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Inventario de las cosas perdidas, de

Libros Inventario de las cosas perdidas, de Yaroslabi Bañuelos

t Por Armando Salgado

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Inventario de las cosas perdidas (Ediciones de Punto de Partida, UNAM, 2020) es un espejo vital en tiempos aciagos. Yaroslabi Bañuelos comparte con pericia, frescura y buen lente un retrato del mundo que se escurre de nuestras manos. Bajo el trazo en verso libre y obturador sin freno podremos ser Kim Kardashian en la portada de Forbes, una botella de Coca-Cola que produce serotonina o un barco sardinero con la promesa de un mejor futuro. A la vez, desmantela los múltiples rostros a los que estamos aferrados: un poema con la sal precisa hecho con retazos de cartón; el sueño americano sobre un Mustang en llamas; la rabia que desova en la angustia; un largo pasadizo de sueños, mirlos y araucarias, entre otras flores; una cuarentena de diez años; una bocina que invoca a Franz Liszt, Los Ángeles Azules y a Lana Del Rey (de preferencia su Norman Fucking Rockwell!); la tristeza sumergida en el agua fría de los tinacos; una lista de mujeres que no se nombran porque el hastío en ocasiones pesa más que la verdad; las lenguas de Gioconda Belli, Olga Orozco, Alejandra Pizarnik, Martín Rangel, Lucy Maud Montgomery y Ruth Vaides; los gestos de Charles Baudelaire, Emily Dickinson, John Steinbeck, Francisco de Quevedo, Dante Alighieri, Wisława Szymborska, entre otras; y muchos pájaros libres, en cada renglón, en la playa desierta y en la cornisa de este libro. Yaroslabi mezcla lo sensorial con lo cotidiano, a la par de sus confesiones personales y migratorias, donde la realidad aún respira y la memoria nos espera en el límite de la esperanza.

Poemas de Inventario de las cosas perdidas

Retrato de la casa que no es [Mi hermana mayor dice: todas las mujeres de mi familia están malditas] Ninguna de nosotras jamás ha bordado sobre su cabeza un techo de verdad, ninguna ha firmado un papel que diga “esta casa es mía”. Una casa sin cicatrices, donde fluya el agua tibia en el invierno y las mariposas amarillas persigan las lluvias de verano. Una casa con la alacena llena y la cocina olorosa a pan caliente y albácar. Una casa con habitaciones propias, cortinas blancas, jardines donde cada primavera florezca el edén de marzo, pasillos que exhalen un aroma a limones y sol.

Una casa que guarde en su vientre un patio luminoso para que las hijas jueguen a inventar pájaros y buscar orugas entre la yerba. Una casa que no almacene rencores, que no tenga tantos secretos clavados en la pared, una casa de ventanas grandes que no esté poseída por el resentimiento.

[Las mujeres de mi barrio] Las mujeres de mi barrio no conocen de poesía polaca ni los sonetos de Quevedo, jamás han leído la Divina Comedia ni han suspirado con los poemas de Wisława Szymborska.

Las mujeres de mi barrio no escriben versos una tarde nublada mientras el café humea sobre la mesa y los libros gordos y viejos se apilan en un rincón, pero las mujeres de mi barrio saben curar una herida con hojitas de lomboy más un padrenuestro, conocen bien el camino que esquiva un enjambre de balas, ellas guardan la receta para cocinar un banquete con sesenta pesos.

Las mujeres de mi barrio dominan el arte de aguantar el gruñido de las tripas durante noches inmensas, domestican las llamas de la incertidumbre y limpian el polvo de los días con la furia inextinguible con la que tallan el cochambre de la estufa o el pantalón mugriento del marido.

Cuando se sienten felices, las mujeres de mi barrio tararean las cumbias que suenan en el tianguis, besan la frente de sus hijas y conjuran en su corazón abierto un dulce milagro de peces y panes.

Epitafio Nunca plantó un árbol en el huerto de la abuela, tampoco arrancó madreselvas ni deshojó margaritas; no escribió un libro ni cartas de despedida o tomó la maleta para explorar playas desiertas

[apenas tuvo el tiempo preciso para hacer la tarea y estudiar el abecedario]

Su boca inundada de pólvora y miel jamás dará nombre a unos ojos recién nacidos, ni bautizará con estallidos de confeti a un cachorro triste que podría haber salvado de la pesada lluvia de plomo y amapolas

[seguro después volvería corriendo a casa con aquel cachorro entre los brazos, aunque mamá protestara y papá soltara gritos]

Nunca cultivó mariposas entre las pupilas ni suficientes veranos para devorar ciruelas maduras o besos

[y perseguir un ave dulce hasta la frontera donde brota el sol]

No guardó en sus labios los otoños necesarios para vociferar que el amor es una cloaca

[para reírse del azar y mandar todo a la mierda]

No diluyó las madrugadas en tragos de Jack Daniel’s ni amontonó blasfemias y cenizas sobre la mesa muerta del bar de siempre. Habitó la primavera fugaz que se desmorona ante el canto de los misiles. Y el colibrí de marzo acumuló sobre sus alas la fúnebre acrobacia del helicóptero blindado, el rugido de la bala que perfora al viento, los disparos de hielo que le estallaron en la frente.

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