Historias desde casa

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Historias desde casa / Márgara Averbach ... [et al.] ; editado por Katherine Martínez Enciso ; ilustrado por Pablo Zamboni ... [et al.]. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Editorial Camino al sur, 2020. Libro digital, PDF Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-47288-4-5 1. Narrativa Infantil y Juvenil Argentina. 2. Cuentos. 3. Cuentos Fantásticos. I. Averbach, Márgara. II. Martínez Enciso, Katherine, ed. III. Zamboni, Pablo, ilus. CDD A863.9283

Editorial Camino al Sur | Letra Impresa Grupo Editor Guaminí 5007 (C1439HAK), Ciudad Autónoma de Buenos Aires Hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Impreso en Argentina - Printed in Argentina

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total, el registro o la transmisión por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin la autorización previa y escrita de la editorial.


Proyecto de creación colectiva Idea y dirección editorial Katherine Martínez Enciso Escritores Márgara Averbach, Andrea Braverman, Adriana Ballesteros, Franco Vaccarini, Alejandra Erbiti, Deivid, María Laura Dedé, Walter Martínez, Walter Poser y Martín Morón. Ilustradores Pablo Zamboni, Pablo Pino, Rodrigo Folgueira, Martín Morón, Damian Zain, María Lavezzi, Gerardo Baró, Ezequiel Quines, Mariano Martín y Gabriela García Tanus. Identidad visual & diseño editorial Gaby Falgione Corrección de estilo

Diseño digital

Vanesa Rabotnikof

María Florencia Videla

Dirección general

Dirección comercial

Diego Medina

Héctor Artiles


DORMIR EN EL PATIO Márgara Averbach ~ María Lavezzi

RUIDO MENTAL Andrea Braverman ~ Gerardo Baró

EL HACKER Adriana Ballesteros ~ Pablo Zamboni

LA CONFESIÓN DE RAÚL Franco Vaccarini ~ Rodrigo Folgueira

PAJARITOS Alejandra Erbiti ~ Martín Morón

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6 LA REBELIÓN DE LAS PALOMAS 7 EL VIAJE DE RAMÍREZ 8 POLILLAS MARIPOSAS 9 TAREAS 10 PANDORA Deivid ~ Ezequiel Quines

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María Laura Dedé ~ Damian Zain

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Walter Martínez ~ Gabriela García Tanus

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Martín Morón ~ Mariano Martín

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Walter Poser ~ Pablo Pino



{ Prólogo } por Katherine Martínez Enciso

> El 2020 llegó lleno de promesas, de proyectos, de

ganas de transitarlo. Hasta que de pronto un muro nos detuvo. El Covid 19 frustró nuestra renovada iniciativa. Fue la primera vez en la historia de la humanidad que nos vimos obligados a recluirnos a nivel global. A dejar de vernos, de reunirnos, de abrazarnos. El ser humano como ser social debía aprender a dejar de serlo. Por lo menos por un tiempo.

> El “Quedate en casa” se convirtió en el eslogan de este año.

Si por algo vamos a recordarlo va a ser por el confinamiento, por la ausencia de contacto con el otro. La ausencia de contacto físico que el virtual tomó prestado.

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> Las alternativas parecían nulas, por lo menos al comienzo.

Hasta que la mente, que se jacta de ser libre, empieza a esbozar ideas. Un escape al encierro. Y así fue que un sábado por la noche nació “Historias desde casa”, una idea casi utópica que no se quedó amarrada a la idea de utopía.

>

Después de horas de planificación, llamados telefónicos, reuniones virtuales y pocas certezas, la idea comenzó a gestarse. El objetivo fue simplemente el de generar, de no quedarse rumiando tristeza tirados en un sillón. Ayudar desde algún lugar a aquellos que están peor que nosotros o que, sin dudas, van a estarlo a raíz de la pandemia. Es por esto, que el resultado final, el libro completo, será puesto a disposición de los lectores por una suma cuyo valor será voluntario. Todo lo que se logre recaudar durante el 2020 será donado a la Red de Banco de Alimentos de Argentina.

> La premisa parece simple. Diez historias y diez ilustraciones

que las acompañarán. Pero el desafío no se limitaba a eso. Una historia daría el puntapié inicial y las que le siguen debían basarse en la anterior para dar continuidad a los relatos. Todos los participantes deberían esperar al relato anterior para escribir el suyo, lo que representaba un tiempo reducido para el ejercicio de creación. El mismo desafío lo tenían a su vez los ilustradores.

> Todos los relatos transcurren durante la cuarentena, para

que los lectores se sientan identificados y así empatizar con los personajes.

> Como editoriales que somos, estaba claro que el proceso

culminaría en un libro. Pero la búsqueda no se limitaba solamente


a ese resultado final. Queríamos también que el lector pudiera involucrarse en el proyecto y fuera siguiendo el desarrollo de las historias a medida que iban siendo publicadas. Por este motivo cada uno de los relatos fue publicado en línea durante 24 horas, con una de las ilustraciones que los acompañan. Pasado ese período debían esperar tres días para el siguiente relato, y así con cada uno.

> Respetamos a su vez el concepto de cuarentena, por lo

que nos propusimos realizar todo el proceso, que de una forma regular hubiera llevado mucho más tiempo, en un periodo de cuarenta días. Fueron en total 30 días para concluír el contenido y 10 días más para terminar de editar, diseñar y cuidar cada detalle. Para que al cumplirse el día 40 pudiéramos poner a disposición de los lectores el libro completo.

> Fue un proyecto sin precedentes, casi un experimento, cuyo

resultado fue mucho más allá de las expectativas. La sinergia entre los participantes, acostumbrados a un trabajo solitario como lo es escribir, ilustrar o diseñar, demostró el compromiso por parte de cada uno por una causa común, la solidaridad.

> Lo maravilloso de este proyecto, no fue solamente su creación,

sino que cada uno, sin salir de su casa, fue parte indispensable. Ustedes, lectores, hicieron posible que esto suceda. Gracias infinitas por acompañarnos y seguir cada paso de este recorrido.

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El resultado está a continuación. Espero que lo disfruten tanto como lo fue para nosotros transitar el proceso. Historias desde casa, para ustedes.

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Ilustraciones de

María Lavezzi Nació en la Ciudad de Buenos Aires en 1974. Cuando era chica, pasaba horas hojeando libros de arte en la casa de su abuela, maravillada con esos mundos de líneas, formas y colores. Creció y no hubo dudas, estudió pintura en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón. Más tarde empezó a dar clases y un tiempo después, a ilustrar. Estudió ilustración con Helena Homs y, para perfeccionarse, realizó talleres con distintos profesores. En la actualidad trabaja para editoriales de varias partes del mundo y sigue dibujando con tanta pasión y alegría como cuando miraba aquellos libros hace tantos años.


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{ DORMIR EN EL PATIO } Márgara Averbach

Nació en la ciudad de Buenos Aires en 1957. Hasta los 6 años vivió con sus

abuelos en el norte de la provincia de Santa Fe. Es Doctora en Letras, egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y

Traductora Literaria de Inglés, egresada del Instituto Superior de Enseñanza en

Lenguas Vivas Juan Ramón Fernández. Ha trabajado como docente de literatura y traducción y colaboró en varios medios periodísticos haciendo crítica literaria. Recibió el Primer Premio de Cuentos para Niños de las Madres de Plaza de Mayo (1992); el Primer Premio Cuentos sobre Identidad, Abuelas (2001). Fue Diploma Kónex por su obra en Literatura Juvenil (2014).

Yo no necesitaba que me repitieran que yo era una chica con suerte. Cierto: era de las pocas que tenían pasto y plantas, y espacio en la cuarentena. ¿Y qué? Igual, estaba cansada de golpearme contra las paredes. De seguir en Buenos Aires, dos semanas después del supuesto final de mi viaje. Se lo grité a Lala por el celular. —Can-sa-da, Lala, estoy can-sa-da, ¿entendés? ¿Vos también me salís con lo de la casa? ¿En serio? ¿Soy la única sin derecho al malhumor porque justo me tocó la cuarentena en lo de mis tíos? —Le colgué por supuesto. Y por supuesto, dos segundos después, me arrepentí. A ese ritmo, no me iba a quedar ni un amigo para llamar por teléfono.

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Y todo por culpa de un virus que, encima, a nosotros no nos hace mucho, cosa que los tíos me repetían constantemente. Esa es otra… Dale que dale con eso, como si yo tuviera miedo. ¿La verdad? Yo eso del bicho no me lo creo del todo. No, a mí, lo que me mata es el encierro y, más todavía, el encierro acá. Por dos días…, no pude volver a Mar del Plata. Dos días. Yo quiero mucho a los tíos, claro, pero hubiera preferido estar allá. Acá me están encima todo el día: “¿Te traigo algo?”; “Esto pasa rápido, vas a ver”; “Mañana te hago una torta”. No entiendo por qué, pero eso también cansa. ¿Suerte? Hasta hace unos días, no me parecía que tuviera ni un poquito. Acá estoy, en Buenos Aires a fines de marzo. ¿La verdad? Esta ciudad siempre me dio miedo. Hasta hace unos días, me daba miedo este barrio medio de casas bajas, medio de edificios de diez, doce pisos. Pero cuando me quejaba, todos me venían con la casa, el jardín, las plantas. —Vos tenés un “afuera” —me dijo papá para consolarme. A ver si nos entendemos, Lala, papá, todos: el “afuera” ayuda, cierto. Pero esto es la soledad. Ni siquiera hay pasillos o ascensores donde cruzarse. Y encima, cuando está por terminar todo y yo ya me veo en el ómnibus camino a casa, la radio dice que no, que la cuarentena no se levanta.

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La radio: acá la tienen todo el día encendida. Y una cosa es cierta: el encierro lo cambia todo. Antes, para mí, eso era cosa de viejos. Ahora, me llevo el aparato negro al patio a la hora de la siesta. Medio como ruido de fondo, sí, pero, de a ratos, hasta presto atención. El viernes, la noticia: la cuarentena sigue. Y acto seguido, una de esas voces perfectas empezó con los consejitos. ¡Ufa!


¿Disfruten la casa? ¿Sean positivos? ¡Guau! ¡Qué buena idea! Inservible todo eso: nunca explican cómo. Pero ese viernes la suerte cambió: la voz dijo que había que tratar de hacer que el fin de semana fuera diferente de los otros días. Ah, bueno, pensé yo, eso sí sirve. Me pasé el resto del día pensando cómo marcar el sábado. Y no se me ocurría nada. Nada. Hasta que, como me pasa a veces, se me cruzó una imagen vieja, un recuerdo: me vi en el Sur, hace unos años, en carpa, con mamá y papá. Los tres de noche, bien abrigados, mirando las estrellas. “Listo”, pensé y me fui corriendo a buscar a la tía. —Quiero dormir afuera esta noche —le dije y no la dejé reaccionar: le expliqué lo de las instrucciones de la radio—. Vos siempre decís que querés que la pase bien… Creo que fue ahí que me di cuenta de que no conozco bien a los tíos. Yo esperaba cierta resistencia y ellos me sorprendieron: les gustó la idea. Les gustó mucho a los dos. Soy una genia: hasta los preparativos fueron divertidos. El tío trajo el colchón y lo puso sobre una lona. La tía organizó una especie de carpa con cuatro sillas plegables y un tul larguísimo que tenían por ahí guardado (“Para los mosquitos”, aclaró como si hiciera falta). Después pusimos la cama y yo me traje un banquito como mesa de luz. Le di una vuelta alrededor: hermoso, mi dormitorio al aire libre. Antes de cenar, me metí bajo el tul para ver cómo era el mundo desde ahí. Y vi mucho: las hojas enormes de la palmera gigante; la pared marrón del edificio de al lado, con los balconcitos que dan sobre el pasillo flaco donde crece un pasto seco; los pájaros que pasaron volando. Respiré por primera vez en días y eso hizo que me diera cuenta de que, en esa casa, me había

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estado ahogando. Ahora, en cambio, sentí que había llegado a alguna parte, que estaba de pie, con la arena tibia de la playa bajo los pies. Era como viajar con patio. Y sin abrir la puerta de reja que daba al mundo casi inalcanzable de la vereda. El aire estaba blando y bueno, como si el verano no se hubiera ido del todo y yo me quedé quieta mientras la noche cambiaba los colores de las cosas.

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Más tarde, me despedí de los tíos y me quedé un rato boca arriba debajo del tul. Ya me estaba durmiendo cuando empezó la música. Yo nunca había oído algo así. Era un sonido nuevo. Distinto. Y sobre todo, alegre. Sí, “alegre” es la palabra justa. Más que música; lo que bajaba hacia mí, en la oscuridad, era mucho más que eso: era una invitación. Me senté en la cama y seguí escuchando. ¿De dónde venía eso? Salí de debajo del tul sin hacer ruido y me senté con las piernas cruzadas sobre las baldosas, al costado del colchón. La música venía del edificio, claro. Sí, ahí, en el segundo piso, un chico de camiseta verde. Él no me vio mientras tocaba. Creo que ni siquiera había visto la cama en el suelo, las sillas, el tul, el banquito. La música bajó al patio y bailó conmigo. Y para mí fue como volar. En algún momento, escuché las dos cosas: esa alegría y el silencio de fondo que la hacía posible, esa ausencia increíble de frenadas, bocinas, motos, sirenas que se había abierto con la cuarentena. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando la música terminó, me paré, aplaudí con fuerza y grité: “¡¡¡Bravo, bravo!!!”, como en las películas. El chico se asomó al balcón, creo que un poco asustado. Nos miramos.



Hacía días y días que yo no miraba a nadie que no fueran mis tíos, excepto en las pantallitas de los celulares. Mirarse era una emoción casi nueva. Él también lo sintió porque tardó un momento en reaccionar. Después, sonrió y me hizo una reverencia como si estuviera en un teatro. —Soy Alan —dijo y yo seguí aplaudiendo un ratito, como si le pidiera un bis. Después, me senté en el suelo de nuevo y nos pusimos a charlar así, desde lejos. Las voces volaban con facilidad en la noche callada. —¿Qué instrumento es ese? Eso fue lo primero que le dije. No le vi la cara (faltaba luz), pero estoy segura de que le gustó mucho mi pregunta. —Una kalimba —dijo y tocó algo más. Después, tosió una vez y ofreció—: Si querés, te enseño. Tengo varias. Podríamos…, podríamos tocar de a dos para todos… —Levantó el brazo y señaló la vereda, los balcones, las ventanas de enfrente, la calle, el universo. Cuando por fin me acosté debajo de la niebla blanca del tul (era bastante tarde), soñé que Alan y yo tocábamos un concierto de kalimbas, y que mamá y papá y los tíos nos aplaudían desde las sillas que sostenían el tul.

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Al día siguiente, cuando me levanté, todo había cambiado. Ni siquiera tuve que preguntarme qué día era: el sábado me rozaba las manos, la cara. Por ahí era porque tenía un plan. Eso me enseñó la cuarentena: que necesito planes para respirar. Y que mis planes, cuando los pongo en el mundo, saben adónde ir. Como el agua, que siempre sabe dónde queda el abajo. Mi tía me pidió que fuera a comprar algo a la farmacia que abría 24 horas en uno de los locales del edificio de Alan.


Terminé el desayuno a las apuradas y salí corriendo. Ahora me gusta hacer mandados. La farmacia estaba casi vacía: tal vez era temprano para un sábado. La mujer que estaba antes que yo charlaba con la farmacéutica. No le presté atención al principio. Pero de pronto, oí la palabra “música”. —No sé, hay alguien en el cuarto B que toca la guitarra toda la mañana, siempre. Siempre. Me revienta —protestó la señora. La farmacéutica se quedó callada y me miró. Yo le sonreí, pero pensaba en los planes. De pronto, estaba apurada: quería volver a la casa y ponerme a pensar una forma de comunicarme con el cuarto B. Por ahí terminábamos armando una orquesta.

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Ilustraciones de

Gerardo Baró Nació en Buenos Aires en 1983. Se desempeña como ilustrador desde 2004. Trabajó en diversas publicaciones, especializándose en libros infantiles e historietas. Publicó sus trabajos editoriales en Argentina, España, Puerto Rico, Estados Unidos, Colombia y México, entre otros países. Participó con sus ilustraciones en muestras de Argentina, Colombia, México y Bolivia. En 2013, ganó el premio ALIJA por mejor libro de historietas editado en 2012. Cuando no dibuja, escucha música, lee, toca (mal) la guitarra o mira películas. Pero lo más normal es que dibuje.


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{ RUIDO MENTAL } Andrea Braverman

Nació en Buenos Aires en 1970, cuando la televisión era en blanco y

negro y los celulares ni existían. De chica pasaba largos ratos leyendo, también escribía en todos los cuadernos y hojas que tenía a mano,

costumbre que se afianzó en la adolescencia. De grande estudió Letras en la UBA, se recibió de periodista en TEA, obtuvo una diplomatura en Lectura, Escritura y Educación en FLACSO y se formó como guionista

de cine en la escuela Guionarte. Comenzó a trabajar como correctora, editora y autora de manuales escolares. Desde 2015 comenzó a

publicar literatura infantil y juvenil en diferentes editoriales argentinas.

Vivir en el cuarto de un edificio con ocho pisos tiene una gran ventaja: estar en el medio. Ni muy arriba, ni muy abajo. Justo en la mitad, como el jamón entre dos panes. Tener un balcón a la calle durante una pandemia también es ventajoso: puedo estar afuera sin salir de casa. Pero más que el cuarto piso y el balcón, en estos días de encierro, me ayuda la guitarra. Sin ella, el ruido de mi mente sería insoportable. Mi mamá se ríe cuando le explico la teoría del ruido mental, pero para mí es serio. Es como un taladro que perfora el cráneo todos los días un poco. Como una voz antipática que no se calla nunca y hace una lista de lo que puede salir mal. En estos días de pandemia, la lista es larga. En especial, porque mi mamá es médica y está de guardia en el hospital.

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Eso es una suerte para los que se enferman, claro. Pero para ella ahora significa estar cerca de un virus rey que conquista cada vez más tierras. Y para mí significa pasar estos días solo. Y saludarla de lejos cuando llega, sin beso ni abrazo. Será por eso que esta mañana, como todas las anteriores desde que empezó el encierro, apenas me levanté, busqué a mi compañera de seis cuerdas, preparé café con leche y salí al balcón. Una chica, desde el jardín del chalet de enfrente, empezó a hacerme señas para que tocara algo, parecía impaciente. “A la vecinita le gusta tu música, Ezequiel”, me dije con mi voz íntima de ganador. Pero cuando estaba a punto de empezar el recital en su honor, algo me detuvo. Alguien, en realidad. Un desconocido asomado a la ventana en la casa de Inés, una amiga de mi mamá que vive sola justo al lado del chalet con jardín. Me quedé mirando al tipo unos minutos. Era raro: pelo despeinado, barba desprolija, gesto nervioso. ¿Qué hacía en la casa de Inés? ¿Quién era? La chica del jardín seguía haciéndome señas, pero yo ya no podía pensar en cantar al sol. La miré de nuevo: movía los brazos, era obvio que quería llamar mi atención. ¿Y si estaba tratando de decirme algo acerca de ese hombre? Entré a buscar el celular. “Hola, ¿estás en casa?”, le escribí a Inés. Y me quedé mirando la pantalla. Una sola tilde, muy raro. Inés es especialista en mandar cadenas de esas que nadie quiere recibir. Vive con el celular en la mano. “Acabo de ver a un hombre en la casa de Inés. ¿Sabés quién es?”, le escribí a mi mamá. Dos tildes grises esta vez, pero no esperaba una respuesta rápida porque la guardia seguro era un caos de pacientes. Volví al balcón, me acomodé en la reposera. El hombre ya no estaba en la ventana. “Debe ser un pariente, o un amigo”, traté



de convencerme. “Después de todo, ¿qué me importa?”. Agarré de nuevo la guitarra para no defraudar al público. Pero no llegué a tocar ni dos acordes seguidos cuando el ruido mental empezó a aturdirme: “¿Y si es un ladrón? ¿Y si Inés está en peligro?”. De pronto, el hombre apareció en la terraza arrastrando con mucho esfuerzo una bolsa negra, más bien grande. Lo observé con atención unos minutos. Hasta que me miró y se quedó parado en medio de la terraza, como si me estuviera desafiando. Desvié la vista y busqué el celular. El mensaje a Inés seguía con una sola tilde. Decidí ir hasta la cocina y grabarle un audio. “Hola, disculpá que te moleste de nuevo. Quería saber si estás en tu casa. Solo quiero que me confirmes si está todo bien, si vos estás bien. Bueno, nada. Eso. Chau”. Envié el audio. Otra vez, una sola tilde. Llamé a su número. Me atendió el contestador. Volví al comedor y desde ahí espié al hombre detrás de las cortinas. Seguía en la terraza, miraba mi balcón. O eso me pareció. Había agarrado una maza, de esas que usan los albañiles para tirar abajo una pared o romper baldosas. Mi corazón empezó a zapatear en el pecho. Le grabé un audio a mi mamá: “Ma, llamame cuando puedas. No te asustes, pero en la casa de Inés pasa algo raro. No sé qué hacer”. Otra vez dos tildes grises. La llamé. Me atendió el contestador. Volví a mirar hacia la terraza de Inés. El hombre ya no estaba. Todo el asunto me estaba poniendo un poco nervioso. Pensé que lo mejor era darme una ducha para calmarme un poco. Cuando iba por la crema de enjuague, escuché un golpe que retumbó en toda la cuadra. Venía de la casa de Inés, estaba seguro. Me enjuagué lo más rápido que pude. Otro golpe.


Salí de la ducha y me sequé en tiempo récord. Otro golpe. Agarré el celular. Un grito. Miré hacia la casa de Inés. De la ventana de su cuarto salía humo. Me pareció ver chispas. Llamé por segunda vez a Inés y a mi mamá. Ninguna contestó. Entonces, hice lo único que podía hacer para protegerlas a ellas y a los demás vecinos sin salir de mi casa: llamé al 911. Me atendió una mujer y le expliqué todo como pude: que Inés vive sola, que el hombre raro no debería estar ahí, que el celular está apagado, que la bolsa pesada, que la maza, que los golpes, que el grito, que el humo, que las chispas. —¿Cómo te llamás? —me preguntó. —Ezequiel. —Quedate tranquilo, Ezequiel. Decime dónde es, voy a mandar un patrullero. Mientras le daba la dirección, escuché una explosión. —Me parece que algo explotó —dije sobresaltado—. Apúrense. —Le aviso también a los bomberos. No te muevas de tu casa. A los pocos minutos, escuché la sirena de la policía. Me asomé al balcón. Se acercaban dos patrulleros. Algunos curiosos también empezaron a asomarse. Seguro no entendían bien qué pasaba, pero yo sí. Al final, si todo salía bien, me iba a convertir en el héroe de la cuadra. Estaba por filmar el rescate para subir a las redes, cuando mi celular empezó a vibrar y vi la foto de Inés sonriente en la pantalla. Me estaba llamando, por fin. Atendí. —¿Estás bien? —quise saber. —Claro, Eze. Me había quedado sin batería. ¿Por qué me preguntás? ¿Pasa algo? A lo lejos, vi venir el camión de los bomberos. —¿Estás en tu casa?

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—Sí. —¿Con el hombre? —¿Qué hombre? —me preguntó Inés—. Me estás asustando. La sirena de los bomberos se escuchaba cada vez más cerca, me retumbaba en la cabeza. Perdí la paciencia. —En tu casa hay un hombre, y hay golpes. ¿No lo ves? ¿No escuchás? Inés se empezó a reír. —Ya no vivo ahí. Me mudé hace un par de semanas, querido, antes de que empezara la cuarentena. ¿No te avisó tu mamá? Le vendí la casa a un señor muy amable, un amor. Raúl se llama. Me dijo que iba a hacer unos arreglos. Seguro que anda en eso. —Ah —fue todo lo que pude contestar. La sirena ya era insoportable. Raúl abrió la puerta de la excasa de Inés. Cuando vio a la policía y a los bomberos, se agarró la cabeza. No lo podía creer. —¿Qué es todo ese ruido? —preguntó Inés. —Nada. La tele. No te preocupes.



Ilustraciones de

Pablo Zamboni Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es un artista dedicado a la ilustración y al diseño en comunicación visual. Como diseñador ha desarrollado su trabajo en distintas editoriales y agencias de publicidad, llegando a ser director en proyectos relacionados con la comunicación en medios gráficos y audiovisuales. Como ilustrador su experiencia incluye trabajos realizados para libros infantiles para Warner Bros, Scholastic y Egmont entre otras. Le gusta el dibujo e inventar historias, lo que viene haciendo desde pequeño, por lo que en la actualidad, además de artista freelance se encuentra desarrollando colecciones propias de cuentos infantiles.


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{ EL HACKER } Adriana Ballesteros

Nació en Buenos Aires en 1963. Licenciada en Letras de la Universidad de Buenos Aires. Inició su carrera de escritora publicando notas

periodísticas en diferentes medios y la revista “La Nación de los chicos” publicó sus primeros cuentos. Desde entonces siguió publicando cuentos en libros compartidos y en libros propios en España, México, Colombia,

Chile y Argentina. Su novela, Zapatos dorados, fue seleccionada por el "Centro Internacional Isabel Schon de Libros en Español para Niños y

Jóvenes de la Biblioteca Pública de San Diego (EEUU) “¡como una obra de gran mérito entre todas las publicadas alrededor del mundo!”.

Ahora sí que estoy metido en un lío. Todo fue culpa de Matías. Bueno, de él y de mi enorme bocota. Hablo de Matías Olmos, el goleador del equipo, que se cree Messi. Que se crea el mejor del mundo no me molesta (bueno, un poco sí, me molesta), lo que no aguanto es que se burle de mí. Yo soy Mateo Nicosia más conocido como “Teo” o “el Hacker”: soy el mejor jugador de los juegos en red, y no hay quien pueda conmigo en Internet. A lo mejor les parece que el que alardea soy yo, pero la verdad es que, aunque con los números y las máquinas soy bueno, con los deportes no soy malo: soy el peor. No sé correr, saltar ni atajar y esto a Matías parece divertirle mucho porque lo resalta delante de quien quiera oírlo (un esfuerzo innecesario, porque basta con verme para notarlo).

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Pero el lunes pasado me cansé y dije: —Lo que pasa es que el fútbol no me gusta, pero mi pieza está llena de trofeos. —Sí, de ajedrez —se burló Matías. —No. De windsurf. Es verdad, en mi habitación hay una fila de trofeos, pero no los gané yo, sino Teodoro, mi hermano mayor. —No te creo —dijo Matías. —Mañana les traigo uno. Esa noche elegí un premio de mi hermano que tenía grabado “Teo Nicosia” (tenemos el mismo apodo: Teo I que es él y Teo II que vengo a ser yo) y era relativamente reciente. Todo salió bien, pude esconderlo sin que mi hermano lo note y ya en la escuela, mis compañeros lo miraron del derecho y del revés. —¿Y dónde practicás? —preguntó Matías. —En la laguna del Sauce —que es el sitio donde practica Teodoro. —Para mí que hay algo raro —desconfió Matías. —Terminala —me defendió Ezequiel— ¿No ves el trofeo? Respiré. Todo había salido bien.

~ Clase de gimnasia ¡Ayyy! ¡No puede ser lo que me pasó! Imaginen la siguiente escena: Gimnasio. Clase de educación física, en la pared, bien grande, este cartel:


dsurf

in Torneo de W

Viento invita Amigos del n ió ac ci so a La IV Torneo articipar del p a s a el cu a las es rá rf, que tend l de Windsu ia eg ol rc te In horas en arzo a las 10 m e d 16 ía d lugar el Sauce. la laguna del

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—Mirá Teo —me mostró Ezequiel —¡Shh! —murmuré. Demasiado tarde porque mi amigo gritó: —¡Profe! ¿Nuestra escuela va a participar, verdad? ¡Teo Nicosia nos puede representar! El profesor lo miró como no creyéndole, pero Ezequiel le dijo reseguro: —Es verdad. Ganó un trofeo. Ayer nos los mostró. —Bueno —dijo Horacio, el profe.—En ese caso, Teo Nicosia nos puede representar. —Vas a ver, cuando ganes, le tapamos la boca a Matías —me dijo Eze, en voz baja. Yo sonreí débilmente, mientras pensaba en cuándo saldría el próximo barco hacia la Antártida o el Congo.

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Noche Hace tres noches que duermo mal y hoy directamente no me puedo dormir. Mañana compito y no sé ni subirme a una tabla. “Por favor, que se suspenda la competencia, ¡por favor!”, pensé. No sé a qué hora, me dormí. —Ma—, probé apenas me desperté—,me siento mal ¿puedo no ir a clase? Capaz que no resultaba, pero si salía bien, por lo menos tenía una excusa para zafar. Pero mi mamá reaccionó de un modo raro. Se puso pálida, salió corriendo y volvió con un termómetro. —Que alivio, 36 —dijo al ratito. En fin, iba a tener que ir a la competencia y pasar el papelón de mi vida. Desayuné y me puse el equipo de gimnasia. —¿A dónde vas? —me preguntó mi hermano Teodoro. —Tengo que ir al cole. Mi hermano me miró como si yo fuese un marciano y, ya que estaba, reforzó la idea: —¿Vivís en Marte? ¿No sabés que empezó la cuarentena? —¡Hay cuarentena Mateo! —dijo mi mamá— ¿No viste la tele? ¿No te dijeron en la escuela? ¡Cómo podés ser tan distraído! Te la pasás con eso —señaló la notebook. Siguió protestando mientras se dirigía a la cocina. Mi hermano se fue a la pieza y yo encendí la compu. El fondo de pantalla estaba distinto. ¡Odio que toquen mi PC! “¿Se habrá cambiado la configuración? Me tengo que fijar”, pensé. –¡A comer! llamó mi mamá. Los dos “Teos” le contestamos a coro un “¡ya va!” que siempre la enfurece.



–¡Dije “ya”, que se enfría y la tarta recalentada queda incomible! –Dejame comer acá, solo por hoy… –No, y decile a tu hermano que venga. La puerta de nuestra habitación estaba cerrada. Clara señal de que hablaba con Brenda. Se pone hecho una furia si uno no golpea antes de abrir, pero como siempre está de mal humor… Abrí de un golpe. —¡Cerrá nene! —me gritó y dio vuelta la PC. “Sos un cobarde”, alcancé a leer en la pantalla. —¿Vos tocaste mi compu? —¿Qué te pasa? ¿Estás loco, te pensás que no tengo nada que hacer? ¿Qué me importan a mí tus cosas? Cerrá la puerta. Hace mucho que vivo con mi hermano (desde que nací), tiempo más que suficiente para conocerlo bien. Y es cierto: mis asuntos ya no le interesan para nada. Cuando éramos chicos no era así, jugábamos y me enseñaba cosas... —Te llama mamá para comer —le dije y fui al comedor.

Equipo virtual Ya hace ¿una semana o dos? (estoy perdiendo la cuenta de los días) que estamos encerrados, pero igual tenemos clases virtuales. Es más, hoy tenemos que hacer un trabajo en equipo y por supuesto me toca organizarlo. Estaba preparando “la sala” cuando se oyó la sirena de la policía. —¿Qué pasa? —pregunté — ¿es parte de la cuarentena? Mi mamá sacudió la cabeza y salió al balcón, mi hermano fue tras ella. Me llevé la net a la pieza. Si pasaba algo grave, me lo iban a decir. No como con la cuarentena que ni me avisaron.


¡Nooo! ¡Me enchufaron a Matías en el equipo! ¿Y si le bloqueo el micrófono? Total, para lo que puede aportar… ¡No!..., se va a dar cuenta... Escuché que mi mamá y Teodoro entraron. Se ve que no era nada importante porque mi hermano se puso a mirar una peli en el living y mi mamá volvió a la cocina. Cerré la puerta. Estábamos resolviendo (una manera de decir) un ejercicio de matemáticas cuando entró mi hermano a buscar una campera. ¿Para qué querrá una campera si no podemos salir? —Apenas volvamos a clase ¿vas a competir? —dijo a propósito, seguro, “matón Matías”. Teodoro, que nunca se fija en mis cosas, justo en ese momento se le dio por meterse en la conversación. —¿Competir en qué? —En el torneo de windsurf —dijo Matías con una sonrisita de triunfo— El otro día nos trajo el trofeo que ganó el año pasado... “¡Listo!”, pensé, “creí que había zafado, pero no”. Sentí la garganta seca y el corazón me empezó a latir más rápido. Pero, ¿qué iba a hacer? Respiré hondo y me preparé para la vergüenza de mi vida. —Claro, es un gran campeón. ¿Era la voz de Teodoro? Giré la cabeza para ver si realmente era él, ¡increíble! mi hermano estaba mintiendo para salvarme. —Pero no creo que pueda participar esta vez porque no va a poder practicar, pero para la próxima —alzó el pulgar y se fue. Cuando terminó la videoconferencia, fui directo a buscarlo. Seguía en el living mirando una peli. —Gracias —le dije—. ¿Por qué lo hiciste? —Porque sé muy bien lo que es tener problemas. —¿Vos? Si a vos todo te sale bien. Teodoro se rio…

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—No sabés lo que decís. —¿Pasó algo con Bren? —arriesgué. Mi hermano suspiró. Pensé que iba a echarme, pero pausó la peli. —Brenda sabe que dejé que le echen la culpa a su amigo Juan de algo que hizo Jonás y sé muy bien que fue Jonás, porque, haciéndose el campeón, me mandó este video. Te lo paso. Miré mi celular. Vi a Jonás y a sus amigos romper las notebooks de la sala de profesores. —Y no conté la verdad por miedo. Porque le tengo miedo a Jonás. —Pero, ¿no lo podés arreglar? —le pregunté. —¿Ahora? ¿Cómo? Si no podemos ni salir. Me quedé pensando. —No hace falta salir. Escribile a Juan, contale todo y decile que lo vas a ayudar. Mientras tanto, voy a viralizar este video para que le llegue al director. Tranquilo, no van a saber que fuiste vos —sonreí— no te olvides que soy “el Hacker”. Esa noche, salimos al balcón a aplaudir con el resto de los vecinos. Brenda, desde el edificio de enfrente, le tiró un beso a mi hermano que sonrió y me abrazó. —¿Jugamos a la play? —me preguntó Teodoro apenas entramos—.Aprendí un par de trucos nuevos.



Ilustraciones de

Rodrigo Folgueira Nació en 1972 en la ciudad de Haedo, en la provincia de Buenos Aires, y allí sigue viviendo. Desde muy chiquito le gustaba mucho dibujar y todo lo relacionado con el mundo de los libros. Por eso estudió en la Escuela Nacional de Bellas artes Prilidiano Pueyrredón, donde se recibió de profesor de Dibujo, Pintura y Escultura. Luego de pasar por diferentes y variados trabajos, comenzó a ilustrar libros para chicos y para más grandes también. Ilustró muchos libros de editoriales Argentinas y de otros países. En los últimos años comenzó a publicar algunos libros que también escribió.


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{ LA CONFESIÓN DE RAÚL } Franco Vaccarini

Nació en Lincoln en 1963 y vive en Buenos desde 1983. Estudió

periodismo y fue parte del staff de varias revistas literarias. Ganó

el premio El Barco de Vapor con su novela La noche del meteorito, entre otros premios. Publicó más de cuarenta novelas juveniles,

dos novelas para lectores adultos y el resto de su obra se completa con antologías de cuentos, versiones de clásicos y dos títulos de

poesía. Varios de sus libros se han editado en México, Colombia, Chile, España y Brasil, entre otros países. Sus obras han sido traducidas al catalán y al euskera.

El encargado prestó atención a las sirenas: ¿bomberos? No, policía. Los días de la cuarentena se parecían demasiado entre sí y las sirenas le daban un toque dramático al abrumador silencio del barrio, apenas interrumpido por algún ómnibus, alguien que iba al cajero automático o con la bolsa de las compras hacia la verdulería o el supermercado. Pero quedó perplejo cuando el patrullero se detuvo frente al edificio y de él bajaron dos oficiales con barbijos. Que había una denuncia de posible intrusión en la casa de al lado: eso

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le dijeron. Y que no había tiempo que perder, que estaba en riesgo una vida. El encargado, casi por inercia, siguió a los policías. No quería estar lejos de los acontecimientos, porque después los consorcistas le preguntarían qué había pasado en la casa de al lado. De chico, lo había fascinado el cuento de un monstruo que tenía mil orejas y mil ojos, todo lo veía, todo lo escuchaba para enseguida esparcir esa información por el mundo. El trabajo más parecido que encontró a lo que hacía ese monstruo era ser encargado de un edificio. Con suma discreción, eso sí. Raúl escuchó los dos timbrazos… ¿sería algún vecino quejoso por los ruidos de la masa? Solo habían sido unos golpecitos para aflojar las baldosas que iba a cambiar. Cuando abrió y vio a los policías no entendió nada. Y cuando le dijeron que había una denuncia en su contra, ahí sí: entendió todo. Estaba perdido. Empezó a transpirar desde la frente. Los policías tomaron nota. —¿Se siente bien? —Sí… —Porque lo noto nervioso. Tragó saliva, miró instintivamente a diestra y siniestra, como si buscara una vía de escape. ¿Por dónde? Corriendo a la terraza seguro que no. Si al menos viviera en un cuarto piso y tuviera un balcón como el muchachito con la guitarra, del edificio de enfrente... Seguro que se aburriría como un hongo, ya que no hacía más que mirarlo. Todo eso pasó por su mente en una milésima de segundo, ante la mirada severa de los oficiales. No podía escapar. Con la ropa de trabajo, la melena y la barba desordenada, era como un ermitaño comparado con los prolijos representantes de la ley. Pero eso no tenía ninguna importancia, lo que de veras le preocupaba era que había metido la pata y ahora iba a pagar.


—Sí, oficial. Estoy nervioso porque… Bueno… Me declaro culpable y pido disculpas. Pero no lo pude evitar. —Le recuerdo que todo lo que dice puede ser usado en su contra. —No me importa, cuando uno se equivoca, se equivoca. Es la cuarentena, vio. La psiquis a uno lo traiciona. —¿Cómo dijo? —La psiquis, vio, la cabeza, el marulo… —Bien. Vamos a proceder a revisar el domicilio. Raúl estaba tan conmocionado que ni siquiera les preguntó por qué y menos pensó en pedirles una orden de allanamiento, que debería estar firmada por un juez. Los dos policías, tras revisar los tres cuartos, la cocina, el baño, la terraza, la bolsa de consorcio con escombros, los placares, la mesada y hasta el congelador —porque nunca se sabe—, le preguntaron a bocajarro. —¿Dónde está la señora Inés? —¿Quién? ¿La señora Inés? Pero si ella no vive más… —Muy bien, ya se declaró culpable, nos tendrá que acompañar a la comisaría… salvo que nos diga dónde escondió el cadáver. Ahí fue cuando Raúl entendió un poco, solo un poco, de lo que estaba pasando. —¡Pero si yo le compré esta casa a Inés! Ella vive, en su nuevo domicilio. ¡Eso quise decir! El encargado había escuchado gran parte de la conversación y no aguantó más sin intervenir. Así que corroboró las palabras de Raúl, ante los asombrados policías. Él estaba al tanto de la operación inmobiliaria. —Acá todos sabemos lo que pasa en el barrio. Raúl es un buen vecino. El más alto de los policías tomó la palabra:

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—Señor Raúl, voy a proceder a disculparme por el malentendido. A veces la gente nos hace perder un tiempo valioso con falsas denuncias, ahora, considerando que con esta cuarentena hasta los ladrones están guardados, no podemos quejarnos de dar un paseo… pero, una cosa que me intriga… ¿de qué se considera culpable usted? —Yo, eh… no, no… es que me puse nervioso… Dije cualquier cosa. —Sí, caballero, de eso nos dimos cuenta, transpiraba como si hubiera corrido una maratón. ¿Hay algo que nos está ocultando? La mirada fija de los policías y la absolutamente ávida mirada del encargado fueron demasiada presión. Raúl decidió confesar: —Está bien, en realidad… el otro día le pedí prestado el perro a la familia de acá al lado. Pero ellos no tienen la culpa, me hicieron un favor, les ruego que no los culpen… Necesitaba una excusa para salir, porque me cuesta quedarme quieto. Los policías intercambiaron una mirada cómplice. Uno de ellos, el más viejo, preguntó: —¿Y el perro hizo sus necesidades? —Y sí, pero llevé bolsita, eh. En eso cumplí con la normativa. —Listo, no hay contravención. No fue una salida injustificada. Se fueron. El encargado le guiñó un ojo, feliz de tener una buena historia para contar y se fue también. Raúl, sin disimular su alivio, fue por un vaso de agua. Se dio cuenta que se había creído casi un criminal por haber sacado a pasear un perro. Si hasta le pareció que los policías se mordieron los labios para no reírse. El punto que lo volvía loco era que alguien lo hubiera denunciado por un supuesto crimen. ¿Cómo podía existir una persona tan mal intencionada, tan cruel, que



quisiera hacerle tanto daño como para mandarle la policía a su casa, con una denuncia en su contra? Él, un hombre de trabajo. Subió a la terraza, a respirar un poco de aire fresco. Se tomó la cabeza con las dos manos, como para terminar de espantar el susto que le habían dado. El muchachito del cuarto piso estaba en su balcón y lo miraba. Había juntado las palmas como cuando uno pide perdón o está orando. Cosas de músico, seguro, pensó Raúl, debe estar necesitando público, pobrecito. Así que le gritó: —¡Dale, nene, tocate algo!



Ilustraciones de

Martín Morón Nació en Don Torcuato, provincia de Buenos Aires, en 1982. Estudió Dibujo y Pintura Artística en el Museo Leonardo Da Vinci de Malvinas Argentinas. Como ilustrador mezcla lo tradicional con lo digital logrando código visual y narrativo que lleva al lector a través de una historia llenando el camino no sólo de belleza, de colores y estética. Actualmente es profesor en Artes Visuales. Y convirtió en parte de su trabajo dar charlas, talleres, conferencias y visitar escuelas. Publicó muchos libros como ilustrador y varios de ellos también como escritor.


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{ PAJARITOS } Alejandra Erbiti

Nació en Luján en 1963. De chiquita inventaba historias para hacer reír

o pasar el rato con sus amigos. Un día decidió que era mejor escribirlas.

En 1993 empezó a publicar esas historias y muchas más. Escribió cuentos,

obras de teatro, poesías, novelas y otros textos con humor. Algunos forman parte de antologías en distintas editoriales. En 2003, dos de sus obras de teatro fueron declaradas de interés cultural por el Gobierno de la Ciudad

de Buenos Aires y la Secretaría de Cultura y Medios de Comunicación de

la Presidencia de la Nación. En 2010 fue finalista del Premio Sigmar, con la novela Los Tíos del Quinto Infierno.

“Quienes padecen ese trastorno que consiste en limpiar y limpiar cosas que ya están súper, súper limpias deben estar de fiesta”, me digo y protesto sin parar mientras lavo las galletitas. ¡Sí, lavo el envase de las galletitas! Ahora lavo todos los envases de los productos que compro. “Yo no soy así”, me repito como un mantra (aunque no creo en los mantras), porque si no me lo repito, si no me lo digo en voz baja, siento que me vuelvo loca, o que me voy a volver loca, o un poco más loca de lo necesario. Es que son muchas las precauciones que se deben tomar para no contagiarse ni contagiar a nadie mientras dure esta pandemia. También me vuelve loca el ritual de descontaminación al regresar de la calle. Siento que vuelvo de una zona radioactiva

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que vi en alguna película, pero no, es mi barrio y son mis calles. Me saco toda la ropa en la entrada y la someto a un proceso de desinfección. ¡Con lo que me gustan los perfumes! Ahora, todas mis cosas huelen a hipoclorito de sodio al no sé cuánto por ciento, a alcohol en gel y a otros desinfectantes. Y yo también apesto así, porque ese olor es tan fuerte que no se va cuando me baño con jabones que huelen rico y me pongo unas gotas de perfume. Pero ojalá estas rutinas nuevas y olorosas fueran lo peor de la cuarentena. Lo peor es la distancia, los abrazos y los besos que no nos damos y se me amontonan con el correr de los días y ya no sé dónde guardarlos. “¿Tendré espacio donde quepan todos estos besos y estos abrazos postergados?”, me pregunto. “¡Ojalá que sí!”, me contesto. Pero hay algo más. Algo que me tiene terriblemente intrigada y preocupada desde que comenzó esta vida rara de encierro y silencio: no veo a los pajaritos y no cantan. A pesar de que por aquí solía haber mucho ruido de gente y de tránsito, los pajaritos cantaban todo el día y se hacían oír muy por encima de los motores, los bocinazos y los rugidos de los caños de escape. Se escuchaban mucho más que el alboroto de la gente en las veredas y en los negocios. De hecho, los zorzales me despertaban tempranísimo y hasta me enojaba con ellos, porque cantaban de noche, un rato largo antes de que amanezca. Ahora los extraño. Este barrio es un lugar muy comercial, pero a la vez, y por suerte, tiene mucho verde. Justo en la esquina del edificio donde vivo, tengo el jardín del museo, con su fantástica cantidad y variedad de plantas, árboles y flores, todo un cuarto de manzana atiborrada de perfumes vegetales, dulces, cítricos, olor a frescura y a tierra húmeda. Frente a ese jardín, hay una plaza, donde da gusto respirar en ella cuando vienen a cortarle el pasto. Y a solo cuatro cuadras, están las barrancas, divinas, con sus lomas



repletas de arbustos y árboles centenarios. Además, la mayoría de las calles que me rodean son arboladas. Así que en los días normales de no hace tanto tiempo atrás, los pajaritos iban y venían constantemente, andaban en parejas o en bandadas de un lugar a otro y no estaban callados como ahora. Todos me eran adorables, pero, con los que más me divertía, era con los loros. El alboroto de los loros en las copas más altas de las palmeras es una comedia permanente para mí y, al escucharlos, siempre me ponía a inventar diálogos, discusiones, chismes, como si yo supiera hablar en loronés. Y acá estoy, esbozando teorías sobre esta ausencia y pienso que si los pájaros cantaban tanto cuando hacíamos mucho ruido, entonces, tal vez nos pedían que dejáramos de hacer tanto ruido y por eso ahora están callados. Yo fantaseaba que en semejante silencio, los iba a escuchar mucho más, pero no, no cantan y eso me duele, me falta, tanto como los besos y los abrazos. La primera vez que salí por víveres fue todo muy raro. Experimenté emociones nuevas y encontradas, lo hermoso y lo siniestro, todo junto, todo a la vez. El silencio tenía cuerpo, era una criatura gigante. Me sentí caminar por el interior de ese gigante mudo, pero cuyo aliento era puro, una respiración limpia que inundaba mis pulmones con un aire completamente renovado. Ya terminaba el día y me pareció que oscurecía más despacio, más lento. Agucé mis oídos para ver si pescaba el canto de un mirlo, un gorrión, un benteveo, aunque sea un zureo de palomas, pero nada. Y ya me iba a largar a llorar como si tuviera cinco años y me hubiera perdido, pero comenzó a sonar una canción conocida, una canción vieja que me gustaba hace mucho. No eran campanitas, sino más bien como una cajita de música, pero cuyos armónicos se proyectaban en todos los rincones. ¿Qué era?


¿De dónde venía? ¿Al final me había vuelto loca? No. Descubrí a un muchacho en un balcón cercano. Tocaba una kalimba y la canción era "No puedo evitar enamorarme" y yo me enamoré al instante. Y por primera vez en muchos días de absoluto silencio, llegué a la esquina y una pareja de loros tuvo una charla breve pero divertida mientras volaba del jardín del museo a la plaza, y en el jardín del museo estalló una chicharra, como las que cantan en los días más encendidos del verano y, en cuanto la chicharra terminó y empezó a juntar música para soltar la próxima estrofa, creo que escuché una guitarra y una larga conversación entre horneros; eso sí, gorjeaban en voz muy baja, como en secreto (creo que hablaban de barro).

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Ilustraciones de

Ezequiel Quines Nació en Buenos Aires en 1987. Se desempeña como ilustrador desde el 2003 para clientes de Argentina, España, EE.UU y Rumania. Expuso en muestras colectivas e individuales tanto en Argentina como en Europa. Recibió una Mención en el Salón Nacional de Dibujo del Museo Emilio Petorutti, el Premio Estímulo Salón de Pintura del Museo de Arte de Mercedes (2018), el 2° Premio del Salón de Pintura del Museo Casa Carnaccini (2018), el 2° Premio del Salón Pintura Vicentín (2018), el 2° Premio Salón Nacional de Pintura Museo de Arte Mercedes (2019) y la Mención de honor de la Bienal Nacional de Dibujo del Museo Franklin Rawson (2019).


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{ LA REBELIÓN DE LAS PALOMAS } Deivid

Nació en Morón, provincia de Buenos Aires, en 1981. Es guionista

recibido de la carrera “Guionistas de Radio y Televisión” (ISER). Trabajó

en radio, en programas de televisión (abierta y cable) y como dialoguista en series interactivas para dispositivos móviles. Publicó cuentos durante seis años en la revista Billiken, e historietas en diversas revistas, libros

de antología y en la web. Adaptó a historieta clásicos de la literatura

universal como Moby Dick y El Fantasma de la Ópera, y tiene 12 libros publicados entre Argentina, España, EE.UU. y Francia. Vive en Lomas del Mirador y trabaja como editor en su emprendimiento editorial.

Y cuando Mara entró en el living, una paloma se estrelló contra la ventana. —Es la quietud de la cuadra —dijo Fernando, a quien casi se le cae el termo al piso del susto—. Con tanta calma, están desorientadas. Mara asintió al comentario de su padre, pero sabía que estaba equivocado. —Papá… ¡Tenemos un problema con las palomas!

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Tras la primera semana de cuarentena, cada grupo familiar adoptó un rol diferente. Unos abastecían el edificio de alcohol en gel; otros de barbijos caseros, y otros rastreaban productos que escaseaban. La familia Guerrero González, además, se encargaba de animar el show de las nueve en punto. ¿Por qué? Porque tenían un buen parlante, un buen micrófono y, según Fernando Guerrero, “mucha onda”. La función empezaba con aplausos en todos los balcones; seguía con el himno, y luego Fernando musicalizaba la velada con ayuda de su esposa e hija. Entre los tres proponían canciones a las que anteponían el calificativo “temazo”. Reguetón, cumbias nuevas y viejas, un poco de salsa y bachata, colaban un trap cerca del final, y cerraban con alguno de esos temazos que hacían cantar hasta el edificio de enfrente. Durante el día, la rutina de la familia no se diferenciaba mucho al resto del año. Marcela González era periodista en un diario digital, por lo que trabajar desde casa era una práctica recurrente. Mucho más normal resultaba para Fernando, que debido a su trabajo de escritor, su casa se convertía en oficina 24/7. Fue a Mara a la que más le cambió la vida. Apenas había llegado a cursar dos semanas del quinto grado cuando tuvo que adaptarse al nuevo orden mundial. Fernando y Marcela hacían las compras una vez por semana y de manera alternada. Mara los recibía y daba inicio al famoso protocolo de desinfección diseñado por su madre tras la primera salida: consistía en lavar los paquetes de todos los productos, hasta los de las galletitas. En la cocina, Mara se ocupaba de la limpieza y el matrimonio se repartía la gastronomía, excepto con las milanesas, que eran la especialidad de Marcela. Les ponía total dedicación; desde el pan que secaba para rallar, hasta el perejil que plantaba en el balcón.


Fer, en cambio, se destacaba por las papas fritas. No eran muy especiales, pero le salían mejor que a nadie. El secreto era que siempre estaba dispuesto a prepararlas, y eso lo diferenciaba de la mayoría de los mortales. —¡Son la pareja perfecta para la comida! —decía Mara—. Me refiero a las milanesas con papas fritas. A pesar del tedioso silencio producido por el encierro y la ausencia de loros y pájaros, los tres se esforzaban para continuar con sus obligaciones de manera regular. Marcela publicaba noticias en el diario. Y Mara y Fernando compartían un encargo similar. A él, una editorial le solicitó un cuento relacionado con la pandemia; y a ella, la tarea virtual le pedía un relato sobre la cuarentena. Sin embargo, a mitad de la segunda semana, las horas comenzaron a sentirse tan extensas que los pasatiempos se abrieron paso por encima de cualquier responsabilidad. Marcela ejercitaba su destreza en caligrafía y lettering, un poco en hojas sueltas y otro poco sobre la pared negra del living. Fernando aprovechaba la ocasión —más que oportuna— para fabricarse una máscara del Doctor de la Peste. Y Mara, que era una lectora apasionada de cuentos e historietas, se pasaba los días enteros en el balcón… pendiente del comportamiento de las aves. —Se empezaron a escuchar de nuevo los pajaritos, ¿viste? —le dijo Mara a su vecino—. Pero ¿dónde están las palomas? —Están buscando comida. La plaza está vacía y tienen hambre —contestó Amadeo desde el edificio de enfrente—. Hoy al mediodía chocó una contra mi cuarto. —Estuviste en penitencia, ¿no? —preguntó ella—. Otra vez te peleaste con Brenda.

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—¡¿Cómo sabés?! —respondió sorprendido, pero sin intenciones de profundizar en la discusión que había tenido con su hermana. —Vos te bañás todos los días y desde ayer que estás con la misma ropa. Tenés el pelo sucio, los ojos rojos y cara de enojado… Volviendo a las palomas, algo raro está pasando. No sé qué es, pero lo voy a averiguar. Mara Guerrero González tenía una gran capacidad de observación. “La pequeña mentalista”, le decía su padre. Podía resolver misterios domésticos, anticipar situaciones, y saber cuándo una persona mentía. No hacía la tarea cuando intuía que la maestra iba a faltar; sabía quién gustaba de quién, y adivinaba quién escribía por WhatsApp sin mirar la pantalla (haciendo una ecuación simple entre la hora y la frecuencia de cada mensaje). Era una chica muy atenta. Había heredado esa habilidad de su madre, que cuando miraba una película se encerraba en una burbuja impenetrable. Durante la tercera semana, al igual que el sol, Mara permaneció en su balcón hasta las 17:30, que era cuando empezaba el ritual del mate en todo el barrio. —¿Alguna novedad de las palomas? —preguntó Amadeo. —Pasan de un lado a otro y me miran. Saben que las estoy vigilando —dijo Mara—. Pero no puedo entender qué están haciendo. ¡Feliz cumple! —¡Gracias! —dijo él, orgulloso de sus flamantes seis—. Mi hermana me regaló un arco con flechas de goma. Yo hice una súper flecha con una birome en la punta, pero mamá me la sacó. —¡Tiene razón, Amadeo, es peligroso! —lo reprendió sintiéndose una vieja de diez.


Y cuando Mara entró en el living, una paloma se estrelló contra la ventana… Tres días después, Fernando definía mentalmente el título de su cuento, mientras continuaba la confección de la máscara. Marcela publicó noticias sobre el COVID-19 y llenó una bolsa grande con pan rallado. —La farmacéutica me dijo que ayer se chocaron dos palomas contra la vidriera —comentó Marcela—. Y Carla me dijo que una se le fue de cabeza contra el parabrisas del auto cuando llegó del hospital. —El lunes vi a una chocarse contra la verdulería —recordó Fernando. —¿A qué hora pasó todo eso? —preguntó Mara desde el balcón. Pero ellos no podían asegurarlo, solo sabían que había sucedido en distintos momentos del día. —¿Cuál es el patrón? —preguntó Fernando. —Ninguno. Ese es el problema —concluyó Mara, y entró en acción. Se abstrajo como su madre cuando veía el final de una temporada. Borró sus propios dibujos y el letreado de Marcela de la pared negra, y comenzó a llenarla de notas incomprensibles. Trazó un diagrama del barrio; enumeró los árboles y marcó los edificios, el museo y la plaza. Sus padres hacían preguntas, ella no daba respuestas. Para la cuarta semana, las palomas habían suspendido sus lamentables intentos por conseguir alimento y comenzaron a guarecerse en las copas de los árboles. Llegaban de todos lados para esconderse entre las hojas; en silencio y muertas de hambre.

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Mara estaba a punto de descubrir su plan, pero faltaba el elemento principal. Una tarde, a Marcela le tocó salir a comprar. Fernando terminó su máscara y borró la mitad del cuento al que había titulado “Cuarentena, la vida en ojotas”. A las cinco, su celular se oyó fuerte y claro. —Es mamá —acertó la pequeña mentalista, y su padre reprodujo el mensaje. —Fer, necesito que me traigas la llave del auto de repuesto. Se me cayó en una rejilla del estacionamiento por sacarme a tres palomas de encima. Mara analizó el diagrama pintado con tizas, intentando conectar el nuevo incidente. Como ya no se podía salir sin barbijo, Fernando se disfrazó del Doctor de la Pandemia y se fue. Mara se preparó para el protocolo de desinfección y vio pasar a tres palomas muy sospechosas que se ocultaron entre los árboles. Recibió un audio de Fernando que decía: “Hija, esperanos con el mate que vamos a llegar para las cinco y media”, y entonces todo encajó. Las palomas habían comprendido que los ataques aleatorios no estaban dando resultado. La única salvación era unirse y definir un objetivo. A la hora del mate, las ventanas estaban abiertas de par en par, y si atacaban todas juntas, nadie las podría detener. —¡¡¡Cierren las ventanas!!! —gritó Mara con el micrófono y el parlante retumbó en toda la cuadra. Al creer que se trababa de un robo, los vecinos obedecieron de inmediato. Ventanas y ventanales chocaron contra sus marcos mientras una bandada de palomas se disparó como perdigones contra las casas. Los dos Teo, los hermanos que vivían en el piso de arriba, descolgaron la guirnalda de luces que encendían a las nueve



para que el aleteo no destrozara las lamparitas. Las palomas que lograban colarse reventaban los paquetes de galletitas, despedazaban las facturas y trituraban los bizcochitos de ambos sabores hasta convertirlos en un polvillo agridulce. Incluso —y por extraño que parezca— también se comieron las tareas escolares. Fernando corrió a toda velocidad para no quedar atrapado en la embestida. Con esa máscara de pico alargado, parecía una garza que intentaba que no se le escaparan las ojotas. Amadeo estaba desesperado, las palomas le estaban rompiendo los juguetes. Mara lo vio detrás de la ventana y se le ocurrió una idea. Transmitió un mensaje cifrado a todo volumen y corrió hacia la terraza. Amadeo recuperó su flecha prohibida, y cuando Mara dio la orden, salió al balcón y disparó hacia la bolsa de pan rallado que su vecina lanzó por el aire. Una lluvia de migas explotó sobre la calle y las palomas se liaron a golpes para obtener la mejor tajada. A pocas cuadras, un extraño enmascarado entró corriendo al supermercado y un policía lo tumbó pensando que se trababa de un asalto. Luego se dio cuenta de que nadie iría a robar en ojotas. A eso de las seis, las palomas ya se habían dispersado con la panza llena y Mara esperaba a sus padres con el mate listo.

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Posiblemente nada de esto haya sucedido. Nos cuesta creer que las palomas se organizaran de ese modo, y que Amadeo tuviera tanta puntería. Como sucede en estos casos, la mitad de los vecinos lo negó y la otra mitad agregó datos todavía más inverosímiles. Muchos dicen que los Guerrero González son unos exagerados, y que nada menos que una fabuladora en potencia se puede esperar de una chica cuyos padres son escritores.


Marcela no publicó ninguna nota al respecto, a excepción de un editorial titulado “Pajaritos”, donde relató sus impresiones sobre las aves durante la pandemia, y en internet tampoco existen videos. Lo que sí pudimos comprobar es que en el barrio se organizaron para llevar alimentos a las palomas de la plaza y del jardín del museo. Esto es solo una transcripción de los relatos escritos por Mara y Fernando para su cuento y su tarea. Procuramos escoger el más realista y el menos exagerado, pero no logramos decidir cuál era cuál.

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Ilustraciones de

Damián Zain Nació en Buenos Aires en 1974. Desde muy pequeño encontró el gusto por el dibujo y así fue como en 1992 logró publicar su primera caricatura para la revista Noticias, después trabajó en Billiken, Cinemanía, Tendencia y muchas otras. Ha ilustrado muchísimos libros de cuentos infantiles y montones de manuales escolares. También realizó algunos trabajos para cine y televisión. Además de Argentina sus dibujos se fueron a vivir a Japón, Uruguay, República Checa e Inglaterra, otros a Puerto Rico y México.


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{ EL VIAJE DE RAMÍREZ } María Laura Dedé

Nació en Buenos Aires en 1970. Se recibió de diseñadora gráfica de la UBA. Trabajó varios años en estudios y agencias de publicidad en

Argentina, Alemania y España hasta que empezó a dedicarse a lo que

quería hacer desde siempre: escribir libros de chicos. Así, desde 2003 escribe, ilustra, diseña, narra y da talleres y charlas para docentes.

Obtuvo premios nacionales e internacionales y entre su obra tiene más

de cincuenta títulos publicados. Ha visitado y sigue visitando cientos de escuelas y encuentros culturales de la Argentina, llevando sus libros y narrando sus historias a todos los que la quieran escuchar.

El sol entra blanco a través de la cortina. Ramírez baja de la cama, despereza sus viejos huesos, se lava las manos y va a la cocina, a dos pasos de distancia. Estira la masa del chapati, lo dora y le unta la miel que le dieron en el campo. Se hace un mate. Se sienta. Corre la cortina y mira. En la esquina, la plaza del museo. Enfrente, casas, un edificio y, en la vereda, un río de hojas que, seguramente, hoy nadie va a hacer crujir. Por ese silencio, Ramírez puede escuchar. No escucha todo, solo lo que importa. Escucha, por ejemplo, una voz nuevita, como de nene de cinco o seis, que llora porque su mamá trabaja y él ya no sabe con qué jugar. Unas casas más allá, en el piso de arriba, escucha que el papá perdió el trabajo, que solo con

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lo de la mamá no alcanza y ya queda poco pan. Y del otro lado de la manzana, sabe que hay un viejito que siempre vivió en la calle, y que ahí está. Ramírez escucha también el aleteo de los pájaros que, una vez más, como siempre desde este abril, se acercan a su pequeña ventana. La abre. —Estas migas son para el nene que vive en aquel departamento —le señala Ramírez a la paloma gris, y le da una bolsa esponjosa—. Para que el nene modele, que se entretenga. Esta hogaza —le indica después a una pareja de palomas gordas— es para la familia de arriba, la de aquella ventana rota, ¿la ven? Las palomas gorjean, toman el pan con sus garras y levantan vuelo, orgullosas. Y a la paloma más grande le da, para que lleve al viejito, uno de sus chapatis. La ayudan otras dos o tres. —¡No se los coman ustedes! ¿eh? —bromea Ramírez al despedirlas. Pero no hace falta: desde este abril, las aves llevan siempre el pan adonde Ramírez indica. Porque les gusta llevarlo y porque saben que para ellas también habrá… y si no hay, se las rebuscan. Es cierto que estaban acostumbradas a comer las miguitas o el maíz que les dejaba la gente, y que, por eso, cuando empezó la cuarentena muchas de ellas invadieron las casas, pero ahora ya aprendieron a comer lo que la naturaleza tiene: gusanitos, semillas, brotes. Como palomas que son. Porque ellas pueden volar y ahora la gente no. Ni volar ni caminar. Ni siquiera salir de casa. Ramírez tampoco sale. Por eso, para el reparto, les pide ayuda a los pájaros y los pájaros acuden. Si Ramírez está en la ciudad, son palomas. Si está en un pueblo, por lo general,



son cotorras. Cuando atraviesa la pampa, a la casa de Ramírez la siguen teros, tordos, aguiluchos. De puro gusto nomás, porque allí no hay gente a quien ayudar: acompañan su andar. Esté donde esté, vaya adonde vaya, la casa de Ramírez vive rodeada de pájaros. De pico en pico, se va corriendo la voz: “¡Ramírez reparte pan! ¡Ramírez reparte pan!”. En idioma ave, claro. La policía no lo entiende. —Su permiso para circular, señor —le dicen en los controles—. ¿No sabe que debería estar en su casa? Así le dicen: “señor”. Pero Ramírez no los corrige y, a través de su escafandra, les responde amablemente que, como ven, ya está en su casa, que siempre se queda adentro, que nunca sale. Los oficiales se asoman tímidamente, la inspeccionan un poco y, desconcertados, confusos, se encogen de hombros y le piden que, inmediatamente, por favor, vuelva a circular. Ramírez amasa pan. Tiene harina, aceite, azúcar, levadura y sal. Tiene dos manos limpias y un corazón vagabundo y grande, por eso amasa para sí pero también para los demás. Cuando no amasa, Ramírez pinta, juega, lee, come, duerme. Escucha la radio, sí, aunque no demasiado para no aturdirse con noticias. Y cuando le parece que en un pueblo repartió lo suficiente, se pone en marcha. Escoltada siempre por una ronda de alas, parece que la casa misma volara. —Debería quedarse en casa —repiten los oficiales en los controles. —Ya estoy en casa —responde. Y así pasa. Siempre. Siempre, Ramírez pasa. Sigue y va a otro pueblo, a otra ciudad, a otro barrio, a un asentamiento. Y escucha quién necesita pan y lo amasa, y las piturrias y las loritas y los gorriones se los reparten.


Y así pasa. Andando y andando, hasta que la ruta por la que va Ramírez una tarde desemboca de nuevo en la plaza del museo. Se detiene. Pone el freno de mano y abre puertas y ventanas. Ramírez se saca la escafandra para respirar el paisaje. El sol cae rojo por detrás de las copas de los árboles. Las palomas ríen y los gorriones gritan que volvió Ramírez, que volvió Ramírez, que volvió. Agarrándose bien de la baranda de la puerta de adelante con sus manos de antaño, Ramírez baja de la casita rodante. Camina lento, lento, como si cada paso fuera para atrás en vez de para adelante, y se sienta en un banco de madera. “¡Llegó Ramírez, llegó Ramírez!”, repiten las cotorras. Todos los pájaros se acercan. Son ochenta, casi, como los años que Sonia Ramírez cumple esa tarde. Se encuentra con su familia en la pantalla de celular. Saca un pan de chocolate de su bolsillo, una velita y los fósforos. Pone la vela y la enciende. Que los cumplas feliz… dicen los hijos, y desde unos balcones cercanos empieza a sonar la orquesta. Canta con ellos. La apaga.

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Ilustraciones de

Gabriela García Tanus Nació en Buenos Aires en 1967. Es diseñadora gráfica (UBA) y ha trabajado como diseñadora freelance en diseño de identidad visual. Actualmente es docente de diseño y comunicación en carreras de grado y estudiante de tercer año de Artes de la escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Escribe y dibuja desde siempre.


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{ POLILLAS MARIPOSAS } Walter Martínez

Nació en la Ciudad de Buenos Aires en 1964. Es escritor y

Locutor Nacional (COSAL). En 2005 realizó un taller de escritura con Graciela Komerovsky y en 2009 el taller anual integral de

LIJ con Liliana Bodoc, Sandra Comino, Carlos Silveyra, Nora Lía

Sormani, Vivi García e Istvansch. A partir de 2010 cursó talleres

con Liliana Bodoc y María I. Bogomolny, entre otros. Desde 2011 cursa el taller de escritura con Iris Rivera. La lógica Lautaro (2016) y Lautaro a la carta (2020) son los dos libros de humor editados por Letra Impresa.

¿Cómo estará Norberto con esto del Coronavirus? Me lo preguntaba hace un mes. Viste que él siempre fue delicado de los pulmones. Bicho que andaba suelto, se lo agarraba. Lo de bicho no lo digo por mí, eh, que bien linda fui de jovencita. Al menos, eso dijo él cuando nos vimos en el Brisas del Plata. Y lo sigo siendo. La belleza no se pierde, se transforma. Nos conocimos bailando tango. ¿Te acordás de Betty? Bueno, gracias a ella. —Se tienen que cruzar alguna vez, ustedes. Son almas gemelas— había dicho. Nunca me olvido de cuando llegó Norberto al club. Iluminó todo con sus ojos verdes. Lo vi y me entró un calor

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que me vino bárbaro, hacía un frío ahí. Pugliese era su apellido. Como Osvaldo, el músico del que éramos fanáticos. “¿Qué coincidencia, no?”, me dijo. Bailé toda la noche. Viste que cuando bailás tango, sentís al otro bien cerquita. Imaginate con él. Nuestros cuerpos se fundieron igual que la mozzarella. Como esa de la pizza que comimos después. —Parecían dos tortolitos —dijo Betty al otro día. —¿Podés parar con las frases trilladas? Almas gemelas, tortolitos. Te faltó “serán felices y comerán perdices”. Así le contesté, pobre Betty. Viste que yo tengo pocas pulgas. Pasó el tiempo y nos fuimos conociendo con Norberto. Pero algo no me había contado. Además del asma, tenía una fobia. Dio más vueltas que el colectivo 92 para decirlo. Miedo al viento, le tenía. ¿Escuchaste? —Y sí, eso te pasó por conocerme en el Brisas —le dije. No se rio. Se quedó mirándome, pero no como tortolito ni alma gemela ni las pavadas que decía Betty. Y sin decir palabra porque, eso sí, cuando no quería, no hablaba. Y yo al revés, cuando él no quería, me moría de ganas. —¿Qué pasó? ¿El viento te dejó mudo? Igual no contestó. Le dije de todo antes de que explotara mi cabeza. Me puse loca como una cabra. Uy, ahora caigo yo en un lugar común. Como Betty. Con el tiempo lo acepté. Yo hablaba por los dos y hasta ahí parecía todo perfecto. Pero lo perfecto no existe. Después de años de novios, un día dijo que no quería lastimarme, que así era mejor para los dos… —¡Si te vas, no volvés! —así le contesté. Y me hizo caso.


Pasaron años, conocí otras personas, pero ninguna fue Norberto. Trabajé y pude salir adelante, porque nadie me regaló nada, vos lo sabés mejor que yo. Bailé tango y viajé bastante. ¿En qué ando ahora? Voy a talleres de escritura y soy voluntaria en un comedor donde arreglo y ofrezco ropa. Y le junto harina a doña Ramírez, ¿te acordás de ella? Sí, sigue con su casa rodante, repartiendo esperanza con forma de pan. Ya estaba acostumbrada a vivir sola. Bah, sola es un decir. La vida me compensó con los pibes del comedor, muchas amigas y buenos vecinos que me ayudan con las compras. Y Juanita y Pedro que me gritan “abuelita Lola” desde el 3º B. Pero yo seguía buscando un amor, viste. Alguien con quien compartir todo. O casi. Y por eso ayer preparé un regalo. Es que hace un mes algo cambió. Sí, escuchá. ¡Porque esto no lo sabe nadie! Para estar informada de la pandemia, ponía la tele y el tiempo se me iba como nada. Escuchaba la radio fuerte para tapar al vecino del 3º D que toca esa porquería a todo lo que da. Corno francés, dice que se llama. Me lo mostró cuando fui a quejarme. Ojalá los rulos de ese muchacho brillaran como el instrumento, por favor. Pero debo reconocer algo, gracias a él solucioné un problema. Yo había sacado turno con la otorrino, porque no escuchaba un corno. Pero lo cancelé, si escucho perfecto al corno este. Viendo la tele me enteré de que había que salir con barbijo. Hasta en los noticieros te muestran cómo hacerlos. Igual, vos sabés que yo me doy maña. Tenía tiempo y no quería gastar. Busqué telas usadas, pero no me convencían. Lo quería blanco al barbijo. De pronto, recordé que habían dejado ropa para donar y fui derecho a las bolsas, pero era puro colorinche.

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Ya me estaba resignando a comprar uno, cuando encontré un calzoncillo anatómico elastizado. Nuevo, con caja y todo. ¿Un calzoncillo?, pensé. ¿Por qué no? Y leí la marca: “NAT”. ¿Te acordás de esa marca? Sí, se siguen vendiendo: “Nunca Ahorraste Tanto”, pensé. En menos de media hora, lo tenía terminado. Me apretaba mucho. Me faltaba el aire, viste. Y mirá que nariz me sobra. Quise salir. Apenas puse un pie en el balcón empezaron a aplaudir todos los vecinos. Guau, ¿tan lindo me habrá quedado?, pensé. Y no. Pasa que eran las nueve de la noche y aplaudían a los médicos, a los enfermeros y a tantos que le ponen el pecho a esta cuarentena. Estaba el ruliento del corno, el de la guitarra y el de la kalimba del edificio de enfrente, Juanita y Pedro con su familia, los del chalet que a vos te gusta, el nuevo del 3º A y la amargada de la farmacia de enfrente que aplaude porque no tiene más remedio. Y cantamos el himno y después empezaron como un show desde uno de los balcones. Sí, yo pensé lo mismo, esta es una cuadra de músicos. Al otro día pensé una excusa y, a las diez de la mañana, me fui hasta el 3º A. Mi apuro por el barbijo era para conocer de cerca a ese vecino. El nuevo. Habré estado veinte minutos y, cuando volví, puse a andar el lavarropas sin jabón y vi que me había olvidado la puerta de la heladera abierta. Me temblaban las manos. —¡Parecés una adolescente! —le dije al espejo—. ¡Qué caradura sos, Lola! ¿Le pediste yerba? ¡Si no tomás mate! ¿O te olvidaste de tu acidez? Y me contesté que quería escuchar su voz porque nos habíamos cruzado dos veces en el pasillo, pero nunca nos saludamos. Y de los nervios, le pedí cualquier cosa. ¿Está mal?



Te juro que me acordé de Betty. ¿Sería esta por fin mi alma gemela? Me enteré de que le dicen Beto, que compró el departamento justo antes de la cuarentena y que enseña a bailar tango. Ah, y dijo que pocas veces había visto ojos tan lindos. Por suerte me conoció con barbijo, pensé, si no, hubiera sobresalido mi nariz. Yo no hablé de sus ojos, pero me pareció haberlos visto antes. Eso sí, de la emoción por el piropo se aflojó mi rodilla derecha y casi me caigo. Menos mal que él me agarró, si no, ¿te imaginás el papelón? Eso fue hace veintisiete días, los tengo contados. Ya vino como diez veces a preguntar si necesitaba algo. “¿Será de pena?”, me decía yo. Y suponía que él habría dicho: —Esta vieja sale a comprar, se le afloja la rodilla y se mata. No te rías. Así que ahora me ayuda con las compras y, aunque no compartimos mate, ya tomamos juntos dos veces, cada uno con el suyo. Tendrías que vernos, con la bombilla por debajo del barbijo. Te digo algo, mirá: el primer día fui con una curiosidad y me vine con otra. ¿De dónde conocía esa mirada, yo? Y pensé: “¿qué podré regalarle en agradecimiento por lo que me ayuda?”. Ayer, mientras tomaba un té sola, tiraron algo por debajo de la puerta. Siempre odié el ruido que hace el sobre de las expensas, pero esta vez las estaba esperando. Y bueno, te cuento: ¿a que no sabés quién es el dueño del 3º A? ¿Quién era ese Beto? Norberto Pugliese, querida. ¡Norberto Pugliese! Al leer su nombre, recordé esa mirada y se me volvió a aflojar la rodilla. A mi edad ya no tengo mariposas en la panza, tengo polillas en los huesos. Aunque se me nubló la vista, en ese momento pude ver qué le iba a regalar. Y estuve toda la noche preparándolo.


Hoy, antes de ir, tomé las dos pastillas. La celeste y la blanca. La celeste es para la presión y la blanca, para la acidez. Aunque viendo esta historia, diría que es para cumplir sueños. El mate fue mi excusa para volver y, frente al espejo de siempre, me maquillé después de mucho tiempo. No quería quitarme años, no. La belleza no se pierde, se transforma, y yo me transformé. Cuando vio el CD de Pugliese, sonrió como un chico. No recuerdo mucho más. Viste que esos ojos siempre me pudieron. Conversamos como dos horas, tomando mate a distancia. Le conté que recién ayer me había enterado de quién era. Me saqué el barbijo. Primera vez que él me veía bien después de tantos años. Nunca el mate me había hecho suspirar tanto, ni había disfrutado de sentir floja mi rodilla. —Yo sabía que te llamás Lola por los chicos del 3º B. Pero no imaginé que fueras aquella Lola. Le pregunté por su asma y por su fobia al viento. —Los médicos y el tango me curaron. Y ahora, vos. No hubo reproches. Él también ha cambiado, por lo visto, pero al igual que en la música, importan los silencios. Escuchamos a Pugliese y le prometí que en cuanto podamos, voy a tomar clases. Y que nuestro abrazo va a ser como el del primer tango. Y me volví caminando despacito. Habían vuelto las polillas. Y las mariposas.

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Ilustraciones de

Mariano Martín Nació en Bahía Blanca en 1976. De chico comenzó a mostrar “inquietudes” por la ilustración por lo que sus maestras lo mandaron a dibujar al patio y sus padres a una profesora de Dibujo y Pintura que lo soportó durante ocho años. Cansado de que el viento le vuele sus dibujos decidió pegarles plastilinas y piedritas para que hagan peso y así comenzó su carrera como ilustrador collagero y plastilinoso. Estudió Diseño Gráfico de la Escuela Superior de Artes Visuales. Luego de su paso como diseñador por el mundo publicitario se encargó del diseño de varias publicaciones educativas. Participó de varias muestras colectivas y publicó sus trabajos en diarios, revistas y libros de América Latina y Europa.


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{ TAREAS } Martín Morón

Nació en Don Torcuato, provincia de Buenos Aires, en 1982.

Estudió Dibujo y Pintura Artística, en el Museo Leonardo Da Vinci de Malvinas Argentinas. Tiene una amplia trayectoria como

ilustrador y comparte la pasión del dibujo con la de escribir. Su costumbre de contar historias por medio de las imágenes

le despertó, con el tiempo, la curiosidad de seguir contando

historias pero por medio de las palabras. Actualmente es profesor en Artes Visuales. Convirtió en parte de su trabajo dar charlas, talleres, conferencias, y visitar escuelas.

Lo terrible fue la cara de mamá cuando me miró. No sabía que ella podía ponerse tan mal, tan enojada, o tan triste, o furiosa, o todo eso junto. Mamá me miraba y, a la vez, miraba al aire, como si pensara en algo o se mirara para adentro. Me miraba y algunas partes de la cara se le movían solas, y los ojos se le pusieron muy brillantes, como si estuviera a punto de llorar. Yo no quise que mamá se pusiera así, eso fue sin querer, pero acepto que todo lo demás fue un poquito queriendo. Yo le hice una pregunta, nada más. Y así empezó todo. Bueno, por ahí fue más de una pregunta, pero todo empezó con esa pregunta que mamá respondía siempre igual: —¿Ma, jugamos?

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—Ahora no puedo —dijo ella sin mirarme, y seguía haciendo ruiditos con las teclas de la compu. —¿Y cuándo vas a poder? Ayer tampoco pudiste, antes de ayer tampoco… —Cuando termine, Joaquín, ahora tengo mucho trabajo. ¿Vos ya hiciste toda tu tarea? —Hice algunas cosas, pero las hice mal. —¿Cómo que las hiciste mal? ¿No entendías las tareas? —Sí, las entendía. —¿Y entonces? —No sé. Mi seño te manda más mensajes para mí cuando hago la tarea mal. Y me pregunta cosas, y me da tareas distintas —le dije, y también miré para otro lado. Ella dejó el ruidito de las teclas y suspiró. Sentí que me miró, pero después siguió con su trabajo. Cuando vi que mamá no iba a parar de trabajar supe que tenía que hacer algo más, tenía que intentarlo de nuevo. —¿Te falta mucho? —le pregunté. —Me falta, Joaquín, me falta… —¿Qué estás haciendo ahora? —Todavía estoy corrigiendo tareas que me mandaron ayer, ya me están llegando las tareas de hoy, después tengo que preparar la tarea para mañana, también tengo que entregar la planificación y dos informes, y… —mamá hizo otra vez el silencio sin teclas, suspiró y se llevó las manos a la cara. Se apretó los ojos muy fuerte con las puntas de los dedos, respiró más hondo que la vez anterior, y siguió. —¿Y les vas a dar más tarea a los chicos? —le pregunté. —Tengo que darles tarea. —¿Por qué?


—Porque es mi trabajo, Joaquín… Me piden que dé más tarea y tengo que hacerlo... —¿Pero vos querés hacer eso? ¿Querés darles más tareas a los chicos? Vos sabés que a nosotros... —¡Ay, no sé, Joaquín, no sé… no sé…! —dijo ella y esta vez apoyó los codos en la mesa, para envolverse la cabeza con las manos, metiéndose los dedos entre el pelo. Respiró; no tanto como antes, pero estuvo así más tiempo, respirando. Se ve que eso le hacía mucha falta, pero la compu le hizo otro ruidito: otro mail. Otra vez la escuela. Algo de un documento, de inspección, dirección, y otras palabras importantes que aparecieron en un globito en la esquina de abajo de la pantalla. Ella se apretó un poco más la cabeza con los dedos, tomó aire y siguió con su trabajo. Pero yo no me iba a rendir: —¡Que olor que hay! ¡Pfuuu, qué feo! —le dije sacudiendo la mano. —Deben ser los platos, quedaron sin lavar desde el mediodía —agregó ella haciendo una pausa con las teclas y ahora moviendo el mouse con varios clics muy rápidos. —¿No le tocaba a papá lavar los platos? —Papá tuvo que salir antes a trabajar —respondió— y, en lugar de lavar los platos, puso más ropa para lavar. Ahora cuando el lavarropas termine tengo que… —¡Ya terminó! El lavarropas, digo... ¡Ya terminó de lavar! ¿Colgamos la ropa? ¡Yo te ayudo! —Ahora no puedo, Joaquín, tengo que terminar con esto… —Pero no terminás nunca… ¡Dejalo un ratito, dale, te ayudo! O mejor vos colgás la ropa y yo lavo los platos! A colgar la ropa no llego... pero a lavar los platos, con un banquito sí. ¿Querés?

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—No puedo, ahora no. —Bueno, no te preocupes, vos trabajá que yo voy lavando los platos así cuando terminás... —¡No, Joaquín, que se te va romper algo y te vas a lastimar! ¿Por qué no vas a fuera? ¡Mirá el sol hermoso que hay! Tenemos patio y pasto, Joaquín, quedan pocas casas con patio y pasto en el barrio, ¿por qué no aprovechás? La otra noche vi una chica, ya bastante grande, jugando a la casita en el patio, acá enfrente. ¡Me encantó! ¿No te parece una buena idea armar una casita? —¡Dale! ¡Armemos una casita afuera, ma! —No, pero Joaquín… —mamá volvió a suspirar—, ¡ahora yo no puedo, hijo…! Por favor, necesito trabajar… —Cuando mamá me ponía esa cara me daba lástima seguir pidiéndole cosas, pero algo se me iba a ocurrir. Tenía que seguir intentándolo. Me quedé ahí, pensando. Ella se dio cuenta de que yo la miraba, y entre teclas y mouse, sin sacar la cara de la pantalla, me preguntó: —¿Y Aguinaldo? ¿Por qué no vas a jugar con él? Hoy andaba contento, ladraba a los saltos, miraba para afuera y movía la cola, estaba emocionado. —Aguinaldo se fue a pasear… —le dije. —¿Cómo que se fue a pasear? ¿Con quién? —preguntó. —Con Raúl, el amigo. —¿Qué Raúl? ¿Qué amigo? —preguntó de nuevo y esta vez sí que me miró bien atenta. Atenta, preocupada y algo enojada. —Raúl, el señor de la casa de al lado, el que se mudó hace poco. Ya lo llevó a pasear varias veces, mamá... —¿Y vino recién? ¿Y se lo llevó? ¿Cómo no me dijiste nada? —¡Te pregunté y me dijiste que sí mientras estabas en el mundo de las teclitas y tus alumnitos!


—Ah, no te lo pued... —mamá cortó la palabra, se apretó los dedos contra la boca y después siguió—. Joaquín, ¿cómo le vas a dar el perro a un desconocido? —¡No es un desconocido, es un vecino, es Raúl y ya habló con papá! —le dije mostrando las palmas de las manos—. ¡Y papá ya te dijo, pero vos estabas igual que ahora! ¡Y yo me di cuenta de que no prestaste atención, y te quise decir, pero papá me pidió que no te moleste! Mamá tomó aire y un poco de agua. El agua temblaba adentro del vaso cuando ella lo levantó y después de tomar, apoyó el vaso rápido, en cualquier lugar de la mesa y no en el individual que se había puesto al costado de la compu, y tuvo que pasarse el dedo por la boca, como si se le hubiera escapado un poco de agua por un costado, y ahí me di cuenta de que le pasaba algo raro porque tomar agua no es tan difícil. Se notaba que mamá no estaba bien, pero no pensé que sería para tanto. Después trató de volver a calmarse, poniendo las palmas de las manos para abajo y respirando. Volvió a las teclas y la pantalla y, después de un rato, como vio que yo seguía ahí mirándola, volvió a preguntar: —Bueno… ¿Y cuándo lo conocimos a este señor Raúl? —Papá lo conoció apenas se mudó y yo lo conocí cuando la policía vino a allanarle la casa. —¡¿Qué?! ¿La policía? —No, pero fue todo una confusión, Eze me contó que fue él. —¿Qué hizo Ezequiel? ¡Ay, por Dios! ¿Ezequiel está preso? —No, mamá, Eze fue el que llamó a la policía porque no sabía que la señora Inés ya no vive más acá en el barrio, y vio al señor Raúl en la casa de Inés y se asustó. Y llamó a la policía, y vino la policía a ver y todo eso.

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—¿Todo eso pasó en este barrio? —dijo mamá pensando—. ¿Y yo no me di cuenta? —Es que trabajás todo el día, ma. No sacás la compu de la mesa ni cuando está la comida lista. Mamá se quedó mirando a la nada. —¿Alguna noticia más de este barrio en cuarentena? —dijo con esa cara tan rara que pone cuando dice una cosa queriendo decir otra, pero como mucho no entendí le contesté igual: —Sí, pasaron un montón de cosas... Papá escuchó que doña Lola consiguió novio... o algo así. Después, no sé si la viste, pero volvió la casita del pan. ¿Qué más? Ah, Mara creyó que las palomas estaban tramando algo… —¿Mara, la hija de los escritores? —preguntó mamá como si no le creyera. —Sí, mamá, pero esto no es cuento, es muy serio, ¿no te diste cuenta de que hace varios días que casi no se escuchan los pajaritos? Todo el barrio habla de eso. ¿Vos no te diste cuenta? —Y mamá se quedó pensando, como tratando de acordarse… —No, no te diste cuenta… —dije como si me estuviera rindiendo y mamá, mientras sí se daba cuenta de que todos esos días de cuarentena había estado trabajando sin parar, dejó caer la cabeza despacito hacia adelante. Su cabeza iba cayendo, cayendo, y pensé que iba a parar, pero no. Fue cayendo, cayendo y tocó el teclado… —¡No! —dijo, y se levantó rapidísimo—. ¡Noooo, no…, no…, no, no, no, no! —decía moviendo el mouse como loca y haciendo clics desesperados. Era el momento de irme. Ella estaba tratando de arreglar alguna macana que había hecho sin querer, seguramente por mi culpa, así que me fui. Me dio algo de pena verla así, pero ella seguía ahí y no podía despegarse un segundo de su trabajo ni de


su computadora, ni de su directora ni de sus alumnos, y yo ya no aguantaba más. Prendí la tele y estaba el noticiero: justo decían algo de los docentes, no entendí qué era pero no sonaba bien, y a mí tampoco me gustaba que “los docentes” trabajaran tanto ni que den tanta tarea así que dejé el noticiero ahí para ella, y me fui. Caminaba para mi pieza seguro de que algo se me iba a ocurrir y apenas llegué, las vi. Salían de abajo de mi cama, redondas y suavecitas, mis paletas de madera. Más adentro, al lado de esa media que nunca encontraba, estaba la pelotita. Y con la idea bien clara en mi cabeza agarré una paleta, la pelotita, y me fui afuera. Desde el patio podía ver a mamá por los cuadrados de vidrio de la ventana, ahí sentada frente a la computadora, con cara de cansancio, como si se estuviera rindiendo. Algo había perdido, algo se le había borrado, pero no se rendía y seguía ahí. No se iba a rendir, no se rendía nunca. Seguía con eso y no podía hacer otra cosa. Y empecé a pegarle a la pelotita con la paleta, a paletear contra la pared, justo al lado de la ventana. Estuve paleteando un rato, pero no lograba ni que me mire. Mamá agarró el celular y mandó un audio sacudiendo la otra mano, la que no usaba para agarrar el teléfono, y mirando con cara seria para arriba, como siempre que contaba algo feo. Y yo seguía pegándole a la pelotita contra la pared, y ella soltó el celular siguió ahí, sin poder ver nada más que esa computadora y ese trabajo que nunca la dejaba tranquila, y mi paleta pegaba cada vez más fuerte y más rápido. Y la pared me devolvía la pelotita con fuerza, como dándome la razón, y mamá volvió a agarrar el mouse otra vez, y ¡qué bronca que me dio! Y más golpes de paleta, paleta, pelota y pared. ¿No podía ver otra cosa que no sea esa pantalla? ¿No podía

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verme a mí? ¡Estaba ahí, afuera! ¡Le estaba golpeando la pared! Paleta, pelota y pared; paleta, pelota y pared; y las manos volvieron al teclado para empezar todo otra vez y yo ya no podía aguantar la bronca, y paleta, pelota y pared, ¡y más fuerte! ¡Paleta, pelota, pared; paleta, pelota, pared! ¡Quería pegarle rápido y hacer más ruido que esas teclas! ¡No las soportaba más! ¡Malditas teclas, que no dejaban a mi mamá tranquila, y seguían sonando! ¡Paleta, pelota, pared! ¡Paleta, pelota, pared! ¡Paleta pelota!… Vidrio. Nadie se lastimó, pero el susto fue enorme y cayeron pedazos por todos lados. No sé si fue sin querer. Por ahí, quise romper ese vidrio, no sé, por ahí quería romper todo. Pensé que mamá iba a salir en seguida, pero tardó. Yo no quería ni mostrar la cara, no me animaba. Me quedé mirando el pasto y apretando la boca como hacen los malos de las películas, y estuve así un rato que se me hizo muy largo, hasta que ella salió. No voy a olvidar nunca esa mirada. Estaba muy despeinada, le temblaba la cara y tenía los ojos a punto de llorar. No sabía que mamá podía ponerse tan mal, tan enojada, o tan triste, o furiosa, o todo eso junto. Mamá me miraba y a la vez miraba al aire, como si pensara en algo o se mirara para adentro. Después vino caminando despacio, se agachó para hablarme bien de cerca, y con la voz medio trabada, me preguntó: —¿Me perdonás? Me acarició con una mano muy, muy suave, y se quedó esperando que le responda, tratando de sonreír. Tenía los ojos muy cargados, pero aguantaba, no se rendía nunca. Le respondí diciendo que sí con la cabeza, y quedé mirando para abajo, yo también estaba aguantando mucho, pero no era tan fácil para mí. Mamá me abrazó. Y yo también la abracé. Estuvimos abrazados un ratito, creo que hasta ahora fue el ratito más lindo de mi vida.



—Vamos a tener que arreglar eso —me dijo después señalando el vidrio roto y sonriendo— Le pegás fuerte… Pero a mí no me vas a ganar. Todavía quedaba un poquito de sol. Mamá caminó unos pasos para atrás. Escondía algo. Hizo una seña con la mano para que le tire la pelota, y cuando llegó al lugar que quería, me mostró lo que traía en su mano. Ahí estaba, bien agarrada, redonda y suavecita, la otra paleta de madera. Al principio, fue todo un poco raro, pero, después, mamá se fue aflojando de a poquito y empezamos a reírnos. Llegamos a paletear un montón de veces sin que se nos escape la pelota. Después volvió Aguinaldo y quería la pelotita más que a nada en el mundo, y teníamos que pegarle para arriba porque cuando Aguinaldo la agarraba había que correrlo por toda la casa. Mamá saludó al señor Raúl por primera vez y no dijo nada, yo me puse todo colorado porque pensé que mamá iba a preguntarle algo del día en que vino la policía, pero no, fue todo normal y después seguimos jugando. Quedaba algo de sol y se me ocurrió una idea genial. Fui corriendo a buscar el teléfono de mamá, lo traje con la cámara preparada y nos sacamos un montón de fotos automáticas jugando, grabamos videos persiguiendo a Aguinaldo y se los mandamos a papá, y le gustaron mucho. Cuando papá volvió del trabajo, entró a casa riéndose, fue derecho a lavarse las manos y no podía parar de reírse acordándose de los videos. Mamá y yo lavamos los platos del mediodía y cocinamos milanesas de soja con puré. A papá casi le cambia la cara al ver que las milanesas eran de soja, pero cuando vio que mamá sacaba la compu para poner la mesa, le volvió la sonrisa a la cara.

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Costó mucho pero lo logré, seño. Hoy hice que mi mamá jugara conmigo. Estoy seguro de que no se podía romper nada, pero prometo tener más cuidado, sobre todo cuando me enojo. Seño, quiero contarte que esta fue la tarea más difícil que me dieron en toda mi vida. Pero lejos, lejos, muy lejos… fue la tarea que más me gustó hacer. Gracias, seño. Te quiero mucho.

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Ilustraciones de

Pablo Pino Nació en Buenos Aires en agosto de 1981. Dibujó desde muy pequeño, como la mayoría de los niños. Se formó de manera autodidacta y se desempeñó como ilustrador independiente desde el 2006. Trabajó para diferentes medios gráficos, pero lo que más le gusta es ilustrar para el público infantil y juvenil. Colaboró en revistas, tapas de discos, juegos de mesa, diseños de personajes e ilustró muchísimos libros para diferentes editoriales de América y Europa.


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{ PANDORA } Walter Poser

Nació en Buenos Aires en 1971. Desde chico amó dibujar y un poco más de grande amó también leer y eso lo llevó irremediablemente a

escribir. Se recibió de periodista en el Círculo de la Prensa, profesión

que lo paseó por varios medios sin dejarlo muy conforme en ninguno. Finalmente logró publicar su primer libro infantil como autor integral y desde entonces es lo que hace, entre algunas otras cosas. Cuenta

con varios premios que en cualquier momento va a ganar, entre ellos

los importantes. Además de los libros ya publicados no hay que olvidar mencionar todos aquellos que se van a publicar, que son muchos.

—Hola, disculpe… ¿Este gato es suyo? —No, nosotros no tenemos ningún gat… —¡Pandora! —gritó Abelardo desde adentro interrumpiendo a su madre y abriendo los brazos para recibir a su mascota—. Pandu, Pandorita… ¿Dónde te habías metido? Luisa, visiblemente decepcionada por la inoportuna aparición de su hijo, soltó una risita nerviosa y coló un rápido “ah sí, sí, es nuestra gata. No la había reconocido”. Raúl encontró a Pandora en medio de una injusta batalla que estaban perdiendo sus hortensias. Después de deslizar este detalle como un pequeño reproche, barbijo de por medio, se presentó como Raúl, a lo que Luisa contestó con un “qué tal Raúl, mi nombre es Luisa”. Raúl respondió con un “mucho gusto, Luisa”.

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Luisa le preguntó qué le parecía el barrio y Raúl le dijo que el barrio le parecía fantástico. “Bueno… Cualquier cosa que necesite…”, “pero claro, igualmente”. Después vinieron los “muchas gracias” por acá y los “de nada” por allá. Terminado el breve diálogo, Raúl volvió para consolar a sus hortensias y Luisa, mirando al cielo buscando algo de paciencia, volvió a entrar con el amargo sabor que le produjo el regreso de Pandora. Abelardo, feliz. Pandora había decidido vivir una aventura y eligió la cuarentena para escaparse. “Justo cuando no se puede salir, ella va y sale”, había dicho Luisa cuando se escapó. Por el estricto confinamiento no pudieron ir a buscarla y Abelardo no podía dejar de pensar en ella. Luisa sentía una natural tristeza por la tristeza natural que sentía su hijo pero confiaba en que ya se le iba a pasar y que por fin se habían librado de esa gata de reprochable conducta. Pandora fue un regalo del papá de Abelardo que quedó varado en Brujas, Bélgica, por el virus que apareció en pleno viaje por trabajo. “¿Brujas? ¿Cómo que Brujas?”, se había horrorizado Abelardo cuando se enteró. Se imaginó un cielo nocturno repleto de escobas voladoras montadas por brujas feas y malvadas con horripilantes carcajadas que el eco se encargaba de repetir una y otra vez. Sintió terror. Le explicaron, entre otras cosas, que Brujas en realidad significa puentes y que la traducción y el idioma… Pero Abelardo no entendió ni jota y entonces se contentó con el simple “no pasa nada hijo, es una ciudad hermosa”, con el que cerraron el tema sus padres. Listo. El regreso de Pandora y la inminente vuelta de su padre, ya que la cuarentena está en su etapa final, le devolvieron la sonrisa a Abelardo. La sonrisa de Abelardo le devolvió la sonrisa a Luisa que trataba de no pensar en el regreso de Pandora para no perder la sonrisa que había vuelto gracias a la sonrisa de Abelardo.


Pero la gata, trepada a la mitad de la cortina de la ventana del comedor, le devolvió la amargura. Enfurecida se quitó una pantufla y la arrojó con destino a Pandora. Pero quiso la suerte, de Pandora y no de Luisa, que no le pasara ni cerca. La pantufla voló directo al florero que inmediatamente dejó de ser florero. Agotada la paciencia que había logrado poco antes mirando al cielo, Luisa se desplomó sobre una silla. Pandora había vuelto. Y con ella, el caos. Cuando Pandora desapareció, Abelardo le mandó un mensaje a Teo, el vecino del edificio de enfrente. Como “hacker” que era, podría tener las cuentas de email de todos los vecinos y podría mandar la foto de Pandora junto al mensaje de que se había perdido. Teo lo hizo pero nadie respondió. Cada uno tenía sus propios problemas como para andar preocupándose por un gato perdido. Ramírez no tenía email y, de haberlo tenido, tampoco le habría dado bolilla porque estaba demasiado ocupada peleándose con un felino que espantaba a sus pájaros repartidores de pan. Era Pandora, por supuesto. Pandora rondaba la casa rodante de Ramírez, agazapada, esperando que llegara un pájaro. Apenas se acercaba uno, ella saltaba a su encuentro causándole un susto permanente. Al cabo de unos días, ya no se acercaba ni la más valiente de las aves y a Ramírez se le empezó a acumular el pan. Kilos y kilos y más kilos de pan que ya no sabía dónde poner. Finalmente no le quedó más remedio a Ramírez que irse del barrio. Debía alejarse lo más posible de Pandora y continuar en otro sitio con la distribución alada antes de que se le echara a perder todo lo que había horneado durante esos días. Al irse Ramírez, lejos de tranquilizarse, Pandora comenzó a trepar a los árboles para espantar a las palomas y a todo pájaro que allí descansaba. Se desconoce el motivo de tal comportamiento. Trepaba y se acercaba con tanto sigilo que, cuando la veían,

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del pánico, salían volando desesperados sin dirección ni plan de vuelo. Muchos fueron a dar contra los ventanales de las casas y de los edificios. Otros chocaban contra los parabrisas de los autos o contra las vidrieras de los comercios. Los vecinos que no habían cerrado sus ventanas se encontraban con aves aleteando desesperadas dentro de sus hogares. El vecindario completo creyó que se trataba de un ataque planificado. Las pobres criaturas quedaban atontadas y viendo las estrellas por el golpe o con una tremenda crisis de nervios. Zorzales, calandrias, horneros, palomas, loros, gorriones, torcazas, ninguna especie se salvó del inocente pero aterrador ataque de Pandora. En poco tiempo, los pájaros dejaron de cantar y hasta de moverse por miedo a ser descubiertos por esta gata de reprochable conducta a la que Luisa, y ahora ellos, tanto repudian. Después decidieron mudarse de barrio para una mayor seguridad. Pero es necesario destacar, para ser justos con Pandora, que jamás lastimó a un solo pájaro. Solo les provocó pavor y estrés. Por la reciente ausencia de aves, solo una kalimba, una guitarra y un corno francés rompían el ahora monótono silencio del barrio. Bueno, también lo rompían los aplausos y el himno de cada noche, además de aquellas sirenas de bomberos y policías que desconcertó a los vecinos aquel día y, por supuesto, la música cotidiana a todo volumen que gritan, puntual a las nueve de la noche, los parlantes desde el balcón de los Guerrero González. En realidad los únicos que no rompían el silencio eran los pájaros, porque ya no estaban. Frustrada por el aburrimiento que le produjo la cobarde deserción de las aves, Pandora decidió recorrer el barrio. Trepó a una copa desértica de un álamo y, de ahí, saltó al balcón del segundo piso del edificio. La kalimba de Alan esperaba muda sobre la mesa el concierto del día. Lamentablemente, Pandora



comenzó a interesarse en este extraño instrumento, primero olfateándolo y luego tanteando el objeto con su pata, esperando una reacción que por supuesto no vendría. Antes de perder el interés por completo, Pandora hizo un segundo intento y la kalimba cayó al piso. Su última melodía fue un “poing” seguido de un “crac” y ya nunca volvería a sonar como antes. Por suerte, Alan contaba con una colección de ellas y pudo seguir brindando conciertos de balcón. Pandora volvió al árbol escapando de la escena. Trepó por el álamo un poco más hasta el balcón del tercer piso. Una señora mayor se maquillaba alegre frente al espejo al ritmo de un no tan alegre tango. Tan concentrada estaba que cometió el error de descuidar las alegrías del hogar que adornaban su balcón. Claro que tampoco estaba al tanto del efecto devastador que producía en el barrio una gata de minúsculas proporciones. Nadie lo estaba. Su florido balcón quedó reducido a una masa de tierra de la que asomaba tímidamente algún que otro pétalo rosa, blanco o fucsia. Mientras Pandora admiraba su “obra”, sonó un corno francés que le erizó los pelos del lomo. De un salto, volvió al álamo desierto y bajó. A la altura del suelo, Pandora se encontró con el paseo diario de Aguinaldo, por suerte para ella, sujeto por una correa que a su vez sujetaba el papá de Joaquín. El susto de Pandora fue grande, pero lo fue aún más cuando Aguinaldo, al verla, pegó un tirón que no resistió la mano que sostenía la correa. El papá de Joaquín quedó desparramado en el piso y Aguinaldo corriendo a Pandora. El mismo álamo, del que recién había descendido, fue su salvación. Desde una altura segura y disimulando el susto que había sentido, miraba burlona al perro que, con ladridos frenéticos y desesperación, quería subirse al árbol. A partir de ese día, el papá de Joaquín cedió amablemente el paseo diario de Aguinaldo a su flamante vecino Raúl.


Recuperada del susto y viendo que no había enemigos a la vista, Pandora bajó del árbol y vagó por la cuadra. Sin saber que sería su última travesura en libertad, Pandora ya estaba entre las hortensias, de las hortensias a las manos de Raúl y el resto es la historia ya contada. Puertas adentro, Luisa desplomada sobre la silla al lado de un florero que ya no es florero. Abelardo contento por el pronto reencuentro con su padre, ya que se avecina el fin de la cuarentena, y porque Pandora había vuelto, y con ella, claro, el caos. Puertas afuera, Ramírez volvió al barrio y junto a Ramírez los pájaros, que ahora cantan y distribuyen nuevamente el pan. Los instrumentos y las plantas y el mismo barrio están a salvo porque Pandora se había ido, y con ella, claro, el caos.

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Katherine Martínez Enciso { Idea & dirección editorial } Nació en Bogotá, Colombia, en 1987. Desde niña le encantó hablar (y le sigue gustando) por lo que entró a estudiar Comunicación Social en la Universidad Javeriana, con el deseo de ser periodista, al poco tiempo se dio cuenta de que a lo que realmente quería dedicar su vida era a los libros, a crear contenidos y llevar adelante ideas que puedan llegar a muchos lectores, es así que se graduó, pero con énfasis en Producción editorial. Empezó su carrera profesional editando revistas científicas. Con los años, debido al amor por los viajes en general, y a un porteño en particular, desembarcó en Buenos Aires, donde cursó la Especialización en Edición en UNLP. Allí formó parte del crecimiento del proyecto de la Editorial Camino al Sur y desde finales de 2018 también está encargada de la dirección editorial de Letra Impresa.

Vanesa Luciana Rabotnikof { Corrección de estilo } Nació en el barrio porteño de Flores en 1985. Nunca tuvo un televisor en su cuarto, por lo que su biblioteca, colmada de clásicos de la literatura universal, se volvió su escape del mundo. Esa biblioteca hoy se encuentra en la habitación de su hija Catalina, con la que espera compartir su pasión por la literatura. Al finalizar el secundario no pudo pensar en mejor carrera para ella que Letras, la cual realizó en la UBA. Luego cursó la Especialización en Edición en la UNLP. Desde hace más de diez años trabaja para distintas editoriales, colaborando como correctora, editora, redactora y coordinadora editorial.


Gaby Falgione { Identidad visual & Diseño editorial } Nació en Buenos Aires en 1973. Es Diseñadora Gráfica egresada de la UBA. En los primeros 6 años de carrera se dedicó paralelamente a la docencia, para luego sumergirse de lleno a brindar servicios en el área de diseño editorial, diseño de identidad visual, diseño de información y packaging. Colaboró con Estudio Cabeza en el proyecto que ganó el 1er Premio del Concurso Nacional de Diseño Mobiliario Urbano y Equipamiento para CABA implementado en 2014, y con el proyecto Metrobus 9 de Julio, seleccionado entre los mejores 5 del concurso The Plan Award 2015 en Milán, Italia. Ama los libros, el cine, visitar muestras de arte y salir a caminar en otoño.

María Florencia Videla { Diseño digital } Nació en Buenos Aires en 1990, estudió Diseño gráfico en la UBA porque le gustaba la idea de comunicar visualmente ideas y conceptos. El amor por lo tipográfico, materia prima de los libros, la llevó a cursar la carrera de Edición en la UBA. Un amor que siempre la ha acompañado porque las historias fueron un escape, un universo lleno de sensaciones.



Gracias a todos los que creyeron en este proyecto y entregaron su trabajo, su tiempo y su inspiraciรณn.


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