LA NIÑA DE NUEVE AÑOS QUE HEREDÓ LA FUNERARIA DE SUS PADRES Y DECIDIÓ ADMINISTRARLA por Krugos
© 2022 por Krugos
Inspirado en un título propuesto por Lorena Amkie Ilustraciones generadas con Stable Diffusion
niña de nueve años que heredó la funeraria de sus padres y decidió administrarla
Cada mañana, antes de entregarse a sus deberes, Leopoldina se asomaba a la ventana para ver pasar los carruajes que circulabancalle arriba ycalle abajo tirados por caballos en variados estados de descomposición; a pesar de que los animales tenían un aspecto siniestro, la niña los hallaba encantadores. Aquella mañana hacía frío y llovía con fuerza. Los cascos calzados con herraduras de hierro ejecutaban un moderado y placentero compás musical al estrellarse uno tras otro contra los charcos del empedrado, levantando grises y densas salpicaduras. La niña de nueve años había saltado a la calle para recoger su mandíbula, que se le caía con vergonzosa facilidad cuando sonreía al ver los carruajes. De vuelta en su habitación, limpió con cuidado el barro de su dentadura y secó bien la mandíbula antes de colocársela en su lugar correspondiente. Se proponía cambiarse el humedecido vestido y los zapatos por unos que estuviesen limpios, pero fue interrumpida por sus padres, que entraron con un paso tímido.
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Hija dijo Dolores Guillermina, haciendo lo posible por evitar la mirada de la niña , es hora de irnos. No teniendo ya ojos, Don Ildefonso, el padre de Leopoldina, jamás se veía en la necesidad de evitar miradas incómodas. El hombre asintió en silencio y apretó con cariño la mano que llevaba entrelazada con la de su esposa.
Vamos continuó Dolores Guillermina , busca el paraguas. Don Ildefonso y su esposa salieron de la casa sabiendo que aquélla sería la última vez. No voltearon para mirarla, ni le dijeron adiós. Dolores Guillermina temía perder la compostura si le dedicaba una última mirada a su tenebroso y amado hogar; su esposo, en cambio, no tenía ese problema: él no tenía ojos. Ambos emprendieron la marcha tomados de la mano, al amparo de un enorme paraguas gris oscuro.
Por alguna razón, los muertos sabían cuando llegaría su hora. Los animales, cuando veían cercana la segunda muerte, se alejaban de las personas y se marchaban a algún lugar remoto donde se convertían en polvo. Los seres humanos iban a las funerarias, donde podían tomarse un coctel que los pusiera a dormir, para hacer su inminente desintegración menos traumática. Los muertos no tenían otra forma de morir que no fuera la transformación instantánea en polvo. Cuando se sufría un accidente que hubiera sido fatal para un ser vivo, los muertos seguía adelante con los daños recibidos; algunos quedaban tan estropeados que ya no podían hablar ni moverse, en estos casos eran llevados a asilos donde se les leía y se les proporcionaban cuidados hasta que su tiempo de
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vida se viera cumplido, cosa que a veces llevaba décadas
Las funerarias tenían la doble función de ayudar a los clientes que morían por segunda vez y recibir a los que lo hacían por vez primera. Así como cada cuál conocía el día de su propia partida, las familias también sabían cuando uno de sus vivos estaba a punto de ponerse a criar malvas; con algunos días de antelación ordenaban el servicio de la funeraria para recibir al futuro muerto viviente. Estas almas primerizas se materializaban de la nada convertidas en bebés saludables que al crecer se iban descomponiendo. A veces aparecían en la funeraria bebés que nadie había reclamado como familiares suyos. Los bebés abandonados iban a parar al orfanato, donde crecían con pocos recursos y nada de afecto. Era una segunda existencia nada envidiable.
Leopoldina caminaba atrás de sus padres, les separaban algunos pasos de distancia, le gustaba la lluvia, le encantaba escuchar cómo sonaba yoler la tierra mojada. Llevaba su propio paraguas (uno que era negro y más pequeño que el de sus padres), con el que pretendía evitar mojar su vestido y sus zapatos, a pesar de que ya estaban mojados. Temblaba de frío. Miraba distraída los sobrios carruajes cuando alguno pasaba junto a ella. Sujetando su mandíbula para que no se le cayera, le sonreía a todos los encantadores caballos tenebrosos. Cuando estaban por llegar a la funeraria, Leopoldina apuró el paso y acortó la distancia que le separaba de sus padres. Cerró su paraguas negro y pequeño y se refugió abrazando a su madre, bajo el paraguas grande y gris. Hacía varios meses que un viejo ebrio había decidido instalarse a mendigar en la esquina. La niña le tenía miedo. También le causaba curiosidad.
¡Te has mojado toda la ropa! dijo Dolores Guillermina, como sisu hija no lo supiera ya ¿Le ocurre algo a tu paraguas?
No. ¿Y qué te pasó entonces?
No lo sé. Algo.
Cuando llegaron a la esquina, como temía la niña, pasaron junto al viejo mendigo. Su estado era deplorable, incluso para los habitantes de La Isla, quienes eranpropensos a sufrir graves deterioros físicos. Para los muertos la vida no era fácil, había que andar con cuidado para no estropearse.
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Ninguna herida sanaba. Todo daño era permanente. El viejo mendigo no tenía casi piel, sus músculos, órganos internos, huesos y otros tejidos estaban expuestos donde quiera que se pusiera la mirada. Sus ropas, sucias, malolientes y andrajosas, no eran de mucha ayuda para ocultar el desgaste del cuerpo que las vestía. Leopoldina no quería mirarlo, pero le fue imposible desviar su mirada mientras pasaba a su lado. El viejo la saludó mostrando una mano en la que pocos tejidos quedaban para sostener los huesos. La falta de piel y de músculos hacían que los huesos del metacarpo parecieran formar parte de las falanges, creando la ilusión de unos dedos inusualmente largos. La niña devolvió el saludo con timidez, sin soltar a su mamá. Era evidente que el fin de aquel pobre hombre estaba cerca. Leopoldina consideró injusto que el fin de sus padres, que estaban en tan buen estado, al menos en comparación con el viejo mendigo, tuviera que estar tan cerca. Pero así de incomprensible es la muerte, así de arbitraria la vida de los muertos.
Mamá... dijo Leopoldina sin quitar la mirada del mendigo.
Dime. La niña alzó los ojos para encontrar los de su madre.
¿A dónde van los muertos cuando mueren?
Nadie en La Isla sabía la respuesta a esa pregunta, a pesar de que muchos juraban conocerla y se organizaban en escuelas de pensamiento de acuerdo a sus bienintencionados autoengaños.
A un lugar muy bonito, donde nos esperan todos los que partieron antes dijo Dolores Guillermina, creyéndose cada palabra.
En la funeraria de sus padres, Leopoldina puso en orden el espacio de trabajo y todas las herramientas y materiales como se lo habían enseñado. Dolores Guillermina le fue contando al ciego don Ildefonso cada acción que ejecutaba su hija, éste sonreía y asentía sabiendo que le habían enseñado bien el oficio a la niña. Finalmente todo estuvo a punto yse sentaron a esperar ya recordar algunos buenos momentos. Poco antes decumplirse una hora, llegaron eltío Nicomedes y la tía Marquelda, hermanos de don Ildefonso. Leopoldina viviría con ellos en lo sucesivo. Don Ildefonso se aclaró la garganta y dijo:
Hija, estás atiempo de cambiar de opinión. Tus tíos pueden encargarse de la funeraria hasta que
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tengas una edad más apropiada.
No, papá, sivoya heredar la funeraria, he decidido administrarla yo desde este momento. Tengo el entrenamiento y sé bien todos los deberes que me esperan a mí y a todos los empleados.
Entonces no hay nada más que decir. Tu mamá y yo seremos tus primeros clientes.
Don Ildefonso yDolores Guillermina se acostaron en las mesas de preparación, bebieron el coctel para esperar el fin durmiendo y aguardaron nerviosos mientras la visión se nublaba y todo se volvía negro... excepto para DonIldefonso, que no tenía ojos. Alcabo de unos minutos los cuerpos de la pareja se convirtieron en polvo.
La mandíbula de Leopoldina rompió el silencio al caer sobre las baldosas. La niña sonreía de lo más contenta porque sus padres finalmente estaban enun lugar muy bonito, reunidos contodos los seres queridos que partieron antes que ellos La niña recogió amorosamente los restos de sus padres y los colocó en un recipiente donde descansarían juntos hasta el fin de los tiempos.