Semanal

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SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA DOMINGO 29 DE JULIO DE 2018 NÚMERO 1221

A cien años de su publicación

LOS HERALDOS NEGROS DE

CÉSAR VALLEJO Marco Antonio Campos

Educación en México: ¿es posible el cambio? Stephen Kurz

LA SOMBRA CAE AL ALMA

Armando Romero o la puerta de Ulises José Ángel Leyva

Las manos frías de Jean Rhys Eve Gil


JORNADA SEMANAL

César Vallejo por Pablo Picasso

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LOS HERALDOS NEGROS DE CÉSAR VALLEJO: LA SOMBRA CAE AL ALMA “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!” Con este verso, grabado a fuego en el alma de quienes lo han leído, comienza uno de los poemas esenciales de la poesía en español: Los heraldos negros, del peruano César Vallejo, inmortal gracias a ese libro lo mismo que a Trilce y Poemas humanos, por mencionar solamente el corazón de un corpus literario que incluyó narrativa, teatro, ensayo y traducciones. A un siglo de su publicación original, Marco Antonio Campos revisita este primer libro entregado a la prensa por Vallejo y, a través de su lectura, pone en relieve las claves de la fuerza y la permanencia perennes de una voz insoslayable como pocas hay en la literatura.

ARMANDO ROMERO o la puerta de Ulises

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Bitácora de un poeta viajero, sutil y profundo, también novelista y catedrático, y a la vez atento a los violentos avatares de su tierra natal, Colombia, cuya obra se hermana con la de Álvaro Mutis y Hugo Gutiérrez Vega por el movimiento y la confianza en la palabra trabajada.

José Ángel Leyva ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

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l poeta y catedrático Armando Romero, uno de los más jóvenes miembros del Nadaísmo colombiano –que este 2018 cumple sesenta años de su aparición–, es a todas luces el más cosmopolita de su generación. En dicho contexto, el también traductor y narrador ha sido homenajeado en el Festival Internacional de Poesía de Bogotá. Romero, quien es profesor en la Universidad de Cincinnati, Estados Unidos, vuelve a sus orígenes para mostrar la andadura de una poesía que, si bien ha sido forjada en el viaje, muestra las marcas profundas de sus vivencias colombianas y la memoria de una época fundamental en su vida. Un rasgo que también se halla presente en sus novelas y sus cuentos. Su obra poética en conjunto podría leerse como la declaración del que nunca se fue y vuelve al punto de su ausencia. El cosmopolita de provincia, de esa provincia desgarrada, como la concebía Alfonso Reyes, recorre mundo para conocer mejor su historia. Romero compendia para los lectores colombianos su itinerario de viaje, su bitácora afectiva y estética en la que aparece de manera recurrente su identidad y pertenencia. En su prólogo para las antologías Alquimia del fuego inútil y A vista del tiempo, publicadas respectivamente en Ciudad de México


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y en Medellín, el poeta escribe y manifiesta: “Dos acciones he tratado de conciliar siempre: el viaje y la escritura. Creo que son dos formas de una misma realidad significante.” Jotamario Arbeláez no tiene empacho en reconocer la extracción humilde de ambos en un contexto social proclive a la violencia, vulnerado por el desaliento. No obstante, reciben la fuerza amorosa de sus familias, que evocan de manera recurrente en sus respectivas obras, ya con humor, con ternura o desenfado, imágenes blindadas contra el horror y la desesperanza. En el caso de Romero vienen de manera intermitente dichas escenas y recuerdos a dar forma a relatos y novelas como sucede en Cajambre, o a poemas reveladores de esa intimidad donde se tejía la disposición al viaje. En “La caja de los huequitos”, del libro Amanece aquella oscuridad, el poeta extrae del olvido una enseñanza materna para ver aquello que no figura en la lógica común: “A jugar con los espacios/ nos enseñó mi madre./ Ella los guardaba/ en una caja de huequitos,/ donde también estaban/ los sueños./ Mi espacio se construía/ de insectos invisibles,/ y ese miedo, siempre. /…/ Nunca se supo de los sueños/ hasta que ella vino a despedirse,/ y nos dijo que estaban hechos/ de eso que florece,/ allá adentro,/ todos los días.” Aunque la poesía de Armando Romero tiene mucho de solar, no puede leerse sólo desde ese plano de la realidad porque emerge sin duda de un ejercicio subterráneo, de una inmersión en socavones y grutas donde la oscuridad aprieta e ilumina. El miedo y el dolor atenazan las palabras y es audible el golpe de la forja en imágenes

al rojo vivo, de miradas torvas, criminales, con apetito de sangre. La ambigüedad es aglutinante en su apertura a la claridad; la malicia o cierta dosis de malignidad no pueden quedar al margen de su bondad, ni la belleza puede reconocerse sin la noción de la deformidad. Vienen, como “Del aire a la mano”, esos dos poemas icónicos, no de su ficcionario y sí de su biografía, de la tragedia colombiana: “Flores de uranio” y “De los asesinos”, que pertenecen a dos libros distintos de épocas distantes, El poeta de vidrio (1961-1972) y Las combinaciones debidas (19791985). Dos textos de una crudeza escalofriante. Sin embargo, en Amanece aquella oscuridad (2012), el poeta desvela momentos de iluminación entre sombras del recuerdo, como en “La palabra misericordia”: “En nuestro mundo/ muchas palabras se pierden,/ pero no desaparecen por completo,/ sólo dejan una vaga memoria. /… / Mi madre la usaba por las noches,/ al caer el silencio,/ y yo sabía que los ojos/ de mi padre la escuchaban,/ abiertos.” La poesía de Romero es sobre todo, y a pesar de todo, un canto a lo vital, un testimonio de

“A jugar con los espacios/ nos enseñó mi madre./ Ella los guardaba/ en una caja de huequitos,/ donde también estaban/ los sueños./ Mi espacio se construía/ de insectos invisibles,/ y ese miedo, siempre. /…/ Nunca se supo de los sueños/ hasta que ella vino a despedirse,/ y nos dijo que estaban hechos/ de eso que florece,/ allá adentro,/ todos los días.”

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búsqueda. En ese sentido se identifica con Cendrars, al desafiar las fuerzas de la gravedad para renovar el lenguaje y los caminos, para impulsar su nomadismo sedente y tomar distancia de la academia y los seguros de vida, del confort burgués de la clase media estadunidense y aferrarse al colombiano en diáspora. El derrotero conduce poco a poco hacia la contemplación y la paz, hacia la reflexión y la meditación. En su obra pulsa un espíritu contestatario, no escandaloso ni protagónico, que se manifiesta en poemas como “Carta a f. l.”, “Monje querido”, “From Chicago to o.g”. En este último resuenan versos de desesperación y coraje que se explican por sí mismos: “Hoy es el 4 de octubre en Caracas y tengo 20 bolívares en el bolsillo/ Hoy quemaré velas a la luz blues de Lincoln Avenue/ En el barrio Sur habrá negros incendios de todos los días/ Hoy no pensaré de Latinoamérica más que para decir Howareyou?/ porque hoy es y siempre el 4 de octubre en Caracas y tengo 20 bolívares en el bolsillo/ Hoy se cierra una puerta/ Y se abren otras.” La noción de viaje en el caleño tira lastre y abandona esa sensación de fuga para echar mano de nuevos descubrimientos y asombros. La poesía estadunidense, la francesa y la fuerte tradición de la escrita en lengua española lo acompañan en su arribo a las costas griegas, donde abre un gran paréntesis o funda una estación en el Egeo. No puede uno desdeñar la memoria y los vasos comunicantes con su amigo y compatriota Álvaro Mutis, de la Summa de Maqroll el Gaviero. Pero en ese sentido su periplo es más cercano a Hugo Gutiérrez Vega, quien desde la diplomacia vive y se entrega a la cultura griega y al viaje. Gutiérrez Vega y Romero tienen un encuentro en Atenas e intercambian su fascinación por Kavafis, Ritsos, Seferis, Elytis, Embirikos. El diplomático publicaría una trilogía luminosa: Cantos del despotado de Morea, Soles Griegos y Una estación en Amorgós, mientras que Armando escribe Hagion Oros (El Monte santo), 1994-1996, y El color del Egeo (2016) l Izquierda: Armando Romero con Álvaro Mutis; abajo: acompañado de Gonzálo Rojas. Fotos: www.armando-romero.com


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EDUCACIÓN EN

Basado en la tradición wittgensteiniana, el autor interroga cada término contenido en el propio título, de modo que este ensayo busca responder a las siguientes preguntas: ¿Qué queremos decir con educación? ¿Qué queremos decir con cambio?

Stephen Kurtz ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

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n lo que sigue, tomaré la educación como el sistema de enseñanza obligatoria y regulada públicamente de un plan de estudios determinado por un órgano de gobierno controlado por el Estado. Es decir, la educación como se la conoce en el mundo moderno desde la segunda mitad del siglo xviii. De acuerdo con las evaluaciones de la ocde de 2009 según lo determinan los exámenes pisa, los jóvenes mexicanos de quince años obtuvieron los puntajes más bajos en lectura, matemáticas y ciencias. Para 2015, México había subido al puesto 58 de 72 países en lectura, 57 en matemáticas y 59 en ciencias. Estos puntajes todavía lo colocan en la categoría inferior según lo determinado por estos exámenes. Lo que quiere decir que hay

aproximadamente 56 países que obtuvieron puntajes más altos y sólo 15 que obtuvieron puntajes aún más bajos. Pero hay más en la educación que estos resultados. Cuando a un profesor finlandés de matemáticas se le preguntó qué era lo que más deseaba para sus alumnos, respondió: “Que estén felices”. Finlandia ha disminuido un poco en los exámenes generales de pisa, aunque todavía es bastante alta. Sin embargo, los estudiantes permanecen relativamente felices con sus vidas escolares. La disminución tiene algo que ver con una recesión económica desde 2008, que afecta el tamaño del grupo, entre otros factores. También más tiempo de pantalla (tv, celular, computadora etcétera, ha reducido la lectura por placer. No hace falta decir que este es un problema universal. Aunque la cuestión de la felicidad es un factor en la evaluación de pisa, casi nunca es un factor en la creación de programas educativos nacionales. Todos esos programas tienen una historia. En pocas palabras, la historia de la educación moderna comenzó en Prusia en 1763, de modo que, directa o indirectamente, todos los sistemas educativos nacionales derivan en última instancia de ella. El decreto de Federico el Grande hizo que la educación para niños y niñas fuera obligatoria entre los cinco y los catorce años. En Austria, la emperatriz María Teresa siguió su ejemplo en un año. Incluso Francia, después de la guerra franco-prusiana, utilizó el sistema prusiano para sus escuelas primarias. Los estadunidenses no estaban menos impresionados, Horace Mann viajó especialmente a Prusia con la intención de estudiar directamente su sistema educativo. Regresó con entusiasmo e influyó en su reproducción en toda la nación. Alrededor de 1920, las variantes del sistema prusiano prevalecieron en prácticamente todos los países, incluido el menos industrializado. ¿Por qué –uno puede preguntarse–, cuando el mundo lo había hecho lo suficientemente bien sin un sistema así durante incontables siglos? Una razón comúnmente dada es que, en las naciones industrializadas, se necesitaba un nivel de educación más alto para adquirir nuevas habilidades, tanto para el funcionamiento de la industria como para la supervivencia de los trabajadores. Pero Prusia no se industrializó en absoluto en 1763 y tampoco Austria. Inglaterra fue el primer país en ser significativamente industrializado. Aunque este desarrollo fue retrasado por las Guerras napoleónicas, todo el trabajo preliminar estaba en marcha para que Inglaterra llegara a liderar el mundo en esta dirección. Sin embargo, Inglaterra no introdujo la educación obligatoria universal hasta mucho más tarde en el siglo xix, su sistema escolar se desarrolló poco a poco a lo largo de estos años. Francia y Bélgica siguieron a Inglaterra, mientras que Italia, España, Portugal, Rusia y los países balcánicos se quedaron atrás. En Estados Unidos, la educación obligatoria universal, que se había desarrollado estado por estado a lo largo del siglo xix, se completó en 1912. Se había convertido en un país industrial, especialmente (casi exclusivamente) en el norte, al menos desde la Guerra Civil.


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MÉXICO: ¿ES POSIBLE EL CAMBIO? Al final, industrializados o no, la mayor parte del mundo tenía un sistema educativo que puede rastrearse hasta el modelo prusiano. El hecho de que tales sistemas se introdujeran en países que no estaban en absoluto industrializados, o que no lo serían durante años, sugiere que otros factores estaban en juego. Aunque inicialmente fue introducido por los monarcas de la Ilustración, no todos sus súbditos estaban contentos con eso. Los pobres necesitaban que sus hijos trabajasen y a gran parte de la nobleza no le gustaba que las personas ordinarias compartieran de repente sus privilegios. Pero la clase media en ascenso fue un gran apoyo. La educación no sólo fue un paso para borrar las líneas clasistas; le dio acceso a los puestos burocráticos más altos del gobierno.

Top of Form/ Bottom of Form Pero la razón más profunda para la intro-

ducción de la educación pública masiva y obligatoria era lo que podría llamarse “control mental”. La clase dominante, ya sea en monarquías, democracias o dictaduras, determinó no sólo que todos fueran educados sino también lo que aprenderían o no aprenderían y cómo se les enseñaría. Esto fue declarado sin rodeos por Johann Gottlieb Fichte en 1807. En sus Discursos a la nación alemana, Fichte promovió la formación de la personalidad de los estudiantes: “La educación debe tender a destruir el libre albedrío para que después de que los alumnos sean educados sean incapaces en el resto de sus vidas de pensar o actuar de otra manera que lo que sus maestros de escuela hubieran deseado.” La lectura básica, la escritura y la aritmética en sí mismas no pueden usarse de esta manera. Pero la forma en que se les enseñan tiene sus efectos: la famosa frase de Marshall McLuhan: “el medio es el mensaje”, encarna esta idea: niños sentados en mesas idénticas en filas, frente al maestro en su proprio escritorio, todo esto, más el diseño del edificio mismo, los libros de texto uniformes y los métodos de enseñanza uniformes que, juntos, caracterizan lo que se conoce como el “modelo de fábrica”. Los estudiantes no pueden hablar a voluntad; tenían que levantar la mano y ser llamados. Sus respuestas a las preguntas (la mayoría de las preguntas simplistas) pueden ser correctas o incorrectas, o en el mejor de los casos aceptables o inaceptables. Nunca se pensó en el agrado más de lo que se pensaba en las fábricas; ni placer ni pensamiento independiente. Si un estudiante encontraba una forma original de resolver un problema matemático, por ejemplo, su ingenio no sería bienvenido. El problema tenía que ser resuelto de la manera prescrita. La formación del profesorado (en lo que se denominó “escuelas normales”) garantizaba aún más la uniformidad, aunque normalmente con la pretensión de garantizar la calidad. El término “normal” se refiere a la inculcación de normas particulares en los estudiantes. La idea que

en cierto sentido es la contraparte secular e industrial de la instrucción religiosa, se desarrolló a partir de la necesidad de una fuerza de trabajo confiable, reproducible y uniforme. Estas normas reforzaron los valores sociales, los comportamientos, las ideologías y las narrativas históricas preferidas a través del plan de estudios. El proceso de instaurar tales normas en los estudiantes dependía de un plan de estudios nacional uniforme y formalizado. Las escuelas normales, en la mayoría de los casos, tenían la tarea de desarrollar este nuevo plan de estudios, así como las técnicas a través de las cuales los maestros inculcaban estas ideas, comportamientos y valores en las mentes de sus alumnos. En México, inicialmente en pequeña escala, esto comenzó durante el porfiriato. Porfirio Díaz, durante su larga dictadura, logró industrializar un país que, hasta entonces, había sido casi completamente agrario. Esto tuvo que hacerse con la inversión extranjera, ya que no había recursos locales significativos. Y todas las características del industrialismo capitalista inicial se encontraban, tanto en México como en Estados Unidos y en otros lugares: bajos salarios, largas jornadas, fácilmente se derogaban los derechos de los trabajadores. Sin mencionar una inmensa brecha de riqueza, en esos días como ahora. El naciente sistema escolar entonces pudo haber crecido, y el proletariado en crecimiento pudo haber forzado cambios a través de sangrientas batallas similares a las de Estados Unidos, pero la Revolución dejó todo eso como meras posibilidades. A José Vasconcelos se le atribuye haber creado el sistema escolar que existe hasta el día de hoy, aunque se basó en el pequeño sistema existente iniciado por Porfirio Díaz. Algunos de los libros de texto de este último tuvieron que usarse al principio por falta de otros. Vasconcelos había sido nombrado Rector de la unam por el presidente Adolfo de la Huerta y ocupó ese cargo durante aproximadamente un año. Gobernó la universidad como un monarca, sin consultar el

Izquierda: niños acuden descalzos a la escuela, caminando entre manglares mientras que otros cruzan en lancha de comunidades cercanas para llegar a la primaria rural Justo Sierra Méndez. Enferman constantemente de infecciones estomacales y bronquiales; los estudiantes reciben educación de un solo profesor para los seis grados, Tabasco, 2008. Foto: Notimex/ Luis López/ Fre/Hum. Arriba: Maestros rurales agradecen al presidente Miguel Alemán por haber regalado una lámpara de gasolina para su escuela, Oaxaca, 1950.

Consejo de la Universidad como lo habían hecho todos sus predecesores. Después de un año, el presidente Álvaro Obregón lo nombró jefe de la Secretaría de Educación Pública (sep), lo que requirió legalmente un cambio en la Constitución de 1917. Vasconcelos recorrió el país para promover la inclusión de la sep en la Constitución. Logró que se estableciera como una rama del Ejecutivo con un asiento en el gabinete, y que no se le pudiera impugnar ante los tribunales y ser independiente tanto de la legislatura como de las personas en general. Incluso el presidente, en el improbable caso de que decidiera intervenir, tendría poco poder sobre lo que se ha convertido en una enorme burocracia. Debo agregar que Vasconcelos estaba especialmente interesado en promover su interpretación personal de la Revolución. Manejar las narrativas históricas es central para el poder gubernamental tal y como se manifiesta en la educación. Dado el estado autónomo de facto de la sep, parece haber pocas esperanzas de cambio, sin importar cómo sea definido el cambio. Después de todo, es una entidad por encima de la ley, no está obligada a seguir el consejo de ninguna otra entidad o persona. Las fallas obvias del sistema conducirían a cambios si la sep fuera vulnerable a las críticas. No lo es. Sin embargo, hay otras posibilidades que se abordarán en la segunda parte de este artículo l


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Las manos frías de

JEAN RHYS Semblanza crítica de una escritora caribeña, rubia que deseaba ser negra, que aprendió el patois a pesar de su alta formación inglesa, autora de Adiós, señor McKenzie (1931), Viaje a la oscuridad (1934) entre otras novelas y cuentos, y de la muy exitosa Ancho mar de los sargazos (1966), misma que le valió recibir de la reina Isabel la dignidad de Caballero del Imperio Británico en 1978, murió el 14 de mayo de 1979 al caer por la escalera de casa en Exeter, Inglaterra.

Eve Gil ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

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lla Gwendoline Rees Williams, “Gwen”, nació el 24 de agosto de 1890, en Roseau, Dominica, Indias Occidentales, rincón imperceptible en los mapas, puntito luminoso en la geografía de la gran literatura. Para una muchacha rubia que suspiraba por ser negra, llevar por nombre “Gwen”, “blanco” en galés, era intermitente recordatorio de lo que jamás podría lograr. Adoptaría diversos alias hasta que, ya como escritora, adquiriría por el que la conocemos: Jean Rhys. Se crio en un medio donde el conservadurismo contrastaba fuertemente con la fogosidad y altanería de los criados negros. Su padre, un médico galés de nombre William Rees, aunque no originario de la isla, como sí su primera esposa que pertenecía a la cuarta generación de una familia de esclavistas, adquirió dos hermosas fincas que procurarían a la futura Jean Rhys los bellísimos escenarios de su obra maestra. Desde la ventana de su habitación en Bona Vista, la pequeña Gwen contemplaba una cordillera de montañas y el revoloteo de unas enormes aves negras llamadas diablotins. En su casa se hablaba correctísimo inglés británico, pero Gwen no tardaría en aficionarse al patois (una suerte de francés corrompido) en que se comunicaban los criados negros, por cuya amistad suspiraba y se desvivía. Comía calabaza con los dedos, imitándolos, y amaba los libros, especialmente si las heroínas eran prostitutas. A lo largo de Sonríe, por favor, autobiografía que quedó inconclusa debido a su absurda muerte, reconocemos a los posibles modelos de sus personajes negros en Ancho mar... Inevitable no relacionar a la siniestra niñera Meta con Christophine, la sirvienta que desde niña cuida de Antoinette Cosway y de quien no se sabe si aprecia a su joven ama o la odia como para querer destruirla, aunque en el caso concreto de Gwen, se libró muy pronto de la amenaza que representaba Meta con sus horribles historias de zombies y sus bofetadas. Menciona también la práctica del obah, una suerte de vudú muy común en su isla, que tiene un lugar relevante en Ancho mar…, así como a la bella amiguita negra que la desprecia. Jean desarrollaría un complejo de inferioridad por ser rubia, montaría incluso el más terrible berrinche de su vida cuando en una repartición de muñecas, a su hermanita le tocó la morena (más bien, se la arrebataría a Gwen) y Jean tuvo que conformarse con la rubia. Tras estudiar, como Antoinette, en una escuela de monjas, pasaría a una escuela para señoritas en Cambridge y de ahí a una academia de arte dramático. Solo había ido a Inglaterra, chaperonada por una tía, a estudiar, pero tras ser informada de la muerte de su padre, optó por permanecer allá,

no obstante su proclamado odio por aquel clima que la puso al borde de la muerte y mantenía sus manos heladas. La nostalgia por la isla donde nació y vivió hasta los dieciséis años, y a la que regresaría sólo una vez, en 1936, surca casi toda su obra, con excepción de Adiós, señor McKenzie (1931). Cuando llega a Londres, a los dieciocho años, Jean, como la Anna Morgan de Viaje en la oscuridad, acarrea una cabecita colmada de sueños faranduleros. Ya ha participado como corista en una compañía teatral, con la que incluso realizó una gira por Inglaterra. Anna Morgan, alter ego de Jean, se entrega a una vida disoluta tras el abandono de Walter Jeffries (en realidad Lancelot Hugh Smith), del que se enamora al percatarse de que la ha velado devotamente durante una de sus fiebres. Él es rico, pero Jean, como Anna, no está con él por dinero. Más una relación entre padre e hija, Anna actúa como una niñita abandonada deseosa de afecto. Cuando Jean termina con aquel primer amante, se traslada a Holanda en busca de olvido. Casi en el acto se casará con Jean Lenglet, compositor y periodista franco-holandés al que había conocido dos años antes (1917), en Londres. Apenas casarse se trasladan a París. El primer hijo de la pareja nacerá muerto, en 1920. Lenglet recibe un cargo diplomático como secretario de un funcionario japonés en la Conferencia de Desarme Interaliada, por lo que la pareja mudará constantemente de residencia. La que sería su única hija, Maryvonne Lenglet, nacería en París, en 1922. Al año siguiente, una amiga presentaría a Jean como el connotado novelista Ford Maddox Ford, no sin antes mostrarle un Diario escrito entre 1910 y 1919 que Jean le confió a la mujer. El Diario no estaba escrito con voluntad literaria, pero Ford hizo ver a Jean que no podía seguir ignorando su potencial como escritora. Deslumbrada, acató el consejo del afamado escritor y escribió un relato titulado “Vienne”, firmado con el seudónimo Ella Lenglet, publicado en diciembre de 1924 en el que sería el último número de Trasatlantic Review. Jean Lenglet fue extraditado a Holanda, acusado de haber entrado ilegalmente a Francia, dejando sola a su mujer con una nena de dos años. Ford sintió la obligación moral, como sin duda la sintieron Jeffries respecto a Anna, y los protectores de Julia, heroína de Adiós, señor MacKenzie, de cuidar de Jean, por lo que la convirtió en su amante. De su relación adúltera con Ford, también casado, surgió la novela originalmente titulada Postures, hoy conocida como Quartet, la más difícil de publicar pues Ford era un personaje muy respetado en el medio editorial. Quien lograría hacerla publicar varios años más tarde (1928), sería Leslie Tilden-Smith, quien se convertiría en


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Fuente: skiddle.com

agente literario de Jean y, a la larga, tras ser abandonada por Ford, saldría al quite convirtiéndose en su segundo marido. En tiempos de su amasiato con Ford, Jean adapta su Diario y lo convierte en la antes citada Viaje a la oscuridad. Ya casada con Leslie, con quien permanecería cerca de quince años, convertida en amorosa abuela, emprendió la escritura de “algo extraño [...] no sé si estoy loca o todo el mundo lo está ...” Dormía más de lo que escribía. Había pasado por el manicomio y contemplaba impotente como la humedad devastaba las paredes de su cocina. Viuda de Leslie, será rescatada una vez más por un primo de éste que, como Lenglet, terminará en prisión... y en medio de todo esto, Jean escribía, sin ella saberlo, su obra definitiva. Ancho mar de los sargazos se publicó con fulgurante éxito en 1966. Su propia obra habrá de salvarla de la miseria, de la angustia… y de la corrosiva humedad londinense. Pero si bien obtuvo importantes premios que se tradujeron en ganancias económicas, detestó ser una celebridad. No desdeñaría, sin embargo, recibir de manos de la mismísima reina Isabel la dignidad de Caballero del Imperio Británico en 1978. Al parecer nada la emocionaba. Había dilapidado esa capacidad en la escritura de la maravillosa Ancho mar..., cuya protagonista es nada menos que la esposa loca, oculta en el sótano de Rochester, protagonista masculino de Jean Eyre. Antoinette Cosway, renombrada más adelante Bertha Mason. Lo más extraordinario de esta suerte de precuela de Jane Eyre, de Charlotte Brontë, es que nos muestra a un Rochester nada noble, lleno de arrogancia, ambición y crueldad, más del lado del Heatchliff de Cumbres borrascosas. Aunque la mayor parte de la acción transcurra en una isla antillana devorada por el calor y los mosquitos, Ancho mar... pertenece sin duda a la genealogía de Cumbres... Como si Jean emulara a Emily pretendiendo honrar a Charlotte, si bien Jean recurre sólo a dos narradores, la propia Antoinette/ Bertha y su innombrado marido-comprador que, sabemos, es Rochester. Lo último que Jean Rhys escribió fue una parodia de canción de amor dedicada a su última pareja sentimental, el intérprete de jazz británico George Melly, casi treinta años menor que ella, titulada “Life With You”. Asaltada acaso por un puritanismo senil, hizo agregar a su testamento un inciso que estipula que nadie será autorizado a escribir biografía alguna de su persona, y se apresuró a dictar su autobiografía Sonríe, por favor. Rodó accidentalmente hasta los brazos de la muerte, soñolienta acaso, el 14 de mayo de 1979, al caer por las escaleras de su recién estrenada casa de Exeter, Inglaterra l

Ancho mar de los sargazos (fragmento) Jean Rhys La vi morir muchas veces. Pero a mi manera, no a la suya. A la luz del sol, en la penumbra, a la luz de la luna, a la luz de las velas. En las largas tardes, cuando la casa estaba vacía. Sólo el sol nos hacía compañía, entonces. No lo dejábamos entrar. ¿Por qué? Muy pronto llegaba el momento en que Antoinette ansiaba tanto como yo el acto que se denomina amar, y, luego, quedaba más perdida y confusa que yo. –Aquí, puedo hacer lo que quiera –decía. Lo que ella quisiera, no lo que yo quisiera. Y, entonces, también yo lo decía. Parecía lo adecuado, en aquel solitario lugar: –Aquí, puedo hacer lo que quiera. Raras eran las personas que encontrábamos cuando salíamos de casa. Y aquellas que encontrábamos nos saludaban y seguían su camino. Llegué a sentir simpatía hacia aquellas gentes de montaña, silenciosas, reservadas, jamás serviles, jamás curiosas (al menos esto pensaba), aunque nunca supe que sus rápidas miradas de soslayo veían cuanto deseaban ver. Por la noche, tenía sensación de peligro y procuraba olvidarme de ello, alejar la sensación. –Estás seguro –decía. A Antoinette le gustaba esto, que le dijeran que estaba segura O, al tocar levemente su cara, tocaba lágrimas. Lágrimas: nada. Palabras: menos que nada. En cuanto a la felicidad que le daba, era peor que nada. No la amaba. Estaba sediento de ella, pero esto no es amor. Muy poca ternura sentía hacia ella, era una desconocida para mí, una desconocida que no pensaba ni sentía como yo. Una tarde, la visión de un vestido de mi mujer, que había dejado caído en el suelo de su dormitorio, suscitó en mí un deseo salvaje que me dejó jadeante. Cuando quedé agotado, me aparté de ella y dormí, sin decirle una palabra, sin hacerle una caricia. Desperté, y me estaba besando. Leves y suaves besos l


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LOS HERALDOS NEGROS DE CÉSAR VALLE A cien años de su publicación

Poeta peculiar y personalísimo, pero también narrador, traductor y cronista, aquí se celebra con gusto y justicia una de sus obras más conocidas y estudiadas, acendrada por el tiempo y desde que fue publicada en 1918, a sus veintiséis años de edad. Dotado de una sinceridad sin fisuras, generó una nueva sensibilidad en la poesía latinoamericana del siglo xx. Murió en París a los cuarenta y seis años. “Tenía un hermoso rostro incaico entristecido por cierta indudable majestad”, como lo describió Pablo Neruda.

Marco Antonio Campos ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

Dos poemas

Los nueve monstruos

E

n Trujillo, la tercera ciudad del Perú, la ciudad más grande próxima a su pueblo nativo de Santiago de Chuco, César Vallejo estudia en la universidad entre 1913 y 1917, primero Letras y luego tres años de Derecho. Su tesis en Letras la titula El romanticismo en la poesía castellana. En Trujillo, con un sueldo de sobrevivencia, trabaja de preceptor en el Centro Escolar de Varones (1913-1915) y da clases en el primer año de primaria en el Colegio Nacional de San Juan. Su amigo, el filósofo y periodista Antenor Orrego, lo recuerda así en aquellos años: “Era un humilde estudiante serrano, con modestas ansias de doctorarse.” Ciro Alegría, que lo tuvo como maestro en el Colegio Nacional trujillense, retrata de esta manera al poeta aún muy joven: “Bajo la abundosa melena negra, su faz mostraba líneas duras y definidas. La nariz era enérgica y el mentón, más enérgico todavía, sobresalía en la parte inferior como una quilla. Sus ojos oscuros –no recuerdo si eran grises o negros– brillaban como si hubiera lágrimas en ellos. Su traje era uno viejo y luido.” Los primeros poemas publicados en serio aparecen en 1916 y 1917 en el periódico La Industria, de Trujillo, y en la revista limeña Balnearios. Recuerda el poeta Alcides Spelucín que por ese entonces Vallejo empieza a aparecerse en las tertulias literarias del que sería llamado después “Grupo Norte”, formado por escritores y artistas con inquietudes políticas. Lo encabezaba Antenor Orrego. Era “un grupo bohemio y revolucionario en más de un sentido”,

Jamás, hombres humanos, hubo tanto dolor en el pecho, en la solapa,

Y, desgraciadamente,

en la cartera,

el dolor crece en el mundo a cada rato,

en el vaso, en la carnicería, en la arimética!

crece a treinta minutos por segundo,

Jamás tanto cariño doloroso,

paso a paso, y la naturaleza del dolor, es el dolor dos veces

jamás tan cerca arremetió lo lejos, jamás el fuego nunca jugó mejor su rol de frío muerto!

y la condición del martirio, carnívora voraz,

Jamás, señor ministro

es el dolor dos veces

de salud, fue la salud

y la función de la yerba purísima, el dolor

más mortal

César Vallejo

dos veces

y la migraña extrajo tanta frente de la frente!

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y el bien de ser, dolernos doblemente.

Y el mueble tuvo en su cajón, dolor,


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EJO:

LA SOMBRA CAE AL ALMA

escribe Luis Monguio (César Vallejo, vida y obra, Nueva York, 1952). Hay un buen número de nombres en esa tertulia, pero el único que alcanzó fama internacional perdurable fue Vallejo. Los amigos lo llamaban afectuosamente el Cholo. La versión más difundida es que a causa de una decepción amorosa con la quinceañera Zoila Rosa Cuadra (Mirtho), intempestivamente Vallejo se va a principios de 1918 a Lima. En ese año en la capital trabaja como maestro de primaria en el Colegio Barrón y entra a estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Mayor de San Marcos. Se le ve solo y apartado. Publica a fines de año Los heraldos negros. “Hermoso y raro libro”, diría de él en una entrevista el joven escritor Abraham Valdelomar, una de las leyendas peruanas, que debió leerlo en manuscrito (La Reforma, Trujillo, mayo de 1918).

Un siglo de Los heraldos negros Se cumplen cien años de la publicación del pri-

mer libro de poemas de César Vallejo (1892-1938) quien, con Pablo Neruda, fue uno de los dos poetas latinoamericanos que influyeron más en la poesía latinoamericana del siglo xx, en especial, en el caso de Vallejo, con Trilce y Poemas humanos. Uno llega a leer tanto la poesía de Vallejo a través de los años y las décadas que en un momento es difícil seguir haciéndolo, porque / PASA A PÁGINA 10

Ilustración de Jesús Díaz Hernández

el corazón, en su cajón, dolor, la lagartija, en su cajón, dolor. Crece la desdicha, hermanos hombres, más pronto que la máquina, a diez máquinas, y crece con la res de Rousseau, con nuestras barbas; crece el mal por razones que ignoramos y es una inundación con propios líquidos, con propio barro y propia nube sólida! Invierte el sufrimiento posiciones, da función en que el humor acuoso es vertical al pavimento, el ojo es visto y esta oreja oída, y esta oreja da nueve campanadas a la hora / PASA A PÁGINA 10

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JORNADA SEMANAL

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buena parte ya ha quedado grabada en el cuerpo y en el alma. Los heraldos negros es un libro de grandes aciertos y no pocas caídas: con poemas o momentos de gran emotividad pero otros, por fortuna los menos, ingenuos o de un gusto dudoso o aun tremendistas. Hijo del romanticismo, hijo del modernismo, sus lecturas más visibles de este último movimiento literario serían, como se ha repetido, las del nicaragüense Rubén Darío y el uruguayo Julio Herrera y Reissig, pero mientras en Darío y Herrera imágenes y metáforas son a menudo espléndida pedrería, en el joven Vallejo resultan en ocasiones deslucidas o de mal gusto. No está de más decir que en su poema “Retablo”, Vallejo homenajea a Rubén Darío, y lo exalta como alta estrella: “Darío de las Américas celestes.” Entre esas imágenes modernistas de mal gusto o aun involuntariamente chuscas, citemos al menos tres: “Grandes lirios de ebúrneos trajes”, o “Mosto de Babilonia, Holofernes sin tropas”, o esta, tremendista, que n’épate même le bourgeois, “los marfiles histéricos de su beso me hallaron muerto”. Sin felicidad, en mezclas extrañas, Vallejo tomó muy probablemente de los modernistas el uso de palabras o referencias demasiado fáciles de otras culturas y religiones como si eso diera una imagen de cosmopolitismo: [el dios egipcio] Osiris, [el rey asirio] Sardanápalo, brahmanismo, bacantes o meras menciones a Grecia o a Atenas o a Bizancio… Sólo creó en esos momentos un exotismo superficial e inane. Dentro de las palabras y referencias ajenas, sin vacilación, las más auténticas son las palabras quechuas. Haciendo a un lado esto, encontramos un libro escrito con sangre, entrañablemente triste y doloroso, con versos que perviven en la casa del corazón: “Hasta cuándo este valle de lágrimas/ a donde yo nunca dije que me trajeran”, “Regreso del desierto donde he caído mucho”, o este, de las bellas “Canciones del hogar”, que son la primera vía al estilo y al tono de Trilce y Poemas humanos: “En un

sillón antiguo está sentado mi padre./ Como una Dolorosa entra y sale mi madre./ Y al verlos siento un algo que no quiere partir.” El verso natural de César Vallejo fue el directo, sin ornamentos, que desgarra o hiere el corazón y el alma, o aquel otro de frases coloquiales, a veces lúdicas y bellamente dislocadas o desar­ ticuladas, que describen situaciones diarias. Dentro de sus rasgos estilísticos encontramos la integración de dos palabras en una que suenan muy bien en los versos (talvez, noser, yanó, marmuerto), la utilización precisa de los tres puntos, que dejan al lector una ventana abierta a más connotaciones, y preguntas que suspenden en el lector una duda. Entre los piezas líricas de Los heraldos negros que desde nuestras primeras lecturas en un lejano 1969 nos siguen con-

El poeta frente a la Puerta de Brandenburgo, Berlín, 1929

moviendo, en las que encontramos a través del sufrimiento del solitario Vallejo la tristeza y el dolor de los desdichados del mundo, se hallan “Los heraldos negros” (que da título al libro), “Bordas de hielo”, “Ascuas”, “Media luz”, “Idilio muerto”, “La cena miserable”, “Los dados eternos” y las cinco piezas finales de “Canciones para el hogar”. Por asombrosa casualidad (no pudieron haberse leído ambos), el mexicano Ramón López Velarde de La sangre devota (1916) y Zozobra (1919) y el peruano César Vallejo de Los

del rayo, y nueve carcajadas

y es muy grave sufrir, puede uno orar

llorando, a la cebolla,

a la hora del trigo, y nueve sones hembras

Pues de resultas

al cereal, en general, harina,

a la hora del llanto, y nueve cánticos

del dolor, hay algunos

a la sal, hecha polvo, al agua, huyendo,

a la hora del hambre y nueve truenos

que nacen, otros crecen, otros mueren,

al vino, un ecce-homo,

y nueve látigos, menos un grito.

y otros que nacen y no mueren, otros

tan pálida a la nieve, al sol tan ardio!

El dolor nos agarra, hermanos hombres,

que sin haber nacido, mueren, y otros

¡Cómo, hermanos humanos,

por detrás de perfil,

que no nacen ni mueren (son los más)

no deciros que ya no puedo y

y nos aloca en los cinemas,

Y también de resultas

ya no puedo con tanto cajón,

nos clava en los gramófonos,

del sufrimiento, estoy triste

tanto minuto, tanta

nos desclava en los lechos, cae

hasta la cabeza, y más triste hasta el tobillo,

lagartija y tanta

de ver al pan, crucificado, al nabo,

inversión, tanto lejos y tanta sed de sed!

ensangrentado,

Señor Ministro de Salud; ¿qué hacer?

perpendicularmente a nuestros boletos, a nuestras cartas;


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heraldos negros (1918) se hermanan simultáneamente en la lírica en esa unión de imágenes y metáforas donde amada y cristianismo, amada y muerte, con variadas combinaciones, expresan los dos su condición católica, su anhelo de la rosa sexual y su obsesión sin fin por la puerta sin salida del cementerio. Incluso, en ocasiones, en un solo poema se integran imágenes de religión, mujer y muerte. Desde luego existen ligeras diferencias: en imágenes y metáforas de López Velarde hay con más frecuencia referencias a la Biblia y a la liturgia católica, y las de Vallejo son más violentas y desgarradas. En Vallejo figura ante todo el hombre que en su pobreza y sufrimiento se reconoce en el Cristo ensangrentado. Por eso tal vez las palabras religiosas más recurrentes en Los heraldos negros, con variada significación, sean Cristo, cruz y hostia. Un añadido: López Velarde y Vallejo vieron en sus madres una imagen de la Dolorosa. Sin embargo, tengo la impresión de que López Velarde no se hubiera atrevido a llamar a la cruz “idiota”, ni hablado de “golpes como del odio de Dios”, ni escrito poemas blasfematorios como “Los dados eternos”, en el que Dios puede jugar el Dado –la Tierra–, que de tanto rodar, se ha raído y se ha vuelto redondo, es decir, ya no pueden verse las imágenes. Obsérvese esta estrofa que es un gran reclamo: “Dios mío, estoy llorando el ser que vivo,/ me pesa haber tomádote tu pan,/ pero este pobre barro pensativo,/ es costra fermentada en tu costado:/ tú no tienes Marías que se van.” Probablemente Vallejo hablaría aquí de dos Marías de su alma: la madre (María de los Santos Mendoza Gurrionero) y la amada (María Rosa Sandoval) que se alejó de él para ir a morir a la sierra. Ambas murieron en 1918 antes de publicarse Los heraldos negros. López Velarde exaltó famosamente el pasado indígena en la figura de Cuauhtémoc en el Intermedio de “La suave Patria”, pero las veces que habló de la raza indígena de su tiempo lo

!Ah! desgraciadamente, hombres humanos, hay, hermanos, muchísimo que hacer.

Masa

hizo despreciándola y aun llamándola “harapo”. El único pasado de nuestros pueblos originarios que mencionó fue el azteca. En Vallejo el pasado inca y el presente indígena se integran y él mismo se sentía parte carnal de la raza. No en balde José Carlos Mariátegui, en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, de 1928, contraponiéndolo al cosmopolitismo de José María Eguren, resalta el papel adánico de Vallejo en relación a las raíces autóctonas: “Vallejo es el poeta de una estirpe, de una raza. En Vallejo se encuentra por primera vez en nuestra literatura el sentimiento indígena virginalmente expresado.” Vallejo –añade Mariátegui– crea una nueva sensibilidad y sus versos contienen la nostalgia y el pesimismo de los herederos de los quechuas. Pesimismo puede entenderse también como fatalismo en el sentido de la conciencia de una raza. Mayor elogio no podía dársele a un joven que al publicar el

Se le ve solo y apartado. Publica a fines de año Los heraldos negros. “Hermoso y raro libro”, diría de él en una entrevista el joven escritor Abraham Valdelomar, una de las leyendas peruanas, que debió leerlo en manuscrito

libro tenía apenas veintiséis años. Quizá valga recordar que Neruda, en sus memorias (Confieso que he vivido), cuenta que cuando elogiaba a Vallejo su tipo indígena lo hacía sentir bien. Y lo describe así: “Vallejo era más bajo de estatura que yo, más delgado, más huesudo. Era también más indio que yo, con unos ojos muy oscuros y una frente muy alta y abovedada. Tenía un hermoso rostro incaico entristecido por cierta indudable majestad.” En los lacónicos y graves sonetos de 1917 que conforman “Nostalgias imperiales” –más que el “Terceto autóctono”–, los indígenas, los dioses, los animales, aldeas y el paisaje de Trujillo se hablan a través de los siglos. Al leer los versos parece andarse entre espectros y sombras y oírse en el aire lamentos y quejas. Quizá la mayor identificación del poeta peruano con las consecuencias de la caída del imperio inca y el surgimiento del cristianismo español se halle en versos que resultan ilustrativos de su pena: “Soy el pichón de cóndor desplumado/ por latino arcabuz/ y a flor de humanidad floto en los Andes/ como perenne Lázaro de luz.” Su lírica contiene en su esencia mucho de la ternura triste del canto del yaraví y se oyen con nostalgia triste los “llantos de quena”. Quizá los dos poemas de Los heraldos negros que han quedado más en la memoria colectiva de los lectores de poesía en lengua española, sean el primero y el último (“Los heraldos negros” y “Espergesia”). ¿Qué vallejista o vallejiano o lector de Vallejo no se ha repetido en el corazón de la memoria los primeros versos de estos poemas que anuncian lo que será en alguna vía toda la obra, uno, que explica las causas del sufrimiento y la destrucción de él mismo, es decir, del hombre? (“Hay golpes en la vida, tan fuertes…Yo no sé!”), y otro, que la condición de su sufrimiento le venía desde el primer momento que abrió los ojos al mundo: “Yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo.” No sólo enfermo: Dios estaba grave l

«¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»

le rodearon; les vió el cadáver triste, emocionado;

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

incorporóse lentamente,

Acudieron a él veinte, cien, mil,

abrazó al primer hombre; echóse a andar.

quinientos mil, clamando: «¡Tanto amor, y no poder

Al fin de la batalla,

nada contra la muerte!»

y muerto el combatiente, vino hacia él

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

un hombre

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Le rodearon millones de individuos,

y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»

con un ruego común: «¡Quédate hermano!»

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:

Entonces, todos los hombres de la tierra


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Leer

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LA NECIA BÚSQUEDA DE LA UTOPÍA Democracia y transformación, Boaventura de Sousa Santos, Siglo xxi Editores, México, 2017. Ricardo Guzmán Wolffer ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

EL CONCEPTO MEXICANO de democracia parte de una ciudadanía representada: de un sistema de partidos que inculca en el votante la idea de que su labor política sólo es optar por un candidato. Si votas, has participado; si no votas, eres cómplice del candidato electo que falle en sus promesas de bienestar colectivo. Las recientes elecciones evidenciaron el éxito de tal estrategia. El próximo presidente será el más votado en la historia del país, al menos numéricamente. Proporcionalmente, habría que comparar con las votaciones de los “años dorados” del pri. En una época donde México y el mundo entero se polarizan entre el miedo y la esperanza, la necesidad de analizar tanto la posibilidad de hacer real lo prometido, como la necesidad de cambio, es impostergable. Santos hace un estudio de la sociedad y su timón basado

CUENTOS IMPÁVIDOS Ahora que somos tantos, Alejandro Ipatzi, Ediciones El Perro, México, 2017. Edgar Aguilar ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

LOS CUENTOS DE Al ejandro Ipatzi (Tlaxcala, 1975) subyacen en el fondo de la vida cotidiana, mas no del todo ordinaria. En el relato “Los monstruos”, por ejemplo, arrastrándose pesadamente bajo las alcantarillas de la ciudad, criaturas gelatinosas de “escamas calcáreas” pretenden ascender y hacerse visibles, mientras en un estacionamiento subterráneo una barahúnda de punks se apresta a moshear en una “bárbara diversión”. Así, los “especímenes” (los punks y los seres del subsuelo)

en la democracia y la mirada crítica. La votación parte del supuesto del progreso: suponemos que la elección mayoritaria nos llevará a todos a mejorar. Parcialmente, el éxito de la campaña triunfante fue prometer que, en esta ocasión, por fin, ese beneficio será para toda la sociedad y no sólo para “mafia del poder”. Los mecanismos legales para elegir candidatos y la indefinición conceptual de las elecciones (el fraude anunciado se cumplió en varios estados), tiene correspondencia con factores de producción y sus regulaciones estatales: no importa quién gobierne, mientras las reglas permanezcan. Santos clarifica el camino hacia la socialización, entre otras, en la opción cultural. En el México de los contrastes contrapuestos (el discurso de los candidatos no fue ajeno) se implica la distinción de clases. Fuera de los factores económicos y culturales, ahora se busca distinguirse por la búsqueda de la justicia, de preferencia en el orden social. Quienes votaron por AMLO no pertenecen sólo a clases socioeconómicamente desfavorecidas. Los encendidos reclamos interciudadanos, que seguirán a lo largo del sexenio, se fundan en si eres o no copartícipe del abuso, y se da por sentado que los políticos abusarán: los fanatismos religiosos han trasminado a la arena política. El verdadero reto, como explica Santos, entre otros factores, es lograr cambiar la democracia representativa

por la democracia participativa. No pasar del colonialismo histórico al colonialismo interno, especialmente en la espera de una recompensa electoral (ganó mi candidato: que me dé), en lugar de fijar las condiciones para que ese votante pueda hacer por sí mismo; es una de las tentaciones básicas en una democracia basada en promesas y “el derecho a exigir su cumplimiento”. ¿Por qué persistir en la rebelión de lo interior, en el cambio del ciudadano? ¿Cómo lograr que los próximos dirigentes miren con los ciudadanos y no sobre ellos? Santos responde bien: en la búsqueda necia de la utopía•

se funden al ritmo frenético del slam, y Alejandro Ipatzi lanza sardónicamente la consigna a través del personal de mantenimiento: “Son monstruos destripando monstruos.” En “Graffitero”, un joven “deambula buscando un sitio estratégico para realizar el grafo” por las sórdidas y oscuras callejuelas de una urbe que, al mismo tiempo que lo rechaza constantemente lo acosa. No hay, sin embargo –y no habría por qué haberla–, una crítica social premeditada. Si acaso se insinúa, pero como un elemento narrativo y no discursivo. Hallamos, por el contrario, como si fuera un crimen cometido por quienes ansían ante todo la libertad, personajes que no tienen escapatoria: “Del fondo de la calle brotó un haz de luz. Puta madre.’ Le habían cortado la retirada.” Crudos, sí, pero de una impavidez que por momentos parece desdeñar esa misma crudeza, como en el excelente cuento “Mecánico”: Manuel, mecánico de oficio, vive en compañía de su mujer y su pequeño hijo, quien le brinda las pocas satisfacciones que aún puede albergar. El padre, al terminar exhausto la jornada de trabajo en su taller y luego de fumar cigarro tras cigarro, y ante las dificultades económicas que enfrenta, siente cómo “una estopa empapada arde en su interior”. Esta imagen (estupenda, por lo demás), incrustada en las entrañas del personaje, detonará de forma casi paralela el desenlace del cuento. Y el lector quedará frío… “Ahora que somos tantos”, que da título al volumen de cuentos, es una historia de fantasmas. Un hombre de negocios, acosado por el recuerdo y el remordimiento, “comparte” con sus parientes –que han crecido casi

imperceptiblemente en número– la antigua casa familiar. No es el mejor de la serie, pero sí el que muestra con mayor claridad esa sensación de vacío, soledad y ausencia que parece permear la narrativa de Alejandro Ipatzi. Otros cuentos son “Mercenario”, “La casa de los tíos”, “Amatophobia”, “Trotamundos”, “Recorte de personal” (uno de los más recomendables), “Antes de que amanezca” y “Receta para pintar”. Es de destacar la forma en que Ipatzi narra. Simplemente no es usual su modo de escribir. Aunque poéticas en algunos casos, sus frases parecen dardos envenenados que suelen dar justo en el blanco, algo que sólo se logra con un lenguaje sobrio y contenido, y que no es el caso de nuestro autor. Nos quedamos, sí, con la trama, pero envuelta en un lenguaje que la enriquece y, como una súbita llamarada, la volatiza •

EN NUESTRO PRÓXIMO NÚMERO

JAIME LÓPEZ: LETRA Y MÚSICA DEL ROCK URBANO Gustavo Ogarrio


Arte y pensamiento

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Monólogos compartidos Francisco Torres Córdova

ftorrescordova@gmail.com

Plegaria del niño robado CREPITA LA MANTA en mis oídos. Crepita la lluvia en la ventana. Y conmigo se mece y se me entra por la piel una penumbra sudorosa, fría por dentro y caliente en las orillas. Suenan voces y trastes de cocina detrás de la puerta, a veces en un patio ladra un perro, otras en el aire un silencio feroz en mi cabeza. Para traerme aquí apenas hizo falta el corte oblicuo de un segundo y su mareo, quizás un caramelo o dos, un juguete de señuelo, el lento cortejo del misterio en una pantalla de cristal, su cálida malicia machacada en mi inocencia, o sin más y porque puede a todas horas, la fuerza pura en pleno acuerdo con su dolo sin fisuras, desatada como es a la intemperie de los días. Sé que pasamos muchos baches y vueltas con una lentitud a punto de la prisa, atenta al disimulo, y luego trechos largos y callados de país ya impuesto al abandono, haciendo cada vez más hondo y sin remedio mi extravío y más cerrada mi distancia, disolviendo mis rasgos y señas, lo que hace solamente mía mi persona, el lunar heredado en la barbilla, la pequeña cicatriz en el dorso de la mano izquierda, el tono de mi voz y de mi llanto, en las mejillas los hoyuelos si sonrío, la sudadera verde con capucha que prefiero, los botones que faltan siempre a mis camisas, los zapatos

sin trabilla y sucios de la escuela. No sé dónde es aquí así doblado y metido como vine en un costal. Estaba en una plaza y era el tumulto del domingo. Estaba en un mercado y era jueves y fue su griterío. Estaba en casa y fue por la ventana rota. Estaba en la escuela y fue la puerta sin candado. Estaba en el parque y fue esa hora invisible en la cima de la tarde; esa hora cualquiera tan propicia entre nosotros al jalón y su despojo. Nada más entonces. Nada menos. Cesa la lluvia pero no su resonancia que me busca, mi madre con su voz descoyuntada a media noche en medio de la calle, mi padre empantanado en la sórdida espiral de la denuncia. Detrás de la mordaza que me muerde, yo respondo todavía: soy Edgar, Paula

y Anahí; Ricardo y Perla, Verónica, Patricia, Daniel y Jesús. Tengo siete, diez, cinco y dieciséis; doce, ocho, cuatro, trece y nueve años hasta aquí de vida y los que vengan, si vienen, en el alma con un quiste inoperable de terror. Si me salva de la muerte con su leva el sicariato, muy pronto me verás de halcón en avenida o cierta bocacalle sin retorno, o sólo cuerpo y del cuerpo sólo la caricia mercada en una playa, un video, un hotel o sucia callejuela, o en el vivero de la sangre que me queda, una médula, dos córneas y un riñón en punto de venta conocido a plena luz de leyes mortecinas, dejadas a su suerte en el papel. Pero aún estoy aquí, con una cadena de perro en los tobillos y en el cuello, en esta habitación de bloques grises y piso y techo de áspero cemento, seca la boca de una sed que no sabía, tiritando huesos más allá de mi esqueleto. Si acaso entonces te salen al encuentro las señales de mi ausencia, la escueta ficha de la alarma que te anuncia mi extravío –la hora tal con tales prendas, el tono de la tez, el cabello, el talle y la nariz, la boca y la edad y la estatura, el peso, la fecha y el último lugar, ese último lugar desatendido–, no reduzcas la mirada. Tal vez recuerdes algo tuyo en mí, un destello de mí en tu rutina. Tal vez te reconozcas y te veas ahí donde estuvimos ese instante vertical a la pasada y de reojo, en la comisura de tu vida y de la mía, y vayas y lo digas, y así tal vez me quites de encima esta manta que crepita en mis oídos, que huele sin piedad a polvo, orines y manteca… •

La otra escena Miguel Ángel Quemain quemainmx@gmail.com

cdmx, Capital

teatro: logros y pendientes (i de ii) LA COORDINACIÓN DEL Sistema de Teatro de la Ciudad de México está cobijada por una gestión que desde su inicio contó con credibilidad y un recibimiento inusual para las gestiones administrativas, ya fueran del gobierno federal o del local. Siempre resulta extraño referirse con respeto y reconocimiento a un funcionario, sobre todo si el paisaje en el que se instala está cargado de deudas a la ciudadanía. En este caso la buena mano es de Eduardo Vázquez, que hizo evidente la necesidad de contribuir a la construcción de un teatro de calidad para una ciudad tan diversa. La permanencia y la confianza en el trabajo de Ángel Ancona al frente de Teatro cdmx fue fundamental para darle un rostro a la escena capitalina. Ancona es un hombre de teatro a quien casi todos los dedicados a esta disciplina conocemos, y lo conocemos por sus múltiples capacidades profesionales. Nada le es ajeno de los procesos teatrales, y enfrentó con hondura las complejidades del medio teatral en una ciudad donde todo mundo trata de tener un espacio y ganarse el pan en medio de los aciertos, favoritismos y caprichos de las instancias productoras del teatro (el inba, la unam, la uam, la cnt). Además, claro, de los espacios teatrales independientes y de pequeña empresa más sólidos en la ciudad, desde El Círculo Teatral, que si bien tiene su sede cerrada, el espíritu de sus fundadores permanece presente y activo,

sobre todo a partir del trabajo de Víctor Carpinteiro y Ángeles Marín; El Milagro, con sus poderosos comandantes: Pascal, Olguín; Carretera 45, con Antonio Zúñiga y su legión. El Foro Shakespeare, Microteatro, Un Teatro y varias sedes más que constituyen también hospitalarios espacios urbanos para artistas de distintas procedencias. Desde 2013 empezaron a entregar cuentas, numeralias y listas de logros, todo eso que debe hacerse para demostrarle a alguien que se están haciendo las cosas y los impuestos trabajando. Pero lo que no está en los números son las luchas cotidianas que difícilmente pueden encuadrarse en la parafernalia estadística que te evalúa y decide si el funcionario sigue al frente de los proyectos encomendados. En estos años se hizo mucho y, visto en conjunto, es fascinante que muchas cosas ni siquiera estaban perfiladas para una Secretaría de Cultura y un gobierno capitalinos, frente a la apabullante demanda de la unam y la Secretaría de Cultura del Gobierno federal. Si algo se hizo fue ser anfitrión de numerosos espectáculos, algo que un personaje como Ancona sabe hacer a la perfección y, hay que decirlo, viene detrás de una figura señera que le aportó a México una visión de las artes escénicas

que podría considerarse como uno de los hitos de nuestra historia teatral: Ramiro Osorio, quien forma parte del jurado de la 39 Muestra Nacional de Teatro. Dicha muestra le sacará canas a muchos, otros se sacarán los ojos, pero lo cierto es que en estos momentos es uno de los mayores retos organizativos y estéticos por la curaduría que se discute entre los innovadores de nuestro teatro, en razón de aspectos con distintos pesos en el país: el papel del texto, la función del dramaturgo, las libertades interpretativas del actor, la cercanía cada vez mayor con la danza y la poesía... En fin, basta con leer la convocatoria para darse cuenta de la idea que se tiene de lo teatral entre las instituciones aglutinadoras de una calidad y un ímpetu que vive sin grandes apoyos. La trigésimo novena Muestra Nacional de Teatro ocurrirá en este cierre de administración en Ciudad de México, justo unos días antes de que las nuevas autoridades se sienten en los lugares de la ya para entonces viejísima administración de un personaje que terminó abucheado y malquerido (él, que quería ser presidente): Miguel Ángel Mancera. Es significativa su organización, porque correrá en una ciudad ya casi acéfala y donde “todo mundo” ya hizo sus maletas. Lo significativo está en la enorme diversidad temática y estética que, por fin, jurados, curadores, gestores y público en general, somos capaces de soportar, y en la capacidad de recibir y entablar un diálogo frontal, abierto, con los estados de la federación, los subvencionados, los independientes (que participaron milagrosamente) sin y con dinero. Aquí la discusión inevitable es si el teatro es un fenómeno estético puramente local, o si el teatro que se produce en México tiene la posibilidad de circular y mostrarse sin ser ese aparato ejemplar en lo académico y lo estético que es la Compañía Nacional de Teatro • Ángel Ancona


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Arte y pensamiento

La casa sosegada Javier Sicilia

Hugo Ortiz, el monero y el artista Para Denisse Buendía ALGUNOS CARICATURISTAS POLÍTICOS son también pintores. La mayoría de los primeros hacen su trabajo en las revistas nacionales. Sin embargo, en las provincias hay también varios de ellos que, desconocidos en el resto de la república, inciden profundamente en la vida política local. Entre los muchos que hay en Morelos, uno, Hugo Ortiz, sobresale no sólo por su talento, sino también por su condición de pintor y escultor. Lo recuerdo caminando al lado del maestro Rius –quien diseñó el logotipo que aún es un emblema de la denuncia: “no+Sangre”–, durante la marcha que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad realizó el 5 de mayo de 2011 hacia Ciudad de México. Influido, como siempre lo ha reconocido, por quienes considera los mejores moneros en el ámbito nacional (el propio Rius, Helguera, Hernández, Rocha, Magú, Boligán y Carreño), Ortiz, sin embargo, está, en su condición de pintor y pese a su juventud –nació en 1980–, más cerca de otro monero y pintor que al igual que él residió en Morelos y murió cuando Ortiz tenía apenas once años: Abel Quezada. En ambos la pintura es una

continuación de sus caricaturas. Para el primero, la irónica mirada que proyecta en sus monos se vuelve en sus pinturas reflexión de la existencia cuyo humor, refinado hasta lo exquisito, nos provoca una sonrisa. Para el segundo, cuyos métodos expresivos son más amplios y realistas, el sarcasmo de sus monos se proyecta en un realismo doloroso en sus pinturas y esculturas. Mientras Quezada mira al mundo con una sonrisa, Ortiz lo mira con una mueca de sarcástico e incisivo desagrado. Mientras Quezada es un observador burlón del mundo de la política cuyas pinturas suaviza con la gozosa mirada del niño que confía en que todo pasará, Ortiz, en cambio, es un testigo sarcástico y descarnado de la política; observándola sus mundos artísticos muestran, como en Posada, sus estragos. Cercano también a los novelistas gráficos, como el magnífico José Luis Pescador –también residente en Morelos– que empiezan a descollar, sus monos y sus dibujos buscan algo más: narrar no sólo la estupidez política, sino también sus consecuencias, las que nos han llevado a la tragedia. “En mi caso –dijo a Mario Casasú en una entrevista publicada en el diario chileno Clarín– mi pintura y mis dibujos están influenciados totalmente por la narrativa. Por ello trabajo en series. La idea principal es permitir a las imágenes que componen mis series contar historias, las cuales sé que anidan en los espectadores.” Esas series que a su vez se corresponden con otras series nos dan, como debe suceder en cualquier artista, una imagen del mundo. La de Hugo Ortiz, a diferencia

ezln, cartón de Hugo Ortiz

de la de Quezada, está amputada de cualquier sonrisa benévola, de cualquier infancia. Es el mundo del desencantamiento y del rictus, el mundo de la risa hiriente que denuncia la estupidez y lo atroz de sus consecuencias; el mundo del juicio sin concesiones. Cada uno de sus monos, cada uno de sus rostros, narra a veces la mirada de la idiotez, a veces –sobre todo en sus dibujos– la del desconcierto, la de la dureza o la del extrañamiento frente a lo único que habita en el México de hoy: el encierro, la muerte y el espanto que Quezada creía superados, pero que, pese a todo –los artistas ignoran siempre lo que nos revelan– había insinuado a través de la sonrisa que, a veces con la ironía de la caricatura, a veces con la mirada infantil de sus pinturas, sus universos nos provocan. A falta del sólido apoyo que todavía la realidad le brindó a Quezada, Ortiz se aferra a un conjunto de trazos tan sarcásticos y dolorosos que parecen resumir la dura sentencia de Cioran: “Debemos reconsiderarlo todo, hasta los sollozos.” Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el ine •

Las rayas de la cebra Verónica Murguía

Nombre de pluma SOLO SÉ DE UN autor que haya adoptado un seudónimo de mujer. El nombre de pluma que usó fue Yasmina Khadra; el libro que leí se titula Lo que sueñan los lobos y se suponía que la autora era una argelina que narraba la desventura de una mujer que se acerca a los extremistas religiosos empujada por la desilusión. La crítica social contenida en la novela me pareció admirable porque Argelia no es un país liberal y Khadra no dejaba títere con cabeza. Poco después, en el año 2000, el señor Mohammed Moulessehoul reveló que él era quien escribía las novelas. Yasmina Khadra es el nombre de su esposa. Moulessehoul aseguró que usaba el seudónimo para superar la autocensura que le impedía escribir con libertad. Se armó un carnaval. En primer lugar, entre los franceses que habían acogido las novelas con entusiasmo. Supongo que les parecía –como a mí, no me estoy pitorreando– que Khadra, al publicar esos libros, daba pruebas no sólo de un gran talento como escritora, también de audacia. En Argelia el escándalo se armó por razones distintas: como el autor había estado en el ejército, publicar novelas críticas lo convertía en un traidor que había levantado el velo proverbial con el que los militares del universo tapan sus crueldades. Y porque había escrito en francés en lugar de hacerlo en árabe. Moulessehoul acabó yéndose a Francia, donde poco después los libros recuperaron prestigio y lectores, pues son buenísimos. Yasmina Khadra/Mohammed Moulessehoul

De esto me quedo con que a los argelinos les tenía sin cuidado que una mujer escribiera en francés porque son una sociedad sumamente conservadora, que desdeña la literatura escrita por mujeres. Así, que Khadra escribiera en francés o en esperanto les importaba un rábano, pues se imaginaban a una visionuda señora, pero cuando se supo que detrás del nombre había ni más ni menos un miembro del ejército, les dio un síncope. Moulessehoul ha confesado que habitar el nombre de su mujer le concedió una libertad enorme, que lo liberó de las ataduras que el machismo y el ejército argelino imponían a su espíritu. Lo mismo podrían decir las muchas mujeres que han escrito con seudónimo masculino, refiriéndose a las difi-

cultades con las que el mundo aturde a las mujeres que escriben. Todos sabemos que Georges Sand era Aurore Dupin y que George Eliot era Mary Ann Evans; los años han convertido este hecho en una curiosidad biográfica, pero lo hicieron para poder publicar con relativa libertad. O publicar, a secas. Dos de mis escritoras favoritas: Ursula k. Le Guin y Joan Kathleen Rowling fueron u. k. Le Guin y j.k. Rowling por razones comerciales. A las dos se les sugirió usar sólo sus iniciales “para atraer a lectores del sexo masculino”. Lo que siguió después es una historia que incluye el destape –un soplón en la editorial– del seudónimo que j.k. Rowling había creado para escribir sus novelas policíacas: Robert Galbraith. No le daba la gana seguir usando su nombre pues pensaba, con razón, que los lectores que aman a Harry Potter iban a leer las desventuras de Cormoran Strike, su detective, esperando magia o una prosa juguetona. Pero no hay parecidos entre la serie de Galbraith y Harry Potter, lo cual sólo habla bien del talento de Rowling. A quien lea esto creyendo que son asuntos superados, le pediría que le diera una leída al debate que se dio entre la escritora Siri Husvedt y el novelista Karl Ove Knausgard cuando ésta le preguntó en una entrevist a acerca de sus influencias femeninas. Knausgard se ufanó de no tener ninguna y dijo que sólo había leído a una mujer en toda su vida, a Julia Kristeva. A Husvedt, dueña de una inteligencia agudísima, una prosa diáfana y una cultura literaria y científica notables, la respuesta le cayó mal. Como lectores, deberíamos preguntarnos de vez en cuando: ¿el sexo de los autores determina nuestra actitud ante los libros? La respuesta, si es sincera, será en la gran mayoría que sí. Y lo que sigue es reflexionar •


Arte y pensamiento

JORNADA SEMANAL 29 de julio de 2018 // Número 1221

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Bemol sostenido Alonso Arreola

@LabAlonso

Eliazar Velázquez, cuidador de memoria HA CAÍDO EN NUESTRAS MANOS una joya que apenas comenzamos a leer. Salido en 2004, el libro Poetas y juglares de la Sierra Gorda, crónicas y conversaciones, tiró mil 500 ejemplares vinculados a la colección “De Guanajuato al mundo”, presentada por Ediciones La Rana con apoyo del otrora Conaculta. Su autor es Eliazar Velázquez, investigador y promotor de credenciales notables que, además, resulta hermano del gran Guillermo Velázquez, líder de los Leones de la Sierra Xichú con setenta años recién cumplidos. Fue el talentoso Vincent –sobrino del primero e hijo del segundo– quien nos la regaló. Miembro del comité comunitario que organiza el mítico Festival de Huapango Arribeño, Eliazar presenta conversaciones con catorce trovadores y siete violinistas, más una brillante selección de versos que van saliendo al paso y una nutrida sección fotográfica con cuarenta y tres imágenes, reflejo de la vida cotidiana y musical de sus entrevistados. Una puerta que nos conduce cariñosamente, más que a tiempos añejos, a geografías contemporáneas cuyo aparente anacronismo responde a las circunstancias en que viven muchas de nuestras tradiciones.

¿Por qué hablar de un libro así a catorce años de que saliera? Algo nos conmovió desde la primera hojeada: la certeza de que la mayoría de quienes hablan en sus entrañas fallecieron ya sin que un gran público escuchara sus voces entreveradas, entreversadas. También nos mueve, y esto es lo más importante, que su autor ha publicado otros libros recopilando la memoria de su tierra: Almas de lluvia, El telar secreto y el reciente Cerros abuelos (2018), que reúne documentos, fotografías y testimonios de familias que vieron el movimiento cristero y el agrario del siglo xx. Habrá que conseguirlo. Cuidador de memoria, Eliazar es de los que hablan y escriben con pausada inteligencia. Así lo constatamos mirando alguna entrevista suya y en la introducción de este Poetas y juglares…, titulada “Umbral i”, donde muestra su diáfana sabiduría y uso virtuoso de la palabra. Pasando las hojas pensamos, incluso, en la suerte de que el libro llegara tarde a nuestro regazo, pues a su buen peso de cuatrocientas páginas (es una muy cuidada edición) se suma el de un vacío insondable que deseamos corregir ya mismo. ¿Cómo? Buscando y recomendando poco a poco a quienes lo surcan. Sí, Eliazar es de los que hacen cultura abriendo brecha, convenciendo a colegas de distintas regiones interesa-

dos en las músicas tradicionales, enalteciendo la sapiencia de los viejos, sacándole recuerdos a quienes combatieron por años a un silencio que no rompían la radio, la televisión ni mucho menos las computadoras o los teléfonos móviles; tejiendo charlas sin prisa, allí donde la música de Europa cambió de atuendos y motores para seguir consumando su única y fundamental urgencia: la de enmarcar el paso de las cosas simples que, siempre, pueden ser excepcionales. ¿Quiénes son, pues, los Poetas y juglares de la Sierra Gorda? Soslayando nombres y apellidos, los trovadores en huapangos y topadas improvisan cumpliendo matemáticas repentinas, luminosas ocurrencias que se fijan en el tiempo gracias a una sed estructural que se sacia con belleza. Hablar de ellos, empero, exige hablar de su contexto. De eso va la obra de Eliazar, yuxtaposición de realidades que de pronto externa: “En muchas de estas regiones –que son casa y abrigo de los sones de México […]– actualmente son precarios los equilibrios culturales, las guías del frijol y la calabaza se enredan en las antenas de Sky, los chavos llegados del Norte pasean en brechas polvorientas con sus estéreos a todo volumen, y mientras las ancianas rezan el Rosario, ellos hacen del machismo virtud nacional y se solazan repitiendo hasta el cansancio sus andanzas entre polleros y sus visitas furtivas a las sex shops.” De ese tamaño es el reto de quienes van entrando a nuestro gobierno, pero sobre todo y como siempre, de quienes prestan atención a la potencia del pequeño universo en que día con día alguien levanta la voz y canta sin esperar ser oído. Buen domingo. Buenos sonidos. Buena semana •

México: uno es Museo (2018), segundo largo de ficción de Alonso Ruizpalacios –la estupenda Güeros fue su debut–, presentado en la más reciente Berlinale, donde recrea de manera libre lo que mediáticamente fue conocido como “el robo del siglo”: el que un par de estudiantes perpetraron en el Museo Nacional de Antropología e Historia en 1985. La otra cinta es Roma, el trabajo más reciente de Alfonso Cuarón, que participará en la competencia oficial del Festival de Cine de Venecia y en el que, dado que se ambienta en la década de los años setenta del siglo pasado, se aborda –a saber si de manera nodal o apenas tangencial, como sucede en El bulto (Gabriel Retes, 1992)– la represión gubernamental contra el estudiantado, conocida como El halconazo del jueves de corpus. Apenas hace un par de días se dio a conocer que el mencionado Cuarón, Guillermo del Toro y Bertha Navarro producirán un filme de ficción basado en el libro Los demonios del Edén, publicado hace poco más de una década, en el que la periodista Lydia Cacho hace la denuncia perfectamente documentada de una red de pornografía infantil que involucraba a empresarios y políticos –ahí el tristemente célebre góber precioso y el nefasto Emilio Gamboa Patrón, todavía senador–, por lo cual Cacho sufrió acoso y tortura. Se ha dicho aquí más de una vez pero es preciso insistir: suele ser el género documental donde estos y otros temas de urgencia evidente se revisitan, cinematográficamente hablando, pero es importantísimo que

esas heridas en el cuerpo social también sean abordadas desde la perspectiva del cine de ficción, pues no deben olvidarse dos cuestiones: en primer lugar, la realidad innegable de que el cine documental padece de marginalidad –por lo demás muy injusta– en términos de alcance y difusión colectivos, lo que irremediablemente conlleva la marginalización del tema que se aborde, y en segundo lugar porque ficcionalizar hechos reales, interpretarlos, reflexionar creativamente en torno a ellos, es condición no suficiente pero sí indispensable para la completa asimilación de la historia y, por lo tanto, para acceder a un aprendizaje. Es incluso de Perogrullo decir que el cine, siempre y de manera inevitable, se hace eco de su contexto sociohistórico, sin importar si el cineasta es o no consciente de que así sucede: la filmografía de cualquier país, y la mexicana no es por supuesto ninguna excepción, se alimenta con mayor o menor frecuencia y abundancia de hitos y figuras “de la vida real”, o participa de un espíritu de época en virtud de elementos como el diseño de arte, la fotografía, etecé, y este sería el punto crucial: la elección entre la tangencialidad y la centralidad de ciertos temas y personajes que, como se dijo al principio, aguardan con su riqueza a que llegue su momento cinematográfico •

Cinexcusas Luis Tovar

@luistovars

Ausencias, carencias y otras falencias (ii y última) AL FINAL DE LA dilatada enumeración –que de ningún modo se hizo completa en este espacio– de personalidades merecedoras de ser retratadas en la pantalla grande, ya se trate de músicos, escritores, pintores, dramaturgos, próceres nacionales, políticos, etcétera, viene otra lista igualmente inmensa de hechos históricos que siguen aguardando ser abordados cinematográficamente. A vuelo de pájaro, y limitándose al tiempo reciente, la memoria trae demasiado pocos títulos. Por lo que hace al ámbito cultural está, como ejemplo casi único, Los adioses (Natalia Beristáin, 2017), cuyo sujeto protagónico es la poeta y narradora chiapaneca Rosario Castellanos y que, hasta donde puede recordarse, es el único ejercicio en largometraje de ficción que aborda no tanto la obra sino la vida –de modo más o menos apegado a la realidad– de la autora de Balún Canán y Mujer que sabe latín, entre muchos otros títulos.

Ya, pero todavía no

Por lo que respecta a sucesos de la historia, fuera de los documentales Un día en Ayotzinapa 43 (Rafael Rangel, 2015) y Ayotzinapa: el paso de la tortuga (Enrique García Meza, 2018), los primeros filmes que vienen a la mente ya existen pero todavía no se han exhibido en


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JORNADA SEMANAL 29 de julio de 2018 // Número 1221

Ensayo Vilma Fuentes

Humor negro: una antología de André Breton Nietzsche, Baudelaire, José Guadalupe Posada, Jonathan Swift, el marqués de Sade y Alfred Jarry son algunos de los nombres traídos a cuento en este comentario puntual sobre el humor negro que interesó a André Breton.

“Q

uerido señor Profesor: Cierto, me gustaría mucho más ser profesor en Bâle que ser Dios; pero no me atreví a llevar mi egoísmo privado al extremo de abandonar la creación del mundo.” Con estas palabras comienza la “Carta a un profesor”, de Frédéric Nietzsche, incluida en la Antología del humor negro, de André Breton, quien anota al respecto: “Es impresionante que Nietzsche se haya encomendado a la vigilancia de los psiquiatras firmando la admirable carta del 6 de enero de 1889, en la cual tiene la tentación de ver la más alta explosión lírica de su obra, antes de concluir: No se delira sino para los otros, y Nietzsche nunca presentó más que para los hombres pequeños ideas delirantes de grandeza.” En “Paratonnerre” (Pararrayos), título del breve texto que sirve de prefacio a su Antología del humor negro, el surrealista se pregunta sobre la esencia del humor a partir de la frase de Baudelaire, donde el poeta compara lo cómico con “emanación” y “explosión”, dos palabras utilizadas por Rimbaud en su último poema, en el cual la expresión bufona y extraviada se lleva a su extremo. Si bien es posible obtener una satisfacción única con los productos manifiestos del humor en la literatura, el arte o la vida, cualquier definición global del humor parece imposible, pues nos escapa en virtud del principio según el cual “el hombre tiende a deificar lo que se

Ilustración de Juan Gabriel Puga

encuentra más allá de los límites de su comprensión”. Ante los endiosamientos, las intenciones satíricas y moralizadoras, influencias degradantes que, en obras del pasado, hicieron caer el humor en caricatura, el humor, el que interesó a Breton para elegir a los autores incluidos en su Antología, el humor negro, pues, se presenta como una revuelta superior del espíritu. El triunfo del humor en el estado puro y manifiesto, escribe André Breton, en lo que toca al plan plástico, parece deber situarse en un tiempo mucho más cercano a nosotros y reconocer como su primer y genial artesano al artista mexicano José Guadalupe Posada, quien, en admirables grabados sobre madera de carácter popular, nos vuelve sensibles todos los oleajes de la Revolución de 1910; las sombras de Villa y de Fierro, en la misma corriente de estas composiciones, son interrogantes sobre lo que puede ser el pasaje del humor de la especulación a la acción; México, con sus espléndidos juguetes fúnebres, se afirma como la tierra de elección del humor negro. Desde entonces, este humor se expresa en la pintura como en un país conquistado. Humor del hombre cuando se niega a admitir que los traumatismos del mundo exterior puedan afectarlo, expone Sigmund Freud, quien da un ejemplo simple pero suficiente: el del condenado que es conducido a la horca un lunes mientras exclama: “¡Al fin, una semana que comienza bien!” El mayor temor de Breton, sobre su Antología del humor negro, es no haberse mostrado bastante difícil, pues en tal elección debe procederse a numerosas eliminaciones: la estupidez, la ironía escéptica, la broma sin gravedad… (la enumeración sería demasiado larga), pero es por excelencia el enemigo mortal de la sentimentalidad con su perpetuo aire de angustia.

El primer seleccionado del humor negro es Jonathan Swift (1667-1745). Breton observa una originalidad incontestable en su obra. Nada que ver con Rabelais, como indicaba Voltaire. Son varios los textos escogidos de este pastor irlandés, todos sensacionales y sensacionalmente crueles: “Instrucciones a los domésticos” (donde aconseja cómo vengarse de sus patronos con algunos gestos y errores), “Modesta proposición para impedir a los hijos de los pobres en Irlanda hallarse a cargo de sus padres o su país y para volverlos útiles al público” (el remedio es venderlos para servir de comida a los ricos, con múltiples ventajas, como la de producir algo de dinero a sus progenitores y la de evitar abortos voluntarios y asesinatos de bastardos), “Meditación de una escoba” (que se iguala a un hombre) y “Pensamientos sobre diversos temas morales y divertidos” (ejemplos: La visión del arte es ver las cosas invisibles o Pregunté a un hombre pobre cómo vivía; respondió: “Como un jabón, siempre disminuyendo”). Ironía de su ironía de quien dijo ante un árbol calcinado por un rayo: “Soy como este árbol, moriré por lo alto”, y se ve caer durante diez años en un total debilitamiento de su inteligencia. Es imposible dar la lista completa de elegidos, pero es imprescindible mencionar al marqués de Sade (17401814) y a Alfred Jarry (1873-1907). De Sade, Breton reproduce su luciferino testamento, donde el marqués expresa su deseo de ser enterrado en una fosa cuyas trazas “desaparecerán de la faz de la tierra, como presumo que mi memoria se borrará del espíritu de los hombres”. De Jarry, Breton nos da el carcajeante regalo de “La Pasión”, considerada como una carrera cuesta arriba (Barrabás y Jesús como ciclistas, Pilatos en starter, San Mateo cronista deportivo, y otros actores y espectadores de esta carrera en el Gólgota) •


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