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LIBERACIÓN Fetiches III Mimmi Kass Índice

Portada Sinopsis Portadilla Prólogo Cafés por la mañana Mano izquierda Contrastes Ofrecimiento La arena del desierto Ofrecimientos Privado Volutas de humo «Auf Wiedersehen, Berlin»! Criatura de cuatro cabezas Límites y negociaciones Mi casa es tu casa Un lugar para soñar Cine clásico Una invitación especial Despedida El Ritz Menú degustación No es no El aprendiz supera al maestro Motivos reales Epílogo Referencia de las canciones Agradecimientos Biografía Notas Créditos

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Sinopsis


Carolina ha logrado tenerlo todo: amor sin barreras, una vida en pareja llena de complicidad, sexo maravilloso y sin límites… ¿Qué más podría pedir? Solo existe un pequeño inconveniente, que no lo tiene con una única persona. Y es que, a veces, para conseguir lo que quieres hay que afrontar sacrificios revestidos de crueldad. ¿Estará Carolina dispuesta a pagar el precio que supone mantener lo que ha conseguido? La historia de Carolina, Martín y Óscar llega a su fin. Sensualidad, erotismo y romance sin medida, que culminan en la máxima expresión de libertad.

Prólogo

Hay personas que inspiran. Carolina es una de ellas. No lo hace por ser muy activa sexualmente, por probar cosas nuevas o buscar sus límites. Eso es lo de menos. Inspira porque sabe lo que quiere, es consecuente con ello y eso la hace estar segura de sí misma. Y la seguridad es, además, muy sexy. Óscar y Martín la acompañan. El atractivo y la potencia erótica de estos dos personajes son arrolladores. Aparte de eso, son muy diferentes. Cada uno lleva a Carolina por un camino y será ella quien tenga que decidir cuál es realmente el suyo. Escoger su camino es importante, porque es ser coherente consigo misma, con quien es. Eso es fundamental para nuestra protagonista, pues es la base de su felicidad. Bien mirado, esa es la base de la felicidad de cada una de nosotras. Pero qué difícil puede resultar a veces saber cuál es nuestro camino, qué decisiones debemos tomar. Qué quiero es el principio de todo, y no siempre resulta sencillo responder a esa cuestión. Una amiga me dijo en cierta ocasión «yo no sé lo que quiero, pero tengo muy claro lo que no quiero». Es una buena forma de empezar. La sociedad nos marca un camino estándar a seguir. Podríamos llamarlo un camino normativo, que en el caso de las relaciones es buscar una pareja monógama, fidelidad sexual, casarse y tener hijos. Seguirlo es lo fácil. Sin embargo, hay personas a las que no les va bien ese patrón y deciden romperlo, con las dudas que eso puede generar. Si todo el mundo va por allí, ¿voy bien yendo yo por allá? Solo una misma puede responder a eso. En las dos primeras partes de Fetiches ya vimos que el camino


normativo también está en la sexualidad. Cómo vivimos y cómo disfrutamos de la erótica puede ajustarse o no a lo que nos han dicho tradicionalmente que es la forma correcta. Martín, el hombre fetichista, ya le ha enseñado a Carolina (y a nosotras también) que hay otras maneras, y muy morbosas, de disfrutar del sexo, incluso sin que te pongan un dedo encima, sin ni tan siquiera tocarte. Os confieso, por cierto, que desde el inicio, y más después de leer «Liberación», fantaseo con encontrar a un Martín que me excite, me provoque y me haga vivir nuevas y lujosas situaciones. Volviendo a nuestra senda, hay personas a las que el camino normativo, en las relaciones o en el sexo, les encaja a la perfección. Su felicidad está ahí. Fenomenal. La clave no es ser transgresor, sino ser coherente. «Liberación» nos hace reflexionar sobre los caminos, sobre las influencias y sobre las decisiones que tomamos. Y no solo eso, «Liberación» excita. Desde el primer capítulo es un libro para leer sujetándolo con una sola mano. Las escenas tórridas y salvajes entre Carolina y Óscar, los caprichos fetichistas de Martín, sexo grupal, parejas abiertas, ambientes exóticos… nos llevan a un lugar muy erótico. Os hago una segunda confesión: ¡qué envidia de la protagonista! No tanto por lo que hace, sino por atreverse a hacerlo. ¿Lista para degustar erotismo, provocación y fetiches? ¿Lista para reflexionar sobre los caminos de la vida? ¿Lista para la liberación? Pues adelante, pasa página y sumérgete en el final de la trilogía. No dudo de que vas a disfrutar. AROLA POCH P􀶛􀶑􀶋_􀶔􀶗􀶏􀶉 􀶡 􀶛􀶍􀶠_􀶔􀶗􀶏􀶉. E􀶠􀶘􀶍􀶚􀶜􀶉 􀶍􀶖 􀶍􀶚_􀶜􀶑􀶋􀶉􀶛 􀶖􀶗 􀶋􀶗􀶖􀶞􀶍􀶖􀶋􀶑􀶗􀶖􀶉􀶔􀶍􀶛 C􀶗􀶔􀶉􀶊􀶗􀶚􀶉􀶌􀶗􀶚􀶉 􀶍􀶖 RTVE 􀶍􀶖 􀶜􀶍􀶕􀶉􀶛 􀶌􀶍 􀶛􀶍􀶠􀶝􀶉􀶔􀶑􀶌􀶉􀶌 􀶉􀶚􀶗􀶔􀶉􀶘􀶗􀶋􀶐.􀶋􀶗􀶕

Cafés por la mañana Unos tacones negros vertiginosos, unas gafas de sol que escapaban de un bolso de Dior y la lencería de encaje de Carolina, todo regado por el suelo de la habitación, hicieron sonreír a Óscar desde la cama. Había conseguido, una vez más, engatusarla para que pasara la noche en su casa. —¿De qué te ríes? —De nada —disimuló él, con cara de no haber roto un plato en su vida. Reprimió con una mueca la curva eterna de felicidad que lucía en sus labios los últimos meses—. ¿Tomamos un café?


Carolina se alejó de la ventana y se revolvió la melena corta. La camisa blanca, sin abrochar, dejaba entrever sus pechos y el triángulo negro de su sexo en contraste con el marfil de su piel. Óscar se desperezó sobre las sábanas revueltas. Pese a la noche tórrida que habían compartido, su polla vibró con nuevas ganas de ella. No se saciaba. A veces le preocupaba descubrirse pensando en ella mientras se acariciaba por encima del pantalón en los momentos más insospechados: en el coche, en el despacho… Si estaba solo, sus pensamientos orbitaban en torno a Carolina sin control. Ella se sentó en el borde de la cama y se estiró, con un bostezo desvergonzado. —Sí. Deberíamos ponernos en marcha. ¿Qué hora es? Al elevar los brazos, sus pezones apuntaron al techo y se convirtieron en dos botones rosados e insolentes. Ella no se daba cuenta, pero cada movimiento provocaba y estimulaba sus sentidos. Óscar estiró los dedos y acarició con suavidad uno de ellos. —Es la hora de que vengas aquí, me devuelvas la camisa y me des algún motivo para levantarme —dijo él. La atrapó de la muñeca y tiró de ella para tumbarla sobre el colchón—. ¿Quién te ha dado permiso para ponértela? Carolina compuso un puchero de arrepentimiento y clavó sus ojos verdes en él, brillantes por la excitación. —¿Tengo que pedirte permiso? Es solo una camisa arrugada. Óscar no se la quitó. El marco que ofrecía para sus pechos y su cuello era perfecto. La tela blanca se mezclaba con la melena negra, y las tiras de los botones y los ojales caían hacia los costados de su cuerpo, delimitando el espacio de juegos y acción. —Pero es mía. Y no es cualquier camisa. Está hecha a medida y es de algodón egipcio. —Reconoce que a mí me queda mejor —replicó ella con aire travieso. Estiró los dedos hacia él y lo reclamó sobre su cuerpo—. Además, si tanto la quieres, ¿por qué no vienes y me la quitas? Óscar esbozó una media sonrisa. Era una provocadora nata. Le gustaba jugar fuerte. Siempre llevaba encima el recuerdo de sus uñas, de un mordisco, incluso un moratón por el modo salvaje con el que hacían el amor. Su único consuelo era que Carolina también se llevaba su parte en forma de marcas sobre su piel, que además era delicada en extremo. Al principio se sorprendía de lo mucho que se excitaba al verlas, como una manera primitiva de posesión. Después ya formó parte de su intimidad compartida.


—Ah, ya lo haré, no te preocupes… pero no hay prisa. Gateó sobre su cuerpo y se quedó unos segundos sobre ella mientras planeaba el próximo movimiento. Los dos sonrieron, presos de la expectación. Ella, inmóvil y tendida sobre la cama. Él, desnudo y con el cuerpo en tensión, saboreando el dolor que le generaba la espera. Cerró los ojos cuando Carolina apresó su erección en la mano derecha y comenzó un suave vaivén. —Ya que no te decides… —Hummm. Así no puedo pensar —protestó él. Ella soltó una risita divertida mientras lo masturbaba, perezosa, emitiendo murmullos de placer que lo volvían loco. Pero ¿qué no lo volvía loco de Carolina?—. Abre las piernas. Deslizó a su vez la mano entre sus pechos, y no pudo evitar entretenerse con unos pocos pellizcos en sus pezones antes de seguir por la línea bien perfilada de sus abdominales y serpentear entre los rizos negros para devolverle la jugada. Carolina se arqueó. —Hummm. Me encanta que me toques así…, fuerte, firme; que me lo hagas duro. Óscar no dijo nada. Masajeó su sexo tal y como ella describía, notando cómo la lubricación facilitaba el movimiento circular. La penetró con dos dedos hasta que la hizo retorcerse sobre las sábanas, descontrolada, y ella tuvo que soltarlo porque no era capaz de mantener el ritmo. Entonces se aferró a sus bíceps, clavándole las uñas, y se mordió los labios hasta hacerlos sangrar, y aquello lo excitó todavía más. Presionó su clítoris con el pulgar y no paró hasta que empezaron los gritos. —¡Me voy a correr, Óscar! ¡Joder! Él sonrió con arrogancia y se detuvo en el preciso momento en el que las contracciones involuntarias en torno a sus dedos se iniciaron. Cogió un condón de la mesilla y se enfundó la polla, que vibraba sin control, con un movimiento brusco. Se enterró en ella sin miramientos, hasta los testículos. Y cuando notó que llegaba al fondo, empujó un poco más con un gruñido primitivo. —¡Óscar, joder! —gritó ella de nuevo—. ¡Me vas a partir en dos! —Oh, cariño…, eso es exactamente lo que voy a hacer. Arremetió sin piedad entre sus piernas mientras Carolina lo espoleaba con los talones sobre las nalgas como a un caballo de carreras a punto de alcanzar la meta. Con cada arremetida, las uñas de ella se hundían en la carne de sus hombros. La mezcla excelsa de dolor y placer hacía que los dos se entregaran, se esforzaran más y más. Óscar soltó un bramido, frustrado, incapaz de contener


más el orgasmo y se dejó ir. Ella soltó una carcajada enloquecida cuando lo acompañó casi a la vez. El sexo era brutal, primitivo, sórdido, violento. Y, por mucho que follaran, no dejaba de serlo. Habían pasado tres meses desde que habían vuelto y Óscar no podía creer lo afortunado que era al tenerla a su lado. Se incorporó un poco sobre los antebrazos para librarla de su peso, pero ella lo aferró. —No te levantes. Sabes que me encanta sentirte sobre mí después del sexo. Él sonrió y se desplomó sobre ella, agotado, drenado, sin aliento, pero lleno de vida. Carolina lo abrazó, impidiendo que se levantara tras unos minutos en los que los dos recuperaron el latido normal de sus corazones. Las caricias suaves sobre el cuello y los hombros acabaron por acunarlo hasta un duermevela delicioso, con la cara sumergida en la suavidad entre sus pechos. Dos horas más tarde, volvió a hacerle la misma pregunta. —¿Tomamos un café?

Mano izquierda

Las cosas en CreaTech también marchaban sobre ruedas. Por primera vez desde que él y Ainara fundaran la empresa en el garaje de la casa de sus padres, se permitían el lujo de escoger los proyectos. Habían diversificado su cartera de clientes, aceptando varias estructuras de obra pública, su nombre era conocido en el circuito internacional y barajaban la opción de asesorar a diversos magnates que rabiaban por una vivienda exclusiva de su firma. Bauer & Gorostiza era la firma provisional que Carolina se había sacado de la manga el día que, por primera vez, una pareja de jubilados alemanes acudió a sus oficinas para solicitar sus servicios. Óscar les contestó, estupefacto, que no se dedicaban a la vivienda unifamiliar, pero ella, rápida y con un espíritu comercial más avezado, utilizó su conocimiento del idioma británico y su encanto seductor para no decirles ni que sí ni que no y quedarse con su tarjeta para darles una respuesta más adelante… en un par de semanas. Pero el plazo se acababa y aún no habían decidido qué hacer. —¿Qué hacemos con el proyecto de la casa en Nueva York? — Carolina pareció leerle los pensamientos. Había esperado a llegar al atasco en la Castellana para preguntar—. Tenemos que dar una respuesta. ¿Sí o no? —No lo sé, neska. 1 Hasta ahora, solo hemos aceptado trabajos


de gran envergadura y sin demasiado componente emocional. — Óscar suspiró. Sabía, por la experiencia que le había trasladado su padre, que construir un hogar mano a mano con sus propietarios podía ser un auténtico infierno sentimental—. ¿Queremos meternos en ese lío? Condujo a trompicones con paciencia. Sarna con gusto, no pica. Si no se hubiesen entretenido en la cama, ya estarían en las oficinas. —Es mucho dinero —lo tentó Carolina, siempre pragmática. —Pero conozco las excentricidades de los ricachones. Tenemos caché de sobra para permitirnos ser selectivos —rebatió él, reacio a lidiar con multimillonarios que rara vez solían tener las ideas claras —. Sabes que me gustan las obras de gran calado. —Pero, por otro lado, si abrimos este campo, los ingresos de CreaTech se dispararán —insistió ella. Como decoradora y diseñadora, se relamía al pensar en las posibilidades de las viviendas privadas de lujo—. Déjame a mí tratar con ellos. En principio, es solo una reforma. Si no va bien, no aceptaremos más propuestas. ¿Te parece? Óscar se echó a reír. Así era todo con Carolina. Hacía creer a todos que participaban en las decisiones, cuando era ella quien hacía y deshacía a su antojo. —Me parece perfecto, cariño. La besó, con una sonrisa en los labios, y se concentró en sortear los taxis para girar a la derecha en Juan Bravo y acceder al aparcamiento. —Me vendrá bien el viaje a Dubái para sacar ideas. Una mezcla boho-chic oriental —comentó en voz baja, más para sí misma que para él. Óscar tragó saliva. Lo había olvidado por completo. —¿Cuándo te vas? Intentó que la pregunta sonara casual, pero esa inocente afirmación de Carolina le había sentado como un tiro. Se repitió que hacía más de un mes que no veía a Martín, que prefería mil veces que se vieran lejos y no en Madrid, que el tema estaba superado. Pero lo cierto era que aún le costaba procesar la manera que Carolina tenía de entender el amor. —Me voy dentro de diez días. Tú tienes el viaje a los Alpes, ¿recuerdas? —Joder —barbotó Óscar. En su cerebro se abrió una compuerta que desbordó de golpe una catarata de información olvidada. Cinco


días de desconexión, con sus colegas de la facultad, que necesitaba con urgencia—. Es verdad. Sacudió la cabeza, preocupado. El estrés le jugaba malas pasadas. Lo volvía olvidadizo, dependiente de su móvil y de Carolina para recordar las fechas más sencillas, y provocaba comentarios maliciosos sobre la excentricidad de los genios. —Óscar, me preocupas. ¿En serio se te había pasado? —No, no. Me has pillado distraído. Estaba pensando en cómo nos hemos despertado esta mañana —mintió solo a medias. Estaba convencido de que la vida desordenada que llevaban, sin horarios, sin rumbo, con una maleta eterna en el coche por si alguno de los dos decidía quedarse a dormir en casa del otro, tenía mucho que ver—. Ocúpate de los jubiletas alemanes antes de marcharte a Dubái y me cuentas. Espero que no nos rompan mucho la cabeza. Carolina lo miró en silencio durante unos largos segundos y acabó por dejarlo pasar. Él no añadió nada más. Prefirió no ahondar en el malestar instalado en su estómago por el nuevo frente abierto en la empresa, la incomodidad siempre presente en segundo plano que acompañaba el tema de Martín y la preocupación por su embotamiento desbocado. Sospechaba que el primer tema sería el más fácil de solucionar. Carolina veía aquel proyecto de reforma de la casa ibicenca como una oportunidad perfecta: vivienda unifamiliar de seis habitaciones, zona ajardinada, playa privada y por reformar. Presupuesto ilimitado. El sueño de cualquier diseñador. Óscar solo estaba estresado, por eso insistía en quejarse como una vieja amargada y refugiarse en su zona de confort, aferrándose a construcciones mastodónticas de puentes y edificios. Eso era un trabajo minimalista, perfecto para ella. Y no estaba dispuesta a dejarlo pasar. Como tampoco estaba dispuesta a hacer caso de sus intentos de sabotaje pasivo-agresivos de sus encuentros con Martín. Los tenía perfectamente identificados, por mucho que él afirmara que todo estaba superado y que le importaba un pimiento incluso si se casaba con él, palabras exactas de Óscar. Lo cierto era que Carolina sospechaba una competitividad soterrada, una inseguridad derivada del ego alfa amenazado. Porque él no terminaba de entender cómo era la relación entre ella y Martín. *** A final de la semana, cerró con el afable matrimonio una absurda


cantidad de dinero inicial para ir a valorar la casa y planeó un viaje a Nueva York para finales de junio. A los dos les vendría bien salir de la rutina. El ritmo de trabajo que llevaba Óscar no podía ser sano: estaba irascible, se olvidaba de detalles pequeños, pero importantes, y en la oficina los empleados comenzaban a darle fama de intratable. Y Carolina sabía que, después de cada encuentro con Martín, necesitaba siempre un tiempo de compensación para reafirmarse y eliminar sus dudas. *** Se despidieron en el aeropuerto. Óscar no pudo más que reír al observar en el espejo de una de las paredes de la terminal su aspecto totalmente opuesto. Él, vestido con ropa de montaña y una mochila enorme al hombro, parecía listo para partir a una expedición al Polo Norte. Ella, elegante y sofisticada, se alzaba sobre unos stilettos de suela roja que le parecieron obscenos. —Estás preciosa —la alabó al ver su figura en unos pantalones capri blancos y una blusa de seda negra—. ¿Y ese pañuelo al cuello? ¿No te dará mucho calor? —Prefiero llevarlo por si acaso. —Óscar frunció el ceño en un gesto cargado de suspicacia y ella no pudo evitar lanzar un suspiro impaciente—. Por si tengo que cubrirme la cabeza, cariño. Voy a un país musulmán. La expresión de él cambió del desconcierto al desagrado. No solo era por Martín que se preocupaba por el viaje de Carolina. No podía evitar pensar que aquel destino, sola y con su espíritu rebelde de hacer lo que le diese la real gana, no estaba exento de riesgos. —No sé, neska… —Un país musulmán en el que el noventa por ciento de la población es extranjera, que vive allí atraída por la riqueza del petróleo, Óscar —lo interrumpió ella antes de que le soltara algún alegato de caballero andante. Miró su reloj de pulsera con un perfecto arqueamiento de cejas—. Se nos hace tarde. Tenemos que ir a embarcar. —Vale. Ya lo pillo —respondió él, que abandonó el tono acusador al ver que Carolina prefería alejarse. En cuanto dejó a un lado los reproches, ella no insistió en marcharse y se abrazaron con el anhelo de saber que no se verían en casi una semana. Fundieron sus bocas en un beso entregado, sin lascivia, sino con la devoción de depositar el amor que sentían en los labios del otro. Óscar sonrió cuando al fin se separaron unos centímetros. A Carolina le brillaban los ojos. Esos destellos de


pertenencia le bastaban para saber que, aunque no era el único, sí era el principal. —Buen viaje, neska. Disfruta. Mándame un mensaje cuando llegues. —Lo mismo digo —respondió ella con voz trémula. Se separaron en direcciones opuestas, cada uno a su puerta de embarque. Óscar se sintió orgulloso de sí mismo por controlar las emociones negativas que aquel viaje de Carolina le generaban. Ella dejó atrás a Óscar en cuanto entró en el avión, con su mente enfocada ya en Martín.

Contrastes

Un caos ecléctico de voces extranjeras y ropas occidentales mezcladas con abayas y kandoras estimuló a Carolina. Arrastró su pequeña maleta y agitó la mano al distinguir a Martín en medio de operadores turísticos que portaban carteles con distintos nombres de pasajeros. No respiró tranquila hasta que los dos se acomodaron en el lujoso Rolls-Royce con el logo de un hotel, el Burj Al Arab. Alzó las cejas, pero Martín hizo un aspaviento para restarle importancia. —Ven aquí. Salúdame como es debido —ordenó. Su voz grave y aterciopelada era imposible de soslayar y Carolina le ofreció los labios. Él la retuvo durante un par de segundos. Sus miradas se engarzaron hasta destellar un chispazo de deseo y sus bocas se unieron en un beso de reencuentro. Como siempre, el primero en poner freno fue Martín—. Más tarde seguiremos. ¿Qué tal ha ido el viaje? Se recostó en el asiento de cuero mientras el coche de alta cilindrada se deslizaba por la autopista que rasgaba la arena del desierto. Carolina lo estudió mientras comentaban los pormenores del vuelo. Había pasado tan solo un mes desde su último encuentro, pero tenía la sensación de que Oriente se apoderaba cada vez más de Martín. Lucía un corte de pelo más severo y llevaba la barba recortada. Su piel, morena por herencia, lucía aún más bronceada por efecto del sol emiratí. —¿Cuánto hace que no vas a España? —Sabes que voy cada vez que tengo que estar con Sara. Dos fines de semana al mes —dijo él, sorprendido por la pregunta. Giró en su anular un anillo de oro que se le antojó extraño, como un sello; sin embargo, no le restaba masculinidad—. Este año, me toca agosto y septiembre de vacaciones. Vendrá a pasarlas conmigo


aquí, a Dubái. Tiene mucha curiosidad por conocer dónde vivo. —No me extraña —murmuró ella. De pronto, una muralla de rascacielos de acero y cristal, de los que casi no podía advertir el final desde el interior del vehículo, se irguió ante ellos. Martín siguió hablando, pero no fue capaz de prestarle atención. Jamás se había enfrentado a un paisaje igual. Conocía bien Europa, también Estados Unidos y Argentina, y tenía unas pinceladas de Marruecos gracias a Martín, pero la sensación a contrapelo que le generó la visión de aquel horizonte artificial en oposición al desierto vacío no la esperaba. —¿Te gusta? —No lo sé —respondió ella con sinceridad. Martín dejó escapar una risa divertida y señaló varias edificaciones cuyos nombres propios no registró, tan solo el calificativo que las acompañaba: «el más grande del mundo». El centro comercial más grande. La pantalla de televisión exterior más grande. La tienda de golosinas más grande… Todo en aquella ciudad sintética levantada a golpe de petrodólares estaba pensado por y para impresionar. La caída de la noche hacía más espectacular el contraste de las luces contra el negro del cielo. La contaminación lumínica era tal que se hacía imposible divisar alguna estrella. A cambio, varios haces de colores surcaban en líneas imposibles la oscuridad. El edificio emblema de Dubái, que recuerda al velamen de un barco, se irguió ante ellos. —¿Este es el hotel? Martín, ¿te has vuelto loco? —farfulló Carolina. Una noche en la más modesta de esas suites ascendía a unos dos mil euros. Lo ponía en todas las guías, como una extravagancia más de la ciudad. Él se echó a reír y señaló la playa, también artificial, cuyas aguas iluminadas tenían un llamativo color turquesa. —Es un regalo del jeque como parte del pago por el trabajo que realizo para él. Soy yo el que se hospeda aquí, y tú eres mi invitada. Vamos, Carolina —dijo con un tono persuasivo mientras el RollsRoyce atravesaba el exclusivo puente de acceso tras franquear una barrera de control con hombres fuertemente armados—. Estoy aburrido como una ostra, la suite es enorme y llevo ilusionado como un niño pequeño desde que sé que vas a venir. ¡Déjame mimarte un poco! Sé que todo esto te parece excesivo —abarcó con un gesto de la mano todo aquel paisaje falsificado—, pero tiene su encanto. Permíteme que te lo muestre. Ya lo verás.


Descendieron del coche. Los cuarenta y cinco grados de temperatura y la diferencia brutal con el aire acondicionado del vehículo casi hicieron desfallecer a Carolina, pero Martín la condujo del brazo hacia la escalinata de mármol que ascendía hacia el amplio vestíbulo de recepción. Una fuente de mil surtidores de agua con una estudiada iluminación otorgaba cierta paz al conjunto de la entrada. Alzó la vista hacia el cenit del edificio, y luego su mirada profesional recogió cada detalle de lujo y extravagancia: el pan de oro en los marcos de los ascensores, las puertas y los espejos; la mezcla de motivos clásicos griegos con los árabes; la limpieza inmaculada de cada rincón. —¿Vamos a la habitación? Aún es pronto para salir a cenar — interrumpió Martín su arrobamiento tras unos minutos. Ella despertó de la ensoñación, sorprendida de que él estuviera allí. —Sí, claro. Me vendrá bien una ducha. Si las zonas comunes eran espectaculares, cuando entraron a la suite Carolina ahogó una exclamación. Martín había escogido una de las que se inspiraban en el océano, y los colores azules, turquesas y verdes maridaban con el dorado y el blanco para crear una fantasía que deleitaba los sentidos. —Me alegra que te guste. Sé que el azul es tu color favorito, por eso elegí esta habitación —dijo él, que disfrutaba al verla gozar como una niña pequeña. Se echó a reír cuando Carolina se lanzó sobre la enorme cama con dosel, elevada en una plataforma. —Me encanta. ¡Me encanta! ¿De verdad tenemos que salir a cenar? —Compuso un puchero, denotando capricho, y se retorció sobre el cobertor de seda—. ¡Yo quiero quedarme aquí! ¿Has visto el espejo que hay en el techo? ¡Es tan grande como la cama! Martín soltó una carcajada al percibir el matiz lleno de juegos de su voz. —Mañana nos quedaremos todo el día aquí si quieres, pero hoy quiero enseñarte la noche dubaití. Vamos. —Le tendió la mano para ayudarla a salir de aquel agujero negro y Carolina se estrechó contra su pecho. Se abrazaron por primera vez desde que se habían visto. Las cosas con él eran así. Los tiempos siempre funcionaban distinto—. He encargado para ti algunas cosas. El sitio donde cenaremos requiere etiqueta formal y se me olvidó avisarte. — Carolina chasqueó la lengua en señal de fastidio—. Vamos. Consiénteme. Sabes que me encanta escoger la ropa para ti. Lo tienes todo en el vestidor, junto al cuarto de baño. Lo siguió por una escalinata. El baño no desmerecía el conjunto


de toda la suite. Sobre los mosaicos con motivos sugerentes se encastraban varios espejos de gran tamaño. Los productos eran todos de Hermès. Carolina cogió un par de toallas y sus dedos se hundieron entre los rizos de la tela esponjosa. —Ahora no voy a querer salir de aquí —protestó. —Tienes una hora. Yo me arreglaré en el aseo de abajo. Te dejo sola —dijo Martín. —No me molesta que te quedes aquí conmigo —replicó ella, espontánea. Él la miró tan solo un par de segundos, esbozó una sonrisa tenue y entornó la puerta después de salir. Carolina se dio cuenta. A ella no le molestaba… pero, a él, sí. Martín aborrecía todo lo que fuera prosaico y cotidiano, como darse una ducha, aunque fuera en el hotel más lujoso del planeta. *** Carolina se aferró al brazo de Martín. Era experta en el manejo de los tacones, pero con aquellos stilettos corría el riesgo de sufrir un accidente. La abertura de su vestido plateado, largo hasta rozar los empeines, dejaba ver sus piernas con un ondear sugerente. Martín tenía buen gusto y adoraba agasajarla. Antes se preguntaba si aceptar sus atenciones no la convertía en una prostituta de lujo; en ese momento ya no le daba ninguna importancia. —¿Cuánto falta para llegar? —preguntó, un poco impaciente. Los dos atraían las miradas mientras caminaban por el paseo de la Marina, flanqueado por rascacielos imposibles. —Antes quiero que veas algo —respondió Martín con una media sonrisa, sin dar más explicaciones. Ella no insistió. Fuera lo que fuese, valdría la pena. Un revuelo de turistas, gente bien vestida y familias se arremolinó hacia una pasarela de acero y cristal. Supuso que irían hacia allí, pero él la condujo hacia uno de los edificios. —Nosotros lo veremos desde otro ángulo. Vamos. La noche caía con un manto púrpura y magenta, pero no se veía ninguna estrella por culpa de las luces estridentes. Pese a la belleza del conjunto, Carolina no pudo evitar apreciar la cualidad quimérica que rodeaba cada rincón de aquella ciudad sin historia. Notó un vuelco en el estómago cuando el ascensor, en vez de ascender como ella esperaba, descendió a gran velocidad. —¿A dónde vamos? —Realmente estaba intrigada. —Eres como una cría que no puede esperar. Ya falta poco. Pasaron de largo una moderna barra de bar, en la que


degustaban cócteles algunos grupos de hombres y un par de parejas. Siguieron hasta un ventanal, en el que la lámina de agua de aquella especie de laguna en el centro de la ciudad lamía el cristal como una piscina eterna. —Estamos debajo del paseo marítimo —explicó Martín ante su desconcierto—. Mira. Ya empieza. De pronto, todo se oscureció. Carolina se apretó de manera instintiva a su cuerpo. Antes de que sus ojos pudieran acostumbrarse, un chorro de agua iluminado con un intenso color azul rompió en dos la negrura, acompañado de una música electrónica y pegadiza. Reprimió una exclamación de sorpresa cuando cientos de cintas acuáticas de colores lo siguieron, cruzándose en figuras imposibles al ritmo de la melodía. No se dio cuenta hasta pasados varios minutos de que estaban rodeados de gente que contemplaba el espectáculo embelesada, igual que ellos. Pese a la perfección del juego de aguas y luces, se estremeció. La temperatura gracias a la climatización, como en todos los lugares que había visitado hasta ese momento allí, era gélida en comparación con el infierno exterior, y se apretó contra Martín. Él la malinterpretó… o quizá no. Amparado por la oscuridad, deslizó una mano por encima de la tela satinada sobre sus muslos y buscó la abertura de la tela. Carolina se tensó; retuvo el aliento cuando los dedos se curvaron sobre su entrepierna. Nadie les prestaba atención, pero, cuando Martín comenzó a masajear sobre sus bragas sin preámbulo, reprimió un gemido. Se apoyó en el cristal para guardar el equilibrio, pero después se arrepintió. No quería que le llamasen la atención. Cerró los ojos y se aferró al antebrazo que la rodeaba por la cintura. El largo caftán de seda que llevaba, abierto para lucir el vestido, ocultaba un poco lo que hacían, pero el riesgo de que alguien los viera lo hacía aún mejor. Martín no paraba. Acariciaba con firmeza justo en el núcleo más candente de su sexo, en aquel botón mágico que disparaba su placer. Apretó los dientes. Estaba muy cerca… muy cerca… El público estalló en aplausos y las luces se encendieron. Martín cesó el contacto con brusquedad y Carolina emitió un quejido de protesta. —Me has dejado a punto de caramelo. ¿No podrías seguir un poquito más? —pidió con un tono de voz mimoso. Martín sonrió abiertamente, y ella supo que lo había hecho a propósito. —Después seguiremos. Vámonos a cenar.


Ofrecimiento Carolina observaba en silencio al grupo al que saludó Martín, compuesto por ejecutivos trajeados con sonrisas arrogantes y mujeres preciosas colgadas de sus brazos que parecían un poco ausentes, sin hablar entre ellas. Fue la única en rechazar la copa de Moët & Chandon; no quería tener resaca al día siguiente. Además, le interesaba el tema del que hablaban: petróleo, ¿sí o no? —¿Todo bien, Carolina? ¿Te aburrimos mucho? —le planteó uno de ellos con malicia cuando reprimió un bostezo entre las puntas de sus dedos—. Quizá quieras ir a bailar. Le molestó un poco el tono condescendiente, pero gracias a Óscar estaba muy al día sobre energías renovables. Sonrió con ironía ante el paternalismo de aquel hombre, de nacionalidad estadounidense. —Es el jet lag. Y no quiero bailar, gracias. Este vestido es para lucirlo en postura estática —bromeó mientras señalaba el escote profundo, provocando así que las miradas se desplazaran por el valle entre sus pechos—. Pero sí que me aburrís. El petróleo está demodé, por muchas y variadas razones. La primera, el calentamiento global. Así como el carbón fue desplazado por el petróleo, este lo será por las energías limpias. Su interlocutor soltó una carcajada incrédula, pero ella no se arredró. Martín levantó ambas cejas, y Carolina ignoró o no supo interpretar la advertencia implícita en el gesto. —Ah, ¿sí? ¿Y qué otras razones hay? Según muchos, eso del cambio climático no existe —el tipo la contemplaba con paternalismo y desdén—, y las reservas de petróleo siguen en plena explotación y rendimiento. ¡Que se lo digan a los noruegos! —Y los noruegos son pioneros en la investigación y desarrollo de energía eólica, geotérmica y mareomotriz. Por algo será —rebatió ella con contundencia—. Cuidan de su país. Buscan alternativas. Cuando llegue el momento, sea porque el petróleo quede obsoleto o porque no tendremos más remedio que abandonarlo por catástrofe ecológica, ellos tendrán alternativas. ¿Estados Unidos es tan previsor? El hombre prefirió abandonar el debate, levantó la copa hacia ella con una media sonrisa forzada y bebió. Martín se inclinó hacia ella unos segundos después. —Ya puedes marcarte una muesca en tu tacón. Es el presidente de Texaco en Emiratos, un pez bastante gordo —susurró contra su


cuello—. Lo has dejado fuera de combate. —Odio a los tíos prepotentes, ya lo sabes. ¿De verdad me has traído aquí para esto? Echó una mirada circular a la enorme discoteca, una fusión perfecta entre Oriente y Occidente que se equilibraba con las luces de neón y las telas vaporosas que separaban los distintos ambientes. La música techno también ensamblaba bien el choque de culturas, con sonidos electrónicos junto a cascabeles y laudes. Martín la miró en silencio unos segundos. —No. Ven. Te llevaré al lugar donde terminaremos la noche — contestó con un tono enigmático—. Llegaremos un poco antes de lo esperado, pero nadie nos molestará. Carolina hizo una señal de despedida hacia el grupo, sin importarle demasiado si se enteraban o no, y se dirigió hacia donde Martín señalaba. Sortearon a las personas que disfrutaban del alcohol prohibido, de las pipas de agua de las que emanaban vapores dulces e hipnotizantes, de las risas y charlas en distintos idiomas que invitaban a unirse a la conversación y averiguar algo más de sus dueños. Pero Martín la alejó de toda aquella vorágine y traspasaron una puerta que parecía repujada en plata y gemas de colores, y entraron en un mundo de piedra blanca y azul. —Es maravilloso. ¿Un spa? —preguntó Carolina, sorprendida de encontrarse con ese cambio. —Un hammam. Un baño turco, pero un poco especial. Aquí pueden estar hombres y mujeres juntos. Tú y yo tenemos un reservado. —Sonrió, con un brillo depredador en la mirada, y le tendió la mano—. Ven. Aquí nos darán toallas. Todo está preparado ya. Traspasaron otra puerta de madera y peltre tallado y accedieron a un espacio onírico. Unas pinturas, que Martín le explicó que eran frescos traídos piedra a piedra desde Estambul, rodeaban la estancia. Enclavada entre unos arcos de mosaico en blanco, dorado y azul, había una piscina cuadrada, no demasiado profunda, desde la que ascendían volutas de humo perfumadas con sándalo y otras maderas orientales. En el aire, Carolina reconoció la música sensual y lenta de Massive Attack. Perfecto. Cerró los ojos y sonrió. —Déjame ayudarte. —Martín se arrodilló frente a ella y rodeó su tobillo izquierdo entre ambas manos con delicadeza—. Estos zapatos tienen que ser una tortura para los pies. Ella se dejó hacer. Disfrutó del tacto de los dedos masculinos al


desabrochar la pulsera del tobillo y deslizar el stiletto con una sutil caricia sobre la planta del pie. Lo encogió un poco, presa de las cosquillas, pero él la aferró con fuerza. —Quieta —susurró. Su voz sonó oscura, ronca. —¿Estás excitado? —Carolina no pudo evitar cierta sorpresa, pese a que conocía de sobra los gustos de Martín. —Sí. Me encanta que te pintes de rojo las uñas. —La besó en el empeine mientras sostenía su pie como si de un tesoro se tratase. Carolina se apoyó en el hombro para mantener el equilibrio—. Tienes unos dedos minúsculos. Los introdujo uno a uno con delicadeza entre sus labios y los besó. Después los succionó y chupó, como si se tratara de un manjar gourmet. Ella cerró los ojos y una corriente eléctrica ascendió hasta el encuentro de sus muslos y murió en un estallido de placer. Martín sabía muy bien cómo utilizar sus recursos. Con las manos masajeaba su pie dolorido; con la lengua degustaba sus dedos. Cuando Carolina abrió los ojos y se topó de frente con su mirada, quiso que la lujuria se desviara hacia otros propósitos. —Vamos al agua. Ven. Él la miró como un niño al que le quitan un caramelo, pero acabó por esbozar una sonrisa. —Espera. Solo un momento. Carolina chasqueó la lengua con fastidio fingido, pero él le quitó el otro tacón con ceremonia y besó ambos pies descalzos. Después se incorporó lentamente, llevándose con él la tela satinada del vestido mientras dibujaba con su aliento una línea sobre la piel femenina. Se detuvo un instante frente al triángulo de encaje que velaba su sexo, sin tocarla. Ella solo podía sentir el roce de sus exhalaciones… cálidas… húmedas… entrecortadas por el deseo. —Venga, Martín —apremió con impaciencia. Él la sujetó de las caderas, de rodillas en el suelo aún, y posó los labios con suavidad justo en el centro de la uve que dibujaba su monte de Venus. Inspiró, deleitado con el aroma femenino, y presionó hasta arrancarle un gemido, buscando a ciegas con la lengua el botón duro del clítoris. —No tengas tanta prisa —susurró él, divertido por la manera en que Carolina hundió las yemas en su nuca y lo aferró del pelo—. Primero voy a desnudarte. ¿O quieres meterte en el agua con vestido y todo? Ella gimió, frustrada, pero él siempre tenía ganas de jugar. Martín agarró las bragas con los dientes y, con la mirada fija en los ojos


verdes, tiró de la prenda hacia abajo para quitársela. —Eres incorregible —dijo ella, incapaz de reprimir una sonrisa. —Bragas de encaje rojo a juego con las uñas. Hummm. Me encanta. Veamos qué más tienes para mí. Siguió con su plan de tanteo y provocación. Las manos fijaron el encuadre de su pelvis y utilizó la cara para despejarse el camino hasta la entrada de su sexo. Y hundió la lengua en la carne tibia. —Ah, Martín. Más. Quiero más. Él sonrió, arrogante. Sabía cómo obtener de Carolina lo que quería y puso sus dedos en juego también. Se esmeró en dibujar cada rincón, en llevarla al delirio y ser el causante de su respiración desesperada, de la manera en que las uñas se enterraban en su cuero cabelludo, del arqueo de su espalda para estrechar más el cerco. —¡Cabrón! —jadeó cuando estaba a punto de correrse y Martín volvió a dejarla a medias—. Necesito… —Cerró los ojos e intentó concentrarse en las palabras—. Necesito ese orgasmo. ¡Fóllame! Él se puso de pie al fin y la abrazó. Carolina percibió el sabor a sal y mar en su boca y profundizó el contacto, buscando la liberación que le faltaba. —Siempre con prisas…, jamás cambiarás. Martín deslizó los tirantes del vestido y el escote en uve se abrió para descubrir los pechos femeninos. Los pezones se endurecieron al contacto con el aire y la tela cayó al suelo en un charco de mercurio. —Me duelen. Siento dolor físico si no me tocas —intentó explicar Carolina, que se frotó con las palmas al ver que Martín no caía en la trampa. —Tengo el remedio para eso. —Se alejó hacia el baño de piedra y le tendió la mano en una invitación implícita. Carolina descendió por los escalones y reprimió un siseo. El agua estaba muy caliente. Pero, tras el primer contacto, era agradable sentir el abrazo con aroma a especias orientales sobre su cuerpo. Se hundió hasta el cuello y dio unas brazadas. —¿No me acompañas? —Miró hacia Martín, incitándolo con un movimiento sinuoso de su cuerpo empapado. —Has perdido la oportunidad de desnudarme —dijo él con una mueca triste, pero con los ojos brillantes por la diversión—. Tendré que hacerlo solo. Carolina abrió los brazos y los apoyó en el borde de la piscina, lista para disfrutar del espectáculo. Se relamió cuando él comenzó a


desabrocharse la camisa. La manera en la que manipulaba los puños resaltaba las líneas duras de sus manos. Al quitársela, enmarcaba sus pectorales bien definidos y la cuadrícula del abdomen. —¡No puedo creer que vayas al estilo comando! —rio ella al ver que se deshacía de los pantalones y no llevaba ropa interior. —Así es mucho más cómodo. Y rápido. —Dobló la ropa, metódico, recogió las prendas de ella también, y las dejó sobre la tumbona. Cogió un cuenco plateado en el que había unas esponjas naturales de gran tamaño y un frasco con un líquido oleoso, y se metió en el agua. Carolina se mordió los labios. Martín era un adalid de la masculinidad. Sus movimientos, contenidos y elegantes, destilaban seguridad. La manera en la que sus músculos estaban esculpidos invitaba a deslizar los dedos por las líneas pétreas. Descendió la mirada hacia el triángulo de Apolo, que señalaba su miembro en descanso. No importaba. Ya se encargaría ella de despertarlo para la acción. Se acercó a ella y dejó el cuenco en el borde. La atrapó contra la pared de piedra. —Te tengo una propuesta. Sin prisas. Algo para que consideres y le des una vuelta —dijo a un centímetro de su boca. Carolina lo tocó con la punta de la lengua. Él la frenó con un beso brusco—. En Dubái necesitan mujeres con garra que sepan manejar a hombres prepotentes y tengan talento. ¿Por qué no vienes a vivir aquí? Ella elevó tan solo un poco una de las comisuras de sus labios, por la ironía de aquellas palabras. ¿Realmente le estaba proponiendo que se fuera a vivir con él? Decidió jugar un poco. —Tengo un trabajo bien remunerado y mi vida está en Madrid ahora. ¿Qué tiene Emiratos que ofrecerme? —fingió dudar, y él lo sabía también. Martín la apretó contra la piedra. Los pechos de Carolina se aplastaron contra su tórax y percibió el bulto de su erección incipiente bajo el agua. Se contoneó para provocarlo. —Bueno… Aquí no hablaríamos de bien remunerado, sino de cantidades obscenas de dinero al mes. —Carolina se echó a reír y lo mordió en la barbilla para ganar tiempo—. Si te mueves en mi círculo, que lo harás, tendrás todos los gastos pagados, vivienda, coche… —Ajá —respondió ella. Le importaba una mierda el lujo y el modo de vida artificial de Martín. Y no escuchaba lo que quería oír: que el


motivo era que quería tenerla cerca. Continuó recorriendo con los dientes la línea de su mandíbula—. Sigue. ¿Qué más? —Tendrías la oportunidad de viajar. Sé que te gusta viajar. Yo ahora me muevo por todo el mundo… —Martín, tienes una flota de aviones de lujo. Tu trabajo es viajar. —No me refiero a eso. —En su voz se advirtió cierta impaciencia. Empujó con las caderas y Carolina se echó a reír al sentir su polla enhiesta presionarla en el vientre—. Y sabes lo que quiero decir. Ella clavó la mirada en sus ojos oscuros, un poco harta de aquel juego. —No. No lo sé. ¿Qué quieres decir? —Su sonrisa destiló crueldad y no pudo evitar la tentación de ponerlo entre la espada y la pared—. ¿O acaso es que quieres que me venga a vivir aquí por ti…? La boca de Martín se estrelló contra la suya en un beso indolente. No contestó, y Carolina no pudo evitar sentirse decepcionada. Jamás obtendría ninguna seguridad, ninguna concesión de parte de él. No lo diría nunca, aunque lo deseara. A cambio, se sumergió en el agua y sopló burbujas sobre su sexo, provocando unas cosquillas sublimes. Succionó su clítoris hasta hacerla gritar, la penetró con los dedos y la llevó al delirio de nuevo. Una y otra, y otra vez, al ritmo de Teardrop, una de sus canciones favoritas. —Martín, ¿qué quieres de mí? —preguntó con la voz ahogada en placer cuando él la tendió sobre la piedra caliente y, tras ponerse un condón, entró en ella con desesperante lentitud. La abrazó, con brazos y piernas, en un intento de darle con su cuerpo la seguridad que no podía darle con sus palabras. Y no contestó. Se retiró hasta casi salir de ella, engarzaron las miradas en un tempo perfecto, y se besaron con los ojos abiertos, sin miedos, pero con todas las barreras emocionales alzadas. Volvió a enterrarse en su sexo y emitió un gruñido agónico de placer. Carolina lo acogió sin reservas, pese a todas sus reticencias. La manera en la que follaba Martín en ese momento era lenta y suave, le hacía bajar la guardia y relajar sus músculos… hasta que, de repente, cambió el ritmo de sus acometidas y se desató entre sus piernas… rápido, profundo, con pleno control, golpeando una y otra vez la diana certera de su clítoris. —Vamos, Carolina, córrete para mí —la alentó con los labios sobre su boca. La mordió y tiró del labio inferior con delicadeza, mientras la penetraba con ardor. Ella dejó escapar un sollozo


cuando Martín se incorporó para tener mejor acceso. —No puedo. Es demasiado. —Ya había perdido la cuenta de los orgasmos. Se dejó hacer cuando le levantó las rodillas. La invasión en su carne se profundizó—. Oh, joder… No puedo. —Lo veremos —dijo él. Lubricó dos de sus dedos con el aceite de la botella e inició un masaje circular en su ano apretado—. Quiero que te corras. Primero tú sola. Luego conmigo. Vamos — susurró con voz ronca. Movió la pelvis, el hueso púbico presionaba en el punto exacto que la hacía gritar. Intensificó la incursión morbosa de sus dedos al tiempo que mantenía el ritmo castigador de su penetración. Acarició sus pantorrillas, suaves por el efecto del agua caliente y el vapor que los rodeaba—. Hummm… Me encanta la visión de tus rodillas junto a tu cara. El movimiento circular de su pelvis la elevaba, y Martín aprovechaba para introducirse aún más en ella, para dilatarla… para prepararla. Paladeó un instante con los ojos cerrados la anticipación al notar el cuerpo femenino, tenso y tembloroso, a su merced. —Oh, joder… —Carolina se arqueó al recibir el primer latigazo del orgasmo anal. Sollozó. Las oleadas de placer abrumaron su cuerpo y boqueó para robar oxígeno de aquel vapor denso y aromático—. ¡No! —protestó, airada, cuando Martín abandonó su interior. Su sexo palpitó, codicioso, aún estremecido por las réplicas del éxtasis, pero él quería otra cosa. El rombo de su sexo mostraba los orificios expuestos, cálidos, solo para él. Haciendo gala de su magnífico autocontrol, se hundió en ella de nuevo, esta vez en el trasero, ya listo para su incursión. Y la empaló con suavidad y delicadeza. Carolina emitió un gemido largo, desgarrado, en paralelo a su invasión. —Carolina, despacio —pidió Martín, conteniendo la voz con esfuerzo. Le costaba retener sus instintos cuando ella se retorcía así, desvalida, hambrienta—. Todavía no. Ella soltó una carcajada desesperada. Retrasar la gratificación. Prolongar la agonía. Dilatar el momento. No satisfacer el primer impulso y racionalizar el deseo hasta volverse locos. Jamás aprendería una mejor lección sobre el sexo y sobre sí misma. Un profundo sentimiento de gratitud hacia Martín la inundó. Todavía cabía más placer. Con la yema del pulgar, Martín acarició su sexo, dibujando una línea de ternura y suavidad. Rodeaba con delicadeza su clítoris cuando llegaba a él, presionaba y se alejaba. Y Teardrop sonaba en bucle. La mano libre ascendió por la bisectriz


de su abdomen, serpenteó sobre su ombligo y se dedicó con devoción a sus pezones. Carolina hundió con desesperación los dedos en su propia melena, todo su cuerpo convertido en miel caliente. —Ya no puedo más, Martín. Por favor. Por favor. Por favor — suplicó en un staccato agónico—. Por fav… ¡Oh, joder! Él alzó las caderas, levantándola por el culo, hundió un dedo en su sexo, presionó su clítoris y pellizcó con fuerza uno de sus pezones. Todo a la vez. Carolina alcanzó de nuevo el orgasmo entre gritos. Las lágrimas rodaron por sus sienes sin control. Los gruñidos masculinos de Martín al correrse mantuvieron el cenit del placer en su máxima expresión durante varios segundos. Se desplomaron juntos sobre la piedra, extenuados. Se abrazaron para darse el uno al otro las respuestas silenciosas que jamás pronunciarían en alto. Carolina lo intentó una vez más. Se sumergieron en la piscina tras recuperar fuerzas y Martín adoró su piel con la esponja en silencio, evitando esta vez los puntos más delicados, todavía hipersensibles por la sesión brutal que acababan de finalizar. —No me has contestado. Él dejó caer una sonrisa resignada y se encogió de hombros en un gesto que se le antojó casi infantil. —Es solo una oportunidad de futuro, Carolina. Solo te digo que lo pienses.

La arena del desierto

Era el tercer día consecutivo que se despertaba sola en la enorme cama. Martín se había marchado ya. Siempre tenía una reunión, un viaje, un encuentro… Jamás habían pasado una noche juntos de manera normal. La sensación de frío fue tan cruda como el golpe de aire acondicionado sobre la piel. Suspiró. Al menos no estaría sola. Tenía una invitación para montar a caballo con Khalid. Un sentimiento reconfortante la invadió al pensar en el árabe. No era mucho el tiempo que habían pasado juntos, pero había dejado una huella en ella, despertando su curiosidad por el mundo árabe y sus costumbres, y unas eternas ganas de volver a Marruecos. —¿Preparada para recorrer el desierto? —La mirada brillante y despierta la recibió junto con sus brazos abiertos. Carolina se dejó caer en el abrazo de su cuerpo fibroso y acogedor. Lo necesitaba. —Nací preparada —dijo ella con una sonrisa desafiante.


No se veían desde hacía varios meses, pero era como si no hubiera transcurrido el tiempo. La complicidad forjada en los pocos días que pasaron juntos en Esmara se mantenía intacta. El trayecto hasta unas instalaciones ecuestres a una hora de la ciudad, enclavadas entre las dunas doradas, se le antojó corto gracias a la conversación culta y entretenida de su anfitrión. —¿Qué te preocupa, bella Carolina? —le preguntó Khalid mientras enjaezaban una pareja de preciosos caballos de pura raza árabe. Ella acarició el cuello arqueado de la potranca alazana, con un brillo en el pelaje que lo hacía parecer metalizado, sin saber qué contestar. Khalid no insistió, y juntos sacaron a los animales de la cuadra. Caminaron en silencio, sin montar todavía, llevando las riendas de cuero, con bordados de vivos colores, por la avenida flanqueada de palmeras. Cuando se acabó la pista de césped digna de un campo de golf, montaron por fin. Carolina tenía miedo de no equilibrarse bien sobre la joven yegua, pero sus piernas abrazaron la silla con comodidad. Se apoyó en el respaldo de madera y cogió las riendas en un movimiento brusco. —Con calma. Esta pequeña tiene una boca sensible —advirtió Khalid cuando el animal levantó la cabeza, en un gesto que parecía de ofensa por el trato recibido. Ella relajó las manos y exhaló el aire despacio. Le encantaban los caballos, pero siempre le invadía un sentimiento de aprensión cuando montaba, a causa de una violenta caída que sufrió cuando era pequeña. Recordó con nostalgia a su padre, que la había obligado a subirse de nuevo al poni, un Shetland rebelde y con mal genio, para superar el miedo. Y, desde entonces, Carolina aplicaba esa máxima en todos los aspectos de su vida: si caía, volvía a intentarlo. No se rendía. Perseveraba hasta el final. Khalid abrió una cancela y salieron por fin al mar dorado del desierto. Con un grito tuareg, azuzó a su caballo, que levantó una estela de arena. Sonrió. Si quería una buena carrera, la iba a tener. Espoleó a la potra, que alzó la cola e irguió las orejas, feliz de lanzarse al fin a galope tendido sobre la arena. Saboreó con fruición la sensación. Una libertad distinta, pura, sin consecuencias. Hizo un nudo a las riendas y las abandonó sobre la cruz, abrió los brazos contra el aire caliente y cerró los ojos para dejarse llevar. Notaba el tórax de la purasangre expandirse con el esfuerzo, los músculos ondular cuando comenzó a subir por una


duna, y el picor del sol intenso sobre la piel. Soltó un grito sin contenciones… hasta que le dolió la garganta, hasta que disminuyeron el paso y se dejó caer sin fuerzas sobre el cuello del animal. Aspiró el aroma picante del sudor y la palmeó. —Buena chica —murmuró mientras llegaban a la altura de su amigo, que esperaba en lo alto de la duna. Él le mostró la inmensidad del desierto. A lo lejos solo se veía el oasis verde y rojizo de la yeguada. Alrededor, solo arena. —Es increíble que se haya levantado una ciudad tan moderna en un sitio como este —dijo, incrédula, cuando él acabó su explicación. —Es muy poco lo que no consigue el dinero, bella amiga. El petróleo levanta y derriba reinos —sentenció Khalid. Ella puso los ojos en blanco al recordar la conversación sobre distintas fuentes de energía que había tenido con los conocidos de Martín. —¿Tú también eres defensor de los combustibles fósiles? — preguntó con una sonrisa suspicaz. —No, pero aquí es la realidad. Todo gira en torno a las fortunas alimentadas por el petróleo. —Sonrió, resignado. No lo cuestionaba. Carolina supuso que era la realidad de casi todos los millonarios por allí—. Pero no es eso lo que te preocupa. No te he visto sonreír y tus ojos están apagados. Alargaron las riendas y se relajaron sobre sus monturas. Siguieron la línea natural de la duna, con el paso ahora más tranquilo después de desfogarse en la carrera. —Martín me ha propuesto que me venga a vivir a Dubái — murmuró al fin Carolina, más para sí misma que para Khalid. Él respondió con una risa ronca y vibrante. —Este lugar tiene mucho que ofrecer. —Estoy segura —dijo ella, sin poder evitar el tono de voz mordaz. —¿No te ha gustado su… oferta? Ella se echó a reír. Bajó el tronco hasta que su rostro tocó las crines suaves y rojizas de la potranca. Le encantó la precaución de Khalid al plantear la pregunta. —Oferta. Eso es. Martín me ha hecho una oferta de negocios. Nada personal, ¡Dios nos libre de que involucre el más mínimo sentimiento, por favor! —De modo que se trata de eso —respondió, pensativo, Khalid—. ¿No era eso lo que esperabas? —Hace tiempo que no espero nada de él. Pero es cierto que, cuando me lo propuso, tenía la esperanza de que hubiese otro


motivo detrás —confesó Carolina al fin. Sabía que Khalid no traicionaría sus confidencias—. Y que ese motivo fuera yo… pero no. Mencionó sueldos estratosféricos, posibilidad de viajar, codearme con la jet set mundial… —Se señaló a sí misma y después a él—. A veces me pregunto por qué ni siquiera puedo tener esto con Martín. Algo, ¡lo que sea!, que no involucre lencería, zapatos o sexo. Ni tan solo las conversaciones con él son normales. Khalid detuvo a su semental azabache en lo alto de una duna. El paisaje era espectacular; árido, inhóspito, pero de una belleza inmensa. —¿De verdad imaginas a Martín ensillando un caballo?, ¿cubierto de polvo? —Rio al pasar las yemas de los dedos por su frente y se los mostró a Carolina, tiznados de una capa rojiza—. Él es como esta ciudad. Hecho a sí mismo. Forjado en hierro y acero de la nada. De arena y piedra. De sufrimiento y deseo de libertad. Y, como ella, no permitirá que nada ni nadie lo cambie. Carolina asintió. La explicación daba en el blanco. —Cada vez se aleja más de lo cotidiano y lo prosaico. Creo que hasta le molestó cuando le dije que tenía que ir un momento al cuarto de baño. Khalid soltó una carcajada espontánea y asintió. —Ah, mi bella Carolina. Amas a un hombre complejo, excéntrico. Pero, créeme, te adora. Eres su diosa Minerva, te tiene en un pedestal. Podrá disfrutar de otras, pero a ti te venera. —Ya, pero a su manera y bajo sus términos y condiciones — rebatió ella. Le pareció que su amigo lo excusaba de algún modo—. Y a mí todo esto no me colma. El sexo, los lujos, las extravagancias… no me llenan. —Lo sé. ¡Ah!, y él lo sabe. Por eso no te dice lo que quieres escuchar. Por eso no dice «Carolina, ven a vivir conmigo a Dubái». No presiona. Te alienta a que sigas con tu extraña relación con… ¿Óscar, se llama? Carolina asintió, sorprendida de que fuera poseedor de esa información sobre ella. Hizo un gesto para animarlo a seguir. —Renuncia a ti porque te ama y no existe mayor generosidad. Piensa en ello. Sabe que no puede darte lo que necesitas, y por eso te deja ir. —Yo no lo veo así. A mí su postura me parece egoísta. Solo nos vemos si le viene bien a él, y si me muevo yo hacia él. Me lo da todo, es cierto —concedió Carolina al pensar en la magnificencia de todo el viaje. Aun así, no era suficiente—. Y yo me siento a veces…


utilizada. Se sorprendió al verbalizarlo. Pensar en voz alta con Khalid la había ayudado a dilucidar ese malestar soterrado que acompañaba últimamente sus encuentros con Martín. —Entonces habla con él. Establece tus propias condiciones — concluyó el árabe con contundencia—. Haz lo que te convenga a ti, y no lo que le convenga a él. Después de todo, sois pareja, ¿no es así? Aunque sea una pareja curiosa, en verdad. —Tienes razón. —Alzó la cabeza, asombrada, y sonrió al entender que daba en el clavo. Había encontrado no solo el motivo de su malestar, sino también la forma de solucionarlo—. ¡Gracias, Khalid! Pensaré en ello. —Mientras lo haces, ¿qué tal otra carrera hasta aquellos promontorios de piedra? Yallah! Yallah! —Espoleó a su caballo y se alejó al galope por la arena, dejándola de nuevo atrás. Carolina sonrió. Khalid tenía razón. Martín la idolatraba como a una diosa y le regalaba un mundo con el que jamás habría soñado vivir. Y Óscar colmaba su necesidad de afecto, la acompañaba en su día a día, correspondía a su amor y lo nutría sin condiciones. Y, además, cada vez era más abierto en relación con el sexo. Lo tenía todo. Y no podía ser más feliz.

Ofrecimientos

Óscar fue a recogerla al aeropuerto, incapaz de esperarla en la oficina. Había llegado de la montaña tan solo el día anterior, tras cuatro jornadas agotadoras en el Mont Blanc que le habían dejado poco tiempo para echarla de menos. Pero volver y no tenerla cerca se le hizo insoportable. La divisó entre la gente antes incluso de que saliera por las puertas de cristal. Era difícil no identificarla. Destacaba entre la masa gris de viajeros con su aura única, sensual, femenina. Hasta cuando empujaba el carrito de las maletas con despreocupación volvía cabezas y provocaba miradas de admiración… y, en él, esa punzada de deseo que, pese a poseerla de una y mil maneras distintas, era imposible de sofocar. —Hola, mi amor —lo saludó Carolina, que le echó los brazos al cuello. —Hola, neska. Por fin estás aquí. La besó en los labios, de un rojo pecaminoso, y se abrazaron con


las ganas acumuladas de casi una semana sin verse. —Te he echado de menos —susurró ella, mimosa. Deslizó la lengua con disimulo por su cuello, atrapó el lóbulo de la oreja y lo mordisqueó. Óscar carraspeó, incómodo. —Carolina, compórtate. —Sí, mi amor —dijo con docilidad, pero su verde mirada traslucía todo lo contrario. Entonces su mano se deslizó por dentro de su camisa para recorrer con las uñas la piel de su espalda—. ¿Cómo ha ido todo en mi ausencia? Óscar hizo un esfuerzo por concentrarse y le contó las últimas novedades de CreaTech mientras llegaban al aparcamiento. No reconoció aquellas maletas de tela de Louis Vuitton, ni tampoco necesitó preguntar de dónde venían, pero no pudo evitar el comentario al respecto. —Has ampliado tu repertorio de maletas. ¿Muchas compras por Dubái? Carolina se echó a reír y apartó su preocupación con un gesto displicente. —Ya sabes cómo es Martín. Intenta compensar sus incompetencias emocionales con regalos materiales —soltó con una crueldad involuntaria. Óscar se mordió la lengua para no reír. Se sintió un poco culpable por lo mucho que aquella respuesta le gustó. —¿Vamos a la oficina? —le propuso tras acomodarse en el asiento del conductor y ponerse el cinturón. Carolina acarició con los dedos el pelo corto de su nuca. Él cerró los ojos, dejó caer la cabeza y ronroneó de placer. —No. Vamos a casa. Quiero estar contigo. Aquella sencilla afirmación le gustó aún más y enfiló hacia Las Tablas. El apartamento de Carolina quedaba mucho más cerca del aeropuerto que su casa. En el desvío por la M-30, Carolina desplazó la mano desde su muslo hacia la cremallera de su pantalón. —A ver, neskatxa, que tengo que concentrarme en la carretera — dijo muy poco convencido. Ya se había abierto camino hacia el bóxer y buscaba su pene, que despertaba, perezoso, al contacto con sus dedos. Lo tentaba hasta el punto justo, sin que mostrara demasiado interés—. ¿Qué pretendes? —Ponerte cachondo, pero solo un poco —contestó ella con un bostezo, cansada por el viaje—. No te quiero agresivo en la cama hoy. Te quiero lento, mimoso. Quiero que me consientas. Óscar aceleró por la autopista con una sonrisa depredadora. Le


daría lo que quería. Era una de las grandes, enormes, ventajas de estar con una mujer como ella. No necesitaba andar adivinando, interpretar señales confusas o ir a ciegas. Carolina sabía lo que quería y lo exigía sin rodeos. Y eso lo excitaba hasta el delirio… aunque no siempre tenía por qué darle lo que pedía, y eso formaba parte del juego también. Le gustaba su piso. La mano experta de decoradora hacía del apartamento de dos habitaciones un lugar especial, gracias al aroma a azahar, los colores claros, las plantas colocadas en lugares estratégicos, aunque un poco mustias por la falta de atención… Y le encantó descubrirse en fotos de los pocos viajes que habían hecho juntos en aquellos meses de locura. Se desprendió de la chaqueta mientras observaba una anomalía: no tenía ninguna de Martín. —¿Y Martín? No tienes ninguna foto con él. Carolina lo abrazó desde atrás. Sus dedos, ágiles, comenzaron a desabrocharle la camisa, botón a botón, mientras frotaba los pechos contra su espalda y tentaba su cuello con besos ligeros. —Él no forma parte de mi día a día, Óscar. No forma parte de mi vida. Si acaso, de algunas noches —explicó de forma sucinta—. Ya sabes que el espacio que ocupa es muy acotado. Él lo quiere así y a mí me ha costado entenderlo, pero ahora sé que es mucho mejor. ¿No lo crees tú también? Tiró de los faldones metidos en el pantalón, y deslizó la camisa por sus hombros poderosos. Óscar cerró los ojos cuando las manos femeninas, siempre con las uñas, como a ella le gustaba, se deslizaron por sus bíceps y retiraron por fin la prenda. Continuó por la línea de sus hombros y descendió por la columna vertebral. —Sabes que me da igual —mintió con la naturalidad de siempre —. Se te están muriendo las plantas —añadió para cambiar de tema con rapidez. Tan solo rozó una de ellas con los dedos y una lluvia de hojitas mortecinas cayó al suelo—. Asesina de plantas… Carolina se echó a reír. Clavó la punta de su dedo índice en el pecho de Óscar y lo punteó, acusadora. —La culpa es tuya. Paso demasiado tiempo en tu casa. No me extraña que mis plantas estén todas agonizando. Lo apartó de allí y lo condujo hacia el centro del salón. —Lo que tendrías que hacer es traerte las plantas contigo, junto con todas tus cosas… y venirte a vivir conmigo —soltó él con un tono enfurruñado. Se puso rojo como la grana cuando Carolina abrió mucho la boca y los ojos, en una expresión de pura sorpresa. —¿Cómo?


—Ya me has oído —replicó él. Rezongó y tiró de ella hacia la habitación—. Vamos. Sabes que me muero de ganas de que te mudes, y así tus plantas sobrevivirían. —No. Aquí. En el sofá —ordenó Carolina, sin contestar. Una vez más, los actos hablarían en lugar de las palabras. Se arrodilló frente a él y le desabrochó el cinturón y los pantalones. Óscar encerró su rostro entre las manos y la obligó a alzar la barbilla hacia él. Estudió su mirada febril, hambrienta, y sus labios entreabiertos. —Eres una mujer con una misión —declaró con una sonrisa divertida. —Llevo pensando en esto desde que el avión ha aterrizado — replicó ella. Le bajó el bóxer con un movimiento brusco y acogió en su boca la longitud de su erección. Óscar boqueó, sorprendido. Tuvo que sostenerse con una mano de la pared ante la súbita invasión. Carolina succionó con profundidad, lo hundió en su garganta con pericia, con ambas nalgas agarradas en sus palmas abiertas. —Ah, ¡pequeña! —exclamó él en puro delirio. Arqueó la espalda y sujetó su melena corta con la otra mano. Abrió las piernas para ampliar la base de sustentación y no perder el equilibrio. Con ella le temblaban las rodillas, sus caderas se movían espasmódicas. Perdía el control. Carolina sonrió, perversa, con su polla en la boca y se atragantó. Aquello le provocó todavía más risa y tuvo que retirarlo un poco. —Ven, vamos a la cama, al sofá, al suelo… donde cojones quieras, pero ven aquí —dijo él con la voz ronca por el deseo. Tiró de su pelo para obligarla a ponerse de pie—. Ven aquí, joder. Me vuelves loco. ¿Has visto en lo que se ha transformado mi vida desde que estoy contigo? —No pudo evitar cierto filo acusador en el tono —. Una puta locura. Carolina se aferró a su cuello cuando él la levantó para llevarla en brazos hasta la habitación. Quería estar cómodo, que nada los interrumpiera; que, después de follársela hasta el dolor y caer rendidos, pudieran abandonarse entre las sábanas y caer en coma sin preocuparse de nada más. —¡Óscar, cuidado! —rio ella cuando cayeron sobre la cama y el cabecero golpeó la pared con estruendo. —Me importa una mierda. Ábrete para mí. Vamos. Carolina adoraba la manera primitiva, casi torpe, con la que él exigía en el sexo. Enroscó el brazo en una de sus piernas y la


penetró con furia. Con la otra mano en el cuello, la placó sobre el colchón. Inmovilizada así, Carolina se sometió a sus designios, hecha arcilla entre sus dedos. Desvalida ante su superioridad física, se dejó hacer, excitada por el acierto con el que la empalaba y a la vez estimulaba el núcleo más candente de su placer. —Ah, Óscar… Él dejó escapar una sonrisa arrogante al ver sus ojos en blanco. Adoraba dejar su cuenta en superávit. Segundo orgasmo de la noche para ella. Disminuyó la violencia de sus acometidas para deleitarse en los besos que el interior de su sexo le regalaba. Gimió cuando se le hizo cada vez más difícil mantener el control. —Óscar, por favor… no pares —suplicó ella. —Pero qué avariciosa eres —murmuró sobre sus labios. Recibió un mordisco suave en respuesta que estiró su labio inferior, y notó cómo Carolina se constreñía para forzar su caída en un movimiento experto de pompoarismo—. Hummm, neska. Era morbosa, sucia… tal y como tenía que ser una mujer en el sexo. Jamás había tenido una pareja así. Notó que las manos que agarraban sus nalgas le abrían el culo con suavidad y acariciaban sus testículos y el ano desde atrás para añadir peligrosidad y excitación al juego. Lanzó un gruñido de advertencia y profundizó la penetración. —Carolina, espera. Espera… —Quería ese tercer orgasmo de ella. Quería ganar tres a uno, pero no estaba seguro de poder conseguirlo si seguía apretándolo así en su interior. —No. Quiero que te corras. Ahora. ¡Ahora! —ordenó ella, impaciente. Le abrió más las nalgas e introdujo el índice en su ano. Un latigazo inesperado de placer precipitó su caída al abismo cuando comenzó el masaje prohibido en el punto de placer masculino más oculto. Respondió con un grito desgarrador. —¡Carolina! —jadeó, indefenso entre sus manos. Sus caderas vibraron mientras eyaculaba en su interior ardiente y ella, sí, se corría por tercera vez con una carcajada triunfante. Se movieron en una locura de sudor, saliva y lágrimas. La intimidad los unía en un nudo de fluidos y almizcle amargo. Los estertores agónicos del final eran deliciosos, y quiso prolongarlos hasta lo absurdo, pero ella había consumido hasta la última gota de sus energías. Se desplomó sobre su cuerpo, sin fuerzas, exhausto—. Me vas a matar. —Cualquier día de estos nos encuentran a los dos muertos, en pelotas, en la cama —rio ella, también sin aliento, aplastada bajo el


peso masculino de Óscar. —Dime que lo pensarás…, lo de venirte a vivir conmigo — murmuró él, entre la modorra por el sueño y el sexo—. Prométeme que lo harás. Carolina adoraba tenerlo así, derrotado, sobre ella; rendido al fin. Se preguntó el porqué de esa eterna competición que mantenía con todo y con todos. Solo después de alcanzar el nirvana, cuando se despojaba de la coraza con la que se protegía de aquello a lo que temía, Carolina era capaz de verlo tal y como era: un hombre inseguro, uno que no terminaba de encontrar su lugar. —Te lo prometo. Lo pensaré.

Privado

Carolina frunció los labios en un mohín de desagrado. Necesitaba salir a tomar algo, aunque fuera un café. Llevaba varias semanas de su piso al trabajo o a la casa de Óscar, sin un momento de relax. Él seguía con un grado máximo de estrés y costaba sacarlo hasta para tomar un café por Juan Bravo. Los días en el Mont Blanc parecían haberlo calmado un poco, pero en ese momento quedaban olvidados entre montañas de papeleo, proyectos y reuniones. Así que, aprovechando que Martín volvía a Madrid por unos días, quedaron… y a él no le hizo demasiada gracia, claro. —Óscar, ¡me hace falta un poco de aire! ¡Estamos sometidos a demasiada presión! —exclamó con hastío. Abrió las manos, desconcertada. Necesitaba que lo entendiera—. Si tú no quieres moverte de casa, lo comprendo. Estás agotado y no te apetece salir. Genial. ¡Pero a mí sí! —¿Y tiene que ser con Martín? Su tono de aparente despreocupación no la engañó. Carolina amusgó los ojos. Ese era el problema de fondo, lo que le molestaba en realidad. Por mucho que asegurara que no tenía ningún problema con mantener una relación abierta, momentos como aquel le hacían entender que no lograba superarlo. —Cariño, ¿en serio? —Se cruzó de brazos y clavó los ojos en él. —Ya sabes que no me importa, pero no hace ni un mes que has vuelto de Dubái. ¿No fue suficiente? —Ella se echó a reír ante su tono infantil—. ¿Por qué no quedas con Ainara? Seguro que ella también quiere salir. Carolina soltó una carcajada. —¡Porque Ainara está en otro planeta, Óscar! En el planeta de criar dos niños, cambiar pañales y preparar potitos. —Puso los ojos


en blanco. Estaba cansada de intentar hacérselo entender—. Por muy buenas amigas que seamos, sus desahogos sobre la maternidad y lo mucho que echa de menos los viejos tiempos no es precisamente relajante. ¡Prefiero una buena sesión de sexo con Martín! Él apretó los labios en una línea fina. —Vale. Me queda claro. Haz lo que necesites —masculló con tono gélido. Carolina se arrepintió de sus palabras. No habían sido una buena elección. Óscar era generoso en extremo con ella en ese sentido. Siempre posponía su placer, y, por supuesto, lo había interpretado como lo que no era: que no tenía suficiente con él. Soltó un suspiro exasperado y lo abrazó. —¿Por qué no vienes con nosotros? Es una fiesta privada, estaremos en un lugar seguro y con máxima discreción. Él negó con la cabeza, como tantas otras veces que ella lo había invitado a compartir esa parte de su vida con él. Sin embargo, esa vez Carolina atisbó un destello de duda. —No, neska. Sabes que prefiero no saber nada de lo que hacéis tú y Martín. Ni vuestros encuentros, ni los viajes… —Cerró los ojos y agitó su pelo rubio, apartando con las manos un fantasma invisible —. Ya sabes. Ojos que no ven, corazón que no siente. Tenía miedo a sufrir. Y a Carolina se le hizo todavía más evidente que debía levantar esa cortina de recelos y tabú que hacían que lo que él imaginaba fuese peor que la realidad. Volvió a la habitación de Óscar y abrió su armario. Él la siguió, desconcertado. —¿Se puede saber qué haces? ¡Voy a quedarme en casa! —No. Vas a venir conmigo. Te vas a poner guapo para mí. — Sacó unos pantalones de tela de gabardina, una camisa azul cielo que le quedaba de miedo y un cinturón de cuero. Los puso sobre la cama—. Quiero que lo hagas una sola vez. Y si hay algo que no te guste, que te parezca raro, repulsivo, inadecuado, ¡lo que sea!, nos vamos los dos. ¿Me oyes? —La determinación de Óscar se tambaleó. Quería conocer su mundo, y a la vez le tenía un pánico indecible a su propia reacción—. Así dejarás de pasarte películas de lo que ocurre cuando Martín y yo estamos juntos, porque estoy segurísima de que lo que pasa por tu cabeza es infinitamente peor que la realidad. ¿De acuerdo? Transcurrieron unos segundos tensos. Se sostuvieron la mirada, retándose, cada uno enrocado en su posición inamovible. Y, por primera vez, Óscar cedió.


—De acuerdo. Iré contigo. *** No estaba muy seguro de la decisión tomada cuando llegaron por fin al lugar convenido. El mármol del portal, que pertenecía a un edificio señorial del barrio de Salamanca, estaba bien restaurado, pero la puerta de madera y hierro forjado no mostraba ningún indicio de lo que escondía en su interior. Carolina llamó a una aldaba de aspecto lustroso y antiguo. —¿Qué clase de lugar es este? —preguntó Óscar, intrigado. Carolina reprimió una sonrisa ante su suspicacia, que lo volvía brusco y cortante. —Ya lo verás. Una mujer vestida con una camisa blanca impecable, una falda negra y un estrecho corsé de cuero salió a su encuentro y los condujo, tras un breve saludo, por un pasillo de piedra. Óscar se aferró a ella de manera instintiva. Sus pisadas resonaron sobre el suelo pulido. Las paredes estaban iluminadas con pequeñas antorchas de fuego real que proyectaban sombras traviesas. Nada de luces eléctricas. Todo exhibía un aspecto auténtico, a la par que decadente. —Tenemos que esperar un momento —aclaró Carolina al ver que Óscar se había perdido la explicación discreta de la mujer, entretenido en estudiar los detalles del vestíbulo donde se habían detenido. Un pesado cortinaje de color púrpura, de una tela suntuosa, desveló una puerta tachonada con clavos intimidantes. Óscar no pudo evitar deslizar las yemas de los dedos por ella. —¿Te gusta? —tanteó Carolina al ver su fascinación. —No lo sé todavía —respondió él, aún precavido. Pero ella pudo ver la curiosidad en sus pupilas dilatadas cuando las cortinas se abrieron para darles paso al salón principal. —Vamos. Martín nos espera. —Dios mío. Joder… El murmullo de voces y risas, acompañado por una música sugerente, se mezclaba con el choque de copas y vasos. Una amplia estancia, iluminada por una enorme araña de cristal cargada de miles de velas, cobijaba las escenas más selectas. En el centro, una mesa redonda alojaba seis jugadores de póquer vestidos tan solo con unas pocas prendas de ropa. Alternaban risas y seriedad mientras el crupier, el único ataviado con un esmoquin impecable, repartía las cartas. —¡Bienvenidos! —saludó Martín, que salió a su encuentro con


una sonrisa desenvuelta. La de Óscar se tambaleó ante su seguridad, pero estrechó su mano con firmeza. No pudo evitar el destello de celos cuando besó a Carolina en los labios, pese a haber presenciado aquella escena decenas de veces. Seguía sin acostumbrarse a compartirla, a pesar de que aseguraba que era así. Pero sus ojos se desviaron hacia el sonido de la carcajada desinhibida de una mujer. Acababa de perder una mano y se despojó, con elegancia y descaro, de la última prenda que la cubría: unas bragas de encaje. Las deslizó por sus caderas con un movimiento rápido y sinuoso, los ojos clavados en él y una sonrisa tenue. Óscar apartó la mirada, turbado. —Aquí está todo permitido, cariño —dijo Carolina tras él. Lo había pillado. Le dio un beso en la mejilla y miró también a la mujer, que lanzó las bragas con gesto displicente al centro de la mesa de póquer entre los aplausos de sus compañeros de juego—. Haremos lo que tú quieras, ¿de acuerdo? —Está bien —murmuró Óscar, incómodo por haber sido atrapado en aquel intercambio de miradas con la desconocida, pero saber que Carolina se había dado cuenta lo excitó aún más. —¿Damos una vuelta? —ofreció Martín, ajeno a su pequeña aclaración de pareja. Les ofreció a los dos el brazo. Carolina aceptó encantada, pero Óscar prefirió mantenerse a su aire. No sabía dónde posar los ojos, si en la cruz de San Andrés, de cuyas aspas pendían unas cadenas brillantes de acero con abrazaderas de cuero lustroso, o tal vez en el rincón de sofás de terciopelo purpúreo donde tres parejas compartían un frenesí de caricias generosas. Una cama redonda, algo apartada, vacía e invitadora, llamó su atención. —¿Te gustaría que nos acomodáramos allí, Óscar? —le planteó Martín, que interrumpió con suavidad su ensoñación. Él abrió la boca con dificultad; tuvo que aclararse la voz para articular las palabras. —Sí. Vale. De acuerdo —aceptó en un graznido—. Desde ahí se ve todo bien. Carolina se acercó a él y entrelazaron las manos. Sus dedos estaban algo fríos, mientras que la palma de él sudaba. Se dio cuenta de que estaba bastante excitado. Notaba su polla engrosarse de manera incómoda y una sensibilidad creciente en sus labios. Los humedeció. —Aún vamos a hacer de ti un perfecto voyeur, mi amor —susurró


Carolina sobre su cuello. Lo besó y depositó un pequeño mordisco en el lóbulo de la oreja que generó una corriente violenta de placer —. Ven. Dame tu chaqueta. Lo despojó de la prenda y Óscar se estremeció con el tacto conocido de sus uñas aun por encima de la tela de la camisa, tal era el poder que ejercía sobre él. Un camarero se acercó con presteza, Carolina solo murmuró su apellido, Bauer, y desapareció con la chaqueta tras un gesto de asentimiento y una inusitada rapidez. —Qué eficiencia —comentó Óscar con una sonrisa. Se percató de que estaban solos—. ¿Dónde ha ido Martín? —¿Qué más da? Mira —dijo Carolina de nuevo en su cuello. Uno de sus pechos se apretaba contra su brazo y percibió con claridad el relieve duro del pezón. Sonrió. No llevaba sujetador, tal y como a él le gustaba. Martín era muy fetichista de la lencería. Él, en cambio, disfrutaba de llevarle la contraria, ordenándole a Carolina que no llevara ropa interior, y se relamió al saber que tampoco debía llevar bragas. Volvió los ojos para mirar hacia donde ella señalaba. Una pareja se había adueñado de la cruz de San Andrés. El hombre había inmovilizado las muñecas de una mujer que se dejaba hacer con languidez. Un collar de acero brillante rodeaba su cuello, ciñéndolo con elegancia, atado a una cadena que caía entre sus pechos. Llevaba un delicado conjunto de tul y encaje de color crudo que casi no contrastaba sobre la palidez de su piel. Sus curvas dibujaban un cuerpo sensual y acogedor, con unas caderas realzadas por el liguero, muslos gruesos y blandos, y un pecho que se redondeaba sobre el encaje que lo contenía a duras penas, dejando entrever unos pezones grandes y rosados. La visión de la mujer lo excitó, y la idea de tocar esos pezones y hundir los dedos entre la suavidad de esos muslos llevó en un gesto inconsciente su mano bajo el vestido de Carolina. —Hummm. ¿Mirar y tocar a la vez? —Abrió solo un poco las rodillas para darle acceso—. Me parece bien. Óscar se dio cuenta de lo que hacía y quiso retirarse, pero ella lo retuvo. Forcejearon tan solo un segundo. Carolina dejó la palma caliente sobre su muslo, en una caricia inocente. Ni siquiera había llegado a la blonda de encaje que mantenía las medias en su sitio. Los dos se concentraron en la escena que se desarrollaba ante sus ojos con las respiraciones agitadas por la pequeña liza en la que se acababan de enzarzar. Él estaba nervioso, excitado. Se moría por


hundir los dedos en el sexo que sabía que estaba disponible para él, pero algo lo contenía; la lucha, en ese momento, se llevaba a cabo en su interior. Intentó apartar el sentimiento ambivalente mirando cómo el desconocido acariciaba entre sus dedos el finísimo y delicado tul sobre el pubis de la mujer. Después dirigió su atención a los pechos. Eran grandes, blancos, de areolas anchas y pezones poco protuberantes. Óscar se humedeció los labios. Sentir a Carolina tan cerca le resultaba casi molesto, ya que le hacía perder la atención de lo que estaba bebiéndose con los ojos. Ascendió la mano y buscó la piel desnuda sobre la blonda. El calor lo calmó y cerró los ojos por un segundo. En ese instante el dominante le quitó las bragas a la mujer. Dejó al descubierto un finísimo vello rubio, de un matiz rojizo, cuidadosamente recortado. Le separó los pies, envueltos en unos altísimos tacones oro viejo, y comprobó la humedad entre sus piernas con un movimiento lento y pausado. Fue demasiado para él. Impelido por una fuerza mayor a la oposición de sus convicciones y su educación, llevó los dedos al sexo de Carolina, que exhaló un jadeo casi idéntico al emitido por la sumisa. Comenzó a masturbarla al mismo tempo lento y suave en que lo hacía el hombre con aquella mujer. Su cuerpo se prendió en llamas. Su boca se anegó en saliva. Carolina quiso tocarlo por encima de la bragueta, pero la detuvo. No quería perderse ni un solo detalle de lo que sucedía a su alrededor. Cuando el hombre se arrodilló y acercó los labios a la hendidura rosada y la besó, con la boca abierta, degustando sus mieles, Óscar consideró hacer lo mismo, pero la escena se precipitó. El dominante continuó algunos instantes más la libación mientras la sumisa se retorcía de placer. Cuando él se puso de pie, el interior de los muslos nacarados de ella brillaba, empapado en su esencia; los pliegues estaban hinchados, y el clítoris se alzaba como un testigo acusador. Los dos gimieron, pero ambos quedaron sobrecogidos con lo que ocurrió a continuación. Óscar observó, hipnotizado, cómo el dominante acariciaba el sexo de su sumisa con la palma tensa, estirada. De pronto, la azotó con fuerza en la entrepierna. Un gemido de dolor y placer escapó de los labios de la desconocida. Él se quedó sin aliento. Contempló, estupefacto, cómo recibía pequeños golpecitos y, sin previo aviso, eran seguidos de una firme palmada. No se atrevió a hacer lo mismo con Carolina, que tenía atrapada su mano entre los muslos y la apretaba cada vez


que castigaban el sexo de la mujer. El dominante continuaba la sucesión de caricias suaves, rápidas palmadas, y cuando nadie parecía esperarlo, un azote seco, casi violento, que hacía que Carolina exhalara un murmullo de placer. —Por favor, Óscar. Tócame —suplicó Carolina. Por un momento, apartó la mirada de la pareja y estudió a la mujer con la que compartía su vida. ¿Podía ser más afortunado? Los ojos verdes y felinos se clavaron en él con un ruego delirante—. Por favor. Por favor. Óscar subió la seda de su vestido por encima de las caderas. Carolina separó las piernas para darle acceso y percibió con claridad el aroma almizclado y familiar del sexo amado. Comparó el color violáceo y oscuro de su mujer con el de la desconocida, teñido de un rosado encendido por la deliciosa tortura, los labios cada vez más hinchados, y un néctar transparente que goteaba entre sus muslos. Carolina respiraba con jadeos entrecortados. En ese momento el dominante había puesto su boca en juego y dedicaba sus cuidados a los pezones, mientras que la mano trabajaba, infatigable. Cuando hundió dos dedos en el sexo palpitante de la sumisa, ambas gimieron al hacer Óscar lo mismo. Junto a ella, pegado a su cuerpo, podía sentir su erección pulsar con fuerza bajo los pantalones y la necesidad comenzó a tornarse en desesperación, pero prefería que no lo tocase todavía. El dominante aumentó el ritmo, frotando el clítoris con el talón de la mano, y el interior con los dedos. Lo hizo con ella también, y Carolina se desconectó de lo que ocurría frente a ella. Hundió el rostro en el hueco de su hombro y él trazó una sonrisa arrogante. Aún podía atender a la escena y seguir dándole placer. Además, tenía la otra mano libre. Eligió ese instante para tocarle los pechos. Los acarició mimetizando los movimientos del otro hombre, primero con delicadeza, en roces casi imperceptibles. Luego intensificó el contacto, que pronto se transformó en pellizcos y le arrancó un primer gemido, al que siguieron varios. Cuando el dominante retiró la mano y azotó con fuerza por última vez a la sumisa, el grito desgarrado del orgasmo fue demasiado para Carolina. Óscar gruñó al percibir las contracciones rítmicas de su coño en torno a los dedos también, y apretó los dientes cuando su propia polla vibró sin control, rugiendo de indignación al saberse olvidada. Sonrió cuando la humedad de Carolina lo impregnó con su esencia cálida y la abrazó con fuerza al ver que se derrumbaba


entre sus brazos. —Óscar, joder… —susurró Carolina entre jadeos que buscaban aire con desesperación—. Te necesito dentro. Fóllame, por favor. Él se chupó los dedos con deleite. Su sabor lo volvía loco, pero aún no era capaz de liberarse de todas las barreras de su contención. La atrajo sobre su regazo y la abrazó con fuerza. —No puedo, neskatxa, no soy capaz. Toda esta gente… —Su voz sonó ronca, apenas reconocible—. Dame tiempo. Dame tiempo, por favor. Carolina supo que luchaba contra todo aquello que años de educación religiosa habían cultivado en él. Ya habían llegado mucho más lejos de lo que jamás había creído posible. Lo besó en los labios con ternura. —No pasa nada. Pero cuando lleguemos a casa… Dejó en el aire la amenaza junto a una mirada cargada de promesas oscuras en sus ojos verdes. Óscar la selló con los suyos junto a una sonrisa depredadora. Todo sería mucho mejor en la intimidad. El orgasmo de Carolina, como todo clímax, marcó un declive en su entusiasmo. Los colores y las formas perdieron su nitidez y se tornaron menos brillantes. Martín apareció junto a ellos y ella levantó la comisura de sus labios al verlo en el gesto universal de abrocharse el puño de la camisa. —¿Lo has pasado bien? —Sí, he perdido la camisa y la chaqueta en un par de manos de póquer, aunque, por lo que veo, no tan bien como vosotros. —Sus ojos oscuros estudiaron la situación y alzó las cejas con gesto interrogante—. Óscar, ¿estás bien? Te noto… acalorado. A veces odiaba su supuesta superioridad, no podía llamarla moral. ¿Era inmoral?, ¿amoral, quizá? Estaba claro que estaban en su ambiente y que se sentía como pez en el agua y, por el contrario, Óscar estaba fuera de lugar, pero las miradas apreciativas de las mujeres, y, por qué no decirlo, también de algunos hombres, lo habían hecho sentir bien. Y aunque al principio el impacto que había recibido al abrir aquella puerta lo había dejado fuera de juego, creía haber salido bastante airoso de aquel primer combate. Prueba de ello, la temblorosa Carolina, que caminaba a su lado, aferrada a su brazo, cuyos ojos decían que se había quedado con ganas de más. —Lo estoy. Estoy en llamas, no te lo niego —dijo con una sonrisa algo forzada—. Por eso nosotros lo dejamos aquí por hoy, ¿verdad, Carolina? —Buscó aquiescencia en sus ojos, con la seguridad de


que diría que sí. Sabía que en el sopor postorgásmico obtendría de ella cualquier cosa. Suponía que Martín lo sabría también—. Seguiremos en casa, nosotros solos. El relámpago de decepción en los ojos de Martín hizo que su sonrisa se tornara más auténtica. Se odió por ello, pero no podía evitar aquella rivalidad absurda con él, por mucho que se esforzara en trabajarlo. Era algo que se ocultaba incluso a sí mismo, que creía a veces haber superado gracias a la compersión, ese sentimiento altruista que el propio Martín le había explicado una vez, para encontrarse con los dientes apretados de la rabia cuando tocaba a Carolina, o reían juntos, o ella anteponía a Martín a sus planes con él. —Oh… no os quedáis al resto de la velada, entonces. Lástima. — Martín parecía decepcionado y esbozó una sonrisa de despedida—. Hasta la próxima vez. —Sí. Ha sido suficiente por hoy —dijo Carolina. Apoyó la mano en el antebrazo del hombre que tan bien la conocía y apretó—. Nos veremos pronto, Martín. —Nos veremos —acotó Óscar, sin querer aventurar ni el cuándo ni el dónde. El mismo camarero que se había llevado su chaqueta se personó como por arte de magia con la prenda y el abrigo y el bolso de Carolina, junto a los cortinajes de terciopelo púrpura, cuando se dirigían a la salida. Esperaron a que se marchara para continuar la conversación. —Ha sido una noche divertida —comentó ella mientras Óscar la ayudaba a ponerse el abrigo negro—. No puedes negarlo. —Ha sido una noche diferente —corrigió él, con ambigüedad. —No puedes decir que no lo has pasado bien —insistió ella, terca como siempre. Óscar clavó sus ojos azules y fríos en ella y se puso la chaqueta en silencio. Intentó hacer un balance objetivo, analítico, comercial. Ella arqueó las cejas en una mirada cargada de sarcasmo. —Lo he pasado bien. No lo puedo negar, pero sigo pensando en lo que va a pasar cuando lleguemos a casa. La sonrisa de Carolina se ensanchó y Óscar la reclamó bajo su brazo mientras se dirigían hacia el coche, aparcado en una calle cercana. —¿A tu casa o a mi apartamento? —preguntó ella. —Vamos a mi casa. Llegamos antes desde aquí.


Volutas de humo Las oficinas de CreaTech se sumían en la vorágine habitual de cada lunes. Carolina dejaba la puerta abierta para empaparse de las voces y las risas, del compañerismo que se respiraba en la enorme sala común en contraste con el silencio de su despacho. Solo cuando se dejaba llevar por un momento creativo de máxima concentración cerraba la puerta y se aislaba. Para el día a día, prefería el bullicio y la actividad frenética de la oficina. La empresa marchaba bien. No, marchaba muy bien. Pese a la crisis, la apertura internacional y la innovación que había supuesto el toque de diseño de Carolina los había catapultado a la primera línea de su sector y tenían más proyectos que nunca. En ese momento, por ejemplo, una importante firma multinacional alemana les había encargado el diseño del edificio y el interior de su compañía. En un par de semanas tenían la primera toma de contacto en Berlín, y Óscar y ella estaban volcados en los planos para presentar los primeros bocetos. Unos golpes secos en la puerta y el rostro risueño de Ainara le dieron la excusa perfecta para tomarse un descanso. —¿Qué? ¿Un cafecito y algo de comer? Me muero de hambre. Se apartó de la mesa inclinada como si quemara. Buscó los zapatos de tacón a tientas y volvió a calzárselos, y siguió a su amiga hasta la zona reservada para el esparcimiento: un par de sofás cómodos, una cafetera de expresos maravillosa, toda clase de aperitivos saludables… y no tanto, y una nevera donde, quienes lo preferían, podían guardar su táper con el almuerzo. Óscar se paseaba de un lado a otro a grandes zancadas en una llamada tensa en inglés. Carolina intercambió con Ainara una mirada significativa y se acercaron a preparar el café. —Si sigue así, le dará un infarto antes de los cuarenta. Tienes que hablar con él —murmuró la socia principal entre gestos de negación mientras cargaba de granos el molinillo. Accionó el botón y recibió una mirada airada ante el estruendo—. ¿Qué? ¡Vete a hablar por teléfono a tu despacho, joder! —replicó, enfadada. Le dedicó un gesto obsceno con el dedo medio y después señaló la salida con el pulgar. Carolina reprimió una sonrisa ante la manera que aquellos dos tenían de tratarse. Socios, amigos… y como el perro y el gato. —Ya sabes cómo es para todo —comentó ella. Se encogió de hombros y aceptó la taza de café solo, fuerte, bien caliente. Sopló sobre la pequeña pieza de porcelana blanca y sorbió con cuidado—.


Apasionado, entregado… como un toro al capote rojo. No tiene término medio. —¿Vosotros dos vais bien? —preguntó Ainara con curiosidad. Carolina suspiró. Los inicios con Óscar no habían sido fáciles. Todavía recordaba con dolor la manera en que reaccionó cuando intentó encajar su relación con Martín entre ellos. Ese rechazo rotundo, la forma en que rompió su relación cuando ella se había enganchado a él como una maldita yonqui… No, mentira. Cuando se había enamorado de él como una estúpida colegiala. Había sido inútil explicarle que Martín solo satisfacía una faceta muy concreta de su vida, que solo era sexo; que este, además, no tenía ninguna intención de involucrarse con ella más allá de esos encuentros delirantes de los que Óscar era aún reacio a ser partícipe. Pasaron meses hasta que volvió a ella. Porque volvió. Después de un intento fracasado con la ex de toda la vida, volvió porque, según él, no era capaz de sacársela de la cabeza. Estaba dispuesto a esa relación abierta con el factor Martín. Llevaban así seis meses y, por primera vez, él se había prestado a participar en sus juegos. Carolina sonrió, enigmática. —Estamos en ello. Y cada vez mejor. Ainara sonrió, sabedora de que su relación no era nada sencilla. No conocía todos los detalles, pero sí sabía que Carolina en el sexo era… extravagante. —Me alegro. Me alegro. Tanto tú como Óscar merecéis ser felices. ¡Mira! —Su tono de voz cambió de dulce a sarcástico—. ¡Hablando del rey de Roma! ¿Has terminado ya la llamada? ¡Has profanado nuestro lugar de descanso! ¡Sabes perfectamente que aquí está prohibido trabajar! Óscar soltó un gruñido de fastidio y se preparó un café también. Le dio un beso rápido en los labios a Carolina y se sentó junto a ellas en el sofá. Estaba agotado. El estrés que suponía liderar una empresa como CreaTech le pasaba factura, por mucho que las ganancias crecieran mes a mes. La plantilla se había duplicado en los últimos tres años; en ese momento las oficinas ocupaban toda la planta del edificio. Tenían proyectos repartidos por todo el mundo. Habían ganados varios premios, uno de ellos de prestigio internacional. Pero necesitaba vacaciones. —¿Cuándo fue la última vez que cogí días libres? Carolina dejó escapar una carcajada, divertida. Ella y Ainara contestaron al unísono. —Nunca.


—Eso es mentira. El mes pasado me fui a Francia, a escalar el Mont Blanc —replicó, picado por su ataque por dos frentes. —Te fuiste unos días a la montaña, pero no te sirvió de nada. Hablo de vacaciones de verdad —matizó Carolina, y Ainara la apoyó con énfasis. —¿De verdad? —Óscar frunció el ceño, desconcertado—. No puede ser. Fuimos de viaje en Semana Santa —se defendió ante las miradas irónicas. —Cuatro días que eran vacaciones obligatorias para todos, cariño. No te quedó más remedio. Y recuerda que estuviste pegado al portátil la mitad del tiempo —lo acusó sin contemplaciones Carolina. Esperaron a terminar los cafés y a que Ainara se marchase con una excusa débil para activar la opacidad automática de los cristales y proseguir la conversación. —Necesitas relajarte. Si sigues así, te dará un infarto antes de cumplir los cuarenta. Tienes un nivel de estrés que no es ni medio normal. —Carolina deslizó los dedos por sus hombros poderosos e inició un masaje que buscaba aliviar la tensión de los músculos agarrotados—. Duermes mal. Tu adicción al café empieza a ser preocupante hasta para mí. En la oficina estás inaguantable y… —Vale. Lo pillo —la interrumpió él con tono cortante. Dejó caer la cabeza mientras se abandonaba al contacto de las manos femeninas y cerró los ojos, derrotado—. Tienes razón. —He pensado en algo. —Eso me da miedo. —Un viaje a Alemania; a Berlín. Hace tiempo que no voy y me encantaría que conocieras la ciudad. —Se detuvo para que la idea calase poco a poco en él—. ¿Has ido alguna vez? Vale la pena. —No, no la conozco. Estoy seguro de que, contigo de cicerone, va a ser espectacular. —Óscar soltó un murmullo de placer; en ese instante el masaje se había desplazado a la nuca y el inicio del cuero cabelludo. Cada caricia de ella tenía una connotación lasciva. No había ternura, había erotismo y sensualidad. —La vida nocturna también es alucinante. ¿Te gustaría…? — Dudó un instante y él se volvió, intrigado al sentir que detenía el baile de sus dedos sobre la piel—. ¿Te gustaría repetir algo parecido a lo que hicimos en el Salón Privé? Óscar se giró y clavó los ojos azules en la mirada expectante de Carolina. Alzó las cejas para exigir una respuesta, pero él no estaba seguro de qué decir. Se recostó en el cómodo sofá y suspiró.


—No lo sé, neska. —Te lo pasaste bien, reconócelo —lo presionó ella. Acarició su muslo en un gesto impaciente. Quería que aceptara, que fuera más allá, que compartiesen algo más que charlas encendidas y caricias morbosas—. Me pusiste a mil. Hacía mucho tiempo que no me calentaba tanto en el sexo. Hiciste que me sintiera como una diosa —susurró en un tono ardiente que buscaba reafirmarlo. Pero Óscar no cedió. Persistía en él un sentimiento ambivalente que no le permitía dar una respuesta definitiva. —Claro que sí, no soy de hielo, joder, pero le veo demasiadas complicaciones. —Negó con la cabeza y las razones que respaldaban su negativa se atropellaron tras sus labios—. ¿Y si se nos va de las manos? Allí vimos cosas muy insólitas. Carolina se echó a reír ante su tono acusador. —A ver, Óscar, que no hace falta que hagamos nada raro. Solo haremos lo que nosotros queramos y llegaremos donde queramos llegar —replicó, persuasiva. Era difícil no atender a sus argumentos cuando su mano se había desplazado hacia su entrepierna y en ese momento el masaje se aplicaba sobre su pene, en un vaivén lento que lo hacía crecer—. Siempre te pones en lo peor. —¿Y si alguno de los dos se enamora? Esas cosas pasan. —Yo ya tengo bastante contigo —rebatió Carolina con impaciencia. Lo besó en los labios y atrapó su rostro entre las manos—. Óscar, ¿de qué tienes miedo en realidad? ¿Es por Martín? Ya te he dicho que él no quiere una relación al uso. ¡Y vive en Dubái, joder! Creía que esto ya lo habíamos hablado. Él prefirió no ahondar en sus temores y pasar de puntillas sobre un tema que todavía resultaba doloroso de afrontar. Que ella sacara sus propias conclusiones. —¿Y qué me dices de las enfermedades de transmisión sexual? No me gustaría pillarme algo que me acompañase toda la vida por unas horas de cachondeo. —Óscar, no haremos nada que tú no quieras, ya lo sabes, pero también sabes que yo necesito cosas en el sexo que están fuera de una relación de a dos —sentenció Carolina sin contemplaciones—. Depende de ti si quieres participar o no. Yo no voy a obligarte y estoy dispuesta a hacer concesiones, como he hecho hasta ahora, pero sé que será mucho mejor si tú también estás. —Le rodeó el cuello con ambas manos, posó sus labios sobre la boca masculina, tensa porque no le gustaba lo que estaba oyendo, y deslizó la lengua con lascivia sobre ella, para rendirlo. Quería que dijera que sí


—. Piénsalo. Se trata de un entorno donde nadie nos conoce, donde podremos ser libres y hacer lo que queramos. —No sé, neskatxa. Casi prefiero hacerlo con Martín, me da seguridad. —Si quieres, podemos incluirlo a él también. Hay un grupo de amigos con el que quedamos de vez en cuando —dejó caer ella con tono casual. Un destello de curiosidad atravesó los ojos de Óscar—. Tenemos tiempo para organizarlo. Sería ideal: un lugar donde nadie sabe quién eres, personas de confianza y plena libertad. Sé que te gustó, cariño. Lo besó una última vez antes de dejarlo solo, caliente y empalmado en el sofá. Sabía que necesitaba analizarlo con calma. Había sembrado la semilla de una inquietud en un terreno abonado y propicio. El sexo con Óscar no había sido nunca tan bueno como desde la noche en el Salón Privé.

Auf Wiedersehen, Berlin!

Si el Salón Privé de Madrid le había parecido una locura, aquel lugar sin nombre de la noche berlinesa le pareció un auténtico espectáculo onírico. La mansión, situada a las afueras de la ciudad, estaba oculta de miradas indiscretas por una tupida arboleda de coníferas. Habían accedido a ella después de media hora en el Audi A8 Spyder alquilado por Carolina. Su manera de conducir había hecho tragar saliva a Óscar más de una vez, pese a la conocida seguridad de las autopistas alemanas. —Por favor, neska. Ve más despacio —rogó al ver que el velocímetro rozaba los doscientos kilómetros por hora—. Nos vamos a matar. —A ver, cariño, ¿tú has visto cómo van el resto de los conductores por aquí? —Señaló los vehículos de alta gama que circulaban a esas horas junto a ellos, o incluso los adelantaban—. Si voy más despacio, ¡nos embestirán por detrás! No añadió nada más, pero sabía que a ella no solo le gustaban las emociones fuertes en el sexo. Era arriesgada para todo. Amaba la adrenalina a la hora de pisar el acelerador, al diseñar espacios transgresores e innovadores, al vestirse de negro, con transparencias y botas con tacones vertiginosos y adornos metálicos que le hacían temer por su integridad física. A veces cortaba el aliento la manera tan extrema de amar que tenía, la exigencia con la que lo arrastraba a sus locuras. Prueba de ello era que estaban allí. Llegaron a una cancela de hierro forjado vigilada por dos


cámaras de aspecto intimidante. Las puertas se abrieron sin necesidad de identificarse. Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Óscar ante la eficiencia germánica. —Vamos. Es la hora. ¿Preparado? —No voy a entender nada. No sé nada de alemán —dijo, preocupado de pronto. Carolina soltó una carcajada cristalina y tiró de él hacia la entrada después de depositar las llaves del Audi en manos del aparcacoches. —No te preocupes por eso. No lo necesitarás. No pudo evitar fijarse en la arquitectura, sobria e imponente, de la columnata que circundaba la entrada. Le pareció estar sumergido en una película de Kubrick cuando el viento meció las telas de gasa de color blanco entre la piedra gris. —Vosotros, los fetichistas, tenéis una fijación enfermiza por el fuego —observó al ver que de nuevo la iluminación provenía de antorchas en llamas—. Esto es peligroso. No veo ningún extintor por aquí. —No seas aguafiestas —lo riñó Carolina, que tiró de él hacia el interior de la mansión—. No te preocupes. ¡Todo irá bien! Relájate, no estés tan tenso. Era fácil decirlo, pero Óscar nunca había estado tan cerca de sufrir una crisis de ansiedad. Al internarse en la casa, la iluminación menguó y la penumbra lo ayudó a serenarse. La música era moderna, electrónica, del tipo que te hace entrar en trance. El puesto de un DJ sobre un escenario dominaba el amplio salón al que se abrió de repente el pasillo por donde avanzaban. Una marea humana bailaba enardecida, ataviada con los disfraces más variopintos. —¿Es una fiesta de disfraces? ¿Por qué no me lo habías dicho? —preguntó, sorprendido. Se quedó hipnotizado al ver los movimientos sinuosos de los cuerpos semidesnudos. Algunos llevaban trajes de látex, otros, mujeres y hombres, daba lo mismo, sofisticada lencería; había mucho cuero, al estilo BDSM, y algunos trajes de cosplay japoneses. Desvió la mirada, avergonzado, cuando sonrisas socarronas se dibujaron en los rostros de quienes lo sorprendían mirando como un voyeur entrometido. —Este no es nuestro sitio. Vamos. —Que tú no quieras bailar es una novedad —dijo, divertido. Carolina no perdía la oportunidad de lanzarse a la pista a moverse con lo que fuera. La había visto saltar incluso con canciones de los


Mojinos Escozíos. Recordarlo le hizo soltar una risita nerviosa. Ella se giró y clavó sus ojos verdes y temibles en él. —Óscar, cariño, estamos a tiempo de darnos la vuelta. —Lo cogió de la mano y apretó con fuerza—. Esto es para pasarlo bien. Si ves que es demasiado, si ves que no puedes con ello… nos vamos y ya está, ¿vale? No hay problema. Nunca supo si el ofrecimiento había sido sincero o si tan solo lo hizo por picar su amor propio. Si había sido un órdago que le lanzaba, una manera encubierta de llamarlo cobarde, había funcionado a la perfección. —No. Sigamos. Solo estaba mirando. Ella sonrió y tiró con suavidad de su mano para guiarlo y avanzar. Lo cierto era que se estaba excitando. Como siempre que estaba en presencia de Martín y Carolina, notaba la incomodidad del morbo, de lo prohibido, de saber que algo no estaba del todo bien, que iba en contra de su naturaleza, de sus convicciones, de lo que había mamado en su familia convencional… pero que a la vez le atraía con la miel de lo clandestino. Cuando Martín posaba sus labios en los de Carolina, notaba su polla desperezarse. Siempre. Se moría por presenciar un encuentro entre ellos y jamás se había atrevido a verbalizarlo por miedo, por temor a qué dirían… y por pánico a qué sentiría él. ¿Y si le gustaba demasiado? Lo que era peor es que se ponía cachondo cuando era ella quien tocaba a Martín, aunque fuera una caricia inocente sobre el muslo, o en la nuca. Y cuando la había visto hacer eso, lo de morderle el labio y tirar, el sentir la pulsión primitiva de querer unirse a ese beso y clamar su sitio, no para desplazarlo, sino para ensamblar su boca a la de ellos dos, lo había pillado por sorpresa. ¿Un trío con Carolina y con Martín? ¿Después de todo lo que había despotricado contra él? Pensaba en todo eso mientras una tensión insoportable en su entrepierna se acumulaba, incómoda, al tiempo que llegaban a una nueva estancia. Carolina llamó con unos golpes sonoros y una puerta pesada, forrada de terciopelo, se abrió. Al cerrarse tras ellos, la algarabía de música electrónica quedó amortiguada y sus tímpanos pudieron descansar. Óscar se dio cuenta de que la media de edad había subido al menos diez años al entrar en aquella sala. Y ahí estaba el motivo de sus conflictos. —Hola, Martín. —Hola, Óscar. Me alegra que hayáis venido. ¿Un whisky? —¿En Alemania? Pensaba que aquí se bebía cerveza —dijo él


con una sonrisa divertida al ver los dos dedos de líquido dorado con dos rocas de hielo—. ¿Macallan? —Siempre me acuerdo de ti —asintió Martín. Besó a Carolina en los labios y, esta vez, se regodeó. Y ahí estaba la tensión en la polla…, el deseo de estar ahí, entre los dos. Y él lo sabía, porque, mientras le comía la boca a su pareja, los ojos oscuros lo miraban a él. Óscar levantó el vaso y brindó a su salud y, cosa curiosa, el destilado de malta le supo mejor. Se quedó inmóvil, y abrió los ojos con sorpresa cuando Martín lo saludó con un fugaz beso en los labios a él también. Carraspeó al ver que Martín saboreaba el rastro húmedo del whisky en sus labios con una sonrisa. —Venid. Os estábamos esperando. Esta vez no rechazó su brazo cuando los condujo a ambos a unos sofás distribuidos en un triángulo íntimo en torno a una pequeña mesa redonda auxiliar. —¡Carolina! ¿Y tú debes de ser Óscar? ¡Qué maravilla que hayáis venido los dos! Joder. Una rubia magnífica, despampanante, que además exhibía una de sus pocas preferencias eróticas: la ausencia de ropa interior. No era una jovencita, debía de pasar los cuarenta años, pero la seguridad con la que defendía aquel vestido de seda, con un sugerente escote en uve y corto a medio muslo, era imponente. Sonrió con sensualidad. Óscar tuvo que acomodarse la erección bajo el bóxer para que apuntara al suelo, como la escopeta cargada de un francotirador que tiene que esperar su momento. —¡Hola, Silvia! —Las dos mujeres se abrazaron con estima evidente. Aquel gesto tierno lo excitó todavía más. Se preguntó si al whisky no le habrían metido algo, pero cayó en la cuenta de que llevaba excitado desde que había visto el movimiento sinuoso de las cortinas de gasa al entrar en la casa. Era algo más que el alcohol, era la predisposición. Eran las ganas de estarlo—. Sí, este es Óscar —dijo con la mujer aferrada de la cintura con una familiaridad que le hizo preguntarse si ellas dos habrían tenido sexo también. Se relamió al pensar en ello. Se lo preguntaría a Carolina después—. Cariño, esta es Silvia. Compartirá esta noche con nosotros. Y este es Marcos, su marido. Parpadeó, sorprendido. ¿Marido? Un hombre de aspecto andrógino, con el pelo largo hasta los hombros, liso y rubio, estrechó su mano con fuerza y sonrió con languidez. Óscar se fijó en sus dedos largos de pianista, con las uñas muy cuidadas.


—Encantado, Silvia. Encantado, Marcos. La verdad es que estoy un poco nervioso —confesó por primera vez, asombrado de que las palabras escaparan de su boca, tal era la confianza que le generó la pareja. Los dos rieron con suavidad—. Esto me pilla un poco verde. —No te preocupes, Óscar. Todos hemos pasado por eso alguna vez. —Silvia le quitó importancia al asunto y le guiñó un ojo con complicidad—. Además, ¡me encantan los rubios! Hace tiempo que no tengo la oportunidad de tener dos para mí —añadió usando un tono divertido. Marcos asintió con una sonrisa pícara—. Y sé muy bien que Carolina no tendrá problema en compartirte conmigo. Somos muy buenas amigas, ¿verdad, Carolina? —Claro que sí… aunque quizá tres seamos demasiadas, porque falta Katsumi. —Llevó sus ojos verdes hacia el fondo de la lujosa habitación, y apareció otra mujer, asiática, ataviada con un llamativo quimono de seda. Se acercó a ellos con un paso que parecía apenas tocar el suelo. Su rostro, hierático, le resultó extrañamente sereno a Óscar entre tanta estridencia y exceso—. Cariño, ven. Quiero presentarte a alguien muy especial. La japonesa, porque esa era su nacionalidad, se sentó junto a ellos en el sofá y esbozó algo parecido a una sonrisa en su rostro oriental. Clavó en él la mirada oscura de sus ojos rasgados y Óscar supo que su presencia allí no era fortuita. —Katsumi, este es Óscar, mi hombre. Me gustaría mucho que lo atendieras bien esta noche —le pidió Carolina en inglés. Aquello lo desconcertó durante unos segundos—. Cariño, Katsumi es muy especial. Fue maiko, aprendiz de geisha, durante varios años antes de emigrar a Alemania por una beca de excelencia académica. Ahora compagina su trabajo en una importante farmacéutica con su otra pasión, mantener las tradiciones ancestrales japonesas. Él la miró, incómodo, con la sensación de que tenía más información sobre él de lo que parecía a simple vista. Lanzó una mirada rápida al resto del grupo, que contemplaban la escena con interés lejano, hablando entre ellos sin prestarles demasiada atención. —Yokoso, Óscar —dijo con voz dulce—. Bienvenido a La Casa del Placer. Haré todo lo que esté en mi mano para que sea una estancia agradable. ¿Algo con lo que te gustaría empezar? ¿Un té, quizá? ¿O prefieres otro whisky? Señaló el vaso vacío entre sus dedos temblorosos y Óscar observó con desconcierto que el líquido ambarino había desaparecido y que solo quedaban los hielos, medio derretidos, en


el cristal. Vio la oportunidad de ganar un poco de tiempo. —Otro whisky, gracias, Katsumi —pidió tras aclararse la garganta. La mujer cogió el vaso de su mano envolviéndola entre las suyas, de un tono marfil, suaves y tibias, y el contacto le generó una corriente de expectación. Un anhelo extraño se instaló en su pecho cuando la contempló alejarse para cumplir con su demanda. —¿Qué te parece? —se adelantó Carolina con cierta impaciencia —. ¿Te gusta? Es preciosa. —Es preciosa, pero ¿a qué viene todo esto, neska? ¿Qué es eso de que me atienda una geisha? —El germen de una idea, que no sabía si le generaba un pánico inconmensurable o una felicidad atroz, comenzaba a crecer en su cerebro y se abrió el cuello de la camisa de un tirón de la corbata—. Hace mucho calor. Carolina se echó a reír, divertida. Tironeó de su americana hasta despojarlo de la prenda y acarició su cuello. Lo besó en los labios y fijó su mirada felina en él. —Óscar, he visto lo que mirabas en Pornhub el otro día. Sé lo que dice tu historial de Internet. Entre nosotros no hay secretos, ¿recuerdas? —dijo ella sobre su boca con un susurro obsceno. Óscar enrojeció. Se sintió como un adolescente pajillero al que han cogido in fraganti en un frenesí onanista—. Lo tuyo son las asiáticas. Tríos con asiáticas. Asiáticas cachondas. Orgías con asiáticas. Sexo lésbico con asiáticas. Sexo violento con asiáticas… —Vale. De acuerdo. Lo pillo —interrumpió él, algo enfadado y aún más avergonzado por la facilidad con la que sus fantasías sexuales habían sido expuestas por Carolina—. Pero eso es personal. Privado. ¿Qué te hace pensar que quiero llevarlo al terreno de lo real? Ella se encogió de hombros y miró hacia donde Martín, Marcos y Silvia calentaban motores sobre uno de los sofás con caricias suaves y murmullos al oído. Sus ojos también se desviaron hacia allí y su polla volvió a endurecerse ante la idea de lo que podría llegar a pasar. —Ya te lo he dicho, Óscar. Será lo que nosotros queramos. Llegaremos hasta donde nosotros queramos llegar. —Katsumi se acercó a ellos con una bandeja y tres vasos de whisky, que depositó en la pequeña mesa circular. Se sentó junto a Óscar, que quedó en la trampa entre ella y Carolina—. Hay una diferencia sustancial entre deseo y fantasía. La fantasía queda siempre en el terreno de los sueños. Los deseos, si uno quiere, pueden hacerse realidad.


—¿Has traído a Katsumi para que cumpla mis fantasías con ella? —No. Katsumi está aquí para hacer tus deseos realidad… si eso es lo que quieres —sentenció Carolina. Óscar se envaró, estupefacto, al tiempo que su cuerpo ardía en llamas. Al girarse, su muslo chocó con el de la japonesa y fue como si dos astros colisionaran y se generase una reacción nuclear. Se apartó, avergonzado, pero ella posó con delicadeza su mano sobre la rodilla para aplacarlo. —Los deseos no pueden causar daño alguno si no te dejas seducir por ellos —citó Katsumi con su voz dulce en un perfecto español—. Es un proverbio japonés muy conocido. Forma parte de la filosofía samurái. ¿Lo conocías? Él cerró los ojos y negó con la cabeza, incapaz de manejar tanta información a la vez. —A ver. ¿Eres japonesa en Alemania y hablas español? ¿De dónde sales tú? —La estudió con atención. Era difícil asignarle una edad concreta. Su piel tenía una cualidad etérea que la hacía parecer joven, pero en su mirada había madurez. Le calculó alrededor de unos treinta. Una melena negra y lisa, no demasiado abundante, pero sí de un brillo tal que parecía azulado, se extendía casi hasta su cintura. Los ojos eran negros, muy rasgados. Su rostro aplanado, característico de los nativos de su isla, tenía unos rasgos armoniosos. La boca, muy pequeña, se le antojó insuficiente para acoger su polla en el caso de que quisiera cumplir de verdad el deseo de complacerlo. Ella pareció divertida ante su escrutinio. Carolina comenzó a acariciar su cuello por dentro de la camisa y no la detuvo. Estaba demasiado intrigado y supo que se prestaría al juego, cualquiera que este fuera. —Soy química farmacéutica. Trabajo en investigación. Hablo alemán, inglés y español, además de japonés —le aclaró Katsumi con tono humilde—. No pretendo aburrirte con mi currículum pero tengo dos doctorados. Además, pertenezco a la comunidad japonesa en Alemania y somos adalides de nuestra tradición. Me consideran muy valiosa porque pasé casi una década de formación como maiko. —No estoy aburrido. Estoy impresionado —replicó Óscar con sinceridad. Carolina despejó su pecho al abrir los botones de la camisa. Katsumi sonrió y comenzó a retirar poco a poco la prenda hacia atrás—. ¿Por qué no seguiste la formación como geisha? —Porque no me permitían compatibilizarlo con mi carrera


universitaria, y yo quería estudiar. Fue una deshonra para mi familia —dijo Katsumi, a quien el recuerdo le resultaba aún doloroso—. En Japón, todavía resulta más prestigioso ser una geisha de renombre que destacar en una carrera universitaria, más ahora que las okiyas escasean y no hay más de mil geishas registradas que lo son de verdad. —¿Podemos quitarte la camisa? —interrumpió con un susurro Carolina. Él solo asintió. Estaba fascinado por la historia de Katsumi, que retiró la prenda ante la señal de Carolina. Se levantó del sofá y la dobló con cuidado para dejarla en un mueble parecido a una librería donde había otras prendas. —Esto va muy rápido —aprovechó a decir Óscar al ver que Silvia, Marcos y Martín habían subido el tono de sus caricias, aunque aún no se habían desnudado. —¿Te gustaría hacer algo así? —tanteó ella. Las pupilas negras, y los iris verdes, convertidos en un halo casi imperceptible, delataban su excitación. —No lo sé. Sí. Quizá… —respondió Óscar, aún inseguro. Su piel se erizó pese a la calidez del ambiente cuando Katsumi se acercó. El quimono de seda levantó una brisa suave al ondear a su paso. Sus pezones se endurecieron y Carolina esbozó una sonrisa. —No hay prisa. Mira lo que ha traído, aceite de masaje. ¿Eso te gustaría? —Ponte cómodo en el futón, Óscar. Creo que lo disfrutarás, estás muy tenso —le indicó Katsumi. Se acercó para que viera el frasco con aceite esencial de bambú y unas toallas dobladas que dejó en la mesa auxiliar—. ¿Alguna vez has recibido un masaje a cuatro manos? Es muy placentero… y muy sensual. —No. Creo que no. Los únicos masajes son las palizas que me da el fisio cuando lo he necesitado después del balonmano. — Estaba nervioso. Soltó aquella información irrelevante con un tono un poco agudo y se arrepintió al momento. Katsumi rio, divertida. Carolina reprimió una risita—. Imagino que sí, que lo disfrutaré. —Ven aquí, anda. Túmbate boca abajo —ordenó Carolina, que tomó la iniciativa para hacerle las cosas más fáciles al percibir su inquietud—. Déjate los pantalones si estás más cómodo y permite que nosotras nos encarguemos de todo. Ya verás. La música cambió y una melodía oriental impregnó el ambiente. ¿Cómo lo hacía? ¿Cuál era su magia para hacer que todo discurriera según un guion perfecto con tanta facilidad? Óscar se


tendió sobre la sábana de algodón y deslizó los dedos. Era de una calidad magnífica, suave, casi satinada. Cerró los ojos e intentó controlar el ritmo de su respiración mientras unos dedos femeninos, los conocidos de Carolina, se aplicaban sobre sus hombros. Los más tibios, de Katsumi, se apoyaron con una fuerza inesperada en sus lumbares y le arrancaron un gemido de satisfacción. Los talones de la mano se clavaron en la base de su espalda y reprimió un gruñido. —Estás muy tenso. Relájate. ¿Puedo bajarte un poco los pantalones para acceder mejor a tu cintura? —preguntó la asiática en un susurro casi imperceptible. Su voz llegó de muy lejos, acompañada de los acordes exóticos que lo guiaban hacia un estado de excitación apacible—. Al menos permíteme quitarte el cinturón. Óscar asintió y murmuró algo con pereza. Carolina rio y lo besó bajo la oreja. Una corriente de placer lo recorrió para morir en su polla, aplastada bajo su peso. Abrió un poco las piernas para dejarle sitio. Quizá ellas tenían razón y debería haberse desnudado por completo. Katsumi lo instó a ponerse boca arriba. —Yo también quiero ponerme más cómoda. Sé que Martín ha traído algo para mí. ¿Te importa que me vaya con él? Por un momento su excitación decayó, pero las manos de Katsumi lo distrajeron de su preocupación y lo desprendieron del cinturón con pericia. No sabía si rozaban a propósito o por casualidad el bulto de su erección. —No. ¿Lo haréis delante de mí? Katsumi, quítame el pantalón. Me molesta —dijo, impaciente, en una mezcla errática de conversaciones con las dos mujeres, con la boca espesa. Tuvo que humedecerse los labios hinchados—. Me gustaría ver vuestro ritual. —¿Quieres ver cómo me desnudo para él? Óscar asintió, intentando no dejar traslucir la avaricia que la oportunidad le generaba. Las manos de Katsumi, mientras deslizaba la prenda por sus caderas, lenta y sensual, aceleraron su respiración. La melena larga como el ala de un cuervo que barría su piel disparó sus pulsaciones y por un momento lo distrajo del paso lánguido de Carolina, que se alejó hacia su amante satélite. Óscar volvió a ponerse boca abajo, aliviado por haberse librado del pantalón. Sonrió por las cosquillas cuando le quitó también los calcetines. Escondió el rostro entre los brazos y dejó tan solo una rendija para espiar a Carolina y Martín, que se vio apartado del juego de caricias con la otra pareja. Al principio pareció


desconcertado, después se dibujó en sus labios una sonrisa perversa, llena de anticipación. Katsumi no dejó que se distrajese demasiado tiempo. Cabalgó sobre él, sobre su trasero. Sorprendido, se dio cuenta de que estaba desnuda bajo el quimono de seda. Lo único que lo separaba del cuerpo de marfil de la asiática era la tela de algodón elástico de su bóxer. Su polla vibró y sus caderas efectuaron un movimiento involuntario. —¿Está bien así, Óscar? —preguntó ella, preocupada. Se inclinó sobre él y un aroma suave a jazmín lo inundó—. Si quieres puedo sentarme a tu lado, pero así es mejor. —Estoy bien. Continúa —respondió algo brusco. Percibió el roce de sus pechos sobre la espalda. Carolina acababa de sacar de una bolsa de aspecto lujoso una lencería de color negro de encaje y tul transparente que no dejaría demasiado a la imaginación. Martín estaba sentado en una butaca, hacia su izquierda, de modo que los veía a ambos en diagonal. Ella comenzó a desabrochar uno a uno los diminutos botones que cerraban su vestido. Se iniciaba el espectáculo. Martín se acariciaba sobre la bragueta con ademán perezoso y Óscar tragó saliva. Por un momento el bombardeo sensorial se le hizo insoportable y tuvo que cerrar los ojos. ¿De verdad quería torturarse con la visión de lo que hacían Carolina y Martín? Pero el morbo pudo más y mantuvo la mirada clavada en ellos. Estaba preparado para desvelar el misterio por fin.

Criatura de cuatro cabezas

Siempre había querido saber cómo era el ritual que compartían y, pese a que Carolina lo había invitado en varias ocasiones, nunca accedió. No quería dar a entender que estaba interesado en sus juegos. Y en ese momento se debatía entre darse la vuelta y dejar que el peso de Katsumi se acomodara sobre su polla o sacar las palomitas y deleitarse con el espectáculo secundario de Carolina y Martín. Caían las prendas. El masaje se intensificaba. Marcos y Silvia reían y las carcajadas se mezclaban con gemidos y jadeos un poco más lejos. Óscar percibió que su boca se hacía agua, notaba un dolor sordo en sus ijadas por la necesidad de hundirse en un sexo, y las puntas de los dedos le ardían por la necesidad de acariciar piel. —Óscar, estás tenso. ¿Qué puedo hacer para que te relajes? — preguntó la asiática, preocupada—. Estoy aquí para complacer. Si


no estás a gusto, yo no hago bien mi trabajo. —¿Acaso te importa? Vas a cobrar igual —espetó él, desabrido. Siempre hacía lo mismo. Incapaz de gestionar sus emociones, soltaba una patochada en un intento burdo de ganar tiempo para lidiar con su incompetencia. Katsumi se envaró, ofendida. —Te equivocas de persona, no soy una prostituta. Yo elijo con mucho cuidado con quién quiero estar. Es cierto que obtengo un beneficio, pero no es solo económico. Satisfago una necesidad — dijo con un tono gélido. Aun así, sus manos continuaron el masaje delicado sobre sus hombros—. Mi sed de sumisión y complacencia es difícil de colmar. Muchos hombres lo confunden con deseo de humillación o dolor, y nada más lejos de la realidad. Por eso me gustó tu perfil cuando Carolina me explicó quién eras y lo que buscabais. ¿Me he equivocado yo al escogerte a ti? Los ojos rasgados e inteligentes de la japonesa lo evaluaron con frialdad. Óscar se sintió un estúpido y, por un momento, todo desapareció: la música sensual, el decorado decadente, el baile erótico de Carolina ante Martín. Solo quedó ante él la fantasía hecha realidad que su amante le había regalado. Una oportunidad única. Por fin lo entendía. Sonrió, apocado. —No, no te has equivocado. Perdóname. Me gustaría verte desnuda —dijo tras un instante fugaz de vacilación—. ¿Puedes quitarte el quimono? Katsumi sonrió a su vez y desató con ademanes delicados la lazada de seda que cerraba la prenda. Un cuerpo pálido, de líneas armoniosas, se desveló ante él. No pudo evitar compararlo con el de Carolina, que le pareció agresivo, provocador, obsceno mientras subía por sus largas piernas torneadas unas bragas de encaje negro. El de Katsumi era casi pubescente. Los pechos, pequeños; las caderas, apenas esbozadas; los pezones rosados, muy poco marcados. Martín sostenía a su amante por ambas nalgas y las masajeaba con fuerza, y no podía abarcarlas con sus enormes manos. —Te quitaré esto —dijo la japonesa—. Será mejor para continuar el masaje. Óscar no respondió. Estaba hipnotizado por las diferencias de las dos mujeres ante sus ojos. El pelo corto y negro de Carolina, disparado en puntas salvajes, con la nuca insolente al descubierto. El de Katsumi, liso y ordenado hasta la cintura, cuyo ondular lo hechizó durante unos segundos cuando lo instó a arrodillarse sobre


el futón. —Carolina… El nombre escapó de entre sus labios. Se dio cuenta cuando ella se volvió, sorprendida por la interrupción. —Dime, mi amor. —¿Puedes venir? ¿Te importa, Martín? El aludido negó con la cabeza y se cubrió la sonrisa perversa con la mano, al tiempo que recuperaba su whisky de la mesa auxiliar junto a su butaca. Estaba más que dispuesto a deleitarse del espectáculo que se le ofrecía, muy distinto al de un conjunto de lencería lucido por su modelo favorita. Carolina caminó descalza hacia Óscar y Katsumi. El ratón había caído en la trampa y estaba rodeado por las dos gatas. Las dos mujeres cruzaron miradas y sonrieron. El plan había salido a la perfección, pero no debían precipitarse. —Aquí estoy, Óscar. Dime, ¿qué necesitas? Los ojos celestes lo gritaban con elocuencia, más aún que la envergadura de su erección. Carolina se inclinó junto a él en el futón, por delante, y lo besó en la boca. Katsumi se estrechó contra su espalda y lo besó en el cuello con devoción. Esperaron unos minutos a que él se relajara ante el doble contacto y dejara escapar los primeros gemidos, y Carolina descendió una mano hacia su polla y comenzó a masturbarlo con movimientos lentos, a regodearse… a sentir que él se abandonaba y se le iban las manos hacia sus pechos en busca de sus pezones para arrancarle jadeos y placer. Katsumi dibujaba los músculos definidos de su espalda y sus glúteos. —¿Es así como se siente? —gruñó Óscar al notar que la japonesa incursionaba entre sus nalgas para un masaje más íntimo. —No te hagas tantas preguntas, mi amor. Solo déjate llevar — contestó Carolina sobre su boca, con un mordisco final. No quería dejarlo analizar. La música tántrica favorecía que los sentidos se nublaran. Dos bocas femeninas, dos lenguas, dos gargantas que exhalaban gemidos y jadeos en idiomas distintos. Dos aromas diferentes, a lavanda y a jazmín. Cuatro manos, dos demandantes y dos complacientes. Cuatro pezones enhiestos que se clavaban en su piel. La necesidad de perderse en alguno de los sexos que sabía que estaban a su disposición fue insoportable. —Quiero follarte —susurró sobre los labios de Carolina—. Túmbate en el sofá —ordenó con voz ahogada. Si seguía así con su mano, no quedaría demasiado que ofrecerles. A ninguna de las dos.


Katsumi devoraba su cuello y su nuca, y hundía dos de sus dedos en su ano, en un masaje circular con una mano, al tiempo que acariciaba sus testículos y el punto que los unía a la raíz de su polla. Estaba a punto de estallar. Los tres se acunaban en un ondular como la marea en la noche. Tenía los ojos entreabiertos y rio al ver que Martín se masturbaba al mismo compás. La energía sensual que los guiaba a todos era brutal, poderosa. —A mí, no. A ella. Fóllatela a ella. Quiero verlo, Óscar. —¿Y tú? —exclamó, sorprendido por su súbita generosidad. —A mí… —Se pasó la lengua por los labios muy muy lento y clavó los ojos verdes en él. No necesitó mayor explicación. Las dos se tendieron en el futón. Él se relamió. Era como tener un bufé libre de piel cálida, tierna y palpitante. No pudo evitar la tentación. Cabalgó sobre un muslo de Katsumi y otro de Carolina, posó una de sus grandes manos sobre un pecho de la japonesa y la otra sobre el de su amante y apretó. Ambas gimieron. Cada una a su manera. La primera con un ruidito discreto, casi imperceptible. Carolina con un sonido desgarrado que lo puso a mil. Adoraba lo escandalosa que era siempre en el sexo, y a la vez le gustó el contraste. Jugueteó con sus pezones. Rosa pálido contra violeta. Apenas una elevación contra aquel caramelo redondo y duro. Se inclinó y besó al primero, lo rodeó con la lengua. Apreció la diferencia. Luego el segundo. Con Carolina se regodeó más. Lo lamió, lo succionó y lo mordió. —Yo también, Óscar. Por favor —suplicó Katsumi. Les dio el mismo tratamiento a las dos. No daba abasto, solo tenía una boca y dos manos y tenía que complacerlas a ambas… y el dolor rabioso de su polla comenzaba a resultar un incordio. Cuatro manos femeninas acariciaban su piel, que comenzó a arder en llamas y rompió a sudar. Dedos ágiles que recorrían su costado, que retorcían sus pezones, que agarraban su erección y se peleaban por masturbarlo, que apretaban sus nalgas; veinte uñas que dejaban estelas de fuego en su espalda. También comprobó que penetrar con sus dedos en un movimiento lento, sincronizado y eterno entre las piernas de ambas era un regalo inmerecido. Gruñó, derrotado, ante la suavidad prieta de algodón en rama oriental y la carne húmeda y caliente de Carolina. —Oh. Óscar… No supo quién lo había llamado y aquello alimentó su ego de un modo brutal, disfrutando de los jadeos y gemidos de las dos mujeres


a su merced, entrelazados, mientras acariciaba sus interiores, intoxicado por el aroma punzante del sexo y la música de sus gemidos a dúo. —Cómo se nota que eres ambidiestro, cabrón —murmuró Carolina, que se retorcía bajo la pericia de los dedos de su mano derecha—. Katsumi, cariño… La japonesa se volvió hacia ella con los labios entreabiertos y su amante la atrajo hacia sí. Nunca había visto a dos mujeres besarse frente a él. Cuando, loco de celos, había asistido al Club Anticristo en Londres en busca de una venganza y había contratado un trío, no había tenido nada que ver con lo que estaba viviendo en ese momento. Se había follado a las dos mujeres una detrás de otra con furia, con saña, sin disfrutar. Eso era distinto. Era gourmet. Carolina se deleitó en disipar parte del placer que sentía en la boca de Katsumi y Óscar supo que había llegado el momento de sublimar aquella escena. Retiró las manos del interior de los cuerpos femeninos y las deslizó hacia los pechos, dejando estelas de humedad. Aún quería regodearse de verlas besarse. La música cambió de continente y un redoble de percusión, con un toque más árabe, aumentó el tempo de los latidos en sus venas. —Katsumi, abre las piernas. Necesito… Un destello plateado desvió su atención y esbozó una sonrisa torcida ante la idea prosaica de un preservativo ante tanto delirio, pero Carolina tenía razón. No tardó más de veinte segundos en ponérselo. —¿Y tú? —volvió a preguntar Óscar cuando vio que Carolina se apartaba un poco del futón. Él gateó por encima de la asiática, abierta y dispuesta para recibirlo. Un resplandor de ansiedad atravesó sus ojos, pero su amante sonrió. —He cambiado de opinión. Tenemos sitio de sobra. Voy a invitar a unirse a Martín, lo veo un poco solo. —Óscar se giró y vio al satélite de su pareja girando el vaso ya vacío, con los hielos derritiéndose, y la mirada vidriosa clavada en ellos—. A menos que tú no quieras. Lo dudó un instante, pero ¿por qué ella era generosa y él no podía corresponder? Asintió. Cumpliría otra más de sus más ocultas fantasías. Ver a su mujer con otro hombre…, un deseo inconfesable; algo que le generaba un placer morboso y culpable, que no entendía de dónde provenía, que mezclaba un deleite refinado y la más absoluta humillación. Pero ella no se movió, y entendió que quería que fuese él quien lo invitara a unirse a la fiesta.


—Martín, ven —ordenó Óscar en un gruñido cortante. No necesitó más. Él se concentró en Katsumi, dispuesta, quieta, temblorosa como un junco mecido por la brisa y a su merced. Carolina, a su lado, era una llama ardiente, de rodillas sobre el futón, desnuda y desafiante. Lo cogió de la mano y lo instó a tenderse sobre la japonesa, disipando sus dudas. —Vamos, Óscar. No te distraigas —dijo en un susurro divertido—. Enséñale lo que ese dragón es capaz de hacer. Siempre bromeaba por el calibre de su miembro. Estaba muy bien dotado y eso había provocado que se hubiese hecho experto en su uso, o las mujeres habrían huido de él. Y Carolina le había enseñado a refinar su arte. Por un momento se arrepintió de su convencionalismo al penetrar a Katsumi en aquella posición, pero él siempre había sido así, dominante. Le gustaba imponer su peso. La japonesa se arqueó y puso los ojos en blanco ante los primeros centímetros de su invasión, y Carolina lo sorprendió con un ataque en su boca. —Dios, ¡no sabes cómo me pones ahora mismo! —Lo besó con furia. Con la lengua húmeda y exigente, aferrada a su mentón con las uñas mientras él se hundía en el interior desconocido y cálido—. Fóllatela. Vamos. —Tengo que ir despacio —susurró Óscar sobre su boca. —No quiero que vayas despacio —dijo Katsumi, interrumpiendo la negociación entre los dos. —Y yo estoy de acuerdo —intervino Martín. Óscar alzó la mirada, desconcertado. No esperaba una voz masculina en aquel debate, pero mientras Carolina volvía a besarlo y le acariciaba el cuello, las manos de Martín aparecieron sobre los pechos femeninos desde atrás. De pronto eran una criatura milenaria, un kraken de las profundidades marinas… o quizá del infierno, o salido de un cuadro del Bosco. Cuatro cabezas, dieciséis extremidades, hombre y mujer a la vez. —Fóllame, Óscar —exigió Katsumi. Notó las uñas largas y afiladas clavarse en sus nalgas y empujarlo hacia su interior. Aquello espoleó su excitación y lo precipitó hacia el abismo. Carolina gimió y arqueó la espalda. Martín la había penetrado desde atrás. Un aroma almizclado y embriagador lo mareó. La carrera hacia el orgasmo entre los cuatro comenzaba a estar muy reñida. Al principio, desacompasados, pero muy pronto, dirigidos por el ritmo de los tambores, comenzaron una cadencia sincronizada.


—Tócame, cariño —susurró Carolina sobre los labios de Óscar. Con una mano acariciaba sus pectorales. La otra se perdía hacia atrás en el pelo de Martín, aferrado a sus pechos como si de las riendas de un Pegaso se tratara. Él quería su porción de su amante también y llevó los dedos al sexo de Carolina, y buscó el núcleo insolente y enardecido de su placer. Sería la primera, pero no la última en caer. Katsumi también estaba cerca de alcanzar el clímax; la notaba contraerse en torno a su polla con avaricia, se retorcía de placer bajo el peso de su pelvis, prendida en llamas. Se unía al nudo de cuerpos con los dedos metidos en la boca de Martín, que los succionaba y los mordía. Los cuatro unidos así, en comunión sagrada y vital. Y así, como la pleamar, el orgasmo azotó a Carolina, que se dejó ir con un sollozo desgarrado entre los brazos de Martín, pese a que habían sido los dedos de Óscar sobre su clítoris los culpables de la caída. —Humm, perfecto. Perfecto —susurró Martín, con los dedos de la japonesa aún en la boca. Cerró los ojos en puro éxtasis al percibir las contracciones en torno a su polla—. Todavía no. Aguanta un poco más, pequeña. Danos otro. Córrete otra vez. —Aguantad las dos —ordenó Óscar, duro y dominante como siempre—. Espera, Katsumi. Aún no. —Oh, Óscar. Es demasiado. ¡Es demasiado! —gimió la mujer al saberse rendida. No pudo resistirse al último movimiento de Óscar en su interior, que intensificó las embestidas en movimientos circulares y profundos. Martín lo imitó. Los dos hombres se miraron, arrogantes, satisfechos, sabiendo que colmaban a ambas mujeres de placer. Carolina volvió a correrse; esta vez exhaló un gemido ahogado y se dejó caer sobre Óscar, pero Martín la sujetó. No podían desplomarse todos sobre Katsumi, que yacía desmadejada bajo el cuerpo masculino. Los cuatro se derrumbaron sobre el futón. Las respiraciones, erráticas, ruidosas. Los corazones, a punto de salirse del pecho. Las pieles, perladas en sudor. Los aromas propios y ajenos entremezclados en el frenesí de los cuerpos compartidos. Martín y Carolina se besaron. Óscar también la besó, añadiendo su lengua hambrienta aún, y buscó en su pecho la puñalada aguda de los celos, la angustia de la inseguridad, los sentimientos amargos que pensaba le sobrevendrían después de vivir algo así. No estaban. No existían. Lo único que encontró fue agotamiento y un intenso


bienestar. Agotado, se dejó caer entre los cuerpos tibios bajo el influjo de la música. No supo por cuanto tiempo durmió, flotando en endorfinas. Se sorprendió al percibir que Katsumi le quitaba el preservativo con delicadeza y lo limpiaba con una toalla húmeda y después lo secaba. Lo besó en los labios con suavidad. —¿Te vas? ¿Por qué? —dijo, sorprendido. —Es tarde. Tengo que marcharme. Gracias por una noche especial. —Ya se había puesto el quimono. No supo cuándo había pasado eso. Carolina tenía puesto también un batín y él estaba cubierto por una toalla de rizo grueso. Se incorporó, adormilado. Martín estaba ya vestido y bebía un expreso en la butaca. Le envidió tanto el periódico como el café. —¿Cuánto tiempo he dormido? —Un par de horas. No te preocupes. Es normal sentirse así después de una sesión tan intensa —explicó Carolina. Acarició su mejilla con suavidad—. ¿Quieres darte una ducha o nos vamos directamente al hotel? Sacudió la cabeza, atontado. Sonrió a Katsumi y se despidió. No volvería a verla, pero, desde luego, jamás la olvidaría. La observó alejarse mientras se daba cuenta de que el aspecto de la sala a la luz de la primera hora de la mañana era el de una casa acomodada y lujosa, sí, pero una residencia normal. —No, aquí no. Vámonos al hotel.

Límites y negociaciones

Carolina descabalgó del cuerpo de Óscar sudorosa, jadeante, con una sonrisa que no le cabía en la cara. El sexo mejoraba día a día entre ellos. Aunque habían pasado ya quince días desde su viaje a Berlín, no podían quitarse las manos de encima. —No puede existir nada mejor que un buen polvo por la mañana —dijo con un enorme suspiro mientras se dejaba caer junto a él, agotada—. ¿Qué estás tomando para levantarte con semejante energía? ¡Dime tu secreto! ¡No son ni la siete de la mañana! Óscar se echó a reír. Se inclinó sobre ella y la besó en los labios. —Eres tú. Eres mejor que un chute de cafeína en vena, neskatxa. Y es lo que vivimos en Berlín —confesó, con la mirada clavada en los ojos felinos, que lo observaban con atención—. Cada vez que una imagen de lo que pasó se cruza en mi mente, me pongo a mil. Y es inevitable que lo hagan si te tengo delante. Soltó un silbido exagerado y cruzó las manos tras la cabeza.


Habían pasado dos semanas y todavía guardaba un recuerdo vívido de cada una de las emociones y sensaciones de aquellos días de locura. Sobre todo, de la primera noche con Katsumi, Carolina y Martín. Después habían repetido, pero aquella orgía no la olvidaría jamás. —Eh… Óscar. ¡Te he preguntado si primero desayunamos o primero ducha! —Recibió una palmada no demasiado amistosa en el pectoral. —Quiero repetir. —¿Cómo? Creí que querías tomarte un tiempo. Pensártelo… que había sido todo demasiado intenso —dijo ella, sorprendida por su súbita confesión. —No quiero que sea algo de todos los días, es obvio. Me volvería loco. Pero sí algo más habitual. Como lo tuyo con Martín —replicó, convencido. Llevaba dándole vueltas un tiempo—. Sin embargo, quiero sentar algunas bases, algunos límites. —Claro, cariño. Será como tú quieras. Como lo queramos los dos. —Nada de enamorarse. Y preferiría que fuera en un sitio donde no corriéramos el riesgo de que nos conocieran, claro… aunque viajar todas las semanas a un lugar como Berlín nos arruinaría — soltó de corrido. Carolina se echó a reír—. Y me gustaría volver a ver a Silvia y a Marcos. Creo que le gusté y me dijo que quería probar con dos rubios. Un trío con otro hombre, eso no lo he probado todavía… —¡Para! ¡Para la moto, Óscar! —Una carcajada vital, exuberante e incontenible escapó de la garganta de Carolina—. Pero ¿tú te estás oyendo? ¿Quién eres y que has hecho con mi chico formal y conservador? —Joder, la culpa es tuya y de Martín por pervertirme. Ahora no me vengas con que me cortas el rollo, ¿eh? ¡Mira! De solo pensarlo, me he vuelto a empalmar. Ella volvió a reír y aferró su erección entre los dedos. Lo besó en los labios… y volvieron a empezar. ¿Alguna vez saciaría su sed de Carolina? No. Jamás. Desde la primera vez que la vio en la oficina, nerviosa, eficiente, un poco brusca y agresiva, con ganas de agradar y, a la vez, ser fiel a sí misma… Con esos vestidos negros y ceñidos al cuerpo, las botas Dr. Martens, las uñas rojas. Cuando se enteró de que no era el único en su vida, le rompió el corazón. Y en ese momento… su vida daba un vuelco total y absoluto gracias a eso mismo que había


odiado de ella. Y pensar que había estado a punto de perderla… todo por culpa de Martín… y, de pronto, todo gracias a él. Tras el orgasmo entre jadeos, se abrazaron sobre las sábanas. Había sido rápido, pero no por ello decepcionante. —Óscar, te lo digo en serio, hay que tener cuidado. Al principio esto es como una droga —susurró Carolina mientras dibujaba arabescos sobre el vello claro de su pecho—. Te enganchas y ocupa tu mente. No puedes trabajar. No te concentras. Llegas tarde a las reuniones, rindes menos, influye en tu vida personal… —¿Te pasó a ti? Ella asintió. —Una vez llegué tarde y tú me echaste la bronca del siglo. ¡Qué digo!, del milenio —confesó ella entre risas—. Me hizo reflexionar, redefinir mis prioridades y reajustar lo que tenía que hacer. Es fácil dejarse llevar por el placer y el morbo. —Lo entiendo. Tú cuidarás de mí. Y yo cuidaré de ti. Eso no me preocupa —sentenció Óscar. Respiró hondo y clavó los ojos en Carolina—. Ya sabes cuáles son mis temores. Ella arqueó sus cejas negras y perfectas en una mirada interrogante. —No. No lo sé. —No me importa, o no lo hace hasta cierto punto, follar con otras personas, pero no podría soportar que te enamoraras de otro — declaró con la voz tensa. La mera idea lo hacía sufrir. Le destrozaba el corazón. No podía evitarlo. Amaba a Carolina de una manera irracional, que no se había atrevido a confesarle ni siquiera a ella—. Sé que tú necesitas más en el sexo y por eso hemos llegado hasta aquí. Estoy dispuesto y he hecho concesiones… pero yo necesito saber que soy el único para ti. ¿Harás tú esa concesión? ¿Qué yo sea el único hombre de tu vida? —Óscar, eres el único hombre de mi vida. ¡Lo eres! —reiteró con terquedad. —¿Lo harás? —insistió. —Lo haré. —¿Incluso por encima de Martín? ¡No me pongas los ojos en blanco! —protestó, enfadado con la reacción infantil de ella. Para él, resultaba un tema todavía doloroso. Seguía sintiendo a Martín como un rival, el eterno competidor, por mucho que ella intentara reafirmarlo como su relación primaria. —Óscar, ¿qué tengo que hacer para que entiendas que lo mío con Martín es sexo, solo sexo? —Carolina suspiró, hastiada del


tema. Entendía la necesidad de Óscar de afianzar su posición, pero para ella era algo que había quedado claro hacía ya tanto tiempo que resultaba agotador dar vueltas sobre lo mismo una y otra vez. Su inseguridad era decepcionante—. Tenemos amistad…, complicidad si quieres. Nos compenetramos bien, de acuerdo. Pero Martín es incapaz de amar. Es demasiado egoísta para eso. El día que lo entiendas, podrás deshacerte de todas esas dudas. —Dímelo. Necesito oírlo. Dímelo y no insistiré nunca más. Carolina sondeó los ojos claros de Óscar, sabiendo que era una mentira para postergar una conversación que con toda probabilidad se repetiría más adelante, pero venció la inercia de reafirmarlo. Venció esa necesidad femenina de alimentar el ego para que el hombre construyera su masculinidad con vanidad y refuerzo positivo. Sonrió con dulzura y asintió. —Eres el único hombre de mi vida, Óscar. No hay ni habrá nadie más. ¿Me oyes, cariño? —Encerró su rostro entre las manos y lo besó con devoción—. Te quiero y soy tuya, ¿de acuerdo? Óscar sonrió y asintió. Carolina pensó en lo fácil que era contentarlo. *** Aquella semana le demostró a Carolina que la rutina y la normalidad se habían instalado en su vida de nuevo de manera implacable. Óscar volvía a lidiar con el estrés, y el trabajo volvía a acumularse en la mesa de su despacho. —A veces echo de menos cuando éramos una empresa pequeña y peleábamos por los proyectos de mierda —comentó Ainara al ver las carpetas de los clientes que solicitaban presupuesto y que habían rechazado sin ni siquiera mirar, por lo bajo de la inversión inicial del planteamiento—. ¿Te das cuenta de que, hace un par de años, habríamos matado por algunos de estos trabajos? Carolina les echó un vistazo por encima: la reforma de unos grandes almacenes, el diseño de unas gasolineras que necesitaban un lavado de cara de una firma internacional, un puente en un pueblo de las afueras de Madrid. —Este tiene dinero del Ministerio; dile a Óscar que le eche un vistazo antes de desecharlo —recomendó Carolina, que separó el dossier de los demás—. Creo que nos interesa, porque es una obra pública. —¡Tienes razón! No sé cómo se nos ha pasado. —Ainara soltó un suspiro y se dejó caer en la butaca, frente a Carolina—. Bueno… sí que lo sé. Estamos petados de curro. No damos abasto. ¿Por qué


no venís a cenar este viernes? Hace mil años que no quedamos. Ella puso mala cara. Odiaba las citas vainilla. —No sé… —¡Venga, va! ¡No seas rancia! A Óscar le vendrá bien salir. Os prepararé un bacalao a la vizcaína que está para chuparse los dedos y así charlamos un rato y nos tomamos una copa. —No había dicho que sí y ya estaba mencionando el menú. Ainara era incorregible—. Así conocéis la casa nueva. Y, si no queréis conducir de vuelta, os quedáis a dormir, ¿vale? ¡Di que sí! —Tengo que hablarlo con Óscar. —Bah. Si tú dices que sí, él te seguirá como un perrito faldero — se burló Ainara. No le faltaba razón—. ¡Vamos! ¡Me lo debes! Carolina resopló, agotada. Le hubiera gustado quedar con Martín, pero seguía en Dubái; también con Marcos y Silvia, pero tampoco estaban disponibles. No tenía excusa, así que accedió. —De acuerdo. Mándame un wasap con los detalles. El viernes estaremos allí. *** La nueva vivienda de Ainara en Pozuelo no era la de una arquitecta de vanguardia; más bien parecía extraída de un capítulo de «La casa de la pradera». Era tan bucólica e ideal que, cuando Carolina y Óscar intercambiaron una mirada cómplice al traspasar la puerta exterior, ella hizo el gesto de provocarse el vómito. Una buganvilla fucsia en plena explosión floral alegraba el porche de entrada, donde había una coqueta mesa de madera con dos sillas. Varios juguetes minaban el suelo y Óscar los apartó con el pie. —Joder, hasta hay velitas aromáticas —soltó este. —No me lo esperaba —murmuró Carolina—. ¡Con lo bruta que es! —¡Hola, chicos! ¡Pasad! Ernesto aún no ha llegado de trabajar, pero os voy enseñando esto y picamos algo, ¿vale? Estaba entusiasmada como una niña pequeña y era imposible no dejarse contagiar por su alegría. Tocó hacer el inevitable tour y les mostró la intimidad de una familia joven, incluso aquello que a Carolina le pareció innecesario, como los tres cuartos de baño. —¿Y los niños? —preguntó Óscar al ver vacía la habitación infantil. —Con los abuelos. Nos apetecía una noche de adultos. De vez en cuando no viene mal —respondió Ainara, orgullosa después de exponer su enorme habitación de matrimonio. El ruido de llaves anunció la llegada de su marido—. Vamos abajo, que Ernesto ya


está aquí. Ainara y su marido eran buenos anfitriones. Las dos parejas se llevaban bien. Pese a la diferencia de vidas, congeniaban y pronto compartieron risas y las botellas de vino bajaron con rapidez mientras discutían sobre la carga de trabajo de CreaTech. Ernesto era contable y llevaba las cuentas de la empresa. Cuando llegaron a los postres, los ojos de Ainara brillaban. —Vais a tener que contratar a alguien más en unos meses. Yo voy a dejar de trabajar. —¿De qué estás hablando? —El rostro de Óscar perdió su sonrisa y fulminó a su amiga, y también socia principal, con la mirada. Ainara y su marido intercambiaron una mirada llena de amor y Carolina lo supo instantes antes de que lo enunciara en voz alta. —Estoy embarazada. ¡Por fin tendremos la niña! —Joder, ¡enhorabuena, nena! Los dos amigos se fundieron en un abrazo. Carolina se vio en la obligación de levantarse y hacer lo mismo con Ernesto, pese a que la noticia, en realidad, no le provocaba ni frío ni calor. Se alegraba por ellos, por supuesto, pero Ainara solía depositar en ella gran parte de las quejas sobre la parte de su vida que había sacrificado por su maternidad, de manera que no sabía hasta qué punto era sincera toda aquella dicha. —¡A ver cuándo os animáis vosotros! —exclamó Ernesto en un arranque espontáneo. —Es muy pronto para eso —contestó, riendo, Óscar. —Yo no voy a tener hijos —soltó Carolina la bomba nuclear al mismo tiempo. Un silencio desconcertante empañó la alegría cliché de la noticia. Ainara se levantó con una celeridad casi cómica. —¡Brindemos! Yo no puedo beber, pero vosotros sí. ¡Este tinto es perfecto para la ocasión! ¡Venga, que yo sirvo! Todos se apresuraron a tapar el momento incómodo acercando sus copas. Hasta Ainara bebió unos sorbos, porque claramente no sabía dónde meterse. Ernesto brindó con unas palabras improvisadas sobre el amor, la familia, los hijos y la nueva criatura por venir. Carolina evitaba la mirada de Óscar, quien, insistente, buscaba sus ojos, pero ella se concentraba con terquedad en la copa de vino y sonreía, enigmática, atenta a la felicidad de los padres, que se esforzaban por aparentar normalidad. Fue dolorosamente obvio que Óscar quiso terminar con la velada


de manera más abrupta de lo habitual. Se despidieron después de terminar el vino y no aceptó el gin-tonic que Ernesto les ofreció. Esperó a incorporarse al tráfico nocturno de la ciudad para abordar a Carolina. —Así que no quieres tener hijos. Ella asintió. Miraba distraída por la ventanilla. No tenía ganas de hablar del tema. No en ese momento. No justo cuando todo iba sobre ruedas entre ellos y el sexo no podía ser mejor. —Pero… ¿no quieres tenerlos ahora o nunca? —Ni ahora ni nunca. ¿A dónde voy yo con un bebé, Óscar? Nunca me han emocionado demasiado los niños —respondió con disgusto evidente. Sabía que en algún momento tendrían que hablarlo, pero no pensaba que fuera tan pronto. —Joder. Pues yo creía que sí. —¿Y se puede saber de dónde habías sacado esa conclusión? —Carolina soltó una risotada y clavó los ojos verdes, en ese instante también crueles, en él—, ¿de mi amor por los críos? Si ni siquiera tengo relación con los hijos de mis primos, que, por cierto, son mayores ya. —No lo sé. Supongo que porque es lo que casi todas las mujeres quieren, ¿no? El instinto maternal y esas movidas… —Óscar intuyó en el semblante despectivo de Carolina que no debía seguir por ahí —. Y, bueno, yo vengo de una familia grande. Tengo tres hermanos, un montón de primos, sobrinos… Siempre he pensado en tener un par de críos… ¡Yo qué sé! —Llevamos juntos poco más de seis meses, Óscar. —Ya. Ya lo sé, pero tengo treinta y nueve años. Es normal que piense en ello, ¿no? —No jodas. ¿De verdad sientes que se te va a pasar el arroz? — Carolina soltó una carcajada, divertida—. ¡Pensaba que eso era prerrogativa de las tías! —Pues a mí no me gustaría ser un padre viejo. Me encantaría poder llevar a la montaña a mis hijos, esquiar con ellos, jugar sin echar los higadillos por la boca —se defendió él con cierta inquina —. Si tengo un hijo ahora, dentro de diez años tendré cincuenta. No estaré precisamente en la flor de la vida. —¡No puedo creer que estemos hablando de esto! —Carolina alucinaba en colores. Negó con la cabeza, con los ojos muy abiertos —. Te recuerdo que hace pocos días definíamos los términos de follar con otros, de repetir la orgía de Berlín, de hacer un trío con otro hombre… ¿Te cuadra eso con un bombo?


—¿Quién es la que habla siempre de querer tenerlo todo?, ¿de que hay que abrir la mente?, ¿de que necesita más? Carolina encajó el golpe de sus propias palabras en boca de Óscar con mala cara. —Ya, pero aquí hablamos de algo mucho más serio…, de una personita que pensará por sí misma y que no habrá podido elegir venir al mundo o no —razonó ella con contundencia—. Yo no quiero hijos, Óscar. ¿Tú sí? ¿En serio? —No a corto plazo… pero sí, a medio plazo, sí. La diferencia de opiniones quedó latente entre ellos mientras él se preguntaba si sería capaz de mantener una vida en pareja con Carolina con semejante diferencia alzándose entre ellos. Los jadeos y los gemidos mientras hacían el amor apartaron la duda en el momento del orgasmo y le pareció fácil responderse a sí mismo que sí, que todo era posible… que, llegado el momento, sería capaz de hacerla cambiar de opinión.

Mi casa es tu casa

Dos vueltas de la cerradura de seguridad le recordaron a Carolina que llevaba sin pisar su piso de alquiler en Las Tablas otras dos semanas; dos semanas completas. El olor seco del polvo acumulado le picó en la nariz. Sus plantas estaban definitivamente muertas y le dio un poco de cargo de conciencia. —¿Cuánto pagas? —preguntó Óscar con curiosidad mientras ella llenaba una jarrita de agua en el grifo de la cocina con la esperanza de resucitarlas. Tardó en contestar, pero no porque no quisiera facilitar la información, sino porque le daría otro argumento más para insistir en lo que llevaba semanas ya rondando por su cabeza. Quería que Carolina se mudara con él a la casa de Aravaca. Ella no le había dado una respuesta, pese a que, en la práctica, casi no pisaba su piso. Prueba de ello era el estado agónico de sus pobres plantas. —Mil cien euros… pero no está mal —se apresuró a aclarar ante sus cejas alzadas en sorpresa—. Tiene dos habitaciones, garaje y trastero. Las áreas comunes son de las mejores en la zona, sobre todo la piscina y el gimnasio. —No tienes que darme explicaciones, neska —dijo él al verla tensa con el tema. Decidió no presionar mientras la seguía de vuelta al salón. —¿Ves por qué no puedo tener hijos? —gimió al echar el agua en la primera maceta de greda. La planta tenía un color grisáceo—. No


soy capaz de responsabilizarme ni siquiera de una planta. ¡Soy un peligro público para cualquier ser viviente! —Anda, ven aquí. —Óscar la abrazó por detrás y besó su nuca despejada—. No seas tonta. En cierto modo, la culpa es mía, por retenerte en mi casa. —Eso. El asesino de plantas eres tú —sentenció ella sin piedad. Los dos se echaron a reír y ella se giró entre sus brazos. Se besaron como dos adolescentes, dejándose caer en la boca del otro con la confianza adquirida en aquel medio año de intimidad y secretos compartidos. —Carolina, vente a vivir conmigo a Aravaca. Es la última vez que te lo pido. Los ojos azules destilaban un ruego tácito, una súplica muda, una confesión implícita… y ella así lo entendió. En aquellos segundos en los que sus miradas se sostuvieron, lo tuvo claro. Asintió; primero con timidez, después con más fuerza. Una sonrisa inesperada se dibujó en los labios de Óscar. —¿De verdad? —Joder, ¡si paso más noches en tu casa que en la mía! — barbotó Carolina en una carcajada espontánea—. Déjame coger un poco de ropa, anda… y porque el mes acaba de empezar, que si no… —Ven aquí, neskatxa. La placó sin contemplaciones sobre la cama. Arrancó su ropa entre risas, buscando piel para celebrar la facilidad de aquella rendición cuando llevaba semanas tras la respuesta y ella siempre había contestado con evasivas. —Voy a echar de menos esta cama —jadeó Carolina cuando él se tendió sobre ella y apartó su melena desordenada—. Es pequeñita, pero muy cómoda. —Nos la llevamos si quieres. Podemos ponerla en la habitación de invitados, y follamos en ella cuando nos venga en gana —ofreció él con generosidad. Estaba dispuesto a reformar su casa pieza por pieza si con ello la tenía contenta—. Nos llevaremos las plantas moribundas si hace falta; las pelusas, las telarañas, el polvo de las esquinas. Lo que quieras, con tal de que te vengas conmigo. —Estás como una cabra. —Estoy loco por ti. Y se lo demostró, como siempre… con esa sed insaciable que siempre tenía de ella; con su manera visceral y primitiva de amarla, sin dobleces ni subterfugios. El desnudo no solo era corporal, era


del alma. Ella se sintió culpable por no haber satisfecho antes aquel deseo tan sencillo de compañía, aquella necesidad de preguntarle por cuál era la marca de leche sin lactosa que prefería, si la mantequilla de las tostadas la quería con sal o sin sal o si le importaba mucho que las magdalenas fuesen integrales. Cuando vio una caja de dulces moscovitas en la alacena del desayuno la segunda vez que se quedó a dormir en su casa tras su reconciliación, supo que Óscar iba muy en serio con ella. Aquel gesto la conmovió más incluso que el trío con la japonesa. Nunca faltaban. Hacía un par de meses que habían dejado de usar condones. Solo con él. Cerró los ojos en puro delirio y arqueó el cuerpo cuando él se enterró en su carne ardiente con un gruñido ronco y abandonado. Lo acogió entre sus brazos, algo distraída porque, además del placer, la envolvía una emoción distinta, una extraña ilusión. La promesa de un proyecto de a dos, de un futuro en conjunto, del entusiasmo de una aventura compartida. Llegó al orgasmo y sonrió. —¿De qué te ríes, Carolina? —resopló Óscar, intrigado y también con una risita atontada producto del baño de endorfinas. Se dejó caer a plomo sobre el cuerpo laxo y la besó. Labios suaves y lánguidos, pieles fundidas en sexo y sudor. Ella no fue capaz de defenderse de la superioridad física y emitió un quejido débil de protesta, encantada de sentirlo así… derrotado, suyo. —De que te quiero. Y de que me gusta estar así. ¿Dormimos aquí y nos vamos mañana? Él tiró del cobertor como respuesta y se acurrucó junto a ella. No tenían ninguna prisa. Después de su respuesta, contaban con toda la vida por delante.

Un lugar para soñar

Lo fácil que fue adaptarse al día a día con Óscar la sorprendió. Después del fracaso de su última relación, disfrutar de una vida independiente y a su aire por primera vez le encantaba. Cuando empezó a salir con César todavía vivía en casa de sus padres, y después pasó a vivir en el piso de él. Carolina había pensado que le costaría abandonar sus horarios erráticos, las largas horas frente a una serie de Netflix o las páginas de un libro, comer cuando le viniese en gana o no hacerlo… y después atacar una bolsa de patatas fritas junto con un café para no desfallecer. En ese momento, muchas de esas pequeñas transgresiones las hacía con Óscar, en una casa que, poco a poco,


se transformaba en un hogar para los dos. Sonrió al ver que se afanaba con expresión concentrada frente a la vitrocerámica, donde lo había dejado para vigilar unos tallarines. Él aportaba placidez y orden a su caos. —¿Ya han transcurrido los tres minutos de hervido? Mira que es pasta fresca y se pasa enseguida. —Se puso de puntillas y lo besó en el cuello. Una alarma sonó en el reloj deportivo y él retiró la olla burbujeante con seriedad con un paño de cocina hasta la encimera de piedra. —Lo tengo todo controlado. ¿Y ahora? —Ahora —dijo Carolina mientras metía el aceite de oliva, la albahaca, la nata ya caliente y unas nueces en un recipiente— voy a hacer la salsa mientras tú sirves la pasta. No, con el cazo no, que no escurre bien. —Le quitó de las manos el utensilio y puso la cuchara para espaguetis en su lugar, después echó todos los ingredientes en la licuadora—. A ver qué sale de todo esto. Es la primera vez que hago estos tallarines con una salsa parecida al pesto, en lugar de con parmesano y ajo, con nata. Salpimentar y… Presionó el botón unos segundos y un ruido ensordecedor los hizo encogerse. Carolina examinó con suspicacia la crema verdosa en el vaso de cristal, y le dio un poco más, hasta que pareció más homogénea. —Ya sabes que yo me como lo que sea, incluidos tus experimentos culinarios. —Óscar reprimió una sonrisa divertida al ver la expresión ofendida de Carolina—. Aunque sufra una crisis hipertensiva por exceso de sal en la carne o me dé un coma diabético porque se te pasa la mano con la miel… —¡Eh! ¡Que las berenjenas con miel me quedaron cojonudas! —Sí. Como postre, estaban de lujo. —Óscar acabó por soltar una carcajada y la aferró de la muñeca cuando quiso golpearlo con la cuchara de palo—. Pero cada día lo haces mejor. Metió el dedo en la salsa recién hecha y después en la boca. Cerró los ojos y emitió un gemido de satisfacción. Los ojos verdes de Carolina se iluminaron. —¿Está rico? ¿Te gusta? ¡Por fin! —exclamó ella, sabedora de que sus «experimentos culinarios» eran a veces una patada al concepto de comida. —Júzgalo tú misma —dijo Óscar. Volvió a impregnar su índice de salsa y se lo ofreció. Como siempre, Carolina transformó el gesto en una obscenidad. Fijó la mirada en él, aferró su mano e introdujo el dedo muy


profundo en su boca. Lo succionó con fruición. Emitió un murmullo lascivo para hacerle saber que no era el pesto lo que le gustaba y después lo mordió. —Mala. Eres mala —la reprendió Óscar. Notó su entrepierna desperezarse y soltó un quejido de protesta—. Ahora ya no quiero pasta. Quiero comerte a ti. —Yo, de postre —replicó ella. Cogió la jarra y la vació en un bol. Señaló los platos ya servidos—. Vamos. A comer, que se nos enfría. —Lo dudo. Los dos sonrieron. La complicidad que poco a poco habían ido adquiriendo, a medida que Óscar se relajaba y que Carolina cerraba la herida que la anterior ruptura había dejado en su interior, hacía que su relación fluyera con facilidad. Después de comer recogieron, y él, metódico como siempre, se puso a lavar los platos. Carolina apoyó la mejilla en su espalda y lo abrazó desde atrás. Lo tenía todo por fin. —Así no hay quien friegue —gruñó él, pero con una enorme sonrisa en la cara—. ¿No puedes esperar sentadita a que termine? —No. Óscar agitó la cabeza con resignación, encantado con la necesidad de él que Carolina dejaba traslucir en cada detalle. Lo buscaba cuando estaban en habitaciones distintas, se sentaba con una taza de café o de té a mirarlo mientras trabajaba en los planos, se metía en la ducha con él… Y con cada destello de apego iba alimentando una idea descabellada, que apretaba un nudo de ansiedad e ilusión en su estómago. El paso siguiente que pretendía dar. Y lo tenía todo muy bien pensado. *** Carolina se dio cuenta de que hacía semanas que no hablaba con Martín, y no lo había echado de menos ni se había sorprendido pensando en él en ratos muertos. Aun así, un ramalazo de desilusión la embargó cuando Martín la llamó a la oficina al día siguiente y la citó para comer. Solo tenía cuatro horas, el tiempo de conexión entre un vuelo y otro. Le hubiera encantado una sesión de lencería o de masaje de pies con final feliz. —¿Una cita vainilla? ¿Quién eres tú y que has hecho con mi Martín? —se burló, mordaz, cuando recibió la propuesta a través del móvil. —No te quejes. Eres en la única persona que he pensado cuando he visto el billete. Tengo que viajar a Nueva York —contestó él con


tono dolido—. ¿Quieres almorzar conmigo o no? Yo estoy deseando verte. No nos vemos desde Berlín. —Carolina soltó un suspiro de cansancio—. No seas fría conmigo, no te queda bien. —Eres insoportable, Martín. Comeré contigo. ¿Quieres que Óscar me acompañe? —No, no. Demasiada intensidad para mí —contestó con una sonrisa, divertido—. Ven tu sola. Ella soltó una carcajada exuberante y colgó la llamada como respuesta. Reprogramó una reunión con su equipo de diseñadores para el final de la semana y avisó a Óscar de que había quedado para almorzar al día siguiente con Martín. *** —Pasadlo bien —se despidió él cuando ella pasó por su despacho antes de marcharse—. ¿Volverás luego a la oficina o nos veremos directamente en casa? Ella lo observó con cierta sorpresa. Esperaba tensión, reproches soterrados… pero Óscar trabajaba relajado, con la camisa celeste remangada en los codos, dibujando a mano alzada el intrincado diseño arquitectónico de un puente. Era un maldito genio. Y sonreía, feliz por ella. —Supongo que vendré por aquí. ¿Me esperas y nos vamos juntos a casa? —De acuerdo… Además, necesito el coche —respondió, distraído. Destapó un Rotring rojo con los dientes y añadió un par de trazos suplementarios—. Y yo tengo que trabajar. ¿Qué pasa? ¿No te vas? Acabó por dejar a medias lo que estaba haciendo, boquiabierto. Carolina negó con la cabeza. Se acercó a él y le quitó los rotuladores técnicos de las manos. Lo aferró de la nuca y estrelló sus labios en los de él. Lo besó con dedicación. Por un momento, le pesó tener que marcharse. —Te quiero, grandullón. Eres la leche. Tendrás premio cuando vuelva. —¿Y eso? —dijo Óscar, confundido. —Ya te lo explicaré después. Mientras conducía hacia la T4 Satélite para recoger a Martín, caviló sobre lo mucho que habían cambiado… al menos ellos dos. Óscar la sorprendía cada día con su generosidad y compersión. El único que parecía aferrarse a su modus vivendi de un modo doloroso y no quería cambiar por nada del mundo era el hombre que la esperaba en el parking Exprés del aeropuerto. Sus renuncias y el


sufrimiento habían sido diez años antes. Carolina sonrió al ver el aspecto oriental de sus ropajes…, el abrigo lujoso, el pañuelo de cachemira, la barba al estilo jeque. —Estás muy guapo. —Lo recibió con un beso en los labios por encima de la consola central del coche. Percibió el sabor de la malta del buen whisky y del tabaco turco—. ¿Has vuelto a fumar? —Muy poco. Lo juro. —No te creo ni una palabra —lo acuso Carolina con las cejas alzadas—. ¿A dónde vamos? —He reservado en Zalacaín. Ya que vengo poco por Madrid, por lo menos voy a comer bien. El magnífico restaurante los esperaba con la mesa puesta. Martín había pedido un menú variado para picar: jamón, lomo, chorizo y todos los embutidos que en Dubái no encontraba con facilidad. Como plato principal, una lubina a la sal. Hablaron de todo y de nada: de Lali y la madre de Carolina, de la hija de Martín, de Carolina y su nulo deseo maternal y de los problemas que eso le había generado con Óscar, de lo bien que iba CreaTech, del negocio estelar de aviación privada de Martín… Cuando llegaron las frambuesas, Carolina soltó una carcajada. —Por los viejos tiempos —brindó él con una copa de un excelente riesling que había pedido en honor a ella—. No puedo ver las frambuesas sin pensar en ti. Chocaron el cristal de Bohemia y Carolina bebió mientras calibraba si contarle o no las últimas novedades de su relación. No sabía si quería saber lo que opinaba Martín. —Me he ido a vivir con él —anunció finalmente al tiempo que lo miraba con sus ojos verdes por encima del filo de su copa, como si se parapetase tras una fortaleza absurda. —¿Con quién? —planteó él, distraído. —¡Con quién va a ser! —repuso ella con fastidio—. ¡Con Óscar! Hace ya tiempo que me lo había pedido y yo no terminaba de decidirme. Y al final… le he dicho que sí. Se sintió como una colegiala tonta al darse cuenta de que se ruborizaba, sonreía de oreja a oreja y, por qué no aceptarlo, notaba en el estómago mariposas de ilusión. Aquellas mariposas eran mucho más que un cosquilleo entre las piernas anunciando el deseo y las ganas de follar. Significaban algo. El destello de un apego. Un sentimiento más profundo. Estaba enamorada de Óscar. Y era amor del bueno, del real. Martín frunció el ceño con una sonrisa que denotaba intriga.


—¿Al final? Al final, ¿de qué?, ¿de la calle?, ¿de una canción? — Soltó una risita un poco irritante—. ¿Qué fue lo que te empujó a decirle que sí, Carolina? ¿Qué te hizo pasar de la duda a la afirmación? —¿Qué quieres decir? —inquirió ella, a la defensiva. Se echó hacia atrás en la silla y estiró la servilleta sobre su regazo con gesto nervioso—. No tengo por qué justificar nada. Como si fuera porque le había dado la real gana. No pensaba elaborar ningún tipo de respuesta a sus preguntas, bastante impertinentes, por cierto. Solo esperaba una felicitación sincera. Una enhorabuena de cortesía y se acabó. Pero, por supuesto, Martín no se lo iba a poner fácil. Él se echó a reír con dulzura y atrapó sus dedos por encima de la mesa. Carolina intentó apartarse, pero Martín la retuvo. —¿Por qué lo hiciste? Algo tuvo que motivarlo, te conozco bien. —Estoy ilusionada con una vida en común, ¿es tan difícil de entender? —No pudo evitar cierta amargura en el tono de voz—. Oh, perdona… para ti sí que lo es. —Por supuesto que no. Estoy feliz por ti, Carolina. Solo espero que no lo hayas hecho para compensarlo. —¿Compensarlo? ¿A qué te refieres? —Ella lo fulminó con la mirada, pero algo en su entendimiento comenzó a brillar. —Me acabas de contar hace nada que Óscar quiere tener hijos y tú no, que tuvisteis una discusión sobre ello —comentó él con delicadeza—. Solo quiero asegurarme de que lo haces porque realmente quieres, no porque buscas compensarlo de algún modo por frustrar su paternidad. El resto de la comida estuvo revestida de una tensión subterránea tras sus palabras. Cambiaron a temas más superficiales, pero Carolina dejó de disfrutar. Estaba cabreada. Martín había pinchado su globo rosa, y en vez de estallar en purpurina y arcoíris, había soltado el humo grisáceo de la duda. Lo odió por ello. Aun así, se despidieron con un abrazo y un beso apasionado en el aeropuerto, pero Carolina condujo nerviosa hacia CreaTech. Le dio vueltas una y mil veces a su conversación con Martín. Había más verdad en sus palabras de la que quería reconocer. ¿Por qué había cedido en realidad? Óscar se lo había propuesto hacía semanas, pero solo poco después de la cena con Ainara y Ernesto había tomado la decisión. Sin embargo, cuando Óscar y ella llegaron juntos a la casa de


Aravaca y vio que las plantas que habían comprado estaban perfectas, que los cuadros que había escogido para modificar la decoración de la vivienda, tan plana y masculina, eran un estallido de color, se dio cuenta de que la vida en común con él era lo que quería. Sentía una ilusión genuina, nueva. Los dos estaban entusiasmados con la idea de una vida juntos y miraban hacia delante y en la misma dirección: la de un proyecto en común.

Cine clásico

Óscar había terminado la reunión con los potentados americanos para cerrar los detalles del contrato y ahora se reunían para celebrarlo por todo lo alto: su primer contrato en Estados Unidos, aunque en realidad fuese más de Carolina que de CreaTech. Hacía un frío bestial. La bahía de Hudson estaba congelada y hacía la temperatura más baja registrada en los últimos treinta años. Los dos habían ido bien preparados y aun así aprovecharon la tarde anterior para ir de compras a los grandes almacenes de la Quinta Avenida para hacerse con unos guantes de piel de borrego, una bufanda de lana de angora y, en el caso de Carolina, un gorro ruso y un abrigo largo tipo Loden, porque la cazadora que se había traído de España no le llegaba para los diecisiete grados bajo cero de Nueva York. —¡Es demencial! ¡Así no hay quien recorra las calles! —se quejó mientras caminaban por el Rockefeller Center—. ¡Yo quería patinar sobre hielo! —¿Tú? Pues como patines igual que esquías, mejor saber cuál es el número de emergencias —bromeó Óscar. Ella amusgó los ojos verdes ante su expresión divertida, pero tampoco quería jugarse la vida, así que pasaron de largo ante las parejas y las familias que exhibían sus dotes de danzarines sobre la pista. Ella era un peligro público para cualquier deporte que no fuera bailar con una copa en la mano, y los dos lo sabían. Era tan urbanita como la Cibeles o el metro. —Tienes razón. Los deportes te los dejo a ti —claudicó por fin al ver a una chiquilla de unos catorce años realizar un perfecto axel en el aire—. Vamos a tomar un chocolate caliente. Caminaron hacia el Central Park mientras compartían un pretzel cubierto de azúcar y un chocolate con malvaviscos. Carolina sonrió al ver las pequeñas nubes rosadas flotando en el líquido oscuro. Todo tenía sabor a Navidad. Los villancicos sonaban desde los escaparates de las tiendas, el colorido de los adornos abrumaba con


su efusividad de colores y los árboles desnudos se vestían con una cuidada iluminación. —¡Qué obsesión tienen los americanos con solapar unas fiestas con otras! —rio Carolina—. No dejan que pase Acción de Gracias en noviembre y ya están pensando en Navidad. —Y no me extraña. Mira qué bonito está todo. —Óscar pasó el brazo por sus hombros y la dirigió hacia el puente sobre el pequeño riachuelo que atravesaba el parque. La caída del sol otorgaba al atardecer una luminosidad onírica. Un naranja pálido, revestido de rosados, estaba salpicado de miles de diminutas luces que adornaban las ramas de los árboles. Deportistas vespertinos, familias que acompañaban a sus hijos tras el colegio, jubilados que paseaban y parejas que buscaban un rato de intimidad, igual que ellos, amenizaban el parque. —Siempre quise conocer los barrios bajos de Nueva York…, ya sabes, los suburbios: Harlem, el Bronx…, las zonas más agresivas que pudieran inspirarme en mis diseños transgresores —confesó Carolina con la mirada perdida en la perfección de aquel momento —. Perderme en las estaciones de metro, en los rincones suburbanos. Sacarles fotos a los grafitis, a la suciedad, a lo marginal… Se echó a reír y se arrebujó en el abrigo nuevo con expresión culpable. Óscar la observó con curiosidad. —¿Y? ¿Qué pasa? Ya sé que mañana nos vamos, pero siempre queda la posibilidad de volver —adivinó Óscar con puntería certera. La besó en la mejilla. Ella se sintió confortada por la calidez de su contacto—. Siempre hay que dejar planes sin hacer, lugares sin visitar, restaurantes sin ir a comer… Así te aseguras de que, cuando regreses, será como si nunca hubieses estado. Carolina se echó a reír. ¿Qué decir ante la contundencia de semejante argumento? Le ofreció sus labios entreabiertos a modo de conformidad y él la besó de nuevo. —¿Volvemos? —Sí, empieza a hacer todavía más frío. Pero, antes, si no te parece demasiado burgués, me gustaría hacerte una pregunta. Ella había echado a andar por el puente, pero se detuvo al ver que Óscar no la seguía. Su tono juguetón y su expresión de niño pequeño se habían tornado en seriedad. —¿Qué pasa? Estás pálido —soltó Carolina, preocupada. Volvió sobre sus pasos al ver que él resoplaba—. No me digas que el frío está pudiendo contigo…


—No es el momento de bromear, neska. Esto es importante. —¿Qué coño pasa, Óscar? ¿Es que ha ido mal la reunión? Podrías habérmelo dicho antes —soltó con una mezcla de enfado y ansiedad. Sabía mejor que nadie en la empresa la importancia de dar el salto fuera de Europa para CreaTech. Óscar le había confiado todos sus sueños, pero también sus miedos e inseguridades. —No he ido a ninguna reunión. Volvió el niño travieso, revestido de un aura culpable. Carolina se cruzó de brazos y lo contempló boquiabierta. Pestañeó un par de veces, presa del desconcierto. —¿Se puede saber a dónde has ido, entonces? —Ya sabes que me gusta el cine clásico, así que tenía esto pensado desde que tuve la certeza. No eres Audrey Hepburn, pero yo tampoco soy George Peppard —dijo Óscar. Sus palabras salían atropelladas de sus labios, cada vez más nervioso—. Y tú y yo trabajamos como enfermos, no es que vivamos del cuento ni nada parecido… —¡Óscar! ¡Céntrate! —lo interrumpió ella sin miramientos—. ¿De qué cine hablas? ¿Por qué no has ido a la reunión? ¡¿Dónde has estado si no has ido a la reunión?! Estrelló sus labios en los de ella para acallarla, porque no supo hacerlo de otra forma. Carolina intentó defenderse, pero no pudo hacer nada frente a la intensidad de aquel beso devastador. Se dejó caer en el contacto desesperado y dulce hasta que relajó los músculos, derribó sus muros y correspondió. —¿Me puedes explicar qué sucede? Me estás volviendo loca — gimió tras unos minutos de perderse en sus brazos. Él sonrió, apocado. —Se supone que esto tenía que haber terminado así, no empezando con un beso… pero va a tener que valer. —Forcejeó en el bolsillo de su abrigo y sacó una preciosa cajita cuadrada de color turquesa. Carolina abrió los ojos como platos al ver en ella el logo de Tiffany & Co. —¿Has perdido el juicio? ¿Qué has hecho? —Ya te lo he dicho. Soy un clásico sin remedio. —Óscar hincó la rodilla derecha en el suelo al tiempo que abrió la cajita hacia ella con una sonrisa trémula—. Y cuando tuve la certeza de que eras la mujer de mi vida, pensé en qué anillo pondría en tu anular con la uña pintada de negro macarra, y dónde te lo pediría. —Joder… —Carolina se atragantó. —¿Quieres casarte conmigo, Carolina Bauer Ortiz? Estoy un


poco incómodo aquí abajo… No estiró la mano para que le pusiera el anillo. Se le tiró al cuello como un vendaval y lo abrazó. Óscar, desprevenido, a duras penas aguantó el equilibrio y casi terminan los dos en el suelo. Era la segunda vez en su relación que los dos acababan llorando de felicidad. Se devoraron con besos bruscos que caían en una lluvia sobre los rostros mojados de agua con sal. Y solo entonces Carolina dejó que su cuerpo siempre libre de joyas se vistiera con aquel solitario extravagante con aro de platino donde estaba grabado «Óscar, tuyo por siempre. NYC».

Una invitación especial

La casa de Silvia y Marcos en San Lorenzo de El Escorial seguía como la recordaba, preciosa. Se le hacía raro estar allí sin Martín. Pero, cuando su amiga la llamó para invitarla a comer y le propuso ir con Óscar, no puso ningún reparo. —¿En qué plan vamos? ¿Vainilla o kink? —preguntó Óscar. A su pesar, estaba excitado. Desde que Carolina se había mudado a su casa, se habían sumergido en unas semanas de luna de miel y nidito de amor reservado solo a ellos, pero la idea de probar algo tipo Berlín no estaba mal—. Estoy dispuesto a cualquier cosa. Carolina escondió una sonrisa divertida. Era como un boy scout, siempre dispuesto. —Lo que nos apetezca. Lo veremos sobre la marcha, pero, conociendo a estos dos, no creo que se trate de nada convencional —respondió ella con una sonrisa—. Ya sabes cómo son. Él asintió. Las pocas veces que había coincidido con ellos le había quedado claro que eran una pareja muy particular. Al principio, la cualidad andrógina de Marcos lo incomodó; en ese momento le resultaba intrigante, misteriosa. Y Silvia era un auténtico bombón. —¡Hola, guapo! ¿Preparado? —preguntó la anfitriona con picardía. Lo besó en los labios y Óscar parpadeó, sorprendido. Carolina se echó a reír—. ¿Esto es para mí? Óscar carraspeó y sonrió, cortado. Le alargó dos botellas de vino y una enorme caja de chocolates belgas. —Sí, perdona. No sabíamos qué traer. —¡Pero si ya traéis el postre! ¡Vosotros! —Soltó una risa musical y femenina que lo hizo reír—. Pero esto también está bien. Vamos, entrad. Se incorporaron a la rutina de una pareja normal que invita a


unos amigos a comer a casa: abrir unas cervezas, charlar en la cocina mientras terminaba de hacerse la carne, preparar unas aceitunas y unas patatitas para ir matando el hambre. Óscar se relajó. A Marcos le encantaba el deporte y hablaron sobre la liga de fútbol, la de baloncesto, la de balonmano… Estaba en su salsa. Ya en la mesa, esperaba que ocurriera algo diferente, pero Silvia sirvió el guiso de lomo con verduras al horno y se dedicó a hablar con Carolina sobre la mejor manera de darle luz a una habitación con escasa claridad. Y bajó la guardia. Nada lo había preparado para lo que viviría después. Tomaron el café, pero cuando Carolina abrió los chocolates para acompañarlo, Silvia negó con la cabeza. —No. Estos nos los llevamos al salón. Así nos sirven para recuperar fuerzas. —Le guiñó un ojo y depositó un beso en la boca de Carolina con naturalidad—. Vamos. Estaremos más cómodos allí. Óscar tragó saliva y los siguió a los tres, que sabían dónde tenían que ir. —Bonitos sofás —comentó al ver las coloridas telas—. ¿No tienen respaldo? Marcos se echó a reír y señaló unos cojines triangulares apartados en un rincón. —Se los hemos quitado para tener más espacio. Ven. Siéntate a mi lado. Aquí. —Se instaló y palmeó el sitio a su izquierda—. No te voy a comer… todavía. Joder. Óscar notó que se empalmaba… con un hombre. Por primera vez en su vida, lo excitaba el deseo que leía en los ojos de un tío. Sacudió la cabeza, confundido. Carolina lo llevó de la mano a acomodarse junto a él, que le apretó la rodilla con un ademán masculino. Casi quiso llamarla, cagado de miedo, cuando se alejó. Marcos llamó su atención con un vaso en la mano. —Whisky, creo recordar. —Tenía dos dedos de líquido dorado con hielo—. ¿Está bien así? —Perfecto —respondió él con voz ronca. Silvia se sentó al otro lado y él lanzó a Carolina una mirada de socorro, pero ella solo sonrió mientras programaba música en un moderno sistema de sonido. Lenny Kravitz los acompañaría durante toda la sesión. Acabó por darle un sorbo a la bebida para hacerse a la idea de que estaba atrapado con las dos personas con las que suponía que tenía que montarse un trío. Se atragantó. —¿Estás bien? —preguntó Silvia, preocupada. Cogió una


servilleta y le limpió el líquido que goteó por la barbilla. —Estoy un poco nervioso —confesó. No podía concentrarse. La polla le dolía por la potencia de su erección—. No tengo ni idea de qué hacer. —No te preocupes —lo tranquilizó ella—. Tu cuerpo sabe perfectamente qué hacer. ¿Lo ves? Óscar inspiró con fuerza cuando Silvia aferró el bulto de su bragueta. —Menudo ataque frontal —intentó bromear, pero su piel se cubrió de gotas de sudor. Su boca se inundó de saliva. Se pasó la lengua por los labios con disimulo. —Menudo tamaño —dijo ella, admirada. Lo acarició con suavidad por encima de la tela del pantalón y clavó una mirada acusadora en Carolina—. ¡No me habías dicho nada, mala amiga! —Quería que fuese una sorpresa —contestó ella con una sonrisa juguetona—. Y, cuando la veas en acción, será mucho mejor. El ego de Óscar se inflamó con la admiración de ambas mujeres. Silvia abrió con fascinación sus ojos oscuros, de pestañas infinitas, mientras hacía crecer entre sus dedos su erección. —Marcos, tienes que ver esto. Es espectacular. Mira. —Delimitó la longitud de su envergadura con las dos manos—. No me digas que no va a dar para jugar. Su marido alzó las cejas e hizo una inclinación de cabeza, impresionado. Esbozó una sonrisa coqueta y a la vez depredadora, y se giró hacia él con interés. Óscar boqueó, abrumado y a la vez halagado, y miró a Carolina en busca de ayuda. Ella cogió el plato de chocolates, se acomodó en una butaca frente a ellos y se metió un bombón en la boca, lista para la función. —No es para tanto —barbotó cuando la mano de Marcos se unió al vaivén de la de su mujer. Los dos, dedicados a masturbarlo, lo ignoraron. Óscar terminó por abandonarse a sus atenciones. Abrió los brazos y se echó hacia atrás en el sofá. Dejó caer la cabeza y emitió un gruñido cuando notó que Silvia le abría la cremallera. —¿Está bien así, querido? —Tardó en entender que Silvia se dirigía a él—. ¿Puedo bajarte el bóxer? —Bonito modelo, por cierto. Te lo copiaré —añadió su marido en un tono más ligero, para rebajar la tensión. Asintió, incapaz de hablar. Notaba a la perfección la diferencia del tacto femenino, más suave y delicado, del tacto de la mano más firme de Marcos. Resopló cuando su erección saltó fuera del


confinamiento de la prenda. —Óscar, hay algo que quiero dejar claro antes de que sigamos adelante. —Marcos lo miró a los ojos y sacó un condón del bolsillo de su pantalón. Lo sostuvo entre dos dedos—. Aquí solo cabe el placer. Tienes que ser sincero. Si algo te molesta o no estás a gusto, debes decirlo. Nos detendremos de inmediato. Ponte esto. —De acuerdo —graznó. Se lo puso sin rechistar. No quiso pedirle que volviera a tocarlo. Jamás pensó que una persona del mismo sexo podría suponer una ventaja. Era obvio que sabía lo que hacía. —Espléndido. Vamos, querida. Sé que lo estás deseando. — Agarró a su mujer de la nuca y la empujó hasta que sus labios rozaron la punta de su pene—. Empieza con él. —Oh… joder… —Óscar cerró los ojos cuando Silvia rodeó con cuidado su glande y comenzó a juguetear con él. Marcos lo sostenía de la base con un agarre férreo y lo complacía también. No sabía por qué, si por su aspecto ambiguo o por su dominación suave, pero le estaba resultando muy fácil dejarse llevar. Cuando Marcos se acercó y posó sus labios contra los de él, no lo cuestionó. Un gemido salió de su garganta cuando el beso se profundizó. Jamás había besado a un hombre. La manera en que él dirigió el contacto, los roces de la lengua, los pequeños mordiscos, le estaban haciendo perder el control. No sabía qué hacer con las manos. Las posó en la cabeza de Silvia, luego sobre el sofá. Cuando Marcos se apartó para darle un poco de tregua, se frotó la cara, incapaz de absorber el placer. Miró a Carolina. —Me lo estoy pasando en grande viéndote, grandullón. —Soltó una risita y se metió otro bombón en la boca—. Disfruta. Luego, si veo que no aguanto aquí, me uniré. —Serás más que bienvenida —intervino Marcos con expresión depredadora. Y Óscar entendió que también había follado con él. Un deseo morboso de ver a Carolina penetrada por él lo azotó con un ramalazo de lujuria revestida de culpa por lo prohibido. Inevitablemente, en su mente despertaron los recuerdos de Berlín. Dentro y fuera de su cabeza, las sensaciones se multiplicaron, y gimió. Era un placer inmanejable, necesitaba tener las manos ocupadas y buscó un objetivo. La erección de Marcos palpitaba también bajo su elegante pantalón negro. ¿Por qué no? La sujetó con firmeza, como hacía con la suya. —Oh, por favor, sírvete —dijo él, con aquella voz que susurraba


en tonos graves y aterciopelados. Se relajaron unos minutos en caricias de tanteo que preparaban el terreno para avanzar. Silvia fue la primera en orquestar el movimiento siguiente y desabrochó los botones de su camisa. Lo miró a los ojos y Óscar asintió. Él se entretuvo en librarla del vestido. —Vaya. No llevas nada debajo. ¿Te ha dicho Carolina que me encanta cuando no lleváis ropa interior? —Siempre lo hago así, pero me alegra que te guste. —La boca de Silvia soltó su presa para contestar y sonrió, pero siguió regalándole el tacto de su mano—. Y Carolina no nos cuenta demasiado de ti, pero ya entendemos por qué. Eres un maravilloso descubrimiento. Carolina rio desde su posición. Había llevado la mano entre sus piernas y comenzó a tocarse por encima de las bragas de encaje con movimientos perezosos. Sus miradas se engarzaron y los dos ensancharon sus sonrisas. Jamás había tenido tanta complicidad con una pareja. Se entendían a la perfección en el sexo y eso ayudaba a que encajara todo lo demás con menor esfuerzo del habitual. —¡No te distraigas! —lo reprendió Silvia con suavidad. Lo cogió de la mano y la llevó a uno de sus pechos—. Por aquí tienes mucho que hacer. Tócame. Óscar dirigió su atención a ella. Exhalaba un aroma tenue a perfume caro, no sabía cuál. Su piel era más madura que la de Carolina y recorrió con curiosidad las estrías que salían como rayos de sol de sus pezones. Le gustó ver que sus dedos generaban pequeños gemidos. —¿Y yo? —preguntó Marcos, dolido—. No te olvides de mí. Había detenido el vaivén de su mano de manera inconsciente, pero ante la petición volvió a masturbarlo, esta vez por debajo de la ropa interior. —No tienes nada que envidiarme, ¿eh? —dijo Óscar. Lo que tenía en la mano no era muy diferente a lo que tenía él. —¡Qué suerte tengo! —dijo Silvia con un enorme suspiro de satisfacción. Terminó de abrir la camisa de Óscar y lo besó en los pectorales—. Y además estás muy en forma. Me encanta. Mira, mi amor. Deslizó sus dedos por la cuadrícula de sus abdominales y la otra mano de su marido se unió. Lo acariciaron a cuatro manos con avidez. Ya no eran delicados, sino exigentes. Óscar los apartó un


momento para quitarse él mismo a patadas el resto de la ropa. —Espléndido —exclamó Marcos. Se levantó junto a él—. Ahora yo. Silvia se acomodó para mirarlos mientras Marcos se desnudaba con movimientos lentos. Óscar no pudo evitar compararse con él. Era más alto, más corpulento, sus músculos, mucho mejor esculpidos… y unos diez años más joven que su anfitrión. La mujer frente a él se relamió. —Ven, Óscar. Quiero follarte primero a ti. Extendió la mano y lo instó a tumbarse sobre el sofá. Esa vez se dejó llevar. Se sentía a gusto con aquella pareja, en confianza. Cuando Silvia se montó a horcajadas sobre él, sonrió. Dirigió la erección hacia su interior con destreza y emitió un largo gemido cuando se dejó caer sobre él. —Oh, Óscar. Eres un dios. —Él no pudo corresponder a su halago. Tenía la mirada clavada en Carolina, que se masturbaba frente a ellos con intensidad bajo la tela del vestido. Aquello lo excitó todavía más. —Carolina, ven —llamó con la voz atenazada por el placer. Quería que estuviera allí, que se llevara una parte de lo que estaba sintiendo, que era sublime. Silvia subía y bajaba por la columna de su pene erecto con sensualidad. Abarcó uno de sus pechos con una mano. Con la otra, recibió a su chica—. Déjame hacerlo a mí. Tironeó de sus bragas hasta quitárselas. Marcos hizo lo mismo con el vestido y el sujetador con pericia, teniendo en cuenta que, a la vez, dirigía su polla para penetrar a su mujer por detrás. Era increíble la destreza con la que manejaba sus dedos de pianista. —Mejor lo haré yo. Estoy en una posición más cómoda. Querida, quieta. Humm… dame un segundo, Carolina. Enseguida estoy contigo. —Empaló a Silvia con un movimiento ondulante de sus caderas y la empujó de la nuca hacia Óscar, que la besó—. Eso es, querida. ¿Te gusta así? Te noto muy llena por Óscar, casi no tengo sitio. Ella no podía contestar. Los gemidos le impedían articular cualquier palabra. Óscar notó en su propia polla la doble penetración y casi perdió el control. Apretó los dientes e intentó desviar su atención hacia Carolina, que esperaba, desnuda, su turno para participar. —Hola, cariño. ¿Estás bien? Él asintió. Unieron sus manos con fuerza. Marcos cumplió lo prometido y comenzó a masturbarla con pericia. Óscar rio,


incrédulo. Sentía el empuje de Marcos sobre su mujer, su sexo envolverlo, prieto y firme, en un vaivén que lo estaba volviendo loco. Hundió los dedos en el interior de Carolina, que lo acogió como caramelo derretido. —Joder. Me voy a correr. No aguanto más —gimió Óscar al ver que Marcos aumentaba la violencia de sus acometidas, empujando a Silvia más y más hacia él. —Oh, no… Espera… espera. Paladéalo con calma —ordenó él, bajando el tempo—. ¿Qué prisa tienes? ¿No quieres follarte a Carolina también? Se giró hacia ella, pero tenía los ojos cerrados. Miró a Marcos en busca de instrucciones, desconcertado. —Cuando Silvia llegue al orgasmo, nos pondremos con Carolina. Vamos —dijo con su sonrisa extrañamente dual—. No me digas que no es divertido. Óscar asintió. El problema fue que Marcos volvió a subir la jugada y a follarse a su mujer con una fuerza que lo abrumó. Cuando ella se corrió a gritos, Óscar fue detrás, como un adolescente sin control… con un grito ronco y desesperado, retorciéndose bajo el peso de los dos. Sus piernas se movían en espasmos sin control y explotó en un clímax brutal. Marcos esbozó una sonrisa indulgente mientras él intentaba dilucidar qué coño había pasado. Parpadeó, desorientado, y atinó a abrazar a Silvia, que se desplomó sobre él mientras Carolina sonreía a su lado. —Joder. Lo siento… —Se echó a reír también y se tapó la cara con una mano, a medias divertido y a medias avergonzado por lo que acababa de ocurrir. —Oh, no pasa nada. Yo todavía puedo seguir un ratito más. — Marcos le quitó importancia y se retiró de su mujer con suavidad. La besó en la base del cuello—. Carolina, ¿necesitas mucho? Porque tengo que confesar que tu chico me ha puesto a mil. No duraré demasiado. Carolina negó con la cabeza. Había pensado en darse ella misma la clausura, pero ser la voyeuse de aquel trío espectacular alimentó en ella un anhelo poderoso por sentirse penetrada también. —Estoy muy cachonda. Creo que si me rozas… ya estará. —Bueno, seguro que algo más podremos hacer. ¿Me das unos minutos? Carolina asintió y acarició a Óscar en el pelo con suavidad. Él


sonrió con los ojos cerrados, aún bajo el peso de Silvia sobre él. —¿Estás bien, mi amor? —Él solo asintió—. ¿Te ha gustado? Óscar abrió los ojos con dificultad. —Sí. Y creo que lo que voy a ver ahora me va a gustar muchísimo también. Marcos volvió y se enfundó un nuevo preservativo con soltura. Ladeó la cabeza y su melena rubia y lisa barrió su hombro. —¿Lista, Carolina? Túmbate en el sofá, por favor. Era tan correcto, tan sumamente educado, que a Óscar le resultaba un poco chocante verlo follar con tanta intensidad. Abrió los ojos con sorpresa cuando le dio un azote con fuerza en el culo cuando ella tardó en obedecer. —La tienes muy malcriada. Tiene que ser más obediente. — Fingió un tono reprobador mientras se acomodaba entre sus muslos. Carolina soltó un largo suspiro cuando se enterró en ella con suavidad—. Quizá te deje a medias para que aprendas. —Estás loco, Marcos. ¡Muévete! —siseó ella, sin ganas de bromear. Clavó las uñas rojas en el culo y lo empujó hacia ella. Él se echó a reír. —De acuerdo. Tú mandas. Fue rápido, violento, brutal. Carolina alcanzó el orgasmo entre sollozos y Marcos recibió su merecido premio por fin. Y, tras conseguir que todos estuvieran saciados, porque quedaba claro quién era el que había orquestado el placer de todos, Marcos sonrió. Depositó un beso en los labios de Carolina, otro en la mejilla de su mujer, y otro en la boca de Óscar, que quedó sorprendido. —No está mal para ser la primera vez, ¿verdad? Habrá que repetir.

Despedida

Era increíble lo complicado que una boda, por muy íntima y sencilla que la hubieran proyectado, podía llegar a ser. Las flores de la iglesia, la decoración y disposición de las mesas, agradecer los regalos que poco a poco iban llegando tras mandar las invitaciones… Carolina entendió por qué algunas parejas planificaban sus enlaces hasta con dos años de antelación. Ellos habían fijado la fecha para el marzo siguiente, y quedaba claro que con cuatro meses se habían quedado muy muy cortos. Las Navidades y el Año Nuevo quedaron relegados a un segundo plano con los preparativos. Se iban a casar en Castro Urdiales, en Cantabria, entre Asturias y Euskadi, después de una encendida


discusión entre las futuras suegras en defensa de sus respectivas ciudades. Para zanjarla, habían optado por ese enclave. Carolina quería casarse cerca del mar, y Óscar no quería hacerlo en Madrid, así que el pueblo marinero era perfecto. Sonrió al ver el diseño de margaritas blancas y corazón amarillo que ella misma había creado para decorar la iglesia. Había cedido a la propuesta de casarse por la Iglesia porque era importante para Óscar y su familia. A cambio, ellos habían desistido de una celebración apoteósica de más de cuatrocientos invitados. Ni hablar. No quería sonreír con falsedad a gente que no había visto en su vida. Carolina dijo cincuenta y cerraron la cifra en ochenta. Solo familia y amigos cercanos. Aun así, no conocía ni a la mitad de los de su futuro marido… y, de su parte, sabía que muchos no irían… entre ellos, Martín. —Son increíbles. Me encantan. ¿Cuándo tienes la última prueba del vestido? —preguntó Ainara, que acarició los dibujos de Carolina con admiración. A veces parecía estar más entusiasmada que ella, vibrando con todos los detalles. —La semana que viene. ¿Quieres acompañarme? Me vendrá bien una opinión, no sé si he sido demasiado atrevida —dijo con expresión preocupada—. ¿Una espalda completamente al aire está permitida en una iglesia? Ainara explotó en una carcajada. —A las novias se les permite todo. Y estoy segura de que estarás elegantísima y sensual, porque así eres tú. —Apoyó la mano en su antebrazo para tranquilizarla—. No te preocupes, que todo saldrá bien. Ya lo verás. Carolina sonrió, agradecida. Estaba un poco perdida con toda la parafernalia atávica de la ceremonia, las arras, los votos, los testigos… Ainara, Silvia y Sonia la ayudaban a orientarse y a tomar las decisiones. Lo más fácil había sido la música. Ya que su padre no la acompañaría al altar, estaría muy presente en toda la selección musical: el Canon de Pachelbel, el Ave María de Schubert y, por supuesto, el Kyrie Eleison de la Misa VIII, canto gregoriano que había escuchado con él al menos mil veces. Su garganta se apretó en un nudo de tristeza. —Mira, este es el vestido, ¿te gusta? —Prefirió apartar de su mente la pena que siempre la embargaba cuando pensaba en su padre, en lo pronto que el cáncer se lo había arrebatado a ella y a su madre, sumiendo sus vidas en la oscuridad y el silencio. Ainara soltó una exclamación exagerada de admiración al ver el


vestido blanco de encaje, con el cuello abotonado y de manga larga, que exhibía en contraste toda la espalda desnuda. —¡Es maravilloso! ¿No vas a llevar velo? —No me pega nada —dijo Carolina, riendo—. Es el vestido de novia de mi madre. Parece mentira, ¿verdad? —Tenían sus diferencias, aunque su relación en ese momento estaba en tregua, pero, cuando se lo ofreció, le pareció perfecto, y solo tuvo que hacer unos pequeños arreglos, porque le quedaba como un guante—. Llevaré unas peinetas de plata, muy sencillas. —A Óscar le va a dar un infarto antes de que llegues al altar, ya lo verás. ¿Y los zapatos? —Bueno… llevaré unos Louboutin que me ha regalado Martín. — Ignoró los ojos abiertos como platos de su amiga—. Son estos. Tienen una pequeña plataforma y solo doce centímetros de tacón, así que estaré cómoda. ¿Has visto lo bonito de la malla con cristales? —Son preciosos, pero… —Titubeó al ver cómo Carolina alzaba las cejas—. ¿Qué opina Óscar de su regalo? —Pues le encantan, dado que será él quien me los quite en la noche de bodas. ¿Me acompañarás, entonces? —Fue más cortante de lo que pretendía, pero no tenía ningunas ganas de ser juzgada por un maldito par de tacones. Ainara lo cazó al vuelo. —Lo haré encantada. *** Cuando llegó el fin de semana tampoco tuvieron tregua. Las cajas comenzaban a amontonarse en el salón y, por lo menos, tenían que abrirlas para saber el contenido antes de escribir una tarjeta o hacer una llamada de agradecimiento. —¿Me das el cúter? No soy capaz de desembalar esto —dijo Carolina mientras forcejeaba con una caja que pesaba una tonelada —. Es de Marcos y Silvia. Óscar la miró, sorprendido, y se acercó con la cuchilla. —Es enorme. ¿Qué es? Me muero de curiosidad. —Casi me da miedo abrirlo, esos dos son terribles. ¿Será una máquina sexual sofisticada? Óscar se echó a reír y la ayudó a quitar la cinta marrón que parecía indestructible. En la caja destacaba la bandera tricolor de Italia. —Serían muy capaces. ¿Han confirmado si vienen o no? Carolina se estiró por encima de restos de papel de colores,


plástico de burbujas y trozos de cartón para consultar la planilla de Excel en su portátil. —Sí. Vienen los dos. —Recordó de nuevo con un punto de amargura que Martín no acudiría a la boda; no porque no le pareciera apropiado, sino porque no le apetecía. Punto. Le regaló un conjunto de lencería nupcial de color blanco y los Louboutin, con la petición de una promesa: que le mandara una foto hecha por Óscar la primera noche de su luna de miel luciéndolos. Fetichista hasta para eso. —¡Es una cafetera! El mismo modelo que tienen en la casa de San Lorenzo de El Escorial —dijo Óscar con una mezcla de alivio y gratitud—. Esto es cosa de Marcos, es muy detallista. Le dije que se la copiaría porque hacía un café increíble y, mira, aquí la tenemos. —Oh, Marcos… —Carolina cogió una tarjeta y un sobre de color blanco con sus apellidos en tinta dorada, Bauer & Gorostiza, y garabateó un agradecimiento por la máquina, que, después de todo, sí era un poco sexual—. Es difícil no caer en sus redes, ¿eh? Óscar dejó la bolsa de basura donde metía los papeles y la miró en silencio. Después del trío, se había atravesado en sus pensamientos con una frecuencia que al principio le pareció preocupante. Le había demostrado que, para el sexo, no hacía falta definir un género o una orientación. Él, que se declaraba hetero acérrimo, había sentido un placer inconfesable cuando aquel hombre elegante, ambiguo, que le hacía pensar en David Bowie o en Harry Styles, lo había masturbado y lo había besado con una seguridad apabullante. Y, al menos en aquel momento, había sido natural, fluido… lo que tenía que pasar. —Marcos es un tío increíble —contestó, sin ser capaz de nada más elaborado, y reanudó su labor de despejar la alfombra del salón. Carolina se quedó intrigada con su contestación y no pudo evitar tirarle de la lengua. Desde el trío habían pasado ya un par de meses y ninguno de los dos había hablado de ello. Tampoco de repetir algo parecido. —Sí que lo es. Y Silvia… ¡Uff! ¿Sabes que fue mi primera vez con una mujer? —Carolina asintió cuando él la miró, impresionado —. Son auténticos maestros los dos. —Es cierto. No volveré a vivir nada igual. Fue… eso… increíble. —Bueno, podemos repetirlo cuando queramos. Estoy segura de que ellos estarán encantados —dijo Carolina con una mueca


traviesa en sus labios rojos—. Podríamos recibirlos aquí, para corresponder. Óscar negó con la cabeza y sonrió. —No, neska. Hablo en serio. Ahora vamos a casarnos, no tenemos necesidad de todo esto. Ha sido divertido —reconoció, con los ojos azules cargados de segundas intenciones. En su tono de voz vibraba la complicidad de siempre, junto con una dulzura que no casaba bien con el jarro de agua fría que Carolina acababa de recibir—, pero tengo claro que ha sido una etapa más. Ella parpadeó, desconcertada, sin entender a qué se refería. —Pero ¿por qué? ¡Si te ha encantado! —Negó con la cabeza, presa de la incredulidad. Óscar se levantó y abrió la ventana para que entrara el aire invernal. Llevaban toda la tarde allí y el ambiente comenzaba a estar cargado. Quizá así se airease también la tensión que se había instalado de pronto entre ellos. —No lo necesito, Carolina. Faltan menos de dos meses para la boda. —La miró y hundió las manos en los bolsillos del pantalón y se encogió de hombros en un gesto cargado de obviedad… y un poco de culpabilidad también. Sin embargo, se notaba que hacía esfuerzos por ser sincero—. Nos hemos divertido, hemos disfrutado… pero es el momento de dejarlo atrás. ¿De verdad nos ves criando un par de niños durante el día y participando en orgías por la noche? Se volvió para apoyarse en el alféizar y disfrutar del aire limpio, sin darse cuenta de la debacle emocional que dejaba tras él. Carolina abrió la boca, estupefacta. No supo encontrar las palabras para replicar a todo lo que Óscar acababa de soltar como una bomba de racimo. Su espalda era un muro en el que se estrellaban los intentos por descifrar lo que pasaba por su cabeza. —Creía que lo disfrutabas —murmuró por fin—. Si era eso lo que opinabas, ¿por qué accediste a quedar con Marcos y Silvia? Se ve que esto lo llevas pensando hace algún tiempo. —Claro que lo disfruto. Me lo he tomado como una despedida. —Y te recuerdo que yo no quiero tener hijos. Creía que lo había dejado muy claro. —¿Despedida? Prefirió pasar a la otra frase que la había dejado fuera de combate. —Sí, lo sé, lo sé. Lo tengo claro. Carolina frunció el ceño, confusa. —¿Y qué pasa conmigo? ¿Qué pasa si yo no quiero pasar de etapa? ¿Y si no es una etapa para mí?


Él emitió un suspiro resignado y sonrió. Carolina sentía que se desgarraba por dentro. Cuando pensaba que conocía a Óscar, sus deseos más profundos y sus temores e inseguridades, salía por una vía que la descolocaba por completo. Todo le pareció un sinsentido, una situación absurda. ¿Qué coño lo había hecho cambiar de opinión? —Lo entiendo. Claro que sí, pero me concederás al menos los dos primeros años, ¿no? —dijo al fin. Su expresión era juguetona, no tenía ni idea de la tonelada de agua fría que acababa de verter sobre su futura mujer—. ¿No lo llaman los años de la luna de miel? Después entenderé que te canses de mí, pero, justo después de casarnos, espero que dejes de follar con otros… en especial, con Martín. Vaya. Carolina lo contempló en silencio, inmóvil, incapaz de darle una réplica. Óscar, tanto con su lenguaje corporal como con sus palabras, decía que creía estar en posesión de la razón, que era correcto y obvio lo que estaba pidiendo. Unas cadenas imaginarias se ciñeron en torno a su cuello y le apretaron la garganta mientras él hablaba de lo efímero del enamoramiento, de que necesitaba un tiempo, aunque fuera con fecha de caducidad, de tenerla solo para él. —¿Tan importante es para ti? —Tuvo que hacer un esfuerzo para articular los sonidos. Hacía mucho tiempo que no sentía ese ahogo, esa sensación de encierro. Se llevó una mano con disimulo al cuello para comprobar que no se ahogaba. —Tanto como lo era para ti que yo compartiera tu manera de ver el sexo, Carolina. —Endureció de manera casi imperceptible su tono de voz. En el celeste de sus ojos destelló un brillo acerado—. Y cumplí todos tus deseos… por ti. ¿Harás esto tú por mí? Carolina esbozó una sonrisa trémula. Negociaciones. Concesiones. Renuncias. Hoy por ti, mañana por mí. ¿Acaso no consistía en eso ser una pareja y triunfar en serlo a largo plazo? Tomó una decisión y, de manera racional y voluntaria, apartó la angustia. —Claro que sí, Óscar. Entiendo lo que necesitas. —La mirada de sorpresa esperanzada y la manera en la que la abrazó, como un niño en busca de consuelo, terminaron por disipar sus dudas—. Después de todo, esa necesidad siempre ha estado ahí.

El Ritz


En ese lugar había empezado su historia. Carolina no pudo evitar ver cierta poesía en que Martín la hubiera citado allí. Pese al frío de finales de enero, hacía un día claro de sol, así que escogió la misma mesa de aquella primera negociación con él. Se sentó, arrebujada en su abrigo, y cerró los ojos para disfrutar de la luz tibia mientras esperaba un vino blanco. Un arriate de hortensias la ocultaba, de modo que pudo contemplarlo antes de que supiera que ella estaba allí. Lo distinguió en cuanto entró en el jardín…, el paso atlético del hombre seguro de sí mismo; la sonrisa reservada del que había sufrido; la mirada penetrante de quien conoce tus más prohibidos deseos… y los hace realidad. —Has sabido enseguida dónde encontrarme. —Ofreció su mejilla, pero él encerró su rostro entre las manos y la besó en los labios. Los tiempos en que eludía cualquier muestra de afecto en público habían quedado atrás y Carolina se lamentó de aquel desperdicio. —Yo habría elegido el mismo sitio. Me alegra que hayas podido quedar conmigo. No nos veíamos desde que fuimos a comer al Zalacaín, y casi diría que esa vez no cuenta…, así que desde Berlín. —Una sonrisa pícara se esbozó en sus labios sensuales mientras se sentaba a su lado. Sacó del bolsillo de su abrigo un sobre—. Tengo una invitación para ti. Un sobre rojo, con su nombre escrito en letras barrocas de color negro: Carolina Bauer Ortiz. Ella lo cogió y le dio la vuelta, intrigada. Sonrió al ver el lacre de cera negra con las iniciales de Martín. —Muy apropiado. ¿Qué es? Seguro que una invitación de boda, no. —No, no. Tú primero. ¿Qué querías decirme? —Bebió la copa de vino que esperaba por él y la miró con precaución por encima del filo de cristal—. Parecías tensa cuando quedamos. Debe de ser importante. No había manera de suavizarlo. Tampoco era el estilo de Carolina el andarse con rodeos. Un dolor auténtico, físico, atenazó su pecho cuando lo soltó. —No podemos seguir viéndonos, Martín. El gorjeo de los pájaros, el sonido del motor de algún camión que aceleró en el paseo del Prado, las conversaciones banales y el ruido de la loza al entrechocar, todo se desvaneció en un silencio tenso. Martín lo rompió con una carcajada atronadora que mezclaba en proporción perfecta diversión e incredulidad, y Carolina se sintió


como una niña tonta e ingenua. —¡Es cierto! —insistió con enojo—. Voy a casarme. No necesito todo esto. —Describió un arco con la mano que lo abarcaba a él—. Supongo que toca ponerle fin a una etapa, al menos por el momento. No sabía de antemano lo que esperaba de él, pero desde luego no fue la conmiseración que advirtió en sus ojos casi negros. Una mirada de piedad. Una sonrisa triste, pero no por él mismo, sino por ella. Martín repiqueteó los dedos sobre la mesa mientras buscaba con cuidado las palabras precisas para no herirla, pero sí enfrentarla a la verdad. —¿Y por qué sospecho que esa afirmación sale de la boca de Óscar y no de la tuya? —planteó al fin. Carolina soltó un gemido exasperado que lo hizo reír aún más—. No me engañes. —No es eso. Quiero decir… no es solo por eso —se corrigió ella ante la mirada burlona de Martín, que sabía que mentía. —Humm…, nos vamos acercando a la realidad de lo que ocurre aquí —murmuró más para sí mismo que para ella—. Si es lo que quieres, tomemos esta comida como una despedida. —Como un hasta luego —se apresuró a corregir Carolina—. Un año. Como mucho, dos. —Ah… ¿Le pones intervalo de fechas? —Volvió a reír, esta vez abiertamente. Alzó dos dedos y arqueó las cejas. Carolina pensó que pediría la cuenta, pero, cuando el camarero se acercó con las cartas, Martín las cogió y le dio una a ella. Abrió la suya con gesto indolente. Ella quiso morir. Le daba igual. No le importaba. —¿Es todo lo que vas a decir? Los labios masculinos se apretaron para reprimir una sonrisa. —No hay mucho más que añadir, ¿no? —Se encogió de hombros y Carolina percibió la bofetada cruel de su indiferencia—. Has aplicado la política de hechos consumados, esto no es una negociación. —Pasó las hojas, atento a la oferta culinaria—. Creo que me decantaré por la carne. ¿Y tú? ¿Qué vas a querer? ¿Prefieres vainilla en la cita de hoy o le añadimos nueces de macadamia? Con lo que me acabas de decir, no lo tengo muy claro. Su sonrisa traviesa, llena de sensualidad y promesas, se le antojó violenta. —¿A qué juegas, Martín? —preguntó ella, cortante. —Como siempre, desde que empezó esta historia, a lo que tú quieras… como tú quieras, y con tus condiciones. —Se inclinó hacia


ella y deslizó la punta de los dedos por su rodilla—. Tú, siempre tú, has llevado la voz cantante, aunque pareciese que lo hiciera yo. — Ascendió sobre las medias hasta la blonda y sonrió. Después curvó la mano en el encuentro de sus muslos. Carolina jadeó—. Ahora quieres que todo termine, al menos por un tiempo, y yo respetaré, como siempre, tus deseos. —Los dedos juguetearon con el encaje de sus bragas—. Tus negativas para viajar a Dubái a verme debieron darme la pista de lo que iba a pasar. —Cabrón… —Cerró los ojos un instante e intentó concentrarse —. Eso no tiene nada que ver. No he viajado más porque siempre tengo que moverme yo a tu terreno, para que sea fácil para ti… según tus condiciones y cuando y como tú quieras. No creo que haya sido yo la que haya dirigido esta relación, Martín. Puede que respetes mis límites, pero todo lo hemos hecho según tu conveniencia. ¿Cuándo has venido a Madrid por mí y no porque te venía bien? Él se quedó en silencio, reflexivo. —Pensaba que te gustaba viajar a Dubái. —Si los hombres dejaseis de dar por sentado lo que las mujeres pensamos y os molestarais en averiguarlo, todo iría mucho mejor — sentenció Carolina con cierta amargura, y no solo por Martín—. Ahora ya da igual. Se volvió hacia él y Martín dibujó una sonrisa depredadora cuando por fin enterró los dedos en su interior. Ella aferró los cubiertos sobre la mesa con una mano, produciendo un tintineo seco; con la otra, arrugó la servilleta con el elegante bordado del Ritz. Se dejó caer en aquella incursión, sabiendo que quizá sería la última. ¿De verdad tenía que renunciar a la pericia de sus manos, al ingenio de su mente creativa y a su conversación siempre interesante? ¿Solo porque Óscar se lo había pedido? Saboreó el cúmulo de placer contenido que anunciaba la llegada del clímax, pero abrió los ojos de golpe cuando Martín habló. —Tomaremos el tartar de atún rojo y las verduras en tempura. Después compartiremos carne. Cuanto más cruda, mejor. El camarero asintió, profesional. Carolina cazó una mirada de soslayo hacia lo que estaban haciendo y notó el rubor ascender por sus mejillas. Comprobó con disimulo que era imposible que pudiese ver nada. —¿Alguna preferencia en especial? Martín hizo un gesto despreocupado con la mano que tenía libre.


La otra, con una maestría indiscutible, seguía ocupada entre los muslos de Carolina, amparado por la cobertura del abrigo negro de paño. —¡Oh! Mientras esté caliente, pero tierna y rosada, estará bien. Sorpréndanos. —Ella carraspeó, ahogada en placer y morbo por la situación. Era evidente que el hombre se daba perfecta cuenta de que algo pasaba, pero su enorme profesionalidad lo hizo permanecer hierático—. Sí, por favor. Cruda, sonrosada y bien caliente —insistió Martín. La yema de su pulgar se clavó sin piedad en el clítoris y Carolina se corrió, desgarrada por no poder gritar ni liberar la tensión de algún modo. Maldito cabrón—. Así es el punto perfecto, ¿verdad? —Por supuesto, señor. El camarero hizo una seca inclinación con el tronco y solo fue perceptible el destello de su sonrisa y el brillo divertido de sus ojos justo cuando se volvió. —Cabrón —repitió Carolina, con la voz estrangulada. —Eso es lo que soy. Se sumieron en un silencio relajado, resignado. Martín, porque aquella clausura era algo que sabía que iba a pasar tarde o temprano. Carolina, porque acababa de tener un orgasmo devastador. Aun así, una frustración envuelta en rabia la invadió al ver aquella frialdad en el hombre que tantas veces había tenido rendido a sus pies. No. No podía dejarlo ir así. Se levantó con la excusa de ver más de cerca unas flores exóticas ante su mirada sorprendida, y después, en vez de sentarse a su lado, se acomodó frente a él. —¿Huyes de mí? —preguntó, intrigado. —No —respondió Carolina. Curvó los labios tan solo una fracción de segundo—. Voy a devolverte el favor. No esperó su respuesta. Apoyó el pie sobre la bragueta de Martín, buscó la cremallera con los dedos, y con delicadeza y cierto esfuerzo, porque no era una maniobra nada fácil, la abrió. —Soy todo tuyo. Como siempre. Él se recostó hacia atrás en la silla, apoyó las manos en los reposabrazos y buscó la mirada de pantera de la mujer que lo había acompañado en sus extravagancias durante más de un año. Había sido su relación más larga desde su exmujer. No se preguntó si había fallado en algo. Lo esperaba, con una sensación de pérdida inminente, desde que había empezado. No quiso explicarle a Carolina que su aparente egoísmo era tan solo la coraza con la que


protegía su corazón. Recibió el masaje sensual en silencio durante unos minutos. Pese a que su orgullo herido pensó en detenerla, era demasiado delicioso como para resistir la tentación. Carolina se había abierto paso por la tela suelta de su bóxer clásico y jugueteaba con la punta de su pene, ya lubricada, entre sus pequeños dedos de los pies. Cerró los ojos, y saboreó con calma el placer. Pero no la dejó que terminara con su trabajo. Cuando empezó a perder el control de sus sensaciones, la aferró por el tobillo y la apartó con la excusa de que el camarero llegaba con la bandeja. Dejaron de lado la conversación, y también sus juegos, cuando llegó el primer plato. Ninguno de los dos estaba de humor como para tomar la iniciativa otra vez. Carolina sonrió, trémula, cuando trajeron el sorbete de mandarina para separar los sabores de pescado y carne. Decidió que lo incluiría en el menú nupcial. Comieron en silencio y no pidieron postre ni café. Cuando Carolina pidió la cuenta con un gesto un poco impaciente, él señaló el sobre rojo sobre la mesa. —La semana que viene es mi cumpleaños, por eso estoy en Madrid. Me gustaría que estuvieses allí. —Al ver que ella no hacía ningún gesto de acercamiento, abrió el lacre y sacó el tarjetón para mostrárselo. Carolina se inclinó para leer la dirección de su piso—. Y me encantaría que viniese también Óscar. —Martín… —No quería volver a decirlo en voz alta: se había acabado. Le tembló la voz al pronunciar su nombre. Él asintió y se levantó al fin. No dijo adiós, solo lanzó una pregunta al aire. —¿De verdad estás preparada para renunciar a una parte de ti misma por complacerlo a él?

Menú degustación

—Estás deslumbrante. El vestido es increíble, Carolina —dijo Ainara con admiración. Cogió entre los dedos el encaje delicado y comprobó, incrédula, que no era pesado como ella había pensado —. Y no pasarás frío, al ser de manga larga. Ella se miró en el espejo que la rodeaba casi por completo en el vestidor del atelier. Las pequeñas modificaciones del vestido de su madre habían obrado la magia de dejarlo perfecto para ella. La caída de la falda, sin ruedo, se deslizaba casi líquida por sus caderas. El cuello, ceñido con cinco botones de nácar, estilizaba su


figura más aún. —Solo faltan las peinetas. —La chica que la ayudaba colocó estratégicamente los dos adornos de plata vieja sobre su pelo negro y sonrió—. No necesitas nada más. Carolina miró el anillo de pedida en su dedo, cerró los ojos y pensó en Óscar… en su sonrisa de niño pequeño marcando sus dos hoyuelos, en la manera entregada con la que le hacía el amor, en las arrugas de concentración de su frente cuando cocinaba o trazaba algún plano. Un intenso sentimiento de felicidad e ilusión la embargó y lo supo, con seguridad. —No necesito nada más —afirmó. *** Tan solo quedaba un mes para la boda y un último… no quería llamarlo escollo, pero se sentía en desventaja al acudir al restaurante de Castro Urdiales a probar el menú degustación. Los dueños del asador El Puerto habían sido muy generosos al permitir que acudieran ocho personas, de manera que aquello iba a ser una especie de presentación oficial: los padres de Óscar, sus dos hermanos, por un lado, y Carolina y su madre por el otro. No tenía a nadie más. Ella era hija única. Su familia de Alemania vendría a la boda, pero no a una comida puntual, y sus primos tenían un salto generacional importante con ella. Acabó por invitar a Sonia, su mejor amiga del colegio, para nivelar la balanza con el clan bullicioso y gregario de su futuro marido. Futuro marido… Paladeó con calma esas dos palabras mientras terminaba de arreglarse en la habitación del hotel. Un hombre que sería su contrapeso y su apoyo, con el que compartía un proyecto de vida en común, con el que sentía una complicidad abrumadora, casi mágica. Las lágrimas anegaron sus ojos en un arranque inesperado y abrazó a Óscar por la espalda, que miraba ensimismado las vistas de la playa. Se apoyó en su espalda recia para extraer de él un poco de coraje. Él se dio la vuelta, sorprendido por el ataque. —¿Estás bien, neska? ¿Qué te pasa? —Se volvió ante ese agarre, alarmado al ver que sus ojos verdes se aclaraban como el agua del mar. —Te quiero, grandullón. Sé que no te lo digo con la frecuencia que debería y quizá tampoco te lo demuestre como mereces, pero quiero que lo sepas —dijo ella en una confesión espontánea—. Te quiero. Un montón. Él se echó a reír ante el arranque de sinceridad y la cobijó entre


sus brazos. La besó mil veces en la frente para borrar la tensión, sobre los párpados para recoger las lágrimas que escapaban furtivas y sobre los labios para corresponder a su devoción. —Te quiero. Ya lo sabes. Gracias a ti soy y seré el hombre más feliz del mundo —susurró él en su boca, entre besos tiernos—. Todo saldrá bien. Mi familia es un poco… abrumadora, pero mis hermanos son unos cachondos mentales y sabes que mi madre es tu fan incondicional. ¿Preparada? Carolina se secó las lágrimas con un gesto brusco, comprobó que el rímel no hubiera dejado un estropicio en su cara y asintió con determinación. Su familia se había desmoronado con la muerte de su padre. En ese momento tenía la oportunidad de formar parte de una junto con Óscar. *** «Iñaki padre; Iñaki, el mayor; Gorka, el pequeño», repasó cuando empezaron los saludos en torno a la mesa del comedor con vistas al puerto. La madre era Markele, y tenía que concentrarse para no cambiar de sitio las consonantes por Marleke. No tenía ni idea de por qué, pero le sonaba mejor. Carolina tuvo que reconocer que todos eran cálidos y acogedores. Los tres hermanos se parecían muchísimo a su padre, pero tenían el color de ojos, claro, de su madre. Reían y bromeaban; se tenían un cariño evidente. Ella sintió la nostalgia por algo que jamás había tenido y siempre soñó tener: hermanos. Escuchó, fascinada, las anécdotas infantiles. —¿Sabes que Óscar durmió con un caballito de peluche hasta los catorce años? —lo acusó Iñaki cuando hablaron de su niñez. Carolina abrió los ojos como platos, ignorando el «cabrón» que el aludido soltó—. Pues sí… como lo oyes. Al final acabé escondiéndoselo en el trastero de casa para que se olvidara de aquel guiñapo informe. —No voy a decir que lloró, pero bueno… casi —añadió Gorka, descojonándose de su hermano—. Lo buscó por toda la casa. Timbró a todos los vecinos por si se lo habían encontrado por ahí. —¡Qué crueles! —dijo Antonia, fingiendo espanto. Carolina se volvió hacia Óscar, aún sin creérselo del todo. —Lo hicimos por su bien, de verdad. Carolina, mira que, si no llegamos a aplicar la vía contundente, ahora te verías en la cama con él y un peluche de cuarenta años. —¡Pero qué cabrón eres, mamón! —Óscar le dio un puñetazo en el hombro a su hermano y Carolina temió por un momento que se


enzarzaran en una pelea, pero Iñaki ni se movió. Era tan grande, rubio y contundente como su prometido, con un vozarrón grave y una sonrisa afable que parecía ser marca en los varones de la familia. Trajeron las opciones de segundo plato a degustar y el camarero señaló, acusador, la última vieira abandonada en el plato. —Toma, Antonia. Para ti, que sé que te gustan, guapísima —le dijo Iñaki padre a su madre, que se ruborizó con coquetería. Carolina reprimió una risita al intercambiar una mirada con Óscar, divertido también por las atenciones de su progenitor. —Antonia, no le creas ni una sola palabra. Quiere camelarte para que te pongas de su parte con el tema de la carne y del pescado — lo acusó su mujer, encantada con tenerlos a todos allí. Estaba feliz en su papel de matriarca—. Y os recuerdo a los dos que es decisión de los niños. Óscar puso los ojos en blanco ante el apelativo. Sus hermanos se echaron a reír a carcajadas. Ya habían bajado varias botellas de vino, más las cañas que habían tomado nada más llegar. El tono de voz y las risas llamaban la atención del resto de los comensales, debido al bullicio de la mesa. —Ama, 1 que voy a cumplir cuarenta —soltó Óscar. —Ya sabes que, para la amatxu, 2 tú y yo somos unos niños, y Gorka es el bebé, aunque tenga treinta y ocho —intervino Iñaki mientras pelaba con pericia unas gambas al ajillo. El aludido gruñó con la boca llena—. Carolina, ¿cuántos años tienes tú? —¡Hijo! ¡Eso jamás se pregunta! —lo riñó su madre, escandalizada, pero ella negó con la cabeza y sonrió. —No me importa, Iñaki. Tengo treinta y uno, aunque tu hermano diga que aparento dieciséis. —Se inclinó sobre Óscar y lo besó en los labios. Después le limpió la boca, aceitada por las gambas—. Suelo responder que tengo veintiocho, creo que me quedé anclada ahí, no sé por qué. Todos rieron ante su ocurrencia y Óscar asintió. —Es cierto. Cuando llegó a CreaTech con su currículum impecable y su vestidito negro, lo primero que hice fue mirar su edad. Me pareció una colegiala preciosa y macarrilla, un poco sabionda. Me puso a mil. —¡Óscar! —Carolina le dio un golpe en el antebrazo, pero las risas se elevaron aún más. Markele se hizo oír entre la algarabía de voces masculinas. —No hagas caso, Carolina. Estás estupenda. Y tienes una edad


magnífica para ser madre; yo tuve a Gorka con tu edad. —¡Eso, eso! —intervino Iñaki padre. Abrazó a Óscar, sentado a su lado, por los hombros—. Que hace tiempo que no tenemos un bebé en la familia y tu madre se muere de ganas de malcriar. ¿Cuántos hijos pensáis tener? ¡Mira que Iñaki tiene cuatro y Gorka va por el segundo ya! Con los vuestros, montamos la guardería en casa. Toda la mesa se echó a reír… excepto Sonia, que clavó en Carolina una mirada de incredulidad, y Carolina, que no podía creer lo que su futuro suegro acababa de decir. —Bueno… ya sabéis que yo no quiero niños —dijo con una sonrisa un poco forzada. Fulminó con la mirada a Óscar, que no se dio por aludido. —¡No pasa nada! Aún eres joven. Ahora hay madres primerizas con cuarenta años —la tranquilizó Markele con aire de saber muy bien de lo que hablaba—. Pero no os despistéis demasiado, que ya sabes lo que dicen. ¡Se te pasará el arroz! De nuevo las risas inundaron la mesa. —No, no. A ver… —Se colocó la melena tras las orejas con un gesto nervioso y puso la servilleta encima de la mesa—. Ya os lo he dicho. No voy a tener hijos. Y Óscar lo ha aceptado, ¿no es así, mi amor? Óscar soltó una carcajada un poco alcoholizada y le dio unas palmaditas condescendientes en el dorso de la mano. —Bueno, bueno… ¡no seas tan drástica! Primero tenemos que casarnos y pasarlo bien tú y yo solos durante unos añitos —dijo con una sonrisa feliz. Carolina consideró seriamente estamparle un puño en su rostro risueño. La expresión estupefacta de Sonia, que como mejor amiga conocía todo su argumentario en contra de la maternidad, no ayudaba en nada—. Después, es obvio que tendremos un crío… o dos como mucho. Yo no quiero el caos que tiene Iñaki en su casa con cuatro, joder. ¡Que eso es como el apocalipsis zombi! De nuevo risas cómplices, bromas respecto al reloj biológico, chistes sobre la manera de cómo se hacían los niños por si no lo tenían claro… y su madre la primera, cosa que le dio una rabia ensordecedora. La familia de Óscar acababa de conocerla, pero su madre lo sabía. Sabía que no tenía ninguna intención de buscar una maternidad que no sentía en absoluto. —¿En serio no vas a decir nada más? —susurró Sonia, alucinada al ver que ella había grabado en su rostro una sonrisa sintética,


tiesa sobre la silla y sin participar en la conversación. —No. No es el momento. Pero Óscar se va a enterar.

No es no

No supo cómo, pero Carolina fue capaz de mantener el tipo durante toda la comida, con una sobremesa insoportable en la que todos menos ella y Sonia, que la agarró de la mano con fuerza por debajo de la mesa, estaban claramente bajo los efectos del alcohol. Rechazó el champán para el último brindis y tuvo que aguantar la bromita de si a ver si no era que estaba ocultando un embarazo por parte de su madre. Debería hablar con ella también. Tenía muy muy pocos jugadores en su equipo y necesitaba que los pocos con los que contaba se pusieran la camiseta a su favor, no en su contra. Lo tomó como una traición, aunque era cierto que su madre también deseaba nietos con un fervor insoportable…, una más de las muchas cosas que la alejaban de ella. La boda las había acercado, era cierto, pero no le había dado ni a ella ni a Óscar ni a nadie ningún indicio de cambiar de opinión respecto a eso. —¿Vamos a dar una vuelta por la playa? —propuso Óscar cuando terminaron el tedioso y eterno momento de las despedidas, alabanzas a la comida, abortar una intentona de Gorka de seguir de copas por el pueblo y cerrar el menú—. Necesito despejarme. Carolina lo miró en silencio. No tenía ni idea. No se había enterado de lo mal que se lo había hecho pasar. Consideró mandarlo a la mierda y demostrarle su cabreo, pero, una vez más, tendría que echar mano de su asertividad para hacerle ver lo que había hecho. —Sí. Vamos. —¿Qué ocurre? Estás muy tensa. Ya te advertí que mi familia es un coñazo a veces, pero te quieren un montón —dijo con entusiasmo infantil. —Tu familia es maravillosa, aunque le vendría bien no pasarse tanto con el alcohol —replicó con cierta perfidia, que Óscar no percibió—. Pero tú y yo tenemos que hablar. —Uy. Ese tono… lo reconozco. —Compuso una expresión burlona e hizo el amago de hacerle cosquillas, pero Carolina lo apartó—. ¿Estás cabreada? Pero ¿por qué? ¡Si ha ido todo genial! —Vamos a la playa. Aquí, no. Óscar estaba muy pesado, Carolina supuso que producto del exceso de vino también. Fue detrás de ella como un perrito suplicante, rogándole que le dijera qué ocurría, si había hecho algo


mal, que no tenía ni idea… La tarde se quedó apacible; el aire marino era vivificante y, aunque hacía frío, el tiempo era seco. Le pareció una crueldad iniciar una pelea en un lugar tan bucólico, donde, además, pronto se iban a casar. Pero era necesario y tenía que dejar el tema zanjado de una vez. Se volvió hacia Óscar y lo enfrentó con determinación. —¿De verdad no tienes ni idea de por qué estoy enfadada? ¿Ni un indicio? ¿Ni una sospecha? —le espetó con incredulidad. Él la miró perdido y abrió las manos en señal de impotencia. —Ni idea, neska. —¿Por qué demonios has dicho a toda la familia que vamos a tener hijos más adelante? ¡Pensaba que te lo había dejado lo suficientemente claro! ¡Y tú me dijiste que estabas de acuerdo! — estalló Carolina al poder liberar por fin la contención de la que había hecho gala durante horas—. ¡Y no ha sido una vez, sino varias! ¡Con bromas, con estupideces sobre mi reloj biológico, incluso has mencionado que como mínimo vamos a tener un crío, quizá dos! No era su intención en un inicio, pues quería una conversación civilizada, que e hiciera entender… pero, a medida que soltaba las palabras, su asertividad se iba más y más a la mierda, tornándose en un desahogo acusador que no tenía pensado hacer. Y, por supuesto, Óscar se puso a la defensiva. —Creo que he sido bastante razonable con el tema. He aceptado retrasarlo pese a que sabes que quiero ser un padre joven, que pueda jugar con sus hijos, llevarlos a escalar, a esquiar… —Se cruzó de brazos y todo su espíritu juguetón se esfumó. Endureció la mirada de sus ojos celestes—. Tú eres la primera que habla de negociar en la pareja, de llegar a un acuerdo, de hablar las cosas y conseguir una solución que sea buena para los dos. Para los dos, Carolina. Ella abrió la boca por la sorpresa. No había servido para nada. Había sido absolutamente inútil todo lo hablado con anterioridad. —Óscar, ¡lo hemos hablado! ¡Y tú estuviste de acuerdo en respetar mi decisión! Te recuerdo que la que gesta los niños y da a luz es la mujer… Él la interrumpió sin contemplaciones. —Tú me has impuesto una decisión unilateral, con tus argumentos ecofeministas sobre la superpoblación mundial, la injusticia de traer niños a este mundo cruel y un montón de chorradas —se burló sin piedad. Carolina quiso gritar de la rabia, pero lo dejó hablar. Tenía que saber con exactitud lo que Óscar


pensaba para poder actuar—. Y lo acepto… por un tiempo. ¿Dos, tres años? ¿Cinco años es suficiente para ti? Vas a tenerlo todo conmigo. Yo te pedí que esperaras un par de años para volver a tu vida de sexo desenfrenado y orgías con otros. Después, lo aceptaré. Incluso lo viviré contigo, si así lo quieres tú. Carolina negó con la cabeza. Volvían al mismo punto: Óscar pretendía un quid pro quo, comparando su manera de entender el sexo con la manera de Carolina de entender la maternidad. Solo que aquello no era una negociación. Era una manipulación encubierta. —Esta conversación no tiene ningún sentido. ¡Ambas cosas no son comparables! Con el sexo puedes cambiar de opinión —gritó Carolina, muy cerca de perder los papeles por completo y decir algo de lo que probablemente se arrepentiría—, con el sexo hay vuelta atrás… pero, con los hijos, ¡¡¡no!!! —Quizá tengas un trauma… por la muerte de tu padre. Tú misma me has dicho que te afectó muchísimo cuando falleció —dijo él, en un intento de cambiar de estrategia—. Podrías ir al psicólogo. Carolina soltó un bufido indignado. —Es mucho más sencillo que eso, Óscar. ¿Es que no lo puedes entender? No necesito ningún psicólogo. —En vez de chillar como una energúmena, su tono de voz descendió hasta un nivel letal—. No tengo ningún trauma. No quiero tener hijos porque no me sale del coño. Punto. No hay negociación. —Todo es negociable en esta vida, Carolina. Y cualquiera puede cambiar de opinión. ¿Sabes quién me enseñó eso? —dijo con un tono de voz despectivo y frío. Odiaba cuando Óscar se ponía así, como una placa de hielo impenetrable—. Tu Martín. Me hizo ver que rechazar una relación contigo tan solo porque tenías sexo con otras personas era una pérdida para mí. ¿Qué pasa? ¿Que yo no valgo lo suficiente para ti como para que puedas cambiar de opinión? Carolina se llevó las manos al pecho por aquella cuchillada cruel. Iba a hacerlo. La iba a poner entre la espada y la pared. Lo vio en su mirada glacial. Un dolor intenso envolvió todo su cuerpo y atenazó su garganta. No respondió. —Creo que necesitamos un tiempo para pensar —dijo Óscar al fin. En su expresión no había tristeza, solo rabia y frialdad. A ella le pareció estar viviendo un déjà vu—. Yo, desde luego, lo necesito para aclararme. Piensa también en lo que quieres tú, Carolina, en lo que yo valgo para ti. ¿Cuál es el precio que estás dispuesta a pagar por mantenerte obcecada en tu decisión?


—Óscar… —acertó a balbucear, desconcertada. —Vete tú a la habitación del hotel. Yo me buscaré la vida, no te preocupes. Creo que llamaré a Gorka y saldremos por ahí —soltó mientras sacaba el móvil y escribía algo—. Supongo que no me acompañarás a Bilbao como teníamos planeado. Ya me inventaré una excusa para cubrirte. Nos veremos en Madrid.

El aprendiz supera al maestro

Carolina había vuelto a fumar, si es que hacer desaparecer los ocho pitillos de Cartier que quedaban en la cajetilla olvidada por su madre se consideraba fumar de verdad. Llevaba una semana sin cruzar más que un saludo frío de cortesía con Óscar cuando coincidían casualmente en la oficina, a veces ni siquiera eso. Conocía esa faceta obstinada de su carácter, esa manera correosa de no dar su brazo a torcer, de querer salirse con la suya como si fuera un maldito preescolar. El problema estaba en que en ese momento no se jugaban un proyecto, o una discusión tonta sobre qué película ganaba esa noche después de cenar. Iban a casarse en menos de un mes. Cuestionaban su futuro. Su definición de familia. Tener hijos o no. ¿Estaba dispuesta a enfrentar una maternidad que en realidad no quería por él? Aquello tenía visos de transformarse en una maldita bomba de relojería y sabía que era ella, como siempre, la que tendría que dar el primer paso conciliador. Acabó por dejar el pitillo a medias y apagarlo contra el fondo del fregadero. Ni siquiera tenía permitido fumar en aquel piso. Se felicitó a sí misma por no haber rescindido el contrato hasta el verano para tenerlo a su disposición. Siempre resulta más fácil acostumbrarse a lo nuevo si sabes que hay una alternativa. Saltas al vacío, pero con un arnés de seguridad. Tenía el móvil en la mano. Eran poco más de las siete de la tarde. —A la mierda —murmuró entre dientes. Sabía lo que tenía que hacer. Pulsó el número de su contacto y esperó. Un tono de llamada, dos tonos, tres. Al cuarto pensó que la torturaba de manera innecesaria. Al quinto, que algo podía pasarle. Al sexto, que no debió llamar. —Hola, Carolina. —Te has tomado tu tiempo —dijo ella con cierto rencor. Se


mordió la lengua, pero no le gustaba esperar. —Sabes que la casa es grande. Estaba en el jardín. —Lo siento. Tenía ganas de hablar contigo —confesó para suavizar su frase anterior. Volvió a arrepentirse de su sinceridad sin filtros, pero la risa franca de Óscar al otro lado del teléfono fue una buena recompensa. Se arriesgó—. Te echo de menos. —Yo también, neska. ¿Has pensado en lo que hablamos? Carolina guardó silencio durante unos segundos. ¿Lo había hecho? Llevaba noches sin dormir, pero no había llegado a ninguna conclusión. Además, se suponía que quien tenía que aclararse era él. Hizo un sonido ambiguo para no comprometerse. —Le he estado dando vueltas a todo. ¿Y tú? —También. El silencio que siguió a la escueta palabra parecía contener mucha más información que cualquier respuesta elaborada, pero Carolina necesitaba verlo; con desesperación. Tragó saliva junto con la ansiedad. —Es temprano. ¿Quieres pasarte a cenar? Imprimió a la invitación los cánticos de las sirenas, pero notó las reticencias de Óscar incluso a través del smartphone. —No sé, Carolina. Quedamos en que nos daríamos un tiempo para pensar. —Venga… solo un poco de embutido, tortilla de patatas, unas cervecitas. —Cambió de estrategia y aligeró el tono. Que fuera algo casual, sin importancia. Comer, follar y luego dormir—. Luego te vas si no quieres quedarte —añadió con la misma levedad, pese a que le costó trabajo pronunciar la frase. Darle la posibilidad de una retirada fácil pareció convencer a Óscar. —Vale. De acuerdo. Sí. —A medida que reafirmaba su respuesta, su voz parecía sonreír—. ¿Necesitas que lleve algo? —Trae pan, que solo me queda un corrusco —pidió ella. Era fácil volver a las pequeñas rutinas de la convivencia—. Tengo ibéricos a los que les vendrá bien una buena hogaza. —Perfecto. Sobre las nueve estaré allí. En cuanto colgó la llamada, sufrió una trasformación. Tenía menos de dos horas para salir de la abulia de aquellos días, darle una vuelta a su apartamento, arreglarse y cocinar el único plato del que podía llevarse algún mérito culinario: una tortilla de patatas. Dio gracias por los escasos sesenta metros cuadrados de su apartamento, en poco tiempo estuvo reluciente. Se dio una ducha y


escogió lencería sexy sin estridencias que sabía que le gustaba a Óscar, y puso esmero en las trampas para provocar que la ropa se transformara en desnudez. Unos vaqueros que realzaban su culo de manera espectacular, un jersey con caída perfecta, hombros al descubierto y escote de pico, además de bailarinas para descalzarse en cuanto tuviera oportunidad, para acariciarlo con los pies. En eso se parecía a Martín. Cerró los ojos un par de segundos. Martín. Esa vez no había querido refugiarse en él con su discusión con Óscar. Dubái estaba demasiado lejos. Le tocaba lidiar con sus batallas sola. A las nueve estaba cuajando la tortilla. Óscar debía de estar a punto de llegar. A y media abrió una botella de rioja que guardaba para ocasiones especiales y sirvió dos copas de vino para que se airearan. Le mandó un wasap; era raro que llegara tarde. A las diez menos cuarto empezó a entender que quizá la había dejado plantada, se bebió la segunda copa servida, porque era una pena desperdiciar un vino tan bueno, tapó la botella y comió algo de embutido con el mendrugo del día anterior. Le puso a la tortilla un trozo de papel albal por encima. Lo de que los wasaps quedaran sin leer, eso sí era algo habitual de Óscar. Ignoraba el teléfono de manera consciente durante los fines de semana para evitar el trabajo, a los familiares… o a ella, y no necesariamente en ese orden. Volvió a coger el móvil. Tenía treinta y un años, ya no era una niña pequeña, y, desde luego, no era ninguna estúpida. Marcó su número. Esta vez él lo cogió al segundo tono. —Perdóname, Carolina. Te iba a llamar ahora mismo. —Ruido de copas y voces. Un local. Un restaurante. Ella respiró muy muy despacio—. Se me había olvidado que tenía una cena importantísima con un cliente, joder. ¡Lo siento! Todavía seguiré aquí un rato. Estoy cerrando un proyecto para CreaTech. —Vale. No te preocupes. No pasa nada. —Hablamos mañana. Fue ella la que colgó; no supo si por el cabreo que la embargó porque le pareció una excusa barata o por la tristeza de ser tratada de aquella manera por el hombre que la amaba. Se tomó unos minutos para reflexionar. Algo pasaba. Él no era así. Obstinado, infantil, sí… el peor de todos, pero no cruel. Trazó un plan para esperarlo en la casa de Aravaca. Después de todo, se suponía que


también era su hogar, o al menos eso era lo que Óscar le decía, pero desistió. «No sé, Carolina. Quedamos en que nos daríamos un tiempo para pensar.» Esas habían sido sus palabras. No quería presionarlo más. Estaba claro que con sus planes de cenita con pretensiones de postre le había salido el tiro por la culata. Se confesó a sí misma que echaba de menos la casa también. Antes daba gracias por su piso; en ese momento aquellos sesenta metros cuadrados la asfixiaban. Por mucho que empleara sus trucos de decoradora con colores claros, espejos en lugares estratégicos y muebles longilíneos, la superficie era la que era. Cogió las llaves del coche, su cazadora de cuero y enfiló hacia CreaTech. Se echó a reír porque, mientras conducía por el paseo del Prado junto a la diosa Cibeles, magnífica con sus haces de luz y sus chorros de agua a aquellas horas de la noche, se acordó de César. ¡Qué plácida le parecía en ese momento su antigua convivencia con él! Y qué fácil era caer en los viejos hábitos: como con su antigua pareja, cuando las cosas se ponían feas, se refugiaba en el trabajo, exorcizando sus demonios a través de la creatividad. Le dio pereza entrar en el aparcamiento del edificio. No le apetecía dar explicaciones en la garita de vigilancia a esas horas de la noche, así que bajó la velocidad y prestó atención a los posibles huecos disponibles para dejar el coche en la calle. No tenía demasiadas esperanzas, pero, aunque la zona de copas quedaba cerca, todavía no era la hora punta en la que los madrileños se echaban a la calle a disfrutar de la ciudad. Hubo suerte; un espacio estrecho entre una furgoneta enorme y unos contenedores, pero ella tenía paciencia y pudo encajar su vehículo con varias maniobras. Además, el contenedor marrón para los residuos orgánicos no estaba frenado. No tuvo más que empujarlo un poco para hacerse con algo más de espacio para el Golf. En eso estaba, parapetada entre su coche y el contenedor para apartarlo, cuando los vio. Al principio solo reconoció el pelo rubio y llamativo de Óscar, que debía de estar de vuelta de su cena de negocios con el cliente hacia CreaTech. Cliente, no. Clienta. ¿Por qué no le habría dicho que era una mujer? Quizá el hecho de que le había ocultado ese dato fue lo que, de manera instintiva, le hizo permanecer oculta tras los contenedores y analizar con más detalle la situación en vez de salir a su encuentro y saludar con naturalidad, que era lo que habría hecho en cualquier otra circunstancia.


Fue entonces cuando se dio cuenta de que la mujer era Lidia. Su ex. Los dos o tres segundos de perplejidad que su cerebro tardó en recuperarse del latigazo de información la dejaron inmóvil, vulnerable, sin defensas. Caminaban abrazados de la cintura, con ese paso lento con el que se mueven las parejas de largo recorrido. Se pararon de pronto, Carolina supuso que habrían llegado al coche de uno de ellos. Era entonces cuando se despedirían como los buenos amigos que se suponía que eran. Habrían quedado para charlar. Óscar habría desahogado sus penas con la mujer que mejor lo conocía, ella lo habría aconsejado con la experiencia que da la madurez y la femineidad, habrían brindado por los viejos tiempos y en ese momento se darían dos besos y cada uno se marcharía para su casa. Solo que Carolina sabía que eso no pasaría. No se extrañó cuando Lidia le echó los brazos al cuello y Óscar se abalanzó sobre su boca. La devoraba con fruición, y empleaba con ella todas las técnicas que había aprendido de Martín. Carolina dejó escapar a su pesar una risita divertida al ver cómo le mordía el labio inferior y tiraba de él, arrancándole a su ex un gemido apasionado que parecía fuera de lugar en una mujer tan estirada y compuesta como ella. Luego mordisqueó su mandíbula, el lóbulo de su oreja. Ella dejó caer los brazos, desmadejada y a merced de Óscar, que la giró para ponerla contra el coche y encerró su melena en un puño violento. Se la apartó de la nuca para mordérsela también y Carolina oyó desde su escondite privilegiado el crescendo de gruñidos y jadeos. Se preguntó si no debería sacar el móvil para hacerse con contenido gráfico grabando un vídeo, era el momento perfecto. Se conformó con una foto en full HD. No tenía por qué ensañarse. Pero tampoco tenía por qué dejar de mirar; después de todo, era su prometido y un espectáculo así no se veía todos los días. Lidia estaba magnífica, había que reconocerlo. Su moño de profesora universitaria se había desmelenado. La camisa, desbocada por las manos masculinas que buscaban sus pechos, se había salido de su falda, ya enrollada en la cintura. Sus nalgas, pálidas a la luz de la farola, manoseadas por Óscar para abrirse paso desde atrás, quedaron expuestas cuando le bajó las bragas y las medias. Lidia dejó escapar un grito ahogado cuando él la penetró, excitada, sin contención. Carolina estaba segura de que Óscar jamás se la había follado así con anterioridad. Quería exhibirse ante ella. Demostrarle lo que había aprendido en ese


tiempo. ¡Qué atrevidos! En mitad de la calle y a las once y pico de la noche… aunque de pronto ya no pudo ver nada, pues quedaron en gran parte cubiertos por el abrigo que Óscar llevaba puesto, y que reconoció como el que se había comprado con ella en la Quinta Avenida, Aquello la deprimió un poco. No había nada sagrado. Sin embargo, sin saber por qué, se alegró por ellos, por los dos… y por ella misma también. Qué maravilloso sentimiento era la compersión. Decidió que ya no tenía por qué ir a la oficina a trabajar y volvió a meterse en el coche. Esperó a que terminaran el polvo mientras escuchaba música en el magnífico equipo de sonido y tomó varias decisiones que cambiarían su vida en aquel lugar un poco sórdido, entre la furgoneta blanca sin letras y los contenedores de basura, como tantos otros repartidos por Madrid.

Motivos reales

Óscar no intentó ponerse en contacto con ella aquella noche. Lo agradeció. No tenía la templanza ni las ganas de fingir una contención que no le apetecía. Por pura curiosidad malsana, buscó el valor del anillo de compromiso cuando lo metió de vuelta en la cajita turquesa de Tiffany & Co. Se atragantó al comprobar que Óscar se había gastado más de cuarenta mil euros en la sortija. Le pareció una auténtica aberración. Esa sería la primera carta sobre la mesa. La segunda búsqueda en Internet fue para ver el estado de su cuenta bancaria. Aquellos casi dos años en CreaTech le habían cambiado la vida. Más allá del alquiler del piso y la compra del Golf de segunda mano, no había hecho más gastos. La lencería y los tacones eran cosa de Martín, y los viajes corrían a cargo de la empresa. Confirmó con alivio que tenía un fondo más que solvente y una idea que acariciaba desde hacía tiempo comenzó a coger forma en su mente, cada vez con mayor claridad. Después, se tomó un café con moscovitas, se resistió a la tentación de llamar a su madre, a Silvia, a Sonia o a Martín, y condujo rumbo a Aravaca. Unos diez minutos antes de llegar le dijo a Siri que enviara un wasap a Óscar. Que Lidia tuviera el mínimo tiempo de poner los pies en polvorosa y su dignidad a salvo en caso de que estuviera allí. —Hola, neska. Me alegra que hayas venido —la saludó con un beso tenue en los labios, su aroma fresco y deportivo de siempre y ni rastro de sus correrías de la noche anterior—. ¿Quieres un café? —Acabo de tomarme uno, pero sí. Un café siempre viene bien.


Tomó posesión de su antiguo sitio en la isleta de la cocina. Óscar se movía con la comodidad de siempre, sin rastro de remordimientos. Carolina supuso que él se sentía con derecho a lo que había pasado, pese a que era muy diferente contarle una mentira y follar con su ex a lo que ella hacía con Martín. Pero no estaba para pedagogías eróticas ni de pareja. Ese punto había pasado para ellos. Una enorme oleada de alivio la invadió. Estaba agotada de tener que ejercer de tutora sentimental. Antes de que la superficie prístina de Silestone blanco se llenara con la porcelana de platos y tazas, Carolina dejó allí, con un gesto desapasionado, la caja turquesa de Tiffany & Co. Hizo un ruido seco, duro. —Vengo a devolverte esto —soltó sin prolegómenos. Lo cierto era que estaba más cansada de lo que creía. Óscar soltó una risotada ligera revestida de incredulidad. —Vamos. ¿Tan mal te sentó que te dejara plantada ayer? — Describió un amplio arco con la cabeza y puso los ojos en blanco—. ¡Ya te expliqué que me había olvidado de una reunión importante! Prometo que te compensaré —añadió con una sonrisa juguetona. Se acercó a ella e hizo el amago de abrazarla por la cintura. Carolina hizo una finta y lo evitó. Dejó el móvil también sobre la isleta, con la foto de él y de Lidia follando contra un coche. No lo hizo a propósito, pero el sonido brusco fue muy similar y los dos objetos quedaron alineados, muy centrados, en la superficie blanca y alargada. —¿Qué es eso? —preguntó él con suspicacia. —Compruébalo tú mismo. Un testimonio gráfico de tu reunión de anoche, obtenido cuando fui a adelantar trabajo a CreaTech — respondió Carolina. La cafetera comenzó a filtrar el delicioso café Lavazza que Óscar compraba gracias a ella y se acercó a servir las pequeñas tazas blancas. Él se abalanzó hacia su aparato y sus ojos azules se abrieron, desorbitados, al ver la imagen en full HD—. Puedes borrarla si quieres. Se generó un silencio correoso, denso, tan solo interrumpido por el goteo del café en la jarra de cristal. Carolina apoyó el trasero en el borde de la encimera y sorbió el líquido. Era gratificante que las cosas buenas no dejaran de serlo solo porque estuvieran acompañadas de momentos amargos. El expreso seguía siendo magnífico. —Carolina… —balbuceó Óscar tras unos segundos angustiosos. —No pasa nada. Esto solo ha precipitado algo que tenía que


pasar. —¡Podemos arreglarlo! —soltó él, envuelto en pánico. —¿Qué es exactamente lo que hay que arreglar? —Carolina dejó la taza a un lado y lo miró con curiosidad. —Esto no significa nada. ¡Lidia no significa nada! Sabes que acudo a ella por despecho, como cuando me dijiste lo de Martín — se apresuró a confesar con ansiedad—. Solo fue un polvo rápido y después se fue a su casa. Te lo juro, Carolina. —Óscar, cariño, lo de Lidia no me importa, de verdad, pero tú mismo dijiste que pasaríamos un par de años sin otras personas. Pensé que eso valía para los dos —respondió ella con una sonrisa triste—. Tengo la sensación de que volvemos a estar donde empezamos: no estamos siendo sinceros. Y también es culpa mía, así que comenzaré a sincerarme yo, ¿de acuerdo? —Él puso mala cara y Carolina se echó a reír. Había dado en el clavo—. ¿Lo ves? Quizá tú no lo necesites, pero creo que yo lo necesito más de lo que creía. Echo de menos a Martín. —Carolina, ¡vamos a estar recién casados! ¿Es que no vamos a tener ni los dos años de encoñamiento que se supone que tienen todas las parejas de luna de miel? —intentó bromear él. Ella soltó una carcajada estentórea. Estaba claro que no había sitio para hacer concesiones en ese aspecto. Probó otro abordaje, a ver si tenía más suerte. —¿Y qué me dices del tema hijos? Te dejé bien claro, desde el primer momento en que salió el tema y lo hablamos, que yo no quiero tenerlos y tú estuviste de acuerdo. —Su mirada verde se endureció, y alzó las cejas a modo de advertencia—. Sin embargo, en cuanto la boda empezó a tomar forma, volviste a cuestionar mi decisión y a querer infundirme por arte de magia un instinto maternal que no siento. —¡Tener hijos es cosa de dos, Carolina! ¿Y qué pasa con lo que siento yo? ¡Yo sí que quiero ser padre y también lo sabías! —le espetó Óscar con indignación. Estaba dolido, ofendido de verdad. A Carolina le pareció ver incluso un brillo de lágrimas al borde de sus ojos—. ¿Es que no puedes hacer ni una puta concesión en nuestra relación de pareja? Ella lo miró con resignación. Se dio cuenta de que se había dejado llevar por una idea romántica que no casaba bien con su concepción de la vida, del amor y del sexo; que, en su caso, un anillo en el dedo, una familia de marido y mujer, con críos correteando y barbacoas con los amigos en una casa con piscina y


una pareja de perros labradores se alejaba del canon que necesitaba para su realización personal. Más bien prefería un collar de inmovilización, una orgía de amigos con analíticas al día y una mansión como la de Berlín. Esa era la realidad. Y aunque lo vivido en Central Park lo atesoraría como uno de los momentos más mágicos y maravillosos de su vida, en ese momento lo veía como algo irreal y desvirtuado por los acontecimientos posteriores… como la vida misma, porque no hay realidad sin cierta fealdad. Y estaba bien. —No, Óscar —contestó por fin, al ver que la pregunta no había sido retórica y que de verdad esperaba de ella una respuesta—. No voy a hacer más concesiones, ni a dar más primeros pasos, ni a llevarte de la mano en ningún camino de crecimiento sexual ni personal ni de pareja ni de ningún tipo. —Soltó un enorme suspiro de alivio y no se dio cuenta del enorme lastre que cargaba hasta que por fin se deshizo de él al pronunciar aquellas últimas palabras —. Quizá es que tú me amas más a mí de lo que te amo yo, pero tengo claro que no voy a tener hijos, y no quiero que tú renuncies a algo así por mí. Porque te quiero. Porque no deseo que hagas este sacrificio por mí. Serás un padre estupendo, Óscar. Aquí tienes el anillo de compromiso. No nos vamos a casar. Lo mejor es que vuelvas con Lidia. Los labios de Óscar temblaron, sus ojos azules se velaron por las lágrimas, pero Carolina también sabía que su orgullo, casi tanto como el deseo de ser padre, y su imposibilidad de aceptar la manera que ella tenía de entender el sexo le impedirían cualquier nuevo intento de negociación. Y menos un ruego. —¿Esto es definitivo? ¿No vas a cambiar de opinión? Carolina se echó a reír. Cuando abrió la boca, pensó que quizá sería él quien la amase lo suficiente como para renunciar. Era una quimera. Una ilusión. —No, Óscar. Espero con toda mi alma que seas muy feliz. No volvió la vista atrás. Óscar tampoco la retuvo cuando salió de la casa. Si la hubiera llamado o la hubiera retenido del brazo, tampoco hubiera cambiado de opinión. Estaba decidido y había sido una auténtica liberación. Había decidido ser la dueña de su propia vida… de su coño; de su útero; de su futuro, y también de su carrera profesional. Tenía que avisar con un mes de antelación de su renuncia según su contrato, pero consultó con su abogado antes de dar el paso, estudió muy bien sus opciones y decidió que organizaría en breve


una reunión con los dos socios fundadores. Óscar huyó a Estados Unidos y pudo estar tranquila unos días. Contó con la connivencia del director del Departamento de Recursos Humanos, pues sabía que respetaría la cláusula de confidencialidad porque no era precisamente fan de Óscar. En cuanto Óscar regresó, convocó dicha reunión con Ainara y con él. —Voy a renunciar a mi puesto de diseñadora creativa de CreaTech —soltó la bomba, antes de que la expresión de cordero degollado de Óscar terminara por hacerla vomitar. Ainara, por supuesto, se había puesto de su lado cuando le contó que había roto el compromiso, pero, cuando quiso interceder por él, bastaron dos segundos de visualización del testimonio gráfico para que al menos la dejase en paz. Carolina no estaba dispuesta a seguir dando explicaciones sobre su vida a nadie… ni siquiera a Ainara. La estimaba como amiga, pero sabía que, frente a Óscar, tenía la batalla perdida antes de empezar. —¿Por qué? —dijo él con brusquedad—. Ganas un sueldo elevado más incentivos, estás en la directiva y trabajas mano a mano en la toma de decisiones. ¿Es que quieres más? —Mi idea no es desvincularme por completo de CreaTech, Óscar. Está todo en el dossier que os he presentado —dijo al tiempo que señalaba las carpetas que ninguno de los dos se había molestado en abrir—. El caso es que necesito expandir mi universo creativo más allá de lo arquitectónico. Soy diseñadora y decoradora, no lo olvidéis. —Podrías desarrollar esas facetas aquí, en el interior de la empresa —insistió él. Ojeó la carpeta y clavó luego sus ojos azules en Carolina, intrigado—. ¿Qué es lo que buscas? ¿Más dinero? ¿Más poder? Ella sonrió ante su reacción infantil y del todo previsible. —No, Óscar. De hecho, es probable que mi idea vaya a fondo perdido, al menos al principio. No tengo más que las buenas referencias de mis trabajos anteriores y aquí —respondió con sinceridad—. Y lo que busco es dar rienda suelta a mi creatividad, ya te lo he dicho: murales, pinturas, texturas, jardines, telas, ambientes… —¿Sabes que no puedes llevarte los clientes de CreaTech? —Lo sé. No tengo ningún interés en eso. Sin embargo, la mitad de Bauer & Gorostiza es mía, si no es más. Los clientes de Ibiza son míos —sentenció Carolina con un tono de voz más duro—. Tú no querías meterte en esto, para empezar.


—¿Trabajarás para otra empresa? ¿Es eso? —Óscar cambió de tema al recordar lo mucho que se había opuesto a los trabajos de viviendas unifamiliares. —Sabes que no. —Lo que sé es que hay otros estudios de arquitectura que te han sondeado. —Óscar, te estás comportando como un cretino —lo interrumpió Ainara con voz cansada. Aun así, Carolina contestó con asertividad. —Es cierto. Me han contactado de Cruz y Ortiz, entre otros, pero ¿de verdad crees que esa es la razón por la que me marcho de aquí? —Soltó un suspiro hastiado. Volvía esa sensación de vivir lastrada y se reafirmó en la necesidad de alejarse del influjo hechizante y controlador de él—. No es eso. Quiero libertad para crear, Óscar, no solo para vivir. Este le lanzó una mirada significativa y decidió pasar por alto el comentario. —¿Quiere decir eso que no te quedas en Madrid? —No. Volveré a Oviedo. Es más barato empezar allí, tengo mi casa y contactos para un par de proyectos que quiero echar a rodar desde hace tiempo. —Todavía no tenía claro si era una buena o una mala idea, pero al menos los costes serían reducidos—. Me desplazaré a Madrid para los trabajos freelance, como hacía al principio. —Te estás equivocando, Carolina —murmuró Ainara, que por primera vez se dirigió a ella y no a su ex—. ¿No te das cuenta de que vuelves para atrás? ¡Es un retroceso en tu carrera! —Si vives en Oviedo, tu disponibilidad ya no será de veinticuatro siete para CreaTech —añadió Óscar, que pasó a la estrategia de hombre entendido de negocios. Le recordó al jefe duro e implacable de los primeros meses—. Pierdes interés para nosotros como diseñadora. —¡Óscar! ¡Eso no es cierto! —exclamó su socia, alucinada por su frialdad—. Carolina, no le hagas caso. Te necesitamos aquí. Ella esbozó una sonrisa. Esperaba aquello. El castigo de su indiferencia. La venganza en el ámbito laboral. No importaba. Cada vez le quedaba más claro que aquella prueba de fuego con su renuncia había hecho caer las últimas máscaras, los vestigios finales de la pantomima para retenerla a su lado. En ese momento Óscar dejaba rienda suelta a su lado más infantil e inmaduro. Ya no escondía su mezquindad. —No te preocupes. No hay problema. Hay mundo más allá de


CreaTech, aunque a Óscar a veces se le olvide. Con aquella frase dio por concluida la reunión. No habían hablado del finiquito, ni nada de lo importante en realidad, pero, para ellos, que eran la cúspide de la pirámide ejecutiva de la empresa, eran minucias. Ya se encargarían de eso los de Recursos Humanos. Además, le quedaban aún un par de semanas en la oficina, por mucho que le hubiera gustado largarse ya. La abogada se lo había explicado: aquel mes tenía que aguantar. Después, podría desaparecer para siempre y vivir su libertad. Sabía que Óscar acabaría por aparecer en su despacho tarde o temprano, pero jamás imaginó que lo haría tan pronto. El jueves de aquella misma semana en que soltó la noticia de su renuncia entró con sus prerrogativas de jefe, sin llamar a la puerta y con aires de prepotencia. A Carolina no la engañaba. Era la fachada con la que protegía su corazón roto y su ego herido. Ella se mostró amable. No tenía nada que ganar siendo desagradable con él. —Buenos días. Iba a pasar a verte, me has ahorrado el paseo. Toma. —Le alargó una carpeta con la entrega de uno de los trabajos que tenía pendientes—. Dime si tienes alguna objeción en cuanto puedas. Me gustaría dejar cerrado la mayor cantidad de trabajo antes de marcharme a Oviedo —le rogó mientras rebuscaba otras carpetas que tenía previsto revisar con él. Óscar la dejó a un lado sin mirarla siquiera. Se sentó en la butaca de cuero y estudió a la mujer de sus esperanzas truncadas, de su futuro inexistente, de lo que pudo haber sido y no fue. Habían pasado tres semanas desde su última conversación personal, y los dos parecían serenos; dos adultos hechos y derechos que habían manejado con entereza una situación dolorosa y delicada sin que nadie saliera herido en exceso. Se sentía orgulloso de sí mismo. Solo que estaba destrozado por dentro. Había cometido un error de cálculo. Nunca pensó que Carolina se enteraría de su pequeña traición… porque él seguía viendo su desliz con Lidia como el detonante de la ruptura del compromiso. El tema del sexo lo habrían negociado. Le parecía obvio que a Carolina le habría bastado con él, al menos por un tiempo… la famosa luna de miel. Ella misma decía que Óscar era una fiera en la cama, todo un empotrador. Dejó escapar una sonrisa ladeada al recordar los encuentros brutales en los que su superioridad física acababa con ella contra la pared o en el suelo bajo su cuerpo. —Claro. Lo estudiaré con calma. Dime una cosa, Carolina: ¿vas


a volver con Martín? Imprimió a sus palabras la cantidad justa de interés para parecer cortés sin caer en la falsedad. Ella se echó a reír. —¿A qué viene esa pregunta? Ya te he dicho que me vuelvo a Asturias. No tengo ningún interés en irme a vivir a Dubái — respondió con cierta impaciencia. —Solo quería asegurarme. Sé que dices que no quiere estar contigo, que es un egoísta, pero siempre pensé que, si nuestra relación se iba a pique, te irías con él —intentó disculparse Óscar por su torpeza. Carolina lo miró con intensidad, pero él no añadió nada más a su intento burdo de justificarse. No eran más que celos encubiertos. Su eterno juego de competitividad que ya le había hecho perder la paciencia. —Martín es egoísta, es cierto, pero al menos ha sido sincero conmigo desde el primer momento —acabó por decir ante su silencio obstinado—. Tú me has engatusado con promesas de generosidad en la pareja y en el sexo para después recular, y no sé qué es peor. No necesito ninguna de las dos cosas, Óscar. —Lo sé. Lo siento. El comentario ha estado de más. Perdona. —Déjalo, de verdad. Por favor, échale un vistazo a esto también —interrumpió sus balbuceos con un buen taco de carpetas que él amontonó sobre la anterior—. Estos tres trabajos están rematados también. He puesto hasta el hígado en ello. Hasta el hígado; el corazón también, estaba seguro… y su prodigioso cerebro. No tenía tan claro el tema de la maternidad, por ahí Carolina no iba a pasar. Recordó la discusión amarga y a gritos cuando él le propuso ir al psicólogo para superarlo. «No tengo ningún trauma. No quiero tener hijos porque no me sale del coño.» Así lo soltó, con su estilo crudo y macarra. Incluso en ese momento, estaría dispuesto a darle una oportunidad. Cogió aire y lo expulsó con suavidad sin atender a sus explicaciones. —Así que aquí se acaba todo…, nuestra relación de pareja, nuestra relación laboral… —Óscar describió un arco amplio con la mano que abarcaba a Carolina y al despacho para ilustrar en lo que se resumía todo—. Dos años de vida en común reducidos a una cajita turquesa, una foto desafortunada y unas cuantas carpetas. Carolina se echó a reír ante la agudeza de sus palabras. Era un hombre inteligente y encantador. Tenía que andarse con cuidado. —Es mucho más que eso. Me llevo recuerdos preciosos del tiempo compartido contigo. Te quise muchísimo, grandullón —


admitió ella sin ambages. Sus ojos transmitían la fuerza de su sinceridad—. Pero llega un momento en el que el amor no es suficiente y los caminos vitales son divergentes. Tenemos la gran ventaja de habernos dado cuenta a tiempo, antes de ser desgraciados. —¿Ya hablas en pasado? ¿Te quise? ¿Tan frágil era tu amor por mí? Ella suspiró. —No me manipules, Óscar. Solo intento ser práctica y evitarnos un sufrimiento innecesario a los dos. Es obvio que los sentimientos no desaparecen de la noche a la mañana —replicó Carolina con tono de obviedad—, pero las acciones y las palabras socaban lo que uno siente; lo amortiguan; lo adormecen… ¿entiendes? Ella forcejeaba por hacerse entender. Las emociones no eran su fuerte y Óscar no era precisamente el maestro de la empatía y la asertividad. —¿A qué te refieres? —A que, si mi amor por ti estaba en su punto culminante aquella tarde en Central Park, cuando creí morir de amor cuando me pediste que me casara contigo —recordó ella con esfuerzo, hasta marcó un punto sobre su cabeza con la mano—, la manera en que te comportaste con mi madre y con tus padres cuando salió el tema de los hijos hizo caer un poco ese amor; otro poco cuando hablamos sobre la libertad y el sexo, y otro poco cuando tú y yo hablamos sobre los hijos y mi supuesta maternidad. —Entiendo. —Dudo que lo entiendas. Llegó a un nadir cuando nos separamos porque necesitabas pensar. Fue ese el momento exacto en el que todo se rompió —identificó Carolina al relatar la cascada de eventos en voz alta—. Ahora lo veo con claridad. —Yo solo quería hacerte ver que la gente cambia. ¡Yo cambié respecto a vivir el sexo! ¡Y lo hice por ti! —soltó Óscar, abandonando por un instante la contención—. ¿Por qué no puedes tú cambiar de opinión con respecto a tener hijos? —¡Porque hay una gran diferencia, joder! —estalló ella a su vez. No podía comprender cómo era capaz de comparar ambas cosas—. Y prueba de ello es que, en cuanto has podido, has reculado y has vuelto a tu zona de confort. Tú mismo has dicho que, si estás casado, ya no necesitas esas cosas, es una etapa superada. ¡Esas son tus palabras, no las mía, Óscar! Tapó el rotulador que tenía en la mano y lo dejó con fuerza sobre


la mesa de diseño. —Pues explícame dónde está la diferencia, porque yo no la veo. Solo sé que yo soy el que cede siempre ante tus deseos y caprichos, y tú jamás piensas en mí —le rebatió él, con los dientes apretados por la rabia. Los ojos azules parecían destellar chispas—. Soy yo el que acaba como un perrito faldero, atento a lo que quiere Carolina, a lo que necesita Carolina, a lo que busca Carolina… desde tus extravagancias sexuales hasta tu relación con Martín. Ella soltó una carcajada irónica. Era cierto. Óscar pecaba de ser tan obtuso que tendría que explicárselo. Pensaba que se habrían acabado las clases de pedagogía, pero, dentro del tiempo que le quedaba en Madrid, tendría que incluir algunas clases más. Lo tomó como un bien hacia la población femenina y para las futuras parejas de Óscar, que lo iban a necesitar. —La diferencia es muy sencilla, grandullón. Ser padres involucra a un nuevo ser humano. Una personita que no ha decidido venir al mundo —dijo ella con tono burlón. Óscar no agradeció su condescendencia, pero Carolina no se arredró—, una personita a la que le pasará factura el hecho de que sus padres la hayan tenido en base a una decisión equivocada; alguien que, si después dichos padres deciden romper su matrimonio, lo pasará muy mal. Y, si no me crees, pregúntale a Martín por Sara. —¿Otra vez Martín? ¿Habrá alguna conversación en la que él no esté presente de alguna manera? —se quejó, fastidiado. —Solo intento decirte que no es lo mismo pasar por una fase de experimentación en la que follas como un loco con tu pareja, con su pareja satélite, con los amigos de él, si te montas una orgía en Berlín, en San Lorenzo de El Escorial, un trío con dos tíos, con dos tías… —hizo un repaso rápido y minucioso de sus aventuras eróticas con una enorme sonrisa en la boca al recordar los buenos tiempos— y después vuelves a tu zona de confort porque decides, después de un par de años, que no es lo tuyo… —Carolina tuvo que detenerse unos segundos a tomar aire un par de veces. Hiperventilaba. Óscar la escuchaba con los ojos azules desorbitados, un poco pálido y los labios entreabiertos con expresión ofendida. Le importó una mierda—… que tener un par de críos porque crees que a lo mejor tienes jodido el interruptor de la maternidad y vas a probar a ver qué pasa para darle el gusto a tu pareja, porque, total, es para toda la vida. No funciona así. Ya te lo dije una vez: no quiero tener hijos porque no me sale del coño. No sería una buena madre. No quiero traer niños a esta mierda de


mundo. ¿Te vale así? ¿Entiendes ahora la diferencia? De pie, apoyada con las manos en la mesa de diseño, con las uñas pintadas de rojo crispadas sobre el cristal templado, se veía magnífica. Tenía el cuerpo echado hacia delante, vibrando en tensión. Los ojos verdes fulguraban de la rabia. Sus labios, fruncidos por el esfuerzo de controlar el temblor, estaban pintados de un llamativo color rojo. Óscar asintió y salió de allí derrotado. Había entrado con aires de reconquista y salía escaldado, con el rabo entre las piernas. Nunca había terminado de entenderla. Quizá no era la mujer correcta para él… o él no era hombre suficiente para estar junto a una mujer así. Aunque esto último prefirió no planteárselo.

Epílogo

Las oficinas de Bauer Art Déco & Design estaban situadas en un edificio antiguo de tres plantas de la calle Uría, en plena milla de oro de Oviedo. Óscar dejó el coche de alquiler en un aparcamiento cercano y siguió a pie. La zona peatonal hacía de la ciudad un lugar maravilloso para pasear, pero incómodo para los conductores. Disfrutó del aire fresco de abril mientras caminaba por los adoquines relucientes y se dejaba llevar por la vorágine calmada de la capital asturiana, tan distinta de la madrileña que se le antojó hostil en comparación. Sonrió al ver el letrero que anunciaba la empresa de su antigua prometida, blanco de fondo, letras negras con una tipografía sobria y elegante, con un filo de color rojo que le daba cierto aspecto decadente. Carolina en esencia. Diez años habían pasado desde su separación. Desde entonces se habían visto en contadas ocasiones. La última, hacía cuatro años. Se dio cuenta de que estaba nervioso como un colegial. Ella estaría a punto de cumplir cuarenta y uno; él tenía los cincuenta ya. Toda una vida parecía haber pasado en aquel tiempo sin saber de ella. El ascensor tenía un motor de última generación, pero la caja y los pulsadores del siglo XIX. Estaba seguro de que ella lo había querido así. Sabía que todo el edificio le pertenecía y quiso visitarlo con calma, pero llegaba con la hora justa y a las divas no les gustaba esperar. Las puertas se abrieron y contuvo una exclamación de sorpresa. Un amplio vestíbulo, casi selvático, lo recibió como un vergel de plantas exóticas. Las columnas, camufladas de manera inteligente, estaban revestidas de espejo, de manera que, al reflejar los verdes


de la vegetación, quedaban por completo ocultas entre palmeras, lianas e hibiscos. Era como el jardín de Atocha, solo que de un tamaño menor y con más flores. —¡Hola, Óscar! ¡Bienvenido a mi jardín tropical! ¿No es maravilloso? —lo saludó Carolina. Lo abrazó con brevedad y estampó un beso en cada mejilla mientras él todavía intentaba sobreponerse de la impresión de aquel Amazonas urbano en medio de Oviedo—. Cuando estamos estresados o tenemos bloqueos creativos, venimos aquí. No solemos recibir a las visitas en el piso de arriba, pero tú eres especial. Ven. Te presentaré al equipo principal. Carolina apartó con una exclamación de fastidio una hoja aplastada de un platanero cuya rama estaba caída y Óscar la siguió con la boca abierta. Habría querido estrecharla entre sus brazos, decirle lo guapa que estaba, hacerle recordar de alguna manera que seguía en sus pensamientos más obscenos. Pero ella seguía a su aire, feliz. Hablaba con seguridad de sus logros en forma de un magnífico equipo humano y tecnológico: hombres y mujeres jóvenes, con un aspecto de lo más ecléctico, que desde luego no se permitiría en CreaTech, frente a equipos informáticos de alta gama. Una muchacha de un intenso color negro de piel y el pelo corto de rizos apretados, vestida con una túnica llamativa, estaba sentada en un puf y dibujaba con óleos un cuadro de una viveza especial. —Es Vivian, de Nigeria. Nos aporta la luz de África —explicó Carolina con una sonrisa. La chica se volvió al oír su nombre y sonrió—. También sus colores y su dolor. Viene como becaria, pero quiero convencerla para que se quede. Tiene mucho talento… —Carolina, es increíble todo lo que has conseguido, pero… —Él sonrió con resignación. Seguía siendo el mismo torbellino de hacía diez años; la misma mujer que entró en CreaTech cuando empezaba a despegar, con sus aires de colegiala rebelde, la sonrisa pérfida, los ojos verdes y felinos y aquella agresividad macarra. Sin embargo, los años la habían vuelto sofisticada y elegante, además de otorgarle una seguridad que lo descolocaba por completo—… me gustaría tenerte para mí solo el poco rato que me has concedido. Ella soltó una carcajada exuberante, se despidió de su equipo con un beso lanzado al aire y se prendió de su brazo como si fuera una dama yendo de paseo, solo que era ella quien lo conducía por el largo pasillo de espejos hacia su despacho.


—¡Oh, lo siento! Vamos al grano. Tienes toda la razón. —Señaló las tres sillas de diseño, todas diferentes e inadecuadas, para que escogiese dónde sentarse—. Tengo preparados los diseños para las oficinas de la ingeniería y las de la agencia de comunicación. Las amarás, estoy segura. Óscar no albergaba la menor duda. Por eso, en cuanto comenzó a mostrarle en la pantalla de setenta pulgadas y resolución 4K sensible al tacto la presentación, puso piloto automático y se dedicó a estudiar los detalles que revelaban secretos de su vida. Se le escapó una medio sonrisa. La pasión y el entusiasmo que ponía bien valían los elevadísimos precios que cobraba por sus diseños, así que la dejó hablar sin interrupciones. No había fotos de boda, ni de hijos; sí de viajes exóticos, con grupos de amigos o ella sola; una foto junto a un piano con su padre; otra frente a un café con moscovitas, abrazada a su madre. Pensó en su propio despacho. Su mesa estaba presidida por la inevitable foto nupcial que Lidia había mandado enmarcar y en la que se los veía a los dos formales, guapos y enamorados. Reenamorados. Acostumbrados, quizá. Óscar nunca supo definir el sentimiento exacto que tenía por su mujer después de tantas idas y venidas tras la primera ruptura. —¿Qué te parece? ¿Estás conforme? —preguntó ella, con los ojos muy abiertos y una sonrisa satisfecha. —Sí, por supuesto. Solo quería asegurarme de todo en persona porque el contrato es de una cuantía muy elevada —se excusó en un intento de disimular que no había prestado ninguna atención. Se confesó que solo quería verla, saber qué había sido de su vida, disipar los últimos fantasmas de aquella parte de su mente que giraba en un eterno bucle de aquel condicional de qué hubiera pasado si… —Sé que la cifra parece desorbitada, pero piensa en la envergadura del proyecto —replicó ella con un guiño pícaro—. Vamos a celebrarlo al Reconquista, ¿tienes tiempo para comer? *** El hotel señorial que era ya un emblema de la ciudad los acogió con una botella de riesling y unos entrantes ligeros. Óscar notó que el alcohol hacía su trabajo y lo ayudaba a deshacerse de sus reticencias. Había llegado el momento de sacar el móvil y enseñar lo que él consideraba sus tesoros más preciados. —Este es Óscar, el mayor. —Se parece a ti, ¡qué guapo! —dijo Carolina, apreciativa.


—Y estos son Eder y Aitor. Mellizos. Menudo susto cuando oímos los dos corazones latiendo en la ecografía. Acaban de cumplir dos años. —No me puedo ni imaginar tener a tres como tú correteando por la casa —rio ella con una mirada juguetona—. ¡Pobre Lidia! Él ensanchó su sonrisa y le enseñó una imagen en blanco y negro que no pareció descifrar. —Pues hemos ido a por el cuarto, y esta vez hemos acertado. Es una niña. —¡Oh! ¡Enhorabuena! —Ella levantó la copa de vino blanco esbozando una sonrisa de felicitación sincera—. Me alegro mucho por los dos. Perdona… El tono de llamada de un timbre antiguo, a bastante potencia, rompió la magia del momento. Óscar alzó las manos en gesto de aquiescencia y la instó a contestar. Arqueó las cejas, sorprendido, cuando ella echó un vistazo a la pantalla y contestó en alemán. Volvió a observarla desde la distancia de aquellos diez años mientras hablaba. La manicura perfecta, el vestido de cachemira fina que abrazaba su silueta, el delineado que resaltaba sus ojos verdes con un negro intenso, la sonrisa con la mezcla justa de ironía y diversión, los movimientos bruscos y nerviosos al sacar del bolso una agenda donde un conejo con un reloj, que era imposible no identificar con Alicia en el país de las maravillas, delataba el ritmo acelerado de su vida. En cuanto colgó y volvió su atención a él, prosiguió con su relato: lo bien que marchaba CreaTech, lo mucho que amaba su vida con Lidia… —Maldito chisme, de verdad que lo siento. —Parecía realmente compungida por las interrupciones. Esa vez contestó en inglés y sí que pudo entender retazos de la conversación. —Vaya, un proyecto en Estados Unidos, enhorabuena —dijo, admirado, una vez que colgó. La observó en un silencio expectante que buscaba obtener algo más de información, pero Carolina lo despachó con un gesto desapasionado. —Estos americanos… ¡Les encantan las casas mastodónticas! — comentó, riendo como para quitarle importancia—. Pero estoy encantada con los clientes que tenemos allí. Cuentan con un holgado presupuesto y me dan mucho margen de libertad. Clientes. En plural. ¡Vaya! Óscar no pudo evitar un destello de envidia. CreaTech solo había llevado a cabo dos proyectos de mediana envergadura desde su marcha y no terminaban de abrirse


paso en el mercado norteamericano. Una punzada lejana de nostalgia lo pilló por sorpresa al recordar el diamante en el anular de Carolina y su beso torpe y apasionado en uno de los puentes del Central Park. —¿Vas a Nueva York con mucha frecuencia? —A veces, pero prefiero Florida y California. Ya sabes, playita y calor. No se acordaba, o no era lo bastante importante como para generar entre ellos alguna conexión. Carolina no lo miró con complicidad, ni advirtió tristeza ni anhelo en sus ojos por el pasado. Él revivía los momentos compartidos con ella con más frecuencia de lo que era correcto admitir… en especial durante los últimos años, en los que la rutina y la crisis de los cuarenta, que ya duraba demasiado, lo habían hecho preguntarse qué hubiera sido de su vida si Lidia y él no compartiesen un proyecto en común… si hubiera seguido con ella, con su manera hedonista y al día de entender la vida. A veces se entregaba a fantasías desbocadas y absurdas. Después se arrepentía de su infidelidad de pensamiento respecto a su vida ideal. —¿Sigues con la idea de no tener hijos? Carolina parpadeó con extrañeza. Estaba claro que la había interrumpido hablando de un tema que no tenía nada que ver. —Claro. ¿Qué pinto yo con un crío? No tengo madera de madre —afirmó después de unos segundos de desconcierto—. ¡Sería terrible! Lo consentiría hasta límites insospechados y sería una pésima influencia. Prefiero a mis gatos esfinge: Ébano y Marfil. A ellos puedo mimarlos sin miedo a su futuro y esas responsabilidades tan angustiosas. Tuvo que reír con ella por su respuesta espontánea y personal. La conversación siguió por otros derroteros: viajes, proyectos, ideas… Óscar se moría por escuchar de ella alguna confesión, algún sueño o anhelo, pero Carolina mantenía las distancias con una cordialidad y una corrección que le dolió. Por eso lo sorprendió tanto su propuesta cuando ya buscaba las palabras para despedirse y volver a Madrid. —¿Te apetece quedarte para una copa? Viene alguien que seguro que estará encantado de saludarte. ¿Te acuerdas de Martín? Si le hubieran dado una descarga en el pecho con un desfibrilador, el golpe no habría sido tan brutal. Se quedó boquiabierto varios segundos, sin saber cómo reaccionar. Martín. El hombre fetichista. El causante indirecto de que su vida hubiera


pasado por una época salvaje y desenfrenada; el otro incondicional de Carolina… y el hombre que más había amenazado su autoestima y seguridad. Tragó saliva y su sonrisa se tambaleó. —¡Aquí estás! —lo llamó, seductora, y movió los dedos de la mano derecha de manera casi imperceptible para que se acercara —. Oh, Martín… No dijo nada más. Óscar sufrió una nueva descarga, esta vez de dolor, que no supo cómo interpretar, cuando él se inclinó a besar a Carolina muy cerca de la comisura de los labios. ¿Seguían juntos? ¿Eran celos? ¿Un antiguo sentimiento de posesión? ¿Ese eterno condicional por lo que pudo ser y no fue que su subconsciente no lograba enterrar por mucho tiempo que pasara? Se levantó y dejó la servilleta sobre la mesa para ganar tiempo y recuperar la compostura. Su único consuelo fue ver que Martín estaba tan sorprendido como él. Estrechó su mano con un apretón cordial y sonrió, arqueando las cejas. —Menuda sorpresa. ¡Cuánto tiempo, Óscar! Él correspondió, todavía azorado. Destellos de sus cuerpos desnudos, de sus bocas combinadas en besos húmedos y borrachos de lascivia, provocaron una tensión difícil de manejar ombligo abajo. Carraspeó. —Me alegra verte, Martín. Han pasado diez años, sí —dijo como resumen inútil. Él agarró una silla y la colocó junto a Carolina en vez de quedarse en alguno de los lados de la mesa que quedaban libres. Él había pensado hacer lo mismo, pero no se había atrevido. Martín siempre se lanzaba, sin importar las consecuencias, a conseguir lo que quería. —No. Solo tomaré una copa de vino —dijo Martín ante la pregunta del camarero de si añadía un cubierto más en la mesa—. ¿Qué te trae por aquí, además de Carolina? Óscar parpadeó ante la afirmación arrogante. Cogió aire para rebatirla, pero se dio cuenta a tiempo de que hubiera quedado como una excusa burda e infantil. Por supuesto que estaba allí por ella. —Vengo a cerrar un contrato de CreaTech. Es bastante sustancioso y complejo, así que he preferido hacerlo en persona — dijo al fin, calibrando la indiferencia justa en la respuesta—. ¿Y tú? Martín se echó a reír. Los años le habían otorgado a su risa más cinismo y cierto punto de crueldad. —Yo no necesito otras excusas más que Carolina. —¡Martín! ¡No seas perverso! —rio ella. Le dio una palmada en el


antebrazo y las uñas, rojo sangre a excepción del dedo medio pintado de negro, destacaron sobre el antebrazo de su camisa blanca e inmaculada cuando lo golpeó con gesto juguetón—. No le hagas caso. Ya sabes que es y será siempre un provocador. Se hizo un silencio de tanteo. Martín bebía de la copa de líquido dorado y Óscar decidió tomar las riendas de la conversación. A veces, la mejor defensa es un buen ataque. —¿Sigues en Dubái? Martín negó con la cabeza mientras apuraba el último sorbo. Sus labios, con un rictus algo más duro de lo que recordaba, brillaron por la humedad y se los limpió con la lengua en un gesto cargado de obscenidad. —Viajo allí de vez en cuando, pero ahora paso casi todo el tiempo en París. —¡Oh, París! —exclamó Carolina, soñadora. Con la mención de la Ciudad de la Luz se conectó con la charla, que parecía aburrirla soberanamente. —Puedes venir cuando quieras, mi casa está siempre abierta para ti —dijo Martín con un tono acusador y el ceño fruncido, como si le echara la bronca a una niña pequeña. Ella volvió a reír. —Ni hablar. Prefiero ir sola o no podré visitar ninguno de mis lugares favoritos. Eres demasiada distracción —replicó con firmeza. Martín compuso un puchero de pena. Pese al coqueteo evidente y la complicidad que compartían, sintió una satisfacción culpable y se alegró por la negativa… después de diez años… todavía. Los tres hicieron un esfuerzo por mantener un tono cordial y animado, pero pronto fue evidente que forzaban los temas. Carolina empezó a mirar la salida del restaurante con demasiada frecuencia. —Bueno, ha sido un encuentro de lo más interesante —concluyó Óscar por fin. Habría dado cualquier cosa por pasar más tiempo a solas con ella—. Tengo que marcharme ya. —Sí, yo también tengo que irme —secundó ella con un suspiro. Los tres se levantaron de la mesa. De nuevo, una malsana alegría lo inundó al saber que Carolina y Martín no se iban a ir juntos. —Hasta la próxima. Óscar comenzó a caminar hacia la puerta, pero notó que los dos se quedaban atrás. Martín cogió el abrigo de Carolina, una prenda de armiño de aspecto lujoso y decadente que debió de pertenecer a su madre, y lo abrió para que ella se lo pusiera. Deslizó la prenda


por sus brazos con un gesto lento, sensual, que la hizo estremecer. Vio con claridad que los dedos masculinos rozaban la piel desnuda de los hombros, las clavículas y el centro de su escote cuando se lo cerró desde atrás. Carolina entreabrió los labios y en sus ojos brilló una mirada salvaje. Había más sexo en tan solo ese simple gesto que en todo el que había compartido con Lidia en el último año. Apretó los dientes cuando Martín depositó un beso tenue, tan solo un roce, en la porción de cuello justo debajo del lóbulo vestido con un sencillo brillante. Ella se encogió levemente. —Compórtate, Martín. —Siempre —dijo él. Abandonaron el restaurante en silencio, hacia la salida del hotel. —Si queréis, podemos compartir el taxi —ofreció Óscar en un gesto amistoso. Martín esbozó una sonrisa casi imperceptible, pero fue ella quien contestó. —No, gracias, Óscar. Nosotros nos quedamos aquí. —No dio más explicaciones, pero la mirada dominante que dirigió a su hombre fetichista, con los ojos verdes cargados de lujuria, resultó más que elocuente. —Adiós, pues. Se alejó caminando por la acera flanqueada de árboles, y pasó de largo la parada de taxis. Dejó vagar por fin a rienda suelta las preguntas siempre sujetas por la culpa, el sentimiento de deuda para con Lidia y sus hijos, y la vergüenza apresurada. Pensó en qué habría pasado si lo hubiera dejado todo por Carolina, si se hubiera dejado arrastrar. ¿Qué hubiera sido de ellos si se hubiese atrevido a aceptar el desafío de aquella mujer? ¿Cuánto tiempo habrían durado? ¿Y si ella hubiese abandonado su negativa frente a la maternidad? De lo que estaba seguro era de que habrían mantenido esas sesiones de sexo salvaje con el sabor de la sangre en la boca, las marcas de los rasguños en la espalda y los hematomas en la piel. Al menos la había conservado en el terreno laboral. Levantó la mano como si sostuviera una copa imaginaria y brindó por ellos y su libertad, porque sabía que él no habría aguantado ni un año. Brindó por la no pareja que hacían, porque Carolina se había mantenido siempre fiel a sí misma, al igual que Martín. Y, pese a que la duda siempre pendería de un hilo invisible sobre todas sus


frustraciones, sabía que él también había sido siempre consecuente y firme en sus convicciones. Y era, a veces, feliz. Y solo eso, a pesar de todo, era una auténtica liberación.

Referencia de las canciones

Teardrop, 1998 Virgin Records Ltd., interpretada por Massive Attack.

Agradecimientos

Una historia de este tipo no es fácil de abordar. Son muchas las personas que siguen viendo el sexo no convencional como algo malo, oscuro, dañino. Espero que con Martín y Carolina puedan mirarlo con otros ojos y no juzgar. También quería mostrar lo que hay más allá del disfrute. Las escenas y los encuentros son importantes, pero también lo son sus protagonistas. Muchas veces la literatura erótica se queda en la superficie y no perfila a quienes están detrás. Mil gracias a Esther Escoriza, mi editora, por ficharme para el Ferrari de las editoriales y trabajar en conjunto para entregaros una trilogía nacida de lo que fue El hombre fetiche y La mujer fetiche. Gracias a Arola Poch, por darme el ojo clínico de la psicóloga experta en sexología y en fetichismos. Gracias a todos los fetichistas que se han tomado un minuto para contarme lo que les parecían los relatos iniciales y confiarme sus propias historias. Gracias a quienes me habéis presionado para que se transformara en una novela. Mi idea inicial era que quedase en un puñado de relatos; vuestro empuje la ha hecho llegar a lo que ahora es. Gracias a los que depositáis vuestra confianza en mí, eligiéndome para vuestras lecturas. Espero estar siempre a la altura. A mis hijos, a mi familia, por su paciencia y amor infinitos. Al Vikingo, por mirarme así, como solo él me mira. Si has disfrutado de esta historia, te invito a que compartas tu opinión ya sea en la web de la editorial (www.planetadelibros.com) o en las plataformas de venta o suscripción. Así ayudamos a Carolina y a Martín a llegar a más lectoras. Gracias, siempre, por leerme. Sin ti, nada de esto tendría sentido.

Biografía

Javiera Hurtado (Valencia, 1980) escribe bajo el seudónimo de Mimmi Kass. Tomó prestado el apelativo


cariñoso de su abuela irlandesa, de quien heredó su amor por los libros, la pasión por viajar y por buscar la belleza oculta de las cosas. Médico pediatra de profesión, escribe desde que le regalaron el primer diario con candadito en su séptimo cumpleaños. Ganó su primer concurso literario en bachillerato con Una danza negra, un relato sobre el suicidio adolescente. Durante su época universitaria, que vivió en Chile durante los siete años de la carrera de Medicina, cursó varias asignaturas extracurriculares de literatura. El amor se cruzó en su camino por culpa de un gallego y volvió a España, por lo que pese a vivir en varios países del mundo (España, Chile, Portugal, Irlanda y Estados Unidos), se considera pontevedresa, ciudad en la que han nacido sus dos hijos. Al asentarse por fin, nació la necesidad de mostrar al mundo sus escritos y publicó en 2016 Radiografía del deseo de manera independiente, así como Ardiendo, con la editorial Harlequin. En 2019 se alzó con el XII Premio Terciopelo de Novela Romántica, otorgado por Roca Editorial, con la novela Bajo la aurora boreal. Este año ha iniciado su camino en editorial Planeta, bajo el sello Zafiro, con los dos primeros volúmenes de la trilogía «Fetiches». Tras una primera edición autopublicada, vuelven revisados, con nuevas escenas y un final inédito que hará las delicias de todas las lectoras del género y de aquellas que se atrevan con esta singular y refinada historia. Encontrarás más información sobre la autora y su obra en sus redes sociales y página web: Instagram: https://www.instagram.com/mimmi.kass/ Facebook perfil personal: https://www.facebook.com/MimmiKassAutora Facebook página: https://www.facebook.com/mimmikassescritora/ Twitter: https://twitter.com/Mimmi_Kass Página web: www.mimmikass.com

Notas

1. Neska: niña, en euskera. 1. Ama: madre, en euskera.


2. Amatxu: diminutivo de ama, en euskera. Liberación. Fetiches, III Mimmi Kass No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47. Diseño de la cubierta: Zafiro Ediciones / Área Editorial Grupo Planeta © de la imagen de la cubierta: Shutterstock © Fotografía de la autora: Archivo de la autora © Mimmi Kass, 2021 © Editorial Planeta, S. A., 2021 Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) www.edicioneszafiro.com www.planetadelibros.com Los personajes, eventos y sucesos presentados en esta obra son ficticios. Cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia. Primera edición (epub): noviembre de 2021 ISBN: 978-84-08-24965-8 (epub) Conversión a libro electrónico: Realización Planeta

¡Encuentra aquí tu próxima lectura! ¡Síguenos en redes sociales! Aquí me tienes Casado, Noe 9788408233299 165 Páginas

Cómpralo y empieza a leer ¿En qué consiste exactamente comportarme como un hombre, según mi padre? Además, claro está, de tener contenta a una niña pija para que su padre financie un negocio. Un proyecto que se fue al garete porque la susodicha me ha dejado plantado. A mí, a Simón de Vicentelo y Leca, por un tipo sin pedigrí. No la culpo, aunque las consecuencias no me van a gustar. Sí, os sorprenderá que aún se den situaciones como ésta, aunque debéis entender mi postura. Desde que tengo uso de razón mi única meta en la vida ha sido… bueno, la verdad es que no he tenido ninguna aspiración concreta, me bastaba y sobraba con vivir rodeado de comodidades, evitar sobresaltos, codearme con gente de mi círculo social y encontrar a la mujer que encaje en todo esto. Era una idea estupenda que se ha ido resquebrajando poco a poco. Y para un urbanita convencido como yo, el peor castigo es, sin


duda, tener que pasar dos meses en un entorno rural en el que puede suceder de todo, y me temo que nada bueno. ¿Sobreviviré? Cómpralo _______________y empieza a leer

Una y mil veces que me tropiece contigo Carol B. A. 9788408216384 350 Páginas

Cómpralo y empieza a leer ¿Qué buscas en una novela romántica? - ¿Amor?… Ésta lo tiene, y mucho. - ¿Toques de humor?… También los tiene. - ¿Que te enganche desde la primera página?… Cuenta con ello. - ¿Algo de intriga?… No podía faltar. - ¿Tensión sexual?… Demasiada. Quedas avisada. - Y por último, ¿un final totalmente inesperado?… Prepara las palomitas, porque sin duda ésta será la mejor parte. ¿Qué más necesitas para empezar a leer esta historia? ¡Ah, que aún no te he dicho de qué va! Pues bien, te contaré que Vera, la protagonista, se despierta en un hospital al que no sabe ni cómo ha llegado ni por qué. Eso, ya de entrada, es como para que se ponga un poco de los nervios, ¿verdad? Si a eso le sumamos que su señora madre aparece por allí con todo el repertorio de temas que la sacan de quicio, pues ya ni te cuento. Pero es que si además el atractivo médico que la atiende es un poco «patán» y no quiere darle el alta, eso ya es como para crisparse del todo. ¿O no? Pues bien, ¿qué crees que hará Vera ante esta exasperante situación? Sólo te puedo adelantar que acabará en la otra punta del mundo aunque a ella no se le haya perdido nada allí. Pero es que en realidad eso es lo de menos, porque lo interesante de verdad es lo que se va a encontrar. Cómpralo y empieza a leer

Mi propiedad. Herencia y sangre, 2 Peralta, Fabiana 9788408251293 350 Páginas

Cómpralo y empieza a leer


Rónán Poder. Es lo que consigues cuando eres uno de los líderes del cártel más poderoso de la Irish Mob de Estados Unidos. Sangre. Es lo que tiñe mis manos, y la muerte es lo que rige mi vida. Amor. Es lo que no puedes permitirte cuando naces en una familia como la mía. Porque eso te vuelve débil y te dibuja una diana en el cuerpo. Desde que la conocí, intento no pensar demasiado ni sentir. Lo irónico es que, aunque ahora sé que debo dejarla ir, soy un maldito terco y estoy dispuesto a tenerla, aunque eso convierta mi vida en una guerra sin final. Ella será mi perdición, mi total oscuridad y mi condena. Pero también es la única que me puede llevar hacia la luz. Ella será de mi propiedad cueste lo que cueste. Ella será mía. Cómpralo y empieza a leer

Sin ir más lejos Casado, Noe 9788408251286 156 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Soy el ejemplo perfecto de mujer florero. Durante toda mi vida me han aleccionado para ello y he cumplido a la perfección mi papel. Pero de repente la realidad se impone, y no de forma suave, no, sino con un bofetón cruel que te deja desorientada y sin saber qué hacer. Lógico si rara vez he pensado por mí misma; primero mis padres y después mi marido se han encargado de tomar las decisiones importantes de mi vida. Así pues, no me queda más remedio que buscar una salida; el problema es que no sé ni por dónde empezar. De ahí que, agobiada, casi arruinada y sin perspectivas de mejora, acabe pidiendo ayuda a quien sé que me la va a negar, pero ¿qué alternativa me queda? Cómpralo y empieza a leer

Falsas apariencias. Amigos del barrio, 1 Amarillo, Noelia


9788408251279 424 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Luka está teniendo un día de perros: se ha quedado sin gasolina y se ha visto obligada a dar un largo y «agradable» paseo (con tacones y por una carretera en mal estado) hasta la gasolinera. Para colmo de males, allí se encuentra con un graciosillo que presencia divertido cómo acaba tirada en el suelo del aseo lleno de «fluidos insanos». Un tipo encantador —es un decir— que se ríe (a carcajadas) de ella. Más tarde, ya repuesta del percance, acude a la fiesta de Halloween de su barrio disfrazada de C3PO y dispuesta a pasárselo bien. Todo va como la seda hasta que se encuentra con un Drácula, que no es otro que el tipejo de la gasolinera. Luka se propone odiarlo, pero él despliega todo su encanto y resulta que ya no es ni tipejo ni graciosillo, sino un hombre fascinante que además está más bueno que un queso. ¡Y qué narices! Bajo las placas de metal de su disfraz hay carne, y la carne es débil ¿no? Cómpralo y empieza a leer

3. Liberación.

III de Fetiches Mimmi Kass Carolina ha logrado tenerlo todo: amor sin barreras, una vida en pareja llena de complicidad, sexo maravilloso y sin límites... ¿Qué más podría pedir? Solo existe un pequeño inconveniente, que no lo tiene con una única persona. Y es que, a veces, para conseguir lo que quieres hay que afrontar sacrificios revestidos de crueldad. ¿Estará Carolina dispuesta a pagar el precio que supone mantener lo que ha conseguido? La historia de Carolina, Martín y Óscar llega a su fin. Sensualidad, erotismo y romance sin medida, que culminan en la máxima expresión de libertad.__


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