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LOS NIÑOS DEL FIN DEL MUNDO
The Children Of The End Of The World
La casa estaba suspendida sobre el Atlántico. Un pequeño acantilado era su única protección ante el océano.
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Resultaba fácil imaginar las olas golpeando las paredes durante una tormenta. Cuando la vi, al final de un sendero de tierra, el mar estaba en calma, pero la lluvia calaba el chubasquero. Aunque fueran menos de cincuenta metros, conduje hasta la puerta para no llegar empapado. Aparcar en la cuneta de la carretera, por donde venía buscando un castillo en ruinas, que, según el navegador, quedaba a menos de medio kilómetro de allí, tampoco era buena idea. De tan estrecha, parecía imposible no bloquearla. Paré el coche porque me fijé en una señal clavada junto a la entrada del sendero: la palabra eggs estaba escrita con pintura blanca. Luego vi el parque infantil. En el jardín había unos columpios y un tobogán que bajaba desde un torreón de madera. Los tablones daban la sensación de estar recién barnizados. También había unas porterías enanas. Eran las cuatro en punto de una tarde de finales de marzo y salía humo de la chimenea. Si, efectivamente, aquella familia que vivía en el fin del mundo estaba en casa, ya tenía resuelto el desayuno del día siguiente.
The house was suspended over the Atlantic, with a small cliff its only protection against the ocean.
It was easy to imagine the waves breaking over the walls during a storm. When I first laid eyes on it, at the end of a dirt trail, the sea was calm, but the rain lashed against my raincoat. Even though it was less than fifty metres, I drove to the door to avoid getting soaked. Parking on the side of the road, where I had been looking for a ruined castle, which, according to my GPS, was less than half a kilometre away, was not a good idea either. It was so narrow, it seemed impossible not to block it. I stopped the car because I noticed a sign nailed next to the entrance of the trail: the word eggs was written in white paint. Then I saw the playground. In the garden there were some swings and a slide that came down from a wooden tower. The planks looked as if they had been freshly varnished. Two gnomes worked as makeshift goal posts. It was four o’clock on a late March afternoon and smoke was coming out of the fireplace. If, indeed, that family that lived at the end of the world was at home, their breakfast for the next day was already sorted.
La niña agarraba con fuerza la pierna izquierda de su madre. Tendría tres o cuatro años. Rizos de fuego y cara pecosa, como si quisiera confirmar todos los estereotipos que en el Mediterráneo tenemos de los irlandeses aunque, en realidad, solamente el once por ciento de la población de la isla sea pelirroja. La mujer, morena de ojos claros, me explicó cómo funcionaba su negocio de huevos camperos: “¿Ves aquel buzón que hay al lado de la señal? Ábrelo, coge los huevos que quieras. La media docena cuesta dos euros”. Antes de que le diera la espalda añadió: “Tendrás que dar marcha atrás para volver a la carretera porque no hay espacio para girar. Ve con cuidado porque tengo a un niño jugando en el jardín”. Delante de mí tenía un ventanal inmenso, pensado para atrapar la luz en un lugar donde el sol está oculto la mayor parte del año. Al otro lado del vidrio había un salón que miraba al océano a través de las ventanas de la pared trasera y otros ojos claros que me miraban a mí: los de un niño moreno, algo mayor que la pelirroja.
–No te preocupes, tienes a tu hijo dentro de casa.
Ella miró al crío y sonrió antes de corregirme:
–¡No me refería a este! Tengo siete hijos.
The girl clutched at her mother’s left leg tightly. She looked about three or four years old. Curls of fire and freckled face, as if to confirm all the stereotypes we have of the Irish in the Mediterranean even though, in reality, only eleven percent of the population of the island is redheaded. The woman, a light-eyed brunette, explained to me how her country egg business worked: “See that postbox next to the sign? Open it, get the eggs you want. It’s two euros for half a dozen.” Before he turned his back on her she added: “You’ll have to reverse to get back on the road because there’s no room to turn. Be careful because my boy is out playing in the garden.” In front of me there was a huge window, designed to entrap the light in a place where the sun is hidden most of the year. On the other side of the glass was a living room looking out to the ocean through the windows on the back wall, and another pair of pale-coloured eyes spying at me: those of a brown-haired child, a few years older than the redhead.
“Don’t worry, your boy is inside.”
She looked at the boy and smiled before correcting me:
“I didn’t mean that one! I have seven kids.”
Mientras metía los huevos en el coche vi a un tercer niño: tendría unos diez años, llevaba un chaleco reflectante, le seguía un border collie y acababa de reunir unas ovejas dentro de un cercado. Con seis hermanos y las obligaciones de un pastor, aquel niño estaba libre del estrés y el aburrimiento, causas de muchos de los problemas de nuestra época. Tampoco estaba obligado a ser un ermitaño. Sus padres tenían instalada en el tejado de la casa una antena parabólica. Al cumplir los trece podría abrirse una cuenta de TikTok.
As I put the eggs in the car, I saw a third child: he was about ten years old, wearing a reflective vest, followed by a border collie and had just rounded up some sheep inside a fence. With six siblings and a pastor’s duties, the child had no time for stress and boredom, the causes of many of the problems of our time. Nor did he have to live like a hermit. His parents had a satellite dish on the roof of the house. He’s allowed to open a TikTok account once he turns 13.
ESTÁ LEJOS DE BELFAST, LEJOS DE DUBLÍN, MUY
VIVEN TRANQUILAMENTE. TIENEN
TODO EL TIEMPO DEL MUNDO
PARA CRIAR A SUS HIJOS”
“¿Y te sorprendió? Tener siete hijos no es extraño aquí. La mayoría de nuestras amigas tienen cuatro. Como nuestro padre emigró a Glasgow y nosotras nacimos y crecimos en una ciudad, solamente hemos tenido dos cada una. ¡Qué alivio!”, me dicen riéndose un par de hermanas escocesas junto al mostrador de una tienda de comestibles que se transforma en barra de pub cuando anochece. Estamos en el norte del norte. Malin Head se llama el cabo donde termina Inishowen: playas salvajes y praderas sin árboles salpicadas de minúsculas aldeas. La península más septentrional de Irlanda es casi dos veces más grande que Ibiza y viven treinta mil habitantes. Está lejos de Belfast, lejos de Dublín, muy lejos de todo. “Pero la gente es feliz porque viven tranquilamente. Tienen todo el tiempo del mundo para criar a sus hijos”, insisten las hermanas, que vuelven cada año de vacaciones para reencontrarse con sus orígenes. “Las hambrunas, la pobreza y el terrorismo son problemas que pertenecen a los libros de Historia. El pub les suele quedar más cerca, pero aquí nadie se asusta por tener que conducir veinte minutos con mal tiempo para llegar al supermercado, la farmacia o la escuela. Antes era mucho peor”.
“And you were surprised? Having seven children is not uncommon here. Most of our friends have four. As our father emigrated to Glasgow and we were born and raised in a city, we’ve only had two each. What a relief!” a couple of Scottish sisters laugh at the counter of a grocery store that turns into a pub bar when dusk falls. We’re in the north of the north. Malin Head is the name of the cape where Inishowen ends: wild beaches and treeless prairies dotted with tiny villages. Ireland’s northernmost peninsula is almost twice the size of Ibiza and has 30,000 inhabitants. It’s far from Belfast, far from Dublin, far from everything. “But people are happy because they live quietly. They have all the time in the world to raise their children,” insist the sisters, who go back each year on holiday to rediscover their roots, “Famines, poverty and terrorism are problems that belong in the history books. The pub is usually closer to them, but here no one is frightened by having to drive twenty minutes in bad weather to get to the supermarket, pharmacy or school. It used to be much worse.”
Las escucho mientras veo a Johnny, el padre, apurar una pinta de cerveza negra. Me cuenta que cruzó la frontera del Ulster y embarcó en el puerto de Derry con diecisiete años para marcharse a Escocia. Al llegar trabajó en las minas de carbón y, cuando pudo, se puso a reparar tejados: mejor morir cayéndose de un andamio que con
I’m listening to them as I watch Johnny, the father, knock back a pint of dark beer. He tells me that he crossed the Ulster border and embarked at the port of Derry at the age of seventeen to go to Scotland. His first job upon arriving was in the coal mines and, when he could, he began to repair roofs: better to die falling from a scaffold than have his lungs pierced by silicosis. The gaps in the story are completed by my imagination. I imagine Johnny falling in love, getting married, facing the routine of the working class, getting drunk and lighting a cigarette with the previous cigarette. I imagine his yellow nicotine-stained fingers clobbering his five children: three boys and the two girls travelling with him, now in quarantine. Though he admits it wasn’t easy raising them, he says they never pissed him off half as much as anything