Amor y trabajo en tiempos de la pandemia neoliberal Mario Campuzano
La medicina como literatura y viceversa José Ángel Leyva
SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA DOMINGO 17 DE MAYO DE 2020 NÚMERO 1315
veinte años de un choque fundacional Sergio Huidobro
Crónicas de la pandemia
LA JORNADA SEMANAL
Portada: Rosario Mateo Calderón
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La sed según la ley seca
AMORES PERROS: 20 AÑOS DE UN CHOQUE FUNDACIONAL Era el final de un milenio, siglo y década; para la cinematografía mexicana la centuria en pleno ocaso había sido de gran esplendor, tras el que vino una época –la década final, en particular– signada por el desencanto y, peor, una escasez que hacía temer incluso la muerte de una industria fílmica que no encontraba la salida a sus múltiples problemas. Que Amores perros, la ópera prima fílmica de un locutor radiofónico y publicista de oficio, le diera un vuelco al cine mexicano, fue algo que nadie podía imaginar y, curiosamente, que muchos rechazaron por mero purismo. Desde aquel año 2000, el nombre de Alejandro González Iñárritu, a quien tocó encabezar el rescate del cine mexicano de ficción de su propio naufragio, no suscita suspicacia sino reconocimiento unánime, al que se suma, explicándolo, el ensayo de Sergio Huidobro que ofrecemos a nuestros lectores.
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Estatua de Pedro Infante, Mérida, Yucatán. Foto: AFP, Hugo Borges.
F
ue como si la incertidumbre por la pandemia hubiera dado una tregua. El moderno supermercado donde me esquilman cada quince días el salario, estaba repleto. Largas y tensas colas se formaron en las líneas de caja. La gente, olvidada la machacona orden de guardar sana distancia, recorría como en hormiguero el pasillo de vinos y licores, escogiendo bebidas sin dejar de mirar nerviosamente la hora en sus relojes y teléfonos celulares: faltaban menos de cincuenta minutos para que dieran las diez de la noche, vencimiento del plazo fatal. Cierto que la mayoría había llegado con cubrebocas, pero su frenesí los obligaba a estar más cerca unos de otros de lo que dictaba el sentido común. Incluso algunos se decidieron simultáneamente por la misma botella, tocándose peligrosamente las manos. –¡Ay! –¡Perdón! –¡Fue sin querer! A todos les había tomado por sorpresa la retrógrada medida. “No habrá ley seca”, habían dicho reiteradamente a los medios de comunicación nuestros gobernantes. ¿Por qué no creerles? Me enteré poco antes de las nueve y sólo porque estaba metido en la computadora afanado en la escritura de un relato que trata de una pareja a punto del divorcio que no tiene más remedio que pasar la cuarentena con sus tres hijos pequeños en el mismo departamento.
Carlos Martín Briceño ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
En eso estaba cuando se coló la noticia a través del portal de un periódico local. “Habrá ley seca en todo el estado de Yucatán a partir de mañana viernes 10 y hasta el 30 de abril.” Cerré mi computadora, me puse el cubre– bocas y guantes porque Ariadna, mi mujer, me obligó, y me dirigí al supermercado. Al llegar, como en día de quincena cuando se juntan puente y fin de semana, los coches desbordaban el estacionamiento y los “viene-viene”, con sus respectivos tapa bocas, no se daban abasto, apoyando y dirigiendo a los ansiosos conductores. Ya frente al anaquel de licores, tras escoger algunas botellas, escuché los comentarios de quienes se quejaban de la medida. –Innecesaria, ¿qué se creen? –Abusiva, ¡son unos retrógrados! –¡Absurda! Después, haciendo cola, mientras miraba los rostros de angustia de aquellos que se encontraban al final con sus carritos llenos y que probablemente fracasarían en su objetivo, me puse a reflexionar si esta medida no produciría el efecto contrario a lo que pretendía. ¿Y si hubieran implantado, mejor, una restricción de horario? Porque encerrados en sus casas tanto tiempo, sin la posibilidad de beberse un trago, los roces naturales de la convivencia tal vez provocarían situaciones de esa violencia tan temida. ¡Y qué de los clandestinos que, de seguro, comenzarían a proliferar por todos lados! La voz imperiosa de la cajera y los desesperantes reclamos de apuro de los que venían después de mí interrumpieron mis pensamientos. Qué caso tenía ahondar en el asunto si ya estaba la orden dada. Avancé con la sensación de encontrarme inmerso en la pesadilla de un filme apocalíptico l
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Una estancia de dos meses en una clínica de reeducación motriz es una experiencia que marca y hace reflexionar. Son los tiempos del coronavirus.
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n la clínica donde me encuentro después de una operación del fémur, las visitas han quedado prohibidas. Excepto el personal médico, nadie entra ni sale del establecimiento. Un edificio moderno de seis pisos con grandes ventanales que abren apenas una decena de centímetros, balcones sin acceso, salas de kinesioterapia cerradas, un gran comedor y un salón donde luce un piano de cola, dos espacios casi desiertos a causa del posible contagio que obliga a mantener la distancia entre las personas. Son también los tiempos del confinamiento. Los días pasan, iguales unos a otros, y los internos parecen acostumbrarse a la limitada vagancia en su encierro. Veo a hombres y mujeres que dan vueltas alrededor de una terraza rodeada de árboles frondosos. Por una causa que me sigue siendo enigmática, las personas que avanzan, ayudados por bastones, sostenidos por muletas, dan vueltas en sentido contrario a las manecillas del reloj. El sol comienza su ocaso: los pájaros diurnos revolotean antes de refugiarse en sus nidos, las aves nocturnas vuelan anunciando con su trino la noche como los otros anunciaron antes del alba el amanecer. Poco a poco, las vueltas de los caminantes terminan con la búsqueda de un sillón donde descansar. Pequeños grupos se forman, según las preferencias, el tiempo transcurrido en la clínica, los días pasados compartiendo esos días. Oigo sus voces, escucho briznas de sus pláticas. Las charlas parecen obedecer a un ritual. El clima, desde luego, abre las puertas a la conversación. Siguen los comentarios sobre la calidad de las comidas, tema arduo, cargado de quejas y añoranza de buenos guisos. La intimidad permite preguntar y describir cómo pasaron la noche, si el dolor se calma o se agudiza, si se hacen progresos motrices. Las confidencias entre algunas personas vienen poco a poco: el telefonazo de una nieta, la viudez, los hogares que parecen tan lejanos, una cotidianidad exterior que desaparece en el horizonte como las velas de un barco. Nadie habla del coronavirus que flota en el ambiente ni de los confinados en sus recámaras –a causa de una sospechosa fiebre, más vale aislarlos. Después de todo, demasiado se habla del Covid-19 en la televisión. Tampoco se menciona la probable salida de la clínica. Acaso el silencio pueda exorcizar al coronavirus y vuelta a la vida anterior. Fuera de los horarios para despertar, ingerir pastillas, desayuno, baño, ejercicios, reposo, comida… y de nuevo el sueño. Nada que decidir ni discutir. Ningún visitante interrumpe el ronroneo tranquilo del encierro. El confinamiento se vuelve costumbre. Vivir debe ser un hábito difícil de perder. Las costumbres se forman con una rapidez que no da tiempo de verlas instalarse. Se incrustan en la vida cotidiana imponiéndose al paso de los días con una suave docilidad que domestica al más rebelde. La
Vilma Fuentes ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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EL MUTISMO DE LOS GRITOS rutina aligera cualquier peso y vuelve indispensables, como el aire que se respira, gestos y actos que, de habernos sido anunciados, habrían parecido impensables antes de convertirse en el tejido mismo del destino. Enfermedad, vejez, soledad, dependencia, la muerte de un ser querido, dolor físico y tantas otras situaciones consideradas catastróficas o insoportables, cuando se es joven, se tiene una buena salud, se goza de amigos y amores, se vive mal que bien, libremente; inimaginables antes de vivirlas, pueden volverse tolerables y llegar a transformarse, incluso, en costumbre. Una situación, a la que se apega quien la vive como si esa manera de vivir, vuelta hábito, fuera mejor por conocida que lo desconocido. Tarde, entrada la noche, atravieso los corredores vacíos y bajo a la terraza de la clínica, solitaria a esas horas. Raros pájaros atraviesan el cielo oscuro. En el silencio, los gritos se escuchan con más fuerza. A lo lejos, los presos en la cárcel de la Santé vociferan desde las
ventanillas enrejadas de sus células. Se comunican entre ellos o con el exterior, suplican o protestan, insultan, piden auxilio. Sólo llega el aullido de sus voces, no las palabras. El hospital Cochin se extiende al norte de la clínica. Junto a ella, separada por un muro, el tranquilo huerto de un monasterio. Al sur, al otro lado de una avenida con altos castaños, se levanta la temible y legendaria prisión de La Santé. En Cochin se escucha a veces algún grito, pero es de dolor. Los enfermos se pliegan al poder médico. En la base de esta pirámide se encuentran los pacientes. En la clínica, los confinados siguen el orden diario casi con aplicación. Los prisioneros de La Santé gritan, se rebelan quizás a su encierro. Tal vez buscan cómo evadirse. ¿O también sienten temor a enfrentar la vida del otro lado y se les vuelve una costumbre su confinamiento y un hábito aullar de noche como aúlla un lobo a la luz de la luna? No llaman a nadie. Acaso, sólo desean escucharse romper el silencio noche tras noche. Una mera costumbre l
Prisión La Santé, París. Tomada de: https://es.m.wikipedia.org/wiki/Archivo:Marville-Prison_de_la_Sante-1.jpg
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La relación entre la literatura y las ciencias es antigua, estrecha e inevitable. En este ensayo se pasa revista y se documenta con cierto detalle esa relación, en especial entre las letras y la medicina, y se anotan los puntos que las unen y generan un intercambio de temas, ideas y formas del lenguaje. Para ello, se menciona aquí una pléyade de escritores médicos y de médicos escritores cuyas obras ilustran cómo todo está en realidad profundamente interconectado.
LA MEDICINA COMO LITERATURA
“E
s más fácil viajar al cosmos que al cerebro humano”, afirmaba en 1984 el doctor Ramón de la Fuente con absoluta convicción. En efecto, la sentencia era irrefutable en ese momento, cuando el fundador y director del Instituto Nacional de Psiquiatría era una de las figuras más influyentes, si no la que más, en el campo de la salud mental en México. No obstante, la aseveración que hiciera para la revista Información Científica y Tecnológica (icyt) del conacyt, en uno de mis primeros reportajes de divulgación de la ciencia, caería estrepitosamente, como muchos de los paradigmas sociales y políticos al final de ese decenio. La erupción, más que aparición, de las tecnologías electrónicas, le darían vuelta al conocimiento de fin de siglo. La tomografía axial computarizada y la tomografía por emisión de positrones permitían el acceso a la masa encefálica sin necesidad de romper el cráneo. La medicina nuclear por un lado y la biogenética por otro ahondaban en los misterios de la conciencia y la naturaleza humanas. El cerebro estaba más próximo y la intimidad biológica del hombre dejaba lejos la percepción hermética de las neurociencias y las instalaba de sopetón en el horizonte de la bioética. Por su lado, la academia de las letras consideraba con absoluta rigidez las fronteras de la literatura y el mito era condición sine qua non de lo literario. Impensable entonces, quizás todavía, que un trovador o una periodista fueran reconocidos con el Premio Nobel de Literatura. En muchos sentidos, las lindes literarias se relajaron o de plano se borraron en estos últimos decenios; los géneros comenzaron un proceso de hibridación que busca romper ataduras y producir combinaciones sorprendentes y revolucionarias. No sólo el periodismo se reconoce como literario por su imaginación y sus herramientas, por su lenguaje, sin apartarse de la veracidad obligatoria; también desde las ciencias se reclama un sitio, y no precisamente desde la ciencia ficción, sino desde la ciencia pura, en el campo de lo que podría reconocerse como divulgación de la tecnología y la ciencia, discurso a caballo entre el periodismo, la narrativa, la crónica y la reflexión filosófica.
Despiertan los sonámbulos de la conciencia
José Ángel Leyva ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
ME VIENE A la mente el nombre y la obra de Arthur Koestler, en particular Los sonámbulos, como ejemplo literario en los dominios de la historia de la ciencia. No es remoto que un escritor, desde su labor científica, desde su experiencia y su lenguaje llame la atención de la Academia Sueca
por sus méritos literarios. Si viviera, Oliver Sacks, sería uno de los candidatos con más méritos. En su postrer libro, El río de la conciencia, Sacks nos da un ejemplo rotundo de cómo convertir la materia médica en literatura y en filosofía a la vez. En esta luminosa obra narra cómo Harold Pinter se inspiró en su libro Despertares (1973), sobre casos clínicos de encefalitis letárgica, para escribir la obra dramática Una especie de Alaska (1982). El genio creativo se da tiempo para olvidar y trabajar en el inconsciente una información que más tarde surgirá como discurso propio. Sacks compara la obra de Pinter con la de otro dramaturgo que, sin genio y con premura, escribió una pieza mediocre, sin originalidad, con repeticiones literales de su Despertares. Pinter reconoce la fuente, pero deriva en otro discurso, en otra propuesta. La literatura se nutre de la ciencia, de otras disciplinas estéticas, de la realidad, de otras mentes, de la lectura, de la oralidad, pero la memoria, mediante el olvido, hace su trabajo de fermentación y transforma el asunto para convertirlo en un producto propio. En ese sentido, nadie puede jactarse de ser completamente original. Escotomas de la memoria, de la historia, les llama Sacks; puntos ciegos que impiden visualizar a menudo las fuentes y hasta las conexiones de los hallazgos. Tramos de la conciencia donde se ocultan referencias, no para desaparecerlas del todo, sino para reelaborarlas. Al final, dice Sacks, la conciencia es no sólo la memoria, sino además el olvido de todas las experiencias que nos anteceden. En su novela El mago John Fowles expresa, en boca del protagonista, su repulsa por la lectura de ficción y su búsqueda en fuentes que narran o ensayan sobre la experiencia humana, sobre el conocimiento. Llama la atención que el propio autor de esta ficción sugiera el hastío del mito narrativo. No es el caso de los médicos que han hecho su propia narrativa a partir de y en los dominios de los laboratorios, consultorios y viajes de investigación. No sólo no han abominado de la literatura y de la poesía, se apropian de sus herramientas y se hacen de una cultura literaria francamente erudita y a menudo recurren a la filosofía para instrumentar sus reflexiones. Claude Bernard, el padre de la fisiología, se matriculó en la Facultad de Medicina, atendiendo al consejo de un crítico literario, para adquirir disciplina en el estudio y en la lectura que luego le fueran útiles en su incipiente carrera de dramaturgo. Nunca volvió a la creación literaria, forjó su propio mundo de experimentos, búsquedas y hallazgos y escribió Introducción al estudio de la medicina experimental, libro esencial para comprender los caminos de la investigación y la relación del hombre con su medio, el equilibrio
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funcional de los órganos: la homeostasis. De eso justamente nos habla Oliver Sacks. Una mañana, durante la fase terminal del cáncer hepático que le aquejaba, sintió la acción terapéutica que le permitía a su aparato digestivo retomar el control y regular sus niveles sanguíneos por unos instantes. La homeostasis sucedía una mañana invernal, cuando el sol se abría paso y le hacía sentir no sólo el placer de estar vivo sino la lucidez de El río de la conciencia, libro que sintetiza gran parte de su obra literaria, de su paso por el mundo. Sólo mentes creativas pueden elaborar auténticos relatos literarios de no ficción con la vivencia profesional, con la investigación, con la aventura clínica. Tal como lo hace Oliver Sacks en obras como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, La isla de los ciegos al color, y en cada libro dedicado a una enfermedad o viaje de conocimiento, a la manera de los viejos botánicos, biólogos, antropólogos y por qué no, de los reporteros que, como Ryszard Kapuściński, urdieron el relato de un período de la historia y no de una sola geografía, como en su Viajes con Herodoto; un diálogo alucinante con el griego (484-425 ac), autor de Historias, que, según el periodista polaco, fue el primer gran reportaje de la cultura occidental.
La paramnesia del diccionario AÚN RECUERDO MI incredulidad cuando cayó en mis manos Notas de un anatomista del mexicano, radicado en Estados Unidos, Francisco GonzálezCrussi. Traducida del inglés y publicada por el Fondo de Cultura Económica, esta obra concentra varios textos de narrativa médica que nos obligan a ver la corporeidad como materia deleznable, corruptible, como entidad biológica habitada y constituida por microorganismos que no son buenos ni malos, sino parte de la vida y, en consecuencia, de la muerte. Algo semejante a lo que nos obliga a imaginar un poema como “Plátanos podridos” del brasileño Ferreira Gullar: bajo el calor de la playa se pudre el fruto, poco a poco pierde su forma, se desintegra, como cualquier cadáver. González-Crussi había ido más allá de lo que se atrevía en sus notas periodísticas otro patólogo mexicano de buena pluma, Ruy Pérez Tamayo. El desenfado y el humor, la ironía, son instrumentos poderosos en la prosa cultísima de González-Crussi, que no sólo nos entretiene y arranca sonrisas, también nos da lecciones de patología y nos obsequia el gozo de la buena escritura. Algo similar, pero distinto a la vez, hallamos en Jesús Ramírez Bermúdez, hijo del escritor José Agustín y sobrino del periodista y divulgador de la ciencia Guillermo Bermúdez en Un diccionario
sin palabras. Instalado en la neuropsiquiatría, Ramírez Bermúdez despliega historias clínicas de sus pacientes afásicos para, al tiempo que revisa sus conductas y sus condiciones orgánicas, tejer historias entre lo cotidiano y los misterios de la mente, del lenguaje y sus alteraciones, entre las lesiones cerebrales y dramas familiares, comunitarios, individuales. De manera simultánea corren las referencias bibliográficas, los apuntes del investigador, las conversaciones con sus colegas, las citas filosóficas, y sin duda las observaciones en casos de famosos como es el del Nobel de Literatura, el poeta sueco Tomas Tranströmer, quien padecía hemiplejia con una severa afasia (trastorno del lenguaje) que no le impidió urdir su obra poética y literaria, por la cual recibió la distinción de la Academia Sueca en 2011. También Oliver Sacks recurre a menudo a figuras notables para ejemplificar sus argumentos, como lo hace con Helen Keller, la autora y activista estadunidense ciega y sorda, quien fue llevada a tribunal por haber plagiado casi de manera íntegra una obra que le habían leído. Sacks ejemplifica en ella el caso de una amnesia parcial a causa de una lectura pasiva, a través del oído, y no activa, como el braille, que ella empleaba a causa de su invidencia. Podía recordar íntegra la historia, pero no el origen, lo cual le hacía suponer que era producto de su imaginación. Ello para fundamentar su teoría de que todo conocimiento está hecho de olvidos y omisiones involuntarias o conscientes, de que nuestra originalidad no lo sería sin la apropiación de otras búsquedas y hallazgos.
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Es claro que a Ramírez Bermúdez lo tienta la ficción; de hecho, es autor de una novela, Paramnesia. El título deja en claro las temáticas de su profesión, aun cuando intenta evadir la realidad para establecer zonas narrativas con invención y mito. No es el caso de otros autores médicos que no han buscado el refugio o la evasión a través de la ficción, sino que han impuesto su carta de naturalización literaria a base de trabajar los recursos literarios en géneros como la crónica o el ensayo, tal como lo hace el propio Ramírez Bermúdez en Un diccionario sin palabras. En el caso de Sacks son muchos los ejemplos para considerar sus obras como joyas narrativas y científicas, desde El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, donde cada caso es un relato extraordinario por lo caprichoso de la realidad que raya en el delirio, o La isla de los ciegos al color en la que hace lujo de su capacidad descriptiva, icónica, narrativa, para trazar un cuaderno de viaje cuajado de circunstancias asaz misteriosas, no sólo en la búsqueda de causas y registros de la enfermedad neurológica, sino en el descubrimiento mismo de una historia de espalda al mundo, pues allí, en esas islas del Pacífico, se llevan a cabo pruebas nucleares que ocultan las grandes potencias militares. Islas a miles de kilómetros de tierra firme que nos muestran y demuestran que la evolución de la especies responde a un sistema dinámico, interconectado por aire, agua, tierra y acciones humanas, incluso. El hombre podría ser una rama evolutiva que se detenga por autodestrucción, pero la Naturaleza continuará su labor biológica, sugiere Sacks.
El lenguaje médico, ese género literario
No sólo el periodismo se reconoce como literario por su imaginación y sus herramientas, por su lenguaje, sin apartarse de la veracidad obligatoria; también desde las ciencias se reclama un sitio, y no precisamente desde la ciencia ficción, sino desde la ciencia pura.
LOS MÉDICOS CITADOS son escritores literarios no sólo por la forma como forjan sus relatos, sino por el valor que le otorgan al lenguaje, sin descartar que la medicina emplea uno de los metalenguajes más precisos y metafóricos de las diversas disciplinas, quizás porque su zona de conocimiento implica lo cultural y lo técnico, lo humanístico y lo científico. No podemos echar en el olvido que Sigmund Freud fue uno de los primeros en recibir el Premio Goethe por sus méritos literarios, en 1930, ni que André Breton emergió de las filas médicas para entregarse a los brazos del surrealismo, donde las teorías freudianas comulgaban con el arte, con las zonas ocultas y los ricos yacimientos del lenguaje. Del gremio médico han emergido genios de la literatura –ese es otro tema–, pero los hay que han forjado, con la propia medicina, un lenguaje ávido de reconocimiento literario l
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AMOR Y EN TIEMPOS DE LA TRABAJO PANDEMIA NEOLIBERAL La historia de estas dos actividades humanas, amar y trabajar, estrechamente vinculadas sobre todo a partir del siglo xviii con el surgimiento del llamado amor romántico, revela algunos aspectos de la evolución de la naturaleza humana, las sociedades y su organización política y económica. Desde el punto de vista de la psicología social, este artículo revisa los principales ejes de ese trayecto hasta nuestra época.
Mario Campuzano ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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n el verano de 1939, poco antes de que Freud muriera (septiembre de ese año), un periodista le preguntó sobre los criterios para considerar a una persona sana, madura e integrada a la sociedad. El fundador del psicoanálisis le dio una respuesta sorprendentemente breve y contundente: “Cualquier persona capaz de amar y trabajar.” Amar es ya un concepto evolucionado, lo primario en la historia de la humanidad fue la mera descarga del impulso sexual en una pareja y la necesidad de la procreación para la conservación de la especie. En la Edad Media, la etapa cristiano-feudal, es dominante el control de la Iglesia y la moral cristiana que regula al matrimonio como un mal necesario para apagar y controlar la lujuria de los seres humanos y su fin primordial es la procreación y el establecimiento de alianzas convenientes entre familias para conservar e incrementar sus bienes materiales. Ahora bien, en estas alianzas si no se solicitaba el sentimiento,
si se requería la voluntad de aceptación de los participantes. El surgimiento del amor romántico y de la pareja moderna ocurre en épocas relativamente recientes, en el siglo xviii, como consecuencia del cambio de organización social determinado por la conjunción de diversos elementos políticos, generados por la Revolución francesa y el consecuente cambio de gobierno de la monarquía absoluta a la instalación de repúblicas; de cambios de concepciones planteadas por los filósofos de la Ilustración, y los cambios derivados de la revolución industrial y el surgimiento del capitalismo que requería que la sociedad fuera un conjunto de productores libres y, como consecuencia, un nuevo contrato social que requería de un nuevo personaje: el individuo, que generó los explosivos conceptos de individualidad, subjetividad y libre albedrío. Intervención de Kiss ii, de Roy Lichtenstein, 1963.
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La pareja moderna sufre un deslizamiento de lo público a lo privado. La unión es determinada por los cónyuges mismos en función de lazos amorosos y sexuales. Y, consecuentemente, si el amor es lo que une a la pareja, ésta se disuelve cuando el amor desaparece. Es decir, la modernización de la vida familiar ha dado lugar a lazos más inestables.
Se generó así lo que Shorter (1975) ha denominado una Revolución sentimental con novedades como el amor romántico, la domesticidad, la privacidad y el predominio de lo emocional en las relaciones de pareja y con los hijos. La pareja moderna sufre un deslizamiento de lo público a lo privado. La unión es determinada por los cónyuges mismos en función de lazos amorosos y sexuales. Y, consecuentemente, si el amor es lo que une a la pareja, ésta se disuelve cuando el amor desaparece. Es decir, la modernización de la vida familiar ha dado lugar a lazos más inestables y a la necesidad de la figura jurídica del divorcio. Esto ha sido más claro en el paso al neoliberalismo y postmodernismo, donde las relaciones amorosas se han vuelto cada vez más leves, superficiales y poco comprometidas, con predominio de la sexualidad sobre la afectividad amorosa profunda y el compromiso estable con una pareja. Si la sexualidad y el amor sufren un proceso de institucionalización y cambio en los procesos de evolución sociohistóricos, el concepto y organización del trabajo, como construcciones humanas, tienen influencias y cambios semejantes. Si la compulsión al trabajo es creada por el apremio exterior y la necesidad de la supervivencia en el conjunto social, sus condiciones de ejercicio se modifican, igualmente, por los cambios sociohistóricos, de manera que el pasaje del capitalismo industrial centrado en la producción al actual dominio del capital financiero centrado en el consumo produce una crisis del trabajo como valor que tiene un profundo impacto en la subjetividad y organización de vida de los sujetos contemporáneos. El neoliberalismo instalado como doctrina económica global desde los años setenta y encubierto en sus objetivos y efectos por políticos y economistas oficiales, es llevado a debate público en 1996 por una escritora francesa, Viviane Forrester, que denuncia la realidad del trabajo asalariado como especie en extinción y sus consecuencias deletéreas y encubiertas sobre los individuos y la sociedad en general. En la contraportada del libro, los editores hacen un resumen de su contenido: “Vivimos en medio de una falacia descomunal, un mundo desaparecido que se pretende perpetuar mediante políticas artificiales. Un mundo en que nuestros conceptos de trabajo y por ende de desempleo carecen de contenido y en el cual millones de vidas son destruidas y sus destinos son aniquilados. Se sigue manteniendo la idea de una sociedad perimida, a fin de que pase inadvertida una nueva forma de civilización en la que sólo un sector ínfimo, unos pocos, tendrán alguna función. Se dice que la extinción del trabajo es apenas
coyuntural, cuando en realidad, por primera vez en la historia, el conjunto de los seres humanos es cada vez menos necesario. Descubrimos –dice la autora– que hay algo peor que la explotación del hombre: la ausencia de explotación, que el conjunto de los seres humanos sea considerado superfluo y que cada uno de los que integra ese conjunto tiemble ante la perspectiva de no seguir siendo explotable.” Esta revolución silenciosa (y silenciada) se produce por dos factores principales: la automatización de muchos procesos industriales, comerciales y de servicios, así como el traslado de las empresas a los lugares del mundo con menores costos de producción. El impacto del desempleo sobre los individuos suele ser devastador, con serias afectaciones en su valoración personal, es decir con manifestaciones de devaluación narcisista, así como sentimientos de vergüenza y culpa que les causan gran sufrimiento subjetivo y afectan su desempeño en la familia y la sociedad. La autora señala con toda claridad, desde esas fechas, la falsedad de una retórica engañosa según la cual las dificultades del presente son, solamente, los obstáculos que deben superarse con vistas a un futuro mejor. Futuro imposible, porque el sistema económico neoliberal concentra la riqueza en unas pocas personas y depaupera a grandes masas de la población. Además, el neoliberalismo no es sólo un modelo económico, sino pretende ser una racionalidad que interviene y afecta todos los órdenes de la vida, desde la educación hasta la cultura, pasando por los lugares de trabajo y el hogar, poniendo en peligro a la democracia para sujetarla al dominio del mercado en un proceso de economización de la vida que tiene como eje los principios de gobernanza y gestión. En estas condiciones, es claro que la fórmula de salud mental de Freud fue producto de las condiciones socioeconómicas de su época y no opera ya en las actuales. Tendría que substituirse por alguna otra más actual y, de preferencia, más durable al paso de los tiempos. Cristophe Dejours, psicoanalista y uno de los más importantes teóricos en la medicina del trabajo, considera que éste nunca es neutral, ya que es un elemento central en la construcción de nuestra identidad, por lo cual afecta a nuestra salud mental positiva o negativamente. Dejours aborda el tema del trabajo desde una óptica novedosa: como una relación del trabajador consigo mismo, con los otros que se vincula y con el medio socio-cultural y económico amplio. Afirma que, a través del trabajo, me pongo a prueba con el mundo y su resistencia a mi saberhacer, a mis conocimientos, a mi experiencia.
Trabajar es enfrentarse a la prueba del fracaso, donde tomo conocimiento de las resistencias del exterior a mis esfuerzos al mismo tiempo que de mis conocimientos, sensibilidad y habilidades para dominar ese entorno o de fracasar en el intento. Esa experiencia está relacionada con aquellos con quienes trabajo y con aquellos para quien trabajo, lo cual define los correlatos vinculares y sociales del trabajo donde no sólo se busca un ingreso económico y una satisfacción del saberhacer, sino una respuesta afectiva de reconocimiento que, en el management neoliberal se dirige al estímulo narcisista para la sobreexplotación de los trabajadores. En su artículo “Psicodinámica del trabajo y vínculo social” concluye: Mi conclusión será la siguiente: el trabajo ocupa un lugar central en la formación del vínculo social. Puede generar lo peor, y por el contrario, puede generar lo mejor. Actualmente produce prácticas perversas. En numerosas empresas se aprende a participar, en detrimento de otros, en actos que se reprueban. Aquí y allá se aprende a cometer injusticias y a desestructurar el vínculo social, las pertenencias y las solidaridades. Se aprende a socavar las bases del vivir en conjunto y de la buena vida en nombre de la competitividad, elevada sin vergüenza a la dignidad de “guerra santa”; la guerra económica. Pero no es en absoluto una fatalidad. El trabajo puede generar lo mejor. Es por el trabajo que yo puedo aportar una contribución a la evolución de la sociedad. Es por el trabajo que puedo beneficiarme del reconocimiento y realizarme en el campo social. Es por el trabajo que puedo emanciparme. Es por el trabajo que las mujeres se emancipan de la dominación de los hombres. Por lo tanto, no hay neutralidad del trabajo frente al vínculo social. Tal vez incluso es el mediador central, ya sea de la democracia, ya sea de la banalización de la injusticia social y de la desestructuración de la sociedad. En otros términos, me parece que si la psiquiatría tiene algo que decir del vínculo social, debe asumir la responsabilidad de analizar sistemáticamente la clínica de la relación subjetiva con el trabajo, para poder intervenir más racionalmente, no sólo en la praxis de la psiquiatría frente a los pacientes, sino también políticamente en el espacio público y los debates sobre el porvenir que queremos para el trabajo en nuestra sociedad, y también por lo que tiene de irreemplazable hasta el presente, en la formación de la identidad, en el acrecentamiento de la subjetividad, en la realización de sí, y además, como mediador posible de la salud mental.
Por supuesto, tanto el amor como el trabajo serán aspectos del vivir humano fundamentales de abordar en todo proceso psicoanalítico l
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8 17 de mayo de 2020 // Número 1315
Amores perros: ve
Un merecido repaso a la producción y realización de un filme que se ha vuelto emblemático del cine mexicano moderno, de Alejandro González Iñárritu, a veinte años de su estreno en junio de 2000, y que inició, con 3 millones y medio de espectadores, la “reconciliación del público mexicano con su cine”, de tal foma que abrió el camino para cintas como Y tu mamá también (2001) y El crimen del padre Amaro (2002).
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eis meses después terminaría el milenio. Era una mañana tranquila en los últimos días de mayo de 1999. El crucero que une a la calle de Atlixco con el eje Juan Escutia, en la colonia Condesa del entonces Distrito Federal, amanecía con fiebre alta. Técnicos atentos hablando por radios, miradas cruzadas. Nervios agudos, densos como niebla de pueblo, duros como colmillo de perro. Nueve cámaras de 35 milímetros emplazadas alrededor: en una azotea, a pie de calle, escondidas detrás de un letrero o al interior de un restaurante. Todas apuntando hacia el asfalto, jugando el ajedrez imposible de que ninguna se meta en el cuadro de alguna de las otras ocho. De repente, el silencio; en seguida, el grito. Acción. El motor que acelera. El aullido del freno. El estruendo. Metal rasgando metal, fierro torcido al instante, cristales volando en astillas. Técnicos listos para correr a maquillar con sangre falsa. Un Sentra
Sergio Huidobro ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
dorado y un Grand Marquis negro, uno a control remoto, el otro conducido a 80 km/h por el doble de acción Gerardo Moreno. A unos pasos, en la piel de un ropavejero paria y taciturno, Emilio Echevarría controlaba el sudor de las manos mientras atendía a un séquito de perros maquillados como lumpen, igual que él. Una de las cámaras estaría encuadrándolo de frente, pero él sabía que el choque sería a pocos metros de su espalda, y que un cálculo errado en la dirección del impacto sería un desastre. Al mismo tiempo, la intuición le decía que se jugaba el papel de su vida, un desafío emanado del método para el cual se había dejado cabello, barba y uñas de manos y pies sin cortar durante seis meses. Hacia media tarde, después de dos intentos de choque, las cámaras cargaban el embrión de la que sería la secuencia más citada en el cine hispano de los años siguientes. En aquel 1999, una industria flaca y seca como la mexicana producía sólo 19 películas, estrenando apenas 14. Sólo una lograría remontar bien la taquilla: Sexo, pudor y lágrimas (20th Century Fox), que con 5.3 millones de espectadores, parecía un tótem solitario en medio de una industria asfixiada por la competencia de Hollywood. Si en 1980 el porcentaje de cintas mexicanas estrenadas era de casi el cincuenta por ciento respecto al total de títulos exhibidos, para 1999, año del rodaje, la proporción rozaba el cinco por ciento. Nada parecía augurar que un drama urbano sobre un accidente vial y un puñado de perros, que además era la violenta ópera prima de un publicista y productor musical, tuviera un destino diferente. En más de una ocasión, la producción estuvo a punto de ser engullida por la ciudad y sus abismos. Durante la primera de las diez semanas de rodaje, una banda había asaltado a la producción con pistolas, encañonando a Brigitte Broch y Rodrigo Prieto, directores respectivos de arte y fotografía. En el ímpetu que sólo se tiene en las primeras veces, Iñárritu y los productores llegaron a un acuerdo con los asaltantes para que les dieran protección durante el resto de la filmación, dejándolos participar como extras. En la película se les puede ver como asistentes a las peleas de perros.
Unas semanas después, en la mañana del 7 de junio, filmaban en el restaurante Mikado de Paseo de la Reforma la secuencia en la que el Chivo (Echevarría) dispara contra un ejecutivo mientras éste come. En una coincidencia macabra, al mismo tiempo el showman Paco Stanley había sido baleado en circunstancias similares. Fue un rodaje largo, de mayo a julio, sucedido por ocho extenuantes meses de postproducción. La meta, tener el corte final viajando al sur de Francia en las primeras semanas de 2000, a fin de ser incluida en alguna sección del primer Festival de Cannes del siglo xxi.
Lucha de gigantes FUE UN RODAJE en el que todas y todos perdieron alguna forma de inocencia. Alejandro González Iñárritu, de treinta y seis años, había pasado temporadas de juventud en Europa y el norte de África antes de involucrarse con éxito en la producción musical y la publicidad. Había crecido en la Narvarte y, durante tres de esos años, Guillermo Arriaga, oriundo de la Unidad Modelo de Iztapalapa, había escrito un tratamiento tras otro de un guión cuyo primer modelo había sido El ruido y la furia, la novela de Faulkner en donde tiempos simultáneos y voces polifónicas se aglutinan y enciman para contar fragmentos de los mismos hechos. El guión de Arriaga describe tres variantes del abandono masculino, a través de un tríptico de personajes en diferentes momentos vitales: Octavio , Daniel (Álvaro Guerrero) y el Chivo son seres en la adolescencia, madurez y senectud que rompen o reconstruyen sus vínculos de sangre después de ejercer alguna forma de traición. A diferencia de los canes, modelos de lealtad y compañía, los hombres de Amores perros muerden cualquier mano que les brinde consuelo. Todos buscan alguna forma de redención. Al final, sólo el Chivo la encuentra: perdonado a la distancia por su hija, es el único de los tres que entiende a tiempo que de la humillación sólo se sale caminando. Humberto Busto (Jorge) comenzaba a estudiar en el cut cuando estalló la huelga universitaria de 1999. Egresado de una escuela privada y criado también
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einte años de un choque fundacional
en la Narvarte, hizo su primer casting de cine para esa ópera prima de la que sabía poco y para un personaje que le era ajeno y desafiante: un vato de barrio en patineta, conectado con el circuito clandestino de peleas de perros en el oriente bravo de la capital. Para no llegar a la audición con molestias por una infección ocular, saliendo del Metro compró unos lentes de pasta que se convirtieron en su fetiche para entrar en personaje. Su voz agrietada por la angustia –“¿Qué hiciste güey? ¿Nada, cómo nada pendejo?”– es la primera que escuchamos sobre un fondo negro. Un recuerdo grabado con fuego en la memoria del cine hispano. Como los lentes de Busto, Amores perros se construyó sobre carencias milagrosas. No hay en pantalla nociones tradicionales de utilería o sets construidos para la ficción: las casas de paredes húmedad, tiliches y trebejos, autos oxidados, muebles ajados y espejos opacados por la mugre tienen olor y textura porque son objetos auténticos que cargan memorias invisibles, y que el oficio extraordinario de Brigitte Broch transformó en espacios que transpiran el dolor o el deseo de los personajes que los habitan. No había dinero para redecorar cuartos vacíos ni para darse el lujo de comprar el mueble exacto. Todas las televisiones muestran comerciales dirigidos por el propio Iñárritu, por el reducido presupuesto para comprar derechos. Para la banda sonora, el cineasta y Lynn Fachstein renunciaron a utopías imposibles como comprar canciones de Creedence Clearwater Revival o The Rolling Stones; en lugar de eso, el Iñárritu productor echó mano de viejas amistades musicales, como Control Machete, Café Tacvba y Nacho Vega de Nacha Pop, quien permitió el uso de “Lucha de gigantes” en una secuencia imposible de olvidar.
Ron, agua y leche: la búsqueda del equilibrio IÑÁRRITU Y RODRIGO Prieto habían coincidido en el libro fotográfico de la neoyorquina Nan Goldin, I´ll Be Your Mirror (1995) como una
referencia para retratar los ambientes, colores y texturas. La historia del segundo acto, filmada al interior del edificio Basurto en la Condesa, es un contrapunto limpio, de espacios abiertos y paredes blancas que divide las tragedias del primer y tercer tiempo, manchadas de hollín, saliva y muros agrietados. Quizá sin quererlo, las imágenes de Amores perros son el último mural fílmico de una ciudad que estaba mutando en algo más, en un monstruo bipolar que ya mostraba los síntomas de sus dos cánceres actuales: gentrificación y violencia. Como todo triángulo, Amores perros debe su fuerza al balance de fuerzas y tensiones en sus tres polos. Escrita y ejecutada como un tríptico de melodramas familiares, está equilibrada por la intuición de González Iñárritu para distribuir el peso entre sus tercios. Siendo debutante en el cine, el Negro supo acompañarse de talentos veteranos como Prieto o Vanessa Bauche y debutantes como Busto, Gael García Bernal, quien regresaba de estudiar en Londres, o Arriaga, novelista cuya experiencia como escritor fílmico se limitaba a su Un dulce olor a muerte, rodada un año antes por Gabriel Retes.
Nada parecía augurar que un drama urbano sobre un accidente vial y un puñado de perros, que además era la violenta ópera prima de un publicista y productor musical, tuviera un destino diferente.
Cobijada por asesores dispares como Eliseo Alberto, Carlos Bolado en el montaje o Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro como hermanos mayores, Amores perros tuvo, valga la ironía, pocos accidentes. Su factura meticulosa y largo proceso de postproducción resultó en una campaña de lanzamiento poco frecuente para el cine mexicano que la precedía. Una inteligente campaña de impresos, portadas de revistas como Cinemanía, Cine Premiere, una cobertura detallada en Televisa y Televisa Radio, así como una banda sonora ensamblada como una rockola insólita que conciliaba a “La vida es un carnaval” de Celia Cruz con “Long Cool Woman In A Black Dress” de The Hollies. Estrenada en junio de 2000, un mes después de su triunfo en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes y dos semanas antes de la primera derrota presidencial del pri, Amores perros se mantuvo en cartelera por más de seis meses, después de los cuales regresó a varias salas a propósito de su nominación al Globo de Oro y al Oscar hollywoodense. Aunque vencida en ambos casos, ambas nominaciones funcionaron como una green card de la industria anglosajona para que el Negro Iñárritu iniciara una carrera meteórica. Con casi tres millones y medio de espectadores en salas, Amores perros inició la demorada reconciliación del público mexicano con su cine, una cifra que fue escalada en apenas dos años por Y tu mamá también (2001; 3.5 millones de espectadores) y El crimen del padre Amaro (2002; con una marca histórica de 5.2 millones). Ninguna de las tres bastó para construir una industria estable ni para balancear la voracidad del sistema de exhibición, pero aquella explosión abrió grietas suficientes para que, en 2018, el cine nacional produjera 186 largometrajes, la cifra más alta de su historia. Bien pudo ser una película más, arrumbada en la etiqueta de World cinema en el fin de milenio, pero se convirtió en una válvula de escape para el cine hispanoamericano. Hay accidentes como ése, en los que algo termina y algo más nace con el estruendo de un choque brutal, con los colmillos de un perro encabronado l
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A CIEN AÑOS DE EL CEMENTERIO MARINO Las diferentes versiones a nuestra lengua del gran poema de Paul Valéry son el eje de este artículo para reflexionar sobre el contexto histórico y literario en que fue creado, las ideas literarias de su autor y las paradojas, hallazgos y desencuentros que siempre conlleva el esfuerzo de traducción de una obra de esta envergadura a través del tiempo.
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José María Espinasa |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
ace cien años, con la publicación de El cementerio marino, de Paul Valéry, la poesía entró por unos pocos años en un estado de gracia que incluyó la publicación en años inmediatos, incluso meses, de las Elegías de Duino, de Rainer María Rilke, La alegría, de Ungaretti, y La tierra baldía, de Eliot. Del poema de Valéry se han hecho muchas –de verdad muchas– versiones al español, y supongo que lo mismo ha sucedido en mayor o menor grado en otras lenguas. Y sus lectores no suelen resistir el impulso de compararlas y discutirlas, de debatir sobre los resultados y hasta volver a intentar una propia. El impulso incluye a poetas ya clásicos –por ejemplo, Jorge Guillén o Mariano Brul–, escritores heterodoxos como el español Agustín García Calvo y el argentino Néstor Ibarra, y recientemente se anunció que nuestro Eduardo Lizalde trabaja en una nueva versión del fundamental texto del francés. No deja de ser paradójico que un poema escrito desde la idea de un texto inmutable, “escrito así para siempre”, encuentre en sus versiones una fuga constante de sí mismo, esa condición que un lector de Valéry, como José Lezama Lima, describió de la siguiente manera: “Oh, que tú escapes cuando has alcanzado tu definición mejor.” Y tal vez la razón de la paradoja sea que la definición mejor sea la misma escapatoria. Valéry buscó con constancia obsesiva el control del texto con la idea fija de encontrar una “ciencia de la poesía”. Era demasiado inteligente para no saber que eso es imposible, pero la búsqueda le fascinaba de tal manera que formuló alrededor de la literatura y el pensamiento no sólo algunas de las ideas más exactas, sino también de las más inspiradas (y una cosa no es la otra, como él mismo sabía). Por eso es otra condición paradójica que el gran poema de la poesía cerebral y los textos de su teórico más conspicuo fueran contemporáneos de las vanguardias, en especial del surrealismo, que nos legó ideas y prácticas tan antitéticas como la ausencia de control, el libre flujo de imágenes y los cadáveres exquisitos. En el núcleo de ambos gestos –el absoluto control y la libertad total– está el azar, concepto enunciado por Mallarmé al nacer el siglo xx. Valéry toma de su maestro la idea de precisión y exactitud, pero no está dispuesto a admitir que el azar nunca será abolido y que más allá de la idea romántica de inspiración está siempre el azar o la suerte, a la que el autor de El señor teste considera siempre mala suerte, pues prefiere
fracasar estrepitosamente antes que tener éxito por casualidad. ¿Habría sostenido esto Mallarmé? Yo creo que no. Por eso las constantes traducciones de El cementerio marino nos pueden ofrecer una respuesta, pues el poema se persigue a sí mismo queriendo encontrar esa condición eterna que buscaba su autor primero. Revisemos algunos rasgos de la historia que cuentan sus traducciones al español. La de Jorge Guillén en Revista de Occidente, en 1929, pero no estoy seguro si es la primera al español, se volvió canónica pero no pudo evitar que después se hicieran muchas otras. Yo la conocí en una edición legendaria, antecedida por unos fragmentos luminosos sobre la escritura del poema del propio Valéry y un sesudo estudio bastante aburrido del profesor Gustave Cohen. Desde la edición de Alianza, aunque supongo que desde antes, han surgido señalamientos sobre fallos en la versión del español y, sin embargo, sigue siendo la traducción de referencia, en buena medida porque, más allá de los defectos como traducción, es un gran poema en castellano. Guillén le aporta en su mesura, respeto y admiración por la obra del francés, algo que no tiene en ese idioma: soltura y libertad. Y eso es lo que aportan y subrayan las casi inmediatas de Mariano Brull y de Néstor Ibarra. Esta última disponible en la web, realmente es magnífica, porque nos hace olvidar la pesantez de la prosodia de Valéry. Al consultar diversas traducciones me sorprende algo: suelen ser buenas, suelen ser poesía en la lengua de llegada. No es fácil conseguirlo con un poema tan difícil. La pregunta sería: ¿es virtud del original francés o del español como nueva lengua del texto? Pensemos esto último: el español es una lengua expansiva, lo cual en cierta manera molestaría a Valéry, y tal vez sea la razón de que Eduardo Lizalde esté haciendo la suya en alejandrinos. Pero, por otro lado, el español es un idioma que ha sabido cantar al mar, o mejor, oírlo, que es lo que hace el poeta francés al escuchar el murmullo del oleaje. El poema, dice Valéry, empieza con un ritmo y lo que quiere es plasmar ese ritmo; el significado –y hasta el sentido– le parecen secundarios. Radical pronunciamiento en favor del azar y hasta de la inspiración, eso que tanto estorbaba al escritor. Si siguiéramos ese camino podríamos llegar a afirmar que nuestra lengua es fundamentalmente un idioma de traducción, pero pensar este asunto excede estas páginas. Recientemente El Tucán de Virginia, en una colección que es un hallazgo editorial y en la que ya se han publicado varios títulos –La tierra baldía (Eliot), Zona (Apollinaire), Soneto en ix (Mallarmé) y si no recuerdo mal El cuervo (Poe), todo acompañado de ensayos y textos que sitúan la importancia del poema–, publicó una nueva versión de El cementerio marino en versión de otro cubano, Eugenio Florit, hecha ya en el ocaso de su vida. No dude, corra a buscarla y si las encuentra y le gusta coleccionar traducciones de este poema, consígase también las de Bernardo Ruiz y Julio Miguel en México (la de Alfonso Gutiérrez Hermosillo la puede consultar, igual que la de Ibarra, en la web, en cambio la de Agustín García Calvo no hay manera de conseguirla). Leer a Valéry siempre es fascinante y siempre un aventura l
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REIVINDICACIONES HISTÓRICAS Y OTROS PENDIENTES La guerra zapatista 1916-1919, Francisco Pineda Gómez, Era, México, 2019.
Mario Fuentes |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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ste volumen aparece bajo el sello Era, cuyo catálogo, rico de por sí, acrecienta los abundantes títulos esenciales para la cultura en México –lo mismo de literatura que de política o, como es el caso, de historia–, publicados a lo largo de las últimas décadas, y cuenta con la valiosa intervención coeditora de la Secretaría de Cultura Federal, así como del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Su autor, Francisco Pineda Gómez, antropólogo y profesor investigador adscrito a la Escuela Nacional de Antropología e Historia, con toda seguridad es el mejor especialista en el zapatismo histórico –llamémosle así para distinguirlo del finisecular que se originó y aún hoy tiene sede en territorio chiapaneco–, al que ha dedicado la mayor parte y lo mejor de su talento y su esfuerzo profesional. Testimonio de esto es el antecedente ensayístico del presente volumen que, de hecho, constituye la última entrega de la tetralogía que se completa con La irrupción zapatista, 1911; La revolución del sur, 1912-1914, así como Ejército Libertador, 1915. No sólo eso, pues Pineda Gómez también es autor, entre muchos otros textos, de “1916. Racismo y contrarrevolución en México” y del prólogo al volumen colectivo La utopía del Estado: genocidio y contrarrevolución en territorio suriano, publicado en 2018. Como es evidente, la estructura que articula los cuatro volúmenes publicados por Pineda Gómez tiene como eje rector la estricta cronología, desde 1911, año en que la figura de Emiliano Zapata irrumpe en la historia mexicana, hasta 1919, cuando el igualmente conocido como el Caudillo del sur es asesinado. En otras palabras, sistematiza y organiza, de la manera más sencilla y por lo tanto asequible, los datos esenciales acerca de una de nuestras figuras históricas más importantes, cuya multiplicidad, dispersión, insuficiencias varias, distorsiones e incluso contradicciones, son tan abundantes como la necesidad de contar con una visión que abarque no sólo al hombre, indiscutible héroe nacional, sino sobre todo a todo aquello que le da explicación y sustento históricos. Es por eso que el autor hace énfasis no tanto en el hombre sino en sus orígenes, motivaciones y, en particular, en el contexto que enmarcó su actividad política y revolucionaria. Aquí, Pineda Gómez, congruentemente con el postulado según el cual para entender la Historia, con mayúscula, es preciso conocer a fondo y en detalle las microhistorias desde su génesis, se concentra en la lucha fratricida que tuvo lugar en territorio morelense sobre todo, pero lo mismo en zonas aledañas, es decir, hasta donde alcanzó a llegar la influencia directa del zapatismo en aquellos años. Inevitablemente, la tesis del autor se contrapone a la simplificadora y, por ende, distorsionante versión oficial de lo que fue la Revolución mexicana en el ámbito sureño.
Basado en una investigación larga y acuciosa en infinidad de documentos conservados en archivos institucionales, pero lo mismo en los que han resguardado varias familias cuyos ancestros fueron partícipes directos de aquellas lides, el autor expone la manera en que la guerra civil que es toda revolución, en territorio zapatista fue transformada, por la barbarie oficial, en un auténtico genocidio, producto de la perspectiva gobiernista de que la encabezada por Emiliano Zapata era una “sublevación” en contra de lo que muchos suponían una revolución ya triunfante, “contra” la cual sería impensable oponer resistencia de ninguna naturaleza, que fue precisamente lo que el zapatismo, como bien se sabe, llevó a cabo tan pronto sintió traicionadas sus aspiraciones y sus justas demandas al triunfo de Francisco i. Madero. En consecuencia, el movimiento zapatista fue enfrentado con estrategias de contrainsurgencia y, como se apuntó, fue convertido en víctima de crímenes de lesa humanidad. Comprensiblemente –aunque no por eso justificablemente– acallada en los textos oficiales al respecto, esta visión de la historia resulta indispensable para acceder, como se apuntó al principio de estas líneas, a una comprensión más amplia y por ende más precisa de uno de los momentos históricos nacionales de cuya complejidad proceden, por cierto, buena parte de las demandas históricas aún por cumplimentar para el pueblo que, con su vida misma, le dio vida a lo que hoy conocemos como zapatismo –e insístase: el histórico, no el que se abanderó en 1994 con idéntico vocablo–, que al menos académicamente, y gracias a investigadores e historiadores serios y capaces como Adolfo Gilly y Pineda Gómez, hoy goza de una reivindicación absolutamente indispensable l
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12 17 de mayo de 2020 // Número 1315
RITOS INICIÁTICOS DEL SIGLO XXI S
Sin mayoría de edad, Joel Flores (compilador), Difusión Cultural/Literatura UNAM, México, 2019.
Antonio Soria |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
emejante a la intención de reunir piezas literarias en torno a la Navidad, por mencionar sólo el caso más socorrido, la de compilar un volumen colectivo cuyos temas sean la infancia y la adolescencia no es nuevo; de botepronto viene a la memoria Ritos de iniciación, volumen integrado por Gustavo Sáinz en los años ochenta del siglo pasado, que se cuenta entre lo mejor que al respecto se ha hecho, en materia antológica, en nuestro país. Al filo de la edad oficialmente establecida para considerar que un ciudadano es “joven” aún, el zacatecano Joel Flores, autor con al menos tres cuentarios en su haber –El amor nos dio cocodrilos, de 2012, Rojo semidesierto, de 2013 y Los maridos de mi madre, de 2018–, así como la novela Nunca más su nombre, por la que recibió el premio Bellas Artes Juan Rulfo para primera novela en 2014, se dio a la tarea de preparar esta compilación, para la cual eligió cuentos escritos por autores nacidos en la década que corre de 1983 a 1993, en siete países: España, Nicaragua, Venezuela, Perú, Argentina, Chile y, por supuesto, México. De a pieza por autor y en orden de aparición, los convocados son como sigue: la chilena Paulina Flores, los mexicanos Raúl Aníbal Sánchez; Mariel Iribe Zenil; José Manuel Cuéllar Moreno, la peruana Jennifer Thorndike, el mexicano Hernán Arturo Ruiz, la argentina Camila Fabbri, los mexicanos Darío Zalapa, Irsema Fernández, el español Juan Gómez Bárcena, la venezolana Enza García Arreaza, los mexicanos Josué Sánchez y Ana Emilia Felker, el nicaragüense Mario Martz, Alfredo Núñez Lanz, Laia Jufresa, Alejandro Vázquez Ortiz, Aura García Junco, James Nuño, Laura Baeza y Eduardo de Gortari. Al final del volumen se incluye la bibliografía donde se identifica la procedencia de cada cuento, así como los inéditos –seis en total, de los cuales tres son de autores que aún no cuentan con un primer libro publicado. En su prólogo, Flores explica la génesis y la naturaleza de Sin mayoría de edad: se trataba de reunir textos cuyos autores no excediesen la edad antes referida de treinta y cinco años, así como, naturalmente, que la temática de los cuentos radicara en los que, para citar de nuevo a Sáinz, universalmente pueden ser llamados “ritos de iniciación”, es decir, las vivencias, experiencias, impresiones y sentimientos que se viven en la infancia y la adolescencia.
En nuestro próximo número
SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA
Lo dice el propio antologador: “siete cuentos hablan de sexo, uno rescata la juventud de un personaje de la política mexicana, siete tienen música de fondo, en uno de ellos la música es el canal que une a dos adolescentes y sus distintas maneras de comprender al mundo. Ocho tratan sobre personas que son hijos y padres a la vez; en cinco hay niños; en ocho, adolescentes; en siete, jóvenes que casi son adultos; en diez hay ternura; en cuatro, desempleo; en seis, muerte; en cinco, abuso sexual; en uno, una maestra es atraída por su alumno; en tres, se aborda la homosexualidad, y en otro, una mujer queda anclada a un episodio perturbador de su niñez”. Como puede apreciarse, el espectro es amplísimo y cumple bien el propósito buscado por Flores, de brindarle al lector una diversidad congruente con el complejo y abundantísimo universo emocional y vivencial de aquellas etapas formativas, cuya significación en la vida adulta no podría ser más determinante. Asimismo, se lleva a buen término otro cometido, de carácter formal: dado que, para el antologador, “el cuento es la joya de la corona de la narrativa” –apreciación en la que coincide con enormísimos autores de todos los idiomas y tiempos–, el gran desafío era reunir piezas cuentísticas de calidad irreprochable. Flores las llama “joyas”, directamente, y aunque no se comparta un entusiasmo así de grande, lo cierto es que en efecto se trata de veintiún cuentos mucho muy bien concebidos que, más allá de los premios y reconocimientos que por ellos o por otras obras hayan recibido sus autores, sí hablan de un óptimo estado de salud para el género en nuestra lengua l
FRANCISCO TARIO, UNO DE LOS NUESTROS
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Arte y pensamiento
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La otra escena/ Miguel Ángel Quemain
El Divino Narciso de La Rendija en la unam
Mijaíl Gorbachov y Erich Honecker besándose.
Las rayas de la cebra/ Verónica Murguía
Abrazo, beso y apapacho SINCERAMENTE, NO SABRÍA cómo describir mi carácter ahora. Me temo que estamos en un momento de cambio, obligados por las circunstancias. Por decir lo primero que me viene a la cabeza: no me considero muy afectuosa, aunque con excepciones. En este mundo viven algunas personas y un gato que se han visto obligados a soportar besuqueos exageradísimos y declaraciones confitadas, pero no es la regla ni mucho menos. Tampoco soy gregaria. Huyo de las fiestas, de las reuniones, de los viajes en grupo. Ya ni a conciertos voy. Mi esposo, quien sí es sociable, suele ir solo a todas partes. No frecuento bares y aunque adoro el café, lo bebo en mi casa. Vivo enfundada en pants viejos y sudaderas. Soy una ermitaña a la que sólo le falta el nido de gorriones en la cabeza y la túnica cubierta de cagarrutas. Como vivo en este siglo, no me pinto el pelo y me lo corto yo sola. Uso camisetas gigantes sobre el traje de baño, vaqueros que se me caen, suéteres con hoyos y un saco que cubre todos los problemas, negro como un cuervo. La cuarentena me ha hecho renegar de todo esto, que consideraba inamovible. Quiero abrazar a muchas personas –todos conocidos y queridos, aclaro–, vestirme a todo lo que doy, aunque no doy para mucho y maquillarme, aunque casi todos mis implementos, mis bilés, el frasco de base, el rímel, caducaron en 2016. Esto no significa que simpatizo con las personas que han organizado fiestas y que han hecho caso omiso de las reglas de la cuarentena, al contrario. Pero entre los cambios que ya están entre nosotros, están las distintas formas de concebir el espacio personal, de saludarse. De estar juntos, pues. En México, por lo que he visto en otros países, nos amontonamos. No sólo porque el espacio escasea, sino por una especie de compulsión. Y nos enorgullecemos de ser gente cálida, abrazadora, besucona, apapachadora. Aquí quiero recordar a una amiga española que me dijo: “Los mexicanos
sois muy cariñosos, sí, pero también sois unas hienas.” No pude rebatirla: lo que siguió fue el relato de una típica mexicanada, acompañada de ciertas frases muy nuestras, indudablemente auténtico. El saludo está cambiando. El doctor Fauci, el epidemiólogo que lidera la lucha contra el coronavirus en Estados Unidos, manifestó que ya no deberíamos darnos la mano, quizás ya nunca. Su declaración apesadumbró a muchos estadunidenses y eso que ellos son mucho menos aficionados al abrazo y el beso que nosotros. En el otro lado del asunto están los europeos, quienes se dan de dos a tres besos al saludarse. Los franceses comienzan la bise, por el cachete derecho; los italianos por el izquierdo. En la provincia de Nantes, la gente se da cuatro besos. El ministro de salud de Francia, Olivier Verán, sugirió que las personas dejen de saludarse así hasta que la crisis esté resuelta. Los belgas se dan tres besos, otra costumbre que, supongo, desaparecerá temporalmente. Los rusos, cuando son muy amigos, se dan besos con labios cerrados y en la boca. El lector recordará la muy famosa foto de Mijaíl Gorbachov y Erich Honecker besándose en los labios, aunque, no sé por qué, no me imagino a Vladimir Putin dándole besos a nadie. Lo hombres árabes suelen saludarse frotándose la nariz. Los chinos se dan la mano, los japoneses se inclinan levemente (o hacen una reverencia, pero eso en señal de respeto, no a cualquiera), los indios dicen namaste y juntan las manos a la altura del pecho. En fin, que la mayoría tendremos que cambiar nuestras formas de saludar y manifestar afecto. Este es un cambio profundo. Quizás dote a los gestos de un peso nuevo: un beso será, ahora sí, una expresión de afecto, un cruzar un puente, no un movimiento rutinario. Ojalá las palabras fueran por el mismo camino: que tuviéramos más conciencia de su peso. No decir “te quiero” a cualquiera, ni “amigo” al que va pasando. Ya veremos. Por lo pronto, decir “cuídate” viene mucho al caso l
EL EJEMPLO MÁS destacado del teatro que sobrevive en la contingencia lo tiene la unam, pues ha sabido extraer el material documental y académico detrás de sus puestas en escena y ofrecerlo a través de una unidad conceptual que, si bien no deja de tener su raíz en los foros, logra sustraerse a ese magnetismo de lo comunitario para ofrecerse como el testimonio de la puesta en escena y el montaje mismo, que se puede ver como si se tratara (que de eso se trata) de una producción ex profeso para mirarse a través de un ojo digital convertido en una pantalla donde cabe la escena. Ya nos quitamos de esas ideas de qué es teatro y qué no, y hemos logrado avanzar hacia una consideración que imagina, analiza, interpreta y critica el espacio y sus dimensiones subjetivas, estetizantes en lo arquitectónico, lo musical y sonoro, pues junto con el espacio son la imagen de una gran cantidad de proyectos que hemos logrado apretar en los formatos que exige la tecnología. El entramado musical, dancístico y plástico que cobija la unam en su coordinación de Difusión Cultural semeja el de una Secretaría de Cultura, pero visionaria y crítica, capaz de ofrecer no sólo lo que hacen los artistas por su cuenta, sino también una especie de epistemología de los hechos artísticos, como sucede en festivales como Vértice y el Aleph, ejemplos de las asociaciones de la complejidad académica que dista mucho de ser una especie de cartelera, un aparador que se amuebla con los sudores y las carencias ajenas. La preocupación sobre el regreso gradual a los escenarios, si es que eso es posible al menos en este 2020, se ha discutido con una gran incertidumbre, planteada desde distintas organizaciones teatrales. Muchas miradas vienen del interior del país o lo que consideramos tierra adentro, los estados donde la producción escénica no sólo es precaria sino caprichosa y está sometida a los vaivenes de la política cultural de entornos donde todavía es un oropel a media res entre el espectáculo y el arte declamatorio de la educación básica, que rinde tributo a la historia a través de poemas líricos y épicos sobre nuestra historia. Una de las producciones más interesantes de la unam en este tenor es Divino Narciso, porque logra mostrar una de las propuestas más ricas, gestadas desde hace muchos años en la unam, con sus grandes sorjuanistas, seminarios, tesis, postgrados y coloquios dedicados a hilvanar el tejido fino que las enormes páginas de sor Juana han inspirado en ese espacio artístico y de conocimiento. La conmemoración por el 325 aniversario luctuoso de sor Juana Inés de la Cruz ha dado a la luz este montaje, subtitulado Deriva para tiempos de contingencia, en coproducción con La Rendija, grupo formado en la Ciudad de México a la sazón de un conjunto de artistas muy arriesgados y trascendentes, cuya impronta llega hasta nuestros días en uno de sus representantes más significativos, Raquel Araujo, que ha hecho realidad varios sueños, vivos desde los años ochenta. El Divino Narciso en el escenario de la unam, presentado en línea, es un interesante paquete presentado por la doctora Adriana Cortés Coloffon, una conocedora del mundo de sor Juana, quien polemizó con un conjunto amplio de maestros y especialistas que han luchado por que se conozca sin la banalización que suele oscurecer a los grandes personajes, en manos de las buenas intenciones de los políticos que se han asomado a ese cliché. Digo significativo porque Cortés Coloffon ha sido no sólo una periodista cultural de probada calidad, sino también una cuidadosa divulgadora de nuestra literatura. Presentar el teatro desde esa dimensión significa también reconocer la lectura no sólo apasionada sino también erudita de Raquel Araujo, profundamente artística en el trenzado que hace con Óscar Urrutia, cuya práctica lo ha trasformado en un cineasta de extraño calibre poético, escénico y teatral. Pero ¿en qué consiste el ámbito y la propuesta digital este montaje? l
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14 17 de mayo de 2020 // Número 1315
Arte y pensamiento
La casa sosegada / Javier Sicilia
Avante despacio
Etty Hillesum SIEMPRE HE AMADO a los místicos. De todos los que he visitado, he querido más a quienes, como Simone Weil, llegaron allí por caminos ajenos a la religión. La holandesa Etty Hillesum (1914-1943) pertenece a ellos. Etty dejó narrado su itinerario espiritual en un voluminoso diario –especie de cuenta de conciencia de una claridad y penetración ejemplares– publicado bajo el título de Una vida trastornada. Primogénita de un matrimonio judío disfuncional, nació en Middelburg. Despierta, brillante, intensa, deseosa de convertirse en escritora, abandonó muy joven la casa de Deventer, a donde su padre trasladó a la familia, para estudiar Derecho en Ámsterdam. Libre, sin prejuicios sexuales –“No podía ser fiel a un solo hombre”–, se hizo amante de Hans Wegerif, su casero. En busca de alivio a ciertos padecimientos que creía de naturaleza psicológica, buscó a Julius Spier, veintisiete años mayor que ella y discípulo de Jung que, entre sus terapias, practicaba la quiromancia. El encuentro con Spier es decisivo. No sólo se vuelven amantes, sino que, al tratarla desde una perspectiva espiritual e invitarla a escribir un diario, la conduce, junto con sus lecturas de Rilke, por los derroteros más complejos de su alma. Al mismo tiempo que visitan “todo tipo de camas, en una vida apasionada y desenfrenada”, Spire, como el “partero de mi alma”, la guía, la disciplina: “Él es una especie de cemento entre los trozos de mi vida y las amistades que he conocido. Enlaza todo eso, y toda mi pasión desfila en sus dos pequeñas habitaciones.” Contraria a Weil, cuya repulsión al eros la llevó a una castidad exasperante, en Etty –para quien cuerpo y alma son una sola cosa– el desenfreno erótico y sus consecuencias –llega a abortar– funciona como parte de su proceso espiritual que narra con minuciosa agudeza. A instancias de Spier, que “me educa para un amor más amplio…”, lee la Biblia y los Evangelios. La reflexión de San Pablo sobre el amor (Cor. 13), la adentra más en él: “¿Qué me sucedía mientras lo leía? […] Tenía la impresión de que una varita mágica tocaba la superficie endurecida de mi corazón y al instante hacía brotar de él fuentes ocultas. Y me encontré arrodillada […] mientras el amor como libertad me recorría toda entera…” Duda, avanza hacia él, lo desmenuza, llega, ajena a la doctrina cristiana, a una conclusión digna de Eckhart o de Juan de la Cruz: que el amor es Dios y ella es él: “Lo más esencial y más profundo que hay en mí escucha lo que hay de más esencial y más profundo en el Otro: Dios habla a Dios.”
Odysseas Elytis
I ( 1ra parte)
Etty Hillesum. Foto tomada de: https:// es.wikipedia.org/wiki/Etty_Hillesum#/ media/Archivo:EttyHillesum.jpg
Ese encuentro, que se hará más hondo, coincide con el recrudecimiento del antisemitismo bajo la ocupación alemana y la muerte de Spier, a quien acompaña hasta el final. Está sola en ese diálogo profundo con el Otro, a donde Spire la condujo, trabajando en el Consejo Hebreo, que negocia con los nazis la deportación de judíos. Al saber que muchos de ellos no podrán escapar, pide ir al campo de tránsito de Westrbork como trabajadora social, psicóloga y consejera espiritual. Enferma. Vuelve a Ámsterdam. Algunos amigos le proponen escapar. Se niega y regresa al campo: “Aprendí a amar en Westrbork y tengo nostalgia de ello”, escribe. Después de la gran redada de junio de 1943, la llevan, junto con su familia y 986 judíos, a Auschwitz donde muere en noviembre de ese año. Nunca sabremos las palabras con las que concluyó su diario. Los textos escritos durante su última estancia en Westrbork desaparecieron con ella. Quedan, sin embargo, los que cierran los once cuadernos que sobrevivieron en manos de su amiga Johana Smelik: “Quisiera ser un bálsamo derramado sobre tantas heridas.” Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos l
EL GRAN PIÉLAGO son cinco o seis mil palabras. Y mi nave un espacio de aproximadamente quince pasos de largo que asciende y desciende sin cesar y avanza entre Heráclito y Píndaro1 con dirección a la Acrópolis y, más allá, a Fáliro y Egina. Sopla viento del sur y retumban mis velas. Estoy en el puente con la confianza del experto, pero también con el nudo en la garganta del que se sabe responsable; que siente que lo vigilan con ojos insomnes Friedrich Höelderlin por un lado y Dionisio Solomós2 por el otro. No es una broma. Sientes que de un silencio extremo, hundido en el ruido, te llegan pequeñas vibraciones, igual que de las miradas de una muchacha que por un momento distingues en la muchedumbre anónima y se pierde sin que sepas si la volverás a ver jamás. No sabes si nuevamente te será dado mezclar las palabras con la misma admirable asimetría de un número de teléfono que alguna vez, cautivado, te atreviste a marcar y te cambió la vida. Porque es lo mismo, la misma aspiración, librar a la expresión del olor a tienda de antiguallas, y a tu vida diaria de la herrumbre de los apretones de mano y las cortesías. Va junto. Algunas veces, claro, es necesario algo más para que logres tu objetivo; que sigas una línea quebrada como ésta, por ejemplo, que se forma en mi lugar de trabajo por el brillo del bronce. Que empieza en los tiradores del pequeño escritorio, se refleja en un viejo reloj de monasterio (sin vidrio) y acaba en el cuerpo de una lámpara de petróleo arreglada como eléctrica. A veces ocurre que en un poema ese zigzag confiere un brillo semejante. Palabras venidas de mucho tiempo atrás, u otras más nuevas, incluso modismos, se agolpan en la punta de tu pluma, se remueven como si pidieran algo, saltan hasta el punto de incluso salpicarte el rostro, mientras la proa se hunde en los sucesos y las gotas del chapoteo llegan hasta la cubierta, te empapan, te pegan en la frente consignas de manifestaciones, emblemas de partidos, clamores. Continuamente es necesario que rechaces, que niegues, que elijas, que adoptes. La postura más prudente puede ser también la más atrevida, no lo sabes. Pero tienes que probar. Probar de la misma manera en que Solomós prueba diecinueve veces el mismo verso. Porque –es necesario además recordar esto– el rigor en el pensamiento no siempre coincide con el rigor en los sentimientos, cuánto más aún en las visiones, o en las zancadas que es imprescindible dar para moverse en un nivel muy por encima de la realidad utilitaria. (Continuará.) Estos son, además,y acaso por casualidad, los nombres de las calles entre las cuales se encuentra el pequeño departamento en que habitaba Elytis en Atenas. 2. Dionisio Solomós (1798-1857), figura central de las letras griegas del siglo xix y de la llamada Escuela del Heptaneso. La obra de Solomós, inscrita en las grandes luchas del pueblo griego por liberarse de la dominación turca (1483-1821), posee una alta calidad lírica y constituye uno de los primeros esfuerzos por reivindicar el demótico o lengua popular, hoy griego moderno, como lengua literaria. Su extenso poema Himno a la libertad (1823), fue adoptado para el Himno Nacional griego. 1.
Versión y notas de Francisco Torres Córdova
Arte y pensamiento Bemol sostenido/ Alonso Arreola @LabAlonso
Sinfín de llantos… por Óscar Chávez LA ÚLTIMA VEZ que conversamos frente a frente con Óscar Chávez prometimos darle el hermoso libro que ilustra esta columna. No lo logramos. Se trata del poemario que en junio de 1980 le publicaran Juan José Arreola y su hijo Orso en la nueva época de Ediciones Mester. Impreso en Talleres Finos Clavería, el tiraje constó de quinientos ejemplares sobre papel Fabriano. Se utilizaron en su composición tipos Garamond con bellas letras capitulares. Ilustrado con collages de Guillermo Barclay, Sinfín de llantos –que así se llama– comienza con un epígrafe del poeta Eduardo Lizalde: “Sin la belleza/ no existiría el infierno.” Tal cita conmueve hoy porque en Julio de 2019 la representante de Óscar, su amiga y cómplice Marta de Cea, nos hizo llegar por encargo de él un breve poema que le escribiera al propio Lizalde en su cumpleaños noventa (“Para Eduardo Lizalde”). Aunque ya ha aparecido en estas páginas, lo recordamos nuevamente: “Noventa años cumple El Tigre,/ Que cumpla cien veces más,/ Hasta siempre y su jamás/ Y su gran poesía emigre.” Un año antes, en abril de 2018, Óscar nos había compartido un soneto escrito a Juan José Arreola durante noviembre del ’98, por su ochenta aniversario, cuando el jalisciense aún vivía. Acompañando al poema, su mensaje apuntó: “Hace veinte años le escribí este soneto, ahora en este septiembre cumpliría cien, quiero recordar al que fue gran maestro y amigo.” Así, aunque también lo dimos a conocer en esta Jornada Semanal, cumplimos de nuevo con su pleno consentimiento: “Gracias Alonso, por supuesto que puedes darlo a conocer, es más, te lo suplico que lo hagas, te agradezco mucho, un abrazo, Óscar.” Helo aquí: “Para Juan Jose Arreola en sus ochenta años, esperando goce de cabal salud”: “Esgrimes el afán de la memoria,/ amarras las palabras con tu nudo,/ las pules con el aura de su escudo/ y te vas tan campante por la historia.// El lenguaje será siempre tu noria;/ sucinto hasta el final, mas nunca mudo,/ engastarás el ánimo desnudo/ con la tenaz angustia de tu euforia.// Nada se te negó. Vayan las mieles,/ de jácaras y albures a estrambote,/ con vítores, fanfarrias y laureles,// las sienes del último Quijote,/ que a fuer, merece un ramo de claveles/ y un morado manojo de epazote.” Expuestos ambos textos nos preguntamos si no sería buen momento para preparar una antología con la obra poética de Óscar Chávez, para que se reeditaran los llantos de Mester junto a lo inédito
que tengan sus herederos; para que se acompañara todo eso con su propia lírica y un buen número de fotografías… Lo sabemos. Son tiempos terribles, pero su obra en negro sobre blanco ayudaría a cruzar páramos desiertos, y hace falta echar luz a su relación con la literatura. No todos lo saben. Antes de triunfar en la película Los caifanes, Óscar Chávez estudió actuación con Seki Sano y en el inba con Salvador Novo, Sergio Magaña y Emilio Carballido; dirigió obras de Elena Garro; produjo muchos programas literarios para Radio Universidad; grabó a grandes autores en la colección Voz Viva de México de la unam y se convirtió en un apasionado investigador de la música mexicana antigua, por lo que continuamente cantaba textos olvidados. En fin. “No quisiera la ayuda del tiempo para acabar contigo”, anuncia antes de lanzarse con los diecinueve poemas y la canción que componen este Sinfín de llantos cuyo nombre, por cierto, fue sacado del segundo texto: “Cómo te niegas/ cómo haces falta al canto/ cómo te da la gana no ser nadie/ limo callado/ herrumbre de tinieblas/ tibio sinfín de llantos gregorianos/ cuando devienes/ cuando pasas tan humo/ tan femenina sombra malherida/ angustia pura/ mujer desmantelada/ por la sorda callosidad del tiempo.” Ya en el último verso del libro (en la canción), hay algo que queda bien este domingo para despedir al Caifán mayor: “…y permaneces nunca para siempre”. Gracias siempre por la amabilidad y tus palabras, Óscar. Te recordaremos. Te seguiremos escuchando. Que quienes te quieren tengan paz y sean confortados por tu voz. Buen domingo. Buena semana. Buen descanso l
LA JORNADA SEMANAL 17 de mayo de 2020 // Número 1315
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Cinexcusas/ Luis Tovar @luistovars
Persistencia de la necesidad (y la memoria) “YO QUERÍA SER como Gilberto Martínez Solares, tener lana y que Ana Bertha Lepe me besara la mejilla, yo deseaba ser como él, pero después de los acontecimientos del ’68 a muchos se nos transformó la visión del país y por lo tanto del cine”: este es nada más que un brevísimo fragmento de las palabras con las que Jorge de la Rosa responde a la petición que Olga Rodríguez Cruz le hiciera, de contar su experiencia en torno al cine realizado a raíz de los trágicos acontecimientos acaecidos en Tlatelolco hace cincuenta y dos años, en particular, así como del movimiento estudiantil de aquella época, en general. A su vez, De la Rosa es uno de los veintisiete personajes a quienes acudió la autora del volumen titulado El 68 en el cine mexicano, 50 años después, que bajo el sello de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México vio la luz editorial a finales del año pasado. Hay algo en lo que coinciden los entrevistados, de manera unánime: es necesario, más bien indispensable, que siga generándose material fílmico en torno a ese hecho histórico que muy pocos –y por razones absolutamente deleznables— se resisten a reconocer como el parteaguas de mayor relevancia en la vida pública, política y cultural de este país, que haya tenido lugar en la segunda mitad del siglo xx. Habría que añadir, por supuesto, la necesidad también absoluta de contar con ensayos, estudios y toda suerte de ejercicios analíticos que den cuenta, precisamente, de la génesis, el contexto, la naturaleza y el impacto que en su momento tuvo cada uno de los filmes, así como los alcances a futuro de esa vertiente de nuestra cinematografía. Doctora en Ciencias Sociales especializada en comunicación y política, perteneciente al Sistema Nacional de Investigadores y catedrática en la uacm, Olga Rodríguez Cruz tiene en su haber un buen caudal de publicaciones relativas a la propaganda política, el manejo tendencioso y nocivo de los spots televisivos –particularmente durante los procesos electorales de 2000 y 2006–, donde se da buena cuenta de sus posturas teóricas lo mismo que de su interés en el desenmascaramiento de las verdades oficiales y su nociva cauda de desinformación. Esto último es, a las claras, el espíritu que anima la conformación del volumen, propósito evidente también al dar una ojeada simple a la galería de sus entrevistados, quienes, salvo quizá una o dos excepciones y para decirlo rápido y fácil, sería imposible tachar de oficialistas, derechistas o propugnadores del mantenimiento del estatus quo; por el contrario, las preferencias ideológicas de alguien como Xavier Robles, guionista de Rojo amanecer, o las del recientemente fallecido Gabriel Retes, director de Los años duros y El bulto, evidentemente caminan por un sendero definitivamente a la izquierda, en congruencia con lo que postulan en sus respectivas aportaciones al cine del ’68 –más allá, desde luego, del resultado feliz o infeliz que dichas aportaciones hayan conseguido. Con variaciones de escala en dicho sentido, que van desde el interés pura y estrictamente cinematográfico hasta la aparente indiferencia en cuanto a ideología, se consignan en el libro los testimonios, la memoria de aquellos años y la postura actual, entre varios más, de indispensables como Felipe Cazals, por esa película fundamental que es Canoa; Alfredo Joskowicz (qepd) por su participación directa en el documental El grito, insignia y cumbre de este cine; Óscar Menéndez, autor de un documental indispensable al respecto, titulado Dos de octubre, aquí México, y Carlos Mendoza, también documentalista imperdible y autor de Tlatelolco: las claves de la masacre. Esta edición de El 68 en el cine mexicano es una actualización del volumen homónimo, publicado cuando se cumplieron treinta años de aquel crimen de Estado que aún escuece en la memoria; “30 años después” era el subtítulo de la edición original, “50 años después” el de la que ocupa estas líneas, con las que sólo busca dársele difusión y mayor alcance al producto de un esfuerzo académico notable y valioso l
LA JORNADA SEMANAL
16 17 de mayo de 2020 // Número 1315
Alejandro García Abreu
La agonía de Vsévolod Méyerhold Aquí se evoca el trágico asesinato del director ruso de teatro Vsévolod Méyerhold (Penza, 1874-Moscú, 1940), artista censurado y perseguido por Stalin, ocurrido hace ochenta años. Fue el gran innovador del arte de la escena y Sergio Pitol, en uno de los ensayos de El viaje, “La carta de Méyerhold” afirma: “Méyerhold fue al teatro lo que Eisenstein al cine.”
E Vsévolod Méyerhold. Foto tomada de: https://en.wikipedia.org/wiki/Vsevolod_Meyerhold
l director teatral Vsévolod Méyerhold (Penza, Rusia, 1874-Moscú, 1940), un visionario absoluto, experimentó e investigó sobre formas nuevas. En 1928 el partido de Stalin se opuso al “arte no político”. Una de las medidas fue apoderarse de los puestos de los comités de censura y exigir que ésta se ejerciese sobre el ensayo general de cada pieza de teatro. En 1930, el Consejo de Comisarios del Pueblo dio una resolución: encaminar a los teatros a la construcción del socialismo. En un telegrama enviado a Vladímir Maiakovski en 1928 escribió: “El teatro está agonizando”, recuerda la autora Cristina Vizcaíno. Una década después del envío del telegrama, Alexei Popov lo apoyó como creador libre e independiente. Comenzaron los Procesos de Moscú. Konstantín Stanislavski le ofreció un cargo en los Estudios del Teatro de Arte de Moscú. En “La carta de Méyerhold”, Sergio Pitol narró que entre 1933 y 1939 fueron detenidos en la Unión Soviética centenares de miles de ciudadanos sospechosos de actividades terroristas. Eran considerados enemigos del régimen. Fueron arrestados el escritor Isaak Bábel y el director teatral Vsévolod Méyerhold, “el más importante renovador del teatro ruso. Méyerhold fue al teatro lo que Eisenstein al cine.” Pitol escribió sobre el director teatral: “En el expediente de Vsévolod Méyerhold, Shentalinski encontró una carta dirigida a Viacheslav Mólotov, presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo, con la seguridad de que si llegase a sus manos él sería liberado [...].” Concluyó Pitol sobre Méyerhold: “Le imposibilitaron la tarea, lo hicieron fracasar. Y lo que lograron fue un suicidio.” En la carta, que Pitol reprodujo, se lee: Los oficiales de instrucción me aplicaron métodos físicos, y fui golpeado pese a ser un anciano enfermo de sesenta y cinco años. Me obligaban a tumbarme boca abajo en el suelo y me pegaban en los talones y la espalda con una porra de goma.
También hacían que me sentara en una silla, para golpearme fuertemente las piernas con el mismo instrumento. Los días posteriores, cuando mis muslos y mis pantorrillas mostraban abundantes huellas de hemorragias internas, volvían a pegarme golpes en los cardenales rojos, azules y amarillos. [...] Lanzaba alaridos y lloraba de dolor. Siguieron golpeándome la espalda con la porra y dándome brutales puñetazos, acompañados de “ataques psíquicos”, que me producían un miedo tan terrible que mi personalidad se vio afectada hasta lo más profundo. Mis tejidos nerviosos llegaron a rozar mi tegumento, mi piel se hizo tan tierna y sensible como la de un niño, y mis ojos vertían torrentes de lágrimas debido al insoportable dolor físico y moral. Tirado por tierra, con la cara vuelta hacia el suelo, se reveló que yo era capaz de retorcerme [...]. Tenía tales temblores nerviosos que uno de los guardianes, al devolverme a la celda después de uno de esos tratamientos, me preguntó: “¿Es que tienes paludismo?” Cuando me tumbé en mi catre de tablas y me dormí, después de 18 horas de interrogatorio y ante el temor de una nueva sesión, fue mi propio gemido el que me despertó: mi cuerpo se hallaba sacudido por estremecimientos similares a los de los enfermos que mueren de fiebres tifoideas. La aprensión provoca miedo, y el miedo reacciones de autodefensa. “¡La muerte (oh, desde luego), la muerte es mucho mejor que eso!”, se dice el detenido. También yo me lo dije. Y me acusé a mí mismo con la esperanza de que esas calumnias me condujeran al cadalso.
El suicidio al que alude Pitol corresponde a la manifestación de los pensamientos de Méyerhold y a su poder de innovación. Tiempo atrás, antes de que en la misiva describiera el horror, mandó una carta al fiscal de la Unión Soviética en la que denunciaba los terribles tratos y las presiones que recibía para que pidiera perdón por sus ideas. Y en un discurso de 1939 dijo que el realismo socialista nada tenía que ver con el arte y que sin arte no hay teatro. “Tres días después fue capturado, deportado a un campo de exterminio en Siberia y torturado. Veinticinco días más tarde, dos asaltantes entraron en su casa de Moscú y apuñalaron 17 veces, incluidos ambos ojos, a su segunda esposa, la actriz Zinaida Reich (1894-1939). Fue encontrada agonizando y consciente, pidiendo que sacaran a sus hijos del apartamento y, después, rogando a su médico que desistiera y que la dejara morir en paz. Absolutamente nada fue sustraído de su casa. Presuntamente, el crimen fue perpetrado por el Comisariado del Pueblo de Asuntos Internos”, narró el periodista Antonio Casia. El primero de febrero de 1940 un tribunal militar condenó a Vsévolod Méyerhold a la pena de muerte bajo las falsas acusaciones de ser espía de los británicos y de los japoneses. Al día siguiente, a los sesenta y cinco años de edad, fue fusilado l