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Los camiones de la metáfora

Elucubraciones Los camiones de la metáfora

/// Salvador Dalí. Rostro paranoico. Óleo sobre madera. 18.5 x 22. 5 cm. 1935. Colección privada.

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t Por Guillermo

Nemirovsky

Con el pasar de los años, los recuerdos se vuelven confusos, y conviene mirarlos con el filtro de la sospecha. Sin embargo, llegan a mi memoria dos datos con cierta nitidez, que me marcaron por su extrañeza (ambos vienen reptando por mi cerebro desde mi época de estudiante). El primero, fue el anuncio tajante de un profesor de lingüística, que proclamaba tema tabú para su ciencia el indagar sobre el origen de la palabra. Puede que no sepamos nunca nada al respecto, pero declararlo territorio prohibido a la reflexión me pareció contraproducente, por no decir francamente anticientífico. El segundo también involucra al mismo docente, pero me dejó una huella más placentera: al explicarnos la etimología de la palabra “metáfora” (del griego, “transporte”, “traslado”), nos contó que por Atenas circulan camiones de mudanza que llevan la palabra metáfora en sus costados. Nunca pude comprobar si era cierto, pero me encantó la imagen de esa insólita asociación.

Él hablaba, claro está, de esa figura de estilo tan usada en poesía. A ella le debemos ocurrencias inolvidables, que no viene a cuento evocar en estas líneas porque lindan con el infinito. Básicamente, consiste en evocar algo (objeto o idea) a través de un término que normalmente no sirve para designarlo. O sea, se trata de evocar una ausencia (la palabra aludida) mediante una presencia (la palabra usada). Hay muchísimos tipos de metáforas, y no todos tienen que ver con la poesía. Es más, los usamos a diario cuando decimos, por ejemplo, “vamos a tomar una copa” (lo que tomamos, o más bien bebemos, es el contenido esta). Pero la idea de evocar (convocar) lo que no está, creo yo, es lo propio de la palabra misma. Podría incluso ir más lejos, pero, cabe aclarar, solo son meras suposiciones: Si cada palabra es susceptible de ser usada en tono irónico, es decir, de apuntar directamente a lo contrario de lo que expresamos, se produce algo que (sospecho) también tiene que ver con la metáfora.

Aquí ya comienzo a intuir que la metáfora es, quizás, el verdadero motor de la palabra, que toda palabra es, en cierto modo, evocación (convocación) de lo ausente. Pero para que esto surja en la historia de nuestra especie, tiene que preexistir una función cognitiva que lo permita. Para empezar, obviamente, la memoria. Sin ella, ¿cómo aludir a lo que no aparece ante la vista? Pero no solo. Pienso también en aquellas pinturas del arte parietal, de las cuevas de Lascaux o de Altamira, cuyos motivos parecen inducidos por la forma misma del relieve de la roca, esos bisontes que se desprenden casi de su volumen o de sus grietas. Pienso en esas manchas de humedad que nos arrojaban figuras monstruosas cuando niños, en esas nubes que recuerdan al pasar a un caballo erguido o una lechuza agazapada. A esta capacidad tan humana de ver lo que no está se le da el nombre de pareidolia. ¿No es, acaso, una primitiva forma de metáfora?

No sé si mi intuición resistiría a un examen riguroso, a lo mejor algún investigador más sabiondo y más tenaz pueda indagar en ello, sin temores de adentrarse en un tema sorprendentemente tabú. Pero aquí surge otro misterio: si toda palabra puede significar una cosa y cualquier cosa (metáfora) e incluso lo contrario (ironía), ¿cómo es posible que podamos comunicar, y que logremos, más no sea medianamente, entendernos? Tenemos que admitir la posibilidad (mera conjetura) que la comunicación inequívoca sea una ilusión. Soy consciente que, a esta altura, ya perdí la mitad de mis lectores, y no solamente por lo arduo del tema, sino sobre todo por el pesimismo que supone mi desesperante hipótesis. ¡Qué solos y qué incomprendidos estaríamos, de ser cierta! También me percato, por supuesto, de la paradoja que significa comunicarles a mis lectores que la comunicación quizás sea imposible. Ya lo decía el gran lingüista francés Antoine Culioli: “La comunicación es un caso particular del malentendido”. Quién sabe, a lo mejor, por un malentendido, alguien me comprenda.

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