Cultural 31-08-2018

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suplemento semanal de la hora, idea original de Rosauro Carmín Q.

Guatemala, 31 de agosto de 2018

ADÁN BUENOSAYRES:

Conmemoración de una novela


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presentación

Adán Buenosayres”, obra fundamental de la literatura argentina, cumple 70 años. Para hablarnos del significado del libro y del itinerario farragoso por el que transitó su recepción entre los críticos, contamos con la colaboración de Jorge Carro. Como es habitual, Jorge, conocedor del ambiente argentino, la literatura y sus epígonos, nos da a conocer en las páginas del Suplemento un horizonte amplio para acercarnos a la novela más importante de Leopoldo Marechal. El reconocimiento ahora parece unánime, pero no siempre fue así, según nos narra nuestro colaborador. Los popes de la literatura argentina, muchas veces por razones extraliterarias, no advirtieron las virtudes de una obra que, aunque ninguneada de manera prolija, hoy se constituye en texto capital de las letras de ese país austral. Jorge lo resume así: “Cuando se presentó la primera edición de ‘Adán Buenosayres’, como es natural y frecuente, la lectura del libro se hizo en términos políticos y entonces los mejores escritores del momento, los más conocidos, Eduardo Mallea (director de Suplemento Literario de ‘La Nación’) por ejemplo, reaccionaron violentamente contra el libro, le encontraron todos los defectos imaginables, no vieron ninguna de sus cualidades y entre tanto yo había leído ese libro y me había deslumbrado. Solo Julio Cortázar publicó una reseña favorable en la revista Realidad y durante quince días recibió amenazas e insultos por teléfono”. Con nuestro artículo de portada, presentamos a usted las propuestas de Juan Antonio Canel Cabrera, Adolfo Mazariegos, Gustavo Sánchez y Miguel Flores. Nos sentimos afortunados en La Hora por contar con colaboradores de primer orden como ellos y compartir con nuestros lectores del Suplemento tanto el proceso creativo de sus obras literarias, como la crítica con que elaboran sus planteamientos. Que la edición sea de su agrado y continúe acompañándonos en la misión de construir un mundo distinto. Que su afición por “lo cultural” sea la condición para imaginar escenarios más humanos, propicios para un país diverso, inclusivo y justo. Hasta la próxima.

es una publicación de:

Adán Buenosayres cumple 70 años Jorge Carrol Director de la Red de Bibliotecas Landivarianas Presidente de la Asociación Enrique Gómez Carrillo

El 30 de agosto de 1948 fue publicada una de las novelas fundamentales de la literatura argentina, “Adán Buenosayres”, de Leopoldo Marechal.

T

enía yo 15 años, pero tuve que esperar cuatro años más para que en una de las mesas del desaparecido “Palacio do café” (de la muy porteña calle Corrientes) para que me fuera concedido tener en mis manos, esta novela cuyos primeros capítulos datan del segundo viaje de Marechal a Europa: fines de 1929 o a inicios 1931; aunque el autor señaló que la comenzó en 1930. Sin embargo, esta novela que me cambió de raíces mi forma de asumir la lectura de novelas tuvo que esperar hasta 1965, fecha en la cual Marechal publicó

su segunda novela, “El banquete de Severo Arcángelo”, para ver una segunda edición, de bolsillo. El éxito de la segunda novela arrastró a la primera y la liberó del silencio a la que había sido condenada (por escritores como Borges, por ejemplo) luego del derrocamiento del gobierno de Perón, con quien Marechal colaboró. Estos episodios degeneraron en un proceso que el autor mismo denominó “ostracismo interno”, pues fue ésta una época en la que fue marginado de la vida cultural de su país y visitado por pocos amigos. El autor vivió los años previos a la publicación de “El banquete de Severo Arcángelo” enclaustrado en el apartamento en el que convivía con Elbia Rosbaco, su mujer. El reconocimiento que adquirió después de la publicación de su segunda novela impulsó la reedición de la primera y la aparición de numerosas publicaciones posteriores, al compás del ingreso del autor en un estatus de novelista de fuerte significado para la

literatura argentina La novela se divide en siete “libros”: los cinco primeros están narrados en tercera persona y describen las peripecias de “Adán Buenosayres” entre un Jueves


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Santo y un Domingo de Resurrección transcurridos desde el 27 hasta el 29 de abril de un año indeterminado de la década de 1920. Esta ubicación temporal resulta muy significativa porque el argumento gira en torno al proceso interior del personaje cuando, deambulando por las calles de Villa Crespo, se encuentra con la Iglesia de San Bernardo y con el Cristo de la Mano Rota, eje del mundo que remueve sus cimientos interiores y lo impulsa a buscar El Absoluto. Los libros VI (“El Cuaderno de Tapas Azules”) y VII (“Viaje a la Oscura Ciudad de Cacodelphia”), en cambio, funcionan como apéndices y están contados en primera persona por el personaje central, el poeta Adán Buenosayres, claro alter ego del autor... La novela comienza con el entierro de Adán y describe su periplo simbólico por la geografía urbana y arrabalera de un transfigurado Buenos Aires: “... desde su despertar metafísico en el número 303 de la calle Monte Egmont, hasta la medianoche del siguiente día, en que ángeles y demonios pelearon por su alma en frente a la iglesia de San Bernardo, ante la figura inmóvil del Cristo de la Mano Rota”. Al protagonista lo acompañan en algunas de sus aventuras amigos y compañeros del grupo reunido alrededor de la revista Martín Fierro en los años 20. Así, la novela va del humor a la epopeya y de la tragedia al sainete, con un lenguaje eximio y por momentos deslumbrante. El propio Marechal declaró en el Suplemento Cultura y Nación del 29 de marzo de 1973: “Al escribir mi Adán Buenosayres [...] Desde muy temprano, y basándome en la Poética de Aristóteles, me pareció que todos los géneros literarios eran y deben ser géneros de la poesía, tanto en lo épico, lo dramático y lo lírico. Para mí, la clasificación aristotélica seguía vigente, y si el curso de los siglos había dado fin a ciertas especies literarias, no lo había hecho sin crear ‘sucedáneos’ de las mismas. Entonces fue cuando me pareció que la novela, género relativamente moderno, no podía ser otra cosa que el ‘sucedáneo legítimo’ de la antigua epopeya. Con tal intención escribí Adán Buenosayres y lo ajusté a las normas que Aristóteles ha dado al género épico”. Igualmente, en “Adán Buenosayres” se parodian una serie de discursos canónicos de la mitología clásica (en la katabasis o en los descensos infernales), de la literatura (a partir de Homero, Dante, Rabelais, Joyce), o de la vida cotidiana de los barrios porteños o de los estereotipos culturales argentinos. La zozobra entre discurso canónico y discurso paródico es una constante en esta novela fundacional. Así es como podemos centrarnos en la parodia que realiza del discurso de Xul Solar, señalando el rol fundamental que Marechal le concedía al artista en la construcción de su texto. Dado que en “Adán Buenosayres” cobran especial interés la parodia, lo

grotesco y la katabasis, es el propio Marechal quien se encargó de remarcar la influencia que ha ejercido Rabelais. La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, en donde Bajtín aborda las mismas en su análisis de la serie de Gargantúa y Pantagruel, escrita por François Rabelais a comienzos del siglo XVI. Podemos, en consecuencia, a la luz de Bajtín, plantearnos que los múltiples cuerpos grotescos que circulan por las páginas de “Adán Buenosayres” aparecen como figuraciones de un modelo de habitante de la Argentina de los años 30 y 40 del siglo XX, traspasado por sus múltiples y contradictorias herencias culturales, tema de especial relevancia tanto para Marechal como para Xul como para todos los intelectuales reunidos alrededor de la revista Martín Fierro. A su vez, la katabasis con la que se cierra el libro (el descenso a “la oscura ciudad de Cacodelphia”) se constituye como un simbólico viaje en busca de la propia naturaleza de la cultura argentina. Cuando se publicó hace 70 años por primera vez “Adán Buenosayres”, unas pocas reseñas que se le dedicaron fueron muy negativas; algunos puntualizaron “en Sur se la juzga de mala copia del Ulises joyciano”. Pero entre tanto crítico ramplón, sólo se levantó la voz discordante: la de Julio Cortázar, quien firmaba un artículo laudatorio en la revista “Realidad”, pero a pesar de su defensa, por muy talentosa que fuera, no pudo impedir que una conspiración de silencio rodeara la obra durante más de 15 años. Cuando se presentó la primera edición de “Adán Buenosayres”, como es natural y frecuente, la lectura del libro se hizo en términos políticos y entonces los mejores escritores del momento, los más conocidos, Eduardo Mallea (director de Suplemento Literario de “La Nación”) por ejemplo, reaccionaron violentamente contra el libro, le encontraron todos los defectos imaginables, no vieron ninguna de sus cualidades y entre tanto yo había leído ese libro y me había deslumbrado. Solo Julio Cortázar publicó una reseña favorable en la revista Realidad y durante quince días recibió amenazas e insultos por teléfono. Algo parecido ocurrió cuando apareció Ulises, su autor (James Joyce) fue llevado a juicio por obscenidad, a Marechal no le fue mucho mejor. Las primeras críticas de “Adán Buenosayres”, particularmente las que salieron en la revista Sur, fueron lapidarias. Eduardo González Lanuza escribió que había que imaginar el libro de Joyce “abundantemente salpicado de estiércol” para tener una idea acabada de cómo era el Adán. Y cerraba diciendo que el autor, en el fondo, no era más que un engreído, un resentido y un tomista. Enrique Anderson Imbert dijo que era “un bodrio con fealdades” y Emir Rodríguez Monegal, que “las inmundicias con que cubre casi todas las páginas” eran del tipo de las que “decoran las letrinas

del orbe hispánico”. Asimismo, en octubre 1959, Borges comentó –en su mejor estilo “sangrón”– que Marechal había pensado inicialmente en llamar Fulano Varangot a su personaje, pero que “lo desechó porque todos lo embromaban llamándolo Leopoldo Guarangot”. ¿Por qué tanto ensañamiento? ¿No habrá sido, tal vez, porque los personajes de la novela eran sus viejos amigos? No olvidar –reitero– que por las páginas de “Adán Buenosayres” aparecen satirizados Borges (el poeta ciego Luis Pereda), Xul Solar (el astrólogo Schultze), Raúl Scalabrini Ortiz (Bernini), Jacobo Fijman (Samuel Tesler) y hasta Victoria Ocampo (Titania), que se lleva, tal vez, la peor parte: “Diga si es cierto”, escribe Marechal, “que, no bastándole la producción local, se dedicó a la pesca en otros continentes, atrayendo a sí a numerosos ejemplares masculinos, todos afinados en el uso y abuso de la inteligencia”. La operación de rescate de 1965, tras la publicación de “El banquete de Severo Arcángelo”, fue fulminante. “Leída en un contexto renovador, se saluda a la novela como el principal antecedente de la nueva narrativa hispanoamericana; hasta los críticos más ácidos se ven obligados a matizar sus juicios”. Esa primera buena reseña de Cortázar fue el primer paso para un intercambio epistolar entre los escritores y un breve estudio sobre la relación entre “Adán Buenosayres” y “Rayuela” (1963, ya que ambas como sugiere Navascués (1), “se construyen a partir de la búsqueda de un paraíso, de modo que sus protagonistas deambulan por las calles de Buenos Aires o de París”. Concluyo estas divagaciones-homenaje, con una carta que Cortázar le escribió a Marechal en 1965, y que demuestra la amistad y admiración que con los años unió a los dos autores que cambiaron rotundamente la novelística escrita en español a mediados del siglo XX: “Muy estimado Marechal: Perdóneme el que le escriba a máquina, pero la verdad es que pierdo toda espontaneidad tan pronto tengo una pluma entre los dedos. Como mis cartas son siempre “en borrador”, me siento mucho más cómodo escribiendo a toda velocidad lo que me pasa por la cabeza. Perdóneme también que le conteste con retraso, pero he andado viajando y sólo ahora tengo un poco de tranquilidad para pensar en los amigos. Gracias por su mensaje tan cordial. Creo que tiene usted razón, porque lamenta haber tardado tantos años en enviarme unas líneas; yo lo lamenté profundamente en la época en que usted publicó Adán Buenosayres, pero también pensé que usted tendría sus razones para no decirme lo que me dice ahora. Por otra parte, ¿qué importa el tiempo? Lo único bueno es recibir en cualquier momento de la vida una carta como la suya, y pensar que valía la pena haber roto una lanza en su día por una obra admirable e incomprendida.

Marechal joven.

Correcciones de Marechal a prueba de imprenta.

Me alegra de verdad que Rayuela signifique algo para usted, porque para mí, es la prueba de que esa tentativa ha cuajado, por lo menos parcialmente. Poco o nada me importa el juicio “crítico” a dos o tres columnas, sea favorable o negativo; algunas cartas de gente joven, algunos testimonios inesperados y conmovedores, y ahora esta carta suya, me pagan con creces un trabajo de años. Pienso que usted lo comprenderá muy bien, porque nos marcó un gran rumbo con su Adán... y porque sin duda pasó por experiencias análogas. Me divierte pensar que Horacio Oliveira se ha juntado alguna noche con el grupo de porteños que vagan por los suburbios, y que lo han recibido como a un amigo. Me divierte y me conmueve imaginármelo junto a ellos asistiendo al glorioso encuentro del taita Flores con el malevo Di Pasquo, saboreando hasta las lágrimas el zapatillazo del pesado Rivera en la cabeza de Samuel Tesler. No cualquiera, creo, tiene entrada al velorio del pisador de barro. Yo agradezco por Horacio, y miro por sobre su hombro. Hasta siempre, Marechal, con un gran abrazo de su amigo, Julio Cortázar. (1) Adán Buenosayres una novela total: estudio narratológico – Javier de Navascués Martin – (1992) Ediciones de la Universidad de Navarra. (2) Julio Cortázar Cartas 2 (1964 1968), Buenos Aires, Alfaguara, 2000.


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Lección para escritor Tercera Parte

Juan Antonio Canel Cabrera Escritor

El asunto de “tener pueblo” que mencioné en mi artículo anterior (publicado el 13 de julio de 2018), Marco Augusto Quiroa me lo ilustró después en la práctica. Fue un día de 1990. Caminábamos a inmediaciones del mercado Colón cuando nos encontramos con Enrique Guerra Villar, periodista y caricaturista chileno que vivió en Guatemala un catizumbal de años y que mantenía, en el extinto diario “El Gráfico”, un espacio periodístico llamado La columna insólita.

-¿

Qué tal vos, Maquito? -¡Mi querido Quique!, ¿de dónde venís? -De dejar mi columna en El

Gráfico. Luego de presentarme, le dijo con cautelosa picardía: -¿Y a dónde te dirigís, si no es mucha indiscreción? -A tomarme un calientito1 a Las Tablas.2 -¿Y no tomaría a mal su mercé que lo acompañásemos? Entramos a Las Tablas. A mí, al principio, me pareció un tugurio de lo más rascuache con sus olores agrios, aserrín regado en el suelo a manera de cama para escupitajos, penumbra leve, bolos embrocados sobre el mostrador cubiertos con sus cacharpas barnizadas de mugre gruesa, multitud de moscas haciéndoles la ronda aérea y las caras de algunos charamileros que, cuando nos vieron entrar con sus ojos tecolotezcos quizá pensaron “ya nos cayó trago”; no obstante, esa primera impresión incómoda, luego me atrajeron casi todas las cosas que estaban situadas en ese Xibalbá emergido de las profundidades por la sola necesidad alcohólica. Con Maco y Quique hubo mucho de qué hablar. Casi todo fue broma y festejo por la vida. La conversación, añadida a las personas que bebían en el interior y las charlas lentas y pegajosas que mantenían los contertulios, me llenaron de sorpresa. Nunca pensé que fuese tan fácil llegar a Xibalbá. Los vahos densos que se sentían y los corridos que, sonando, insuflaban ánimo en los contertulios, terminaron de darle el marco adecuado a esos momentos didácticos que después me serían de mucha utilidad. -Salud, Quique; salud, Canelín. Y luego: chilín-chilín con los vasos. Y así, durante reiteradas oportunidades, hasta que, comenzada a caer la noche, tuvimos que partir. Pasó mucho tiempo sin que Maco mencionara los incidentes de esa tarde. Hasta que llegó la oportunidad de comentarla. La ocasión se dio meses después de un viaje que hicimos, como retiro espiritual, con los otros compañeros del grupo literario la rial academia; fuimos a El 1 Dícese del agua de rosa de Jamaica caliente. 2 Forma de designar a la extinta cantina La Flor de Lis, que estuvo ubicada en la 7ª. calle y 13 Av. esquina, precisamente porque sus paredes eran de tablas.

Marco Augusto Quiroa, foto de la contraportada de su libro Semana Menor.

Semillero, una playa en la cual Maco tenía una casa. Por ese tiempo publicábamos, como grupo literario la rial academia, una página los días domingos en un periódico guatemalteco. La ida fue muy alegre, y llena de camaradería, tragos y fabricación de utopías. El regreso fue tenso y, por razones ideológicas y guarosas, poco faltó para que Maco y otro de los compañeros resultaran en las trompadas; sobre todo porque Maco, todavía con las secuelas de los guaros, destilaba sarcasmo e ironía terribles. Cuando llegamos a El Semillero,

desempacamos y fuimos a disfrutar la playa. Estando encalzonetados, reflexionamos sentados en la arena sobre nuestro trabajo en la rial academia e hicimos un intenso ejercicio de autocrítica. Luego regresamos a descansar y comer. Enseguida, Maco me dijo: dejemos a esos viejitos y vámonos a disfrutar. Y nos fuimos a donde estaban las ventas de comida. Allí se encontró con una vendedora de pescado, viejona gorda, de cachetes vibrátiles, dicharachera y alegrísima, con quien comenzaron a hacer recuento del recuerdo y las bromas; luego,


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llegaron algunos pescadores y se unieron a la alegría de la conversación. Era un hervidero de regocijo que, con la llegada de algunas muchachas, hasta un baile se armó. Como Maco era tieso como un palo para bailar, y aunque yo no era precisamente un John Travolta, tuve que sacrificarme y sacar solo la tarea danzante. Pasamos una velada alegrísima salpicada de chistes, bromas, anécdotas simpatiquísimas, brindis reiterados y fraternidad. Concluimos el jolgorio a las cuatro de la mañana entre abrazos con las chavas, juramentos alcohólicos con los pescadores y los dedos cruzados para volvernos a encontrar. Los otros dos compañeros, no sólo no fueron con nosotros sino que, al ver que no regresábamos, se pasaron la noche en vela esperándonos; bravos por no habernos acompañado y emputadísimos cuando nos vieron regresar, abrazados y casi muertos de la risa. Pues bien, recordando ese viaje, semanas después, Maco comparó las escenas ocurridas en Las Tablas, con Quique Guerra, y las que vivimos los de la rial: -Todas las vivencias de la vida son insumos para nuestro trabajo literario. Lo que vivimos en El Semillero y el asombro que te inundó cuando fuimos con Quique Guerra a Las Tablas son elementos que, a la hora de hacer literatura, se convierten en piezas fundamentales para que los textos que escribamos puedan ser creíbles para los lectores. Porque, si no sos creíble no tendrás muchos lectores. Y no sólo eso sino, también, que los textos estén impregnados de la sencillez cotidiana que tan difícil es lograr en literatura para alguien que no tiene contacto con la realidad y la gente de su entorno. A partir de esas situaciones comenzó conmigo con un discurso didáctico sobre la literatura que no concluyó mientras vivió. Fue entonces cuando lo comencé a sentir un genuino maestro. Alegaba, en ese entonces, que los otros compañeros no podían aspirar a ser escritores populares porque, sencillamente, no querían tener contacto con el pueblo. “Es como escribir de sexo sin haberlo tenido” -sentenciaba. El magisterio que ejerció conmigo lo sentí como una de las mejores muestras de amistad que he tenido en la vida. Me decía: -Nunca le rehuyás a meterte en los escenarios del mundo; siempre está atento a lo que ves, oís, olés y, sobre todo, palpás. Si vas donde los chancles, no te comportés como un carretero. Miralos; estudiá los malabares de su falsedad, trucos, ardides y máscaras que usan para poder mantener vigencia en ese mundo. Y si llegás al mero pópulo, no te mostrés arrogante ni lleno de babosadas. Sé uno de ellos. Por encima de todo, siempre mantené encendida la maquinita del aprendizaje. Nunca dejés que se te vaya la oportunidad de aprender; si te llega a faltar, perderás también lo aprendido.

Además, será un indicador de que has perdido humildad. Entonces verás que ese es un fango del cual sólo se puede salir con mucha dificultad. “En resumidas y resumadas cuentas, uno siempre debe estar en la jugada”. Quizá por eso, al final de su vida, sentenció: “Es que yo soy como ese zacate que crece en las banquetas: lo orinan los chuchos, le echan cal, los patojos malcriados lo jalonean, le cae el humo de las camionetas, pero ahí está”.3 La capacidad de observación que Marco Augusto tuvo fue extraordinaria. Aparte de su muy buena memoria, siempre cargaba en su morralito un cuaderno en el cual, después de los acontecimientos, apuntaba. Casi nunca tomó nota mientras tenía a los demás enfrente o alrededor. Su técnica para que la gente pudiera mostrarse con naturalidad, era muy sencilla. Como fue muy ingenioso, dicharachero, refranero y contador de chistes, rápidamente caía bien aún en los medios desconocidos o áridos. Y ya con la confianza de sus contertulios o contertulias, cada quien se mostraba confianzudo y todo se volvía natural; la gente se mostraba diáfana y Maco, a la vez que disfrutaba, la estudiaba con minuciosidad. Prácticamente no había detalle que se le escapara. Y cuando necesitaba conocer una reacción específica, con todos sus datos y características, él la provocaba. Tenía una artística frialdad para eso. Sabía que sus personajes debían tener una congruencia minuciosa con la 3Revista Semblanzas, en Siglo XXI, 22 de mayo de 2004.

realidad; por eso, antes de escribir sobre algo humano, él ya había tenido la experiencia de constatarlo en la realidad. “Un buen redactor describe; un escritor narra; para lo primero sólo se necesita saber redactar; para lo segundo se necesita talento. Para eso hay que tener la capacidad de sentir las cosas y no sólo verlas u oírlas -me decía. Después –completaba-, sólo es de añadirle las dosis exactas de ritmo, poesía y el tono adecuado a la circunstancia del personaje”. Y esa

Enrique Guerra Villar.

manera de aprendizaje, gracias a su curiosidad insaciable, la cultivó desde joven. Por eso dijo: “Mis cuentos por lo general están referidos a hechos cotidianos que nunca han sucedido, que nunca suceden; son pura ficción, pero mi intención es contar algo que pueda suceder. Mis cuentos no se refieren a hechos fantásticos que parecieran imposibles, sino lo contrario, dan la sensación de haber pasado en alguna parte”.4 A lo mejor, por eso se siente tanta afinidad con sus cuentos cuando uno los lee. Seducen desde el principio; parece como si uno tuviera familiaridad con los personajes y circunstancias que suceden literariamente. Dan ganas de meterse en esa realidad imaginaria. Por ese conocimiento humano que poseía de las personas, el escritor salvadoreño Hugo Lindo manifestó lo siguiente: “Uno esperaría del pintor, una presentación plástica y cromática de los ambientes: pero no es así: Quiroa sondea, sin temores ni gazmoñería, el trasmundo psicológico de sus personajes, y de este modo trasciende el criollismo de Wyld Ospina, de Paco Méndez y de muchos otros narradores guatemaltecos, y otorga a sus protagonistas un sentido de agudísima ironía y de muy penetrante crítica social”.5 Y, como calaqueó el espacio, seguiré en la próxima entrega, si me siguen dando posada en este Suplemento de La Hora… 4 Adelma Bercián, Marco Augusto Quiroa: “El color de mis cuentos se parece mucho a las palabras de mis cuadros”, periódico Siglo Veintiuno, 16 de junio de 1994. 5 Hugo Lindo en: Tzolkin suplemento cultural del Diario de Centro América, 20-09-1984, Pág. 2.


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Eduardo Mendoza:

entre laberintos de aceitunas, riñas de gatos y ciudades de prodigios Adolfo Mazariegos Escritor y Columnista de La Hora

Don Eduardo Mendoza, un prolífico autor de cuyas obras sin duda se ha comentado bastante, y a quien conocí –decir “conocí” es una afirmación puramente retórica, tal vez más apropiado sería decir que descubrí una de sus obras– en una feria municipal del libro en el Centro Histórico de la Ciudad de Guatemala.

E

ra una soleada y agradable tarde en la que un viento leve mecía cadenciosamente las ramas de los árboles que, a un costado del Parque Centenario – donde estaba ubicada la feria–, daban sombra a las bancas de concreto en las que usualmente se sientan a descansar ancianos y gente que lee algún viejo periódico o juega al ajedrez con alguien más. Ya había recorrido varios stands, y había conversado amenamente con un par de amables libreros que con mucho tino y gentileza, me habían recomendado algunos libros que me parecieron interesantísimos, pero que, en honor a la verdad, no llegué a comprar ese día; no obstante, memoricé un par de títulos para adquirirlos quizá después. Cuando estaba por marcharme, dando fin al recorrido por la feria y pensando en caminar un poco para acercarme a algún local en el que pudiera comprarme una taza de buen café, por alguna razón a la que hoy no sabría dar una explicación satisfactoria, me detuve aún unos minutos (que se tornaron largos) a ver algunos libros que estaban ofertados sobre la mesa de una de las librerías de usados ubicada en uno de los extremos de la calle, casi ya sobre el Paseo de la Sexta Avenida. Empecé a pasar algunas páginas, a observar las contratapas y –como suelo hacer en estos casos, casi como una manía–, a separar algunos de los libros que me interesaron más que otros, luego decidiría cuáles habría de llevarme: tal vez uno o dos (nunca se sabe). Lo cierto es que, de pronto, entre aquellos títulos en los que había de todo, uno especialmente, llamó mi atención: “El laberinto de las aceitunas”, un pequeño libro en edición de bolsillo publicado varios años atrás por la editorial Seix-Barral. No pude resistirme a la lectura de un par de sus primeras páginas. He de reconocer que no había leído hasta entonces ninguna obra del autor, aunque claro, algo sabía de él y de

su respetable trayectoria de tantos años. Su vida literaria que hoy día supera ya las cuatro décadas y que le valió la concesión del Premio Cervantes 2016, tuvo su inicio en 1975, con la publicación de “La verdad sobre el caso Savolta” obra que ese mismo año recibió el Premio de la Crítica y al cual se sumarían, con los años, otros tantos entre los que destacan el Premio Planeta (2010) por “Riña de gatos, Madrid 1936”; el Premio al Mejor Libro del Año, otorgado por el Gremio de Libreros de Madrid, por “La aventura del tocador de señoras” (2002); el Premio al Mejor Libro Extranjero (Francia) por “Una comedia ligera” (1998); y el Premio Ciudad de Barcelona por “La ciudad de los prodigios” (1987), entre otros. La narrativa de Mendoza destaca por ser sencilla y amena –directa, dirían muchos–, aunque no puede negarse su gusto por la utilización, desde sus inicios, de un lenguaje popular que en boca del variopinto abanico de sus personajes, muchas veces marginales o sobrevivientes de un mundo que les es casi ajeno,

suele mezclar con términos cultos que no pasan desapercibidos al lector y que muchas veces sirven, por muy inverosímil que parezca, como punto de partida para reflexiones repentinas y a veces necesarias en torno al uso del idioma y del lenguaje cotidiano. El elemento humorístico tampoco le es ajeno al conjunto de su obra, que, si bien en su mayoría es novela, también incluye ensayo y más recientemente algo de relato. Luego de leer “El laberinto de las aceitunas”, segunda novela de una serie que el autor inició con “El misterio de la cripta embrujada”, una suerte de mezcla entre el género negro y thrillers con su toque de intriga y suspenso, no pude esperar mucho para buscar entre los anaqueles de las librerías cercanas otros títulos del autor. Y tuve éxito en la búsqueda, a ese primer libro que adquirí le siguieron algunos más cuyas temáticas similares giran en torno a todo lo que ya he comentado líneas arriba y que han mantenido en mí, hasta hoy, el mismo gusto que experimenté con la lectura de aquella primera de sus obras que tuve en mis manos.


Guatemala, 31 de agosto de 2018 / Página 7

La cita prohibida Gustavo Sánchez Escritor y Columnista de La Hora

Y

Yo me ausentaré por un minuto, una hora... años, y volveré tan luego. Roberto Obregón

a todo es silencio, quedé en verlo aunque sea en la madrugada. Mis papás duermen junto a mi cuarto. Antes de dormirse revisaron mi cama y la mesa de noche. Tengo que salir a oscuras pues ellos me han prohibido terminantemente relacionarme con él. Dicen que me va a ennegrecer la mente, pero a mí me gusta. Me levanto, el piso se queja. La polilla ha hecho su labor y ya las manos de pintura son inútiles. Quedamos en reunirnos en nuestro lugar secreto. Por suerte mi nuevo cuarto tiene puerta directa al patio. Es el de mi abuelo Santiago. Ese viejo era buena onda. El cuarto me quedó después de su muerte. Camino alrededor de la pila, despacio. La luna se posa en el cerro del Baúl. Hace frío. Entro a la cocina, sigiloso. De ahí al comedor es sencillo. A la sala hay que entrar con cuidado por la cantidad de miniaturas de cristal que la adornan. Por suerte es luna llena. Su luz entra por el ventanal, se quiebra en la Torre Eiffel rodeada de elefantes y pianos. Paso junto al baño de visitas y llego al costurero, nuestro espacio nocturno. Un enorme canapé es cómplice. En el interior está él, lo imagino sonriendo. Estiro la mano izquierda y abro al mueble, le brindo la otra y sale. Enciendo la luz. ¡Todo lo que hay que hacer para leer a Vargas Vila!


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El diseño como otra forma de arte Miguel Flores castellanos Doctor en Artes y Letras

Cada vez es más frecuente percibir el diseño como una forma de arte. En San José, Costa Rica, ya existe el Museo de Arte Contemporáneo y Diseño. En Guatemala se empieza a tratar el tema desde la época de los setenta, cuando se funda lo que hoy es la Facultad de Arquitectura y Diseño, en la Universidad Rafael Landívar. Gracias a la idea de los arquitectos Claudio Olivares, Augusto Vela y Daniel Borja, Guatemala cuenta con especialistas en la arquitectura (carrera que nace en la Universidad de San Carlos de Guatemala), el diseño gráfico y diseño industrial.

L

a palabra diseño aparece por primera vez citada por el arquitecto italiano León Bautista Alberti (1404-1472) en el siglo XV. Este afamado arquitecto del Renacimiento decía: “…toda fuerza y regla del diseño consiste en la correcta y exacta adaptación e unión de líneas y ángulos, que componen y forman la cara –fachada– de un edificio (...) llamaremos diseño al firme y gracioso preordenamiento de líneas y ángulos concebidos en la mente e ideados por un ingenioso artista”. Como se aprecia, Alberti desde el siglo XV daba cabida a la manifestación artística, vinculando dos tipos de manifestaciones simbólicas. La esencia del diseño lo constituyen tres factores que entran en acción al momento de diseñar: el tecnológico ­–cómo se va a hacer (construir)–, con qué materiales. El factor funcional –para qué va a servir– debe ser fácil de utilizar. Por último, el factor estético; es aquí donde se articula el diseño (de cualquier tipo) con el campo del

arte. La unión de estos tres factores da una forma determinada, es decir diseñada. La coherente y balanceada utilización de estos factores da origen al diseño que embelesa. Hoy en día se habla de diseño arquitectónico, industrial y gráfico… luego se han sumado otros como el diseño de modas. Para la firma Apple sus productos pasan por una depurada concepción de diseño, que hace de sus artefactos, objetos de deseo (claro, para el conocedor). Steve Jobs decía: “El diseño es el alma de todo lo creado por el hombre”. El buen diseño perdura en el tiempo. Un ejemplo, es el sillón y otomana ideado por Charles Eames en 1950, fabricada por la prestigiosa marca Herman Miller y sueño de todo arquitecto de buena cepa. Lo mismo sucede con el exprimidor de jugo de Philippe Starck, ambos diseñadores alejados varias décadas diseñaron productos que invitan a la contemplación, como el arte.

Exprimidor de jugo (c.1990). Phillipe Starck.

Sillón y otomana (1956) Charles Eames.


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