y ardorosa que se aposentoé en mis caderas, expandiendo una lluvia ardorosa por todo mi cuerpo. Abríé los ojos, Massimo estaba de pie, su cuerpo estaba en tensioé n, su mirada brillaba enardecida, su respiracioé n se escuchaba agitada. —¿Queé estaé s pensando? —me preguntoé . —En ti. En la magia de tus manos, en tus labios recorriendo mi piel. Mis caderas empezaron a moverse con maé s bríéo. Estaba en llamas y eé l tan controlado… Queríéa que ardiera conmigo. —¿Y ahora? —Su voz era baja y tensa.


—Massimo… —Díémelo aé ngel, anda. —Estaé s dentro de míé. ¡Oh, Dios! Estalleé en pedazos y me disolvíé en medio de estremecimientos. Tras mis ojos pasaron constelaciones de estrellas y cuando los abríé, la mirada de Massimo prometíéa llevarme a la hoguera una vez maé s. Se quitoé la camisa, descubriendo su torso musculoso, y la tiroé a un lado. Se quitoé los zapatos y los calcetines, los arrojoé a un rincoé n y enganchoé los pulgares en la cinturilla de sus pantalones. Elevoé las comisuras de los labios en un gesto que adoraba. —Ahora me toca a mi. Observeé de nuevo sus pectorales y sus tatuajes, que en segundos tocaríéa y besaríéa, y mojeé mis labios. —Eres guapíésimo, Massimo Di Lucca. Se quitoé los pantalones y los calzoncillos. Su miembro salioé disparado, solteé un fuerte suspiro cuando se tumboé a mi lado. —¿Muy guapo? —Síé, síé te hubieras decidido a actuar, seríéas un actor de mucho eé xito —soltoé la carcajada— y yo seríéa una de tus millones de fans enamoradas. Levantoé una ceja y me besoé con suavidad y ternura. —¿Millones? —Síé, millones. Me abrazoé maé s fuerte y yo le acaricieé la espalda, recorríé con boca y lengua el escorpioé n asentado en su cuello, hasta que en medio de jadeos juntamos de nuevo nuestros labios. Cada vez que Massimo me besaba sentíéa que lo hacíéa con el alma, ya que llegaba a una parte muy profunda de míé. Me teníéa cautivada, mi corazoé n latíéa a mil, y al mirarlo a los ojos supe que era recíéproco. De pronto todo desaparecioé , eé ramos eé l y yo, en un capullo nebuloso rodeado de amor; podíéa sonar lo maé s cursi del jodido mundo, pero no me importaba, en ese momento era feliz. Solo una sombra me asaltaba, no sabíéa queé hacer si a Massimo le llegara a ocurrir algo, se movíéa en un mundo peligroso y violento, teníéa que aprender a vivir el díéa a díéa, sin hacer muchos planes futuros, porque los suenñ os podríéan truncarse en un segundo.


Se inclinoé para hablarme al oíédo. Su aliento estremecioé mi cuello y me puso la piel de gallina. —No pienses tanto, carinñ o. Me dio la vuelta y me atrajo hacia síé de modo que mi trasero se mantuviera apretado contra eé l. Me abrioé las piernas, me levantoé las caderas, dobloé mis rodillas y deslizoé la mano por mis nalgas con un gemido placentero. Me mordioé la nuca y bajando la cabeza a la almohada, estaba de nuevo lista para eé l. Me besoé el loé bulo de la oreja, me mordisqueoé los hombros y acaricioé mi espalda, mi cuerpo entero vibroé . —Por favor… —Por favor queé , hermosa, la vista me tiene hipnotizado, amo tu culo respingoé n. Sentíéa que me tocaba por todas partes, oprimiendo botones que me excitaban maé s y maé s. —Massimo… —Me gustas tanto, amo cada centíémetro de tu cuerpo. —Se acomodoé detraé s de míé y me aferroé las caderas—. ¿Queé es lo que maé s deseas, aé ngel? Las profundas sensaciones me impidieron responder. Quise decirle que solo lo deseaba a eé l. Se introdujo en míé con un gemido ronco, empujando centíémetro a centíémetro, haciendo que mi interior se contrajera en torno a su sexo. Nunca usamos proteccioé n, yo habíéa empezado a tomar pastillas anticonceptivas la semana anterior. Habíéamos ido al meé dico, ambos nos habíéamos sometido a chequeos, aunque Massimo me insistíéa que siempre habíéa usado proteccioé n, yo era la primera mujer con la que la habíéa dejado de lado. —¿Asíé? Asentíé con la cabeza. Trateé de hablar, pero no pude, me excitaba con cada empuje y me llenaba de calor, quise decirle que lo amaba como no habíéa amado a nadie maé s en la vida, pero no me atrevíé. Mientras acariciaba mi clíétoris, un anhelo primitivo me circundoé llenaé ndome de una energíéa salvaje, ponieé ndome a punto, no duraríéa mucho maé s. Massimo me aferroé el cabello y susurroé en mi oíédo palabras calientes, fuertes, mezcladas con letaníéas de amor. El placer empezoé a crecer dentro de míé, me acomodeé al ritmo de Massimo, que, con sagaz instinto, me empujoé de


manera implacable al precipicio del placer; sus grunñ idos y gemidos me dijeron que estaé bamos sincronizados en esa danza que nos regalaríéa un goce inimaginable, pero a la vez nos dejaríéa maé s vulnerables. Transcurrieron varios minutos hasta que normalizamos nuestras respiraciones y cogidos de la mano nos sumimos en un corto suenñ o. Al despertar me volteeé y vi a Massimo que tecleaba algo en el moé vil. Me recosteé en su hombro y soltoé el aparato. —¿Estaé s bien? —pregunteé . Mi cabello estaba hué medo de sudor. —Síé. Estoy perfectamente. Mi novia me ha dado el jodido espectaé culo con el que fantaseeé hace tiempo, soy un hombre afortunado. —Lo eres —dije en tono presumido. Massimo soltoé la risa y me besoé . —Te amo, carinñ o. —Fue tan sincero, tan espontaé neo que los dos nos miramos por unos segundos sin decir nada, solo nuestras miradas trancadas y lo que vi en sus ojos me llenoé de alegríéa y plenitud. —Yo tambieé n te amo. Le acaricieé el contorno del rostro y me inclineé para besarlo. Fue solo un roce antes de separarme completamente, eé l llevoé sus dedos a mis labios acariciaé ndolos con suavidad. Estuvimos asíé un rato, charlamos de todo y nada. —Tenemos que normalizar nuestra vida, por lo menos en apariencia, mientras afino mi venganza. El saé bado en la noche tengo una reunioé n del conglomerado, el Departamento de Bienestar de la empresa ofrece una gala, para recaudar fondos para el ala de oncologíéa del hospital pediaé trico, quiero que me acompanñ es. Sonreíé. —Eres un hombre polifaceé tico. Hace díéas cometiste un asesinato, ya, no digo que el hombre no se lo mereciera, y ahora recaudaraé s fondos como buen chico explorador para tu causa beneé fica. Soltoé una sonrisa ladeada. —Te garantizo que no te aburriraé s. —Me gustaraé acompanñ arte —dije un poco maé s animada. Massimo teníéa razoé n, la vida teníéa que seguir. **** Escogíé para la ocasioé n un vestido de fiesta sencillo y elegante: color rojo vino, cenñ ido al cuerpo, strapless y con una abertura lateral en la pierna izquierda. Me peineé el cabello en ondas y


me puse un labial del mismo color del vestido. Cuando salíé a la sala, Massimo tomaba un trago observando el jardíén. Cuando se dio la vuelta, supe que lo habíéa sorprendido, porque me lanzoé una mirada ardiente y depredadora. —A lo mejor debo mandar ese compromiso al diablo, no quiero salir de aquíé—. Se acercoé a paso raé pido—. Estaé s bellíésima. Me tomoé de las manos y me hizo dar una vuelta. EÉ l vestíéa un esmoquin negro, y el cabello lo llevaba peinado hacia atraé s. —Tué tambieé n estaé s guapíésimo. Soltoé una sonrisa sexi y despueé s de una pausa senñ aloé . —Sereé la envidia de todos esta noche. —Me demoreé bastante, los tutoriales del maquillaje no son lo míéo, pero hice mi mejor esfuerzo. —Estaé s perfecta y me hubiera gustado que contaras con un estilista personal, pero ahora no confíéo en nadie. Lo siento, carinñ o, en otra oportunidad tendraé s un equipo atendieé ndote. Observeé que sacoé un estuche rectangular de su bolsillo y me lo extendioé . Lo mireé sorprendida, tomeé la caja y la abríé. Me quedeé sin palabras. —Quiero que lleves este juego de joyas esta noche, es un aderezo que pertenecioé a mi madre. Ahora es tuyo. —Massimo... No deberíéas, esas joyas pertenecen a Chiara. —Eres mi mujer y quiero cubrirte de joyas de la cabeza a los pies, deé jame compartir contigo este momento, mi madre tiene un joyero digno de la realeza, Chiara heredaraé una maravillosa coleccioé n. Ademaé s, muchas personas sabraé n por el collar que eres parte de la familia. Tan pronto pase esta etapa, formalizaremos lo nuestro. Sorprendida y esperanzada por el futuro, al escucharlo hablar asíé, detalleé el fino collar de diamantes y rubíées y los aretes a juego: eran delicadas piezas de joyeríéa. Me emocionoé muchíésimo el regalo y todo lo que representaba. —Es bellíésimo. Lo observeé mirar el juego de joyas con una sombra de nostalgia. Me di la vuelta y me puso el collar, sus caricias en mi piel me causaron un estremecimiento y sonreíé cuando eé l me murmuroé que el collar ya estaba asegurado, dejando un beso en mi cuello. Me puse los aretes y me mireé en el


espejo. —Estaé s preciosa. —Gracias. El auto parqueoé en el sitio donde se celebraríéa la gala, una nube de periodistas y fotoé grafos disparaban sus flashes por doquier. Massimo aferroé mi mano con firmeza y entramos al lugar que estaba tapizado por escoltas de la familia, que, con ojos de halcoé n, no perdíéan detalle de cada invitado. El saloé n, que estaba repleto, habíéa sido decorado de manera elegante, con miles de luces que daban un aspecto romaé ntico al ambiente; la mué sica de la orquesta se escuchaba por encima del ruido de las conversaciones. Los meseros pululaban con bandejas repletas de copas de champanñ a. Massimo se inclinoé para susurrarme al oíédo. —¿Bailamos, bella dama? —Claro. Puso una mano en la parte baja de mi espalda guiaé ndome hasta la pista de baile mientras la orquesta se decantaba por un tema suave. Nos acoplamos a la perfeccioé n, no parecíéa que fuera la primera vez que bailaé bamos juntos. Massimo me aferroé con firmeza a su cuerpo y danzamos por la pista con soltura como si llevaé ramos anñ os hacieé ndolo. La gente nos miraba, a lo mejor preguntaé ndose quieé n seríéa yo. —Direé las palabras de agradecimiento, cenaremos y nos iremos a casa. —¿Por queé tanta prisa? —Porque no hallo la hora de quitarte este vestido y follarte con los zapatos puestos. —¿Lo has imaginado? —No tienes idea. Despueé s del baile, caminamos por el saloé n, saludoé de manera fugaz a varias personas, pero no me presentoé a nadie. Me pregunteé el porqueé , y mi burbuja de felicidad se desinfloé un poco. —¿Queé te ocurre? —Nada, no seé si fue buena idea venir, ni siquiera me presentas a la gente. —Cara, esa gente es irrelevante, tengo mis razones y necesito que confíées en míé. Solteé un suspiro. —Confíéo en ti. —Vaya, vaya —interrumpioé la charla Angeé lica Williams que iba del brazo de su esposo—. Es un gusto saludarte, Massimo. Noteé enseguida que Massimo se puso en tensioé n. El alcalde nos saludoé y la mujer se dedicoé a detallarme de pies a cabeza; la noteé palidecer en cuanto puso los ojos en el collar. Miroé a


Massimo con rabia. Aunque yo estaba molesta con eé l porque tampoco me presentoé formalmente con ellos, el fuego de los celos se abrioé paso en mi interior y mi corazoé n latioé con furia, tuve la urgente necesidad de marcar a Massimo como míéo delante de esa perra presuntuosa. Angeé lica era la mujer con la que eé l habíéa tenido un romance de anñ os y a la que no le importoé compartir con su marido, despueé s de su matrimonio. Ademaé s, era bellíésima, sofisticada y elegante. Massimo besoé mi mano como si hubiera adivinado lo que pasaba por mi cabeza, pero ese gesto no tranquilizoé mis turbulentos pensamientos. Mientras charlaba de trivialidades con el alcalde, acaricieé la solapa de su esmoquin de arriba abajo y con la otra mano tocaba mi collar, sin dejar de mirarlo, y antes de que la pareja siguiera su camino me empineé y roceé sus labios, gesto que eé l devolvioé con una sonrisa. Angeé lica me lanzoé una mirada de odio tan patente que Massimo me aferroé aué n maé s a eé l. La siguiente media hora saludamos a otras personas. —No te separes un momento de mi lado —ordenoé Massimo. —No te preocupes, no me interesa interactuar con nadie de esta fiesta. Despueé s de charlar otro rato con uno de sus conocidos, un importante filaé ntropo, Massimo me llevoé hasta la pista y bailamos otra vez. Casi al final de la pieza, la zorra de Angeé lica se las arregloé para hacer un cambio de parejas. EÉ l no podíéa rechazar el intercambio sin quedar como un maleducado ante la alta sociedad que nos observaba y me cedioé de mala gana. Mi nuevo companñ ero de baile era un joven modelo que se presentoé como Mark y se disculpoé por el gesto de su amiga, ya que se dio cuenta de que no habíéa sido bienvenido. Los observeé con disimulo, la mujer le hablaba a Massimo, que agachoé la cabeza, gesto que ella aprovechoé para pegarse maé s a eé l y olfatear su cuello, sentíé mi rostro arder y le susurreé a Mark que deseaba ir al banñ o. Camineé a paso raé pido por entre la marea de gente. En cuanto llegueé al banñ o, abríé la llave, me mojeé las munñ ecas y las sienes con el agua fríéa. Me molestoé el aire posesivo con el que Angeé lica observaba a Massimo, como si todavíéa fuera de ella. Me dediqueé a calmarme, no queríéa estar maé s


tiempo en ese lugar, pero tampoco podríéa darle el gusto a esa mujer de que pensara que podíéa salirse con la suya, iba a salir dispuesta a enfrentarla cuando escucheé el repiqueteo de unos pasos y Angeé lica se materializoé a mi lado. —¿Sabes que eres un juego para eé l? Sus juguetes nunca duran maé s de un par de meses, te doy un consejo… —No necesito de sus consejos, senñ ora —enfaticeé la palabra “senñ ora”. —Como quieras, solo quiero que no te partan el corazoncito… Massimo y yo nos hemos separado, pero siempre vuelve a míé, una y otra vez. Tué no eres la primera y estoy segura de que no seraé s la ué ltima. La mujer abrioé su minué sculo bolso, sacoé un labial y se retocoé los labios. Nos observamos por el espejo. Acaricieé mi collar, en franco desafíéo. —¿Cuaé ntos collares de su madre le ha regalado? El gesto de la mujer cambioé y la rabia y los celos escondidos tras una sonrisa falsa hicieron su aparicioé n. —¡Zorra! —Tiroé el labial al piso con rabia. —Zorra usted que siendo casada tiene la desfachatez de serle infiel a su esposo. Angeé lica levantoé la mano con clara intencioé n de golpearme en la mejilla, pero mis reflejos fueron maé s raé pidos y le aferreé la munñ eca. —Me toca y se arrepentiraé , vuelva con su viejo y pateé tico marido y deje a mi hombre en paz. Estaba dispuesta a salir del banñ o cuando sus palabras me sembraron en mi lugar. —Estoy embarazada, apenas tengo cuatro semanas, a lo mejor ya entonces te acostabas con eé l. Mi sangre bombeoé con fuerza, mi corazoé n rugioé enfurecido antes de romperse, y mis manos empezaron a temblar. La mujer me dio una mirada satisfecha: habíéa logrado su objetivo. No fui capaz de decirle nada por culpa de la impresioé n. Salíé del banñ o con ganas de increpar a Massimo, necesitaba saber si se habíéa acostado con ella despueé s de estar conmigo, un hijo cambiaba las cosas, el peso de la duda se instaloé en mi estoé mago. ¿Y si lo nuestro fue una mentira? ¿Y si yo era parte de un astuto juego del que no conocíéa las reglas? Camineé hacia el saloé n de eventos. Antes de entrar limpieé un par de laé grimas, respirando profundamente, y me obligueé a mostrar un semblante indiferente. Al llegar al saloé n, me llegoé el


sonido de su voz dando el discurso de agradecimiento por el dinero recaudado. Hizo un par de bromas, ya iba a entrar en su campo de visioé n, cuando vi a Salvatore hablando por un intercomunicador ubicado en su oreja y caminar hacia donde yo estaba, al tiempo que una mano aferraba mi brazo. —Queé gusto verte, hermanita, tenemos mucho de queé hablar. Me di la vuelta para ver el rostro de mi hermano, que era casi una fotocopia perfecta del de mi padre. —Cian… Nunca, nunca habíéa tenido relacioé n con los dos hijos de mi padre. Ellos me odiaban, veíéan en míé el vivo ejemplo de la traicioé n. —Acompaé nñ ame. —Me tomoé del brazo con fuerza —Tengo que ir con Massimo… La maé scara de contencioé n de mi hermano se resquebrajoé en segundos. —¡No lo creo! Ese hijo de puta me la debe, no querraé s armar una escenita, ¿cierto? Camina — me ordenoé arrastraé ndome hacia una zona oscura y solitaria que daba a un jardíén. Siguioé tirando de míé hasta que quedaé bamos parcialmente ocultos de la gente—. Vendraé s conmigo a las buenas o a las malas, no querraé s seguir viviendo con el asesino de nuestro padre. Sentíé como si me hubiera dado una patada en el estoé mago, la sangre se me subioé a la cabeza y los latidos se me dispararon. —Massimo no tuvo que ver con la muerte de mi padre —refuteé con el miedo anegado en mi garganta. —¿No te contoé tu amante sobre la trampa que nos tendioé la noche del encuentro? Llegoé con sus hombres y disparoé a nuestro padre. —No, estaé s equivocado… Cian sonrioé con sarcasmo. —Asíé que el hijo de puta te mintioé … —dijo maé s para síé mismo—. Nuestro padre murioé esa noche. Me tambaleeé hacia atraé s cuando un golpe de adrenalina invadioé mi cuerpo ocasionaé ndome un sudor fríéo. Un grito pugnaba por salir de mi garganta, no podíéa creerlo. ¡Massimo no podíéa haber matado a mi padre! “¡EÉ l lo odiaba!”, griteé en mi memoria. “¡Pero eé l me ama!”. Dios míéo, no, no podíéa ser, eé l mentíéa, mentíéa.


—¡No te creo! Es una de tus trampas. Quiero hablar con mi madre, la llamo al moé vil y no contesta. —Entonces ven conmigo, yo te llevareé con tu madre. —Bajoé el tono de voz—. Tienes que creerme, padre estaé muerto, Cara, eé l murioé esa noche a manos de Massimo Di Lucca. Recordeé esa noche, la mirada que Salvatore le dio cuando le dije que queríéa hablar con mi padre, el silencio en la habitacioé n. —Mi padre murioé en un atentado contra Liam —musiteé con voz inestable… —Maldito cobarde, maldito mentiroso, escoria italiana —escupioé —. ¿Queé ganoé con mentirte? EÉ l te ha usado para vengarse de la organizacioé n, Cara. —Negueé —. ¿Pensaste que te queríéa? ¿Queé eras parte de su familia? ¡Fuiste tan tonta, hermanita! Volvíé a negar, me negaba a creer que las palabras de Massimo no fueran ciertas, que sus besos y caricias hubiesen sido parte de un espejismo. —¡Es verdad! No queríéa creerle, pero las dudas traicioneras ya estaban sembradas: las mentiras de Massimo respecto al díéa de la muerte de mi padre; su comportamiento al no presentarme a nadie, como si no quisiera que alguien supiera quien era yo; luego Angeé lica con su gran noticia; todo habíéa contribuido a resquebrajar mi confianza en eé l. Iríéa con Cian, necesitaba saber que mamaé estaba bien. Necesitaba verla, consolarla. Queríéa morirme o por lo menos enterrarme en un hueco y llorar a mis anchas por la traicioé n de Massimo. Un punñ o de hierro estrujaba mi corazoé n hacieé ndome sentir fríéa y vacíéa. Camineé a su lado, el repiqueteo de mis tacones se escuchaba por todo el trayecto. En cuanto llegamos al parqueadero, los hombres de Massimo se acercaron y nos rodearon. Salvatore salioé de entre las sombras con un arma apuntaé ndonos. —Eres un imbeé cil, Cian O’Reilly, ni siquiera sabes coé mo armar una emboscada, tus hombres ya estaé n neutralizados, debes estar muy desesperado para arriesgarte a venir aquíé, estaé s solo y vamos a aplastarte como la maldita cucaracha que eres. Apuntoé su arma dispuesto a disparar. —¡No lo hagas! —Sal del medio, Cara, ven conmigo. —No me movíé, las palabras de Cian hacíéan eco en mi memoria—. ¡Cara! —Salvatore, deé jalo ir, por favor —rogueé . Salvatore chasqueoé los dientes negando con la cabeza, justo en el momento en que Massimo se uníéa a nosotros. Lucíéa desencajado, culpable, su mirada no se apartoé de la míéa.


—Cara… Lo mireé con toda la desesperacioé n, el dolor y la tenue esperanza de que fuera una mentira de Cian.— ¿Mataste a mi padre? Capítulo 30 Massimo. Mireé con fiereza al maldito hijo de puta que era Cian O’Reilly… —Responde, Massimo, ¿lo mataste? —Ven conmigo, aé ngel, te lo explicareé … —dije tragando grueso. No debíé perderla de vista. Maldije mi suerte. —¿¡Lo mataste!? —gritoé una vez maé s—. ¿Le tendiste una trampa y lo mataste? —No lo mateé … —Mireé de Salvatore y a Adriano, ambos con sus armas listas para disparar —. Bajen las armas. —Pero… —refunfunñ oé Salvatore. —¡Ahora! —griteé perdiendo el control. El solo hecho de pensar en los planes que esos hijos de putas podríéan tener para Cara me helaba la sangre—. Solo ven conmigo, nena, ven conmigo y deé jame explicarte. —¡Lo mataste! ¡Lo mataste! Eres un… —Entrecerreé mis ojos hacia ella, ya a punto de hacer picadillo a su hermano y llevaé rmela a ella tanto si queríéa como si no. — Me ireé con Cian y no quiero que me sigas, no mandes a tus hombres por míé no… —¡Cara! —Mi voz se debatíéa entre el ruego, el miedo y la ira. —¡No! —Tienes mucho que saber, tengo mucho que contarte, solo ven aquíé, carinñ o, no soy el jodido villano en esta trama, tué lo sabes, Cara, sabes por queé citeé a tu padre. —Para matarlo, cabroé n —gritoé Cian y saqueé mi arma. —Eres un hijo de puta. ¡Dile la verdad! —griteé —. Seé lo suficientemente hombre y dile que el maldito de tu hermano apuntoé a la cabeza de tu padre y le disparoé sin una gota de arrepentimiento, dile que esta semana ustedes… — Calleé , no podíéa decirle a Cara lo que nuestro topo habíéa descubierto sobre su madre. —¿Fueron ustedes? —Ella se volteoé observando a Cian horrorizada. —Intentaste matarnos a todos… —continueé . Por el rostro de Cian se pasearon toda clase de emociones, desde un pequenñ o abismo de terror hasta una ira trastornada, antes de simplemente volver a la maé scara que nos habíéan ensenñ ado a


usar en nuestro mundo. —¡Mientes! —Se acercoé a Cara tomaé ndola de los brazos—. EÉ l nos tendioé una trampa, le prometíé a mi padre en su lecho de muerte llevarte a nuestro territorio y protegerte. Ella se removioé hasta salirse de su amarre, se llevoé las manos a la cabeza, en completa confusioé n, estaba entre dos hombres y por su mirada podíéa darme cuenta de que no confiaba en ninguno de los dos. Salvatore se acercoé a míé susurraé ndome que no podíéamos disparar allíé. Como si no lo supiera, dentro del lugar la gala seguíéa llevaé ndose a cabo. Un disparo y tendríéamos a toda la policíéa del estado sobre nosotros. Vi a Cara resquebrajarse, debatirse entre la duda y lo que sentíéa por míé, me miroé un segundo y todo lo que pude ver era dolor, teníéa que buscar la manera de encontrar a su madre, sacarla de ese lugar a donde Cian y Dylan la habíéan llevado. Seríéa lo ué nico que podríéa redimirme con ella. —Carinñ o, sabes que yo no lo haríéa… —susurreé cuando sus ojos se encontraron con los míéos —Te mintioé —farfulloé Cian detraé s de ella—, te estaé manipulando, eres parte de su venganza, se aburriraé de ti y te entregaraé a uno de sus pubs. Cara se tensoé , como si estuviese sopesando sus palabras, era como si las palabras de Cian se abrieran paso en su interior. —Lo que sea que esteé s pensando no es asíé, solo ven conmigo y deja que te explique, nunca he sido deshonesto contigo. —Mi voz sonoé fuerte a pesar de que por dentro estaba quebraé ndome, no podíéa perderla, no ahora—. No lo hice, no me heriríéa a míé mismo, mis hombres no me heriríéan. — A pesar de la oscuridad de la noche, pude ver a Fabiano entrar con pasos sigilosos al parqueadero. —Sigue hablando, jefe —escucheé que me dijo por el auricular—, intentareé llegar a eé l. —¿Por queé no me lo dijiste? —Se abrazoé a síé misma. —Penseé que te estaba protegiendo, nena. Me conoces, Cara. Ella negoé con la cabeza. —No, no te conozco. —Su desconfianza enterroé un punñ al en mi pecho—. No seé quieé n eres. —Soy el mismo hombre que has visto desde que… —¡Desde que me secuestraste! —gritoé a punto de perder el control—. Cian tiene razoé n, Angeé lica tambieé n la tiene… ¡Maldita sea! La estaba perdiendo. —¿Angeé lica? —recordeé que vi a Angeé lica entrar al tocador, iba a seguirla, pero en ese


momento me llamaron para dar el discurso. —Ella ha sido tu mujer por anñ os. —Maldita arpíéa, penseé que le habíéa dejado claro que entre los dos todo estaba muerto y enterrado—. ¿Estabas con ella mientras estabas conmigo? — negueé —. Tendraé a tu hijo. Eso teníéa que ser falso, nunca olvideé usar proteccioé n con Angeé lica. Si era cierto que estaba embarazada, no era míéo, pero de nada valíéa rebatir en este momento, ella no me creeríéa y no ventilaríéa nuestra intimidad delante de mis hombres y del maldito que se hacíéa llamar su hermano. Detraé s de ella, Cian soltoé una carcajada burlona. —Lo ves, hermana, no puedes confiar en eé l, estoy seguro de que su plan va maé s allaé de follar contigo, eé l queríéa danñ arnos. Vaé monos ahora, Cara, ven con tu familia. El corazoé n me latíéa deprisa, la teníéa tan cerca, pero la veíéa tan lejos como en los inicios del secuestro. Ella teníéa razoé n, no era confiable, pero la necesitaba en mi vida y antes muerto que dejarla ir con ese bastardo. —He sido maé s sincero contigo en dos meses que con ella en anñ os. —Me acerqueé —. Solo tué sabes quieé n soy, ven conmigo carinñ o. Extendíé mi mano hacia ella, pero no se movioé . —¡Basta! —dijo el bastardo y tomoé a mi chica por el brazo, pero ella se zafoé de un tiroé n. —No. —¿Queé dices, perra? Cian cambioé , tomoé a Cara con sus asquerosos dedos que se incrustaron en su piel de porcelana. A lo lejos, la sirena de una patrulla se escuchoé , seguramente alguien habíéa llamado a la policíéa, no podíéa darme el lujo de que se descubriera quieé n era en realidad, no cuando habíéa tantas personalidades importantes dentro del saloé n. Si tan solo pudiera acercarme un poco maé s, podríéa tomar a Cara. —Que no ireé contigo y sueé ltame —forcejeoé —, tampoco ireé contigo —dijo directamente hacia míé—, quiero a mi madre, nos iremos lejos de aquíé, lejos de su mundo retorcido y perverso, no soy una munñ eca para jugar, no soy el arma para una venganza, ni una mascota para proteger, me basto yo para protegerme, entreé guenme a mi madre y me ireé . En un raé pido movimiento, Cian tomoé a Cara del cuello, su arma apuntando directamente a su


sien, el sonido de la sirena se encontraba mucho maé s cerca, teníéamos que actuar y teníéa que ser raé pido. —Quieta, perra, o te juro por todo lo sagrado que nunca volveraé s a ver a tu madre, tuviste tiempo para irte, ahora no, es tarde, tienes demasiado valor como para dejarte ir. —Senñ or, las patrullas se acercan —escucheé por el auricular. —Nos vamos ahora. —Cian se concentroé en nosotros—. Ninguno de ustedes se moveraé o ella muere. Mantuve mis manos abajo, indicaé ndoles a mis hombres que hicieran lo mismo, no podíéa arriesgarme a herir a Cara de alguna manera. Intentoé caminar hacia nosotros, mireé a Cara una vez maé s, pero no habíéa rastro de temor en ella, habíéa furia, una que no habíéa visto antes, teníéa los brazos tensos. De repente le dio codazo fuerte en las costillas, Cian debilitoé su agarre, permitiendo que ella pudiera soltarse con facilidad y a la vez aferrarle fuerte el brazo, lo que hizo que eé l soltara la pistola. Fue un movimiento efectivo, no por la fuerza, sino por el efecto sorpresa, el maldito no se lo esperaba y en segundos terminoé en el piso con media docena de pistolas apuntaé ndolo. Caíé en cuenta de que Cara nunca estuvo en peligro, ella siempre supo coé mo defenderse, simplemente era cierto que queríéa irse. ¿Doé nde quedaba lo que sentíéamos si ella no queríéa estar conmigo? La ira me invadioé y tomeé su brazo con fuerza acercaé ndola a míé. —Trae el auto, Adriano —griteé a uno de mis hombres—. Lleé venlo a la mansioé n. —No puedes irte, Massimo, te esperan en la fiesta. —¡La fiesta me importa una mierda! Encaé rgate de la maldita policíéa y de que Cian tenga una suite de lujo en las mazmorras y tué … ¡vienes conmigo! —Pegueé a Cara a mi cuerpo, ella se revolvioé furiosa. Adriano llegoé con el auto y la solteé con maé s brusquedad de la que pretendíéa—. Sube. —No voy contigo a ningué n lado. —Sube al jodido auto, no me hagas perder la paciencia. —El desafíéo en sus ojos avivoé la flama de mi furia. —No quiero estar contigo, me ireé a la primera oportunidad —dijo entrando al auto. —Ya he escuchado eso antes, perdoé name si lo pongo en duda —murmureé sentado a su lado. Ella giroé su cabeza a la ventana y yo preferíé no hablar. Adriano, sintiendo la tensioé n, se mantuvo en silencio mientras nos sacaba del lugar. Vi varias patrullas llegar al hotel, y envieé un


mensaje a Salvatore para que me mantuviese informado. Durante el trayecto a la mansioé n, el ambiente en el auto fue tirante, Cara estaba obviamente enojada y yo me sentíéa como un jodido tíétere. ¿Seguíéa ella buscando la oportunidad de escapar de míé? ¿Vio en Cian la ocasioé n perfecta para huir? Habíéa entregado mi corazoé n a una mujer que al parecer estuvo todo el maldito tiempo jugando conmigo. Adriano aparcoé en la rotonda y ella fue la primera en salir, abandoneé el auto raé pidamente alcanzaé ndola antes de subir la escalera. —¿¡A doé nde demonios crees que vas!? —¡Lejos de ti! —¡Cara! —¡Eres un jodido mentiroso! —Quieé n habla de enganñ os. —¡Te acostaste con ella, Massimo, despueé s de que volvimos de Nueva York! —¡No me he acostado con ella desde mucho antes de eso! —Maldita la hora en que decidíé quedarme, en que dije que te amaba. —¡No maldigas eso! —brameé furioso—. Si Angeé lica estaé embarazada, ese ninñ o no es míéo, siempre useé proteccioé n con ella. —La proteccioé n falla, eso deberíéas saberlo, no quiero hablar contigo, no esta noche, de preferencia nunca. Empezoé a subir las escaleras y fui tras ella. —Queé laé stima, porque yo tengo mucho que decirte. La vi abrir su antigua habitacioé n y la tomeé de nuevo del brazo para llevarla a la que compartíéamos. Se soltoé de mi agarre quedaé ndose de pie frente a la puerta. —Ni loca entrareé ahíé, prefiero dormir en la inmunda mazmorra donde me tuviste secuestrada a compartir la cama contigo. Solteé una risa carente de humor. —Me preguntaba cuaé nto ibas a demorar en echaé rmelo en cara. La respiracioé n de Cara estaba tan agitada como la míéa, estaba seguro de que nuestros gritos se escuchaban por toda la casa. —Eso ya no importa, me mentiste tambieé n con lo ocurrido a mi padre. —Iba a interrumpir, pero ella no me dejoé , caminoé de nuevo hasta la otra habitacioé n, abrioé la puerta y me la iba a cerrar en las narices, pero detuve su avance y entreé tras ella. Se volteoé con los brazos en jarras y los ojos como dagas—. A ver, Massimo Di Lucca, ¿queé tienes que decir respecto a eso? Me mentiste sin ningué n tipo de consideracioé n. ¿Coé mo pudiste ocultaé rmelo cuando te preguntaba por eé l? ¿Mis


esperanzas eran un juego para ti? —Se rio con sarcasmo—. Lo que se habraé n reíédo tus hombres. Aferreé mi cabello tratando de tranquilizarme, pero Cara no me hacíéa las cosas faé ciles. —¿Juego? Yo no juego Cara, yo actué o, si te mentíé fue porque sabíéa que esto ocurriríéa, que no me creeríéas y que te perderíéa. Ella caminoé por la habitacioé n negando con la cabeza. —Me perdiste. Esto se acaboé . —Esto no se acaba hasta que yo lo diga, pero veo que tus sentimientos hacia míé no eran reales —dije con tono de voz bajo—, a lo mejor me utilizaste todo este tiempo, a lo mejor solo teníéas en tu mente escapar. —Creíé que el maestro del enganñ o eras tué , pero fuiste muy faé cil de enganñ ar. ¡Sal de mi habitacioé n! No quiero volver a verte. Me fui hacia la puerta y en cuanto tomeé el pomo de la cerradura, me volteeé . —Para no sentir nada, te mueres de los celos de saber que Angeé lica puede llevar a mi supuesto hijo en su vientre. Cara se quitoé un zapato y me lo tiroé daé ndome en la espalda. —¡Imbeé cil! ¡Laé rgate! Vaya con el temperamento irlandeé s. Salíé de la habitacioé n, cerraé ndola con llave y bajeé las escaleras. Adriano estaba en el recibidor. —No te despegues de su puerta, quiero hombres vigilando toda la mansioé n, ella intentaraé escapar, matareé a quien lo permita. El auto de Salvatore estaba afuera cuando salíé, mireé hacia la segunda planta observando la luz encendida en la habitacioé n de Cara y dejeé salir un profundo suspiro. Teníéa otras cosas de las que encargarme esa noche. Capítulo 31 Cara. Fue una de las noches maé s amargas de mi vida, dormir fue imposible: la mentira de Massimo, las acciones de mi hermanastro y las palabras de Angeé lica se paseaban por mi mente sin darme un segundo de tregua. Sentíéa el corazoé n afligido por mi madre, no me hacíéa ilusiones, Cian y Dylan le habíéan hecho danñ o y a medida que transcurríéan los díéas disminuíéa la esperanza de encontrarla con vida. Al díéa siguiente, Massimo entroé a la habitacioé n. Me hice la dormida, se demoroé unos minutos y


salioé con el mismo sigilo con que habíéa entrado como si solo hubiera querido constatar con sus propios ojos que yo seguíéa allíé. Me dejoé una tablet encima de la mesa de noche. Un rato maé s tarde me levanteé , me banñ eé y me cambieé , iba a la cocina a comer algo cuando me di cuenta de que la puerta estaba cerrada con llave. La furia hizo erupcioé n en míé una vez maé s, ¿hasta cuaé ndo iba tener que tolerar el encierro? Espereé pacientemente a que me subieran el desayuno. En cuanto se abrioé la puerta, diviseé a Adriano en la entrada como cancerbero y Cornelia entroé sonriente con una bandeja. Para nadie era un secreto que la mujer me detestaba, pero verle la expresioé n me confirmoé lo que ya sabíéa. —No lo disfrutes tanto. La mujer levantoé una ceja y depositoé la bandeja en una mesa auxiliar. —No seé de queé habla, senñ orita Cara. —No te caigo bien, las razones las sabemos todos, pero no te voy a permitir a que te burles de mi encierro en mis propias narices. Destapeé los platos, habíéa huevos, beicon y panqueques, el estoé mago me grunñ oé , no comíéa desde la tarde del díéa anterior. —Puedes irte —dije en tono altanero. La mujer me observoé unos momentos como si estuviera dilucidando si hablar conmigo o no. —Queríéa mucho a la senñ ora Franchesca. —Lo seé . —No merecíéa morir como lo hizo. Estaba harta de que todo el mundo me relacionara con la muerte de los padres de Massimo, como si hubiera sido yo la perpetradora del crimen. Esto acababa hoy. —Estoy cansada de estarme justificando, no lo hareé maé s, si quieres creer que yo blandíé el arma que la matoé , adelante, vete de mi habitacioé n y deé jame en paz. La mujer abrioé la puerta y se dispuso a salir cuando tomeé el pomo y le dije a Adriano. —Dile a tu jefe que quiero hablar con eé l. El hombre asintioé y quedeé de nuevo encerrada. No aparecioé ni ese díéa, ni el siguiente. La pena por la muerte de mi padre habíéa resucitado como si hubiera ocurrido el díéa anterior, pero la rabia que sentíéa por todo lo ocurrido me impedíéa llorarlo como se merecíéa. Penseé en el momento en que tuve la idea de irme con Cian, solo lo hubiera hecho por saber de mi madre, pero mis


hermanastros nos odiaban y estaba segura de que con Massimo no corríéa tanto peligro como con los hijos de mi padre. Eso hizo que la rabia por lo ocurrido con Massimo se diluyera unos decibeles. Si le hacíéa honor a la verdad, nunca habíéa corrido peligro estando con eé l, aunque lo hubiera descubierto mucho despueé s de mi encierro. Al tercer díéa, alguien golpeoé la puerta y le dije que siguiera. Una de las mucamas entroé con un enorme ramo de rosas negras. Queé diablos… La mujer, al ver mi rostro, salioé enseguida de la habitacioé n dejaé ndome sola. Busqueé enseguida el significado de regalar ese tipo de flores a una mujer, la primera definicioé n que aparecioé en el buscador fue: “Luto, pesar o dolor por algo que terminoé o murioé …”. La ira me impidioé continuar, ¿coé mo se atrevíéa a enviarme un regalo asíé? ¿Queé queríéa decirme Massimo con ese gesto? ¿Luto por nuestra relacioé n? ¿Se burlaba del fin de lo nuestro? ¿Queé diablos le pasaba? Solo una mente retorcida y enferma era capaz de hacer algo asíé. Tomeé el arreglo de flores y lo tireé por la ventana. Paseé el díéa como fiera enjaulada, ¿hasta cuando pretendíéa tenerme encerrada? Habíéa pasado mucha agua bajo el puente como para someterme al mismo encierro del comienzo de todo. Necesitaba saber queé estaba pasando con mi hermano y si Massimo habríéa logrado sonsacarle el paradero de mi madre, si es que aué n estaba viva. Poco despueé s del mediodíéa, estaba recostada en mi cama cuando escucheé el sonido de un vehíéculo que se deteníéa bruscamente. Me asomeé de nuevo por la ventana: vi a un hombre abrir la puerta trasera y a la maldita zorra de Angeé lica Williams bajarse del auto. El corazoé n se me disparoé , ¿queé diablos hacíéa esa mujer en mi casa? Iba hacia la puerta dispuesta a tumbarla a golpes cuando mis pies golpearon un sobre dorado, que supuse veníéa con el arreglo y que yo no habíéa visto. Lo levanteé y saqueé la tarjeta que estaba en su interior, la caligrafíéa de Massimo, que ya conocíéa, era de trazos parejos y firmes, leíé: Una rosa negra simboliza muchas cosas, entre ellas el amor verdadero y eterno, eres míéa por siempre, Cara. Tenemos que hablar, te invito a cenar a las ocho en el comedor principal. Tuyo, Massimo. Faltaban un par de horas para el encuentro, no iba a perder la oportunidad de salir de la habitacioé n, pero no pensaba esmerarme en mi arreglo para el encuentro.


Alguien golpeoé a las ocho en punto. Lo ignoreé , la puerta se abrioé y Adriano me informoé que Massimo me esperaba. Le dije que bajaríéa despueé s, que no estaba lista. Quince minutos despueé s estaba mirando un concierto de David Garrett en la tableta cuando un mensaje entroé a ella. “Te estoy esperando”. “Síégueme esperando”. “¿No piensas bajar?”. “Disfruta de la decepcioé n”. “Baja ya, Cara”. Lo ignoreé . “Si no bajas, subireé por ti y te traereé asíé sea a rastras, creé eme, no te gustaraé , pienso cenar contigo esta noche”. Me levanteé de la cama, me amarreé el cabello en una coleta, ajusteé el cinturoé n de la bata y Adriano tocoé una vez maé s, tan pronto destrabaron la puerta, salíé, el hombre me miraba con viva curiosidad, lo que hizo que me irguiera maé s. Empezaba otra batalla. *** Massimo. Salíé del soé tano donde teníéamos a Cian desde hacíéa dos noches. El maldito se habíéa negado a hablar; Salvatore lo habíéa expuesto a varias de sus maé s feroces torturas, su rostro y cuerpo estaban amoratados, y colgaba de un fuerte arneé s, sin embargo, el hombre no soltaba palabra. Por primera vez sentíéa que la vida de la madre de Cara estaba en mis manos. Cerreé los ojos sintiendo el cansancio apoderarse de mi cuerpo, habíéa dormido poco. Tuve una reunioé n con los capitanes y ancianos, para buscar la manera de reforzar nuestras fronteras, los ancianos se mostraron complacidos por la captura de Cian, todos, excepto los traidores, que estaban maé s interesados en aniquilar a nuestro enemigo que en buscar informacioé n. Mis hombres estaban claros, Cian O’Reilly debíéa mantenerse vivo, mataríéa con mis propias manos al que osara atentar contra su vida, antes de ello, teníéa que descubrir el paradero de Rachel Harris. —Senñ or. —Fabiano se acercoé a míé, observaé ndome con detenimiento—. ha llegado la senñ ora Williams. —¿Cara recibioé las flores? —Una mueca burlona bailoé en el rostro de mi soldado—. ¿Sucede algo, Fabiano?


—Lo siento, senñ or, pero la senñ orita O’Reilly lanzoé las flores por la ventana, el pobre Dante estuvo a punto de no contarlo. ¡Joder! Esperaba que hubiese visto la tarjeta antes. La extranñ aba, la extranñ aba en mi cama, en mi mesa, habíéa estado entrando a su habitacioé n mientras dormíéa, observaé ndola a una distancia prudente, sabíéa que me sentíéa, su respiracioé n se hacíéa irregular, pero no me hablaba y deseaba que lo hiciera. Por ello habíéa dado mi brazo a torcer, pero primero teníéa que solucionar mis problemas con Angeé lica y cerrar de una vez por todas ese capíétulo de mi vida. Atraveseé el recibidor hasta llegar a mi estudio, Angeé lica estaba de pie debajo del arco que daba hacia la terraza, habíéa abierto las puertas dobles y observaba el jardíén con detenimiento. —Nunca habíéa estado en esta habitacioé n —dijo al verme. Cuando intentoé acercarse, la esquiveé , caminando hacia la silla detraé s del escritorio. —Que fríéo te has vuelto. —Toma asiento, Angeé lica. —Lo hizo, no sin antes cruzar sus piernas, daé ndome un vistazo de sus muslos tonificados, un movimiento que en el pasado hacíéa que mis pantalones se estrecharan, pero por primera vez desde que la conocíéa, nada pasoé —. Estaé s embarazada. —Veo que tu noviecita, ademaé s de mojigata, es una chismosa. —Esa era tu intencioé n desde el inicio, ¿no? —No voy a negarlo, estoy embarazada, vamos a ser padres, Massimo. —Asentíé. Si esperaba gritos y negaciones, no iba a obtenerlos de míé, en cambio saqueé de mi gaveta una prueba de embarazo y la tireé sobre el escritorio—. El banñ o estaé ahíé —senñ aleé con mi dedo una puerta a un costado del estudio. —¡Nunca te he mentido, no voy a empezar ahora! Esto es delicado, Parker podríéa dejarme por esto.— ¡Solo hazte la jodida prueba! —Bien. —Tomoé la caja y se encaminoé al banñ o. —No cierres la puerta, al final todo lo que tienes ya lo he visto hasta el cansancio. Su cuerpo estaba tenso y la rabia bailaba en su mirada, sin embargo, asintioé entrando al banñ o, espereé pacientemente a que hiciera todo lo que debíéa hacer y luego trajo la prueba consigo tiraé ndola sobre el escritorio, la mireé unos segundos antes de que el resultado se reflejara en la pantalla. Negativo.


Una sonrisa cruzoé mi rostro. —Todo lo que he hecho ha sido por ti, te amo, Massimo, me caseé con Parker por ti, lo necesitabas y por eso lo hice. —Te casaste con Williams por ambiciosa, por ostentar en un mundo al cual no hubieses podido llegar si no fuese de esa manera, no vengas a pretender que me sienta culpable si te sientes desdichada. Ahora, Angeé lica, escué chame muy bien, porque no pienso volver a repetirlo. Tu vida depende de míé, la vida políética de tu marido depende de míé, hazme enojar y te juro que te arrepentiraé s, te hare volver a la existencia de mierda que teníéas cuando te conocíé. —Massimo… —Laé rgate de mi casa, ya no eres bienvenida en ella ni lo seraé s nunca maé s. Su expresioé n decayoé , la tristeza se apoderoé de sus facciones. —Yo te amo, tué lo sabes. —Pero yo no, Angeé lica, y tué siempre lo supiste. No me quedeé para verla o escucharle decir algo maé s, salíé del estudio justo cuando Donato llegaba acompanñ ado de Luciano Greco y Alessio Ferrari Necesitaba dormir si iba a afrontar esta mierda, necesitaba a Cara a mi lado antes de perder la poca paciencia que me quedaba y rebanar a estos hijos de puta. —Massimo, necesitamos hablar contigo — demandoé Greco, —Ahora no, tengo una reunioé n importante en el conglomerado. —¿Por queé el hijo de O’Reilly sigue vivo? Necesitas sentar un precedente —sentencioé Ferrari —Los enemigos deben aniquilarse, no tratarlos como invitados —siguioé Greco, como si recibir palizas durante tres díéas fuese una invitacioé n. —Cian O’Reilly tiene informacioé n que es valiosa para míé, hasta que no la tenga no terminareé con su vida. Donato, síégueme, necesito discutir algunas cosas contigo antes de irme. Mi consejero me siguioé , habíéamos encontrado una pista de la madre de Cara hacia unos díéas, pero solo nos habíéa llevado a una bué squeda ineficaz. Paseé el resto de la tarde reunido con posibles inversionistas que me presentaron una serie de proyectos para su estudio; tambieé n me reuníé con el director de proyecto de las granjas de energíéa eoé lica, necesitaba darle el impulso que el plan requeríéa. Cerca de las seis volvíé a casa, una vez maé s bajeé al soé tano, Salvatore estaba daé ndole una racioé n de punñ etazos a nuestro invitado. No duraríéa mucho: sin agua, comida y recibiendo golpes como un saco de boxeo, el hombre no aguantaríéa otro díéa. Me detuve delante de eé l y una mueca burlona adornoé su ensangrentado rostro.


—¿Queé se siente ser un maldito traidor, O’Reilly? —pregunteé una vez maé s. —Vete a la mierda… —¿Queé hicieron con la madre de Cara? —Nunca te lo direé . Mireé a Salvatore y eé l agarroé la mancuerna de acero. —Creo que necesita otra dosis de tu persuasioé n. Subíé a mi habitacioé n y me deshice de la ropa antes de entrar al banñ o por una ducha, opteé por vestirme elegante, pero sin rayar en lo exagerado, un poco de perfume que a ella le encantaba y bajeé hasta el comedor. Cornelia y Cossima habíéan preparado todo para míé, y habíéa despejado la casa, dejando a los soldados solo en el períémetro exterior. Queríéa que estuvieé ramos solos y asíé poder arreglar todo el jodido problema. La luz estaba tenue y el reproductor emitíéa mué sica suave, un arreglo de rosas negras estaba en el mueble del costado, eran las rosas que habíéa enviado por la manñ ana. Seguramente las empleadas las habíéan recogido despueé s que ella las aventara. Tomeé una de las rosas observaé ndola con delicadeza, esta flor significaba todo lo que sentíéa por ella. Me senteé en una de las sillas observando el reloj en mi munñ eca, habíéan pasado diez minutos de la hora pactada, pero ella no bajaba. Quince minutos despueé s empeceé a desesperarme y le escribíé un mensaje a la tableta, teníéa una aplicacioé n donde solo Salvatore o yo podríéamos contactarla. Iba a cenar con ella asíé me tocara amarrarla a la puta silla. Un minuto despueé s sentíé sus pasos en la escalera, las puertas se abrieron y ella entroé vestida con un pijama de seda. —Dime que es lo que quieres y deé jame ir, no tengo hambre. La mireé de arriba abajo, se veíéa hermosa en pijama y sin nada de maquillaje, su aspecto me trajo ansias de nuestra cama, de nosotros, jugando y amaé ndonos debajo de las saé banas. —Toma asiento. —Sacoé la silla y se sentoé de mala gana—. Supe lo que hiciste con las rosas. —Y yo vi a tu mujercita entrar a la casa poco despueé s del mediodíéa, ¿van a formar una familia? Imagino que estaé n felices de ser papaé s. —Ella no es mi mujer, tué lo eres. Ella se rio con sarcasmo antes de levantarse de la silla. —Massimo, no estoy de humor, de verdad me gustaríéa volver arriba al encierro que tué auspicias.


Me levanteé de la silla con la rosa en las manos y camineé hacia ella, no titubeoé , en cambio se levantoé aué n maé s erguida y mantuvo mi mirada mientras colocaba la flor entre su oreja y cabello. —La rosa negra tiene muchos significados, uno de ellos es compromiso, estoy comprometido contigo. Penseé en tocarla, acercarla aué n maé s a míé, pero ella se escabulloé caminando hacia los ventanales que daban a la terraza. —No puedes hablar de compromiso cuando estaé s a punto de tener un hijo con otra mujer. —La abraceé por la espalda, se resistioé al tiempo que su cuerpo se estremecíéa ante mi cercaníéa —. Sueé ltame. —Habíéa vulnerabilidad en su voz, saqueé de mi bolsillo la prueba de embarazo dejaé ndola a su vista. —No estaé embarazada, lo hizo para separarnos, para sembrar la duda en ti, no he estado con ella en mucho tiempo. Solo te quiero a ti. —Si tanto me quieres, ¿por queé me mentiste? —dijo, volteaé ndose en mis brazos y con los ojos llenos de laé grimas—. Era mi padre, viste mi angustia, ¿por queé lo hiciste? La aferreé de ambos brazos. —¡Porque teníéa miedo de que no me creyeras! —Tienes razoé n, no te creo. Mi agarreé se aflojoé y ella aprovechoé para irse. Teníéa que devolverle a su madre. Capítulo 32 Massimo Me di cuenta de que, maé s que no creerme, Cara no confiaba en míé, y por un segundo fue como si me hubiesen atravesado el pecho con una bala. Una parte de míé queríéa ir tras ella, pero me sentíéa como si no pudiera moverme, supe que lo ué nico que podíéa hacer era encontrar a su madre, o al menos saber queé le habíéa sucedido. En nuestro tipo de vida, las desapariciones eran augurio de una sola cosa: muerte. Cian habíéa dejado muy claro que llevoé a la madre de Cara a donde pertenecíéa, siendo una amante, lo maé s seguro era que ese lugar fuese uno de los clubes. Un sentimiento muy parecido al que me asaltoé tras la muerte de mis padres me envolvioé , salíé de la casa sin pensarlo mucho y me encamineé nuevamente al soé tano, ese maldito tendríéa que hablar.


—Senñ or —saludaban mis hombres que se mantuvieron firmes mientras pasaba a traveé s de ellos. Salvatore estaba de pie frente a Cian, habíéa cambiado las mancuernas por un laé tigo, no dije nada, en vez de ello lo aparteé de un empujoé n y tomeé al hijo de puta por las solapas de su camisa manchada de sangre. —¿¡Donde esta Rachel Harris!? —demandeé daé ndole una mirada dura, pero el imbeé cil volvioé a reíér. Habíéa perdido dientes, su jodido rostro estaba deformado y seguíéa con esa puta sonrisa que me hacíéa querer arrancarle la cabeza de un tajo—. ¡Contesta, maldita sea! —Ya te lo dije… llevamos a esa puta al lugar de donde padre nunca debioé sacarla. —¡Doé nde! —Lo solteé haciendo que su cuerpo sin fuerzas se balanceara debido a las cadenas que lo sosteníéan. —Bué scala en el reino de Hades. —Se rio. Y eso hizo que impactara mi punñ o cerrado en su mejilla—. Golpeé ame todo lo que quieras, no la encontraraé s, esa perra ni siquiera pudo soportarlo. —Volvíé a golpearlo—. Puedes matarme, si mi hermano no te mata antes —farfulloé —. Dime, ¿doé nde estaé n tus hermanos, Massimo? —La determinacioé n en su tono de voz hizo que girara mi mirada daé ndole una orden directa a Salvatore, que soltoé el laé tigo y se encaminoé hacia la mesa de tortura antes de salir del lugar con el celular en la mano, solo para volver un segundo despueé s. —Padre no estaé con ellos… Madre no contesta el teleé fono. La risa de Cian O’Reilly estalloé sardoé nica y me gireé daé ndole un golpe maé s, esta vez en la mandíébula. —Mi hermano. —Cian intentoé ponerse de pie—. ¿Crees que eres el ué nico que conoce todas nuestras ubicaciones? Teníéa que reunirme con Dylan hoy en la tarde, eé l sabíéa que si no llegaba… —Tosioé y coaé gulos de sangre salieron por su boca—. Sabíéa doé nde encontrar a quien maé s amas… y no se referíéa a la puta que padre tuvo por hija. Paseé la mano por mis cabellos antes de girarme hacia mi ejecutor. —Sigue marcando a tu madre, a Franco o Filippo. Por lo que parecieron horas y no segundos, Salvatore marcoé a los nué meros indicados, ninguno parecíéa contestar, el miedo de perder a mis hermanos subioé por mi cuerpo como una enredadera, sin embargo, mantuve el rostro serio, sin evidenciar la zozobra que me corroíéa por dentro. Salíé de la mazmorra con Salvatore y tres hombres maé s siguieé ndome.


—¡Ve por ellos ¡Lleva contigo a Vincent, Dago, Carlo, Orlando, Antonio, Flavio, Romeo y Piero! —ordeneé a Salvatore, no confiaba en maé s nadie que en eé l para esto. —Eso te deja con solo la mitad de los hombres aquíé. Esto puede ser una emboscada. —No voy a esperar a ver si masacran a mis hermanos y a tu madre. Y mata a todo hijo de puta con sangre irlandesa. Volvíé a la mazmorra. Cian habíéa logrado ponerse de pie, sus piernas temblaban por el esfuerzo, no me contuve y lanceé una patada directo a sus costillas hacieé ndolo caer reiteradamente mientras aullaba de dolor. Lo levanteé nuevamente por la camisa quedando frente a eé l. —Vas a contestar a todas mis preguntas —exclameé mientras el recuperaba la respiracioé n. —Crees que tu perro va a llegar a tus hermanos antes que Dylan… Eres maé s creé dulo de lo que tus soldados creen. —Caé llate y empieza a hablar, hijo de puta. ¿¡Quieé nes estaé n detraé s de todo este maleé volo plan!? —Pregunta equivocada, Di Lucca, tienes que preguntar quieé n es el que no estaé dentro… Todos te odian, los ancianos te odian, tu puta familia te odia. —Le di otro golpe esta vez con mi cabeza —. Golpeé ame todo lo que quieras, pero la verdad es que estaé s solo… absolutamente solo. Iba a golpearlo de nuevo, matarlo a golpes si era necesario, cuando un estruendo hizo temblar todos los cimientos de la casa. —¡Maldita sea! —exclameé mirando a Adriano, justo cuando Lucio entraba a la mazmorra alarmado. —¡Nos bombardean, senñ or! El hijo de puta de Cian se balanceoé riendo. —¿De verdad crees que mi hermano se arriesgaríéa con dos ninñ os, cuando el objetivo eres tué ? Otra explosioé n aué n maé s fuerte me hizo agarrarme de una de las columnas. ¡Joder! Salvatore teníéa razoé n. Corríé hacia el gabinete donde estaban nuestras mejores armas, lanceé un rifle de precisioé n a Valentino y una bolsa con granadas a Adriano. Saqueé cargadores y una bolsa maé s de armas, que le tireé a Lucio, que se habíéa mantenido en silencio a un lado de la mazmorra. —La orden es acabar con la escoria —dije a los tres hombres—, sea irlandesa o italiana. Nos encaminaé bamos hacia la salida cuando me gireé y observeé a Cian por ué ltima vez, antes de apuntar mi arma hacia eé l. —Nos vemos en el infierno, maldito hijo de puta.


Dispareé directamente en la garganta, la sangre empezoé a brotar y vi al hijo menor de Connan O’Reilly atragantarse en su propio fluido. Queríéa que sufriera por todo el dolor que Cara iba a sufrir. ¡Cara…! Estaba seguro de que estaba en su habitacioé n y mi primer impulso fue asegurarla a ella, pero Salvatore se habíéa llevado a la mayoríéa de hombres, estaba solo y no podíéa dejar que tomaran el control de la casa. En el momento en que salíé de la mazmorra solo vi destruccioé n, estaé bamos siendo bombardeados, habíéa flamas, humo, cables colgados y disparos mientras los hombres corríéan de un lado a otro. —Senñ or —gritoé Luigi cuando lanceé una M21 sobre eé l, que la agarroé enseguida. —Busca a Cara, lleé vala a un lugar seguro y cuíédala con tu jodida vida si es necesario. Lorenzo me lanzoé un auricular y de inmediato lo tomeé . —Massimo ―dijo Salvatore―, hableé con mi madre, ella y los ninñ os estaé n bien, Geroé nimo y Franco ya los sacaron de casa. —La mansioé n estaé siendo atacada, te necesito aquíé. —Lo seé , Cara me escribioé , estoy en el camino hacia allaé , estareé contigo en quince minutos, solo resiste. Termineé la llamada y entregueé a Lorenzo una M82. Entreé a la casa y camineé por los pasillos. Dispareé a un estué pido irlandeé s escondido tras una de las puertas dobles que separaba la sala de los corredores de servicio que estaban ubicados al sur. En la cocina se habíéa desatado una guerra sin cuartel, los hombres peleaban con armas, punñ os y hasta dientes, todo olíéa a humo, sangre y destruccioé n, dispareé a un hombre que veníéa entrando. Dylan entroé a la propiedad con hombres disparando a su alrededor, Orlando, Antonio y Adriano abrieron fuego. —¡O’Reilly es míéo! —griteé empujando a uno de los hombres. Descargueé una raé faga de balas a mi alrededor hasta que el cargador quedoé completamente vacíéo, tomeé una maé s del suelo, gritando a Dylan para llamar su atencioé n, dejoé a sus hombres a un lado para enfocarse en míé, disparando hacia todo el que se le atravesaba, dispareé en su direccioé n hasta que nuevamente me quedeé sin balas. EÉ l tambieé n, por lo que tiroé su arma, yo solteé la míéa y fui


a su encuentro. A pesar de que a nuestro alrededor reinaba el caos, nosotros parecíéamos estar en una burbuja donde solo nuestros golpes chocaban, Dylan golpeoé mis costillas y caíé al costado de un cable electrificado. Rodeé por el suelo y una nueva patada hizo saltar algo en mi interior que se quebroé , lo vi tomar un pedazo de concreto, pero rodeé por el mugriento suelo tomando un pedazo de tubo roto y lo golpeeé en las piernas desestabilizaé ndolo. Dylan resbaloé , pero no cayoé al suelo, me puse de pie con el pedazo de tubo en la mano y lo golpeeé una vez maé s, hasta hacerlo caer. Iba a golpearlo de nuevo, y me empujoé con sus piernas en el estoé mago, me tambaleeé hacia atraé s, pero lo espereé cuando arremetioé contra míé, lo abraceé y con mi rodilla di un contundente golpe en sus bolas antes de lanzarlo contra la pared; lo tomeé de la camisa solo para reventar su estué pida cara una y otra vez contra el muro. Fuera de la casa una lluvia de balas se escuchaba repicar. Sabíéa que Salvatore habíéa llegado, la estancia estaba en llamas, pero no me importaba, lo golpeeé una y otra y otra vez antes de soltarlo y que cayera al suelo en una masa de sangre y piel reventada. Me dolíéa el abdomen, como una fuerte quemazoé n, y teníéa la camisa manchada de sangre, aun asíé, tomeé una de las armas del suelo y apunteé directamente a la cabeza de Dylan O’Reilly. —Esto es por la madre de Cara, bastardo —dispareé . Justo en ese momento, Salvatore entraba por la pared en ruinas, me tambaleeé y eé l me tomoé en brazos. —¿Estas bien? —Lo estoy… —Pero no lo estaba, me lleveé la mano al estoé mago y esta raé pidamente se tinñ oé con sangre, mi sangre, mi visioé n empezoé a oscurecerse—. Cara, ¿doé nde estaé Cara? ¿Doé nde estaé mi mujer? Necesito a mi… Todo se volvioé negro, lo ué ltimo que escucheé fue a Salvatore decirme que Dante habíéa ido en busca de Doc. Capítulo 33 Cara


Aué n estaba furiosa por mi discusioé n con Massimo, trateé de conciliar el suenñ o, pero fue imposible. Me levanteé al escuchar ruidos de autos y voces debajo de mi ventana, me asomeé y vi por el cristal a Salvatore y a varios de los hombres montarse en varios de los autos y salir por el portoé n principal. ¿Queé habríéa ocurrido? Minutos despueé s todo volvioé a silenciarse, tomeé una revista y me distraje leyendo los ué ltimos chismes de las estrellas de cine, cuando un fuerte estruendo se escuchoé por todo el lugar. Tomeé la tableta y le envieé a Massimo un mensaje que no leyoé , fui hasta la puerta y le griteé a Adriano, pero parecíéa que no habíéa nadie en el pasillo, el ruido de voces y autos se escuchoé de nuevo y al segundo estruendo, le escribíé a Salvatore. “Estaé n atacando la casa”. Me escondíé en el banñ o al escuchar los disparos y me tapeé los oíédos con una toalla, necesitaba a Massimo. Me levanteé y salíé de nuevo a la habitacioé n, cuando escucheé la cerradura de la puerta y vi el rostro de Luigi asomarse. —¿Queé estaé sucediendo? —inquiríé asustada. —Es un ataque de tu gente. —Ellos no son mi gente. ¿Doé nde estaé Massimo? —El jefe estaé daé ndoles la bienvenida, queé date encerrada en el banñ o, yo me quedareé aquíé, ninguno de esos hijos de puta atravesaraé esta puerta, asíé que tranquila, no dejareé que te pase nada. Me encerreé de nuevo en el banñ o, cada disparo y cada raé faga de metralleta me ocasionaba un vahíédo, el miedo me causoé un silbido en la cabeza y el pulso corríéa a milloé n, se escuchaba como si todo estuviera ocurriendo dentro de la habitacioé n. Penseé en Massimo. En que estaba afuera, enfrentaé ndose a irlandeses a los que no les daba miedo morir en nombre de su maldito coé digo de honor, como si eé l mismo no creyera en eso tambieé n. No podíéa perder a Massimo, por maé s enojada que estuviera con eé l. “Dios míéo, no dejes que le ocurra algo, por favor, te lo suplico, no sin antes hablar con eé l”. El tiempo se hizo maé s lento, y lo que me parecieron horas a lo mejor fueron minutos, hasta que todo quedoé en calma. Salíé de nuevo a la habitacioé n. —Lleé vame donde Massimo. —Aué n no, no sabemos si la escoria estaé rondando aué n por el lugar. Camineé por la habitacioé n, saqueé una licra y una camiseta de la coé moda, recordeé que los tenis


estaban debajo de la cama, los saqueé ante la mirada impaé vida de Luigi, que se acercoé con sigilo hasta la ventana. Entreé de nuevo al banñ o y me cambieé en segundos, anudeé los zapatos, me recogíé el cabello en una coleta y salíé de nuevo. —Ya no aguanto maé s, Luigi, necesito salir de aquíé. Luigi se levantoé fastidiado, a lo mejor deseaba estar en la refriega y no de ninñ ero de una mujer. —Vamos. Al llegar a la escalera, vi que Adriano y Dante, en companñ íéa de Salvatore, subíéan a Massimo por la escalera. Un nudo de angustia invadioé mi garganta al verlo, parecíéa inconsciente, con la ropa manchada de sangre, la cara golpeada y la boca partida. —¡Massimo! —griteé . —Deé janos pasar, Cara —ordenoé Salvatore y por primera vez acateé una orden suya sin chistar. El corazoé n golpeoé fuerte contra mi pecho, me dolioé de angustia cuando pasaron por mi lado, pero que ni pensaran que me dejaríéan afuera: Massimo era míéo, para cuidarlo y amarlo a pesar de los dolores de cabeza que me causara. Me encamineé delante de ellos hasta la habitacioé n, aunque queríéa llorar necesitaba mantenerme fuerte, no podríéa mostrar mi miedo y vulnerabilidad, me dejaríéan fuera enseguida. Abríé la puerta de la habitacioé n, y ellos entraron. Enseguida fui y deshice la cama. Salvatore empezoé a quitarle la ropa. —EÉ l estaé … —Estaé vivo, pero su pulso es deé bil. ¡Donde estaé el maldito doctor! — refunfunñ oé hacia uno de los hombres. —Lleveé moslo a un hospital. Traje un par de toallas humedecidas del banñ o. —¿Y queé mierdas le vamos a decir, que los hermanos de la novia llegaron a casa a matarlo? Joder, Cara. Me envareé enseguida. —No quiero que se muera. —No ocurriraé , hemos pasado cosas peores. ¿Doc doé nde estaé ? —Mireé a Massimo en la cama, teníéa golpes por todo su pecho y un impacto de bala en el estoé mago—. Presiona aquíé, fuerte, Cara, tenemos que detener la hemorragia en lo que llega el meé dico. Presioneé la herida con una de las toallas hué medas.


En el momento en que llegoé , Doc me observoé de arriba abajo. Me habíéa visto las veces que vino a la mansioé n despueé s de la herida con la que Massimo habíéa llegado el díéa que se reunioé con mi padre, el díéa que eé l murioé . Dio la orden a todos de salir de la habitacioé n. Me paseeé por el pasillo, no supe por cuaé nto tiempo, hasta que vi salir al doctor, inmediatamente me acerqueé a eé l preguntaé ndole por el estado de Massimo. Tragueé la obstruccioé n en mi garganta mientras me hacíéa un inventario de las heridas y me daba una serie de recomendaciones, vi a Salvatore dar oé rdenes a uno de los hombres para quedarse en la entrada de la habitacioé n antes de internarse en ella, estaba casi segura de que le habíéa dado oé rdenes estrictas para que no lo molestaran. Para que yo no lo molestara, sin embargo, necesitaba saber coé mo estaba, asíé que me acerqueé a Adriano una vez salioé de la alcoba, pero tratar de sacarle informacioé n fue tan difíécil como hacer hablar a un muerto. Mi cabeza y mis sentimientos eran un caos como el que observaba en la mansioé n: los hombres de Massimo se movíéan raé pidamente sacando cadaé veres, limpiando la parte destruida. Me senteé en uno de los escalones de la escalera sintiendo como mi pecho se oprimíéa por todo lo sucedido segundos atraé s, una especie de zumbido me golpeoé al recordar la primera detonacioé n, el miedo me inundoé completa. Habíéa estado y seguíéa estando tan enojada por la mentira de Massimo, por todo lo que me ocultaba, si bien le creíéa que mi padre no habíéa muerto por su mano, eé l sabíéa lo demaé s, sabíéa que Dylan y Cian eran unos traidores, si me hubiese contado todo a lo mejor Cian no hubiese estado a punto de convencerme de irme con eé l. Mi mente volvioé a sus heridas y los ojos se me aguaron, lo amaba y el remordimiento me embargoé al pensar que, si Massimo moríéa, no podríéa arreglar las cosas con eé l. Seguíéa inquieta, mireé la puerta de su habitacioé n desde mi posicioé n, antes de levantarme en tono decidido. Necesitaba noticias, ver que estaba bien. Iba directo hacia el soldado al que no conocíéa y que estaba apostado en la puerta cuando Salvatore salioé de la habitacioé n. Me limpieé los ojos antes de levantar la barbilla hacia eé l. —¿Te encuentras bien? —Me preguntoé , un poco maé s tranquilo, miraé ndome de arriba abajo como si estuviese escaneaé ndome.


Era el primer gesto amable que le veíéa hacia míé, sacoé de su chaqueta un panñ uelo blanco y me lo tendioé , imagineé que mi aspecto seríéa terrible, pero no era para menos, esa noche habíéa sido un completo caos. Debioé notar mi sorpresa, porque elevoé las comisuras de los labios. —Perfectamente, gracias. Siguioé su camino, pero se detuvo, se dio la vuelta y se acercoé de nuevo a míé, no sin antes despachar al hombre apostado en la puerta. —Massimo podraé ser un grano en el trasero la mayoríéa de las veces, pero nunca lo habíéa visto asíé por una mujer, eres como su jodida estrella del norte, no lo arruines, ha sacrificado mucho por ti. Me envareé enseguida. —¿Queé no lo arruine yo? —murmureé sintiendo mi sangre calentarse—. ¡Yo no le he mentido! No lo he secuestrado, tué no sabes ni la mitad, Salvatore, no tienes derecho a hablarme asíé. ―Tienes temperamento y eso es bueno para eé l. Si quieres tener un futuro con Massimo, mejor que te acostumbres a que eé l te oculte cosas que crea que puedan danñ arte, somos hombres de honor, pero tambieé n somos protectores, eé l haraé lo que sea para protegerte. —Gracias —dije en tono altanero—, lo tendreé en cuenta. —Seé que asíé seraé . Entreé a la habitacioé n, Massimo dormíéa profundamente. Teníéa el pecho descubierto, un largo vendaje cubríéa parte de eé l, tambieé n teníéa rasgunñ os y moretones que empezaban a ponerse oscuros. Lo observeé por unos segundos angustiada, habíéa estado a punto de perderlo, ¿queé hubiera sucedido si eé l hubiera muerto en el enfrentamiento? Un enfermero retiraba la bolsa de sangre y luego cuadraba el goteo de la bolsa de líéquidos mientras el meé dico guardaba los utensilios en su maletíén. ―¿Coé mo se encuentra, doctor? ―Estaé estable, bambina, tiene que guardar reposo y seguir las instrucciones al pie de la letra. La herida de bala no atravesoé ningué n oé rgano y tiene rotas dos costillas, afortunadamente ninguna causoé perforacioé n del pulmoé n, pero estaé bastante lastimado. ―¿Cuaé les son las instrucciones?


―Marco, el enfermero, estaraé encargado de su cuidado hasta que se reponga, eé l tiene todas las instrucciones, tué solo acompaé nñ alo. ―Gracias, doctor. El hombre salioé despueé s de dar un par de instrucciones maé s al enfermero. Me senteé en una silla a su lado, dispuesta a esperar a que despertara. Salvatore entroé de nuevo a la habitacioé n. —Cara, necesito que te quedes con eé l. —No necesitas pedirlo, de todos modos, lo iba a hacer. El rostro de Salvatore se veíéa cansado, tenso. —Tengo muchas cosas que arreglar, voy a confiar en ti. Asentíé y eé l volvioé a salir de la habitacioé n, ahora lo importante era que me quedaríéa con eé l esa noche. Aferreé su mano y dije cuaé ntas oraciones me sabíéa, prometíé lo posible y lo imposible con tal de que Massimo sanara. Lloreé otro tanto al ver sus heridas. —Despierta pronto, mi amor, te necesitamos; Chiara y AÉ ngelo te necesitan… —carraspeeé —, yo tambieé n te necesito. El enfermero entroé cada hora, para revisar el goteo y los signos vitales. Por maé s que queríéa estar pendiente de eé l, me vencioé el suenñ o en la madrugada. La luz del sol atravesaba las cortinas de las ventanas. Abríé los ojos encontraé ndome con la mirada de Massimo, nuestras manos seguíéan unidas. Me observoé preocupado. —Cara… —Estoy tan molesta contigo que preferiríéa que no hablaras —dije levantaé ndome y yendo hacia la mesa de noche donde habíéa algunos botes de lo que me imaginaba eran antibioé ticos. Estaba nerviosa, teníéamos mucho que arreglar, pero no era el momento. —Estas aquíé… —No hables, el meé dico dijo… A pesar de lo abatida que estaba, lo ué nico que queríéa era el refugio de sus brazos, constatar que ambos estaé bamos bien, quizaé s un poco rotos, quizaé s magullados, pero vivos. —Me importa una mierda lo que dijo el meé dico, necesitamos hablar. Se rebulloé en la cama, en ese momento entroé el enfermero, aplicoé algo a la bolsa de suero y en menos de un minuto Massimo estaba dormido otra vez. Era lo mejor, no me sentíéa con aé nimos de enfrentarlo todavíéa, queríéa que sanara y que no se preocupara, que supiera que yo estaba allíé con eé l, a pesar de los pesares. Los sedantes tuvieron a Massimo dormido la mayor parte de las siguientes cuarenta y ocho


horas; iba y veníéa, tan pronto abríéa los ojos buscaba mi presencia. Al anochecer me preguntoé por sus hermanos, yo le dije que habíéa hablado con ellos dos veces y que estaban bien. Tarde en la noche se despertoé y vio que yo seguíéa en el silloé n. —Ven aquíé aé ngel, la cama es amplia, te necesito a mi lado. —Estaé s herido, podríéa hacerte danñ o. —Seé que debo verme muy jodido, pero soy maé s fuerte de lo que parece. En este momento te quiero a mi lado, ven, carinñ o, acueé state a mi lado. Di la vuelta y me acomodeé lo maé s alejada posible sin decirle nada. El cansancio me abatioé y me dormíé a los pocos minutos. En la madrugada abríé los ojos. Massimo estaba despierto y me observaba con seriedad. —Tenemos que hablar —insistioé . Inspireé profundamente y lo enfrenteé —. Necesito pedirte disculpas —dijo con tono de voz suave, aunque angustiado—, lamento profundamente haber omitido la forma en que murioé tu padre, fue un acto egoíésta de mi parte, no lo merecíéas, solo penseé en lo que me traeríéa, no penseé en tu dolor. Lo siento. Me aferroé la mano y tuve el impulso de llorar, pero no queríéa maé s laé grimas. —Te juro por la memoria de mis padres que no tuve nada que ver con la muerte de Connan, necesito que me creas. Solteé un fuerte suspiro. —Te creo. —Tu madre… —No creo que mi madre esteé viva —musiteé acongojada. Habíéa empezado a hacerme a la idea, me dolíéa saber que quizaé no veríéa a mi madre nunca maé s, pero tambieé n sabíéa que ella no podríéa vivir sin mi padre, ni se adaptaríéa a los italianos, como yo lo empezaba a hacer—. Mira lo que han hecho mis hermanos, nos odiaron siempre… Me duele, pero con el tiempo tendreé que asimilar su peé rdida. —Sin la certeza de su muerte, seraé difíécil para ti aceptarlo, yo te prometo que no dejareé de buscarla. Solo no vuelvas a decir que te iraé s lejos de míé. —Entonces no me omitas cosas. —Lleveé mi mano a su mejilla—. Necesito que confíées en míé, por maé s que pienses que me haraé n danñ o, la confianza es la base de toda relacioé n. —Sus ojos brillaron y me acaricioé el cabello—. Vuelve a dormir, estareé aquíé cuando despiertes. Capítulo 34 Cara


Cuando desperteé , ya era de díéa. Me dolíéa la cabeza, pero a mi mente llegaban las imaé genes del ataque, la conversacioé n con Massimo, mi padre y mi madre muertos… Recordeé la ué ltima vez que habíéa hablado con mamaé despueé s del concierto, su orgullo por mi presentacioé n; si hubiera sabido que esa era la ué ltima vez que la veríéa, la hubiera abrazado. A pesar de que no comprendíéa muchas cosas de su vida, la amaba, y debíé habeé rselo dicho. Esos recuerdos hicieron que mi pecho se contrajera y las laé grimas brotaran de mis ojos. Massimo abrioé los ojos y al verme, levantoé la mano del brazo sano para acariciar mi cabello. Sabíéa que estaba adolorido, no podíéa permitirle hacer maé s. —Llora, aé ngel, llora si tienes que llorar. Aquíé estoy, Cara, junto a ti para sostenerte, para limpiar tus laé grimas. No supe cuaé nto tiempo me llevoé controlarme, eé l se mantuvo en silencio acariciando mi mano, como una suave caricia a mis sentimientos rotos. Me endereceé observaé ndolo un segundo antes de unir mis labios con los suyos con suma delicadeza, cuidando de su herida, sin intencioé n de profundizar el gesto. —Sanareé mucho maé s raé pido si sigues cuidando asíé de míé —intentoé sonreíér, pero no fue maé s que una mueca adolorida. —¿Queé pasoé con Dylan y Cian? —Espero que esteé n quemaé ndose en el maldito infierno. Me miroé calibrando mi reaccioé n y preparaé ndose para algué n reproche, pero despueé s de todo lo ocurrido, simplemente suspireé y asentíé. —¿Queé va a pasar ahora? EÉ l me retiroé un mechoé n de la frente devolvieé ndome el beso, mis ojos se humedecieron una vez maé s.— Ahora te tengo y es todo lo que me importa, no te prometo que dejaraé de doler, porque este tipo de peé rdidas no se supera nunca, pero aprenderemos a vivir con ello y construiremos nuestras vidas tenieé ndolos siempre presentes, ambos somos hueé rfanos ahora. Estamos solos, amor míéo, tué y mis hermanos son mi ué nica familia y yo quiero ser la tuya. Seraé difíécil y doloroso, pero con el tiempo la pena se aliviaraé , te lo prometo. —Lo seé —solteé un profundo suspiro—, no me has contestado, ¿queé va a pasar ahora? El rostro de Massimo cambioé vistiendo su semblante con una furia letal que no me asustoé . Era


la misma rabia que yo llevaba dentro de esa capa de tristeza. Venganza, ahora lo entendíéa. Sin embargo, mis hermanos estaban muertos, mi venganza nunca se llevaríéa a cabo. —Los malditos traidores pagaraé n por esto, Cara y cuando lo hagan, tué , mis hermanos y yo tendremos nuestra revancha. La puerta se abrioé y uno de los hombres entroé acompanñ ado del meé dico. Me levanteé de la cama, avergonzada, el profesional fruncioé el cenñ o. —Si quiere que las heridas sanen, tiene que descansar senñ or Di Lucca. El hombre me obsequioé una mirada severa que me hizo sonrojar. Lo hizo sentarse en la cama antes de revisar el vendaje en sus costillas y la herida de bala, aplicoé varios unguü entos en su pecho y espalda, y luego insistioé en que guardara reposo y mantuviera la serenidad para que sus heridas sanaran del todo. Los siguientes díéas pasaron en una tensa calma. Podíéa escuchar las reparaciones que estaban siendo llevadas a cabo en la mansioé n, pero tanto Massimo como yo permanecimos en la habitacioé n, los empleados traíéan la comida, y Salvatore y Donato lo manteníéan al díéa con todo lo que estaba ocurriendo. Sus heridas sanaron con rapidez y una semana despueé s del ataque ya se habíéa levantado y caminaba por toda la habitacioé n cada vez que yo salíéa a buscar algo para nosotros. Habíéamos tenido varias discusiones por su salud, descubríé que aparte de todo teníéa un estricto manejo del control, queríéa estar al tanto de todos los asuntos relacionados con la familia y el conglomerado. Escucheé ruidos y desperteé para ver a Massimo de pie, llevaba puesto un traje gris y una camisa blanca. —¿A doé nde vas? —Tengo que salir, hay mucho por resolver. —Massimo, el meé dico… —El meé dico exagera, me siento bien, levaé ntate, desayuna y Adriano te llevara con Chiara y AÉ ngelo a la cabanñ a. Como te dije, tengo muchíésimos asuntos que arreglar, pero necesito saber que estaé s protegida en todo momento. —¿Queé estaé pasando? —Me levanteé de la cama y lo seguíé hasta el cloé set. Vi una pequenñ a mueca de dolor antes de que se recompusiera—. Massimo... —Cara, por favor, no discutas, lo hago por tu bien. —Lo prometiste… Prometiste que no lo haríéas. —¡Lo seé ! —Entonces no me omitas cosas. —Me levanteé quedando frente a eé l—. Me siento una tonta. ¡No


puedo estar en una relacioé n donde voy a ser tratada como un jodido mueble! —¡AÉ ngel! Mi prioridad es protegerte. —Si esto que tenemos va a ser una relacioé n de omisiones y mentiras, no podreé creer en ti, y una relacioé n donde no hay confianza estaé destinada al fracaso, tienes que confiar en que sereé fuerte para ti, no soy una jodida munñ eca de porcelana. —No, seé que no lo eres. —Soltoé un resoplido de frustracioé n—. En este mundo, en nuestro mundo, hay cosas que deben mantenerse ocultas —iba a hablar, pero eé l me silencioé de una sola mirada—, hay cosas que nunca te direé , pero no es porque piense que eres deé bil, sino por tu seguridad. Eres importante para míé, y no me arrepiento de amarte, pero te has convertido en mi mayor debilidad. Fuera de la Sacra Familia solo los tengo a ustedes, no puedo exponerlos a toda la mierda que nos lloveraé por un tiempo. Cara, hay cosas que no sabes, cosas que solo competen a la familia, asíé te molestes, no puedes saberlas. —Entonces nada hago aquíé. Me levanteé dispuesta a abandonar la habitacioé n y buscar respuestas en otra parte, pero Massimo me atajoé aferrando mi brazo. —¡Estaé s siendo irracional! —Llevoé su mano libre a sus costillas por el movimiento brusco. —¿Irracional? ¡Eres tué el que estaé herido y sin embargo piensas salir a luchar una guerra absurda! Lo que pido es justo: todo o nada, Massimo. Si voy a entrar en esta vida, quiero ser tu par, no la esposa trofeo a la que tienes que proteger en un castillo de cristal, quiero estar contigo en cada decisioé n que tomes y esa es mi ué nica condicioé n. Soltoé un gemido de frustracioé n. —¡Carajo! Tengo un plan y te lo contareé , te lo prometo, solo deja que afine los detalles. Confíéo en ti, amor míéo, te amo y pondreé mi vida en tus manos, hacieé ndote partíécipe de todo lo que ocurra de aquíé en adelante. —Ireé con tus hermanos si piensas que es lo mejor, solo no me dejes en las sombras. —Te lo contareé , lo juro, mis hermanos estaé n impacientes por verte, te has ganado a ese par, pero no esperaba menos. —Se detuvo un momento y aferroé mis manos—. Seé que pongo una responsabilidad muy grande sobre tus hombros, que eres muy joven para ayudarme a terminar de criar a mis hermanos. Coloqueé un dedo en su boca.


—Quiero a tus hermanos y seraé n mis hermanos tambieé n, ambos haremos lo posible por darles una vida feliz, quiero que Chiara y AÉ ngelo desarrollen todos sus talentos y que aprendan a ser felices a pesar de lo ocurrido. —Soy un bastardo con suerte, ¿de doé nde saliste, Cara O’Reilly? —Destino, no creíéa mucho en eé l, pero las circunstancias me han ensenñ ado que tué y yo estaé bamos destinados a estar juntos. Llaé malo fuerza sobrenatural, sucesioé n de acontecimientos, queé seé yo, lo ué nico que importa es que estamos juntos. Massimo me sonrioé . Díéas despueé s, Chiara y AÉ ngelo no se poníéan aué n de acuerdo para darle nombre a la mascota. —He probado con maé s de cien nombres y ninguno le gusta a AÉ ngelo. —¡Ya lo tengo! —Entroé AÉ ngelo corriendo a la cocina, donde yo habíéa puesto un plato con galletas y un par de vasos de leche. —¡Por fin! Ya era hora, debe ser un nombre muy especial, ya que te llevoé maé s de dos semanas encontrarlo. Esperemos que le guste a Chiara. —Con tal de que tenga nombre, aceptareé el que sea —murmuroé la ninñ a cruzaé ndose de brazos. —¡No, senñ orita! Si no te gusta tendraé s mucho que decir. AÉ ngelo rodoé los ojos. —Se llamaraé Lupo. Chiara lo miroé sorprendida. —¿Queé quiere decir Lupo? —Lobo, en italiano. ¿Les gusta? Yo, la verdad, hubiera preferido Flippo o Toby o Jack, pero, en fin, mireé a Chiara. —Me gusta Lupo, buena eleccioé n, hermano. —Lupo seraé —dijo Martha. El perro entroé en la cocina: no teníéa apariencia de lobo, era demasiado tierno. Martha y yo pensamos lo mismo, ya que ambas sonreíémos. Los chicos salieron a jugar un rato con la mascota. La sensacioé n de tristeza se acentuaba por momentos durante el díéa. En la noche apenas podíéa dormir y era consciente de que habíéa perdido peso. Martha y los ninñ os habíéan sido un baé lsamo para mi corazoé n roto, no sabíéa cuaé ndo dejaríéa de doler o si algué n díéa dejaríéa de hacerlo, pero el tiempo compartido con los ninñ os aliviaba en algo la pena. Me habíéa apegado a ellos mucho, eé ramos sobrevivientes de una guerra con peé rdidas a cuestas, y si ellos ahora reíéan y jugaban, supe


que yo tambieé n podríéa superarlo. Lo que no superaba era la rabia que me carcomíéa, necesitaba ver castigados a todos los culpables, aun me costaba asimilar que mi padre hubiese perdido la vida por los hijos que tanto amoé y que mi madre a lo mejor hubiese tenido el mismo destino. Ahora ellos estaban muertos y a pesar de que eran mis hermanos, no sentíéa un aé pice de remordimiento por que Massimo se hubiera tomado la justicia por su mano, era el mundo en el que vivíéa y el míéo tambieé n desde que habíéa entrado en su vida, y tendríéa que aceptar que no seríéan las ué ltimas muertes que llevaríéan su nombre. Salíé de la cocina, dispuesta a ir a mi habitacioé n, cuando encontreé el estuche de Elira en el sofaé , no habíéa tocado el violíén desde mi vuelta a la cabanñ a, como si todo el deseo por la mué sica hubiera desaparecido de golpe o nunca hubiera tocado el instrumento. Massimo me llamaba varias veces al díéa y estaba segura de que le preguntaba a Martha o a los ninñ os si tocaba el violíén, porque el instrumento aparecíéa en mi camino a lo largo del díéa. No teníéa ganas de conectarme con la mué sica, como si esa fuera mi penitencia por estar viva mientras mis padres estaban muertos. Con una mirada maé s al instrumento musical subíé las escaleras en busca de mi habitacioé n. Atardecíéa, los rayos del sol se estrellaban contra el lago, ocasionando la formacioé n de estrellas diminutas que bailaban sobre el agua. La temperatura habíéa descendido y no teníéa una manta para combatir el fríéo, me refregueé los brazos cuando sentíé unos pasos que reconoceríéa en cualquier parte. Era increíéble la sensacioé n de pertenencia que me uníéa a Massimo y que se manifestaba en esos detalles. Me cubrioé los hombros con una manta y me dio un beso suave en los labios. —Hola, mi amor, ¿queé tal tu díéa? —Sonreíé al ver en sus ojos una chispa de humor y algo que siempre estaba presente cuando me miraba—. ¡Queé domeé sticos estamos! —exclamoé . —Acostué mbrate, quiero una vida lo maé s domeé stica posible. —La tendraé s —contestoé con el mismo tono que podríéa utilizar para prometer que me bajaríéa la luna si se la pidiera. Lo mireé con ternura y le di un beso un poco maé s profundo que el anterior. Las heridas en su


rostro habíéan sanado muy bien y apenas se notaban, el meé dico le habíéa dado de alta por la herida de bala y las costillas ya habíéan sanado. Se sentoé a mi lado y nos dedicamos a observar el paisaje, lo noteé nervioso, tenso. —¿Queé sucede? —Me asusteé . Carraspeoé varias veces. —Vamos, díémelo, ¿pasoé algo? —Cara… Lo vi levantarse y poner una rodilla en el suelo, la visioé n se me nubloé enseguida, los latidos del corazoé n se me dispararon y una honda ternura me embargoé al ver a un hombre como Massimo Di Lucca nervioso como nunca lo habíéa visto. —Es simple lo que quiero decirte. —Negoé con la cabeza y carraspeoé de nuevo—. No, no es simple. —Sacoé un estuche del bolsillo de su chaqueta—. Tengo la certeza de que contigo a mi lado puedo caminar la cuesta maé s empinada, navegar el mar maé s tormentoso y enfrentar mil y un dragones. Es lo maé s cursi que escucharaé s de míé en mucho tiempo. —Agachoé la cabeza un momento—. Soy un hombre muy afortunado por haber ido a ese concierto y haberte conocido, a pesar de que en ese momento estaba lleno de rabia, porque con tu forma de ser, tu belleza y tu bondad transformaste mi mundo. Gracias por aceptar y amar mis sombras —se le entrecortoé de nuevo la voz y podríéa jurar que sus ojos estaban humedecidos—, amar lo bueno es faé cil, lo seé porque a míé me tocoé esa parte, amarme a míé es difíécil y lo haces, y cada díéa de mi vida vivireé agradecido por ello, porque seé que caminaraé s siempre a mi lado y no me dejaraé s atraé s jamaé s. Te amo, Cara O’Reilly, como no penseé que podríéa amar a nadie —abrioé el estuche y un hermoso anillo de diamantes rodeado de delicados rubíées hizo su aparicioé n—, ¿quieres casarte conmigo? Las laé grimas se escurrieron por mis mejillas, pero estas eran de felicidad. —Síé, lo hareé , pero con una condicioé n. —Una sonrisa tembloé en mi boca ante la expresioé n de Massimo—. Que el díéa de la ceremonia, me recites estas mismas palabras. Soltoé la carcajada. —Menos mal que las escribíé. Te amo, aé ngel. —Te amo, Massimo. Me puso el anillo y yo me abalanceé sobre eé l. Sellamos su propuesta con un beso, como dos


adolescentes en el suelo de madera del muelle. Capítulo 35 Massimo Le coloqueé el anillo, que calzoé perfectamente en su dedo. Era de mi madre, lo habíéa tomado hacíéa dos díéas de la caja fuerte que estaba en el estudio de la mansioé n, donde mi padre guardaba la mayoríéa de las cosas de valor. Las joyas de mi madre seríéan para Chiara a excepcioé n del collar que le habíéa dado a Cara y este anillo, que era especial, mi padre se lo habíéa dado a mi madre cuando cumplieron su aniversario nué mero veinticinco. Queríéa que Cara fuese mi final, mi corazoé n le pertenecíéa y ni siquiera me habíéa dado cuenta de en queé momento se lo habíéa entregado. Quizaé lo nuestro no hubiera comenzado de manera convencional, pero la amaba y queríéa tener con ella lo que habíéa visto en mis padres. Ella se abalanzoé hacia míé y me besoé con fuerza, hacieé ndome perder el equilibrio, por lo que los dos caíémos como dos adolescentes en el piso de madera del viejo muelle. Sentir su cuerpo sobre el míéo envioé un ramalazo de deseo a mi interior. Hacíéa dos semanas que no la teníéa, que no la sentíéa; ella habíéa estado triste y yo convaleciente e inmerso en mil cosas. Mi mano sostuvo su cabeza y lleveé mi boca a la suya mientras mi brazo libre la atraíéa hacia míé haciendo que cada una de sus curvas quedara en perfecta alineacioé n con mi cuerpo. Desliceé mi palma abierta por su cintura y luego abarqueé su trasero empujaé ndola aué n maé s hacia míé. Cara se entregoé al placer que le daban mis caricias, la gireé raé pidamente quedando sobre ella sin dejar de besarla. Mi sangre bombeaba con fuerza, el corazoé n me latíéa en los oíédos, la necesidad, el deseo y el amor que me inspiraba se convirtieron en un coctel tan potente que en todo lo que podíéa pensar era en ella. El sonido del motor de un bote me hizo separarme, ambos nos sentamos sobre el muelle con el corazoé n acelerado y el deseo brillando en nuestros ojos. Lleveé mi mano a su mejilla y ella se recostoé . —Te follaríéa aquíé mismo, carinñ o —solteé un profundo suspiro—, primero fuerte y luego te haríéa el amor lentamente…


—¿Queé te lo impide? —Cara teníéa la respiracioé n acelerada por nuestra corta seccioé n de besos y sus labios empezaban a hincharse. El bote que habíéa escuchado pasoé a unas doscientas millas del muelle. ¡Jodidos turistas! —Los hombres apostados a pocos metros —murmureé solo para ella. —Tengo una habitacioé n… —Martha y los chicos se alistan para ir a una nueva casa de seguridad —Me levanteé tendieé ndole la mano—. Tendremos la cabanñ a para nosotros dos. .... Mireé la espalda desnuda de Cara. Me habíéa despertado una llamada de Salvatore, afuera estaba un poco nublado y aué n era temprano, pero la visioé n de mi hermosa prometida con su piel cremosa hizo que no pudiera volver a dormir. Ella se removioé entre las saé banas y abrioé los ojos lentamente, le sonreíé y la vi suspirar. —Hola, guapo. —Bajeé mi rostro hacia el suyo y beseé sus labios brevemente—. ¿Queé sucede? ¿Por queé estaé s despierto tan temprano? —Se giroé cubriendo su pecho con la sabana. —Sabes que habraé cosas que no podreé contarte. —Massimo… —Tomeé su mano y la lleveé a mi boca. —Este mundo es cruel, Cara, no estaba entre mis planes convertirme en el predecesor de mi padre, al menos no aué n, padre queríéa envejecer liderando la Sacra Familia y por míé estaba bien, siempre y cuando tuviera el control total del conglomerado. Seé que quizaé no me vea como un capo normal y eso me ha traíédo muchos enemigos dentro de esta familia, a la que jureé proteger. —Ella me escuchaba con atencioé n—. Tus hermanos hicieron creer que fue mi familia la que lideroé un plan en contra de los irlandeses, al matar a tu padre; por esa razoé n, ellos atacaron mi mansioé n. Simplemente nos queríéan muertos igual que a mis padres y a tu padre. —No te culpo por sus muertes, ellos no eran mi familia, mi padre lo era, mi madre lo era, no dos hombres que nunca me toleraron, que nunca me aceptaron, pero no es la culpa lo que te tiene asíé. —Joder, ella me conocíéa—. ¿Massimo? —No iba a parar hasta que se lo dijera. —Declan quiere que nos reunamos. —¡No! —Se levantoé de la cama, enrolloé su cuerpo con la saé bana y empezoé a caminar por la habitacioé n—. No iraé s. No conozco a Declan, pero no debe ser distinto a mi padre o mis hermanos.


EÉ l es un capo. —Uno joven como yo. —Respireé profundamente—. Cara, no quiero una guerra, tengo las manos llenas con mis dos hermanos, el conglomerado, los traidores, si puedo recuperar el cuerpo de tu madre y hacer que los clanes esteé n en paz… —Me paseé la mano por el cabello—. No tengo maé s opcioé n y quiero hacerlo. —Si vas, ireé contigo. —Empeceé a negar con la cabeza—. Ireé , no saldreé del auto si no quieres, pero no vas a ir solo. —No estareé solo, Salvatore y varios de mis hombres estaraé n ahíé. —¿Y si es una trampa? —Era lo primero que habíéa pensado cuando Salvatore me informoé que Declan Walsh habíéa solicitado una reunioé n—. No estoy pidieé ndote permiso, estoy dicieé ndote que ireé . —Sabes que la mafia no funciona asíé. —La mafia puede irse a la mierda, eres mi hombre, no te dejareé solo. Salíé de la cama y me acerqueé a ella, le aferreé las manos. —¿Soy tu hombre? —inquiríé con una sonrisa ladeada. —Pusiste el anillo en mi dedo, sereé tu esposa, obvio que eres mi hombre. —Me gusta coé mo se escucha eso, “mi esposa” … Repíételo, carinñ o. —¿Queé ? ¿Que sereé tu esposa o que eres mi hombre? —Los dos… —agarreé su barbilla y la beseé solo para separarme segundos despueé s—. Te necesito fuerte, te necesito al lado de mis hermanos, no voy a estar concentrado si estaé s a pocos metros del peligro. Por favor, queé date con mis chicos, te necesitan y yo tambieé n. Ella hundioé los hombros. —No es justo que utilices a tus hermanos para impedir que te acompanñ e. —No los estoy utilizando, si estaé n seguros, tendreé la cabeza maé s despejada. Declan quiere lo mismo que yo, pasar la jodida paé gina. Se quedoé pensativa un rato, pero al final asintioé . —Estoy bien con ello, pero algo maé s te preocupa, puedo verlo en tu mirada. Di un fuerte suspiro, debatieé ndome entre si contarle o no. Salvatore seguramente estaríéa llamando marica a mi trasero, pero le habíéa prometido ser lo maé s transparente que pudiera. —Voy a hacer que los hombres me juren lealtad y hareé lo que se conoce en nuestro mundo como una declaracioé n sangrienta… Acabareé con los traidores que estaé n en mi familia y empezaraé una nueva era para nosotros, espero que con ello podamos vivir unos meses en paz. —¿Cuaé ndo lo haraé s? Se refugioé en mi pecho y desliceé mis brazos en el contorno de su cintura.


—Este saé bado seraé nuestra fiesta de compromiso. Unos díéas despueé s de la fiesta. —No queríéa contaminar esa noche, la proclamacioé n oficial de nuestro compromiso. —No necesito una fiesta, ¿ademaé s, el saé bado? ¡Hay que contratar personal, organizar comida, la lista de invitados…! ¡No puedes estar hablando en serio! —Tengo varias personas en ello, aé ngel. Ademaé s, quiero que todos vean a mi hermosa prometida. —Si vamos a tener una fiesta, senñ or, lo tengo todo bajo control. ¿Puedo invitar a Gia y Vito? —No, amor, pero estaraé n en nuestra boda, solo deé jame arreglar las cuentas y hacer que mis hombres, todos mis hombres, sepan que el hecho de haber sido educado y enviado a las mejores escuelas, que el hecho de no haber tenido la formacioé n de otros capos no me hace menos hombre ni menos líéder. Ella se acercoé y colocoé sus manos en mi pecho, lleveé las míéas a la saé bana haciendo que cayera por su cuerpo. —Tan tan hermosa… Tan míéa. —Uníé mis labios a los suyos hacieé ndola caminar hasta que tropezamos con la cama en un amasijo de piel, dientes, lengua y labios. La necesitaba, siempre era asíé con ella, por la apresurada forma en la que devolvíéa cada caricia supe que ella tambieé n me necesitaba a míé. Pasamos todo el díéa en la cama, amaé ndonos, descansando solo para reponer las fuerzas para volvernos a amar. **** —¿Enviaste todas las invitaciones para la fiesta? —le pregunteé a Salvatore tan pronto entroé al estudio esa manñ ana. A lo lejos se escuchaban voces de obreros que trabajaban en tiempo reé cord para devolverle el lustre a la mansioé n. —Síé, toda la gente importante de la ciudad estaraé ahíé, como lo solicitaste. —¿Y la otra reunioé n? —Todos los capitanes informaron que estaraé n allíé ese díéa, fue una buena idea hacer esto despueé s del compromiso, la mayoríéa de los hombres piensa que quieres hacer una fiesta privada. —Bien, ¿coé mo va la vigilancia a los ancianos? —Ferrari visita a su amante los lunes, mieé rcoles y viernes, es una jovencita muy bella, no tiene


maé s de veinticinco anñ os. Greco y Mancini son dos carcamales que salen a tomar cafeé todos los díéas al mismo sitio. A Greco le gusta la horticultura, va martes y saé bado a un invernadero. —¿Y Mancini? —La ambicioé n y el sexo son los pilares que propician la caíéda de un hombre, no entendíéa por queé los jodidos soldados de Mancini eran tan joé venes y bien parecidos. El viejo tiene un romance con uno de los chicos maé s joé venes de la hornada, se ven los martes en la manñ ana. —Entonces el martes se haraé todo, no quiero darles tiempo de que planeen otro ataque, ¿no les extranñ araé que Ferrari no llegue a casa esa noche? —Para nada, se queda con la chica hasta dos o tres díéas. —Bien. La reunioé n con Declan se haríéa en el teatro Lawndale, un viejo edificio abandonado ubicado en Roosevelt Road, majestuoso en su tiempo, aunque ahora estaba en decadencia. Era casi media noche cuando llegamos ahíé, esta vez no iba solo, la mayoríéa de mis hombres estaban en la periferia de la vieja edificacioé n y no habíéa ningué n irlandeé s, al menos no a simple vista. Salvatore y seis de mis mejores hombres entraron conmigo, Declan estaba parado entre las ruinas de lo que alguna vez fue el escenario, lo habíéa visto por algunas fotografíéas que Salvatore habíéa enviado a mi correo. —¿Trajiste lo que te soliciteé ? Uno de sus hombres le pasoé una especie de urna, envieé a Luigi por ella. —¿Doé nde estaé ella? —preguntoé con voz gruesa. —Cara ya no es tu problema, ella estaé bien. ¿Coé mo seé que esta es la madre de Cara? —Tendraé s que creer en mi palabra, por lo que supe, murioé hace varias semanas, el cuerpo estaba en un estado avanzado de descomposicioé n. —Mantuve mi rostro estoico—. Supuse que ningué n hijo debe ver a su madre asíé, por lo que ordeneé la cremacioé n—. Bajoé del escenario, sus hombres bajaron tras eé l, los míéos estaban alerta, podíéa ver la mano de Salvatore justo sobre su arma—. No quiero problemas, Massimo, a pesar de lo que puedas pensar, no teníéa idea de los planes de Cian y Dylan. No creíéa una sola palabra, pero no era un buen momento para comenzar una guerra. —¿Queé haraé s con Cara? —Lo que haga con ella no es de tu incumbencia. —Recibíé la urna de Luigi—. Manteé n a tus hombres fuera del territorio de la Sacra Familia, y quizaé podamos tener una tregua.


—Puedo hacerlo, no necesitamos joder nuestras mierdas, tué a lo tuyo y yo a lo míéo. Mantente fuera de mi alcance y hareé lo mismo. —Jode en mis calles y hareé que el infierno descienda sobre tu casa. Me gireé para irme, mis hombres aué n estaban frente al Ceann na Conairte de la organizacioé n irlandesa. El viento soploé con fuerza cuando salíé fuera del recinto en ruinas. Apretando con fuerza la urna donde se suponíéa que descansaban los restos de la madre de Cara, camineé hacia el auto. Ella se romperíéa esa noche, pero la sostendríéa, de ahora en adelante lo haríéamos mutuamente. Capítulo 36 Massimo El saé bado llegoé demasiado raé pido. Entre los preparativos para la fiesta de compromiso, mi trabajo —tanto en los clubes como en el conglomerado— y la remodelacioé n de la mansioé n, casi no habíéa visto a Cara. La habíéa dejado llorar en mis brazos mientras ella sosteníéa la urna de su madre, y dije palabras suaves que intentaron reconfortar su alma rota. Yo no habíéa llorado a mis padres, no tuve tiempo para hacerlo, pero tener a Cara entre mis brazos mientras ella estaba deshecha, me hizo pensar en mi propio duelo y en el de mis hermanos. Necesitaba empezar a trabajar con ellos. —Massimo. La voz de Cara me sacoé de mis recuerdos. Me gireé hacia ella sonriendo por lo hermosa que estaba. Teníéa un vestido negro escote corazoé n, tallado a su torso, con una falda vaporosa que teníéa una abertura a media pierna. —Preciosa —susurreé acercaé ndome. Habíéa estado observando por la ventana coé mo los invitados llegaban: políéticos, algunos directivos del conglomerado, amigos y los ancianos de la Sacra Familia. La mansioé n estaríéa llena. —Tué no te ves nada, pero nada mal, guapo. Le di un beso suave, para no arruinar su maquillaje, y luego camineé hacia la mesa de noche, para sacar una caja que habíéa comprado hacia dos díéas. —Para ti —dije abriendo la caja hacia ella. Conteníéa un collar de oro blanco con un rubíé en forma de laé grima tallada como un tablero de ajedrez. —Massimo. ¿Queé voy a hacer con tantas joyas?


—No digas nada, solo gíérate, nena. Lo hizo y abrocheé el seguro, luego se dio de nuevo la vuelta y acaricioé las solapas de mi esmoquin. —Gracias, es precioso. —¿Lista para conocer a todos los hipoé critas de esta ciudad? —Siempre que esteé s a mi lado. —Siempre. Bajamos las escaleras de la mansioé n integraé ndonos a la fiesta, el alcalde Williams estaba acompanñ ado por una de sus hijas, producto de su primer matrimonio. Al parecer, Angeé lica habíéa entendido el mensaje y se manteníéa lo maé s alejada posible de míé. Tambieé n vi a varios de los directivos de Luxor y a los ancianos, bebíéan whisky en un rincoé n del saloé n, los tres con sus cabezas juntas cuchicheando como viles cucarachas. Paseamos por varias mesas, presenteé a Cara a varios de mis socios de la empresa, a los principales inversionistas y a algunos políéticos de la ciudad. La esposa del gobernador Thompson la hizo sonrojarse al decirle que era afortunada de llevar al altar a uno de los hombres maé s guapos de Chicago y que la fila de madres casamenteras y sus hijas estaríéan sin duda decepcionadas. Media hora despueé s de las presentaciones, dejeé a Cara con Martha y otras mujeres para encontrarme con Salvatore y charlar con los demaé s invitados. Cerca de la media noche, cuando llegoé el momento del brindis, tomeé la mano de Cara y la acerqueé para que se colocara a mi lado. Tomamos cada uno una copa de champaé n, que varios meseros repartíéan por el lugar. Subíé a la tarima donde la banda amenizaba la fiesta y me dirigíé a los invitados: —Buenas noches a todos —los murmullos cesaron, la atencioé n se centroé en míé y pude sentir temblar la mano de Cara—, es un placer contar con su companñ íéa en este díéa tan especial. Como quizaé algunos no saben, conocíé a esta hermosa mujer hace un par de meses en una presentacioé n en el Orchestra Hall, y esa noche no solo me cautivoé su belleza, sino su pasioé n. Cara estaé escalando su camino para convertirse en una maravillosa violinista, verla tocar en ese recital partioé mi vida en dos, pero no estoy aquíé para ponerme cursi y enumerar las virtudes de la mujer que me acompanñ a, estoy aquíé para anunciarles que le he propuesto a esta maravillosa mujer —la observeé — que se case conmigo, y ella me ha dicho que síé. Asíé que, familia, amigos, socios y demaé s


invitados, les pido que alcemos nuestras copas y brindemos por ella, por nuestro proé ximo matrimonio y por el futuro. Salud. Todos los presentes acudieron a mi peticioé n, algunos con sonrisas de felicidad, otros con miradas sorprendidas, a lo lejos pude observar a los tres traidores y la mirada que nos dirigíéan era de vivo rencor y odio. Por un segundo quise sacar mi revoé lver y acabarlos a tiros, pero no era el momento. Mi madre siempre decíéa que debíéa saber esperar. Sentíé la mano de Cara aferrarse a mi brazo, como si adivinara lo que pasaba por mi mente; estaba sonrosada y nerviosa, con los ojos brillantes y rebosantes de felicidad. Ese gesto tuvo el poder de calmarme, me jureé que protegeríéa a esa mujer contra todo. —Eso fue hermoso. —Todo fue cierto. Entregamos nuestras copas y bajamos del escenario. Durante la siguiente media hora recibimos las felicitaciones de cada una de las familias y charlamos con personas que apenas conocíéamos, bailamos, cenamos y nos mantuvimos como los perfectos anfitriones. Sin duda mi madre hubiera estado orgullosa. La noche transcurrioé de manera tranquila y estuvimos reunidos hasta el amanecer. Salvatore, Donato y yo pasamos el domingo y parte del lunes planificando el ajuste de cuentas a los traidores. Teníéamos todo debidamente cronometrado, los teleé fonos de Greco, Ferrari y Mancini estaban intervenidos, gracias a uno de nuestros informaé ticos. Habíéamos formado pequenñ os grupos que se encargaríéan de hacer la respectiva limpieza en cada una de las escenas. Mi cuerpo bullíéa de expectativa cuando llegoé el momento de marcharnos a nuestro primer objetivo. El departamento de la amante de Ferrari quedaba en Aurora, a veinte minutos de la mansioé n donde vivíéa con su esposa. Mis hombres y yo habíéamos llegado ese lunes, dos díéas despueé s de la fiesta de compromiso, con tres horas de anterioridad; habíéamos neutralizado al guardia y a la chica, y los habíéamos llevado a Purgatory mientras nos hacíéamos cargo. El anciano llegoé a la hora de siempre con tres de sus hombres de confianza; por un audio, Adriano y Luigi me teníéan informado de sus movimientos. Escucheé la llave al contacto con la cerradura y vi coé mo la expresioé n risuenñ a de Ferrari viroé a


una medrosa en cuanto Salvatore y yo, con nuestras armas desenfundadas, le indicamos que hiciera silencio. —Elisabeta salioé un momento, pero nosotros tambieé n somos buena companñ íéa, ¿cierto, Salvatore? —Massimo, ¿queé haces tué aquíé? —Creo que eso no te incumbe, Aurora hace parte de mi territorio, de vez en cuando es bueno hacer una visita y recordar quieé n es el que lleva las riendas de esta familia. —No te entiendo. ¿Queé es lo que quieres, muchacho? Me levanteé de la silla y camineé hacia eé l. —Quiero que te sientes en esta jodida silla. Empujeé al hombre, que cayoé en la silla detraé s de eé l. Nos miroé confuso, como si realmente no lo entendiera, como si dudara de que supiera toda la verdad. Salvatore encendioé la grabadora que conteníéa el audio que inculpaba a las tres familias. Ferrari se puso paé lido y empezoé a balbucear; yo negueé con la cabeza. —Vas a llamar a tus hombres y les diraé s que yo los necesito de manera urgente en Purgatory, para una misioé n especial. Que dos de los míéos los relevaraé n en menos de cinco minutos. —Les pareceraé extranñ o. —Me importa una mierda. ¡Hazlo! —griteé , perdiendo la compostura por unos segundos, solo para sonreíér cuando estuve calmado. Odiaba a ese hombre, que fumaba puros y bebíéa del brandi de mi padre mientras planeaba coé mo aniquilarlo y hacíéa tratos con el enemigo. Este solo era uno de los culpables por la muerte de mis padres y del sufrimiento de mis hermanos. Salvatore sacoé el moé vil de uno de sus bolsillos. Yo desenfundeé mi arma y la coloqueé en su sien.— Haces una trastada y Elisabeta muere. —Ella no tiene nada que ver en esto, ni siquiera pertenece a la Sacra Familia. —¡Ordeé nale a tus hombres retirarse! Me miroé por largos segundos y luego asintioé , sacoé su celular y marcoé . Apreteé el canñ oé n del arma en su piel. —Piero, Massimo los necesita en Purgatory, dos de sus hombres vienen en camino a relevarlos. —Cortoé la llamada enseguida. A los pocos minutos, el sonido de un auto invadioé la tranquila calle. Salvatore se asomoé por la ventana, la entrada del edificio estaba despejada. —¿De quieé n fue la idea? Habla o mis hombres mataraé n a toda tu familia.


Un visible estremecimiento recorrioé el cuerpo del viejo al ver que teníéa sus jodidas pelotas en mis manos. —Te suplico que no danñ es a mi familia. Solteé una sonrisa iroé nica. —Eso no puedo prometerlo. —Bajeé el canñ oé n del arma hasta su mejilla—. Depende de ti, si colaboras, no tendraé s que morir con la maldita duda. A lo mejor destierro a toda tu familia, sin un jodido doé lar, tan desnudos como vinieron al mundo; o puedo matar a tus hijos y tus hijas seraé n las sirvientas de otras familias, caeraé n tan bajo que nunca nadie repararaé en ellos. Ese es el precio de la traicioé n. —¡Fue Greco! Nunca pudo perdonar que tu padre no arremetiera contra los Costa, eé l queríéa el poder… para hacerle pagar la humillacioé n que le hicieron a su apellido. Quiteé el seguro del revoé lver. —Esto es por la muerte de mi padre —le dispareé en el hombro. El arma teníéa silenciador, solo se escuchoé el lamento del anciano—, este es por el llanto de mi madre antes de morir —le dispareé en un pulmoé n, la sangre empezoé a correr por su ropa, apunteé a su cabeza—, y este es por convertirme en un maldito animal sediento de venganza, por arrastrar a Cara en un maldito espiral de ambicioé n. El hombre me miroé con absoluto terror. Dispareé y un cué mulo de sangre y sesos se esparcioé por el lugar. La ira nublaba mi razoé n, el deseo de cobrar vida con vida corrioé como nunca antes en mi interior, queríéa vaciar el maldito cargador en su cuerpo inerte, pero Salvatore colocoé una mano en mi hombro. —Aué n quedan dos, hermano, vamos por ellos. —Dile a Adriano y a Luigi que lleven el cuerpo a uno de los congeladores que hay en Purgatory, lo necesitaremos para manñ ana —reciteé antes de salir del departamento. El segundo en caer fue Mancini. Lo atrapamos en plena faena con uno de sus chicos, y nos dimos el gusto de tomarle algunas fotografíéas que se les haríéan llegar a su familia. Despueé s de que escuchoé la grabacioé n, se sentoé en la cama con ambas manos en la cabeza. Sabíéa lo que habíéa hecho, y, a diferencia de Ferrari, se veíéa arrepentido. —¿Por queé ? —dije apuntaé ndole en la frente.


—Greco descubrioé mi relacioé n con Alexei, me amenazoé con hacerlo pué blico si no lo apoyaba. Siempre quise y aconsejeé a tu padre, pero no podíéa exponerme. Recordeé que, cuando era ninñ o, Mancini siempre me llenaba de dulces cuando iba a la mansioé n a reunirse con mi padre. —Bueno, no tengo nada en contra de las preferencias sexuales de cada uno de mis hombres, pero tu familia no pensaraé lo mismo en cuanto descubran el secreto que has estado ocultando. El hombre soltoé un lamento. —No lo hagas, Massimo, maé tame, haz lo que quieras, pero no les digas nada, no lleves verguü enza a mi casa. —No tienes autoridad moral para hablar de verguü enza, menos para pedir clemencia, eres un traidor, Mancini. Sabes muy bien coé mo se trata a las familias de los traidores. —Perdoé name, por favor… Te lo suplico. —¿Sabes? A veces tengo pesadillas sobre esa grabacioé n, sobre mis padres, eé l pidiendo clemencia para su esposa y sus hijos, y ella, mi madre, muriendo a manos de esos hombres, ¡hombres enviados por ti! Si hubieses ido con mi padre, eé l te habríéa ayudado con Greco, pero elegiste la opcioé n faé cil. —No fue mi idea, yo… La ira me invadioé de nuevo y sin pensarlo mucho le dispareé , esta vez la sangre me salpicoé , y eso en vez de apagar la herida que sangraba con furia, la avivoé aué n maé s. Si algo no soportaba era a los malditos cobardes. A Greco lo secuestramos al díéa siguiente, en el invernadero, mientras observaba unas zanahorias, y lo sacamos por la puerta trasera. Lo lleveé a las mazmorras del club, no a las de la mansioé n. Con la reconstruccioé n de la casa, habíéa decidido prescindir de ese espacio, ese seríéa mi hogar, el de mis hermanos, de Cara y el de los hijos que tendríéamos, no queríéa contaminarlo con maé s violencia. Greco, presintiendo su destino, despueé s de escuchar la grabacioé n que Salvatore puso en el equipo del auto, se orinoé en los pantalones antes de llegar al club. En cuanto estuvimos en los subterraé neos, quise colgarlo como a una res, pero no aguantaríéa ni cinco segundos. —Eres un traidor de mierda —dije tan pronto lo hice arrodillar en el suelo—. Píédeme perdoé n


por la muerte de mis padres. El hombre tuvo la desfachatez de mirarme como si me hubiera vuelto loco. —Eres un ninñ o malcriado que se llevaraé por delante a esta familia. —Soltoé una risotada—. Nunca te pedireé perdoé n. Me endereceé y camineé con semblante tranquilo. —Estaé bien —dije en tono muy suave, que era un poco maé s escalofriante que mi vozarroé n violento—. Si no lo haces por míé, lo haraé s por tu familia. —El hombre palidecioé de repente, como si se diera cuenta en ese preciso momento que todo por lo que habíéa apostado lo habíéa perdido—. ¿En serio crees que dejareé salir a tu familia indemne de esto? —Mi familia no sabe lo que hice, si tienes que juzgar a alguien, hazlo conmigo. —Entonces ruega por sus vidas. Aunque con reticencia, el hombre bajoé la cabeza y balbuceoé unas palabras de perdoé n. —¡No te escucheé , viejo! ¡Repíételo! —Le levanteé la cara agarraé ndolo por el cabello. —Perdoé name por la muerte de tus padres. —Eso es, ahora vas a morir como la jodida rata que eres, por culpa de tu ambicioé n mis padres estaé n muertos. —Greco agachoé la cabeza esperando su ejecucioé n—. Mereces sufrir uno y mil horrores, pero hoy me siento generoso ¡Míérame! —Levantoé la cabeza, pero insistíéa en tener los ojos cerrados—. ¡Abre los ojos! O te los atravieso con agujas. Me miroé con auteé ntico miedo en el momento en que le dispareé . Subíé a mi nueva oficina en Purgatory, me desnudeé , entreé al banñ o y laveé la sangre y la mugre que habíéa acumulado a traveé s de la larga noche. Habíéa cobrado mi venganza, habíéa tomado vida por vida, y ahora teníéa la justicia que tanto anhelaba; sin embargo, me sentíéa lleno de adrenalina por todo lo ocurrido. Con un nuevo traje, un vaso del brandi de mi padre y la melodíéa favorita de mi madre, me senteé tras el silloé n para despedirme de ellos. La reunioé n con los jefes, subjefes y soldados de las diferentes familias, tuvo lugar en un depoé sito abandonado a las afueras de Evanston. Era media noche cuando llegamos al lugar, todos estaban ahíé. —Mi capo —senñ aloé Salvatore—, antes de que hables con los hombres deé jame decirte que admiro y apoyo todo lo que has hecho y, a pesar de que eres un grano en mi trasero, seé que no podemos estar en mejores manos. —Gracias, Salvatore, tu apoyo y el de tu familia son vitales para todo lo que deseo hacer. Todos me saludaron con inquietud tan pronto llegamos. Los hombres de las familias traidoras


—y que solo cumplieron oé rdenes o no teníéan idea de la traicioé n— lucíéan confundidos y no era para menos, sus jefes habíéan desaparecido y las familias a las que servíéan tambieé n. No volveríéan a verlos, teníéan la entrada vetada a nuestro territorio, y si lo hacíéan, y esperaba que no, los recibiríéa preparado. Pedíé silencio y empeceé a hablar. —Los he reunido aquíé estaé noche, porque hemos descubierto quieé nes mataron a mis padres. — En ese momento varios hombres entraron con los tres cadaé veres envueltos en bolsas negras de las que se deshicieron para mostrar la identidad de los muertos. Se escucharon murmullos y voces airadas—. No voy a permitir maé s actos de traicioé n en esta familia, somos uno solo, senñ ores, y si queremos progresar, ese seraé nuestro lema de ahora en adelante. Los Greco, Mancini y Ferrari seraé n borrados de los libros de la Sacra Familia, como si nunca hubieran estado aquíé, si alguno de ustedes quiere seguir unido a cualquiera de esas tres familias, solo recuerde lo que estaé viendo esta noche. Sus esposas, hijos y nietos ya no gozaraé n de nuestra proteccioé n y les costaraé la mayoríéa de sus bienes quedar libres sin ninguna otra retaliacioé n. No sabremos de ellos nunca maé s, ya que no seraé n bienvenidos en Chicago. —Hice una pausa, dirigiendo mi mirada a cada uno de ellos—. Habraé muchos cambios, que les aseguro seraé n para mejorar las cosas y hacer de esta una empresa proé spera. No se arrepentiraé n de seguirme, a cambio de ese progreso, espero de ustedes lealtad absoluta, pues no me temblaraé la mano para hacerles entender quieé n es su capo, ¿entendido? —Síé, senñ or —gritoé un coro de hombres, prometieé ndome asíé lealtad absoluta. Entreé a la mansioé n con paso presuroso. Era de madrugada y solo queríéa refugiarme en los brazos de mi mujer. Subíé las escaleras de dos en dos y con mis pasos devoreé el camino a la habitacioé n, pero paseé de largo y fui primero a la habitacioé n de mis hermanos. Los chicos dormíéan profundamente, arropeé a Chiara y le quiteé la tableta a AÉ ngelo. Lupo estaba acostado en su camita en una esquina de la habitacioé n, y me miraba curioso. Sentíéa que al fin les habíéa cumplido. Habíéa matado a los asesinos de nuestros padres, solo esperaba que el siguiente capíétulo de nuestras vidas nos permitiera superarlo. Acaricieé al perro y


salíé de la habitacioé n. Cara dormíéa con la luz de la laé mpara de noche encendida, el violíén reposaba a un lado de la cama, habíéa partituras encima de la mesa de noche. Me aflojeé la corbata y me quiteé la chaqueta y los zapatos sin dejar de mirarla. Ella era el regalo que me habíéa enviado el cielo para compensar la muerte de mis padres, estaba seguro de eso. Abrioé los ojos y cuando me vio, me sonrioé con ese gesto entregado y supe que haríéa cualquier cosa por ella. —Mi amor. —Se sentoé y me tendioé los brazos, yo presuroso me refugieé en ellos. Ella era mi hogar, mi solaz, no hallaba la hora de casarnos, de sentirla míéa de una forma contundente, atada a míé con todos los víénculos que se me ocurrieran. —¿Coé mo te fue? —preguntoé acariciando mi rostro. —Ya todo acaboé , los traidores estaé n bajo tierra y sus familias lejos de aquíé. Ella asintioé . —¿Estaremos tranquilos? —Por ahora síé. —tomeé sus manos. —¿Queé pasa, mi amor? —No puedo prometerte una vida faé cil, pero siempre, y esto síé te lo prometo, respetareé tu carrera de mué sica. No quiero desventajas en esta relacioé n, ya estaé s haciendo un gran sacrificio al aceptarme con este equipaje que tiene muchos cadaé veres en el armario. No te quiero infeliz, te quiero plena y realizada, y seé que la mué sica ocupa en tu alma un lugar muy especial. —No es sacrificio. —Síé —interrumpíé acariciaé ndole el rostro—, claro que lo es, doblegaste tus principios y todo lo que rige tu vida para adaptarte a mi mundo, y eso lo valoro como no tienes idea. Carinñ o, puedes empezar a planear la boda, quiero que estemos casados lo maé s pronto posible. Cara soltoé la carcajada. —Hableé hoy con Martha y la planeacioé n llevaraé meses. —No, carinñ o, redué cela a semanas, busca toda la ayuda que necesites. —Como ordene mi capo. Levanteé una ceja y sonreíé. —Es bueno saber que cumples mis oé rdenes. —No apostaríéa por ello, pero en algunas circunstancias me gustaraé que lleves el mando. Pegoé su cuerpo al míéo en una clara intencioé n. Si ella supiera el poder que ejercíéa sobre míé, cuaé nto la necesitaba. La beseé con ternura y sus labios tibios se apropiaron de la caricia. Estaba en casa, por fin. Epílogo.


Massimo Dos años después. Era su noche y queríéa que fuera perfecta hasta que terminara. Habíéamos aterrizado seis horas antes, junto a Chiara y AÉ ngelo, en Newark, cerca de Nueva York. Mientras mi bella esposa estuvo en un largo ensayo, yo lleveé a los chicos al Museo de Historia Natural. Habíéamos vuelto al departamento hacíéa poco tiempo, ya que era hora de cambiarnos y salir rumbo al teatro. Síé. Mi chica lo habíéa logrado. Dos anñ os de duro trabajo habíéan dado sus frutos catapultando su carrera como ella nunca imaginoé que sucederíéa. Habíéa firmado con una de las disqueras maé s prestigiosas del medio y habíéa dado una gira de conciertos por todo el paíés, el siguiente anñ o iríéamos a Europa. Aunque no pudiera acompanñ arla todo el tiempo, siempre asistíéa a sus presentaciones, asíé tuviera que estirar mi díéa muchas maé s horas, para eso era el jodido duenñ o del mundo y, por supuesto, de un avioé n. Un mensaje entroé a mi moé vil. Era de Cara dicieé ndome que se cambiaríéa en el camerino del Carnegie Hall. Gia le habíéa llevado el estilista y el vestuario. —¿Queé tal estoy? —preguntoé Chiara dando la vuelta. Lucíéa un hermoso vestido de encaje de color azul cielo, acampado, dividido con una cinta de color maé s oscuro en la cintura, cada díéa que pasaba ella florecíéa aué n maé s, parecieé ndose a mi madre hasta en las cosas maé s pequenñ as. Habíéa empezado el entrenamiento con cuchillos y no me gustaba para nada, pero Cara teníéa razoé n: ella necesitaba saber protegerse. “Si hubiese sabido coé mo mover un cuchillo, esta historia hubiese sido diferente”, murmuroé pagada de síé misma mientras se colocaba unos aretes frente al espejo una noche. —¿Massimo? —Estaé s preciosa, principessa. La chiquilla sonrioé . —Gracias. Tué tambieé n estaé s muy guapo, apuesto que Cara se va a quedar miraé ndote toda la noche. Ella habíéa llevado su violíén y practicoé unas cuantas notas mientras AÉ ngelo se cambiaba. Chiara era tambieé n una virtuosa del instrumento, mis hermanos habíéan superado la peé rdida de mis padres gracias a los amorosos cuidados de Cara, que habíéa respetado la esencia de sus personalidades


haciendo florecer sus talentos. AÉ ngelo la adoraba, ella lo habíéa impulsado a que participara en unas competencias de informaé tica para ninñ os y, por supuesto, mi hermano las habíéa ganado todas. En ocasiones teníéa que renñ irlo por burlar las murallas de nuestros hackers solo por diversioé n. No habíéan sido tiempos faé ciles, el negocio de la marihuana iba bien, el 50 % era completamente legal, el otro 50% a veces nos daba problemas, pero el saber que al regresar a casa estaba mi hermosa mujer esperaé ndome, cuando no estaba en una jodida gira, era el paraíéso. Habíéamos tenido una tregua larga con los irlandeses. Declan gobernaba con mano firme, pero justa; los irlandeses empezaban a expandirse hacia Texas, y teníéan sus propias guerras, lo que los manteníéa entretenidos. Los negocios legales crecíéan, estaba seguro que en el futuro podríéamos renunciar a alguna otra actividad ilegal, mientras el dinero siguiera lloviendo sin problema. Nino y Fabiano nos custodiaron hasta la limosina que nos llevaríéa al Carnegie Hall. El evento en el que mi esposa brillaríéa era una gala que reuníéa a varios artistas por una causa beneé fica. Cara habíéa sido invitada a tocar a dué o con un famoso cantante. El díéa que se habíéa enterado habíéa gritado y bailado por toda la mansioé n como chiquilla que ha recibido un regalo muy deseado de Navidad o ve cumplido su maé s anhelado deseo. Sabíéa que estaba nerviosa a pesar de que los ensayos habíéan ido muy bien, llevaba varios díéas sin dormir y nunca se escuchoé tanto el violíén como en díéas anteriores. Queríéa estar a la altura y lo lograríéa, ella era muy talentosa, hermosa, valiente y yo la amaba con locura. Al llegar al teatro, dejeé a los chicos en sus asientos y camineé por el pasillo hasta su camerino. El lugar bullíéa de actividad, la gente iba y veníéa, habíéa guardas de seguridad de los demaé s artistas. Adriano y Luigi estaban a la puerta del camerino, me dieron un seco asentimiento al que respondíé de la misma manera. Golpeeé antes de entrar. Ella estaba sentada frente a un espejo iluminado, el estilista pintaba sus labios de un tono un poco maé s oscuro que el que usaba siempre.


Mi esposa brillaba en toda su gloria. Nuestra boda fue un par de semanas despueé s de la muerte de Greco, Mancini y Ferrari, no necesitamos maé s tiempo a pesar de que Martha decíéa que no podríéamos organizar una boda con tanta prisa. Una generosa donacioé n a su iglesia permitioé que el padre O’Flannagan, amigo de Cara, oficiara nuestra ceremonia. La celebracioé n habíéa sido sencilla, Cara lo habíéa deseado asíé, recordaé ndome su duelo. Y aunque fue la comidilla de algunas revistas donde los rumores estuvieron a la orden del díéa, quedoé perfecta. Solo asistieron mis hombres maé s leales, las tres familias que conformaban la antigua junta de ancianos, Gia y Vito. La puerta se abrioé y Gia entroé como gallina detraé s de los pollitos. —¡Dios! –exclamoé emocionada acercaé ndose a míé—. Acabo de ver a Lady Gaga con un vestido impresionante. —Yo me topeé con uno de los chicos de Coldplay —dije indiferente, concentrado en mi esposa. —¿Crees que Vito pida mi cabeza si hago que firmen uno de mis pechos? —preguntoé coqueta mientras acomodaba su sosteé n. Sonreíé. —No hagas que las chiquillas pierdan a Chris Martin… —Bah, me conformareé con un papel o un panñ uelo como abuela victoriana —sonrioé —. Aceé rcate, se ve de hierro, pero estaé nerviosa. Lo sabíéa. El estilista terminoé el ahumado de sus ojos y ella los abrioé . Sonreíé cuando me vio reflejado en el espejo. Se dio la vuelta y extendioé sus manos hacia míé antes de ponerse de pie. Estaba perfecta y por un momento me quedeé sin aliento. Lucíéa un vestido rojo de seda sin mangas, a la rodilla —la falda era suelta, lo que le permitiríéa algo de movimiento, la parte superior llevaba unas aplicaciones de flores— y el cabello lo llevaba suelto. —¿Queé pasa? —preguntoé al ver mi expresioé n—. ¿Algo va mal? ¿Es el vestido? Debíé haber usado uno negro… Sonreíé una vez maé s acercaé ndome a ella. —Todo estaé muy bien, estaé s bellíésima, brillas como una jodida estrella. Es tu noche, aé ngel, demueé strales de queé estaé s hecha. Ella me abrazoé . Estaba nerviosa, la calmeé con maé s palabras de aliento. Escucheé al estilista despedirse y luego Gia abandonoé la habitacioé n murmurando algo sobre buscar a Vito o a Chris Martin… —Gracias por las flores —dijo sobre mi pecho sin aflojar el abrazo. El arreglo de rosas negras que nunca faltaba en el camerino de cada presentacioé n y que se habíéa convertido en el síémbolo de nuestro amor estaba en una esquina. —No tienes nada que agradecer, hermosa… —Ella se alejoé un poco—. ¿Queé sucede carinñ o?


—Tengo miedo —resoploé . La beseé con fuerza en la boca dejaé ndola sin aliento. Necesitaba distraerla de sus dudas y temores. Le acaricieé el rostro, que estaba arrebolado de la emocioé n. —No tienes por queé tenerlo, tienes talento, disciplina y pasioé n, esas tres cosas se notaraé n esta noche, como en cada uno de tus conciertos. —Quiero ir a casa, quiero nuestra vida hogarenñ a. Quiero dar largos paseos con Lupo e ir por los chicos a la escuela. Amo esa vida. —Podríéamos hacerlo, puedo sacarte enseguida de aquíé, pero te arrepentiraé s toda tu vida si no lo intentas, carinñ o. —Estoy siendo tonta. Negueé con la cabeza. —Solo estas un poquito asustada —argumenteé . —¿Doé nde estaé n Chiara y AÉ ngelo? —Ya estaé n en sus lugares, dos de nuestros hombres los acompanñ an. —Sabes que te amo por encima de todo, ¿verdad? —Lo seé , soy un hombre afortunado. Tué eres mi vida, Cara y estoy muy orgulloso de ti. Se escuchoé algo de mué sica y la voz del presentador dando la bienvenida al evento. Cara y el artista eran los terceros en salir al escenario, por lo que un par de segundos despueé s se escuchoé un golpe en la puerta. —Sigo pensando que de un momento a otro voy a despertar y estareé en mi casa lista para una clase, pero cada vez que pienso asíé, miro a mi alrededor y no es un suenñ o —senñ aloé nerviosa, aferraé ndose las manos. —¡Claro que no es un suenñ o! Somos reales y no sabes coé mo me gustaríéa demostraé rtelo ahora mismo —le regaleé mi sonrisa, esa que segué n ella la volvíéa loca—, pero me temo que no tenemos tiempo. —Le tendíé el brazo—. ¿Lista? —Oh, Dios míéo, ¡no! —¡Oh, síé! —aferreé su mano fríéa y le transmitíé mi calor. La dejeé en la antesala del escenario y fui a tomar mi lugar en uno de los palcos. Mis hermanos sonrieron al verme llegar. —No tiene brillo labial, me debes veinte —susurroé mi hermanito. Entrecerreé los ojos a los dos —. Te estabas demorando… No dije nada, en cambio me senteé en mi lugar ubicando a Vito y Gia en el palco de enfrente.


La luz del recinto se atenuoé cuando anunciaron el tema de la cancioé n y el dueto en el que estaríéa Cara. Vi a mi mujer junto a John Legend caminar al escenario y mientras eé l se sentaba detraé s del majestuoso piano de cola, mi esposa se detuvo a un lado, ubicando a Elira. El teatro estalloé en aplausos justo cuando los primeros acordes de la cancioé n All of me se escucharon en el recinto. Ver y escuchar a mi esposa tocando el violíén en el preludio de la cancioé n ocasionoé que mi pecho se contrajera de orgullo y emocioé n. Era jodidamente perfecta y a pesar de que John empezoé a cantar, mis ojos y oíédos estaban concentrados en ella. What would I do without your smart mouth? Drawing me in, and you kicking me out You've got my head spinning, no kidding, I can't pin you down Sus dedos aé giles y delicados se movíéan como alas de mariposa sobre el cordado del violíén. Habíéa escuchado la cancioé n muchas veces, pero el complemento que Cara hacíéa con el instrumento elevaba el tema mucho maé s. What's going on in that beautiful mind? I'm on your magical mystery ride And I'm so dizzy, don't know what hit me, but I'll be alright Y su rostro, por Dios, su rostro, era de dicha plena, ya el miedo estaba ausente de ella, mientras danzaba alrededor del piano sin dejar de tocar la mué sica. Habíéa visto a Cara en muchos momentos de nuestra vida en comué n, pero verla en ese instante, ver coé mo florecíéa con cada nota era jodidamente alucinante. Ella era hermosa por dentro y por fuera, y era míéa. Me importaba una mierda lo posesivo y territorial que era respecto a todo lo que tuviera que ver con ella. Cara lo aceptaba y era lo ué nico que me importaba. My head's under water But I'm breathing fine You're crazy and I'm out of my mind Sus trazos eran luminosos, audaces y emotivos. El sonido que se elevaba por el auditorio canalizoé a la perfeccioé n el amor, la emocioé n, y no solo era por la letra de la cancioé n —que representaba lo que eé ramos Cara y yo— y la talentosa voz del cantante; era como si ella con cada acorde disparara flechas cual cupido por todo el lugar, con esa sonrisa que jugueteaba en sus labios y que la hacíéa ser uno con su instrumento; o simplemente yo, como un tonto enamorado, me


estaba imaginando cosas. Quise reíér de dicha, de orgullo, pero sobre todo por el inmenso amor que se paseaba por mi pecho y gobernaba mi vida. Cause all of me Loves all of you Love your curves and all your edges All your perfect imperfections Mi esposa era feliz, ambos eé ramos felices, amaba mis imperfecciones como yo amaba todo de ella. Síé, esta se acababa de convertir en nuestra cancioé n. Cause I give you all of me And you give me all of you, oh… FIN


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