LA HISTORIA DEL FIN DEL MUNDO Enrique Domínguez
El despertar
-¿Qué día es hoy?- escuché que decía una voz que me resultó familiar. - 19 de diciembre de 2012. - No puede ser... – volvió a decir aquella voz. - Has estado dos años en coma, hijo. – me dijo mi madre posando su mano sobre mi hombro. - ¿Y Carolina? ¿Por qué no está aquí? – pregunté mientras mi corazón se aceleraba. Las lágrimas le brotaron una detrás de otra y pude ver como el rostro de mi madre había sucumbido al tiempo y a la situación. - Hijo, nos dijeron que era poco probable que despertaras, y bueno ella, ella... -¿Ella qué? – la corté chillando. Qué podía haber pasado me preguntaba. << ¿Acaso había fallecido? No podía ser. Había soñado con ella durante una noche interminable donde la luna siempre sostuvo las estrellas. Aún podía sentir el perfume que dejaban sus besos en cada parte de mi cuerpo. Todavía sus ojos verdes se adentraban en los míos para decirme todo lo que el silencio permitía. >> - Hijo, Carolina... Carolina se ha marchado lejos. - ¿Lejos dónde? – dije mientras se apoderaba de mi una sensación de vacío en el estómago. - No lo sé. No quiso decírmelo. – me cogió la mano y me puso un trozo de papel arrugado sobre la palma. – Solo me dio esto. Lo miré detenidamente. Era la esquina de un folio de color amarillo. Solo había escrito lo que me pareció un número de teléfono. El trazo era irregular y al trasluz se podía ver como la huella de un par de lágrimas habían decolorado uno de los números.
El inoportuno fin del mundo
La ventana de la habitación dejaba entrar los últimos rayos de un sol menguado entre nubes anaranjadas. Estaba sentado sobre la butaca de los acompañantes, esa que tantas noches había ocupado mi madre preguntándose si algún día volvería a verme así, despierto. Enfrente estaba la cama sobre la que me había pasado, físicamente, los últimos dos años. El silencio era tan intenso que
los latidos de mi corazón me parecían un ruido tormentoso. Ni siquiera sabía qué hacer, acababa de volver de un sueño eterno y mi memoria iba poco a poco recuperándose. Cogí un periódico que estaba encima de la mesa que había en una esquina de la habitación. La fecha era de aquel mismo día, 19 de diciembre de 2012. La portada me sorprendió. “El inoportuno fin del mundo” rezaba el titular. Abrí el periódico por la página del artículo y lo leí detenidamente línea por línea.
<< ¿Acaso importan ya las consecuencias?>> Esa pregunta resonó en mi cabeza tantas veces como mi mente lo necesitó para darse cuenta de cuál era el siguiente paso. ¿Qué importaba si era o no verdad que al mundo le quedaban dos telediarios? La cuestión es que en aquel momento supe que debía encontrarla, como fuera, para saber porque no había sido su rostro lo primero que había visto. Para decirle que su ausencia me oprimía el corazón en cada latido. Cuando crucé la puerta del hospital sentí el frío. Otra vez. Me pareció cortante, hermético, como cuchillos de hielo clavándose en la piel. Me enrollé la bufanda al cuello hasta taparme la boca y me adentré en la calle anegada de aquel gentío incesante. La gente pasaba a mi lado inalterable, como si su vida les rodeara formando una burbuja de la que solo podía salir desprecio. Cuando llevaba diez minutos caminando encontré una cabina de teléfono en la esquina de la calle, frente a unos grandes almacenes en los que se estaba librando una batalla para poder entrar o salir. Entré y cerré la puerta, que hizo un ruido chirriante. De repente se hizo el silencio. Como si alguien hubiera bajado el volumen de golpe. Sonreí levemente agradeciendo la situación. Cogí las monedas que le había pedido a mi madre antes de salir y las introduje. Saqué del bolsillo de la chaqueta el papel con el número de Carolina, la mano me temblaba.
Marqué el número y esperé el tono, algo que me pareció una eternidad. Mi corazón se aceleraba solo de pensar en cómo sería escuchar su voz de nuevo. Entonces recordé una noche de hacía ya varios años cuando estábamos sentados sobre la arena de la playa. Era una noche de una primavera entrada en flor y refrescaba. - ¿Alguna vez te has preguntado qué será de nosotros en el futuro? – me preguntó de repente rompiendo el silencio que se había formado. No supe qué decir y me quedé mirándola como si no fuera a ver sus ojos en mucho tiempo. La besé, una y otra vez, siempre hasta que al detenernos volvíamos a necesitarnos. Escuché el quinto tono. Desde aquel día no había vuelto a ver aquellos ojos verdes.
Carolina
- ¿Hello? - ¿Carolina? - Si, ¿quién es? Cerré los ojos y sonreí de verdad por primera vez desde mi regreso. Apoyé todo el peso de mi cuerpo sobre una de las paredes de la cabina y me dejé mecer por cada recuerdo. - ¿Quién es? ¿Sigue ahí? – insistió sin alterar el tono de su voz. - Llevo dos años viéndote en mis sueños pero es la primera vez que escucho tu voz en todo este tiempo. Escuché lo que me pareció un sollozo y acto seguido la oí llorar. - ¿Eres tú Andrés? – consiguió decir. – ¡Te he echado tanto de menos! - ¿Dónde estás? Necesito verte cuanto antes. – dije entusiasmado. - Estoy en Nueva York, vine porque… – no pudo terminar la frase. No me había dado cuenta que el crédito de la llamada se había agotado. Maldije dando un golpe al cristal de la cabina. Salí al frío de la noche que ya había caído sobre las calles que poco a poco iban quedándose vacías. Miré la hora en el enorme reloj que se levantaba sobre la fachada de aquel edificio señorial que presidía la avenida. Las agujas pronto dejarían atrás el día. Me detuve un buen rato a contemplar los balcones adornados de luces de colores que se encendían y apagaban como si fueran faros que guiaran el espíritu navideño en cada paso. También colgaban de las ventanas ladrones de barba blanca que nunca acababan de entrar en las viviendas. Me pregunté cómo podía ser que cada vez que veía esas luces y los adornos típicos experimentara esa sensación de ingravidez que me hacía mirar primero los escaparates y luego mi cartera vacía.
Apresuré el paso cuando vi aquel taxi detenido al final de la avenida. Estaba apoyado sobre el capó del coche y fumaba un cigarrillo. Se miró el reloj y saltó de golpe como si el capó quemara. Tiró el cigarrillo y se subió al coche. - ¡Taxi! ¡Taxi! – grité varias veces hasta que el taxista me escuchó y se giró hacía mi. Seguí corriendo pero no me fijé que había empezado a cruzar la calle sin mirar. Entonces escuché el sonido de un claxon que se hizo fuerte en un segundo y luego se difuminó. Un coche me acababa de pasar rozando y la ráfaga de viento que había provocado me golpeó la cara como una bofetada sorpresa. Resoplé y seguí adelante. Cuando llegué al lado del taxista se me quedó mirando como si me estuviera leyendo el pensamiento. - Si hubiera llegado diez minutos antes le habría podido llevar. La función de mi hija está a punto de empezar. Si quiere puedo llamar a un compañero y en cinco minutos está aquí. Asentí amargamente. Me senté en un banco a esperar al taxi. Cerré los ojos. Volví a pensar en Carolina. Ella me abrazaba y yo la abrazaba. El calor y la paz que sentía eran inquebrantables. Su perfume me envolvía como queriendo aislarme de cualquier dolor. Lo había conseguido. Nunca nadie me había hecho sentir tanta indiferencia por lo venidero. Abandoné la calidez de su hombro para deslizarme, a ciegas, por su esponjosa mejilla hasta encontrarme con sus labios impacientes. De repente oí una voz: - ¿Puedo? Abrí los ojos y una chica de no más de veinticinco me miraba señalando el banco en el que estaba sentado. - Si, si claro. – dije rápidamente y balbuceando. Se sentó a mi lado. Noté que me miraba porque no parecía invertir demasiado en disimular. Ni tampoco parecía importarle que yo lo notara. -¿Puedo preguntarte cómo te llamas? - dijo con una sonrisa de oreja a oreja. - Andrés. ¿Y tú? – dije sin apenas mirarla. - Alicia. – asentí con una leve sonrisa y aposté por el silencio. Un silencio que no duraría demasiado. – Y, ¿esperas a alguien, Andrés? - Sí, bueno no. Espero un taxi, un taxi que ya debería de estar aquí. – dije mirando el horizonte de la avenida en busca de la excusa que me rescatara de aquella situación. - Yo espero a mi novia. – soltó de golpe. La miré detenidamente. Su media melena era lisa y relucía. Sus ojos negros se confundían con la noche y en su sonrisa perlada nacían todos los deseos. Su piel parecía tersa, suave al tacto imaginario. Llevaba una bufanda de colores y un abrigo que brillaba a la luz de la farola. Sentí miedo, porque en un segundo deseé que el taxi que esperaba no llegara nunca. - ¿Ves lo que me has obligado a decir para conseguir que me miraras a la cara?
- Entonces no eres… - No. No soy lesbiana. Me reí de mi mismo y ella se contagió y nos reímos durante unos segundos. - ¿Adónde vas? – dijo mientras las risas se apagaban. - Voy al aeropuerto. -¿De viaje? Lo digo porque no veo ninguna maleta ni nada. - Es el fin del mundo, qué más da lo que me lleve, ¿no? – nos miramos y volvimos a reírnos. - Si quieres... Puedo llevarte yo... – dijo mirándome fijamente. Sostuve su mirada, intentando encontrar algo que me hiciera decir que no. Pero no encontré nada. - ¿No te importa? - Para nada. Vamos que tengo el coche a dos calles de aquí. – dijo mientras se levantaba y me cogía de la mano para levantarme. El reloj ya pasaba de las doce y quedaban poco más de veinticuatro horas para el dudoso fin del mundo. Estaba apremiado por el tiempo y sin embargo el cuerpo no me exigía prisa alguna. Caminaba al lado de aquella chica que había conocido hacía menos de un cuarto de hora y no quería correr para llegar. Soplaba un viento gélido y no pude controlar una oleada de escalofríos que me sacudieron el cuerpo. Ella lo vio y me cogió del brazo pegándose a mí. Sentí calor. Cogidos seguimos caminando bajo la atenta mirada de cientos de Papa Noeles colgantes que cargaban con su saco de regalos que quizá aquel año no llegarían a repartir.
El aeropuerto
Estábamos parados en una gasolinera de una estación de servicio camino del aeropuerto. No había nadie más que nosotros en aquel lugar fantasma. Estaba solo en el coche y la observé mientras caminaba hacía el mostrador para pagar. No andaba para los demás, era sencilla. El hombre que estaba detrás del cristal, que rondaba la edad de jubilación, la miraba con recelo y en el brillo de sus ojos se veía a un hombre que buscaba en vano recuerdos salvables de un pasado que hubiera sido mejor olvidar. Pensé en Carolina. Pensé en qué estaría haciendo en aquel momento. En si mi llamada habría cambiado algo en su nueva vida. El tiempo corría y no sabía si habría vuelos a Nueva York o tendría que esperar al fin del mundo para volver a verla. Fuese como fuese, no tendría que esperar mucho para averiguarlo, el reloj acababa de marcar las dos de la madrugada del 20 de diciembre de 2012. Cuando llegamos al aeropuerto, media hora después, le di las gracias y me bajé del coche. Después de un par de pasos escuché mi nombre como si lo hubiera estado esperando desde que empecé a
caminar. Me giré y me encontré sus ojos brillantes que, desde dentro del coche, me observaban intensamente. - ¿Volveré a verte algún día? – me dijo sin dejar de mirarme. - Espero que sí. Emprendí de nuevo el paso y me dirigí a una de las entradas del aeropuerto. Vi como una señora reñía a su hijo que se había subido en el carrito de las maletas. El niño se bajó rápidamente cuando vio que su madre se acercaba con la mano levantada y esa expresión en la cara que cualquier niño entiende a la perfección. - ¡Andrés espera! – volví a oír detrás de mí. Cuando me giré la vi corriendo hasta plantarse delante de mí. Escudriñó algo en mis ojos y me besó en los labios. Fue como un primer beso. Quise apartarme pero mi cuerpo había decidido quedarse quieto. Fue como si el placer hubiera necesitado un estímulo para despertarse, y una vez despierto agarrarse a aquello que lo estuviera alimentando. Sentí sus labios esponjosos guiando los míos como si nunca hubieran besado. El calor incendió cada rincón de mi cuerpo y solo remitió cuando ella abandonó el beso dejándome mudo, sin poder decir nada. Pero no hizo falta. Me abrazó con la mirada y se fue sonriendo. Me quedé ahí, sin poder moverme. Vi como un autobús recogía a un grupo de pasajeros que probablemente acababan de aterrizar. Luego observé el coche de Alicia ser engullido por la densa oscuridad que la noche proyectaba sobre el horizonte. Después de un par de minutos y de que un vigilante de seguridad me preguntara si me pasaba algo, volví a moverme y entré en el aeropuerto. Estaba prácticamente desierto excepto por algunos viajeros que intentaban dormir en los bancos que había distribuidos por todo el recinto. Me acerqué a una ventanilla y la señora de uniforme que se escondía detrás ya me había visto venir y empezó a desplegar aquel encanto artificial. - Buenas noches señor, ¿puedo ayudarle en algo? – me dijo con una sonrisa tan forzada que pensé que la tensión que estaba soportando su rostro pronto le pasaría factura con una nueva arruga. - ¿Cuándo sale el próximo vuelo a Nueva York? - Déjeme que lo mire… Empezó a teclear con una coordinación que me sorprendió. Hasta entonces creía que yo lo hacía rápido, pero comparado con ella mis dedos eran como tortugas. Llevaba unas gafas que bien podría haberlas llevado mi abuela y el perfume que usaba era tan fuerte que estuve tentado de retroceder unos pasos, pero hubiera sido demasiado evidente. - El siguiente vuelo a Nueva York sale a las nueve de la mañana. ¿Quiere que le saque un billete? - Sí, por favor. - ¿Para cuándo le saco el billete de vuelta? - No sé si voy a volver todavía. - De acuerdo. ¿Tiene alguna maleta para facturar? - No.
- Muy bien. Si es tan amable y me presta su pasaporte por favor. – dijo con aquel tono meloso y dulce. - Aquí tiene. - ¿Puedo preguntarle por qué viaja a Nueva York? - Poder puede, ahora, que yo le conteste, eso es otra cosa. – le espeté. Se me quedó mirando entre sorprendida y ofendida por mi salida. - Es broma, perdóneme, es que hace mucho que no sacaba mis bromas a pasear. Voy para recuperar mi vida. - ¿No cree que es un poco tarde ya para recuperarla? ¿Qué lo dice por lo del fin del mundo? Veo que ha leído los periódicos. No haga caso, ese Dr. Figuerola es un charlatán que tiene más verbo que verdad. - Que sea lo que Dios quiera. Aquí tiene su billete. No olvide que tiene que estar en la puerta de embarque una hora antes de la salida del vuelo. Cogí mi billete y me fui a buscar un lugar en el que pasar la noche lo más cómodo posible. Encontré una fila de asientos vacíos, pegados contra una pared acristalada, que quedaban sumergidos bajo las sombras de la noche cerrada que se atrincheraba a fuera. Me apoyé en el respaldo de un asiento del medio de la fila y estiré las piernas cruzándolas. Metí las manos en los bolsillos de la chaqueta para estar más recogido y entonces toqué algo que se supone que no tendría que estar allí. Después de saber por el tacto que era un trozo de papel, lo saqué y me lo quedé mirando sorprendido. Sonreí de oreja a oreja. “Por si no tienes con quien pasar el fin del mundo” 612345678 Alicia
La llamada
Estaba en un infinito blanco inmaculado, sin horizonte dibujado ni límites definidos. No había nada a mi alrededor. El vacío era del mismo tamaño que la luz que lo llenaba todo. Estaba desorientado. Intenté caminar pero no podía moverme. Era como si me hubieran fijado en un punto invisible de aquella inmensidad imperceptible. El tiempo que duró un parpadeo fue suficiente para que se materializara un toro gigante, de astas afiladas como lanzas romanas, que arrancó al galope con la mirada perdida en mi figura. El temor se apoderó de mí. Traté de huir en vano. Cuando cerré los ojos esperando que aquellos cuernos, acerados por el demonio, trinchasen mi cuerpo como un pavo
en acción de gracias, aquel morlaco negro, de más de quinientos quilos seguramente, desapareció de forma incomprensible. Cuando los volví a abrir, solo estaba ella. Su pelo castaño brillaba como la luna lo hace cuando la noche está serena. ¡Qué hermosa estaba! Sus ojos eran un mar verde y profundo cubierto de reflejos marinos. Me ofrecía una sonrisa libertina y juguetona que me hizo tragar saliva. Me acarició el rostro cuidadosamente, sentí que ardía. Quise cogerla pero estaba como petrificado, como una gárgola que desde lo alto de un tejado observa, inamovible, todo cuanto sucede a su alrededor. Suspiré amargamente al verme doblegado por una fuerza que no entendía y lamenté estar sumiso a aquel juego excitante y cruel. Mientras con sus manos acariciaba mi espalda descendiendo peligrosamente, sus labios fueron recorriendo la distancia que les separaba de los míos inmóviles. Estaba sedado por sus encantos potenciados de lujuria y desenfreno y me abandoné cuando sus labios me rozaron. Cuando abrí los ojos de nuevo, me asusté al ver la cara de la señora que antes me había sacado el billete. - Disculpe señor, estaba usted hablando en sueños y… No quería molestarle pero tengo que informarle que su vuelo ha sido retrasado. - ¿Qué? ¿Hasta cuándo? – pregunté sobresaltado. - No lo sé señor. Es un retraso hasta nuevo aviso. - ¿Por qué motivo? - Al parecer el avión que usted debía coger, proveniente de San Petersburgo, no ha podido salir debido a una fuerte tormenta. Me llevé las manos a la cabeza y negué amargamente. El reloj marcaba las siete de la mañana y no se detenía, iba directo al encuentro de su final descrito. - ¿Y la compañía no tiene ningún otro avión disponible? – pregunté sin esperanza. - No señor, están todos realizando sus respectivos vuelos. - ¡Qué mala suerte! – maldije con la mirada pérdida en busca de una respuesta divina. - Lo lamento señor, pero no desespere, Dios siempre dispone oportunidades para todo. Recuperará su vida, ya lo verá. – me dijo con una firmeza en la voz que me emocionó. - Así sea. Gracias. – concluí resignado. Me sonrió y se fue dejando el eco, en cada paso, de sus tacones de punta infinita. Me levanté consciente de que no iba a quedarme allí sentado mientras esperaba noticias del vuelo. Había mucha gente durmiendo en el suelo apoyados en sus maletas o abrigos. Vi a una niña de unos siete años que llevaba una pelota pequeña y jugaba con ella a rebotarla contra el cristal. El hombre que parecía ser su padre la miraba con cara de felicidad mientras sostenía una fotografía que no llegué a ver. Una pareja se había ausentado del resto y ocupaban un rincón del recinto donde daban rienda suelta a su pasión con besos interminables. Deduje que aquel era, si no el primero, uno de los primeros viajes que hacían los dos solos. Cuando el siguiente paso que podía dar era para salir al
frío matinal, volví sobre mis pasos y advertí una serie de teléfonos al fondo del pasillo. Cuando los vi me acordé que no había hablado con mi madre desde que había salido del hospital. Cogí la poca calderilla que me quedaba y la llamé. Pasaban unos minutos de las siete y cuarto. Tardó cuatro tonos en descolgar el teléfono. - ¿Diga? - Mamá soy yo. - ¡Andrés, hijo! ¿Dónde estás? ¿Desde dónde llamas? ¿Cómo estás? – preguntó atropelladamente. - Tranquila, estoy bien. Estoy en el aeropuerto. He hablado con Carolina y me ha dicho que está en Nueva York. Me voy para allá tan pronto como sea posible coger un avión. - Andrés… Tienes que venir a casa. Hay algo que no te dije en el hospital. – consiguió decir entre sollozos. - ¿El qué? – estallé. - Andrés… Perdóname por favor. Yo sabía que Carolina estaba en Nueva York… Mandó varias cartas desde que se fue. – rompió a llorar.
Las cartas
Cogí uno de los taxis que esperaban, ya a esas horas de la mañana, a pasajeros primerizos llenos de maletas y a los habituales que lo único que traían consigo era la cara de desgana y cansancio del viaje. Agradecí el ambiente cálido del taxi que contrastaba con el frío polar del exterior. Me acomodé en el asiento. Era un Mercedes Clase C dotado del lujo que ese tipo de coches albergaba. Los asientos eran de un cuero color arena claro que hacía del interior un espacio amplio y luminoso. El taxista era un hombre de unos cuarenta y muchos o cincuenta y pocos, más bien ancho de huesos y con un bigote largo y cuidado. Noté que aquel coche lo había comprado hacía poco por cómo agarraba el volante, con suavidad, como adorándolo. De fondo sonaba música clásica. Reconocí la canción enseguida porque era una de las pocas que conocía. Era Un bel di vedremo, interpretada por María Callas, de la ópera Madame Butterfly de Puccini. Me dejé llevar como si ya no mandase sobre mí, como si alguien estuviera jugando con mis párpados. La casa de mi madre quedaba a poco más de una hora del aeropuerto. Antes de coger el taxi me aseguré de poder enterarme de cualquier noticia relacionada con el vuelo. Hablé con la señora que me había sacado el billete y le dejé el número de casa de mi madre y le pedí que me llamara nada más supiera algo. Ella accedió de buen grado y me animó a que hiciera lo que debiera. Me extrañé pero le di las gracias y me despedí.
Los campos de naranjos se sucedían en mi ventanilla como fotogramas repetidos, escoltados por un cielo azul desierto y un horizonte sumergido en la inmensidad del mar. Volví a abrir en mi mente aquellas cartas de las que había tenido conocimiento hacía solo algunos minutos. Repasé las hojas, todavía en blanco para mí, y me imaginé miles de razones y otras tantas excusas interesantes sobre su marcha. Suspiré liberado. Carolina sabía que yo había despertado y yo sabría pronto lo que la había llevado a marcharse. Fuera como fuera, sentía que pronto volveríamos a estar juntos, que ningún fin del mundo escrito por una población extinguida podría impedirlo. El taxi aparcó enfrente del edificio donde vivía mi madre. - ¿Puede usted esperarse unos minutos? Subo a por unas cosas y bajo. - Ningún problema. Usted paga, usted manda. – me dijo mientras se aplanaba el bigote con los dedos. Recordaba el edificio más viejo y desgastado de lo que estaba. Al parecer le habían dado una nueva capa de pintura. Tenía un total de cinco plantas y el ascensor, moderno y puntero, chocaba con la avanzada edad de la estructura y los acabados. La verdad es que habían cambiado algunas cosas, las únicas que podían cambiarse, como los buzones, el mismo ascensor y el nuevo Amazonas en que se había convertido el rellano. Mi madre vivía en el quinto. Llamé a la puerta y me abrió enseguida. - ¿Dónde están las cartas? – solté nada más abrirme. Entré pasando por su lado sin mirarla, recorrí el pasillo que conectaba con el salón que estaba a la derecha. No había cambiado prácticamente de cómo lo recordaba. El sofá seguía contra la pared de la ventana y el sillón orejero no se había movido de la esquina del fondo. En la mesa estaban las cartas. Había dos. Sin duda venían de Nueva York y la letra de Carolina estaba tanto en el remite como en el destinatario. Abrí la primera bajo un estado de excitación que me sacudía todo el cuerpo. Estaba escrita a máquina. Nueva York, 23 de noviembre de 2011 Hola Andrés, No sé si leerás algún día esta carta, ni si recordarás quien soy cuando despiertes, pero siento que debo decirte porqué me marché si quiero dejar de torturarme. Andrés, no podía verte así, en una cama hasta Dios sabe cuándo. Te amaba Andrés, más de lo que nunca supe amar a nadie, pero con el paso de los días, viéndote allí, dormido aparentemente, mi amor se fue apagando poco a poco. Lo siento, tuve que salir, me ahogaba, necesitaba respirar otro tipo de aire. Vine aquí a Nueva York buscando eso, para rehacer mi vida y encontrar otra vez la felicidad que, una vez tú, me pusiste en las manos. Rezo cada noche para que despiertes y encuentres a la persona que realmente te merezca. Para que la misma vida que tan mal te ha tratado, te devuelva, justamente, lo que te arrancó de golpe y sin previo aviso.
Ha pasado casi un año desde que vine aquí y ahora, dentro de unos días, me caso. No sé si le quiero tanto como te quise a ti, pero me hace feliz y es lo que me vale. No espero que me perdones por lo que te he hecho porque no me lo merezco. Siempre estarás en mi corazón Andrés, vaya donde vaya, haga lo que haga, nunca te olvidaré, nunca. Deseo recibir algún día noticias tuyas, no me importa todo lo que me digas porque me lo tengo merecido, solo para saber que vuelves a estar “vivo”. Carolina Ningún parpadeo se atrevió a cruzarse en mi mirada. Ninguna lágrima se quedó dentro. La angustia escondía el dolor más amargo e insoportable. Me faltaba el aire, era como si cada palabra me estuviera oprimiendo el pecho, como si la misma voz que hacía unas horas había oído estuviera pisándome el alma al recordarla. Tenía el rostro inundado de lágrimas que morían en la misma carta asesina. Enseguida ardió mi mirada y el fuego del odio empezó a arrasarlo todo. Cogí la segunda carta. Mis manos temblaban. Mi madre me observaba apenada desde el pasillo. La rompí. Ya no me importaba lo que pudiera decir aquella carta. La rabia dominó mi cuerpo y solté un sonoro puñetazo encima de la mesa. Pude oír como mi madre ahogaba un grito de espanto. Entonces sonó el teléfono de casa. Mi madre cogió el teléfono y me lo pasó. Era del aeropuerto. - Andrés, el vuelo procedente de San Petersburgo llegará en una hora. Su avión tiene prevista la hora de salida a las once y media de la mañana. Recuerde que debe de estar una hora antes. - Gracias… pero puede anular mi billete. Ya no voy a coger ese avión.
Otros caminos
El camino que me había hecho tropezar se había allanado como un mar en calma. Se había vuelto liso, hasta confortable en cada paso. Pero de golpe se había vuelto, otra vez, un sendero rocoso e inestable, como la tormenta que llega sin haber sido avistada. Todo por lo que había caminado, todo por lo que un día alguien quiso devolverme los sentidos, todo eso había desaparecido tan rápido como las cenizas desaparecen al ser esparcidas en el ancho mar. Tuve que amarla para volver, y ahora que había vuelto, amarla no tenía sentido. Cuando la opresión en el pecho decidió remitir, volví a tener poder sobre mi mente. Pensé que no porque el amor de mi vida hubiera decidido abandonarme y entregarse a los brazos de algún oportunista iba a ser el fin del mundo. Lo cierto es que el reloj se me echaba encima y si de verdad el mundo tenía fecha de caducidad no iba a ser aquella sensación de vacío y angustia la que dominara
los últimos momentos de mi vida. Tuve que engañarme así para no sentirme despechado. Saqué el papel con el número de Alicia y volví a sentir sus labios otra vez besándome. La llamé. - ¿Si? – contestó. - Hola Alicia. - ¿Andrés? – preguntó con un rastro de inseguridad. - Veo que te acuerdas de mi voz. - No solo de tu voz... – se rio. – ¿A qué se debe tu llamada? - Ya sabes. Por si no tienes con quien pasar el fin del mundo. ¿Te suena? - Claro, ¿pero tú no tenías que coger un avión? - Ya no tiene sentido. – dije tajante. Hice una pausa para tomar aire. - He reservado un par de butacas para el fin del mundo. ¿Quieres acompañarme? - Por supuestísimo. Y, ¿en qué cines dices que están esas butacas? - En el banco donde nos conocimos, dentro de media hora. - Allí estaré. Un beso. Al oírlo volví a recuperar el recuerdo de aquel beso que tantas veces había aparecido en mi mente en las últimas horas. Nada más colgó sentí que su voz había echado raíces dentro de mí. Deseé, y me extrañó, que esa media hora pasara volando. Necesitaba llenarme de todo lo que aquella carta me había vaciado. Sentir el calor otra vez, como fuente infinita, sentir que podía volver a desear otro cuerpo que no fuese el de Carolina. Sentí lástima un segundo por cómo había terminado todo, luego negué con la cabeza, me despedí de mi madre con un abrazo de disculpa y salí al encuentro del fin del mundo. Cuando llegué a aquel banco Alicia todavía no había llegado. La avenida estaba inundada de gente que iba y venía cargando con incontables bolsas de sus compras navideñas. En aquellos días los padres, estresados, iban listas en mano recorriéndose media ciudad en busca de los juguetes para sus hijos. Una alfombra roja interminable cubría las aceras y un árbol de navidad gigante adornado con bolas rojas, del tamaño de pelotas de futbol, coronaba el final de la gran avenida. Alicia llevaba retraso y me entretuve mirando a una señora escondida bajo un abrigo de piel y con dedos de oro. Llevaba unas gafas de sol que de grandes que eran le ocultaban prácticamente la totalidad del rostro. Me entró la risa cuando, tras ella, apareció un chihuahua bien abrigado con su conjunto de invierno que le cubría el cuerpo. - ¿Qué te hace tanta gracia? – intervino de repente Alicia. Mi risa se congeló en una sonrisa con la boca abierta que fue menguando al tiempo que me volvía para contemplarla. Traía su mejor sonrisa que le colmaba el rostro de belleza. Me dio un beso en la mejilla que me despertó la sed. - Creía que ya no vendrías. – le dije una vez se hubo sentado.
- ¿Y perderme el mejor espectáculo con la mejor compañía? Ni loca. Me ruboricé. Hundí la mirada en el suelo y se hizo el silencio. - Andrés... – dijo con una voz suave pero firme. – sé que no hace ni un día que nos conocemos, horas más bien, y no puedo explicar porqué pero en estas pocas horas que te conozco he sido más feliz que en mucho tiempo. - Alicia... – intenté decir. - Y sé que a lo mejor para ti no es lo mismo, que tú seguramente tendrás a alguien que te espere cuando llegas a casa después del trabajo, alguien a quien amas locamente y por quien harías lo que fuera. - Alicia déjame que… - Pero yo ya no me acuerdo de cuándo fue la última vez que me dijeron mirándome a los ojos que me querían. Ni tampoco de la última vez que no tuve que regalar un beso porque sí. Pero ayer cuando te besé sentí que tú eres diferente… - ¡Alicia déjame hablar! – le espeté de golpe. Me miró sorprendida. - Alicia... – continúe. – hace poco más de un día que me he despertado de un coma en el que estaba metido desde hace casi dos años, el amor de mi vida se marchó a Nueva York porque no podía soportar verme postrado en una cama y ahora está casada con otro, y ayer cuando me besaste sentí como si hubiera sido el primer beso, como si tus labios fueran los primeros que sentía en toda mi vida. – Tomé airé. – Solo quiero aprovechar el tiempo que se pierde cada vez que respiramos, quiero besarte y detenerme solo para cambiar el rumbo de mis besos. ¿Qué quieres tú? Nos besamos. Como adolescentes que no se despegan hasta que uno de los dos necesita detenerse para volver a coger fuerzas. Abrí los ojos mientras nos besábamos, ella los tenía cerrados. La gente que pasaba por nuestro lado se nos quedaba mirando y los más mayores incluso se detenían sin dar crédito a lo que estaba presenciando. Nos consumimos a besos. Pasaban dos minutos del 21 de diciembre de 2012. Mi habitación se llenaba, por primera vez en mucho tiempo, del calor que desprendían nuestros cuerpos desnudos. Su cuerpo era seda y mis manos se deslizaban, sin oposición alguna, acariciando aquel vestido de piel que desataba mi excitación. Nuestras ropas, por el suelo desperdigadas, eran el ejemplo opuesto a lo que éramos ella y yo en ese momento, un binomio indisoluble soldado a ritmo de desenfreno y pasión. La noche se consumía entre estrellas perezosas y nosotros, abrazados, consumíamos el sueño caído sobre nuestros cuerpos agotados.
Un encuentro fortuito
El perfume de su cuerpo aún se percibía al amanecer. Alicia aún dormía, abrazada a mí, impasible al sol que ya se alzaba sobre los edificios. << ¿Y hoy se tiene que acabar el mundo? No me lo creo. >> Pensé. Me levanté con suma delicadeza, como un gato capaz de caminar entre mil copas de cristal, separadas por centímetros, sin romper ninguna. Respiré hondo mientras, asomado a la ventana, contemplaba aquel cielo azul brillante, nítido. Me sentí desatado y libre. La miré de nuevo, ausente del mundo, estaba perdida en una región ingrávida donde todo es posible. La sábana le cubría lo justo para mantener oculto su cuerpo desnudo y para alimentar mi deseo. Resoplé y sonreí. Ya en la calle, el sol aún era más plácido de cara. Abrí los ojos y me deslumbró. Tuve que hacerme sombra con una mano. Cuando recuperé la perspectiva ya no tuve tiempo para reaccionar. Choqué contra un hombre que andaba mirando papeles. Se le cayeron todos al suelo. - Disculpe, no le vi venir. – me apresuré a decir. Me agaché enseguida para ayudarle a recogerlos. Fue entonces cuando le vi la cara. Había pocas marcas en su rostro que me ayudaran a descifrar su edad, pero se movía seguramente por los cuarenta. No conté ninguna cana en su pelo negro brillante y en sus ojos había un rastro de miedo que me inquietó. Le reconocí enseguida. Era el Dr. Figuerola, autor del artículo que había leído en el periódico sobre el fin del mundo. El artículo venía acompañado de una fotografía donde posaba en su estudio con miles de libros a sus espaldas y una mesa repleta de notas y varios tomos escandalosamente gruesos. - No se preocupe señor, he sido yo que iba absorto en mis papeles. – me dijo con un tono de voz que nada tenía que ver con la expresión de pánico de sus ojos. - Usted es el Doctor Figuerola, ¿verdad? - Ha leído el artículo por lo que veo. - Si. Y no quisiera incomodarle pero me parece que lo que dice no tiene ni pies ni cabeza. - ¿Eso cree? – preguntó. El semblante le cambió por completo. Sus ojos y su rostro iban de la mano del miedo. – Mire a toda esta gente que nos está pasando al lado. Observe sus caras vacías de miedo y de temor. Ninguno de ellos sobrevivirá al paso de esta noche. Me clavó aquella mirada y sentí su pánico. - Tome. – me dio una tarjeta con su número de teléfono. – Por si tiene alguna duda en este corto futuro. Permítame un último consejo. Coja a los suyos y aléjese todo lo que pueda de la costa. Busque lugares de gran altitud, aunque dudo que en ninguna parte vaya a estar seguro. Me dio la mano, apretando fuerte y sin dejar de mirarme a los ojos. - Gracias y disculpe el golpe. Cuídese. – dijo y se fue casi corriendo.
No podía creer nada de lo que me había dicho. En parte porque no podía ser que alguien hubiera trazado un plan tan dañino y retorcido para mí. << ¿Acaso era una segunda oportunidad? Corta, sí, pero una nueva ocasión de arreglar las cosas o de volver a ver las caras de quienes me hicieron tan feliz antaño. ¿Quién sabía? >> Una vez hube comprado los churros y el chocolate recién hechos, volví a casa al encuentro de la única persona que podía devolverme la alegría que aquel personaje me había arrebatado con su palabrería barata. Mi madre todavía no había llegado de trabajar y por el sonido inconfundible del agua cayendo supe que Alicia ya se había despertado y se estaba dando una ducha. Dejé los churros encima de la mesa del comedor y me dirigí al baño. Abrí cuidadosamente la puerta para no hacer ruido. El vapor formaba cortinas de miles de partículas que se rompían a mi paso. Las otras cortinas, las de la ducha, revelaban una silueta hecha de curvas perfectamente dibujadas y que se movían suavemente mientras el agua caía sobre ella. Estaba de espaldas a mí. Abrí las cortinas poco a poco. La besé en el hombro. Se asustó una décima de segundo, solo hasta que volví a besarla, esta vez, un poco más cerca del cuello. Se giró y me miró con una sonrisa cuya interpretación no era complicada. Me acerque para besarla pero entonces sonó el timbre. Me detuve lamentándolo. Volvieron a llamar. Maldije. Fui corriendo hasta la puerta y la abrí de golpe malhumorado. Sentí un dolor en el corazón, como si alguien estuviera estrujándolo con su mano, como una pelota anti-estrés. Carolina estaba a un metro de mí y había traído consigo una de sus sonrisas más hermosas. Su rostro irradiaba felicidad y su mirada brillaba como lo hace el mar con el reflejo del sol meridiano. - ¡Andrés! ¡Cuánto me alegro de verte! – exclamó y se abalanzó sobre mí. Me abrazó. Su perfume seguía desprendiendo aquel aroma dulce y embriagador que tanto me encantaba. Me quedé quieto, sin abrazarla. Cuando se dio cuenta se echó para atrás. - Pero, ¿qué te pasa? – me preguntó con un semblante en el rostro totalmente diferente al que había visto cuando abrí la puerta. - Andrés me ha costado Dios y ayuda encontrar las toallas de ducha. – dijo la voz de Alicia que sonó alta y clara. Acto seguido apareció cruzando el pasillo con una toalla enrollada a su cuerpo todavía mojado. - ¿Quién es esa? – saltó Carolina. - Se llama Alicia. - Me da igual como se llame. ¿Por qué está aquí? - Porque ha pasado la noche conmigo. – le dije serio y sin alterarme. - ¡¿Qué?! Me paso seis horas metida en un avión pensando cada segundo que voy a volverte a ver y te encuentro con una cualquiera. ¿Es una broma? Porque si es así, es una broma de muy mal gusto. - No es ninguna cualquiera y tampoco es ninguna broma. Te fuiste a Nueva York porque no soportabas verme en una cama, lo acepto… - ¿Pero qué…? – se extrañó.
- ¡Pero que después de lo que has hecho vengas aquí, a mi casa, a decirme qué puedo y qué no puedo hacer, eso sí que es de mal gusto! Y ahora vete y vuelve a New York con tu maridito que estará echándote de menos. – le espeté y cerré de un portazo. Volví al salón arrastrándome con el corazón a cuestas, como si pesara una barbaridad. Alicia devoraba un churro bañado en el chocolate humeante y su cara era de puro placer. - ¿Quién era? – me preguntó mientras se relamía las comisuras en busca de los últimos restos de chocolate. - No era nadie. – dije y le mordí el nuevo churro que acababa de hundir en el vaso de chocolate. Las siguientes horas me las pasé pensando en lo que había pasado aquella mañana. << ¿Cómo ha podido? Después de todo no entiendo cómo ha sido capaz de venir tan rápido solo para verme. Ya no la quiero, creo que no la quiero. Alicia me llena pero hay alguna parte de mi cuerpo que no acaba de entregarse y aún llora la ausencia de Carolina. >> Mientras, Alicia me acariciaba la mano y me miraba como si hubiese un mapa del tesoro escrito en el fondo de mis ojos. La tarde fue claudicando y dejando en herencia un cielo cubierto de nubes rojas que habían ido cogiendo el color a medida que el sol fue descendiendo. - ¿Tienes fotos de cuando eras pequeño? –preguntó de pronto Alicia. - ¿Y eso? - No sé, quiero ver fotos tuyas. – sonrió. No pude negarme. - Voy a ver si encuentro algún álbum que seguro que mi madre tiene alguno por ahí. Vacié cada cajón del salón, cada rincón de la cocina y de la sala de estar. Nada. Entré en la habitación de mi madre. Era una habitación bastante grande con las paredes pintadas de un mango apagado. La cama era especialmente grande y le sobraba la mitad desde hacía ya muchos años cuando se divorció de mi padre. Los muebles eran viejos y de madera oscura. Tenía una mesita al lado de la cama con un libro, “2012: el fin”. Solté una risa débil cuando leí el nombre del autor, César Figuerola. Abrí el cajón de la mesita y vi que había unas cuantas fotografías. Estábamos los tres, mis padres me cogían, uno de cada mano, y sonreíamos. Apreté los labios y me abandoné, resignado, a la dureza del paso del tiempo. Cuando ya estaba devolviendo las fotografías a su lugar vi que, debajo de unos libros viejos que guardaba mi madre, sobresalía la punta de una hoja amarilla que contenía una fecha escrita a mano. Me paralizó aquella letra. Sabía que era la de Carolina. - ¿Las encuentras? – preguntó gritando Alicia. Fue como si no la hubiese oído. Solo tenía sentidos para aquellos papeles. Los saqué cuidadosamente. Me dio un vuelco el corazón cuando los fui pasando uno a uno. Eran todo cartas de Carolina escritas a mano…
La verdad y la realidad
<< ¿Pero qué…? No puede ser. >> Leí la primera carta que había. Su letra no era ni pequeña ni grande, fácil de leer y con una rectitud asombrosa. Nueva York, 10 de marzo de 2011 Querido Andrés, Te escribo desde Nueva York, mi nueva residencia. La empresa para la que trabajo me ha trasladado aquí para que ayude en la apertura de la nueva sucursal. No he podido negarme. Perdóname por no estar a tu lado. Aquí llevan un ritmo diferente. Todo es más grande y te hace sentir más pequeño. Cuando cae la noche me acuerdo de todos los atardeceres que consumimos, abrazados, preguntándonos que sería de nosotros. Recuerdo
cuando al ponerse el sol te quedabas mirando el horizonte y me decías:
“mañana volverá a salir otra vez, lo veamos o no”. Y luego me besabas. Te amo Andrés, más allá del lugar en el que estás dormido. Sé que algún día volveremos a estar juntos, lo sé… Tu Carolina Repasé rápidamente todas las cartas. Al parecer Carolina había marcado cada carta con la forma de sus labios pintados de rojo. Al lado había escrito: “para que nunca dejes de sentir mis besos”. Cogí una de las del final, con fecha posterior a la que mi madre me había entregado. Nueva York, 2 de enero de 2012 Querido Andrés, ¡Feliz año nuevo! Aquí la fiesta es diferente, no hay campanadas ni uvas. Solo es una cuenta atrás. Pero el ambiente es fantástico, entre las luces y la gente que hay por las calles te diviertes bastante. Aunque ninguna diversión ni ningún momento de felicidad son completos si tú no estás conmigo. Te echo tanto de menos Andrés. Nadie podrá ocupar nunca el vacío que existe en mi vida. Me despierto en mitad de la noche recordando el último sueño, y siempre eres tú, sonriendo, mirándome… Este año será. Lo he visto tantas veces en mi mente. Leí un libro hace un tiempo, “El Secreto”, y decía que solo basta dibujar lo que queremos conseguir en nuestra mente para que ocurra. Y desde entonces no hemos dejado de vernos. Te quiero, una y mil veces más. Mi vida sin ti no tiene sentido, porque tú eres mi vida. Tu Carolina
Sentí como si el lastre que tiraba de mí hubiera desaparecido. Sonreí ampliamente, hasta que mi mente hubo atado cabos y la sonrisa se borró de golpe. - ¡Andrés, ¿qué haces mirando mis cosas?! – entró de golpe mi madre. Bordeó la cama con una agilidad poco común en personas de su edad, y me intentó quitar de la mano las cartas de Carolina. - ¡¿Tus qué?! – le grité dando un estirón definitivo para quedarme con las cartas. – ¡¿Acaso esto te pertenece?! – le puse las cartas delante de los ojos. – ¡¿Con qué derecho, eh?! ¡¿Con qué derecho las abriste?! - Hijo yo… - ¡Y no solo abrirlas, ¿cómo te atreviste a darme cartas falsas haciéndote pasar por ella?! ¡¿Por qué?! – la ira dominaba cada palabra que salía de mi boca. El odio iba propagando el descontrol. - Se fue Andrés. ¡Se fue! Te dejó pudiendo renunciar a su trabajo, ¡pero renunció a ti! – le había cambiado la voz. Estaba llena de odio y resentimiento. – Dejó de amarte Andrés. – hablaba casi en susurros y se le iba dibujando un sonrisa maléfica en el rostro. – Fue incapaz de permanecer a tu lado y a la mínima que pudo se marchó. Pensó en su vida al lado de una cama y no pudo soportarlo. - ¡Basta, cállate! No sabes lo que estás diciendo. Alicia se había acercado al escuchar los gritos y miraba la escena en silencio. De pronto un destello iluminó la habitación durante una fracción de segundo. Acto seguido se oyó un gran estruendo provocado por un trueno, parecía como si una vajilla entera hubiera caído de golpe al suelo. Entonces la habitación tembló un instante. El sonido de la lluvia era tan intenso que parecía como si estuviera lloviendo dentro de casa. Miré de reojo la ventana y lo único que aquella cortina de agua dejaba ver era una sombra roja que parecía ser el cielo. Salí corriendo de la habitación en dirección al salón. Al salir al pasillo pasé por delante de Alicia pero ni la miré. Intenté marcar en el teléfono el número que todavía tenía de Carolina pero no había línea. Volví a la habitación con claros síntomas de desesperación. A la cabeza me venían las imágenes del encuentro con Carolina en la entrada, su sonrisa nada más abrir y su cara de extrañeza luego. <<Por favor que no sea demasiado tarde. >> - ¡Las llaves de tu coche y el móvil! ¡Ya! – apremié duramente a mi madre. Sacó lo que le había pedido del bolso y me lo entregó sin decir palabra. Estaba saliendo de la habitación cuando escuché a mi espalda: - Cometes un error. Mira a tu alrededor, aquí lo tienes todo. – me dijo mi madre. Me detuve y miré a Alicia. - No todo lo que quiero… Lo siento. – le dije a Alicia mirándola a los ojos y salí disparado hacía la puerta de casa. Encontré el coche de mi madre aparcado en el garaje. Era un Audi A4 viejo, de un verde oscuro y apagado. Era de segunda mano, y a pesar del tiempo que tenía, no daba casi problemas.
Mi angustia aumentó cuando el coche no arrancó al primer intento. Me exigí calma y respiré hondo, luego pensé en Carolina, en la posibilidad de no volver a saber de ella y el pánico me hizo girar la llave con fuerza. Arrancó. Cuando salí del garaje pasé de la calma dominada por los latidos de mi corazón acelerado al caos provocado por el fuerte golpe de la lluvia sobre el parabrisas. Tragué saliva. Todo estaba oscuro, las farolas se habían fundido y la calle solo estaba iluminada por los faros de los pocos coches que circulaban por ella. Puse la radio para tratar de relajarme con un poco de música. “- Al parecer, y según nos ha informado el jefe de bomberos, habría sido el impacto de un rayo el que habría provocado el incendio en el centro comercial. En cuanto al temblor que ha sacudido la ciudad, nos han comunicado desde el Instituto Geográfico Nacional que se ha registrado un movimiento sísmico submarino de 8,7 grados en la escala Richter, cuyo epicentro se encuentra en el mar mediterráneo, entre las costas de Sicilia y Cerdeña. Es altamente probable que…” Apagué la radio. No me dio tiempo a alarmarme porque había llegado a la casa donde vivían los padres de Carolina. Aparqué en doble fila y salí corriendo hacía el portal improvisando con la chaqueta como paraguas. Llamé a la puerta de forma insistente. - Ya va, ya va. – oí que dijeron al otro lado. Abrió la madre de Carolina, Gloria. Tenía la misma belleza aunque un tanto apagada por la edad. A medio camino entre los cincuenta y los sesenta, lucía una melena cuidada y brillante. - ¡Andrés! Cuanto me alegro de verte, ya me dijo Car… - Dígame que está aquí Carolina, ¡por favor! – dije sin ocultar mi desesperación. - Pues se marchó ahora hará una hora. - ¿Dónde? – intervine casi cortándola. - Pues no lo dijo. Solo puedo decirte que cogió el coche porque no están sus llaves. - ¿Sabe si hizo algún comentario o algo relacionado conmigo? - Ahora que lo dices, cuando llegó la noté un poco triste y se encerró en su habitación. Entré para ver si estaba bien pero me mandó fuera. Solo me dio tiempo a ver que estaba mirando vuestro álbum de fotos. - ¿Sabe si se lo ha llevado? - Creo que no llevaba nada cuando la vi salir. - ¿Puede dejarme el álbum un momento? - Faltaría más. – se adentró en la casa para buscarlo. – Y estaría bien que empezaras a tutearme, que ya nos conocemos desde hace mucho. – me dijo mientras se alejaba. - Es la costumbre… Gloria. Siempre, cada vez que la había visto me había dicho lo mismo, y sin embargo, siempre había vuelto a tratarla de usted. - Aquí tienes Andrés. – traía un álbum grueso. Lo reconocí enseguida.
- Gracias. Era el álbum donde habíamos ido colocando todas las fotografías que nos habíamos hecho en cada lugar donde estuvimos. Lo abrí y me sobrevinieron todos los recuerdos dormidos en cada fotografía. Había fotos de nuestro viaje a los Pirineos, de nuestra estancia en Londres, del viaje a las Islas Canarias en invierno, bendito invierno canario. También de cuando estuvimos en aquella casa rural del norte. Y sobre todo estaba la sección de las puestas de sol. De pronto tuve una revelación. Busqué la fotografía de una en especial. Iba pasando páginas y no aparecía. Cuando pasé la enésima hoja aprecié que una de las dos fotografías que había por página no estaba. El subtitulo de la que faltaba rezaba: “atardecer en la playa, primavera de 2010.” << Bingo >> Cuando volví a salir, la calle era un caos de cláxones y sirenas. Sentí miedo. El aguacero había perdido fuerza pero el cielo seguía cubierto y sombrío. Entré en el coche y el ruido descendió. Arranqué el motor y saqué el móvil de mi madre y la tarjeta que me había dado el Dr. Figuerola. Marqué el número y puse el “manos libres”. La playa quedaba a un cuarto de hora más o menos. - ¿Quién es? – contestó. - ¿Dr. Figuerola? - Si, ¿quién habla? - Verá, no sé si se acuerda de mí. Soy el chico que tropezó con usted esta mañana. - Ah, cierto. Ya creía que no llamarías, Andrés. << ¿Qué? >> Me inquieté. - ¿Cómo sabe mi nombre? – inquirí. - ¡Oh vamos! – exclamó. ¿No creerás que ha sido cosa del destino que tú y yo coincidiéramos esta mañana verdad? – rió abiertamente. – ¿Has visto algún libro mío en tu casa? Apuesto a que sí. << 2012: el fin >> Recordé haberme reído al encontrarlo. - ¿Y qué me dices del periódico, con mi artículo en portada, de tu habitación del hospital? ¿Cómo iría a parar allí justamente? Tu madre que nunca ha sido de leer periódicos… - ¿Cómo sabes de mi madre? - No tengo tiempo para contarte batallitas. Hubo una pausa en la que mi mente fue atando cabos. Imaginé a mi madre dejando aquel periódico en la mesa apropósito. La vi hablando con él y pidiéndole que me alejara de la ciudad. - ¿Mi madre te pidió que me asustaras con mentiras para que me alejara lo máximo posible de aquí por si volvía Carolina? - ¡Bravo! Te ha costado. Pero yo no lo llamaría mentiras… - ¿Qué es esto? ¿Una broma? – estaba empezando a enfadarme aquel juego. - ¿El fin del mundo te parece una broma? – se hizo el silencio. – Parece que ha dejado de llover, está muy cerca. – su risa se apagó. Ya no llovía. - ¡Nada está cerca! ¡No va a haber ningún fin del mundo! ¡¿Me oye?! ¡Ningún fin del mundo! ¡Y ahora voy a colgar, no sé ni por qué le he llamado! – le reprendí.
- Yo de ti no lo haría. – dijo con un tono de seriedad en la voz. Me detuve. Tomó aire y continuó. – En este preciso momento una secuencia de olas gigantes se dirige hacia la costa y a cada quilómetro que recorren aumentan de tamaño. La seriedad con que dijo aquellas palabras me heló la sangre. Entonces recordé lo que había leído en el artículo. <<“Incontables terremotos marinos sacudirán las profundidades originando así olas gigantes que arrasarán con todo aquello que salga a su paso” >> - ¡Cabrón mentiroso! – estallé. - Pon la radio si no me crees. Con los nervios me había equivocado de salida. Frené de golpe y crucé la mediana que separaba los carriles para volver. Enchufé la radio. “…es crítica. Las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado están evacuando a toda la gente que reside en las zonas más cercanas a la costa. Está previsto que el “tsunami” arrase con todo aquello que esté situado dentro del primer quilómetro mar adentro y cree numerosos desperfectos en los dos siguientes pudiendo quedar algunas zonas inundadas. Mucha gente, ante el temor de que los efectos del tsunami se extiendan más, ha decidido salir a la carretera para alejarse lo máximo posible y ya hay algunas retenciones en las principales salidas de la ciudad.” Apagué la radio y maldije por dentro. No me había dado ni cuenta de que estaba solo en la carretera que iba a la costa. Miré a mi izquierda y, en el otro sentido, no dejaban de pasar coches que se alejaban, dejando atrás todo lo que tenían, sabiendo que ya lo habían perdido. - ¿Ahora me crees? – dijo el Dr. Figuerola que lo había oído todo. – No tienes mucho tiempo, según mis cálculos… - ¿Tus cálculos? ¿Ahora qué eres? ¿Científico? ¿Tienes un laboratorio en tu casa o qué? – solté con desprecio. - No tienes más remedio que creerme. – Por mucho que me doliera aceptarlo, tenía razón. – Escúchame bien. Quedan alrededor de quince minutos para el primer impacto. Coge a tu madre y marcharos rápido si todavía no lo habéis hecho. Coged la carretera comarcal y salid por el tercer desvío, os llevará a una zona lo suficientemente alta para no correr peligro, al menos de momento… Me quedé callado, resignado al dolor que me causaba pensar lo que iba a ocurrir aquella noche. Pero no tenía opción. - Recoge tú a mi madre. Yo voy camino a la costa. Dile que no le guardo rencor. - ¿Estás loco? Allí solo encontrarás tu muerte. - Entonces será la mejor muerte... – colgué. Fijé mi mirada en la carretera y apreté los labios con fuerza, pero nada sirvió para impedir que se me saltaran las lágrimas. Enseguida tuve la costa enfrente. La carretera empezó a descender serpenteando. La playa en cuestión estaba medio oculta entre algunas villas y un mirador cuyas vistas había contemplado tantas veces con Carolina. Aparqué al lado de una villa de estructura moderna, ya abandonada, y me
adentré en la arena. El cielo se había despejado y el mar estaba en calma. Mal presagio. Delante de mí, a lo lejos, se intuía una sombra sin fin que lo cubría todo. <<Tengo que encontrarla cuanto antes. >> - ¡¡Carolina!! – grité mientras aceleraba el paso. Los zapatos se me hundían a cada paso. ¡¡Carolina!! – volví a llamarla. Nadie contestó. Corrí hacia izquierda y derecha gritando su nombre pero solo obtuve silencio. Me dejé caer clavando las rodillas, derrotado. Podía sentir el rumor de aquella ola acercándose. <<Falta poco. >> Golpeé con los puños una y otra vez la arena mientras negaba con la cabeza. Mi mirada se detuvo en un punto concreto, a unos doscientos metros a mi izquierda, encima de una roca plana había una figura sentada. Me levanté de golpe. <<Que sea ella por favor. >> Corrí tan rápido que cuando me detuve las piernas me temblaban. - ¡Carolina! – grité. Aquella figura sumida en la oscuridad se giró. Se levantó y su rostro se iluminó con la poca luz que generaban las farolas del mirador. El verde de sus ojos brilló y el corazón me dio un vuelco. - ¿Andrés? – preguntó mientras me observaba detenidamente. Su voz era un regalo. – ¡Andrés eres tú! – saltó de la roca. Llevaba la foto que faltaba en las manos. Corrimos hasta recorrer la distancia que nos separaba y fundirnos en un largo abrazo. La sentí llorar. - Vámonos rápido, la ola está a punto de romper. – le apremié cogiéndola de la mano. - No. – me dijo quedándose quieta. - ¿Cómo que no? ¡Si nos quedamos aquí moriremos! - Ya no queda tiempo. Nos alcanzará igual. - Pero… - No quiero que lo último que vea sea el interior de un coche llenándose de agua hasta ahogarme. No quiero morir así Andrés. Quiero ver tus ojos y sentir tus labios una última vez. – me miraba fijamente como calmándome. Lloré. - Todo ha sido un error, mi madre me dio cartas falsas y creía que te habías casado con otro hombre. Lo siento. Te amo Carolina. - Tu amor es el mejor final. Hace unos segundos iba a morir pensando que habías dejado de amarme. Nada tenía sentido en mi vida sin ti. Ahora puedo morirme tranquila porque sé que me amas. – me acarició el rostro. – Te amo Andrés. No quise mirar la gran ola que rugía a un centenar de metros. Ya no había cielo. Ni tampoco horizonte. Todo era mar. - Mañana volverá a salir el sol otra vez... – le susurré y sonrió. - Lo veamos o no. – dijimos juntos y la besé lentamente. Desde entonces, no he dejado de besarla…
EPÍLOGO
22 de diciembre de 2012 El sol domina el nuevo día, oscuro para los que lo han perdido todo. Cientos de hogares permanecen sumergidos bajo las barrosas aguas. Unos lamentan la pérdida y otros celebran la supervivencia. El mundo sigue. La Tierra sigue su curso rotatorio y el astro rey sigue proveyéndola de luz. El nuevo sol ilumina una fotografía que flota en el ancho mar, entregada al vaivén del débil oleaje. Dos personas se besan, eternamente, bajo un sol sentenciado.