Libro iii premio phu a luce lopez baralt

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Nueve ensayos En busca de nuestra expresiรณn hispรกnica: de Juan Ruiz a Luis Rafael Sรกnchez



Nueve ensayos En busca de nuestra expresiรณn hispรกnica: de Juan Ruiz a Luis Rafael Sรกnchez

Luce Lรณpez-Baralt

ACADEMIA MEXICANA DE LA LENGUA


PQ7081 L67 2017

López-Baralt, Luce Nueve ensayos en busca de nuestra expresión hispánica : de Juan Ruiz a Luis Rafael Sánchez. -- México : Academia Mexicana de la Lengua, 2017. Contiene: Discurso de la autora al recibir el III Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña 252 p. ; 21 x 13 cm ISBN: 978-607-97649-9-9 1. Literatura hispanoamericana – Historia y crítica 2. Literatura hispanoamericana – Influencia árabe 3. Lenguaje y lenguas – Literatura 4. Ensayos - Literatura hispanoamericana I. t.

La edición de esta obra se hizo posible con el apoyo de

Primera edición:  2017 D.R. © Luce López-Baralt D.R. © Academia Mexicana de la Lengua Iztaccíhuatl 10, Col. Florida Del. Álvaro Obregón, 01030 Ciudad de México, info@academia.org.mx editor@academia.org.mx www.academia.org.mx ISBN: 978-607-97649-9-9 Prohibida la reproducción parcial o total por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales. Impreso y hecho en México


Discurso de Luce López-Baralt al recibir el III Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña

Soy hija del vibrante magisterio intelectual que Pedro Henríquez Ureña sembró a lo largo de las dos Américas, como quien siembra estrellas en una tierra joven aún sedienta de prodigios. Dije hija, pero más bien debí decir nieta. Es que tuve el impagable privilegio de formarme en Harvard con los colaboradores directos del admirable “Sócrates antillano”, como lo llamara Jorge Tena Reyes.1 Trabajé en especial bajo la tutela de Raimundo Lida, que se había formado en Argentina con Amado Alonso y el ilustre dominicano, con quienes colaboró en el Instituto de Filología y en la revista Sur. Como don Pedro, Lida había nacido para formar discípulos, aunque le robaran horas a su propio trabajo, potenciándoles sus talentos y enmendándoles con rigor la escritura. Su magisterio es en mi recuerdo el ejemplo vivo —químicamente puro e inigualable— de lo que puede ser la enseñanza directa de ser humano a ser humano. Era el mismo método docente de Henríquez Ureña: Pedro Luis Barcia explica que las correcciones que don Pedro hacía a los dictados de sus alumnos en el Colegio Nacional de la Universidad de la Plata   Jorge Tena Reyes, Pedro Henríquez Ureña. Esbozo de su vida y de su obra, Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, Santo Domingo, 2016, p. 329. Ernesto Sábato, otro de los alumnos de don Pedro en La Plata —que habrían de alcanzar la fama— lo denomina sin más: “espíritu supremo”, op. cit., p. 327. 1

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“eran […] de una prolijidad inusual para esta clase de tareas escolares”.2 Lida leía la prensa lápiz en mano para corregir las erratas, pero luego supe que también don Pedro “corregía minuciosamente las erratas de imprenta de los libros que trashojaba, […] aunque el impreso fuera despreciable”.3 No es extraño tanto prurito con la corrección verbal: con Henríquez Ureña y Amado Alonso entraron en Argentina los estudios filológicos, estilísticos y lingüísticos de vanguardia. Lida advierte, de otra parte, que aquel maestro antillano que había hecho que sintiéramos “toda nuestra América patria única”4 tenía “un deseo, muy de nuestra América, de probar todos los frutos de la cultura”.5 Cuando Henríquez Ureña celebra nuestro ímpetu hispanoamericano de canibalizar todas las formas culturales, se adelantaba a un asunto que Borges trabajaría en “El escritor argentino y la tradición”. No nos extrañe la afinidad de ambos escritores: Henríquez Ureña fue uno de los primeros en calibrar la obra de Borges ya desde 1926, mucho antes de que Argentina reconociera a su egregio escritor. Y el argentino le habría de reciprocar con varios escritos, entre ellos, su entrañable viñeta “El sueño de Pedro Henríquez Ureña”, incluido en El oro de los tigres de 1972, en la que reflexiona sobre la inesperada muerte del   Pedro Luis Barcia, Pedro Henríquez Ureña y la Argentina, Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos – Universidad Nacional PHU, Santo Domingo, 1994, p. 106. 3   Ibid., p. 128. Este prurito perfeccionista llevó a los dos amigos a un “divertimento” juguetón que hicieron juntos en 1937: publicaron una serie de citas de los libros que estaban leyendo y que los ayudaban a descansar del tráfago de sus vidas académicas. Agradezco a Miguel D. Mena el dato que incluyó en el tomo 11 de las Obras completas de Pedro Henríquez Ureña. Los amigos enviaron su divertimento académico al Repertorio Americano, la revista de Joaquín García Monge. Correo electrónico de Mena del 31 de octubre de 2016. 4   “Cultura de Hispanoamérica”, Letras Hispánicas, México, 1988, p. 2. Agradezco una vez más el dato a Mena: Miranda Lida le envió el texto y el estudioso dominicano lo reprodujo en <cielonaranja.com>. 5   Lida, op. cit., p. 3. 2


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maestro en el tren que lo llevaría a sus cursos en La Universidad de la Plata. Enrique Anderson Imbert, alumno a su vez de Henríquez Ureña en La Plata, admitió, por su parte, que el magisterio de don Pedro fue “tan ejemplar que cuando queríamos mejorarnos nos bastaba con pensar en él”.6 El caso es que también Anderson Imbert fue profesor mío en Harvard, por lo que salta a la vista que soy hija directa de los hijos de Pedro Henríquez Ureña. El maestro antillano, cuya sabiduría ayudó a civilizar a América, dejó su impronta en los múltiples países que se beneficiaron de su docencia. También yo he tenido la misma vocación andariega, tan propia de los isleños que tenemos como única frontera el mar. Me tocaría peregrinar causa sophiae por los mismos espacios en los que Henríquez Ureña dejara su huella: México, el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires y Harvard, donde el maestro dominicano dictó las Charles Eliot Norton Lectures y donde mucho después habría de doctorarme. En aquellos años me tocó en suerte escuchar a Octavio Paz ofrecer las mismas conferencias consagratorias que antes había dictado el antillano. El paso civilizatorio de Henríquez Ureña por las Américas no siempre fue fácil. Me conmueve pensar que Puerto Rico, que tanto quiso, le otorgó un doctorado honoris causa en 1932.7 Comenta Miguel D. Mena, gran estudioso y editor de su preclaro compatrio-

Apud E. Carilla, El romanticismo en la América hispánica, Gredos, Madrid, 1975, pp. 54-55. 7   Por cierto que Pedro Henríquez Ureña había contactado con Puerto Rico desde mucho antes, ya en su niñez, a través de la obra de Eugenio María de Hostos. Los padres del ilustre dominicano, el doctor Francisco Henríquez y Carvajal y la poetisa Salomé Ureña, habían sido colaboradores de Hostos desde muy temprano. Fue gracias a Hostos que Henríquez Ureña conoció la corriente filosófica del positivismo; cf. Enrique Anderson Imbert, “Pedro Henríquez Ureña”, Homenaje a Pedro Henríquez Ureña, Sur, Buenos Aires, año xv, julio de 1946, pp. 34-44. 6


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ta,8 que “es curioso que el mayor galardón que le concediera una universidad en vida haya sido en la Universidad de Puerto Rico”.9 El maestro antillano escribió sobre la literatura puertorriqueña e inspiró la vida intelectual del país. Vicente Géigel Polanco, quien llama a don Pedro “nuestro hermano mayor”, advierte que éste llegó a la isla “en un momento histórico de afirmar nuestra personalidad propia como país”, que andaba “en busca de nuestra propia expresión”.10 Por cierto que aún estamos en esa prolongada búsqueda identitaria que tanto conmovió al espíritu fraterno del dominicano. Ahora, más que nunca. Con los años, la Universidad de Puerto Rico decidió honrar con el mismo galardón doctoral honorífico que había dado a Henríquez Ureña a uno de los suyos, y en 1999 recayó sobre mí el alto honor. Algo más me venía a hermanar con nuestro hermano mayor antillano: ambos somos egresados honorarios de la Universidad de Puerto Rico. México, país generoso por antonomasia por su respaldo a los escritores, también acogió a Henríquez Ureña, nombrándolo director de Enseñanza Pública y catedrático de la unam. En este país el antillano consumó su primavera intelectual, según en Argentina recibió los frutos de su madurez y plenitud.11 México, que marcó el   Cf. Pedro Henríquez Ureña, En la orilla: gustos y colores, edición y notas de Miguel D. Mena, con un estudio de Adolfo Castañón, Bonilla Artigas Editores, México, 2014.  9   Me lo comenta en su correo electrónico del 31 de octubre de 2016. Según logré descubrir en los archivos de mi universidad, el doctorado concedido a Henríquez Ureña por la Universidad de Puerto Rico fue en Derecho, no en Letras, como consta por el acta del 4 de mayo de 1932 de la Junta de Síndicos de la institución. El documento oficial enaltece al receptor del grado honorífico, que se había recibido como abogado en México y que era, además, doctor en letras por la Universidad de Minnesota, como “una de las figuras más destacadas de la intelectualidad hispano­ americana” (folio 105). 10   Vicente Géigel Polanco, “Nuestra gente. Pedro Henríquez Ureña”, La Democracia, 31 de mayo de 1932, p. 7. 11   Tena Reyes, op. cit., p. 321.  8


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antes y el después del maestro, fue el país que más amó después del suyo propio.12 Sé bien que México no lo olvida, como demuestra este premio que lleva su nombre y que me toca hoy el altísimo honor de recibir. Como antes don Pedro, soy otra antillana abrazada por la generosidad de México, que ha acogido desde antiguo mi obra de estudiosa. Me importa testimoniarlo, pues se trata de la historia de un amor intelectual prolongado que entre México y yo siempre ha sido recíproco. Son muchas las instituciones universitarias que me han abierto sus puertas. He dictado tantas veces en la unam y en El Colegio de México que no puedo contarlas. En el colegio coincidí con Margit Frenk y Antonio Alatorre —otros hijos de Raimundo Lida y nietos de Henríquez Ureña— y, al presente, con mi distinguido colega Rafael Olea Franco, con Clara Lida, la hija de mi maestro, y con mi compatriota Iveette de Lourdes Jiménez de Báez. De la mano sabia de don Silvio Zavala dicté sobre san Juan de la Cruz en la Universidad Iberoamericana y en la Universidad de Monterrey saludé a los entonces príncipes de Asturias, hoy reyes de España. En Guanajuato habría de compartir mis teorías cervantinas junto a Adolfo Castañón, gran estudioso de Henríquez Ureña; mientras que en la Universidad de Guadalajara ocupé, junto a mi marido, Arturo Echavarría, la Cátedra Cortázar y, en la Universidad de Jalapa, la Cátedra Carlos Fuentes, otra vez junto a mi marido y junto al célebre narrador puertorriqueño Luis Rafael Sánchez. Carlos Fuentes nos arropó con su respeto intelectual y con su amistad cálida y nos llevó de su mano —cicerone de excepción— a conocer Puebla y su caribeñísima Veracruz. En “Puerto Rico en América Latina” Carlos reflexionó elogiosamente sobre nuestra comparecencia en su cátedra. El ensayo vio la luz en El País y a la muerte de Fuentes, ocurrida, lamentablemente, muy poco des12

Idem.


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pués, se volvió a publicar allí como homenaje póstumo. Me conmueve pensar que la última palabra pública del inmenso legado letrado de Carlos Fuentes haya sido para mi país y sus escritores. Puerto Rico no tiene ni personalidad jurídica internacional ni embajada, pese a ser una nación hispanoamericana, por lo que cada escritor o artista se convierte automáticamente en un embajador de la isla. Hoy devuelvo a México su generosa acogida refiriéndole la crema y nata de mis alumnos a sus universidades: tanto Angélica Plá como Angélica López Plaza, mi antigua ayudante de investigación en la Universidad de Puerto Rico y hoy investigadora posdoctoral de la unam, se doctoraron en el Colegio de México. Ambas son nietas de Raimundo Lida y bisnietas de Pedro Henríquez Ureña. He publicado tanto en México que puedo decir que soy, parcialmente, una académica mexicana. Mi primer libro, San Juan de la Cruz y el islam vio la luz en 1985 en El Colegio de México, Antonio Alatorre corrigió las pruebas personalmente con su prurito perfeccionista, una tarea ingente en la era previa a la cibernética. Allí edité también Erotismo en las letras hispánicas, escrito en colaboración con Francisco Márquez Villanueva de Harvard. Bajo la dirección de la doctora Beatriz Garza, el cell me hizo miembro del Consejo Editorial de la Nueva Revista de Filología Hispánica, privilegio que sentí como otra carta de naturaleza que me extendía un México cada vez más hermano. Las Cátedras Cortázar y Carlos Fuentes publicaron a su vez sus respectivas actas, y de nuevo mis ensayos echaron raíces en esta tierra fraterna. Ahora reincido con mucha alegría, pues mi Kāma Sūtra español verá su segunda edición convertido en un libro mexicano en la editorial Vaso Roto de Jeannette Lozano. Las revistas mexicanas también me han hecho suya, desde la Nueva Revista de Filología Hispánica, que tantos títulos míos ha dado a la luz, hasta la Jornada Semanal del llorado amigo Hugo


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Gutiérrez Vega, gran conocedor de las letras puertorriqueñas. Pero mucho antes, Octavio Paz me hizo su cómplice en la revista Vuelta. Y digo “cómplice” porque Octavio me convocaba a que armáramos juntos secciones especiales de la revista para explorar mis temas comparatistas hispano-árabes, ofreciendo las primicias de mis estudios sobre las huellas del islam en san Juan de la Cruz y de mi hallazgo del códice del Kāma Sūtra español. Fue un inmenso honor para mí recibir la confianza que Octavio depositó en mi obra: siempre fue un orientalista convencido, y nada escapaba a su inmensa curiosidad cultural. Añado otro recuerdo: Octavio me encargó por aquel entonces que reseñara el libro de un autor aún poco conocido. Se trataba de Los nombres del aire de Alberto Ruy Sánchez, libro cargado de aromas orientales y de intuiciones mágicas, y aquella reseña hizo nacer entre Alberto y yo una amistad entrañable que dura hasta hoy. Salta a la vista que México me ha adoptado desde hace mucho. Pero también yo había adoptado a México desde mi más tierna infancia. Y aquí comparto un dato íntimo del que a la larga habría de aprender mucho: siendo una niña preescolar me enamoré perdidamente de Cantinflas. Conecté instintivamente con su derrame de palabras sin sentido y su demoledora expresividad de gran mimo,13 modelo máximo de nuestro peculiar humor a la defensiva. Esta precoz identificación infantil con Cantinflas la habría de tra  Jorge Portilla, La fenomenología del relajo, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, p. 27. Portilla reflexiona sobre la dinámica humorística del extraordinario cómico: “El gran hallazgo de Cantinflas fue usar el lenguaje de una manera mecánica, desproveyéndolo de todo sentido; al hacer esto, el mimo mexicano hace del discurso, la herramienta básica del humorista, un elemento cómico. Esto lo logra gracias a que le quita al lenguaje todo su valor, todo su sentido, es decir, echando relajo con el lenguaje. Mientras Shakespeare diserta sobre el suicidio con su ‘ser o no ser’, el mimo mexicano se pregunta ‘ser, o no hay que ser, mano, porque esa es la cosa’ ”, cf. El Fisgón, “Filosofía del relajo y relajo de la filosofía, Jorge Portilla y Abel Quezada”, en <http://www.jornada.unam.mex/2003/08/31/sem-fisgon.html>. 13


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ducir años más tarde en mis estudios sobre el humor antillano deliciosamente resbaloso e igualmente defensivo de Luis Rafael Sánchez. México me había hecho entender mejor a Puerto Rico. Pero mi devoción mexicana precede a mi nacimiento mismo. Mi madre, aún muy joven, bailó en el Club Yumurí de Nueva York con un joven cantante de gran apostura que le susurraba las canciones al oído. Era Jorge Negrete, que habría de saltar a la fama en breve. Ella nunca lo olvidaría, por lo que llenó nuestra infancia de corridos mexicanos que mi hermana Merce y yo aún cantamos de memoria. Estas tempranas experiencias con el cine y la música mexicana que toda Hispanoamérica comparte —el trío los Panchos lo formaban dos mexicanos y un puertorriqueño— me permitió entender una vez más, y en carne propia, la alta lección de Henríquez Ureña: toda nuestra América es una entidad. El gran antillano, devoto de Bach, supo sin embargo que la incuestionable unidad americana incluía también la música popular: en 1929 dictó en el Colegio Nacional de La Plata una conferencia sobre los cantos y bailes de América —sobre todo del Caribe y de México— ilustrada al piano con música vocal.14 La “magna patria” de la Utopía de América incorporaba gozosamente pues los sones populares que nos hermanan desde el altiplano a los Andes, pasando gozosamente por el Caribe. Cuánta sabiduría antropológica tuvo el sabio maestro antillano. Echando de lado estos recuerdos anecdóticos para mí tan entrañables, debo decir que mi condición de estudiosa, tan poco común —hispanoarabista, pero del Caribe— se presta a la ponderación una noche como la de hoy. Siento que soy nieta de Henríquez Ureña cuando reflexiono sobre mi condición de estudiosa hispanoamericana, ya que la escritura constituye siempre una 14

En aquella conferencia que dictó Henríquez Ureña en La Plata ejecutó el piano

María Esther López Merino de Montenegro y cantó María Mercedes Durañona Marín, Tena Reyes, op. cit., p. 352.


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exploración de los límites de nuestra identidad propia y colectiva. Yo comprendí mejor quién era gracias a mis estudios comparatistas, en los que me ocupo del diálogo literario y lingüístico de las culturas en contacto, en particular, la española y la árabe. Desde las “insulas extrañas” que cantara san Juan de la Cruz cuando aún duraba el asombro de su descubrimiento reciente, poseo una óptica fraterna para la conflagración de culturas. He rescatado del olvido textos españoles híbridos, que quedaron inéditos por lo extremo de su mestizaje literario. Ahí está el caso de los moriscos del siglo xvi, que escribían desde la clandestinidad transliterando su castellano en letras árabes. Son códices sorprendentes: el anónimo autor del Kāma Sūtra español no tiene reparos en instruir a los esposos acerca de como hacer el amor entre azoras coránicas y sonetos de Lope de Vega. Los manuscritos secretos moriscos nos hablan, por más, del proceso angustioso de la asimilación cultural a la que se vieron sometidos en los siglos xvi y xvii, que los llevaban a dejar de ser como pueblo constituido. No es de extrañar que en Puerto Rico haya nacido una escuela de estudios aljamiado-­ moriscos reconocida a nivel internacional. He explorado también las excentricidades lingüísticas del Arcipreste de Hita, que rimaba en un árabe dialectal impecable. El travieso Juan Ruiz aseguraba que los ojos de su “bella” eran “relu­ zientes”, es decir, resplandecientes. Lo que nos dice entre líneas es que tenía ojos de hurí, pues el resplandor se debía al contraste entre el ojo negro y la córnea blanca, que en árabe se denomina como “ ūr”. De ahí, las “huríes” del Paraíso. No hay que olvidar a Cervantes, cuyos pasajes en árabe dialectal también han dado mucho quehacer a los críticos. Ahí está, por más, el apellido “Saavedra” que el autor del Quijote se adjunta misteriosamente en Argel, y que consuena con el apelativo árabe “Shaibedraa ”, que significa nada menos que “brazo tullido”. San Juan de la Cruz, el poeta más misterioso de las letras españolas, “aterró” —literalmente— a


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estudiosos como Menéndez Pelayo y Dámaso Alonso. Su delirio poético es tal que llevó a Paul Valéry a leerlo como un poeta contemporáneo avant la lettre porque parecería adelantarse a la poética del simbolismo. Desde esta orilla atlántica no siento la necesidad de “prestigiar” a san Juan desde cánones franceses: creo que simplemente aclimató al castellano la estética del delirio del Cantar de los cantares hebreo, donde la opacidad de los versos es regla. Tampoco me ha asombrado dar con los numerosos símbolos místicos de origen islámico que han hecho enigmática la obra de los reformadores del Carmelo: recordemos la noche oscura, los siete castillos concéntricos del alma, las esmeraldas del éxtasis; las azucenas del dejamiento; la “filomena” o ruiseñor del “Cántico”, que celebra la unión mística al uso sufí, dándole un rotundo mentís a la entristecida ave de Virgilio, que entona de noche su miserabile carmen de criatura desposeída. Es la que han escuchado por siglos los europeos, excepto el islamizado san Juan de la Cruz, que prefirió el felicísimo bulbul o ruiseñor sufí. Desde América asumimos las aparentes “excentricidades” literarias de estos textos hispánicos culturalmente mestizos con un particular sentido de camaradería. Y esto es así por muchas razones. El compartir la lengua pero a la vez el estar situados al margen del peso excesivo de las tradiciones españolas “oficiales” o “consagradas” nos capacita para innovarlas con mayor comodidad. Borges, haciéndose eco de T. S. Eliot y de Henry James,15 reflexionó, como otrora Henríquez Ureña, sobre estas particulares circunstancias del creador hispanoamericano:16 al no pertenecer estrictamente a ninguna cultura tradicional consagrada, puede saquearlas y apropiárselas todas con gran libertad intelectual, al margen de   Cf. Arturo Echavarría, “Presencias y reconocimientos de América y Europa en Una familia lejana de Carlos Fuentes”, La Torre, ix, 1995, pp. 383-405. 16   Lo hace, como dejé dicho, en el ensayo “El escritor argentino y la tradición”, incluido su libro Discusión. 15


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la beatería o la precaución con que lo haría un autor europeo. De ahí que Borges baraje como propias las sagas nórdicas junto a la literatura rabínica, la poesía persa junto a los haikus japoneses. Carlos Fuentes hace gala de un eclecticismo semejante en Terra nostra, y asume sin miramientos en Cervantes o la crítica de la lectura las huellas islámicas del Arcipreste de Hita y la condición de converso hebreo de Fernando de Rojas, autor de La Celestina, temas aún debatidos por la erudición española. Y ahí están las apasionadas reflexiones orientalistas de las Conjunciones y disyunciones de Octavio Paz y aun la osadía literaria de Jorge Volpi, que no para mientes en aclimatar en El jardín devastado: una memoria los ŷinns coránicos y la leyenda de Layla y Machnún, los Romeo y Julieta de las letras beduinas. Cuando me asombré del diálogo intercultural extremado de su novela, Volpi me confesó que había sacado mucha información de mis propios libros. Para mí siempre es una gran alegría dialogar con la gozosa libertad cultural mexicana y colaborar solidariamente con ella. Aun otras razones ayudan a explicar este amoroso entusiasmo con el que los latinoamericanos hacemos nuestras las tradiciones literarias más disímiles. Hemos nacido de una experiencia fundacional que se basó en la diversidad cultural, y la pluralidad de lenguas y de razas constituye nuestro día a día vital. La nuestra no debió ser una experiencia demasiado distinta de la que se viviría en la España medieval de las tres castas, donde la primera poesía “española” surge en jarchas que se cantaban en mozárabe, hebreo y árabe. Estos versos requerían poetas políglotas, al igual que la literatura aljamiada, que requirió autores moriscos versados en cánones literarios plurales. ¿Cómo no comprender esto desde nuestra América mestiza, llena de ecos del guaraní, del náhuatl y del yoruba? La interrogante por el propio yo que heredamos de España se ha ahondado en estas tierras pluriculturales en las que hablamos un


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lenguaje castellano que todavía sentimos como un legado reciente. Buena parte de nuestra literatura implica el esfuerzo por hacer verdaderamente nuestro ese idioma español que asociamos a las vivencias históricas de una patria que ya no es la nuestra. De ahí la proliferación de tratados en los que nos preguntamos quiénes realmente somos. No son otra cosa los Seis ensayos en busca de nuestra expresión de Henríquez Ureña, El laberinto de la soledad de Octavio Paz, el Ariel de José Enrique Rodó, el Insularismo de Antonio S. Pedreira y El país de los cuatro pisos de José Luis González, entre tantos otros. Leídos en conjunto, estos ensayos introspectivos guardan una solapada relación con la Realidad histórica de España de Américo Castro, que se plantea la apremiante pregunta del propio ser, siempre fluctuante y en proceso, de la nación española. Castro entendió que España, que se llamó simultáneamente Hispania, Sefarad y Al-Andalus, no podía ser monolíticamente occidental. Imposible olvidar que la Ciudad de México también se llamó Tenochtitlan y san Juan de Puerto Rico, Borikén. Una nación, cuyo grito identitario “¡olé!” —wā-Allāh— significa “¡por Alá!”, no puede ser abordada desde un prisma que no admita la riquísima ambigüedad propia del diálogo intercultural. Castro hace su valiente propuesta histórica desde su exilio americano —precisamente México y Argentina—.17 No hay que olvidar que su nombre “Américo” honra su nacimiento en Brasil, que por fuerza le daría una óptica hermana para el mestizaje cultural, religioso y étnico.   Henríquez Ureña había conocido a Américo Castro mucho antes, en Madrid, cuando estuvo en el Centro de Estudios Históricos que entonces dirigía Ramón Menéndez Pidal. Tanto Castro como Tomás Navarro Tomás y Antonio Solalinde eran los colaboradores cercanos del gran filólogo, que escribió un prólogo laudatorio a la tesis de Henríquez Ureña, publicada en 1920 en la Revista de Filología Española bajo el patrocinio de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas y el Centro de Estudios Históricos. Esta tesis, que el estudioso dominicano había presentado para el grado de doctor en filosofía por la Universidad de Minnesota, lo consagró para siempre como filólogo. Cf. Tena Reyes, op. cit., p. 255. 17


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El campo de estudio que acometemos es siempre nuestro propio espejo: como se sabe, no podemos leer un texto sin que el texto nos lea a nosotros mismos. Mis textos orientalistas me han permitido comprender mejor mis propias coordenadas histórico-­ culturales hispanoamericanas, pues desde ellas me ha sido dado asumir la escondida riqueza literaria de muchas obras españolas multiculturales. La fecunda complejidad histórica de España es nuestra herencia común. Al entender esto, los americanos nos comprendemos mejor a nosotros mismos, ya que es precisamente de esta España inesperadamente diversa de la que venimos. El espejo que le tendemos desde esta orilla del mare nostrum Atlántico es por fuerza un espejo hermano. Intuyo que este Premio Henríquez Ureña que México me otorga implica que ha dado por recibido el espejo policultural fraterno que mi obra ha extendido a España y a América y que me ha ayudado a comprenderme a mí misma como latinoamericana. Agradezco la altísima distinción que me hace hoy la Academia Mexicana de la Lengua, a su director don Jaime Labastida, que pone muy en alto la entrañable hospitalidad y caballerosidad mexicana; al jurado que lo otorgó; a don Gabriel Yáñez, por su esmerada organización de los actos y, muy en especial, a don Adolfo Castañón, compañero de más de un peregrinaje literario feliz. Va mi gratitud a todo el equipo de trabajo de la Academia Mexicana, en el que tanto destacó Martha Bremauntz. Acepto conmovida este premio en mi condición de estudiosa puertorriqueña y de claustral de la Universidad de Puerto Rico, cuyo nombre amado he hecho transliterar en las traducciones de mis libros al persa, al urdú, al árabe, al chino. En mis años de estudiante Raimundo Lida nos decía, bromas veras, que escribiéramos con tal afán de perfección que si China invadiera a Estados Unidos nos tuvieran que traducir al chino. Logré complacerlo. Raimundo tenía en el fondo la misma actitud radical de su maestro Henríquez Ureña, que insistía en que el ansia de perfección


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es la única norma. He tratado de hacer mía esa norma, por lo que deseo que mis estudios comparatistas, abiertos al mundo desde una diminuta Antilla, honren la memoria de Pedro Henríquez Ureña, el antillano mayor de cuyo magisterio inacabable aún nos estamos haciendo eco. Palacio de Bellas Artes, Ciudad de México, 6 de marzo de 2017


A propósito de Luce López-Baralt Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña, por Jaime Labastida*

La Academia Mexicana de la Lengua entrega, en el tercer año consecutivo, el Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña, a la investigadora puertorriqueña doña Luce López-Baralt, mujer eminente como pocas, pero que, por desgracia, pese a sus altos méritos aún no ha sido reconocida en grado suficiente. Pedro Henríquez Ureña fue un intelectual de primer nivel. Nacido en la isla de Santo Domingo, aquel marco estrecho le resultó insuficiente: así, vino a México y aquí impuso su magisterio, sin estridencia pero sin pausa; fue a Estados Unidos y por último a la Argentina, donde murió. Su enseñanza ejemplar se irradió por toda América. Son pocos a quienes se les podría otorgar, como a él, el título de maestro por excelencia de la América española. Por tal causa, nuestra Academia quiso honrar, con su nombre, aquella labor espléndida. Tal vez exista una reivindicación implícita en el hecho de que la tercera edición del premio que lleva el nombre del intelectual caribeño la reciba hoy una intelectual nacida igualmente en el Caribe, en una pequeña nación que se enorgullece de hablar la lengua española, su lengua matriz, a la que sostiene *  Director de la Academia Mexicana de la Lengua, miembro de El Colegio de Sinaloa, del Seminario de Problemas Científicos y Filosóficos, de la Asociación Filosófica de México y director de Siglo XXI Editores.

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como un escudo intangible frente a la lengua inglesa, que se le ha querido imponer. El primer asentamiento hispano en el Nuevo Mundo, con carácter definitivo, bien lo saben ustedes, tuvo lugar en Santo Domingo. Desde aquella isla del Caribe, la lengua española empezó su dispersión por el continente. Las primeras palabras de América que se incorporaron en nuestra lengua vienen de las lenguas del Caribe y todavía permanecen en ella sin deterioro alguno: canoa, cacique, bohío, huracán, maíz, hamaca. En esta lengua híbrida, en esta lengua mestiza habla doña Luce López-Baralt, ensayista insigne, que ha escrito una serie de libros en la más pulida, la más culta, la mejor lengua española. En América Latina se habla una lengua híbrida y nuestra cultura es también mestiza. En el Caribe, casi extintas la población y las hablas de las islas, el carácter híbrido se da en relación con las culturas de África. Doña Luce López-Baralt trabaja sobre textos de minorías, en todo aquello que guarda relación con los musulmanes expulsos de la Península Ibérica. ¿De dónde le viene ese interés? Lo explica así: “por razón de mi origen… admito que tengo un punto de mira cómplice y fraterno para con los textos moriscos, escritos siempre bajo asedio”. Su primer libro, el libro que le abrió la senda por la que ha transitado sin desmayo a lo largo de tres decenios, lo publicó en nuestro país, en El Colegio de México: San Juan de la Cruz y el islam. La audacia que en ese libro se despliega, el hecho de haber mostrado las correspondencias ocultas entre la poesía mística y erótica de Juan de Yépez con la tradición islámica, le pareció insuficiente, tal vez, porque López-Baralt profundizó su conocimiento de las lenguas semíticas en las que abrevó el enorme poeta del Siglo de Oro e hizo suyas las lenguas árabe y hebrea. Caso insólito el de doña Luce López-Baralt, lo mismo en la Península Ibérica (donde posee antecedentes) que en América, donde apenas la anteceden algunos. Pocos, como ella, se han sumergido en esas lenguas que subyacen


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en nuestra más larga tradición, pero que la modernidad o la desidia han hecho a un lado. No puedo presentar, en unas cuantas líneas, las vastas líneas hermenéuticas de doña Luce López-Baralt. Si descubre Un Kāma Sūtra español, luego informa cómo se enseñaban el árabe y el hebreo en Salamanca en tiempos de san Juan de la Cruz o se ocupa de La literatura secreta de los últimos musulmanes de España. Aclaro, por esto, que me es imposible mostrar todas las vetas exploradas por doña Luce. Baste entrar en sólo un rasgo: aquel que, a mi juicio, sobresale entre todos (al menos, el que me atrae con mayor fuerza y del que apenas intentaré un leve esbozo). Del hondo caudal lingüístico de los idiomas semíticos, López-­ Baralt extrae un conjunto de conocimientos que brinda con sabiduría al propio tiempo que con enorme gozo. En la misma línea de su primer libro, ha escrito otro, decisivo, en el que demuestra la profunda huella que dejaron la enseñanza de las lenguas árabe y hebrea en el Siglo de Oro y cómo las enseñaba, en Salamanca, el maestro Martín Martínez de Cantalapiedra, compañero de fray Luis de León (y preso, como él, por la Inquisición). López-Baralt deduce que es probable que san Juan de la Cruz haya tenido contacto con la literatura mística, soterrada y perseguida, de hebreos y musulmanes. Subrayo que la erudición de doña Luce López-­ Baralt se tradujo en un libro extraordinario en verdad, Asedios a lo indecible, en el que, con precisión, erudición y rigor extremos, alcanza cumbres de verdadero gozo y alegría. En este libro profundiza su examen de san Juan de la Cruz, a partir de su poesía (sin por ello desdeñar los textos en prosa donde el poeta explica sus experiencias místicas porque, como ella misma dice, entre las prosas y la poesía, “la poesía tiene siempre la última palabra”). Insisto, López-Baralt, al examinar los poemas de Juan de Yépez concluye, a mi juicio con razón, que es el poeta más erótico, el más original, el más sensual, el más complejo, el más jubilosamente mestizo


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(entre Oriente y Occidente) de la literatura del Siglo de Oro. La mística de san Juan de la Cruz se halla transida por el amor que el alma tiene por Dios, equivalente del amor más profundo, de la sensualidad más honda de una mujer por el ser que ama. Doña Luce López-Baralt, para cumplir con la exigencia planteada por Antonio Alatorre, se confiesa creyente total en la experiencia trascendente de san Juan de la Cruz. Alatorre, por el contrario, al igual que José C. Nieto, se declara agnóstico. Por mi parte, diré que, desde mi lejana juventud, cuando en la cátedra de mi recordado maestro Luis Villoro leí la obra entera de san Juan de la Cruz, lo hice sólo desde un ángulo profano: hallé en ella un erotismo desbordado y la más alta cumbre de la poesía amorosa. Me atrajo su sensualidad, su musicalidad, nunca su rasgo místico (sin el cual, empero, es imposible entenderla). La lectura que doña Luce López-Baralt ha hecho de la obra de san Juan de la Cruz es, por lo tanto, a diferencia de la mía, al mismo tiempo trascendente y profana y, desde luego, más rica en matices que la de aquellos que, como yo, la reducimos a sus solos rasgos humanos. Subrayo que la lectura de López-Baralt es profunda y perfecta, de modo que mis palabras apenas pueden dar una pálida imagen de su rigor. De igual manera que se ha de leer directamente la poesía de Juan de Yépez para que sea gozada en toda su riqueza, también es imprescindible leer íntegros los textos de doña Luce López-Baralt para captar los ricos matices de su interpretación. Me es imposible exponer su riqueza semántica y su profundidad analítica en estas breves palabras. Al analizar la poesía de san Juan de la Cruz, doña Luce López-­ Baralt muestra la búsqueda angustiosa que emprende el alma para lograr la íntima unión con su amado. Su examen va de los versos iniciales del Cántico espiritual (éstos: “¿Adónde te escondiste, Amado, / y me dejaste con gemido?”), pasa por las estrofas de La noche oscura (en particular, donde el poeta exclama, en la


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cima de la realización erótica: “Quedeme y olvideme, / el rostro recliné sobre el Amado, / cesó todo y dejeme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”) hasta la lira final de Llama de amor viva: “¡Cuán manso y amoroso / recuerdas en mi seno, / donde secretamente solo moras, / y en tu aspirar sabroso, / de bien y gloria lleno, / cuán delicadamente me enamoras!”. En el examen de estos versos, doña Luce López-Baralt muestra la lucha constante de san Juan con el lenguaje, insuficiente para expresar su erotismo (humano y, a la vez, divino). La experiencia erótica de san Juan, inefable en tanto que extática y divina, a la vez que sensual y humana (la protagonista femenina le dice al amado, sin recato alguno: gocémonos, Amado: yazgamos en el lecho florido, o sea, hagamos el amor), es de hecho intraducible. La exégesis de López-Baralt muestra el combate del poeta consigo mismo, la herida amorosa, profunda y grave; los balbuceos, las expresiones que insinúan sin decir, los constantes oxímoros, las contradicciones, las gozosas, las alegres heridas de amor: “¡Oh llama de amor viva, / que tiernamente hieres… / ¡Oh cauterio suäve! / ¡Oh regalada llaga!… / Matando, muerte en vida la has trocado”. López-Baralt muestra cómo, para el poeta erótico y sensual que es Juan de Yépez el amor culmina cuando halla, en el interior de sí mismo, la unión plena de la hembra y el amado (al final, por eso, queda la amada en el amado transformada). El paisaje interior que dibuja san Juan de la Cruz es totalmente abstracto. En él apenas hay algunas referencias exteriores: las majadas, el otero, la casa sosegada, el collado, los valles, la ribera, el ejido, la caverna, el huerto ameno donde la amada logra que el esposo descanse para que ambos, siendo uno sólo, se conjuguen en un amor incombustible. El paisaje, sea el de la noche estrellada o el de las riberas y las espesuras esmaltadas, es un paisaje interiorizado. Todo ocurre en la conciencia del poeta: “las ínsulas extrañas,… / la música callada, / la soledad sonora” son sólo sitios


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simbólicos en los que el amado y la amada se unen en una llama que no llaga: todo y nada son iguales; amor y muerte son una sola cosa, el lenguaje parece de ceniza y apenas alcanza a insinuar lo que el poeta misterioso y radiante que es san Juan de la Cruz ha sentido en su experiencia inefable. San Juan de la Cruz es, dice López-Baralt, “el más apasionado poeta amoroso”, “el poeta de amor humano más intenso del Renacimiento español”. No cabe duda. San Juan dice que a Dios no se le puede conocer por los sentidos ni por la razón; tampoco se le puede nombrar. Sin embargo, en el fondo, lo que resta, en el habla delirante del poeta, creo, es el amor (el amor carnal). San Juan da siempre el nombre de Amado al ser que huye y que se entrega. En Llama de amor viva, en modo imperativo, la amada le exige al amado: “¡rompe la tela de este dulce encuentro!”, o sea, rasga la tela virginal. En la lira final del canto, el amado, tras del acto amoroso, duerme; luego recuerda (despierta) y, amoroso y manso, enamora de nuevo a la mujer enamorada. Amado, amada, amor, palabras siempre encendidas, residuos de un poeta vital y apasionado, como es san Juan. Hay multitud de interpretaciones de la poesía y la mística de san Juan de la Cruz, empezando por la exégesis que el mismo poeta realizó de sus experiencias, traducidas, se puede decir así, a prosa. Me parece indispensable insistir en que la interpretación que doña Luce López-Baralt hace de la poesía de san Juan no es otra más, entre tantas. Es, entre las que conozco, la más sensata y coherente. Doña Luce ha demostrado, sin la menor sombra de duda, el vínculo oculto entre la poesía de san Juan de la Cruz y la cultura y las lenguas semíticas. Se sabe que el Cantar de los cantares fue el libro de cabecera del poeta. Lo que no se había dicho, y que ahora dice López-Baralt, es subrayar el paralelo, de ninguna manera evidente, entre la tradición mística musulmana y la poesía, al mismo tiempo amorosa y mística, de san Juan. Es una aportación de


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importancia extrema, un hallazgo hermenéutico que asombra por su novedad, su audacia y el rigor con el que se comprueba. La Academia Mexicana de la Lengua se enorgullece de haber premiado a doña Luce López-Baralt porque sus ensayos son, a un tiempo, precisos, complejos, bellos y una constante fuente de asombro intelectual. Felicidades, doña Luce López-Baralt, su obra es un ejemplo de gran erudición e inteligencia, de novedad, en el grado más alto de excelencia que puede lograr la prosa de lengua española.



ensayos en busca de nuestra expresiรณn hispรกnica: de Juan Ruiz a Luis Rafael Sรกnchez



La bella de Juan Ruiz tenía los ojos de hurí

Con su galantería legendaria, Gustavo Adolfo Bécquer consuela a una muchacha que dio en pensar que sus ojos verdes desmerecían su rostro agraciado: Porque son niña, tus ojos verdes como el mar, te quejas; verdes los tienen las náyades, verdes los tuvo Minerva, y verdes son las pupilas de las hurís del profeta.

Se equivocaba Bécquer. Las huríes del paraíso musulmán nunca tuvieron los ojos verdes, que hubieran horrorizado de seguro a los seguidores del profeta, poco proclives a los ojos claros.1 Pero no   Los ojos azules o verdes se suelen asociar en la literatura árabe a lo demoniaco o grotesco, como recuerda A. Bouhdiba en su ensayo “Les arabes et la couleur”, Hommage à Roger Bastide, puf, París, 1979, pp. 347-354. Todavía leemos en los códices aljamiado-moriscos los últimos ecos de esta antigua antipatía estética: en la leyenda de Alejandro Magno el color azul se le atribuye a los ojos de la temible gente de Amoazón, mientras que, en otra leyenda, se asegura que el día del Juicio, el justiciero Alidachel tornará al pecador, aunque sea blanco, en un negro de ojos 1

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inculpemos de ignorancia estética al cortesísimo poeta andaluz, que no hacía otra cosa que aleccionar a su niña en el aprecio de sus ojos marinos: es que el color de los ojos de las huríes ha resultado un verdadero enigma para Occidente, que no ha sabido qué hacer —ni cómo traducir adecuadamente— el misterioso resplandor de las pupilas de las compañeras sempiternas de los bienaventurados musulmanes. Abrimos el Libro Revelado y encontramos que las azoras xliv, 54 y lii, 20 desmienten en seguida el entusiasmo de Bécquer por los ojos glaucos, ya que nos describen a las compañeras paradisíacas de los elegidos como “bi- ūr ayn”. Abdullah Yusuf Ali ofrece la siguiente versión inglesa del pasaje coránico: se trata de compañeras celestes que tienen “beautiful, big, lustrous eyes”.2 Los ojos brillantes de las huríes resultan misteriosamente incoloros, una vez más, en la versión española del Corán de Juan Vernet: “Los casaremos con mujeres de ojos rasgados, huríes”.3 Arthur J. Arberry también abrevia la traducción del espinoso vocablo cuando traduce la citada azora xliv, 54: “We shall espouse them to wide-eyes houris”.4 Julio Cortés, por su parte, trae: “Y les daremos por espozarcos. Cf. F. Guillén Robles, Leyenda de Alejandro Magno, Imprenta del Hospicio Provincial, Zaragoza, 1888, p. 252; y Leyendas moriscas, Imprenta y Fundición de M. Tello, Madrid, 1886, t. 3, p. 338. Claro que ha habido importantes excepciones a la regla en las letras árabes: basta recordar con cuánto entusiasmo la poesía culta de Al-Andalus celebró los cabellos de oro y los ojos claros, característicos, de otra parte, de la familia omeya. Sin embargo, tenemos que admitir que lo hizo por excepción. Este rechazo generalizado de los ojos claros se perpetúa hasta la actualidad en muchos países musulmanes: hay mercaderes de zoco que actúan con recelo si el primer cliente de la mañana tiene los ojos azules o verdes, y tratan de deshacerse de él lo antes posible, incluso ofreciéndole la mercancía más barata. 2   The Holy Qur’ān, texto, traducción y comentarios de A. Yusuf Ali, McGregor y Werner, Nueva York, 1946, pp. 1352 y 1435. 3   El Corán, traducción, introducción y notas de Juan Vernet, Planeta, Barcelona, 1963, p. 558. 4   The Koran Interpreted, Oxford University Press, Londres, 1964, p. 515.


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sas a huríes de grandes ojos”.5 Los citados arabistas, en lugar de aludir directamente al color de los ojos de las hermosas vírgenes del Paraíso islámico, suelen celebrar su belleza luminosa se incorporar el término con el cual se habrían de conocer tanto en Oriente como en Occidente: huríes. Pero es que el mismo término “hurí”, por sí solo, daría la pista a un lector de árabe acerca del color real de las pupilas de las agraciadas féminas del trasmundo: se trata de ojos “resplandecientes” o “relucientes” justamente porque el negro azabache de la pupila y el blanco purísimo de la córnea contrastan fuertemente. Eso es precisamente lo que implica la voz awar, y el apelativo de ūrīya —hurí— aplicado como sobrenombre de las vírgenes del Paraíso.6 La raíz trilítera ūr, de donde estas voces derivan, asociada al concepto de “blanquear”, tiene, como es usual, muchos sentidos simultáneos. Entre ellos, está la noción de “cambiar”, “alterar” y de “transformar”,7 lo que nos permite saber que estos ojos “resplandecen” porque ofrecen a quien los mira un contraste dramático entre los colores blanco y negro que se alternan constantemente. La estética cromática árabe, como se sabe, celebra las nupcias de los contrarios y la alternancia dramática de un color al otro: recordemos el claroscuro zigzagueante de las celosías de sombra y luz, la iridiscencia de las cúpulas de Isfahán, la combinación del agua con el fuego en las fuentes de los jardines de Shalimar. Además del fogonazo contrastante de dichos colores extremos, el que los mira experimenta el deslumbramiento que su resplandor cambiante produce. Hay mucho de hechizo en los ojos relucientes de las huríes, y no es de extrañar, ya que se trata de la mirada de seres

El Corán, edición preparada por Julio Cortés, Herder, Barcelona, 1995, p. 573.   Cf. Arabic-English Dictionary, edición de J. M. Cowan, Spoken Languages Services, Ithaca, 1976, p. 212. 7   Ibid., p. 247. 5

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sobrenaturales. A. Yusuf Ali explica el sentido estético y espiritual del término ūr: ūr implies the following ideas: (1) purity, possibly the word awāriyūn, as applied to the first disciples of Jesus, is connected with this root; (2) beauty, especially of eyes, where the intense white of the eye balls stands out against the intense black of the pupil, thus giving the appearance of lustre, and intense feeling, as opposed to dullness or want of expression; and (3) truth and good-will.8

Si dejamos a un lado las cualidades morales asociadas al término ūr, encontramos una vez más en el comentario del estudioso las claves principales de la apariencia de este modelo estético de ojos: el contraste del blanco y el negro los hace parecer lustrosos, intensísimos y resplandecientes al que los mira. Consciente de la dificultad de traducción que conlleva el término “hurí”, también Julio Cortés ayuda al lector con una oportuna nota a pie de página en su traducción del Libro Sagrado: “Las huríes son doncellas del paraíso, libres de defectos físicos o morales, de ojos cuyo negro iris contrasta fuertemente con el blanco que lo rodea”.9 Sólo a un buen conocedor de la lengua y de la estética árabes le sería dado asumir ab initio que el apelativo ūr apunta hacia una mirada que se torna reluciente por la intensa antítesis cromática con la que estos ojos, enormes y rasgados, están agraciados. De ahí que estos ojos de la mujer hermosa árabe paradigmática —tan ajenos a la sensibilidad occidental— se suelen traducir a las lenguas occidentales de manera aproximativa e imprecisa. Algunas veces el traductor hará referencia simplemente al aspecto lustroso de estos grandes ojos, omitiendo por lo general cualquier información acerca   The Holy Qur’ān, op. cit., p. 1352.   Cortés (ed.), El Corán…, op. cit.

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de su color específico. De ahí a imaginar que estos ojos incoloros pero lumínicos pudieran ser verdes, como hizo Bécquer, no había más que un paso. Pero ante el cotejo con las fuentes árabes originales, ya sabemos de cierto que los ojos de las huríes y aun los de las féminas de belleza arquetípica de los poetas árabes fueron indiscutiblemente negros y no verdes.10 Su color azabache ha sido celebrado una y otra vez en la literatura árabe tradicional. En un arrebato apasionado, un poeta anónimo cuyos versos usurpa el Šeyj Nefwāzī admite que “Somos un pueblo tan fuerte que podemos doblar el acero, / pero sin embargo sucumbimos a los grandes ojos negros”.11 (Por cierto que todavía se escucha en España un fandango que repite la rendida celebración en términos parecidos: “ni los corregidores / tienen poderes / para los ojos negros / de las mujeres”.) Negros también eran los ojos que celebra el poeta místico Ibn ‘Arabī de Murcia en el siglo xiii: buen musulmán a fin de cuentas, no se inhibe de celebrar la belleza humana, cónsona con la divina. Las doncellas de rostro brillante que evoca en su Tarŷumān al-ašwāq, o Intérprete de los deseos, asesinan de amor con una mirada de sus ojos negros.12 En su edición bilingüe del poema, 10

Sobre la apariencia física de los personajes de la literatura árabe y aljamiado-­

morisca, cf. mi ensayo “La estética del cuerpo entre los moriscos del siglo xvi o de cómo la minoría perseguida pierde su rostro”, edición de Augustin Redondo, Le corps dans la société espagnole des xvi e et xvii e siècles, París, Publications de la Sorbonne, 1990, pp. 335-348, refundido y ampliado bajo el título de “Los moriscos ante el espejo”, en mi libro La literatura secreta de los últimos musulmanes de España, Trotta, Madrid, 2009, pp. 69-100. 11

The Glory of the Perfumed Garden. The Missing Flowers, Neville Spearman,

Londres, 1975, p. 200. El traductor, que vierte el texto al inglés en una versión muy profesional, sólo firma “H. E. J.”, incómodo de seguro por el contenido erótico de la obra de Nefwāzī (la versión española es de mi autoría). 12

Tarjuman al-Ashwaq. A Collection of Mystical Odes, traducción de R. A. Nichol-

son, Royal Asiatic Society, Londres, 1911, p. 92.


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R. A. Nicholson traduce el pasaje árabe original “bi- arf a war” 13 por “who murder with their black eyes”.14 Hay que decir que si fuéramos a traducir los versos del poeta murciano aún con mayor exactitud, tendríamos que aludir a la mirada de unos “ojos [asesinos] en los que contrasta el negro de la pupila con el blanco de la córnea”, ya que eso es exactamente lo que significa la voz a war, que es la que emplea Ibn ‘Arabī en su texto árabe original. Y ese es precisamente el contraste cromático que respeta sir Richard Burton en su traducción inglesa del Jardín perfumado de Šeyj Nefwāzī. Cuando el erotólogo establece su ideal estético femenino, celebra la calidad de ūr/ awar que deben tener, invariablemente, los ojos de su bella. Burton, sabiendo que el término es difícil de traducir en las lenguas europeas, aclara su sentido literal: “she will have eyebrows of Ethiopian blackness, large black eyes, with the white of them very limpid”.15 Con este mismo contraste deslumbrante del blanco y el negro juega el anónimo autor del Speculum al foderi, un sorprendente manual de higiene sexual del siglo xiv que se transforma de súbito, en sus capítulos finales, en un tratado erótico en toda forma (por cierto que nuestro misterioso médico catalán se cuida de no incluir en el índice de su códice estos últimos capítulos de alto contenido sexual). Cada vez sabemos más acerca de estos textos eróticos, obvias refundiciones de originales árabes, que circularon en España más ampliamente de lo que hemos querido admitir hasta ahora. Francisco Márquez Villanueva fue un “profeta” de la erotología hispánica orientalizada cuando teorizó en su espléndido ensayo “Las lecturas del Deán de Cádiz” 16   Ibid., p. 25.   Ibid., p. 92. 15   The Perfumed Garden, Castle Books, Nueva York, 1964, p. 21. 16   “Las lecturas del Deán de Cádiz en una cantiga de mal dizer”, en Studies in the “Cantigas de Santa María”: Art, Music, Poetry, actas del International Symposium on the Cantigas de Santa María, editado por I. J. Klotz y J. E. Keller, Hispanic Seminary of Medieval Studies, Madison, 1987, pp. 329-354. 13 14


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acerca de lo que solía leer el capitular gaditano de la cantiga de Alfonso X: se trataba de códices erotológicos que debían más a la cultura oriental que a Ovidio.17 Pero no perdamos de vista lo que nos interesa aquí: los ojos de “hurí” de las féminas arabizadas que nuestro anónimo médico adapta a su propia cultura estética “europea”. El autor instruye al lector en lo tocante a los distintos atributos que por fuerza ha de exhibir su “bella”, que se nos antoja, a todas luces, más oriental que catalana: En cuanto a la nobleza y la belleza de las mujeres, se trata de que tengan cuatro cosas muy negras: el pelo, las cejas, las pestañas y los ojos; cuatro cosas muy coloradas: las mejillas, la lengua, las encías y los labios; cuatro muy blancas: el rostro, los dientes, el blanco de los ojos y las piernas; cuatro muy estrechas: los orificios de la nariz y de los oídos, la boca, los pechos y las nalgas; cuatro muy redondas: la cabeza, el cuello, los brazos y las piernas; y cuatro muy perfumadas: la boca, la nariz, las axilas y el coño.18

No es arriesgado pensar que el autor de este curioso “Kāma Sūtra catalán” (el término es mío) está refundiendo algún original   He editado el manual en torno a la casuística del matrimonio que un anónimo morisco expulsado de Túnez en 1609 incluye en un extenso códice misceláneo que hoy conocemos como el ms. S-2 [II/9394] de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia de Madrid. Se trata de un texto inusitado para la historia de las ideas en España: por primera vez se celebra el placer sexual al margen de la culpabilidad religiosa, como anticipo de la contemplación misma de Dios. Para colmo, el autor del códice entrevera sus autoridades musulmanas con sonetos de Lope de Vega. Cf. Un Kāmā Sūtra español, Siruela, Madrid, 1992; 2a. ed. en Vaso Roto, México, 2017. 18   Citamos por la versión española de Teresa Vicéns, Speculum al joder. Tratado de recetas y consejos sobre el coito, Pequeña Biblioteca Calamvs Scriptorius, Barcelona y Palma de Mallorca, 1978, p. 47. En 1917 Ramón Miguel y Planas publica el Speculum en una edición de tirada muy restringida y dirigida a bibliófilos que parece no haber sobrevivido. Michael Solomon ha editado, por su parte, la versión bilingüe catalano-inglesa para el Hispanic Seminary of Medieval Studies de Madison, 1990. 17


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árabe, hoy perdido,19 en el que ha aprendido a gustar, entre muchas otras cosas, el contraste entre el blanco y el negro en los ojos de una mujer hermosa. Exactamente la misma característica estética la habrá de exigir la Doncella ūdūr o Teodor, aquella doncella marisabidilla en amores que protagoniza una escena de la versión castellana de las Mil y una noches. Uno de sus sabios interlocutores de corte la quiso avergonzar al interrogarla en lo tocante a su erudición erótica. Pero su intento de vencer sobre los conocimientos de la joven fue inútil, pues la virginal ūdūr lo dejó sorprendido, pues como buena árabe a fin de cuentas, pertenecía de lleno a una larga tradición teórica en materia de amores, que sabía manejar a la perfección: Digo que [la mujer debe ser] luenga en tres [cosas], que sea luenga d’esta[n]do, e que aya el cuello largo e los dedos luengos; [e] blanca en tres: el cuello blanco e los dientes blancos e lo blanco de los ojos blanco; e pryeta en tres: cavellos pryetos e las cejas pryetas, e lo de los ojos negro que sea pryeto; e bermeja en tres: labros, maxillas, enzías; e pequeña en tres: boca pequeña, narizes pequeñas e los pies pequeños; e ancha en tres: ancha de caderas20 e ancha de espaldas e ancha la fruente; e que sea muy plazentera a su marydo e muy ayudadera, e que sea pequeña de hedat.21   Aún no sabemos a ciencia cierta a quién traduce el anónimo escritor catalán, aunque sí hay que tomar en cuenta que comienza su códice citando respetuosamente a una autoridad árabe de nombre “Albafumet”. 20   Imposible no recordar aquí a la “bella” de Juan Ruiz, que también era “anchieta de caderas”. 21   Citados por la Crest. de R. Menéndez de Pidal, apud Libro de buen amor del Arcipreste de Hita, edición de Jacques Joset, Espasa-Calpe, Madrid, 1981, p. 164. Advertimos por cierto que la versión de Walter Mettman de la Historia de la doncella Teodor, Franz Steiner Verlag GMBH, Wiesbaden, 1962, p. 119, ofrece algunas variantes al paisaje que acabamos de citar. 19


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Salta pues a la vista que los ojos en contraste de blancura y oscuridad son el sine qua non de la bella por excelencia de la tradición estética árabe antigua, tradición que no dejó de reflejarse en las refundiciones y en los textos arabizantes del medioevo español. Lo que estos adaptadores peninsulares tendrían en mente era el término original ūr/ awar que se prestaba fácilmente a esta subdivisión en dos colores —negro y blanco— que debían tener inexorablemente los ojos, seguramente grandes y rasgados, de la fémina en cuestión. Los poetas de Al-Andalus, como era de esperar, celebraron a su vez esos ojos de tonos contrastantes, y Henri Pérès, en su versión francesa de estos poemas (que Mercedes García Arenal a su vez vierte al español), opta por una solución alterna: llamar a los ojos de tono bicolor no ya negros (ni blancos y negros) sino, directamente, “ojos de huríes”. Así procede Pérès, por ejemplo, cuando traduce los versos de Baššār ibn Burd o Ibn azm.22 No es la primera vez, ya nos consta, que un traductor del árabe da ese rodeo para salir de apuros: cuando el anónimo autor del ms. S-2 [II/9394] de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia de Madrid describe a las vírgenes del Paraíso coránico, evita a su vez llevar a cabo una descripción minuciosa de sus ojos incitantes al llamarlas, sencillamente “haurías”.23 El morisco, refugiado en Túnez tras la expulsión masiva de 1609, sería perfectamente consciente de que con este   Cf. Henri Pérès, El esplendor de Al-Andalus, traducción de Mercedes García Arenal, Hiperión, Madrid, 1983, pp. 406 y 408. 23   Así, por ejemplo, en el f. 246vº. Este morisco es el autor del Kāma Sūtra español al que he aludido en la nota 14 (p. 35), aunque el pasaje que ahora cito no pertenece a su tratado erotológico, sino a una descripción del Paraíso. Cf. la edición completa del códice, que titulamos Tratado de los dos caminos por un morisco refugiado en Túnez, edición de Álvaro Galmés de Fuentes, Juan Carlos Villaverde y Luce López-Baralt, Instituto Universitario Seminario Ramón Menéndez Pidal de la Universidad Complutense – Seminario de Estudios Arábo-Romanos de la Universidad de Oviedo, Madrid - Oviedo, 2005. 22


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apelativo adaptado de la voz árabe ūrīya (literalmente, hurí) 24 sus lectores bilingües —aquellos moriscos que llegaron a las playas de Berbería a principios del siglo xvii— habrían de entender que las compañeras de los bienaventurados recibían este apelativo por sus sugestivos ojos con fuerte contraste del negro y el blanco. La mirada de estas huríes del Paraíso y de su contrapartida terrenal, las féminas árabes favorecidas por la naturaleza, debía ser, como ya nos consta, resplandeciente y particularmente luminosa. Hay muchos traductores del árabe que optan por destacar tan sólo esta última característica de los ojos de hurí de las féminas árabes: su brillo —al margen de los colores contrastantes— que produce este lustre especial en la mirada. Ya indicamos que es precisamente en estos términos que muchos adaptadores del Corán a las lenguas occidentales intentan comunicar a sus lectores cómo eran los ojos de las compañeras de los elegidos. Aludían solamente a su parpadeante luminosidad y dejaban sin traducir su verdadero color, como hizo A. Yusuf Ali en su refundición del Libro Revelado. También otros traductores de textos árabes —tanto sagrados como profanos— optan por privilegiar en su descripción el destello resplandeciente de las miradas de las mujeres de hermosura paradigmática, aun cuando a veces aludan, por razones de exactitud, a su color negro contrastante con el blanco. Así, L. Bercher y G. H. Bousquet dan la siguiente versión de la esposa idealizada que describe Algazel a los candidatos al matrimonio: “h’awar veut dire: blancheur. La femme h’awrâ est celle dont le blanc et le noir de l’œil sont particulièrement éclatants…”.25 Otros traductores   Cowan, Arabic-English…, op. cit., p. 247, traduce la voz como “houri, virgin of Paradise; nymph”. Curiosamente, el arabismo que emplea el morisco no habría de ganar carta de naturaleza en la lengua española, que optó en cambio por la voz “hurí”. 25   Al-Ghazâlî, Le livre de bons usages en matière de mariage (extrait de l’Ihya’ . ‘Ouloûm ed-Dîn ou: Vivification des sciences de la foi), A. Maisonneuve – J. Thornton and Son, París – Londres, 1953, p. 62. 24


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se sirven del circunloquio y, como Yusuf Ali, sólo dan noticia escueta del brillo resultante de la mirada. Un personaje de la Gloria del jardín perfumado de Nefwāzī pormenoriza los atributos su dama, quien, en la versión del refundidor inglés, debe exhibir “eyebrows […] as perfect as if they had been traced with a pen or blackened with charcoal and the arch over eyes like those of a graceful fawn. They dazzle the onlooker and defy his powers of description…”.26 Estos refundidores nos dejan pues en lo esencial: el relámpago fulgúreo de estas pupilas inigualables. No indican su color, sino que se limitan a celebrar cómo deslumbran al afortunado admirador que las contempla. Privilegiar la cualidad dramática del brillo que debe tener la mirada hermosa por excelencia a expensas del color de los ojos ha sido una buena solución intermedia de estos sagaces refundidores del árabe. A fin de cuentas, el fogonazo súbito del resplandor de esos ojos hechizantes es su cualidad estética por excelencia. Uno de los más sagaces “traductores” de este relámpago de luz de los ojos de hurí fue el Arcipreste de Hita en el siglo xiv. A todos nos consta hoy que la “bella” de Juan Ruiz era “toda problemas” porque, con sus “dientes apartadiellos” y sus caderas “anchietas”, constituían un paradigma estético prácticamente irreconocible en Occidente. Y clásico, sin embargo, en Oriente. En estas páginas deseo añadir una curiosidad más de la bella a las que ya señalaron, en un célebre ensayo, Dámaso Alonso y Emilio García Gómez.27 El Arcipreste, que tanto pormenoriza los atributos de su dama, no nos indica el color que deben tener sus pupilas. Dando un misterioso (¿irónico?) mentís a aquellos ojos azules o verdes que se celebraban de manera obsesiva en el resto de la poesía   Nefwāzī, The Glory…, op. cit., pp. 208-209. Ya dejé dicho que el traductor nos oculta su nombre bajo las iniciales de H. E. J. 27   “La bella de Juan Ruiz, toda problemas”, De los siglos oscuros al Siglo de Oro, Gredos, Madrid, 1964, pp. 86-99. 26


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europea, Juan Ruiz nos convoca al reguste estético de unos “Ojos grandes, someros, pintados, reluzientes, / e de luengas pestañas, bien claras, pareçientes”.28 Resulta algo curioso el hecho de que don Amor, que es aquí quien dicta al Arcipreste el ideal estético femenino, pase por alto el cromatismo de estos ojos paradigmáticos que le propone. Un europeo, sin duda, lo echaría de menos. Pero no es mucho sospechar que los lectores —mejor, los oidores— del célebre librete de Juan Ruiz sabrían muy bien cómo gustar de estos ojos “reluzientes”: su lustre, ya lo sabemos, se debería sin duda al fuerte contraste del negro del iris con el blanco de la córnea. No había nada más que indicar al buen conocedor, ni dar más rodeos en la descripción física de aquellos ojos de la bella: la aclimatación española implícita del término awar/ ūrīya les sería clara a aquella mozarabía que escuchaba con tanto agrado y con tanto savoir faire al Arcipreste. De seguro lo supo entender mejor que nosotros. Advirtamos que don Amor subraya el brillo resplandeciente de estos misteriosos ojos de su hembra hermosa: deben ser no sólo “relucientes” sino “pintados”. Curiosos adjetivos. Este último término lo entiende Jacques Joset29 como “brillantes”, con lo que una vez más, estamos ante la celebración del extraño resplandor de la mirada agarena de la guapa de Juan Ruiz. Es curioso apuntar que me he encontrado con estos “ojos pintados” justamente en contextos literarios altamente “sospechosos” por su innegable arabización: los códices aljamiados. En el tratado astrológico incluido en el ms. Junta xxvi, el anónimo autor describe los ojos de los varones nacidos bajo el signo de Leo como “ojos pintados”.30 El guapo   Citamos el verso 433 de la edición antes mencionada de Joset, Libro de buen…, op. cit., p. 165. 29   Idem. 30   Cf. mi estudio al respecto, escrito en colaboración con Luisa Piemontese y Claire Martin, “Un morisco astrólogo, experto en mujeres”, Nueva Revista de Filología Hispánica, vol. 36, núm. 1, 1988, pp. 261-276; reeditado y puesto al día en 28


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leonino debió tener ojos brillantes por ser muy negros y estar en contraste con el blanco de la córnea.31 Es fuerza admitir que el anónimo morisco y Juan Ruiz compartían un mismo vocabulario cuando se disponían a describir los ojos orientales de sus personajes: debían estar traduciendo el mismo concepto árabe de ūr/ awar/ ūrīya.32 Esos ojos de la exótica bella de Juan Ruiz deberían ser, naturalmente, muy grandes y estar enmarcados por unas pestañas profusas y unas cejas muy bien delineadas: “luengas, altas en peña”.33 Salta a la vista que parecen unos típicos ojos agarenos. Pero hay que añadir otro dato a la pintura de estos ojos que le resultaron al Arcipreste paradigma de toda hermosura: don Amor los llama “someros”.34 Según Jacques Joset, estos ojos son “salientes”, por oposición a los ojos fondos o hundidos de la serrana fea que nuestro poeta vitupera estéticamente.35 También los árabes celebraron esta curiosa condición, con una pequeña variante que quién sabe si estaba también en la mente de Juan Ruiz. Nefwāzī exige que los ojos de su dama sean “someros” porque “they enhance with their curves all that lies below them”.36 Es decir, que “presiden” —por así decirlo— todo lo que queda bajo ellos en el rostro de la hermosa. En otras palabras: lo más hermoso del rostro de una mujer hermosa son sus ojos. mi citado estudio La literatura secreta de los últimos musulmanes de España, pp. 111-156. 31   Otros manuscritos aljamiados traen la variante de “ojos alcoholados”, que podrían haber sido pintados con carboncillo o al-kuh.ul, u ojos que, por su contraste de colores blanco y negro, parecerían pintados con carboncillo. 32   Debo señalar que mi respetado colega J. Joset tiene una visión distinta acerca de esta posible impronta árabe por parte de Juan Ruiz. Cf. su estudio Nuevas investigaciones sobre el Libro de buen amor, Cátedra, Madrid, 1988. 33   Joset, Libro de buen…, op. cit., v. 432c 34   Ibid., v. 433a. 35   Ibid., p. 165. 36   Nefwāzī, The Glory…, op. cit., p. 209.


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Todo parece indicar que Dámaso Alonso no andaba descaminado cuando reflexionaba que en la dama del Arcipreste había un grupo de elementos que se podrían considerar ajenos o al menos extraños a la cultura occidental, pero que en cambio “todos […] han surgido con ímpetu, irrestañables, en el primer par de sangraduras que (gracias a García Gómez) hemos hecho en la vena árabe”.37 Esa vena, que yo misma he sangrado anteriormente en otros ensayos en torno al Arcipreste,38 ha dado mucho de sí y habrá de dar aún más cuando dejemos de desdeñar la contextualidad literaria árabe en nuestras exploraciones acerca del Libro de buen amor. No pueden parecernos extrañas en un poeta que sabe rimar en un árabe dialectal impecable.39 Por el momento cabe adelantar que aquellas “enzías bermejas” de las que no hubiera hecho gala jamás Melibea y mucho menos Madonna Laura, son sin embargo requisito sine qua non de las bellas del islam, desde la de Nefwāzī hasta las que vimos avalaban tanto el anónimo autor del Speculum al foderi como la erudita ūdūr. Tan deseables era las encías bermejas que las hijas de Agar masticaban unas nueces especiales que les teñían las encías de un color rojo aún más intenso. Una   García Goméz, “La bella de Juan Ruiz…”, art. cit., p. 462.   “Juan Ruiz y el Šeyj Nefwāzī ‘elogian’ a la dueña chica”, La Torre, 1, 1987, pp. 461-472; “Sobre el signo astrológico del Arcipreste de Hita”, Huellas del islam en la literatura española. De Juan Ruiz a Juan Goytisolo, Hiperión, Madrid, 1985 y 1989, pp. 43-58. Para una bibliografía de los elementos arabizados del Libro de buen amor y, en particular, de la bella de Juan Ruiz, véanse estos ensayos y la citada edición de Jacques Joset, especialmente las pp. 163-166. 39   Así, en los versos en los que describe cómo la mora desprecia el mensaje del Arcipreste que le trae la Trotaconventos (vv. 1508 ss.). Es curioso apuntar en este sentido que la mora, personaje que solía ser considerado precisamente como un sex symbol en la época, es la única mujer que pone coto a los avances del lascivo Arcipreste. ¿Estamos ante otra broma de nuestro inquieto poeta, que estaría rindiendo un curioso e inesperado homenaje a estas mujeres árabes que sin duda alguna le fueron familiares en su vida personal en aquella España que aún no había asfixiado su orientalidad cultural? 37

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vez más, estamos ante un gusto por los colores en dramático contraste, que se da ahora entre el rojo encendido y el blanco de los dientes. Estos dientes, por último, debían ser para los erotólogos del Islam invariablemente “agudillos”,40 tal como los quería a su vez nuestro Arcipreste. Y la nariz, también al más estricto gusto semita: “afilada” la exige Juan Ruiz, y Nefwāzī, en idénticos términos pero más poéticos, la imagina “tan afilada como la punta de una espada bruñida”.41 Claro que los expertos del islam desnudan a su bella y celebran sus encantos ocultos, para los que también hay reglas precisas: aquí al Arcipreste le pesa demasiado su herencia cultural cristiana y, más púdico, se contenta con advertir al lector “puna de aber muger que la vea sin camisa” (435c). Con todo, salta a la vista que el enigmático poeta peninsular sigue las lecciones magisteriales de los erotólogos árabes, que, como dejamos dicho, debieron haber circulado en España mucho más de lo que hemos querido admitir hasta ahora. Parece irónico el hecho de que don Amor invoque a Ovidio y al Liber Pamphilus antes de comenzar su alocución estética en torno a esta bella “inclasificable”: nada de lo que enseña la figura alegórica del Amor a su buen alumno el Arcipreste se encuentra allí, sino precisamente en los libros de erotología oriental. Pero ya sabemos cuánto cita en falso el travieso Juan Ruiz: su alusiones espúreas parecen ser la regla y no la excepción.42 Los “problemas” que aquejan a la bella de Juan Ruiz se van esfumando cuando los consideramos desde sus contextos literarios árabes, que parecen obligados para entender el Libro de buen   Así, por ejemplo, en Nefwāzī “teeth that are sharply cut and as white as pearls”, The Glory…, op. cit., p. 209. 41   Idem. La traducción española es mía. 42   Para las citas equivocadas de Ptolomeo, que una vez más hay que referir a fuentes árabes, cf. mi citado ensayo “Sobre el signo astrológico del Arcipreste de Hita”. 40


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amor. Todo parece indicar que los ojos resplandecientes de la hermosa del Arcipreste son los mismos ojos lustrosos de las huríes del Paraíso y de las más hermosas entre las hijas de Agar. No era necesario indicar su color: tan sólo por el resplandor se sabía que debían ser negros en contraste con una esclera muy blanca. Tan tarde como el siglo xx, el mexicano Agustín Lara, autor de la célebre pieza “Granada”, cantó a la “mujer que conserva el embrujo de los ojos moros”. Ya sabemos que esos ojos moros, cuyo color huelga explicitar, envolvieron en su legendario embrujo (si r) no sólo a los hispanoárabes, sino a los escritores españoles que aún se comportaban como mudéjares a lo largo de la Edad Media. No es mucho pensar que la bella preconizada por don Amor, más agarena que española, embrujó un día al Arcipreste con sus ojos “reluzientes” de ūrīya del Paraíso.


Acerca del aroma del Yemen en las letras del Siglo de Oro y de la dificultad de su estudio A Raimundo Lida, otra vez más

Voy a compartir con ustedes la historia de un largo asombro: la historia de mi incurable perplejidad ante las letras del Siglo de Oro español. Por cierto que no he estado sola, ya que ese mismo sentido de sorpresa lo han compartido los lectores más diversos de mi campo de estudio: autores como san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús, Cervantes y los anónimos autores aljamiados —por hablar de algunos casos representativos— han desfamiliarizado de tal modo a sus destinatarios que han generado un problema de recepción literaria que se ha prolongado por siglos. Algunas obras medulares del Renacimiento español violan la norma literaria al uso porque están aureoladas por una fragancia del Yemen —como diría el pakistaní Muhammad Iqbal— que, por resultar desconocida, ha desorientado a sus receptores literarios. En el horizonte de expectativas del lector usual de los siglos áureos no encaja con comodidad la posibilidad de un diálogo intertextual con Oriente. Nuestro sentido de extrañamiento es tan profundo que, aún conociendo las literaturas semíticas, nos cuesta asumir su presencia inquietante en las páginas de santa Teresa o de Cervantes. Si bien a la zaga de las huellas orientales del Siglo de Oro he logrado importantes hallazgos e incluso rescatado textos olvidados, también yo, como habré de explicar, he tenido dificulta47


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des en mi proceso de lectura: ni siquiera un estudioso familiarizado con Oriente acierta siempre a leer lo que le está diciendo a gritos un texto español renacentista. Por más, a los mismísimos autores les resultó cuesta arriba este diálogo literario, que ya a la altura del Siglo de Oro sólo se podía hacer de manera solapada porque podría resultar peligroso o incriminatorio.

I. Unos adarmes de la poética de la recepción y una confesión sobre mi propio

horizonte de expectativas

Para explorar estas obras representativas de los siglos de oro que niegan las experiencias familiares del lector voy a servirme de algunas nociones de la poética de la recepción (Rezeptionsästhetik). Decía Borges en “La busca de Averroes” que se había acercado a Ibn Rushd “sin otro material que unos adarmes de Renan, Lane y de Asín Palacios”.1 Yo, por mi parte, me voy a servir de unos adarmes de la obra de Hans Robert Jauss2 y Wolfgang Iser,3 de la Escuela de Constanza; de Umberto Eco,4 Jacques Leen  Jorge Luis Borges, Obras completas, Emecé, Buenos Aires, 4 vols., 1989, vol. i, p. 588. 2   Hans Robert Jauss, Aesthetic Experience an Literary Hermeneutics, traducción del alemán por Michael Shaw, introducción de Wlad Godzich, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1977; Toward an Aesthetic Experience of Reception, traducción del alemán por Timothy Bathi, introducción de Paul de Man, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1982; La historia de la literatura como provocación, traducción de Juan Godo Costa y José Luis Gil Aristu, Península, Barcelona, 2000. 3   Wolfgang Iser, “Interaction between the Text and Reader”, en Susan Suleiman e Inge Crosman (eds.), The Reader in Text Essays on Audience and Interpretation, Princeton University Press, New Jersey, 1980. 4   Umberto Eco, The Role of the Reader, Indiana University Press, Bloomington, 1979; The Open Work, Harvard University Press, Cambridge, 1989; The Limits of Interpretation, Indiana University Press, Bloomington – Indianapolis, 1994. 1


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hardt 5 y Carroll Johnson.6 Estos teóricos conciben la lectura como un proceso hermenéutico dinámico que presupone una relación de diálogo con el lector.7 Jauss concibe la construcción literaria de un texto como un “triángulo formado por autor, obra y público” 8 y postula que el “horizonte de expectativas” está constituido por las experiencias literarias y vitales e incluso por los “prejuicios” del lector.9 El texto varía de acuerdo con sus reacciones: rechazo, sorpresa, aprobación, comprensión retardada. Hay textos que producen tal “extrañamiento” que son rechazados por el receptor, aunque en ocasiones, a la larga, se forja un nuevo “horizonte de expectativas” para dichos textos. Otras obras, en cambio, cumplen con las expectativas estéticas y éticas del lector al uso, mientras que aun otras convocan el “horizonte de expectativas” del lector tan sólo para destruirlo. (El “Cántico espiritual” de san Juan de la Cruz, como veremos, es ejemplo cimero de ello.) Jauss indica, por otra parte, que una obra literaria predispone a su lector para un modo de recepción determinado sirviéndose de estrategias textuales que suscitan recuerdos de cosas ya leídas y emociones específicas.10 Umberto Eco postula a su vez la circularidad del acto de la interpretación, aceptando que un mensaje textual depende en cierto grado de la “respuesta” de su destinatario.11 Distingue entre el autor   Jacques Leenhardt, “Toward a Sociology of Reading”, en Susan Suleiman e Inge Crosman (eds.), The Reader in Text…, op. cit.  6   Carroll B. Johnson, “Cervantes and the Unconscious”, en Ruth A. El-Saffar y Diana de Armas Wilson (eds.), Quixotic Desire: Psychoanalytic Perspectives on Cervantes, Cornell University Press, 1993, pp. 81-90.  7   Jauss, La historia de la literatura…, op. cit., p. 29; Eco, The Limits of Interpretation, op. cit., pp. 46-47.  8   Jauss, La historia de la literatura…, op. cit., pp. 158-159.  9   Jauss, Aesthetic Experience..., op. cit., p. xii. 10   Jauss, La historia de la literatura…, op. cit., p. 164. 11   Eco, The Limits of Interpretation, op. cit., p. 45.  5


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empírico y el “Autor Modelo”, y entre el lector empírico y el “Lector Modelo”. El “Autor Modelo” prevé al “Lector Modelo”, pero ambos son en última instancia estrategias textuales que superan las limitaciones del autor y lector empíricos.12 Eco explica que un texto que “desfamiliarice” al lector porque viola su norma estética tiende a reclamar un “lector crítico” o “modelo”. Los textos áureos reclaman, como veremos, este tipo de lector, que Michel Rifaterre llama “archilector” o superreader; Stanley Fish “lector informado” e Iser “lector implícito”.13 Eco distingue también entre la intentio auctoris, la intentio operis y la intentio lectoris. Una cosa es lo que el autor empírico quiso decir y otra lo que el texto dice a despecho de la intención del autor. Algunos textos de mi muestrario, por cierto, hablan a despecho de la supuesta “intención” de sus autores, complicando aún más el proceso de lectura. Jauss reconoce, por otra parte, que es difícil reconstruir el “horizonte de expectativas” de una obra en cada momento histórico en que fue leída.14 En estas páginas, sin embargo, intentaré reconstruir en la medida de lo posible la lectura que han suscitado los autores de mi muestrario, ya que esto arrojará luz sobre los distintos “horizontes de expectativas” con los que sus obras chocaron. Para comprender mejor el proceso de recepción de estos textos resulta también útil el experimento que el sociólogo de la literatura, Jacques Leenhardt,15 llevó a cabo en torno a la teoría de la recepción. Un equipo de investigadores de Francia y otro de Hungría dieron a leer a un público de quinientos lectores de cada país dos novelas, una francesa y otra húngara. El experimento dejó ver   Wenceslao Castañares, De la interpretación a la lectura, Iberediciones, Madrid, 1994, p. 181. 13   Ibid., p. 91. 14   Ibid., pp. 82-83. 15   Leenhardt, “Toward a Sociology of Reading”, art. cit. 12


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que los lectores tienden a imponer sus coordenadas culturales en el texto que leen, desvirtuándolo en el proceso de “apropiárselo”. Los lectores húngaros estereotipaban “a la húngara” la novela francesa, privilegiando los episodios inconexos a despecho de la coherencia orgánica de la obra. A los franceses, por su parte, les resultó difícil asumir la estructura fragmentaria de la novela húngara, y la “reorganizaban” de manera espúrea al texto. El plaisir du texte se daba sólo cuando ambos grupos podían imponer su tabla de valores estética a la obra en cuestión. Leenhardt concluye que un lector tiene dificultad en apropiarse de un texto cuya cultura no maneja. La literatura del Siglo de Oro dialoga precisamente con unas literaturas —la hebrea y la árabe— que sus lectores suelen desconocer. De ahí que malentiendan estas obras, que a veces consideran falsamente “originales”. Esta desfamiliarización ha sido tan extrema que podría deberse a razones no sólo estéticas, sino emocionales. Carroll Johnson se ha ocupado de este ángulo hermenéutico sirviéndose de psicoanalistas como Joel Novel y Norman Holland,16 que postulan cómo el inconsciente del lector “resuena” con una obra de acuerdo a su propias vivencias profundas. No sólo leemos un texto, sino que, como postula Jacques Lacan, el texto también nos lee a nosotros. Johnson confiesa que ha leído el episodio del descenso de don Quijote en el lago hirviente, donde unas damas lo desvisten y halagan (i, 50) como una fantasía sexual de dominio fálico.17 Su lectura contrasta con la de Ruth El-Saffar, que interpreta el mismo pasaje como una fantasía nutricia materna (i, 50), ya que don Quijote no hace nada a las damas, sino que ellas se lo hacen todo al caballero. Johnson admite que fue incapaz de advertir que el hidalgo, cansado de ser un adulto viviendo entre peligros, soñara con regresar momentáneamente al útero materno bus  Johnson, “Cervantes and the Unconscious”, art. cit., pp. 84 ss.   Ibid., p. 87.

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cando protección. Su “ceguera” ante estas posibilidades alternas de lectura le revelaron aspectos desconocidos de su propia psique, y también le hicieron sospechar que El-Saffar se limitaría tan sólo a la dimensión maternal de la escena a causa de sus propias pulsiones inconscientes. Hay cosas que un lector ve en un texto, pero también hay otras que es incapaz de ver. Por más que se las documenten adecuadamente no las aceptará, porque su psique profunda choca contra ellas. La resistencia emocional que han confrontado los lectores de los textos áureos que nos ocupan podría delatar un temor larvado que la gestación histórica de los mismos ayuda a explicar. Todos conocemos los “tiempos recios” en los que se escribieron los textos en cuestión, y los propios autores dan noticia puntual de ello. Rodrigo Manrique confiesa en 1553 a Juan Luis Vives, cuyo padre había sido quemado por judaizante y los huesos de cuya madre fueron quemados veinte años después de muerta, lo siguiente: “… nadie podrá cultivar las buenas letras en España sin que […] se descubra en él un cúmulo de herejías, de errores, de taras judaicas […] se les ha impuesto silencio a los doctos, [y ello] les ha inspirado, como dices, un enorme terror”.18 López Pinciano lo secunda en carta de 1556 a Jerónimo Zurita: Lo peor de todo es que querrían [los inquisidores] que nadie se aficionase a las letras humanas por los peligros, entienden ellos, que en ellas hay […] ésta y otras necedades me tienen desatinado, que me quitan las ganas de seguir adelante.19

El erudito gramático Antonio de Nebrija tampoco quiere “seguir adelante” y se siente incluso inhibido de pensar: “¿Qué esclavitud 18

Ángel Alcalá et al., Inquisición española y mentalidad inquisitorial, Ariel, Bar-

celona, 1984, p. 149. 19   Ibid., p. 303.


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es ésta […] que no se te permite decir libremente lo que sientes? […] Y no sólo no se te permite hablar, sino ni siquiera escribir algo escondido en tu propia casa, musitarlo solo en lo profundo de una fosa, o darle vuelta a solas?” 20 Un inquisidor escribió al margen de los comentarios a la versión española del Cantar de los cantares de fray Luis de León: “no sé qué quiso decir esta bestia”.21 La “bestia” (fray Luis) se queja de que fue obligado a escribir la Triplex Explanatio latina de los Cantares: … lo hice coaccionado […]. En […] nuestro tiempo la tarea de escribir […] es demasiado peligrosa […]. Me ha sucedido lo que debe sucederle a todos los que […] escriben algo, que no están de acuerdo con muchas cosas de las que escriben […]. Estoy descontento conmigo mismo […]. Pues al estar obligado y ser llamado a otro lugar distinto del que se desea, la mente va a disgusto, y por ello parca y malignamente sugiere sentencias y palabras…22

El miedo de estos autores contagiaría sin duda a sus lectores, que rechazarían sus textos por extraños o por comprometedores. Toda sospecha de semitismo quedaba asociada a partir del siglo xv con herejía. No son lo mismo los misterios poéticos de Góngora, nacidos de su rendido homenaje a la sintaxis latina y a la simbología clásica, que el larvado homenaje que lleva a cabo san Juan de   “Quid dicere? Immo nec intra parietes latitans scribere, aut scrobibus immurans infondere, aut saltem tecum voluntas cogitare”, apud Ángel Badillo Sáenz, La filología biblíca en los primeros hebraístas de Alcalá, Verbo Divino, Navarra, 1990, p. 46. 21   Manuel Fernández Álvarez, El fraile y la Inquisición, Espasa-Calpe, Madrid, 2002, p. 195. 22   José María Becerra Hiraldo, “El ‘Cántico espiritual’ de san Juan de la Cruz y la In Canticum Canticorum Triplex Explanatio de fray Luis de León”, en C. Argente et al. (eds.), Homenaje al profesor Antonio Gallego Morrell, Universidad de Granada, Granada, 1989, vol. i, pp. 12-13. 20


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la Cruz a la sintaxis profunda del hebreo del Cantar y a la simbología mística que un lector enterado reconoce como islámica. Este “multiculturalismo” literario y espiritual era peligroso: costó años de cárcel a fray Luis, e hizo que Teresa de Jesús quemara los Conceptos del amor de Dios, su esbozo de glosa al epitalamio bíblico. Poetas como san Juan de la Cruz ni siquiera se molestaron en publicar sus obras; mientras que los moriscos españoles redactaron sus atribuladas memorias desde la más estricta clandestinidad. Agonías escriturísticas como éstas contribuyen al “extrañamiento” y a la cautela que buena parte de la literatura áurea produce, aún al cabo de siglos, en el lector. Digamos algo más de ese lector “desfamiliarizado”, porque yo misma fui uno de ellos. Se me habrá de perdonar el dato autobiográfico, pero el proceso de ensanchar mi “horizonte de expectativas” reviste interés antropológico. Fue precisamente ese proceso, sin embargo, el que me proveyó de herramientas críticas útiles para abordar los textos aureoseculares que más “extrañamiento” me habían producido. Estudié mi doctorado en lenguas románicas en la Universidad de Harvard, bajo la tutela de los discípulos de Américo Castro, Stephen Gilman y Juan Marichal, y con Raimundo Lida, gran admirador de Asín Palacios, cuyo magisterio abierto y generoso ha sido para mí impagable.23 Esto me abrió la posibilidad de estudiar los clásicos españoles con un nuevo sentido de libertad. Como Francisco Márquez Villanueva, cuando leí por vez primera La realidad histórica de España “fue como si un rayo me hubiera explotado a los pies”. Surgía para mí una España inédita, fecundamente mestiza, como mi propia América, bien que de otro modo, de la que no había tenido noticia. Comprendí que ocho siglos de diálogo intercultural entre cristianos, moros y judíos tenían que haber dejado   No tuve la suerte de coincidir en Harvard con Francisco Márquez Villanueva, pero poco después lo conocí, y me hermané con sus trabajos para siempre. 23


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huellas importantes en las letras españolas. En el Madrid donde estudié al final de la década de los sesenta, los libros fundacionales de Castro aún se obtenían clandestinamente en librerías en las que el comprador quedaba fichado. Castro, como se sabe, gestó su propuesta seminal en torno a una España pluralista desde Princeton y publicó sus libros decisivos en Buenos Aires y México. En muchos sentidos, su revolución histórica es un fenómeno americano —como su nombre de “Américo” y como su nacimiento en Brasil indica— del que yo me beneficié de manera directa. La conjunción del espacio americocastrista de Harvard con mi condición hispanoamericana fue afortunada. Desde las “ínsulas extrañas” poseo, por necesidad, una óptica fraterna para la conflagración de culturas. Borges, haciéndose eco de T. S. Eliot y de Henry James,24 reflexionó sobre las particulares circunstancias del creador hispanoamericano en “El escritor argentino y la tradición”:25 al no pertenecer estrictamente a ninguna tradición literaria europea, las saquea y se las apropia todas con un alto grado de libertad intelectual y artística. De ahí que las transgresiones de san Juan o de Cervantes no me incomodaran: su mestizaje literario ya estaba en mi “horizonte de expectativas” vital caribeño. Por eso mismo acometí la extraña aventura de escribir una tesis doctoral para explorar el asombro que me producía san Juan de la Cruz. El poeta me “desfamiliarizó” desde el principio, pues en mi “horizonte de expectativas” no encajaban bien sus versos. Hasta que un día conversé con una amiga de Bagdad, Wasmaa’ Chorbachi, y le expliqué que no comprendía el delirio verbal de san Juan ni mucho menos su alucinante simbología mística. Wasmaa’ sonrió ante mis quejas, y al fin me dijo: “Todo esto que a ti te parece raro es muy familiar para mí. Vamos a la biblioteca a leer a los poetas mís24

Cf. Arturo Echavarría, “Presencias y reconocimientos de América en Europa en

Una familia lejana de Carlos Fuentes”, La Torre, núm. ix, 1995, pp. 383-405. 25   Borges, Obras…, op. cit., vol. i, pp. 267-274.


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ticos del islam, para que veas por ti misma los paralelos que tienen con san Juan”. Y peregrinamos a la monumental Widener, que para Jorge Guillén, que vivía entonces en Cambridge, “justificaba el descubrimiento de América”. Cuando leí los versos regocijados de Ibn al-‘Arabī e Ibn al-Fāri vi que el lenguaje aleatorio de mi poeta no sólo imitaba los deliquios del Cantar de los cantares, sino que era cónsono con las casidas místicas de los sufíes. La estructura molecular de sus poemas era típicamente árabe, así como sus enigmáticas glosas aleatorias, mientras que muchos de sus símbolos místicos más importantes correspondían al trobar clus codificado de la mística islámica. La islamóloga Annemarie Schimmel me explicó a su vez que a ella nunca le había parecido extraño san Juan porque lo leía “como si fuera un sufì”. Mi “horizonte de expectativas” comenzaba a abrirse: algo tenía que explicar que una estudiante de Bagdad y una islamóloga alemana sintieran “familiar” al poeta que tanto “desfamiliarizaba” a los estudiosos occidentales. Mi amigo Jorge Guillén se desconcertó ante los avances de mi tesis y me decía —bromas-veras— “si sigue usted encontrando más rasgos sufíes en ese al parecer morabito san Juan de la Cruz, me voy a Covadonga. ¡Que me voy a Covadonga!” Claro que don Jorge tenía recibido a san Juan a través de Paul Valéry,26 que lo consideraba un simbolista avant la lettre. Mis profesores, por otra parte, asombrados ante mis curiosos hallazgos, me enviaron al Líbano a estudiar el árabe y el misticismo islámico. Descubrí que conviene ser arabista para estudiar con más provecho obras como el Libro de buen amor, el “Cántico” o las letras aljamiado-moriscas, que, como las jarchas, cierran de entrada el acceso al lector al uso por estar transliteradas en caracteres semíticos. Había estado leyendo muchos textos españoles con la mitad de las herramientas críticas que ellos mismos exigían, y de ahí mi desconcierto.   Paul Valéry, “Cantique spirituel”, Œuvres, Gallimard, París, 1962, pp. 445-457.

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II. De cómo san Juan de la Cruz desafía nuestro “horizonte de expectativas”

Exploremos el caso de san Juan, que tanto “extrañamiento” me había producido. Su poesía, “misteriosa como un aerolito”, como la describe Dámaso Alonso, había desafiado el “horizonte de expectativas” de sus lectores, y yo misma cargaba con este rechazo de siglos cuando accedí a ella. El “Cántico” le produjo “religioso terror” a Marcelino Menéndez Pelayo,27 mientras que Dámaso Alonso admite su “espanto” ante estos versos, que considera “los más dificultosos de la literatura española”.28 Roger Duvivier29 alude a la obra del santo como una “œuvre inclassable”; Pi y Margall30 la encuentra “incorrecta” pero “sublime” y “completamente nueva” 31 y Azorín,32 por su parte, delata las “transgresiones gramaticales” del “Cántico”. Antonio de Campagny no se queda atrás cuando se queja de que los versos de san Juan a menudo le parecen “descuidados”.33 Los misterios sanjuanísticos llevaron a Paul Valéry34 a releer al poeta desde la perspectiva de las vanguardias, donde estos   Marcelino Menéndez Pelayo, Estudios de crítica literaria, Sucesores de Rivadeneyra, Madrid, 1884, p. 55. 28   Dámaso Alonso, La poesía de san Juan de la Cruz (Desde esta ladera), Aguilar, Madrid, 1966, p. 18. 29   Roger Duvivier, La genèse du Cantique spirituel de Saint Jean de la Croix, Les Belles Lettres, 1971, p. 285. 30   Francisco Pi y Margall, “Prólogo a las obras del Bto. padre Juan de la Cruz”, en Escritores del siglo xvi, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1853, p. xix. 31   Sobre la “novedad” literaria de san Juan, Luce López-Baralt y Eulogio Pacho, San Juan de la Cruz. Obra completa, Alianza, Madrid, 1991, pp. 7 ss. 32   Azorín (José Martínez Ruiz), Historia de la lengua y la literatura castellana (Época de Felipe II), Imprenta de Galo Sáenz, Madrid, 1930, pp. 95-96. 33   Antonio de Campagny, Teatro crítico de la eloqüentia española, A. de Sancha, Madrid, 1787, vol. ii, p. 138. 34   Valéry, “Cantique spirituel”, art. cit., p. 449. 27


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“excesos” alucinatorios tenían cabida, y enseñó a los poetas de la Generación del 27 a asumir —y aún a amar— a san Juan como un poeta curiosamente “afrancesado”. Carlos Bousoño35 lo considera sin más como un “poeta contemporáneo” avant la lettre.36 Los textos del reformador se comenzaron a aceptar sólo cuando se forjó para ellos un nuevo “horizonte de expectativas” poético en el siglo xx. Jauss37 dejó dicho, sin embargo, que una obra literaria nunca opera en el vacío, sino que predispone a su destinatario mediante señales implícitas para lograr un modo de recepción determinado. El “Cántico” envió esas señales, sólo que eran equívocas: era un poema pastoril, pero no remitía a Virgilio; era una égloga amorosa, pero su trama resultaba opaca; era un poema místico, pero a la vez erótico; estaba escrito en liras italianas, pero apostaba a un delirio verbal inusitado en el Renacimiento. Las señas estaban dadas, pero desestabilizaban el “horizonte de expectativas” del lector al uso. ¿Quién sería el “lector soñado” de un poema tan transgresor como el “Cántico”? Por suerte, tenemos documentado el proceso de escritura y de lectura de estos versos: el poeta escribe para una lectora ideal, la madre Ana de Jesús, destinataria del poema. Fue su “archilectora”, en primer lugar, por su condición de mística, que compartía con el autor de los versos, según el propio poeta indica en el prólogo a su “Cántico espiritual”. Le dice el poeta: “aunque a Vuestra Reverencia le falte el ejercicio de la teología escolástica, con que se entienden las verdades divinas, no le falta   Carlos Bousoño, Teoría de la expresión poética, Gredos, Madrid, 1970.   Cf. también María Jesús Mancho Duque y José Antonio Pascual, “La recepción inicial del ‘Cántico espiritual’ a través de las variantes manuscritas del texto”, en Agustín García Simón y Salvador Ros (eds.), Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, Junta de Castilla y León, Valladolid, 1993, vol. i, pp. 107-122. 37   Jauss, La historia de la literatura…, op. cit., p. 164. 35

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el de la mística, que se sabe por amor, en que no solamente se saben, mas juntamente se gustan”. 38 Gracias a sus experiencias abisales Ana comprendería que la sabiduría mística por ninguna “manera de palabras” se puede explicar.39 En el “Cántico” la afasia propia del éxtasis traduce en vehementes “dislates” por la “abundancia del espíritu” que conlleva.40 Y estos “dislates” —el texto presume que lo sabrá su lectora— emparentan de manera natural con los deliquios del Cantar de los cantares, que por la sobreabundancia de su sentido, “habla misterios en extrañas figuras y semejanzas”.41 El poeta explica a su Lectora Ideal, con gran complicidad literaria, que debe asumir el mensaje profundo de las liras que le iba dedicando desde las coordenadas literarias la estética de un poema semítico, el Cantar de los cantares. San Juan asumía que Ana de Jesús no habría de rechazar los “dislates” de su “Cántico” porque la suya era una poesía, como la del Cantar, que rebosaba inteligencia mística y que de la “abundancia del espíritu” vertía unos secretos y misterios tan plurivalentes y aleatorios como la experiencia misma que pretendían celebrar. El reformador explica a su dirigida espiritual por qué ha elegido al Cantar hebreo como paradigma poético: Las cuales semejanzas [imágenes poéticas plurivalentes y extrañas] … antes parecen dislates que dichos puestos en razón, según es de ver en los divinos Cantares de Salomón […] donde, no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas.42 38   San Juan de la Cruz, Obras completas, edición de Luce López-Baralt y Eulogio Pacho, Alianza, Madrid, 1991, vol. i, p. 10. 39   Idem. 40   Idem. 41   Idem. 42   Idem.


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Extraña teoría poética, no cabe duda, para un escritor renacentista europeo. Comparte con su cómplice espiritual la concepción de un lenguaje polivalente al que la traducción de san Jerónimo, necesariamente más unívoca, no puede hacer, a todas luces, verdadera justicia. Sus dislates henchidos de significados múltiples y desconcertantes son hijos directos del misterioso canto de boda. El “Cántico” como texto asume de lleno la incoherencia verbal del epitalamio y asume a su vez que éste entre en el horizonte de expectativas del destinatario al momento de la lectura. Extraña teoría poética, no cabe duda, para un escritor renacentista. El destinatario del “Cántico” debe cerrar a Virgilio y a Petrarca “bajo seis llaves” para acceder adecuadamente a la lectura del poema, cuyos dislates consuenan con los versículos alucinados del epitalamio hebreo.43 Así lo haría la madre Ana, que leía en un ambiente conventual ajeno a la erudición clásica y afín, en cambio, a la espiritualidad asociada al Cantar. San Juan, a su vez, da la espalda a su educación clásica y se hermana con su lectora “soñada” cuando redacta sus versos hebraizantes. Por cierto que el poeta dedica su poema teológico más complejo, la “Llama”, a Ana de Peñalosa: san Juan escribió ante todo para mujeres. Pudo innovar su poesía para ellas sin mayor escándalo, pues en el “horizonte de expectativas” de estas féminas estaba Salomón antes que Virgilio. El reformador restringió siempre su público lector: dejó dicho que su intento no era “hablar con todos, sino con algunas personas” de su orden religiosa,44 sabiendo bien que sus exigencias textuales eran demasiado extremas.   San Juan ha dejado dicho a su lectora, la madre Ana, con toda claridad que considera que el epitalamio celebra simbólicamente el éxtasis místico. Con su interpretación, tan común en la época, el poeta hace escuela con otros escriturarios como san Bernardo de Claraval (1090-1153), que acuñó unos hermosos Sermones super cantica, y como san Beda (673?-735), a cuya pluma también debemos una Expositio in Canticum canticorum. 44   De la Cruz, Obras completas…, op. cit., vol. i, p. 124. 43


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En efecto, el “Cántico” exige nada menos que asumir la gramática profunda del hebreo, que no suele emplear, por ejemplo, el verbo “ser”: versos como “Mi Amado las montañas” o “nuestro lecho florido” se hacen eco de las frases nominales del original hebreo del Cantar. Estas rarezas verbales llevaron a los primeros copistas del “Cántico” a enmendarle la plana al poeta: el manuscrito 125 de las Carmelitas Descalzas de Valladolid lee “Mira Amado las montañas”; mientras que la copia autógrafa de Ana de san Bartolomé, hoy en Amberes, “corrige”: Mi Amado en las montañas. Como éstas, hay otras variantes que nos dejan ver claramente que las “inconsistencias” sanjuanísticas no se toleraron bien. Azorín comparte el estupor de estos copistas cuando alude, como vimos, a las “transgresiones gramaticales” del poema, que lee fuera de foco. El “Cántico” construye uno de los lectores implícitos más exigentes de los que tengo noticia: un lector místico versado en literatura semítica. No es poco. Pero tenemos documentado, por fortuna, el caso de un lector que no se sintió “desfamiliarizado” por la lectura del “Cántico”: fray Luis de León. En su “horizonte de expectativas” entraban los versículos salomónicos, que tradujo fielmente porque los aceptaba como “razones cortadas y llenas de oscuridad”. 45 Ana de Jesús, cuando depone en el proceso de canonización de san Juan46 nos da noticia de su reacción de lector: “el padre maestro fray Luis de León […] no savía santo a q comparar la delicadeza de [estos versos]…”.47 Pero, a pesar de su expertise en el Cantar, que sabía sonaba “muy a la vizcaína”, fray Luis no se animó a asumir el delirio verbal en su propia poesía. Su “Cantar de los cantares en octava   Fray Luis de León, “Prólogo a la exposición del Cantar de los cantares”, en Félix García (o.s.a.) (ed.), Obras completas castellanas, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1957, vol. i, p. 73. 46   bnm, Ms. 12738, fol. 813. 47   Apud Becerra Hiraldo, “El ‘Cántico espiritual’ de san Juan…”, art. cit., p. 241. 45


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rima” es una obra fallida ajena al espíritu aleatorio del epitalamio. Es que esta obra iría dirigida a “Lectores modelo” universitarios como Francisco Salinas, que sabrían más de las odas de Píndaro que de los dislates del carmen nupcial hebreo. Curiosamente, los censores sí se apercibieron del diálogo intertextual del “Cántico” con el epitalamio. En la primera edición de la obra de san Juan (1618) las autoridades eliminan el “Cántico” justamente porque les parecía una paráfrasis del Cantar salomónico, cuya lectura en el hebreo original estaba prohibida por Trento. Me parece probable que esta censura literaria, que fue literal en el caso de la edición princeps de san Juan, haya impactado profundamente la manera de leer el “Cántico”. Los primeros lectores avisados que pudieron reconocer la deuda del poeta con el “peligroso” carmen bíblico o bien repudiaron sus liras, o bien las celebraron en secreto, o bien las hicieron desaparecer discreta, defensivamente de su “horizonte de expectativas”. Sospecho que los lectores que ha tenido el “Cántico espiritual” a lo largo de los siglos se han seguido haciendo eco de esta antigua censura convertida en autocensura, aún sin conciencia de ello. Más fácil resulta considerar el poema como inexplicablemente misterioso o como prodigioso adelanto de las vanguardias del siglo xx que asumir lo que el mismo texto dice: que su misterio verbal se debe a su diálogo intertextual con un poema hebreo que en los siglos áureos constituía un crimen imitar de cerca. Acaso los lectores sucesivos de las liras místicas todavía se hagan eco de estas asociaciones incómodas, aún sin conciencia de ello. Dámaso Alonso tan sólo se anima a estudiar a san Juan “desde esta ladera”, y privilegia sus fuentes cancioneriles y devotas, que constituyen la contextualidad más pobre del poema. María Rosa Lida,48 por su parte, echa en falta el estudio del Cantar en el   María Rosa Lida, “Dámaso Alonso, La poesía de san Juan de la Cruz”, Revista de Filología Hispánica, v, 1943, pp. 377-395. 48


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famoso libro del crítico madrileño, pero, latinista al fin y al cabo, al analizar a su vez el “Cántico” explica el cierre del poema como un anticlímax horaciano, en lugar de verlo a la luz de la estructura molecular típica de los versículos inconexos del epitalamio, tan propia de la lírica hebrea y árabe. San Juan, en cambio, supo bien de la belleza aislada de estas perlas poéticas, que celebró antes de expirar: “¡Qué preciosas margaritas!”. Pero como estas modalidades estéticas orientales no entran en el “horizonte de expectativas” usual, los lectores suelen considerar impenetrable el “Cántico”, en vez de asumir lo que el mismo texto dice: que su misterio verbal se debe a su deuda literaria con un poema semítico. La imaginería mística del reformador también “desfamiliariza” a sus lectores, salvo a islamólogos como Annemarie Schimmel y Michel Farid Ghurayyib, traductor del “Cántico” al árabe. San Juan maneja el trobar clus de los sufíes del medioevo, cuya clave poseían, según Louis Massignon, exclusivamente los iniciados sufíes.49 En mis primeros libros identifiqué numerosos símbolos de raigambre sufí que los místicos españoles parecerían haber aclimatado a su cultura cristiana y cuyo estudio Miguel Asín50 había preludiado: el vino de la embriaguez mística, la noche oscura, las lámparas de fuego, las azucenas del dejamiento, el pájaro solitario,51 entre otros. Admito que yo misma, pese a haber adquirido un “horizonte de expectativas” abierto a este diálogo intercultural, tuve dificultad en reconocer uno de estos símbolos islamizantes: la “dulce Filomena” de la lira 38 del “Cántico A”: “el aspirar del aire, / el canto de   ‘Omar Ibn al-Fārid., L’Éloge du vin (Al Khamriya, Poème mystique), Les Éditions Véga, París, 1932, pp. 62-63 [traducción española de Carlos Varona Narvión, Hiperión, Madrid, 1989]. 50   Miguel Asín Palacios, “Un precursor hispano-musulmán de san Juan de la Cruz”, Al-Andalus, 1933, vol. i, pp. 7-79, y Ša-dilīes y alumbrados, estudio introductorio de Luce López-Baralt, Hiperión, Madrid, 1990. 51   Juan Goytisolo, adepto a los temas islámicos, se sirvió del misterioso “pájaro solitario” de san Juan en su novela Las virtudes del pájaro solitario (1988). 49


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la dulce Filomena, / el soto y su donaire, / en la noche serena, / con llama que consume y no da pena”. Ha llegado la estación florida52 al jardín sobrenatural del alma en éxtasis y por eso, explica el poeta en sus glosas, escuchamos el canto jubiloso del ruiseñor. Como frecuentadora de Virgilio, de Camoens y de Keats sabía que el ruiseñor se asocia con el llanto desconsolado, y no con la alegría del éxtasis. En sus Geórgicas (iv, 511-515) Virgilio habla del afligido ruiseñor, que lamenta el robo de sus polluelos implumes a manos del durus arator. Posado sobre una rama, entona su miserabile carmen, inundando de dolor los campos. La ateniense Filomena, por su parte, violada por su cuñado, el rey Tereo, también es un ruiseñor asociado al llanto. La Filomena sanjuanística celebra en cambio las bodas ultraterrenales del alma, pero su nombre griego anestesiaba mis facultades críticas, y no podía reconocer que desmentía el dolor de los ruiseñores clásicos. Dados mis estudios hispano-árabes, también tenía noticia de la tradición islámica del ruiseñor o bolbol 53 de poetas como ‘A ār de Nishapur y Rūmī, que celebra gozoso la unión mística.54 A pesar   San Juan de la Cruz, “Cántico Espiritual”, en Luce López-Baralt y Eulogio Pacho (eds.), San Juan de la Cruz. Obra completa, Alianza, Madrid, 1991, 2009 y 2016, canción 39, declaración 8-9. 53   Sobre el ruiseñor sanjuanístico, cf. Aldo Ruffinatto, Tríptico del ruiseñor, Berceo-Garcilaso-san Juan, Academia del Hispanismo, Vigo, 2007. Debo a Julio Rodríguez Puértolas y Javier Castaño la noticia de una canción sefardita en torno a “Los bilbilicos”, que hace gala de los ruiseñores con un nombre “islamizado”: “los bilbilicos cantan / con sospiros d’aver / mi alma y mi ventura / están en tu poder” (Iacob M. Hassán, Elena Romero y Paloma Díaz-Más, Del cancionero de sefardí, Ministerio de cultura, Madrid, 1981, p. 46). La palabra, con todo, no circularía en España, sino en los países donde dieron acogida a los sefarditas exilados, como Turquía. Por más, la voz no se usa en el sentido místico de un ave jubilosa que canta al éxtasis, como habremos de ver sucede en el “Cántico” de san Juan de la Cruz. 54   Luce López-Baralt, “El dinamismo místico en la cima del éxtasis: la supra­ esencia del alma de Rusbroquio, el corazón de san Juan de la Cruz y el qalb de Ibn ‘Arabi”, en Miguel Norbert Ubarri (ed.), Fuentes neerlandesas de la mística espa52


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de ello, solía compartamentalizar en mi memoria ambas tradiciones culturales por separado, como hizo Borges en su “Oda al ruiseñor” cuando se refirió al “ruiseñor de Virgilio y de los persas”.55 Pero un día una alumna de Bagdad, que había venido a estudiar conmigo en Puerto Rico56 me preguntó: “¿Profesora, la “Filomena” no es el nightingale?”. De súbito, al escuchar la palabra inglesa nightingale, mi mente quedó libre del peso de mi tradición hispánica, tan cauta con estos temas árabes. Acto seguido quedé desembarazada también de la espesa tradición grecolatina que el hispanismo implica. Al salir de mi propio orbe de cultura, se activaron en mi memoria los estudios clásicos sobre sufismo, muchos de los cuales son en lengua inglesa. De aquí pude pasar al árabe, lengua en la que, junto con el persa, los poetas sufíes celebran al bulbul místico. Merced a estos malabarismos que me llevaban de una lengua a otra, de un horizonte cultural a otro, pude quitarle al fin el ropaje de la mitología griega al ruiseñor de san Juan, y entendí de golpe que su extraña “Filomena” se comportaba con la alegría extática del ruiseñor sufí. Sólo entonces estuve lista para entender el resto de los pormenores del símil ornitológico del poeta. Ante el canto del ruiseñor, el soto adquiere “donaire”: parecería bailar con gracia al viento. Rūmī explica que cuando se acerca el éxtasis, queda atrás la sequedad ascética y el aire primaveral orea ñola, Trotta, Madrid, 2003, pp. 81-112. Incluso yo misma me había referido a esta larga tradición en mis investigaciones en torno al pájaro solitario de san Juan, que tenía, como el ave de Suhrawardī, todos los colores y a la vez ningún color, significando que está desasido de todo lo material (Luce López-Baralt, “Para la génesis del pájaro solitario de san Juan de la Cruz”, Huellas del islam en la literatura española, Hiperión, Madrid, 1985, pp. 59-72). 55   Borges, Obras…, op. cit., vol. iii, p. 88. 56   La alumna, hoy colega, se llama Reem Iversen, y hemos colaborado juntas en un libro y en numerosos congresos de literatura aljamiado-morisca, cf. Luce López-­ Baralt y Reem Iversen, A zaga de tu huella: la enseñanza de las lenguas semíticas en Salamanca en tiempos de san Juan de la Cruz, Trotta, Madrid, 2006.


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el huerto del alma. El ruiseñor hace bailar de júbilo al bosque, y lo invita a unirse a la danza cósmica en celebración de Dios. El ruiseñor extático del “Cántico” es tan feliz como el de Rūmī. Parecería que san Juan ironiza con la entristecida ave de Virgilio, tan distante parece de ella. Todo esto plantea problemas hermenéuticos muy interesantes. En primer lugar, yo no carecía del “horizonte de expectativas” islamizante que mi texto exigía: es que por razones que podríamos llamar “emocionales” no me atrevía a darle las espaldas a Virgilio y al imaginario cultural que su tradición implicaba. Carroll Johnson postula, como vimos, que las pulsiones inconscientes suelen dirigir nuestra interpretación textual, y en mi caso admito que mi temor inconfesado de hispanista de lengua española puso anteojeras a mis facultades críticas. El desprestigio secular que ha tenido la cultura semítica en España pesó sobre mí sin saberlo. El caso es que san Juan hibridiza —en este caso, arabiza— su arte, y nos hace encarar el hecho de que escribe una poesía mudéjar en pleno siglo xvi. No sé qué pueda producir más “desfamiliarización” o incomodidad en el lector occidental: no entender los símiles sanjuanísticos o verse precisado a asumir su mestizaje cultural. ¿Y qué decir de la intentio auctoris? ¿Sabía el reformador que manejaba símiles místicos de sus enemigos en la fe? Esa pregunta se la hizo Miguel Asín y todavía constituye una incógnita. Pero, como propone Jauss, ningún texto esgrime sus símbolos en el vacío. No descuento que símiles como el ruiseñor, de raigambre sufí, circularían, ya lexicalizados, en los ambientes monásticos donde se leyeron los versos del santo. Umberto Eco recuerda que la intentio operis no siempre concuerda con la intentio auctoris: por lo tanto, aún cuando san Juan no se propusiese hablar en clave islámica, su texto sí lo hace, acaso a despecho de su propia intención.


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III. Los siete castillos concéntricos de santa Teresa: otro problema para el “horizonte de expectativas” del lector occidental

El caso de santa Teresa es análogo al de su hermano de hábito. Al explicar la génesis de sus Moradas, la santa indica que el símil de los castillos es de inspiración divina: cuando suplica a Dios que “hable por ella” se le muestra la imagen del alma a manera de siete castillos concéntricos de cristal o de diamante. En el último está Dios, con quien el alma se une, dejando atrás al demonio, que, en la forma de animales ponzoñosos, quiere penetrar en los castillos que marcan las moradas progresivas del camino místico. El delicado símil ha causado un singular “extrañamiento” en los lectores, ya que ha sido imposible documentarlo en la mística europea.57 Morel Fatio, Gaston Etchegoyen y Menéndez Pidal documentan la equivalencia del alma como castillo en autores anteriores a la santa, pero en ninguno de ellos el avance místico del alma se estructura a lo largo de siete castillos. Gaston Etchegoyen58 propone como fuentes principales de Teresa los esquemas alegóricos de Bernardino de Laredo y Francisco de Osuna, pero ambos se refieren a la civitas santa asediada por los enemigos tradicionales (carne, mundo y demonio) que intentan penetrar al castillo del alma donde mora Cristo. Robert Grosseteste, san Antonio de Padua y el maestro Eckhart, por su parte, equiparan el   Cf. sobre todo mi ensayo “El símbolo de los siete castillos concéntricos del alma en santa Teresa y en el islam”, publicado en López-Baralt, Huellas del islam…, op. cit., pp. 73-97, y, para la puesta al día, Luce López-Baralt, “Teresa de Jesús y el islam. El símil de los siete castillos del alma”, en Pablo Beneito (ed.), Mujeres de luz. La mística femenina y lo femenino en la mística, Trotta, Madrid, 2001. 58   Gaston Etchegoyen, L’amour divin. Essai sur les sources de Sainte-Thérèse, Universidad de Burdeos, París, 1923. 57


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castillo interior al vientre de la Virgen María que recibe a Jesús. Más interesante acaso sea Dom Duarte,59 quien en su Leal Conselheiro nos habla de las “cinco casas de nuestro corazón” cada vez más interiores. Menéndez Pidal propone como antecedente los libros de caballerías, pero los castillos encantados del Amadís o del Baladro del sabio Merlín nunca son siete veces concéntricos ni celebran el éxtasis. Miguel de Unamuno60 y luego Robert Ricard61 proponen la ciudad murada de Ávila como modelo a Las Moradas, mientras que Trueman Dicken62 propone la candidatura, igualmente fallida, del castillo de la Mota de Medina del Campo. E. Allison Peers63 resume la perplejidad de los estudiosos ante el símil teresiano de manera lapidaria: “There never was a writer whose sources it was less profitable to study”. Miguel Asín64 rompió el impasse de la crítica cuando da con el esquema teresiano perfectamente delineado en el texto anónimo de los Nawādir. Pero la posible filiación islámica de la arquitectura mística teresiana no quedó del todo probada por Asín, porque su evidencia documental era de finales del siglo xvi, contemporánea o posterior, por lo tanto, a santa Teresa. Años después tuve la fortuna de documentar el símil teresiano en numerosos tratadistas musulmanes, dando la razón al maestro arabista. Los orígenes del símbolo no han resultado pues tan “inútiles” de estudiar, como   Dom Duarte, Leal Conselheiro, edición crítica Joseph M. Piel, Livraria Bertrand, Lisboa, 1942, p. 233. 60   Unamuno parece haber jugado con la idea desde años atrás, pues la menciona en la carta a Francisco Giner de los Ríos en 1899. 61   Robert Ricard, “Le symbolisme du ‘Château intérieur’ chez Sainte-Thérèse”, Bulletin Hispanique, t. lxvii, núms. 1-2, 1965, pp. 25-41. 62   Trueman Dicken, “The Imagery of the Interior Castle and its Implications”, Ephemerides Carmeliticae xxi, 1970, pp. 198-218. 63   E. Allison Peers, Study of the Spanish Mystics, Macmillan, Nueva York, 1951, vol. i, p. 17. 64   Asín Palacios, “El símil de los siete castillos del alma en la mística islámica y en santa Teresa”, Al-Andalus, 1946, vol. ii, pp. 267-268, y Ša -dilīes y alumbrados…, op. cit. 59


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temió Allison Peers, pero sí muy penosos, ya que he tenido que hacer la totalidad de mi investigación en Oriente. El dato habla por sí solo. Comencé mis pesquisas cuando estudiaba en Beirut y la hermana Maria Busutil, una monja oriunda de Malta, en cuyo convento fui a estudiar una tarde, me dio noticia de un libro de Paul Nywia, Exégèse coranique et langage mystique,65 en cuyas páginas descubrí que Abū-l- asan al-Nūrī de Bagdad, uno de los codificadores del sufismo en el siglo ix, se refería a los siete castillos concéntricos del alma en sus Maqāmāt al-qulūb o Moradas de los corazones. Este descubrimiento me llevó a Bagdad, a estudiar la obra de Nūrī junto a Kāmil al-Sheibī, el gran estudioso de la obra del sufí. Traduje del árabe la totalidad del tratado,66 pero en aquel momento no quise publicar todavía mi versión española de las Maqāmāt hasta conseguir otro texto que Nywia mencionaba en una nota a pie de página: el Gawr al-umūr o Libro de la profundidad de las cosas de Al- akim al-Tirmid- ī, contenido en el manuscrito “Esat Efendi 1312” de la Biblioteca Suleymaniye Cami de Estambul. Tirmid- ī se adelantó a Nūrī en la elaboración del símil concéntrico en el siglo ix. Me tomó muchos años poder examinar al fin el códice del Gawr al-umūr en Turquía, cuyos pasajes relativos a los castillos, también hechos de luz diamantina como los de santa Teresa, también traduje del árabe. La sala de manuscritos de la biblioteca, íntima y acogedora, a través de cuya ventana de rejas hervía un jardín de rosas, hubiese hecho las delicias de Borges, con quien comparto la noción del paraíso como biblioteca. Y en este hermoso espacio oriental di otra vez con los siete castillos del alma que Occidente considera exclusivamente “teresianos”.   Paul Nywia, Exégèse coranique et langage mystique, Darel-Machreq, Beirut, 1970. 66   López-Baralt, Moradas de los corazones de Abū-l-H.asan Al-Nūrī de Bagdad, estudio introductorio, traducción del árabe y notas de Luce López-Baralt, Trotta, Madrid, 1999. 65


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Pero aún me aguardaba otra sorpresa: en Túnez conocí a Geneviève Gobillot, quien en su Livre de la profondeur des choses hablaba del Kitāb ayāt al- ayawān o Diccionario de historia natural de Mūsa al-Damīrī, del siglo xv, que también concebía el alma a manera de siete castillos concéntricos. Una vez más, me hice del texto y lo vertí al castellano, descubriendo el mismo leitmotiv de los castillos o ciudadelas fortificadas concéntricas. Más tarde habría de confirmar en un congreso sobre literatura mística en Teherán que los persas Rūmī y Mullā adrā se hicieron a su vez eco del símil.67 De ahí que cuando encontré en una antigua casa morisca en Granada (calle san Martín, 16) unos grafitos mágicos de siete círculos concéntricos con castillos de fondo, con obvio sentido esotérico, que los moriscos habían dibujado sobre las paredes, ya no pude registrar sorpresa.68 Una vez ensanché mi “horizonte de expectativas” en Oriente —Beirut, Bagdad, Teherán, Estambul, Túnez, la Granada morisca— los castillos teresianos me parecieron, más que un regalo de Dios a Teresa, simplemente un lugar común de la mística islámica que la santa adaptó genialmente al cristianismo. Pero esta contextualidad musulmana todavía resulta “incómoda”. Cuando José Antonio Antón Pacheco69 descubre que Suhrawardī esboza el símil místi  Mi colega marroquí Ouakil Sebbana me confirmó que estamos ante un auténtico lugar común de la literatura mística musulmana: en sus cursos de religión en la escuela elemental en Rabat le explicaban a los párvulos que el alma estaba constituida simbólicamente a manera de siete ciudadelas fortificadas que era preciso ir salvando hasta llegar a la última, para acceder a la vida espiritual más auténtica. 68   Sobre estos grafitos, cf. José Ignacio Barrera Maturana, “Grafitos históricos en la casa morisca de calle san Martín, 16 (Granada)”, Arqueología y territorio medieval, xv, consultado en: <http://www.ujaen.es/revista/arqytm/pdf/R9/R9_13_ Barrera.pdf>. 69   José Antonio Antón Pacheco, “El símbolo del castillo interior en Suhrawardī y en santa Teresa”, en Pablo Beneito (ed.), Mujeres de luz. La mística femenina y lo femenino en la mística, Trotta, Madrid, 2001, pp. 7-24. 67


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co de siete hayākil o “palacios” concéntricos en su Kitāb hayākil an-nūr (El libro de los templos de las luces), del siglo xii, no se anima a pensar que la coincidencia pudiese implicar una remota deuda literaria por parte de Teresa, sino que la considera fruto de “una experiencia espiritual originaria”.70 Por mi parte, no dudo en añadir el caso de Suhrawardī a la larga cadena de autores musulmanes que elaboran los siete castillos místicos. Tampoco me parece que esta contextualidad islámica “desprestigie” el texto teresiano. ¿Y qué hay de la intentio auctoris? ¿Sabía Teresa, que creyó el símil de origen sobrenatural, que estaba “islamizando” sus Moradas? No creo sinceramente que la santa fuera consciente del origen perturbador de los materiales literarios que manejaba ni mucho menos soñara con “Lectores Modelo” como Miguel Asín y yo. Pero una imagen tan reiterada en el islam se pudo haber introducido en la tradición popular española por vía oral tras ocho siglos de intercambio cultural entre musulmanes y cristianos. Difícil pensar que un diálogo histórico de tantos siglos sobre un mismo suelo geográfico no dejara huella alguna. Esta cadena de autores musulmanes que se sirven del símil concéntrico es demasiado larga y consistente: todo parece indicar que estamos ante un lugar común del sufismo. La imagen de los castillos concéntricos, de gran belleza plástica, es, por otra parte, muy fácil de recordar. Nos recuerdan Michael Gerli 71 y María Mercedes Carrión72 que muchas metáforas espirituales arquitectónicas se hicieron populares en la espiritualidad europea precisamente por su atractivo carácter mnemotécnico.73   Ibid., p. 23.   Michael Gerli, “El castillo interior y el arte de la memoria”, Bulletin Hispanique, t. lxxxvi, núms. 1-2, 1982, pp. 154-163. 72   María Mercedes Carrión, Arquitectura y cuerpo en la figura autorial de Teresa de Jesús, Anthropos, Barcelona, 1994. 73   Barbara Kurtz, “The Small Castle of the Soul: Mysticism and Metaphor in the European Middle Ages”, Studia Mystica xv: 4, 1992, pp. 19-39. 70 71


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La madre reformadora, por más, les pedía a sus hijas espirituales que trajesen una y otra vez a la memoria la imagen de los castillos. Curioso que lo diga una desmemoriada. La santa lo admite: “… aunque el Señor me diera más habilidad y memoria, que aun con esta que tengo me pudiese aprovechar de lo que he leído u oído, es poquísima la que tengo…”.74 ¿No sometería Teresa a un olvido defensivo su hermosa, pero peligrosísima imagen? Esto es algo que nunca sabremos, pero lo que sí cabe advertir es que en el caso de las Moradas la intentio auctoris choca con la intentio operis: aún a despecho de su autora, el texto proclama abiertamente su mudejarismo y reclama un “horizonte de expectativas” que incluye, de manera medular, la mística islámica. No puede ser que los árabes entiendan a santa Teresa mejor que nosotros.

IV. Apostillas árabes a unos misteriosos chistes cervantinos ajenos a nuestro “horizonte de expectativas”

Veamos el caso de Cervantes, que no dudó en entregarle a un cide o “excelentísimo señor” musulmán la autoría de su obra maestra. Sus constantes alusiones al mundo islámico son de sobra conocidas, pero, con todo, hay chistes que los lectores han tardado más en decodificar, de seguro porque requieren un “horizonte de expectativas” arabizado. Consideremos dos de estas bromas crípticas. Sancho equivoca el nombre Cide Hamete “Benengeli”, por Cide Hamete “Berenjena”. La gracia del chiste no es inmediatamente accesible: depende, en primera instancia, de la predilección de los moros por las be  Teresa de Ávila, Obras completas, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1970, p. 57. 74


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renjenas, como apuntan Luis Andrés Murillo75 y Martín de Riquer.76 Julio de Baena explica, por su parte, que “Para Sancho, Benengeli no significa, sino que suena, a “berenjena”.77 Pero aun hay algo manqué en el chiste: Benengeli y “berenjena” no consuenan fonéticamente tan de cerca como para dar por buena, sin más, la equivocación de Sancho. Algo más parece haber sabido el escudero cuando gemina fonéticamente ambas voces de manera tan rápida.78 Recordemos el nombre completo del cronista, Cide Hamete Benengeli,79 que aglutina irónicamente elementos enaltecedores junto a elementos prosaicos. “Cide” significa en árabe “mi señor”, que, como tratamiento dignificante, traduciría en inglés como “sir, lord”.80 Hamete ( amīd) se asocia con “el que es digno de alabanza”.81 La voz que nos interesa aquí, Benengeli vale por “aberenjenado” o “berengenero”, como prefiere Luis Astrana Marín.82 El   Luis Andrés Murillo (ed.), El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Castalia, Madrid, 1970 y 1991, parte ii, p. 57, nota 15. 76   Martín de Riquer (ed.), El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes, Juventud – Planeta, Barcelona, 1950 y 1973, parte i, p. 50, nota 13. 77   Julio Baena, “Modos del hacedor de nombres cervantinos: el significado de ‘Cide Hamete Benengeli’ ”, Indiana Journal of Hispanic Literature, 2.2, 1994, p. 52. 78   Hay episodios, como el del cautivo (parte i, 39-42), en el que Cervantes hace gala especial de su conocimiento de diversas voces árabes, que va traduciendo puntualmente, como jumá (viernes); ¿Ámexi? (¿vaste?); nizarani (cristiano o extranjero); zalemas (cortesías), entre otras. 79   Para más detalles sobre el sentido de este nombre, cf. Luce López-Baralt, “El mago encantador Cide Hamete Benengeli ¿fue un árabe de Al-Andalus o un morisco del siglo xvii?”, en Ruth Fine y S. López Navia (eds.), Cervantes y las religiones, Universidad de Navarra – Iberoamericana - Vervuert, Pamplona - Madrid, 2008, pp. 339-354; y “Apostillas árabes a un chiste cervantino”, en Tom Lanthrop (ed.), Studies in Spanish Literature in Honour of Daniel Eisenberg, Juan de la Cuesta, Madrid, 2009, pp. 121-128. 80   J. M. Cowan, Arabic-English Dictionary, Spoken Languages Services, Ithaca, 1994, pp. 513-514. 81   Federico Corriente, Diccionario español-árabe / árabe-español, Instituto Hispano-Árabe de Cultura, Madrid, 1977, p. 181; Cowan, Arabic-English…, op. cit., p. 238. 82   Luis Astrana Marín, Vida ejemplar y heroica de Cervantes, Instituto Editorial Reus, Madrid, 1948-1958, p. 442. 75


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nombre completo del cronista traduce por algo así como “mi excelente señor aberenjenado digno de alabanza” o “muy loable señor mío aberenjenado”.83 Para un lector en cuyo “horizonte de expectativas” esté la lengua árabe, el desliz de Sancho constituye un chiste mejor de lo que parecería a primera vista. Es posible que Cervantes, que tuvo una experiencia de “inmersión total” en la cultura árabe deambulando por las calles de Argel durante cinco años,84 hubiera podido escuchar la voz arábiga badinŷāl —“berenjena”— voceada en algún puesto de hortalizas. También pudo haber oído la palabra de labios de algunos de sus compatriotas moriscos, que siempre fueron tan “amigos de berenjenas” (ii, 2). La voz “berenjena”, de remoto origen sánscrito y persa, pasa al árabe clásico como badanŷān o badinŷān. César Dubler85 apunta a la variante fonética andalusí del siglo xii, bāranŷān, de donde   Importa tener presentes las teorías ya clásicas de Diego Clemencín, Miguel de Cervantes. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, comentada por Diego Clemencín, Librería de la Viuda de Hernando y Cía, Madrid, 1833-1894, 8 vols.; Francisco Rodríguez Marín (ed.), El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, pccc - Atlas, Madrid, 1947-1949, 10 vols.; y Leopoldo Eguílaz y Yanguaz, “Notas etimológicas a El ingenioso hidalgo don Quijote”, Homenaje a Menéndez y Pelayo, Librería General de Victoriano Suárez, Madrid, 1899, vol. ii, pp. 121-142, entre tantas otras, que decodifican el apellido como “hijo del ángel” o “hijo del ciervo”, o bien lo vinculan con el ocultismo y la alquimia (C. Alan Soons, “Cide Hamete Benengeli, his Significance for Don Quijote”, Modern Language Review 54, 1959, pp. 351-357) y aún con anagramas secretos (José de Benito, Hacia la luz del Quijote, Aguilar, Madrid, 1960). Es difícil favorecer un significado simbólico exclusivo para el apelativo de “Benengeli”, cuya polivalencia Santiago López Navia (La ficción autorial en el Quijote y en sus continuaciones e imitaciones, Universidad Europea de Madrid – cees, Madrid, 1996) pone de relieve, en exclusión de los demás posibles sentidos. 84   Para los datos históricos del cautiverio, cf. Emilio Sola y José F. de la Peña, Cervantes y la Berbería, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, y para la repercusión literaria del mismo en la obra cervantina, cf. María Antonia Garcés, Cervantes en Argel. Historia de un cautivo, Gredos, Madrid, 2005. 85   César Dubler, “Sobre la berenjena”, Al Andalus, viii, 1942, p. 373. 83


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viene nuestra “berenjena” hispánica. La variante dialectal magrebí de la voz, tanto argelina como morisca, sin embargo, es badinŷāl: “badinŷalī ”, con la “i” final del genitivo, significaría entonces “relativo a”, “procedente de”, la berenjena: precisamente “aberenjenado” o “berenjenero”. Benengeli y badinŷelī tienen una pronunciación casi idéntica. Cide queda asociado pues con la hortaliza predilecta de los moriscos, pero ahora por una asociación acústica legítima. Acaso Cervantes defiende entre líneas la docta ignorantia de Sancho, que pudo haber escuchado la voz badinŷāl de labios de moriscos como su vecino Ricote, a quien abraza con afecto fraternal a su regreso clandestino a España. La “maciza” occidentalidad peninsular, tan defendida por Claudio Sánchez Albornoz, tenía, no cabe duda, sus ocultas fisuras culturales. Hay otro chiste cervantino que ha dejado perplejos a los lectores: Cervantes cierra la saga del Quijote (ii, 74) otorgándole la palabra final a la pluma de cide, que habla mientras cuelga de un hilo de alambre atado a una prosaica espetera. La escena es tan incongruente que parecería una broma fallida. Se ha escrito poco sobre esta pluma colgante: Joaquín Casalduero se refiere a ella con unas breves palabras en el Sentido y forma del Quijote,86 mientras que Márquez Villanueva me ha admitido que el cierre del Quijote siempre le pareció una “superchería inmotivada”. Pero si leemos la escena desde coordenadas culturales musulmanas, recordaremos enseguida el “Cálamo Supremo” o al-qalam al-a‘lā aludido en el Corán (68: 1), que también fue célebre a nivel popular. La pluma de cide se jacta que la obra nació “para ella sola” y que la “empresa” de su escritura estaba “guardada” para ella. La pluma primordial agarena, asociada a la escritura sagrada del Dios creador, escribe precisamente sobre la “Tabla Guardada” (al-law   Joaquín Casalduero, Sentido y forma del Quijote (1605-1615), Ínsula, Madrid, 1949, pp. 400-401. 86


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al-mahfū ), también de estirpe coránica (85: 21-22), el destino inexorable del ser humano. En el islam esta pluma suprema y la Tabla Guardada constituyen un “matrimonio espiritual” inviolable, una especie de “Adán y Eva” 87 arquetípicos. La escena cervantina nos comienza a entregar sus irónicos secretos. El cálamo sobrenatural del “sabio encantador” cide habla y dice que ha escrito “a despecho del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió […] a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi verdadero caballero…”.88 La empresa de la escritura de la obra —“impresa”, traen algunas ediciones—89 debe quedar sellada para siempre, para que nadie resucite “sacrílegamente” sus personajes contraviniendo un destino clausurado por la muerte: Le advertirás […] que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de Don Quijote, y no le quiera llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja, haciéndole salir de la fuesa donde verdaderamente yace tendido de largo a largo…90

Lo que este cálamo ha escrito es final, y no se debe desafiar un hado congelado para siempre. Cervantes lanza sus dardos contra Avellaneda, que ha osado pergeñar una obra espúrea con su pluma “grosera y mal deliñada”.   Comenta al respecto Sachiko Murata (The Tao of Islam, State University of New York Press, Nueva York, 1992, p. 154): “Just as the human world needed an Adam and an Eve, so also the cosmos as a whole needed a spiritual Adam and a spiritual Eve —Pen and Tablet— to bring the heavens, earth, and everything between the two into existence”. 88   Apud Murillo, El ingenioso hidalgo…, op. cit., p. 592. 89   Así, la edición anotada de Martín de Riquer, El ingenioso hidalgo…, op. cit., vol. ii, p. 555. 90   Apud Murillo, El ingenioso hidalgo…, op. cit., p. 593. 87


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La idea de que el destino de los hombres escrito por la Pluma Suprema sobre la Tabla Guardada es inexorable91 se expresa en árabe con la célebre frase maktūb, que significa “está escrito”. La raíz árabe k-t-b asocia el sentido de “escribir” con el de “destinar”,92 por lo que un árabe como Cide no puede pensar una escritura sin que ésta quede asociada con un destino irremisible.93 “Estaba escrito que iba a pasar”, todavía decimos los hispanohablantes, herederos de esta simbología islámica. El cronista previene pues a Avellaneda con un ominoso maktūb: la historia de don Quijote ha quedado escrita y nadie debe profanar los huesos de su tumba, reescribiéndolos contra “todos los fueros de la muerte”. La escritura del “Cálamo Supremo” es inexorable porque la tinta con la que escribe sobre la Tabla Guardada se ha secado: qad jaffa’ l-qalam —“la tinta ya se ha secado”,94 reza un adīz atribuido al profeta—. Nadie debe retomar el “Cálamo Celeste” para “reescribir” lo que Dios ha redactado con una tinta evaporada. De   Annemarie Schimmel, Mystical Dimensions of Islam, The University of North Carolina Press, Chapel Hill, 1975, p. 414. 92   J. M. Cowan, Arabic-English Dictionary, Spoken Languages Services, Ithaca, 1976, p. 812. 93   La pluma está asociada en la cultura islámica a este destino insoslayable de tal manera que en las ceremonias religiosas y civiles que implican tratos perpetuos entre personas se usa como símbolo. 94   “The pen has already dried up, which means that nothing once decreed and written on the Well-preserved Tablet can ever be changed” (Schimmel, Mystical Dimensions…, op. cit., p. 197). Esta mancha negra de la tinta de la pluma del destino evoca, por cierto, la pluma y la mancha de tinta con las que la pícara Justina de Francisco López de Úbeda sostiene un apasionado diálogo cuando da comienzo a la relación de su vida. La escritora-protagonista escribe y a la vez es escrita —“manchada”— inexorablemente por esta tinta que sella su vida para siempre, y su mácula es, curiosamente, doble, ya que para colmo la pícara es de origen converso. Esto nos obliga a preguntarnos si también don Quijote es oriundo “de la Mancha” de tinta del cálamo de cide, que sella su fortuna como personaje, y también de la “mancha” o mácula de su estirpe cristiano-nueva, tan refractaria a comer “duelos y quebrantos” y tan ajena de los prestigiosos dedos de enjundia de cristiano viejo de Sancho. 91


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ahí que la pluma de Cide penda en el aire de un garfio de cocina, donde se solían secar las carnes: Avellaneda no podrá resucitar a don Quijote, porque ya la tinta prodigiosa con la que fue escrito se ha secado para siempre. La azora del Qalam95 (68: 10-13) advierte, por otra parte, que hay escrituras espúreas que atentan contra la verdad escrita por el “Cálamo Supremo”. El Corán fustiga al traidor de esta escritura legítima, llamándolo “difamador”, sembrador de “calumnias”; “arrogante” y “bastardo” (68: 10-13). Cervantes, ya se sabe, lanza su invectiva contra Avellaneda, que opuso su escritura “bastarda” a la “verdadera historia” de Cide. Curioso pensar que con tan sólo aludir a una pluma que pende en el aire, un musulmán sabría que el cronista se refiere a un cálamo supremo cuya escritura un difamador bastardo pretende violar, aunque esté sellada por la eternidad, ya que su tinta se ha secado. Pero hay más. El hilo que une la pluma suspendida entre el Creador y la creación (Tabla Guardada) está hecho de luz resplandeciente, como aún constatamos en las leyendas moriscas aljamiadas tal el Kitāb al-anwār o Libro de las luces, inserto en el manuscrito 4955 de la Biblioteca Nacional de Madrid.96 Un morisco ladino sabría reconocer el chiste oculto: Cervantes ha trocado en irónico “alambre” de brillo modesto el hilo de luz de la pluma agarena. El novelista islamiza pues su novel hilo de Ariadna,97 que nos ayuda a no perder el rumbo en el laberinto de su escritura y, con esto, se levanta como Hacedor Supremo al final del texto, tomando la palabra para “atarlo” fuertemente a su ingenio creativo.   Cito por la edición de Julio Cortés, El Corán, Herder, Barcelona, 1995, p. 663.   María Luisa Lugo (Hacia la edición del Libro de las luces, leyenda aljamiada sobre la genealogía de Mahoma, Trivium – Sial, Madrid, 2008) ha editado el códice, que es un anónimo del siglo xvi. 97   Sobre el hilo cervantino, cf. Helena Percas de Ponseti, “Authorial Strings: A Recurrent Metaphor in Don Quixote”, Bulletin of the Cervantes Society of America, vol. 1, núms. 1-2, 1981, pp. 51-62. 95

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Es obvio que Cervantes bromea con enterados: con lectores biculturales o bilingües en cuyo “horizonte de expectativas” cupieran las coordenadas culturales árabes. Celebrarían sin mayor problema el tropezón lingüístico de Sancho los moriscos aljamiados que aún deambulaban en el Alcaná de Toledo dispuestos a acometer traducciones ilegales del árabe. Pero también reirían estos chistes oblicuos los compañeros de cautiverio de Cervantes, inmersos, como él, en la lengua dialectal árabe. Pero entre todos estos cautivos, hay uno que sería el mejor lector de todos: Jerónimo de Pasamonte. Si damos la razón a Martín de Riquer,98 Avellaneda pudo haber sido el soldado aragonés Jerónimo de Pasamonte, que compartió con Cervantes la batalla de Lepanto y la conquista de Túnez. Al defender la plaza de La Goleta, Pasamonte es apresado por los turcos, y padece un cautiverio de 18 años. Al regresar a España redacta su Vida y trabajos de Jerónimo de Pasamonte,99 describiendo en detalle sus peripecias y su condición de galeote en las galeras turcas. Alfonso Martín100 pone al día las propuestas pioneras de Riquer e insiste en la iden  Riquer, Cervantes, Pasamonte y Avellaneda, Sirmio, Barcelona, 1988. Riquer venía proponiendo precavidamente su tesis desde 1969. También Juan Antonio Frago (El Quijote apócrifo y Pasamonte, Gredos, Madrid, 2005) favorece la autoría de Pasamonte para el segundo Quijote, aunque mantienen dudas al respecto Daniel Eisenberg (“Cervantes, Lope y Avellaneda”, Estudios cervantinos, Sirmio, Barcelona, 1991, pp. 119-141) y Edward C. Riley (“Sepa que yo soy Ginés de Pasamonte”, en Francisco Rico (ed.), Volumen complementario a la edición del Quijote del Instituto Cervantes, Crítica, Barcelona, 2000, pp. 7-23).  99   Jerónimo de Pasamonte, Autobiografía, prólogos de Miguel Ángel Bunes Ibarra y José María de Cossío, Espuela de Plata, Sevilla, 2006. Cossío había editado la obra en 1956 (cf. Jerónimo de Pasamonte, Vida y trabajos de Jerónimo de Pasamonte, en José María de Cossío (ed.), Autobiografías de soldados (siglo xvii), Biblioteca de Autores Españoles – Atlas, Madrid, 1956, pp. 5-73) mientras que la edición sevillana de 2006 lleva prólogos de Miguel Ángel de Bunes Ibarra y José María de Cossío. 100   Alfonso Martín, Cervantes y Pasamonte. La réplica cervantina al Quijote de Avellaneda, Biblioteca Nueva, Madrid, 2005.  98


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tificación de Jerónimo de Pasamonte con el galeote cervantino Ginés de Pasamonte (i, 22) y el titiritero maese Pedro (ii, 25-27), y de ambos con Avellaneda. Según Martín, Cervantes pensaría que su antiguo compañero de armas le robaba sus propios méritos como soldado valeroso, por lo que en la “Novela del capitán cautivo” le usurpa pasajes de la Autobiografía para “corregirlos”. Jerónimo de Pasamonte, por su parte, se vería retratado en las crueles caricaturas cervantinas: como el galeote Ginesillo, era un aragonés con ínfulas de linaje, pues tenía en mucho proceder de infanzones; de joven sufrió una caída casi mortal por imitar un titiritero; estuvo fuertemente esposado de pies y manos como galeote por haber intentado fuga; tuvo problemas serios de visión en el ojo izquierdo. Acaso la acre burla que hace Avellaneda del defecto físico de Cervantes, que queda manco en Lepanto, sea la contrapartida de las burlas cervantinas al ojo enfermo de Pasamonte —es “bizco” como galeote y luego, como titiritero, lleva tapado el ojo con un paño verde—. Agustín Redondo101 sospecha que con ello acentuaba su “carácter diabólico”, mientras que Helena Percas102 asocia el verde con el “engaño y decepción”. Añado yo, con A. Bouhdiba,103 que el verde es el color por excelencia del islam, por lo que la invectiva es aún más peligrosa. Cervantes, por más, se burla de la “alcurnia” aragonesa del reo, que procedía de infanzones aragoneses en la vida real, y cambia su nombre a Ginesillo de Parapilla, nombre que, como observa Redondo, era típico de villanos, y apellido, como apunta Riquer, que era un italianismo relacionado con el latrocinio o la escasa virilidad. Ginés, por otra parte, proviene de Genesius en 101   Agustín Redondo, “De Ginés de Pasamonte a maese Pedro”, Otra manera de leer el Quijote, Castalia, Madrid, 1998, p. 256. 102   Helena Percas de Ponseti, “Cervantes y Lope de Vega: postrimerías de un duelo literario y una hipótesis”, Bulletin of the Cervantes Society of America 23, núm. 1, 2003, p. 93. 103   Abdelwahab Bouhdiba, “Les arabes et la couleur”, Hommage à Roger Bastide, Presses Universitaires de France, París, 1979, pp. 347-354.


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latín y de Genesis en griego, y a decir verdad, Pasamonte sabría que ayudó mucho en la génesis del segundo Quijote. Pasamonte sería pues un lector privilegiado de Cervantes: acaso lo imitaría porque antes Cervantes lo había imitado a él. Esto nos lleva a comprender mejor otros chistes que sólo un “archilector” como este antiguo cautivo podría asumir. El Quijote cervantino está escrito en árabe por un cid musulmán; Pasamonte / Avellaneda afirma que su Quijote, escrito por el sabio Alisolán,104 fue hallado entre los códices de los moros expelidos de Aragón. Ambos novelistas sabrían que la nobleza aragonesa protegió por largo tiempo a los moriscos, su mano de obra agrícola, del bautizo forzoso, por lo que en Aragón proliferaron las escuelas tardías de los mejores copistas de los códices aljamiados. Por eso precisamente la literatura aljamiado-morisca está entreverada de aragonesismos, y de ahí que, cuando Cervantes tilda a su enemigo de escribir con este curioso rasgo dialectal, se podría sospechar que está asociándolo maliciosamente con dicha literatura clandestina. Y ahí está también la legendaria Sansueña o Zaragoza, donde ocurre el drama que maese Pedro monta con sus marionetas y que cuenta nada menos que la historia de una cautiva de los moros: la hermosa Melisenda, inquietante espejo de Cervantes y de Pasamonte. Avellaneda se había referido en su novela espúrea a un “campanario en tierrra de turcos”, y Cervantes lo corrige ahora haciendo que don Quijote recuerde a maese Pedro que entre moros no se usan campanas, sino atabales. Por más, Cervantes asocia ignominiosamente a Pasamonte con el mono adivino de maese Pedro, pues no sólo era grande de cuerpo como el exgaleote, sino que, mono al fin, era un imitador rudimentario. El animal, oriundo por cierto de Berbería, no tenía cola, y sus posaderas de fieltro apuntan, según Helena Percas,105 a la posibilidad de la sodomía, a la 104

A veces alterna este nombre con “Alquife”.   Percas, “Cervantes y Lope de Vega…”, art. cit., p. 99.

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que estuvieron tan expuestos los cautivos cristianos. Como el mono “adivino”, Pasamonte fue un visionario con ribetes de nigromante: un loco, con lo que se hermana misteriosamente con el protagonista genial de Cervantes. (Aunque no sé si fue enteramente consciente por parte de Cervantes, no resisto la tentación de recordar que la voz “loco” procede, según los diccionarios etimológicos de Joan Corominas y de la Real Academia Española, del árabe lauq.) En cualquier caso, por alguna razón oscura también Avellaneda hace que don Quijote y Sancho vayan a las Justas de Zaragoza acompañados por un morisco, el galán Tarfe: Cervantes “roba” ese personaje moro a su imitador, haciéndolo jurar que sus protagonistas don Quijote y Sancho son los “auténticos” frente a las sombras espúreas de Avellaneda. Avellaneda, por su parte, había tildado indirectamente a don Quijote y Sancho de moros: el hidalgo usurpa las armas de Tarfe para hacer sus aventuras, con lo que en el frontispicio de las primeras ediciones del Quijote apócrifo lo pintan con una media luna en la celada. Una compañía de comediantes también insta a Sancho a que se haga moro, que fue la tentación perenne de los cristianos cautivos en Berbería.106 El diálogo intertextual entre ambos novelistas es de tal riqueza que podríamos sospechar que Cervantes a su vez fue el “Lector Modelo” del vengativo Avellaneda. Ambos tenían demasiados temas que dirimir relativos a su mutua experiencia islámica en Berbería. Pasamonte era un políglota al que Cervantes (i, 30) atribuye el conocer “muchas lenguas”. El árabe tenía que estar entre ellas. El antiguo galeote no sólo comprendería las alusiones a su persona, sino que, sobre todo, se haría cargo de la broma arabizante que pone broche de oro al segundo Quijote, pues estaba dirigida directamente a él: cide le advierte que no se atreva a tomar la pluma para seguir continuándole la obra. La mención de la pluma remite,   Helena Percas de Ponseti, “La reconfirmación de que Pasamonte fue Avellaneda”, Bulletin of the Cervantes Society of America 25, núm. 1, 2005, p. 173. 106


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por más, a la frase final del Quijote apócrifo, donde don Quijote dice que “no faltará mejor pluma que los celebre”.107 Reyerta de plumas aparte, sería duro para Avellaneda ver que su enemigo lo llamaba “converso” entre líneas: la pluma de cide cuelga no sólo para secar su tinta, como el Cálamo Supremo, sino que también pende de la espetera como un vulgar jamón puesto a secar. La aversión al jamón de un converso de moro o de judío es asunto trillado que usó también Quevedo: “Te untaré mis versos con tocino, Gongorilla, porque no me los muerdas”. Si Gerónimo de Pasamonte comparte su identidad con Avellaneda, como viene proponiendo buena parte de la crítica cervantina, el lector por excelencia de estas escenas del Quijote sería sin duda el antiguo galeote. Cabe concluir, incluso al margen de Pasamonte, que el “Lector Modelo” que piden estos pasajes es un archilector en cuyo “horizonte de expectativas” pudiese irrumpir gozosa, libremente, la cultura árabe. Un cautivo cualquiera de Berbería, un morisco aljamiado, o un hispano-arabista. En estas escenas crípticas la intentio auctoris no parecería distar mucho de la intentio operis. Se trata de bromas urdidas con plena conciencia de lo que está en juego, y que exigen una decodificación enterada. No creo que Cervantes dejara muchas de estas cosas al azar, y menos en lo relativo al mundo islámico, que tan de cerca sintió siempre.

IV. El “horizonte de expectativas” mercurial de la literatura aljamiado-morisca

Con toda probabilidad, la literatura aljamiado-morisca plantea el problema de recepción más dramático de las letras áureas. Es que, de entrada, los textos excluyen directamente al lector occidental: 107

Cf. Ibid., p. 196.


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como otrora las jarchas mozárabes, su factura textual misma inhibe la lectura del que no está iniciado en el alifato, ya que los códices moriscos están redactados en castellano con caracteres árabes.108 Estos manuscritos clandestinos, que coexistieron en los siglos xvi y xvii con los versos de Garcilaso y con el Quijote de Cervantes, produjeron tal sentido de “extrañamiento” que desafiaron a los primeros eruditos que los descubrieron en el siglo xviii. Arabistas como Silvestre de Sacy109 no supieron qué hacer con su hallazgo: pensaron que los manuscritos debían estar escritos “en algunas de las lenguas que se hablan en África, o acaso en Madagascar”. Otros investigadores conjeturaron: “Parece persa. Debe ser turco”; hasta que al fin comprendieron que se trataba de la literatura secreta de los últimos musulmanes de España, que hoy llamamos aljamiada, de la voz ‘aŷamiyya,110 que significa “lengua extranjera”.111   Como en el caso de las jarchas, también hubo un “aljamiado” en grafía hebrea, al que especialistas como Luis Girón Negrón y Michelle Hamilton llaman “aljamiado hebreo”. La producción literaria de esta forma aljamiada judía ha sido menos prolífica y menos estudiada que la aljamía árabe, como señala David Wacks, “The Other Aljamiado”, 2010, disponible en: Alhadith <http://www.stanford.edu/dept/spanport/cgi-bin/alhadith/>. 109   Silvestre de Sacy, Journal des Savants, París, 16 Germinal (8 de abril), año v (1797). 110   Ottmar Hegyi, especialista en el tema, opina —y creo que con sobrada razón— que el empleo de los caracteres árabes en el aljamiado no se debía a razones de secretividad (la Inquisición disponía de expertos en lengua árabe y, por tanto, en el alifato), sino más bien a razones de apego religioso y cultural al lenguaje sagrado de la revelación. En su ensayo “El uso del alfabeto árabe por minorías musulmanas y otros aspectos de la literatura aljamiada, resultantes de circunstancias históricas y sociales análogas” (Ottmar Hegyi, “El uso del alfabeto árabe por minorías musulmanas y otros aspectos de la literatura aljamiada, resultantes de circunstancias históricas y sociales análogas”, Actas del Coloquio Internacional sobre Literatura Aljamiada y Morisca, Gredos, Madrid, 1972, pp. 147-165), el estudioso explora el uso del alifato árabe para la transliteración de lenguas tan diversas como el persa, el hindi, el turco, el chino y el sánscrito. Sin duda, el ocultamiento no sería el único 108


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Y “extranjera”, en efecto, parece esta misteriosa literatura ante los ojos del lector al uso. Una vez franqueamos el escollo de las grafías árabes y transliteramos los códices aljamiados vamos de sorpresa en sorpresa, pues encontramos en sus folios verdaderas novedades literarias y religiosas. Hay, por ejemplo, leyendas orientales que hacen desfilar extrañas maravillas cosmológicas: islas de oro engarzadas con piedras preciosas y agraciadas con playas de azafrán; árboles dotados de la facultad del habla, cuyas hojas dan un zumo que permite caminar sobre el agua; caballos de madera que vuelan en un instante la distancia de 524 años; aves del Paraíso que ofrecen al viajero alimentos más blancos que la nieve, que nunca menguan; mancebos que relucen como una estrella y que caminan sobre el agua como un relámpago. Leemos descripciones de un cromatismo encendido que describen un ave con cabeza de oro, cuello de esmeraldas y plumas de azafrán, o bien animales que retan a los bestiarios medievales más imaginativos. Estos híbridos a veces se presentan como un león que tenía la mitad de la cabeza blanca y la otra mitad negra; o como un ángel con móvil para tal práctica. Recordemos, de otra parte, que el aljamiado se utilizaba en la península (aunque no con tanta frecuencia) desde la Edad Media, como demuestra el Libro de Ališandere (cf. Alois Richard Nykl, “Aljamiado Literature: El Rrekontamiento del rrey Ališandre”, Revue Hispanique clxxii, 1929, pp. 409-611). 111   Los estudios sobre la literatura aljamiada son muy numerosos en la actualidad. Entre los textos panorámicos más importantes, cabe citar los de Louis Cardaillac (Morisques et chrétienes. Un affrontement polémique (1492-1640), Klincksieck, París, 1983), Anwar Chejne (Islam and the West. The Moriscos, State University of New York, Albany, 1983), Gerard Wiegers (Islamic Literature in Spanish and Aljamiado. Yça of Segovia (fl. 1450). His Antecedents and Successors, Brill, Leiden, 1994), Álvaro Galmés de Fuentes (Estudios sobre literatura española aljamiado-­ morisca, Fundación Ramón Menéndez Pidal, Madrid, 2004) y Leonard Patrick Harvey (Muslims in Spain. 1500 to 1604, University of Chicago Press, Chicago, 2005). Me refiero más por extenso al panorama actual de los estudios aljamiados en las “Consideraciones Introductorias” de mi libro La literatura secreta de los últimos musulmanes de España (Trotta, Madrid, 2009), que acompaño de una bibliografía exhaustiva sobre el tema.


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manos de camello y pies de fuego; o aún como una imposible culebra con semblante de camello y una hormiga con semblante de gacela. Finalmente, nos aturde la aparición de un ángel sentado sobre una montaña de esmeralda que se encarga de guardar cuarenta mundos de luz rarificada que constituyen el límite último del universo, detrás del cual subyace el poder inescrutable de Dios. Seleccionamos otro manuscrito y nos encontramos ahora con una carta dirigida a un alfaquí o doctor en la ley islámica escrita con gran premura. La autora de la misiva le pide que le haga llegar por vía secreta una alfombra de oración para llevar a cabo la allà u oración ritual. Especifica que la estera debe ser alāl (hecha de materiales “lícitos”) y fecha su carta apremiante el día cuatro de al-yumu’a (viernes) de Ramadán (el noveno mes del calendario musulmán). Es una carta desesperada, escrita, a todas luces, en la más estricta clandestinidad. Nos quedamos perplejos ahora ante el hallazgo de una versión literaria del trasmundo que describe un extraño Paraíso habitado por huríes de ojos negros y belleza inimaginable. Su disposición es tan gentil que si una de ellas mirase el mar con su mirada celestial, endulzaría instantáneamente las aguas saladas. Pero una sorpresa todavía más extrema aguarda al lector de las letras aljamiadas, que lee ahora un tratado erótico anónimo que le evoca enseguida la tradición del Kāma Sūtra sánscrito de Vatsyayana, en el cual el autor aconseja cómo hacer el amor dentro del contexto de un matrimonio canónico. Nunca lo habíamos oído en lengua española: el sexo es sagrado y nos lleva a la contemplación de Dios. Desasosegante instrucción, no cabe duda, para la sensibilidad occidental. El narrador ofrece instrucciones detalladas acerca de cómo rezar mientras se hace el amor, y va desgranando azoras coránicas y plegarias piadosas para ser dichas por ambos cónyuges a lo largo de la cópula amorosa. El ritual devoto de esta unión sexual es inimaginable en la tradición cristiana: recordaremos que san Agustín


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enseña en su De bono coniugali que el coito, aún cuando se lleve a cabo en el contexto de un matrimonio canónico, resulta invariablemente pecado venial. Santo Tomás de Aquino,112 por su parte, argumenta en su De matrimonium que la única manera que tiene la pareja en cuestión de escapar el pecado inherente a la cópula es detestar el placer que ésta produce: “si ut delectationem in illu actu quaerere sit peccatum mortali; delectationem oblatam acceptare sit peccatum veniale; sed eam odire sit perfectionem”. Como herederos de esta angustiada tradición religiosa milenaria, nos cuesta dar crédito a la sacralización gozosa del acto nupcial inserta en los antiguos folios que tenemos entre las manos: al iniciar el abrazo nupcial, el esposo debe implorar reverentemente: “biçmi ylahi” (sic.: “en el nombre de Dios”), y, una vez terminado el acto, ambos cónyuges se unirán en oración silente. Los códices siguen confrontando el horizonte de expectativas del lector occidental. El teatro del Siglo de Oro, como se sabe, ha elevado a categoría de arquetipo el “machismo” acendrado de personajes como los comendadores abusivos de Lope y el don Juan de Tirso. Es de entender que estemos poco capacitados para asumir algunos de los héroes masculinos que los códices aljamiados celebran, como aquel humilde cestero requerido de amores por una lujuriosa dama rica, que prefiere morir antes de violar su fidelidad conyugal. Este “cuasi-mártir” de la castidad intenta suicidarse tirándose del tejado cuando la hermosa mujer, antítesis exacta de la Laurencia de Fuenteovejuna o de la Rosaura de Calderón, lo encierra en su casa para obligarlo a hacerle el amor. Dios, naturalmente, viene en ayuda de un varón tan ejemplar y le envía un ángel para que lo salve cuando se arroja del tejado. Ningún dramaturgo español de capa y espada hubiese hecho suyo este pro112

Santo Tomás de Aquino, Tratado del matrimonio, edición bilingüe latino-­

española de la Summa Theologica, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1956, p. 308.


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tagonista, sumiso y victimizado en su condición de varón casto. El personaje masculino pasivo y requerido de amores en contra de su voluntad resulta, sin duda, incongruente en el contexto literario del siglo xvi español. Nos topamos ahora con un relato en torno a un contemplativo casado, que dedica demasiado tiempo a la oración, descuidando los reclamos eróticos legítimos de su esposa. El autor anónimo del códice concluye algo muy curioso: es tan importante rezar como cumplir estrictamente las obligaciones conyugales. Difícilmente lo hubieran dicho Calderón o Tirso. Menos aún fray Luis de León. Salta a la vista que hemos estado leyendo códices secretos destinados a lectores musulmanes que se habrían de esconder en buhardillas secretas o en trastiendas oscuras para acceder a su lectura. De ahí nuestro total desconcierto, pues las coordenadas de su religión islámica y de su literatura árabe no forman parte de nuestro horizonte de expectativas literarias. Los portentos fabulosos que invoqué al principio pertenecen a la leyenda de Buluqiyā, que constituye una refundición aljamiada de las Mil y una noches y de las Qi ā al-anbīa’ de T-a‘alibī, inserta en el manuscrito Junta viii.113 El códice narra el viaje escatológico de un profeta judío que busca a Mahoma, el profeta aún por nacer, a través del tiempo y del espacio ultramundano. Sorprende, no cabe duda, encontrar en un códice “español” del siglo xvi el mismo deleite por la mirabilia que ha hecho célebre la narrativa árabe, y que Ramón Menéndez Pidal creyó estaba del todo ausente de las letras españolas medievales y renacentistas. La carta en torno a la alfombra de oración aludida pertenece a una carpeta de folios sueltos que Julián Ribera y Miguel Asín114   Ms. Junta viii, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, fols. 81r-­ 107r. Cf. Luce López-Baralt, El viaje maravilloso de Buluqiyā a los confines del universo, Trotta, Madrid, 2004. 114   Julián Ribera y Miguel Asín, Manuscritos árabes y aljamiados de la Biblioteca de la Junta, Imprenta Ibérica, Madrid, 1912, p. 235. 113


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catalogan como Junta lxiv;115 el pasaje en torno al Paraíso de las huríes y el piadoso texto “erótico”, junto a las leyendas sobre el cestero casto y el santón casado constituyen capítulos del manuscrito S-2 (ahora 11/9394) de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia (brah).116 Debo admitir que a mí misma, pese a mis herramientas biculturales españolas y árabes, me ha tomado mucho tiempo asumir esta dimensión tan inesperada de la literatura del Siglo de Oro español que la Inquisición no pudo destruir del todo justamente por su condición clandestina. Esta literatura secreta nos desorienta, entre otras cosas, porque piensa a España al revés —desde un punto de vista islámico— y nos coloca en las antípodas de la literatura española tradicional. Los códices están escritos “al revés de los cristianos” y nos hacen entrar en contacto con una España que resulta difícil de reconocer, porque sus valores culturales y políticos han quedado “invertidos”. En ellos se declara —ya lo vimos— que el islam es la religión verdadera, que Mahoma es el profeta de Dios, que el Paraíso está lleno de huríes de ojos resplandecientes, que podemos hacer el amor rezando. Los códices, por más, y en su afán proselitista, enseñan al lector a mirar el cielo buscando la luna de Ramadán y a practicar las abluciones rituales. Ofrecen asimismo versiones aljamiadas del Corán, acompañadas de glosas aclaratorias, para   Pablo Gil edita la misiva (Manuscritos árabes y aljamiados de la Biblioteca de la Junta, Litografía de Guerra y Bacque - Tipografía de Comas Hermanos, Madrid, 1888) y la estudia Reem Iversen (“En busca de una alfombra de oración: una carta desesperada de un morisco de Tórtoles”, en A. Temimi (ed.), Famille morisque: femmes et enfants, Ftersi, Zaghouan, 1997, pp. 167-175). 116   Cf. la edición completa del manuscrito S-2 preparada por Álvaro Galmés de Fuentes, Juan Carlos Villaverde y Luce López-Baralt, Tratado de los dos caminos, Instituto Seminario Menéndez Pidal - Universidad Complutense de Madrid – Seminario de Estudios Árabo-Románicos – Universidad de Oviedo, Madrid – Oviedo, 2005; y mi libro Un Kāma Sūtra español, Siruela, Madrid, 1992 [2a. ed. en Vaso Roto, México, 2017]. 115


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ayudar a su correcta comprensión. Ya al margen del hecho religioso, los folios clandestinos también enseñan a su lector morisco a denostar la lengua española con una violencia que hubiese hecho temblar a Nebrija. La Inquisición se denuncia por primera vez en la historia en estos folios secretos, mientras que la toma de Granada es motivo de llanto y no de júbilo nacionalista. Los problemas de recepción que nos plantea esta literatura aljamiado-morisca no se limitan, sin embargo, a la sorpresa ante un canon cultural extraño a Occidente: son todavía más complejos. Sus receptores inmediatos no sólo eran musulmanes proselitistas a la defensiva, sino moriscos en pleno proceso de asimilación a la cultura española que tanto resentían. El lector —más bien el “archilector”— de los manuscritos secretos tenía que haber sido bilingüe y bicultural para acceder a su flagrante hibridización. De ahí que la lectura de estos problemáticos folios coloque al lector moderno en la mismísima frontera entre las dos culturas que fueron declaradas antagónicas en el Renacimiento español. Los textos aljamiados, culturalmente bifrontes, desafían por partida doble nuestro “horizonte de expectativas”, y nos obligan a oscilar constantemente entre el mundo islámico y el mundo cristiano, que tiene su extraño encuentro en los códices secretos. Un botón de muestra basta para ilustrar lo dicho: Mahomed Rabadán entona su Canto de las lunas, tan cerradamente musulmán, en octosílabos romanceados;117 El Mancebo de Arévalo, un joven criptomusulmán que se habría educado en las escolanías de la época como morisco encubierto, atribuye a autoridades musulmanas como Algacel o Ibn ‘Arabī pasajes píos de Tomás de Kempis.118 Ybrahim Taybili, por su parte, pide   Cf. J. A. Lasarte López (ed.), Poemas de Muhamed Rabadán, Diputación General de Aragón, Zaragoza, 1991. 118   Gregorio Fonseca, Sumario de la relación y ejercicio espiritual sacado y declarado por el Mancebo de Arévalo en nuestra lengua castellana, Gredos – Fundación Menéndez Pidal, Madrid, 2002. 117


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inspiración a la musa Talía para redactar las octavas reales de su encendida polémica anticristiana,119 mientras que el morisco anónimo expulso en 1609, a quien ya he citado por extenso y a quien la posteridad recuerda como “El refugiado de Túnez”, baraja sin más los tratados del sufí de Fez A mad Zarrūq junto a los versos de Garcilaso, Góngora y Quevedo. Por más, en el desconcertante tratado de casuística matrimonial en el que celebra el placer sexual como anticipo de la contemplación misma de Dios, el jurisconsulto entrevera las azoras coránicas y las invocaciones pías que los esposos deben orar a lo largo de la cópula nada menos que con sonetos de Lope de Vega. Realmente no teníamos noticia de que la literatura del Siglo de Oro fuera capaz de hablar simultáneamente en estos asombrosos registros híbridos. Vemos pues que los autores moriscos se movían entre la fe musulmana de sus mayores y la nueva cultura española que poco a poco también iba siendo suya. Aunque algunos dejan claro que resienten su forzoso mestizaje cultural, otros en cambio, hacen gala artística de él. Pero la condición fronteriza de estos escritores marginados y el mundo bicultural en el que se movían entrañaba peligros que acaso ni ellos mismos serían capaces de advertir. Hay momentos en que los escritores moriscos parecerían traicionar sus intenciones proselitistas religiosas, dejándonos entrever algunas de las inquietudes inconfesables que asaltarían en secreto lo profundo de sus conciencias. En estos momentos, desde el punto de vista de la teoría de la recepción, la intentio auctoris parece ir a contrapelo de la intentio operis. Veamos algunos casos en los que el texto se les subvierte a los autores clandestinos y contradice su celo religioso tan apasionadamente proclamado. El Mancebo de Arévalo, uno de los tratadistas más enigmáticos del corpus, se apropia en su Tafsira del prólogo   Luis Bernabé Pons, El canto islámico del morisco hispano-tunecino Taybili, Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 1988. 119


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a la Celestina de Fernando de Rojas, sin citar procedencia. Como observa María Teresa Narváez,120 la editora del códice, el autor morisco parecería hermanarse con la dolida protesta espiritual de Rojas, un escritor agnóstico incapaz ya de tomar partido por ninguna religión revelada. Como se sabe, en su prólogo a la Tragicomedia, Rojas había saqueado pasajes del De remediis utriusque Fortuna de Petrarca, desvirtuando las ideas moralizantes del maestro italiano en el proceso de apropiárselo para su nuevo contexto literario. Esto parece haberlo comprendido muy bien el Mancebo, y en sus propios folios potencia el agnosticismo y las posibles dudas metafísicas que el autor de La Celestina expresa solapadamente en su obra. Salta a la vista que, al hacerlo, el Mancebo ambigua e incluso contradice el propio compromiso islamizante de la Tafsira. Esto no nos debe extrañar demasiado, pues los autores aljamiados escribían en un momento de honda crisis para su comunidad y muchos de ellos, educados por obligación en la fe cristiana, albergarían dudas sobre la valía de la fe impuesta y aún sobre la autenticidad de su propia fe. No es fácil tener que profesar dos religiones a la vez sin dar paso al conflicto espiritual. En cualquier caso, cabe concluir que el Mancebo tiene verdadera madera de escritor porque nos ofrece, acaso malgré lui, una radiografía auténtica de las contradicciones de su alma fronteriza. Con ello, dota a su Tafsira de una inesperada polivalencia y una rica ambigüedad. Como lector de La Celestina, por más, el morisco se adelanta a la interpretación que Stephen Gilman121 habría de hacer de la Tragicomedia siglos después. En la misma línea del Mancebo de Arévalo, el crítico norteamericano entendió que la Tragicomedia era la primera obra europea que ponía en duda el sentido del universo. Curioso   María Teresa Narváez, Tratado (Tafsira) del Mancebo de Arévalo, Trotta, Madrid, 2003. 121   Stephen Gilman, The Spain of Fernando de Rojas. The Intellectual and Social Landscape of La Celestina, Princeton University Press, Princeton, 1972. 120


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que el “Lector modelo” soñado de Rojas, descendiente de judíos conversos, fuese un morisco clandestino. Otros autores, como el citado refugiado de Túnez, autor del manuscrito S-2 brah, violentan también su expreso compromiso islamizante al cuestionar entre líneas si su cruel destierro en Berbería realmente le había valido la pena. Comienza agradeciendo a las autoridades religiosas y políticas que los acogieron en Túnez, pero se las arregla para fustigar solapadamente a los nativos, que resintieron la llegada de los moriscos e impidieron que se pudieran adaptar de veras a su nueva patria. El autor no sólo admite entre líneas su cruel decepción histórica, sino que deja entrever algo aún más peligroso: la aguda nostalgia que siente por su patria española perdida. En una novela “ejemplar” inserta en su códice misceláneo, desgrana con inconfesado amor los versos del romancero tradicional, los sonetos de Garcilaso y de Góngora, incluso los Sueños de Quevedo: todos los conoce de memoria. Añora, sobre todo, las tardes de teatro donde solía extasiarse con las comedias de su admirado Lope de Vega. Todavía en su recuerdo guarda la vívida presencia de las comediantas: Las hermosísimas mujeres […] se mudan de muchas maneras, pues ya salen a representar una reina, ya infanta, ya señora, ya dama humilde, ya grabe; y en todas suertes, compuestas y bestidas de dibersos bestidos y galas, cada uno de su color; y su estilo de hablar delicado, con cuya causa ynbía por la una un duque, por la otra un marqués y por la otra un caballero…122

Acaso el autor hubiera querido ser un noble caballero y no un morisco proscrito para poder acercarse a su vez a las incitantes intérpretes de las comedias de Lope. En obras como ésta pode122   Manuscrito S-2 brah, fols. 61v-62r. El refugiado de Túnez, como otros autores moriscos del exilio, ya no escribe en grafía árabe, sino en cursiva española.


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mos ver una doble —y contradictora— nostalgia: por el islam que el criptomusulmán nunca pudo ejercer libremente en España, y por la España que perdió para siempre. Me atrevo a pensar que Ricote, el morisco de la ficción cervantina que regresa clandestinamente del exilio a su patria española, hubiera sido el “Lector Modelo” de estos códices ya escritos en Berbería: “Dondequiera que estamos lloramos por España, que, al fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural” (ii, 54). Echando de lado la hipotética lectura cómplice de Ricote, cabe preguntarse cómo recibieron estos textos moriscos los lectores ajenos a la comunidad criptomusulmana que lograron tener acceso a ellos. Ya me he referido al estupor que los descubridores modernos sintieron ante las letras aljamiadas, cuya factura no alcanzaban a comprender bien, pero realmente los primeros lectores del corpus secreto fueron los inquisidores del siglo xvi. Como es obvio, en su horizonte de expectativas todo lo relacionado con el islam quedaba proscrito como herético. Tan sólo por estar redactados con la grafía árabe, los pesquisidores del Santo Oficio dictaminaban que los tratados de herbolaria o de magia benévola morisca eran realmente textos de hechicería. Un amuleto con bendiciones coránicas en árabe quedaba inmediatamente convertido, ante los ojos inquisitoriales, en un talismán satánico. Si un opúsculo médico proponía recetas curativas acertadas, tenía que ser porque su autor morisco tenía un “demonio familiar” que se las susurraba al oído. La confrontación de los códices aljamiados con los protocolos inquisitoriales y aun con la literatura maurófila oficial entrañan desencuentros muy importantes, como he explorado con más detalle en otro lugar.123 Los códices transliterados en los siglos xix y xx pasaron a las manos de estudiosos modernos, pero la animadversión que susci123

Cf. López-Baralt, La literatura secreta…, op. cit.


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taron en la España inquisitorial se habría de mantener viva. Cuando Eduardo Saavedra habla de la literatura aljamiada recién descubierta en su “Discurso de Ingreso en la Real Academia Española”,124 un “desfamiliarizado” Cánovas del Castillo censura el discurso de su colega porque encuentra que “algo de simpatía” hacia “aquella gente” 125 se le había escapado al novel académico. En el “horizonte de expectativas” de Cánovas no entraba la literatura aljamiada, aun cuando ésta le fuera debidamente explicada: una resistencia psicológica de antigua prosapia histórica nublaba su vista de lector. Esta actitud de recelo, si bien edulcorada, se manifiesta en el hecho de que buena parte de los estudios peninsulares sobre el corpus aljamiado tienen un enfoque lingüístico, que parecería paliar el incómodo encuentro frontal con una literatura tan flagrantemente híbrida en medio del Siglo de Oro, que tantas reflexiones suscita sobre la cultura española. Las letras aljamiadas, no cabe duda, han tenido serias dificultades en encontrar su “Lector Soñado”. Como receptora del corpus aljamiado, admito que mi óptica hispanoamericana ha suavizado el impacto de esta lectura, en la que reconozco fraternalmente seres marginados y culturalmente mestizos como yo. Esta óptica hermana ha hecho nacer en Puerto Rico una escuela de aljamiadistas reconocida a nivel internacional, que cuenta con el mayor número de estudiosos, por milla cuadrada, que ningún otro país del mundo. Desde nuestra orilla sentimos cerca esta literatura, que es “ladina” en más de un sentido. Los autores aljamiados son “españoles” por la lengua de la que se sirven —bien que la hibridicen con caracteres árabes—, pero a la vez son musulmanes, aunque sea más que nada por su férrea voluntad   Eduardo Saavedra, “Discurso que el Excelentísimo Sr. D. Eduardo Saavedra leyó en Junta Pública de la Real Academia Española, el día 29 de diciembre de 1878, al tomar posesión de su plaza de Académico de número”, Memoria de la Real Academia Española, vi, Madrid, 1889, pp. 138-140. 125   Apud Saavedra, “Discurso que el Excelentísimo…”, op. cit., p. 200. 124


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de serlo. Los moriscos exhibían su mestizaje hasta en los tiempos simbólicos en los que se movían como escritores: el pasado musulmán y el presente español. Lo híbrido, como se sabe, siempre es difícil de calificar y de interpretar. Homi Bhabha126 considera que el espacio textual híbrido, cambiante, fluido y abierto crea un “tercer espacio”. Entiende que en la escritura contemporánea poscolonial, los conceptos monolíticos raciales o nacionales se disuelven en espacios entrecruzados, en intersticios, en fisuras, en fronteras inciertas: estamos ante el producto nuevo de la fusión entre dos culturas, que siempre es un proceso indeterminado. Este “tercer espacio”, según el estudioso, ya no corresponde a ninguna de las culturas que litigan entre sí en el texto. La literatura aljamiada es, insisto, las dos cosas a la vez, escritura española y escritura islámica, y aún más: es el tercer espacio del encuentro —y del choque— entre ambas. ¿O acaso se trata del intento de armonizar ambas culturas antagónicas? sea como fuere, acaso en esta época de choque histórico entre Occidente y el islam —atemorizante clash of civilizations— estemos mejor capacitados para abrir nuestro horizonte de expectativas de manera que podamos asumir mejor la hibridez de los códices aljamiados.

V. Capitulaciones finales

Cumple que recapitulemos. He explorado la historia del prolongado asombro que hemos registrado los receptores de algunas obras del Siglo de Oro, que no rinden fácilmente sus secretos. Como receptores de las letras áureas, somos herederos de un antiguo silenciamiento cultural y un olvido histórico defensivo, que ha borrado de nuestro “horizonte de expectativas” el orbe cultural árabe y hebreo, 126

Homi Bhabha, The Location of Culture, Routledge, Londres, 1993.


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asociado al peligro, a la incomodidad y a la herejía. De ahí buena parte de nuestro “extrañamiento” de lectores. Pero no nos basta con abrir nuestro orbe de lecturas al mundo oriental, sino que, una vez abierto, también debemos conjurar el temor oculto que nos impide asumir lo que algunos textos proclaman a voces. Solo así podremos entender que los “dislates” de san Juan no “predicen” el surrealismo francés, sino que responden a una estética del delirio en deuda confesada con el Cantar de los cantares; que Teresa de Jesús, de seguro malgré elle, es un eslabón cristiano en la larga cadena de místicos musulmanes que se hicieron eco del clisé de los siete castillos del alma; que Cervantes urde chistes islamizantes que un moro ladino o un cautivo de Berbería entendería mejor que nosotros; que las letras aljamiado-moriscas modifican la concepción tradicional que nos habíamos formado de la literatura española porque implican una hibridización y un mestizaje hispano-semítico del que no teníamos noticia. O del que no habíamos querido tener noticia. Américo Castro adivina un futuro “archilector” para estos textos áureos, en cuyo “horizonte de expectativas” pudiera caber al fin la cultura musulmana: algún día se hablará de esa deuda literaria, afirma el maestro, “con la misma naturalidad con que decimos que Virgilio y Ovidio se hallan presentes en la literatura del siglo xvi”.127 Para Juvenal el oriente quedaba ultra auroram et Gangem: más allá de la aurora y del Ganges. El lector avisado de nuestro muestrario de textos renacentistas habrá de descubrir —no sin asombro— que el Oriente no queda tan lejos: está entre nosotros y es parte medular de la mejor literatura española. Para esta lectora aún sorprendida, el diálogo intercultural que sostienen las letras hispánicas con Oriente no ha hecho otra cosa que enriquecerlas. Unas gotas de la fragancia del Yemen las podría haber hecho más misteriosas, sí, pero también más apasionantes.   Américo Castro, La realidad histórica de España, Porrúa, México, 1954, p. 421.

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La música callada: los versos que san Juan de la Cruz labró con aire

“¿Qué podría decir [acerca de la experiencia mística]? No quiero construir más muros en torno a ella, no sea que quede afuera del todo”.1 Thomas Merton se une a la queja inmemorial de todos los místicos: el lenguaje es insuficiente para dar cuenta de lo ocurrido en la cima del alma durante el éxtasis. La dificultad comunicativa inherente a ciertas experiencias cúspides es palmaria, como nos recuerdan a su vez los filósofos del lenguaje, desde Platón hasta Ludwig Wittgenstein, pero se potencia al máximo cuando se dirime el ensanchamiento infinito del alma al momento del abrazo ontológico con Dios. Es imposible traducir un trance suprarracional ocurrido más allá del espacio-tiempo a través del instrumento limitante del lenguaje. De ahí que muchos místicos, como la madre Ana de Jesús, destinataria del “Cántico espiritual” de san Juan de la Cruz, hayan reverenciado con el silencio esta cognitio Dei experimentalis que acontece sin mediación alguna. Pocos escritores han asumido la derrota verbal inherente a la experiencia extática con la lucidez de san Juan de la Cruz. El poeta se sintió abrumado por la naturaleza ininteligible del trance que le sobrevino y se queja una y otra vez del intento fallido de comuni1

Thomas Merton, Entering the Silence, Harper, San Francisco, 1996, p. 127. 99


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car aquello2 que experimentó en otro plano de conciencia. Tan sólo le queda claro que la experiencia abisal es indecible: “del éxtasis yo no querría hablar, ni aún quiero; porque veo claro que no lo tengo de saber decir, y parecería que ello es menos si lo dijese”.3 La vivencia fruitiva del Dios vivo desafía el entendimiento humano: “Dios, a quien va el entendimiento, excede al […] entendimiento, y así es incomprensible […] al entendimiento; y por tanto, cuando el entendimiento va entendiendo, no se va llegando a Dios, sino antes apartando”.4 En la Noche oscura5 el poeta insiste en la insuficiencia del lenguaje ante la vivencia sobrenatural: Como aquella sabiduría interior […] no entró al entendimiento envuelta […] con alguna […] imagen sujeta al sentido, de aquí es que el sentido e imaginativa […] no saben […] decir algo de ella […]. Bien es a sí como el que viese una cosa […] cuyo semejante […] jamás vió, que aunque la entendiese y gustase, no la sabría poner nombre ni decir lo que es, […] y esto con ser cosa que la percibió con los sentidos; cuanto menos, pues, se podrá manifestar lo que no entró por ellos.

El poeta autoriza su afasia mística con una cita de Jeremías “cuando, habiendo hablado Dios con él, no supo sino decir a, a, a”.6   San Juan de la Cruz, “Cántico espiritual”, en Luce López-Baralt y Eulogio Pacho (eds.), San Juan de la Cruz. Obra completa, Alianza, Madrid, 1991, 2009 y 2016, canción 38, declaración 9. 3   San Juan de la Cruz, “Llama de amor viva”, en Luce López-Baralt y Eulogio Pacho (eds.), San Juan de la Cruz. Obra completa, Alianza, Madrid, 1991, 2009 y 2016, canción 4, párrafo 16. 4   Ibid., canción 3, parráfo 48. 5   San Juan de la Cruz, “Noche oscura”, en Luce López-Baralt y Eulogio Pacho (eds.), San Juan de la Cruz. Obra completa, Alianza, Madrid, 1991, 2009 y 2016, vol. ii, cap. xvii, p. 3. 6   Ibid., p. 4. 2


La música callada

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Como aquello “por palabras no se puede explicar”, san Juan admite que en el prólogo a su “Cántico” que habla en “dislates” —es decir, “disparates”, como otrora había hecho Salomón en los misteriosos Cantares—. Cuando se habla en “dislates” lo único que se hace es apuntar, balbuceando, hacia la magnitud de una experiencia abisal, sin llegar a comunicarla. La inefabilidad es inherente a la alta contemplación: el alma “echa de ver cuán […] cortos [e] impropios son todos los […] vocablos con que en esta vida se trata de las cosas divinas”.7 El raciocinio no puede traducir la vivencia directa de Dios. Los sentidos, tampoco: “no lo saben ni lo pueden decir, ni tienen gana, porque no ven cómo”.8 San Juan reitera la deseabilidad de optar por el silencio en la Noche: “En aquel aspirar de Dios yo no querría hablar ni aun quiero; porque veo claro que no lo tengo de saber decir, y parecería menos si lo dijese […] y por eso aquí lo dejo”.9 Entre líneas, el reformador aconseja el silencio como la opción más sensata ante la tarea de comunicar lo vivido más allá del espacio-tiempo: “no hay vocablos para aclarar cosas tan subidas de Dios como en estas almas pasan, de las cuales el propio lenguaje es entenderlo para sí, y sentirlo y gozarlo, y callarlo el que lo tiene”.10 Y callarlo el que lo tiene. No olvidemos las palabras del poeta, porque a respaldar su lucidísimo aserto van precisamente dedicadas estas páginas. Paradojalmente, san Juan se las arregla para homenajear el silencio, tan respetuoso del éxtasis supraverbal, en el contexto de un poema: el “Cántico espiritual”. Pero un poema siempre es un constructo verbal, por sublime que sea, y ya sabemos que el poeta ha advertido lo desvalido que es el lenguaje ante la vivencia mís  Ibid., p. 3.   Ibid., p. 4.  9   Idem. 10   Cruz, “Llama de…”, art. cit., canción 2, párrafo 21.  7

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tica infinita. Con todo, intentaré rastrear esos altísimos versos del “Cántico” que homenajean el silencio, y que me parecen los más sapienciales de toda la poesía de san Juan. El “Cántico”, heredero de los deliquios de amor del Cantar de los cantares,11 describe cómo la esposa se lanza, disuelta en una ráfaga enamorada,12 a zaga de su amado. Buscando a quien más ama, la protagonista poética sobrevuela espacios ignotos, que parecerían írsele disolviendo mientras los mira desde lo alto, sin realmente hollarlos. Después de evadir unas majadas, oteros, montes y riberas desdibujadas, y tras interrogar sin fortuna a los pastores, a los bosques y a las espesuras por el paradero de su amor, la emisora de los versos se detiene de súbito ante una fuente de aguas plateadas. Y expresa, exaltada, un extraño deseo: ¡Oh cristalina fuente! si en esos tus semblantes plateados formases de repente los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados!

Ha anochecido en la extraña égloga pastoril sanjuanística, porque la luz plateada sobre el agua de la alfaguara delata el brillo de una tenue luz lunar. La ruptura del poeta con la estructura de la bucólica clásica, cuyos cantos se silencian al atardecer, tiene   He explorado a fondo los misterios de este poema en López-Baralt, Asedios a lo indecible. San Juan de la Cruz canta al éxtasis transformante, Trotta, Madrid, 1998 y 2016; y su relación con la literatura semítica en López-Baralt, San Juan de la Cruz y el islam, El Colegio de México, México, 1985 [Hiperión, Madrid, 1990] y López-Baralt, 2003. 12   Me hago eco de una frase que Ferdinand Padrón usa en su ensayo “La corporeidad de los sujetos líricos del ‘Cántico espiritual’ de san Juan de la Cruz”, en Luce López-Baralt, Repensando la experiencia mística desde las ínsulas extrañas, Trotta, Madrid, 2013, pp. 451-478. 11


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pleno sentido en su nuevo contexto místico: en este instante debe anochecer simbólicamente porque los sentidos de la protagonista se anochecen. Las secretas transformaciones del alma se dan más allá del umbral del mundo corpóreo, que queda a ciegas. El vehemente peregrinar de la viajera ha cesado, ya que se detiene para reflejarse en el espejo de la fuente. Ahora tiende su mirada en el manantial, que tiene el cromatismo iridiscente propio del estado alterado de conciencia. En esta extraña escena nocturna los prodigios se suceden: cuando la enamorada se mira en el manantial, se enfrenta a una sorpresa descomunal, no ve su rostro. Ha perdido su identidad y su bulto corpóreo, pues las aguas de la fuente no lo reflejan. El poeta comienza, ya desde aquí, la ardua tarea de sugerir algunas nociones fundamentales propias del éxtasis transformante. El manantial nocturno, que se niega a dibujar el rostro de la esposa, le devuelve en cambio unos ojos. Parecería que son suyos, pues los lleva dibujados en sus entrañas, pero a la vez son los del amado, que desea encontrar al fin experiencialmente en las aguas encendidas. Advirtamos que la protagonista poética expresa su anhelo usando el “si” condicional: “si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados…”. La enamorada aun no posee esos ojos: todavía le son unos ojos deseados. San Juan pinta de manera magistral el deseo, la intuición de lo que está a punto de sobrevenirle a la esposa: los ojos que le devuelve la fuente por anticipado son simultáneamente de él y de ella, ya que, aunque parecen ojos ajenos que flotan sobre las aguas, donde están grabados es en las entrañas de la que se mira en el manantial, “grávida de una mirada”, como dejó dicho con delicadeza José Ángel Valente. La fuente reveladora es el espacio —el espejo— de su propia identidad. Fons sellata había llamado el amado a su sulamita en los


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Cantares,13 y la esposa del “Cántico” es, a su vez, ella misma la fuente, porque el espejo nos devuelve siempre nuestra ipseidad. Inesperadamente, el ansioso ¿adónde? que inaugura el poema se nos comienza a contestar. “¿Adónde te escondiste, Amado?”. La respuesta es sobrecogedora: “En mí misma”. En este preciso instante el espejo nocturno alecciona a la esposa acerca de los límites de su propia identidad, y le permite descubrir que su amado estaba todo el tiempo en ella misma. San Juan subvierte el mito de Narciso, que se miró en las aguas y se enamoró de sí mismo: aquí la protagonista se va a enamorar de sí misma —pero con todo derecho— pues está en proceso de transformarse en lo que más ama. “The kingdom is within”, había dejado dicho Alfred Lord Tennyson, que no es otra cosa que el inveterado In interiore hominis habitat veritas agustiniano. El narcisismo de la amada no era pues peligroso, ya que fue capaz de trascenderlo para pasar del ego al yo compartido con Dios: el solemne misterio del Unus / ambo. La protagonista del “Cántico” mira pues los ojos en la fuente, que parecen estar simultáneamente allí y en sus entrañas; ella los mira y ellos la miran desde las aguas y no es posible establecer diferencias entre ambas miradas espejeantes que se autocontemplan. La protagonista intentaba contemplar a Dios en la alfaguara y termina contemplándose a sí misma en Dios. Como apunta Michael Sells en otro contexto: (“vision has become self-vision”. Vale la pena traducir sus palabras más por extenso: “La visión se ha convertido en autovisión) […]. En ese momento es cuando ocurre un cambio de perspectiva: en vez de tratarse de la contemplación humana de lo divino (una relación de sujeto-objeto) lo divino se revela a sí mismo dentro del corazón del místico”.14 San Juan explica la experiencia de la extinción del ego en sus glosas: “Es verdad 13

Salomón, Cantar de los cantares, cap. 4.12.

Michael Sells, Mystical Languages of Unsaying, The University of Chicago Press, Chicago, 1994, pp. 121 y 131. 14


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decir que el Amado vive en el amante, y el amante en el Amado […] cada uno es el otro y […] entrambos son uno por transformación de amor”.15 En un estudio aparte16 me he ocupado de la compleja intertextualidad literaria de la fuente nocturna, pero aquí nos importa considerar lo esencial de la escena: ha quedado tan sólo una mirada encendida flotando sobre las aguas de la fuente. Al menos, así lo anhela la esposa. Insistamos en lo que la amada suplicó a la fuente de su propio ser: “Si en esos tus semblantes plateados / formases de repente los ojos deseados…”. El condicional “si” y el adjetivo “deseados”, como adelanté, nos dejan ver que la esposa intuye la unión, pero no ha llegado aún a ella. La escena es desiderativa: estamos en la antesala de la unión transformante. La esposa desea que los dos luceros plateados que brillan simultáneamente en la fuente y en lo hondo de su ser sean de verdad los del amado, no sólo los suyos propios. Desea un milagro ontológico: que esos ojos sean de los dos a la vez. San Juan aún no ha descrito el éxtasis: se ha limitado a comunicar el deseo del éxtasis. Pero en la próxima lira se produce un vuelco poético inesperado. La protagonista, saliendo de su ensueño contemplativo, exclama de repente: “¡Apártalos, Amado, / que voy de vuelo!”. Los ojos deseados se han salido de la fuente argentada, cobrando vida propia. La línea divisoria que separa al alma de Dios es sutilísima —como todo místico sabe— y acaba de romperse. Ya la escena no es desiderativa, sino que se nos comunica como un suceso real: una cosa es ver los ojos reflejados en la alfaguara, y muy otra verlos frente a frente. Podemos ver el sol reflejado en el agua, pero si lo miramos directamente nos ciega. La esposa teme pues cegarse ante la luz de estos ojos que son ahora brasa viva. Hemos pasado 15

Cruz, “Cántico…”, art. cit., canción 12, declaración 7.   López-Baralt, Asedios a lo indecible…, op. cit.

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del deseo a la certeza, de la fe al éxtasis. Como dejó dicho Egidio di Assisi: “ví a Dios tan de cerca que perdí la fe”. Es tal el impacto de enfrentarse a esos ojos que la hacen salir de sí, que la protagonista pide misericordia: “¡Apártalos, Amado, que voy de vuelo!”. La sulamita había gemido a su esposo una súplica semejante: “Averte oculos tuos a me, quia ipsi me avolare fecerunt”.17 Pero la aniquilación del ser que intuye la esposa juancruciana es aún más honda. El vuelo que emprende no es el vuelo ansioso que llevaba antes en su camino de búsqueda, rielando presurosa sobre el mundo creado: ahora ha adquirido alas para ir a Dios sin intermediarios. Hemos llegado a la unión transformante, a las nupcias ultramundanas del alma con la divinidad. En este momento en cúspide del poema las perspectivas se invierten y el espacio-tiempo se anula. La amada le ha anunciado a su esposo que “va de vuelo” pero ¿cómo va a volar hacia esos ojos, si los ve hundidos en la fuente profunda de su propia ipseidad? Hay una súbita simultaneidad de direcciones: la amada vuela pero no hace otra cosa que hundirse en la fuente de sí misma. Allí encontrará, como Narciso, la muerte, pero la muerte del ego no será para ella la extinción del ser, sino la transmutación del ser. El espacio, la dirección y las perspectivas colapsan: la amada no traza camino. Realmente nunca lo hubo, porque ahora la esposa comprende que ir hacia el amado no era otra cosa que ir hacia ella misma, que sumergirse en el hondón de su ser. En estos momentos que anuncia su vuelo sobrenatural, comprende que da igual el ir o el venir hacia lo alto —el aire— o hacia lo hondo —el agua—. Ir al amado es ya ir hacia ella misma. La intuición del cese de la dualidad que había experimentado al inclinarse sobre la alfaguara se ha cumplido. Abrazarse a sí misma es ya abrazar a Dios. 17

Salomón, Cantar de…, cap. 6.4.


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De ahí que el amado hable por primera vez en el poema, bautizando a su pareja poética con el nombre aéreo de paloma, que la proclama como un nuevo ser dotado de la capacidad de vuelo y geminada por lo tanto a la incorporeidad etérea con la que siempre asociamos a la divinidad. La huída del metafórico ciervo vulnerador de la primera lira era pues un espejismo, pues lo que realmente hacía el amado era acudir velozmente en pos de su amada. El lugar del encuentro no podían ser aquellos montes y valles del espacio visible, sino el espacio innombrable del ápice del alma, donde único podemos reflejar al Dios vivo que llevamos dentro. Atrás quedó pues el deseo y el humilde si condicional que interponía la esposa al momento de inclinarse ansiosa sobre la fuente. Algo crucial ha sucedido justamente entre las dos liras: en una se intuía la unión mística; en la otra, ésta se celebra con asombro. El éxtasis o salida de sí queda patente cuando la esposa pide clemencia: “¡Apártalos, Amado, / que voy de vuelo!”. Y, en efecto, va de vuelo mientras lo dice. Se ha roto la tela del dulce encuentro en este plano trascendido de conciencia donde los espacios y los tiempos se anulan. ¿Pero exactamente de qué manera ha ocurrido el instante mismo de la experiencia mística? ¿Cómo nos comunica san Juan el paso inimaginable del plano terrenal al plano eterno? ¿Cómo sugiere el momento en cúspide donde el alma descubre de manera intempestiva —así lo sentía Teresa de Jesús en las sextas moradas— que ha abandonado su limitada ipseidad para pasar a compartir la esencia infinita de Dios? ¿Qué altísimas verdades trascendentes comprendió la esposa en el seno de Dios? San Juan no puede decir nada de ese vuelo del espíritu. Ha quedado sin palabras. Recordemos su precaución solemne: “no hay vocablos para aclarar cosas tan subidas de Dios como en estas almas pasan, de las cuales el propio lenguaje es entenderlo para sí, y sentirlo y


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gozarlo, y callarlo el que lo tiene”.18 El poeta pasa en silencio las particularidades del trance que tanto deseó vivir, y que luego llegó a experimentar, y lo coloca en el intersticio reverente que separa ambas estrofas. En el espacio de ese impronunciable allí es donde se ha rasgado la tela del encuentro, no empece no nos sea dado escuchar el jubiloso crujir del velo separador haciéndose trizas. Entre la súplica desiderativa —“si […] formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados”— y el hallazgo descomunal —“¡Apártalos Amado, / que voy de vuelo!”— hay un instante al blanco vivo que contiene, en su oquedad invisible, el mismísimo éxtasis infinito que todo el “Cántico” celebra. Imposible decirlo: “el que lo sabe, no lo dice; y el que lo dice, es porque no lo sabe”. Lo único que nos es dado percibir es el preñado silencio que separa las dos liras del poema. El más respetuoso, el más sapiencial de todos los silencios. Es justamente en ese espacio mudo que hemos pasado, in ictu oculi, del ego al Unus/ambo, del mundo sensible al mundo incorpóreo, de la búsqueda del amado a ser el amado mismo. “Del éxtasis yo no querría hablar, ni aún quiero”. San Juan no quiere hablar, y calla. Sólo así evitará desacralizar el milagro unitivo indecible. Pero éste no es el único verso silente del “Cántico espiritual”. Reparemos de nuevo en el extraño verso que sigue a continuación del grito extático de la esposa: “Apártalos, Amado”. A esta exclamación suplicante sigue un endecasílabo: “que voy de vuelo / vuélvete paloma”. Estamos ante el prodigio vivo de un verso que cantan al unísono dos voces, la de la amada y la del amado. En este endecasílabo, inusitado en las letras áureas, el poeta vuelve a obnubilar la distinción de ambas identidades, porque están en trance de unión. Los vocablos onomatopéyicos “vuelo / vuélvete” silban en nuestros oídos como el aire mismo, gracias a las letras líquidas 18

Cruz, “Llama de…”, art. cit., canción 2, párrafo 21.


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“v” y “l”: difícil distinguir quién vuela ni quién celebra el vuelo. Es imperativo tener en cuenta la afasia reverente que la palabra aire o brisa encierra como código espiritual universal, alusivo siempre a la alta noticia de Dios: logos, pneuma, espíritu, prana, ruah, ruh. Si consideramos este verso etéreo cantado a dúo más de cerca, advertimos que entre las voces “vuelo” y “vuélvete” hay que guardar un minúsculo, imperceptible, preñadísimo instante de silencio. En primer lugar, porque hay un cambio de voz lírica, ya que la protagonista poética anuncia su vuelo a su interlocutor sobrenatural y él le responde haciendo alusión a dicho vuelo del espíritu. El lector del siglo xvi era ducho en arrancar con la impostación de la voz las emociones del texto, que siempre se solía leer a viva voz. Y lo recuerdo porque es necesario marcar con un breve hiato el cambio de voz poética, el paso sutil de un protagonista a otro. Entre las dos voces etéreas, “que voy de vuelo / vuélvete, paloma” trenzadas milagrosamente en el vórtice mismo del acento en sexta sílaba,19 hay un instante mudo que se detiene, reverente, ante el proceso mismo de una unión indecible. Es precisamente allí, en la pausa de ese silencio apenas enunciado, que las dos voces trenzadas se funden en una. Amada en el amado transformada. Lo sabe bien el poeta: es mejor insinuar la transformación mística al margen de las palabras, pues incluso el más alto de los versos desacralizaría el misterio. San Juan, que siempre habla de la unión mística bajo protesta, reitera su sigilo sublime en la próxima lira. Allí accedemos al más célebre de todos sus silencios —el que ahora surge, reverente, entre el amado y sus atributos—, que la esposa experimenta en el ápice de su alma en éxtasis: “Mi Amado las montañas”. Las liras se suceden, centelleantes, en regocijada cascada verbal: “los valles 19

Como ha advertido Dámaso Alonso, san Juan suele acentuar sus endecasílabos

en la sexta sílaba. Cf. Dámaso Alonso, La poesía de san Juan de la Cruz, desde esta ladera, Aguilar, Madrid, 1958.


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solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos” // La noche sosegada / en par de los levantes del aurora, / la música callada, / la soledad sonora, / la cena que recrea y enamora”. Jorge Guillén supo intuir la magnitud del prodigio que nuestro poeta encerró en el primer verso, que celebra el amor desde la mismísima cima del éxtasis: “Atengámonos al verso tal como se encuentra, con una pausa que no tiene par: ‘Mi Amado las montañas’. […]. Ese blanco —ese instante de silencio— entre el Amado y las montañas designa y ofrece algo que sobrepuja el amor terrenal”.20 Guillén no iba descaminado, bien que no apuró más ese misterio que tan bien había intuido: entre el amado y la infinita esencia divina, reflejada ahora en el alma endiosada 21 de la amada, hay otro instante mudo que marca precisamente la fusión de la esencia de los amantes, ya indistinguibles entre sí. Como se trata, otra vez, del instante mismo en el que están aconteciendo las bodas ultraterrenales, el poeta vuelva a guardar un respetuoso silencio, y opta por no colocar ningún signo separador entre el amado y su esencia, que comparte con la esposa enamorada. Es ella quien atestigua para nosotros, afásica, la inimaginable belleza del creador. Los contemporáneos de san Juan tuvieron, por cierto, gran dificultad en comprender sus extrañas licencias gramaticales, que imitan la sintaxis del hebreo original del Cantar de los cantares, que omite el verbo “ser”. Homenajeando los antiguos versos bíblicos, el poeta no dice “Mi Amado es las montañas”, sino “Mi Amado las montañas”. El epitalamio silencia, como es usual en las lenguas semíticas, el verbo “ser” y, al traducir los versículos Cantar, fray Luis de León, docto hebraísta, se vio precisado a suplir una y otra vez este verbo, que hoy ponemos entre respetuosos corche20

Jorge Guillén, “San Juan de la Cruz o lo inefable místico”, Lenguaje y poesía,

Revista de Occidente, Madrid, 1962, p. 138. 21   El vocablo es de san Juan de la Cruz.


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tes: “¡Ay, cuán hermoso, amigo mío, [eres tú], y cuán gracioso! Nuestro lecho [está] florido”.22 El “Cántico” imita pues tan de cerca la sintaxis del epitalamio que su verso castellano parecería incurrir en un aparente desliz gramatical, “desliz” que por cierto dio mucho quehacer a los primeros copistas del poema, que corrigieron, con alarma, la lira: “Mira Amado las montañas”; “Mi Amado en las montañas”.23 Pero san Juan sabe muy bien lo que hace, y en sus glosas a los jubilosos versos nominales, que sustituyen el verso “ser” por una pausa reverente, nos convoca a comprender mejor el proceso inefable de la unión. En la percepción de la esposa, nos dice en el comentario, el amado es uno con las montañas, porque la impresión que le producen éstas (altura, majestuosidad, buen olor), es semejante a la que le produce el amado: “estas montañas es mi Amado para mí”.24 Los valles solitarios nemorosos le sugieren al alma refrigerio y descanso infinitos, las ínsulas extrañas la convocan al misterio insondable del amado, y así sucesivamente a lo largo de las liras celebrativas, que Carlos Bousoño percibe como visionarias avant la lettre.25 Insiste san Juan: “todas estas cosas es su Amado en sí y lo es para ella”.26 En el intercambio altísimo del amor, Dios la ha transformado en Sí y ella refleja a su vez la esencia de Él en el espejo infinito de su alma. Dios es pues toda esa miríada de maravillosos espacios, montañas, músicas y noches en la percepción sobrenatural de la desposada. Los tiempos y los   Salomón, Cantar de…, cap. 1.5.   Cito el manuscrito 125 de las Carmelitas Descalzas de Valladolid y la copia autografa de Ana de san Bartolomé, hoy en Amberes. Cf. López-Baralt, Asedios a lo indecible…, op. cit., p. 140. 24   Cruz, “Cántico…”, art. cit., canción 14-15, declaración 7. 25   Cf. Carlos Bousoño, “San Juan de la Cruz, poeta ‘contemporáneo’ ”, en Teoría de la expresión poética, Gredos, Madrid, 1970 y 1990; López-Baralt, Asedios a lo indecible…, op. cit. 26   Cruz, “Cántico…”, art. cit., canción 14-15, declaración 5. 22

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espacios no sólo se anulan, como en todo trance extático a salvo de ellos, sino que convergen en la identidad unificada de ambos. Ya ambos son las montañas, los valles y las noches en esta suprema noche de bodas. Insistir en el verbo ser —“mi Amado es las montañas”— sería insistir en la separación de identidades, y ya ambos son uno en unión transformante. De ahí la intuición genial de san Juan, que pasa en silencio el instante supremo de la unión mística, ocurrida en el intersticio preñado de infinito que hay que aspirar entre las voces “mi Amado” y “las montañas”. Tuvo, necesariamente, que enmudecer ese instante. El poeta, célebre por sus imágenes visionarias, ha rehusado encomendar a unos míseros signos verbales —por hermosos que pudieran ser— el misterio último. Nos veda el acceso a sus bodas ultramundanas, y tan sólo nos permite intuirlas de lejos. Nunca mejor dicho: que nadie lo miraba. Va a solas con su querido, también en soledad de amor herido. Labra con aire las escenas secretas de la transformación mística y acalla la melodía de los versos, componiendo así una altísima música callada. Deja su palabra poética oculta, inviolable, como su unión con Dios. Estamos ante los mejores versos de san Juan de la Cruz: los versos que inscribió en el silencio; los que supo proteger de la tosca envoltura de la palabra, sustrayéndoles cadencia musical, negándoles imagen. Los que escondió, cual tesoro palpitante, en los intersticios invisibles de las liras claves del “Cántico”. Los versos enmudecidos del poeta, más aleccionadores que sus palabras —hermosísimas pero por fuerza desvalidas— surgen centelleantes para convocarnos a aprender de su silencio grávido de infinito, único lugar donde es posible encontrar al amado.


El tal de Shaibedraa (Quijote I, 40) 1 “De cuyo nombre no quiero acordarme…” (Quijote I, 1) A mi colega Ahmad Abi Ayad, que puso en mis manos el dato intrigante que detonó estas páginas, con la gratitud que él bien sabe.

I. Las aventurillas de los nombres cervantinos

Como observó Pedro Salinas, el nombre que impone Cervantes a sus personajes suele constituir una auténtica “aventurilla”. Los apelativos cervantinos, en “buscada convivencia de opuestos”, libran una “breve guerra civil” 2 en el apretado espacio de su enunciación y dictan su propia historia. Pero hay otra “aventurilla” —más bien, aventura de enormes proporciones— detrás del nombre icónico que Cervantes se adjunta tras su cautiverio en Argel: Saavedra. O, como veremos, Shaibedraa‘, pues el apellido gallego tiene una cru  Una versión preliminar de este ensayo vio la luz en e-Humanista (2013). La presente es una edición revisada y aumentada, a la que incorporo además una acápite sobre “Cervantes y la grafología: ¿Cómo firmaba el novelista su nuevo apellido?”. 2   Pedro Salinas, “El polvo y los nombres”, Cuadernos Hispanoamericanos ii, 1952, pp. 211-225; incluido en Ensayos en literatura hispánica (Del Cantar del Mio Cid a García Lorca), edición y prólogo de Juan Marichal, Aguilar, Madrid, 1961, pp. 127-142. También disponible en Centro Virtual Cervantes: <http://cvc.cervantes.es/literatura/quijote_antologia/salinas.htm>. 1

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cial contrapartida en el árabe dialectal de Argel. El novel apellido, que el novelista impone a todos los alteregos de sus ficciones de tema argelino, delata la “guerra civil” que libra en su propio ser, fronterizo ya entre las culturas enfrentadas del cristianismo y el islam. A decodificar el sentido secreto de este apelativo, que celebra unas extrañas nupcias de contrarios, van dedicadas estas páginas. Las travesuras verbales del cristianar cervantino son palmarias. Resulta imposible congelar al hidalgo manchego —Quijano, Quesada, Quijada— en una identidad estable, y hasta el apelativo de Don Quijote constituye una paradoja bicultural. Quixote es la pieza de la armadura que cubre los muslos, pero la voz alude simultáneamente al sayo de tela veraniega bordado al gusto morisco, como recuerda Carroll Johnson.3 El nombre “Ricote” que ostenta el morisco que regresa clandestinamente a España (ii, 54) encierra otra contradicción silenciosa. Se asocia con el aumentativo de “rico” —“ricacho”— con lo que Cervantes apunta al prejuicio de los cristiano-viejos que acusaban a los moriscos de amasar riquezas excesivas, tal como los dos mil escudos del tesoro que Ricote viene a recatar. Pero el apelativo evoca también el Valle de Ricote en Murcia, lugar de origen de moriscos ya asimilados tras siglos de convivencia pacífica con los cristianos. “Ricote era lo mismo que decir toda la crueldad inútil de la expulsión de unos españoles por otros españoles…”.4 Estamos ante una nomenclatura baciyélmica: la burla y la defensa de la casta morisca se da de manera simultánea. En las comedias argelinas los nombres se canjean vertiginosamente y son heraldos de una identidad en peligro de perderse. La mora Zoraida asume en el Quijote el nombre cristiano de María   Carroll Johnson, “Dressing Don Quixote: of Quixotes and Quixotes”, en Elaine Bunn (ed.), Clothing and Identity in Cervantes. Bulletin of the Cervantes Society of America xxiv, 2004, pp. 11-21. 4   Francisco Márquez Villanueva, Personajes y temas del Quijote, Taurus, Madrid, 1975, p. 256. 3


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o Marién, mientras el cautivo Francisquito protesta en Los baños de Argel que no quiere que le cambien el nombre, símbolo de su fe: “Padre, Francisco me llamo, / no Hazán, Alí ni Jaer” (p. 295).5 Pero es obvio que la tentación de apostatar al islam estaba servida. La sultana doña Catalina de Oviedo rehúsa llamarse Zoraida, pero el título bimembre con el que protagoniza la comedia La gran sultana doña Catalina de Oviedo es un contrasentido más en la paradojal nomenclatura cervantina. Recordemos que el cambio de nombre de los renegados o “cristianos de Alá” implicaba una decisión traumática en Berbería: además del atribulado Hazén de Los baños de Argel, que osciló entre las dos religiones antes de ser empalado, cabe evocar a Uchalí (Aluj Ali) y a Morat Arráez Maltrapillo, a quien Cervantes, compasivo, llama “muy grande amigo mío” y “nuestro renegado” en la Historia del cautivo. Cuando en La gran sultana Roberto ve que el renegado Salec —agnóstico, por cierto, como el morisco Ricote— se ha cambiado el nombre, le pregunta “¿cómo te has olvidado / de quien eres?” (p. 368). La identidad era quebradiza en el cautiverio, como el alucinante baile de apelativos demuestra. Ya con tintes más humorísticos, la sin par Dulcinea ostenta un almibarado nombre caballeresco, pero procede del Toboso, población conocida en la época por su notoria población morisca.6 Su 5   Advierto que citaré todas las comedias cervantinas por la edición de Obras Completas, recopilación, estudio preliminar, prólogos y notas por Ángel Valbuena Prat, Aguilar, Madrid, 1967; Los trabajos de Persiles y Sigismunda, edición de Carlos Romero Muñoz, Cátedra, Madrid, 1997; Novelas ejemplares, 2 t., edición de Harry Sieber, Cátedra, Madrid, 1984 y 1987; y El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, edición de Luis Andrés Murillo, Madrid, Castalia, 1970. 6   Cf. Américo Castro, El pensamiento de Cervantes, introducción y notas de Julio Rodríguez Puértolas, Noguer, Barcelona, 1925 y 1972; y “Cervantes y el Quijote a una nueva luz”, en Cervantes y los casticismos españoles, Alfaguara, Madrid, 1966; Rodolfo Gil Benumeya Grimau, “Residuos de morisquismo en los Quijotes de Cervantes y Avellaneda”, en Nuria Martínez de Castilla y Rodolfo Gil Benumeya Grimau (eds.), De Cervantes y el islam, Ministerio de Cultura – Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, Madrid, 2006, p. 199; María Soledad Carrasco Urgoiti, “Presencia de la mujer morisca en la narrativa cervantina”, en Nuria Martínez de


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apelativo bicultural se traduciría como “Dulcinea de la morería”. Alifanfarón aglutina a su vez factores culturales opuestos: “Ali”, nombre árabe común, se une irónicamente con “fanfarrón” porque sus enemigos en la fe veían al guerrero moro como un tonto vanaglorioso. La palabra “baciyelmo” que Sancho acuña para obligar a convivir los conceptos antitéticos de la bacía de barbero y el yelmo de Mambrino es el botón de muestra más representativo de cómo Cervantes bautizaba el mundo. Pero el novelista alcalaíno no se limita a estas curiosas “células de lo paródico”,7 sino que hace que el apicarado Pedro de Urdemalas se adjunte un nuevo apellido en la comedia que lleva su nombre: Es Pedro de Urde mi nombre mas un cierto Malgesi mirándome un día las rayas de la mano, dijo así: “Añadióle Pedro al Urde un malas: pero advertid, hijo, que habéis de ser rey, fraile y papa y matachín .......................... pasareis por mil oficios trabajosos; pero al fin Castilla y Rodolfo Gil Benumeya Grimau (eds.), De Cervantes y el islam, Ministerio de Cultura – Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, Madrid, 2006, pp. 125-126; Carmelo Viñas y Ramón Paz, Relaciones histórico-geográfico-estadísticas de los pueblos de España hechos por iniciativa de Felipe II. Reino de Toledo (3a. parte), csic, Madrid, 1963, p. 581; y André Stoll, “Aldonza/Dulcinea en el manuscrito iluminado de Cide Hamete Benengeli. Hacia una arqueología cultural de los fundamentos aljamiados del Quijote”, en Nuria Martínez de Castilla y Rodolfo Gil Benumeya Grimau (eds.), De Cervantes y el islam, Ministerio de Cultura - Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, Madrid, 2006, pp. 311-312. 7   Salinas, “El polvo…”, art. cit., p. 3.


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tendréis uno do seáis todo cuanto he dicho aquí ”.8

Las identidades contradictorias que, según el “Malgesi” o gitano quiromántico, habrá de adquirir Pedro de Urdemalas se deben a la condición de “farsante” o actor que habría de asumir, pero es obvio que el nuevo sobrenombre “Malas” implica la fragmentación del propio ser. Tomemos nota de ello. Los nombres cervantinos, monedas onomásticas de doble cara, no anclan sino que desestabilizan las identidades de los personajes. Apuntan a un trauma ontológico, sobre todo cuando se dan en el espacio argelino. Cervantes, como veremos, no estuvo ajeno a estas encrucijadas en el orden del ser.

II. El “tal de Saavedra” ( Quijote I, 40)

Antes de preguntarnos por qué Cervantes elige para sí el sobrenombre de Saavedra, cabe recordar que el novelista puebla de “Saa­ vedras” el espacio ficcionalizado de Argel. Todos son su alterego. Ahí está el valeroso “soldado español llamado tal de Saavedra” de la historia del cautivo del Quijote (i, 40), que se salvó inexplicablemente de la horca cuando era prisionero. En El gallardo español, obra que evoca el ataque al presidio hispano de Orán (1563) por los turcos, don Fernando, una vez más, “tiene por sobrenombre Saavedra”. Es apostrofado como “aquel de Saavedra” (p. 186) y desdobla su identidad cuando alude a Saavedra como “su otro yo” y a don Fernando como “mi amigo” (p. 196). Todo esto, mientras los niños de Orán proclaman que se ha tornado moro. La escisión de la personalidad, vivida bajo el apellido Saavedra, queda dotada de una inquietante impronta islámica. 8

Valbuena Prat, Obras…, pp. 508-509.


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El otro personaje “Saavedra” es un soldado cautivo que implora de rodillas al rey Filipo lo salve del cautiverio en El trato de Argel. No tiene nombre propio y ostenta el apellido a secas, como si fuera innecesario añadir nada más al escueto Saavedra que lo define rotundamente. Advirtamos la indeterminación del nombre Saavedra: “el tal”, “tiene por sobrenombre”, “aquel de Saavedra” o bien “Saavedra” a solas. Tanta insistencia onomástica en Saavedra es sospechosa, máxime cuando los personajes llevan el apelativo a manera de etiqueta impuesta o bien aislado. Algo muy íntimo nos está insinuando Cervantes: cuando de Argel se trata, con llamarse Saavedra todo queda dicho. El alcalaíno adjunta el inesperado “Saavedra” a su apellido familiar a partir de su prisión en Berbería, como recuerda María Antonia Garcés.9 Conviene examinar las razones que tendría para hacerlo, ya que el nuevo nombre compuesto parecería nacido de la configuración de un trauma: el cautiverio de Argel. El fundador de la novela moderna salió de Berbería con una visión de mundo tan fronteriza y tan llena de polaridades irresueltas como la de los hijos de ficción con quienes compartió su nuevo apellido. Lo supo Lope de Vega. El conocido archienemigo de Cervantes compone hacia 1599 una comedia llamada precisamente Los cautivos de Argel, que los cervantistas suponen es una refundición o plagio del Trato de Argel de 1580.10 Allí pone en labios del personaje “Sahavedra”, un cautivo de rescate, una alabanza encendida a Felis, un prisionero heroico que ha rechazado los rescates para procurar la libertad de los niños prisioneros. Incluso se ofrece volunta9   María Antonia Garcés, “Los avatares de un nombre: Saavedra y Cervantes”, Revista de Literatura (csic), vol. lxv, núm. 130, Madrid, 2003, pp. 351-374. 10   Tras la primera edición de Zaragoza (por la viuda de Pablo Verger, 1647), la edita M. F. de Navarrete en el siglo xix: Obras de Miguel de Cervantes Saavedra, t. 3, Baudry, París, 1841. Cf. también Los cautivos de Argel, Linkgua, Barcelona, 2007; y la edición de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante, 2003.


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riamente, por más, a morir como mártir descubriendo a las autoridades argelinas en ese momento crucial su condición de sacerdote. Sahavedra es quien relata su cruel martirio y su fama inmediata de santo. Este raro encuentro entre un Sahavedra supeditado a la “grandeza” del sacerdote Felis levanta sospechas de referencias biográficas y nos devuelve al prólogo del segundo Quijote, en el que Cervantes lanza invectivas solapadas “al sacerdote” de ocupación “continua y virtuosa” que era por más familiar el Santo Oficio. Es decir, Lope. El padre del teatro español, para colmo, adjudica los valientes planes de aparejar una nave para huir de Argel no a Sahavedra, sino a Basurto. Lope le ha negado al “tal de Sahavedra” el heroismo de ser la cabeza detrás del arriesgado proyecto de huida. Esta escurridiza comedia necesita más estudio a la luz de sus espinosas referencias, pero queda claro que hasta Lope de Vega sabría que el prisionero “Sahavedra” no era otro que Cervantes.

III. El cautiverio de Argel y la crisis de identidad de Cervantes

La angustia de su condición como prisionero de rescate no inhibiría el asombro de Cervantes ante el espectáculo de la ciudad portuaria de Argel. En el estudio etnográfico que constituye la Topografía de Argel, Antonio de Sosa, compañero de cautiverio de Cervantes, insiste en el clima cosmopolita que la conflagración de culturas —cautivos, comerciantes, renegados, turcos, judíos, moriscos y morabutos— otorgaba a la ciudad berberisca. Esta urbe políglota, que observaba la libertad de culto religioso, se le antojaría a Cervantes no sólo un mundo distinto al suyo, “sino en muchos aspectos […] antípoda” de la España inquisitorial.11   Francisco Márquez Villanueva, Moros, moriscos y turcos de Cervantes, Bellaterra, Barcelona, 2010, p. 29. 11


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Al ser un valioso “cautivo de rescate” el autor del Quijote tuvo “la ciudad por cárcel”,12 salvo unos breves cinco meses de reclusión tras su cuarto intento de fuga. Esto lo llevó a conocer de cerca el ambiente abigarrado de la ciudad multicultural: “Argel es, según barrunto / Arca de Noé abreviada”, dirá en Los baños de Argel (p. 301). La crisis psíquica, propia de todo cautivo, habría de dejar a Cervantes oscilando entre dos espacios enfrentados —su cultura occidental y el mundo islámico—. Juan Goytisolo sostiene que Argel fue “ese vacío-hueco, vórtice, remolino-en el núcleo central de la gran invención literaria” del novelista.13 Pero Argel no le fue del todo antagónico, como recuerda Ahmed Abi Ayad “… mucho se ha escrito sobre el cautiverio cervantino en Argel pero nunca se ha hablado de la influencia positiva y del enorme impacto que ejerció en él nuestra tierra”.14 Cervantes vivió en carne propia la diversidad cultural, como afirma a su vez Evangelia Rodríguez: “la diversidad de visiones y culturas está en la base del mejor Cervantes […] en Argel, aprende a […] comprender lenguas y gentes”.15 Garcés observa que lo mismo ocurre en el caso de Antonio de Sosa, el compañero de penas de Cervantes: “… in spite of his vicisitudes as a captive in Algiers, Sosa’s Topography reveals a tacit love affair with the multicultural metropolis, the real protagonist of his works”.16   Ibid., p. 31.   Juan Goytisolo, Crónicas sarracinas, Ibérica de Ediciones y Publicaciones, Barcelona, 1982, p. 60. 14   Ahmed Abi Ayad, “Argelia y Cervantes”, en A. Temimi (ed.), Nouvelles approches des relations islamo-chretienne à l’époque de la Renaissance, Ftersi, Zaghouan, Túnez, 2000, p. 15. 15   “A pesar de las visicitudes que padeció como cautivo en Argel, la Topografía de Sosa revela un love Affair tácito con la metrópolis multicultural, la verdadera protagonista de sus escritos”. Abi Ayad, “Argelia y Cervantes”, art. cit., p. 16. 16   María Antonia Garcés (ed.), Early Modern Dialogue with Islam: Antonino de Sosa’s ‘Topography of Algiers’, traducción de Diana de Armas Wilson, University of Notre Dame, Notre Dame, 2011, p. 20. 12

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El autor del Quijote expresa la crisis de su llegada como cautivo a Berbería a través de su alterego, el Saavedra de El trato de Argel: “Cuando llegué cautivo y vi esta tierra […] a pesar mío, / sin saber lo que era / me vi el marchito rostro de agua lleno” (p. 117). Eran precisamente los mismos versos que, con ligeras variantes, Cervantes usó en la “Epístola a Mateo Vázquez de 1577”, el primer texto en el que habla de su estancia argelina.17 Garcés18 sospecha que los versos reflejan el trauma psíquico de Cervantes: la identidad se desdobla ante la crisis del cautiverio y el alterego cervantino observa pasivamente que sólo una parte de su ser cede al llanto.19 “Como ilustra Sándor Ferenczi,20 la escisión del yo en el trauma mide […] la […] importancia del daño”.21 Observa a su vez Donald W. Winnicott22 que el trauma del cautiverio forzado, que asoma al sujeto a las puertas de la muerte día tras día, no sólo   José Luis Gonzalo Sánchez-Molero considera auténtica la “Epístola”: cf. su estudio “La ‘Epístola a Mateo Vázquez’: historia de una polémica literaria en torno a Cervantes”, Centro de Estudios Cervantinos, Alcalá de Henares, 2010; y “La Epístola a Mateo Vázquez, el apógrafo cervantino que nunca fue autógrafo”, en Autógrafos de Miguel de Cervantes Saavedra. Edición conmemorativa del iv centenario de su muerte: 1616-2016, prólogo de Darío Villanueva, Círculo Científico – Taberna Libraria (edición no venal, 289), Madrid, 2016, pp. 197-201. José Manuel Lucía Megías, por su parte, se refiere por extenso a la controversia que causó el tardío descubrimiento de la epístola en La juventud de Miguel de Cervantes. Una vida en construcción, parte i, Edaf, Madrid, 2016, pp. 246 ss. 18   María Antonia Garcés, Cervantes in Algiers. A Captive’s Tale, Vanderbilt University Press, Nashville, 2002, p. 29; traducción española: Cervantes en Argel. Historia de un cautivo, Gredos, Madrid, 2005. 19   Ibid., p. 175. 20   Sándor Ferenczi, “Réflexions sur le traumatisme”, Psychanalyse IV. Œuvres complètes: 1927-1933, Payot, París, 1982. 21   Cf. Garcés, “Los avatares de un nombre…”, art. cit., p. 368. 22   Donald W. Winnicott, “The Concept of Trauma in Relation to the Development of the Individual within the Family”, en Claire Winnicott et al. (eds.), Psycho-Analytic Explorations, Harvard University Press, Cambridge, 1989. Garcés se sirve de este psicoanalista, que tanto ilumina los alcances del trauma cervantino, en el capítulo v, “Anudado este roto hilo”, de su citado estudio Cervantes in Algiers…, op. cit. 17


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promueve una escisión de la personalidad, sino una ruptura violenta en el hilo de la vida, un cambio radical en el orden del ser.

IV. ¿Por qué Saavedra ? Los posibles antecedentes españoles del apellido que asume Cervantes

La adopción del nuevo apellido Saavedra por parte de Cervantes parece pues la clave cifrada del nacimiento de un nuevo yo. Garcés23 propone que varios personajes asociados a la vida fronteriza podrían haber inspirado el novel apellido que Cervantes se adjunta de manera tan abrupta.24 Un pariente lejano, Gonzalo Cervantes Saavedra, soldado en Lepanto que luego marchó a Indias y que Cervantes evoca como poeta en el “Canto de Calíope” de La Galatea (1585), pudo haber detonado la adopción del nombre.25 El novelista, de otra parte, también pudo asumir el apellido del antiguo cautivo Juan de Sayavedra, héroe del Romancero que Ginés Pérez de Hita destaca en las Guerras civiles de Granada. Los moros granadinos que lo capturan piden por él un alto rescate, como ocurrió con Cervantes en Argel. Este Sayavedra, por más, tuvo la angustiosa tentación de apostatar al islam y de pasarse al lado enemigo: al igual que Cervantes, era un fronterizo que se movía en los márgenes indecisos de dos culturas. Pese a las resonancias fronterizas del apellido Saavedra, hay que admitir que, por su rancio origen gallego, era asociable también con la estirpe goda que la casta de los cristianos viejos esgri  Garcés, “Los avatares de un nombre…”, art. cit.   Para consultar las diferencias entre nombre, patronímico y apellido, cf. Garcés, “Los avatares de un nombre…”, art. cit., p. 361. 25   Recordemos que Cervantes siempre aspiró a ser un gran poeta, “gracia que no quiso darle el cielo”. 23 24


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mía como antídoto a la temida sangre “conversa”. El apellido Saavedra procede del topónimo Saavedra, población de la provincia gallega de Orense.26 Etimológicamente deriva del bajo latín sala vetera, que deriva en gallego en Saa (sala, solar, caserío, quinta) vedra (antigua).27 En su Diccionario heráldico y genealógico Alberto y Arturo García Carrafa elogian las ilustres ramas de la familia Saavedra, “pródigas en eminentes varones: grandes de España, famosos capitanes, prelados, caballeros de Órdenes Militares y Reales Maestranzas, poseedores de títulos del Reino”.28 Nada más del gusto de Cervantes, tan proclive a la paradoja, que ostentar un apellido “fronterizo” que a la vez fuese una ilustre garantía de la sangre “limpia” de su usuario.

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Pero el apelativo Saavedra constituye una “aventura” onomástica aún más compleja, y la decodificación de su oscuro acertijo nos devuelve precisamente a Argel. Es que el apellido hispano Saavedra que adopta Cervantes consuena demasiado de cerca con el antiguo apellido argelino Šayb a-d--dirā (también transliterado como Šaīb al--dirā ), pronunciado Shaibedraa en árabe dialectal magrebí. La pista me la ofreció el hispanista de Orán Ahmad Abi Ayed,29 precisamente en Argelia, y puedo decir que el patronímico está   Gutierre Tibón, Diccionario etimológico comparado de los apellidos españoles, hispanoamericanos y filipinos, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, p. 215. 27   Idem.; Roberto Faure, María Asunción Ribes y Antonio García, Diccionario de apellidos españoles, Espasa-Calpe, Madrid, 2001, p. 667. 26

Alberto y Arturo García Carrafa, Diccionario heráldico y genealógico de apellidos españoles y americanos, Nueva Imprenta Radio, Madrid, 1958, t. lxxix, p. 11. 29   Información compartida en Tlemcen, Argelia, el 25 de octubre de 2011, en ocasión del Congreso Internacional Tlemcen, terre d’acueill après la chute de l’Andalousie. Una vez más, va mi gratitud más profunda al amigo hispanista, a quien tanto debo. 28


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muy bien documentado. Ouakil Sebbana me informa a su vez que Shaibedraa “se localiza solamente en el norte de África, especialmente en Argelia”,30 dato que corroboran el hispanista tunecino Mohamed Aouini 31 y el islamólogo argelino Hamidi Khemisi.32 Mohamed Meouak, profesor de la Universidad de Cádiz y experto en árabe dialectal argelino,33 explica que existen en Argelia no sólo familias sino pueblos e incluso aduares con el antropónimo Šayb 34 ad- dirā - . Pero no es sólo que exista en Argel un apellido árabe que consuene fonéticamente con el apellido español Saavedra, es que a Cervantes, tullido de un brazo en la alta ocasión de Lepanto, le pudieron poner el sobrenombre Shaibedraa durante su cautiverio. La voz “Shaibedraa ” significa nada menos que “brazo defectuoso” o “tullido”. Šayb a-d--dirā proviene de la voz “brazo” (a-d--dirā )35 y del verbo šūb o šiāb, que significa “alterar, falsear, encanecer”.36 De este verbo procede la voz šāi’ba, que significa, según Cowan37 “defecto, falta, mancha”;38 y, según Cortés,39 “defecto, tara, daño”.   Comunicación electrónica del 21 de mayo de 2012.   Comunicación electrónica del 20 de mayo de 2012. 32   Comunicación electrónica del 18 de noviembre de 2011. 33   Agradezco vivamente a Mercedes García Arenal (csic) y a Sergio Carro Martín (Centro de Ciencias Humanas y Sociales (cchs-csic), Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo) que me pusieran en contacto con el arabista Meouak (Jerez de la Frontera). 34   Comunicación electrónica del 9 de abril de 2012. 35   J. Milton Cowan (ed.), A Dictionary of Modern Written Arabic (Arabic-English), Spoken Languages Services, Inc., Ithaca, 1994, p. 356. 36   Cf. Julio Cortés, Diccionario del árabe culto moderno. Árabe-Español, Gredos, Madrid, 1996, p. 601; Cowan, A Dictionary…, op. cit., p. 574; Federico Corriente, Diccionario árabe-español / español-árabe, Instituto Hispano-Árabe de Cultura, Madrid, 1970, p. 77. 37   Cowan, A Dictionary…, op. cit., p. 574. 38   Como vemos, uno de los sentidos de la voz árabe šāi’ba es “mancha”, y el dato exige un estudio más a fondo del apelativo, pues podría sugerir que Cervantes asocia su propio nombre con el de su protagonista, don Quijote de la Mancha. 39   Cortés, Diccionario del árabe…, op. cit., p. 601. 30 31


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Lo mismo vale para el árabe dialectal que Cervantes escucharía en Argel, así lo corrobora el Dictionnaire pratique arabe-français de Marcelin Beaussier, elaborado con base en materiales dialectales de Argelia y Túnez: “šāyba” significa “défaut, vice”.40 El Supplément au Dictionnaire pratique arabe-français de Albert Lentin,41 corrobora asimismo el sentido de “defectuoso”, añadiendo la variante de “canoso” como defecto del cabello oscuro, como muchos de mis colegas me informaron de viva voz más de una vez en Argel. Shaibedraa es pues un epíteto —un “mal nombre”— que se lanza con sorna a un tullido del brazo. Así lo asegura Muhamed Aouini,42 y añade por su parte el arabista Pablo Beneito: “Durante su estancia en Argelia, Cervantes pudo ser apodado Saavedra, lesionado/herido en un/el brazo [el epíteto] podría muy bien haberse usado para dirigirse al autor, como vocativo sin partícula, para decir ¡(eh, tú) manco!”.43 En Argelia, insiste Mohammed Meouak, “es efectivamente muy común llamar a alguien por algún defecto físico o mental”.44 El vicio es tan común que el Corán lo reprende en la azora 49: 11 “¡No os adjudiquéis apodos malintencionados!”.45 No es raro que a Cervantes le tildaran de “brazo defectuoso” o “estropeado” por la lesión recibida en Lepanto, que le dificultaría hacer labores forzosas como prisionero. Incluso Antonio de Sosa   Marcelin Beaussier, Dictionnaire pratique arabe-français, nueva edición revisada, corregida y aumentada por M. Ben Cheneb, La Maison des Livres, Argel, 1958, p. 547. 41   Albert Lentin, Supplément au Dictionnaire pratique arabe-français de Marcelin Beaussier, La Maison des Livres, Argel, 1959, p. 165. 42   Comunicación electrónica del 20 de mayo de 2012. 43   Comunicación electrónica del 11 de junio de 2012. 44   Comunicación electrónica del 9 de abril de 2012. 45   Cito El Corán por la traducción española de Juan Vernet, Planeta, Barcelona, 1993, p. 547. 40


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hubo de trabajar en las canteras de Argel pese a su condición de sacerdote. Pero lo más importante aquí es que tenemos documentado el hecho de que Cervantes fue, en efecto, señalizado con el epíteto, pues nada menos que su último amo, el “rey de Argel”, Hasán Pachá el Veneciano, lo llamaba “El estropeado español”. Así lo atestigua Sosa en su Diálogo de los mártires de Argel.46 El renegado veneciano, a quien Cervantes ficcionaliza en su propia obra como Azán Agá, “el más cruel renegado que jamás se ha visto” (Quijote i: 485) bautizaría a Cervantes como “manco” o “brazo estropeado” bien en árabe dialectal o en italiano, pues “apenas hablaba el turco”, como me verifican Garcés y Emilio Sola.47 Si Hasan Pachá apostrofó a su cautivo estropeado en árabe dialectal, moneda común de todos en la “babélica” Argel, lo llamaría Shaibedraa . “Manco de la mano izquierda” lo llama su madre Leonor de Cortinas cuando pide su rescate;48 “estropeado de el braço y mano izquierda”, reza el acta de rescate de fray Juan Gil de 1580; 49 manco a secas lo llamaría años más tarde Avellaneda, y no es de extrañar que así también lo llamaran sus carceleros en árabe dialectal. La de Cervantes era una manquedad notoria, que serviría para identificarlo entre los demás cautivos. Sería, eso sí, una tara baciyélmica para Cervantes, pues la burla al defecto de su brazo y la gloria militar ganada en Lepanto que lo ocasionó quedaron unidas para siempre en el apretado espacio de la voz shaibedraa . ¿Entendería Cervantes el epíteto shaibedraa ? Sabemos que callejeó Argel con tornadizos, apóstatas al islam, moros y espías, y   Antonio de Sosa, Diálogo de los mártires de Argel, edición de Emilio Sola, Hiperión, Madrid, 1990, p. 181. 47   Comunicación electrónica del 24 de abril de 2012. 48   Jean Canavaggio, Cervantes, Espasa-Calpe, Madrid, 1987, p. 106. 49   Libro de la redempçion…, Archivo Histórico Nacional, Madrid, fols. 157-v-158v (apud María Antonia Garcés, “Yo he estado en Argel cinco años esclavo: cautiverio y creación en Cervantes”, Actas del XIII Congreso Internacional de Hispanistas, vol. i, 1998, pp. 528). 46


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que se sirvió de ellos en sus intentos de fuga hasta el punto de que en la Información de Argel ha de defenderse de la acusación de “tratar con moros y renegados”.50 Junto a ellos, el escritor experimentaría una “inmersión completa” en la lengua dialectal berberisca: algo tenía que entender del dialecto árabe del país de sus captores, incluso para sobrevivir. El propio Cervantes alude al mundo babélico que vivió tan de cerca: “Aquí todo es confusión, / y todos nos entendemos, / en una lengua mezclada / que ignoramos y sabemos” (La gran Sultana, p. 368). Pero no sólo se trataba de la lengua franca, mezclada de lenguas románicas que fue moneda común en Berbería, y que Sosa llama “jerigonza” en el capítulo xxix de su Topografía.51 Es que, como otrora el fronterizo Arcipreste de Hita en el episodio de la mora (Libro de buen amor, vv. 1508-1512), el autor del Quijote se jacta de sus conocimientos del habla morisca local. En la “Historia del cautivo” (Quijote i: 39, 40, 41, 42) traduce voces árabes como jumá (viernes); ¿Ámexi? (¿vaste?); nizarani (cristiano o extranjero); zalemas (cortesías); “sí, sí, María; Zoraida macange (mā kān xai = de ningún modo),52 entre otras. En El Gallardo español aclara otro sentido arábigo: “[su criado], que en arábigo quiere decir lacayo o mozo de caballos” (p. 188). Sus conocimientos del árabe dialectal son aun más patentes en El trato de Argel. Allí, dos alárabes capturan a un cristiano que huía a Orán y le informan al rey: “Alicum çalema çultan adareimi

Miguel de Cervantes, “La información de Argel de 1580”, edición de Emilio Sola, Archivo de la Frontera, Colección Clásicos Mínimos, 2007, p. 14, disponible en: <www.cedcs.org>. 51   Sobre esta lengua franca, cf. el importante estudio de Jocélyne Dakhlia, Lingua franca. Histoire d’une langue métisse en Méditerranée, Actes Sud, Aix, 2008. 52   Para los dejos turcos de la frase, cf. Míkel de Epalza, “La naturaleza de la lengua franca de Argel y Cervantes”, en María Jesús Rubiera Matta (ed.), Cervantes entre las dos orillas, Universidad de Alicante, Alicante, 2006, p. 101. 50


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guarahan çal çul”.53 La frase no es un galimatías,54 pues Emilio Sola y Mojtar Abdelouaret55 la decodifican como: “La paz sea contigo, Sultán, este cristiano [adereimi o “hada - rūmi”] huía hacia Uaharan [Orán]”. Por lo tanto, concluye Sola que “Cervantes estaba al tanto del árabe magrebí”.56 Un chiste cervantino, que he explorado en otro lugar,57 respalda la hipótesis de Sola. Sancho equivoca “Benengeli” por “Berenjena” (ii, 2) porque el apelativo del historiador arábigo le recuerda fonéticamente la “berenjena”, hortaliza predilecta de los moriscos. Pero Benengeli y “berenjena” no consuenan tan de cerca: algo más permite geminar fonéticamente ambas voces. Y es que berenjena en árabe clásico se pronuncia badanŷān o badinŷān, pero en la variante dialectal magrebí es badinŷāl, que se pronuncia casi como “badinŷel”. “Badinŷelī ”, con la “i” final del genitivo, significaría entonces “relativo a” la berenjena: “aberenjenado” o “berenjenero”. Benengeli y Badinŷelī sí consuenan casi perfectamente: ahora es que el chiste retoma su gracia intencionada y funciona de veras. Cervantes inventa nombres que están en estrecha dependencia con su modulación acústica en árabe dialectal argelino. Son chistes, claro está, para fronterizos como él.   Cervantes, “El Trato de Argel”, Obras de Miguel de Cervantes Saavedra, nueva edición, con la vida del autor por Martín Fernández de Navarrete, Baudry, París, 1841, t. 3, p. 142; cf. también Los cautivos de Argel, Linkgua, Barcelona, 2007; y la edición de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante, 2003. 54   Cito sus palabras: “el resto es un galimatías, del que puede ser responsable el copista del manuscrito”, en Francisco Ynduráin (ed.), Obras de Miguel de Cervantes, Atlas, Madrid, 1962, p. xxiv. 55   Emilio Sola y Mojtar Abdelouaret, “À propos de ‘Alicum çalema çultan adareimi guaharan çal çul ‘de Cervantes dans Los tratos de Argel’ ”, Revue des Langues, núm. 5, Université d’Oran, 1985, pp. 161-163. 56   Comunicación electrónica del 24 de abril de 2012. 57   Luce López-Baralt, “Apostillas árabes a un chiste cervantino”, en Tom Lanthrop (ed.), Studies in Spanish Literature in Honor of Daniel Eisenberg, Juan de la Cuesta, Madrid, 2009, pp. 121-128. 53


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Había pues muchas razones para que el cautivo adoptara, consciente o inconscientemente, el sobrenombre “Saavedra” o Shaibedraa a partir de Argel. Y apunto a la posibilidad de que lo hiciera de manera inconsciente a la luz de las frecuentes amnesias, algunas volitivas y otras no, de las que hace gala el novelista, que comienza el Quijote olvidando precisamente un apelativo: “de cuyo nombre no quiero acordarme…”. El caso es que el nuevo apellido Shaibedraa , de una polivalencia extraordinaria, apunta, en primer lugar, a la configuración de un trauma y al nacimiento de un nuevo yo fronterizo tras el cautiverio en tierras del islam: el antes y el después de Argel. Como recuerda Garcés, “al adoptar el apellido Saavedra, Cervantes estaría asumiendo la secuencia de tres nombres reservada para la pequeña nobleza castellana: Miguel de Cervantes Saavedra. En esta nueva apelación, Miguel es su nombre de bautizo, Cervantes su patronímico y Saavedra su apellido —su linaje—”.58 Por estas razones, la estudiosa propone que “el Saavedra es un apellido en el sentido medieval explicado por Covarrubias: funciona como un clamor o grito de guerra”, que “aclama los hechos heroicos de Lepanto y Argel, […] [pero] también atestigua y lamenta simultáneamente la experiencia traumática del cautiverio argelino”.59 Ahora vemos que el “grito de guerra” Shaibedraa , aun más que el simple Saavedra, conjuga en sí mismo todas estas experiencias identitarias encontradas. Por más, es nombre godo (por su origen gallego) y a la vez árabe (por su origen argelino): Cervantes, no cabe duda, se ha bautizado con un perfecto baciyelmo. El nuevo apellido también le evocaría a Cervantes la burla lanzada contra su brazo dañado —shaibedraa — pero también le resultaría heroico, porque como soldado ganó el defecto físico en Lepanto. En Lepanto y en Orán luchó contra el islam, pero conoció al enemigo demasiado de cerca en Argel, y ya le sería imposible no   Garcés, “Los avatares de un nombre…”, art. cit., p. 364.   Idem.

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sentir una inconfesada admiración por su apertura cosmopolita, de la que tanto aprendería. El nuevo apellido constituye pues la síntesis de un conflicto emocional nunca resuelto del todo. Cervantes, como se sabe, adjunta su nuevo apellido justamente a partir de su experiencia argelina. María Antonia Garcés sospecha que Cervantes pudo haber adoptado su sobrenombre Saavedra incluso durante su cautiverio.60 Seis años después de su regreso de Argel lo vemos servirse de su nuevo apellido ya con carácter oficial: firma “Cervantes Saavedra” en los documentos de su matrimonio con Catalina de Salazar y en sus cartas como comisario de la Armada, e incluso inscribe a su hija ilegítima como “Isabel de Saavedra”.61 Si bien era costumbre bastante usual en la España de la época alterar los patronímicos y los apellidos sin mucho miramiento, me hago eco de Garcés62 cuando insiste en que fue bastante inusual que Cervantes adoptara el nuevo apelativo tan tarde en su vida —casi a los 40 años.

VI. Cervantes y los misterios de la grafología: ¿cómo firmaba el novelista su nuevo apellido?

Importa que exploremos las firmas de Cervantes, ya que destaca de manera particular cómo coloca allí su nuevo apelativo “Saavedra”. Como recuerda Elisa Ruiz García,63 “los autógrafos cervanti  Ibid., p. 360.   Garcés recuerda que el nacimiento de Isabel hacia 1584 coincide aproximadamente con la composición y puesta en escena del El trato de Argel (ca. 1581-1583). Es tan tarde como en 1608, en ocasión de su segundo matrimonio, que a Isabel le son conferidos los dos nombres del padre y pasa a llamarse “Isabel de Cervantes y Saavedra”, ibid., p. 364. 62   Ibid., p. 361. 63   “Estudio paleográfico y diplomático de autógrafos cervantinos”, Autógrafos de Miguel de Cervantes Saavedra. Edición conmemorativa del iv centenario de su 60 61


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nos revelan que su educación discurrió por la vía más estimada socialmente y coincidió en el tiempo con la difusión de un tipo de escritura cancilleresca en proceso de transición hacia un modelo bastardo […] en una versión usual y cursiva”. Muchos grafólogos han estudiado la letra y las firmas cervantinas —Elisa Ruiz García, José Manuel Lucía Megías y Sandra María Cerro Jiménez—64 pero sin insistir apenas en el novel apellido Saavedra. José Villacís González, profesor de grafología de la Universidad ceu San Pablo de Madrid,65 sin embargo, sí ha advertido la rareza del nombre adjunto tadíamente, que Cervantes supedita a su firma usual. Villacís me informa que siempre sintió conflicto ante la firma de Cervantes. Si bien “la firma es el yo”, cuando “un apellido o nombre se coloca debajo del contenido principal, indica un complejo de inferioridad social, profesional, físico, etc.”. No entendía entonces “cómo el Saavedra, que estaba […] subordinado […], sin embargo tenía dimensiones mayores que Miguel de Cervantes. Indica complejo por estar debajo, pero al estar extrañamente sobredimensionado, indica orgullo y autocomplacencia” (idem.). Las teorías que expongo sobre el origen y sentido del apellido “Saavedra”, me dice Villacís, lo ayudaron a comprender porqué la firma de Cervantes resulta paradójica para los grafólogos: el nombre supeditado, pero a la vez sobredimensionado da noticia de la humillación que sufrió Cervantes en Argel aunque también celebra el heroismo que implica haber ganado el defecto “en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros”: Lepanto. He aquí la firma baciyélmica, que recogen tanto los citados estudiosos de la grafología cervantina como José Manuel Lucía Megías en su reciente libro La juventud de Cervantes. muerte: 1616-2016, prólogo de Darío Villanueva, Círculo Científico – Taberna Libraria (edición no venal, 289), Madrid, 2016, p. 38. 64   Todos publican sus estudios en Autógrafos de Miguel de Cervantes…, op. cit. 65   Comunicación electrónica del 29 de marzo de 2016.


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Una vida en construcción,66 en el que por cierto se hace eco a su vez de mi hipótesis sobre el apellido híbrido Saavedra / Shaibedraa‘. En las primeras firmas, cuando Cervantes andaba por la cuarentena, el apellido recién adquirido aparece incluso en una letra distinta de la que Cervantes usa para firmar su nombre “Miguel de Cerbantes”. He aquí las firmas, fechadas en 1589 y en 1590, cuando el novelista tenía 41 y 42 años: 67

66

José Manuel Lucía Megías, La juventud de Miguel de Cervantes. Una vida en

construcción, Edaf, Madrid, 2016, parte i, especialmente pp. 66 ss. y 243 ss. 67   Los tres ejemplos pertenecen a Autógrafos de Miguel de Cervantes…, op. cit.


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Nótese la compleja rúbrica o conjunto de trazos que forma parte de otra firma fechada en 1591, cuando Cervantes contaba 44 años. La rúbrica se hace encima, debajo y alrededor del nuevo apelativo “Saavedra”: 68

Creo, con todo, que aún hay más. Cervantes no sólo supeditaría el “Saavedra” al resto de su nombre por las razones grafológicas expuestas por José Villacís, sino porque en Berbería y el resto del mundo islámico era usual adjuntar, tras el nombre propio, un adjetivo que describiera a la persona. Esto podía incluir sus virtudes o bien sus defectos físicos. Cervantes parecería pues haberse apellidado “a la musulmana”: él mismo es quien nos da cuenta en el Quijote (i, xxl) del origen musulmán de esta manera de apellidarse con un adjetivo recién adquirido: … y de allí a pocos meses murió mi amo el Uchalí, al cual llamaban Uchalí Fartax, que quiere decir, en lengua turquesca, el renegado tiñoso, porque lo era; y es costumbre entre los turcos

En los últimos años de su vida, Cervantes, curiosamente, deja de adjuntar “Saavedra” a su firma oficial: tal como si fuera algo dispensable a su nombre original. 68


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ponerse nombres de alguna falta que tengan, o de alguna virtud que en ellos haya (i, xxl).

Los turcos pues toman nombre y apellido tanto de las tachas del cuerpo como de las virtudes del ánimo del usuario. Cervantes, sin duda, lo aprendería en Argel. Ya dejé dicho que el poner un defecto como mote o adjetivo para acompañar un nombre propio era tan común en la cultura islámica que el mismo Corán tiene que prevenir contra los excesos de dicha práctica. Parecería pues que Cervantes adoptó una costumbre islámica que conocía muy de cerca a la hora de confeccionar su nuevo apelativo. Sólo que se las ingenia, eso sí, para incluir en su adjetivación onomástica tanto una tara física —el defecto de su brazo— como el heroísmo que implicó el origen de dicho defecto —Lepanto—. Ante esto, es de esperar que en su firma oficial Cervantes supeditara a su nombre heredado el adjetivo que encapsula su experiencia de vida. “Saavedra” sencillamente describía a Cervantes, pero no era su nombre de origen. Era, como propone Garcés, el conflictivo “clamor” o “grito de guerra” que lanza Miguel de Cervantes al mundo, humillado y a la vez heroico.

V. Conclusión

Importa tener presente, por otra parte, que la fórmula onomástica “Cervantes Saavedra” (o Shaibedraa ), de desinencias tan encontradas, obedece perfectamente a la manera que tiene Cervantes de “cristianar” a sus personajes. El apelativo del morisco “Ricote” es una bandera bifronte que enuncia el desprecio por el morisco “ricachón” y a la vez lo defiende como asimilado inofensivo oriundo del Valle de Ricote. Otro tanto el irónico nombre caballeresco “Quijote”, que aúna la viril armadura de guerra con la delicada tela morisca. “Una parte de la palabra sabotea el propósito de la otra”,


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como apunta Pedro Salinas.69 Igual que Pedro de Urde, que se adjunta un ominoso “Malas” como apellido para retratar su nuevo estado psíquico, tan voluble, Cervantes también parecería declarar al mundo el nacimiento de un nuevo yo a través de su apelativo adoptado Saavedra. Es el mismo que ostentan, como vimos, todos los héroes que le sirvieron de alterego en Argel, desde el gallardo español don Fernando hasta el Saavedra que implora su rescate de rodillas y que con un desnudo “Saavedra” proclama su desgracia de cautivo al mundo. En trance de poeta, Cervantes se ha bautizado a sí mismo para anunciar su crisis identitaria, ya irremediablemente fronteriza. Concluyo haciendo mía la observación de Pedro Salinas: “Cervantes casi siempre dice las cosas con segunda: pero la segunda que hay que encontrarle, es de primera”.70 Éste ha sido precisamente el extraño caso del nombre Saavedra / Shaibedraa , que con su sola enunciación estremecida abrevia para la posteridad la traumática historia vital del padre del Quijote.

69

Pedro Salinas, Ensayos de literatura hispánica: del “Cantar de Mio Cid” a

García Lorca, Aguilar, Madrid, 1958, p. 3. 70   Salinas, “El polvo y…”, art. cit., p. 5.



Melibeo soy: La voz a ti debida de Pedro Salinas como reflexión ontológica

En su ensayo “Reality and the Poet in Spanish Poetry”, Pedro Salinas dirige al lector una advertencia ominosa: “aquellos que no amen las sombras no deberán abrir jamás un libro de poesía”.1 Curiosa advertencia, que el poeta, de natural tan cortés, lanza en un tono lapidario en el que casi intuimos una amenaza larvada. La inusitada urgencia de Pedro Salinas tiene sus motivos: en estas enigmáticas sombras que el buen lector se ve precisado a amar subyace uno de los secretos poéticos más importantes del ars poetica saliniano. Esta obra gira, como ha señalado una y otra vez la crítica,2 en torno a un obsesivo cuestionamiento sobre el ser, y constituye, por ello, una formidable aventura ontológica. Pero aún no hemos llegado al cabo de las consecuencias últimas que tiene esta fecunda meditación existencial que lleva a cabo nuestro poeta. Las sombras a las que acabamos de aludir   He aquí el inglés original: “Those Who do not Love Shadows Should Never Open a Book of Poetry”, Reality and the Poet in Spanish Poetry, The Johns Hopkins Press, Baltimore, 1966, pp. 5-6. La traducción es mía. 2   Entre tantos otros testimonios, recordemos los de Hugo Cowen: “El ser como acto es esencial en la poesía de Salinas”, Relación yo / tú y trascendencia literaria en la obra dramática de Pedro Salinas, Eudeba, Buenos Aires, 1966, p. 72; y Julian Palley: “La voz a ti debida la victoria del amor —del ser— sobre la nada, el no ser”, La luz no usada: la poesía de Pedro Salinas, México, 1966, p. 61. 1

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están precisamente relacionadas con la apasionada meditación óntica que subyace toda la literatura del poeta madrileño. Esto es así sobre todo en el caso de la lírica amorosa: para Salinas, que, con Garcilaso y Bécquer, es el poeta de amor más importante de la lengua española, amar es el modo más alto de autoconocimiento. Sigamos pues la pista a estas oscuridades evanescentes en La voz a ti debida, el libro más rotundamente amoroso y posiblemente por ello mismo el más reflexivo de nuestro autor. “Tú vives siempre en tus actos”,3 anuncia el protagonista poético a su misteriosa amada, designándola, desde el principio mismo del apasionado poemario, en términos de su identidad y de su capacidad absoluta de ser ella misma. No tenemos ningún dato corpóreo que nos singularice a la destinataria de los versos: ni el color de su cabello ni el de sus ojos.4 Aquellas maravillosas rubicundeces y claridades que tanto celebraron Petrarca y Garcilaso se nos negarán siempre en La voz a ti debida, en contrapunto y diálogo con el dolce stil nuovo y la poesía cortesana. No, la amada sin rostro de nuestro poeta tan sólo se limita a ser en sí misma, al margen de cualquier circunscripción anecdótica que limitara su capacidad óntica absoluta. Tan central es esta esencia celebrada   Pedro Salinas, Poesías completas, Barral Editores, Barcelona, 1971, p. 219.   Actualmente, tras la publicación de las hermosísimas cartas de amor de Salinas a su amada, sabemos mucho más del amor secreto —pero muy real— que vivió la pareja en la clandestinidad. Nacida como Katherine Reding y luego, tras su matrimonio, conocida como Katherine Whitmore, la entonces joven profesora de Smith, oriunda de Kansas, llegó a estudiar literatura con Pedro Salinas durante su estadía en España. Cf. Enric Bou, Pedro Salinas. Cartas a Katherine Whitmore. El epistolario secreto del gran poeta de amor, Tusquets, Barcelona, 1996; así como el importante estudio de Janettte Becerra, Amor por el aire. Hacia una poética del amor en las cartas de Pedro Salinas a Katherine Whitmore, tesis doctoral en Estudios Hispánicos, Universidad de Puerto Rico, 2003. Al presente la estudiosa, que ganó una beca de la neh en 2015 para seguir explorando la correspondencia de Salinas en Haughton Library de Harvard, prepara un estudio en torno a la “Poética y estética en las cartas de Pedro Salinas a Katherine Whitmore”. 3 4


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de la amada, que la irradia desde sí al mundo exterior: “La vida es lo que tú tocas”;5 “Pero de pronto tú / dijiste: ‘Yo, mañana…’ / Y todo se pobló / de carne y de banderas”.6 De sus ojos —de esos ojos forzosamente incoloros porque nunca sabemos de qué color es su iris— sale la luz que le guía los pasos y que la dirige gozosamente por la vida, en un camino que adivinamos circular porque va de ella a ella misma. “A ti solo se llega / por ti” le dirá el poeta más adelante.7 El amor —salta a la vista enseguida— se concibe de entrada como exploración ontológica pura, como una inusitada reflexión sobre el ser. Pero este ser amado que es esencia absoluta tuvo un día —mejor, una noche— un capricho, una enigmática equivocación: Y nunca te equivocaste, más que una vez, una noche, que te encaprichó una sombra —la única que te ha gustado—. Una sombra parecía. Y la quisiste abrazar. Y era yo.8

La entrada del protagonista poético —evidente alter ego de Pedro Salinas— no puede ser más extraña. Esta amada que es toda esencia perfecta desea algo imposible: abrazar una sombra. Ya sabemos que lo incorpóreo no permite la posesión material de la caricia. Parecería, pues, que los amantes se encuentran separados justamente en sus respectivas identidades: ella es ser puro, al parecer, un ser corpóreo; él, una humilde sombra cuya etérea   Salinas, Poesías…, op. cit., p. 219.   Ibid., p. 229. 7   Ibid., p. 312. 8   Ibid., p. 220. 5

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consistencia inmaterial traspasaría el anhelado abrazo femenino. Stephen Gilman observa con su acostumbrada lucidez que “the poet-speaker places himself in immaterial shadowy counterpoint to the corporeality of the beloved”.9 Al hacerse sombra, el poeta-­ protagonista invierte conscientemente la fórmula becqueriana, aquel intangible “vano fantasma de niebla y luz” a quien el poeta romántico rogaba con tanto apremio: “¡Oh ven, ven tú!” era la amada, no su rendido amante. En los versos de Salinas la sombra es, por el contrario, el poeta enamorado, o su alter ego. Pero, ¿se trata de veras de un acto de humildad por parte del portavoz de la intimidad saliniana, que parecería declararse ontológicamente inferior a la meta de sus sueños, toda gozosa eclosión óntica? No lo creo. Ya sabemos, gracias justamente al espectral mandato del propio Salinas, que debemos amar a las sombras que encarna aquí el emisor de los versos. La amada, por su parte, no es sombra; mejor dicho, aún no lo es. Ya tendremos ocasión de ver que en su paulatina incorporación al mundo de las esencias evanescentes se irá casi toda La voz a ti debida. Las consecuencias poéticas de esta nueva existencia que se le otorga a la amada serán, una vez más, fundamentales para la poética de Pedro Salinas. La inversión intencional de los versos becquerianos no es, entonces, un simple juego poético por parte de Salinas, sino que apunta a claves particularmente fecundas de su prolongada preocupación ontológica. Pero no nos adelantemos: en esta su primera aparición poética, nuestro protagonista hecho sombra nos persuade galantemente —buen hijo al fin y al cabo de la poesía cortesana— de que su condición inmaterial se rinde con humildad frente a la rotunda, omnipresente esencia de su amada. Parecería que podemos asociar su inanidad etérea humillada del emisor de los versos con las simbólicas sombras de la caverna platónica, irreales frente al mundo auténti  Stephen Gilman, “The Proem to La voz a ti debida”, Modern Language Quarterly, xxiii, 1962, p. 356. 9


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co de las ideas. Más adelante veremos que este no es exactamente el caso: la complejidad plurivalente de los versos salinianos requieren una lectura muy atenta. Volvamos pues sobre ella. Los primeros versos de La voz a ti debida nos enfrentan de súbito a otra meditación sobre el ser por parte del poeta: las identidades de ambos amantes inician una relación estrictamente dialógica, que apunta una vez más a sus respectivas categorías ontológicas. Alma de Zubizarreta dedica un estudio de propósito a este diálogo creador saliniano10 en el que el tú se enfrenta con el yo en apasionado intercambio amoroso. Pero los pronombres enfrentados de nuestro “gramático místico”, como lo llamará Leo Spitzer 11 tienen, a su vez, consecuencias importantes, ya que vuelven a plantear la relación amorosa —aun el amor mismo— como reflexión ontológica. Ya sabemos que cuando Salinas bautiza —con su gozoso “encanto divino del cristianar”—12 su poemario con el título garcilasiano de “La voz a ti debida” no hace otra cosa que decirnos que la amada lo funda como poeta. Ese dramático “tú” con el que abre La voz… tiene una importancia radical. Salinas intuye que nos constituimos en nuestro yo, en nuestra propia mismidad, desde el momento en que somos capaces de pronunciar el “tú”. “Melibeo soy” había descubierto siglos antes Calisto ante el amor que sentía por Melibea, pero lo supieron desde antes los trovadores y los poetas de amor de las tradiciones más   Cf. su estudio Pedro Salinas: el diálogo creador, Gredos, Madrid, 1969.   “El conceptismo interior en la poesía de Pedro Salinas”, Revista Hispánica Moderna, vii, 1941, p. 59. El ensayo, como se sabe, ha resultado bastante polémico por su afán de explorar el amor en La voz a ti debida como simple recurso literario del autor, quien, sin referencia alguna en la realidad extrapoética, se satisface con la realidad interior y solitaria del yo amante y asume todo el peso del amor, casi de manera egocéntrica. En este ensayo intentaremos demostrar el “narcicismo” sublime, incluso, redentor y defensor de su amada, a quien termina por colocar a salvo de las categorías limitantes de la materia, el espacio y el tiempo en el acto amoroso de poetizarla. 12   Lo celebrará con esta frase precisa en El contemplado. 10 11


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diversas. El teórico Martin Buber lo pone magistralmente al día en el siglo xx, y su magnífica intuición óntica es estrictamente aplicable a Salinas: “Through the Thou a man becomes an I”.13 El acto mismo de decir “tú” funda automáticamente el “yo”, el “yo” enuncia la otredad como algo diferenciado del propio ser, y nos permite tomar conciencia de quiénes somos nosotros mismos. Esto sucede desde la más tierna infancia, en la que el niño va formando la concepción de su mismidad por oposición a lo que lo rodea: al gran “Thou” que son los seres y las cosas que ya no están unidos con él en la perfecta simbiosis que tenía con la madre en el estado prenatal.14 Referirse al tú es, entonces, reconocer y circunscribir el yo: fundar la mismidad. El que se encuentra enamorado enuncia precisamente el “tú” de manera obsesiva, entregándose inevitablemente a un proceso auto-analítico en el que terminará por comprenderse y conocerse a sí mismo como nunca antes. El amor siempre termina apuntando al propio yo —un gran poeta enamorado no hace otra cosa que explorar el proceso de su propia psique, que siente salir de sí e ir en pos de otra criatura; criatura que, sin   Martin Buber, I and Thou, Scribner Library, Nueva York, 1958, p. 28.   Escuchemos directamente a Buber, a quien por cierto también cita, aunque desde otra perspectiva, Zubizarreta: 13 14

The primal nature of the effort to establish relation is already to be seen in the earliest and most confined stage. Before anything isolated can be perceived, timid glances move out into indistinct space, towards something indefinite; and in times where there seems to be no desire for nourishment, hands sketch delicately and dimly into the empty air, apparently aimlessly seeking and reaching out to meet something indefinite. You may, if you wish, call this an animal action, but it is not thereby comprehended. For these very glances will after protracted attempts settle on the red carpet-patter and not be moved till the soul of the red has opened itself to them: and this very movement of the hands will win from a wooly Teddy-­ bear its precise form, apparent to the senses, and become lovingly and unforgettably aware of a complete body. Neither of these acts is the experience of an object, but is the correspondence of the child —to be sure only “fanciful”— with what is alive and effective over against him… it is the instinct to make everything into Thou (ibid., p. 32).


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embargo, termina por devolverlo a sí mismo—. Esta ardiente autorreflexión inherente al amor, sin embargo, por más que reintegre al enamorado a su propio ser, no es en absoluto egoísta. Es condición obligada y resultado natural de la búsqueda del tú el terminar por encontrar el propio yo. Por eso no estamos de acuerdo con la versión negativa que da Spitzer a este afán de autoconocimiento por parte de Salinas: “the poet is really a Narcissus who knows no one outside himself”. Y añade el erudito refiriéndose a La voz a ti debida: “[it is] the lament of the soul who, lacking faith in God, seeks fulfillment in self-knowledge”.15 Spitzer olvida que incluso los místicos, al conocer al Tú supremo que es Dios, no hacen otra cosa que asomarse por primera vez —y con un júbilo incontenible— a la verdadera esencia de su propia mismidad, que no tiene límites porque es capaz de fundirse y de ser una con el amor infinito.16 El narcisismo obligado de los místicos es, sin duda, sublime: no hay nada negativo con el self-knowledge que procura invariablemente el verdadero amor. Salinas no estará lejos, toutes proportions gardées, de este narcisismo sagrado. Coincidimos por eso con Claudio Guillén, para quien el afán de conocimiento de Salinas lo lanza a una búsqueda de su propio ser que es, en su fondo íntimo, profundamente celebrativa: “es feliz solamente quien descubre su identidad”.17 De acuerdo, sigamos explorando pues los alcances inusitados de ese formidable encuentro consigo mismo que es el poemario La voz a ti debida.   Spitzer, “El conceptismo…”, op. cit., pp. 36 y 61.   Ernesto Cardenal, haciéndose eco de Teilhard de Chardin, describe dramáticamente la fusión en uno del alma con Dios, el encuentro del “yo” con el “Tú” supremo. El místico, al acceder al éxtasis transformante, descubre la tesitura de su propia identidad: “No sabemos que en el centro de nuestro ser no somos nosotros sino Otro. Que nuestra identidad es Otro. Que encontrarnos a nosotros mismos… es arrojarnos en los brazos de Otro”, cf. “La vida en el amor”, Carlos Lohlé (ed.), Cuadernos Hispanoamericanos, Buenos Aires - México, 1971, p. 41. 17   “Pedro Salinas y las palabras”, La Torre (n.e.), iii, 1989, p. 349. 15

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Decíamos que desde el momento preciso en que el protagonista poemático enuncia la primera palabra del poemario —“tú”— funda su propio yo como poeta y como enamorado. Pero este “Melibeo” moderno crea, automáticamente, a la amada en el acto mismo de nombrarla literariamente. Le acaba de otorgar su existencia frente a nuestros ojos. Aunque el amor, en un primer nivel, funda la identidad de estos personajes dialogantes que se crean mutuamente, aún hay mucho camino que andar en el terreno de la búsqueda óntica que es la pasión amorosa para Pedro Salinas. El poeta enamorado aún no ha logrado uno de los anhelos intrínsecos al amor: el conocimiento último, absoluto del ser amado, la posesión completa de la esencia inaprehensible que no se rinde pese a que se haya logrado la entrega amorosa física. Por apasionada y hermosa que esta sea. El deseo por compartir la misma identidad parece un sueño irrealizable en los primeros poemas de La voz…, recordaremos que ella es identidad pura y él enigmática sombra translúcida. Estamos aún ante la herejía de la separación, intolerable en el verdadero amor. Es por eso que el descorporeizado emisor de los versos se lanza de inmediato a la búsqueda del ser último de la amada. Aún cuando el protagonista poemático nunca deja de reconocer que su amor tuvo existencia real, deja en claro que, paradójicamente, no le ha bastado la plenitud del abrazo físico: 18   Advierto que no sigo un orden secuencial al estudiar los poemas de La voz a ti debida. Salinas alterna poemas en los que celebra el cuerpo físico con otros en los que desea trascenderlo para siempre, dando la impresión de que lleva a cabo un anhelante diálogo interior en el parece no poder ponerse de acuerdo con sus propias ideas. Lo advierte Robert G. Havard: “we find in Salinas attitudes of tantalizing flexibility, in as much as they often seem to be contradictory”, cf. “The Reality of Words in the Poetry of Pedro Salinas”, Bulletin of Hispanic Studies, li, 1974, p. 30. Con todo, intentaré demostrar que, por debajo de sus aparentes zigzagueos ideológicos, la meditación ontológica que el poeta lleva a cabo en La voz a ti debida es profundamente coherente. 18


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Ha sido, ocurrió, es verdad. Fue en un día, fue en una fecha que le marca tiempo al tiempo. Fue en un lugar que yo veo. Sus pies pisaban el suelo este que todos pisamos. Su traje se parecía a esos otros que llevan otras mujeres. Su reló destejía calendarios, sin olvidarse una hora como cuentan los demás. Y aquello que ella me dijo fue en un idioma del mundo, con gramática e historia. Tan de verdad, que parecía mentira.19

El poeta celebra una y otra vez la materia prima de su amor histórico: “amor total, quererse como masas”,20 exclama, modificando para siempre el castísimo neoplatonismo de predecesores como Petrarca y Garcilaso. Y pide a su amada el hundimiento consciente en la materia amable que les sustenta la vida física: “Busca pesos, / los más hondos, en ti, que ellos te arrastren / a ese gran centro donde yo te espero”.21 Pero ese “gran centro” donde el poeta espera el encuentro último ya no puede ser en ningún rincón físico del planeta. Por eso, a pesar del reconocimiento gozoso del cuerpo y de la anécdota incidental que lo enmarca, el   Salinas, Poesías…, op. cit., p. 225.   Ibid., p. 281. 21   Idem. 19

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deseo de trascenderlo es aún más fuerte por parte de nuestro poeta. “Entre tu verdad más honda / y yo / me pones siempre tus besos”; 22 “lo que eres / me distrae de lo que dices”.23 Salinas intuye que trascender la materia puede ser perpetuarla: de ahí que el protagonista poemático —aquella sombra aérea contradictoriamente becqueriana— ataje la materia que tanta felicidad le ha dado con un enérgico “No. / Tengo que vivirlo dentro, / me lo tengo que soñar. / Quitar el color, el número, / el aliento todo fuego, / con que me quemó al decírmelo”.24 El emisor de los versos intuye que todo lo que está sujeto a las leyes del espacio-tiempo termina, y que por ello debe sublimarlo y convertirlo en idea. “Y así, cuando se desdiga / de lo que entonces me dijo, / no me morderá el dolor / de haber perdido una dicha / que yo tuve entre mis brazos, / igual que se tiene un cuerpo. / Creeré que fue soñado. / Que aquello, tan de verdad, no tuvo cuerpo, mi nombre. / Que pierdo / una sombra, un sueño más”.25 De nuevo la sombra, que ahora sabemos es el sueño, el recuerdo quintaesenciado de la amada. Su esencia última, anhelada por el amante que la piensa. El “dulce cuerpo rosado” de la vida real vivirá menos, lo sabe el protagonista poemático, que el “dulce cuerpo pensado” 26 de su amorosa fantasía artística. Pero el proceso no es fácil, al poeta le resulta doloroso admitir que la idea o el sueño —la vida mental— tienen a la larga más realidad óntica y más capacidad de permanencia que la gozosa materialidad física de la mujer que lo ha enamorado. Es trágico tener que elevar el mundo material, que lo ha hecho tan feliz, a condición umbría. A idea. Y el siempre cortesano emisor de los versos se excusa del proceso estilizante al que tiene que someter a amada   Ibid., p. 303.   Ibid., p. 276. 24   Ibid., p. 255. 25   Ibid., pp. 225-226. 26   Ibid., p. 308. 22

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física: “Perdóname por ir así buscándote / tan torpemente, dentro / de ti… Es que quiero sacar / de ti tu mejor tú. / Ese que no te viste y que yo veo, / nadador por tu fondo, preciosísimo”.27 Y en esta misma tónica escribe Salinas uno de los poemas mas enigmáticos de La voz a ti debida, en el que el emisor de los versos anuncia a su amada interlocutora, a aquella prodigiosa “arma de veinte años” que tanto lo hiriera de amor: “Me estoy labrando tu sombra. / La tengo ya sin los labios, / rojos y duros: ardían. / Te los habría besado / aún mucho más… Te arranco el color, el bulto. / Te mato el paso. Venías / derecha a mí. Lo que más / pena me ha dado, al callártela, / es tu voz. Densa, tan cálida, / más palpable que tu cuerpo. / Pero ya iba a traicionarnos. Así / mi amor está libre, suelto, / con tu sombra descarnada”.28 El amante por fin tiene la sombra —la esencia última— de la amada, que al ser idea pura no está sujeta a las leyes de la historia ni de la caducidad. A veces, sin embargo, esta sombra quintaesenciada se confunde con la amada histórica de carne y hueso de la que proviene. Y el poeta explora el desdoblamiento de la identidad de la destinataria de La voz a ti debida en unos versos inquietantes: “Se te está viendo la otra. / Se parece a ti. / Los pasos, el mismo ceño. / Los mismos tacones altos, / todos manchados de estrella. / Cuando vayáis por la calle / juntas, las dos, / ¡qué difícil el saber / quién eres, quién no eres tú!”.29 Pero el poeta sí lo sabe, buceador ágil por la verdadera esencia del misterioso objeto de sus deseos. Y advierte a su callada interlocutora que su verdadero ser es el intangible, no el corpóreo: “nadie se acordará / sino yo de lo que eras. / Y vendrá un día / —porque vendrá, sí vendrá— / en que al mirarme a los ojos / tú veas / que pienso en ella y la quiero: / tú veas que no eres

Salinas, Poesías…, op. cit., p. 285.   Ibid., p. 307. 29   Ibid., p. 299. 27

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tú”.30 Lo que el poeta ha estado amando de veras es el confín último ontológico de la amada, lo que hay en ella de esencial y de eterno. Solo él, gracias al amor, será capaz de poseer el secreto de este ser adorado. Por eso su “pastora de milagros”, como habrá de llamarla en Razón de amor, cual amada neoplatónica moderna, podrá algún día ver reflejado su mejor yo en los ojos amantes de quien la conoce como nadie. Salta a la vista —una vez más— que amar es la más grande de las aventuras ontológicas, y un arma suprema del más alto conocimiento. Tan lograda ha resultado la espiritualización de la mujer amada que el poeta puede susurrarle ahora: “La materia no pesa. / Ni tu cuerpo ni el mío… / Cuando me abrazas siento / que tuve contra el pecho / un palpitar sin tacto, / cerquísima, de estrella, / que viene de otra vida”. Tan honda es la intuición de trasmundo en la que lo sumerge la vivencia del amor que el emisor de los versos concluye lo inaudito: “el mundo material / nace cuando te marchas”.31 El amor ha logrado el milagro. No puede ser otra cosa que milagro aquel paseo inaudito que el emisor de los versos da con la ausencia de su amada, con la oquedad negra pero vivísima que le ha dejado su cuerpo ausente: “¡qué paseo de noche / con tu ausencia a mi lado! / Me acompaña el sentir / que no vienes conmigo. / … Aún tengo en el oído / tu voz, cuando me dijo: / ‘No te vayas’”.32 Y la voz también adquiere un bulto más real que el corpóreo que la envolvió en el cuerpo físico donde naciera:

… Y ellas,

tus tres palabras últimas, van hablando conmigo sin cesar, me contestan 30

Idem.

Ibid., p. 291. 32   Ibid., p. 289. 31


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a lo que preguntó mi vida el primer día. Espectros, sombras, sueños, amores de otra vez, de mí compadecidos, quieren venir conmigo, van a darme la mano. Pero notan de pronto que yo llevo estrechada, cálida, viva, tierna, la forma de una mano palpitando en la mía. La que tú me tendiste al decir: “No te vayas”.33

El espíritu ha logrado más cuerpo que la materia, accediendo a una existencia más real y más auténtica en este poemario ontológico que es La voz a ti debida. Pero ese amor vivido en las esencias logra otro prodigio aún mayor: salvaguardar a sus protagonistas de la trágica sujeción de las leyes del espacio y del tiempo que vivimos en este plano material de la existencia. Para los amantes, anuncia gozoso el emisor de los versos, “El tiempo no tenía sospechas de ser él. / Venía a nuestro lado, / sometido y elástico. / … Y entonces nos dejaba / ingrávidos, flotantes / en el puro vivir / sin sucesión, / salvados de motivos, / de orígenes, de albas”.34 El espacio también se anula ante el prodigio de la vivencia de un amor tan alto: “¡qué hundimiento del mundo! / … Se extinguen las normas y los pesos”.35 Y los amantes intuyen que son devueltos a un mundo primigenio, sin formas ni límites —todo esencia pura— al que los restituye su amor: “de la mano, / tú y yo / por entre abrazos, 33

Salinas, Poesías…, op. cit., p. 289.

Ibid., pp. 250-251. 35   Ibid., p. 248. 34


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tu piel / que me entrega el retorno / al palpitar primero, / sin luz, antes del mundo, / total, sin forma, caos”.36 No cabe duda de que vivir fuera del espacio-tiempo (estado “adánico” lo llama Robert G. Havard) 37 implica estar instalado en un nuevo plano de existencia paradisíaco, haber adquirido una identidad novedosa, casi, podríamos decir, angélica. Parecería que el emisor de los versos ha sido devuelto a la Jerusalén celestial. Estamos, en cualquier caso, ante una formidable puesta al día poética de aquella tercera rueda de Venus con montes y ríos ultraterrenales, que Nemoroso anticipaba recorrer, también de la mano de su Elisa trascendida, en la “Égloga primera” de Garcilaso. El amor ha redimido la materia. Tan consciente es el poeta de los alcances de su súbita abolición del espacio-tiempo que logra en este instante supremo de amor, que en su Razón de amor anula la posibilidad ontológica del recuerdo: “Nada en ese milagro / podría ser recuerdo: porque el recuerdo / es la pena de sí mismo, / el dolor del tamaño, / del tiempo, y todo fue / eternidad: relámpago”.38 Con razón el propio Salinas dejó dicho que “la poesía es una aventura hacia lo absoluto”.39 No nos extrañe pues que los requiebros que el emisor de los versos dirige a esa amada que se ha logrado culminar a sí misma ontológicamente

Idem.   Havard, “The Reality…”, art. cit., p. 37. Con su acostumbrada penetración crítica, Havard observa que este estado implica también la abolición de las palabras, ya que designar a través del lenguaje sucesivo un estado desnudo de la historia y anécdota al margen del espacio-tiempo es del todo imposible (cf. pp. 42 ss). 38   Salinas, Poesías…, op. cit., p. 351. Robert G. Havard explora la ironía verbal que subyace bajo estas meditaciones ontológicas salinianas en su ensayo “The Ironic Rationality of Razón de amor. Pedro Salinas’ Language and Poetry”, Orbis Litterarum, vol. 38, núm. 3, 1983, pp. 254-270. 39   “Gerardo Diego”, en Poesía española contemporánea, Madrid, 1962, p. 303. Elsa Dehenin reitera la importancia de esta “passion d’absolu” en su estudio Passion d’absolu et tension expressive dans l’œuvre poétique de Pedro Salinas, Romanica Gandesia, Gand, 1957. 36 37


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sean igualmente trascendidos: ella es “inagotable”, “infinita”, “mi invisible”.40 Ahora estamos mejor preparados para comprender los alcances de otra advertencia poética que el protagonista poético hace a la amada: “Cuando te digo: ‘alta’, / no pienso en proporciones, en medidas: / incomparablemente te lo digo”. Salinas se ve precisado a inventar un neologismo para expresar este amor que le funda un nuevo ser y que lo instala en un plano superior de existencia, insólito e inmaterial: lo que siente por su amada no es amor, es “trasamor”.41 Por eso puede el poeta entonar su himno más gozoso: “¡Qué alegría más alta: / vivir en los pronombres!”.42 Es decir, vivir en las esencias incorruptibles, a puerto seguro de las leyes ominosas del espacio-tiempo. Tanto José Manuel Blecua43 como Alma de Zubizarreta44 apuntan al hecho de que “vivir en los pronombres” no es otra cosa que vivir en un tú y un yo desnudos de anécdota. El poeta desea poseer de la amada justamente aquello que puede salvar de lo circunstancial:   Salinas, Poesías…, op. cit., p. 239. Añade Robert Havard: “Here the courtly tradition of deifying the amada forms a perfect coincidence with the notion of poetic creation being mysterious, divine”, cf. “Pedro Salinas and Courtly Love. The amada in La voz a ti debida: Woman, Muse and Symbol”, Bulletin of Hispanic Studies, lvi, 1979, p. 137. 41   Salinas, Poesías…, op. cit., p. 271. Olga Costa Viva reflexiona sobre estos neologismos salinianos: “Todos los ‘tras’ en Salinas (trasmundo, trasvisible, trasnoche, trasamor, trascielo, trasparencia, trasporte, trasmar…) algunos de ellos neologismos, se refieren a ese mas allá del linde de la propia realidad, que ensancha y potencializa la búsqueda”, cf. Pedro Salinas frente a la realidad, Alfaguara, Madrid, 1969, p. 140. 42   Salinas, Poesías…, op. cit., p. 243. 43   Apunta Blecua: “La búsqueda del ser esencial, del ser que esta detrás del aparencial, es un problema clave de toda la obra de Pedro Salinas”, cf. “El amor en la poesía de Pedro Salinas”, Hispanófila, xx.xv, 1952, p. 88. 44   Zubizarreta, entre tantos estudiosos, destaca la importancia de esta búsqueda constante del ser último: “… la vida en los pronombres, la esencia…”, cf. Alma Zubizarreta, Pedro Salinas: el diálogo creador, Gredos, Madrid, 1969, p. 78. 40


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Quítate ya los trajes, las señas, los retratos; yo no te quiero así, disfrazada de otra, hija siempre de algo. Te quiero pura, libre, irreductible: tú. ....................................

Y cuando me preguntes quién es el que te llama, el que te quiere suya, enterraré los nombres, las rótulas, la historia. ....................................

Y vuelta yo al anónimo eterna del desnudo, de la piedra, del mundo, te diré: “Yo te quiero, soy yo”.45

Los amantes descorporeizados se encuentran incluso a salvo del lenguaje limitante que les pudiera otorgar unos nombres —unas identidades— circunscritas e históricas. Hugo Cowes advierte con tino las consecuencias ontológicas de no poseer un nombre fijo: “Se trata de la liberación esencial, porque el no tener nombre concede posibilidades infinitas de ser. El nombre concede ser, dignidad ontológica, pero al conceder ser, limita la posibilidad de otro ser. No tener nombre es tener la disponibilidad ontológica absoluta”.46 Estamos pues ante amantes paradigmáticos libres del nombre y de la sujeción al espacio-tiempo, capaces por ello mismo de la envidiable capacidad universalizante de poder reflejar la identidad de cualquier amante hipotético, de cualquier lector futuro.   Salinas, Poesías…, op. cit., p. 243.   Hugo Cowes, “El referente en la lírica de Pedro Salinas”, Filología, núm. 230, 1988, p. 67. 45

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Pero ello no basta. El amor rotundo de Pedro Salinas quiere más. Ha logrado aislar la sombra quintaesenciada de la amada, pero no se ha unido aún a ella. Y este poeta enamorado, que tan bien ha caracterizado Robert G. Havard como un “aristocrat of feeling” 47 no puede estar ajeno a la meta obligada de todo gran amor: la transformación final en el objeto amado. Lo sabe bien Salinas, que parecería subvertir la alegría de la vida paradigmática en los pronombres en el poema “Pareja, espectro” de Largo lamento, donde alude, melancólico, al “dolor de la primera y segunda persona”. La poetización de ésta “busca de ser uno, solo uno” en el que se traspone “el numeral tormento” no puede ser más cabal: Fácilmente comprendes la importancia de haber traspuesto el numeral tormento perdiéndonos, del todo y para siempre, en esa selva virgen tan hermosa: la imposibilidad de distinguirse. En la cual no penetra nunca ese rayo del “tú” y del “yo”, del “me quieres” y del “te quiero”; todo el dolor de la primera y la segunda persona, que separa a dos personas para siempre en las gramáticas y el mundo.48

En efecto, al emisor de los versos no le basta “vivir en los pronombres”, quiere abolir los pronombres. Antiguo, venerable deseo de todo verdadero enamorado, la fusión absoluta de las dos entidades amantes. Harto supieron de ello los poetas cortesanos, con quienes continúa dialogando el máximo poeta de amor de la lengua española del siglo xx. Havard nos ha dado noticia de cuán profundo y 47

Havard, “Pedro Salinas and…”, art. cit., p. 135.   Salinas, Poesías…, op. cit., pp. 457-458.

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cuán pormenorizado es este diálogo intertextual que nuestro poeta mantiene con la tradición del amor cortés.49 Pero el eminente estudioso no entra, sin embargo, en la adaptación moderna que hace Salinas del antiguo leitmotiv cortesano de la transformación de la amada en el amado. Precisamente esa dramática puesta al día del deseo de salir de sí para pasar a formar parte de la identidad ajena de la amada es una de las meditaciones ontológicas más importantes de La voz a ti debida. Y uno de sus logros artísticos más admirables. Pero Salinas no hace otra cosa que innovar conscientemente una tradición poética venerable en la cual se sabe inserto. Lo dejó dicho Petrarca mucho antes que san Juan de la Cruz: en la culminación última del amor “l’amante nel’amato si trasform[a]”.50 Justamente esta fusión perfecta a la que aspira toda alma enamorada fue lo que otro célebre neoplatónico, Pietro Bembo, consideró en sus Asolani como el milagro más grande del amor. Los poetas del dolce stil novo insistieron una y otra vez en esa psicología amorosa desesperadamente unitiva: “E, considerando veramente, Amore no è altro che una trasformazione dello amante nella cosa amata”,51 reflexiona Lorenzo de Medici, y lo secundan Marsilio Ficino, Tomaso Campanella, G. B. Marino y toda la pléyade de los más altos poetas de amor del renacimiento italiano. Hasta tal punto privilegiaron la capacidad transformadora del amor, que nos recuerda Nicholas Perella52 cómo Claudio Achillini tuvo que alzar su voz contra la “irreverencia” de estos poetas que tuvieron el arrojo de transferir a la poesía amorosa del vernáculo el lenguaje y los motivos del amor divino: todavía resonaba en sus oídos aquel dictum de san Pablo Vivo autem, jam non ego: vivit vero in me Christus.   Véase una vez más Havard, “Pedro Salinas and…”, art. cit.   Petrarca, Triumphus cupidinis, cap. iii, pp. 151 y 162. 51   Lorenzo de Medici, Tutte le opere, vol. ii, Milán, 1958, pp. 206-207. 52   En su magnífico ensayo “Love’s Greatest Miracle”, Modern Language Notes, 1971, p. 29; cf. también su libro The Kiss Sacred and Profane, The University of California Press, Berkeley, 1969. 49

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La intuición de esta psicología amorosa transformante, que atañe, como salta a la vista, a la mismísima identidad del amante, es de una hondura insospechada: ya sabemos que un poeta enamorado no hace sino autoexplorar con minucia su propia alma. Toda poesía de amor es —pese a los reclamos de entrega rendida por parte del emisor de los versos— una inesperada reflexión sobre su propia mismidad, en la que el alter ego del poeta comparte con el lector lo que va descubriendo acerca de los procesos de su conciencia profunda (Ortega y Gasset lo sospechó bien: uno se define al amar). El amor, en efecto, apunta a la verdad profunda del individuo y provoca la interrogación del ser humano por sí mismo como sujeto del deseo: en este sentido podríamos decir que Madonna Laura no fue sino una excusa para que Petrarca dialogara con su propia psique y la conociera mejor; es el mismo papel que cumplirá, siglos mas tarde, la musa de Pedro Salinas, prodigiosa “amazona en la centella”. Y cuántas cosas va descubriendo nuestro antiguo enamorado neoplatónico en su prolongado itinerario poético, que tan presente tendrá el poeta madrileño en la redacción de su poemario. Entre otras cosas, Petrarca descubre que el amor unifica a los amantes porque el enamorado dota de su propia identidad al objeto de sus deseos o, dicho de otra manera, porque el enamorado descubre con júbilo que él es lo mismo que amaba. El milagro de esta sublime alquimia del amor no es patrimonio exclusivo ni de los stil novistas, de su mentor Platón o de san Pablo; es precisamente una de las nociones más importantes que comparte y reitera la más alta literatura de amor de todas las épocas. Enamorados y místicos la han hecho suya por igual (el místico no es sino un enamorado más), de ahí que los textos celebrativos de las distintos niveles del amor resulten tan profundamente afines pese a su contexto cultural diverso. Aristóteles, como Pitágoras, lo advirtió en la esfera de la amistad —“un amigo es otro yo”; 53 sir 53

Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro ix, pp. 9-10.


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Philip Sidney, en la esfera amorosa (“He loves my heart, for once it was his own”),54 mientras que Ronsard cantó al amor humano casi en términos paulinos: “En toy je suis et tu es dedans moi, / en moi tu vis et je vis dedans toi”.55 Claro que nadie ha cantado el éxtasis amoroso transformante como los contemplativos auténticos, que tanto tienen en común con los enamorados que cantan “desde esta ladera”. El místico persa allāŷ no tiene reparos en exclamar la blasfemia jubilosa que le habría de costar la vida: ānā l’ aqq o “yo soy la verdad (Dios)”. El súbito descubrimiento que lleva a cabo en su éxtasis transformante es también el motivo de una de las alegorías místicas más estremecedoramente hermosas de la literatura persa: la del Mantīq al- aīr o Lenguaje de los pájaros de ‘A ār (siglo xiii), que por cierto Borges utiliza en su propia obra. Numerosos pájaros vuelan en busca de su rey o simurg, hasta que los treinta pájaros que logran sobrevivir el arduo vuelo milenario descubren, ya en el umbral mismo del palacio, que ellos mismos son el simurg o pájaro-rey que procuraban encontrar. En persa, simurg significa exactamente eso: treinta pájaros. Pero volvamos al milagro transformante de la poesía que canta al amor humano, que es lo que nos ocupa aquí. El intercambio de las almas se suele llevar a cabo, igual que como aseguraba Petrarca,56 a través de la mirada. La parte del ser humano que se   Lo hace en uno de los sonetos de su Arcadia, apud Perella, “Love’s Greatest…”, art. cit., p. 27. 55   Idem. 56   Ahí tenemos el soneto xiv: 54

Quando giunge per gli occhi al cor profundo l’imagin donna, ogni altra indi di parte, e le vertù che l’anima comparte, lascian la membra, quasi immobil pondo (Poesía completa. El cancionero, vol. i, edición bilingüe, Río Nuevo, Barcelona, 1976, p. 183).


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encuentra más cercana a lo divino —el alma, la mente— se manifiesta a través de los ojos, que son las ventanas del ser (actualmente diríamos, que son la antesala de lo mas auténtico de la propia identidad). De ahí que mirarse a los ojos sea iniciar el intercambio amoroso de las almas. Intercambio que, según Lorenzo de Medici, precipita la deseada muerte o súbito dejar de existir en sí mismos que experimentan los amantes en el momento de sentirse transformados en el objeto amado.57 Pero también los labios fueron el portal del alma en estos antiguos códigos poéticos amatorios. Un beso de amor precipita el trueque de las almas enamoradas, porque el aliento (espíritu vital o pneuma) de ambos se intercambia en una fusión que termina por ser tan erótica coma espiritual. Este beso de sobretonos sagrados lo habrán de considerar los castos enamorados neoplatónicos como “the utmost intimacy allowed to pure lovers”.58 Así, numerosas parejas cortesanas de la temprana literatura europea se circunscriben a ese beso simbólico como consuelo único de su afán amoroso. Tristán e Isolda e incluso Píramo y Tisbe, en las refacturas medievales de sus respectivas leyendas, llegan al extremo de intercambiar su último aliento en el beso que se dan instantes antes de morir, rindiendo el alma enamorada.59 57   Cf. Medici, Tutte le opere, vol. ii, pp. 234-235; apud Perella, “Love’s Greatest…”, art. cit., p. 26. 58   Perella, The Kiss…, op. cit., p. 226. 59   Como nota curiosa es interesante señalar que los poetas cortesanos y neoplatónicos árabes celebraron mucho antes que los occidentales esta psicología (incluso, fisiología) de la unión amorosa a través del beso. Para Ah.mad B. At-Tayyīb as-Sarajsī, el beso provee la oportunidad de la comunión espiritual más cercana posible con el ser amado. La boca y la nariz llevan el aliento de una persona a la otra, y ese aliento ha tenido contacto directo con la misma alma:

Therefore the soul seeks the beloved through the nostrils, kissing and deriving through the nostrils the breath from the beloved… so that the two substances are united and the two powers be joined (Lois Anita Griffin, Theory of Profane Love Among the Arabs, University of London, Londres, 1971, p. 7).


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A esta pérdida de la identidad del amante la llamaba fanā’ aquel gran místico hispanomusulmán, Ibn ‘Arabī, que llegaba al extremo, como bien observa Michael Sells, de equiparar el amor humano con el divino: “The lovers are made to pass away from themselves in fanā´ just as the mystic is made to pass away from his or her ego self into the truth”.60 Salta a la vista que perder la identidad en la culminación del amor es también intuir la muerte: esta unión insoslayable del eros y el tánatos también deja sentir su presencia en la lírica de amor más honda de todos los tiempos, desde aquel embriagado versículo del Cantar de los cantares (“el amor es fuerte como la muerte”, viii, 6), pasando por los inspiradísimos versos de La destrucción o el amor de Vicente Aleixandre, hasta llegar a la lucidez cuasi sobrenatural que sobrecoge a Amaranta Úrsula en Cien años de soledad cuando siente, en el momento de la culminación misma del amor, “la ansiedad irresistible de descubrir qué eran los silbos anaranjados y los globos imposibles que la esperaban al otro lado de la muerte”.61 También san Juan de la Cruz había exclamado algo semejante instantes antes de rendir su ser en el amado: “máteme tu vista y hermosura”. Claudio Achillini expresa bellamente en el siglo xv ese sublime dejar de ser en sí mismos que experimentan los amantes para convertirse el uno en el otro: cuando sus miradas, portadoras de sus almas enamoradas, se encuentran esas almas se besan y abrazan

Véase también, sobre este tema de la literatura de amor platónico árabe, Jean-­ Claude Vadet, L’esprit courtois en Orient dans le cinq premiers siècles de l’Hégire, G. P. Maisonave, París, 1968. 60   Michael Sells comenta los célebres versos del Taryumān al aswāq de Ibn al‘Arabī, “Mi corazón es capaz de cualquier forma…”, en un ensayo de una hondura y percepción verdaderamente excepcionales: “Ibn ‘Arabī ’s Garden Among the Flames: A Reevaluation”, History of Religions, xxiii, 1984, p. 309. 61   Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Sudamericana, Buenos Aires, 1970, p. 335.


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hasta confundirse. En este momento el pecho de los enamorados se queda sin aliento y sin alma.62 Exactamente así se ha quedado el pecho del emisor de los versos de La voz a ti debida después de la inefable unión de los espíritus que propicia este intercambio invisible. “Cuando cierras los ojos / tus párpados son aire. / Me arrebatan: / me voy contigo adentro”.63 El protagonista poético —que era, recordémoslo una vez más, una “sombra”— traspasa la materia de los párpados para caminar “sordamente, en lo oscuro” por el mundo interior de la psique profunda de su enamorada. “No [le] sirven / los sentidos de siempre”. Claro que no: sabemos que los cuerpos no se pueden fundir jamás en uno, pero las sombras evanescentes sí, y eso es precisamente lo que son en estos momentos ambos amantes paradigmáticos. Para posibilitar la unión última trascorpórea era que le había tenido que “labrar su sombra” a la destinataria de los versos. Advirtamos, sin embargo, que las sombras o espíritus del hondón último del alma de los amantes se unen no a través del intercambio de miradas —Salinas le enmienda la plana a Petrarca y a Achillini, que miraban ojos claros y luminosos—, sino en el fondo de unos ojos cerrados, en una mirada introspectiva que no hace otra cosa que asomar al emisor de los versos a los secretos últimos del alma de su amada. Sabemos que queda contagiado para siempre de su substancia espiritual porque regresa al mundo de los sentidos ciego —“tropezando también / sin ver”—tan a oscuras como se encontraba ella con sus párpados cerrados. También san Juan de la Cruz adviene a la unión en oscuridad cerrada: “¡oh noche que guiaste / oh noche, amable más que el alborada / oh noche que juntaste / amado con amada / amada en el Amado transformada!”. 62

Rime e prose di Claudio Achillini, Venecia, 1651, pp. 246-247. Apud Perella,

“Love’s Greatest…”, art. cit., p. 29. 63   Salinas, Poesías…, op. cit., p. 269.


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Pero la mirada unitiva no siempre está circundada de tinieblas protectoras. En uno de los poemas más apasionados de La voz a ti debida, la mirada de amor transformante se intercambia frente a frente. Y tiene consecuencias dramáticas: entonces es que los amantes descubren su verdadera identidad. Que es la misma, merced al milagro más grande del amor: la fusión de las almas enamoradas. La amada —nos advierte el emisor de los versos— exhibe una personalidad burbujeante y caprichosa al mundo exterior: “¡Qué alegre!”, dicen todos.64 Pero él, que le conoce los confines últimos de su ser desde la inmensidad de su amor, sabe que esa no es ella: es su máscara. Y en el instante supremo de la mirada de amor —ya sabemos por los poetas cortesanos que esto de mirarse los amantes a los ojos era asunto muy serio— la amada se desata la lazada de la máscara y surge en su yo más profundo: “tú te desatarás, / con los brazos en alto, / por detrás de tu pelo, / la lazada, / mirándome. / Sin ruido de cristal / se caerá por el suelo, / ingrávida careta / inútil ya, la risa”.65 La protagonista de los versos se desata su máscara frente a los ojos escrutadores de su enamorado, pero esos ojos no son otra cosa, como preludiaron los poetas del dolce stil novo, que un auténtico espejo en el que podemos ver de verdad quiénes somos: Y al verte en el amor que yo te tiendo siempre como un espejo ardiendo tú reconocerás un rostro serio, grave, una desconocida alta, pálida y triste,

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Ibid., p. 236.   Idem.

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que es mi amada. Y me quiere por detrás de la risa66

Hemos asistido al prodigio. La amada ha perdido su identidad —al menos, su identidad supérflua— ya que cuando se mira en el espejo ardiente del amor de su enamorado se ve distinta (estamos ante el más impresionante de los ubicuos azogues que entreveran el poemario).67 No se reconoce, ya no es la risueña que todos conocían, sino que es “alta, pálida y triste”: un ser lánguido, incoloro y melancólico. Sombrío, pues. Una vez más, el milagro del amor y de la poesía: ella ha mirado a una sombra —la que comienza cantando La voz a ti debida— y sabe ahora que es, exactamente como él, una sombra.68 Hugo Cowes reflexiona sobre este júbilo del verdadero autoconocimiento: “este ser-otro a que se trasciende es precisamente el más auténtico ser-en-sí-mismo”.69 El yo inicial del protagonista poemático ya no es diferenciable del tú de la destinataria de los versos. Comenzamos a situarnos,   Salinas, Poesías…, op. cit., pp. 236-237. Salinas insiste en el prodigio unitivo: “desnuda Venus cierta, / entre auroras seguras, / que se gana a sí misma / su nuevo ser, queriéndome” (ibid., p. 284). 67   Los espejos, que apuntan, como salta enseguida a la vista, a una reflexión obsesiva sobre la identidad, continúan prodigándose en Razón de amor. El mensaje del poeta es, una vez más, el mismo: el amor funde los seres en uno: “si me miro en los espejos / no es mi faz lo que veo, es un querer” (ibid., p. 404). Imposible no evocar aquí la “cristalina fuente” en la que la amada del “Cántico espiritual” veía reflejados “los ojos deseados” de su gran amor. No veía su rostro en el espejo de la fuente porque había perdido su identidad, al pasar a un nuevo plano de existencia en el amado. 68   Salinas insistirá en este milagro unitivo en Razón de amor: 66

se ven en triunfo como agua quieta, no verán diferencias —uno y uno, tú y yo— solo verán en rostro, amor, que les sonríe (ibid., p. 379). 69   Cowes, “El referente…”, op. cit., p. 11.


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pues, a puerto seguro de la angustia de los pronombres diferenciados: “la voz a ti debida” es ahora la de los dos. A aquella voz que con particular pena había suplicado el emisor de los versos “¡Si me llamaras, sí / si me llamaras / Lo dejaría todo, todo lo tiraría: / los precios, los catálogos, / el azul del océano en los mapas, / los días y sus noches…”.70 El emisor de los versos esperaba el reclamo vocal de su amada. Pero esa voz reclamada es la misma voz que lo funda como poeta —es “a ella debida”—. Y el poeta se la toma ahora prestada, pero para cantarle precisamente a la dueña de esa voz que ha hecho de él un magistral poeta de amor. Persiste pues el leitmotiv cortesano de la transformación en uno a través del amor. Ya da igual quién ama: “Y lo que yo te dé, / rendido, aquí, adorándote, / tú misma te lo das: / es tu amor implacable sin pareja posible…”.71 Aquella sombra humilde solo en apariencia sabe que su amor funda la identidad de la amada, que se encuentra en estrechísima correspondencia con la de él: “La vida que te imploro / a ti, la inagotable, / te la alumbro, al pedírtela”.72 Pero también él encuentra su ser en ella, y descubre que sale de la nada cuando el amor de ella lo elige: “Posesión tú me dabas / de mí, al dárteme tú”.73 Vamos siendo incapaces de saber quién es quién en la pareja amorosa, que ha descubierto que sus respectivas identidades han terminado por fundirse en el amor: “¡Si tú supieras que ese / gran sollozo que estrechas / en tus brazos, que esa / lágrima que tú secas / besándola, / vienen de ti, son tú…”.74   Salinas, Poesías…, op. cit., p. 224.   Ibid., p. 275. 72   Ibid., p. 280. 73   Ibid., p. 317. 74   Ibid., p. 316. En Razón de amor, Salinas da un vuelco a su leitmotiv unitivo: “Nuestras almas se buscan / por nuestro diferir / … ¡Pasmo de lo distinto! / ¡Ojos azules, nunca / iguales a ojos azules!” (p. 463). Me pregunto si estaremos ante una velada alusión biográfica a través de la cual Salinas reflexiona sobre sus propios ojos claros, y los ojos, también claros, de su misteriosa amada. 70 71


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Pero la abolición del ser, aunque la sintamos como triunfal, resulta atemorizante, ya que implica la extinción de la propia identidad, que pasa a fundirse en uno con la del objeto amoroso. Por eso precisamente, como recordaremos, es que los antiguos amantes petrarquistas —y, en el fondo, los enamorados y místicos en general— intuían que la muerte los aguardaba en el confín último de la entrega amorosa, que era un irremediable, si bien jubiloso, salir de sí mismo, una beatífica pérdida del yo. Para ellos, el misterium tremendum del eros y el tánatos se planteaba simultáneamente. Lo supo bien Vicente Aleixandre, que se coloca en los umbrales de la extinción del ser en ese altísimo poemario de amor que es La destrucción o el amor. Hasta san Juan de la Cruz se sintió atenazado por el terror instintivo a esta petite morte de la entrega amorosa límite, y tuvo que exclamar ante el ominoso espejo de los ojos divinales, que amenazaban con arrebatarle el ser: “¡Apártalos, Amado / que voy de vuelo!”. Es el mismo espanto íntimo que siente el moderno enamorado Pedro Salinas en La voz a ti debida. Y su temor instintivo lo lleva a usar como lema de su poemario aquellas inquietantes palabras del Epipsychidion de Shelley: “Thou Wonder, and thou Beauty, and thou Terror”. Señalaba Robert Havard75 que este miedo saliniano podría provenir de la incomodidad del poeta frente las exigencias de este amor avasallante, ya que era casado en la vida real, o acaso de su aprehensión ante la posibilidad de perder a la amada ante una competencia masculina más joven. No creo que estas circunstancias biográficas pasajeras nos expliquen el miedo tan hondo y tan reiterado que entrevera los versos de nuestro poemario. Antes me parece que Salinas continúa su diálogo y su puesta al día de la tradición literaria amorosa con la que hace escuela; estamos ante el antiguo temor a la extinción del ser, que todo verdadero enamorado siente, ya que va a inaugurar 75

Havard, “Pedro Salinas and…”, art. cit., pp. 126 ss.


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una nueva vida, una nueva identidad en el ser amado. El miedo a las consecuencias de esta entrega última es constante y poderosamente persuasivo en los versos de Salinas: “Miedo. De ti. Quererte / es el más alto riesgo”.76 El amor se concibe como “el gran vendaval” 77 que lo arrasa todo, y por ello la plenitud amorosa implica la extinción de la propia personalidad: “Vivir ya detrás de todo / al otro lado de todo / —por encontrarte—, como si fuera morir”.78 Pero esta muerte simbólica no siempre resulta tan atemorizante en La voz a ti debida. Juan Villegas se da cuenta cabal de ello: “la identificación y anegamiento en el otro ser es un modo —tal vez, el modo— de persistir en el ser y superar la angustia de la nada”.79 Así lo intuye Salinas en el poema unitivo más importante de La voz a ti debida, en el que la abolición total del ser produce una alegría desatada que suprime cualquier posible temor a la inminencia del tánatos. La complejísima unio amorosa de la poética del dolce stil nuovo se lleva a sus últimas, inusitadas consecuencias, ya que el protagonista poético nos describe minuciosamente el estado del enamorado que ha dejado de ser él para fundar su existencia y seguir viviendo en el amado “tú” de la destinataria de sus versos: Qué alegría vivir, sintiéndose vivido. Rendirse a la gran certidumbre, oscuramente, de que otro ser, fuera de mí, muy lejos, me está viviendo.80   Salinas, Poesías…, op. cit., p. 227.   Ibid., p. 222. 78   Ibid., p. 223. 79   “El amor y la salvación existencial en dos poemas de Pedro Salinas”, apud Andrew Debicki (ed.), Pedro Salinas: El escritor y la critica, Taurus, Madrid, p. 140. 80   Salinas, Poesías…, op. cit., p. 256. 76 77


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Lo vive, en efecto, la amada, que se encuentra ausente bajo un cielo remoto. El amor, sin embargo, la ha unido a su rendido enamorado de tal manera que cada acto de su vida es ahora de ambos. Como recordaremos, en el verso inaugural del poemario, el emisor de los versos le había anunciado, celebrando la eclosión óntica de su enamorada, “Tú vives siempre en tus actos”. La transformación de ambas identidades en uno ha terminado por ser tan cabal que es imposible distinguir quién vive qué acto, quién es quién. Y el poeta, asombrado, continúa dándonos cuenta de cómo ha perdido para siempre su propio yo: la verdad trasvisible es que camino sin mis pasos, con otros, allá lejos, y allí estoy besando flores, luces, hablo. Que hay otro ser por el que miro el mundo porque me está mirando con sus ojos. Que hay otra voz con la que digo cosas no sospechadas por mi gran silencio; y es que también me quiere con su voz. La vida —¡qué transporte ya! ignorancia de lo que son mis actos, que ella hace, en que ella vive, doble, suya y mía. Y cuando ella me hable de un cielo oscuro, de un paisaje blanco, recordaré estrellas que no vi, que ella miraba, y nieve que nevaba allá en su cielo. Con la extraña delicia de acordarse de haber tocado lo que no toqué sino con esas manos que no alcanzo a coger con las mías, tan distantes.81 81

Salinas, Poesías…, op. cit., pp. 256-257.


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Cuando el emisor de los versos anuncia que ve la nevada y el cielo oscuro a través de los ojos de la amada es que se ha convertido finalmente en ella. Reitera —ahora con una plasticidad dramática— que los ojos de ambos son los mismos, y miran, por lo tanto, el mismo paisaje, y que esa voz a ella debida es, finalmente, la de ambos.82 La amada ha sido transformada en el amado frente a nuestros ojos asombrados: 83 hemos sido testigos directos del milagro más grande de que es capaz el amor en el orden existencial.84 No es exagerado decir que hemos llegado al punto culminante de La voz a ti debida: al emisor de los versos se le ha extinguido la posibilidad de enunciar el “tú”. Es que ahora, en términos absolutos, decir “tú” es decir “yo” y decir “yo” es decir “tú”.85 Ha cesado la dualidad y asistimos a la jubilosa cancelación de los contrarios. Esta es, verdaderamente, la alegría más alta, mucho más cabal, que la de “vivir en los pronombres” que aún mantenían la herejía de la separación de los dos miembros de la pareja. Salinas hace suyo —more laico— el argumento ontológico que esgrimía san Pablo desde la cima del éxtasis: vivo autem, jam non ego: vivit vero in me Christus. “Vivo sin vivir en mí”, cantaba a su vez la antigua le  El milagro transformativo del amor se habrá de repetir en El contemplado, cuando el contemplador dice a su mar: “todo lo que ignoro yo / te lo tienes olvidado” (ibid., p. 559). 83   Es emocionante comprobar que la conversión mutua continúa en Razón de amor, sólo que ahora el fenómeno es inverso, ya que ella vive a través de su enamorado: “tan convencido estoy / de tu gran transpresencia en lo que vivo…” (ibid., p. 403). 84   Otros poetas contemporáneos como Francisco Brines se hacen eco del amor transformante de Pedro Salinas: “si acaso confesarte mi deseo / de ser yo tú…”. Cf. Benson K. Douglas, “El amor contra la nada: Pedro Salinas, Francisco Brines y la tradición clásica española”, Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, xv, 1990, p. 9. 85   Es evidente que la conversión de la identidad del amante en la de la amada es un paso mucho más significativo en la exploración ontológico-amatoria saliniana que el “nosotros salvador” al que alude Zubizarreta (Pedro Salinas…, op. cit., p. 160), donde la separación esencial u óntica de los miembros de la pareja aún subsiste. 82


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trilla embriagada de amor extático que se ha venido atribuyendo a santa Teresa. Cómo negar que nuestro poeta canta ese mismo estado, aunque “desde esta ladera”. Ahora sí que Pedro Salinas ha logrado ser, como anunciaba Spitzer un “gramático místico”:86 su descubrimiento es el de los contemplativos que han sentido su alma transformada —literalmente, deificada— en el amor.87 Como en el caso de los místicos, podemos decir que en La voz a ti debida la voz y el objeto amoroso que canta han devenido lo mismo; el observador y lo observado, el poeta y lo poetizado son indistinguibles. La lección que nos ofrece Salinas tiene un innegable aroma contemplativo: amar es conocerse a sí mismo porque el verdadero enamorado intuye la unidad necesaria del ser, y sabe que la culminación de la identidad propia es nacer en el otro. Es abolir las diferencias que nos separan e instalarse en el plano paradisíaco de la unificación última. El poeta ha sentido al fin su conciencia unificada y potenciada. Salinas, que concebía la poesía como vehículo de conocimiento, ha tocado, verdaderamente, aguas muy profundas en su extraordinaria meditación óntica. Este milagro unitivo del amor tiene, verdaderamente, consecuencias extraordinarias, ya que incluso el tiempo y el espacio en el que pasan a moverse los amantes han quedado abolidos. Los enamorados han adquirido la capacidad de situarse en los mismos espacios no empece la distancia que los separe; y de vivir las mismas horas al margen de los distintos hemisferios y estaciones cli  Spitzer, “El conceptismo…”, op. cit., p. 59.   Se ha hablado mucho de las coincidencias de la poesía saliniana con la literatura de los místicos auténticos. Como vamos viendo, la relación es muy estrecha y muy profunda. No nos puede extrañar que Pedro Salinas sintiera una predilección particular por la lírica de san Juan de la Cruz. Dice en una carta a Margarita Bonmatí, que luego sería su esposa: “No sabes lo que me agrada que te guste tanto el ‘Cántico espiritual’. Para mí es una de las piezas primeras, sino acaso la primera, en castellano”, apud Joaquín Casalduero, “Pedro Salinas. Cartas de amor a Margarita, 1912-1915”, Cuadernos Hispanoamericanos, 445, junio-julio, 1987, p. 139. 86 87


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matológicas en los que sus respectivos tiempos discurren. Ante todo lo dicho salta a la vista que el emisor de los versos y su enamorada han pasado a existir a salvo de la tiranía de las coordenadas del espacio-tiempo, en el plano intangible de las ideas o paradigmas perfectos, donde todo vestigio del mundo material ha quedado suprimido. Son —cómo no— sombras incorpóreas: “Y todo enajenado podrá el cuerpo / descansar, quieto, muerto ya”.88 No puede caber duda: del eros hemos llegado al tánatos. Solo que la anulación del propio ser ha sido tan gozosa que el protagonista poético siente que ha muerto para pasar a vivir —a ser— en un plano superior de existencia (podría repetir con santa Teresa: “y tan alta vida espero / que muero porque no muero”). De ahí el final sorpresivo del poema, que declara abolida la muerte misma: “… me vive otro ser por detrás de la no muerte”.89 Es que el pasar a un nivel más alto de existencia en el amor no puede ser una muerte negativa.90 El proceso de exploración ontológica del poemario alcanza, una vez más, honduras abismales. Pedro Salinas ha sido capaz de ir más allá —con alegría incontenible, por cierto— de lo que habían osado Francesco Petrarca y Claudio Achillini en su celebre lírica amorosa. Y La voz a ti debida concluye justamente con las sombras de los amantes, unidas pese al “inmenso lecho de distancias” 91 que   Salinas, Poesías…, op. cit., p. 257.   Idem. 90   Me parece que esta “no muerte” es perfectamente armónica y feliz aunque, al aludir a este dejar de ser para vivir en la amada en términos de una muerte invertida, Salinas no deja de apuntar, con toda conciencia de ello, a la intuición del tánatos. Leo Spitzer advierte, por su parte, antinomias irreconciliables en la paradoja final “no muerte”: “… una vida vivida en lugar nuestro es una muerte; una vida aumentada por la de otro ser es, por el contrario, una ‘vida potenciada’, que, por lo tanto, debe hacer de la muerte misma otra vida”, cf. Spitzer, “El conceptismo…”, op. cit., p. 88. 91   Salinas, Poesías…, op. cit., p. 329. 88 89


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los separa físicamente. Corroboramos una vez más que la sustancia óntica de los enamorados es la misma, libre “de sospecha de materia”, “suelta de color y de forma”.92 Ya sabemos que se funde en uno más fácilmente lo inmaterial que lo corpóreo, por lo que no es difícil sospechar que los protagonistas poéticos son al fin —para usar aquí las palabras de José Asunción Silva— para “una sola sombra larga”. Pero ese ser estilizado que estrenan ha quedado irremediablemente nostálgico de la materia que lo hizo nacer: “¿Las oyes cómo piden realidades, / ellas, desmelenadas, fieras, / ellas, las sombras que los dos forjamos / en este inmenso lecho de distancias?”.93 No le tomemos a mal a nuestro poeta este homenaje último a la materia física que es la sustancia primaria de la pasión amorosa de la que tanto ha aprendido. ¿Cómo no va a celebrar el haberse querido “como masas”, si este amor físico real fue el que sustentó los versos que lo celebran en un plano trascendido? De ahí la legítima añoranza de las sombras: “Cansadas ya de infinitud, de tiempo sin medida, de anónimo, heridas par una gran nostalgia de materia, piden límites, días, nombres”.94 Y el emisor de los versos suplica a su amada ausente que le tienda a estas sombras su cuerpo, sus manos, para que puedan tener un “pasado de carne y hueso” del “tiempo que vivieron en nosotros”.95 El poeta sabe que errarán nostálgicas para siempre, con su “afanoso sueño de sombras”, que “será el retorno / a esta corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito”.96 Con su estremecedor voto de confianza al amor histórico y humano que detonó su poemario, Salinas deja subvertido de un plumazo a Petrarca y a toda la casta escuela del amor cortés neoplatónico, y   Ibid., p. 328.   Ibid., p. 329. 94   Idem. 95   Idem. 96   Idem. 92

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aun al melancólico Bécquer.97 Apunta Stephen Gilman que este “remaking and remodeling of tradition is in deep accord with Salinas critical theories”,98 y no puedo estar más de acuerdo. Pero no podemos sustraernos al hecho de que el mensaje —y aún, el homenaje— poético final de Pedro Salinas es a las sombras, y no a “la corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito”.99 Ahora es que estamos listos para regresar a la interrogante que nos planteábamos al comienzo de nuestro ensayo, en torno a las enigmáticas palabras que Salinas lanza, en amenaza velada, al lector: “aquellos que no amen las sombras no deberán abrir jamás un libro de poesía”. El mensaje críptico del poeta que nos habla como teórico literario cede al fin su misterio. A fin de aclararlo del todo, veamos qué más tiene que decirnos Salinas sobre estas sombras en la prolongada meditación óntica que es también su Reality and The Poet: The poet places himself before reality like a human body before light, in order to create something else, a shadow […]. The poet adds shadows to the world, bright and luminous shadows, like new lights […]. Ever since the beginning of time poets have been creating realities of utmost purity, marvelous reflections […]. when the enjoyment derived from embracing material things is ended, another remains: the possession of a higher reality, raised   Salinas observa que la cultura renacentista armoniza la carne y el espíritu. Pero no se detiene en el hecho de que los poetas neoplatónicos renunciaban ab initio al abrazo corpóreo de la amada para poseerla tan sólo en el espíritu: 97

Does it choose the marble or the flesh? The Renaissance gives us neither; it is precisely the solution of that dilemma, the desire to eternalize marvelous rosy bodies of mortal flesh in the immaculate whiteness of ideas, white as marble (Salinas, Reality and the Poet…, op. cit., p. 81). 98   Gilman, “The Proem to…”, art. cit., p. 357. 99   Idem.


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to its ultimate impalpable category, shadows, the pure and luminous forms of the spirit.100

De manera que el poeta no es sino un hacedor de sombras. Las sombras que veíamos en La voz a ti debida como esencias puras e incorpóreas eran eso, pero no sólo eso, eran la poesía misma en la que el poeta transmutaba la realidad que con tanta fruición había vivido.101 La contextualidad artística del teórico literario que ahora pasa a ser Pedro Salinas es, una vez más, riquísima, ya que la asociación de las sombras con la vida interior del hombre y con las imágenes incorpóreas que genera es, literalmente, milenaria. Octavio Paz evoca a Demócrito en su Sombra de obras (“Palabra: sombra de obra” reza el lema del libro), mientras que Jorge Luis Borges, bajo la égida de Virgilio, (ibant obscuri sola sub nocte per umbram, Eneida V) crea una imagen plurivalente de la sombra en su Elogio de la sombra. Como señala Arturo Echavarría,102 a quien citó en el caso de Borges, el célebre escritor argentino asocia las sombras no sólo a la irónica ceguera que le fue deparada en vida, sino a “la noche en que se forjan los sueños, las imágenes que se proyectan en el lenguaje, en las palabras, y las imágenes que, a su vez, las palabras proyectan en la mente del lector”.103 La plurivalencia del símbolo de la sombra en la obra de Salinas es realmente extraordinaria, C. B. Morris cree ver referencias a À l’ombre des jeunes filles en fleurs de Marcel Proust, a quien tradujo, como se sabe, nuestro poeta;104 mientras que J. M. Aguirre nos llama la   Salinas, Reality and the Poet…, op. cit., pp. 5-6.   El poeta vuelve, por cierto, a usar el símbolo de las sombras en algunos poemas de Largo lamento, como “Volverse sombra” y “La rosa pura”. 102   Arturo Echavarría, Lengua y literatura de Borges, Ariel, Barcelona, 1983. 103   Ibid., p. 126. 104   “[Salinas] was also receptive to the works of Proust, particularly Du cote de chez Swann and A l’ombre des jeunes filles en fleur, which as he transposed them into Spanish offered him doctrines that comfortingly confirmed his own attitudes 100 101


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atención sobre posibles referencias adicionales bergsonianas al “fantôme decolorée” u “ombre” que el propio yo proyecta según el ilustre filósofo.105 Pero de quien más cerca parece situarse Salinas es de su admirado Miguel de Unamuno, hacedor de sombras por excelencia en la literatura española moderna. Es el propio Salinas quien nos alecciona sobre el sentido último de la creación artística del maestro vasco, y quien cita un pasaje clave del Sentimiento trágico de la vida en su ensayo “El ‘palimpsesto’ poético de Unamuno”: “El que os diga que escribe, pinta, esculpe o canta para su propio recreo, si da al público lo que hace, miente […]. Quiere, cuando menos, dejar una sombra de su espíritu, algo que le sobreviva”.106 La literatura —sombra de la realidad y del autor que la estiliza en arte— era justamente el mejor consuelo de Unamuno para sus angustias ontológicas y sus ansias de supervivencia, que tan apasionadamente estudia Salinas, de seguro porque compartía idéntica obsesión en torno al afán de ser. Unamuno reitera sostenidamente en sus versos su intento de vencer la inexorabilidad del tiempo y de la muerte a través de la literatura: “Yo ya no soy; mi canto, sobrevíveme / y lleva sobre el mundo / la sombra de mi sombra”.107 as well as details and motifs with which to illustrate them. The ‘fantômes’ which in A l’ombre des jeunes filles en fleur ‘Comme des ombres… semblaient me demander de les emmener avec moi, de les rendre à la vie’ (Recherche, i, p. 719) are still appealing plaintively in the last poem of La voz a ti debida, where Salinas asks: ‘¿Las oyes cómo piden realidades, / ellas, desmelenadas, fieras, / ellas, las sombras que los dos forjamos / en este inmenso lecho de distancias?’ ” (“Pedro Salinas and Marcel Proust”, Revue de Littérature Comparée 44, París, 1970, p. 199). 105   Apunta el estudioso que la amada no puede abrazar el “yo” de la persona poética que habla, sino la sombra del mismo: “Quiso abrazar un ‘yo’ y se encontró abrazando una sombra (bergesoniana), lo único que abraza es el ‘fantôme decolorée’ de ese ‘yo’” (J. M. Aguirre, “La voz a ti debida: Salinas y Bergson”, Revue de Littérature Comparée 52, París, 1971, p. 109). 106   Apud Ensayos de literatura hispánica (Del Cantar de Mio Cid a García Lorca), Aguilar, Madrid, 1961, p. 301. 107   Ibid., p. 304.


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Esas sombras de una realidad estilizada e inmortalizada en el arte literario serán verdaderamente obsesivas en el caso del poeta noventayochista: Salinas pudo haber tenido también noticia de la obra dramática que Unamuno titulara, sugestivamente, Sombras de sueño, y que presentara Cipriano Rivas Cheriff en Segovia, Salamanca y Madrid en 1930.108 Pero la “sombra” más célebre del maestro salmantino es sin duda la del belicoso Augusto Pérez, que se enfrasca en ácida discusión ontológica con su propio creador, el ficcionalizado Miguel de Unamuno, a quien se atreve a visitar en su despacho en la Universidad de Salamanca. No en balde Unamuno tituló su nivola Niebla, es decir, realidad opaca, estilizada, ensombrecida. Es el propio personaje quien asegura a su mortal autor que habrá de sobrevivirlo porque la tesitura de su ser es idea pura que habrá de ser actualizada por los lectores sucesivos que abran las páginas de la novela cuando su autor esté resuelto en polvo. Y se llama a sí mismo “sombra”, “ficción”, “fantasma”, “muñeco de niebla”,109 que paradojalmente habrá de sobrevivir a su malhumorado inventor merced a su propia condición de idea, de palabra. Pedro Salinas no parece estar lejos de esta teoría literaria, tan unamuniana y a la vez tan universal, que enaltece la realidad ontológica de las sombras —las palabras— por sobre la efímera vida real.110 De manera que el desconcertante afán por parte del poeta   Cf. el ensayo “Why Did Unamuno Write Sombras de sueño?”, Bulletin of Hispanic Studies: Special Homage Volume in Honour of Geoffrey Ribbans, Liverpool University Press, Liverpool, 1992, pp. 186-190. 109   Miguel de Unamuno, Niebla, Brugera, Barcelona, 1985, p. 205. 110   Pierre Darmangeat intuye que Salinas asocia las sombras con el lenguaje poético, pero circunscribe su intuición a este comentario: “La sombra de Salinas es culta, hábil, irónica: interpreta —y lo interpreta también para ella misma— un drama intelectual curioso. Esa sombra próxima y huidiza, realidad suprema, se asemeja de modo extraordinario al lenguaje poético, a las palabras que se fijan en el papel…” (“Pedro Salinas y La voz a ti debida”, Antonio Machado, Pedro Salinas y Jorge Guillén, Ínsula, Madrid, 1969, p. 114). 108


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de La voz a ti debida de “labrarse la sombra” de su amada era, entre otras cosas —ahora lo sabemos— su proceso de convertirla en literatura. Claro que para enaltecer en arte su incitante cuerpo físico y sobrevivírselo como “dulce cuerpo pensado” tiene que destruirlo, y por eso le pide, cortésmente, excusas. Lo que más le dolía —nos confesaba, como recordaremos, el melancólico poeta— era callarle la voz a la amada. Es que la voz, puro sonido inmaterial, ya se encuentra prácticamente descorporeizada. Y la “voz” es también —ya lo dejamos dicho— la que ella ha provocado en su poeta: su verbo, sus sombras inmortalizadoras.111 Como quiera que sea, la idea pura de este cuerpo traducido en verbo duraría más —Salinas lo ha aprendido con Unamuno— que la amada corporeidad mortal y rosa que lo inspirara. Advierto que la interpretación no es mía, sino del propio poeta: … true poetry places itself above events and though it may spring from them, it is superior to them and transports them to a plane where their contingencies are lost and only the pure essence remains.112

Y ahora también podemos comprender que aquella desesperada búsqueda de la esencia última de la amada, que constituía su mejor yo al margen de la eventualidad histórica y de las tiránicas La equivalencia de la palabra literaria con las “sombras” parece ser, a todas luces, universal. Para una puesta al día del símbolo, cf. la apasionada Colección de sombras del poeta español Manuel Ángel Martín López, Gallo de Vidrio, Sevilla, 1991, para la que escribí un estudio introductorio. 111   Salinas expresa su asombro de poder escuchar una voz literalmente descorporeizada: la que nos llega, desnuda, a través del hilo telefónico: “¡Aberración insensata eso de arrancar las voces de los labios que las modulan, y echarlas a voleo, por los aires, caigan donde caigan!” (“El autor novel”, El desnudo impecable, Tezontle, México, 1971, pp. 207-208). 112   Salinas, Reality and the Poet…, op. cit., p. 104.


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coordenadas del espacio-tiempo, no era sino la traducción literaria de su ser amado corpóreo, trasmutado ahora en altísima poesía. Los lectores del futuro darán vida en su imaginación a las características esenciales de la amada al leer La voz a ti debida: ya el poeta ha quintaesenciado el ser último y mejor de la amada en el ardiente espejo literario de su amor —y, ahora lo sabemos— de su poesía. No es de extrañar que el poeta, dando conscientemente la espalda a la tradición petrarquesca y aun becqueriana que lo precedió, fuese tan terriblemente parco al describirnos las características físicas de su amada, que tan profundamente lo enamoraron. La amada del poemario nunca tuvo rostro ni cromatismo individualizante (su dulce peso rosa lo comparte con buena parte de las féminas del mundo): así convenía a la nueva condición de sombra —de poesía— que le iba otorgando su gentilísimo enamorado. Bien se sabía este que, al ser evocada y devuelta mágicamente a la vida por cada lector futuro, la sombra de su amada adquiriría la identidad proteica que cada lector decidiese darle. Ahora vemos cuánto le convenían aquellos extraños epítetos que le prodigaba el emisor de los versos: “múltiple”, “infinita”. Sobre todo, infinita. La identidad literaria de la adorada fémina, por pertenecer al mundo de la imaginación, va a quedar para siempre a salvo del tiempo y del espacio. Cada lectura sucesiva de La voz a ti debida otorgará, como dejamos dicho, nueva vida a la antigua amada de Pedro Salinas, y la salvará del olvido aquel incitante cuerpo que tuvo, mortal y rosa. Y que ahora estará vivo para siempre, el galante poeta le ha otorgado la inmortalidad al trasladarlo a la página. Salinas lo advierte desde la mirilla del teórico literario en el prólogo a Todo más claro, el tiempo es el banquero ante quien el poeta lanza sus versos, como sobre verde tapete, a la jugada: ganar es perdurar en la imaginación del lector, “Es la jugada de siempre, la de las palabras temporales en el tapete verde del tiempo, contra el tiempo banquero; la sentida y designada, en diversos


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tonos, por dos grandes maestros de todos: Miguel de Unamuno y Antonio Machado”.113 Pero también el poeta, convertido en auténtico demiurgo que trastrueca las leyes de la realidad, ha colocado a la destinataria de sus versos al margen de toda restricción espacial: ella podrá vivir en la imaginación de lectores futuros de los más distintos hemisferios, que verán, desde cualquier confín del planeta, el cielo oscuro y la nieve que un día contemplaron sus ojos mortales. Su ausencia, que tanto hiciera sufrir al poeta de carne y hueso, y aun su inexorable muerte física, han quedado igualmente anuladas: vivirá, como Beatrice o Isabel de Freire, siempre presente en cada relectura que se haga del poemario que ahora enmarca su nueva esencia verbal. Vemos pues que la meditación ontológica de Pedro Salinas, que el poeta culmina, con indudables ecos unamunianos,114 en la literatura, tiene alcances extraordinarios. El poeta es capaz de transmutar la materia prima del universo en sombras inmortales, en esencias quintaesenciadas, que salva para siempre de la corrupción del tiempo y de la limitación del espacio. No es poco. Entender   Pedro Salinas, Todo más claro, p. 594.   Salinas vuelve a rendir apasionados homenajes a Unamuno —sobre todo a su novela Niebla— en otras obras. Alma de Zubizarreta observa el paralelo que la obra teatral La fuente del arcángel tiene con Niebla: “El Miguel de Jauregui, el autor de Melisa, que la crea como personaje y la ve luego escapársele a la vida, ¿no tendrá alguna relación con otro escritor vasco, Miguel también, el autor de Augusto Pérez de Niebla, por quien tanta devoción siente Salinas?” (Pedro Salinas…, op. cit., pp. 352-353). También es posible observar otro homenaje velado a Unamuno en la meditación literaria que lleva a cabo Salinas en su cuento “El autor novel”, en el que los seres de “carne y hueso” se sienten creados por un autor que los imagina coma personajes de ficción. La estructura misma de La voz a ti debida, que Salinas concibe en forma de diálogo, guarda relación a su vez con la obsesión de Unamuno por el diálogo —y el autodiálogo— siempre presente en su obra. Todo diálogo, como hemos visto, apunta a un desdoblamiento del ser que a su vez implica una reflexión sobre los alcances de la identidad humana. 113 114


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esto nos permite comprender que aquella caracterización inicial del emisor de los versos, que se autodescribía como “sombra” ante la eclosión ontológica de aquella amada que “vivía siempre en sus actos” era, en el fondo, una discreta autoglorificación por parte del poeta. Era él quien hacía nacer a la vida más plena —la verbal— a aquel ser altísimo e incorruptible que es ahora su amada, “infinita” por literaria. Y aunque hable de Garcilaso, de quien obtiene el título de su poemario, sabemos que Salinas también se refiere a sí mismo, a su sombra inmortal de poeta, cuando dice que “… the invisible man, the poet, was freed from all servitude and his poetic spirit triumphed over time from the day of his death, by its creation of the most delicately immaterial poetry”.115 Salinas insiste: “Thus the poet uses the eternal forms of art to save the passing forms of life from destruction. He does not copy life or note it down… He makes it over, idealizing it… so the poet’s attitude toward reality is […] a completely new one: the projection of human events onto a higher plane; their transformation into ideas…”.116 En efecto, la humildad del protagonista poético, cortesísimo siempre, como los trovadores que lo precedieron, era solo aparente. Salinas parecería hacer suya la interpretación que de sí mismo hace aquel otro gran poeta de amor que fue Ronsard en el soneto II, 42 de los Sonnets pour Helene: sabe que ha pasado a la inmortalidad y es ahora un “fantôme sans os” que reposa “par les ombres myrteux”. Es sombra inmortal, y gracias a su arte, su antigua amada, ahora anciana encorvada frente al fuego del hogar, será recordada por todos merced a la consagración poética que le hiciera en vida su poeta. Cantando los versos eternos de su rendido poeta, susurra emocionada: “Ronsard me célebrait du temps que j’étais belle”. Otro tanto podría decir la incógnita amada de La voz a ti debida. 115

Salinas, Reality and the Poet…, op. cit., p. 75.   Ibid., p. 92.

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Pedro Salinas ha pasado a ser sombra inmortal no sólo por su afortunada condición de semidios o poeta creador, sino porque, al ingresar en su propio poemario como protagonista poético, habrá de correr la misma suerte que su amada. Ambos son sombras inmortales para siempre, palabra y esencia pura. Comparten, una vez más, la misma identidad, y da lo mismo en el poemario el “tú” o el “yo”, porque los dos estrenan un ser verbal perfectamente intercambiable. La amada ha sido transformada en el amado, en el espacio mágico de la página en blanco. Ella comparte la esencia de aquella enigmática sombra inicial que la enamoraba y que hasta ahora sabemos los secretos que encerraba en el orden óntico. Por otra parte, estamos mejor preparados para comprender los alcances del miedo instintivo que exhibe Salinas a lo largo de todo su poemario: estamos no sólo ante la intuición del tánatos de quien rinde su ser para transfigurarlo en el de la amada, sino ante la intimación de la muerte de quien pasa de la vida corpórea a la vida como sombra, idea o poema. Salinas no sólo altera la realidad óntica de su amada al estilizarla en la sombra espectral del lenguaje poético, sino que repite el prodigio óntico con su propia persona. El poeta de carne y hueso ha pasado a la página, y, aunque tiene su supervivencia garantizada en el papel, no puede evitar sentir un escalofrío involuntario al estrenar su nueva identidad literaria descorporeizada. Perder el cuerpo físico es una manera —si bien metafórica— de morir. Por eso la amada, toda eclosión gozosa del ser a principios del poemario, no podía aún abrazar la sombra inmaterial de su poeta. Y Salinas sucumbe al mismo espanto íntimo que hizo presa de don Miguel de Unamuno cuando dialogaba con el hijo de su pluma, Augusto Pérez, y accedía al descubrimiento ominoso de que dialogar con un personaje de ficción implicaba convertirse, automáticamente, en criatura de la imaginación de los lectores futuros. Hacerse literatura, hacerse sombra. Nunca mejor dicho: “Thou Wonder, and thou Beauty, and thou Terror…”.


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Pero no todo es espanto íntimo de quien estrena una nueva identidad. Ahora también comprendemos el júbilo del poeta que se inmortaliza a sí mismo. Cuando decía, exultante, “¡Qué alegría vivir / sintiéndose vivido”, no sólo se refería a su nueva dimensión de vida en el ser de la amada, que lo “trasvive” desde su oscuro cielo nevado, sino en la imaginación de nosotros los lectores. Allí vivirá siempre el poeta, y allí le daremos una vida mucho más permanente y plural que la de la carne que se vio precisado a rendir en Boston el 27 de noviembre de 1951. Extraordinarias, pues, las consecuencias de la prolongada meditación ontológica que Pedro Salinas ha llevado a cabo en La voz a ti debida.117 La búsqueda de la esencia última e inmaterial de   Salinas continúa su reflexión sobre el ser en los poemarios posteriores a La voz a ti debida como Razón de amor, Largo lamento, etc. El caso de El contemplado es particularmente interesante. Aunque la crítica coincide por lo general en considerar este libro como la culminación de la poesía saliniana, creo que, en lo que respecta a su meditación sobre los alcances del ser, La voz a ti debida es aún más decisiva en sus planteamientos ontológicos. El contemplado no plantea el milagro unitivo del amor con la misma fuerza, ya que parecería que los protagonistas —esta vez el poeta y el mar— se quedan siempre en pareja, en adorador y adorado. Con todo, cabe decir que, bien leído, el milagro unitivo del amor y de la poesía también hace su aparición en El contemplado. Si bien en la actualidad el contemplado mare nostrum puertorriqueño se ha teñido de literatura merced a la poetización magnífica que de él hace nuestro poeta, como sucedió con la Castilla de Machado y de Unamuno, y no podemos verlo sin sentir proyectados sobre él los versos de Salinas, así también hoy, después de leer el poemario, el lector advierte con estupor que el “contemplado” no es el mar sino el poeta Pedro Salinas. Al leer hacemos nuestro el proceso del alma contemplativa del emisor de los versos: la civitas Dei de su privilegiada psique se seguirá desarrollando frente a nosotros perpetuamente, como las olas que baten nuestras playas, mientras leamos el poema. Contemplado y contemplador, dos sombras pues, aunque lumínicas: ambos se han transmutado en poesía. Esta fusión óntica me parece más significativa que la que propone el propio poeta en el contexto de su poemario cuando siente que todos los ojos de los muertos miran al mar con los ojos que él les presta. También los ojos de todos los lectores futuros, aunque se encuentren tierra adentro, mirarán al mar de Puerto Rico aunado para siempre al alma de quien tan bien lo supiera cantar. Indistinguibles, pues, las olas de los versos: el milagro más alto del amor —la transformación de la amada en el amado— se ha vuelto a cumplir en la poesía. 117


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la amada y la fusión amorosa de la pareja culminan estremecedoramente, como hemos tenido ocasión de ver, en el plano literario. Y todo ello, sin dejar de celebrar jamás el cuerpo incitante que dio vida a tanto amor. Salinas ha trascendido gozosamente ese cuerpo para garantizarle una vida más plena. Dejemos la palabra al poeta: Arribo a nuestra carne trascorpórea, al cuerpo, ya, del alma. Y se quedan aquí tras el hallazgo —milagroso final de besos lentos—, rendidos nuestros bultos y estrechados, sólo ya como prendas, como señas, de que a dos seres les sirvió esta carne —por eso está tan trémula de dicha— para encontrar, al cabo, al otro lado, su cuerpo, el del amor, último y cierto. Ese que inútilmente esperarán las tumbas.118

Cuanta razón lleva el poeta. Las tumbas esperarán inútilmente a aquellos apasionados pronombres incorpóreos unidos para siempre en el amor y en la mente de los lectores que hemos aprendido, como quería el poeta, a amar las sombras. A amar la poesía.

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Salinas, Poesías…, op. cit., p. 423.


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“Detrás del nombre hay lo que no se nombra”,1 dejó dicho lapidariamente Jorge Luis Borges. Y, pese a su certeza en torno al obligado silencio que siempre debe proteger toda experiencia inarticulable, el maestro argentino intentó repetidas veces evocar el encuentro con el absoluto a través de la herramienta, a todas luces insuficiente, del lenguaje. A Borges no se le oculta la magnitud del trance que quiere dejar sugerido: se trata del instante supremo en que el ser humano percibe, en un estado alterado de conciencia y más allá de las coordenadas de la razón, de los sentidos, del lenguaje y del espacio-tiempo, la unidad participante con el amor infinito. Henri Bergson consideró que este trance suprarracional implicaba un salto evolutivo para el ser humano —la cúspide de las posibilidades de nuestro ser—. Muchos místicos, como la madre Ana de Jesús, destinataria del “Cántico espiritual” de san Juan de la Cruz, han reverenciado con el silencio esta cognitio Dei experimentalis o experiencia directa de Dios que acontece sin mediación alguna. El trance místico es de suyo indecible por su carácter supraverbal: Borges lo sabe como pocos y, sin embargo, insiste en comunicarlo. Reconociendo, eso sí, su “desesperación de escritor”,   El verso de Jorge Luis Borges pertenece al poema “Una brújula”, del libro El otro, el mismo, en Obras completas, Emecé, Buenos Aires, 1989, vol. ii, p. 253. 1

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el maestro argentino se lanza a la improbable tarea de traducir la experiencia inenarrable del éxtasis. Veremos que lo intenta desde diferentes ángulos y con asedios siempre renovados que implican un conocimiento sorprendente del fenómeno místico. Tal es su expertise en el tema, que el propio Borges se siente cautamente esperanzado ante el reto escriturario descomunal que asume, por lo que se anima a afirmar que, en su intento, “algo, sin embargo, recogeré”. Ya veremos cuánto. La principal estrategia verbal de Borges para sugerir una experiencia infinita es hilar unos torrentes verbales de imágenes visionarias que se suceden en vertiginoso caleidoscopio, dándonos la ilusión de que la vivencia oceánica que intentan traducir no termina nunca. Encontramos estos manantiales visuales en algunos de los pasajes más inspirados de toda la obra borgeana: imposible olvidar el proteico Aleph, que refleja tigres, émbolos, helechos, caballos de crin arremolidada en una playa del Mar Caspio en el alba; o la visión del éxtasis del protagonista poemático de “Mateo xxv, 30”, sugerida por atareados espejos, álgebra y fuego y el olor entrañable de la madreselva. Borges vuelve a servirse de sus enumeraciones febriles en “The unending Rose”, poema en el que evoca la rosa infinita de la trascendencia, símil islámico para Dios, intentando una vez más encapsular una simultaneidad plurivalente: “Eres música, / Firmamentos, palacios, ríos, ángeles. / Rosa profunda, ilimitada, íntima…”.2 Es obvio que las eclosiones verbales del argentino guardan parentesco con la de otros autores afásicos ante el misterio como san Juan de la Cruz, que celebra el encuentro con el todo en el “Cántico espiritual” sirviéndose de una abrumadora sucesión de imágenes   Borges, Obras…, op. cit., vol. iii, p. 116. Sobre el análisis de este poema, cf. Luce López-Baralt, “El coloquio de los pájaros: Borges y ‘Attar de Nishapur”, en Alfonso de Toro (ed.), El laberinto de los libros: Jorge Luis Borges frente al canon literario, Georg Olms Verlag, Hidesheim – Zúrich – Nueva York, 2007, pp. 175-184. 2


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centelleantes: “Mi Amado las montañas / los valles solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos”.3 Ahí está también el caso de Pablo Neruda, quien asedia a Machu Picchu con una abrumadora sucesión de símiles anhelantes que parecerían reiterarse ad infinitum: “Águila sideral, viña de bruma, / bastión perdido, cimitarra ciega. / Cinturón estrellado, pan solemne”.4 Borges conoce bien este antiguo recurso literario que expresa la sensación de avasallamiento ante una belleza imposible de ponderar, y señala en “El otro Whitman”: […] la enumeración es uno de los procedimientos poéticos más antiguos —recuérdense los salmos de la Escritura y el primer coro de Los persas y el catálogo homérico de las naves— y que su mérito no es la longitud, sino el delicado ajuste verbal, las “simpatías y diferencias” de las palabras.5

“No lo ignoró Walt Whitman”, asegura Borges, con cuyo cadencioso delirio verbal hace escuela. Estos torrentes de imágenes 3   Luce López-Baralt y Eulogio Pacho (eds.), San Juan de la Cruz. Obra completa, Alianza, Madrid, 1991 y 2009, vol. i, p. 61. 4   Pablo Neruda, Obras completas, Losada, Buenos Aires, 1957, vol. i, p. 320. Acerca del caso particular de las enumeraciones de Borges, cf. Jaime Alazraki, Borges and the Kabbalah and other Essays on his Fiction and Poetry, Cambridge University Press, Nueva York, 1988. Ibn ‘Arabī de Murcia (siglo xiii) escribió en su Tarŷumān al-Ašwāq o Intérprete de los deseos otra cascada de versos alucinatorios semejante, que traduzco del árabe:

Mi corazón es capaz de adquirir cualquier forma: es un pasto para gacelas y un convento de monjes cristianos y un templo para ídolos y la Caba del peregrino, las tablas de la Torá y el libro del Corán: yo sigo la religión del amor: donde quieran que vayan los camellos del amor, esa es mi religión y esa es mi fe. 5   Borges, Obras…, op. cit., vol. i, p. 206.


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inconexas, con su marcado ritmo incantatorio, funcionan a manera de ensalmo o de plegaria rítmica. El sortilegio que suscitan logra adormecer la inteligencia crítica consciente de manera que pueda operar libremente la intuición. El mensaje profundo que estas imágenes sucesivas y musicalizadas conllevan puede ser transmitido sin intervención del pensamiento consciente o con muy poca intervención. Produce el efecto de una melodía, “la más dócil de las formas del tiempo”, como decía el mismo Borges en “Mateo xxv, 30”. Todas las religiones se han servido de estas mantras o conjuros para adormecer la mente racional y propiciar el éxtasis. A este proceso de poner sordina a las facultades racionales santa Teresa lo llamaba “oración de quietud”. Borges tiene en cuenta el funcionamiento del recurso al momento de hilvanar su mejor poema en prosa —la visión del Aleph— en la que pretende dejar dicho el universo infinito. Atónito ante la intolerable visión de la esfera tornasolada, Borges, protagonista y a la vez narrador del relato metafísico, se detiene cautamente antes de dar cuenta de su éxtasis. Tiene muy asumido que una vividura simultánea del Todo jamás podrá ser transcrita en el lenguaje alusivo y temporal del que por fuerza ha de servirse. Sabiéndose fracasado ab initio, el amedrentado escritor hace escuela con la afasia de los místicos de todas las persuasiones religiosas: ¿Cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la Divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanis de Ínsulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras, que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur.6 6

Ibid., p. 625.


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Esas “inconcebibles analogías” hablan por sí solas de la cualidad inefable del éxtasis, un estado alterado de conciencia que se experimenta, como adelanté, al margen de la razón, los sentidos y del espacio-tiempo. Nuestros instrumentos cognocitivos no pueden dar cuenta de una experiencia que no pasó por ellos y que los supera: “En ese instante gigantesco” —advierte Borges— “lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es”.7 El argentino, que sabe bien que jamás acertará a dar cuenta del instante en cúspide en que se posee el Todo, suplica, sin embargo, a los dioses que le deparen “el hallazgo de una imagen equivalente”. Cito abreviadamente su instante en cúspide porque importa guardar memoria de su cadencia abrumadora para lo que exploraré más adelante. Borges, como teórico del misticismo, a la larga habrá de abjurar de su magistral mantra melódica y la borrará de un plumazo. Pero aún no ha llegado ese momento, por lo que vale la pena escuchar su alucinante recuento místico: Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, […] vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, […] vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, […] vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, […] vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, […] vi 7

Idem.


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tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, […] vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.8

Pese a su vehemente belleza, el narrador asegura que el orbe tornasolado de la calle Garay es un “falso Aleph”. Ha fracasado en su intento comunicativo, pues enumeró secuencialmente una experiencia que se encontraba al margen del tiempo. El protagonista Borges contrapone enseguida a este “falso” Aleph otro Aleph, que ahora declara “verdadero”. Los seguidores del profeta Mahoma aseguran haberlo escuchado en lo íntimo de una piedra: Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central […]. Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor […]. La mezquita data del siglo vii: las columnas proceden de los templos de religiones anteislámicas.9

Curiosa islamización del Aleph, que en la cábala hebrea vale por el número 1, símbolo del infinito. Pero lo que importa aquí es que este Aleph islámico no se “ve” como sucesión de imágenes atorbellinadas, sino que se “oye” cuando el fiel aplica su oído al   Ibid., pp. 625-626.   Ibid., pp. 627-628.

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interior de la piedra. Un pasaje de la “Nota sobre Walt Whitman” nos ayuda a ir desentrañando el enigma: Una cosa es la abstracta proposición de la unidad divina; otra, la ráfaga que arrancó del desierto a unos pastores árabes y los impulsó a una batalla que no ha cesado y cuyos límites fueron la Aquitania y el Ganges.10

Borges señala que la teología especulativa es una cosa, y otra la experiencia del Dios vivo, simbolizada en esa ráfaga que arrabató al profeta y que inspiró a sus seguidores a conquistar el mundo para Alá. Esos mismos fieles aún escuchan la “ráfaga”o experiencia directa de Dios —reducida ahora a un atareado rumor no verbal— en lo hondo de la piedra foránea que sirvió para levantar las columnas de su mezquita, síntesis de incontables culturas absorbidas en el proceso de la conquista musulmana. Las columnas sostienen simbólicamente la estructura religiosa —en este caso, la religión islámica— cuya urdimbre ortodoxa, con sus dogmas y sus leyes, parecerían apagar el fuego de la experiencia del Dios vivo que le dio fundamento primero a la fe. Dios escuchado pues directamente, al margen de la palabra conceptual y unívoca de la tradición religiosa, como viento estremecedor, como susurro, como hálito. El símil es antiquísimo y las culturas más diversas, como aquellas que el islam reunió en forzada síntesis, lo hacen suyo. Borges lo sabría bien: se trata de una metáfora reiterada por siglos para aludir a la experiencia pura de la trascendencia, a salvo de imagen, que ha sido asociada al soplo o insuflo creador del Génesis; el Espíritu Santo; al logos o verbo de las Escrituras; al pneuma de los griegos; a la prana de los hindúes; al ru’ah de los hebreos; al rūh. de los musulmanes. Si abrimos las Escrituras —cosa que 10

Ibid., p. 253.


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Borges hizo muchas veces— aprendemos que la metáfora preferida para decir algo de la percepción de este Dios vivo era, en efecto, el oído simbólico, que percibía su torbellino de viento o bien su “atareado rumor” de aire. Es decir, el sagrado soplo no verbal que antecede a la palabra creadora, no el “ojo” espiritual que su resplandor intolerable cegaría por completo. Recordemos el murmullo de Dios que oyó Elifaz de Temán, cuyo sonido le llegó “calladamente”, y el silbo de aire delgado en el que Elías escuchó a Dios en el monte a la boca de su cueva (3 Reg 19, 12). San Juan de la Cruz, tan leído por Borges, argumenta la supremacía del símil auditivo sobre el visual para dirimir la experiencia extática: Porque ordinariamente las veces que en la escritura divina se halla alguna comunicación de Dios que se dice entrar por el oído, se halla ser manifestación de estas verdades desnudas en el entendimiento o revelación de los misterios de Dios; los cuales son revelaciones o visiones puramente espirituales […] y así es muy alto y cierto esto [que] dice comunicar Dios por el oído. Que por eso, para dar a entender san Pablo la alteza de su revelación, no dijo: Vidit arcana verba, ni menos: Gustavit arcana verba, sino: Audivit arcana verba, quae non licit homini loqui (2 Cor 12, 4). Y es como si dijera: Oí palabras secretas que al hombre no le es lícito hablar, en lo que piensa que vio a Dios también, como nuestro padre Elías en el silbo…11

San Juan, desde su alto conocimiento teológico, le hubiera pues dado la razón a Borges: el Aleph que el protagonista “vio” en el sótano de la calle Garay era falso; más legítimo parecería, en cambio, el que escucharon los fieles encerrado en lo hondo de la columna de la mezquita del Cairo, que aun guardaba el hálito del   Glosas al “Cántico espiritual” B, 15, apud López-Baralt y Pacho (eds.), San Juan de la Cruz…, op. cit., vol. ii, p. 94. 11


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vendabal que habría ululado primero en el oído simbólico del fundador del islam. Borges, con respeto sapiencial, no lo falsea ahora pintándolo con su lenguaje sucesivo: simplemente lo deja sugerido, inarticulado. Parecería que el maestro rinde homenaje aquí también a William James, autor de un libro que abrumó de notas desde muy joven —The Varieties of Religious Experience—. El filósofo pragmático norteamericano argumenta que todavía las religiones institucionalizadas encierran dentro de ellas la vividura primordial y subjetiva de su fundador, sea éste Cristo, Buda o Mahoma.12 Aunque la dura piedra aprisione —o entierre— simbólicamente la experiencia fundacional al cabo del tiempo, aún desde su encierro doctrinal y ortodoxo de “dura piedra” ésta late, disminuida pero incólume. No es casual que Borges se apodere de las palabras de Hamlet (ii, 2) para el epígrafe del “Aleph”: “O God, I could be bounded in a nutshell and count myself a King of infinite space”. En lo escondido está la verdad, como enseñó el gran místico que fue san Agustín: In interiore hominis habitat veritas. El maestro argentino aplica la honda lección espiritual aprendida en “El Aleph” a “Mateo xxv, 30”. Ya no “ve” ningún surtidor de imágenes, sino que, en cambio, le es dado “oírlas”. El protagonista poético se encuentra en la estación de trenes de Constitución13 y accede a un súbito estado alterado de conciencia: “El primer   James coloca la experiencia espiritual personal por encima de la fe y la estructura eclesial: 12

Churches, when once established, live at second-hand upon tradition; but the founders of every church owed their power originally to the fact of their direct personal communion with the divine. Not only the superhuman founders, the Christ, the Buddha, Mahomet, but all the originators of Christian sects have been in this case; —so personal religion still seems the primordial thing, even to those who continue to esteem it incomplete (William James, On the Varieties of Religious Experience, Modern Library, Nueva York, 1929, p. 31). 13   Para más información sobre las claves místicas secretas —y autobiográficas— de este poema, cf. Luce López-Baralt, “Los paseos de Borges por Constitución: la


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puente de Constitución y a mis pies / Fragor de trenes que tejían laberintos de hierro. / Humo y silbatos escalaban la noche. / Que de golpe fue el juicio universal”.14 Entonces el emisor de los versos escucha una voz infinita que le habla simultáneamente “desde el invisible horizonte” y “desde el centro de mi ser”, es decir, su conciencia se unifica con la trascendencia. El Dios emanente se gemina con el Dios inmanente en lo que los teólogos llaman el misterio del Unus / ambo —el Uno que es dos—. Estamos ante una experiencia mística transformante, que en otro lugar Borges explica según el budismo: “Nirvana es sinónimo de Brahma y de felicidad; apagarse en Brahma es intuir que uno mismo es Brahma.15 Esa voz infinita “Dijo estas cosas (estas cosas, no estas palabras, / que son mi pobre traducción temporal de una sola palabra)”. Al hablar de “cosas” en vez de “palabras” Borges emplea otro símil místico muy socorrido. Aquejado de la afasia propia de todo contemplativo auténtico, san Francisco de Asís exclamó en éxtasis: Deus meus et omnia!: ¡Dios mío y todas las cosas!”. Lo secunda san Juan de la Cruz: “Porque Dios [es] todas las cosas al alma, siente [el alma] ser todas las cosas Dios en un simple ser”.16 clave secreta de un emblema místico privado”, en Alfonso de Toro y Susanna Regazzoni (eds.), Iberomaericana – Vervuert, Madrid – Frankfurt, 1999, pp. 151-170. 14   Borges, Obras…, op. cit., vol. ii, p. 252. 15   Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, “¿Qué es el budismo?”, Obras completas en colaboración, Emecé, Buenos Aires, 1979, p. 751. Oigamos al maestro dirimir en más detalle la unificación del ser con el absoluto: La doctrina del Vedanta se resume en dos afamadas sentencias: tat twan asi (“Eso eres tú”) y Aham brahmasmi (“Soy Brahman”). Ambas afirman la identidad de Dios y el alma, de uno y el universo. Esto quiere decir que el eterno principio de todo ser, que proyecta y disipa mundos, está en cada uno de nosotros pleno e indivisible. Si se destruyera el género humano y se salvara un solo individuo, el universo se salvaría con él (Ibid., p. 734). 16   “Cántico espiritual” B: 14-15, 5, apud López-Baralt y Pacho (eds.), San Juan de la Cruz…, op. cit., vol. ii, pp. 90-91.


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Borges procede a hacer su “pobre traducción temporal de una sola palabra”, y adjunta a continuación otro maravilloso surtidor de imágenes inconexas. Pero ya no las “ve”, sino que las “oye”: “estrellas, pan, bibliotecas orientales y occidentales, / Naipes, tableros de ajedrez, galerías, claraboyas y sótanos, / Un cuerpo humano para andar por la tierra, / Uñas que crecen en la noche, en la muerte, / sombra que olvida, atareados espejos que multiplican, / declives de la música, la más dócil de las formas del tiempo, / Fronteras del Brazil y del Uruguay, caballos y mañanas, /una pesa de bronce y un ejemplar de la saga de Grettir. / Álgebra y fuego, la carga de Junín en tu sangre, / Días más populosos que Balzac, el olor de la madreselva…”.17 Pese a su enumeración centelleante, Borges sabe bien que su traducción del éxtasis debió haber constituido una sola palabra, no un torrente anhelante de palabras. Esta palabra cifrada e irrepetible que encierra el universo revelado había sido aludida antes por el autor en “La escritura del dios”: “Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud. Ninguna cosa articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo”.18 La palabra revelatoria encierra pues la experiencia del todo, y Borges vuelve a reclamarla en El libro de arena, ahora bajo el velo de la voz “Undr”, “que quiere decir maravilla”.19 El argentino cita la Biblia una vez más, esta vez a Elifaz de Temán en Job 4, 12-13: Porro ad me dictum est verbum absconditum et quasi furtive suscepit auris mea venas susurri ejus (“De verdad, a mí se me dijo una palabra escondida, y como a hurtadillas recibió mi oreja las venas de su susurro”).20   Borges, Obras…, op. cit., vol. ii, p. 252.   Borges, Obras…, op. cit., vol. i, p. 598. 19   Borges, Obras…, op. cit., vol. iii, p. 50. 20   Uso la traducción de san Juan de la Cruz, por ser más exacta y acaso, más poética (Glosas al “Cántico espiritual” B, 17, apud López-Baralt y Pacho (eds.), San Juan de la Cruz…, op. cit., vol. ii, p. 98). 17

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Borges ha prodigado palabras pero no ha logrado enunciar esa única palabra escuchada ahora con su oído simbólico, y cierra el poema con desaliento: “Todo esto te fue dado, y también / el antiguo alimento de los héroes: / La falsía, la derrota, la humillación. / en vano te hemos prodigado el océano, / en vano el sol, que vieron los maravillados ojos de Whitman: / Has gastado los años y te han gastado. / Y todavía no has escrito el poema.21 Esta admisión de culpa nos lleva al enigmático título del poema: “Mateo xxv, 30”. El versículo bíblico procede de la parábola de los talentos o monedas del Evangelio de san Mateo22 y guarda estrecha relación con la afasia del místico que Borges ha ido poniendo de relieve en las obras que he citado. Recordemos la parábola evangélica: un señor va de viaje y confía su hacienda a sus siervos, a cada uno le otorga talentos de acuerdo a su capacidad. A uno le da cinco, a otro dos y al último uno. Pasado mucho tiempo, el amo regresa y pide cuenta a sus subalternos: el que había recibido cinco talentos los ha multiplicado por otros cinco; el que recibió dos, otro tanto, y ambos entran en el gozo de su señor. El que recibió uno, sin embargo, no lo logra multiplicar y lo entierra. El tesoro amonedado del amo no fructifica, y éste, iracundo ante la infertilidad del siervo, le arrebata el talento, y lo da al que tenía diez. Maldice al siervo inútil con un anatema terrible: “Y a este siervo inútil echadle a las tinieblas exteriores: allí habrá llanto y crujir de dientes”.23 La moneda sepultada convierte pues en reo maldito a su efímero poseedor, que ha traicionado a su amo impidiendo el crecimiento de su riqueza. El protagonista poético ha enterrado la inimaginable moneda esférica,   Borges, Obras…, op. cit., vol. ii, p. 252.   Cito la Sagrada Biblia por la versión de Eloíno Nácar Fúster y Alberto Colunga Cueto, Sagrada Biblia, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1975. 23   Este versículo precede justamente la descripción del Juicio Final, al que alude el poeta cuando comienza a describir su “éxtasis”. 21

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símil del éxtasis, en el limitado lenguaje humano, y se siente culpable de su “falsía”, de su profanación. La experiencia simultánea del todo no puede ser comunicada a través de un mísero puñado de signos verbales conceptuales. No importa que sean “vistos” u “oídos”. El protagonista poético de “Mateo xxv, 30” sugiere que vivió una experiencia similar a la que vieron “los maravillados24 ojos de Whitman”. Importante clave adicional, ya que en el Song of Myself el poeta norteamericano siente su identidad gozosamente fundida con la de todos los seres y todas las cosas. Borges pondera sobre ello en su “Nota sobre Whitman”: “El panteísmo ha divulgado un tipo de frases en las que se declara que Dios es diversas cosas contradictorias o (mejor aun) misceláneas”. Evoca también el cielo inconcebible de Plotino, “en el que todo está en todas partes, cualquier cosa es todas las cosas, el sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol”.25 Tampoco le es ajeno el fragmento 67 de Heráclito: “Dios es día y noche, invierno y verano, guerra y paz, hartura y hambre”.26 Borges siente que tanto él como Whitman27 forman escuela con estos místicos afásicos que intentan sugerir el torbellino de su conocimiento infinito y simultáneo —la armónica urdimbre del universo con la que se sienten fusionados— a través de una amalgama de imágenes desconcertantes. Pese a su fulgúrea belleza —ya lo sabemos— son trágicamente sucesivas e insuficientes para decir el don que la trascendente “voz infinita” otorgó tanto a Whitman como a Borges. Por eso el emisor de los versos admite que gastó sus años y que los   Recordemos que Undr significaba precisamente “maravilla”.   Plotino, Enneadas, v, 8,4; Borges, Obras…, op. cit., vol. i, p. 249. 26   Borges, Obras…, op. cit., vol. i, p. 249. 27   Cf. su “Nota sobre Walt Whitman” y “El otro Walt Whitman”, ambos de Discusión (1932). William James, tan leído por Borges, se detiene en el carácter panteísta del misticismo de Whitman (cf. James, On the Varieties…, op. cit., p. 410). 24

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años lo gastaron, y que sin embargo “aún no ha escrito el poema”. El poema al que, paradójicamente, ese mismo verso melancólico pero contundente sirve de broche de oro. Pero el escritor argentino, que según vemos es un verdadero experto en teología mística, no se rinde e insiste en traducir el infinito. Al menos, a insinuarlo, a apuntar hacia su carácter incognoscible y, por definición, inarticulable. No le bastó describir la “visión” del Aleph en imágenes rutilantes ni tampoco la “audición”, igualmente exuberante, de la simbólica moneda mística recibida como don en “Mateo xxv, 30”. En ambos casos falseó —y enterró— la experiencia sobrenatural en el lenguaje. Pero ahora intentará decirla al margen del lenguaje, llevando a sus últimas consecuencias la intuición del Aleph invisible, rumoroso y ya no-verbal de la mezquita del Cairo. Y eso nos lleva al “Zahir”, una de las obras más misteriosas de Borges. La crítica no ha comprendido bien el relato: Floyd Merrell, por poner un único ejemplo representativo, se muestra decepcionado ante la enigmática moneda y opina que “the Zahir is ultimately a helpless symbol”; es decir, “el Zahir es en última instancia un símbolo desvalido”.28 Es que el maestro argentino exige aquí una lectura en clave islámica, que nos develará algunos de los secretos del relato, que es, posiblemente, el más puramente místico que concibiera en su vida. Ya el título, en árabe, nos pone en guardia: la voz zahir o āhir, de la raíz trilítera Z-h-r, significa “visible o manifiesto”. El Borges . ficcionalizado que protagoniza la historia describe el extraño Zahir, y lo representa con una moneda argentina de veinte centavos. Una cuchilla ha arañado las letras nt y el número dos en una cara la moneda, pero el narrador no describe su reverso, que permanece   Merrell Floyd, Unthinking Thinking: Jorge Luis Borges, Mathematics and the New Physics, West Lafayette, Indiana, 1991, p. 6. 28


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invisible e intocado. El lenguaje se detiene, respetuosamente, ante el reverso de la moneda, lo que nos permite descifrar las letras “nt” en términos del Noli Tangere bíblico —“no oses tocarme”—. El narrador ofrece más pistas extrañas: en otros tiempos el Zahir ha sido muchas otras cosas: en Gujarat fue un tigre; en Java, un ciego en una mezquita de Surakarta; en Persia, un astrolabio; en la sinagoga de Córdoba, una veta en el mármol. Pero he aquí que esta historia arcana se funde con otra: “El Zahir” es pues una narración binaria, exactamente como la moneda de 20 centavos que lleva el “dos” inscrito en uno de los lados de su esfera. La historia paralela es más prosaica: la noche antes de que el Zahir llegara a las manos de Borges, éste había ido al funeral de Teodelina Villar, a quien había amado por 20 años (una vez más, el valor adquisitivo de la moneda). Teodelina fue una modelo cuyas fotografías (o “atributos”) se habían expuesto en las páginas de las revistas mundanas, pasando así a ser “moneda común” para todos aquellos que la “poseían” superficiamente en los anuncios comerciales. Pero el interior del alma de Teodelina siempre habría de escapar del asedio de sus admiradores. El nombre “Teodelina” apunta precisamente a ese hecho y, de paso, alude al mismísimo Zahir: Teo hace referencia a Dios, y delina, del griego delo, significa “iluminar”, “hacer visible o manifiesto”: estamos ante el Dios exterior o visible. Como habremos de ver, el lado oculto de Teodelina es como el reverso inalcanzable del Zahir. Borges labra su relato con una asombrosa simetría: a-delo (lo oculto e inescrutable) forma en español un nombre de mujer muy conocido —Adela— que podría ser el nombre cifrado y oculto de la amada de Borges. El narrador, sin embargo, no habrá de articular jamás el nombre secreto de Teodelina. También habrá de silenciar lo que yace al otro lado de la moneda del Zahir, pues queda más allá del alcance del lenguaje. La pista cifrada, finamente calibrada como una pieza de relojería, dota al relato de una maravillosa simetría.


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Después del velorio, el apenado protagonista Borges toma una caña en una pulpería y recibe el Zahir como parte del cambio de su pago. Su embriaguez constituye otra pista de este relato arabizante, ya que en el islam la ebriedad es símbolo del éxtasis místico, que se experimenta más allá de la razón. La moneda lo comienza a obseder, y considera esconderla en un rincón de su biblioteca (encerrarla, pues, en la literatura). Otra opción que baraja es enterrarla en el jardín —de seguro, en un frondoso jardín “verbal”,29 como el del Aleph de la calle Garay; como el talento monedado del siervo falaz de “Mateo xxv, 30”; como la mismísima Teodelina, la contrapartida secreta del Zahir, que a su vez recibe sepultura—. Las pistas intertextuales están dadas y son reconociblemente místicas. Avasallado, el protagonista paga otra caña con la moneda del Zahir para quedar libre de ella, pero el Zahir regresa obsesivamente a su memoria. Descubre entonces que un libro de Julius Barlach, el Urkunden zur Geschichte der Zahirsage, le ofrece cierta información seudoerudita relacionada con el disco ominoso. El texto, que Borges inventa porque no existe en la realidad extraliteraria, explica que el mito del Zahir, que significa en árabe “visible” o “manifiesto”, pertenece al siglo xviii. Nada más lejos de la verdad, ya que el fundador de la secta āhiriyya (o “Zahirita”), Dawūd ibn Jalāf al-Isbahānī, conocido como “Al- āhirī ” por defender el sentido literal del Corán y la tradición profética, vivió en el siglo ix. El estudio ficticio de Barlach añade que el Zahir islámico ha tenido muchos rostros o epifanías a lo largo del tiempo y que la obsesión con él puede terminar en locura: en una época fue un astrolabio de cobre; en otras, un tigre infinito y un profeta de Jorasán. Recordemos los discos ver  Arturo Echavarría ha visto cómo Borges explora la literatura bajo la sugerente imagen de un “jardín” verbal (cf. Arturo Echavarría, Lengua y literatura de Borges, Iberoamericana, Madrid, 2006; y El arte de la jardinería china en Borges y otros ensayos, Iberoamericana, Madrid, 2006). 29


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bales polivalentes del Aleph y de “Mateo xxv, 30”, que prodigan la divinidad en múltiples imágenes inconexas. El narrador añade, para mayor enigma, que siempre ha habido un Zahir, aunque se presenta al mundo bajo diferentes formas. “Dios es inescrutable”, concluye el estudio de Barlach; Borges traduce libremente la frase que suele cerrar los tratados metafísicos musulmanes: wa Allāhu ‘alamu (“Dios es omnisciente” o “Sólo Dios sabe”). Es un guiño a sus lectores versados en narrativa árabe. El libro de Barlach consuela a nuestro protagonista, que ahora sabe que también otros han sido víctimas del hechizo del Zahir. Pero el libro en cuestión también cita un verso del Asrār Nāmah (Libro de las cosas que se ignoran) del poeta persa ‘A ār de Nishapur: “El Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo”. El poeta ‘A ār barajó —esta vez Borges dice verdad— estos célebres símbolos sufíes, que apuntan a la rosa corpórea, de “sombra”, que se convierte en la rosa infinita de Dios cuando éste rasga su velo (kašf ) para el místico. El personaje “Borges” desea ver simultáneamente la cara y el dorso de la moneda, que parecería transformarse de súbito en la esfera tornasolada del “Aleph”, símil del universo infinito. Salta a la vista que los textos místicos de Borges dialogan entre sí. Estamos ante tres orbes —el Aleph, la moneda enterrada de “Mateo xxv, 30” y el Zahir— y el círculo, como se sabe, es símil de infinito y de perfección. Advirtamos que todas estas esferas son muy pequeñas —el Aleph medía “dos o tres centímetros”, y las monedas nunca son de gran tamaño—, por lo que todas evocan el simbólico “ojo del alma” que tanto san Agustín como los místicos del islam heredan de Platón, y guardan relación a su vez con el pequeño punto de luz donde Dante “ve”, con visión “aclarada” y ya devenida sobrenatural, a la divinidad al cierre de su Comedia. Gracias a este órgano de percepción lumínico, el contemplativo queda dotado de visión trascendente (como diría Michael Sells,


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“vision becomes self-vision” —”la visión deviene auto-visión”).30 Salta a la vista que Borges baraja estos símiles con pleno conocimiento de causa. Al cierre del Zahir el protagonista se hunde en sus pensamientos metafísicos en un banco de la Plaza Garay, con lo que la geografía urbana se torna simbólica a su vez, pues el falso Aleph estaba también en el sótano de una casa de la calle Garay. Repasando los pasajes místicos del Asrār Nāmah del místico persa ‘A ār, el abrumado “Borges” literario recuerda que los contemplativos sufíes recitan los 99 nombres de Dios hasta “que éstos ya nada quieren decir”,31 es decir, hasta que el lenguaje queda anulado. El narrador se sirve aquí de la técnica del -dikr, en la que los sufíes recitan en una mantra melódica los “Hermosos Nombres de Dios” —Al-Asmā’ al- usnà— para promover el estado contemplativo: “Allāh, ar-Ra mān, ar-Ra īm, al-Malik, as-Salām, al-‘Azīz, al-Jabīr, az- āhir, al-Bā in…”. Aquel que, sumido en este estado contemplativo, sea capaz de pronunciar el nombre más excelso —el nombre número cien, que permanence oculto—, develará a la deidad, es decir, experimentará el todo más allá de toda cifra verbal.32 El que Borges recite su propio nombre como mantra33 es irónico, ya que parecería que él mismo constituye el “nombre” número “cien” o último de Dios. La propuesta no es destemplada, ya que todo místico descubre que Dios lo habita: “The Kingdom is within”, celebró Alfred Lord Tennyson, a quien por cierto Borges   Cf. Michael Sells, Mystical Languages of Unsaying, Chicago University Press, Chicago – Londres, 1994. 31   Borges, Obras…, op. cit., vol. i, p. 595. 32   Textos como los Cent noms de Deu de Raimundo Lulio y aun De los nombres de Cristo de fray Luis de León dialogan de manera contestataria con los 99 nombres simbólicos de Dios en el islam. 33   Uno de los testimoniantes de William James, curiosamente, le explica al estudioso que para propiciar estados alterados de conciencia repite precisamente su propio nombre como mantra. Cf. James, On the Varieties…, op. cit. 30


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también alude en su relato. Anā l’ āqq, aseguró Mansūr allāŷ en éxtasis, mientras que al-Bis amī ripostó a la plegaria subhān Allāh (¡Gloria a Dios!) con un sorprendente subhānī (¡Gloria a mí!). Ambos sintieron en su éxtasis unitivo que participaban momentáneamente de la esencia divina. No hay que olvidar que el mismo Corán secunda esta lección transformante con una imagen fisiológica muy aleccionadora: “[Dios] está más cerca [del hombre] que su vena yugular” (L, 15/16). “Yo anhelo recorrer esa senda”,34 afirma sapiencialmente el personaje, refiriéndose a la repetición acompasada de las mantras sufíes que terminan por borrar el lenguaje. Y con él, los distintos rostros que ha asumido el Zahir “manifiesto” y verbal: un tigre, una veta de mármol, un astrolabio. “Quizá detrás del Zahir esté Dios”,35 medita Borges, y dice “quizá” porque al articular la frase podría falsear con el lenguaje la experiencia supralingüística del Dios vivo, a salvo de toda imagen y de toda cifra verbal. El reverso del Zahir, ya lo sabemos, no es verbal: es necesario suprimir el lenguaje para poder accesarlo. Una vez más, Borges hace gala de su expertise en materia de misticismo islámico. La escuela ortodoxa Zahirita, que aceptaba tan sólo la interpretación literal (“visible” o “manifiesta”) del Corán, atada al lenguaje exterior y a la teología, tenía su contrapartida en la secta Batinniyya, “those who found under the letter of the Qur’an a hidden, esoteric meaning [la de aquellos que encontraban un sentido esotérico escondido bajo la letra del Corán]”.36 Bā in significa precisamente eso: lo oculto, lo no-verbal, lo inarticulable. Cualquier conocedor del misticismo islámico sabe bien que los términos āhir / bā in son inseparables, pues constituyen las dos caras de la moneda de   Borges, Obras…, op. cit., vol. i, p. 595.   Idem. 36   Duncan MacDonald, Development of Muslim Theology, Jurisprudence, and Constitutional Theory, Khayats, Beirut, 1965, pp. 196-197. 34

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dos acercamientos distintos a la deidad: uno, teológico y exterior; otro, místico e interior (a eso aludía precisamente el número “dos” grabado en la moneda del Zahir, y de ahí también el relato binario que geminaba a Teodelina con el Zahir). Las enseñanzas esotéricas de la secta Batiniyya estaban dirigidas a un grupo selecto, mientras que a los demás fieles se les daba el āhir, es decir, la doctrina superficial o teológica. Borges maneja aquí una moneda teológico-mística: de un lado tenemos al āhir de los literalistas que exploran el sentido superficial de la palabra, los que se satisfacen con la realidad material y con el lenguaje racional que la representa. Del otro lado tenemos al Bā in, la deidad infinita e inescrutable que trasciende el lenguaje. Queda claro que nos enfrentamos con un posible acercamiento binario a Dios. Por más, estamos ante “la sombra de la rosa”, que se identifica con el Zahir; y con la deseada “rasgadura del velo”, que nos conduce al Bā in, término que Borges deja, con todo conocimiento de causa, sin articular. El Zahir, con una cara lacerada por la cuchilla profanadora del lenguaje humano —noli tangere o nt—, y la otra formada por el vacío avasallante que sobrepasa la palabra, constituye uno de los símbolos islámicos más profundos y más logrados de Borges. El impronunciado Bā in es un respetuoso símil no-verbal, como el nombre secreto de Teodelina, “Adela”. Borges no osa articular en su relato ninguna de estas palabras mudas, tal como hubiera hecho un místico respetuoso y enterado. El maestro argentino respalda el contenido místico de su relato sirviéndose también de la numismática islámica, con la que está muy familiarizado. Hay monedas musulmanas que tienen inscrito el Zahir en un lado y a Dios en el otro. Los sultanes mamelucos acuñaron este tipo de moneda, como hizo Al-Mālik al- āhir (el soberano victorioso o célebre), un sultán del siglo xiii, que acuñó su nombre en un lado de la moneda y, en el otro, respetuosamente y al margen de toda imagen, evocó el nombre supremo y


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la unicidad absoluta de Dios (Lā illāha ilā Allāh: “No hay dios sino Dios”). Para acceder al Dios vivo que distintas religiones han visto bajo las diversas formas simbólicas de tigres o vetas de mármol, hay pues que acallar la mente racional y silenciar el lenguaje. El maestro parecería borrar de un plumazo sus cadenciosos manantiales verbales, protegiendo a su inimaginable Zahir de la tosca envoltura de la palabra. Labra con aire el reverso de su disco sobrenatural, le niega imagen, le sustrae cadencia rítmica. Es un black hole literario. Atrás quedaron los orbes verbales relampagueantes —pero sucesivos— del “Aleph” y de “Mateo xxv, 30”. And yet, and yet… Si leemos las obras místicas de Borges a la luz del sapientísimo Zahir silenciado, veremos que de todas maneras el maestro argentino siempre nos convoca al silencio. Ya sabemos que el protagonista del “Zahir” buscó acceder a la epifanía que lo aguardaba tras el reverso de la moneda repitiendo la mantra de su nombre en la Plaza Garay. La repetiría melodiosa, rítmicamente, a manera de ensalmo. Así precisamente recitan los sufíes sus mantras melodiosas en su rosario o ta bī , y así los contemplativos enterados recitan a su vez el rosario cristiano. Saben bien que el ritmo acompasado va adormeciendo la razón y borrando las palabras para convocarnos a un nivel más profundo de conciencia. Es precisamente cuando los sentidos se apagan y el lenguaje colapsa, que el contemplativo accede al Misterium Tremendum. ¿Y qué otra cosa son las cascadas verbales del Aleph de la calle Garay y de la moneda polivalente de “Mateo xxv, 30”, sino hermosísimas mantras que con su ondulante ritmo sucesivo obnubilan la conciencia y nos catapultan al umbral de un misterio que queda más allá de las palabras? Si se recitaran a viva voz, despertarían en el contemplativo la misma dinámica apaciguadora de la conciencia que el rezo acompasado de los 99 nombres de Dios o el rosario. No por otra cosa san Juan de la Cruz intuyó que convenía hilvanar las


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liras de la unión extática de su “Cántico” a manera de mantra que apagase la razón discursiva con su melodía hechizante. En un tour de force literario, Borges se las ha arreglado para celebrar la lección mística más alta de todas: el silencio. Ya sea en su invisible Zahir enmudecido, en el atareado rumor no verbal del Aleph escondido en la columna de mezquita del Cairo, e incluso en sus rutilantes flujos de imágenes transformadas en mantras que terminan por silenciar la palabra conceptual, el maestro ha logrado comunicar cosas, como sugiere Henri Bergson, “para cuya expresión no estaba hecho el lenguaje”.37 Borges cierra filas con Wittgenstein:38 “aquello de lo que no se puede hablar lo debemos pasar en silencio”. Ya 10 siglos antes lo dejó dicho Abū Sacid Ibn ‘Arabī: “La esencia del éxtasis es incomunicable, y se describe mejor con el silencio que con la palabra”.39 Insiste Pseudo-Dionisio Aeropagita:40 “nos cuidamos de honrar con nuestro silencio el secreto que nos sobrepasa”. Como todos ellos, lo supo bien Jorge Luis Borges. Vale que regresemos al verso que sirvió de pórtico a estas páginas, porque ahí el maestro argentino condensa magistralmente su más alta lección mística: “Detrás del nombre hay lo que no se nombra”.41 Ya vimos que se las arregló para no nombrar el misterio.   Apud Raimundo Lida, “Bergson, filósofo del lenguaje”, Letras Hispánicas, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires – México, 1958, p. 93. 38   Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus (The German Text of Ludwig Wittgenstein’s Logisch-philosophische Abhandlung with the Introduction by Bertrand Russell), Routledge & Kegan Paul, Londres, 1966, p. 151. 39   Cito por Abū Nas.r ‘Abdallāh b. ‘Alī Al-Sarrāŷ al-T.ūsī, Kitāb a-Luma’ -fī ‘l-Tas. awwuf, edición de Reynold Nicholson, Gibb Memorial Series, Leiden – Londres, 1914, p. 81. Cf. Luce López-Baralt, San Juan de la Cruz y el islam, El Colegio de México, México, 1985, pp. 84-85 [Hiperión, Madrid, 1989]. 40   Pseudo-Dionisio Aeropagita, La Hiérarchie céleste, París, 1958, p. 191. 41   Borges, Obras…, op. cit., vol. ii, p. 253. Ante el conocimiento de causa tan hondo que Borges evidencia tener sobre el fenómeno místico, es obvio que el lector habrá de preguntarse si el maestro argentino habla por experiencia propia. Al leer la 37


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entrevista que Borges dio a Willis Barnstone (Willis Barnstone, “The Secret Islands”, en W. Barnstone (ed.), Borges at Eighty, Indiana University Press, Indiana, 1982, pp. 1-14), donde le hablaba de sus dos experiencias místicas, decidí hablar personalmente sobre el tema con el escritor. En cuatro ocasiones distintas Borges me describió también a mí sus experiencias con lujo de detalles, lo que me motivó a escribir sobre su invaluable testimonio (Luce López-Baralt, “Borges o la mística del silencio: lo que había del otro lado del Zahir”, en Alfonso y Fernando de Toro (eds.), Jorge Luis Borges. Pensamiento y saber en el siglo xx, Iberomaericana – Vervuert, Madrid – Frankfurt, 1999, pp. 29-70; “Los paseos de Borges por Constitución: la clave secreta de un emblema místico privado”, en Alfonso de Toro y Susanna Regazzoni (eds.), Iberomaericana – Vervuert, Madrid – Frankfurt, 1999, pp. 151-170; y “Borges y William James: el problema de la expresión del fenómeno místico”, en Alfonso y Fernando de Toro (eds.), El siglo de Borges, vol. i: Retrospectiva-Presente-­ Futuro, Iberomaericana – Vervuert, Madrid – Frankfurt, 1999, pp. 223-246), incluyendo una entrevista que hice, junto a Emilio Báez, a María Kodama (Luce López-­ Baralt y Emilio Ricardo Báez, “¿Vivió Borges la experiencia mística del Aleph? Entrevista a María Kodama”, en Luce López-Baralt y Lorenzo Piera (eds.), El sol a medianoche. La experiencia mística, tradición y actualidad, Trotta, Madrid, 1996, pp. 251-265). Borges también le había reiterado a ella sus experiencias a lo largo de muchos años, explicándole, como a mí, que se sentía perplejo de haberlas experimentado. El distinguido estudioso Carlos Gamerro (“Borges y la literatura argentina”, El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos, Norma, Buenos Aires, 2006, pp. 54-64; sobre Carlos Gamerro cf. también la página: http://www.carlosgamerro. com/) opina, por su parte, que Borges arrastró la frustración de no haber sido nunca un “poeta místico”, y se apoya, entre otras cosas, en unos comentarios equívocos que el argentino hace en “El Congreso” del Libro de arena (1975). Allí el maestro comenta que nunca había “merecido” una revelación semejante a los “éxtasis” de Chesterton, John Bunyan o de Dante. Creo que Borges hace un comentario algo irónico, ya que cuando describe su propia experiencia mística lo hace en términos de un súbito trance suprarracional que vivió fuera del tiempo y que lo dejó avasallado y afásico. Le era imposible describir su experiencia, pues era, aseguraba a Barnstone, como explicarle el sabor del café a alguien que nunca hubiese probado el café. En mi propio caso me refirió a “Mateo xxv, 30” para que pudiera entender algo de lo que hubiera querido decir sobre su experiencia mística, aun sabiendo que el éxtasis es de suyo inenarrable. Por eso pienso que Borges difícilmente cerraría filas con Paul Bunyan (Pilgrim’s Progress) ni con el ortodoxo G. K. Chesterton, famoso por su personaje detectivesco Father Brown, ni aun con el peregrinaje


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esotérico de la Divina comedia, que avanza por espacios ultraterrenales sucesivos. Para el argentino su propia experiencia no guardaba relación con estos peregrinajes ortodoxos, que implican, precisamente, reconocer el paso del tiempo sucesivo en el éxtasis, cosa que a Borges le resultaría totalmente descaminada. Estos textos más parecen describir caminos ascéticos que fulgurantes instantes místicos, con la salvedad de los versos finales de la Comedia de Dante. Borges admite en su entrevista a Barnstone —y a mí me lo repetía a menudo— que a él se le dinamitó el tiempo en su propia vividura trascendida —me aseguró que estuvo “fuera del tiempo”. Por eso le pareció mejor explorar su vividura personal con el método del koan en un monasterio Budista Zen de Kiotto, y celebrarlo en obras como “El Zahir”, que silencia la experiencia sagrada porque respeta la imposibilidad de decirla. Si se está fuera del tiempo no es acertado describir lo sucedido a través de peregrinajes sucesivos en el tiempo. Borges, por otra parte, nunca se catalogaría a sí mismo como un “místico”, pero sí como una persona que había tenido experiencias místicas. Agnóstico confeso, Borges no se hubiera considerado un místico ortodoxo ni tradicional porque sus experiencias, por confesión propia, lo dejaron desconcertado, pese a que aseguraba que eran auténticas. Por cierto que santa Teresa de Jesús habla de estos extremos en sus Moradas: hay muchos que pueden haber tenido éxtasis místicos auténticos —se trata de un don gratuito que no depende de la “santidad” personal— pero sólo aquellos que son capaces de asumir plenamente y con total conocimiento de causa la experiencia mística alcanzan el grado del “matrimonio espiritual” de las séptimas moradas, donde se pasa a vivir, explica la reformadora, sub specie aeternitatis.


Carta de batalla por la magia literaria de Mario Vargas Llosa

Hace casi medio siglo, Mario Vargas Llosa me hizo, entre bromas y veras, una curiosa confidencia: “Si existiera la reencarnación, en la otra vida yo fui Tirante el Blanco”. Quedé sorprendida, ya que tanta devoción por un héroe demencial de las novelas de caballería me parecía incongruente con este miembro del “Boom” hispanoamericano que, contrario a sus compañeros, siempre se perfiló como un cauto creador de novelas “realistas”. A explorar esta curiosa paradoja dedico estas páginas. Las letras americanas de mediados de siglo xx, con pocas excepciones, han hecho gala de un amor extremo por el delirio.1 El llamado “realismo mágico” —o lo “real maravilloso”, como prefiere Irlemar Chiampi—2 ha sido objeto de polémicas en las que no 1   Sobre la magia literaria y la literatura fantástica en general, cf. sobre todo Vladimir Propp, Morfología del cuento maravilloso, publicado originalmente en Leningrado en 1928; Tzvetan Todorov, Introduction à la littérature fantastique, Seuil, París, 1970; y Claude Lévi-Strauss, “La structure et la forme”, Anthologie structurale deux, Plon, París, 1973. 2   Cf. su “Realismo maravilloso y literatura fantástica”, Eco 229, 1980, pp. 79-101 y su libro O realismo maravilhoso, Perspectiva, São Paulo, 1980. Véanse también el artículo pionero de A. Flores, “Magical Realism in Spanish American Fiction”, Hispania 2, 1955, pp. 187-192 y Tzvetan Todorov, Introduction à la littérature fantastique, Seuil, París, 1970. Muchos estudiosos, desde Enrique Anderson Imbert, Seymour Menton hasta Emir Rodríguez Monegal, han reflexionado sobre el tema

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me puedo detener, pero ya sea de origen surrealista o hijo del pos‑­ expresionismo alemán, ya haya nacido con Novalis o con Franz Roh,3 o ya constituya una literatura postrealista, lo cierto es que nos hemos distinguido por nuestra proclividad a la fantasía literaria. Borges inauguró la reflexión en torno a la ruptura del plano real en “El arte narrativo y la magia” de 1932,4 y ya en El reino de este mundo de 1949, Alejo Carpentier postuló que el pensamiento racional puede coexistir con el pensamiento mágico en un mismo texto literario. Mucho antes de los diluvios legendarios del Macondo de García Márquez, Lugones hacía caer una lluvia de chispas de cobre en “La lluvia de fuego”. Los personajes de Cortázar aceptan lo sobrenatural con la misma naturalidad que los de la Terra nostra de Carlos Fuentes se refractan en multiplicidad de épocas y espacios. Todo fluye felizmente en estas narraciones demenciales, incluyendo el diálogo entre muertos y vivos de Juan Rulfo, obra que García Márquez sabía de memoria y que Borges enaltece como clave del realismo mágico latinoamericano. No nos extrañe un hambre de irrealidad tan pertinaz, nuestras letras nacen hijas de la maravilla, pues los cronistas de Indias vieron el Nuevo Mundo desde el prisma de las novelas de caballerías. De ahí el nombre de California, oriundo de las Sergas de Esplandián, y de ahí que Cristóbal Colón apuntara en su Diario que vio “tres serenas que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, [porque] tenían forma de hombre en la cara”.5 de la ruptura de lo real en nuestras letras hispanoamericanas. Emil Volek ofrece un panorama abarcador en su “Realismo mágico entre la modernidad y la postmodernidad: hacia una remodelización cultural y discursiva de la nueva narrativa hispanoamericana”, Revista de Literatura Hispánica, vol. i, núm. 31, 1990, pp. 1-20. 3   Cf. su célebre Nach expressionismus: Magischer Realismus. Probleme der neuesten europaischen Malerei, Leipzig, 1925. 4   Incluido en Discusión, Emecé, Buenos Aires, 1964, pp. 81-91. 5   Cristóbal Colón, Diario del descubrimiento, estudios, ediciones y notas por Manuel Alvar, edición del Excmo. Cabildo Insular de Gran Canaria, 1976, p. 54.


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Lo que el descubridor del Nuevo Mundo vio eran manatíes, pero los envolvió en la magia del mito.

EL “REALISMO LITERARIO” DE VARGAS LLOSA

Vargas Llosa parecería situarse al margen de la exuberancia mágica de tantos narradores de nuestra orilla atlántica.6 Ajeno a su apetito de prodigios, declara en La orgía perpetua: “prefiero la invención realista a la fantástica” […] he preferido siempre que las novelas finjan lo real, [porque] la irrealidad suele aburrirme mortalmente”.7 El “realismo” del nobel, desde La ciudad y los perros hasta las Cinco esquinas, evita en todo momento la ruptura del plano real. Este inveterado “realismo” vargallosiano se comienza, sin embargo, a reexaminar. Desde 1970 David Gallagher explora la temporalidad “laberíntica” de Conversación en la catedral, donde el transcurrir de los hechos zigzaguea y los efectos son anteriores a las causas. Este perspectivismo delata simbólicamente, dice el crítico, la caótica realidad peruana y explora el conflicto interior de los personajes. Es tal el entusiasmo con el que Vargas Llosa acoge la hipótesis de Gallagher,8 que lleva a extremos las propuestas críticas que el   Jorge Volpi y un grupo de jóvenes escritores se defienden de tanta insistencia en lo “mágico” como distintivo literario de América Latina, y protestan del “mito” que consideran opresor. Cf. Jorge Volpi, Eloy Urroz, Ignacio Padilla, Ricardo Chávez Castañeda y Miguel Ángel Palou, “Manifiesto Crack”, Lateral. Revista de la Cultura, núm. 70, octubre de 2000, disponible en <http://www.lateral-ed.es/tema/070 manifiestocrack.htm>. 7   Mario Vargas Llosa, La orgía perpetua, Bruguera - Libro Amigo, Barcelona, 1978, pp. 17 y 19. 8   El día que Vargas Llosa ganó el Premio Nobel mi marido y yo nos encontrábamos en Nueva York, y por esas sincronicidades jungianas (¿“mágicas”?) nos encontramos de manera fortuita en la función de Rigoletto en el Metropolitan Opera 6


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ensayo, renovador pero cauteloso, no contempla. Así lo vemos cuando Xiomara Navarro9 entrevista a Vargas Llosa y le pregunta: “Ud. pertenece a la Generación del ‘Boom’ pero su realidad no es una realidad mágica. ¿Qué pasa con el realismo mágico y Vargas Llosa?” 10 El novelista le contesta invocando las hipótesis de Gallagher: […] para mí David Ghallager escribió uno de los mejores ensayos sobre Conversación en la catedral, […] decía [que] Vargas Llosa sí es realista en sus historias, […] donde está el realismo mágico […] es en su forma: las historias anulan […] el tiempo, […] los efectos son anteriores a las causas. Hay toda una recomposición […] totalmente imaginaria, mágica, fantástica, de los términos de la realidad […].11

Vargas Llosa se siente feliz de ser considerado escritor “fantástico”, pero lo cierto es que Gallagher nunca alude al “realismo mágico” de la novela vargallosiana, esa interpretación la aporta el propio novelista. El autor cita a Gallagher de memoria, lo que ayuda a explicar el curioso sesgo “mágico” que da a la propuesta crítica del estudioso británico. Curiosamente, en la Historia de un deicidio Vargas Llosa exploraba las dislocaciones temporales de Cien años de soledad, donde “el efecto puede preceder a la causa y […] el tiempo [es] extensible y retráctil”.12 No sé con cuánta House, donde pudimos celebrar brevemente el acontecimiento. El escritor estaba acompañado justamente por David Gallagher.  9   La entrevista aparece inserta a manera de apéndice en su tesis doctoral para Texas Tech University (mayo de 1998), titulada La recurrencia de Lituma en la obra de Mario Vargas Llosa. Cito las pp. 189-190. 10   Xiomara Navarro, La recurrencia de Lituma en la obra de Mario Vargas Llosa, tesis doctoral, Texas Tech University, 1998, p. 189. 11   Ibid., pp. 189-190. 12   Mario Vargas llosa, Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio, Barral Editores, Barcelona, 1971, p. 185.


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conciencia de ello. Mario remeda en su propia novela algo de la temporalidad insólita de los Cien años de soledad propia de la magia textual del “Boom”.

Vargas Llosa frente a la “brujería insumisa” de la magia literaria: el QUIJOTE , EL TIRANT

LO BLANC Y LOS CIEN AÑOS DE SOLEDAD

Veamos más de cerca la actitud del nobel frente a los textos fantásticos13 que lo obligan a tomar una postura frente a la ruptura del plano real. Su insistencia en un puntilloso recato realista resultará sospechosa, porque entra en conflicto con su larvada simpatía hacia el delirio, que no ha hallado cauce expresivo en su propia escritura. Estamos ante una ambivalencia literaria realmente fecunda. Cuando Vargas Llosa analiza el problema del “realismo” cervantino,14 propone que es tal la terquedad del sueño imaginativo de don Quijote, que termina contagiando de irrealidad su mundo textual. El hidalgo termina “por salirse con la suya” (Prólogo al Quijote, op. cit., p. xv): el bachiller Carrasco se disfraza de caballero andante, Sancho Panza gobierna su imaginaria ínsula, Clavileño vuela por los aires gracias a unos duques contaminados de maravillas. Don Quijote impone su imaginación a la realidad novelesca, y Vargas Llosa parecería sentirse secretamente feliz de que desmintiera así la inveterada “verosimilitud” cervantina. Curiosamente, el peruano comparte con Cervantes la misma fascinación por la ruptura fantástica del plano literario “real” que sus propias obras narrativas parecerían rechazar.   No me detengo aquí a explorar las diferencias entre la antigua “literatura fantástica” o el “realismo mágico”, ya más asociado al siglo pasado hispanoamericano, que ha sido ampliamente discutido en la bibliografía citada. 14   La edición conmemorativa del centenario se publicó en México (2004). 13


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Ejemplo elocuente de este amor secreto por la narrativa fabulosa es la predilección del nobel por el Tirant lo Blanc de Joanot Martorell. En su apasionada Carta de batalla por Tirant lo Blanch celebra que le tocara en suerte “desenterrar” del olvido la novela de caballerías del Tirant y hacerla famosa. No en balde se confiesa como “el más intransigente de sus valedores”.15 Pero a Vargas Llosa no le es del todo fácil dar rienda suelta a su amor sigiloso por lo mágico, destaca el hecho, para él positivo, de que el Tirant es una de las novelas más “realistas” del género caballeresco. También Cervantes celebró su verosimilitud: “porque en él los caballeros comen y mueren otorgando testamento” (ibid.).16 En su Carta de batalla, el nobel lo secunda y espiga las escenas, relativamente escasas, en las que Martorell viola el plano real: una dama se convierte en dragón; los ángeles llevan al cielo las almas de Carmesina y Tirante; el Hada Morgana llega de manera insólita a Constantinopla. Salta aquí un dato revelador: el novelista impuso el nombre de la célebre Hada Morgana a su hija, un apelativo con sabor a portento que aglutina toda la fantasía del género caballeresco. Muy cónsono, por cierto, con su day dream juvenil de haber sido Tirant en otra vida. Curiosamente, Vargas Llosa admite que esta obra de aventuras “desmedida e inconmesurable” le ayudó a descubrir “el escritor que quería ser”.17 No es poco que deba su temprana vocación de novelista a una obra mágica de caballerías,18 que celebra como

Mario Vargas Llosa, Carta de batalla por Tirant lo Blanc, Seix Barral, 1991, p. 7.   La alabanza es por cierto contradictoria, pues el cura y el barbero terminan echando al fuego la novela después de celebrarla. Creo que la paradoja, que la crítica no ha logrado esclarecer satisfactoriamente, delata el conflicto de Cervantes para con la magia literaria. 17   Vargas Llosa, Carta de batalla…, op. cit., p. 21. 18   No deja de ser significativo que Vargas Llosa estudie con minucia el influjo del género caballeresco en Cien años de soledad, en su Historia de un deicidio. 15

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“la primera de esa estirpe de suplantadores de Dios”.19 Nuestro autor esgrime su espada verbal a favor de la “frescura salvaje” del Tirant y de todas las caballerías, celebrando su fantasía, tan aparentemente ajena a su propio novelar. Cuando las considera novelas “insumisas” y “subversivas” ante la realidad, parecería que habla de sus propias novelas “deicidas”, que conciben “la literatura como liberación”.20 De alguna manera oscura el peruano ha hecho escuela con la briosa historia caballeresca de Martorell, que se adelanta a maestros de lo insólito como Kafka o Cortázar. “Para perpetrar esas supercherías con éxito”, apunta Vargas Llosa, “se necesita talento y brujería”. Tomemos nota del vocablo “brujería”: atrás quedaron las cautelas críticas “realistas” de nuestro lector “poseido”. Vargas Llosa celebra la magia indómita de los Cien años de soledad de García Márquez con igual vehemencia. El vocabulario técnico religioso con el que elabora su proyecto teórico nos vuelve a conducir al mundo del prodigio: “Escribir novelas es un acto de rebelión contra la realidad, contra Dios […] cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico de la realidad”.21 El novelista, demiurgo usurpador de Dios y figura “luciferina”22 sustituye una realidad imperfecta con otra insólita de su propia hechura. La mención de Lucifer corre parejas con el siniestro vocablo “brujería” que empleó Vargas Llosa para describir la proeza literaria de Martorell. “Brujería”, “deicidio secreto”: los tecnicismos esotéricos convierten el acto creador en transgresión religiosa. Para mayor complejidad, este extraño homo faber luciferino está, en buena medida, a merced de los “demonios” íntimos que lo   Vargas Llosa, Carta de batalla…, op. cit., p. 11.   Disponible en: <https://es.wikipedia.org/wiki/Carta_de_batalla_por_Tirant_ lo_Blanc>. 21   Vargas llosa, Historia de un deicidio…, op. cit., p. 85. 22   Ibid., p. 86. 19

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habitan23 y que son los hechos, personas y sueños cuya presencia o ausencia lo enemistaron con la realidad. Los trata de exorcisar al crear un mundo artístico que opone a la realidad extraliteraria. Las pulsiones secretas o demonios del novelista le dictan buena parte de la materia prima de su arte y explican, por más, su necesidad de hacer arte. De ahí que estas obsesiones no resueltas reaparezcan una y otra vez, nunca totalmente redimidas, en el mundo novelístico de cada autor. Vargas Llosa propone que García Márquez, desilusionado ante una Aracataca polvorienta y acongojada, urde un mundo novelístico sustituto, conjurando en su memoria el Macondo portentoso de la mente febril de su abuela. Curiosamente, para el nobel la obra deicida del colombiano, cónsona con las libérrimas novelas de caballería, es en el fondo una obra “realista”, porque incluye lo real objetivo junto a lo real imaginario, conjugando en una indivisible totalidad la fantasía con la historia, el sueño con la realidad. Vargas Llosa “redime” la magia y la hace aceptable. Por más, considera que este portento totalizador de los Cien años resulta más logrado que el simple “realismo” literario, nacido del comedimiento excesivo de ciertos novelistas que “habían aprendido a moderar su fantasía”, [y] a ser medidos en sus deicidios”.24 Sospecho que una nostalgia secreta por la magia literaria subyace las aseveraciones de Vargas Llosa, que ha moderado su propia fantasía con una cautela afín a la de los narradores europeos del xix. No podemos no sentir que teoriza de una manera y escribe de otra, pero las paradojas son parte intrínseca del arte: de ahí su hondura insondable.

Ibid., p. 87.   Ibid., p. 177.

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El paroxismo estético de Vargas Llosa, un lector que lee “en trance”. La orgía perpetua de Madame Bovary y Victor Hugo, el estenógrafo de Dios

Hemos visto cómo el novelista peruano, pese a su “realismo” narrativo, blande su carta de batalla a favor de textos mágicos —el Tirant, los Cien años de soledad— y de textos que recaen en la magia pese a su afán de verosimilitud —el Quijote—. Veamos ahora cómo teoriza sobre su propio avasallamiento de lector. El nobel da rienda suelta a sus emociones más exaltadas cuando describe el paroxismo estético que le produce el hecho literario, que, por sus rasgos “sobrenaturales” consuena de cerca, otra vez, con las maravillas imposibles del Tirant o de Macondo. Sus planteamientos en torno al “éxtasis” cuasimetafísico de la lectura lo volverán a alejar de la estricta “verosimilitud”. Nuestro autor escribe La orgía perpetua25 desde la perspectiva de un lector “hechizado”, confesándonos que Madame Bovary, su amada de papel y tinta, lo subyugó con la misma fuerza demencial del Tirant. La obra de Flaubert es fiel a la verosimilitud narrativa decimonónica, pero la lectura que realiza el nobel hace caso omiso a las cautelas del realismo para hermanarse con los prodigios desatados de sus amados textos mágicos. Su fogosidad no ha pasado desapercibida: Octavio Paz alude a su “pasión del converso”,26 y lo secundan José Miguel Oviedo27 y Juan Jesús Armas   Mario Vargas Llosa, La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary, Bruguera, Barcelona, 1978. 26   Apud Historia de parricidios. Las guerras de este mundo: sociedad, poder y ficción en la obra de Mario Vargas Llosa. Autores varios, Pontificia Universidad Católica del Perú – Planeta Perú, Lima, 2008, pp. 43-56. 27   El ensayo de Oviedo, “Una estación crítica”, aparece en un apéndice a la tercera edición de Mario Vargas Llosa: la invención de una realidad, Seix Barral, Barcelona, 1982. 25


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Marcelo.28 En La orgía perpetua Vargas Llosa da cuenta de su trance estético sirviéndose, una vez más, de epítetos esotéricos. Considera que Madame Bovary ha nacido de un acto de “brujería”,29 y que su autor “deicida” Flaubert tuvo trato con “Luzbel”.30 Con un vocabulario crítico de esta tesitura es que puede transmitir sus turbulentas emociones de “poseido”: “el libro operó sobre mí de manera fulminante, como un hechizo poderosísimo. Hacía años que ninguna novela vampirizaba tan rápidamente mi atención, abolía […] el contorno físico y me sumergía tan hondo en su materia”.31 La lectura de Madame Bovary vampiriza sus emociones y lo arrebata a lo hondo de sus páginas. La figura del vampiro, que deja exangüe a su víctima, resulta, por otra parte, siniestra, parecería que Vargas Llosa sólo puede dar cuenta de su turbulencia psíquica de lector, cuasi ultramundana, con epítetos de sombra y maleficio. Tan esotérica es su visión del hecho literario, que Vargas Llosa afirma que ciertos personajes de ficción son más reales para él que los seres de carne y hueso. Por eso comprende que Flaubert sintiera síntomas de cuando “envenena” a su hija de ficción Emma, que se suicida al final de la obra. Las imágenes que invoca la letra escrita irrumpen pues en el plano físico. Para Vargas Llosa esto no es simple metáfora, ya que en un momento de “desesperación tenaz” y de “disgusto profundo por la via” se le cruzó por la cabeza “la idea del suicidio”.32 Lo salvó nada menos que Madame Bovary, “recuerdo haber leído en esos días, con angustiosa avidez, el episodio de su suicidio, haber acudido a esa lectura como otros, en circunstancias parecidas, recurren al   J. J. Armas Marcelo, Vargas Llosa: el vicio de escribir, Alfaguara, Madrid, 2002.   Vargas Llosa, La orgía perpetua…, op. cit., p. 34. 30   Ibid., p. 47. 31   Ibid., pp. 14-15. 32   Ibid., p. 20. 28 29


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cura, la borrachera o la morfina, y haber extraído cada vez, de esas páginas desgarradoras, consuelo y equilibrio […]. El sufrimiento ficticio neutralizaba el que yo vivía […] Emma se mataba para que yo viviera”.33 Estamos ante el extraño caso de un novelista salvado para la posteridad por un personaje de ficción. No es pues de extrañar que Vargas Llosa se declare enamorado de Madame Bovary, para él “l’amoreuse de tous les romans […] la vague elle de toutes les volumes de vers”.34 ¿No hay aquí un eco del amor incorpóreo de don Quijote por Dulcinea? ¿Del mágico careo metaficcional de Unamuno con su hijo de ficción Augusto Pérez, que Borges reescribe con singular belleza?35 Como ellos, Vargas Llosa apuesta a las nupcias de lo real con lo fantástico, sabiendo bien que su amor por Emma Bovary constituye una “orgía perpetua”, que vivirá cada vez que abra las páginas de la novela. Vargas Llosa reitera esta caída en el remolino de lo irreal en La tentación de lo imposible,36 una oda desbordada a Los miserables de Victor Hugo. Apostrofa una y otra vez al autor con el término de divino estenógrafo —algo así como el “amanuense” o “traductor” de Dios—. El peruano celebra cómo la sublime novela decimonónica, salvando mágicamente el tiempo y el espacio, logró alcanzar la vida del muchacho peruano que fue durante los años cincuenta, cuando aún era víctima del uniforme, la garúa y la neblina, haciendo su vida “menos miserable”. Una vez más, la magia narrativa causa alteraciones fisiológicas en el lector Vargas Llosa: “Es imposible no sentir el escalofrío   Ibid., pp. 20-21.   Ibid., p. 15. 35   También el cultísimo poeta Pedro Salinas optó por incrustar a su amada de carne y hueso en La voz a ti debida: le “mató el paso” y la voz, la descorporeizó hasta que la hizo una idea, una sombra literaria eterna. Cf. mi ensayo “Melibeo soy”, La Torre, Nueva época, viii, núm. 32, octubre-diciembre de 1994, pp. 563-599. 36   Mario Vargas Llosa, La tentación de lo imposible. Victor Hugo y Los miserables, Santillana-Punto de lectura, Madrid, 2007. 33 34


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que produce la intuición del atributo divino, la omnisciencia”.37 Se declara, por más, seducido por la “deliciosa hechicería y el “artificioso sortilegio” 38 de la novela francesa, y maravillado por el conjuro mágico39 que ésta es capaz de producir: Victor Hugo exorcisó en ella su propia vida personal licenciosa, oponiéndole la castidad extrema de sus hijos de ficción Jean Valjean, Cossette, Marius y Javert. Este autor “desmesurado”, que fue, por más, un espiritista reconocido, consideró que su novela cumbre era, sencillamente, un “libro religioso”.40 Sospecho que Vargas Llosa estaría secretamente de acuerdo con la afirmación sobrenatural de Hugo.

VARGAS LLOSA, ÁNGEL RAMA Y LA DANZA DE LOS DEMONIOS

La terminología teológica y esotérica con la que el nobel peruano ha pensado el hecho literario desató una polémica, hoy célebre, con el crítico uruguayo Ángel Rama, que se sintió irritado por el sesgo postromántico que creyó advertir en ella.41 Me permito diferir, la nomenclatura teórica vehemente del nobel no sólo nos da noticia del mensaje subliminal profundo de los textos que explora, sino que sirve para sacar a la luz los “demonios” solapados de escritor. Entre ellos, el oculto “demonio” de su amor por la magia narrativa.   Ibid., p. 20.   Ibid., p. 97. 39   Idem. 40   Ibid., p. 56. 41   La polémica entre Vargas Llosa y Rama se llevó a cabo originariamente en el Semanario “Marcha” de Montevideo, en 1972, como resultado de la publicación de la Historia de un deicidio. Ediciones Corregidor de Buenos Aires publicó en 1973 el intercambio de ambos literatos bajo el título de García Márquez y la problemática de la novela. Sobre esta célebre polémica, cf. Ivonne Piazza de la Luz, op. cit., pp. 28-30. 37

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Los polemistas debaten sus ideas con un lenguaje técnico cada vez más sobrenatural: “Demonio vade retro”, esgrime Rama, y Mario le riposta con “El regreso de Satán” y “Resurrección de Belcebú o la disidencia creadora”. Frente al reclamo de Rama de que importa destacar ante todo la “función social” del escritor,42 Vargas Llosa opone como clave del hecho literario ese algo innombrable que los antiguos llamaron “musa”, los contemporáneos el “subconsciente” y, él mismo, los “demonios”.43 Siente que estos “demonios interiores”, cuya pulsión arrolladora no le resulta del todo clara, lo constituyen sin embargo en el escritor que es. Pero el motor misterioso de su arte no lo convierte en un autómata: “Para mí es clarísimo que un escritor no elige sus demonios pero sí lo que hace con ellos”.44 Imposible no recordar la defensa eclesiástica del libre albedrío: la teoría del arte del peruano debe mucho a la cosmovisión religiosa cristiana, no empece la rebeldía del autor frente a la religión institucionalizada.

Ángel Rama, García Márquez y la problemática de la novela, Corregidor, Buenos Aires, 1973, p. 16. 43   En años más recientes el propio Vargas Llosa ha hablado de cómo esas pulsiones secretas del inconsciente afloran a su mente cuando escribe: “Sometimes I work for a long time before writing —researching, taking notes— and then, when I start to write, radical and unpredictable changes take place. I suppose the reason is deeply mired in the unconscious. I think the unconscious plays an important role in the creative process” (“An Interview [with Mario Vargas Llosa]”, por Efraín Kristal y John King, The Cambridge Companion to Mario Vargas Llosa, Cambridge University Press, Cambridge, 2012, p. 214). En esa misma entrevista el novelista insiste que “it is the secret part of the personality which is always appearing […] when I am well advanced into the novel. This is probably the most thrilling aspect of writing a novel” (ibid., p. 217). 44   Rama, García Márquez y la problemática…, op. cit., p. 20. Vargas Llosa acepta que todo artista incurre en importantes contradicciones, justamente por la imposibilidad de controlar sus “demonios” irracionales, y con ellos se opone a la idea, defendida por Rama, de que la obra de creación es producto exclusivo de la “conciencia y la racionalidad” (ibid., p. 52). 42


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El nobel admite, por más, que su vocabulario teológico viene a reemplazar un ominoso black hole existencial de la cultura occidental. La novela, hija de “deicidas” suplantadores de Dios, es el único género literario europeo con fecha y lugar de nacimiento: adviene en la alta Edad Media cuando moría la fe y la razón comenzaba a reemplazar a Dios. Con André Malraux, Vargas Llosa considera que la civilización occidental mató sus dioses sin suplantarlos por otros. La novela no brota cuando florece la fe, “sino cuando los dioses se hacen pedazos”.45 Así comienza el culto al suplantador de Dios, el novelista, que opone su mundo verbal a una realidad en la que desconfía. Ante esta visión cuasi religiosa del hecho literario, es de entender que Vargas Llosa se sirva de un vocabulario teológico para acercarse al arte de novelar. La tentación de lo imposible : Vargas Llosa ante la poesía

Hasta aquí nos hemos referido a la teoría de la novela por parte de Vargas Llosa. Importa referirnos ahora a su actitud ante la poesía, género intemporal por el que admite sentirse avasallado. De ahí que el lenguaje crítico con el que aborda el hecho poético recaiga no sólo en lo sobrenatural, sino en lo sagrado. El nobel se declara rendido ante la poesía, que no cultiva porque se siente desvalido ante una empresa artística tan elevada. Admite, eso sí, su frustración: “eso que dicen que en todo prosista hay un poeta frustrado es muy probablemente cierto: yo no soy una excepción”.46 Confiesa a Nuria Azancot: “los novelistas en  Rama, García Márquez y la problemática…, op. cit., p. 44.   El 13 de mayo de 2011 Vargas Llosa participó en el Festival Internacional de Poesía de Granada junto a Benjamín Prado, con quien conversa sobre el género poético. Cf. Rosana Torres, “Vargas Llosa: ‘La poesía es el género supremo’ ”, El País, 2011, <http://cultura.elpais.com/cultura/2011/05/13/actualidad/1305237603_ 850215.html>. 45

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vidiamos a los poetas porque alcanzan una perfección estética imposible en otros géneros”.47 Pese a que en su juventud publicó algunos versos que ahora deplora ver desenterrados por la crítica, Vargas Llosa admite que siente nostalgia del poeta que no fue, sobre todo cuando lee poemas que lo subyugan, como los del “creador luciferino” Baudelaire, cuyo “Satán Trismegistro” de Les fleurs du mal parecería emparentado con sus díscolos “demonios” inconscientes. Admira asimismo a Neruda, a Cernuda, a Darío, a Eliot, “a quienes he […] releído cientos de veces y que me han influido […] de una manera profunda que no puedo precisar”.48 El primer contacto que Vargas Llosa tuvo con la poesía estuvo rodeado de misterio y visos de transgresión: su madre tenía sobre su mesita de noche los Veinte poemas de amor de Neruda, que prohíbe leer al niño. Los versos ejercieron desde entonces una atracción irresistible sobre el futuro escritor: “aquellos versos […] me desasosegaban […], así que para mí la poesía empezó con la idea de transgresión, prohibición y pecado”.49 Vemos cómo el escritor recae en su nomenclatura religiosa para dar cuenta de su encuentro con el género poético: Noli me tangere, la poesía es intocable. Y supremamente consoladora. Vargas Llosa admite a Benjamín Prado que Góngora le sirvió de “tabla de salvación” en medio de la campaña por la presidencia del Perú: “me levantaba muy temprano y aunque fueran quince minutos me sumergía en un mundo de absoluta perfección y belleza, en contraste con el resto del día, que era […] violento y cruel, […], por lo que siento por Góngora una extraordinaria gratitud, gracias a él mantuve viva mi vocación de lector”.50 Una vez más, el escritor se protege de la   La entrevista apareció en El Cultural, el 19 de mayo de 2005: <http://www.el cultural.com/revista/letras/Mario-Vargas-Llosa/12026>. 48   Idem. 49   Torres, “Vargas Llosa…”, art. cit. 50   Idem. 47


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realidad cruda abismándose en la letra escrita, que percibe como un espacio impoluto. Vargas Llosa considera que la poesía constituye un género literario superior porque bucea en las entretelas de la conciencia con mucho más éxito que la prosa: por eso enaltece la “fuerza irracional deslumbrante” de poetas como Baudelaire y Cavafis. En el único poema de su autoría que he podido leer, celebra las dotes mágicas del poeta alejandrino, a quien llama “mago”, “prestidigitador”, “taumaturgo”, “ángel” y “demonio”.51 Y de nuevo surge incontenible la oda vargallosiana a la magia, ahora representada por la poesía: Estoy […] contento con la novela, que me ha dado infinitas satisfacciones, pero la poesía alcanza una intensidad a través de las palabras que llega a expresar estados de conciencia que la prosa no alcanza jamás. Eso hace que se asocie a la magia, porque la mejor poesía es una forma de espiritualidad que no pertenece a este mundo. Por eso los poetas nos parecen imbuidos de una cierta cualidad trascendente que los que no somos poetas admiramos.52

La poesía difiere de la novela porque es arrebato e intuición preclara de la trascendencia. Acaso por ello el nobel celebraba intuitivamente a los embriagados novelistas fabuladores, que rozaban la poesía en mayor medida que sus colegas parcamente “realistas”. Vargas Llosa, por otra parte, no adjudica a los poetas la condición de “deicidas” —eso queda para el género novelesco—, que surge “cuando se rompen los dioses”. Merced al trance53 de la 51   Vargas Llosa publicó el poema “El alejandrino (Constantino Cavafis 18631933)”, Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 730, abril de 2011, pp. 9-12. Los versos citados son de la p. 11. 52   Torres, “Vargas Llosa…”, art. cit. 53   Hace poco Vargas Llosa dio cuenta de su reacción ante la puesta en escena en Madrid del Cuento de invierno de Shakespeare con unas palabras elocuentes:


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poesía —el término técnico es del autor— parecería que estamos en comunión directa con los dioses, en un espacio armónico donde la realidad y el trasmundo se abrazan en gozosas nupcias. Sólo he visto una abismamiento comparable ante la poesía en los antiguos poetas árabes quienes, como Vargas Llosa, la asociaban la magia. Para ellos la poesía constituía una “magia lícita” o sihr al-halal,54 contraria a la sihr al-haram o “magia prohibida” propia de los hechizos maléficos. Veían el trance de la poesía como un trance legítimamente “mágico” porque altera al ser humano que la experimenta: le entrecorta el aliento, le sube el pulso, lo catapulta a espacios inéditos. Algo así como la “emoción corporal” o el “estremecimiento especial” 55 que postula Borges como propios del hecho estético. Los poetas beduinos no distinguían entre concebir un poema y lanzar un hechizo,56 entre ser elocuente en el decir y ser un mago. Sentían que accedían a la gracia porque los poseían los jinns o genios, y aun podemos reconocer su trance cuando se dice que a una bailaora flamenca “le entra el duende”. García Lorca habló del “duende” de su propia poesía, y Ahmed El “hace buen tiempo que no veía un espectáculo que me tuviera poco menos que en estado de trance a lo largo de las casi tres horas que dura” (énfasis mío, apud Ediciones El País, s. l., 21 de febrero de 2016). 54   Edward W. Lane traduce sihr al-halal como “lawful enchantment” en su diccionario de 1872: An Arabic-English Lexicon, Williams & Norgate, Londres; reimpreso en Librairie du Liban, Beirut, 1968. Agradezco al arabista Miguel Ángel Vázquez su orientación en este tópico. 55   Se me perdonará el dato personal, pero recuerdo que cuando le di noticia de mis investigaciones en torno al erotismo sagrado de los manuscritos aljamiado-­ moriscos, que culminarían en la publicación de Un Kāma Sūtra español, Siruela, Madrid, 1992, el entusiasmo de mi amigo Mario Vargas Llosa fue tal que me clavó los ojos ensimismado y pude observar que las pupilas le bailaban inquietas, descontroladas. Comprendí enseguida que su reacción fisiológica se debía a su apasionado, impaciente interés por el inusitado tema literario que estábamos compartiendo. 56   Cf. Robert Irwin, Night & Horses & the Desert. An Anthology of Classical Arabic Literature, Anchor, Nueva York, 2002 [1999].


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Gamoun explica cómo el poeta se entregaba “a los arrebatos de la inspiración […] parecid[os] a la embriaguez [de] una ceremonia ritual, algo así como lo que Mircea Eliade califica como un don de los especialistas del éxtasis”.57 Considero que Mario Vargas Llosa es uno de esos “especialistas del éxtasis” en su acercamiento al arte literario. Comparte su avasallamiento ante las letras con tal sinceridad que deja al descubierto sus propias paradojas, tan íntimas y fecundas; es un narrador realista que considera superiores las narraciones mágicas “totalizadoras”; es un novelista que sin embargo prefiere el género de la poesía. La teoría literaria del nobel nos da noticia secreta de su anhelo de infinito, de su roce con la magia y con ese mundo sobrenatural que curiosamente destierra de su propia escritura. Es tal su vehemencia ante las letras que resulta difícil no sentirla cerca del hecho mágico, de la embriaguez, del trance. Como lector, Vargas Llosa, auténtico “aristocrat of feeling”,58 se convierte en poeta, ya que lee con el arrebato de un poseído. Acaso por eso privilegió a los prosistas insumisos dados a lo fantástico —Cervantes, García Márquez, Martorell— tan ajenos a su propio novelar; acaso por eso fue tan feliz cuando entendió que David Gallagher lo había insertado al fin en el “realismo mágico” por su temporaidad laberíntica; acaso por eso se sirvió de tecnicismos religiosos para calibrar sus obras literarias más amadas. Las mismas que leía con furor dionisíaco y que lo incorporaban de lleno en su mundo mágico de papel

Ahmed El Gamoun, Lorca y la cultura popular marroquí, Libertarias, Madrid, 1998, p. 29 (énfasis del autor; apud Mercedes López-Baralt en su libro en proceso Sólo el misterio nos hace vivir: Lorca y la poética del enigma). 58   Me sirvo de la frase con la que Robert G. Havard caracterizó al poeta Pedro Salinas en su ensayo “Pedro Salinas and Courtly Love. The amada in La voz a ti debida: Woman, Muse and Symbol”, Bulletin of Hispanic Studies, lvi, 1979, p. 135. 57


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y tinta, protegiéndolo de la garúa, de la campaña presidencial peruana, del desengaño, del suicidio, de la muerte. Las mismas que hicieron que el narrador “realista” Vargas Llosa apostara sigilosamente por el mundo invisible del misterio: su inconfesada tentación de lo imposible.



La guaracha del Macho Camacho, saga nacional de la “guachafita” puertorriqueña 1

La literatura humorística —que ya es madura con Aristófanes en el siglo v— ha sido, como se sabe, largamente explorada. Desde Giordano Bruno (cuyo “in tristitia, in hilaritate tristitia” recuerda aquella terrible proposición de Miguel Hernández: “si analizas tu alegría, te entristeces”) hasta Henri Bergson, los teóricos que han llevado a cabo esta prolongada meditación han llegado a las más diversas conclusiones. Nencioni (L’Umorismo e gli Umoristi) niega a la Antigüedad la capacidad para el humor, que sólo cree descubrir en los escritores posteriores del norte de Europa; Leopardi (Pensieri di varia filosofia e di bella letteratura) distingue lo cómico antiguo, con base en situaciones “sólidas”, de lo cómico moderno,   Véase también mi reseña de La guaracha del Macho Camacho publicada en Sin Nombre, vol. 8, núm. i, abril-junio 1977, San Juan de Puerto Rico; y mi estudio “La guaracha del Macho Camacho, saga nacional de la guachafita puertorriqueña”, Revista Iberoamericana, Pittsburgh, 1985, vols. 130-131, pp. 102-123. Sobre el tema de la particular dimensión de la puertorriqueñidad y del humor caribeño de Luis Rafael Sánchez, cf. también el número de la Revista de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico dedicado a su obra (año v, 1978); y los siguientes estudios: Efraín Barradas, Para leer en puertorriqueño: acercamiento a la obra de Luis Rafael Sánchez, Cultural, Río Piedras, 1981; Rita de Maeseneer y Salvador Mercado Rodríguez, Ocho veces Luis Rafael Sánchez, Verbum, Madrid, 2008; Gabriela Tineo, En nuestra quimera ardiente y querida. Refundar la “puertorriqueñidad” en Luis Rafael Sánchez, Universidad Nacional de La Plata, La Plata, 2010; 1

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con base en insinuaciones y palabras. Taine (Notes sur l’Angleterre) abunda sobre esta comicidad moderna eminentemente verbal, y contrasta el esprit francés (“le talent de faire des mots, le goût des petites phrases vives, imprévues, ingénieuses, dardées avec gaieté au malice”) con el humour inglés, de aparente tono grave y de indudable fondo amargo. Pirandello, en su ambicioso L’Umoris­ mo, estudia la comicidad de los escritores del sur de Europa, en especial Cervantes y Manzoni. Su contraposición del humor como proceso que descompone y desordena, frente a la disciplina del arte, fundamentalmente armónica, le ganó las conocidas y acres críticas de Benedetto Croce. Sigmund Freud, por su parte, destaca en sus exploraciones el fenómeno del chiste (El chiste y su relación con lo inconsciente), mientras que en Le rire, Bergson lleva a su estudio sobre el humor al plano filosófico y subraya la importancia social de la risa. J. B. Priestley, considera en su English Humour que la veta del verdadero humour inglés recorre la literatura de su país desde Chaucer hasta Lawrence. Todos estos pensadores, en mayor o menor grado, coinciden con ciertos postulados básicos del humorismo literario: el afán de corrección y redención moral y social. Cuando desviamos la mirada a la América hispana, el panorama del humor literario es otro. Pensadores como el cubano Jorge Mañach (Indagación del choteo)2 se han visto en la necesidad de replantear el fenómeno y distinguirlo del europeo. Los puertorriMarco Thomas Bosshard, “El soliloquio de los perros. Narradores caninos en la literatura hispanoamericana contemporánea” (Die Lust am Text/El placer del texto. Novísimas literaturas latinoamericanas, Lateinamerika Institut – Freie Universität Berlin, Berlín, 2010; Aníbal González, “Gringo hasta el gen y los cromosomas. Sobre Indiscreciones de un perro gringo de Luis Rafael Sánchez”, Primera Revista Latino­ americana de Libros, abril-mayo 2008, pp. 29-31; y Luce López-Baralt, “El coloquio de dos perros: Luis Rafael Sánchez y Miguel de Cervantes”, en William Mejías (ed.), A lomo de tigre. Homenaje a Luis Rafael Sánchez, Universidad de Puerto Rico, Puerto Rico, 2005. 2   Jorge Mañach, Indagación del choteo, La Verónica, Cuba, 2a. ed., 1940.


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queños Washington Lloréns (“El humorismo, el epigrama y la sátira en la literatura puertorriqueña”) y Salvador Tió (A fuego lento. Cien columnas de humor y una cornisa) también intentan diferenciar nuestra peculiar modalidad de la risa. Tió distingue tres tipos distintos de humor: el humour inglés, el esprit francés y la amarga carcajada española, de endurecidos como Larra o Quevedo. Considera que en América, en cambio, lo que priva es el chiste, el ponerle nombre a las personas, la burla, el humor de repetición, que remacha una y otra vez lo mismo. En su Indagación del choteo, Jorge Mañach estudia en profundidad nuestro peculiar humor antillano, llamado choteo3 en Cuba y relajo, chacota o guachafita en Puerto Rico. Piensa Mañach que nuestro humor guarda parentesco con el pitorreo o la esquiva gracia andaluza. El choteo —nada intelectual, como el pitorreo andaluz— no es gracia de sentido universal. A menudo no denuncia nada realmente cómico y depende en alto grado de la situación en que se produce, como un bostezo o una frase sin pertenencia alguna en una sala de teatro, que se convierte en centro de irradiación de ondas crecientes de risas, pero que, narrado como incidente, carece de toda comicidad. La burla inventa su motivo, le “pone rabo” a un objeto o a una situación seria. El desenfado del   Mañach, sin llegar a conclusiones definitivas, intenta estudiar la posible etimología de la palabra choteo: “Andaluces hay que quisieran conectarlo con la voz de choto, que es el nombre que se le da en España —y en aquella región particularmente— al cabritillo. Chotar, del latín suctare, significa en Andalucía mamar y, por extensión, conducirse con la falta de dignidad que exhiben los cabritillos en lactancia. El choteo sería, pues, portarse como un cabrito” (Mañach, Indagación del…, op. cit., pp. 13-14). Miguel de Unamuno se interesa por el problema etimológico y escribe a Mañach: “En apoyo a la etimología de choto, cabritillo, apunte cabrear. En España se dice que tienen a uno cabreado cuando molesto, por harto de burla” (Mañach reproduce la postal de Unamuno al final de su ensayo). Otras etimologías propuestas como la del lucumí (soh, chot: hablar) y la del pongüé (chota: espiar) le parecen a Mañach menos probables. (El ensayista pone en duda la posible estirpe africana del choteo o relajo, aunque admite que el problema aún necesita estudio.) 3


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choteo, sans façon, traduce con dificultad, ya que no suele implicar la agudeza mental ni el inteligente malabarismo verbal de la ironía.4 El teórico cubano recuerda el caso de un compatriota que, al advertir que los fardos de un barco daban bandazos, exclamó: “aquello era un choteo”. Es decir, subversión, desorden, relajamiento de lo que articula con seriedad las cosas, negación de la jerarquía y del orden. En una palabra, “relajo”. Los antillanos somos adictos a la tendencia niveladora que llaman “parejería”, y también somos propensos a las confidencias íntimas, al tuteo, a los apodos, a los diminutivos, que a menudo se dan no sólo por afecto, sino por no darle demasiada importancia a nada. Aunque el mexicano Jorge Portilla no cita directamente las hipótesis pioneras de Mañach, confluye con muchas de sus ideas en su célebre estudio póstumo La fenomenología del relajo.5 Postula que el relajo “implica la suspensión de la seriedad frente a un valor propuesto a un grupo de personas. Esta suspensión es realizada por un sujeto que trata de comprometer a otros en ella, mediante actos reiterados con los que expresa su propio rechazo a la conducta requerida por el valor. Con ello, la conducta regulada por el valor correspondiente es sustituida por una atmósfera de desorden en la que la realización del valor es imposible”.6 El relajo desplaza pues la seriedad y se desliga del compromiso que implica todo valor moral o social. Este humor resbaloso siempre convoca a los demás a participar en él, y es impensable en soledad, que es el espacio por excelencia de la reflexión. El relajo, por más, no sólo   Cf. Luigi Pirandello, “El humorismo”, traducción de José Velloso, Obras escogidas, t. i, Aguilar, Madrid, 1963, p. 67. 5   Portilla murió en 1963, sin haber terminado su ensayo, que vio la luz póstumamente en el Fondo de Cultura Económica en 1966. 6   Jorge Portilla, La fenomenología del relajo, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, p. 25. 4


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es reiterativo sino ruidoso: el estrépito inunda el espacio donde el valor habría de insertarse y lo expulsa de ese ámbito de seriedad. Ajeno a la ironía, al humor y al sarcasmo corrosivo, el relajo es, con todo, una forma de liberación, pues la persona que tira a relajo las cosas serias queda protegida “de toda tensión interna”.7 Pero para Portilla se trata de una liberación esterilizante, sin movilidad ni perspectivas de futuro. El gesto colectivo del relajo, infecundo y autodestructivo, esconde un nihilismo disfrazado. Cantinflas, con su derrame de palabras sin sentido y su demoledora expresividad de gran mimo,8 es el modelo máximo de este peculiar humor a la defensiva,9 que Roger Bartra (La jaula de la melancolía: identidad y metamorfosis del mexicano) denomina como un “gelatinoso aflojamiento de normas”.10 Pero Cantinflas no es el único representante del relajo mexicano, Miguel Díaz Barriga recuerda cómo Guillermo Gutiérrez, uno de los informantes de Oscar Lewis, tira a relajo hasta la mismísima labor del etnógrafo, burlándose de la “cultura de la pobreza” que éste exploraba con tanto afán científico.11   Ibid., p. 87.   Ibid., p. 27. Se ha reflexionado largamente sobre la dinámica humorística del gran cómico: “El gran hallazgo de Cantinflas fue usar el lenguaje de una manera mecánica, desproveyéndolo de todo sentido; al hacer esto, el mimo mexicano hace del discurso, la herramienta básica del humorista, un elemento cómico. Esto lo logra gracias a que le quita al lenguaje todo su valor, todo su sentido, es decir, echando relajo con el lenguaje. Mientras Shakespeare diserta sobre el suicidio con su ‘ser o no ser’, el mimo mexicano se pregunta ‘ser, o no hay que ser, mano, porque esa es la cosa’ ” (El Fisgón, “Filosofía del relajo y relajo de la filosofía”, Jorge Portilla y Abel Quezada, en: <http://www.jornada.unam.mex/2003/08/31/sem-­fisgon.html>).  9   Portilla insiste, curiosamente, que la risa no es esencial, sino secundaria, al relajo (La fenomenología…, op. cit., p. 51), aunque debo decir que nunca he visto una película de Cantinflas que no nos convoque a la risa. Demás está decir que el choteo cubano y la guachafita o relajo puertorriqueño siempre mueven a la risa. 10   Roger Bartra, La jaula de la melancolía, Grijalbo, México, 1987, p. 194. 11   Cf. Antropología de la pobreza, México, Fondo de Cultura Económica, 1961.  7

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El choteo12 o guachafita caribeña, en su manifestación extrema, va por las mismas vías, pues insiste igualmente en ver el mundo sin peligros ni precipicios. Cuando no tiene auténtica justificación, esta actitud escéptica erigida en hábito sistemático se convierte, según Mañach, en resabio infantil que anula todos los valores. No respeta dimensiones graves como el dolor humano y la muerte, al respecto, el estudioso recuerda el comentario de un cubano que observaba la incineración de un cadáver: “démelo de vuelta y vuelta”. En casos como éste, el choteo resulta inútilmente a la defensiva e implica una inconsecuencia entre la apreciación interior y la conducta. A veces el choteador se burla de lo que en el fondo admira. Mañach se extraña de que un pueblo sentimental y melancólico como el cubano (y, añado, el puertorriqueño) tenga una predisposición tan clara a la burla. “El cubano es tan ‘cheche’, tan celoso de su independencia, que no quiere aparecer sometido ni siquiera a su propia emoción”.13 Mañach impugna esta risa succionadora de entusiasmos y alienta al cubano a abandonar su actitud defensiva y a ejercitar su sentido de valoración y de disciplina. El choteo, según el ensayista, insensibiliza y resulta estéril no sólo frente a las emociones, sino frente a toda faena disciplinada y   Aunque, como adelanté, Portilla no se sirve de las hipótesis de Mañach, diferencia el relajo “mexicano” del “choteo”. Considera que “el individuo que ‘chotea’ a otro se erige a sí mismo en un valor; en el fondo existe en él una voluntad de mostrar su ‘superioridad’ frente al otro, en un juego de ingenio que es esencial a esta forma de acción de burla” (La fenomenología…, op. cit., p. 29). El choteo requiere una cierta habilidad ingeniosa, contrario al relajo. Por más, aunque convoca al otro a la risa, el espectador es pasivo y se limita a presenciar los hechos. Puede representar el coro, pero nunca al actor, pues el choteador lo invita a ser simple espectador de su ingenio. “El agente del relajo, en cambio, es ‘humilde’, él mismo tiende a desaparecer y a ocultarse detrás del ambiente que ha provocado y su incitación es una incitación a la acción de los otros; quiere que todos sean actores” (ibid., p. 30). Pese a esas diferencias sutiles que Portilla propone entre el choteo y el relajo, hay que decir que en el fondo resulta muy difícil distinguir entre ambos tipos de humor resbaloso y desvalorizante. 12

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Ibid., p. 68.


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reflexiva. Ya hemos visto que, con los años, Portilla habría de guardar la misma actitud de recelo y rechazo ante el relajo mexicano, que consideraba inmovilizador y destructivo. Con todo, esta burla, totalizadora y ajena a toda solemnidad, no siempre es negativa. Mañach admite que, bien mirado, nuestro peculiar sentido del humor es ambivalente. El estudioso comprende que el choteo se rebela contra la autoridad del sentimiento y actúa como descongestionador espiritual. En su dimensión de burla crónica —gran subterfugio de los oprimidos—, el relajo o choteo antillano nos ha servido de válvula de escape para resistir presiones políticas, económicas y vitales demasiado gravosas. Nos irresponsabiliza, sí, pero también nos defiende y nos da fuerza para resistir. Portilla14 viene a coincidir con Mañach cuando admite que el relajo defensivo, al permitir que la persona quede al margen de todo valor, hace que se desentienda así de cualquier tensión interna. Mañach concluye que el choteo, que “tira a relajo” hasta lo serio (aparente o real), en el fondo se opone al humor, que, como observa Pío Baroja en La caverna del humorismo, implica un plano de seriedad junto a otro de risa y burla. Como el relajo ignora deliberadamente ese plano de respetabilidad, carece del hondo sentido humano del humorismo. Baroja advierte con acierto que la seriedad y la solemnidad en el plano vital son necesarias para que exista el humor, Inglaterra ha dado grandes humoristas, pero no así Nápoles, Sevilla ni Valencia. Y me pregunto si nuestro choteo, relajo o guachafita no tendrán que ver precisamente con una herencia andaluza soterrada, ya que fueron precisamente andaluces quienes colonizaron América cuando aún éramos para la óptica europea las misteriosas Indias recién descubiertas. Según la “zeta” y la “jota” castellanas no cruzaron el Atlántico, tampoco se 14

Portilla, La fenomenología…, op. cit.


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afincó fácilmente aquí el amargo humor del madrileño Quevedo ni la complejísima risa irónica del alcalaíno Cervantes. En el Caribe hispánico hemos cuajado pues un tipo distinto de humor:15 el que reconocemos en un Cabrera Infante, un Severo Sarduy, un Gabriel García Márquez, que en buena medida trasladan a su narrativa algunos de los elementos distintivos del choteo o relajo que estudian Jorge Mañach y Jorge Portilla.16 En la literatura puertorriqueña recordamos a Nemesio Canales, Salvador Tió y Emilio Belaval, pero nadie ha cuajado tan admirablemente la escurridiza dimensión de nuestra guachafita como Luis Rafael Sánchez. Su prosa —En cuerpo de camisa, “La estética de lo soez”, Indiscreciones de un perro gringo, entre otros textos mágicos—17 nos conmina siempre a la risa, hasta el extremo que su célebre novela La guaracha del Macho Camacho18 gira precisamente en torno a nuestro característico relajo nacional. A primera vista, sin embargo, lo que más llama la atención en La guaracha no es el relajo o la guachafita, sino la sátira convencional. En un primer plano, el autor fustiga con su sonrisa delatora a personajes de las clases privilegiadas, como la tonta Graciela Alcántara, el patético senador Vicente Reinosa y Benny, un joven irresponsable adicto a los automóviles de lujo. Cuando el senador Vicente Reinosa aborda eróticamente a su corteja de turno, la China Hereje, con voz engolada, el autor se burla adivinando en él 15   Somos conscientes de que hay, sin duda, escritores antillanos que manejan (en mayor o menor grado) el “humor a la europea”. En nuestro estudio, sin embargo, nos interesa destacar el esfuerzo por hacer literatura cómica desde nuestra peculiar dimensión de la risa: el choteo, relajo o guachafita. 16   García Márquez se atreve a tomar en broma lo trágico; advirtamos que una guerra civil en la que participa Mambrú no puede antojársenos realmente seria. 17   El teatro de Sánchez no suele ser tan proclive al humor de relajo que es motivo de este estudio, aunque hay, naturalmente, excepciones, como La farsa del amor compradito y Quíntuples. 18   Luis Rafael Sánchez, La guaracha del Macho Camacho, La Flor, Buenos Aires, 1976.


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“una conminación velada a recitar El brindis del bohemio”.19 Sánchez condena a su vez la lucha de clases representada en el encuentro en un parque de unos niños saludables y privilegiados con el hijo de la China Hereje —El Bobo—, un hidrocéfalo y retrasado mental. Estos “rubios proyectos de maffiosi y libre empresarios” 20 hacen gala de su crueldad y su egoísmo: … la mayoría se ofreció para jeringarlo, la niña de dientes cómeme tribunó que en su casa había una jaula vacía donde ella podía guardarlo pero corrigió: donde todos podemos guardarlo: altruista, abnegada, yo le pedí a Santa Claus un bobo pero no me lo trajo: razonadora, saludable, desayunada con Corn Flakes, jugo de pera Libby, chocolatina y huevos fritos con jamón.21

Continuando su ataque mordaz, el autor animaliza al grupo de niños que se disputa al Bobo, y la escena, delirante, recuerda un sueño de Quevedo o una pesadilla del Bosco: Cuando llegan los otros, cual bandada de palomas, El Pecoso se jacta, El Pecoso se enorgullece: me regalaron El Bobo. El asombro se derrama como maví espumoso, como cerveza espumosa, el asombro se encampana hasta las nubes, asombro de todos. Todos, uno no faltó, se apresuraron, se lanzaron, se avalancharon: a pedirlo prestado, saltos como perros contentos, como perros acezantes, la envidia retoñando, la maldad retoñando, prestado para caballito, prestado para poni, prestado para oso, prestado para puente, prestado para columpio, prestado para subibaja, prestado para banco de sentarse, préstamos efectuados en ley buena.22   Ibid., p. 17.   Ibid., p. 179. 21   Ibid., p. 118. 22   Advirtamos cómo la sátira de Sánchez se contamina desde el principio de algunos elementos distintivos del relajo: repite a manera de estribillo jocoso sus frases 19

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En otra parodia, esta vez de la americanización cultural de nuestro país, el autor pinta una escena “romántica” en la cual la China Hereje, una desfavorecida social fantasiosa y su primo bombero se encuentran en una venta de zafacones: … el primo bombero empujándola con disimulo bien disimulado hasta una estiba de pavos plásticos: Thanks-Giving en el horizonte. Ella, humedecida de labios, seductora, lo detuvo con un susurro cálido que invitaba a más grajeo, contradicción de contradicciones todo es contradicción: —aquí no, sweetie pie, un pavo plástico como cinturón de castidad. El primo bombero le prometió un tumbaíto el jueves entrante…23

Graciela, mujer convencional y poco experimentada en amores, también es blanco de la sátira del narrador. Va en viaje de luna de miel de San Juan a Guajataca y se siente aterrada frente a la inminencia de su defloración sexual: La parada en la farmacia de Quebradillas para comprar un relevo de agua de azahar. En Bayamón consumió el primer candungo. De Bayamón a Manatí no dijo ni pío. En Manatí tomó dos Cortales y con una soltura artificial anunció, cantarina y campanera como locutora de la Colgate: Cortal corta el dolor. De Manatí a Arecibo no dijo ni ojos verdes tengo. Una vez en Arecibo volvió a abrir la boca para proclamar con sapiencia: Arecibo es la Villa del capitán Correa y ante el asentimiento gentil del esposo, repitió, alegre, dicharachera, jovial, locuaz: Cortal corta el dolor.24

juguetonas, y nos convoca a asumir la escena con un tono festivo innegable (ibid., pp. 242-243). 23   Ibid., p. 171. 24   Ibid., p. 106.


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Pese a la fiesta verbal con la que Sánchez suaviza su sátira, aún estamos frente al fenómeno de la risa literaria como método de corrección social y moral, tal como propone Henri Bergson en Le rire. Cómplices por el momento de este humor comprometido, dirigimos nuestra risa condenatoria contra estos personajes que no advierten sus propias injusticias o limitaciones. Un personaje cómico, ha dicho Bergson, lo es en la medida exacta en que se ignore a sí mismo. No así el autor y el lector, que se afirman orgullosamente como libres de culpa y como censuradores de estos personajes ridiculizados. Con profunda intuición, Bergson ve que hay una inevitable complicidad en el chiste o la burla, que acerca al autor y al lector, que se ríen juntos de personajes “corregibles”: … l’art du poète comique est de nous faire si bien connaître ce vice, de nous introduire, nos spectateurs, à tel point dans son intimité, que nous finissons par obtener de lui quelque fils de la marionette dont il joue; nous en jouons alors à notre tour, una partie de notre plaisir vient de là.25

El autor y el lector se afirman pues orgullosamente como censuradores de estos personajes ridiculizados y “corregibles”, de los cuales ríen juntos. De tal manera parece invitarnos el narrador de La guaracha del Macho Camacho a compartir su “cordura”, que nos introduce dentro de su espacio novelesco para que espiemos con él, como cómplices, a los personajes que expone ante nuestra risa correctora. Observamos desde nuestra clandestinidad de lectores a la China Hereje, y tenemos que cuidarnos de que no nos descubra burlándonos de ella:

Henri Bergson, Le rire. Essai sur la signification du comique, Œuvres, Presses Universitaires de France, París, 1963, p. 394. 25


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Una certera indiferencia la pasma, cara de ausencia tiene, cátenla […] mírenla ahora que no mira […]. Lo que bien se sabe es que a ella todo plin, bien se sabe de ella misma, óiganla: a mí todo plin, Oigan esto otro: a mí todo me resbala; jerga de solar. Oído a esto, oído presto: a mí todo me las menea: argot de germanía. Y, en seguida, arquea los hombros, tuerce la boca, avienta la nariz, apaga los ojos: clisés seriados del gentuzo a mí me importa todo un mojón de puta: padrenuestro suyo. No la miren ahora que ahora mira.26

No cabe duda de que los lectores compartimos con el autor, como propone Bergson, los hilos de sus marionetas literarias. Pero su sátira aleccionadora pasa a envargarse enseguida nada menos que de nuestro sinuoso humor caribeño. “Industria nacional la guachafita”,27 medita con sorna Luis Rafael Sánchez, en tono aleccionador. Cierra así filas con la denuncia que hacen Mañach y Portilla del relajo esterilizante, censura que se exacerba cuando declara sin ambages a Puerto Rico “paraíso cerrado del relajo”.28 El novelista llega al extremo de estructurar irónicamente su texto narrativo sobre las frases musicales de una guaracha rudimentaria que patrocina esta filosofía vital evasiva y despreocupada. La pieza musical da título a la novela misma: La guaracha del Macho Camacho. El estribillo “La vida es una cosa fenomenal” (irónico frente a las miserias de los personajes) entrevera la narración y contagia a todas las estructuras socioeconómicas. Aquí Sánchez parece limitarse a “corregir” con risa satírica estas actitudes de mofa constante e irresponsable que exhiben sus personajes. Estamos ante el humor “correctivo” que, en un doble juego, se lanza ahora contra el humor “evasivo”. La sátira convencional denuncia pues al relajo “estéril”. 26

Sánchez, La guaracha…, op. cit., pp. 23-24.

Ibid., p. 36. 28   Ibid., p. 49. 27


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Veamos de cerca el doble proceso. El novelista nos conmina a la risa satírica cuando sugiere que un “Secretario Nacional del relajo” “controle oficialmente” la tendencia festiva de este país que en un momento de su historia fue factible reducir al “baile, botella y baraja”.29 El novelista satiriza, por ejemplo, la irreverencia de los puertorriqueños ante la historia de su propio país cuando Luis Muñoz Marín, el artífice del Puerto Rico moderno, regresa a la isla de su exilio político en Roma en 1972, la mofa colectiva se plasma en unas hojas sueltas que proclaman el regreso del prócer en términos de un slogan evangélico: “¡Muñoz Marín viene, arrepiéntete!”.30 La guaracha, resumen simbólico del relajo evasivo, estalla en otros momentos claves del texto cuando los personajes la usan como escudo contra una situación dolorosa o grave de la cual desean protegerse. Un autobús de la capital se convierte de súbito en la apoteosis colectiva de la guachafita. El pasaje resulta antológico porque cumple cabalmente con los postulados de Mañach y, sobre todo, de Portillla, sobre el relajo: suspende la seriedad y convoca estrepitosamente a los demás a la irresponsabilidad. En medio de la algarabía colectiva, toda posibilidad de reflexión queda ahogada: … [la China Hereje espera transpirada]: porque se fue la luz, porque la luz se va todas las tardes, porque la tarde no funciona, porque el aire acondicionado no funciona, porque el país no funciona: lo oyó así mismito cuando venía en la guagua al dichoso apartamiento. Y no lo dijo un jipi de melena salteada con polen y languidez de Cristo tecato. Lo dijo un hombre hecho y derecho: el   Ibid., p. 84.   Ibid., p. 151. Como dato de interés cabría apuntar que dicha escena está tomada directamente de la realidad. Así anunciaban los voceadores de periódicos y hojas sueltas en la Universidad de Puerto Rico el regreso de Muñoz Marín de su exilio político en Roma. Como es de esperar, diversas escenas y frases de la novela responden a datos concretos observados por el autor, datos que el público puertorriqueño inmediato a los hechos reconoce fácilmente. 29

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país no funciona, el país no funciona, el país no funciona: repetido hasta la provocación, repetido como zéjel de guaracha: frente a una luz roja que era negra porque el semáforo no funcionaba, indignado el hombre hecho y derecho, el estómago contraído por la indignación, las mandíbulas rígidas: el país no funciona. Los pasajeros inscribieron dos partidos contendientes: uno minoritario de asintientes tímidos y otro mayoritario vociferante que procedió a entonar, con brío reservado a los himnos nacionales, la irreprimible guaracha del Macho Camacho La vida es una cosa fenomenal, el chofer facilitó los tonos graves: un flaco alámbrico, guarachómano desahuciado; la guagua incendiada por los alaridos y berridos del partido mayoritario, la guagua incendiada por los hachones de felicidad sostenidos por los pasajeros del partido mayoritario vociferante: felices porque a guarachazo limpio sepultaron el conato de disidencia, la guagua incendiada por las palmadas y las figuras de los que rompieron a bailar y bailotear en el pasillo estrecho, sobre los asientos, sobre el torno, la espalda del chofer hecha tumbadora por un técnico de refrigeración que se reveló como arreglista musical. Ella piensa que pensó: relajar es lo mío y se sumó al guaracheo…31

Casi todos los personajes son susceptibles a la “epidemia” del relajo. El siempre insensato Benny aplaca su ira al oír la guaracha: “O sea que menos mal que uno oye la guaracha del negro caripelado ese y como que se pone en algo y el coraje se le enfría”.32 El senador Vicente Reinosa, usualmente afectado y altisonante, también sucumbe a la autoburla que suaviza su situación desgraciada: después de recibir un rechazo erótico de su mujer, se debate “trágicamente”: 31

Sánchez, La guaracha…, op. cit., pp. 21-22.   Ibid., p. 76.

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Molesto, despreciado, voy a la nevera, restallo la puerta de la nevera, bebo un vaso de leche, como un trozo de bizcocho Sara Lee, no. No voy a despertar a la sirvienta, no soy un canalla, soy un señor: me atrevo o no me atrevo: Hamlet con la calavera, yo con el trozo de bizcocho de Sara Lee, me atrevo o no…33

Ante el umbral mismo del adulterio, Reinosa tira a broma su propia encrucijada y la desinfla de toda reflexión seria. Pero el personaje clave que mejor encarna nuestra zumbona condición vital es la China Hereje, conocida también como La Madre. Su credo es la evasión, que parece capacitarla para salir airosa de su existencia trágica gris: “Ella declara con morisquetas de parejería […] si me caigo nadie me recoge: Como quien dice corazón de corcho para flotar cuando truene, llueve o ventee”.34 Se sabe proteger muy bien de la humillación aparentando (¿incluso llegando a vivir?) una indiferencia regocijada: “A ella le soplaron que su marido vivía en un basement con una chicana pero a ella todo plin. Psss”.35 Esta mujer de ojos chinos y cara aplastada “como tapa de lata de galletas”,36 —sin duda el personaje que más ternura le inspira al autor— mantiene una “absoluta lealtad a todo lo que sea vacilón”.37 Se declara “felisss como una lombrisss” 38 y transmuta mentalmente su hueca vulgaridad en ajetreada vida social: 39   Ibid., p. 155.   Ibid., p. 15. 35   Ibid., p. 199. 36   Ibid., p. 23. 37   Ibid., p. 14. 38   Ibid., p. 199. 39   La guaracha del Macho Camacho —sobre todo en pasajes como éste— necesita una lectura en voz alta para rescatar todas las modalidades y entonaciones del lenguaje del autor. Recordemos que Sánchez es dramaturgo y que también fue actor. Esta lectura oral, cuya importancia estudian teóricos como Marshall McLuhan (Guttemberg Galaxy) y Walter Ong (Orality and Literacy), la pidió siglos atrás Alonso de Proaza para la obra cuya impresión corrige: La Celestina. Resulta imprescindible 33 34


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Cuando quiero gozar yo gozo y a veces gozo sin querer: psss: el vacilón va a acabar con ella. Si no acaba le tulle pecho y alma: que si las Fiestas Patronales de Carolina, que si en las Fiestas Patronales de Carolina bailé con un pargo de Barrazas, que si un pleplé en La Muda, que si unos pasteles en la lechonera Aquí me quedo, que si comernos unas morcillas en la lechonera Aquí estamos otra vez, que si un fricasé de ternera en la fonda El Chorrito, que si un ventetú party en la playa de Mar Chiquita, que si un Adam and Eve Party en casa de un jodedor de Ocean Park, que si nos pasamos cuatro cajas de cerveza, que si bajamos tres litros de Don Q, que si me pinto el pelo, que si me despinto el pelo, que si me pinto el pelo otra vez, que si los rolos, que si la peluca, que si me voy a hacer papelillos, que si el fall, que si las pestañas, que si: se acaba cualquiera.40

La China Hereje sucumbe ante la tentación de pensar que tiene su vida en sus manos y que no depende económica ni emocionalmente del Viejo (el senador Reinosa), de quien es corteja. Una vez más, se escuda con la guachafita festiva: El viejo me pasa los pesos pero los pesos me los pasa quien yo quiera que me los pase. Como si yo no, psss. Como si a mí no, psss. Como si a una no, psss. A mí el chereo se me sobra. A mí los elementos que quieren ponerme a vivir en puerta de calle se me sobran… los pones que me ofrecen, que si yo me dedicara a coger pon no volvía a saber lo que era treparme a una guagua por el resleer en voz alta a escritores modernos como James Joyce, y el cubano Cabrera Infante no se queda atrás al exigir este mismo tipo de lectura desde las primeras páginas de sus Tres tristes tigres. No cabe duda que la fecunda “oralidad” de personajes como la China Hereje de La guaracha también merecen constantes lecturas en voz alta. 40

Sánchez, La guaracha…, op. cit., p. 80.


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to de mis días. Lo que pasa es que yo no soy ponera, psss. Los hombres que se me van detrás, ahí ahí como el matapiojos, tipos bien Wilson, una jauría de mamitos. Señal de que yo suelto al Viejo y amarro por donde quiera.41

La constante identificación de la China Hereje con su ídolo y símbolo máximo del guaracheo y del relajo, la diva guarachera Iris Chacón, le gana la burla “asombrada” y censuradora y del autor: La Madre se juraba que un día cualquiera, tras estampar su firma, añadiría, tan tan como tan tan: alias Iris Chacón. La Madre: si se me metiera entre ceja y ceja sería la acabadora de la televisión: descarado flujo de conciencia.42

Frente a su hijo hidrocéfalo, la China Hereje insiste no sólo en neutralizar su tragedia, sino en transmutarla en verdadera apoteosis de alegría evasiva. La Madre insiste en creer su propia mentira —los baños de sol curan al Nene—cuando en el fondo lo abandona al sol para sacárselo de encima. Y aprovecha los acordes de la guaracha del Macho Camacho para huir vertiginosamente al plano de la imaginación —y del relajo—: El sol le quema la monguera —dijo La Madre, dogmática como católico práctico, dogmática como marxista práctico. El sol le espanta la bobación —dijo La Madre… El sol sirve para todo como la cebolla que hasta para la polla —dijo La Madre: concluyente, yendo hasta la puerta, dejando que la guaracha del Macho Camacho le hospedara la cintura, cimbreante y cimbreosa y triunfadora en cabarets imaginarios, cercada por un foco que precisaba las líneas imprecisas de su maquillaje colorín, guarachosa y triunfadora y 41

Ibid., pp. 18-19.   Ibid., p. 56.

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envuelta en rachas de aplausos: la vida es una cosa fenomenal, entregando el micrófono al maestro de ceremonias, El maestro de ceremonias anunciando al público guarachizado con las guaracherías de la estrella del meneo que la estrella del meneo volverá a deleitarnos con el riesgo de sus curvas peligrosas en el Midnight Show así que sigan bebiendo y haciendo lo que yo haría y poniendo el ancla en carne firme y midiendo el aceite y esperando el Midnight Show y recordando que aquí la vida es una cosa fenomenal, fanfarria, Doña Chon quitándole el ombligo de lentejuelas, Doña Chon colgando en una percha el bikini de lentejuelas, Doña Chon dándole a beber un ponche de Malta Tuborg, cuándo rayos dejarán de aplaudir.43

Doña Chon, uno de los pocos personajes que se opone a la guachafita, sirve de contrapunto para realzar esa característica vital de la China Hereje. Emerge como sensato “Sancho” frente al ambiguo personaje de La Madre, complejo Quijote de los trópicos cuya fuerza vital parecería radicar justamente en su fuga hacia un mundo imaginario.44 Una vez más, la joven prostituida y explotada ataja tercamente la desgracia de su realidad y no permite que se le haga perder fe en que la vida es “una cosa fenomenal”:   Ibid., pp. 59-60.   Salvando las distancias, la China Hereje recuerda otro de los personajes más inolvidables de Luis Rafael Sánchez: Elvirita, la solterona de pueblo que protagoniza la “Memoria de un eclipse” del libro de relatos En cuerpo de camisa. Elvirita es tan evasiva como la China Hereje (aunque carece de su relajo vital) y renuncia tenazmente a la realidad burda, optando por la fuga al mundo de la imaginación. Bajo el tono zumbón y humorístico del relato adivinamos la profunda piedad y la velada admiración del autor para con este personaje tan cervantino. Otro tanto cabe decir del perro hablador, muy cervantino a su vez, de la novela Indiscreciones de un perro gringo, Alfaguara, Madrid, 2007. El narrador Sánchez siente también un especial afecto por este can hablante, pese a que lo tira a relajo una y otra vez a lo largo de la obra. 43 44


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No me lo trago y no me lo trago y si me lo almibaran con melao no me lo trago. Que no me lo trago que los baños de sol chijí chijá —dijo Doña Chon… Pues yo le noto el cambio —dijo La Madre, los rolos en la ternura del regazo. Más como durito —dijo La Madre. La Madre contaba los rolos en la ternura del regazo. Menos como mongo —dijo La Madre, sacándole a los rolos un pelito o dos de la enrolada anterior, soplándolos. Parte el corazón verlo tirado en el pasto —dijo Doña Chon. […] Que pasa un perro y lo olisquea —dijo Doña Chon… Pues si pasa un perro y lo olisquea pues El Nene aprende a conocer el olisqueo del perro —dijo La Madre… En los parques hay niños de su edad que juegan con El Nene —dijo La Madre. La Madre mojaba el mango de la peinilla. Jugar ni jugar —dijo Doña Chon… A menos que jugar sea recibir una gaznatada por aquí, una pescozada por allá —dijo Doña Chon… El Nene también dará su galleta —dijo La Madre. La Madre se hacía el primer rolo.45

Hasta la fecha nos hemos reído con desaprobación de estos personajes evasivos, irresponsables, inexplicablemente festivos, que Mañach y Portilla juzgarían excelentes ejemplos de la sinuosa actitud vital del relajo. Pero si miramos más de cerca, advertimos que la meditación de Luis Rafael Sánchez sobre el fenómeno nacional de la guachafita también explora aspectos más complejos del fenómeno de nuestra risa. Mañach, como vimos, subraya la dimensión dual de nuestro humor colectivo, irresponsabiliza, sí, pero también delata situaciones gravosas y sirve de escudo contra ellas. Acaso la China Hereje, el personaje que más sucumbe ante el relajo escamoteador, es el que más lo necesita. Su constante broma la insensibiliza, pero también la defiende contra su condición de explotada sexual, contra su dependencia económica, contra la tragedia sin solución de su hijo anormal. La huida pone de relieve la 45

Sánchez, La guaracha…, op. cit., pp. 119-120.


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verdadera magnitud de sus problemas y la risa es el único instrumento para tolerarlos sin venirse abajo. Difícilmente estaría en las manos de esta desgraciada reformar la sociedad y la vida. Las simpatías del autor para con este personaje, ya lo adelanté, son muy claras: La China Hereje, para subrayar un punto, se golpea, excitada, el pecho, y el autor exclama: “Ganas de decirle: Cosita, no te castigues así, pero entonces se percata de nuestra presencia”.46 La impresión de simpatía que a pesar de su escapismo irresponsable comunica esta sobreviviente se debe justamente a la terca guachafita con la que viola la realidad, pero con la que en cierta medida se salva.47 Hasta aquí parecería que el narrador fustiga el relajo evasivo puertorriqueño. Pero he aquí que nos aguarda la mayor de las sorpresas: el novelista, que tan profundamente va meditando sobre nuestro peculiar sentido del humor, sucumbe literariamente ante él. En este sentido La guaracha del Macho Camacho está verdaderamente “escrita en puertorriqueño”,48 desde la perspectiva misma del relajo escamoteador, sinuoso y ambivalente. Junto al nivel de sátira que ya hemos observado al principio de nuestro estudio, co  Ibid., p. 90.   Ya en su ensayo “La fatal melodía del azar”, Luis Rafael Sánchez había advertido que el humor escamoteador e irresponsable es también instrumento de delación y muro de defensa suprema y acaso necesaria de los desposeídos de otras armas para transformar la realidad. Refiriéndose a los fondos bajos de Cartagena de Indias, el novelista medita que se trata de una 46 47

Gente que invenciona una picaresca a camino intermedio entre la tragedia y la comedia. Como para resistir, como para no tocar fondo, como para ir tirando mientras el cuerpo aguante, como para sobrevivir, como para no cejar. Porque la cosa es acá y acá es el resuelve y a los golpes como del dio de Dios que enunciara el poeta se responde con los golpes como del odio del hombre. Con los que, certeros, comprometidos, inapreciables, se recupera la alegría desgarradora de estar vivos (“La fatal melodía del azar”, columna “Escrito en puertorriqueño”, Claridad, 6 de diciembre de 1975, San Juan, pp. 14-15). 48   Cf. Luce López-Baralt, “La prosa de Luis Rafael Sánchez, escrita en puertorriqueño”, Ínsula, núms. 356-357, xxxi, Madrid, julio-agosto de 1976, p. 9.


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existe en la narración otro nivel de humor —la guachafita—, que el autor termina nada menos que por compartir con su protagonista “Hereje”. En primer lugar, el autor tira a relajo sus propias fuentes literarias cuando transcribe el diálogo de Benny: “O sea que un Ferrari es una aeronave bien fabu que, que, que, yo sé lo que quiero decir pero no sé como empatarlo, que, que, que. Transcripción del autor del enjaretado mental del pobre Benny: muera el objetivismo de Robbe Grillet y la Sarraute…”.49 Las solapadas alusiones literarias del texto (Lautréamont, Flaubert, Goethe, Pirandello, Ezra Pound, Moravia, Tennessee Williams, Borges, Fuentes, Cortázar, Lope, Palés, René Marqués, entre otros) se dan siempre en tono de broma. El autor se adelanta con gracia a la inmediata asociación que harán sus lectores del tapón de su novela con el tapón de “La autopista del sur” de Cortázar: “Tapón criminal, diríase que modelado por el cuento de Julio Cortázar La autopista del sur: ricura, ricura, la vida plagiando la literatura”.50 Junto a estas alusiones literarias burlonas, hay un diálogo intertextual inesperado con los cómics (Lorenzo y Pepita, la Pequeña Lulú, el Pato Donald) y con personajes caricaturescos del cine como el Monstruo de la Laguna Negra y King Kong. La literatura infantil gravita a su vez sobre la conciencia de los personajes: la China Hereje se queja del apartamiento modesto que le alquila el senador: “Pero esto es un chin de casa, pero esto es una casita para los enanos que metían mano con Blanca Nieves”.51 Sánchez nos va obligando a una lectura de incontrolable tono festivo. Los críticos literarios tampoco nos salvamos del “relajo” del autor: “O sea que si los viejos: técnica de disco rayado, ñapa para los críticos y reseñistas”;52   Sánchez, La guaracha…, op. cit., pp. 74-75.   Ibid., pp. 27-28. 51   Ibid., p. 84. 52   Ibid., p. 188. 49

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“… Benny, lo han visto y lo han oído, es un personaje unidimensional”.53 Sánchez se burla aquí de algo muy serio, su propio quehacer literario. Su broma es gratuita y está muy lejos del humor de redención social de Bergson y Pirandello y muy cerca, en cambio, del relajo y del choteo, sans façon, que exploran Mañach y Portilla. A lo largo de la novela seguimos sorprendiendo esta “guachafita literaria” ante la que el narrador sucumbe alegremente. Cuando su China Hereje va a un supermercado y quiere llamar la atención del anciano senador Reinosa, Sánchez la metaforiza gratuitamente en Santiago Matamoros en son de puro relajo: [la China Hereje] planeó una estrategia rápida de conquista: esperó que el Viejo cruzara, pavo que se pavonea, frente a la nevera de las chinas de Florida, para dar un grito llamativo de atención: oiga, a la cajera, ¿las Campbell están en especial?, más guerrero el grito que el Santiago y cierra España, solariega, chillona, pueblerina, una Campbell Vegetable Soup como pendón belicoso.54

Prueba inequívoca de la guachafita literaria del autor, ajena a todo sentido de delación o de redención moral, son las escenas en las que toma a broma —una broma sin duda defensiva— lo triste y lo hórrido. Colega emocional de su china, el autor se escuda —y nos escuda a los lectores— contra el dolor, representado por el personaje más patético de la novela, el niño hidrocéfalo. Al reírnos del Nene nos insensibilizamos ante su tragedia. Sánchez acalla nuestra piedad obligándonos a la risa al retratar al niño anormal como insólito santo bufo: “[el] mosquero […] le borda manto y halo, como un Bobón Niño de las Moscas”.55 El autor llega incluso a tirar a relajo el vómito de la patética criatura: 53

Ibid., p. 189.

Ibid., p. 204. 55   Ibid., p. 115. 54


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El Nene mordía la cabeza del lagartijo hasta que el rabo descansaba la guardia, el mismo rabo que trampado en la garganta convidaba al vómito. La Madre y Doña Chon miraron el vómito: archipiélago de miserias, islas sanguinolentas, collares de vómito, vómito como caldo de sopa china, espesos cristales, sopa china de huevo, convención de todos los amarillos en el vómito, amarillos tatuados por jugos de china, amarillos soliviantados por la transparencia sucia de la baba, cristales espesos por granos de arroz: un vómito como Dios manda.56

Los lectores nos sentimos culpables de reirnos junto al narrador del vómito del niño, considerado por éste desde una óptica inesperadamente bufa. Todos hemos sucumbido al relajo. En otra escena muy reveladora, Doña Chon y la China Hereje dialogan sobre el dolor, y esta última va minando con su broma constante la amargura vital de su compañera: La vida es un lío de ropa sucia —dijo Doña Chon: definidora… los hombres no se dan cuenta de que la vida es un lío de ropa sucia pero de problemas —dijo Doña Chon: discriminadora. Doña Chon, usted es una persona que sirve para escribir guarachas —dijo La Madre… Un hombre no sabe así, tomó una pizca de yema de dedo, lo que es el dolor —dijo Doña Chon: argumentosa. Ningún hombre podrá parir nunca —dijo Doña Chon: bombástica en la formulación del histórico aserto. A los hombres les falta el tornillo de la pujadera que es un tornillo que la mujer trae en su parte —dijo Doña Chon: ginecóloga. El día que un hombre quiera saber lo que es parir que trate de cagar una calabaza —dijo La Madre, eufórica, un Kinderkarten en los ovarios, fanfarria con las trompas de Falopio.57

Sánchez, La guaracha…, op. cit., pp. 61-62.   Ibid., pp. 180-181.

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Advertimos que Sánchez se ha aliado emocionalmente con la China Hereje para combatir la seriedad de Doña Chon. A la China se le antojan los asertos de Doña Chon estribillos de guaracha, pero en el fondo son su antítesis. Parecería que Doña Chon está creando la antiguaracha: “la vida es una cosa fenomenal” vs. “la vida es un lío de ropa sucia”. Estos estribillos de la “contraguaracha” de Doña Chon son a su vez contestados por los estribillos burlones que le lanza el novelista: Doña Chon es “definidora”, “argumentosa”, “bombástica”, “ginecóloga”. Cabe notar que el narrador va acallando toda posible reflexión sobre las injusticias de la vida. Sus estribillos —recordemos la dimensión repetitiva y ruidosa del relajo— sí parecen zéjeles de guaracha y socavan la rudimentaria pero entristecida meditación de la mujer. El novelista, que al utilizar la sátira como vehículo de corrección moral parecería haber estado de parte de la “sensata” Doña Chon, la tira ahora a broma, pasándole definitivamente al lado de la China Hereje. Da la impresión de que el personaje ha animado al mismísimo autor a unirse al relajo, para refugiarse juntos ante el asedio de un mundo que consideran demasiado abrasivo. Luis Rafael Sánchez nos convoca pues a protegernos de la amargura a través de la risa. Hemos sido forzados, como adelanté, a leer “en puertorriqueño”.58 Llegamos incluso a sentirnos incómodos por haber “tirado a relajo” los argumentos de Doña Chon, al trágico niño anormal, a la literatura misma, que hace convivir a Ezra Pound con el Pato Donald, a Cortázar con King Kong. Todos   Difiero respetuosamente del compañero Benjamín Martínez (reseña de La guaracha del Macho Camacho, en Rojo, Claridad, San Juan, 8-10 de octubre de 1976, pp. 6-7), que considera la “guachafita” literaria de Luis Rafael Sánchez como foránea a la puertorriqueñidad y en cambio emparentada solamente con el choteo cubano o a la guachafita peruana. Es preciso aclarar que para los peruanos la palabra guachafita o guachafa significa “cursi” o “afectado” y no “humorístico” en el sentido que Mañach adjudica al choteo. También conviene puntualizar que la actitud bromista del peruano se debe asociar al limeño, que contrasta fuertemente con el andino, notablemente más taciturno y grave. 58


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somos cómplices de la guachafita: los personajes, el autor, el lector, incluso el texto. El relajo resulta una elocuente arma colectiva de resistencia. Esta risa contagiosa termina por hermanarnos a todos, recordemos el fenómeno de la “parejería” antillana en el que tanto insistió Mañach. Así somos —tanto para bien como para mal—, parece subrayar Sánchez, más allá de toda amonestación aleccionadora. Haciendo gala de una inesperada carta de ciudadanía caribeña, el novelista esgrime su relajo patrio como una bandera identitaria gozosa y pletórica de una saludable estima propia cultural. Ha tenido el valor de colocarse al margen de la actitud censora para con el relajo de Mañach y Portilla que, pese a la brillantez de sus teorías, no dudaron en censurar sin ambages nuestra resbalosa festividad vital. Es tan honda la predisposición al “relajo” desacralizante que Sánchez se anima a llevarlo a su propia crítica literaria. Propone una lectura festiva y “relajona” para ciertas frases engoladas y graves del teatro de Emilio Belaval: “Sabe usted cuántos guarismos espectrales se necesitan para llenar el vacío que siento…” (líneas como las anteriores, caricaturescas, demenciales, de inscripción aceptada como de la estética camp, me hacen pensar que el teatro de Emilio Belaval admitiría un tratamiento guasón, […] un asedio exento de empaque que la tormenta de las palabras parece imponerle. El resultado podría ser formidable. Porque la palabra […] se desdoblaría en dos niveles de realidad: uno sustentado por la palabra emitida en su pureza y otro por el tono humorado, festivo, antidramático. La contradicción, la ruptura consciente del sistema, impondrían la risa…).59

“Juicios sobre la obra de Emilio S. Belaval”, Sin Nombre, iv, 4, abril-junio de 1974, San Juan de Puerto Rico, p. 60. 59


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Estamos lejos, no cabe duda, de la negra seriedad de los esperpentos de un Valle-Inclán, del ingenio amargo de Quevedo o de la broma articulada de un Manzoni. Somos distintos y nuestro humor da clara fe de ello. Luis Rafael Sánchez ha logrado el portento de escribir una novela triste que se lee con alegría. No es poco. Los hechos novelísticos trágicos van por un lado; el tono alegre y burlón, por otro. Coincido con Rosario Ferré: “El lenguaje, en La guaracha, tiende a existir por sí mismo, a pesar del énfasis del autor en el mensaje social […]. Por momentos se tiene la sensación de que el lenguaje se le rebela al propio autor y comienza a dictarnos su propia novela”.60 En efecto, el lenguaje festivo del autor, cómplice del relajo caribeño, tiende a negar el mensaje social de desaliento y manifiesta, como la China Hereje, una fortaleza y una vitalidad esperanzadoras. Sánchez ha terminado por ambiguar la proposición clave de su guaracha: “la vida es una cosa fenomenal”. La vida es una cosa infame, concluye el lector sensato ante los aconteceres patéticos de los personajes. Pero la vida vuelve a ser en cierto sentido “fenomenal” para los que logran sobrevivir transmutando el dolor en risa protectora. El novelista puertorriqueño cierra filas con Cabrera Infante, quien, burlonamente, había propuesto que “la vida es un caos concéntrico”, y con Severo Sarduy, que proclamara: “la vida es una jabonera”. La actitud es tan nuestra que, años antes, el puertorriqueño Emilio Belaval establecía que “la vida es un dulce en palito”. Nuestro novelista, caribeño sin par, cala muy hondo al hacer nuestra radiografía patria y pone de relieve dimensiones insospechadas de nuestra ambivalente vida colectiva en La guaracha del Macho Camacho, verdadera saga nacional de la guachafita puertorriqueña.

Reseña de La guaracha del Macho Camacho publicada en El Nuevo Día, San Juan, 15 de enero de 1977. 60


Índice

Discurso de Luce López-Baralt al recibir el III Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña . . . . . . . . . . . . . . . 7 A propósito de Luce López-Baralt Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña, por Jaime Labastida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21

ensayos en busca de nuestra expresión hispánica: de Juan Ruiz a Luis Rafael Sánchez La bella de Juan Ruiz tenía los ojos de hurí . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 Acerca del aroma del Yemen en las letras del Siglo de Oro y de la dificultad de su estudio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47 La música callada: los versos que san Juan de la Cruz labró con aire . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99 El tal de Shaibedraa (Quijote I, 40) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113

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Melibeo soy: La voz a ti debida de Pedro Salinas como reflexión ontológica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137 Borges o la mistica del silencio: del Aleph al Zahir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181 Carta de batalla por la magia literaria de Mario Vargas Llosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205 La guaracha del Macho Camacho, saga nacional de la “guachafita” puertorriqueña . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225


Nueve ensayos en busca de nuestra expresión hispánica: de Juan Ruiz a Luis Rafael Sánchez de Luce López-Baralt, se terminó de imprimir en noviembre de 2017 en los talleres de Mújica Impresor, S.A. de C.V. Camelia núm. 4, col. El Manto, Iztapalapa, Ciudad de México. La composición tipográfica estuvo a cargo de Ediciones de Buena Tinta, S.A. de C.V. El tiraje consta de 500 ejemplares. Diseño: Pablo Labastida Cuidado editorial: Agustín Herrera Reyes Coordinación: Luis Cortés Bargalló





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