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Por Michelle Guzmán
JUGARÉ CONTIGO
[Fragmento] Maritza M. Buendía
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—Amanecí con los senos duros, como si estuvieran llenos de leche. Sí, fue así, tal y como te lo digo: algo en mi cuerpo cambió para siempre. Te digo que no lo sé. Al principio no lo identifiqué con exactitud, solo me dejé arrastrar por las sensaciones. ¿Qué otra cosa podía hacer? Cuando cayó la tarde, al salir del departamento y cerrar la puerta con llave, noté que algo iba a desencadenarse. Algo en el aire, algo en el ambiente era distinto. Como una tibia bofetada en mi mejilla o una suave llamada de atención, recibí de frente un aliento entrecortado. El viento aparecía y desaparecía, envolviendo mis tobillos y rodillas para esfumarse y volver, levantaba mi falda por arriba de los muslos o despeinaba mi cabello. El cielo abiertamente despejado era un desafiante mapa de constelaciones y estrellas. Era necesario abrazar ese cielo. Ni una sola nube enturbiaba el titilar de las estrellas. ¿Te das cuenta? Eso no era normal. Me detuve a contemplar lo redondo y luminoso de la luna. Ahí me quedé
por varios minutos sin saber qué hacer ni a dónde ir. No sé cómo ni por qué sentí que me unía a esa luna. Si tuviera que explicarlo diría que esa noche la luna me besó: sujetó mi cintura con sus brazos blancos y con sus manos frías, con sus labios fríos, me besó. Tú lo dirás: quizá fue el viento, una sensación dudosa ocasionada por tanto té de manzana y ginebra. No fue así. Los rayos de luna resbalaban por mi rostro, las estrellas parpadeantes. El viento susurraba, me advertía. Lo cierto es que esa noche se fue la luz en la ciudad y la gente se refugió en casa más temprano que de costumbre. Llegué hasta el puerto con el crujir de los grillos anunciando una próxima tormenta. Era ilógico: a pesar del cielo despejado, advertí una ligera humedad en el ambiente. Mi cuerpo, por sí solo, se abrió camino entre la penumbra de las calles con la luz de luna en la banqueta. Algo quería decirme el viento. Prevenirme, tal vez. Cuando entré a la vitrina alerté los oídos y la mirada. Todo continuaba en su sitio: el secreter, el libro, el agua de la llave, las otras mujeres detrás de su vitrina, iluminadas por la luz de las velas o de los celulares. Me deshice de la falda y del suéter y me envolví en la caperuza negra que dejaste en el banco. Por enfrente, la capa se abría demasiado. Por atrás, la capa era larga, ridícula. La capucha me cubría casi toda la cara. Encima del secreter un antifaz de lechuza de plumas negras y grises. Vestida así, me senté a esperar, iluminada también por una vela. De cuando en cuando, alzaba la vista para observar el círculo de la luna llena que vino a instalarse junto a mí, al otro lado de la ventana. Ningún hombre entró a la vitrina: me observaban de reojo, agachaban la cabeza y continuaban su camino. Con su voz de mujer, la luna me sugirió que no leyera mi libro y yo seguí sus órdenes, perseguí mis instintos durante no sé cuántos minutos. El tiempo se volvió eterno y pegajoso. Mi cabeza se inclinó y me quedé dormida, pero una de las plumas del antifaz cosquilleó mi frente y abrí los ojos. Entonces me vi: era yo la que estaba parada al otro lado de la vitrina o era Alondra que se había apoderado de mi cuerpo. Primero creí que era mi reflejo, que una mala jugada de la luna transformaba el cristal en un espejo. Pronto me di cuenta de mi error: Alondra llevaba puesta la falda y el suéter que me había quitado al llegar. Paso a paso me deslicé hasta la vitrina y me detuve frente a Alondra, ante mí. Al verla, sentí que me veía a mí misma: las dos igual de altas, las cejas arqueadas y pobladas, los ojos negros y dilatados. ¿Qué hacía yo ahí a esas horas? Quise abrazarme, tomarme entre las manos. Apoyé mis dedos en el cristal y Alondra apoyó los suyos. Recargué la palma de mi otra mano y ella recargó su palma. Tocándonos, como si una sutil armonía nos sincronizara, aplasté mi cuerpo en contra del cristal. Del otro lado, Alondra hizo lo mismo. Empecé a besarla, con los labios húmedos y la boca abierta. Pegada a la vitrina, moví mi lengua, di vueltas en redondo para acariciar mis dientes y encías. Yo me besaba mientras Alondra imitaba con una imposible precisión cada uno de mis movimientos. Minutos después, sin soltarme, entreabrí los ojos y distinguí cómo me observaban algunos hombres curiosos. Estaba sola, pegada al vidrio. A lo lejos, me pareció escuchar la risa del viento. En un instante, el cielo se atestó de nubes y la luna se partió en cientos de luciérnagas que se estrellaron contra el piso. Comenzó a llover.