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II. Escritura y literatura

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Nuestra lengua

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TENIENDO PRESENTE QUE LA especie humana, Homo sapiens, data aproximadamente de hace trescientos mil años, los testimonios escritos son relativamente recientes. Lejos de remontarse a un solo origen, la escritura es una creación humana que ha surgido varias veces en diferentes civilizaciones y períodos sin relación entre sí: Egipto (3220 a.C.), Mesopotamia (3100 a.C.), China (1200 a.C.) y México (600 a.C.). Así, en el Istmo de Tehuantepec, en el valle de Oaxaca y posteriormente en diversos territorios mayas se desarrollaron escrituras complejas, capaces de codificar largos textos, pero cuya inteligibilidad fue segada fatalmente por la Conquista.

Ya restringidos solamente a documentos descifrados, un conjunto de normas conocido como Leyes de Hammurabi se calcula escrito alrededor del 1750 a. C. en Mesopotamia, los Vedas de la India —himnos y códigos religiosos— alrededor del 1500 a.C., y por la misma época en Grecia, o poco después, se escribieron documentos administrativos conocidos como Lineal B, que tratan de la contabilidad de los palacios.

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La literatura, por su parte, no es un documento sino un monumento, que etimológicamente significa “aquello que hace recordar”.

Así, las letras no expresan solamente el habla de una sociedad y sus normas sociales, sino su genio y la imaginación de sus individuos:

el lenguaje literario —reflexionó Miguel Antonio Caro— o, como si dijéramos de las letras, a diferencia del oral, obedece a principios ortográficos, distintos de la fonética, aunque con ella se conexionan; a artificios retóricos, o sea a la imitación bien entendida de modelos escritos, diferente del ejercicio de la voz mediante la audición de otros sonidos vocales. Entre el lenguaje usual y el literario se levanta la oratoria, que de uno y otro participa, que con la voz inflama y persuade, pero para sobrevivir se acoge a la escritura.

Y así como hablar según el uso no es la misma cosa que escribir literariamente, ni conversación lo propio que literatura, entender lo que se escucha no vale comprender lo que se lee, y la concurrencia de leyentes, aunque menos densa, tiene un radio infinitamente más extenso que la de oyentes de toda especie. Los dramas de Calderón y de Shakespeare, desde el punto en que se imprimieron, se dedicaron aun a gentes que nunca habían de pisar teatros españoles ni ingleses; las obras de los clásicos de la antigüedad fueron copiadas por los humildes monjes de la Edad Media, no sólo para otras naciones, sino para otros mundos, para este nuestro, ¡que yacía ignorado en la inmensidad del océano!

La obra literaria se transmite a través de las edades, como la luz de los astros por el éter, en viajes seculares, a inconmensurables distancias.5

5 Miguel Antonio Caro. “Del uso en sus relaciones con el lenguaje”, en Obras, tomo III. Estudios lingüísticos, gramaticales y filológicos; estudio prel. Rafael Torres Quintero; ed. y notas Carlos Valderrama Andrade. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1980, pp. 30-31.

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