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JEFAZO Romance Descarado con un Jefe Cabr*n Por Laura Lago Índice Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 1 Esto me pasa por tonta. ¡Tonta! Las citas a ciegas son siempre malas ideas, pero me dije a mí misma: «¡Vamos, Lucía, no te cierres; ¿qué puede salir mal?» ¿Qué puede salir mal? ¡Héctor es lo que podía salir mal! Nunca me ha gustado pensar en mí misma como una maldita, pero ¡qué coño, Héctor! es tu culpa ¿eh? ¡No puedes culparme a mí por ser tan gordo y feo y tener tan mal olor! Una cosa es ser gordo y otra cosa es vestir mal. Una cosa es ser feo, y otra


peinarse mal. Una cosa es no ser agraciado y otra cosa es oler mal y tener mal aliento. Y lo peor es que ese estúpido de Héctor es de los que llegan con discursos del tipo: «No me fijo en frivolidades. No soy superficial». Querido, ¡bañarse no es ser superficial, es ser higiénico! Y tampoco es superficialidad lavarse la boca para quitarse la placa dental y el mal aliento. Y vestirse bien… ¡No me vengas con que no te vistes bien por no ser superficial, porque ni poniéndote un saco de patatas te verías tan mal en la vida! Lo tuyo es intencional. Ni eligiendo cosas al azar de un armario saldría esa ropa. ¡Nadie puede tener tan mala suerte y el azar no es tan cruel con nadie! Sin embargo, ¿qué iba a decir yo? ¿Qué le iba a contestar yo a un tío como Héctor, que se vanagloriaba de sus títulos y de las menciones ganadas en cuanto congreso de…? ¿Cuál era la profesión que me dijo el muy gilipollas? Pero ¡¿qué me voy a acordar, coño, si cuando me lo dijo me


golpeó el mal aliento que tenía como si un tren me atropellara en ese mismo momento?! ¡Por estúpida, coño! ¡Estúpida! Debí sospecharlo desde el primer instante, desde que llegué a ese restaurante de mala muerte al que ni a un náufrago hambriento iría. Evidentemente Héctor no pensaba gastar mucho. Puse cara de asco al ver esa capa de grasa que cubría cada superficie de esa porqueriza que no podía creer estuviera a dos cuadras de la Gran Vía. ¿Cómo coño las autoridades no han cerrado ese foco de infección? En fin, que el asco por la apariencia sucia y desgastadas de las mesas empeoró al sentir el olor a grasa proveniente de la cocina. Sin embargo, respiré profundo —«¡Joder! Me entró más de ese olor a aceite de fritanga rancia!»—, y me dije que debía darle una oportunidad a Héctor. Después de todo, ser pobre y no poder pagar un restaurante de lujo no es un delito —«¡Aunque debería serlo!»—. Quise convencerme de que no soy


una clasista y de que soy capaz de ver lo bueno en todas las personas. ¡Soy una tonta! ¿Ver las cosas buenas en todas las personas? ¿En serio, Lucía? ¿En serio? Todo fue peor cuando comprobé que Héctor no estaba por ninguna parte. No solo me citó en el lugar más inmundo de Madrid, sino que el muy cabrón se atrevía a llegar tarde. ¡Esto es demasiado, joder! Y sin embargo, me quedé allí, me senté en una de las mesas desocupadas y lo esperé… y esperé… y esperé. «Oye, Héctor —le escribí en un mensaje —, ¿te ha pasado algo?». Pensé que me respondería que había tenido un accidente, que se habría fracturado una pierna, que lo habían asaltado… algo que lo justificara en su grosería imperdonable. Pero ¿qué me respondió, el muy gilipollas? «Ya voy». Lo había esperado por casi media hora y lo único que me respondió fue eso. Debí recoger mis cosas e irme, pero ¿lo hice? ¡No!


¿Y por qué no lo hice? Porque quería demostrarle a Laura que no era una superficial, como ella me decía. Todavía me retumbaban sus palabras en la mente: «Si no es con un tío cachas, rico y bueno en la cama, ni te dignas a voltear, y hasta tratas mal a los hombres que son gentiles contigo solamente porque no van al gimnasio». Tía, pero ¿qué tiene eso de malo? Aparentemente mucho en estos días, porque después de Laura, mis otras amigas me decían de todo porque había dejado pasar a muchos hombres «buenos» solo porque no cumplían mis expectativas. Qué aburridas que se han puesto. En fin, que me sentí afectada por sus acusaciones de ser una frívola, racista, clasista y hasta machista, porque no podía aceptar que los hombres tuvieran un mínimo de feminidad en su conducta. Según ellas, solo salía con el típico macho alfa, el hombre buenorro, con dinero y dominante. Al principio nada de lo que decían me importaba, pero poco a poco me


fueron comiendo la cabeza y terminé cediendo porque me pregunté si de verdad había algo bueno en otra clase de hombres. Por eso acepté salir con ese tipo. Según Laura, era fascinante, inteligente, gentil, profundo, nada machista, sensible… Por eso soporté su tardanza y que apenas me diera explicaciones. Definitivamente, era muy diferente a todos los hombres con los que había salido antes, que siempre fueron atentos, amables y no hubo ni uno solo que llegara después que yo a la cita. «Pero bueno, Lucía —me dije—, algo bueno tiene que tener». Y entonces, Héctor llegó. Su apariencia era deplorable, pero su conducta fue aún más deplorable. ¿Cómo era posible que un tipo que tenía todos los defectos físicos pudiera tener, además, todos esos defectos en su personalidad? Está bien que no seas el hombre más atractivo del mundo, pero entonces tienes que ser el más gentil, el más inteligente, el más galante y amable…


No, en cambio eres déspota, sucio, desagradable, poco asertivo… Pero ¡¿qué coño le ven a este tipo, tía?! ¿Por qué Laura me lo describía como la nueva maravilla del mundo? Apenas pude soportar algunas palabras suyas, algunos gestos, algunos desplantes, y sobre todo, su cháchara intelectual interminable. Asumo que tenía razón en algo. ¡¿Qué quieres que te diga, chica?! Es que esos temas a mí es que ni me van ni me vienen: que si el capitalismo está en sus últimos momentos, que si la derecha está muriendo lentamente, que si Marx dijo, que si en la universidad se están dando las batallas de las ideas, que si los liberales deben ser exterminados, que si… Un momento. ¿Dijo exterminados? ¡¿Exterminados?! ¿Exterminados como si…? ¿Como si hubiera que matarlos? ¿En serio dijo eso? Sonreí amablemente, como siempre lo hago, y le dije que debía ir un momento al baño para retocarme. —Veo que eres de las mujeres que está alienada por el patriarcado —dijo—,


y te preocupas de más por tu apariencia. No te preocupes por mí, si es lo que te pone nerviosa. No tienes que lucir hermosa para mí, porque yo te valoro por lo que eres y no por cómo te ves. Yo no te cosifico. No te veo como un objeto. ¡Ay, bonito! Pero yo sí te veo a ti como un objeto; un objeto sucio, maloliente, sudado y mal vestido… ¡y prepotente, para colmo! Le di cualquier excusa tonta y me fui al baño, pero cuando llegue allí volví a salir, porque qué lugar tan vomitivo. ¿Qué mujeres que se aprecie a sí misma y no tenga todas las enfermedades venéreas entrarían a un baño como ese? Solo si estás infectada desde la punta del pie hasta el último cabello, te animarías a entrar a ese lugar. ¡No me vengan con el cuento de que estoy siendo despectiva y que no todas las mujeres son tan frívolas como yo! Lo de ese baño no es cuestión de ser despectiva, era cuestión de salud pública. Afortunadamente a la entrada de los baños había un área en el que se


encontraba un lavamanos —Sí, chica, ¡era de esos lugares que tienen los lavamanos afuera del baño en vez de estar adentro! Héctor me invitó a un lugar como ese—, y allí pude esconderme un poco de la mirada de mi «cita». Llamé a Laura… «¡Porque la muy puta me tiene que salvar de esta!». —¡Es impresentable, tía! —le dije con rabia en la voz, pero controlándome para no gritar—. ¡¿Cómo se te ocurre que un tipo así y yo podíamos tener algo en común?! —¿Tan malo te parece? No seas frívola, Lucía. Deja de fijarte en la apariencia de Héctor y concéntrate en lo que debes concentrarte. ¡El tío es brillante! Los discursos que da en la universidad están en YouTube. ¡Una maravilla! —¿Cuál maravilla? ¿Qué de maravilloso puede decir un tipo como ese? Hasta ahora, lo único que le he escuchado es la misma arenga de la mitad de los políticos del mundo: que si el neoliberalismo, que si el fin del


capitalismo, que si las luchas sociales, que si tal y que si cual… —¡Ay, Lucía! Es que tienes que estar abierta a que los tipos con los que sales hablen de otras cosas aparte de lo buena que estás tú y de lo buenos que están ellos. Un poco de sensibilidad social no te vendría mal. —¿Sensibilidad social? Pero ¿qué coño, tía? ¡¿Qué me importa a mí la puta sensibilidad social, si yo salgo con un tío solo para ver si puedo joder a gusto, y quién sabe si algo más?! No importó nada, para Laura todo lo que hacía Héctor tenía justificación: «Llegó casi una hora tarde», «él tiene muchas ocupaciones elevadas»; «su ropa es horrible», «sus preocupaciones van más allá de lo estético»; «¡Es que tío no se bañó!», «Porque seguramente venía de alguna justa protesta y había pasado todo el día soportando la persecución de la policía»; «Es un pedante», «La sabiduría se confunde con pedantería»; «es un obeso a punto de explotar»; «¡gordofóbica!»…


—¡Oye, tía! —dije, ya sin paciencia—. Vas a salvarme de esta porque fuiste tú quien me metió en este embrollo. Es mi culpa por dejarme comer la cabeza por tus tonterías, pero ¡será la última vez! Llámame por teléfono dentro de cinco minutos y dime que te ha pasado algo muy grave y que necesitas que vaya urgente a tu casa. —¡No! —respondió Laura. —¿Qué? ¿Cómo que no? —No, Lucía. No puedes obligarme a «salvarte» de Héctor, como dices. Es un hombre maravilloso, pero tú solo te fijas en lo externo. No te ayudaré a zafarte sin culpas. Si no te gusta Héctor, si de verdad es tan horrible, dile directamente en su cara que lo detestas y prefieres terminar la cita en este instante. Sincérate a ti misma y acéptate como una superficial, pero no pretendas que yo te salve. ¡No lo podía creer! ¿De verdad esa puta maldita de Laura se atrevía a hablarme con esas palabras? ¿De verdad me dijo esas estupideces? ¿Se


atrevía a juzgarme de esa forma? No pude tolerarlo más y no lo pensé cuando le dije: —¿Sabes qué, Laura? Que seas una gorda insegura e incapaz de aceptarse a sí misma y acostumbrada a que los hombres la desprecien no es mi culpa, así que no voy a admitir que proyectes en mí tus traumas. La única razón por la que puede gustarte un cerdo asqueroso como Héctor es porque tú eres igual a él. »Yo te he tolerado todo este tiempo porque, a pesar de todo, eras simpática, pero últimamente te has puesto insoportable, y ¿sabes qué? ¡No tengo por qué aguantarlo más! ¡Eres una insegura con la cabeza llena de mierdas! »Usas esas mierdas para justificar tu obesidad y por lo fea que te ves y por lo antipática que eres, pero la envidia te mata y ahora no te conformas con conservar esa mierda para ti misma, sino que quieres tirársela a las demás. »Que nunca muevas ese maldito culo gordo lleno de celulitis para ir al


gimnasio no es mi culpa, aunque yo vaya al gimnasio. Que tú no sepas articular tres palabras cuando un hombre te pregunta la hora no es mi culpa tampoco. »Que parezcas un puto cuadro abstracto cuando te vistes con bloques de colores mal combinados tampoco es mi culpa. Que yo sí conozca la forma de mi cara y sepa cómo mejorarla con un poco de maquillaje no me inculpa de la pintura de payaso de circo malo con la que tú te embadurnas. »No hay nada de malo con ser gorda o no saber vestirse o maquillarse, ¡lo malo es que sufras por eso y en vez de mover el maldito culo para cambiar lo que tienes que cambiar y te escondas detrás de discursos políticos baratos para justificar tu pereza! Hubo un incómodo silencio entre las dos, pero al fin Laura dijo: —Al fin salió la verdadera Lucía: antisorora, gordofóbica y patriarcal. No pude más. Simplemente no pude más y sellé el fin de mi amistad con la


insoportable de Laura con el peor insulto que puede decirle una mujer a otra: —¡¡¡Gooordaaa!!! Sin pensarlo, colgué la llamada. La rabia me carcomía. «¡¿Y ahora qué hago?!», pensé, porque el idiota de Héctor seguía allí, sentado a la mesa, esperándome. «¿¡Y qué más da?! si el tipo es un gilipollas y desagradable, así que yo puedo ser gilipollas y desagradable también». Sí, definitivamente, tenía pleno derecho a ser desagradable, porque el tipo no se merecía nada más que eso. Sin embargo, no tuve mucho tiempo de pensar al respecto, porque escuché una risa sardónica que me sacó de mis pensamientos. Volteé a ver de quién se trataba y en ese momento lo vi. Mirándose en otro espejo, estaba el hombre más hermoso que he visto en toda mi vida. ¡Era divino! Se peinaba con los dedos su sedoso cabello liso y negro, cortado al ras a los costados y largo arriba, bastante a la moda pero profesional.


Sus ojos eran arrebatadores y amenazantes, casi agresivos, como si estuvieran hechos de fuego. Expresaban un deseo de dominio que saltaba a la vista desde el primer instante. Era de esos tipos que, si era necesario, iban directo a la yugular. Tenía una barba tan cuidada y cortada que se notaba que pasaba horas cuidándola. Vestía un elegante traje, obviamente costoso, que no ocultaba en lo absoluto su divina figura. Se veían los músculos marcados en la tela. Era el hombre más hermoso que jamás había visto en mi vida, tanto que iba mucho más allá de cualquier fantasía. Y además, era sexy en el sentido puramente sexual. Se revisaba su ropa, que estaba algo desarreglada y llevaba pintalabios rojos en el cuello de su camisa. —¿De qué te ríes? —le dije con altanería. —De ti —me respondió con una voz profunda y curtida de hombría. ¡Hasta su voz era perfecta! —¡¿Cómo te atreves?! —Pero yo no me iba a intimidar. Es que ¿quién se


cree que es? —Me dan risa las mujeres que tratan de mostrarse como si fueran muy seguras, pero necesitan que una amiga las rescate de una mala cita. ¡Maldito cabrón! Me atrapó como un león a una presa. Por más terrible que me pareció Héctor, en ningún momento tuve el valor de levantarme y dejarlo con la palabra en la boca, como hubiera hecho cualquier mujer medianamente segura de sí misma. ¡¿De qué me valen tantas horas de gimnasio si me aterra decirle que no a la gente y hacerles desplantes?! Claro, solo le hacía desplantes a Laura, que era la única persona que me ha sacado de mis cabales desde el instante en el que escuché su voz la primera vez. Obviamente, la odié tanto desde siempre que se convirtió en mi amiga. No me pregunten cómo funciona eso. —A mí me dan risa los tipos que se meten en lo que no les importa — respondí, por supuesto, siendo tan tajante como se me hizo posible.


—Bien, ya veo. Y yo que te quería ayudar a deshacerte del gordo maloliente, con lo fácil que es. No necesitas que otra persona te rescate, ¿sabes? ¿Te imaginas si yo hubiera tenido que recurrir a un truco tan lamentable cada vez que me hubiera querido deshacer de una mala cita? »Para deshacerte de un pesado, como el tipo ese con el que estás, solo tienes que mostrarle tus defectos, los peores que tienes, y si no los tienes, los inventas. No importa lo buena que estés, si le dices a un tipo que te gusta coleccionar semen de amantes, el propio tipo buscará la manera de terminar la cita y tú quedarás bien. »No hace falta que te pelees con amigas, aunque sean gordas hipócritas y envidiosas. Si no puedes hacerlo ahora mismo, puedo enseñarte, pero tendría que salvarte. Yo ya estoy a punto de acabar con mis… «responsabilidades». Miré hacia el salón restaurante. ¡Desde los baños se veía más inmundo aún!


Pude ver a una morenaza guapísima en una de las mesas de la esquina. Miraba su móvil, aparentemente distraída. —Deberías atender a tu cita en vez de estar hablándole a otra. —Ya nuestra cita terminó. Follamos hace rato en el hotel al frente y ella quería comer algo. No le importó lo malo de este sitio. Ya quiere irse a su casa, pero para mí la noche no termina. Si te deshaces del tipo maloliente, a lo mejor los dos podemos terminar teniendo un buen rato. —Pero ¿qué dices? ¿Cómo voy a salir contigo luego de saber que estuviste con otra mujer? Además, ni siquiera te conozco. —No necesitas conocerme para saber que voy a ser mejor cita a ciegas que ese tipo. Igual, yo no necesito conocerte mejor para saber lo que eres. —¿Qué es lo que soy, según tú? —¿Quieres que te lo diga, después de que te escuché diciéndole todas esas cosas hirientes a tu supuesta amiga? —Lo miré con ojos determinados y él


entendió que, en efecto, yo quería escuchar lo que él tenía que decirme—. Eres una cabrona. Evidentemente, mi personalidad brilló tal cual como es en su máximo esplendor y no pude evitar lo que dije a continuación: «¡Vete a la mierda!», le dije. 2 Muy inteligente de mi parte, lo sé. Volví a la mesa con Héctor y ahora estaba peor que antes, no solamente estaba cabreada porque mi cita iba muy mal, sino porque ese gilipollas con brazos de acero, barba de rey babilónico y ojos de sexi asesino, me había hecho enojar. Y me había puesto un poco cachonda. ¿Para qué lo niego? Héctor siguió con sus peroratas políticas sin sentido y encontré pocas oportunidades de deshacerme de él. No tenía experiencia en ese tipo de cosas, porque nunca me había ocurrido que de verdad estuviera tan desesperada por deshacerme de un tipo. ¿Cómo, si todos los tipos con los que antes salí me parecieron interesantes,


eran adinerados o al menos eran atractivos? Ya casi me había resignado a que tendría que soportar una o dos horas más de tonterías mientras comíamos una cosa asquerosa que nos sirvió el mal encarado mesero, cuando de repente sentí que alguien se sentó a mi lado. Volteé algo sorprendida. ¡Era el tipo del baño! —¡Hola! ¿Cómo estás? —dijo, mirándome directamente a los ojos—. Disculpadme por molestaros, pero tenía que saludarte. ¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Te acuerdas de mí? — Evidentemente no respondí nada y lo miré desorientada—. Soy Iván. ¿Tanto he cambiado? —¡Iván! —respondí, actuando como si de verdad tuviera alguna idea de lo que el tipo decía. Si quería terminar mi cita con Héctor, tendría que aprovechar la oportunidad, aunque después tendría que ver cómo deshacerme del otro tipo… aunque luego volví a ver sus brazos marcados debajo de su traje y… Bueno, tal vez no querría deshacerme de él porque


soy una maldita frívola cachonda—. Por supuesto que te recuerdo. ¿Desde hace cuánto no nos vemos? —Desde la universidad. —Sí, es verdad —Tuve que voltear a ver a Héctor, que nos observaba con algo de desorientación—. Te presento a Iván, un antiguo compañero de la universidad. Ambos hombres se dieron la mano. Héctor tenía una mirada seria y apagada, mientras Iván sonreía. —Entonces —dijo Iván, mirándome de nuevo—. ¿Qué has hecho este tiempo? —Pues… Pues he estado… ya sabes, trabajando. —¡Ah!, muy bien. Yo también. Tengo mi propia empresa de construcción y he estado haciendo buenos negocios últimamente. Creo que cumplí el sueño que teníamos, ¿sabes? Para mí trabajan un montón de inmigrantes ilegales y les pago una miseria y trabajan en negro. Por eso me ha ido tan bien. —¡Ah!, ya veo.


—¿Y has estado en contacto con los muchachos? Yo no he tenido contacto con ellos. ¿Te acuerdas de la chica anarco capitalista que decía la única forma de acabar con la pobreza era arrasar con los pobres? ¡Malditos pobres! —Iván rio un poco a carcajadas, ignorando la expresión de sorpresa de Héctor—. ¡Cómo odiabas a los malditos pobres e inmigrantes! »Yo ya no los odio tanto, porque aprendí que mientras sigan siendo pobres e ilegales, podré seguir explotándolos. Y dime, ¿sigues molestando a tu hermano el homosexual? Supe lo que una vez le hicieron tus amigos, eso de secuestrarlo y amenazarlo con golpearlo si no se acostaba con una chica. Supe que lloró como todos los malnacidos maricones. ¿Lograste hacerlo cambiar? Nunca en mi vida sentí mis ojos tan grandes. Pero ¡¿qué coño decía ese tío?! Miré a Héctor y se me cayó la cara de vergüenza. Sí, era desagradable, tampoco creí que fuera un mal hombre, solo que… «¡Ay, gracias a Dios! Se


está levantando de la mesa y tiene cara de indignación; ¿será que en serio se ofendió». —Laura me dijo que eras de este tipo, pero jamás pensé que llegarías a tanto —dijo Héctor—. Eres una facha de las mandadas a hacer. No me extraña nada, porque tu apariencia… En fin, que no voy a relacionarme con gente tomo tú, Lucía, así que Adiós. Héctor se alejó de la mesa con pose digna y expresión ofendida. —¡Oye! —dije—. ¿No piensas pagar esta comida asquerosa? —Paga tú. ¿Tú no eres la neoliberal que cree en el capitalismo? Saca tu dinero y paga, facha. No lo podía creer. ¿En serio…? ¿En serio ese asqueroso gordo maloliente se atrevía, no solo a insultarme, sino a dejarme la carga de la cuenta? —¡Maldito hippie cabrón! —dije sin poder controlarme—. ¿Sabes qué? Estás demasiado viejo, gordo y eres demasiado feo y estás demasiado sucio como para creer que tus valores pueden compensar tu tacañería. Si la mujer


más horrible y desagradable del mundo acepta una cita contigo, tienes que pagar la cuenta, porque solo considerar salir contigo ya es un favor. ¡Gilipollas! Héctor escuchó lo que dije sin inmutarse mucho, solo me observó unos segundos más y luego salió del restaurante. ¡De verdad lo hizo! Era la primera vez que un tipo me dejaba con la cuenta. ¡No lo podía creer! Sin embargo, no tuve mucho tiempo para ponerme a pensar en eso, porque de inmediato tuve que voltear a ver a Iván, que se reía algo divertido. —¿En serio? —dije—. ¿En serio eso era necesario? —¿Qué? —¡Me hiciste quedar como una loca! —¿Y? —¿Y? Que Héctor se llevó una mala impresión de mí. —¿Y tú te llevas una buena impresión de él, acaso? —¿Qué? Claro que no, pero ¿eso qué más da?


—¿Qué más da? ¿De verdad te importa tanto la opinión de la gente? ¡Que se joda ese maldito cabrón! Hasta Lina, la chica con la que estaba hace rato, se dio cuenta de que el tipo era un subnormal y eso que no estábamos cerca de ustedes. Oye, déjate de eso y al menos mira el lado positivo de todo: te ayudé a sacarte de encima a ese pesado. Pues sí, eso no podía negarlo. En ese momento me di cuenta de que hasta el olor del restaurante había mejorado porque Héctor ya no estaba. Iván, entonces, se movió de lugar y se sentó frente a mí, junto al plato que había dejado Héctor. Lo miró con asco. —¿Y esto qué es, tía? ¿Tripas de rata? —Imagino que sí, porque es tan barato que solo puede ser eso. Tripas de rata o perro callejero. —¿Ya lo probaste? —¿Estás loco? Claro que no. Héctor comió algo de su plato y yo solamente lo vi. No tengo ni idea de lo que sea. Supuestamente es pollo. —Ya veo. Imagino que tendrás hambre. ¿Vamos a comer otra cosa por allí,


Lucía? ¡Ah! ¿Viste que sí escuché tu nombre? Para que veas que soy un tipo detallista. ¿Detallista? ¡No era más que un engreído! Un engreído hermoso, simpático, con una voz demoledora, un cuerpo de ensueño que no podía ocultar su traje, un rostro de un ángel guerrero y destructor de mundos… Tenía todo el derecho a ser todo lo engreído que quisiera. Iván pagó la cuenta por mí —«¡Soy toda tuya!», pensé inmediatamente. Pero ¡qué básica que soy! Me doy vergüenza— y salimos de inmediato de ese horrible lugar. —¡Qué delicia! —dije—. ¡Aire fresco! —¿Aire Fresco? ¿Te das cuenta de que estás respirando el aire contaminado de Madrid? —Pues este es el aire de un bosque virgen en comparación con el de esa porqueriza que se hace pasar por restaurante. Fuimos a comer a otro pequeño restaurante en las cercanías, mucho más presentable que el anterior.


—Entonces, ¿quieres que tengamos sexo? —me preguntó Iván muy directamente, tanto que hasta sentí que me atragantaba un poco con la comida. —Pero ¿qué dices? ¿Cómo le preguntas eso así a una mujer, tío? Estarás muy majo, pero tienes el tacto de un elefante. —Entonces, ¿sí te parezco majo? Pues es lo primero para tener buen sexo, ¿no? ¿Y para qué quieres que te trate con tacto? Vamos, Lucía, tú como yo sabemos que esas no son más que gilipolleces. Nosotros somos de los que vamos directo al grano, ¿o no es así? —No sé por qué crees que soy de las de esa clase. Me gusta que sean caballerosos y que me traten bien. —Claro, y por eso llevas ese vestido rojo ceñido al cuerpo y estás maquillada así. —¿Y eso qué significa? —Lo obvio: ibas dispuesta a… ya sabes, a lo que ibas dispuesta, pero te encontraste con ese tipo asqueroso. Sin embargo, aquí me tienes, bonita. No


tienes que desperdiciar el esfuerzo de haberte vestido y de haberte maquillado. Me sentí ofendida, indignada, escandalizada, acalorada de rabia y de… ¡Maldito cabrón! En serio conoce a las mujeres, y las conoce tanto que se atreve a hablar sin frenos y prácticamente ofender a quien se le da la gana. Pues sí, iba dispuesta a acostarme con mi cita a ciegas, porque ¿quién no lo hace? ¡No os hagáis las puritanas, que sabéis muy bien que así es! Una mujer, cuando conoce a un hombre, normalmente no está dispuesta a acostarse con él… pero a veces una se encuentra con algunos tipos que rompen todos los estándares. Por eso, cuando voy a un bar o una fiesta, me visto dispuesta a todo, aunque un poco escéptica de lo que me voy a encontrar, porque la mayoría de las veces no hay nada que buscar. —No tienes derecho a juzgarme —dije. —Oye, que no te estoy juzgando. ¿Por qué iba a juzgarte, si yo soy igual a


ti? No soy como esos tipos hipócritas que se creen con derecho a andar follando como conejos, pero si una mujer hace lo mismo la llaman puta. Yo más bien le doy gracias al cielo por esas mujeres, porque si todas fueran puritanas, ¿con quién iba a follar? Así que no te preocupes porque te juzgue. —Tan lindo tú. Debes considerarte muy moderno. Muy bien y todo, pero ya es tarde y tengo que irme. Mañana empiezo en un trabajo nuevo y mi plan es llegar temprano a casa. Siempre fue mi plan. —¿Y no valdría la pena cambiar tus planes por mí? —Cuánto engreimiento, por favor. Iván rio a carcajadas, y la verdad es que no estuve segura de qué fue lo que le pareció tan gracioso. Se creía tan irresistible que lo que le decía era un chiste para él. —No soy un engreído, bonita. Solo estoy orgulloso de mí mismo y de lo que he logrado en esta vida. ¿Acaso no debería estarlo? ¿No debería


sentirme bien por lo que soy, por lo que tengo y por lo que parezco? —Un poco de humildad no está mal de vez en cuando. —¿Y tú eres humilde? —Trato de serlo. —Pues allí está tu problema. —¿Cuál problema? —Es que solo siendo humilde y buenecita con todo y con todos y no queriendo molestar a nadie es que pudiste llegar a relacionarte con alguien como esa tal Laura, que evidentemente es una arpía envidiosa que te tendió una trampa con ese tal Héctor. »¿Qué clase de persona envía a su amiga con un tipo así? Todo el mundo sabe reconocer a un imbécil, así que para mí, esa Laura sabía muy bien lo que hacía cuando te envió al matadero con ese tipo. Pues tan perdido no estaba el Iván, ¿eh? —Eso no tiene nada que ver con no ser humilde. Las personas exitosas deberían mostrarse un poco más accesibles hacia los demás.


—¿Qué? El engreimiento es un defecto solo de la gente exitosa o qué? ¿O me vas a decir que el tal Héctor ese es un tipo muy humilde, a pesar de ser desagradable, egocéntrico y sucio? Y no hablemos de que es feo, que no es realmente su culpa, pero es que no fue humilde ni un segundo. Y te aseguro que esa amiga tuya, Laura, no tiene ni un gramo de humildad en todo su cuerpo. »Entonces, no es ser engreído, es ser consciente de lo que soy y gozar del fruto de lo que me he esforzado. Engreído es andar por allí, con pose de superioridad y creerse con derecho de juzgar a los demás, como Laura y Héctor. Y qué extraña esa gente buenista: Laura creyó que Héctor es muy bueno para ti, pero seguramente ella ni se le acerca, ¿eh? —Ya veo. Me hiciste quedar como una facha en toda regla para sacarme a Héctor de encima, pero ya veo por qué se te hizo tan fácil. Eres un facha de los de verdad.


—Sí, un maldito cerdo capitalista neoliberal, pero tengo un apartamento en la Gran Vía y una polla que, te aseguro, te va a dejar satisfecha como ninguna polla te ha dejado. Pero ¡¿quién coño te crees que eres, tío?! Y lo más importante, ¡¿qué clase de mujer crees que soy yo?! —Muy bien —dije—, gracias por todo. Me voy. ¡Joder, Lucía! Qué orgullosa me siento de ti. ¡Así se hace! ¡Así se defienden los principios y las ideas! ¡Así te le plantas a un tipo insistente que se cree irresistible! ¡Así…!. ¡Joder, pero qué brazo! Cuando Iván me alcanzó en la calle, me tomó por la cintura y sentí aquella bola de músculo. »¿Es en serio? ¿De verdad un tío puede ser tan cachas? ¿Acaso esos que salen en las películas de acción y que tienen esos cuerpos no son simulaciones añadidas por computadora en los estudios de Hollywood? Pues no, Iván me demostró que esos tipo son muy reales y… ¡por Dios!


Todo lo demás fue muy real también. ¡Fue tan real! 3 Llegué a tiempo, justo en el momento en el que debía llegar, apenas un minuto antes de las ocho de la mañana, cuando empezaba la jornada en el nuevo trabajo. ¡Llegué al filo de la hora! Lo hay nada peor que ir corriendo por la calle, teniendo la sensación de que el mundo se te viene encima porque un reloj gigante en forma de rueda te persigue y te amenaza con aplastarte. Corría por la Gran Vía y miraba el reloj en mi móvil. ¡Quedan diez minutos! ¡Quedan nueve! ¡Ocho! ¡Cinco! ¡Tres! ¡Dos! ¡No voy a lograrlo! ¡No voy a lograrlo! Escaleras arriba me gritaba en mi mente: «¡No voy a lograrlo! ¡Sí voy a lograrlo! ¡No puedo! ¡Sí puedo!». Abrí la puerta de Camargo, Torres & Vergara justo un minuto antes de que dieran las ocho. ¡Sí pude! ¿Sí pude? ¿No serán solo fantasías mías? No


fueron fantasías. De verdad llegué a la hora —o al filo de la hora— a mi nuevo trabajo como secretaria en uno de los despachos de abogados más prometedores que en mucho tiempo se había conformado en Madrid. Sudé un poco, pero afortunadamente la mañana había sido tan fresca que no fue castastrófico para mi presentación. Me sentí una triunfadora. —Pensé que ya no llegarías —dijo Paula, la recepcionista—. Imaginé que llegarías mucho más temprano para demostrar algo de compromiso. Odié desde el primer momento a esa tonta, que me lanzó unos ojos asesinos tan pronto entré por la puerta del despacho hacía dos semanas para la entrevista. Se suponía que debía ser amable, que al fin de cuentas apenas estaba empezando ese día. Guardaría los dardos envenenados que me lanzaba mi nueva enemiga y los mantendría bien custodiados hasta que pudiera devolvérselos todos a la vez en el instante en el que se me hiciera posible destruir a Paula sin ninguna


conmiseración. Pero yo no soy así. ¡Claro que no! Así que tuve que contestarle: —¿Y con quién se supone que voy a mantener las formas, bonita? ¿Contigo? ¿Acaso tú vas a evaluarme? ¿Acaso vas a anotar mis faltas? ¿Acaso tienes algún poder para llamarme la atención? —Justo en ese instante, sonó el teléfono de la recepción, que recibía la primera llamada del día—. Toma la bocina, querida, y ejerce el único poder que tienes verdaderamente en esta empresa: el de levantar ese teléfono y transferir la llamada a la gente que realmente tiene poder. Paula me miró con ojos asesinos, los mismos que yo le devolví, pero no pudo entretenerse mucho conmigo, porque debía responder la llamada. Di la espalda y me senté junto a Adriana y Camila, otras dos chicas que había conocido hacía unos días y que también iniciarían como secretarias en el nuevo despacho de abogados estrella de España. Las saludé con amabilidad


pero con distancia. ¡Al fin un minuto para descansar un poco! Desde hacía casi media hora no había hecho más que correr, desde el momento el que salí de aquel apartamento, que afortunadamente también estaba en la Gran Vía. Entré en pánico desde el momento en el que desperté y me di cuenta de que ya casi era la hora de presentarme en el trabajo. «¿Y cómo se supone que me voy a presentar con este vestido?». Tendría que resolver en el camino. Pero ¿resolver qué, si son las siete y media de la mañana y todo está cerrado? En efecto, las tiendas están cerradas, pero los hombres están siempre abiertos a ayudar a una mujer en apuros si se lo pide con amabilidad… y ofreciéndoles algo a cambio. —Te daré el beso de tu vida si me regalas tu saco —le dije a un muchacho delgaducho con el que me encontré en una esquina. —Pero, voy en camino al trabajo. ¿Cómo te voy a regalar mi saco?


Tomé al muchacho sin muchos miramientos y le di un beso fogoso pero breve. Luego, lo miré directamente a los ojos. —¿Ves ese semáforo? Ahora está en verde. Si me entregas tu saco ya mismo, te besaré como acabo de hacerlo en cuanto encienda la luz roja, y el beso durará todo ese tiempo. ¿Alguna vez te han besado así? ¿Alguna vez te ha besado una tía como yo? Podrás tocarme… un poco. El muchacho, con cara de tonto, se quitó el saco sin pensarlo mucho. No era en lo absoluto feo, pero tenía unos bracillos precarios y una espaldita tan delgadica como la mía. Un poco de gimnasio le habría caído muy bien, pero su pequeña talla era perfecta para mí. Le sonreí, feliz, y cumplí mi parte del trato: cuando el semáforo estuvo en rojo. Lo abracé con todas mis fuerzas y le di el beso que jamás nadie le dio en toda su vida. Sentí que le temblaban los músculos y que su polla se hacía más y más dura. Y era una polla imponente. Pero, tío, ¿con ese cuerpecillo


y eso allí escondido entre las piernas? Ya entiendo que no necesitas el gimnasio, bonito. Cuando el semáforo volvió a verde, me separé de él e hice el ademán de irme, pero me detuve y volví a darle otro beso, mucho más breve que el anterior. Es que tenía unos labios suavecitos y su aliento era delicioso. Un muchacho bonito. ¡Ves, Laura, estúpida, que no necesito que un hombre sea cachas para que me guste! Solo necesito que sea amable y lindo, es todo. Le di las gracias al muchacho, pero no pudo hablar, solo temblaba. Sonreí, porque una mujer agradece a un hombre cuando se declara tan evidentemente vencido por una, y corrí hacia la oficina. Cuando pasé frente a una tienda, me vi reflejada en el vidrio. ¡Perfecto! Siempre me ha encantado la moda masculina sobre el cuerpo de una mujer. Me veía profesional, pero la falda pegada que se asomaba debajo del saco negro a la vez me hacía ver sexy. ¡A acabar con esos abogados!, me dije a mí misma.


Mientras esperaba a que saliera Ana, la jefa de personal que nos iba a presentar con nuestros nuevos jefes, respiré un poco y hasta me reí de la situación de hacía unos minutos. Sería algo para contarle a los hijos o a los nietos, si alguna vez los tenía: cómo tuve que correr por la Gran Vía cuando iba retrasada a un nuevo trabajo y tuve que pagarle con dinero a un hombre para que me diera su saco —no iba a decirles que lo besé— y disimular mi pijama —no iba a decirles que llevaba un vestido sexi ceñido al cuerpo—, luego de quedarme dormida en casa de una amiga tras una noche de… de hablar de cosas de mujeres. En ese momento, me acordé de Iván… y de lo que estuvimos haciendo. ¡Qué pedazo de carne tiene se tío entre las piernas! Y no solamente el pedazo de carne, qué brazos de piedra, qué pecho de acero, que abdomen de hierro, qué nalgas. Y la fuerza, macho, ¡la fuerza! Nunca me había sentido como una muñeca


en manos de un hombre, pero fui una muñeca sucia, porque qué manera de besar, la forma en la que te hace llegar la lengua hasta la garganta, y la forma en la que me acarició con esas manos que parecían lijas de lo masculinas que eran, pero ¡cómo quería que siguieran rozándome! Y qué voz; las guarradas deliciosas que me dijo… ¡Y qué manera de follar! ¡Santo cielo! ¡Virgen piadosa! ¡Por los clavos de Cristo! ¡Por el éxtasis sagrado de Santa Teresa! Qué fuerte, macho. Lo digo en serio: qué fuerte. Hasta tuve que aclarar la garganta un poco y apretar las piernas, porque sentí cosquillas en el coño. ¡Es que todavía lo sentía follándome! La satisfacción me llegaba hasta ese momento. Miré a mis nuevas compañeras de trabajo y me pregunté si se me notaba. Qué bueno que Ana salió en ese momento al a recepción y nos sonrió. Las tres nos levantamos para seguirla. Nos presentaría a nuestros nuevos jefes, que ninguna conocía porque, debido a que habían recién fundado la firma,


no pudieron atendernos directamente. Además, había que mantener estricto secreto en cuanto a las entrevistas de trabajo —nos habían hecho firmar un acuerdo de confidencialidad y todo—, así que lo mejor era que no supiéramos siquiera quiénes eran los contratantes. Ana nos llevó primero a la oficina de Rolando Camargo, un hombre rubio como el sol, de sonrisa afable y delicadeza indiscutible. Era uno de los fundadores del despacho. Nos dijo que estaba feliz de recibirnos en la familia que recién se iniciaba y que él personalmente haría todo lo posible para hacernos sentir en casa. —¿Tú eres Lucía, verdad? —me dijo Rolando directamente. —Sí, lo soy —respondí—. ¿Seré tu secretaria? —No. Era el plan original, pero se produjo un cambio de última hora. Me alegra que estés aquí. Ahora, ¿quién es Camila? Ella sería la nueva secretaria de Rolando. Quedé con la duda, ¿cambio de


última hora? Sin embargo, no hubo más tiempo con Rolando y Adriana y yo pasamos a otra oficina cercana. Una voz de una mujer nos dijo que entráramos. Se trataba de Mónica Torres, la otra fundadora de la firma. Sin levantarse del escritorio nos saludó escuetamente. Su expresión era tajante y algo cruel. La odié desde el primer instante y Adriana tuvo miedo. Ninguna de las dos duraríamos mucho tiempo en el puesto, fuera quien fuera la elegida. Fue Adriana. Pobre, tan necesitada que se veía de ese trabajo, pero las inseguridades propias de su juventud eran evidentes en ella. Ana tuvo que recordarle a Mónica que las secretarias solo tendrían la mañana para aclimatarse un poco y en la tarde pasarían a entrenamiento. La abogada fulminó a Ana con la mirada, pero ella no se amilanó y fue firme. «Vendré por ella a las dos y me la llevaré, esté haciendo lo que esté haciendo, ¿entendemos?». Ana, ¡me caes de un bien, tía! Te admiro mazo.


En mi caso, me llevó a una oficina vacía. —Tu jefe no ha llegado, pero seguramente estará aquí pronto. Siéntate en tu escritorio, aquí junto a su puerta. Tendrás que esperarlo un poco. No tuve problemas con eso. Simplemente me senté en mi puesto y lo esperé. Se hicieron las nueve, y las nueve y media… y las diez… y las diez y cuarto… y las diez y media… y las once… Espérate, ¿las once? ¡En serio este tío maleducado me ha hecho esperar en este escritorio sin hacer nada desde las ocho y media de la mañana hasta las once? ¡Hombre, que mal empezamos! Me hubiera quedado con la Mónica, ¿eh? Qué sí, que tenía cara y actitud de arpía malhumorada, pero estaba en su oficina y estaba allí, al pie del cañón, lista para torturar a su nueva secretaria — por cierto, ese llanto que viene del pasillo, ¿es Adriana?—. En cambio este tío, sea quien sea, se atreve a hacerme esperar aquí. ¡No creo que esto salga muy bien! Es que yo no…


Mis pensamientos se detuvieron de inmediato. Pero escúchame, ¡de inmediato! Me levanté de mi silla mientras ese tipo se acercaba a mí. Pero ¡¿qué clase de descaro es este, joder?! —¿Y tú qué haces aquí? —¿Quién, yo? —Sí tú. ¿Qué coño haces aquí? —¡Señor Vergara! —dijo una chica que corrió hacia… ¡hacia Iván! Y lo llamó señor Vergara—. Aquí tengo los informes que pidió de contabilidad. Todavía no hemos terminado el balance, pero ya lo tendremos listo esta tarde y cuando… Espérate, chica, ¿cómo lo llamó? ¿Señor Vergara? Es decir, ¿Vergara? ¿Como el nombre de la firma: Camargo, Torres y… ¡Vergara!? ¡¿Iván Vergara?! ¡Vergara! Espérate… ¿su apellido es Vergara? ¿De todos los apellidos que ese tío podía tener el suyo es justamente Vergara? Madre mía, creo que voy a creer en la gente que dice que los nombres de verdad predestinan, porque Iván Vergara le queda perfecto, porque Iván es


un nombre que inspira autoridad y respeto y, fíjate que sí, le queda bien. En cuanto a Vergara… pues ¿qué te digo? Después de lo que vi y viví anoche… Pero espérate, más importante que eso: ¿Este es el Vergara de Camargo, Torres y Vergara? Es decir, este tipo es… ¡es…! ¡¿Mi jefe?! Tanto Iván como la chica voltearon a verme desorientados, porque no pude contener el pequeño grito de terror que se me escapó. Ella me miró como si estuviera loca, pero Iván sonrió un poco. ¿Se burlaba de mí? ¿En serio se burlaba de mí? ¡Es que lo mato! ¡Llamad a Mónica y decidle que me ofrezco a ser su esclava, pero esto no es posible! —Está bien, Julia —dijo Iván—. Voy a revisar esto y en un rato te llamo si tengo algunos comentarios. Ahora, déjame a solas con mi secretaria que… apenas acabo de conocer. Lucía Morada, ¿cierto? —Sí. Oye, tía, ¿no pudiste decir eso con un tono más seco y áspero? Digo, porque


obvio que lo que quieres es contar a la gente que te despidieron luego de solo una palabra. Ponle más esfuerzo si quieres lograrlo. Por supuesto, Julia me miró casi con asombro, pero Iván… ¿se está riendo? ¿Está conteniendo la risa? ¡Hasta Julia se dio cuenta de que está conteniendo la risa y está más desorientada todavía que antes! Voy a matarlo. ¡Quedaré sin trabajo y presidiaria! —Te presento a Julia Paredes, secretaria del Departamento de Contabilidad. Vais a trataros mucho entre vosotras. Saludé a Julia, tratando de ser tan amable como fuera posible, pero no estoy segura de que pude deshacerse de la mala impresión que le dejó mi primera palabra. En cualquier caso, Julia se retiró y quedé a solas con Iván. —Así que… mi nueva secretaria. Se supone que ante un jefe una debe ser sumisa y obediente. Sí, esa es la teoría, y en ese momento lo pensé. «No hagas tonterías, Lucía», pero no pude hacer otra cosa que una tontería.


No emití ni una sola palabra, sino que lo fulminé con la mirada y crucé los brazos retadoramente. De repente, Iván rompió en una carcajada que me dejó desorientada. ¡Se reía en mi propia cara! Pero qué desgraciado ese hombre, que se burla de mí y me humilla de esta forma… y mira cómo se le mueve ese pecho marcado y enorme, y como se le mueven los brazos ¡Qué brazos, por Dios! ¡Qué brazos!... ¡Espérate, Lucía! No te dejes embaucar por la bella riza afinada y por el traje elegante y costoso, por la apariencia del tipo ni por el recuerdo de la mejor y más salvaje follada que te han dado en tu vida con la mejor y más fogosa polla que te han metido. Tú ten dignidad, porque esto es una burla… ¡Búrlate de mí todo lo que quieras! Me senté en la silla de mi escritorio, que a partir de ese momento no sabía si sería mía, porque ¿de verdad iba a trabajar allí? Iván se inclinó


sobre la mesa de trabajo, apoyándose con las dos manos, mirándome muy profundamente. —Oye, bonita —dijo—, ven adentro, que tú y yo vamos a hablar sobre nuestra relación. Digo, sobre nuestra relación de trabajo, porque vamos a trabajar, ¿no? Vamos a trabajar mucho. Cerré los ojos y me levanté de mi asiento. Tuve que seguirlo, porque él era mi jefe, ¿no? Una tiene que obedecer al jefe… en todo. Mientras entraba en la oficina de Iván, sentí que en realidad entraba a un matadero. 4 Había pasado varios minutos escuchando a Ana hablar sobre las muchas cualidades y características que tenía la empresa, y conocí su historia fundamental. Nos explicó que Rolando Camargo, Mónica Torres e Iván Vergara, eran jóvenes promesas del derecho europeo y que sus nombres, a pesar de sus edades ya se habían convertido en importantes. Los tres abogados provenían de grandes empresas y habían trabajado en


varios casos de renombre en Europa y en Estados Unidos. En cualquier caso, se suponía que los tres iban a terminar algún día a la cabeza de grandes firmas a ambos lados del Atlántico, pues se preveía que seguirían el esquema clásico: se dejarían explotar por algún señor o señora del derecho mundial, dejarían de dormir y se angustiarían por problemas ajenos con tal de convertirse algún día en candidatos lo suficientemente viejos como para aspirar a un puesto jerárquico en alguno de esos bufetes. Habían hecho todo lo contrario a lo esperado: Rechazaron todo, decidieron unirse y crear una firma joven desde cero. Aunque parecía una apuesta demasiado aventurada y destinada al fracaso —al fin de cuentas no eran más que tres jovencitos—, habían creado un enorme revuelo y un ruido en todas las cortes de importancias del mundo. Los tres tenían un importante bagaje en diferentes áreas de las leyes, y esas


serían sus tres especializaciones: Rolando tenía experiencia especial en asuntos políticos, y era conocido en casi todos los pasillos de los palacios de gobierno de Europa, Estados Unidos y en varios países de América Latina. Su conocimiento sobre la estructura política internacional lo hacía un asesor muy solicitado de los dos lados del charco para que los países esquivaran el campo minado del enmarañado sistema de leyes internacionales. «Con razón la sonrisa ensayada y el discurso de bienvenida —pensé—; es un abogado acostumbrado a tratar con políticos». Mónica había trabajado en algunos de los casos de defensa de derechos humanos más sonados a nivel internacional. No había habido caso terrible de matanzas, violaciones, mutilaciones, vejaciones y demás acontecimientos horribles sobre la faz de la tierra, que no fuera conocido por Mónica. «Ya entiendo la amargura: esos ojos han visto cosas».


—E Iván Vergara —explicó Ana—, es uno de los grandes expertos mundiales en leyes de comercio internacional. Ha sido asesor en tantos tratados de libre comercio que podemos considerarlo una de las grandes fuerzas del sistema de intercambio internacional que rige actualmente en los países del primer mundo ¡Claro! Iván era, de los tres socios, el maldito cerdo capitalista. ¡Cómo no! —Hay algo muy importante de lo que quiero hablaros —continuó Ana—. Me refiero a los puestos tan delicados que os habéis ganado. Seréis las secretarias de tres personalidades muy especiales, y es por eso que hay una condición muy importante que debéis cumplir y que, ahora que sois parte de la empresa, debéis tener en cuenta: total y absoluta confidencialidad. »Manejaréis información tan importante que un solo error vuestro puede convertirse en una crisis internacional. Hablo en serio. Los clientes que nos han confirmado no son particulares comunes y corrientes.


»Hablamos de conglomerados internacionales, de grandes grupos de interés, de partidos y de asociaciones de partidos internacionales. Hasta estamos hablando con uno que otro gobierno para que sirvamos de asesores en diferentes temas. Conoceremos los secretos de gobiernos enteros. ¿Entendéis lo que es eso? Así que lo repito: ¡completa y total confidencialidad! ¡Joder! Con razón el proceso de contratación ha parecido una eliminación académica para ingresar como docente a la Universidad de Oxford o algo así. Por supuesto, estaba allí por mis méritos en mis anteriores trabajos y por mis estudios, pero jamás me imaginé que ganarme un puesto me traería al mismo tiempo tanta… tanta satisfacción. Ana continuó hablando y yo no podía dejar de pensar en lo que había ocurrido hacía solo un rato. Cuando entré en la oficina de Iván, el muy tonto se sentó en su silla, detrás de la que había un gran ventanal de cristal


que permitía una vista maravillosa de Madrid, tal vez una de las mejores que he visto en mi vida. En cualquier caso, la vista no fue lo que más me llamó la atención en ese momento, sino que Iván se sentase y se palmeara las piernas. —¿Qué? —dije. —¿Cómo que qué? Ven, que necesito hacerte un dictado. —¡Ay!, ¡qué pesado! Iván volvió a carcajearse mientras yo lo observaba con los ojos entreabiertos y lo juzgaba duramente con la mirada. —Hombre, tía —dijo—, no te pongas así, que te aseguro que esto va a ser de mucho provecho para los dos. Vamos a divertirnos que te cagas. —Yo no necesito divertirme, tío, necesito un trabajo, y necesito trabajar. —Y vas a trabajar, claro que sí. Yo necesito una secretaria y eso es lo que vas a hacer, pero en nuestros ratos libres… pues vamos a divertirnos también.


—Mezclar el trabajo y el sexo es un mal negocio. ¿No sabes eso? —Eso no es más que un mito. ¿Tú que te crees? En los pasillos de la Organización Mundial del Comercio, del Banco Mundial y del Foro Económico hay tanto sexo que no te creerías que gente de apariencia tan seria sea tan cachonda, pero es toda la verdad. ¡Ni te lo imaginas! Con el tiempo he aprendido que no hay mejor forma de cerrar un buen negocio que en una cama, y ya verás que los buenos negocios que tú y yo vamos a hacer… —sonrió lascivamente y se levantó de su silla, acercándose a mí—. Los negocios que tú y yo vamos a hacer serán los mejores negocios de nuestras vidas, ya verás. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, me tomó fuertemente por un brazo. —¿De dónde has sacado este saco? —Me lo ha regalado un chaval por la calle. —¿Te lo ha regalado? ¿En serio? ¿A cambio de nada? Lo miré con ojos llenos de ira.


—Me lo ha regalado… a cambio de un beso. —¿Un beso nada más? —A cambio del mejor beso de su vida. —¡Ah!, Ya veo. ¿Te das cuenta de que somos el uno para el otro? Eres una negociadora innata —Mientras hablaba, me fue desabrochando los botones del saco—. Conoces bien el valor de las cosas y estás dispuesta a hacer intercambios justos. »Precisamente, luego de lo bien que lo pasamos anoche, entendí que de las tres secretarias que íbamos a contratar, tú tenías que ser para mí. Por eso llamé a Ana y le dije que, por razones personales, prefería quedarme contigo, aunque habías sido asignada a Rolando. Ana decía que tú te ajustabas mejor al perfil que se requería para ser su secretaria, así que tuve que dar algunas justificaciones. »Le hablé de los talentos que había descubierto en tu hoja de vida, pero fue difícil porque no pude hablarle de… ya sabes, tus talentos ocultos —Seguí siendo algo renuente a Iván, pero en ese momento él terminó de


desabrocharme el saco y lo abrió, dejando al descubierto mi vestido rojo—. Pero, señorita Morada, ¿qué es esto? Creo haberla visto ayer y usaba este mismo vestido. ¿Acaso vino usted al trabajo directamente luego de haber pasado una noche de sexo desenfrenado con un desconocido? ¿Así ha sido? ¡Contratada! Estuve a punto… a punto de… no sé de qué estuve a punto, pero estuve a punto de algo. Sin embargo, me recordé que necesitaba el trabajo y que no debía ser grosera con Iván, por más cabrón que fuera. Al fin y al cabo era mi jefe… ¿y algo más, acaso? —Tengo una pregunta, Iván. Anoche, cuando nos encontramos en ese restaurante horrible, ¿me reconociste? ¿Sabías que empezaría a trabajar en esta firma? —¿Cómo se supone que iba a reconocerte? —No te hagas el tonto. Habrás visto las fotografías que había enviado y por el video de presentación. Iván volvió a carcajear. ¡Por supuesto que me reconoció! Sabía quién era yo


cuando me habló en el baño, cuando me ofreció su ayuda y cuando me llamó cabrona —¡Me llamó cabrona!—, y cuando yo lo mandé a la mierda —¡Santa María llena de Gracia! ¡Mandé a la mierda a mi jefe!—. Sabía quién era yo cuando me libró de Héctor y cuando intentó —y logró— seducirme. —Digamos que es verdad lo que dicen: la gente en televisión se ve muy diferente a como se ve en persona… y también se ve muy diferente cuando están vestidas de forma profesional y su peinado es uno bien controlado, a cuando se visten para matar. »Anoche, cuando llamé a Ana y a Rolando para plantearles el cambio, no podía hablarles de esas cosas, pero tampoco exigieron muchas más explicaciones —Iván, sin pedirme permiso el muy sinvergüenza, me acarició el seno, y yo, en vez de ofenderme y de retirarme, me sentí tan excitada como ya me había sentido la noche anterior. ¡Qué barbaridad, tío!


Es que qué forma de agarrarle a una la teta —. ¿Cómo podía explicarles que te quería a ti porque ya había probado tus talentos? —Me dejé someter tan fácilmente que era una tontería seguir presentándome con esa cara tan rígida, pero intenté mantenerla un poco más de tiempo, pero cada vez con menos éxito—.Tienes talentos especiales, ¿sabes? Talentos que… quiero aprovechar. Iván volvió a meter su lengua profundamente dentro de mi garganta y continuó acariciando descaradamente mi busto, y yo, que debía resistirme, lo único que hice fue ceder, y lo abracé y lo envolví con una de mis piernas. ¡Qué hombre tan delicioso! Sometida en una esquina, convertida en un manojo de nervios, toda la piel se me erizó y me convertí en una bola de carne que quería más y más de aquel macho incuestionable que tenía la capacidad de hacerme vibrar. Iván deslizó su mano por debajo de mi falda y encontró muy hábilmente mi


clítoris. Lo rascó con todos sus dedos y con su mano abierta desplazaba un poco mis labios vaginales. ¡Todo el mundo se me hizo de estrellas! Levanté la cara al cielo de gozo y casi no pude respirar. Iván sonrió satisfecho de sí mismo, porque era de la clase de hombre que se siente satisfecho de sí mismo si una mujer está sometida al placer que le brinda. Gemí, con las piernas temblándome y… Y tocaron a la puerta, así que Iván se detuvo, fue rápidamente a su escritorio y yo quedé de pie frente a él. Abrí la puerta luego de haberme acomodado rápidamente la falda y cerrarme la chaqueta. Mónica y Rolando entraron, diciéndole que necesitaban hablar con él un asunto importante, así que tuve que salir de la oficina. Estuve otro rato sentada en mi escritorio, preguntándome si era conveniente continuar en ese trabajo. Sin embargo, no me quedó otro remedio por


algunas horas que contestar las llamadas que recibía mi jefe —¿Mi jefe?— y diciéndole a quienes estaban interesados en hablar con él que se encontraba en una reunión importante y que no podía ser interrumpido. Les aseguré que él se comunicaría con todos ellos a la brevedad posible. Varios dejaron recados. Poco antes de la hora del almuerzo, Mónica y Rolando salieron de la oficina, justo en el instante en el que sus dos secretarias llegaban para invitarme a que fuera almorzar con ellas. —Perdóname que te haga esto —dijo Iván —, pero no puedo dejarte ir. Te necesito para resolver unos asuntos. Sé que no vas a estar disponible para mí gran parte de la tarde, así que tenemos que trabajar este tiempo. Por supuesto, Adriana y Camila respetaron la decisión de mi jefe, así que no insistieron más y se fueron, mientras sus jefes les recomendaban algunos restaurantes buenos y no tan costosos que había cerca de la zona.


Iván y yo quedamos solos y él me miró descaradamente, pero nuevamente tuvimos que disimular cuando apareció en el lugar el personal de limpieza, haciendo su respectiva ronda de mediodía. «Tengo algo que resolver contigo en el área de copiado —dijo Iván—; ¿vamos?». Iván tomó unos papeles de su escritorio y me dijo en el camino, mientras veía a los chicos de la limpieza, que era extremadamente importante resolver este asunto y sacar copias. El cuarto de copiado estaba solo a esa hora, por supuesto, pues casi todos se habían ido a almorzar y en la oficina solo quedaban algunos trabajadores y el personal de limpieza. —Dígame, señor —dije, mientras Iván miraba hacia el corredor externo, asegurándose de que nadie se acercara—, ¿qué es eso tan importante que tenemos que hacer aquí? —¡Eso es! —respondió él, lanzando los papeles a un lado y sometiéndome nuevamente, esta vez haciéndome sentar en una gran mesa repleta de copias


descartados que cayeron al suelo—. Me gusta que ahora te pongas traviesa y juegues a la secretaria. Yo voy a jugar al jefe abusador. ¿Te gusta? —¡Me encanta, señor! —dije, abriendo mis piernas para envolver la cintura de Iván y aferrándome a su cuello—. Soy una pobre e indefensa secretaria que no quiere perder su trabajo y no tengo más remedio que ser muy obediente. —¿Sí, bonita? —Iván volvió a meter su mano debajo de mi falda y nuevamente sobó mis genitales y al mismo tiempo presionó su paquete endurecido dentro de sus pantalones contra mí, y con él ayudó a su mano a hacerme subir al cielo—. ¿Serás muy obediente? ¿Harás todo lo que yo te diga? —Todo, señor. ¡Haré todo lo que me diga! Iván sí que sabía usar su lengua. ¡Era un Dios! Saboreó mi cuello, cada centímetro de él, y me besó. Su barba me producía cosquillas y escozor, y por eso estiré todo lo que pude mi cuello, exponiéndolo cada vez más a él.


Iván tomó mis bragas y me las quitó con una habilidad y gracia que pocas veces he conocido en un hombre, las olió profundamente —Pero tío, ¡qué guarro y sensual!— y sonrió. «¡Eres deliciosa!», me dijo al oído, mientras secaba otra vez su gran polla de macho indiscutible, surcada de venas enormes que la decoraban y la hacían tan hermosa y apetitosa. Su glande era brillante y grande, amenazante, y ya babeaba un poco de líquido preseminal. —Desde que te vi esta mañana, la polla no me ha parado de babear. Cuando Mónica y Rolando entraron a la oficina, tuve que sacármela del pantalón para no mancharme, y estuvo chorreando todo ese tiempo en el suelo. —¿La tuviste afuera en la reunión? —Sí, bonita, toda la reunión. La tenía afuera, dura y babeando, porque no dejé de pensar en ti ni un segundo. ¡Qué ganas de metértela! —¿Tienes muchas ganas de metérmela, macho? —Muchas ganas, pequeñina mía.


—Entonces métela. Húndela profundo y líbrate de tanta angustia. Y por supuesto que Iván la hundió, ¡y vaya que la hundió! Fue lo suficientemente paciente como para que no me doliera, pero fue una entrada tan intensa que sentí que me abría toda mientras tenía que encontrar lugar dentro de mí para darle cabida a semejante tranca gloriosa. ¡Me removió todo por dentro mientras entraba! Pero no se quedó todo allí, porque cuando Iván se sintió bien acomodado, bien envuelto por mis labios vaginales que le abrazaban el miembro viril y el interior de mi vagina le daba calor y rozaba su glande brillante e hinchado, Iván se inclinó sobre mí y bombeó sin piedad alguna, llenándome completa, haciéndome amplia y gigante en mi interior. Grité silentemente, giré mi rostro al cielo y cerré los ojos. Mi grito fue ahogado, porque ese macho enorme y morboso me comía, inclinándose sobre mí, aprisionándome y sometiéndome, porque es un macho al que,


obviamente le gustaba someter a sus víctimas, que no amantes. El bombeo en mi interior, las paredes de mi vagina estirándose hasta su máxima capacidad me hizo sentir tan estrecha que casi estaba al borde de la destrucción. ¡Iván iba a matarme! Pero más aún, de repente sentí su mano enorme y áspera rozándome sin delicadeza mi clítoris, imposiblemente duro en ese momento, tan duro como el miembro viril que me penetraba. Tuve que arquear la espalda porque todos los músculos se me contrajeron. Me acosté sobre la mesa y sentí la verga gigante de mi amante entrando más profundamente. ¿Cuánto más podría aguantar tanta exigencia? Tuve que emitir un pequeño grito, uno muy delicado y ahogado, pero si no lo emitía terminaría desmayada sobre esa mesa. Iván, entonces, se inclinó más aún sobre mí y tapó mi boca. ¡Mi jefe era un abusador que me sometía sin piedad a sus mandatos y que me reprimía! Y


yo, sin poder defenderme, me sentía abierta, ¡tan increíblemente abierta! De repente, Iván se detuvo porque se escucharon unas voces cercanas en el pasillo. No sabíamos quiénes eran, pero sus pasos evidenciaban que se acercaban cada vez más a la sala de copiado. ¡Joder, van a descubrirnos! ¡Joder, esto es una firma de abogados! ¡Joder, esto podría interpretarse de todas las peores formas posibles que podrían traer todas las peores consecuencias legales posibles! Traté de liberarme de Iván, pero era una mole pesada e imposible de mover, como si una montaña de escombros hubiera caído sobre mí luego de un terremoto o una avalancha… ¡Una avalancha de carne humana enorme y poderosa! Puso su dedo sobre mi boca para indicarme que hiciera silencio y estuvo un poco más atento a lo que decían las voces afuera. «¡Mierda! Vienen para aquí». De repente, sentí el brazo membrudo de Iván que me tomaba por la cintura y me levantaba en el aire.


No sacó su polla de mi interior, y más bien se aseguró de hundirse más profundamente en mí, por lo que no pude evitar emitir otro pequeño grito. ¡Casi sentí que me había empalado aquel macho insuperable! Me tapó la boca y me cargó a un pequeño cuarto anexo a la sala de copiado, donde se guardaba la papelería. Entre cajas de papel, de grapas, facturas y demás implementos de oficina, nos escondimos y procuramos hacer mucho silencio. —¡Joder! —dijo la voz de un hombre que entraba al cuarto de copiado— Pero ¡¿qué desastre es este?! No me jodas. ¿Cómo puede haber gente que haga estas cosas? —Ya sabes la clase de gente que hay — respondió una mujer. —Y yo que creí que aquí había gente profesional. En fin, esta empresa es la misma mierda que son todas. —Pues sí, hombre, pero pagan, así que no te quejes. Y entre los dos empleados desconocidos empezó una cháchara interminable


mientras escuchábamos la máquina copiadora que accionaba una y otra vez. Lo típico, dos trabajadores perdiendo el tiempo. Iván y yo nos miramos y me di cuenta de que aún estaba dentro de mí… ¡Y se sentía aún más duro que antes! Pero ¿es que este tipo tiene la polla de acero o qué? Él sonrió y supe de inmediato lo que se me venía, ¡y fue mejor de lo que pensé! Haciendo estricto silencio, Iván volvió a embestirme encima de las cajas de papel, bombeando, sacando y metiendo su colosal polla, y yo en el cielo. Me miraba fijamente, y cada vez sus ojos eran más amenazantes, más crueles, más malvados, y yo me perdí en ellos, porque daban miedo y causaban respeto. También fijé mi mirada en él, pero yo lo miraba suplicante, al mismo tiempo rogando con la mirada que siguiera, que me bombeara más, que me follara con todas sus fuerzas, justo así como lo hacía. ¡Qué maravilla y qué tragedia!


Las voces seguían cuchicheando afuera, y nosotros allí, mirándonos a los ojos en la luz mortecina de un cuarto de papelería, abrazados, con los labios hinchados de gozo, yo la secretaria cachonda, abusada por el jefe. Y cómo me costó con lo que vino después, porque volvió a masturbarme al mismo tiempo que me penetraba y me embestía, pero fui lo suficientemente valiente y no grité enloquecida como una gata en celo, que era justo lo que quería. Me aferré a Iván, lo abracé y nuestros rostros se acercaron. Ambos abrimos la boca y nuestras lenguas lucharon, intercambiando saliva y alientos. En ese momento, Iván me sometió con mayor fuerza todavía, dejándome totalmente inmovilizada sobre las cajas. Y después de un largo, muy largo rato de embestidas y de sexo silente, llegó la explosión al fin, ¡y qué gloriosa fue! Las paredes de mi vagina se encogieron y ahogaron con mayor ahínco la polla inmensa que no dejaba de


estirarme, y con cada contracción casi podía sentir hasta el suave relieve de sus venas infladas. Volví nuevamente el rostro al cielo, pero cerré los ojos y abrí la boca para emitir el grito silencioso más delicioso que jamás emití. Me aferré con mayor fuerza a Iván, y él más me sometió y más me controló totalmente con su peso de macho enorme y fuerte. En tanto sentía la explosión que me hacía contraerme toda, metió en mi boca los dedos con los que había estado masturbándome, así que pude sentir mi propio sabor salado, y pude chupar esos dedos ásperos de macho. Mientras yo palpitaba, mientras me comprimía, mientras mi orgasmo le recorría toda como olas de calor y ganas de explotar, la polla de mi macho me rasgaba por dentro, porque también palpitaba mientras eyaculaba dentro de mí. Iván me abrazó con todas sus fuerzas y me hundió las costillas en los pulmones, tanto como él se hundía dentro de mí.


Paralizados los dos, gozando de un orgasmo simultáneo, abrazados, convertidos en un nudo imposible de resolver, con las bocas abiertas y las lenguas afuera, luchando, arrastrándose la una sobre la otra, y las dos pieles trémulas y erizadas. El orgasmo fue largo, muy largo, y fue tan intenso que todo lo demás desapareció para nosotros, y a pesar de todo, fue silencioso y discreto, como debía serlo la siempre problemática relación entre la empleada y su jefe. No su jefe, su jefazo, pedazo de macho como pocos caminan sobre el mundo. Al fin, el orgasmo terminó y volví a sentir el peso de mi propio cuerpo, y supe que lo mismo le pasó a Iván, que abrió los ojos para verme. Me besó una vez más, metió su lengua en mi garganta, volvió a tomarme por el cabello para someterme bien sometida, y volvió a hacerme sentir más mujer de lo que jamás me sentí. Cuando el beso terminó, nos dimos cuenta de que la sala de copiado estaba


otra vez en silencio, así que Iván al fin me liberó, sacando su polla de mi coño y revisando si había gente en el exterior. Ya se habían ido los empleados chismosos. Ambos nos acomodamos rápidamente nuestras ropas, Iván asegurándose de limpiarse muy bien los restos de humedad de su polla, mientras yo volvía a ponerme de vuelta las bragas. Salimos sigilosamente del cuarto y luego Iván se asomó discretamente hacia el corredor. No había nadie. Ambos salimos y tomamos direcciones contrarias. ¡Aquí no había pasado nada! 5 A media reunión entre las tres secretarias y Ana, hubo un pequeño refrigerio, lo que me cayó muy bien porque a la hora del almuerzo no me dio tiempo de almorzar porque… porque estuve ocupada con otras cosas. En fin, que algo me cayó en el estómago y se me calmó un poco la sensación de angustia. Justo cuando estaba allí, tomándome un café y


comiendo algunas galletas, se acercó a mí Ana, en tanto las otras dos secretarias se habían retirado al baño por unos minutos. —Así que, Lucía —dijo Ana—, ¿cómo estás? ¿Qué tal tu primera mañana con tu nuevo jefe? —Pues muy bien. En realidad no he hecho mucho porque Iván… quiero decir, el señor Vergara —«el señor verga», pensé infantilmente— ha llegado tarde y no nos ha dado tiempo de hacer mucho. —Claro. Tengo entendido que al mediodía no te dejó ir a comer. ¿Eso es verdad? —Fue el momento en el que nos pusimos a trabajar en ciertas cosas para recuperar el tiempo de su retraso. —Entiendo… —Ana se veía algo desconfiada—. Entiendo. Bien, quería aprovechar para hablar contigo sobre algo relativo a… a la personalidad de tu jefe. Iván es un hombre que tiene muchas virtudes, especialmente en lo que a su profesión concierne, ya que de verdad es un experto en lo que sabe,


pero tiene un problema, ¿sabes? Un problema del que creo debes estar advertida. —¿Sí? ¿Y qué problema sería ese? —La verdad, no tenía pensado advertirte nada ni a ti ni a tus demás compañeras, pero anoche él me la llamado y directamente y me ha pedido algo que… algo que me ha desorientado mucho y que ha encendido las alarmas. »Tú habías sido asignada a Rolando Camargo, porque te ajustas bien a las cualidades que él había solicitado, pero Iván, de repente, me ha pedido que te asignara a él, y ha sido algo sorpresivo, la verdad. En fin, que luego me he enterado de que te ha pedido quedarte con él durante la tarde, y ya eso me ha parecido demasiado… particular. Sabía perfectamente por donde iba Ana, pero me mantuve aparentemente atenta a lo que tenía que decirme. ¡Si supieras lo que pasó al mediodía, bonita! —Iván, como te habrás dado cuenta, es un hombre muy atractivo —


continuó Ana— y es muy galante con las mujeres, así que te imaginarás que tiene mucho éxito en esos asuntos —¡Sí que lo sé! ¡Ay, Dios mío! Es que no tengo ni que decirlo—. Está acostumbrado a que ninguna mujer se le resista, y por eso se le han conocido muchas amantes. »Por supuesto que eso no es problema de nadie en el sentido estricto, pero el hecho de que haya solicitado explícitamente que tú fueras su secretaria me hace sospechar que… bueno, que te encuentra atractiva. —Entiendo. Me alegra que me adviertas al respecto —¡Dios santo, Lucía! No conocía estas dotes de actriz—. De todas formas, debes saber que puedo defenderme sola y que sabré qué hacer si el doctor Vergara llega a insinuarme algo. —Claro que sé qué hacer: acostarme una vez más con él. —Claro, eso está muy bien —dijo Ana—, pero quiero que entiendas algo: la empresa no está dispuesta a tolerar impertinencias por parte de Iván a ninguna de las empleadas.


—¿La empresa? ¿No se supone que Iván Vergara es también fundador y propietario de esta empresa? —Es uno de los socios, pero no es la única autoridad aquí. Mónica y Rolando me han encomendado especialmente este asunto, así como el comité ético. Estoy aquí para protegerte, Lucía. Debes estar segura de que la firma lo único que desea es que mantengas una relación estrictamente profesional con tu jefe, de tal forma que si él llega a hacerte sentir incómoda, tendrás nuestro total respaldo. ¿Sí lo entiendes? —Sí —dije—, claro que lo entiendo. Entonces, están aquí para defenderme. —Sí, estamos aquí para defenderte. ¿Y dónde se supone que estabas anoche, bonita? No me defendiste de ese tipo que me persiguió por casi dos manzanas. Mientras Ana me hablaba, no hacía más que recordar lo que había pasado: —No puedo tolerar que me trates así —dije en plena acera, todavía


resistiéndome a la insistencia de Iván—. Aunque no lo puedas creer, tengo principios, así que no voy a acostarme con un hombre al que apenas conozco. —¡Vamos, Lucía! ¿Te confieso algo? Yo siento que te conozco desde antes —En el momento en el que recordé esas palabras de Iván, «siento que te conozco desde antes» ¡Cabrón!—. Te recomiendo algo: acuéstate conmigo y te aseguro que tu jefe quedará fascinado, porque mañana lo vas a atender tan relajada y tranquila que va a pensar que es un sueño que hayas llegado a su vida —«¡Gilipollas! Ya verás lo que te voy a hacer, estafador»—. Serás la mejor versión de ti misma, y él no tendrá más remedio que tomarte sin mirar a los lados. —Oye, tío —dije—, muchas gracias por haberme salvado del pesado ese, de verdad que sí, pero hasta allí termina todo. En agradecimiento, puede ser que otro día salga contigo, si quieres, pero no por eso debes creer que voy a ceder y que ya me tienes. No es así, tío.


Ya no era amablemente insistente como lo había sido durante la comida, cuando quiso irme convenciendo poco a poco, a medida que la noche avanzaba y las risas sobre la sencilla comida. Me contó sobre sus viajes y algunas anécdotas graciosas relacionada con ellos, y también me habló algo de su trabajo y de los lujos entre los que vivía. Todo muy bien, pero estaba dispuesta a no dejarme convencer. Yo solo sonreía y me decía lo tierno que se veía Iván insistiendo, sin saber que se había topado con un hueso duro de roer… o por lo menos eso es lo que yo creí. —Entonces, al menos déjame que te lleve a tu casa —dijo, ya cuando pareció haberse dado por vencido, ya en la calle. —Puedo irme sola, no te preocupes por mí. —Pero ¿cómo crees que voy a dejarte ir sola? —Puedo tomar un taxi. —¿Para qué un taxi si mi coche está a la vuelta de la esquina? Recuerda que


vivo aquí mismo, en la Gran Vía. Volví a sonreír. Qué majo que intentase ser discreto nuevamente. Decidí caminar por la calle, buscando un taxi, pero Iván decidió seguirme. —Está bien —dijo—, pero al menos te acompañaré hasta que logres detener algo. Me has dejado tan decepcionado, tía. La verdad… la verdad eres hermosa y me gustaría pasar un buen rato contigo. —No todo en la vida es sexo. Además, ¿no acabas de acostarte con es otra chica? —Ella no es más que una amiga con la que…, bueno, ya sabes, con la que me entretengo a veces. Ambos estamos muy bien así, pero sé muy bien que en cualquier comento encontrará a alguien y ya no le haré falta. Cuando eso pase ¿qué será de mí? —¡Pobre! De verdad que sí —respondí con tono algo sardónico—. No sabes cuánta lástima me das. —¡Oye, tía! Sería algo grave. —Claro. Pero no me digas que no tienes otras chicas que cumplen


exactamente la misma función. ¿Acaso no? —Pues, la verdad… —Iván hizo un breve silencio y yo lo miré con escepticismo y riéndome un poco—. No me mires así. El hecho de que tenga otras amigas dispuestas a ayudarme no significa que no quiera estar con otras. ¿Crees que me perdería la oportunidad de estar con una mujer como tú? ¡Joder, tía! Si eres lo más sensual que he visto en mi vida. —¡Claro! No puedo negar que tienes talento para halagar a una mujer, pero ningún halago es suficiente como para hacerme desistir. Continué caminando por algunos metros, pero Iván iba detrás de mí, ofreciéndose a llevarme a mi casa o a darme «cobijo» en la suya, sobre todo porque el tiempo adquirió una apariencia algo amenazante en el tiempo en el que estuvimos en el nuevo restaurante. «En mi casa no te vas a mojar, ¿sabes? —dijo Iván—y no va pasar nada que no quieras que pase, ¿entiendes? ¡Nada!». El problema era que no estaba segura de si quería que


pasara algo o no. Sin embargo, una cosa es lo que una planifica y otra muy diferente lo que tiene que hacerse dadas las circunstancias. El dios del clima, sea cual sea, se puso del lado de Iván y, casi sin darme cuenta, toda la calle se mojó. Estaba helada. Corrí como pude hasta que logré protegerme debajo de un voladizo, lo que evitó que quedara totalmente empapada. Iván vino conmigo, a pesar de que a él no le importaba mucho mojarse. Se quitó su saco y me lo ofreció para protegerme del frío que empezó a hacer. Acepté y le agradecí por su gesto galante. Estuvimos en silencio durante uno o dos minutos, mientras veíamos la lluvia caer. —No sabes lo que me gusta mojarme bajo la lluvia —dijo Iván de repente —. Bañarse en la calle es una de las sensaciones más deliciosas del mundo. ¿No lo crees? Lo malo es que cuando uno crece, ya no se baña en la lluvia, y mucho menos en esta época. Creo que ya ni los niños se bañan en la lluvia


en estos días. Qué triste, de verdad. Y con lo bueno que es el olor de la lluvia. Volvimos a hacer un largo silencio, mientras la lluvia caía y la gente corría. La lluvia, sin embargo, cesó tan rápidamente como empezó, apenas dejando una estela de frío y el brillo de las superficies mojadas. Aún caían algunas gotas de agua que mojaron muy ligeramente mi cabello. —Eres preciosa, tía —dijo Iván—. De verdad que lo eres, y con esas gotitas sobre el pelo… ¡Eres preciosa! No sé qué fue lo que pasó conmigo. Habrá sido el frío, que el ambiente húmedo me puso romántica —es decir, cachonda—, el brillo de la calle y el sonido de los automóviles pisando el agua al pasar, todo eso me hizo darme cuenta de que estaba siendo una tonta si dejaba pasar la oportunidad de acostarme con semejante macho como Iván. Ni él ni yo entendimos mi súbito cambio de opinión, pero ambos nos dimos


cuenta de este, porque me lancé a sus brazos y lo besé con toda la pasión que tenía dentro de mí. Él me separó y me miró con ojos sorprendidos, como si no estuviera seguro de lo que había ocurrido. Tal vez creyó que yo no era la misma. La verdad, yo tampoco estaba segura de ser la misma. Iván, que no es de los que pierde una oportunidad preguntándose tonterías, aprovechó para lanzarse sobre mí. ¡Qué delicioso beso! En ese momento me arrepentí de haber cedido, porque sabía muy bien que, de una u otra forma, lo pagaría muy caro, no sabía ni cómo ni cuándo, pero era evidente que la vida no se quedaría con esa. ¡Al día siguiente comprobé que así sería! Sentí la lengua caliente y poderosa entrando en mi garganta, y fue la primera vez que palpé sus brazos de acero bajo su traje y que sentí su abrazo de oso que no me dejaría ir. Hasta dejé de sentir frío, porque ni todo el frío del mundo podía competir con semejante beso y semejante hombría


y belleza masculina. ¡La gloria y la perfección! Iván se separó de mí y me miró con una sonrisa. Era un conquistador triunfante que sabía que me había obtenido. Me abrazó por la cintura y me dirigió a su piso, que estaba a solo unas cuadras, en la Gran Vía. Le conté que al día siguiente volvería a esta icónica avenida de Madrid para enfrentarme al siempre incómodo primer día en un nuevo puesto de trabajo. ¡Ni me imaginaba lo que le estaba diciendo! Él sonrió y me dijo que seguro que tendría mucha suerte en mi nuevo puesto de trabajo y me auguraba un futuro prometedor —«¡Qué cínico!»—. En su piso, Iván me ofreció un trago, que no pude rechazar, claro está, porque sabía muy bien lo que se me venía encima —Solo tenía que verle los brazos y el ancho de la espalda… ¡Me esperaba algo muy difícil de superar!—. Él, por su parte, tomó solo un poco, y no hacía más que sonreírme y decirme que no estuviera nerviosa. «¿Nerviosa yo?», le decía.


Ahora que lo pienso, creo que me veía algo ridícula asegurándole que no estaba nerviosa, cuando creo que era evidente que sí que lo estaba. Me tomé un trago y luego otro, mientras Iván y yo hablábamos de tonterías, de cosas que le gustaban y de algunas cosillas de su trabajo, aunque se aseguró de no revelarme mucha información. Estábamos de pie en el fabuloso balcón del departamento, que nos permitía una hermosa vista de una de las avenidas más conocidas del mundo, de tal forma que el escenario no podía ser más perfecto para que Iván me conquistara. Su sonrisa era gentil y verdadera, pero al mismo tiempo sus ojos eran deseosos y agresivos. Cuando terminé mi segundo trago, Iván tomó mi vaso vacío y lo puso sobre una pequeña mesa a un lado. Volvió a acercarse y me tomó por el cabello y la cintura, uniendo su cuerpo con el mío y volvió a besarme. ¡Qué maravilla!


No pude evitar temblar un poco por la excitación, a la vez que el efecto calmante de los tragos fue evidente. Me sentí tan ligera, dispuesta y abierta para él. De repente, tuve cosquillas dentro de mi vagina y desde mi sexo despierto olas de energía y de gozo recorrieron lentamente todo mi cuerpo. Estaba totalmente sometida prácticamente, porque Iván me apretaba muy fuertemente contra sí, al mismo tiempo la presión de su mano sobre mi cabello era una constante que me hacía entender que no tendría escapatoria de ese momento en adelante. En la presión de sus pantalones contra mi falda, se me hizo tan evidente el miembro viril del hombre, que había despertado y que reclamaba conquistarme, penetrarme y hacerme suya. Yo no me quejaba en lo absoluto. Iván se inclinó sobre mí y llevó sus labios ardientes a mi cuello, que besó con ternura. —No sabes cómo quiero hacerte un chupete, tía —dijo—, pero sé que no


será presentable mañana en tu trabajo. Pero aquí —y besó sobre mi clavícula y mi hombro—, aquí sí que nadie lo notará. Y sí que sentí esa succión dolorosa y placentera a la vez que casi fui la presa de un vampiro que se negaba a dejarme ir. ¡Por Dios santo! ¿Acaso este hombre va a sacarme la sangre aquí mismo? No me hubiera extrañado que de repente Iván hubiera sacado unos colmillos y se hubiera revelado como un demonio de la noche, porque un tipo tan sensual y maravilloso no podía ser real, o solo podía ser real porque había hecho un pacto con el mismísimo demonio, que le otorgó belleza y hombría insuperable a cambio de su alma. Yo, en cualquier caso, no me habría negado a entregarme, porque por un hombre así habría valido la pena entregar mi alma también. En medio del dolor y del placer de la intensa succión sobre mi piel, tuve que gemir, porque de alguna forma tenía que salir de mí toda esa sensación


enloquecedora que estaba a punto de hacerme explotar. Levanté el rostro al cielo y arqueé la espalda a medida que Iván se inclinaba más sobre mí. Su miembro viril se hizo más duro todavía, y más se hacía evidente su presencia mientras más presionaba sobre mi coño. Ya era un monstruo despierto que me iba a comer, pero aun así deslicé mi mano sobre la polla de Iván y la agarré con fuerza sobre el pantalón. En ese momento, cuando la toqué la primera vez, me di cuenta del problema en el que me había metido. «Pero ¡¿es esto una polla o un garrote lo que he agarrado?!». La verdad, cualquiera de las dos respuestas hubiera sido correcta. Como era de esperar, mi contacto sobre su colosal polla hizo que Iván reaccionara con mayor excitación viril. Se separó de mí y me tomó con ambas manos por la cintura. Sus ojos se hicieron como los de un loco y rugió un poco, como un león que sabe que ha arrinconado a una presa.


Tenía mucha hambre y sabía que comería muy bien y que se sentiría satisfecho de su caza. Yo, por mi parte, seguí sobándole la polla, porque quería saber hasta dónde era capaz de llegar. ¡No sabía lo que hacía! Iván se sacó la polla su pantalón, así que pude verla por primera vez, y a pesar la penumbra en la que nos encontrábamos, reconocí que lo que Iván tenía entre las piernas era un arma disponible para el crimen, pero yo era una víctima que me entregaba ciegamente a mi victimario. ¡Ay de mí! Me dirigió al interior del apartamento, que era moderno y espacioso. Iván me desvistió con delicadeza y ternura junto al sofá, acariciándome cada vez que descubría una nueva parte de mi cuerpo. Bajó un poco mi vestido, descubriéndome el pecho. «¡Tienes las mejores tetas del mundo, tía!», dijo, inclinándose sobre ellas y besándome los pezones. Los mamó al mismo tiempo que me masajeaba las tetas como si fueran un juego delicioso para él.


Luego, siguió bajando mi vestido y descubrió mi abdomen, ante el que se arrodilló y al que lamió. No dejó centímetro sin ser humedecido por su saliva caliente como la lava, y luego se concentró en mi ombligo, al que mamó como había mamado mis pezones y mis tetas. ¡Moría por dentro y por fuera! Gemí como loca, porque toda la piel se me erizó y sentí como si el mundo desapareciera, y todo no hacía más que empezar. Terminó de bajar mi vestido y me dejó desnuda. Levantó la mirada y me vio con ojos más amenazantes que antes. Entonces, llevó su mano a mi coño y, sin ninguna delicadeza, presionó sobre mi clítoris y mi agujero vaginal y sobó sin miramientos. ¡Temblé de excitación y de alegría! Mis gemidos, poco a poco, se fueron convirtiendo en gritos y mis temblores en espasmos. Iván se levantó y me sonrió, porque estaba seguro de que iba a destruirme. «¿Y acaso vas a dejarte vencer así de fácil?», me pregunté a


mí misma y, por supuesto, me respondí que no, así que tendría que hacer lo propio. Sin avisar nada, volví a tomar el glorioso miembro de Iván en mis manos y usé todas mis habilidades en él: su brillante y pulido glande, rojo como un corazón, fue sobado y mimado, lo que hizo que los abdominales de ese macho poderoso ante mí se contrajeran y que sus vellos se erizaran. La sonrisa en el rostro de Iván desapareció de inmediato y la intensidad en sus ojos aumentó. Se quitó su ropa velozmente, sin la delicadeza con la que me había quitado la mía. Se vio amenazante y cruel, pero yo solo sonreí, retándolo a que me mostrara qué tan malo y dominante podía ser. En pocos segundos, quedó desnudo. ¡Cuánta belleza junta en un solo hombre! Pero hombre se queda corto para describir a Iván; ¡es que es un macho en toda regla! Sus brazos estaban tan bien formados y definidos que parecía zanjado por infinidad de hebras musculare.


Esas fibras surcaban su gigantes pectorales, cubiertos demás por una pelambre fina y bien peinada, que lo decoraba y le otorgaba mayor belleza. ¿Y qué decir de esos abdominales que parecían bultos rítmicamente dispuestos sobre su torso? Una profunda hendidura, como cincelada por los dioses, separaba su tronco de sus piernas, que eran largas y bellamente definidas, e igualmente decoradas con un pelo hermoso y peinado por naturaleza. Por supuesto, su miembro viril, enorme y vigoroso, hacía perfecto juego con tanta virilidad insuperable. ¡Iván era perfecto! Gozaba de mi mano acariciándole su polla y así se mostró tan hermoso ante mí, perfecto e ideal, pero luego hizo lo propio y también llevó su mano a mi coño y otra vez volvió a hacerme vibrar de gozo y miedo. Levanté mi rostro al cielo, igual que lo hizo él, pero luego nos miramos por un largo rato con gran intensidad. Gemimos, gozamos, sudamos y nuestras pieles fueron como las de un cuerpo espín.


Ambos nos inclinamos un poco hacia adelante, acercando nuestros rostros, porque el placer no nos permitía mantener la compostura. Nos besamos con pasión y con ganas de tragarnos el uno al otro. ¡Ay!, ¡cómo me mojo solo de recordarlo! Iván, entonces, me tomó fuertemente por el brazo y me llevó con él hasta el sofá, donde nos recostamos uno junto al otro. Continuamos masturbándonos mutuamente durante un largo instante, mirándonos todavía los rostros y besándonos con pasión. —¿Quieres que te lo meta, bonita? —¡Hasta el fondo, macho! —¿Hasta que te rompa toda? —¡Hasta que me partas en dos, ¡sí! No hizo falta nada más: Iván me tomó por los brazos y me obligó a recostarme boca arriba. Siguió masturbándome un rato, pero yo ya no pude hacerlo porque estaba fuertemente sometida por su fuerza. Sentí, de repente, que cambiaba la sensación en mi coño, porque ya no era su mano la que me


sobaba sin piedad, sino su glande grandioso el que empujaba mis labios vaginales. Se mantuvo así un largo rato, sin entrar en mí. A pesar de que no me había penetrado todavía, me sentí llena y plena. ¡Ay, macho! Es que allí me di cuenta de que lo que me esperaba sería algo que recordaría el resto de mi vida. Poco a poco, fue entrando. Contemplé con admiración su precioso cuerpo curvándose sobre mí, como una ola que quería envolverme y arrastrarme en su corriente. Mis entrañas fueron apartándose, moviéndose mientras aquel monstruo entraba en mí y me estiraba las carnes tiernas que pocas veces habían tan exigidas. ¡¿Acaso es placer lo que estoy sintiendo?! ¿Es dolor? ¡No hay diferencia entre lo uno y lo otro! Eso fue algo que descubrí en ese mismo instante. De repente, sentí que su pelvis golpeaba contra la mía todo se me revolvió por dentro. Iván sacó un poco su polla y luego, sin piedad, volvió a


empujarla dentro hasta que golpeó de nuevo pelvis contra pelvis y ego contra ego. Grité, porque me sentí casi aniquilada con una sola embestida, pero faltaban muchas más. Vino la segunda y la tercera, muy lentas las dos, y con cada una grité, porque creí que algo dentro de mí se rompía, pero gocé. «¡Te voy a dejar convertida en un estropajo!». Sí que cumplió con su promesa, porque luego las embestidas no tuvieron pausa y sentí que era toda batida en mi interior. ¡La vagina me quedaría inservible, joder! Grité adolorida, pero me aferré a Iván y le grité sin miramientos: «¡Así, tío! ¡Duro, más duro! ¡Soy tuya, macho! ¡Dáñame el coño!». ¡Ay!, cómo me arrepentí en ese momento, pero cómo me hace sonreír ahora que lo recuerdo. Iván siguió bombeándome sin parar. Poco a poco, me fui calentando como una fogata que se encendía por el roce constante. Sentí que humeaba por el coño y por la cara y por el


estómago, como si tuviera un carbón ardiente en mi interior que me atizaba y que me incendiaría en cualquier momento. ¡Y sí que me incendió! El fuego crecía y las brasas me incineraban más y más, hasta que me hice toda de fuego. Me abracé más fuertemente a Iván y llevé mis manos a su cabello, que agarré en mechones y apreté con todas mis fuerzas. Entonces, él supo que el orgasmo me enloquecía y él se encargó de enloquecerme más todavía, porque me embistió con mayor fuerza. ¡Más fuego para mí y para mi coño que ardía como nunca! Todos los músculos se me contrajeron y me convertí en un calambre completo. Palpé la suave piel de la espalda de mi hombre, que estaba toda esculpida con las protuberancias de una musculatura enorme, y sobé cada músculo, duro como roca, y metí mis dedos entre los surcos y sentí el hueso y la carne, y masajeé y me llené las manos completas de macho duro y poderoso.


Sus ataques, su fuerza total, mi sometimiento y su olor a sudor de macho, me sustrajeron del mundo y todo lo que existió en el universo fue el orgasmo. Sentí intensas cosquillas en mi nuca, en mi espalda y en las plantas de los pies, que se me convirtieron en garras. Levanté mis piernas y envolví la cadera de Iván con todas mis fuerzas, tratando un poco de detenerlo para defenderme de toda la intensidad con la que me controlaba, pero fue inútil: era tan fuerte que no pude ralentizar ni siquiera un poco lo que me hacía. Cuando el orgasmo terminó, ya me daba la impresión de que tenía los labios vaginales calientes y estirados y todos los músculos del cuerpo se me relajaron, pero Iván no detuvo sus embates sobre mí. Tuve espasmos en el labio inferior y en la espalda, así que temblé como si tuviera un frío tremendo, pero en realidad temblaba de calor. Casi pedí piedad, casi rogué por descanso, pero Iván se detuvo de repente y rugió


como un león. ¡Qué grande, Dios mío! La polla se movió en mi interior, palpitó y lo sentí claramente liberando su semen que me calentó por dentro. Era de lava y de aceite ardiente. Iván elevó el rostro al cielo, abrió la boca y se tensó por completo mientras descargaba su hombría en mi interior y me preñaba de su poder sin fin. Cuando su miembro viril dejó de sembrarme, Iván se lanzó sobre mí y me aplastó con su peso colosal, similar al de un animal gigante que se lanza sobre la presa vencida. Nos abrazamos y nos besamos. Aproveché ese momento para moverme debajo de él y exprimirle hasta la última gota de hombría. Su todavía dura polla empujó mis paredes vaginales y mis paredes vaginales volvieron a rozar su glande hinchado, así que palpé claramente en mis dedos cada vello de Iván erizándose y el temblor que lo recorrió como un terremoto que lo embargaba. Al fin, cuando los dos quedamos exhaustos, abrimos los ojos y


nos miramos, sonreímos y nos acariciamos mutuamente el cabello. —Joder, tía —dijo Iván—, ha sido una de las mejores folladas de mi vida. —Y también ha sido de las mejores para mí. Hicimos silencio un rato más hasta que las bocas volvieron a acercarse y las lenguas volvieron a enredarse. Poco a poco, su poya fue haciéndose más y más flácida hasta que salió de mi interior con naturalidad. —¿Lucía? —dijo Ana de repente, que me sacó así de mi recordación—. ¿Estás bien? —¿Cómo? ¡Claro! —dije, algo sorprendida porque ya no estaba en el apartamento de Iván, sino de vuelta en la aburrida sala de conferencias de mi nuevo trabajo—. Estoy bien. —¿Te puse nerviosa con lo que te dije? —¿Nerviosa por qué? —Por lo que te conté sobre Iván. —No, claro que no. No te preocupes. Estoy segura de que, si llega a darse el caso en el que el señor Vergara —¡Qué formal, chica! ¡Señor Vergara!—


intentare propasarse conmigo, sabré exactamente qué hacer. ¡Uff, tía! Ni idea tienes de lo que te digo. Sí que sabré exactamente qué hacer. ¡Claro que sí! 6 A la salida de la reunión con las demás secretarias, cada una de nosotras fue hasta su puesto de trabajo. Supe al llegar que Iván se encontraba reunido con un importante cliente en otra sala de juntas. Corrí hasta allí y me presenté, disculpándome por la tardanza. Tanto Iván como el cliente minimizaron mi ausencia, celebrando que Paula, la recepcionista, tenía todo bajo control. Ella me miró con desprecio. Paula se retiró de la sala y quedé yo en su lugar. Volví a llenar las tazas de café del cliente y mi jefe y a continuación me senté junto a Iván. El cliente era el representante de una empresa española que se había metido en importantes problemas legales en Estados Unidos por no haber cumplido


con un acuerdo de importación que había perjudicado a una red de pequeños importadores de insumos médicos. La asociación había presentado una demanda en contra del cliente en las cortes de Estados Unidos, pero quería resolver el asunto por las buenas, de tal forma que había que evitar un juicio a como diera lugar. Iván, experto en esta clase de asuntos, era el abogado ideal para representar a un importador irresponsable al que querían desplumar en otro país. Lograría que no le quitaran todas las plumas. A esas alturas, era con lo que se conformaba el cliente, que estaba perfectamente consciente de su culpabilidad. La reunión parecía ir bien, como cualquier reunión normal. El cliente describía su perspectiva de lo ocurrido, hablaba con naturalidad y hacía las preguntas pertinentes a Iván, así como Iván hacía las propias. Nada fuera de lo normal, hasta que de repente emití un gemido que


desconcertó al cliente y que produjo una ligera sonrisa en Iván. Tuve que verlo y puse cara de enojo. ¡Descarado! Me levanté intempestivamente y dije: —¡Voy por más café y algunas galletas! Tuve que salir corriendo de la sala de juntas, pero no fui por café sino que me dirigí al baño, porque solo allí podría volver a concentrarme luego de lo que acababa de ocurrir. Pensé que estaba toda mojada, con el coño húmedo otra vez y que todo el mundo se daría cuenta. Afortunadamente, cuando llegué al baño y me miré al espejo, me di cuenta de que mi humedad no había traspasado todavía mi vestido, aunque mis bragas sí que estaban totalmente mojadas. ¡Estúpido Iván! Me metí en el cubículo de uno de los inodoros para quitarme la ropa interior y examinarme bien mi vestido. ¡Toda mojada, joder! Y además, cachonda. Tenía el clítoris duro, ¡tan duro!, y me producía un poco de cosquillas, porque aún sentí a Iván tocándome.


Es que durante la junta, mientras el cliente narraba su historia y presentaba su caso ante su nuevo abogado, Iván, muy discretamente, rozó mi pierna con su mano y me acarició. Luego, fue moviéndose poco a poco sobre mi falda y la subió. «Pero ¿qué haces, tío? — pensé—. ¿Aquí, frente a un cliente? ¡Estás loco! ¡Estás…!». No pude pensar más, porque Iván metió hábilmente los dedos debajo de mis bragas e introdujo uno de sus dedos en mi vagina, y con otro sobó mi clítoris. ¡Hay, por Dios! No saben lo difícil que fue disimular frente al cliente. Debajo de la mesa, tuve que torcer los pies, porque si no lo hacía, tendría que gritar como loca para deshacerme de la tensión que me doblegaba. Sin embargo, a medida que pasaron los minutos, Iván fue menos y menos gentil, así que para mí fue cada vez más complicado tomar notas y prestar atención. Mi jefe, sin embargo, se veía tan concentrado en lo que oía que


parecía imposible que en realidad estuviera masturbando a su secretaria. ¡Qué tío con nula vergüenza! ¿Y ahora qué hago? Así no puedo seguir… Así no puedo pensar… así no puedo… no puedo… Tuve que gemir, tratar de disimular y levantarme, inventando la excusa que presenté. Creí que en el baño lograría que se me bajara la cachondez, pero claro que no se me bajó. ¡Qué hijo de puta que sabe usar bien esas manos, joder! No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado en el baño, pero seguramente había sido mucho más del aceptable. Sin embargo, no podía regresar a la junta en el estado en el que me encontraba. Tuve que sentarme sobre la tapa del inodoro y atender mi asunto por mí misma. ¡Ay! Me imaginé a Iván que continuó masturbándome, pero más que masturbarme, me lo imaginé la noche anterior, a lo que continuó luego de que nos acostamos la primera vez… porque la noche anterior estuvimos juntos más de una vez.


Tirados en el sofá, agotados, convertidos en una masa que no hacía más que besarse, dije que ya era hora de regresar a mi casa. Me levanté luego de pedirle que me soltara y él me miró con ojos sorprendidos. —¿Me prestas tu ducha? —pregunté. —Claro —respondió él—. Pero, ¿por qué vas a ducharte? ¿Acaso te vas? —Pues claro. —¿Por qué? —¿Cómo que por qué? ¿Crees que voy a quedarme aquí toda la noche? —Sí. —¡Ay, bonito! No puedo. Mañana tengo un nuevo trabajo, ¿recuerdas? Debo ir a mi casa y descansar. También tengo que terminar de preparar lo que me voy a poner, porque tengo que estar presentable. —Estoy seguro de que a tu jefe le parecerás presentable como sea —¡Claro, tramposo!—. Además, quedarte aquí tiene sus ventajas. ¿Tu trabajo nuevo no está a solo dos cuadras? ¡Tía, pero que tonta que soy! En ese momento debí darme cuenta de que


Iván me había tendido una trampa. Solo le había dicho que trabajaría en una oficina sobre la Gran Vía, pero en ningún momento le dije a qué altura de la avenida… Debí enterarme en ese punto de que Iván tenía más información sobre mí de la que me había revelado, pero soy una ninfómana que no pensó en ningún momento en preguntarse por qué Iván sabía que trabajaría a dos cuadras de su casa. En cualquier caso, sonreí, besé a Iván una vez más y le dije que tendría que irme, pero que me había gustado mucho lo que había pasado y que tal vez podría repetirse algún día. Fui hasta el baño y me metí a la ducha, que fue deliciosa y perfecta. Mientras me bañaba, escuché que Iván hablaba por teléfono. Ahora sé que ese fue el instante en el que llamó a Ana — ¡casi a las doce de la noche!— para intercambiarme con Camila y que ella pasara a ser la secretaria de Rolando. La verdad, no le presté atención y seguí disfrutando de mi ducha,


que fue, de hecho bastante larga, porque estaba tan relajada que, de verdad, me importó muy poco no encontrarme en mi propia casa. Oí que Iván siguió hablando y que su teléfono sonó dos veces. Ana y Rolando lo llamaban tratando de averiguar la razón por la cual quería, repentinamente, quedarse conmigo — nunca mejor dicha esa frase—. Me imagino a la pobre Ana en su casa, angustiada, pensando algo como: «¡Ese Iván seguro quiere follársela! ¡Hasta cuándo con este tío y su cachondez sin fin! Es un problema con las empleadas». Pobre Ana, si se hubiera imaginado lo que ya había pasado habría caído muerta. ¡Iván se había aprovechado de un encuentro casual para follarse a la que sería su futura secretaria sin que yo supiera que él sería mi futuro jefe! Ahora que lo pienso bien, Iván es un tipo perverso… deliciosamente perverso, eso sí, que hay que reconocerle a la gente sus méritos y yo no soy quién para negárselos.


En fin, que luego de un rato bañándome, la puerta del baño se abrió e Iván, hermoso y desnudo, entró a la ducha y yo, sorprendida, lo miré con una sonrisa algo picaresca. —Pero ¿qué haces? —pregunté. —Pues nada, que también quiero bañarme… y mirarte así, toda hermosa y mojada. Tuve que carcajearme un poco. Sabía por dónde venía Iván. No quería que me fuera, pero yo estaba firme en mi propósito de volver a mi casa… o al menos creí que era firme. Iván me hizo descubrir que en realidad soy débil, una tonta y una genuflexa… porque ¿cómo no va a ser una genuflexa con un tío como Iván? Al principio, él se enjabonó casi con inocencia, como si de verdad su objetivo no hubiera sido más que asearse luego de una ardiente sesión de sexo, y así mantuvo su actuación por un largo rato, aparentemente distraído e indiferente, pero la verdad… la verdad es que se exhibía ante mí, se


mostraba como el hermoso espécimen que era, se vanagloriaba con orgullo de su belleza, y así fue conquistándome de nuevo, poco a poco, casi inadvertidamente. Nos turnábamos bajo la regadera, y nos rozábamos las pieles casi accidentalmente, pero sabíamos muy bien que aquellos contactos no tenían nada de accidental la mayoría de las veces. Él tocó y yo toqué y ambos fuimos culpables de la lujuria y el placer de la contemplación descarada. De un momento a otro, sin que me diera cuenta, Iván sobó mi espalda, diciéndome: «creo que no te has lavado bien por aquí», y cubrió la superficie de mi piel con jabón, y lo hizo muy eficiente y diligentemente. Por supuesto, el roce de las ásperas pero hermosas manos de Iván sobre mi piel hizo que volviera a sentirme anonadada y lo miré con gran intensidad. Iván sonrió de nuevo, mirándome con ternura —porque es un buen embaucador: primero te mira con ternura y después… después te mata con


los ojos,— y acercándose muy poco a poco de nuevo, hasta que sentí el calor de su piel junto a la mía. Se inclinó de nuevo sobre mí y nuestras lenguas volvieron a enredarse. ¡Qué sería de mí ahora! Respiramos profundamente mientras el agua caía sobre ambos e Iván me levantó del suelo, de tal forma que envolví sus caderas con mis piernas, fundiéndonos otra vez en un beso sin final. Y lo dicho: cuando volvimos a separarnos, la mirada de Iván había cambiado y se había convertido en la mirada de un depredador poco dispuesto a mostrar algo de piedad. No me importó nada y volví a besarme apasionadamente con él. ¿Y no tenía que irme de nuevo a mi casa a descansar y estar presentable para el día siguiente? ¡Joder, tía! ¿Y qué me importa no estar presentable? Iván volvió a depositarme en el suelo y me obligó a voltearme, de tal forma que quedó a mis espaldas. Me pegó a su cuerpo y me besó el cuello con


pasión, casi con furia, aunque sin llegar a succionarme la piel. Tomó mis dos tetas y las masajeó con firmeza. Volví a estremecerme por su habilidad innata para amasarme y gemí otra vez. Hizo que me inclinara un poco, de repente, exploró con su dedo mi ano, que primero sobó con gentileza, pero que poco a poco fue atacando con mayor firmeza y agresividad. «¡Qué maravilloso eres, macho!», se me escapó y él rio casi a carcajadas. Me sobó con más fuerza aún y al fin entró un dedo, y luego entró un segundo. Fue dilatándome mientras yo gemía y me preguntaba lo que sería de mí. ¡¿Cómo iba aguantar a semejante macho follándome el culo, cuando a duras penas pude soportar que me follara el coño?! Sin embargo, no lo quise pensar y lo acepté todo. «Que sea lo que tenga que ser», me dije. Cuando introdujo su tercer dedo en mi ano, grité de excitación tanto como de temor, porque sabía que dolería, pero al mismo tiempo me preparaba a


para recibirlo. Él se inclinó y me abrazó de nuevo, oprimiéndome. Más y más adentro de mi ano, sus dedos me abrían, me expandían, y yo gemía de nuevo mientras sentía el agua tibia caer sobre mi espalda, los vellos mojados de Iván contra mi piel, sus piernas fuertes como troncos separándome poco a poco del suelo y su tranca grandiosa y enorme endurecida presionando mi entrada. Me amenazaba. De repente, sentí de nuevo el glande duro como piedra que abría poco a poco mis esfínteres, que tuvieron que ceder ante su entrada. ¡Fue un crimen! Un deliciosamente doloroso crimen. Mi ano se comprimió fuertemente sobre la polla que entró en mí y que, a pesar de su gentileza, produjo un escozor caliente a lo largo de mi espalda. ¡De verdad iba a morirme! Por supuesto, Iván llegó al fondo de mi culo, profundo en mí, y empujó mis paredes anales a un punto en el que creí que


se rompería mi diafragma y aquel pedazo de carne llegaría hasta el centro de mi cuerpo. Y para colmo, Iván, de repente, pasó sus poderosos brazos por debajo de los míos, me levantó y me oprimió contra el muro del baño. Las llaves de la ducha se hundieron en mi abdomen, produciéndome el eléctrico dolor de una profunda presión que remueve los músculos, así como la incomodidad del frío extremo contra la piel caliente. Una, dos y tres embestidas fueron todo el ensayo que me dio Iván para acostumbrarme a su polla dentro de mí. Y después no hubo piedad. Iván me removió los intestinos, me movió el cuerpo, la vida completa. De repente, me tomó por el cabello y me enfrentó al agua de la regadera que me cayó en la cara. Cerré los ojos y dejé que se llenara mi boca de saliva y de calor, y ambos nos ahogábamos el uno en el otro. Nuestras voces se unieron en el mismo gemido, mientras la polla enorme de


mi macho se hundía más y más en mí. ¡Me moría, de verdad! Sentía que me apuñalaban una y otra y otra vez, con todos los músculos de la espalda tensos, con el abdomen adolorido, con las piernas comprimidas en el aire y los pies como garras. Y finalmente, Iván me ahorcó, impidiéndome respirar. Poco a poco, el cuerpo se me convirtió en una gelatina sin forma y sin voluntad que vibraba con los inmisericordes ataques de un macho que no sabía qué más hacer conmigo. ¡Todo el universo se me convirtió en un dolor interminable! Sentí que perdía la conciencia. Pero ¿qué es esto, Dios mío? Sin que me diera cuenta, la vagina volvió a comprimirse y sobrevino un oleaje de calor que me recorrió por completo. ¡Exploté como una diosa! Una nueva eyaculación, un nuevo transe sin fin, un nuevo placer infinito. Grité como loca, como si me estuvieran matando, a la vez que Iván me


abrazó más fuerte aún y rio a carcajadas, satisfecho porque sabía los estragos que hacía en mí. Me bombeó más potente aún y destruyó más insistentemente mi interior. Sin embargo, se detuvo de repente y entendí que volvía a sembrarme con su semilla que no se agotaba. Otra vez, su polla se estremeció en espasmos en mi interior y pude sentirlos claramente. Rugió nuevamente a mi lado, se hundió más profundo en mí, todo lo que pudo, me presionó más fuertemente sobre el metal y reprimió todos mis instintivos intentos de liberarme. Cuando volvió a depositarme en el suelo, sentí que las piernas me temblaron y ya no tenían fuerzas para sostener mi peso. Iván me sostuvo, fue fuerte por mí y por él, me volteó para que quedáramos de nuevo de frente y me miró con sus ojos de asesino. —No te vas a ir, tía. Te quedarás conmigo toda la noche. Mañana será otro día… y ya verás lo bueno que será. Me besó con pasión y lujuria, su lengua volvió a entrar hasta el fondo de mi


garganta y me derretí de nuevo por él. Mientras tanto, su semen caliente y viril goteaba desde mi ano y corría por mis piernas. 7 Mis dedos jugaban con mi clítoris, presionándolo sin piedad. Sabía que para regresar al trabajo en condiciones tendría que quitarme de encima la cachondez, así que tendría que sacar de mi mente el recuerdo de lo que había ocurrido la noche anterior en la ducha de Iván, y la única forma de hacerlo era volviendo a explotar toda. Levanté mi pierna y la apoyé sobre uno de los muros del cubículo, porque necesitaba que mi coño se abriera bien y estuviera bien accesible a mi mano, porque tenía que atender rápidamente mi asunto. Sin embargo, me detuve en seco. «¿Por qué quitarme yo misma este calor si el macho más hermoso que jamás he visto en mi vida está dispuesto a hacerlo?». Lo pensé brevemente, pero fue eso, un pensamiento breve,


porque de inmediato me levanté y me puse mis bragas, a pesar de que estaban todavía húmedas. Corrí hasta la cafetera y preparé algo más de café y busqué algunos aperitivos en la despensa. Preparé un bonito plato de galletas y maní. Volví hasta la sala de reuniones. «Disculpadme por la tardanza —dije—. Aún no sé dónde se encuentran las cosas y no hallaba el café por ninguna parte». El cliente sonrió y me dijo que entendía muy bien lo que era ser nuevo en un trabajo. Iván también se mostró divertido. Volví a sentarme a su lado y continué tomando notas de lo que decía el cliente, que seguí con su narración. Describía detalladamente a todos los actores que mostraron su indignación para con su ineficiencia. Sin embargo, aunque tomaba notas, la verdad es que mi cerebro apenas prestaba atención a la mitad de lo que decía, porque la mayor parte de mi mente estaba concentrada en la dureza de mi clítoris que no me dejaba en paz.


Iván se había mostrado respetuoso, a lo mejor asumiendo que no estaba dispuesta a continuar con la riesgosa maniobra que anteriormente había intentado frente al cliente, pero evidentemente estaba muy equivocado. Yo sí que estaba dispuesta y se lo hice saber: debajo de la mesa, sin que el cliente se diera cuenta, me fui levantando la falda con gran lentitud. Iván vio mi pierna cada vez más descubierta y mi coño casi expuesto para él. Entonces, Iván hizo lo propio y, con discreción, deslizó su mano por debajo de mi falda. Yo misma aparté a un lado mis bragas, de tal forma que él tuvo total acceso a mi vagina. Me encontró dura y abierta, y él se recreó en mí. Metió sus dedos de nuevo en mi agujero vaginal y masajeó mi clítoris con total libertad y yo tuve que estirar de nuevo mis pies y tensé mi espalda. Ante el cliente, sin embargo, mantuve un rostro totalmente neutral, al igual que lo mantuvo Iván.


Sin embargo, dentro de mi cabeza todo lo que hacía era disfrutar de la maravillosa y hábil mano de mi hombre masturbándome, así como disfruté de él la noche anterior. Por supuesto, volví a retrotraerme a lo que había ocurrido a esa hora: Luego de lo que había ocurrido en la ducha, Iván secó mi cuerpo con dedicación y delicadeza, casi como si fuera incapaz de lastimar a una mosca, aunque ya sabía que era capaz de todas las cosas terribles de las que se puede ser capaz. Me tomó en sus brazos y me llevó a la cama casi como si fuera un novio enamorado. Me miraba con deseo, con ganas de comerme al mismo tiempo que de protegerme, y yo lo miré con ganas de entregarme toda. Nos recostamos un rato uno junto al otro, mirándonos y besándonos. Iván, con el pasar de los minutos, fue poniéndose más y más somnoliento y yo lo admiré caer en la cama, relajado y feliz. Yo, por mi parte, me dije a mí misma que debía irme, pero acariciaba el


pecho de Iván y… ¿cómo iba a irme si tenía para mi disposición aquel pecho y aquellos abdominales a los que podía besar sin miramientos? Yo misma me sentí cada vez más relajada y no me di cuenta de que ya eran casi las dos de la madrugada. Caí dormida sin darme cuenta. No sé a qué hora ni por qué razón, me desperté de repente cuando Iván me acariciaba el pelo y me besaba el cuello. Sonreía con su mirada profunda y cruel y yo, sorprendida, no supe al principio como reaccionar. Antes de que me negara o aceptara, él tomó mis manos y me reprimió fuertemente, dejándome claro desde el inicio que en realidad no tenía muchas opciones. Se incorporó sobre mí y me arrastró al borde de la cama y él, con los pies firmes sobre el suelo, se inclinó sobre mí y me besó. Su polla estaba en la entrada de mi vagina y sentí claramente como se fue endureciendo, cada vez más viva, potente y temible. ¡Iván iba a matarme y


a hacerme estremecer una vez más y yo que no lo podía creer! «¿Cuánto es este tipo capaz de soportar?». La verdad, no tuve mucho más tiempo de ponerme a pensar en eso, porque sus besos en mi cuello, sus caricias en mis pechos y su peso sobre mí me volvieron a llevar hasta el paraíso. Y nuevamente su polla, dura como un garrote, entró en mí, me abrió, me partió el coño, y esta vez llegó tan profundo que me hizo sentir un interior en el que jamás había reparado. Me presionó hasta el límite de lo que podía soportar, al punto de que no sabía que podía soportar tanto como soporté. Su peso, totalmente apoyado sobre mi pelvis, lo hizo entrar hasta mis entrañas, y yo partiéndome toda, tuve que gemir nuevamente, no sabía si de dolor o de placer, y mis ojos lagrimearon como pocas veces lo hicieron antes. No tenía idea de lo que era capaz de aguantar, pero lo supe en ese momento. ¡Podía aguantar mucho! Iván, apoyado sobre sus dos brazos y sus piernas, movió sus caderas con tal


habilidad que me araron como si fuera una tierra arrasada y sobreexplotada. Quedaría sembrada por su hombría y su reciedumbre. Yo, que casi me había muerto en la ducha por su ahorcamiento, ahora quería disfrutar de su figura maciza sobre mí. Lo envolví con mis piernas y me abracé con ellas a su cuerpo, pero también con mis manos lo recorrí por completo: Los brazos gigantes, duros y fuertes, hundiendo mis manos en las hendiduras entre sus colosales músculos, y palpando las venas hinchadas de una sangre que corría a toda velocidad por ellas. Sus hombros, gigantes, eran dos bolas en las que me detuve y con las que llené totalmente mis manos, abiertas al extremo y aun así incapaz de abarcarlos del todo. En sus costados, sentí el ensanchamiento de su espalda que se asomaba detrás de sus brazos, y sus costillas, cubiertas de músculo firme y fibroso, se unían a esas aletas maravillosas.


Por supuesto, sobé sus pectorales surcados de infinidad de fibras de poder que, como líneas maravillosas, se abrían paso entre sus masas. ¡Qué grandes eran! ¡Qué duros eran! ¡Qué fuertes se sentían! Aquel macho maravilloso era todo lo que un macho maravilloso podía ser. En sus abdominales descubrí la gloria y la belleza, y los toqué y los masajeé. —¿Te gusto, tía? —Sí. Me gustas mucho, macho. —¿Sí? ¿Te gusta un tío cachas y fuerte como yo? —¡Me encanta un tío cachas y fuerte como tú! —¿Y te gusta una polla grande como la mía? —¡Me encanta! —¿Y te gusta ser una putita con las piernas abiertas para que el tío cachas de polla grande te rompa ese coñito? —Sí, macho. ¡Me encanta y quiero ser una putita! —¿Sí? Entonces aguanta, bonica, y aguanta mucho, porque sabrás lo que es


ser la putita de un tío como yo. ¡Te voy a follar sin parar, tía! ¡Te voy a follar sin piedad! Y no quería que tuviera piedad. ¡Ninguna piedad y ningún descanso! ¡Fóllame así y más fuerte, mi macho hermoso! Iván me abatió con dureza, tanta que con cada golpe sentí que la cadera se me fracturaría o que la columna se me dislocaría, y por eso mis gemidos empezaron a parecerse a gritos y mi rostro de placer empezó a parecerse al suplicio y el dolor. Sin embargo, con Iván placer y dolor eran equivalentes y mutuamente equiparables. Llevé mis manos a sus nalgas y, otra vez, descubrí que eran imposiblemente duras y fuertes, casi como dos masas de piedra debajo de la piel. Las apreté con poder y él, al sentirse presionado por mí, me abatió más fuerte. «¿Así que te gusta irrespetar a tu macho? —dijo —. Pues entonces sabrás lo que es bueno, tía. ¡Sabrás lo que es un macho de verdad!».


Casi perdí el conocimiento, porque estuve segura de que ahora sí era verdad que Iván me había roto toda por dentro. Mi interior había sido vencido por esa polla enorme que me estiraba. Contradictoriamente, a pesar de que me parecía que me estaban matando, seguí provocando cada vez con mayor ahínco a mi victimario, y por eso más le apretaba las nalgas a Iván y él reaccionaba con mayor indignación y violencia, aunque no hacía lo más mínimo para impedir que lo «ofendiera» como lo hacía. Cerré los ojos, perdida en mi coño abierto y exigido como nunca lo había sido, y sentí como los músculos de mis hombros se contraían al punto de que la cabeza se me hizo incontrolable. Estaba toda trémula y con escalofríos, como si estuviera enferma. Cuando volví mi mirada de nuevo hacia él, Iván me miraba con los ojos firmes, enfadados, convertidos en dagas de dominio que se clavaron en mí, y tenía la boca apretada, inflándose las mejillas de un aire que casi no podía


controlar. —¿Alguna vez te han hecho explotar de verdad, bonita? —dijo en voz baja y ronca—. ¿Alguna vez te han hecho sentir como que el coño se te vuelve papilla de repente? —Y yo solo lo miré indefensa, sin responder nada. ¿Qué le podía responder, si ni podía hablar?—. ¿No? Entonces prepárate, putita, porque a partir de hoy vas a volverte mi puta día y noche. Hoy te vuelves una mujer de verdad, porque te está bautizando un macho de verdad como solo un macho de verdad puede bautizar a una mujer. Sus golpes sobre mí fueron constantes y firmes, y el sexo fue largo y monótono, pero no por eso fue menos intenso. Solo se escuchaba el golpe tras golpe de las dos pelvis chocando y yo solo sentí el ardor de mis labios vaginales y mi agujero irritado de tanto roce y calor. Me sentía quemada, casi incinerada literalmente. Entonces, sentí las gotas de sudor de Iván que caían sobre mi cuerpo y que luego corrían hacia la


cama. Quedó empapado en su propio sudor, pero aun así no daba señales de cansancio. ¡Podía seguir así por horas y horas! Yo me preguntaba qué sería de mí, porque no sabía si podía seguir aguantando. «¡Ay!, qué error tan grave haberle aceptado la invitación a este tío, que es una máquina de follar». Y en efecto, Iván fue una máquina, insensible y constante. Y golpe y golpe y golpe y golpe, no hubo fin ni descanso. En el ritmo constante del sexo, nos volvimos como una simbiosis y por eso ambos nos movíamos al mismo ritmo y al unísono. Iván rugía una y otra vez, mirándome con autoridad y apretando los labios con rabia, mientras yo gemía también rítmicamente cada vez que sentía la pared del fondo de mi coño ser vencida. Todo valdría la pena. Me picó la espalda y la nuca, me picó el cuero cabelludo de repente, se me contrajeron el rostro y los abdominales. Apreté con más fuerza todavía las nalgas de Iván porque sabía que con eso me


embestiría con más fuerza todavía, que me partiría el coño con mayor crueldad aún y sus ojos me apuñalarían con mayor autoridad. Los pies se me hicieron de fuego, como el resto de mis piernas, y por eso las contraje a los lados de mi macho, y fue como si tuviera un calambre. La espalda se me puso fría como el mármol, así que tuve que arquearla hacia atrás, estirando los abdominales. Así ya no pude alcanzar las nalgas de Iván y por eso me aferré con todas mis fuerzas a los brazos de mi hombre, que eran fuertes y duros como de piedra. Los apreté tanto como pude, porque tenía que apretar lo que fuera que estuviera entre mis manos. ¡Tan enormes que no podía abarcar los bíceps completos! Antes de perder la consciencia, me concentré en cómo esas masas duras se sentían entre mis manos y fue delicioso. De repente, sin embargo, sobrevino el orgasmo más fuerte que jamás había sentido, tan intenso que ya hubo nada más en el mundo que mi coño


desesperado, apretándose, contrayéndose, succionando más profundo hacia su interior esa polla que le hacía daño, pero aun así más y más la quería. Iván, al sentirse tan apretado, se puso más duro todavía y, para mayor locura, me penetró con mayor fuerza, con todo el arresto que le quedaba. Era inagotable e insuperable en su virilidad masculina. El coño se me puso tan pequeño y se contrajo a tal punto que hasta sentí que halaba hacia sí los músculos del abdomen. Y entonces, lo sentí: un chorro incontenible de líquido salió disparado de mí, y fue un chorro enorme y desastroso. Se escuchó su descarga, porque mi cuerpo lo expulsaba como respuesta a tanta contracción. Y grité una última vez, y fue un grito como el de quien está siendo vencido en una batalla final. Estiré el rostro y cerré los ojos, porque no podía controlar nada de lo que ocurría con mi propio cuerpo, que ahora estaba totalmente dominado por Iván.


Yo traté de liberarme, de hacerme con el control de mí misma para recuperar un poco la cordura, pero Iván no me lo permitió. Tomó mis dos manos y las controló fuertemente sobre mi pecho. Completamente a su merced, Iván entonces me embistió con mayor potencia todavía, a un ritmo frenético. Todo mi cuerpo se convirtió en un calambre, en una masa de carnes contraídas y sin control. Ya ni siquiera pude gritar, así que de mí salieron sonidos ahogados que provenían desde el fondo de mi garganta. ¡Iván era tan fuerte y estaba tan poco dispuesto a liberarme! Me resigné a que tendría que aguantar todo ese placer insoportable y que me ponía al borde de la locura. Mojada, explotando, resignada y sometida a un macho enorme y fuerte, esperé a que todo acabara. Y esperé. Y esperé más. ¡Y esperé! ¡El orgasmo no terminaba! Iván seguía bombeando y bombeando y alargaba mi agónico gozo.


Ya me dolían las caderas y los músculos, y hasta el coño me dolía, porque parecía que el orgasmo ya era una convulsión. Volví a gritar cuando empecé a sentirme desesperadamente superada y abatida. ¡Me desmayo! ¡Me muero de alegría en el coño! Pero Iván se detuvo de repente y rugió que dio miedo. Mientras yo todavía lo mojaba con mi eyaculación descontrolada y desastrosa, él me tomó por el cabello con fuerza y me levantó en el aire. De un golpe doloroso y violento, me aplastó contra un muro y allí siguió bombeando sin piedad, pero al mismo tiempo se descargaba dentro de mí. ¡Qué semental sin frenos y sin piedad! Sin embargo, al fin se detuvo y su polla continuó palpitando dentro de mi coño, que palpitaba también. Los dos sexos palpitaban rítmicamente, retándose el uno al otro, el mío succionándolo y apretándolo, y él abriéndome y sembrándome. Ambos tuvimos orgasmos largos y poderosos.


Al fin, todo terminó y quedamos ambos convertidos en gelatina. Nos habíamos agotado mutuamente. Nos miramos profundamente por un largo rato, yo todavía con las piernas envolviéndole las caderas, y él todavía con la polla dura dentro de mí, pero poco a poco, fue haciéndose más y más flácida y la sentí salir naturalmente. En ese momento, un último chorro orgásmico proveniente corrió por las piernas de Iván, así como de su miembro ahora flácido gotearon algunos restos espesos y transparentes. Me llevó de nuevo cargada a la cama y allí me depositó con ternura. Me aplastó con la masa de su cuerpo maravilloso y me besó largamente. Su lengua me dominó de nuevo, me violó la boca, pero yo estaba tan débil que ya no me podía defender. Él, sin embargo, seguía vigoroso. Un animal, de verdad que sí. Un animal total. —¿Te ha gustado? —me susurró al oído. —Pero ¿qué pregunta es esa, tío? ¡Claro que me ha gustado! Me has


dejado… ¡extasiada! Es que no hay otra palabra. No la hay. Él me miró con intensidad y volvió a sonreír. Casi pareció cándido e inocente. Me besó una vez más y, al terminar, se recostó a mi lado. Sin darme cuenta, me quedé dormida, agotada, convertida en un despojo de lo que antes fui y no supe de mí hasta la salida del sol, cuando mi teléfono sonó de repente. «¡Joder! —pensé—. ¿Dónde coño estoy?». Por supuesto, recordé de inmediato en donde me encontraba una vez que vi el enorme cuerpo de músculo a mi lado. Me levanté apresurada, me bañé tan rápido como pude y me pregunté lo que haría. ¿Cómo voy a presentarme en mi nuevo trabajo con este vestido? ¿Qué hago ahora con mi cabello? ¿Qué hago ahora con mi maquillaje, si solo traje lo suficiente para hacerme algunos retoques? Todo fácil: encontraré con qué cubrirme — ya veré lo que hago—, me recogeré el cabello en una cola de caballo muy tensa y me haré un moño


estricto en mi nuca, mi maquillaje será básico… Así fui resolviendo todos los problemas que se me presentaron. Cuando salí del baño, Iván seguía durmiendo pesadamente. Le escribí una nota rápida a su teléfono y salí corriendo. Aunque mi trabajo estaba a solo dos cuadras, me había retrasado mucho debido a la improvisación y a la falta de implementos para hacerme presentable. En la mañana, cuando corría por la Gran Vía entre la gente que también corría para tratar de llegar a tiempo a donde sea que tuvieran que llegar, jamás me imaginé que al final de la tarde me encontraría soportando las ganas de gritar mientras el mismo tipo que me había hecho gritar tres veces la noche anterior me estremecía la vagina con sus hábiles manos, todo frente a un cliente que no se había dado cuenta de nada de lo que pasaba frente a él. Sin embargo, soy una mujer multifacética, así que estaba concentrada en mi


placer total al mismo tiempo que tomaba notas y me veía profesional. Iván, igual escuchaba atentamente, al mismo tiempo que se ocupaba de mí. Ambos nos veíamos tan estrictos y perfectos en nuestro papel de jefe y secretaria. Sin embargo, estuve a punto de perder las luces cuando al fin sobrevino el orgasmo. Tuve que sentarme al borde de la silla, porque estaba segura de que me mojaría toda, así que terminé de levantarme el vestido, de tal suerte que quedé totalmente descubierta en la parte baja de mi cuerpo, al mismo tiempo que abrí mis piernas. Apreté los dedos dentro de mis zapatos, torcí un poco los pies y tensé mi espalda cuando sentí las contracciones de mi sexo una y otra vez. ¡Y el maldito de Iván que no paraba! Veía que ya estaba mojada, que goteaba sobre el suelo y que casi no podía soportar las ganas de gemir ¡y el muy cabrón seguía y seguía! Tuve que apretar los labios y el boli con el que escribía, porque si no lo


hacía a lo mejor me echaba hacia atrás en la silla, miraba al cielo y le pedía Iván que siguiera… pero no lo hice. Cuando al fin terminó el orgasmo, no me quedó otro remedio que emitir un pequeño gemido ahogado. El cliente me miró brevemente, tal vez algo extrañado, pero luego continuó hablando. Iván, entonces, me dejó en paz y yo pude volver a acomodarme la falda con disimulo. Su mano quedó empapada, pero aun así Iván se la llevó a la nariz y… ¡y olió brevemente! El cliente, increíblemente, apenas se daba cuenta de nada, porque estaba muy angustiado con su situación. Afortunadamente, a partir de ese momento, tanto Iván como yo nos concentramos completamente en nuestro trabajo, hasta que salimos de la reunión ya cuando la mayoría de los empleados de la firma se habían ido. La luz solar se desvanecía y el cielo se había teñido de un color rojo intenso, y las calles se llenaron de transeúntes que ahora regresaban a sus


casas. Ana, que aún no se había ido, se acercó a mi puesto de trabajo cuando supo que me había quedado hasta después de la hora de salida debido a la reunión de Iván con el cliente. Ella se impuso, entonces, como un muro de acero entre ambos. Pude entender las palabras en su cabeza: «¡No vas a acosar a esta mujer, Iván!». Pobre Ana, que no sabía cómo perdía su tiempo. Iván, sabiendo que no podría hacer mucho para acercarse a mí mientras la supervisora de personal me vigilara y, especialmente, lo vigilara a él, se comportó muy profesionalmente. Tomé mis cosas y salí disimuladamente, despidiéndome de Ana y notificándole muy respetuosamente a Iván que ya me retiraba. —Hoy has hecho un excelente trabajo, Lucía —dijo Iván—. Espero que mañana continúes igual. —Así será, doctor Vergara. —Llámame Iván, Lucía. Creo que estamos en confianza… Llámame Iván. ¿Ya te vas?


—Así es, Iván. —Si quieres espérame. Yo también me retiro. Regresé a mi puesto para esperar a Iván. Ana no se veía nada feliz con la idea de que ambos saliéramos juntos, así que, casualmente cuando mi jefe y yo esperábamos el elevador, Ana apareció igualmente y lo abordó junto a nosotros. Separados por la mirada severa de mi protectora, que había fracasado estrepitosamente en su misión sin saberlo, Iván y yo apenas levantamos las miradas del suelo. Salimos a la puerta del edificio y allí seguimos separados por Ana. —Tengo que ir a tomar el metro —dije—. Voy en esta dirección. —¿Hacia allí? —dijo Ana—. Ya veo. No estaba nada satisfecha debido a que me debía dirigir, «casualmente» en la misma dirección del apartamento de Iván. —Te acompañaría por unas cuadras si pudiera —dijo Iván de repente—.


Pero tengo… tengo que verme con alguien —Ana puso cara de «¡Qué sorpresa!»— y voy en la dirección contraria. —No te preocupes, Iván —respondí—. Solo voy a la estación de metro. —Muy bien. Hasta mañana, entonces. —Hasta mañana, Iván. Hasta mañana para ti también, Ana. —Hasta mañana a ambos —respondió nuestra chaperona—. Yo detendré un taxi aquí mismo. Nos despedimos con la distancia protocolaria de tres compañeros de trabajo que tienen una relación estrictamente profesional y en lo absoluto sexual. Caminé por la Gran Vía durante una cuadra y al voltear, vi a Ana abordando un taxi que, muy pronto pasó a mi lado. Ella se perdió entre el tráfico y su peligro desapareció. Sin embargo, me dije que la intervención de Ana era lo mejor que pudo ocurrir, porque debía ir a mi casa y mi despedida de Iván había sido mucho menos incómoda de lo que había pensado que sería.


Sin embargo, esas no fueron más que ilusiones, porque, por supuesto, Iván se apareció a la vuelta de una de las esquinas, a menos de una cuadra de su apartamento. —¡¿Cómo has logrado llegar hasta aquí tan rápido si te fuiste en dirección contraria?! —Soy buen corredor. —Ya veo —Él caminó a mi lado y yo iba con la mirada un poco baja—. Oye, déjame que te diga algo: esto es muy mala idea, porque Ana está sobre nosotros, o mejor dicho, está sobre ti. —No te preocupes por Ana. Sé muy bien cómo controlarla. Por un rato más, continuamos caminando en silencio. —Vamos a pasar frente a mi apartamento, ¿sabes? —¿Ah, sí? ¿Es por aquí? Anoche casi no me di cuenta, porque estaba oscuro y esta mañana, con mi apuro, ni vi dónde me encontraba. —Pues sí, por aquí es. —Muy bien. Me alegra, porque vives en buena zona, ¿sabes? Muy buena,


de hecho. Felicitaciones. Iván, de repente, se interpuso en mi camino, justo frente a la puerta de su edificio. ¡Qué gran casualidad! —¿Subes? —Pero ¿cómo crees? ¿Acaso eres insaciable o qué? —Es que me gustas. —Oye, mejor no, ¿sabes? Mejor voy a mi casa y descanso un poco esta noche. ¿Sabes las veces que me has hecho acabar en menos de veinticuatro horas? Estoy agotada. —¿Agotada? No te sentí nada agotada en la junta. Estabas, de hecho, bastante fuerte. ¡Joder, tía! Estabas cachondísima. —Eso no significa que no esté agotada. —¡Vamos, Lucía! Sube. ¿Acaso te espera alguien en tu casa? —No me espera nadie, pero no voy a subir. —¿Por qué? —Porque estoy agotada y porque quiero evitar problemas en mi nuevo trabajo. Sabes, no todos tenemos apartamentos en la Gran Vía ni somos


socios en la nueva firma estrella de abogados de Europa. Algunos, lo creas o no, tenemos que cuidar nuestros puestos de trabajo. —Justamente porque tienes que cuidar tu puesto de trabajo, debes subir conmigo. Soy tu jefe. Es una orden. —Serás mi jefe, pero estoy segura de que en esa oficina Ana manda y tú obedeces, ¿o no es así? Iván lo pensó. En efecto, Ana era de la clase de empleadas que, a pesar de que su autoridad estaba teóricamente por debajo de la de sus jefes, en realidad no creía que nadie estaba por encima de ella. —Sea como sea, sube. Es una orden. —No voy a obedecerte, aunque seas mi jefe. Ya te lo dije. —No te lo estoy ordenando como tu jefe — se acercó a mí, tanto que pude sentir su aliento sobre mi rostro—. Te lo estoy ordenando como tu hombre. ¡Joder, tío! ¡¿Cómo puede alguien adivinar con tal nivel de precisión las palabras que debe usar para convencerla a una?! Porque, ¿yo recibir las


órdenes de un «hombre»? ¿Yo, obedecer a alguien porque me dice que es «mi hombre»? ¿Yo, doblegarme ante una polla? ¡Claro que sí, joder! Volví a sentir aguada la vagina y el agotamiento acumulado del mal sueño y el exceso de orgasmos se manifestó. —Necesito dormir más —dije. —Te prometo que hoy te voy a dejar dormir lo suficiente. —Ana nos va a descubrir. —Te prometo que no nos va a descubrir. —Necesito ropa para mañana. No puedo presentarme con la misma ropa de hoy. —Puedo prestarte algo mío. —Pero ¿qué dices? La tuya es ropa de hombre. —Pero te queda bien la ropa masculina, ¿no? Miré mi saco. ¡Mierda! Me queda tan bien la ropa masculina. ¿Qué otra excusa podía inventarle a Iván? ¿Qué otra cosa podía decirle? —No acepto tus órdenes como hombre. Lo hago porque eres mi jefe.


—Muy bien. Te ordeno que me obedezcas, secretaria. —Sí, señor —¡Hasta lo dije con la sumisa deferencia de una verdadera secretaria servicial y eficiente! ¡Joder!—. ¿Qué necesita de mí? —Algunos servicios adicionales… Nada del otro mundo. —Muy bien, señor. Estoy para servirle. Iván sonrió y yo también sonreí. Nos miramos un rato con los ojos llenos de lujuria y sorpresa. Iván abrió la puerta del edificio y me la sostuvo. No podría acusarlo de nada, porque yo entré voluntariamente a ese lugar del que no saldría hasta la mañana siguiente, seguramente unos minutos antes de que él saliera… ya sabéis, para disimular un poco. En fin, que estaba sorprendida, porque ¿de verdad íbamos a seguir follando como si no hubiera un mañana? ¡Por supuesto que sí, macho! Lo haríamos ese día y todos los días que hiciera falta, porque yo soy una profesional ante todo, soy una secretaria eficiente, soy una mujer de negocios y yo sé lo que


tiene que hacerse para mantener satisfecho a un buen jefazo. ¡Claro que sí! NOTA DE LA AUTORA Espero que hayas disfrutado del libro. MUCHAS GRACIAS por leerlo. De verdad. Para nosotros es un placer y un orgullo que lo hayas terminado. Para terminar… con sinceridad, me gustaría pedirte que, si has disfrutado del libro y llegado hasta aquí, le dediques unos segundos a dejar una review en Amazon. Son 15 segundos. ¿Por qué te lo pido? Si te ha gustado, ayudaras a que más gente pueda leerlo y disfrutarlo. Los comentarios en Amazon son la mejor y prácticamente la única publicidad que tenemos. Por supuesto, quiero que digas lo que te ha parecido de verdad. Desde el corazón. El público decidirá, con el tiempo, si merece la pena o no. Yo solo sé que seguiremos haciendo todo lo posible por escribir y hacer disfrutar a nuestros lectores.


A continuación te dejo un enlace para entrar en nuestra lista de correo si quieres enterarte de obras gratuitas o nuevas que salgan al mercado. Además, entrando en la lista de correo o haciendo click en este enlace, podrás disfrutar de dos audiolibros 100% gratis (gracias a la prueba de Audible). Finalmente, te dejo también otras obras que creo serán de tu interés. Por si quieres seguir leyendo. Gracias por disfrutar de mis obras. Eres lo mejor. Ah, y si dejas una review del libro, no sólo me harías un gran favor… envíame un email (editorial.extasis@gmail.com) con la captura de pantalla de la review (o el enlace) y te haremos otro regalo ;) Haz click aquí para suscribirte a mi boletín informativo y conseguir libros gratis recibirás gratis “La Bestia Cazada” para empezar a leer :) www.extasiseditorial.com/unete


www.extasiseditorial.com/audiolibros www.extasiseditorial.com/reviewers ¿Quieres seguir leyendo? Otras Obras: La Mujer Trofeo – Laura Lago Romance, Amor Libre y Sexo con el Futbolista Millonario (Gratis en Audiolibro con la Prueba de Audible) Esclava Marcada – Alba Duro Sumisión, Placer y Matrimonio de Conveniencia con el Amo Millonario y Mafioso (Gratis en Audiolibro con la Prueba de Audible) Sumisión Total – Alba Duro 10 Novelas Románticas y Eróticas con BDSM para Acabar Contigo (¡10 Libros GRATIS con Kindle Unlimited o al precio de 3x1!) “Bonus Track” — Preview de “La Mujer Trofeo” — Capítulo 1 Cuando era adolescente no me imaginé que mi vida sería así, eso por descontado. Mi madre, que es una crack, me metió en la cabeza desde niña que tenía que ser


independiente y hacer lo que yo quisiera. “Estudia lo que quieras, aprende a valerte por ti misma y nunca mires atrás, Belén”, me decía. Mis abuelos, a los que no llegué a conocer hasta que eran muy viejitos, fueron siempre muy estrictos con ella. En estos casos, lo más normal es que la chavala salga por donde menos te lo esperas, así que siguiendo esa lógica mi madre apareció a los dieciocho con un bombo de padre desconocido y la echaron de casa. Del bombo, por si no te lo imaginabas, salí yo. Y así, durante la mayor parte de mi vida seguí el consejo de mi madre para vivir igual que ella había vivido: libre, independiente… y pobre como una rata. Aceleramos la película, nos saltamos unas cuantas escenas y aparezco en una tumbona blanca junto a una piscina más grande que la casa en la que me crie. Llevo puestas gafas de sol de Dolce &


Gabana, un bikini exclusivo de Carolina Herrera y, a pesar de que no han sonado todavía las doce del mediodía, me estoy tomando el medio gintonic que me ha preparado el servicio. Pese al ligero regusto amargo que me deja en la boca, cada sorbo me sabe a triunfo. Un triunfo que no he alcanzado gracias a mi trabajo (a ver cómo se hace una rica siendo psicóloga cuando el empleo mejor pagado que he tenido ha sido en el Mercadona), pero que no por ello es menos meritorio. Sí, he pegado un braguetazo. Sí, soy una esposa trofeo. Y no, no me arrepiento de ello. Ni lo más mínimo. Mi madre no está demasiado orgullosa de mí. Supongo que habría preferido que siguiera escaldándome las manos de lavaplatos en un restaurante, o las rodillas como fregona en una empresa


de limpieza que hacía malabarismos con mi contrato para pagarme lo menos posible y tener la capacidad de echarme sin que pudiese decir esta boca es mía. Si habéis escuchado lo primero que he dicho, sabréis por qué. Mi madre cree que una mujer no debería buscar un esposo (o esposa, que es muy moderna) que la mantenga. A pesar de todo, mi infancia y adolescencia fueron estupendas, y ella se dejó los cuernos para que yo fuese a la universidad. “¿Por qué has tenido que optar por el camino fácil, Belén?”, me dijo desolada cuando le expliqué el arreglo. Pues porque estaba hasta el moño, por eso. Hasta el moño de esforzarme y que no diera frutos, de pelearme con el mundo para encontrar el pequeño espacio en el que se me permitiera ser feliz. Hasta el moño de seguir convenciones sociales, buscar el amor, creer en el mérito del trabajo,


ser una mujer diez y actuar siempre como si la siguiente generación de chicas jóvenes fuese a tenerme a mí como ejemplo. Porque la vida está para vivirla, y si encuentras un atajo… Bueno, pues habrá que ver a dónde conduce, ¿no? Con todo, mi madre debería estar orgullosa de una cosa. Aunque el arreglo haya sido más bien decimonónico, he llegado hasta aquí de la manera más racional, práctica y moderna posible. Estoy bebiendo un trago del gin-tonic cuando veo aparecer a Vanessa Schumacher al otro lado de la piscina. Los hielos tintinean cuando los dejo a la sombra de la tumbona. Viene con un vestido de noche largo y con los zapatos de tacón en la mano. Al menos se ha dado una ducha y el pelo largo y rubio le gotea sobre los hombros. Parece como si no se esperase encontrarme aquí.


Tímida, levanta la mirada y sonríe. Hace un gesto de saludo con la mano libre y yo la imito. No hemos hablado mucho, pero me cae bien, así que le indico que se acerque. Si se acaba de despertar, seguro que tiene hambre. Vanessa cruza el espacio que nos separa franqueando la piscina. Deja los zapatos en el suelo antes de sentarse en la tumbona que le señalo. Está algo inquieta, pero siempre he sido cordial con ella, así que no tarda en obedecer y relajarse. —¿Quieres desayunar algo? –pregunto mientras se sienta en la tumbona con un crujido. —Vale –dice con un leve acento alemán. Tiene unos ojos grises muy bonitos que hacen que su rostro resplandezca. Es joven; debe de rondar los veintipocos y le ha sabido sacar todo el jugo a su tipazo germánico. La he visto posando en portadas de revistas de moda y corazón desde antes de que


yo misma apareciera. De cerca, sorprende su aparente candidez. Cualquiera diría que es una mujer casada y curtida en este mundo de apariencias. Le pido a una de las mujeres del servicio que le traiga el desayuno a Vanessa. Aparece con una bandeja de platos variados mientras Vanessa y yo hablamos del tiempo, de la playa y de la fiesta en la que estuvo anoche. Cuando le da el primer mordisco a una tostada con mantequilla light y mermelada de naranja amarga, aparece mi marido por la misma puerta de la que ha salido ella. ¿Veis? Os había dicho que, pese a lo anticuado del planteamiento, lo habíamos llevado a cabo con estilo y practicidad. Javier ronda los treinta y cinco y lleva un año retirado, pero conserva la buena forma de un futbolista. Alto y fibroso, con la piel bronceada por las horas de entrenamiento al aire libre, tiene


unos pectorales bien formados y una tableta de chocolate con sus ocho onzas y todo. Aunque tiene el pecho y el abdomen cubiertos por una ligera mata de vello, parece suave al tacto y no se extiende, como en otros hombres, por los hombros y la espalda. En este caso, mi maridito se ha encargado de decorárselos con tatuajes tribales y nombres de gente que le importa. Ninguno es el mío. Y digo que su vello debe de ser suave porque nunca se lo he tocado. A decir verdad, nuestro contacto se ha limitado a ponernos las alianzas, a darnos algún que otro casto beso y a tomarnos de la mano frente a las cámaras. El resto se lo dejo a Vanessa y a las decenas de chicas que se debe de tirar aquí y allá. Nuestro acuerdo no precisaba ningún contacto más íntimo que ese, después de todo.


Así descrito suena de lo más atractivo, ¿verdad? Un macho alfa en todo su esplendor, de los que te ponen mirando a Cuenca antes de que se te pase por la cabeza que no te ha dado ni los buenos días. Eso es porque todavía no os he dicho cómo habla. Pero esperad, que se nos acerca. Trae una sonrisa de suficiencia en los labios bajo la barba de varios días. Ni se ha puesto pantalones, el tío, pero supongo que ni Vanessa, ni el servicio, ni yo nos vamos a escandalizar por verle en calzoncillos. Se aproxima a Vanessa, gruñe un saludo, le roba una tostada y le pega un mordisco. Y después de mirarnos a las dos, que hasta hace un segundo estábamos charlando tan ricamente, dice con la boca llena: —Qué bien que seáis amigas, qué bien. El próximo día te llamo y nos hacemos un trío, ¿eh, Belén?


Le falta una sobada de paquete para ganar el premio a machote bocazas del año, pero parece que está demasiado ocupado echando mano del desayuno de Vanessa como para regalarnos un gesto tan español. Vanessa sonríe con nerviosismo, como si no supiera qué decir. Yo le doy un trago al gintonic para ahorrarme una lindeza. No es que el comentario me escandalice (después de todo, he tenido mi ración de desenfreno sexual y los tríos no me disgustan precisamente), pero siempre me ha parecido curioso que haya hombres que crean que esa es la mejor manera de proponer uno. Como conozco a Javier, sé que está bastante seguro de que el universo gira en torno a su pene y que tanto Vanessa como yo tenemos que usar toda nuestra voluntad para evitar arrojarnos sobre su cuerpo semidesnudo y adorar su miembro como el motivo y fin de nuestra existencia.


A veces no puedo evitar dejarle caer que no es así, pero no quiero ridiculizarle delante de su amante. Ya lo hace él solito. —Qué cosas dices, Javier –responde ella, y le da un manotazo cuando trata de cogerle el vaso de zumo—. ¡Vale ya, que es mi desayuno! —¿Por qué no pides tú algo de comer? – pregunto mirándole por encima de las gafas de sol. —Porque en la cocina no hay de lo que yo quiero –dice Javier. Me guiña el ojo y se quita los calzoncillos sin ningún pudor. No tiene marca de bronceado; en el sótano tenemos una cama de rayos UVA a la que suele darle uso semanal. Nos deleita con una muestra rápida de su culo esculpido en piedra antes de saltar de cabeza a la piscina. Unas gotas me salpican en el tobillo y me obligan a encoger los pies. Suspiro y me vuelvo hacia Vanessa. Ella aún le mira con cierta lujuria, pero niega con la


cabeza con una sonrisa secreta. A veces me pregunto por qué, de entre todos los tíos a los que podría tirarse, ha elegido al idiota de Javier. —Debería irme ya –dice dejando a un lado la bandeja—. Gracias por el desayuno, Belén. —No hay de qué, mujer. Ya que eres una invitada y este zopenco no se porta como un verdadero anfitrión, algo tengo que hacer yo. Vanessa se levanta y recoge sus zapatos. —No seas mala. Tienes suerte de tenerle, ¿sabes? Bufo una carcajada. —Sí, no lo dudo. —Lo digo en serio. Al menos le gustas. A veces me gustaría que Michel se sintiera atraído por mí. No hay verdadera tristeza en su voz, sino quizá cierta curiosidad. Michel St. Dennis, jugador del Deportivo Chamartín y antiguo compañero de Javier, es su marido. Al igual que Javier y yo,


Vanessa y Michel tienen un arreglo matrimonial muy moderno. Vanessa, que es modelo profesional, cuenta con el apoyo económico y publicitario que necesita para continuar con su carrera. Michel, que está dentro del armario, necesitaba una fachada heterosexual que le permita seguir jugando en un equipo de Primera sin que los rumores le fastidien los contratos publicitarios ni los directivos del club se le echen encima. Como dicen los ingleses: una situación winwin. —Michel es un cielo –le respondo. Alguna vez hemos quedado los cuatro a cenar en algún restaurante para que nos saquen fotos juntos, y me cae bien—. Javier sólo me pretende porque sabe que no me interesa. Es así de narcisista. No se puede creer que no haya caído rendida a sus encantos. Vanessa sonríe y se encoge de hombros. —No es tan malo como crees. Además, es sincero.


—Mira, en eso te doy la razón. Es raro encontrar hombres así. –Doy un sorbo a mi cubata—. ¿Quieres que le diga a Pedro que te lleve a casa? —No, gracias. Prefiero pedirme un taxi. —Vale, pues hasta la próxima. —Adiós, guapa. Vanessa se va y me deja sola con mis gafas, mi bikini y mi gin-tonic. Y mi maridito, que está haciendo largos en la piscina en modo Michael Phelps mientras bufa y ruge como un dragón. No tengo muy claro de si se está pavoneando o sólo ejercitando, pero corta el agua con sus brazadas de nadador como si quisiera desbordarla. A veces me pregunto si sería tan entusiasta en la cama, y me imagino debajo de él en medio de una follada vikinga. ¿Vanessa grita tan alto por darle emoción, o porque Javier es así de bueno? Y en todo caso, ¿qué más me da? Esto es un arreglo moderno y práctico, y yo tengo una


varita Hitachi que vale por cien machos ibéricos de medio pelo. Una mujer con la cabeza bien amueblada no necesita mucho más que eso. Javier Disfruto de la atención de Belén durante unos largos. Después se levanta como si nada, recoge el gin-tonic y la revista insulsa que debe de haber estado leyendo y se larga. Se larga. Me detengo en mitad de la piscina y me paso la mano por la cara para enjuagarme el agua. Apenas puedo creer lo que veo. Estoy a cien, con el pulso como un tambor y los músculos hinchados por el ejercicio, y ella se va. ¡Se va! A veces me pregunto si no me he casado con una lesbiana. O con una frígida. Pues anda que sería buena puntería. Yo, que he ganado todos los títulos que se puedan ganar en un club europeo (la Liga, la Copa, la Súper Copa, la Champions… Ya me entiendes) y que marqué el gol que nos dio la


victoria en aquella final en Milán (bueno, en realidad fue de penalti y Jáuregui ya había marcado uno antes, pero ese fue el que nos aseguró que ganábamos).


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