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Carne y metal

No sé de dónde sacó la idea, tal vez la vio en algún periódico o lo vio en una televisión de Coppel, también existe la posibilidad de que lo chamaquearon fuertemente en la calle. El punto es que un día empezó a contarnos que quería remplazar una parte de su cuerpo con un trozo de metal. Recuerdo que abajo del puente en el que nos reuníamos en ese entonces se hundió en un silencio de confusión y algo de vergüenza.

Nuestra respuesta natural fue una carcajada gigante ante la ridícula idea, lo atacamos con un montón de preguntas: ¿Cómo lo vas hacer, pobre diablo?, ¿para qué chingados quieres hacerte eso?, ¿por qué metal? Y así fuimos agotando nuestras dudas como un cartucho de una fusca.

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Cuando empezó a respondernos fue cuando nuestras risas se tornaron en preocupación, deberían de haberle visto la cara, se le tiño una sonrisa complaciente y sus ojos brillaban como el filo de una navaja, era la mirada de alguien dispuesto a matar.

La vida vagabunda no tiene orden, uno explora la jungla de concreto en soledad o en escuadrón, depende de los chisqueado que ande uno. Abarcamos territorio, establecemos campamentosdondelos uniformados nonos puedan molestar y nosotros no manchemos la imagen del estado, aun siendo este el que nos dio la espalda primero. Es imposible no formar una especie de comunidad, como no tenemos a nadie más que nos aguante, al menos nos tenemos a nosotros. Hayveces en las que ves seguido atus camarratas, incluso te aprendes uno que otro nombre. Otras veces desaparecen, por una temporada o para siempre.

Nos dijo que se llamaba Edgar, no hablaba mucho del pasado y nosotros no insistíamos. Era joven, restando la mugre encima de él, yo calculé que tenía unos 20 años humanos. Lo poco que nos llegó a contar de su vida nos dio a entender que su vida vagabunda empezó desde muy temprana edad, algo de un accidente y quedar huérfano, uno se da la idea.

Edgar solía acompañarnos de vez en cuando en nuestras expediciones, pero él prefería andar solo. Era simpático, amable a más no poder, gustaba del alcohol barato y de dormir bajo puentes. En ese entonces nos reuníamos muy seguido bajo un puente cerca de Santa Lucía, por la Washington; era un lugar muy ruidoso por los coches y el gusano eléctrico gigante, pero era muy bueno para protegernos del frío.

Habían pasado varias semanas que no veíamos y ni sabíamos nada de Edgar, sucedió después de la acribillada que le dimos con nuestras risas; en ese entonces pensaba que a lo mejor herimos sus sentimientos, pero no le daba importancia, “ya se le pasará”, decía. Y dicho y hecho, se le pasó. Pero con un costo.

El pobre morro llegó con una herida abierta en la pierna, chorreaba sangre como las lluvias de otoño, al principio nos alarmamos, hubo que otro que lo señaló y ofrecióayuda. Edgar los hacíaatrás,“¡Ábranse! ¡Lo logré, vatos! ¡¿Qué no ven que por fín lo logré?!”, recuerdo esas malditas palabras, esa maldita sonrisa, esa mirada asesina.

Nosempezóanarrarel cómocogióunpedazodevidrio queincrustó profundamente, rompiendotodas las capasde carne posible hasta llegar al hueso, rasgó verticalmente y se arrancó el peroné, ya saben, el hueso largo y delgado que une la rodilla con el pie. Dice que después de tanta lloradera, agarró una varilla metálica oxidada que pasó a remplazar a su peroné.

Los sensatos no le creían, los drogadictos se alucinaban, y los locos aplaudían la valentía del muchacho. Se le cuestionó porque claramente una operación así ocupa ayuda profesional, Edgar los calló abriendo la herida, vimos el interior de su pierna, ahí se encontraba la vara, conectando la rodilla con el pie.

“¡Jamás me había sentido tan bien en mi vida!”, nos decía, se puso a correr como maratonista y noté que iba a una velocidad muy alta, una velocidad nueva, que nunca había asociado con él.

Y así volvió a pasar otra temporada donde no veíamos al Iron Man,ycuandoregresótraíanuevasmodificaciones que no tardaba en presumir. Sus dedos eran de hojalata, sus venas un mar de cables y sus huesos pasaban a ser distintas piezas metálicas. Era increíble como la carne permitía la unión de estas piezas.

Con cada modificación, Edgar adquiría vitalidad, se le veía conmás energía yfuerza. Cada vezeramás feliz.Una noche fue honesto con nosotros, nos advirtió que un día la jungla pasaría a ser de metal, que era momento de unirnos en la chatarra que ya éramos para ser los monarcas de la nueva era.

Esa fue la última vez que platicamos, nuestra reacción fue un rechazo, hasta los locos no le creían. Edgar enfureció y se largó, no lo hemos vuelto a ver desde esa noche, pero cada que pienso en él, no puedo evitar en escuchar sus últimas palabras: “Todo pasará a ser de metal, únanse, seamos uno solo”.

¡No mame, don Erasmo! ¿A poco si pasó eso? respondió un joven greñudo que se encontraba patinando unatardeconsusamigos porelcentrodeMonterrey,todos con playeras de bandas de nombres irreconocibles. Se los juro por mi santa madre. contestaba don Erasmo a los sorprendidos. No sean gachos, si alguna vez lo ven, díganle que me vea en el puente de Washington. Cualquier cosa que necesite y yo pueda asistir, ahí estaré.

Claro que si don, no se preocupe; ahí le buscamos al Edgar.

Los jóvenes le regalaron unos cigarros y los suficientes pesos para un refresco. No dijeron nada, solo vieron como don Erasmo se adentraba a la jungla que él habita con su carritodesupermercado;esefueelprimer yúltimodíaque le verían. Para los cinco minutos ya estaban concentrados en sus patinetas, cada quien se guardó su interpretación de esa charla.

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