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Desayuno en Tiffany’s, mon ku
Desayuno en Tiffany’s, mon ku Andrómaca y el infinito cinismo de Gwenaël Morin* [en el Festival de Aviñón]
Teatro
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/// Andrómaca al infinito, de Gwenaël Morin en el Festival de Aviñón.
t Por Federico Quijano
La obra acababa de comenzar. Sandrine, profesora de francés, murmura: pitié (piedad). La Andrómaca de Racine, que ella conoce a la perfección se desarrollaba al límite de la velocidad de la palabra humana y del entendimiento ¿un límite comprobado por la ciencia o la filosofía? Quién sabe.
Éramos cuatro amigos antes de la función, volvimos divididos e irreconciliables en nuestra manera de apreciar la obra. Otra vez, como tantas en el Festival de Aviñón, la unanimidad de pareceres se desbarataba de oficio.
Este año los imponderables de la pandemia han obligado a cambiar la fecha habitual del mes de julio y rebautizar el Festival: Semana de Arte en Aviñón. Esto en razón de los numerosos cambios que la organización ha debido realizar para poder mantener parte de la programación. La obra en cuestión, Andrómaca al inifinito es una adaptación de Gwenaël Morin del clásico Jean Racine, Andrómaca. ¿Cómo conservar lo esencial y lograr al mismo tiempo un tratamiento diferente de un texto clásico? ¿Qué es lo esencial en esta obra? Tales son algunas de las cuestiones que parecen haber guiado el trabajo de creación de Gwenaël Morin en esta obra. Su respuesta, fiel al teatro contemporáneo, ha consistido en no hacer casi ninguna concesión a la comodidad del espectador.
Mientras que en la obra clásica el vestuario, el decorado, las luces y la manera de interpretar el texto están pensados para evocar y facilitarle al espectador la inmersión en el relato y la compresión del contexto histórico de la escena, en la adaptación de Morin se prescinde de tales subterfugios semióticos. Al igual que algunos de sus contemporáneos, el autor se muestra renuente a los efectismos escénicos -quizás por ser algo ya demasiado conocido y previsible- y aborda el texto sin más, obligando al espectador a dar un contexto -o no- a la acción.
La austeridad radical de la puesta en escena, que podríamos calificar de cínica en el sentido filosófico de esta palabra, nos sitúa en una suerte de inmenso gimnasio, en una cancha de vóleibol para ser más precisos. Dos tribunas enfrentadas delimitan el espacio donde la actuación tendrá lugar; tres sillas de plástico y un biombo son toda la escenografía. Nada más.
Al llegar con mis amigos, tomamos de una pila lo que creemos son los programas. Cuando miramos mejor, nos damos cuenta que es el texto de la obra. Pero no una parte, sino el texto integral impreso en una suerte de periódico. Ojeamos distraídamente algunos párrafos, se trata sin duda del texto original.
Cuando los actores entran en escena, luego de una breve presentación de la obra por parte de Morin, comienza lo insospechado. Los actores dicen el texto a la velocidad del rayo. Algunos espectadores, con el texto en la mano, comienzan a pasar frenéticamente las hojas del periódico intentando aferrarse a los detalles, luchan inútilmente contra el ritmo desenfrenado que los actores le imprimen a su interpretación. Otros, se rinden desairados. Otros tantos seguimos sin seguir y nos dejamos simplemente llevar por esa intensidad que incomoda por incontrolable e incomprensible. Extrañamente, desde el punto de vista del texto y de la interpretacion nada se pierde. Cada punto, cada coma, los acentos, la dramatización, la emoción, permanecen intactas... pero todo va demasiado rápido como para que tengamos tiempo de entender. Las profesoras de francés fruncen el ceño; nosotros, un bailarín y un profesor de español, nos miramos sorprendidos, pero encantados por la provocación: cinismo puro.
La obra termina, el último punto del texto perfora el silencio y la inercia de tanta intensidad se desbarranca en una suerte de abismo que los aplausos se apuran a colmar. Algunos aplauden por compromiso, yo en particular aplaudo la osadía y el trabajo extremo de los artistas que asombran por su capacidad de mantener un ritmo semejante.
De vuelta a casa la frustración de las profesoras de francés contrasta con nuestro goce despreocupado. Su queja amarga, casi moralista, no encuentra eco en nuestra ligereza. No han tenido tiempo de disfrutar de ciertos pasajes, no han llegado a comprender todo, se han perdido en un texto que conocían y adoran.
En resumen la experiencia les ha resultado bulímica. Quizás tengan razón, ¿pero, cuándo ocurre que somos capaces de comprenderlo todo? ¿No es acaso el hábito el que mejor suele disfrazarse de comprensión? ¿Quién hubiera dicho que lo más efectista de esta obra resultaría ser algo tan banal como la inabarcabilidad de lo ligero?
* Este texto debería ser parte de los artículos que saldrían con motivo de la Semana de Arte (Festival de Teatro de Aviñón) que se celebraría en octubre del 2020. Sin embargo, el festival fue anulado tras el anuncio del confinamiento por la pandemia y solo pudimos ver un par de piezas. Aquí, les dejamos la relatada por nuestro colega Federico Quijano. Nota de Carlos Belmonte Grey.